Página 16 Miércoles 7 de marzo de 2012 Miércoles 7 de marzo de 2012 Tres artesanos de los instrumentos musicales que trabajan en Rosario cuentan cómo es darle vida a la materia. Desde los caprichos de los intérpretes que piden detalles a medida, a la competencia con las marcas consagradas, todo un oficio que reúne paciencia, pericia y pasión, tanto para crear como reparar Sebastián Stampella E l hombre estudia la madera, la lee. Sabe que el sonido está allí, dormido en esa materia. Su mano acompaña la veta y delinea formas con sus herramientas. Quita lo que sobra, ensambla, calibra. La paciencia, la sabiduría y la dedicación hacen el resto. Sólo el luthier conoce la satisfacción de crear con las propias manos un instrumento único, a la medida del músico. No es fácil saber a ciencia cierta cuántos luthiers existen en Rosario. Salvo excepciones, el oficio se realiza a puertas cerradas y el boca a boca –junto a las páginas web– es el modo de darse a conocer a los músicos. La Asociación Argentina de Luthiers (AAL) estima que hay cerca de 500 personas realizando este trabajo por su cuenta en todo el país. La luthería nacional no está tan desarrollada como en Europa, donde existe una larga tradición y hasta variadas corrientes en esto de construir instrumentos en forma manual. La única formación académica reconocida en Latinoamérica es la de la Universidad Nacional de Tucumán, que desde 1950 otorga el título de Maestro Técnico Luthier. Iván Blascovich, Marcelo Carro y Alejandro Colovini, tres referentes de la construcción y reparación de instrumentos musicales de Rosario, abrieron las puertas de sus talleres para compartir experiencias con Cruz del Sur y revelar algunos secretos de este oficio. Un oficio abierto al público “El modo en que trabajamos los luthiers no tendría por qué llamar la atención. Lo que pasa es que en otros ámbitos de producción se ha perdido la dedicación y el cariño por lo que se hace. Una fábrica contrata gente que sabe de máquinas y las pone a trabajar. No hay una conexión con lo que se está creando: hace violines como podría hacer sillas”. El que habla es Iván Blascovich, un luthier riojano que desde hace 14 años vive en Rosario trabajando de lo que lo apasiona. Su taller, ubicado en el pasaje Pam, es el primero y único en la ciudad –y uno de los pocos de Argentina– que se exhibe al público como un local comercial más. Según confiesa, más que una búsqueda por mayores ventas, lo que lo llevó a establecerse allí es la tranquilidad de esa galería. Su especialidad es la construcción, venta y reparación de violines, violoncellos, laúdes, charangos, mandolinas y guitarras. Además, desde su taller también dicta clases de luthería. Con su tonada riojana intacta, Blascovich cuenta que mientras estudiaba violín entró en contacto con la luthería. Su padre era herrero y su abuelo carpintero. Por lo tanto no le resultó extraño encontrarse reparando un instrumento y bosquejando sus primeras piezas. Alentado por su profesor de violín, decidió estudiar en la Escuela de Luthería de Tucumán. “Cuando llegué a Rosario había luthiers pero no transmitían sus conocimientos y el oficio se mantenía reducido a un círculo. Yo produje un quiebre en eso”, recuerda. Sobre la mesa de trabajo hay recortes de maderas –ébano, arce y abeto son las más utilizadas– y barroca y un laúd renacentista realizados a pedido. La gran oferta de violines chinos, de poca calidad pero a un bajo precio, hace que no tenga mucho sentido construir para ofrecer a la venta sino hacerlo sólo por encargo. Blascovich dice tener en claro cuáles son las cosas que un buen luthier tiene que respetar: “En lo que es reparación es fundamental respetar el diseño original del creador de ese instrumento y no meter modificaciones propias por más que no las comparta. Eso daña al oficio. Una buena reparación debe ser imperceptible. Y para el que construye está bueno que intente ser creativo y no se deje llevar por la lógica de lo comercial, de lo que tiene rápida salida en el mercado. En ese sentido hay que ser fiel al gusto de uno”. Blascovich se toma su tiempo para responder sobre cuál fue la creación suya que más satisfacción le generó. Tras la pausa, dice Alejandro Colovini trabajando en un instrumento. LUTHIERS ROSARINOS Entre el sonido y la viruta Uno de los modelos fabricados por Marcelo Carro. un violín al que le está cambiando las cuerdas. “Hay instrumentos fabricados con muy buena madera y que no suenan bien. Lo importante es saber examinarla bien para saber qué tan pareja o qué tan dura está, y saber qué hacer con eso para sacarle un buen sonido. Ahí se ve un buen trabajo”, explica Iván, y agrega que al momento de ponerles precio a sus creaciones toma como referencia el tiempo que requiere construir o reparar un instrumento. Fabricar un violín, por ejemplo, le demanda entre seis meses y un año. Entre los últimos trabajos realizados se encuentran una guitarra que sin dudas es el último. Y argumenta convencido: “Es que en el último instrumento se nota toda mi evolución. No me enorgullecen mis primeros trabajos. En cambio en el último está toda la experiencia acumulada”. La artesanía amplificada La manufactura artesanal no está reservada exclusivamente a los instrumentos clásicos. A una cuadra y media de la Terminal de Ómnibus, sobre San Lorenzo, está el taller de Marcelo Carro. Además de trabajar con guitarras acústicas, este luthier Página 17 Iván Blascovich en su taller ubicado en el pasaje Pam. también fabrica y repara guitarras eléctricas y bajos. “Menos las clavijas, los puentes y los micrófonos, hago todo a mano”, comenta. Según cuenta, la frustración por intentar aprender música con una acústica de mala calidad cuando era un adolescente fue, de algún modo, lo que lo metió en este oficio. Al no poder comprarse una nueva, se anotó en un curso de luthería que dictaba Iván Blascovich. Al terminar la secundaria ya sabía que se quería dedicar a eso y comenzó a trabajar con su maestro hasta llegar a instalarse con taller propio. “Este es un oficio que cuesta pero del que se puede vivir si se hacen las cosas bien. Yo trabajo mucho con lo que es reparación y, en la medida que puedo, me hago un hueco para construir alguna guitarra para vender después. Siempre hay movimiento”, dice. Marcelo se dirige a una caja y saca una placa de arce que en unos meses se convertirá en la tapa de una guitarra modelo Les Paul. El resultado final no será una Gibson sino una Carro Les Paul a gusto y piacere de un músico rosarino que quería tener una guitarra de esas características pero con el mango más fino, algo que es imposible conseguir de fábrica. Este tipo de demandas suele ser la única forma de competir frente a las grandes marcas de guitarras eléctricas como Fender o Ibanez. En el caso de las clásicas es muy común que un concertista recurra a un luthier para hacerse de una buena guitarra. De hecho, los profesores recomiendan a sus alumnos optar por lo artesanal para tener un instrumento personalizado, adaptado al gusto de cada uno. Con las eléctricas, en cambio, el luthier compite ofreciendo aquello que el mercado no puede ofrecer. A la identificación de ciertas marcas y modelos de guitarras con algunas estrellas musicales no hay con qué darle: Slash es la Les Paul, B.B. King la Lucille (Gibson ES-335), y Jimi Hendrix la Fender Stratocaster. Así, el marketing se impone por sobre el trabajo de un luthier aunque éste replique esos instrumentos tanto en lo estético como en lo sonoro. Y dependiendo de los accesorios que se le quiera poner, el precio también puede competir palmo a palmo con la marca original. “Los resultados de lo artesanal son muy buenos cuando se trabaja con los materiales que corresponden. Aunque más allá de eso, la importancia siempre está puesta en la mano de obra, en los detalles que tiene en cuenta el luthier”, explica Marcelo. Cuando el trabajo es en base al pedido específico de un músico, la dificultad no está tanto en acordar sobre la estética del instrumento sino en comprender cuál es el sonido qué está buscando. Para ello, Marcelo hace probar un instrumento de referencia para que el músico tenga una referencia. “Un buen luthier, con el tiempo, llega a desarrollar una identidad en el sonido de sus instrumentos. Entonces pasa que el músico más o menos sabe lo que viene a buscar y sólo se ajustan algunos detalles”, asegura. Con aserrín hasta las orejas Alejandro Colovini tiene su taller en Granadero Baigorria. Desde ese espacio amplio y abarrotado de maderas y máquinas se dedica a la construcción de instrumentos de percusión de placas como xilófonos, marimbas o vibráfonos. La fábrica de cajitas musicales que tenía su padre despertó de chico la curiosidad por el sonido y la resonancia. Luego de estudiar música y aprender el oficio junto al luthier Jorge Ríos, Colovini se dedicó a profundizar el estudio de estos instrumentos ya decidido a montar su propio espacio. “En este trabajo nunca se termina de aprender; hay que indagar permanentemente en la relación entre el sonido y la materia, entre lo visible y lo invisible. Uno permanece con aserrín de la cabeza a los pies tratando de percibir el increíble enigma del sonido”, afirma. Sus creaciones, que llevan su apellido calado en la madera, adquirieron renombre y hoy son encargadas por instituciones educativas, orquestas sinfónicas y músicos particulares de distintos puntos del país. Para un luthier es clave satisfacer la demanda específica del músico porque eso es lo que lo posiciona con ventaja frente a los productos que se fabrican en serie. Pero muchas veces estos clientes se acercan al luthier con la intención de que éste les construya un instrumento a la medida de sus caprichos. “Generalmente los que más presionan con este tipo de cuestiones son los músicos exigentes y extremadamente apasionados con lo suyo. Piden innovaciones y mejoras que muchas veces son ilógicas”, cuenta Alejandro. Como ejemplo menciona el caso de un artista santafesino que le pidió modificar una marimba de cinco octavas que le había comprado. La intención era sumarle una octava más, con lo cual el instrumento pasaría a tener el absurdo tamaño de 3,30 metros de largo. Finalmente la idea quedó descartada cuando comprendieron que tocar esa marimba hubiera significado correr de una punta a la otra de una habitación. Sobre el trabajo cotidiano en el taller, Colovini dice que, aunque el estado ideal es el de la creación, para mantener la calidad es inevitable equilibrarla con una rutina basada en el método, el cálculo y la repetición. “Al principio no hay nada, todo es materia sin ningún sentido. Entonces hay que poner el pecho y aplicar la inteligencia, la intuición y la paciencia para sacar lo que sobra y quedarse con la esencia para que eso se transforme en sonido”, dice, y comenta que la gratificación llega cuando el instrumento queda en las manos del músico. Allí siente que se cierra el círculo. Surge entonces la emoción de observar que su creación produce un evento artístico, que es vehículo de una comunicación que no requiere palabras. Y esa mutación mágica de la materia moldeada por las propias manos lo lleva a reflexionar sobre el sentido mismo de su oficio: “Muchas veces pienso que posiblemente los instrumentos que yo construyo perduren más que mi propia vida. Lejos de inquietarme, eso me permite imaginar que estoy dejando algo que sirve y construye”.
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