Libro primero Cómo llegué allí - Tusquets Editores

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Libro primero
Cómo llegué allí
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Ilustración de la página anterior: Ernst Ludwig Kirchner, La modelo, punta seca, 1924. © Dr. Wolfang and Ingeborg Henze, campione d’Italia.
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París, 1922
Fui a Berlín porque era barato. En realidad, el viaje empezó
en París, la noche en que me citó el abogado de mi padre.
No, no es exacto. No me citó. Me envió un amable mensaje por neumático, invitándome a cenar en el Grand Véfour.
Grand Véfour, un lugar encantador: espejos, pinturas sobre
vidrio, banquetas de terciopelo rojo y ventanales que daban directamente a los jardines del Palais Royal. La cena fue magnífica. No pude por menos que preguntarme si la factura se cargaría de alguna forma a la cuenta de mi padre –sabiendo que yo
hubiera podido vivir un mes con lo que costaba–, pero aquello
no tenía importancia porque George Graham había pedido un
par de martinis muy secos en el momento de sentarnos.
Yo estaba conmovido. Hacía un año, en Filadelfia, nadie me
hubiera permitido acercarme siquiera a un martini, y esto nada
tenía que ver con la Ley Seca.
George Graham es el socio más simpático de Conyers &
Dean, la firma que siempre se ha cuidado de los asuntos jurídicos de mi familia. Debía de tener un poco más de cuarenta años
entonces y era de lo más eficaz, uno de los mejores de su firma
y de su profesión. ¿Y qué era yo? ¿Un inválido convaleciente?
¿Un aspirante a pintor? ¿O un vago que prefería las aceras de
Montparnasse a la sección de títulos y obligaciones de Drexel &
Co.?
–Salud –dijo George Graham alzando su martini.
–Salud –dije, levantando el mío.
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George Graham tenía unos bondadosos ojos azules. Siempre
lo enviaban a él cuando querían ser amables. Yo sabía muy bien
qué iba a decirme.
–Peter, la guerra terminó hace cuatro años –empezó.
–Cinco para mí, señor Graham. Me enviaron a casa en abril
del 17.
–Lo sé, Peter. Y estabas en..., bueno, en un estado lamentable.
–¿Estado lamentable? ¡Estaba atado a la cama! Me daban
tanta morfina que dormí desde Brest hasta Hoboken. No sabía
el día que era. ¡No sabía en qué mes estábamos!
–¡Te recuperaste espléndidamente, muchacho!
–Y pinté las azaleas del Hospital de los Cuáqueros.
–Los médicos hicieron un trabajo maravilloso. Y tú también.
Has recuperado el control.
–Bueno, puedo llevarme una copa a los labios sin derramarla. Lo hice para poder acabar la cena en casa sin echarme a
llorar.
–Peter, estás aquí sentado, bebiendo un martini y discutiendo este tema penoso sin perder el control. Estás completamente recuperado. Lo dicen todos los médicos. Y tus cuadros..., el
boceto que hiciste de Walter Smith es tan bueno que hemos
pensado encargarte un verdadero retrato, para la oficina.
–... Así que quieren que vuelva a casa y me dedique a la venta de títulos.
–¡En absoluto! –Dejó su copa y se inclinó hacia delante–.
Peter, tus padres quieren que completes tu educación. Dejaste la
universidad en el primer año, ¿no? No tienes nada con que ganarte la vida. Vender títulos fue tan sólo una oportunidad que
te ofreció uno de los pacientes de tu padre, pero no es eso..., tú
sabes lo que quiere realmente tu padre.
Sabía lo que quería. Es el cirujano más famoso de Filadelfia,
como lo fue su padre, y también su abuelo. Pueden verse sus re20
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tratos en los pasillos del Hospital de la Universidad. Quizá no
los mejores cirujanos, pero sí los más conocidos. La gente se sentía mejor con sólo mencionar su apellido.
Cuando abandoné Harvard para entrar en el American Field
Service, mis padres quedaron encantados. Ambulancias, soldados heridos, obviamente un paso en el buen camino. Por supuesto, yo no lo hacía con el ánimo de auxiliar a los heridos.
Era psicología de masas.
Es difícil reconstruir el espíritu de aquellos tiempos, pero
nos abrumaba: los hunos estaban ultrajando a Bélgica y avanzaban hacia París. A los niños les cortaban las manos con las bayonetas; algunos norteamericanos que vivían en Neuilly compraron ambulancias y pidieron chóferes norteamericanos. La
situación se caldeó, especialmente en las universidades. En Harvard entraron con una ambulancia en el mismo Memorial Hall,
unos tipos que habían estado ya en el Marne pronunciaron discursos, la banda tocó La Marsellesa, la universidad nos dio permiso para partir, mi padre escribió una carta entusiasta (¡con un
cheque de mil dólares y el certificado de ascendencia no alemana que se exigía!) y, poco después, todos estábamos a bordo del
Aquitania, rumbo a El Havre. La atmósfera era alegremente estudiantil, una patriótica excursión, completa, con sacos de dormir y canciones que se prolongaban toda la noche («Hay un largo y sinuoso camino hasta la Tierra de mis Sueños») en el oscuro
comedor de primera clase, y el único indicio del futuro que nos
esperaba se reflejaba en los ojos cansados de los oficiales del
Aquitania mientras observaban en silencio nuestras cabriolas.
–Bueno, claro que tu padre quiere que vayas a la Facultad
de Medicina –dijo George Graham–. Pero primero tienes que
terminar la primera fase.
–¿Empezar desde el principio a los veinticuatro años?
–Claro. Podrás aprovechar mucho más, y los demás te respetarán...
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Eso lo dudaba. Lo dudé durante toda la cena, mientras hablábamos de otras cosas. George Graham se marchaba en tren a
la mañana siguiente, a Cherburgo, rumbo a casa. Había estado
varias semanas en París, investigando un importante asunto que
administraba la Conyers & Dean. Me lo contó: una rica anciana de Filadelfia había adoptado a un joven francés y le había dejado, al morir, un par de millones de dólares. ¿Había utilizado
él algún medio ilegal para conseguirlo? ¿Le había contado a ella
que había cumplido condena por desfalco? ¿Tenía esto alguna
importancia? ¿Hubiera tenido que importar?
No para mí. Lo que me importaba, mientras George Graham
trataba de interesarme en los detalles de tan deprimente caso, era
el hecho de que le resultaba tan difícil transmitirme el mensaje
que lo había dejado para la última noche.
Cuando llegó el café, no pudo seguir postergándolo. Mi padre me quería en casa, de regreso. Inmediatamente.
–Lo convenido fue un año en París, para pintar, para terminar tu recuperación, para saber qué deseas hacer realmente con
tu vida. El año ha pasado, ¿verdad?
–¿De modo que dejará de enviarme dinero?
George Graham asintió con la cabeza.
–Un cheque más..., uno muy generoso para que puedas terminar tu semestre en Bellas Artes, cancelar tu alquiler, comprar
un pasaje de vuelta... pero nada más. No puedes esperar que te
mantengan indefinidamente.
–Pero si he trabajado. Puedo enseñarle lo que he hecho...
–Me gustaría mucho ver lo que has hecho... Pero ¿has vendido algo?
–Vendí al señor Smith el boceto de Walter, y a la señorita
Boatwright le vendí un pequeño retrato de Joanne... Estuvo conmigo en el hospital.
–Y aquí, ¿has vendido algo?
–Es muy difícil, señor Graham. No conozco a nadie...
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–Claro que es difícil, todos lo sabemos, y por eso tienes que
sentar la cabeza y aprender algo que te permita ganarte la vida.
Tienes veinticuatro años, Peter, y debes aprender una profesión.
–¿La pintura no es una profesión?
–No, si no hay mercado para tus cuadros.
–Señor Graham, quiero hacerle una pregunta: ¿usted está de
acuerdo con ellos?
Miró un momento por la ventana antes de responder.
–La secta cuáquera, Peter. Tu familia cree en el trabajo honrado. Quizá más incluso que los presbiterianos. Ciertamente,
más que nosotros los episcopalistas. Eso lo sabes.
–¿No puede un cuáquero ser pintor, ser un artista?
–No he dicho eso. Pero no estoy seguro de que un cuáquero apoye indefinidamente a un artista y lo mantenga. Esperaría
a que el artista..., si no es lo suficientemente bueno..., se mantuviera por sí mismo. Si pensamos en los mecenas de las artes,
¿en quiénes pensamos? ¿En los emperadores bizantinos? ¿En los
papas Médicis? ¿En Enrique Tudor y Carlos Estuardo? No pensamos mucho en George Fox y William Penn, ¿verdad?
Tuve que sonreír.
–Es usted un buen abogado, señor Graham. Pero hace el
mismo daño.
Después de la cena, paseamos en la fresca noche de abril directamente por la Rue Saint Honoré hacia la Place Vendôme. George Graham se alojaba en el Ritz, donde tenía que encontrarse con
un abogado francés que le ayudaba en la causa testamentaria.
–Este abogado tenía que llevar a cenar a unos banqueros alemanes, de modo que posiblemente aún estén con él, pero prometió librarse de ellos lo antes posible. Supongo que no te gustaría enseñar la ciudad a un par de banqueros alemanes. –Los
ojos de George Graham brillaron con picardía.
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Recordemos que estábamos en 1922. Hacía menos de cuatro años que había terminado la guerra. La mayoría de los franceses, y muchos norteamericanos, profesaban hacia los alemanes
–hacia todos los alemanes– un odio visceral, personal.
Yo no. Yo odiaba al Kaiser, odiaba lo poco que había leído
acerca de Bismarck y el militarismo prusiano, y, por supuesto, la
invasión de Bélgica me había espoleado para alistarme en el Field
Service. Pero, cuando llegué a Francia, no tardé en comprender
que el soldado raso alemán era tan víctima del sistema como cualquier otro soldado. Aunque esto no era todo. En mi conciencia
latía el influjo de Else Westerich.
En la época de mi abuelo, y en la de mi padre, los estudiantes de medicina norteamericanos que podían permitírselo
iban a las universidades alemanas, especialmente para las prácticas especializadas, y los médicos que habían hecho el viaje miraban con desdén a los que no lo habían hecho. Mi padre fue aún
más lejos: yo no obtendría mucha experiencia a menos que hablara fluidamente el alemán, y la única forma de saber hablar
fluidamente el alemán era la de empezar desde niño, de modo
que Fräulein Else Westerich fue a vivir con nosotros, en 1906,
cuando yo tenía ocho años.
Me enseñaba alemán despacio, con dulzura. Tocaba el piano y me enseñaba canciones alemanas. Me enseñó «Hamburg ist
ein schönes Städtchen» y «Nun ade, du mein lieb’ Heimatland», y, más
tarde, también otras cosas. Cuando yo tenía catorce años nos
dejó, en circunstancias que he aprendido a no recordar, aunque
un médico del Hospital de los Cuáqueros me hizo hablar de ella
cuando yo estaba hasta arriba de morfina. Quizá sirvió de algo.
Quizá no.
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El bar del Ritz estaba iluminado con suavidad y olía agradablemente a whisky escocés, humo de cigarrillos y perfume. Al
principio, me dio la impresión de que estaba abarrotado de norteamericanos.
–No, allí están –dijo George Graham, tomándome del brazo y guiándome hacia un rincón, donde tres hombres, sentados
a una mesa, se volvieron, nos vieron y se pusieron de pie.
Al abogado francés no lo recuerdo, pero sé que hizo las presentaciones en inglés. El barón Von no sé qué era tan bajo como
yo, pero tenía modales untuosos, casi latinos, y ojos de gacela.
Herr Keith tuvo que apoyarse en un bastón para levantarse de la
silla. Entonces se irguió frente a mí, alto y flaco, y, cuando me
estrechó la mano, sus dientes relampaguearon debajo del bigote
estilo militar británico.
–Creo que el señor Ellis y yo nos conocemos ya –dijo.
Muy abrumado, estreché su mano y también sonreí.
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