ÁRBOL DE LUNA Novela, 2000. (Fragmento) TRATADO PRIMERO De cómo por una confusión de identidades Estela y Tulio son arrestados en medio del invierno español Para ella los hombres vestidos de verde son los más lindos del mundo. Así que en este momento no puede dejar de sonreír mientras le colocan las esposas y la conducen con sigilo hasta la patrulla de la Guardia, cómo no señor Teniente, faltaría más, sería un honor para ella poder acompañarlos. A su lado la sigue muy de cerca un oficial: anchas espaldas, la camisa ceñida entre los músculos de hierro, el rostro filoso, impregnado de esa marcialidad que nace desde el color de la ropa. Y es que para ella los hombres vestidos de verde son los más lindos del mundo. Quizás por eso se fijó en el Coronel años atrás, cuando era un saco de huesos, timidísimo. Una desteñida figura entre esos militares que saludaban la bandera con el brazo derecho en alto, izando un vaso de whisky. Una claridad de leche agria se derrama sobre Madrid. Amanece. Algunos vecinos se asoman y piensan que las nubes pervierten la luz que recorre la calle pues sólo el juego de sombras y claroscuros podría explicar la rareza de la imagen: Estela rodeada de policías mientras desfila como en una pasarela de modas. Pero ella no puede evitarlo. Le gustan los hombres vestidos de verde y además en las mañanas despierta de muy buen humor. Las dos cosas la impulsan a tomarse con serenidad todo el alboroto que hay en su casa desde que golpearon la puerta y la arrestaron. El aire huele con esa transparencia del invierno. Un frescor que surge desde la sierra mientras los gorriones comienzan a saltar en los árboles. Estela disfruta de los colores temblorosos del paisaje, pero entiende que la situación es irregular. Ignora por qué y por quién la llevan detenida. ¿Por el Coronel? ¿Por Gerardo? ¿Por el Coronel y por Gerardo? ¿Quizás incluso por ella misma o por Tulio? Quiere preguntar lo que ocurre, pero le parece de mal gusto pedir explicaciones en medio de la calle. Mantiene su sonrisa y camina con lentitud, marcando pasitos muy cortos y siguiendo una línea imaginaria, lo que otorga a sus caderas ese contoneo gracioso que siempre ha sido la delicia de los hombres. Luego cuando entra en la patrulla saluda al chofer y le dice que no maneje muy rápido pues se pone nerviosa. Se hace un silencio. Todo el mundo queda mirando a un lado, como fingiendo ignorar la torpeza que significa haber desplegado un equipo de agentes especiales para detener a una mujer de cuerpo apetitoso, labios gruesos, nariz un poco ancha, ojos rasgados; y encontrarla con un pijama bebiendo feliz una infusión de hierbas. El oficial se suena los dedos y busca en su camisa un cigarrillo. Pensó que en el chalet lo aguardaba un grupo de sudacas armados, que encontraría allí un cargamento de marihuana, una sala de torturas, pero todavía le tiembla el pulso al recordar cómo la mujer los invitó con amabilidad, pasaran adelante, señor agente, pasaran adelante si querían una tacita de café, aunque no alcanzaría para todos, señor agente. Ahora todos sufren una oculta turbación. La casa está limpia de sospechas. Muebles lujosos, una biblioteca medio vacía, una mesa de billar, cuartos ordenados, un armario lleno de ropa de marca, una caja fuerte con algunas joyas. Nada excesivamente llamativo o demasiado simple como para no pensar en una distraída millonaria, en una mujer enriquecida por negocios petroleros. Nada tan complicado como para no imaginar en ella a la amante de un político en fuga. En verdad, algo similar a eso era la posición que ocupaba Estela en el país hasta hace unos instantes. De allí la discreta vigilancia de los primeros meses, las amabilidades en la aduana, las rápidas gestiones en extranjería. Todo un mundo de invisibles atenciones que se disipó este amanecer, cuando pese a sus amables advertencias, que ya les tiraría las llaves, señor agente, que no pisaran la grama, señor agente, que no hicieran ruido, los vecinos, por favor, los vecinos, señor agente, varios policías rompieron las puertas de la casa y entraron apuntando sicarios invisibles que aparecían desde cada rincón. — Supongo que ustedes pagarán los daños — dice ella y el oficial baja los ojos. Estela comienza a preocuparse. Gerardo no le advirtió que podía ocurrir algo así. Tampoco el Coronel. De allí su sospecha de que algo grave pueda estar sucediendo en Venezuela, o de que alguno de sus compañeros le haya tendido una trampa. Luego, mientras el carro recorre la autopista, intuye que es imposible. Ninguno de los dos está en condiciones de elaborar una treta tan sofisticada. Ambos son bastante simples. Tienen esa forma de molestarse tan común en ciertos hombres: dar gritos, contraer el rostro. No, ellos no sabrían cómo, no tienen esa malicia. A menos que el propio Presidente... — Y la primavera se está adelantando — dice Estela para disipar un mal pálpito. El silencio del carro parece ascender como el zumbido de un insecto volador. Ella se queda mirando sus manos y descubre que una de sus uñas comienza a despintarse. Luego se palpa las orejas: olvidó sus pendientes de oro junto a la cama. Ese detalle la torna frágil, la desnuda; ni siquiera las objeciones de Tulio han logrado quitarle la necesidad de llevarlos encima la mayor parte del tiempo. "Son demasiado grandes. Parecen de película porno. No puedo verlos sin ponerme caliente", bromea su amigo. Piensa en Tulio. Lo recuerda y decide que en cuanto le faciliten un teléfono lo llamará de inmediato. Pero ahora mismo, él también permanece esposado en una patrulla que avanza desde Salamanca hasta Madrid, y se pregunta qué ha hecho para que al regresar a casa después de una marcha intensa: Rioja, Coronita, ron, y polvo art nouveau en las escaleras de la Casa Lys, cuatro policías se le abalancen y lo metan en un carro. Al principio trató de resistirse, que lo soltaran mamagüevos, que no quería hacerles daño, pendejos, que no quería lastimarlos, que lo soltaran, que esta vaina es culpa de Sara, decía. Lanzó algún manotazo, dio un par de empujones, pero después de unos instantes la fragilidad de su cuerpo y la borrachera lo dejaron tieso junto al portal, mirando con distante sorpresa cómo lo acostaban sobre el suelo y le colocaban las manos en la nuca. — Perdone, ¿les importaría decirme por qué estoy detenida? — interroga Estela. El oficial alza la mirada y comienza a balbucear explicaciones. En principio, creyeron que ella había secuestrado a Estela Dublín, una venezolana que vivía en ese Chalet desde hace unos meses. Ahora ya no sabían muy bien qué pensar aunque estaba claro que era ilegal suplantar a una persona y utilizar sus tarjetas de crédito. — No entiendo lo que dice. Yo soy Estela Dublín. — Creemos que no. De hecho, sabemos que usted se llama Marycruz García. Ya lo confirmaremos. También hemos capturado a su socio en Salamanca. Estela abre los ojos y siente cómo el aire entra en ellos, irritándolos con una sensación de engrudo, de papel áspero. En unos instantes olvida a Tulio por completo y deja de preocuparse por él. Un temblor helado sube por su garganta y vibra en su barbilla. — Soy Estela. Soy Estela. Yo soy Estela — comienza a gritar, y sorprende a todos lanzándose sobre el oficial para clavarle las uñas en el rostro mientras el hombre que la vigila desde un lado atenaza sus brazos y logra calmarla. El carro baja la velocidad. Se coloca en el hombrillo de la autopista. Cuando los guardias finalmente logran someter a la mujer, arrancan de nuevo y tropiezan con el espeso tráfico de la M-30. — Soy Estela — se escucha un apagado murmullo —. Soy Estela. TRATADO SEGUNDO De cómo Estela se fastidia en la cárcel y escribe a una amiga de infancia Madrid, 3-1-97 ¡Por fin te escribo, querida Cristina! Dirás que soy una ingrata, una olvidadiza que deja pasar años y años para responder una postal. Y fíjate que no sé si en verdad estamos hablando de años. ¿Tal vez meses? Pero entenderás mi situación. Si lees los periódicos sabes todo lo que ha ocurrido y el porqué debí agarrar a toda marcha un avión y saltar hasta París. Muy linda París, por cierto, pero la gente huele muy extraño, como a ropa guardada a la que le colocas mucho perfume. Y claro, si a eso le sumas lo aburrida que me sentía sin entender una palabra. Es cierto que Gerardo me aconsejó que estudiase francés, pero la ciudad estaba helada, y todo era tan solemne, tan majestuoso, que me fui deprimiendo de verme tan sola caminando por calles y calles; comprando en las tiendas sin saber qué me decían las vendedoras, y escogiendo ropa que señalaba con el dedo. A las semanas sabía que no iba durar demasiado tiempo en ese lugar. Un hombre me tropezó en la calle un día y no sólo se negó a pedirme disculpas sino que comenzó a insultarme. Alcé el bolso y le di un golpe en la espalda. Luego me fui caminando con toda tranquilidad, pero me pareció que la gente se escandalizaba por mi reacción. Entonces me vine a Madrid y apenas al llegar al aeropuerto dos muchachos me empujaron para subirse primero a una escalera, y aunque tampoco me pidieron disculpas al menos no llegaron a gritarme. Eso me convenció. Estoy bien aquí. Vivo en las afueras, en un pequeño chalecito que Gerardo paga a través de una fundación cultural que el Partido utiliza para esas cosas. Conozco poca gente y quitando algunos paseos a Salamanca, salgo muy poco. Quizás pienso que permaneciendo acá las cosas mejorarán más rápido y ya me dejen volver. Pero el asunto está difícil. El mismo Gerardo comienza a escribir menos; el Coronel no dice esta boca es mía. Creo que están convencidos de que si no me llaman, no me escriben, y no me nombran, terminaré desapareciendo y los periodistas dejarán de fastidiar. Pues nada, , yo me limitaré a permanecer muy calladita, esperando que baje el escándalo y que el Partido recupere el primer lugar en las encuestas. No haré más nada. Sé que mi oportunidad es justamente no actuar. No sé si me entiendes. Es como en aquel asunto de la carta de la Asistente Presidencial que nunca te conté... Bueno, que no te he contado, pero para que me comprendas, es como tener una llave que sólo sirve mientras no se utiliza. Tampoco es para tanto. Yo también me pongo en el lugar de Gerardo y entiendo que esté ofuscado. Su viceministerio iba tan bien y de repente los militares golpistas salen libres, forman un movimiento y los rumores de que pueden ganar las elecciones se disparan. Es como si empezara un terremoto y sólo a él le hubiese caído el techo encima. Nadie olvida que fue Gerardo quien apareció en televisión pidiendo que fusilaran a los rebeldes. Quién lo manda. Tanto que le repetí las palabras de mamá: uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice. El pobre. Del Coronel no sé qué decirte. Hace tiempo que se encuentra tan grisecito. Sólo estuvo diez días encerrado hasta que se confirmó que no tenía relación con el golpe, pero él es débil para esas contrariedades. Años atrás le había pasado el incidente en la frontera, por lo que ahora deberá olvidarse para siempre del ascenso. Me da lástima, no es mala persona y mal que bien es mi esposo, aunque a Gerardo le indigne que yo lo diga. Pero no te escribo para hablarte de estas cosas que ya sabrás. Conté los días y durante dos semanas enteras estuve en portadas. Allí me habrás visto, acusada hasta de la muerte de Simón Bolívar. Hasta la caída de los precios del petróleo era mi culpa, y la hambruna en África, y los discos de Estefanía de Mónaco, y cuanto negocio ilegal, cuanta comisión, cuanto desvío de fondos descubrieron, todo, todo era mi culpa. Ya sé que ese era mi papel. No creas que no me daba cuenta desde el principio. Nada mejor que la fotografía de una mujer con una boca sensual para que un país duerma en paz y piense que de no ser por esa bicha todo hubiese sido distinto. ¿Sabes? Como en las canciones de rockola. La mala mujer que cruzó el camino. La pérfida. La ingrata. Ya te contaré, ya te enviaré un día la cantidad de tarjetas y regalos que me mandaban esos mismos que ahora me sacan la mugre. Si hasta tengo una foto del Cardenal dándome el anillo para que se lo bese, lo que ocurre es que no sé si será pecado sacar esa fotografía. Ya le preguntaré a Tulio que tiene respuestas para todo. Tampoco te he hablado de Tulio, pero creo que sabes quién es. Estuvo conmigo cuando fuiste a visitarme, más o menos en los días de la carta de la Asistente presidencial. Lo recuerdo porque de no ser por él hubiese resuelto antes aquel asunto. En fin. Tulio es muy bueno, manita, es cierto que tiene sus detalles y es un poco presumidito, pero lo quiero un montón y lo primero que hice al llegar a España fue buscarlo. Tiempo atrás estaba muy raro. En Caracas nunca volví a saber de él, así que en cuanto tuve su dirección en Salamanca agarré un autobús y me planté frente a su casa. Tenía miedo de que me tratara con frialdad, de que me sacara el cuerpo para no comprometerse. Pues no, manita, hubieses visto cómo se me tiró encima para abrazarme, para darme besos. Luego se quedó confundido, como recordando que yo no era la misma, sí, un poco como tratando de reconocerme, y luego movió la mano y acarició uno de mis zarcillos. Tan lindo. Pero el pobre está preso. Creo que no ha hecho nada malo y hasta pienso que soy la responsable, pero es que y o misma debo confesarte que también estoy detenida. No me preguntes detalles porque no sé nada. Al menos no entiendo lo que me dicen, pero lo curioso es que no tiene nada que ver con los negocios de Gerardo, ni tampoco con el Coronel. Según parece, llegaron desde Caracas unas huellas digitales, unos antiguos documentos de cuando yo estudiaba en la escuela allá en Yaritagua y eso creó un lío con mi permiso de residencia porque según dice la policía yo no soy yo. ¿Te imaginas? Qué pena, Cristina. No imaginé que volvería a pasar por algo así. Según parece un periodista escribió que, por la crueldad utilizada en crímenes recientes, resultaba obvio la llegada a Madrid de una banda de sudamericanos. Entonces algún genio relacionó lo de esos papeles míos que llegaron desde Venezuela con la supuesta banda y plum, Marycruz al bote. En fin, que después de mi arresto el periodista no escribió nada más (pensaba darse banquete contando cómo capturaban al grupo), porque casualmente descubrieron que un drogadicto de Murcia era el criminal sanguinario y ya no había manera de sacarle más jugo sudamericano al asunto. Igual sigo detenida. Pero te cuento que los que me arrestaron son unos hombres muy buen mozos. Tendrías que venir a España y ver qué distinto está todo a como nos contaba doña Mary Carmen, o el mismo Señor Pepe. Los españoles de ahora son altos, y ya no caminan encorvados, ni usan boinas, ni fuman esos cigarrillos apestosos. De hecho, te cuesta reconocerlos pues ya no tienen esas cejas tan pobladas, ni se visten cómo los veíamos allá en los setenta, con ropas amarillentas, humildes, y aquellos anteojos de pasta que seguramente compraban en las rebajas de las ópticas. Me gustan mucho. Incluso las muchachas se ven muy bien por la calle. Lástima que jamás se pinten la boca o se maquillen, y lástima que caminen con esas zancadas tan largas, como si las estuvieran esperando para darles un millón de dólares. Pero la gente aquí está más bonita. Los hombres ni te cuento. Supongo que me agradan porque tienen algo así como una mezcla entre cierta elegancia reciente y una cosa rústica que les viene de atrás. Lo triste es que no tengo con quién comentar esas cosas. Estoy aislada y una señora trae mi comida a la celda. Eso sí, hace un rato me dio papel y lápiz. También me dijo que podría llamar por teléfono, pero ya olvidé tu número y el resto de las personas que tengo anotadas en mi agenda no querrán contestar. No lo digo tan sólo por la inmensa lista de ministros, diputados, empresarios, deportistas, escritores y actrices, que antes les gustaba salir conmigo en las fotos y que ahora no me devolverían el saludo. Lo digo sobre todo por mi hermana. Ya sé que no es lo mismo, y que después de tantos años debería irme acostumbrando al tema. Pero te juro que desde ayer pienso en ella. Quizás es por estar detenida. No debe haber otra razón pues tuve muchas oportunidades de buscarla cuando Gerardo comenzó en el viceministerio. El propio Coronel tenía instrucciones de mandarme en un Hércules a donde yo quisiese y cuando quisiese. Pero me molestaba que ella no me extrañase, que nunca me hubiese llamado. ¿Tú crees que el asunto con Néstor merecía tanto escándalo? Quizás sí, pero no conmigo. Yo se lo expliqué a ella. Néstor tenía tiempo rondándome y yo no le aceptaba sus insinuaciones. Además no me gustan los hombres a quienes les quedan manchas del café pegadas en la barba. Lo que pasa es que un día quedamos solos y él me invitó un trago. ¿Tú no le aceptas un whisky a tu cuñado? ¿Quién no? Y sin darme cuenta él le puso algo a la bebida y después de tomarme tres deditos comencé a marearme y a marearme. No sé ni qué decía, ni cómo podía sentarme en el sofá porque todo empezó a girar. Después desperté en aquel motel que está casi llegando a Barquisimeto. El de las luces verdes y las cabañitas. Allí abrí los ojos. Abrazada con Néstor y viendo una película en la televisión. Eso fue lo que pasó. Te lo juro. Ya sé que suena muy extraño, sobre todo porque terminé viviendo en el apartamentico que alquiló el propio Néstor en Valencia, pero ¿qué iba a hacer yo? A lo mejor aquella droga que me puso en el JB me dejó aturdida varios meses. Yo leí una vez que a Marilyn Monroe le ocurrió algo parecido. Dicen que son unas pastillas que te atontan en pocos segundos. El caso es que Nereyda nunca entendió mis explicaciones y se encargó de calumniarme con mis padres y con toda la gente de Yaritagua. Allá estuvieron molestos conmigo años y años, hasta que hace poco Gerardo les inauguró la nueva pasarela para que los camiones no siguieran triturando a los vecinos cuando cruzaban la autopista. Hubieses visto cómo cambiaron las cosas. Todo el mundo se me acercaba, todos recordaban que de niña me habían cargado en brazos. Tanto, que pienso que pasé la infancia sin tocar el suelo y sin caminar, porque aquella tarde desde el fondo de la tierra aparecieron viejitas y viejitos que me habían mecido y cantado nanas. Pero disculpa que insista. ¿Cómo puede pensar Nereyda que le quité a Néstor? No se da cuenta que una mujer como yo no puede enamorarse de un hombre que dice "habíamos quince personas", y que usa esa barba tan trasnochada, tan burda. El incidente de las pastillas pasó muy rápido, apenas unos meses antes de irme a Caracas. Y hasta donde sé, Néstor sigue con mi hermana tranquilamente, así que no hice otra cosa que fortalecer una relación que estaba cayendo en el tedio. Yo ayudé a unirlos. ¿No se dan cuenta? Creo que será esta cárcel la que me pone a recordar esos asuntos. Te juro que durante años no pensaba en nada. Tú sabes que volé alto. No tenía tiempo para lamentar los desencuentros con mi hermana por culpa de un mesonero de bar. En fin, Cristina, que acá estoy de nuevo. Sé que debí escribirte mucho antes, pero no tienes idea de lo que significa la vida que llevaba. Horas y horas dándole la mano a personas que no tienen rostro. Recibiendo manos fuertes, manos huesudas, manos blandas, manos callosas. Hablando con la mano blanda sobre una ayuda para operar a un hermano de la próstata; conversando con la mano fuerte sobre unos postes de luz para un caserío; discutiendo con la mano callosa sobre un subsidio para publicar un libro con poemas dedicados al estado Barinas. Pero la única mano que sigo viendo ahora es la de la señora que trae la comida y me facilita el papel para escribirte. Y es una mano distante que nunca toco. Para eso quedé. Para mirar de lejos a las personas, para intentar contarles que hace un par de meses, si a Estela le provocaba comer pescado frito a la orilla del Lago de Maracaibo, yo llamaba al ministro de Defensa y en minutos un Hércules despegaba conmigo para atravesar el país de punta a punta. Así son las cosas, Cristina. Por eso quiero que me contestes pronto. Disculpa los meses (¿años?) sin noticias mías. Me gustaría saber de ti. Saber cómo están todos, imaginar que de nuevo estamos juntas en la orilla de la autopista, viendo cómo pasan los carros, contándolos uno a uno. Un abrazo. Marycruz García TRATADO TERCERO De cómo Tulio es interrogado en mitad de una resaca para dilucidar quién es la Marycruz que en realidad es Estela o la Estela que definitivamente es Marycruz — Diga su nombre completo. — Tulio Yepes Jiménez. — ¿Profesión? — Bueno, por ahora soy trabajador social, pero tengo en mente unos negocios... — Nacionalidad. — Oiga, todo eso está en los documentos que le entregué. Ustedes no saben con quién se están metiendo. No tienen ni idea. Esto puede ser un incidente internacional gravísimo... — Vale, vale, pero el asunto es muy delicado. Podemos estar hablando de homicidio, de suplantación, de estafa... — No, no me entienden ustedes. Ya les dije que estoy haciendo un curso de tres meses en la Universidad de Salamanca. Tengo una beca. Trabajaba en Venezuela con menores abandonados... — ¿Tienes una red de tráfico de niños? — Ah vaina, no. Ya esos niños están bastante jodidos como para que yo los venda. Además, ese es un trabajo temporal mientras termino de hacer unas inversiones en divisas fuertes... — Explícate. — Es una historia larga. Nada ilegal. — Viendo tus cuentas de ahorro te lo creo..., y ¿quiénes son las personas que te acompañan en esta fotografía? — Casi todos gente de la Universidad. Noemí; Álvaro; Pedro Pierna; Carlitos; Maripili y Antonio..., ah, y esta es Isabel, vive acá en Madrid pero anoche estaba visitándome en Salamanca. — Una banda internacional... — Estudiantes, ya se los dije. Todos estudiantes menos Antonio, que es herrero y es un tipo de pinga que hace poco me ayudó a defenderme de un skin. Ah bueno, y menos Isabel, que está preparando oposiciones y es una amiga..., ya sabe, una amiga. No es por nada, pero el tema de las hembritas se me da muy bien... — Cuando te capturamos nombrabas todo el tiempo a una tal Sara... — Siempre me acuerdo de ella si estoy borracho. Sería bueno que la arrestaran, pero lo veo difícil. Vive en Caracas. Llegó un día y se instaló en mi apartamento. Estoy convencido de que nombrarla más de dos veces seguido trae mala suerte, así que si no les importa mejor volvemos a lo de la conspiración internacional para vender niños del tercer mundo... —¿Te estás quedando con nosotros? — No, señores, nada que ver, pero me gustaría saber por qué estoy aquí. —¿Has participado en grupos extremistas? — Jamás. Jamás participo en nada. La política es esa sección del periódico que nunca leo. Como los toros... A menos que quiera usted acusarme por alguna marcha de la infancia, ya sabe, cuando chamo me gustaba gritar aquello de policía farsante asesino de estudiantes, pero eso obedece a la genética. Mis padres estuvieron varios años en una célula que se había dividido de otra célula, que a su vez se había dividido de otra célula. Yo creo que ni ellos mismos al final se enteraban de si eran maoístas o castristas. Luego entraron a dar clases en la universidad y me parece que fue entonces cuando comenzaron a hacer yoga y a encochinar el aire de la casa con palitos de incienso... Pero perdonen ustedes que insista con la pregunta, ¿qué carajo hago yo aquí? — Es una simple averiguación. Queremos saber qué relación tienes con Marycruz García. — No puedo tener ninguna pues no la conozco. — Tenemos fotos donde estáis juntos. Mira ésta. — Esa es Estela. Es una vieja amiga, la quiero mucho pero no tengo nada que ver con sus negocios. — Se llama Marycruz García. Nos enviaron sus huellas desde Venezuela. Queremos saber qué ha pasado con Estela Dublín y pensamos que tú sabes algo. — Oiga, me duele la frente, ayer bebí mucho. Esta es Estela Dublín. No apruebo lo que hizo en estos años, pero desde que llegó a España está muy sola. Yo debo ser algo así como el único afecto que tiene en ocho mil kilómetros, y por eso puedo jurarle que ella es ella y no es otra... Coño, si seguimos hablando así me va a estallar la cabeza... — No vamos a por ti, tío, ya sabemos que no formas parte de un grupo de sicarios, pero nos han dado instrucciones de proteger a Estela Dublín. La señora tiene muchos enemigos, y resulta que aparece una Marycruz que está utilizando sus tarjetas de crédito, sus documentos. — Necesito una cerveza caliente, un poco de picante y un limón. — ¿Te quitas con eso la resaca? — Me gustan los métodos naturales... Mire, ustedes no podrán tenerme mucho más tiempo acá, porque me doy cuenta de que no tienen nada contra mí. Y si quieran cuidar a Estela, pues allí la tienen, es esa mujer de la fotografía. — ¿Y quién es Marycruz García? — Coño, no lo sé. Pensaba que era jodedera, pero tienen ustedes unas confusiones con la identidad. — ¿Qué dices? — En estos días escuché en la radio a un hombre que iba a nacionalizarse y le pidieron que un forense dictaminara que él era él. — No entiendo la relación. — Coño, ustedes me piden que diga que Estela es Estela, o que Marycruz no es Marycruz. Pero Marycruz no sé quién es y Estela es Estela. — ¿Y el pasaje de avión? Lo regresaste a la agencia y te dieron cuatrocientos dólares. Sabes que no puedes quedarte después de la fecha que indica la visa. — Yo nunca he tenido problemas económicos. Necesitaba comprar alguna cosilla y devolví el pasaje. No se angustie. Ya mi abuela o mis padres me enviarán plata para devolverme. — Pues nada, macho. Mañana te dejarán que regreses a casa. Tienes apenas quince días de permiso para estar aquí. Luego quedarás ilegal, así que no podrás seguir armando follones. — Oiga, ¿y la cerveza caliente? ¿Y el limón? ¿Y el picante?
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