El día había amanecido gris y lluvioso, cómo si en vez de

El día había amanecido gris y lluvioso, cómo si en vez de encontrarme en tierras
castellanas lo hiciera en alguna provincia del norte, pero yo no estaba dispuesto a que
mi primer encuentro con Soria empezara así.
Con esa convicción me encontraba desayunando, mientras atisbaba por la ventana como
un pequeño rayo de sol pugnaba por salir entre las oscuras nubes.
Todo en ese hostal rural me traía recuerdos de mi niñez, una niñez alimentada en tierras
de Castilla y que siempre me transportaba a una época llena de sabores y olores
especiales.
Me recuerdo a mi mismo llegando de la calle, aterido de frío y sonrojado, acercándome
a la lumbre de leña y metiendo los pies en la mesa camilla donde me esperaba un
maravilloso bocadillo de mantequilla con azúcar y chocolate que me había preparado mi
abuela.
Desterré todos aquellos recuerdos de un golpe, levantándome apresuradamente y
poniéndome la chaqueta, mientras me despedía de la dueña del lugar en que me había
hospedado.
No quería más recuerdos, no en estos momentos.
Tenía una pequeña guía en mis manos sobre lo que toda persona que se considerara
amante del buen turismo debía de visitar en Soria y eso es lo que yo iba a hacer, lo que
debía hacer.
Pero al salir por la puerta lo único que me recibió fue una ráfaga de aire frío, un frío
que penetro en mi cuerpo negándose a alejarse de mí, trayendo consigo aromas de unos
campos llenos de tomillo y romero y también de otros olores que aunque agradecí no fui
capaz de distinguir.
Atando bien mí chaqueta empecé a andar con paso decidido, cómo si realmente supiera
a donde me dirigía., y fue entonces cuando me cruce por primera vez con él y con su
siniestra mirada (sin saber entonces que no sería la última vez que se cruzarían nuestros
caminos.) Al instante, un escalofrío recorrió mi piel, y todo el vello de mi cuerpo se
erizo como si hubiese entrado en contacto con algún tipo de extraño mal.
Nunca he sido una persona supersticiosa, pero lo percibido en ese momento tenía algo
de irreal, tal vez me sintiera atrapado en la atmosfera que me rodeaba, el estar en un
lugar desconocido, mi escogida soledad y esa humedad que impregnaba todo aquel sitio
donde había ido a parar la noche anterior.
Recordé entonces como había empezado aquella pequeña excursión.
Hacia algún tiempo que necesitaba estar sólo en algún paisaje apartado. Desde la muerte
de mis padres todo mi mundo se había derrumbado y aunque yo era consciente de que la
vida seguía, aún necesitaría algún tiempo para digerirlo.
Por lo tanto, cuando mi jefe me dijo, que finalmente podría coger los dos días libres
que me correspondían desde hacia ya algún tiempo, decidí salir en busca de paz.
Así fue como llegué a este pequeño pueblo de la provincia de Soria y donde una amable
mujer( que se encontraba sentada en el quicio de una puerta) ,me asesoro sobre el mejor
lugar para pasar la noche ,“El Desván del Gato Pardo” .Tan solo oír su nombre me sentí
transportado hacia las viejas historias que mi abuelo me contaba, historias en las que
solía aparecer( más veces de las que yo hubiera deseado) un personaje un tanto siniestro
para una niño ,“El Diablo”, el cual , por cierto, se solía presentar en la mayoría de los
casos con la apariencia de algún pacifico parroquiano, o animal común.
Mientras pensaba en todo esto, mis pasos me condujeron hacia el coche y casi sin darme
cuenta me hallaba de nuevo en la carretera, aunque eso si, sin saber donde; de pronto,
un cartel apareció ante mis ojos,” Torreón Medieval de Masegoso”, bueno, al parecer
allí había algo que merecía la pena ver.
Descendí del coche sin conseguir olvidar del todo el encuentro que había tenido en el
pueblo, pero intentando de todo corazón dejarlo atrás.
Y así fue como apareció ante mí, de repente, majestuoso, elegante a la vez que sólido,
vigilando el horizonte, “El Torreón”. Todo en él denotaba la presencia de unos años
distintos, lejanos, no sólo en el tiempo, sino también en los hábitos y costumbres de la
gente que alguna vez debió buscar su cercana protección.
Me acerque a él con paso vacilante, esperando que de un momento a otro alguien se
asomara por sus almenas, diciendo simplemente… ¡Alto! ¿Quién va?.
Pero lógicamente nada de eso sucedió, en esos parajes todo respiraba una paz auténtica,
rota de vez en cuando por el cántico de algún pajarillo, y por el ruido producido por mis
propios pasos.
Así, despacio, como dejándome mecer por el movimiento de las hojas fue como
descubrí lo que en su día debió ser una populosa fuente, pero que en la actualidad, y
debido a las marcas de pisadas que la rodeaban, y a la lejanía de cualquier ser humano
por las proximidades, tan sólo debía usarse como abrevadero de bestias.
De pronto, como si de una ilusión óptica se tratara apareció de repente un pastor con sus
ovejas, lo cual hizo que el paisaje llegara a confundirse con el torreón de forma que no
supiera por un momento en que época me encontraba.
Al pasar a mi lado el pastor inclino un poco la cabeza a modo de saludo y mientras los
animales bebían, él se sentó al cobijo de un árbol procediendo a encender un cigarro.
Al notar la insistencia con la que yo le miraba y lejos de mostrarse esquivo, esbozo una
sonrisa mientras me ofrecía un cigarro.
Yo, aunque hace ya algún tiempo que deje esa costumbre, no pude por menos que
aceptarlo, teniendo así una disculpa para poder entablar conversación con él.
Me dirigí hacia donde se encontraba y sentándome a su lado, le di las gracias, y fue
entonces, sin esperar a que yo le dijera nada, cuando emprendió una historia fascinante
sobre aquella fuente, el torreón y sus alrededores. Era una historia de amores y envidias,
de rencores familiares y malentendidos, en resumen, una historia de las de siempre, de
las de toda la vida, de esas que perfectamente se pueden estar repitiendo ahora mismo
en cualquiera de estos pequeños pueblos en los que todos se conocen pero no se
entienden. Son historias extrañas, de tiempos lejanos que en la mayoría de los casos no
tienen nada que ver con sus actuales habitantes, pero que han ido pasando de generación
en generación como los apellidos, y que nadie ha tenido el valor de romper, bien sea por
cobardía o costumbre.
En ese momento, al mirar al torreón lo vi de nuevo, agazapado entre las sombras, sus
ojos brillando en la oscuridad, fue tan sólo un momento, para luego desaparecer como si
nunca hubiera estado allí, pero que logro estremecerme como ya hubiera ocurrido la vez
anterior.
El pastor debió notar algo extraño en mí, puesto que rápidamente me pregunto si me
encontraba bien.
-No ha sido nada- respondí yo. Por un momento me había parecido ver algo junto a la
sombra del torreón, pero…seguramente haya sido todo fruto de su maravillosa historia.
Él sonrió y dándome la mano se despidió de mí, alejándose tan silenciosamente como
había aparecido, tan solo delatando su paso por el balido de las ovejas que le
acompañaban y por el ladrido de los perros que azuzaban a los animales para que
prosiguieran su camino en busca de otros pastos.
Despues de todo lo ocurrido decidí marcharme yo también, puesto que la extraña
aparición, unida al paisaje, hacía que en ese momento deseara estar en algún donde no
me encontrara tan solo. Y además, si quería llegar a comer al hostal debía partir sin
falta.
Fue entonces cuando fui consciente de que efectivamente, hacia ya algún tiempo que mi
estomago protestaba pidiendo ser atendido, aunque yo, embobado en el relato de mi
entrañable compañero no lo había sido capaz de percibir.
De nuevo en ruta y siguiendo el mapa, apareció de nuevo el pueblo en el cual me
hospedaba, Pozalmuro.
Al entrar en el hostal la dueña me pregunto por mi excursión, rogándome que luego de
saciar mi hambre, le contara todo aquello que hubiera visto; amablemente le conteste
que si la comida tan sólo sabía la mitad de lo bien que olía , sería una comida
fantástica, y que como no, estaría encantado de contarle todo mi paseo.
La buena señora halagada ante mi comentario, sonrío, y señalándome el comedor
encamino sus pasos delante mío, para en un momento preparar una mesa de un sólo
cubierto.
Al entrar, repare en una sala contigua al comedor, donde me pareció observar el crepitar
de los troncos de una hermosa chimenea. Ella, al notar hacia donde se dirigía mi mirada,
me dijo, que si quería ,después de comer, podíamos pasar a lo que ella llamó “Sala de
juegos”, y allí, tranquilamente, mientras le contaba mi salida, podríamos echar( si a mi
me apetecía), una partidita de brisca o guiñote.
Parecía ser que en esa época había poca gente en la casa, y la señora deseaba
fervientemente hablar un rato con alguien. Nunca me han gustado especialmente los
juegos de cartas (tan solo tengo el recuerdo de ellos unidos a partidas de Navidad en
casa de mis abuelos,) pero pensé que se tendría que estar muy bien allí, cerca del fuego,
olvidándome de mis propios pensamientos y escuchando, la amable y entretenida
cháchara de doña Joaquina (pues así se llamaba mi anfitriona).
Devoré la comida con un apetito que hacia mucho tiempo no conseguía recordar. El
maravilloso guiso de Doña Joaquina consistía en un plato de guisado de carne de ciervo
(cazado por su propio hijo) con patatas y setas de la región. Y de postre un sencillo,
pero no por ello menos apetitoso, arroz con leche. Según ella, la receta había sido
transmitida por su familia de generación en generación, pero ella había decidido darle
un toque especial sustituyendo la leche común por leche condensada y añadiendo al
final para suavizar el sabor unas claras a punto de nieve.
Después de recoger mi mesa (a lo que yo me sentí obligado a ayudar) me empujó
literalmente hacia la sala de la chimenea obligándome a sentarme en un cómodo sofá
cercano al fuego, lo que debo decir, agradecí de todo corazón, ya que después de los
acontecimientos de la mañana sentía mi cuerpo un poco desmadejado y como si
realmente no fuera el mío.
Y así, de esa forma y sin ser consciente de ello, me sumí en un profundo sueño. De
pronto me despertó una sensación extraña, un roce, un olor diferente, y fue al abrir mis
ojos cuando descubrí justo a mi lado, la causa de mi despertar, sus ojos brillantes fijos
en mi, su pelo de color pardo revuelto y su oscuro bigote.
De un brinco salté del sofá saliendo apresuradamente del saloncito, y como alma que
lleva el diablo cruce a toda prisa la distancia que me separaba de mi habitación. Una vez
dentro intente recobrar la respiración, tomando para ello grandes bocanadas de aire.
Inmediatamente preparé todo mi equipaje para no dilatar mi presencia en esa casa ni un
segundo más.
Cuando me dirigí a la recepción Doña Joaquina no pudo reprimir un gesto de sorpresa.
-¡Oh! Pero se marcha ya.
-Si, acabo de recibir una llamada urgente, del trabajo, ya sabe… no se puede decir que
no.
-Si claro, lo entiendo (aunque por el gesto de su mirada se notaba perfectamente que no
entendía nada).
Así fue como abandone el hostal y también las tierras castellanas, y es que hay una cosa
que nunca he podido soportar, es una fobia imposible, y que me aterroriza de tal manera
que aunque haya intentado superarla por diferentes métodos (hipnotismo incluido) sigo
manteniendo tan fuerte como el primer día, y ese algo, es mi terror, a los gatos.
Por cierto, si algún día acertarais a pasar por el lugar, saludar de mí parte a Doña
Joaquina, pero observad con cuidado a su gato, porque yo sigo pensando que hay algo
raro en él, el cual por cierto, y a tenor del collar que pude observar en su cuello mientras
huía respondía al nombre de “Lucifer”.