Sobre cómo vivir bien - El club de los que deciden vivir

SOBRE COMO VIVIR BIEN
O EL SECRETO DE
LA NO-INFELICIDAD
SOBRE COMO VIVIR BIEN
O EL SECRETO DE
LA NO-INFELICIDAD
Alberto Zamuner
© 2007, Alberto Zamuner
Todos los derechos reservados
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A Alicia, Diego y Martín, porque son
mis mayores incitaciones a vivir bien.
Indice
Indice ............................................................................................. 11
El dinero y la felicidad.................................................................. 13
Economía y salud.......................................................................... 27
Pensar de más................................................................................ 37
El futuro presunto ........................................................................ 47
Lo deseado y su precio................................................................. 55
Tensión ideológica y tensión metafísica...................................... 63
Vivir esperando o vivir sin esperar.............................................. 69
Cómo llegar a “no esperar”.......................................................... 75
¿Qué hacer con los defectos ajenos? ........................................... 91
¿Con qué llenamos nuestra vida?................................................. 99
La aspiración a vivir mejor......................................................... 129
Aspiración, imaginación, tensión y actividad............................ 135
El impulso hacia la máxima satisfacción................................... 139
La suerte ...................................................................................... 147
Cualidades que determinan finalidades ..................................... 157
La personificación de las circunstancias o el “efecto padres” . 163
Lo que queda sin hacer............................................................... 171
El mito de la rutina..................................................................... 177
Las ideas-refugio......................................................................... 183
El amor exigente......................................................................... 187
Qué somos y qué podemos ser.................................................. 195
Pasar al otro lado ........................................................................ 203
El momento de actuar................................................................ 207
La decisión es la base de todo.................................................... 211
Qué se puede y qué no ............................................................... 215
Alimentarse de lo que no es alimento ....................................... 221
El desafío de vivir bien............................................................... 227
El dinero y la felicidad
En el viejo debate sobre si el dinero hace o no la felicidad
se tiende a creer que estamos forzados a contestar que sí o que
no, e incluso a formar dos bandos enfrentados con el mayor de
los odios posibles.
Son por demás conocidos los argumentos de uno y el otro
bando, y quien se tome el trabajo de prestar atención a la vida
verá que ni unos ni otros son demasiado consistentes: ni demuestran ser verdaderos ni demuestran que el contrario se
equivoque.
Tal vez el problema, y su respectiva solución, no sea tan
simple como responder sí o no. Tal vez haya que pasar a través
de esas apariencias de respuestas y buscar causas más profundas.
En tal camino no está de más recordar algunas respuestas
“intermedias”, que se dan en tono de broma pero pueden contener mayor seriedad que el sí o el no: “el dinero no hace la
felicidad; pero calma los nervios”; o “el dinero no hace la felicidad; pero es más cómodo llorar en un palacio”.
Esto no responde la gran pregunta; pero genera cierta idea
de que no está bien formulada, y no encontramos mucho sentido a
buscar una respuesta seria a una pregunta mal hecha.
Y tal vez no haya una respuesta clara porque en el fondo
no tenemos claro qué es la felicidad.
A primera vista, cuando se lo ha pensado poco o nada y se
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padece un determinado problema, se concibe la felicidad como
el estado de cosas en que no exista ese problema. Pero basta
recordar que antes de padecerlo tampoco solíamos decir que
“éramos felices”. También es posible superar el problema y
sentir que sigue faltándonos “algo”, o simplemente observar
cuántos miles de personas no lo sufren y son tan infelices como cualquier otra.
A fuerza de estos y otros ejemplos, concluimos en que la
felicidad debe ser un estado, más interior que exterior, en que
sea imposible aspirar a “algo más”, en que sea imposible toda
sensación de carencia (porque en tales casos no sería “la felicidad”).
Así entendida, la felicidad no puede ser una entidad, una
cosa existente que podría agregarse o incorporarse a nosotros,
sino todo lo contrario: una ausencia de insatisfacciones o sufrimientos, un estado donde no pueda haber eso que llamamos infelicidad.
O sea que no es que exista la felicidad y necesitemos obtenerla: existe la infelicidad y necesitamos disolverla.
Pusimos el nombre de felicidad a “eso” que aparecería
cuando eliminemos todo sufrimiento, y, yendo más allá, toda
idea, sensación o temor de que podamos volver a sufrir.
Esto aparece prácticamente como la meta suprema de la
vida, y como tan difícil que nos daríamos por satisfechos si
sólo lográramos acercarnos, si sólo lográramos disminuir el
estado de insatisfacción que padezcamos.
Si entendemos la felicidad como estado de no-insatisfacción,
comprendemos por qué se la relaciona tan habitualmente con
el dinero: es evidente que toda criatura con necesidades biológicas experimentará agudas señales de sufrimiento cuando esas
necesidades no sean satisfechas, o cuando aparezcan amenazas
a su supervivencia.
Esto aparece más en el hombre que en el animal, porque
además de sufrir puede prever la posibilidad de sufrimientos
futuros, y en el hombre de una sociedad compleja más que en
el de una sociedad sencilla, porque está acostumbrado a más
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variedad de bienes deseables y, como si fuera poco, no sabe si
podrá proveérselos permanentemente.
¿Qué es el “dinero” sino el poder del hombre sociabilizado para proveerse de bienes del mundo circundante?
No podemos concebir la felicidad, la no-insatisfacción,
cuando el instinto nos envía pavorosas señales de hambre o de
peligro.
De ahí proviene el concepto de “necesidades básicas”; es
decir, de lo que constituye la base para que nuestra vida se
mantenga.
Si nos imaginamos sin ningún producto de la cultura
humana, podemos reducir nuestras necesidades básicas a alimento y morada, de las cuales parece que ningún animal puede
prescindir, entendiendo el término morada como un sitio donde
descansar a resguardo de los fenómenos y seres peligrosos.
Como alimento y morada están en el mundo externo, material, se requiere la acción sobre este mundo para obtenerlos,
para no recibir las señales de insatisfacción que provoca su ausencia.
Esto nos lleva a descubrir que la dificultad con la pregunta
del comienzo se debía a que no estaba bien formulada.
Ahora podemos rehacérnosla con más precisión: ¿el dinero
deshace la infelicidad?
Y nos encontramos con una respuesta sorprendentemente fácil y casi indiscutible: Sí, hasta cierto punto.
Y ese cierto punto está determinado por el límite entre la infelicidad física, nacida de las amenazas que padezca nuestro ser
biológico, que al vivir en sociedad solemos solucionar con dinero, y otros tipos o niveles de infelicidad que por diversas
causas están presentes en nosotros, para complicarnos la existencia y forzarnos a preguntas difíciles.
Podríamos hablar de infelicidad metafísica, y generar con esto discusiones sobre qué es el hombre y por qué no es feliz.
Distintas ideologías o concepciones del mundo definirán
cada una a su modo a qué llamar infelicidad metafísica, y algunas de ellas dirán que no existe. Detrás de toda esa diversidad,
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campea cierta coincidencia en que el hombre necesita algo más que
alimentarse y que descansar en lugar seguro.
Aunque no cuente con una aprobación unánime, cualquier
esbozo de idea de que en nuestra existencia hay un objetivo
nos lleva forzosamente a deducir que mientras éste no se cumpla habrá un estado de necesidad insatisfecha, o sea eso que
venimos llamando infelicidad.
Como el cuerpo posee instintos que se encargan de acuciarnos en su afán de ser satisfechos, también los tiene la mente, la psique o “el alma”, que se molesta y angustia de diversos
modos si no satisface de su necesidad.
De ahí que el hombre, recordando la experiencia de haber
obtenido alimento y haber dejado así de sufrir, imagina que
poseyendo o disfrutando algún otro elemento del mundo circundante calmará esa otra extraña sed que siempre le exige vivir y sentir algo más.
Así, una vez interrelacionados para intercambiar unos con
otros los bienes que satisfacen sus necesidades básicas, los
hombres prosiguen indefinidamente el proceso de elaborar
nuevos bienes en busca de esa satisfacción total que de algún
modo conciben, generando una contagiosa cadena en que cada
uno inventa algo para ganar dinero y comprarse lo que a su vez
inventó otro, que intenta convencerlo de que su producto es
indispensable para la felicidad, porque él mismo intenta alcanzar la felicidad comprando lo que a su vez le ofrece un tercero
con idéntico propósito.
Esto genera una sociedad donde todos incitan a todos a
ser felices y a no aguantar vivir sin serlo, y donde cada uno
propone como vía a la felicidad adquirir el objeto que él ofrece.
El resultado de todo esto es, paradójicamente, un nuevo
tipo de infelicidad: la infelicidad social.
Porque, se gane en esa carrera poco o mucho dinero, tarde
o temprano aparece un límite, más allá del cual queda algo que
no se puede comprar.
De ahí que en las sociedades más complejas haya un mayor grado de infelicidad que en las más primitivas; lo que pare16
ciera un resultado diametral y absurdamente opuesto a lo que
los hombres buscan al trabajar e interrelacionarse.
Si la infelicidad física entra por el cuerpo y la infelicidad
metafísica se siente en lo más profundo e indefinible de nuestro ser, la infelicidad social entra por -y reside en- la mente; de
ahí repercute en el sentimiento y casi inevitablemente en el
cuerpo, que se desordena y enferma, abriendo nuevas áreas de
infelicidad física.
Tal como se enferma el cuerpo puede enfermarse el sentimiento. Si la mente pulsó día tras día los botones que generarían angustia, miedo, desesperación, pesimismo, odio, envidia y
todo el infierno que siente quien se vuelve víctima de la infelicidad social, esos sentimientos tenderán a mantenerse y perpetuarse, como la constitución del cuerpo deriva de los alimentos
ingeridos y el eco deriva del sonido que le dio origen.
Este ejemplo sugiere de inmediato una pregunta: si el eco
de un sonido acaba apagándose ¿no pueden apagarse también
los sentimientos negativos?
Ahí empieza a perfilarse la fórmula de la no-infelicidad:
hay una infinidad de sentimientos negativos (si no la totalidad
al menos un alto porcentaje) que fueron generados por nuestros pensamientos negativos; y, si dejamos de emitir éstos, los
sentimientos negativos acabarán disolviéndose.
Nuestros sentimientos serían como sonidos grabados;
nuestra atención el micrófono y nuestros pensamientos las palabras que se grabarán. Nuestra constitución biológica aporta a
este equipo una energía imposible de interrumpir, y así vivimos
permanentemente escuchando cintas y al mismo tiempo grabando otras que escucharemos posteriormente. Más precisamente podría decirse que nuestro pensamiento emite ideas y
nuestra psique-grabador las convierte en acordes-sentimientos,
más armónicos o inarmónicos de acuerdo a lo que hayamos
pensado. Y luego, sin la opción de apagar ni bajar el volumen,
estos buenos o malos acordes se repiten en nosotros hasta ser
reemplazados por futuras grabaciones, cuyas características
dependerán de lo que hoy pensemos.
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Así, el sentirse mal nace del pensar mal.
¿Y qué significa mal en el terreno del pensamiento?
Simplemente pensar lo que no es cierto; trazar con ideas y palabras un cuadro de la realidad que no coincida con la realidad
real.
El proceso del pensar mal nace, entre otras cosas, del deseo
insatisfecho.
El deseo insatisfecho no es una catástrofe, sino un fenómeno que naturalmente se presenta reiteradas veces, ya sea en
la vida del hombre civilizado como en la del salvaje o en la del
animal. No es mayormente dañino cuando se da en relación
con deseos naturales, porque generalmente es transitorio.
Lo realmente grave, destructivo, sucede cuando quedan
insatisfechos los deseos fabricados o potenciados por el pensamiento.
Podemos tener deseos, incluso los inducidos o generados
por la sociedad consumista, sin sufrir a niveles tormentosos ni
enfermantes, siempre y cuando cada chispazo de instáisfacción no ponga en funcionamiento el mecanismo del pensar
mal.
Por ejemplo, vemos la publicidad de un artículo que no
podemos comprar. Allí podemos conectar el pensamiento incorrecto, irreal, destructivo: “necesito tenerlo; no puedo vivir
sin tenerlo; debo tenerlo; es injusto, está mal que no lo tenga”.
Y de ahí pasar a la alternativa activa: luchar desesperadamente,
violentándonos y violentando a otros para obtenerlo, sufrir en
la lucha por ese objeto y, luego la alegría fugaz de obtenerlo,
sufrir por las alteraciones que esa lucha sembró en nuestro interior. O bien podemos transitar la alternativa pasiva: resignarnos con infinito dolor a no tenerlo y multiplicar los pensamientos destructivos: “esto está mal, no puede ser, no hay justicia,
Dios no se apiada de mí, no se puede vivir así”, y de inmediato
buscar culpables, dispararles andanadas de insultos y convencernos de que estamos rodeados de seres malignos que intentan arruinarnos la vida y lo consiguen.
También podemos, ante el mismo hecho de ver algo y no
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poder comprarlo, conectar el pensamiento constructivo y sin
fantasía: “deseo esto. No lo necesito: simplemente tengo ganas de
tenerlo; pero es una de las muchas cosas que no están a mi alcance y la vida no empeora por eso. La suposición de que este
objeto podría mejorar mi vida no significa forzosamente que mi
vida empeore por su ausencia: puede perfecta y fácilmente continuar
igual. En lugar de no tenerlo y sufrir, prefiero no tenerlo y no sufrir.
Si lo tuviera podría sufrir por otro objeto, de modo que prefiero acabar ya mismo con todo eso y no atormentarme por ninguna de las cosas que no puedo. Viviré lo mejor que pueda con
las cosas que sí puedo tener, sabiendo que aunque pudiera más
siempre encontraría un límite, y no puedo permitirme vivir mal
por algo tan natural”.
Generalmente una persona constructiva no se pone a pensar textualmente todo esto; pero parece saberlo en lo más íntimo, y simplemente no emite pensamientos destructivos.
Y en el camino positivo también cabe la opción activa:
trabajar por el objeto deseado sin maltratar a nadie ni maltratarse a
sí mismo con la desesperación, el apuro, el esfuerzo desgarrador
ni la angustia; sin dejar por ese objeto de descansar, de experimentar vivencias buenas ni de adquirir otros bienes provechosos para la vida.
Y si consideramos que la imposibilidad de adquirirlo se
debe a algún tipo de injusticia, a alguna falla de los demás o de
la sociedad, podemos hacer nuestro aporte constructivo (no
nuestro reproche ni nuestra lamentación estéril) para mejorar la
sociedad en la medida que sea posible a una persona.
Cuando nuestros problemas individuales nos llevan a considerar la vida social y política, podemos una vez más, y en este
terreno con más dramatismo que en otros, tomar el camino del
pensamiento positivo o del negativo.
El pensamiento positivo se reconoce fácilmente porque: 1)
siempre desemboca en plantearse cómo se soluciona el problema
pensado, 2) pasa a considerar qué puede hacer uno mismo por una
sociedad mejor, 3) lo hace y 4) nunca deja de intentarlo por el hecho
de ver que la parte que uno puede hacer es pequeña, porque
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otros no lo hagan ni porque la sociedad mejore a menor ritmo
que el deseado.
El pensamiento negativo es aquél que se concentra obsesivamente en lo malo, e incluso imagina más males que los que
ve. Y en vez de discurrir sobre causas y soluciones se adhiere al
tema de las injusticias, corrupciones, culpables y vidas deshonestas. Se queja y hasta se burla de la imperfección humana,
y cuando alguien mejora alguna cosa rezonga porque “es muy
poco”.
Esto incrementa hasta límites desastrosos la infelicidad social, ya agudizada porque siempre hay un límite para la capacidad de adquirir objetos, y porque quien dilapida su energía en
estos pensamientos debilita su propia capacidad para ganar
dinero.
Esto no significa que si dominamos el pensamiento borraremos por completo la infelicidad social. Si por costumbre o
por decisión vivimos en sociedad, estamos expuestos a presenciar desórdenes generados por los seres poco conscientes o
poco respetuosos. Incluso es más noble molestarse por la injusticia
que no darle importancia, y ese malestar será el precio de vivir en
sociedad.
Pero no hay que confundir el malestar que nace de presenciar la injusticia con el otro, mucho más grave y destructivo, que
nace cuando es uno mismo el que no responde del modo correcto
ante la injusticia o ante los demás problemas.
Si estamos actuando correctamente, respetando a la sociedad e incluso cumpliendo con el ideal de contribuir a mejorarla, el grado de “males” que igualmente existirá puede molestarnos
pero de ningún modo desequilibrarnos. El desequilibrio sólo proviene del desorden interior, como el de quienes rumian pensamientos negativos o el de quienes aprovechan los bienes de la
vida en sociedad pero se lavan las manos ante los males.
El desagrado ante los males que no podamos solucionar, o
que se solucionen a muy largo plazo, no debe superar el nivel
de desagrado que nos produzcan el frío o el calor, que no llegan a desequilibrarnos porque no somos culpables de que existan.
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Si la mala acción de otras personas nos perturba, generalmente es porque hay un desorden en nosotros al respecto; ya sea porque no actuamos bien en la relación con ellas o porque no tomamos las precauciones necesarias para defendernos.
Pensar en positivo no excluye ni debe excluir prestar atención a lo malo para saber enfrentarlo.
En uno u otro terreno nos encontraremos siempre con
que pasan cosas que no deseamos y no pasan cosas que deseamos.
En algún momento de la existencia debemos parar a preguntarnos si por esto, que parece lo más habitual en todos los
ámbitos, tiene sentido pensar lisa y llanamente que vivimos mal.
Ni el más ingenuo de los humanos creería que se puede
llegar (excepto en los paraísos post-mortem de creencias no
poco ingenuas) a una forma de vida en que ocurra absolutamente todo lo que desea y no ocurra jamás lo que no desea.
Lo más que aspiramos (instintivamente y no reflexivamente) es a eliminar el problema más visible que por el momento
nos aqueje, presintiendo que de ahí en adelante nos sentiremos
mejor. Pero nunca pasamos de ese sentimiento a la convicción
de que jamás volveremos a tener un problema.
No siendo imaginable la desaparición de la infelicidad por
las modificaciones que el hombre establezca sobre el mundo,
cabe preguntarse si es alzanzable por la modificación del hombre en sí.
La filosofía, la mística y la religión tomadas en su sentido
más serio nos dicen que la perfección del hombre consiste en
emerger conscientemente del mundo del deseo y el miedo ante
los fenómenos externos, alcanzando la felicidad al dejar de ser
afectado por los vaivenes de los fenómenos.
Ante ese tipo de propuestas, nos preguntamos inmediatamente cómo se llega a tal estado, pero casi en el mismo acto
nos damos cuenta de que no estamos del todo interesados en
llegar; porque en el fondo, por alguna ignorancia metafísica que
no se remueve simplemente pensando, aspiramos a disfrutar de
no pocos fenómenos y circunstancias del mundo externo.
¿Qué cabe hacer entonces? ¿Habitar el mundo de los abso21
lutamente infelices porque no tenemos conciencia para acceder
a la felicidad absoluta?
Una mirada al mundo nos dirá que no.
Tal vez no hayamos visto a nadie absolutamente consciente ni absolutamente feliz; pero vemos que la gente sufre en mayor
o menor medida a causa de las circunstancias y/o de su propia
incapacidad.
Si nos ocupamos precisamente de sufrir cada vez en menor
medida, no sólo dispondremos de un ideal alcanzable, sino que
estaremos acercándonos de algún modo a la no-infelicidad.
Si nos parece alcanzable y sensato el ideal de sufrir cada
vez en menor medida, si comprendemos que el sufrimiento no
puede eliminarse por completo con la modificación del mundo y sí
con la modificación del hombre, podemos esbozarnos una fórmula
precisa (no para la felicidad absoluta pero tampoco contradictoria con ella, lo que ya es mucho pedir) para ir eliminando la
infelicidad: modificar circunstancias en la medida en que sean
demasiado perturbadoras, sin esperar demasiada felicidad de
esos logros, y al mismo tiempo modificarnos interiormente, con la
convicción de que por ese camino vamos, sin prisa pero sin
pausa, hacia la felicidad en el verdadero sentido.
Esto es comparable con caminar hacia la claridad. Caminar
hacia no significa que no dispongamos de algo de claridad, ni
que la claridad esté por completo en otro lugar: a medida que nos
acercamos ya hay más claridad que cuando estábamos más lejos.
Si el camino es la modificación interior, todo lo que
usualmente llamamos ser bueno, moral, inteligente, equilibrado, etc., consiste en dar prioridad a la modificación interior sobre la
exterior, mientras que ser malo o inmoral viene a ser matemáticamente lo contrario.
Así pasamos a descubrir, y esto es muy importante para
quien aspire seriamente a vivir mejor, que además de ser malo
con los demás (lo que ante una mirada superficial pareciera el
único modo de ser malo) se lo puede ser consigo mismo; porque cada vez que se desecha la modificación interior en aras de
la exterior el hombre empeora y sufre, y la posible felicidad se
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le esfuma entre las manos.
Todo ser humano, desde cualquier situación en que esté,
puede empezar ya mismo a trabajar por auto-desarrollarse, y al
mismo tiempo (porque nada lo obliga a interrumpir una cosa
para empezar la otra) modificar las circunstancias adversas y
procurar las deseables.
Y cuando las circunstancias no le obedezcan, vivir el consiguiente disgusto emocional sin permitirse poner en marcha un solo
pensamiento negativo.
Esto es indudablemente difícil; pero, como en el caso de la
perfección absoluta, podemos empezar a intentarlo, y mañana
estaremos más cerca que hoy.
Si aunque no lo logremos inmediatamente mantenemos la
intención, cada vez que se presente la alternativa de responder
bien o mal ante las circunstancias tendremos un poco más de
experiencia, de recuerdos que nos dirán con mayor contundencia qué conviene y qué no conviene hacer.
Todo esto es posible si observamos la vida y extraemos de
ella una certeza: la falta de dinero puede forzarnos a múltiples
situaciones indeseables; pero hay algo a lo que si no queremos
jamás podrá forzarnos: a emitir pensamientos negativos.
Si ante alguna situación emitimos pensamientos negativos,
siempre será una respuesta no inevitable, una elección nuestra.
Una cosa que hacemos cuando podríamos hacer otra.
Y precisamente eso a que ninguna adversidad tiene el poder real de forzarnos es el motor, el núcleo, el corazón de la infelicidad.
La meta aparentemente inalcanzable de una vida sin pensamientos ni sentimientos negativos puede empezar a plasmarse hoy mismo, como una prodigiosa estatua comienza a plasmarse con el primer golpe a una piedra, si sabemos por dónde
empezar.
Nos parece extremadamente difícil eliminar todo pensamiento y más aún todo sentimiento destructivo; pero esta apariencia de dificultad se debe a que vemos que la distancia a recorrer es mucha: no a que ignoremos en qué dirección caminar.
De lo que un individuo sienta dependerá lo que piense, y
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de lo que piense dependerá lo que diga.
Identificamos a una persona negativa principalmente por lo
que dice. Por su expresión deducimos que ha de tener pensamientos negativos, y de esto pasamos a convencernos de que
sus sentimientos negativos han de ser el motor de todo lo que
vemos en ella.
Y si nos preguntamos por el origen de esos sentimientos,
deduciremos que son el fruto de la acumulación de malas respuestas ante las circunstancias. Malas respuestas que fueron
provocando hábitos e impulsos que con el tiempo conformaron un torrente que por inercia sigue en la misma dirección, y
seguirá fluyendo con cada vez más peso y fuerza, hasta que el
sujeto sufra tanto que empiece a intentar seriamente un cambio.
Y alguna vez comenzará a esbozarse la solución: sencillamente cortar la corriente; cerrar el grifo de las causas.
Pase lo que pase con nuestros pensamientos y sentimientos, podemos comenzar por dominar nuestras respuestas ante
cada circunstancia. Es decir, controlar nuestras palabras y acciones. Esto también será largo y difícil; pero a fuerza de no
tener expresiones negativas llegaremos a no tener pensamientos negativos y, por la simple desaparición de las causas, a no
tener sentimientos negativos, tal como al cerrar una pérdida de
agua se pone fin a una inundación, aunque por un tiempo siga
la circulación residual del agua ya caída. Lo importante será
persistir en mantener cerrado el grifo de las malas expresiones,
sin que ningún efecto del torrente residual nos haga dudar del
valor de lo que hacemos.
Y en cualquier momento, casi sorpresivamente, empezaremos a notar que ya vivimos mejor.
De ahí a la perfección absoluta, a la no-infelicidad, puede
haber mucha distancia; pero lo que ya no nos faltará será la
idea de cómo alcanzarla.
24
Economía y salud
Es habitual en la actualidad escuchar que hay alteraciones
de la salud vinculadas a las vicisitudes económicas que vive
cada individuo.
Llegamos a hablar de enfermedades profesionales, o propias del ajetreo de la vida moderna, como dando por sentado que
vivir en esta época o desarrollar una actividad económica produce natural e invariablemente esos resultados.
Si así fuera, tendríamos que concluir en que vivimos en
una civilización antinatural.
En esto hay algo verdad si tenemos en cuenta la comentada ideología del consumo y la resultante infelicidad social.
Pero si eliminamos todo lo que puede derivar del modo de
encarar la vida, de lo que concretamente llamamos respuestas
internas, no podemos ver mayores males en que el hombre
haya inventado recursos de los que no disponen los animales,
ni en que se haya agrupado en sociedades, algo que también se
da en la vida animal.
Lo que sí parece un efecto inevitable de la vida socializada
y tecnificada, y un efecto muy importante en el terreno biológico, es lo que podría llamarse elongación de las situaciones de peligro.
Nuestro organismo y nuestra psique están preparados para
los peligros de la vida animal, como la lucha o la huída ante
otro animal que procure cazarnos. En tal situación el corazón
se acelera y bombea más sangre para que el cuerpo responda
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con la mayor intensidad posible a las exigencias del momento.
Esto es por demás sano y conveniente, porque sirve para
salvar la vida.
Esta adecuación es perfecta para el peligro más habitual
que enfrentamos en los últimos millones de años: el de ser devorados por algún animal que nos tome desprevenidos.
Pero nosotros nos tecnificamos, inventamos cómo matar a
cualquier animal que nos amenace, y luego cómo producir alimentos con mayor abundancia que la disponible en ámbitos
naturales.
Luego, emancipados de las peripecias de la vida animal,
comenzamos a vivir en sociedad, y seguimos inventando medios con los que intentamos volver más agradable nuestra existencia.
Sin embargo, para nuestro instinto esto ocurrió en un período de tiempo tan ínfimo que aún no desarrolló ninguna
adaptación al respecto.
Nuestro instinto, y con él nuestro organismo, sigue “sabiendo” que las situaciones de peligro deben resolverse en segundos o minutos.
El instinto trabaja “como siempre”, mientras nosotros
cambiamos nuestras condiciones de vida, eliminando unos peligros y generando otros.
¿Qué ocurrirá entonces si nuestro organismo recibe una
“señal de peligro” propia de una sociedad compleja, donde la
socioeconomía incide sobre la supervivencia como antes lo
hacían los animales salvajes? ¿Cómo actuará el instinto, preparado para matar o escapar en cuestión de segundos, cuando la
amenaza sea una recesión, un desorden social, una guerra que
durará meses o años?
Reaccionará ni más ni menos que como siempre: acelerará
el pulso, aumentará la presión y la irrigación sanguínea para
que podamos enfrentar mejor la amenaza.
Pero como ahora no necesitamos golpear ni correr, y las
amenazas se prolongan muchísimo más de lo que supone el
instinto, estas modificaciones nos desordenan, nos enferman.
28
Por todo esto, la mencionada elongación de las situaciones
de peligro es lo único con cierto índice de insalubridad generado por el hecho de vivir en sociedad y tecnificarse.
Se suele considerar insalubres otros efectos, como la contaminación ambiental; pero no se trata de un fenómeno inseparable de la vida civilizada, sino de un descuido que podría corregirse sin prescindir de la tecnología ni de la sociabilización.
Si otras características de la vida actual enferman a alguna
persona, la falla tiene que estar en la persona misma.
Aquí volvemos a la necesidad de discernir entre lo evitable
y lo inevitable, entre las necesidades básicas y las seudonecesidades que nos acostumbramos a creer reales e imperiosas.
Para las necesidades básicas la supervivencia biológica, para, no es lo mismo la imposibilidad de comer que la de comprar un aparato o una prenda de vestir. Pero en la mayoría de
los casos reaccionamos ante ambas imposibilidades con idéntica e insalubre tensión, por obra de simples hábitos mentales
que, alzando la bandera del vivir mejor, consiguen precisamente
lo contrario.
Así volvemos al mismo principio: los hechos y bienes externos pueden significar una mejora para nuestra vida siempre
y cuando no se obtengan a costa de empeorar interiormente;
porque esto es la causa más directa e intensa de la infelicidad.
Aquí cabe destacar que además del conocido empeoramiento interior activo, característico del sujeto que sufre, se
altera y se lanza a matar o morir por cada pequeña modificación del entorno, existe el empeoramiento pasivo, tremendamente distante de la verdadera superación, en el que caen los
seres que, ante la disyuntiva que plantea el conflicto entre el
deseo y el mundo real, pasan a vivir como si no tuvieran deseos, desistiendo de la lucha externa e interna y cortando de
raíz toda inquietud respecto a la actividad económica, hasta el
punto de vivir de la caridad o de sueldos tan miserables como
su dedicación al trabajo.
Estos sujetos dicen preferir “ser pobres pero estar en
paz”, cuando interiormente distan muchísimo de estarlo, por29
que siguen deseando infinidad de bienes, necesarios y/o innecesarios, negándose a todo esfuerzo por obtenerlos pero requiriendo de los demás, de la providencia o de la suerte, todo lo
que siguen deseando en el fondo de su corazón y de su mente.
Jamás debe confundirse esto con la superación del conflicto: es un retroceso a una etapa previa al mismo, y la antesala de
una vida aun más insana que la del empeoramiento activo.
Entre estos dos empeoramientos y el vértice superior y lejano del sabio auténticamente desapegado de los fenómenos
externos, puede aparecer la opción más sana y posible para los
seres que, aun sin tanta sabiduría, exigen algo más de su existencia: la disposición a mejorar la vida en el sentido más profundo y auténtico de la expresión.
Este desafío habrá que encararlo caminando sobre una especie de cuerda floja, con el peligro de caer en el empeoramiento activo o en el pasivo, trabajando por lo que se desea
pero cuidando que esto no derive en arruinarse interiormente.
Si no se cae de esa cuerda, o si se cae pero se retorna al intento, cada vez será menor la diferencia con la hipotética desaparición de la infelicidad.
Pero ¿cómo se empieza?
Una buena fórmula para evitar el pensamiento negativo,
porque de éste proviene la insalubridad mental, emocional y
física, es ocuparse atentamente de no pensar de más.
Pensar de más significa, por ejemplo, proponerse ganar
una determinada suma de dinero o comprarse tal o cual artículo en un determinado plazo. No pensar de más consiste en
comprender la síntesis, el corazón de nuestra actividad económica: trabajar de la mejor manera y obtener los mejores resultados.
Si lo hacemos bien, dará como resultado una mejora de las
posibilidades y las circunstancias, entre las que se incluyen
cuánto ganaremos y qué nos compraremos.
Todo intento de encasillar esto en cifras y plazos es pensar
de más; porque no mejora nuestra economía pero sí empeora
nuestro estado interior, ése que habíamos decidido no sacrifi30
car nunca en aras de cambios externos.
La tensión psíquica que se traduce en tensión arterial y en
enfermedad suele nacer de un empuje interior del deseo cuando se lanza hacia un objetivo trazado por la mente.
Este objetivo trazado es generalmente enfermante e inútil:
podemos trabajar, progresar económicamente y satisfacer deseos sin necesidad de trazarnos objetivos tan caprichosamente
detallados.
Para concretar un objetivo, como, por ejemplo, comprarse
tal o cual cosa, hace falta invariablemente capacidad de compra, y para poseer esa capacidad hace falta activar la causa que
la generará. Esa causa es sencillamente el trabajo bien encaminado.
Si generamos la causa vendrá el efecto; no importa cómo
ni cuánto lo hayamos imaginado previamente.
¿Qué pasaría si en vez de ganar lo que nos propusimos ganáramos más? ¿Lo rechazaríamos? Y si ganáramos menos
¿abandonaríamos la vida por considerarla imposible? Las respuestas nos demuestran lo inútil que es trazarse objetivos con
tanto lujo de detalle.
Si observamos nuestro pasado notaremos que nuestra vida
no pudo haber mejorado ni empeorado dramáticamente porque nos compráramos algo quince días antes o después, ni
porque en un determinado mes hubiéramos ganado menos que
en el anterior.
Sin embargo, nos desesperamos por cada centavo, por cada segundo de nuestra sucesión de causas y efectos, como si de
ellos fueran a sobrevenir el bien o el mal absolutos.
Si nos preocupa la vida económica, si queremos trabajar
para “tener más”, es fácil darse cuenta de que lo único importante al respecto es ir mejorando.
Tampoco debe atormentarnos que la tendencia a mejorar
se interrumpa o desacelere momentáneamente.
La única preocupación sana tendría lugar si comprobáramos la existencia de una tendencia a empeorar. Y esa preocupación sólo sería sana si nos concentramos en generar solucio31
nes.
Todo lo otro, como medir cuánto ganamos o cuándo
compraremos qué cosas, es pensar de más, y no viviremos bien
mientras no dejemos de hacerlo.
Es cierto que en cada instante estamos haciendo o deshaciendo nuestro futuro, y es todavía más cierto que nunca
debemos menospreciar su desperdicio diciéndonos que “es
sólo un instante”.
Pero no porque cada instante sea un ladrillo de la totalidad
debemos invertirlo en ponernos a medir los resultados, como
alguien que cada vez que colocara un ladrillo se detuviera y se
alejara para disfrutar la visión de “la pared”, o para sufrir por
“lo que todavía falta”.
Lo importante es dar cada paso: no mirarlo desesperadamente como una señal del mayor de los éxitos o del mayor de
los fracasos.
Lo que realmente necesitamos es avanzar sin medir; producir sin esperar.
Existen en nosotros el impulso al movimiento y la aspiración a la satisfacción.
El primero simplemente nos mueve, sin que medie la
mentalización de por qué. La segunda nos incita a experimentar más y mayores satisfacciones, a vivir la vida en una dimensión que siempre suponemos superior a todo lo vivido previamente.
Nuestra mente responde a estas tendencias trazando planes de acción y esbozándose objetivos a lograr, o sea buscando
algo que hacer, algo que alcanzar para saciar esas inquietudes
internas.
Allí empieza un largo aprendizaje: el de descubrir qué
puede satisfacernos de verdad y qué no.
En esto corremos el riesgo de que, por no haber recibido
una total satisfacción con lo ya logrado, queramos alcanzarla
mediante logros externos más voluminosos y más espectaculares, con el inevitable resultado de llegar a proponernos un día
logros no alcanzables en un plazo aceptable, y otros no alcanza32
bles jamás.
Por esa vía, el ser humano empieza a dudar de la felicidad
que pueden deparar los cambios externos y a procurar cambios
en sí mismo.
Aquí podríamos desembocar en la filosofía o en la mística,
planteándonos que el objetivo de la existencia es superar el
deseo.
Sin embargo, la finalidad de la presente reflexión no es
concentrarse en lo que sucede por la existencia del deseo, sino
en lo que sucede por algo más fácil de eliminar: la existencia de
los planes y objetivos que nos trazamos en nuestra mente.
Decir cómo se superan el impulso a la acción y la sed de
vida es tarea de los grandes maestros de la humanidad. Una
tarea más alcanzable, y más indispensable para desenmarañar
nuestra vida, es la de no acrecentarlos inútilmente con el pensamiento.
Si logramos esto, tal vez nos encontremos con que ya vamos
bien encaminados hacia lo otro.
Hace falta recalcar que no es nocivo trabajar para satisfacer deseos, y que la respuesta de evitar pensar de más, de evitar
trazarse objetivos innecesarios, no equivale a darse por vencido en
la lucha por la existencia.
Sencillamente hay que darse cuenta de que lo que sentimos
como “adversidades” o “pesares propios de la vida” no suelen
ser más que divergencias entre la realidad exterior, que nunca
tiene “culpas”, y los esquemas que trazó nuestra mente como
supuesto camino a la felicidad.
Este es un problema que sólo existe cuando se comenzó a
intuir la paz como un nivel superior de satisfacción, y por lo
tanto se sufre la confrontación entre la aspiración a la paz y la
inquietud por lograr satisfacciones externas.
Por eso se pone en duda la validez de cada esfuerzo por
estas últimas; pero se sufre si no se las obtiene.
Este sufrimiento no existe en quien aún no percibió el valor de vivir en paz, ni tampoco en el hombre perfecto.
Es un drama intermedio, del que hay que salir hacia arriba;
pero encontrando qué hacer desde hoy, no desde “alguna vez”
33
ni cuando estemos al borde de la perfección.
Nuestra “sed de vida” se trastoca en tensión cuando, como quien va caminando por una ladera y lanza una soga hacia
un punto más elevado, nos fijamos una determinada meta y
pretendemos empujar la realidad, o, dicho de otro modo, vivir
tironeando, vivir como colgados y en constante esfuerzo hacia
un punto que nos pusimos como objetivo, y por llegar al cual
justificamos la tensión permanente de todos nuestros músculos.
Pero ¿qué ocurriría si el punto al que enganchamos la soga
no estaba donde parecía, sino alejándose permanentemente de
nosotros? ¿O si apenas lo alcanzamos enlazamos otro sin un
instante de respiro para seguir trepando?
Inevitablemente, el resultado sería una creciente tensión,
que sólo finalizaría al estallar nuestro organismo o, si nos damos cuenta a tiempo, al desistir de tan antinatural ejercicio, al
proponernos sinceramente vivir en paz en vez de intentar trasladarnos a supuestas metas de satisfacción.
Esto sería darse por vencido sólo en el caso de que no se sintiera íntimamente el valor de la serenidad. Si estamos de verdad
convencidos de que la felicidad puede nacer de la serenidad y
de la paz, no estaremos desistiendo sino cambiando conscientemente
una meta poco valiosa por otra visiblemente mejor.
Pero si, como se planteó varias veces, aún no se extinguió
en nosotros el impulso a caminar y el deseo de alcanzar nuevos
niveles en el mundo externo, podemos cuidarnos de ir ascendiendo por la ladera con más tranquilidad y alegría de vivir,
sabiendo que a cada paso estamos mejor que antes.
Y recordando, para no desesperarnos, que la montaña de
los logros externos no tiene cumbre.
Jamás se llega a un punto donde no quede nada por lograr y
todo sea satisfacción.
Entonces ¿qué sentido tiene medir cuánto ascendimos y
cuánto “nos falta”? ¿Por qué condenarnos a ese estado de tensión y vivir mal si nunca habrá un logro que nos pague lo perdido?
A veces, el sentimiento de que debemos seguir luchando
34
tiene más causas morales que materiales. Creemos que nos sentiríamos mal por el sólo hecho de desistir.
Ante esto corresponde aclararnos nuestra propia idea: no
debemos desistir de trabajar; debemos, necesitamos, nos conviene, desistir de medir y contar.
El error no está en ascender, sino en creer que hay una
cumbre.
Si cada vez que nos sentimos mal nos observamos, generalmente descubriremos que estamos en la citada situación de
colgar de una soga y pretender llegar al punto enlazado.
La solución será convencernos de que ese punto no es
más importante que cualquier otro, y de que no hay soga. Sólo
hay un andar sin tormentos, que nos mejorará la vida interior
sin por ello perder nada del mundo externo. Y si alguna vez
perdemos algo, eso no nos generará grandes sufrimientos siempre y cuando no lo hayamos enlazado previamente con la soga de nuestra
opinión.
Si proseguimos con la actitud de no pensar de más, veremos que hay una enorme diferencia entre perder una cosa y no
alcanzarla.
Es imposible perder lo que no se tiene.
Entonces, si intentamos alcanzar algo que nunca tuvimos,
debemos preguntarnos hasta qué punto ese algo justifica el
esfuerzo de perseguirlo. Y si decidimos procurarlo porque vale
la pena, aceptemos el grado de disgusto por no tenerlo sin pensar que esa situación constituye un mal, sin pensar que lo necesitamos sino que lo deseamos, sin creer que es necesario alcanzarlo en tal o cual momento, y, en caso de no acceder a él, no
pensar que lo perdimos, porque en realidad nunca lo tuvimos,
sin que por ello nuestra vida fuera mala, y que hubo y habrá
otros objetos no alcanzados.
Sería pensar de más decirnos que nuestra vida empeoró a
causa de un objeto que jamás tuvimos.
Si soñamos con llegar a una cumbre para allí descansar, y
luego descubrimos que no hay cumbre, nos quedan dos opciones:
1) no descansar jamás, hasta el momento en que estallen
35
nuestra salud y nuestra existencia.
2) descansar en cualquier lugar, sabiendo que es una necesidad
que no depende de las circunstancias.
Esa puede ser la fórmula mágica para vivir sanamente en las
complicadas sociedades que hoy habitamos.
36
Pensar de más
Parece más o menos fácil eliminar quejas y preocupaciones
por no alcanzar lo que nunca se tuvo, o sea no aferrarse a una
meta propuesta, a una determinada altura que se pretende alcanzar en un determinado plazo.
Pero ¿cómo evitar la inquietud ante la posibilidad de perder lo que ya se tiene?
Dice un proverbio chino: si tus problemas tienen solución,
¿por qué te preocupas? Si tus problemas no tienen solución,
¿por qué te preocupas?
Ante esto quedamos sorprendidos, convencidos de que es
tan indiscutible como una operación matemática. Pero entonces ¿por qué hay gente que se preocupa?
Pareciera que el gran problema fuera la incertidumbre previa a saber si el problema tiene solución o no.
Como esto no puede saberse al aparecer el problema, sufrimos tratando de descubrir soluciones, porque en ello está la
sana necesidad, biológica, psicológica y moral, de luchar, de no
permitir que fuerzas indeseadas nos cambien las circunstancias
deseadas.
Aun cuando lo indeseado resulta inevitable nos queda la
sensación de que tal vez estemos abandonando la lucha antes
de tiempo, y resignándonos indebidamente a lo que podríamos
evitar. La única manera de resolver esto con dignidad parece
ser cierta exageración en la lucha: probar, caer y seguir proban37
do hasta convencerse de que no hay nada más que hacer. Eso
trae cierto sufrimiento, pero no tanto como el de reprocharse a
sí mismo el no haber cumplido.
De todos modos, lo más atormentante no es la lucha, sino
la espera de cuando ni siquiera se sabe si es posible luchar.
Entonces, cuando estamos expectantes, viendo qué pasa
para saber si podemos hacer algo ante ello, inevitablemente
sufrimos; y aún resta encontrar la fórmula para poder observar la
realidad sin sufrir.
Y tal vez esa fórmula sea la misma que necesitamos para la
otra alternativa: los problemas que no tienen solución y nos
incorporan inevitablemente alguna circunstancia no deseada.
Para avanzar hacia tal solución conviene empezar por preguntarnos ¿a qué llamamos un problema? No en el sentido
teórico sino en el práctico. En el de un factor que nos afecta en
nuestra aventura de vivir.
Podríamos sintetizarlo diciendo que un problema es una alteración de la realidad a la que estamos aferrados. Podemos estar aferrados tanto a la realidad actual, que el problema nos modifica,
como a la realidad deseada, que el problema nos impide alcanzar.
Tenemos problemas porque estamos aferrados a circunstancias
reales o posibles.
Ahora bien: ¿qué significa estar aferrado? Y, más aun,
¿podemos dejar de estarlo?
Estar aferrado es un acto de nuestro ser interior, que por
lo visto es realizado por varias partes o varias potencias de
nuestro yo. Podemos estar aferrados a nivel instintivo, afectivo,
mental, cultural, etc. No es lo mismo estar aferrado a la integridad física que estar aferrado a un determinado objeto porque
nuestra cultura diga que es bueno tenerlo.
Hay un nivel de aferramiento nacido de la opinión (propia
o ajena). Este nivel es el más superficial, y es relativamente fácil
de combatir, siempre que lo identifiquemos y haya en nosotros
una real disposición a combatirlo.
Buscamos determinados bienes porque en nuestra socie38
dad hay una opinión generalizada de que es bueno tenerlos, y
ésta se arraigó en nuestra mente, generando aspiraciones y sentimientos que no hubieran nacido espontáneamente de nuestro
ser interior.
Tenemos otros contenidos mentales generados por nuestra aspiración abstracta a la felicidad. Esta aspiración nos hace
sentir que nos falta algo, y, al no saber qué es ese algo, opinamos que seremos felices al vivir en tal o cual situación o circunstancia externa.
Estas opiniones trazan en nuestra imaginación algo así
como un dibujo, donde aparecemos siendo felices con el objeto o en la circunstancia que consideramos fuente de satisfacción.
Nuestros sentimientos, como manos que tienden hacia el
alimento, como el lazo del ejemplo de la montaña, se lanzan
hacia ese dibujo, lo aferran, lo rellenan, lo colorean, y tiran de
nuestra voluntad, exigiéndole que modele la realidad hasta
hacerla coincidir en todo con esa imagen.
El resultado de esto es una especie de corriente magnética
que tira de nosotros hacia fuera, una especie de irritante campo
eléctrico, con un polo en nosotros y otro en “eso” que unas
veces está en el mundo externo y otras sólo dibujado en nuestra imaginación.
Con esa tensión artificial, innecesaria, arrasamos nuestra
posibilidad de vivir en paz y, paradójicamente, nos alejamos de
la felicidad que suponíamos.
Esto constituye el aferramiento a la realidad deseada, y decíamos que es relativamente fácil de combatir si aprendemos a
reflexionar sobre nuestras opiniones y no presuponemos la
felicidad en el primer dibujo mental que nos tracemos o nos
tracen.
Pero existe un nivel de aferramiento más fuerte, más resistente a la disolución, y es el aferramiento por costumbre, que
se ejerce sobre la realidad actual, sobre lo que ya estamos viviendo.
39
Podríamos decir que hay tres niveles de aferramiento:
Tipo de aferramien- Facultad actuante
to
Se aferra a
Por naturaleza
Instinto.
1. Necesidades básicas.
Naturaleza espiritual.
2. Aspiración a la
felicidad: búsqueda abstracta
previa a toda opinión.
Por costumbre
Mente. Sentimiento. Realidad actual.
Por opinión
Mente. Imaginación.
Hábitos sociales.
Realidad deseada.
No fueron los sueños inalcanzados, sino la pérdida de condiciones de vida a las que se estaba aferrado, lo que desató más dramas
individuales, más guerras y más convulsiones sociales.
La no realización de los sueños produce desazón; la pérdida
de lo que se tiene produce desesperación.
En el primer caso aparece la alternativa de triunfar o fracasar; en el segundo, la de matar o morir.
El aferramiento del sentimiento a las condiciones de vida
es lento, concreto, vigoroso, porque se da sobre lo que se vive
y se toca, no sobre lo que únicamente se imagina. Por eso la
gente lucha más por no perder lo que tiene que por convertir los
sueños en realidad; por lo suyo más que por lo que podría ser suyo,
y no suele votar por grandes cambios, a no ser que a su vez
esté desesperada ante otros cambios que modifican o amenazan la vida a que está acostumbrada.
A menos que seamos extremada y cobardemente inmaduros, somos conscientes de que, por mucho que luchemos, exis40
te la posibilidad de que en nuestra vida haya cambios no deseados.
Por lo tanto, a nuestros sentimientos de apego a las circunstancias que vivimos no debemos agregarle la opinión de
que esas circunstancias permanecerán siempre inmutables.
Esto es un primer paso, que ayuda hasta cierto punto pero
está lejos de librarnos de sufrimientos y preocupaciones.
Otro paso adelante será borrar la opinión (comenzando al
menos por su expresión verbal) de que “no podríamos vivir de
otra manera”. Nos bastará una mirada a la historia para comprobar que, exceptuando las necesidades básicas, todo lo otro
puede estar ausente sin que corresponda estropear la vida con
el calificativo de “mala”.
Puede haber circunstancias deseables, valiosas, por las que
valgan la pena grandes luchas, pero no por ello tiene sentido
pensar que “no podríamos vivir” sin ellas, ni debamos cubrir
nuestra vida con un manto de tristeza en caso de que nos falten.
Aquí vemos una vez más que tal vez no sepamos mucho
sobre cómo ser dichosos; pero podemos ver que la desdicha
nace casi exclusivamente de nuestros pensamientos (y de los
sentimientos que éstos engendran).
Si aspiramos a limpiarnos de toda forma de “pensar de
más”; de toda opinión perjudicial, no debemos olvidar que dijimos toda; porque lo que consideramos hasta ahora puede llamarse opinión atormentadora, pero hay una aparente antítesis de
ésta que con la promesa de “devolvernos la paz” puede llevarnos a otro tipo de ruina interior: la opinión consuelo.
El primer paso de toda filosofía de la despreocupación debería
ser el énfasis total en que ésta debe inmunizar al hombre ante la
adversidad, y de ninguna manera consolarlo.
La opinión consuelo debe ser tan desterrada como la opinión atormentadora; e incluso con mayor urgencia; porque es
preferible la enfermedad de la lucha a la de la evasión; es preferible estar disgustado con las circunstancias que estar disgustado consigo mismo.
41
La opinión consuelo aparece casi automáticamente ante
cada hecho indeseado, como anestesia psicológica ante el disgusto.
Todos la conocemos: es la que acostumbra decirnos “no
hay mal que por bien no venga”, “a lo mejor ocurrió para
bien”, “Dios lo quiso así”, “es el destino”, etc.
A lo mejor es cierto que un hecho indeseable termina produciéndonos un bien. Pero es muchísimo más cierto que cuando ocurre “eso” indeseado no tenemos idea de cuál es la causa,
de cómo se tejen los detalles de nuestra existencia, ni de cuánto
le interesa a Dios decidir cada cosa que nos pasa. Y es muchísimo más cierto, muchísimo más seguro, que incluso pensando
todo eso sobre Dios, el destino o el bien subyacente tras el mal,
jamás hubiéramos decidido por nosotros mismos que ocurriera ese
hecho, no en vano llamado indeseado.
Por lo tanto, el objetivo debe ser procurar la salud mental
silenciando todo mecanismo de opiniones, y no contrarrestando
la falsedad de la opinión atormentadora con la falsedad de la
opinión consuelo.
Ambas son desviaciones. Ambas son debilidades.
Y si tuviéramos que elegir entre ambos males, tal vez la
opinión atormentadora nos enfermará menos, porque nos moverá a luchar.
El motivo por el que debemos eliminar las quejas no es el
hecho de que “no nos vaya tan mal como a otros”, ni el de que
“aparte de lo malo nos sucede algo bueno”, ni el de que “podría haber sido peor”, ni el de que “Dios nos enviará mayores
males por no ser agradecidos”.
Ninguna de esas es la verdadera razón: debemos dejar de
quejarnos porque quejarse es nocivo.
Y quejarse es nocivo en sentido absoluto. Es siempre malo, y es
malo en sí mismo; no como otras cosas desagradables pero posiblemente útiles (esfuerzos, tratamientos médicos, guerras).
Quejarse nunca sirve. Quejarse empeora la vida en todos los casos.
De modo que ante un hecho indeseado no debemos poner
en marcha el programa de “esto me arruina la vida ¿por qué
42
tiene que pasarme? ¿Cómo es posible? ¡Qué horrible!”, ni tampoco el de “podría haber sido peor; fue una desgracia con suerte; las cosas pasan porque tienen que pasar”.
Simplemente necesitamos tomar conciencia de que pasó
algo que no deseábamos, de que eso no convierte en “mala”
nuestra vida y que igualmente vale la pena seguir viviendo y
buscando el bien, sin agregar al mal exterior ni una sola gota de
mal anímico, y sabiendo que, aunque a otros les vaya peor,
aunque nos lo hayamos merecido o aunque Dios lo haya dispuesto, nada de eso va a convertir en agradable un momento
indeseado.
El ideal sería una respuesta absolutamente silenciosa: enterarse de lo sucedido y no opinar nada.
Sabíamos de antemano que no queríamos que eso sucediera, de modo que ante lo indeseado no hay nada nuevo que
pensar. Lo más sano es continuar la vida que elegimos, reconstruir lo destruido o, cuando eso no es posible, proseguir con lo
que estábamos haciendo.
Sobra decir que esto es muy difícil; pero podemos ir acercándonos si empezamos por no decir ni decirnos maldiciones
ni consolaciones.
Difícil de enfrentar o no, el daño ya ocurrido significa dolor; y el dolor indefectiblemente se disipa.
Una causa de mayor sufrimiento y desequilibrio es el miedo, la incertidumbre ante un mal que puede ocurrir.
A veces la amenaza está presente y es posible luchar contra ella. Esto puede ser excitante pero no angustiante. Lo más
difícil es eliminar la angustia, la inquietud, la incertidumbre, el
miedo, ante una amenaza latente, ante un hecho que no sabemos
si ocurrirá, y que no podemos combatir porque no está todavía
al alcance de nuestras manos.
Tal caso parece ser la mayor fuente de sufrimiento, angustia y tensión interior que aqueja a los seres humanos.
Es una tarea casi sobrehumana controlar o disolver el apego como para no sufrir ante nada; pero ese camino comienza
sencillamente por poner en orden las ideas.
43
Por ejemplo, sufrirá más quien pierda algo que considera
“elemental”, “vital”, y que una vez que lo obtuvo suponía que
jamás iría a faltarle, que quien sufra la misma pérdida pero no
lo considere más que “bueno” o “deseable”, y lo posea con la
idea de que tal vez haya un día en que lo pierda, sin que esa
posibilidad haga suponer que se le va a arruinar la vida.
O sea que aunque subsista nuestro apego a las circunstancias en que vivimos, éste no se volverá inquebrantable, ni se
unificará completamente con nuestra expectativa de felicidad
como para morir solamente matándonos a nosotros, si permanece siendo un apego a las circunstancias externas, si no lo convertimos en un apego a un cuadro pintado por nuestra imaginación, en el
cual las circunstancias permanecen inmutables “para siempre”,
sin los peligros ni las modificaciones que el universo exhibe a
cada instante ante quien le preste atención.
Asimismo, nuestro miedo a los cambios de circunstancias
disminuirá en proporción directa con nuestra confianza en nosotros mismos, en que no seremos modificados, en que no se
echará a perder nuestra vida porque dejemos de tener tal o cual
cosa. Esa confianza dependerá de saber qué es lo esencial para
el hombre.
La felicidad no depende, entonces, de vivir en circunstancias favorables o desfavorables, sino de ser fuerte o ser débil, de
ser capaz o ser incapaz de alcanzarla, de saber o no saber vivir.
De todo esto se desprende un proyecto de estrategia para
no sufrir ante cualquier posibilidad de cambio indeseado: aferrarse a lo esencial, a las capacidades y posibilidades del yo, en
vez de aferrarse a las circunstancias, actuales o potenciales.
Como esto no se obtiene sólo con pensarlo, la receta razonable es comenzar por pensarlo. Si no nos decimos que necesitamos indefectiblemente tal o cual objeto o circunstancia, dejaremos de agregar nuevo combustible a nuestro aferramiento y
su consecuencia: el sufrimiento.
De ahí en más (siempre que no lo esperemos demasiado
rápido) el apego subsistente irá camino de su disolución.
Esto podría considerarse una parte de la estrategia para no
44
sufrir inútilmente; y es la parte más profunda, filosófica, espiritual, que depende de la maduración íntima de cada uno.
Sobre ella, aún cuando no esté muy asentada, se monta
otra parte que podríamos llamar disciplina de pensamiento y, por
extensión, de expresiones pronunciadas o pensadas. Esta es un
poco más fácil, más dominable, más reducible a fórmulas.
La disciplina de pensamiento podría fundamentarse en una
fórmula básica: cuando pensamos en un problema sin la finalidad de
solucionarlo, nuestro pensamiento resulta invariablemente perjudicial, ya
desemboque en una siembra de tensiones y disgustos o en una
simple pérdida de tiempo.
En vista de ello, debemos cortar la concentración en ese
tema y pasar a pensar en otro (consideración de otro problema,
aprendizaje, entretenimiento, etc.).
Esto se diferencia de distraerse o de evadirse en que se hace
cuando ya se enfrentó el problema y se llegó al punto de encontrarle
solución, o de comprobar que por el momento no la tiene.
45
El futuro presunto
Con el criterio de no pensar de más debemos poner orden y
limpieza en otro campo donde se genera otro torrente de sufrimientos: nuestra relación con el futuro.
El futuro puede ser previsible en sus acontecimientos menos complejos y más próximos al presente, con la salvedad de
que lo es en líneas generales y como probabilidad, no como
anticipación infalible.
Si todos los días nos levantamos a determinada hora y viajamos a determinado lugar, podemos presumir que el día de mañana sucederá lo mismo. Esto puede llamarse futuro presunto, y
todos lo tenemos en mayor o menor medida esbozado en
nuestra mente.
Luego, la diferencia entre la realidad y el futuro presunto
que previamente se refería a ella se debe fundamentalmente a
dos causas: 1) errores de esbozo y 2) incidencia de factores
poco probables.
En el primer caso, pensamos erróneamente lo que podríamos haber pensado más correctamente. En el segundo, no
nos equivocamos en gran medida, pero incidieron hechos que
no por poco frecuentes son del todo imposibles.
Confundir lo que no ocurre generalmente con lo que no ocurre nunca es la causa de la mayoría de los accidentes, y de los
desórdenes emocionales y psíquicos en toda persona que descubre que el futuro no resultó como esperaba.
47
Para reducir al mínimo el impacto de los hechos sobre el
futuro presunto esbozado en nosotros, la fórmula es casi matemática: reducir al mínimo el futuro presunto. No presuponer más
que lo necesario para actuar y construir el futuro deseado.
Echamos las bases de nuestro sufrimiento cuando presuponemos que van a ocurrir determinados hechos deseados,
cuando contamos con, cuando damos por hecho algo que todavía no
sucedió y, ya sea poco o muy probable, no podemos saber con
real certeza que sucederá.
Cierta “cantidad”, cierto esbozo de futuro presunto es indispensable para nuestras tareas cotidianas, para planificar y
plasmar el futuro deseado.
Por ejemplo: presuponemos que si esperamos en la parada
vendrá el autobús, que si tomamos un teléfono podremos comunicarnos, que dentro de un mes continuaremos con vida,
etc. Y por ello encaramos actividades en las que interactuamos
con la realidad exterior a fin de lograr tales o cuales metas. Sin
un mínimo de presunciones sobre el futuro sería imposible desempeñarse en el mundo.
Cuando en vez de concebir ese mínimo indispensable pasamos a pensar de más, a elaborar imágenes “porque sí” sobre
cómo será el futuro (cercano o lejano, individual o colectivo),
entran en juego resortes psicológicos que desembocan en una
de dos subjetividades altamente perjudiciales: el optimismo y el
pesimismo.
Una y otra darán por resultado imágenes en las que el futuro (de por sí difícil de conocer) aparecerá distorsionado por
los impulsos internos del sujeto. “Todo es según el color del
cristal con que se mira”.
Las causas del pesimismo no están muy relacionadas con
lo aquí tratado, aunque no deben desatenderse a la hora de intentar eliminar el sufrimiento.
Las causas del optimismo se vinculan íntimamente con el
deseo y el aferramiento: éstos tienden a dibujar un futuro en concordancia con lo que deseamos, con lo que suavizan toda presunción
de disgusto ante la realidad y/o alivian a la mente del previsible
48
peso de trabajar o de pagar precios por el futuro deseado.
Es muy común contraponer al pesimismo la frase “hay
que ser optimista”, con lo que el optimismo se considera prácticamente una virtud. Esto nace de confundir el concepto de
optimista con el de positivo. Es una virtud ser positivo, ser constructivo, es una virtud no caer en el pesimismo; pero no es una virtud ser
optimista, si se entiende por optimismo la tendencia a representar
el futuro a gusto del pensador. Esto puede ser muy perjudicial, tanto
para el sujeto optimista como para el mundo que éste quiere
ver mejor. De ahí que también sea muy usual menospreciar a
los “soñadores” que por mucho soñar nunca logran concretar
nada.
El motivo por el que un futuro presunto excesivamente
abultado y detallado se transforma en causa de sufrimiento es
asombrosamente sencillo: a más hechos esperados, más hechos que tal
vez no sucedan; o sea más cantidad de impactos, de choques de la
realidad contra las imágenes a las que nuestros sentimientos se
habían adherido. A mayor superficie chocable, más posibilidad de choques.
Esto podría discutirse expresando la misma idea al revés: a
más hechos esperados, más hechos que en caso de suceder nos harán felices.
En tal caso se tomaría el tema como una lotería en donde podemos arriesgar y ganar o no arriesgar y no ganar. Esto sería cierto
en el caso de que las satisfacciones se debieran sólo a que ocurra
algo que previamente hayamos pensado. Basta observar la vida propia
y ajena para ver que la satisfacción no depende de esto: obtenemos satisfacción de los hechos que benefician nuestra naturaleza
humana, aunque nunca hayamos previsto ni planeado que lo
hicieran. Cuando planeamos y concretamos hechos que no
benefician nuestra naturaleza, podemos experimentar momentáneamente la alegría de “triunfar”, de ver que algo pasó del
futuro presunto al presente; pero esta alegría no suele durar
mucho: al cabo de un tiempo estamos tan insatisfechos como
antes y preguntándonos “¿qué ganamos?”.
Si las satisfacciones verdaderas nos vienen por hechos (internos o externos) que benefician nuestra naturaleza, el camino
49
hacia nuestro bien consiste en trabajar para dar lugar a esos hechos,
no en suponer que vamos a ser felices, ni que lo deseado ocurrirá a una determinada hora de un determinado día.
Si trabajamos correctamente, los hechos ocurrirán, los
hayamos supuesto o no; con lo cual ganaremos la satisfacción
deseada y nos ahorraremos el sufrimiento de la espera o la decepción a que se expone una mente invadida y tiranizada por el
futuro presunto.
El futuro presunto ocupa su lugar justo si se lo crea y utiliza como una herramienta, como una brújula para la acción. Ocupa un lugar indebido, excesivo, insano, cuando se lo elabora o
pretende usar como fuente de satisfacción sustitutiva de la realidad,
cuando “paladeamos por anticipado” los bienes o situaciones
que no sólo no están presentes (con lo que caemos en la seudosatisfacción de alimentarnos de fantasías), sino que no es del todo
seguro que vayan a ser realidad, con lo que nos exponemos al desgarrante momento de descubrir que el futuro que suponíamos
no pudo pasar de ser supuesto.
Con los hechos deseables que esté en nuestras posibilidades producir debemos proceder como en un partido de ajedrez: empezamos por el deseo de triunfar, jugamos (o sea actuamos sobre la realidad) del modo que creemos más provechoso para nuestro objetivo. No estamos demasiado seguros
de cómo ni de cuándo obtendremos la victoria (ni siquiera de si
la obtendremos), pero en cada momento observamos la situación y respondemos, nos movemos, atacamos y nos defendemos con reflexión y con hechos para modificar la realidad de
acuerdo a nuestro objetivo. Nunca “empujamos” con nuestro
deseo las jugadas de nuestro adversario creyendo que así nos
serán favorables, nunca “esperamos” que el partido se desarrolle de tal o cual forma, porque sabemos que la victoria no depende de nuestra capacidad de desear, soñar o esperar, sino de
nuestra capacidad de considerar, planificar o actuar. O sea que no
atamos nuestro sentimiento a lo que no depende de nosotros, sino
que recurrimos con toda nuestra atención a nuestras propias fuerzas, y no las usamos para fantasear sino para producir resulta50
dos. Tal vez finalmente no ganemos; pero esto se deberá a que
el adversario (léase la adversidad) fue superior a nuestra capacidad. Pero siempre la posibilidad de triunfar estará más cercana si nos dedicamos sin dilapidar fuerzas a lo que nos corresponde: luchar, trabajar, observar y decidir; porque el triunfo se
obtiene con eso, no con sueños ni con suposiciones.
El sufrimiento sobreviene cuando tomamos la lucha en
pos la realidad deseada como un juego de azar, y en vez de observar la realidad como un tablero con adversidades y posibilidades de acción la observamos como un bolillero del que esperamos, ansiamos, rogamos, ver salir un determinado número.
En el primer caso trabajamos; en el segundo esperamos que lo
que no depende de nosotros venga a traernos la felicidad; nos
subordinamos a lo que no depende de nosotros. En un caso crecemos;
en otro nos enfermamos y empeoramos como seres humanos; y, como
esto es contrario a lo que necesita nuestra naturaleza, no nos
trae otra cosa que sufrimiento.
Ahora bien, ¿no hay en la realidad algunos factores que
podemos controlar y otros que quedan fuera de nuestro alcance, a los que llamamos azarosos?
Así es. Ante tal panorama, debemos tener absolutamente
claro que los hechos que verdaderamente benefician nuestra
naturaleza humana, ya sean controlables o azarosos, nos dan
satisfacción porque ocurren, no porque previamente los hayamos
esperado.
Si de la boca del bolillero sale nuestro número, viviremos
una satisfacción sin necesidad de haber arruinado nuestro
tiempo soñando y desesperándonos (esto nos habría dado más
sufrimiento que satisfacción). Si jugamos al ajedrez y obtenemos la victoria, ésta habrá dependido de nuestra capacidad y de
su puesta en acción. En uno u otro caso, nunca el esperar ni el
intentar “empujar la realidad” con nuestra ansiedad nos habrá
servido de nada, y sí habrá empeorado mucho nuestra vida.
Observando la sociedad, podemos distinguir con notable
claridad dos actitudes, que dan por resultado dos tipos de personas: las que viven concentradas en lo que no depende de
51
ellas y las que viven concentradas en lo que sí depende de ellas.
Las primeras viven “culpando” de cada hecho desagradable a la suerte, a la injusticia social o cósmica, al gobierno, a su
situación, a los poderosos (supuesto grupo reducido que maneja
todo para sí y contra el resto del mundo, que a pesar de ser
mayoría permanece eternamente imposibilitado de cambiar
nada), etc., etc. Sus comentarios están llenos de referencias a la
suerte, al destino, a la influencia de los astros, a los juegos de azar
que podrían “salvarlos” sin que ellos necesiten esforzarse, a “lo
que deberían hacer” los sujetos que presumiblemente pueden
modificar las cosas, a lo malos que son los demás, a lo que
“quisieran” que “les sucediera”, etc.
Las segundas, envidiadas pero no copiadas por las primeras, son las que actúan; las que, aun sabiendo que no todo está
bajo su control, se concentran en lo que sí pueden controlar, y
trabajan, ejecutan, aprenden y siempre piensan en qué pueden
hacer ellas (no la suerte, Dios ni el Estado) para alcanzar su realidad deseada. Consideran las culpas ajenas sólo para buscar
soluciones en las que pueda incidir la acción propia, nunca como descarga ni como queja. Estas son las que obtienen los resultados con los que otras sólo sueñan.
Pero no por ello hay que pensar que son seres perfectos:
en la lucha por la realidad deseada abundan los que, si bien
luchan en vez de fantasear, no reparan en el daño que pueden
causar a otros o a sí mismos.
Las leyes y la ética ponen cierto límite al “daño a los demás”. Aun en el caso de cumplir con esto, el sujeto que en vez
de soñar decide luchar deberá tener cierta claridad sobre por qué
y cómo lo hace. Si ignora cuál es el verdadero bien y la verdadera
fórmula de la felicidad, puede incurrir en luchas donde se dañe
seriamente a sí mismo.
En tal caso, por mucho que consiga modificar el mundo
que le rodea, no será feliz por no ser interiormente capaz de
serlo.
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Lo deseado y su precio
Generalmente, por no decir siempre, quien compra algo lo
hace con cierto disgusto por el precio, con la sensación o vaga
idea de que “debería costar menos”, pese a que ignora sus costos de producción.
¿Por qué ocurre esto? Simplemente porque la naturaleza
nos impregnó con el instinto de economizar energía, para que no
invirtamos en cada movimiento más esfuerzo que el indispensable.
Este provechoso instinto, combinado con la inclinación a
repetir las sensaciones agradables propias de cada acto de satisfacción de nuestras necesidades, y potenciado en el ser humano
por la capacidad de pensar, da como síntesis la aspiración a
experimentar el máximo de placer realizando el mínimo de
esfuerzo.
Es natural, biológicamente necesario, sentir placer por lo
que satisface nuestras necesidades y disgusto por todo consumo de energía. Si no fuera así, no nos moveríamos para mantenernos vivos, o bien desperdiciaríamos nuestras fuerzas hasta
un nivel en que tal vez no pudieran ser repuestas por el alimento disponible, con el consecuente peligro de auto-extinción.
Estas predisposiciones, que funcionan tan bien en los
animales, parecen provocar grandes dramas al hombre, capaz
de manejar funciones que en los animales son determinadas
por fuerzas inconscientes.
55
Como los mecanismos necesarios para la supervivencia
que al activarse en la vida civilizada generan stress y enfermedades, los reclamos de búsqueda de lo necesario y de conservación de la energía, cuando son administrados por el hombre
con su capacidad y su falibilidad, derivan frecuente-mente en
un resultado no planeado por la naturaleza: el sufrimiento.
Esto, a primera vista una degeneración, es más bien una
etapa en el camino del hombre para ir más allá de las capacidades meramente animales, una dificultad propia de todo proceso
de superación y desarrollo.
¿Cómo superar este escollo, este padecer aparentemente
absurdo?
Todo indica que con comprensión, con un emerger por
encima de nuestros impulsos y observarlos conscientemente,
sin ser gobernados por ellos como casi cotidianamente lo somos.
Y cabe destacar que en el hombre hay que entender como
“impulso” no sólo lo biológico sino también lo mental, ya que
es esto último y no lo primero lo que nos trae problemas.
No es, o no es principalmente, la búsqueda de satisfacciones
y la aspiración a ahorrar energía lo que nos hace sufrir, sino las
imágenes o fantasías que estos impulsos naturales generan en
una imaginación poco controlada.
A diferencia de los animales, que se limitan a luchar por lo
deseado, nosotros luchamos y además imaginamos lo deseado,
con el error mental de imaginarlo más acorde al deseo de lo que es en
realidad.
Más acorde al deseo significa más placentero y menos costoso.
El hombre vive soñando con que obtendrá inconmesurables
placeres con mínimos esfuerzos.
Esto es una mera proyección estimulada por el instinto en
nuestra mente, y tarde o temprano choca frontalmente con la
realidad: lo deseado no nos da una satisfacción tan absoluta, y, como
si fuera poco, cuesta más de lo que pensábamos.
¿Dónde está la falla? No en las leyes de la vida, sino, una
vez más, en la imagen que dibujamos en nuestra mente.
56
De ahí el cotidiano disgusto al conocer el precio de algo
que deseamos; precio que a su vez representa la aspiración (seguramente inferior a la satisfacción esperada) de otro ser
humano que quiere obtener el máximo de placer con el mínimo de esfuerzo.
¿Por qué el hombre de hoy vive repitiendo que la mayoría
de sus problemas son problemas de dinero?
Porque el dinero es un invento de la civilización para representar e intercambiar ni más ni menos que energía.
Y energía es lo que adquirimos al alimentarnos (por eso
alimentarse proporciona placer) y lo que consumimos para
obtener lo deseado (por eso el consumo de energía genera cansancio, o sea señales de desagrado).
El dinero es energía condensada, que entra en acción para que
otras personas nos den lo que deseamos. Esas personas debieron a su vez invertir su energía para producir eso que nos venden, por lo cual aspiran a recibir otra cuota de energía con la
que actuar sobre el mundo para que éste satisfaga sus deseos.
Debemos considerar todo esto para entender que invertimos buena parte de nuestra vida en comprar dinero, a cambio de
nuestro tiempo, de nuestra energía aplicada a producir algo que
interese a los demás y nos lo paguen (siempre menos de lo que
quisiéramos y más de lo que quisieran).
Para acceder a ese objetivo tan deseado necesitamos trabajar. Y trabajar (equivalente al luchar de la vida animal) nos pone
en contacto forzosamente con la realidad; la realidad real, no la
realidad supuesta ni la deseada.
Y ese encuentro con la realidad significará algún grado de
sufrimiento, según nuestro grado de maduración al interrelacionarnos con el mundo.
Ser conscientes en este aspecto significa darse cuenta de
que, invariablemente, toda modificación que nuestro deseo
introduzca sobre el mundo requerirá una inversión de energía.
En términos cotidianos, tendrá un precio.
Y el secreto para vivir bien es decidir ante cada cosa deseada si estamos dispuestos o no a pagar su precio.
57
Ante esta disyuntiva hay dos respuestas nobles: renunciar a
lo deseado o pagar su precio sin lamentaciones, y dos respuestas
innobles: renunciar a lo deseado o pagar su precio lamentándose de
una u otra alternativa.
En este caso, las respuestas nobles no se llaman así porque
cumplan con alguna norma ética, sino por mucho más: porque
nos ennoblecen, nos limpian, nos mejoran la vida en lo más
decisivo en que ésta puede ser mejorada. Y las innobles, por
supuesto, producen todo lo contrario.
Esto no significa, si queremos limitar nuestro ejemplo al
de una operación comercial, que no debamos defendernos de
los precios abusivos, que en última instancia son la aspiración
de otras personas a obtener demasiado a cambio de demasiado poco.
Incluso este acto defensivo tiene un precio en atención y en tiempo, o sea una inversión de energía.
Como el precio de la vida salvaje es la lucha, el permanente estado de atención para comer y no ser comido, el precio de
la vida en sociedad es el trabajo. Y no sólo el trabajo sobre los
materiales de la naturaleza, sino también el trabajo frente a las
pretensiones de otros individuos que, movidos por el omnipresente impulso a obtener el mayor placer con el menor esfuerzo,
aspiran a que en todos los casos el esfuerzo ajeno se traduzca
en placer propio.
Esto no significa que los hombres sean por naturaleza malos: una pequeña proporción de seres poco conscientes para
vivir en sociedad obliga a todos los otros a un costoso trabajo
defensivo.
Y si creemos que esto puede mejorar con un buen manejo
de la sociedad, eso tampoco es un bien gratuito: su precio,
además de los impuestos que tantas quejas despiertan, es la
atención, dedicación y responsabilidad de los ciudadanos para
elegir representantes.
De modo que, ni bien observamos el mundo y nos observamos interiormente, vemos que en nosotros (y en los otros)
hay un peligroso nivel de fantasía mental que frecuente-mente
choca con la realidad exterior: vivimos creándonos imágenes
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de lo deseado exageradas por nuestros propios deseos, más acordes al
deseo que a la realidad actual, y, como si esto fuera poco, que a
la realidad alcanzable.
Si aprendemos a eliminar esas fantasías y suposiciones,
habremos encontrado el camino a la felicidad que buscábamos
modificando el mundo externo.
En la medida en que deseemos adquirir bienes o modificar
circunstancias, debemos aprender, y aprender en lo más íntimo
de nosotros, a no disgustarnos por el precio que paguemos, incluyendo
en este concepto el precio de defendernos de la inmadurez
ajena y el de hacer una sociedad mejor, que en el fondo deseamos para que todo sea más fácil.
Esta propuesta no parece muy difícil de pensar; pero basta
un poco de autoobservación para ver que la ejecutamos sólo
hasta cierto punto, más allá del cual aparece el sufrimiento por
el precio pagado, y aparece precisamente porque manteníamos
la fantasía de que todo sería más agradable y menos costoso.
Por ejemplo, presuponemos que al trabajar nos encontraremos sólo con personas buenas y agradables, que venderemos
todo lo que queremos, que no aparecerá ningún obstáculo impensado, que siempre trabajaremos a un ritmo cómodo, que
todos nos sonreirán y nos pagarán con el cambio justo, que al
ir y al volver no lloverá, no hará demasiado frío ni calor, no
nos encontraremos con problemas de tránsito ni con gente
peligrosa, etc, etc, etc.
Y si algo no coincide con el esquema esperado, vivimos
rezongando porque “el mundo anda mal”.
Pero ¿acaso no nos habíamos enterado de cómo es el
mundo? ¿No sabíamos de antemano que existe todo eso que
no nos gusta?
Incluso sabiendo esto, la mente hace sus trampas en su
empeño por imaginar la vida lo más linda que pueda: “los
hechos y personas indeseables existen; pero al menos hoy no
se cruzarán en mi camino”.
¿De qué fundamento serio extraemos semejante sentencia?
Inevitablemente, y también por impulsos naturales plenos
59
de sentido, nuestra mente tiende a aliviarnos el peso de la vida
con la anestesia de las suposiciones agradables. Esto es útil para que podamos descansar y vivir sin preocuparnos de más;
pero se vuelve contraproducente cuando esas suposiciones son
demolidas por la realidad.
La única salida sana y superadora de este conflicto es tener
en cuenta la realidad, incluso en sus partes indeseables, y saber
que a cada paso puede presentárnoslas.
Los estudios sobre el stress dicen que éste aumenta en los
individuos que ven los problemas como amenazas, como peligros indeseables y tal vez insuperables, y que disminuye en
quienes ven los problemas como desafíos, como factores que
inevitablemente están en la vida y deben ser vencidos mediante
el despliegue y desarrollo de nuestras fuerzas.
Esto indicaría que el stress no es producto de las circunstancias en que se vive sino del disgusto ante ellas, y el disgusto es
producto de la opinión del sujeto respecto al mundo que lo rodea.
El ideal de eliminar el disgusto, o de tener en cuenta la realidad como es, no significa necesariamente resignación, ni
creencia de que el mundo será siempre e irremediablemente
igual.
Se puede creer que el mundo se modifica, se puede luchar
por un futuro mejor, y al mismo tiempo reconocer que hay
cosas indeseables, y que la posibilidad de mejorar el mundo
tiene un precio, que no podemos ignorar ni atenuar con la
imaginación.
De este modo, si decidimos trabajar por un determinado
objetivo debemos considerar el precio con la menor cuota posible de
fantasía.
Y si aceptamos pagarlo, trabajar sin disgustarnos, incluso
ante las partes más desagradables de nuestra tarea.
Y si éstas son más de lo previsto, si por un error de nuestra apreciación y no del orden cósmico el precio es mayor que
el esperado, decidir pagarlo o renunciar al bien buscado sin ninguna queja por lo uno ni por lo otro.
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Muchas veces caemos en el disgusto y en el stress cuando
en nuestro trabajo aparecen circunstancias indeseables, pero en
el fondo previsibles y naturales en dicha actividad. Esto ocurre
porque teníamos en nuestra mente la fantasía de que todo obedecería a nuestros deseos, e incluso por el acostumbramiento a
lo que podríamos llamar nivel promedio de dificultades cotidianas,
por el que tendemos a suponer que todos los días serán iguales.
De ahí que cuando aparece un problema mayor nos encuentra
con energía disponible sólo para el nivel promedio, haciéndonos
sufrir con la exigencia de extraer de nosotros mayores fuerzas
que las que nos disponíamos a invertir.
Esto podemos superarlo (necesitamos superarlo si aspiramos
a vivir bien) manteniendo la capacidad de observarnos fuera del
alcance de nuestros impulsos, deseos y hábitos, y darnos cuenta de que
cuando aparece el disgusto ante una circunstancia es porque
una parte de nosotros se resiste a pagar el precio de aquello por
lo que trabajamos.
En tal caso debemos re-observar nuestra vida: ¿ese hecho
desagradable no es parte natural de la tarea que escogimos?
¿Podríamos hacer lo mismo sin el riesgo de que alguna vez
apareciera? ¿Hay otra actividad que podamos y queramos hacer
para no vernos ante esa circunstancia? ¿Estamos dispuestos a
seguir adelante considerando esa circunstancia como parte del
precio de lo buscado?
En caso de contestar afirmativamente esto último, hemos
de continuar nuestra actividad sin una sola queja de ninguna
parte de nosotros. Y si la hubiera, porque las quejas no se eliminan de un día para otro, no enfurecernos contra la realidad,
sino emprender una lucha para clarificarnos interiormente hasta que el impulso a la queja desaparezca.
No hay razones para quejarse si previamente observamos en qué
nos meteríamos y conscientemente decidimos encararlo.
No puede ser motivo de disgusto aquello que hacemos a
fin de obtener lo que deseamos. Si en algún caso lo es, la única
falla es nuestra falta de madurez.
Siempre que nos sintamos molestos por lo que hacemos,
61
observémonos, estudiémonos, descubramos qué pasa en nosotros; porque invariablemente la causa estará en nosotros.
El stress nace del estado de disgusto, y el estado de disgusto nace de nuestra opinión sobre la realidad externa.
Esto coincide con la antigua frase de Epicteto: Lo que perturba a los hombres no son las cosas en sí mismas, sino la opinión que
sobre ellas se forman.
62
Tensión ideológica y tensión metafísica
Por debajo de la tensión o stress fruto de la opinión y del
disgusto parece haber una tensión básica, no se sabe hasta qué
punto independiente de la primera, que determina que distintos
individuos necesiten vivir a distintos ritmos, con distinta intensidad.
Vemos que hay en el mundo quienes quieren tranquilidad
y quienes quieren lucha, quienes se sienten bien cuando no les
pasa nada y quienes en tal caso se sienten mal, insatisfechos, y
buscan, aún sin ser conscientes de ello, experiencias de choque,
confrontación, drama, conmoción, violencia; porque si no “no
se sienten vivos” o “se aburren”.
Esto da por resultado el gusto por diferentes tipos de arte,
espectáculos, oficios, entretenimientos, alimentos, costumbres,
etc.
De modo que en nuestro intento de “eliminar la tensión”
de nuestra vida debemos tener en cuenta que tal vez necesitemos y busquemos situaciones externas acordes con nuestra tensión
interior. Ejemplo: la búsqueda de confrontaciones innecesarias,
los juegos de azar “a todo o nada”, los deportes riesgosos, las
disputas con los vecinos, el odio a quienes no son como nosotros, los cambios de residencia, empleo, pareja, etc.
En todos estos casos pareciera que la tensión no la provo63
cara la realidad circundante, sino que más bien “buscamos”
una determinada realidad circundante, a primera vista indeseable, pero en el fondo necesaria para “vivir” a tono con ese misterioso impulso que no se resigna a un ritmo de vida desacorde
con él.
Todo esto lleva a una pregunta: ¿la tensión “ideológica” y
la tensión “metafísica” son dos realidades independientes, que
jamás se relacionan ni explican entre sí?
Si así fuera, tendríamos muy escasa posibilidad de controlar y mejorar nuestra existencia. Pero al parecer podemos comprender la relación entre ambas, aunque para ello sea necesaria
toda una teoría metafísica.
Esta podría resumirse en que lo que llamamos “alma”
humana es algo así como una “unidad de conciencia” que va
transitando desde la inconciencia absoluta hacia la conciencia
absoluta; transmutando la inconciencia-inquietud-turbulencia en conciencia-paz-felicidad.
Esto puede considerarse cierto o no; pero puede servir para explicar las grandes diferencias entre unos y otros hombres,
y evidenciaría que la inquietud o tensión anímico-metafísica no
es modificable de un día para otro.
De modo que las experiencias tumultuosas o violentas
pueden ser una “vocación” de un ser humano cuando no es
capaz de “sentir” a otro nivel, y por efecto de ellas vive experiencias que al fin y al cabo lo moverán a buscar “algo más”, a
sentir y vivir a niveles más elevados.
¿Cómo se relaciona esto con la vida práctica y el objetivo
de “vivir bien”?
Podemos ver que, en su búsqueda de felicidad, el hombre
se lanza en pos de estados, sentimientos, experiencias, de
acuerdo a sus aspiraciones y a su nivel de conciencia. Y en cada
una de esas búsquedas, en cada uno de sus niveles de conciencia, repite más o menos el mismo ciclo: el entusiasmo de la
búsqueda de lo deseado, la alegría, sin noción de carencias ni
insatisfacciones, del momento en que se alcanza lo deseado, y
luego un sentimiento progresivamente creciente de que “falta
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algo” en la vida, que desembocará en el hastío, el aburrimiento,
la angustia que finalmente lo impulsará a buscar otra cosa, con la
que volverá a repetir el mismo ciclo, aunque ya en un nivel superior de existencia.
De ahí que existan tantos seres viviendo vidas de lo más
disímiles, que a unos les aterre lo que a otros les gusta, que los
hombres no se pongan de acuerdo entre sí, que haya ignorantes
alegres e inteligentes insatisfechos, etc.
Cuando, cualquiera sea nuestro nivel de conciencia, estamos comenzando un ciclo de determinada búsqueda, vivimos
entusiasmados, sin conflicto ni disgusto, no necesitamos reflexionar ni buscar fórmulas para vivir mejor, ni tiene sentido
que alguien nos diga que “hay una vida superior” a la que llevamos.
Con el tiempo, cuando ese “hay una vida superior” se
convierte en una sensación interna, empiezan los problemas,
las dudas, la filosofía.
Considerando todo esto, vemos que “la felicidad no es de
este mundo”, o que al menos no nos conviene esperarla del
contacto con él, y que en cualquier nivel de la existencia humana hay de por sí cierto grado de tensión e insatisfacción.
Cuando éstas nos lanzan a la búsqueda de satisfacciones
con la convicción de que pronto las encontraremos (aun cuando esto sea producto de la ignorancia), hay entusiasmo, excitación y hasta ebullición sin disgusto.
De ahí que existan personas tumultuosas, vertiginosas,
apasionadas y hasta violentas, pero sanas y alegres, sin conflicto, porque aún no apareció en ellas la primera chispa de disconformidad con lo que viven ni con lo que buscan.
Las víctimas del stress no son precisamente los más ignorantes, ni aun cuando sean tumultuosos (de hecho, los animales
no padecen stress). Tampoco son sus víctimas los sabios que
ya no fantasean con hallar satisfacción en las circunstancias.
Las víctimas del stress son los seres en que aún hay deseo de
disfrutar del mundo pero ya aparecieron dudas sobre cuál será
el mejor modo de vivir; los seres en quienes hay impulsos ins65
tintivos, pero también razonamientos que tratan de sojuzgar a
esos impulsos “con miras a un bien mayor”; los seres capaces
de despreciar la irracionalidad y de buscar “algo” distinto a lo
hasta ahora buscado pero aún no identificado. En síntesis, los
seres que aspiran a un bien superior pero también a los bienes
de este mundo, al que tratan de modificar para satisfacer su
afán de satisfacción individual y al mismo tiempo su afán de
armonía universal.
Con esto llegamos a que el stress y el malestar son producto directo del disgusto. Disgusto con uno mismo o con el mundo que se habita.
Aquí tenemos otro conflicto por demás difícil: hay que reconocer como positiva, útil, provechosa, la aspiración a ser mejor y a que el mundo sea mejor; pero no por ello, no por mantener
despierta esa humana e irrenunciable aspiración, debemos desembocar en un estado de disgusto con nuestra vida o con el mundo.
Pero ¿cómo se logra esto? ¿Cómo llegar a esa fórmula matemática de la felicidad?
No es fácil, y lo mejor es saber que no habrá una solución
mágica. La fórmula para comenzar (que ya es bastante) es ver
la diferencia entre sentir aspiración a la perfección (propia y/o universal) y esperar una satisfacción inmediata a la misma.
Todos los seres avanzan de algún modo hacia estados superiores; pero hay que percibir, y aceptar lúcidamente, la diferencia entre avanzar y llegar ya mismo.
Nuestro “instinto metafísico” nos da un vislumbre de cómo deben ser las cosas, tanto en nuestro interior como en el
mundo, y ello nos incita a trabajar hacia dentro y hacia fuera
para que sean así. Es la guía y el motor de toda superación;
pero debemos concienciar que el resultado natural de ello no es
un mundo perfecto ya, sino precisamente el mundo que vemos,
donde se entremezclan el impulso a mejorar con el impulso a
repetir siempre lo mismo, el impulso a resistir los cambios e
incluso el impulso a empeorar.
Como resultado de todo ello, el mundo se mueve y apren66
de; pero el término que llamamos una vida es demasiado breve
para pretender ver en su transcurso grandes modificaciones.
Echaremos a perder esa vida, y nuestra utilidad para el mundo,
si aspiramos a tan espectacular e irrealizable satisfacción.
O sea: aprendamos a convivir con lo indeseable que haya
en el mundo y en nosotros, sin atormentarnos pero sin dejar de
trabajar por la superación en ambos campos de batalla; “sin
prisa pero sin pausa”.
Si no aprendemos esta única opción madura y sana seremos arrastrados inconscientemente por la corriente de las opciones insanas, materializadas en dos grupos de sentimientoscreencias que permanentemente vemos a nuestro alrededor: el
que proclama “el mundo será un paraíso en pocos años”, y el
que refunfuña: “el mundo fue y será una porquería”.
Si logramos vivir sin caer en tales inmadureces, si mantenemos sin fantasías nuestra decisión de mejorar como personas
y contribuir a mejorar el mundo, debemos pasar al siguiente
paso, que es el centro del tema aquí tratado: vivir en un mundo
donde coexistimos con lo indeseable (y donde es buena señal que
sintamos cierto rechazo por ello) sin que esto nos llene la mente, y con ello la vida, de disgusto, tensión y enfermedad.
Esto podemos lograrlo (cuidando aquí también de no ansiar soluciones instantáneas) prestando la debida atención a
cada detalle del mundo que nos altere o atormente, reflexionando sobre él, preguntándonos si podemos solucionarlo o no,
o si, aún cuando estemos ya haciendo algo útil al respecto, deberemos transitar todos los días junto a ese detalle sin sufrir;
sabiendo que “no debería estar” pero por el momento sigue
estando, y recordando aquello de que lo que nos perturba no es
el hecho sino nuestra opinión sobre él.
No es un error de Dios ni del cosmos que haya en el
mundo lo que hay (tal vez sería un error, pero nuestro, el desactivar nuestra aspiración a mejorarlo): el error es sufrir reiteradamente por lo que ya conocemos.
Tal vez no podamos evitar una sensación desagradable ante determinadas personas o sucesos (y tal vez eso sea una señal
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de que tenemos “buen gusto” en el terreno moral); pero sí debemos, necesitamos, evitar la opinión, verbalizada o pensada, de disgusto ante lo desagradable.
Más fácil que gobernar el sentimiento es gobernar el pensamiento, y más fácil aun es gobernar la lengua. Empecemos
por no vivir profiriendo quejas sobre cada cosa que no es como quisiéramos: por ese camino tan simple podremos acostumbrarnos a no pensar y aun a no sentir quejumbrosamente.
Creer que porque tengamos cierta intuición de “un mundo
mejor” el mundo presente es malo, es tan absurdo como ir
subiendo hacia el décimo piso y considerar un mal estar transitoriamente en el segundo o tercero.
El stress se origina cuado ante la realidad presente aparece
nuestra imagen de la realidad ideal y, en vez de pensar “convendría que fuera así, haré lo posible porque sea así”, pensamos “tiene que ser así; no puede ser que no sea así”.
No hay stress cuando la realidad presente y la deseada conviven. Hay stress cuando la realidad presente y la deseada se atacan entre sí.
No hay stress cuando el ideal habita la realidad y la modifica
con prudencia y paciencia, hay stress cuando se lanza a puñetazos
contra ella pretendiendo su inmediata rendición.
No hay stress cuando se construye la realidad deseada. Hay
stress cuando se odia la realidad presente.
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Vivir esperando o vivir sin esperar
Como en nuestra vida hay unos momentos más deseables
que otros, y algunos de ellos son previsibles y/o programables,
vivimos (o dejamos de vivir) gran parte de nuestro tiempo esperando.
¿Qué pasa en nosotros cuando esperamos?
Lo más evidente es que estamos como succionados, magnetizados desde afuera. Hay en nosotros un estado de tensión, un
campo magnético con un polo en nuestro interior y otro en
“eso” que esperamos. Y ese salir, ese descentrarse de nuestra
energía mental y emocional, produce malestar. Estamos como
invadidos, perturbados, electrificados por una corriente cuyo
interruptor parece ser el acto de iniciar o finalizar una espera.
Esta corriente generará como por inercia impulsos difíciles
de contener, que nos llevarán a comer en exceso, maltratar a
los demás y similares conductas irreflexivas, no deseadas ni
provechosas, que pueden a su vez generar mayores tensiones.
Además de condenarnos a este estado interno, el “esperar”
nos lleva a enterarnos alguna vez, con no poco dramatismo, de
que por propia decisión desperdiciamos, desactivamos, apagamos, desechamos un notable porcentaje de nuestra vida.
Si apreciamos la vida, si nos disgusta el vislumbre de la vejez o de la muerte ¿qué sentido tiene quitarnos lisa y llanamente
incontables horas o días que pasamos sin vivir, porque ansiamos
que transcurran lo antes posible, que no se sientan, que se es69
fumen, que no existan, para tener acceso a lo que vendrá después:
la hora de finalizar el trabajo, la hora de cenar ricos manjares, la
hora de jugar, el día de la fiesta, el comienzo de las vacaciones,
etc, etc, etc?
¿Qué parte de nuestra vida tiramos a un lado esperando
momentos posteriores? ¿Un décimo? ¿Un cuarto? ¿Una mitad?
En cualquiera de los casos es demasiado, espantosamente demasiado para alguien que se propuso vivir bien. Nadie nos devolverá bajo ningún concepto ese tiempo que no hubiéramos querido que existiera, pero que de todos modos se nos contabilizó
en el proceso de envejecer y consumir el período disponible en
nuestra existencia.
Por lo primero y por lo segundo, para evitar tanto el malestar inmediato como el despilfarro de horas, días y años, un
principio fundamental del arte de vivir bien es el de no esperar.
Ni bien decimos esto nos vienen a la mente la habitual
sentencia de que “la esperanza es lo último que se pierde”, la
afirmación de que para ser feliz hay que tener “alguien a quien
amar, algo que hacer y algo que esperar”, o las cosas horribles
que suelen decirse sobre una persona “sin esperanzas”.
Esto no sería contradictorio si a ese sentimiento impreciso
que llamamos “esperanza” lo definiéramos como confianza en
que existe la posibilidad de una vida mejor o de que el mundo se encamina hacia un fin superior, o sea una visión en la cual se vislumbran posibilidades de un nivel superior de vida. También podemos referirnos a esto llamándolo fe, convicción o ideal.
Nada de ello se contradice con la propuesta de no esperar,
siempre y cuando se lo considere como algo a lo que llegar, y no
como algo que va a llegar por el simple paso del tiempo o por
obra de fuerzas que no requieren nuestra intervención.
La exaltación exagerada y exclusiva de la esperanza como
el acto de vivir esperando es un modo más de desviación, debilitamiento y empeoramiento de las capacidades humanas.
Ninguna enseñanza moral ni religiosa nos dice de verdad
que sea bueno desear que pase el tiempo, que se vaya inútilmente una porción de nuestra vida, vacía porque nosotros la vacia70
mos, para que llegue el momento en que ocurra algo “bueno”.
No es lo mismo “esperar” un futuro mejor (en el sentido
de confiar en que es posible y hacer algo por él) que esperar un
momento determinado en el que “llegará” un hecho particular.
Cuando confiamos en que en nuestra vida podemos alcanzar bienes superiores, y ese alcanzar (como su nombre lo indica)
requiere que nos movamos, que actuemos, esa “esperanza” de
ningún modo anula el presente; porque éste cobra sentido, se
vuelve agradable a causa de la acción encaminada a lograr “eso”
que en cierto modo “esperamos” pero en cierto modo estamos
construyendo ya.
Alguien dijo “en el mayor rigor está la libertad”. Así también, en la cualidad humana de ser fuerte ante las circunstancias, de sentir más la propia conducta que los resultados y vaivenes del mundo exterior, está la posibilidad de ser libre respecto de los sucesos, de no vivir esclavizado por lo que pase o
deje de pasar, y de vivir toda nuestra vida; no solamente los
momentos que suponemos deseables.
Si definimos esperar como desear hechos que no ocurren en el
presente, tal vez sea imposible dejar de esperar mientras no se
deje de desear; pero si lo entendemos como lo que más habitualmente hacemos: abrazar con el pensamiento y la emoción un punto
del tiempo en el que ocurrirá algo deseable (con la natural consecuencia de que todo el período que va desde el presente hasta ese
punto se vuelva indeseable), nos damos cuenta de que dejar de
esperar no sólo es posible, sino que es además una necesidad
imperiosa para no arruinar nuestra vida.
Podemos desear un acontecimiento, pero al mismo tiempo
podemos vivir el presente sin pasar nuestro tiempo disgregados
en ese abrazo enfermizo que nos parte en dos. Podemos anular
esa bipolarización, ese desgarro interior que nos crucifica en
dos puntos distintos.
Cuando nos descubrimos bipolarizados, disgregados, electrificados por esa corriente que tiende a un punto fuera de nosotros (a veces un momento futuro, a veces un acontecimiento
actual que no depende de nosotros) debemos decirnos “esto es
71
esperar”, darnos cuenta de que cometemos un error y borrar de
la imaginación ese punto externo que nos perturba, para quedarnos
con toda nuestra corriente, con nuestra “alma” en nosotros
mismos, sin fluctuaciones ni maremotos anímicos, en paz,
aunque sigamos trabajando para eso que deseamos (trabajando
en un presente que es tan parte de nuestra vida como el “futuro mejor”) o simplemente sabiendo que “será lindo” vivir un
determinado momento al que el reloj todavía no llegó, pero sin
aniquilar por eso nuestro presente.
Ese mantener la corriente en nosotros mismos no es un
mero yoísmo, sino una actitud sana ante lo deseado.
Se puede amar a los demás, amar y disfrutar hechos y circunstancias, sin dejar de cuidar el estado en que nos encontramos; porque la felicidad es, principalmente, ausencia de infelicidad.
El factor más decisivo para mejorar nuestra vida es la eliminación de toda infelicidad nacida de la incapacidad propia. De ahí en
adelante pueden mejorarse circunstancias; pero jamás a costa
de destruir el factor primordial.
El mayor motor de la infelicidad es la morbosa “agregación” de deseos a los ya existentes, el desesperarse por “disfrutar un poco más”, el dudar de si se está viviendo bien o “queda
algo para hacer”, la suposición de que agregando y agregando
de ese modo se llegará a ser absolutamente feliz y a no necesitar nada más.
Ese modo de encarar la vida, al aumentar la turbulencia interior, produce precisamente el resultado de aumentar la infelicidad; y no porque no se puedan alcanzar las circunstancias deseadas, sino porque la felicidad es la no-turbulencia, y el nivel
de absoluta satisfacción por obra de las circunstancias no existe.
Se podría, persiguiendo ese supuesto colmo de la satisfacción, llegar a ser el sujeto más rico del mundo, para luego descubrir que se sufre por la opinión ajena, la existencia de personas indeseables, la incontrolabilidad del clima, la inevitabilidad
de la muerte, etc, etc, etc.
En resumen: no agreguemos deseos, no inventemos supuestas cumbres de satisfacción, no lancemos nuestro ser hacia
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fuera de sí mismo, no esperemos, y empezaremos a acrecentar en
nosotros el estado de no-infelicidad.
Y ante los deseos que ya tenemos, podemos trabajar por
satisfacerlos sin sacrificar el presente mediante el instrumento
de tortura de la espera.
Sacrificar la base de la no-infelicidad para llegar a algo mejor sería como quitar la escalera que nos sostiene para ponerla
“más arriba” con la suposición de que con ello llegaríamos más
alto.
No sólo sería imposible, sino que en caso de intentarlo
perderíamos nuestro punto de apoyo y caeríamos a niveles inferiores, resultado diametralmente opuesto a lo que nos propusimos.
73
Cómo llegar a “no esperar”
Al observar los problemas que nos trae el vivir esperando,
llegábamos a la “conclusión” de que era necesario borrar de la
imaginación ese punto externo que nos perturba.
Corresponden las comillas porque esa “conclusión” no es
más que un comienzo. Concluimos sabiendo qué hacer; pero
empieza un gran trabajo y una gran pregunta: ¿Cómo lo haremos?
No se puede “borrar” como una letra mal escrita lo que
está arraigado en nuestro pensamiento, en nuestra psique, en
nuestro corazón.
Una fórmula para ir empezando sería, tal como en el tema
del futuro presunto, no escribir de más. Ya que lo deseable
tiene tanto poder sobre nosotros, evitémonos la necesidad de
“borrar” mediante el recurso de evitar anotar demasiados objetivos en la lista de nuestros deseos.
Para esto hay que ver con claridad cómo funciona eso que
llamamos deseo.
Decíamos que para procurar la felicidad tenemos dos
campos de acción: modificar las circunstancias o modificarnos
nosotros mismos.
Aunque comprendamos, mucho o poco, la importancia de
modificarse a sí mismo, subsiste en nosotros el deseo sobre las
circunstancias, y siempre necesitaremos saber qué hacer con él
para que no actúe como un indesconectable generador de infe75
licidad.
Desear modificar circunstancias significa generalmente desear poder para lograrlo.
En una primera etapa deseamos objetos concretos. Es el
caso de los niños, cuyo modo de modificar circunstancias es
pedir juguetes o golosinas.
Al crecer aprendemos que los objetos concretos y muchas
otras circunstancias se dominan con el dinero, elemento más
abstracto en el que se plasma la energía o el poder en sí mismo.
De ahí que infinidad de personas deseen dinero en general,
pero no hagan respecto a este objeto deseable más que lo que
hacen los niños: pedir, llorar y quejarse.
Si maduramos, descubrimos que así como los objetos se
obtienen con dinero, el dinero se obtiene con capacidad, con
poder interior.
Así nos damos cuenta de que, incluso para modificar circunstancias, necesitamos capacitarnos, que no es ni más ni menos que modificarnos nosotros mismos.
Una frase de James W. Newman nos dice “el único acontecimiento que puedes controlar en todo el mundo es aquello
que estás pensando y sintiendo en el presente instante. ¡Pero
con eso es suficiente! Es todo lo que necesitas controlar”.
A primera vista parece una propuesta estoica o mística:
modificarse uno mismo y renunciar al mundo. Pero más adelante descubrimos que cualquier intento de conquistar o modificar el mundo nos conduce al mismo “con eso es suficiente”;
porque controlar lo que sucede en uno mismo genera el poder
capaz de modificar el mundo.
Es imposible despreciar la modificación interior y obtener
poder sobre el mundo por algún otro medio.
No faltan casos de personas sin capacidad pero con dinero, que suelen obtener, no ganar, por vía de herencias, juegos
de azar o acciones deshonestas. A todas ellas termina acabándoseles lo que recibieron; o viven mal con o sin riquezas.
De modo que, en la sociedad actual, el deseo sobre las circunstancias deviene en deseo de dinero. Y, para quien resuelve
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esta ecuación con rectitud, la estrategia para adecuar las circunstancias al deseo se centraliza en el acto de trabajar y en el
ideal de “ganar más”.
Aquí llegamos al punto de darnos cuenta de que podemos,
con la debida atención, trabajar para satisfacer deseos sin que
ello signifique condenarnos a la automortificación del esperar.
Sabemos que más capacidad puede proporcionarnos más
dinero y que más dinero modificará más circunstancias. Lo que
no sabemos es en qué plazo ganaremos qué cantidad ni qué
circunstancias serán moldeables por nuestro deseo. Ahí es
donde debemos empezar a cuidarnos de no escribir de más, de no
dibujar demasiados detalles en las páginas de lo que imaginamos como nuestro futuro.
La manera más sana de convivir con el deseo es dedicarse
a desarrollar capacidad y poder, y luego, con el poder en la mano, modificar circunstancias en lo que esté a nuestro alcance,
en el presente que habremos conquistado, sin que para ello
haya sido necesario vivir imaginando y paladeando lo que “llegará”.
El que se concentra en producir, crear, servir, beneficia a
la sociedad y ésta le paga por lo recibido. El que sólo se concentra en esperar e imaginar objetos deseables, no obtiene nada
de los demás; porque no les entregó nada, perturbó a la sociedad y se atormentó a sí mismo.
Podemos practicar la propuesta budista del “recto medio
de vida”, podemos concentrarnos en actuar sabiendo que de
esto vendrá el dinero y de él las circunstancias deseables; pero,
como todo esto está motivado por el deseo, es tremendamente
difícil evitar que el deseo se transforme en espera.
Porque, inevitablemente, la consecuencia es posterior a la
acción, por más recta y limpia que sea ésta. Si actuamos para
producir consecuencias futuras, permanentemente la corriente
del deseo lanzará sus tentáculos hacia el futuro, encenderá el
interruptor de la espera, y su calor perturbará, tensionará, recalentará y desestabilizará nuestro estado interior. Y, una vez
más, la aspiración a vivir mejor habrá empeorado nuestra vida.
77
Conclusión: elegimos (o pusimos en marcha sin querer) el
método equivocado.
¿Cómo trabajar por un futuro mejor sin esperarlo?
El primer paso será no olvidar la diferencia entre deseo y
espera. Permitámonos desear pero no nos permitamos esperar.
“Cambiemos de canal” ni bien comienza en nosotros un proceso de espera.
El deseo es emocional, y va dirigido a ciertas cosas deseables “en general”, presentes y/o futuras. Cuando interviene la
mente concreta, con sus diseños detallados y planes a determinado plazo, el deseo, si se abraza y asocia a esos proyectos, da
comienzo al proceso mental-emocional de la espera.
Los proyectos son buenos si se los genera para trabajar,
para saber cómo encarar las cosas; pero son nocivos si se los
hace para paladear metas por anticipado.
Si más o menos sabemos lo que deseamos, pongámonos a
trabajar sin llenarnos la mente de imágenes, objetos, plazos y
demás causas de desgarramientos internos.
Ahora bien: si en el trabajo reside siempre la relación presente-futuro, siembra-cosecha, esfuerzo-beneficio ¿cómo mantener la mente siempre en una mitad y nunca en la otra, que
precisamente fue el motor que originó nuestra acción?
La gran dificultad nace de que la mente siempre se mueve.
Cuando está creando, aprendiendo, produciendo, y también
cuando deja de hacerlo.
Por lo tanto, la solución es tomar el control de los “ratos
libres”.
Ninguna ocupación requiere que la mente esté ocupada en
todo momento en crear o en aprender. Si hubiera una ocupación así, necesitaríamos de todos modos interrupciones para
descansar, y en éstas, como en las horas o días “libres”, seguiría
presente el problema de a qué dedicar el pensamiento.
Si, por ejemplo, atendemos un local comercial (cada uno
podrá adecuar el ejemplo a su ocupación), será provechoso
estudiar, planificar, disponer todo del mejor modo para brindar
el mejor servicio y obtener con ello el mejor beneficio. Si so78
mos fieles a nuestro objetivo, nuestra mente se concentrará en
cómo hacer todo mejor. Así y todo, el número de horas en que
esté concentrándose, estudiando, sembrando, no será el total
de las horas de ocupación cronológica en esta tarea, en la que
se suele “esperar” que vengan los compradores.
Entonces ¿qué hará la mente?
Para cerrarle el camino a ocupaciones dañinas, debemos
grabarle la consigna que trabajar en un puesto de venta no consiste en “esperar” compradores. Por más que lo deseemos y
hayamos hecho todo lo posible para que sea así, ocurrirá como
resultado del trabajar bien y no del esperar.
Ningún trabajo de atención al público (más bien ninguno
en general) consiste en esperar.
Terminantemente debemos dejar de esperar, tanto en el
trabajo como en el descanso, e incluso cuando nos toca permanecer en una “sala de espera”.
Lo que necesitamos hacer en un puesto de venta es estar
disponibles para cumplir nuestra función cuando seamos requeridos. Si viene alguien a comprar, bastará con que estemos.
No es necesario que esperemos.
La diferencia entre estar disponible y esperar radica en qué
están haciendo la mente y el sentimiento.
Esperar, lanzar la emoción hacia fuera de nosotros generando una tensión que sólo se calmará “después”, al abrazar el
hecho que ocurrirá (o puede no ocurrir) no sirve para ganar
dinero ni para ninguna otra cosa, excepto para sufrir. Y la actitud de esperar, como ocurre con otras actividades perjudiciales,
puede generar una adicción o vicio del que sea terriblemente
difícil librarse. Las emociones pueden sentirse desorientadas
ante la quietud, generar angustia que sólo podrá canalizarse
esperando otro suceso deseable, y así continuar indefinidamente hasta que salgamos de ese círculo vicioso, o de nuestra existencia.
Pues bien, si debemos cumplir ciertas horas de trabajo estando en un lugar sin necesidad (ni posibilidad) de llenarlas
totalmente de concentración creativa en nuestros objetivos,
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¿qué hará nuestra mente ante ese vacío que no podemos llenar
con sueño, diversiones ni satisfacciones que requerirían cambiar de lugar?
Como estamos allí motivados por el deseo de ganar dinero, es muy posible que esto se traduzca en un estado de espera,
que casi sin darnos cuenta hayamos ido allí con un pre-cálculo
de cuánto íbamos a vender. Y desear una determinada cifra en
un determinado plazo es esperar.
Si el deseo (por la adición de cifras, plazos y otros detalles
imaginables) se transformó en espera, sufriremos ante cada
indicio de que la realidad no coincida con el esquema supuesto.
Cabe destacar que los resultados indeseables merecen
nuestra atención a fin de concentrarnos en cómo producir resultados mejores.
Si hacemos esto estaremos trabajando.
Todo lo que se haga para mejorar resultados es parte del
trabajo. Lo que se hace para abrazar y paladear supuestos resultados no es ni más ni menos que espera.
De modo que, retomando el ejemplo, nos encontramos
cumpliendo un horario de atención, ocupando parte de este
horario en trabajos “de siembra” con el objetivo de mejorar los
resultados, y ante otros períodos de tiempo en que sólo debemos “estar” con la finalidad de atender y vender (y con el deseo inobjetable de llenar ese tiempo vendiendo y recibiendo el
beneficio que motivó lo que hacemos).
Si ese tiempo no se llena con la entrada de clientes, se
transforma en “tiempo vacío”; peor aun: en un vacío contrariante de nuestro deseo. Habíamos ido allí para otra cosa, deseábamos
otra cosa. ¿Qué hacemos entonces?
El primer paso, básico e imprescindible, es aclararnos a
nosotros mismos si elegimos o no elegimos estar allí.
Si por problemas de rendimiento, o por conflictos internos de orden vocacional, decidiéramos cambiar de actividad
(no soñando sino iniciando otra actividad realmente concretable), debemos poner en marcha ese cambio. Y si este no es
posible ya, proseguir nuestro trabajo actual hasta el último día
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con la mente limpia, sin esperar.
Si eligiéramos cambiar, nos encontraríamos con que en
todas las actividades existe la relación esfuerzo-resultado, presente-futuro, y, con ella, el riesgo de ponerse a esperar.
Si concluimos en que nos conviene proseguir en nuestro
puesto, debemos mirar de frente, valientemente, atentamente,
ese “tiempo vacío”.
Comencemos por aclararnos: ¿por qué ese tiempo está vacío?
Con diversas diferencias de matices, la respuesta será más
o menos la siguiente: 1) Por decisión propia: fuimos allí para atender, vender y ganar, y, por más que soñemos con otras cifras
de ganancia, la decisión de estar allí significa que aceptamos,
que vale la pena estar aunque no obtengamos todo lo soñado.
Al ocupar esas horas estando allí desechamos otras actividades,
otras circunstancias tal vez deseables que canjeamos voluntariamente por las que obtendremos como fruto de nuestro trabajo. Y 2) Ese tiempo está vacío por circunstancias externas: no
ingresa tanta gente como para llenar cada hora o cada minuto.
Teniendo claros ambos factores, sabremos que decidimos,
aceptamos, ir allí porque nos conviene, y que en esa lucha por
lo deseado debemos enfrentarnos con momentos indeseablemente vacíos.
Entonces ¿qué hará nuestra mente en esos momentos?
Lo más natural es que tienda a “llamar” circunstancias deseables, y caiga en el estado de espera o de deseo insatisfecho,
al desear cosas que no dependen de nosotros (porque dependen de la voluntad ajena o no son momentáneamente alcanzables) o cosas que dependen de nosotros pero las desplazamos
hacia otro momento para estar allí trabajando.
Nuestra mente es como una locomotora incapaz de detenerse. Nosotros, con nuestro discernimiento, nuestra facultad
de elegir y determinar, podemos mover dispositivos para
hacerle tomar distintos carriles.
Debemos enterarnos de que en algunos carriles, como el
de la espera, el aburrimiento, la queja o el fantaseo, le aguardan
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distintos tipos de catástrofe.
No podemos detener su marcha; pero podemos elegir por
dónde encaminarla.
Cada vez que vemos que nuestra locomotora se encamina
a los carriles identificados como indeseables, imaginémonos
“haciendo un cambio” y llevándola por carriles que aceptamos
como sanos y convenientes.
Los carriles mentales son más elásticos que los de acero, y
los “desvíos” no están en puntos muy fijos, pero siempre hay
un punto donde la marcha es incontrolable, y nos metemos de
lleno en la catástrofe del sufrimiento.
Con un poco de ejercicio podemos acostumbrarnos a encarrilar nuestra mente a tiempo, y luego puede resultar más
fácil que al principio.
El punto de partida es tener claro cuál es nuestra situación
y qué decidimos ante ella.
Vemos en el mundo personas muy “desbocadas” o “descarriladas”, que sufren en gran medida y dan la sensación que
ni ellas mismas ni nadie puede controlarlas, y otras personas
que “se mantienen en sus carriles”, que “tienen las riendas” de
su pensamiento. Estas últimas aplican una sola y única fórmula:
prestar atención a su vida y actuar para mejorarla.
Conociendo el problema y el recurso para evitarlo, nos
queda identificar claramente los carriles peligrosos, conocer
todas sus características para “desviar la máquina” apenas los
identifiquemos, apenas vislumbremos que ingresamos a caminos que pueden desembocar en catástrofes.
Podemos esbozar una lista (adaptable a cualquier tipo de
trabajo y por qué no al ocio) de carriles mentales a los que
conviene decirles no:
• Aferrarse mental y emocionalmente a actividades que no pueden realizarse
en el presente.
Se pueden planificar, pero no paladear intentando satisfacerse con la imaginación.
82
• Desear que pase el tiempo.
Este deseo jamás modifica el transcurso del tiempo: sólo
nos estropea el presente.
• Lanzar hacia fuera la corriente (tentáculos, brazos, lazo) del deseo para
“provocar” sucesos deseados.
• Imaginar en concreto lo que deseamos y esperarlo.
• “Hacer fuerza” para que suceda aunque sabemos que no depende de nosotros.
• “Tener los brazos abiertos” para abrazar “eso” que deseamos que suceda.
• Desear que no suceda algo.
• Pensar o hablar en primera persona del subjuntivo presente.
¿Por qué decimos que existen malas palabras? Generalmente porque revelan malos sentimientos o malos pensamientos, y
por la vía de no decirlas se intenta que mejoren nuestras costumbres mentales.
Conviene convencerse de que las expresiones en primera
persona del modo subjuntivo (si pudiera, si hubiera, quisiera,
etc.) son malas palabras; porque expresan lamentaciones o referencias a una situación que no es la que realmente vivimos. No lo
son cuando se refieren al futuro o cuando el sujeto no es uno
mismo (si alguien hiciera tal cosa, yo respondería de tal manera);
porque expresan prevención o planificación.
• Usar los números como fuente de satisfacción.
Si hay circunstancias deseables y éstas dependen del dinero, se supone que más dinero nos dará más satisfacción. Esto
puede llevarnos a buscar satisfacción contando el dinero ganado o por ganar. Si hacemos esto, es porque caímos en la trampa mental de esperar una determinada cantidad en un determinado plazo, expectativa nunca útil y siempre perjudicial. Contar
el dinero, o calcular, es útil solamente para tomar decisiones; para
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elegir el mejor modo de administrarlo o de mejorar resultados.
Si lo hacemos para satisfacernos (o para sufrir por lo que “nos
falta”), creamos una causa de tensión o turbulencia interior. No
existe una cantidad que nos hará sentir “ya está”. Es beneficioso ganar lo más que podamos y vivir lo mejor que podamos
con lo disponible. Ir más allá de esto y pensar de más nos llevará
a sufrir. Cabe recordar que hacemos lo mismo respecto al
tiempo (cuánto falta para la hora o el día de tal o cual suceso
deseado). También en este terreno, cuando los números no son
los esperados, sufrimos. Incluso antes de “hacer números” comenzamos a angustiarnos ante la posibilidad de que no sean los
que esperamos. Generalmente la “cifra esperada” no es tan decisiva para nuestra vida. Una cifra mayor será útil (sin por ello
darnos la felicidad absoluta) y una cifra menor no significará
nuestro fin. Si los cálculos sobre dinero o tiempo no tienen por
fin tomar una determinación, son un juego morboso que siempre
tensiona y empeora nuestro ánimo. Es recomendable comprometerse, en nombre de la salud y de la felicidad buscada, a
no hacer números si no es para decidir.
• Agredir emocionalmente las propias decisiones.
Esto sucede cuando lanzamos todo nuestro disgusto por
estar en un lugar cumpliendo un horario, cuando “hacemos
fuerza” por no estar allí, luego de que conscientemente decidimos que, aunque deseemos hacer otras cosas, vale la pena dejarlas para después y permanecer en el puesto de trabajo. Si
decidimos, si nos conviene estar en un lugar, si no hay motivos suficientes para cambiar nuestra elección, toda fuerza en contrario es inútil y
perturbadora. Debemos evitar o reducir los desajustes entre
distintas partes de nosotros; armonizarnos.
• “Empujar” los hechos externos con el sentimiento.
Todo lo que queramos cambiar en el mundo debemos lograrlo con nuestra acción. El sentimiento debe empujarnos interiormente para movernos a actuar; pero no puede salir de nosotros
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para empujar los sucesos. Y todo intento de algo que no se puede es
sufrimiento.
• Confundir rápido con apurado.
Cuando hay una urgencia se requiere rapidez, y ésta es una
manera de ejecutar las cosas. No hay que dejar que la rapidez en
la ejecución se traduzca en una aceleración de la emoción. No hace
falta estar apurado, nervioso, angustiado; más aun, en ese estado
obstruiremos nuestras capacidades y perderemos eficiencia y rapidez. La rapidez no se logra empujándose a sí mismo con el sentimiento, sino más bien desobstruyendo la acción, tanto en lo físico como en lo mental. Es necesario impedir la entrada de obstrucciones emocionales o mentales, como, por ejemplo, la de
ponerse a medir si llegamos a tiempo o tarde, a calcular “qué pasará” o a angustiarse por la situación y sus posibles derivaciones. Si en nuestra mente sólo existe lo que estamos haciendo, esto
se hará más rápido y mejor, nos libraremos de todas las variantes del sentimiento de espera y podremos sentirnos bien aun en
medio de la vorágine de las complicaciones externas.
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• Enumerar males sin ninguna referencia a soluciones.
El que piensa en los hechos indeseables que ocurrieron,
ocurren u ocurrirán, en las malas personas y sus malas acciones, y en todo lo que “no debería” estar en el mundo; pero no
se dedica ni por un instante a buscarle solución, en realidad
está apegado al mal, ya sea porque no pudo encontrar la vía para
vivir bien y eligió el cómodo camino de sentirse víctima sin la
menor aspiración a dejar de serlo, o bien exagera la dimensión
y presencia del mal para luego hacer cosas “malas” sin ser culpado; y
no faltará quien pinte a todos como “malos” para aparecer como
bueno por simple contraste, sin más mérito que el de hablar. La
concentración en los males no hace más que contaminar, envenenar
nuestras emociones, incapacitarnos para los sentimientos superiores y hasta para la simple tranquilidad. Para transitar por el
camino de una vida sana en todo sentido, nunca nuestro enfoque mental a lo malo debe tener otro fin que la prevención o la
solución.
• Proseguir discusiones desagradables en la imaginación.
Esto tendría sentido hasta cierto punto si fuera para preparar respuestas en caso de tratarse de discusiones posibles. Si
no es así, hay que cambiar de carril y decirse “ya me fui de ese
camino”.
• Intentar eliminar la incertidumbre “abrazando” un hecho futuro y “trayéndolo” al presente.
Esto es imposible. Sólo podemos producir los hechos, y con
nuestro trabajo presente, a la velocidad que las circunstancias
permitan. Si hay cierta incertidumbre sobre “qué ocurrirá”,
aprendamos a convivir con ella sin prestarle demasiada atención,
como a todo lo inevitable. Sólo tiene utilidad concentrarnos en
lo que hacemos.
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• Lamentarse, enfurecerse, impacientarse, perturbarse por lo que no se puede
ya mismo.
• Imaginar la realidad como “podría haber sido” y sufrir porque no fue o no
es así.
• Aburrirse.
Ser consciente de que se está en una situación indeseable o
insulsa y mantener todo igual, sin cambios externos, que a veces no son posibles, ni internos, que siempre lo son.
• “Suspender la vida”, con todos sus buenos momentos y actividades posibles,
hasta cuando comience una circunstancia deseada.
“Estar pendiente”, aferrarse a lo que aún no existe; no
sentir nada respecto al presente, y sólo sentir respecto a algo
que puede llegar o no, y que en caso de no llegar nos desgarraría interiormente. La culpa de semejante desastre sería exclusivamente nuestra, por habernos “colgado” de algo que corría
peligro de esfumarse.
Estos son en líneas generales los carriles por los que nuestra mente se encaminaría a una catástrofe.
Ahora bien, si los llamados “ratos libres” no pueden ser
ocupados por esas actividades nocivas, y la mente (como la
locomotora del ejemplo que no podía detenerse) no puede
permanecer en silencio, ¿Qué pensamos, qué hacemos en todo
ese tempo libre?
La solución, que precisamente nos preservará como un antídoto contra la entrada del pensamiento en carriles nocivos,
consiste en tener siempre a mano actividades constructivas o inofensivas,
para iniciarlas ni bien dejemos atrás los momentos ocupados
física o intelectualmente por nuestras tareas.
Como en los tiempos en que la mejor defensa ante los sujetos peligrosos era llevar un arma lista para “salir”, teniendo
actividades sanas a las que echar mano antes de que se nos vengan
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encima las nocivas mantendremos la salud de nuestra mente.
Esto no significa que debamos “cargar” la totalidad de
nuestro tiempo con pesadas tareas que lo conviertan en “tiempo indeseable”. El entretenimiento no evasivo, el descanso, el
no pensar en nada ni perseguir nada, entran en el área de las
actividades sanas. Si luego de ocupar la mente en tareas o estudios necesitamos “no hacer nada” por un rato, eso será sano y
reconfortante, teniendo en cuenta que no existe en realidad ese
“no hacer nada”: la mente no pasa mucho tiempo sin volver a
arrojarse sobre algún tema; y en ese caso deberemos vigilarla
para impedirle cualquier ingreso a un carril nocivo. Pero ¿hacia
dónde será aceptable encarrilarla?
Hay infinidad de actividades constructivas o, por lo menos, inocuas. Muchas veces, el descanso o el entretenimiento
son lo más constructivo o re-constructivo; porque limpian
nuestras facultades, dándonos un poder tal vez no alcanzable
por la vía del pensar.
Si cuando no tenemos algo específico que hacer en lo que
llamamos “tareas”, disponemos siempre de material de estudio,
de contacto con obras de arte o de medios de entretenimiento
(que no es una actividad inútil cuando evita la entrada en nuestro ámbito mental de los “verdaderos enemigos”), o estamos
dispuestos a observarnos a nosotros mismos o al mundo que
nos rodea, generaremos en nosotros la costumbre de “vivir
bien”, y eso será el mejor anticuerpo ante cualquier pensamiento estresante o destructivo.
“Vivir bien” puede entenderse en dos sentidos:
1: Habitar en medio de buenas circunstancias.
2: Sentir, pensar, elegir y actuar bien.
Ambas maneras de entender el concepto son verdaderas y
complementarias; pero el propio estado interior, la propia determinación, es la base indispensable.
Las circunstancias “buenas” pueden agregar algo si existe
algo sobre lo cual agregarlo.
No hay bienestar por las circunstancias en las personas incapaces de sentir, pensar o elegir bien.
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De modo que si queremos vivir bien empecemos a hacerlo
ya.
Tal vez deseemos hechos y circunstancias que sólo se
plasmarán más adelante; pero “vivir bien” es ante todo y fundamentalmente un modo de actuar, y secundaria, anexamente, vivir en
medio de circunstancias deseables. Si deseamos determinadas
circunstancias, trabajemos ahora por ellas. Eso será ya vivir bien.
Si nuestro trabajo dará fruto dentro de cierto tiempo, no pasemos
ese tiempo esperando, porque eso es vivir mal en el sentido fundamental de la palabra: pasemos ese tiempo viviendo. Aprovechémoslo;
porque cada segundo es una parte irrecuperable del tiempo de
que disponemos en este mundo.
El ideal de vivir bien requiere que nos dediquemos a vivir
bien. No hay otro camino.
Para saber si estamos cumpliendo con esto que tanto queremos o decimos querer, es necesario que, en cada ocasión en
que sintamos que “algo” no coincide con lo que suponemos
nuestra vida soñada, nos preguntemos “¿estoy viviendo bien
este momento?”.
Esta debe ser una y otra vez nuestra pregunta testigo. Y si
nos respondemos que no, corrijamos la situación inmediatamente, no cuando alcancemos tal o cual circunstancia, sino ya; porque vivir bien es un modo de actuar, y para eso no necesitamos
ningún plazo ni ninguna condición exterior.
Se sobreentiende, si somos fieles de verdad a lo que dijimos, que vivir bien es hacer, pensar, elegir, sentir lo mejor posible en las circunstancias en que se esté.
Podemos permitirnos desear cosas que hoy no tenemos,
porque eso no nos impide vivir bien. Pero no podemos permitirnos vivir esperándolas, porque eso es una acción interna
(dependiente hoy y siempre de nosotros) que quiebra frontal y
básicamente la acción de vivir bien.
De modo que, cuando estemos construyendo el futuro deseado, cuando estemos aprendiendo, “no haciendo nada” o
entreteniéndonos (no para “matar el tiempo” sino para disfrutar de lo que hacemos), dediquémonos a vivir, y hagámoslo, como
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naturalmente se hace todo aquello en lo que se pone dedicación, lo mejor posible.
Si no lo hacemos, y nuestra vida se convierte en una vida
indeseable, será una falla nuestra (aunque siempre reparable) y
no habrá ninguna culpa que echarle al mundo.
Vivir bien consiste en estar haciendo en todo momento
algo que elegimos hacer.
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¿Qué hacer con los defectos ajenos?
Una obra de Jean Paul Sartre lleva por título “El infierno
son los otros”, sugiriendo que la mayor parte de nuestros disgustos no son provocados por el mundo ni por las cosas, sino
por el contacto con el resto de la gente.
Hay en ese resto de la gente quienes tienen defectos similares a los nuestros, pero en ellos los aceptamos mucho menos,
y hay quienes van mucho más allá, mostrando actitudes y conductas que detonan nuestra más incontrolable repugnancia.
Quien procure la no-infelicidad no puede pasar por alto
este tema, ya que se trata de un grueso caudal de molestias generado por un factor que no depende de nosotros, o depende
en una ínfima medida.
Por un lado, los defectos ajenos nos provocan un estado
interior que de por sí es un mal. Por otro, ese malestar empeora nuestro modo de relacionarnos con la gente, y produce más
y más efectos indeseados cuando ella recibe de nosotros un
trato nada aproximado a lo ideal o conveniente.
En esta área también será extremadamente difícil tener
control sobre nuestras emociones; pero tal vez no lo sea tanto
esclarecernos las ideas y el modo de mirar a toda la gente que
no es como nos gustaría que fuese.
En primer lugar, reiterémonos la imposición de no presuponer que las cosas, y las personas, van a ser en todos los casos
como tendríamos ganas. Más bien estemos convencidos de que
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en cualquier momento alguien hará algo que nos caerá mal.
¿Qué ocurrirá entonces?
Hay varias posibilidades, algunas más graves que otras, que
debemos desterrar:
1) Atormentarnos pasivamente (“tragarnos” el disgusto).
2) Lanzar un “mazazo” emocional contra la persona o, en el
mejor de los casos, contra su defecto, con la intención de que
ella reciba concientemente nuestro golpe. No pocas veces este
impulso se traslada a una agresión física.
3) Perturbarnos emocionalmente, de modo que ni aun intentando ser imparciales en el trato nuestra alteración deje de percibirse (con la inevitable consecuencia del empeoramiento de
las relaciones).
4) “Emitir antipatía”. Versión atenuada, pero no menos dañina,
del caso anterior.
¿Qué nos queda entonces? Nos queda la posibilidad más
difícil, que debemos generar y modelar con esfuerzo, porque
sólo en los santos existe espontáneamente: comprender que el
otro no tiene por qué ser perfecto hoy, y ni siquiera tiene que ser
tan bueno como nosotros (incluso habrá seres mejores que
nosotros que nos caerán mal porque no los comprenderemos).
Con las personas, como con los sucesos, corremos el riesgo de vivir envueltos en una fantasía optimista, en la cual presuponemos que todo va a ocurrir como tenemos ganas de que
ocurra. La consecuencia de esto es que luego nos parece un
golpe, una “mala noticia”, el descubrimiento de que las cosas
no eran así.
No es que haya habido una “mala noticia”: hubo una mala
evaluación, una mala imagen de cómo era la realidad.
Nuestros deseos deben cumplir la función de actuar sobre la
realidad exterior para mejorarla, y no la de actuar sobre nuestra re92
presentación interna para “satisfacernos” con la creencia de que se
convertirán indefectiblemente en realidad.
Sólo así evitaremos el sufrimiento del que exige demasiado al
mundo exterior y luego vive “descubriendo” que éste no obedece a sus deseos.
Si habitamos la realidad convencidos de que ésta no coincide
ni está obligada a coincidir con nuestros deseos, nos libraremos de
enormes disgustos y repugnancias.
Si sabemos que todos los seres están el algún punto del tránsito desde la absoluta inconciencia hasta la absoluta conciencia,
ningún acto humano nos producirá más conmoción que ver
que los objetos producen sombra o caen hacia abajo.
Cada vez que se presenta en nuestra existencia el trato con
otra persona cabe la posibilidad de que ésta revele características
que no nos gusten.
No debemos tomar el hecho de que no nos gusten como
un mal en sí mismo ni tampoco como un defecto nuestro: aspirar a que existan belleza, justicia y sabiduría en todos los seres puede ser una virtud; pero es un defecto no estar preparados
para encontrarnos con otra cosa, es un defecto exigir inmediatamente lo que sólo puede ocurrir a largo plazo y tal vez ni tengamos derecho a exigir.
Suele decirse que es injusto exigir a los demás más de lo
que nos exigimos a nosotros mismos. Esto debe extenderse:
también es injusto exigirles lo mismo, y hasta puede ser injusto
exigirles menos. Por la sencilla razón de que nosotros estamos en
nuestras propias manos, nosotros nos pertenecemos, y los demás no nos
pertenecen.
Los demás están obligados con la sociedad en general en la
medida en que lo exijan las leyes, y con nosotros en particular
en la medida en que se comprometan voluntariamente.
Podemos exigirle a otro que no robe, que no fume donde
está prohibido, que pague lo que le entregamos o que entregue
lo que le pagamos. No podemos exigirle que tenga linda cara y
sentimientos nobles, que ame lo mismo que nosotros amamos,
que sea sabio ni que actúe virtuosamente ante cada circunstan93
cia.
Si alguna creencia metafísica nos dice que todo ser tiene
obligaciones para consigo mismo, para con Dios o para con el
universo, esto no significa necesariamente que seamos nosotros los
encargados de hacérselas cumplir.
Como las faltas para con la sociedad las juzgan jueces designados de acuerdo a la ley, las faltas para con el orden cósmico serán tratadas por otras fuerzas, naturales o sobrenaturales,
que nadie puso en ningún momento bajo nuestra jurisdicción.
Esta idea puede hacer que nos preguntemos ¿Pero... realmente no tenemos nada que ver? No estaremos eludiendo alguna responsabilidad si dejamos que el mal avance libre y alegremente?
La respuesta es que por supuesto tenemos algo que ver y que
hacer. Nuestra respuesta ante “lo malo” debe ser la del guerrero
que cuida una frontera y rechaza una invasión; pero nunca la
del invasor que se mete en terreno ajeno a modificar la vida del
vecino de acuerdo al ideal propio; ni siquiera cuando estemos
totalmente seguros de que nuestro ideal es mejor que el suyo.
Nuestra actitud ante los defectos ajenos debe centrarse en
no asociarnos con ellos, no ayudarlos a crecer, no permitirles que
avancen sobre nuestros derechos particulares o sociales, en dar
un ejemplo distinto (aunque “el otro” no se interese en mirarlo),
exponer nuestras ideas (ante quien esté dispuesto a escucharlas), y todo lo que signifique actuar bien nosotros; pero nunca invadir ni violentar a otra persona para extirparle sus defectos;
aunque estemos convencidos de que nosotros la manejaríamos
mejor de lo que se maneja ella misma. Todo esto porque cada
uno se pertenece a sí mismo, y su vida está librada a su propia capacidad.
Tal vez contribuyamos al bien del otro si aumentamos su capacidad; pero no como quien repara una máquina, sino como
quien facilita un alimento para que el otro lo tome por su propia decisión.
Como existe la soberanía de las naciones, existe la soberanía de los individuos, y debemos actuar con ésta como con
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aquélla: es bueno defender las propias fronteras ante posibles
abusos; es bueno enviar visitantes, emisarios o asesores a quien
nos lo solicite o esté dispuesto a recibirlos; no es bueno invadir
a otro con vista a nuestro bien y ni siquiera suponiendo que le
haríamos un bien a él; no es bueno sufrir porque el país de al
lado tenga otras costumbres, otras creencias, otro modo de
tomarse la vida, siempre que no pase a nuestro territorio lo que
no queramos dejar pasar.
Nuestro tan comentado ideal de no esperar incluye no esperar acciones ni actitudes de las personas.
Podemos convivir con las personas “defectuosas” sin alentar sus defectos y sin pretender borrarlos de inmediato. Estando atentos
para que no nos tomen desprevenidos los intentos de abuso ni los
actos repulsivos de otras personas.
En síntesis, presenciar el espectáculo de los defectos ajenos sin disgustarnos, sin creer que se trata de un error del plan cósmico.
Y si no pudiéramos evitar cierta perturbación emocional
(que siempre nace de esperar otra cosa), evitemos la perturbación de nuestro pensamiento o de nuestra respuesta ante el
caso.
Nuestros dos ideales más frecuentes, el de ser felices y el de
hacer un mundo mejor, se verán igualmente fortalecidos si ante
cualquier conducta humana permanecemos en estado de serenidad, de limpieza emocional, de satisfacción por la simple adhesión interna a lo que sentimos como bueno, de amor a la
vida y de aspiración al bien, la verdad y la belleza. Esto no nos
impedirá responder con firmeza ante toda incursión del mal en
el territorio a nuestro cuidado. Más aun: nos permitirá combatir al mal sin alimentarlo ni multiplicarlo con ningún tipo de desorden aportado por nosotros mismos.
Todo esto nos permitirá actuar contra los males y no contra
las personas que momentáneamente (y a causa de que su experiencia no les mostró bienes mayores) los llevan a cabo.
Cualquier oscuridad, negligencia o violencia que haya en
un alma humana terminará resolviéndose mediante el contacto con
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la realidad, que a la fuerza acaba enseñando todo lo que hace
falta aprender.
Respecto a los defectos de otro, nosotros somos sólo una
parte de la realidad. Podemos contribuir a que alguien supere sus
deficiencias si damos la respuesta adecuada cuando ese alguien se
relacione con nosotros. Esta respuesta no podemos eludirla
porque una respuesta inadecuada alimentaría el crecimiento del mal.
Pero aun actuando del mejor modo, sepamos que somos sólo
una parte de esa realidad que le enseñará en quién sabe cuánto tiempo.
De modo que no hay ningún motivo serio para que, en caso de
que alguien “malo” se cruce en nuestro camino y siga siendo
tan malo como antes de cruzarse, suframos como si hubiera
habido un terrible error de Dios, y como si nosotros no hubiéramos podido corregir eso en lo que Dios falló.
Si nos atormentan los defectos ajenos, es en general por
dos razones:
1) Pedimos demasiado a la realidad y a la gente, pretendiendo
vivir rodeados de belleza y virtud al 100%.
2) No respondimos del modo adecuado ante los defectos ajenos,
por falta de preparación, reflexión o autocontrol.
Ya se trate de una como de la otra razón, la responsabilidad de resolver la situación es nuestra. Y la única solución será
ser mejores nosotros.
Cada vez que nos encontremos con alguien que nos disgusta repitámonos lo que ya comprendimos o creímos comprender: la ignorancia, la oscuridad de la conciencia, es un componente
básico, una “regla de juego” de este universo. Es un trasfondo que
genera sufrimiento y con él la aspiración a trascenderlo; pero
no es una monstruosidad, un error cósmico que deba odiarse, más
aun cuando nosotros mismos somos una determinada combinación de luz y oscuridad. Y si otro ser se nos aparece como
“peor”, es sólo porque eliminó menos oscuridad que nosotros,
y la causa de sus defectos es algo de lo que tal vez nos libramos
un poco más que él pero no está ausente en nuestro interior: la
ignorancia el “velo” metafísico presente el la diagramación ini96
cial del universo.
De la oscuridad inicial surge el impulso a la vida, de ahí los
instintos y después la inteligencia. Es perfectamente natural
que los instintos, al chocar contra la realidad, generen impulsos
destructivos o indeseables. También es natural que los instintos
y aspiraciones individuales no encajen ni armonicen desde el
primer paso con el invento humano de la civilización. Aunque la
civilización ofrezca mejores posibilidades de vida que los impulsos irreflexivos y egoístas, eso debe ser aprendido, a veces
muy lentamente, por cada alma humana.
La civilización es un nuevo modo de encarar la vida (nunca olvidemos lo de nuevo), una vanguardia creada no sin esfuerzos ni
errores por el espíritu humano en su búsqueda de felicidad.
Es un error catalogar a la vida civilizada como “normal”, y
a quien no la practica bien como “anormal” o “degenerado”.
La civilización es un paso adelante, un terreno recientemente abierto al que poco a poco vamos adaptando nuestra manera de andar.
El que lo haga menos virtuosamente que nosotros no es
un “monstruo”, no es una falla de la naturaleza que si no media
nuestra intervención destruirá al universo como en las historietas: es ni más ni menos que un ser de nuestra misma naturaleza
que por el momento no acertó en su modo de encarar la vida, y
tal vez no tenga problemas con “la vida” en sí, sino con la vida
civilizada, que alguien inventó antes de que él naciera y ahora lo
obliga a formar parte de ella.
Incluso es conveniente, cada vez que alguien nos disgusta,
preguntarnos si ese alguien es verdaderamente “peor” o si sólo
ocurre que camina con otro estilo, y tal vez tengamos algo que
aprender de él.
Tal vez cada defecto humano deba ser un incentivo para
reflexionar sobre sus causas, de modo que comprendamos mejor el
mundo interior del hombre, incluyendo sus conflictos, y extraigamos provechosas consecuencias para nuestra vida individual
y social.
Todo esto, o su síntesis, su espíritu, su sentimiento, debe
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encenderse en nosotros y transformarse en un estado de ánimo
cuando aparezca alguien cuya cara no nos guste o cuyos actos
nos repugnen.
Tal vez esa repugnancia sea una virtud, un indicador de
que percibimos el verdadero bien e identificamos de inmediato toda
discordancia con él. Pero nuestra respuesta ante “lo malo” no
debe ser motorizada por nuestra repugnancia, sino por nuestra
comprensión, nuestra aspiración al bien y nuestra intención de
hacer un mundo mejor, objetivo que sólo lograremos educando
sin violentar el alma ajena. ¿Y por qué no sin violentar la nuestra?
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¿Con qué llenamos nuestra vida?
Desde que empezamos a mirar nuestros sentimientos y
nuestra existencia, o aun sin siquiera mirarlos, nos encontramos aspirando a “algo” que no sabemos bien de qué podría
tratarse; pero presentimos que calmará esa permanente sensación de “vida incompleta”, de que “nos falta algo”, de que debemos y necesitamos “vivir mejor”, de que no estamos viviendo todo lo “bien” que podríamos vivir ni siendo todo lo felices
que podríamos ser.
Esto ha llenado miles de páginas y otras tantas horas de
ocupación mental de los hombres en busca de “eso” que alguna vez comenzamos a llamar felicidad.
Además de “eso” desconocido a que aspira nuestra igualmente desconocida naturaleza esencial, existen los requerimientos más evidentes de nuestra naturaleza biológica: alimento, morada, seguridad, contacto sexual, salud, comodidad, etc.
Esto último conforma buena parte de lo necesario o deseable,
y para algunos aparece como la totalidad de lo que se necesita,
por lo que buscan en ello la satisfacción absoluta.
Dejando de lado la polémica entre una y otra concepción
de la vida, queda presente una situación de deseo insatisfecho que,
nadie puede negarlo, se yergue como la gran protagonista de
nuestra existencia.
Esto nos lleva a un punto fundamental cuando nos planteamos vivir bien: la necesidad de aclararnos a nosotros mismos
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a qué dedicamos nuestro tiempo, que es lo mismo que decir a qué
dedicamos nuestra vida, a qué nos dedicamos.
De eso, de a qué nos dediquemos, dependerá en su mayor
medida, si no la felicidad absoluta, la diferencia entre vivir bien y
vivir mal.
Es evidente que, pensándolo o no, e incluso antes de la
edad de pensar, nos dedicamos básicamente a intentar satisfacer
deseos.
De modo que, antes de poseer imaginación para complicarla más, llenamos nuestra vida con tres actividades: 1) luchar
por lo deseado, 2) tomar lo deseado y 3) descansar de las dos primeras
ocupaciones.
Después, las capacidades de nuestra mente, y nuestra creciente interrelación con la sociedad, van agregando otras posibilidades, unas que mejoran la vida y otras que la empeoran.
Allí, cuando poseemos capacidad para “algo más” que la
vida de los animales o la de los niños, aparece la posibilidad de
arruinarnos la vida o de tomarla en nuestras manos para ordenarla y,
aun sin alcanzar la felicidad absoluta, vivir mejor de lo que viviríamos siendo descuidados; vivir una vida de la que podamos
estar satisfechos como de una excelente obra. Porque nuestra
vida es nuestra obra, y no obra de la suerte, de la sociedad ni de
otros factores a los que suelen culpar quienes no toman su vida en
sus manos.
A medida que crecemos, lo deseado, que al principio se limitaba a alimento y afecto, va cobrando mayor variedad y extensión por obra de nuestro conocimiento, de nuestra imaginación
y de las costumbres de la sociedad que nos tocó habitar. Y se
extiende a tal punto que buena parte de ello es directamente
inalcanzable, otra es alcanzable sólo a largo plazo, otra es deseada pero en caso de alcanzarla descubriríamos que no nos
sirve ni nos satisface. En líneas generales, lo deseado resulta más
fácil de imaginar que de obtener.
Además, lo deseado tiene un precio, y no siempre estamos
tan dispuestos a pagarlo como creemos.
De modo que como lo deseado se volvió más complejo,
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porque ya no se reduce a alimento y afecto, como nosotros mismos nos volvimos más complejos al desarrollar más facultades,
y como para colmo se complicó el modo de alcanzarlo, porque
ya no somos provistos por los adultos, tarde o temprano nos
encontramos con que nuestra vida ya no se reduce a las tres actividades básicas de requerir, tomar y descansar.
Nuestra vida pasó a estar llena de otras funciones y ocupaciones, algunas de las cuales son tan espontáneas y naturales
como respirar, otras existirán sólo si nosotros lo decidimos y
otras constituyen directamente malas costumbres, que arruinarán
nuestra vida si no las eliminamos, si no las reemplazamos por
algo mejor a que dedicarnos.
Si reiteradamente nos autoobservamos y preguntamos “¿a
qué estoy dedicando este momento?”, nos encontraremos con
que nuestra vida se “compone” de las siguientes actividades,
cuya lista podría más o menos modificarse y describir con mayor detalle:
Actividad satisfactoria:
Es lo “lindo”, lo buscado, lo que a primera vista desearíamos que llenara toda nuestra vida.
En este punto debemos cuidarnos de la relatividad de lo
“lindo” y lo “feo”: si la totalidad de nuestro tiempo estuviera
llena de lo deseado, habría dos posibilidades: 1) que sea siempre
igual y nos aburramos, o 2) que con el tiempo descubramos
que unos momentos son más agradables que otros, y terminemos exactamente como ahora: considerando que una parte de
nuestra existencia es deseada y otra indeseada. Esto último les
sucede de verdad a las personas que, por su poder adquisitivo u
otros factores, viven la vida que muchas otras quisieran vivir.
Esto puede llevarnos a la madura actitud de no esperar demasiado de las circunstancias; porque “la felicidad no es de este mundo”.
Actividad satisfactoria es lo que hacemos ni más ni menos
que porque nos gusta, sin ningún tipo de finalidad más allá del
hecho de hacerla. Es lo que más íntima y sinceramente queremos
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hacer.
En este terreno, si queremos vivir bien, debemos saber que
más de una actividad satisfactoria, aunque la tomemos como
un fin en sí, suele traer consecuencias, algunas de las cuales son
lisa y llanamente un empeoramiento de la vida.
Otro problema al respecto son los posibles “cambios de
gustos” que podemos experimentar con el tiempo.
En síntesis, lo ideal es disfrutar de la vida sin dejar de prestar
atención.
Actividad consuelo:
Es lo que hacemos para reemplazar a la actividad satisfactoria cuando no está a nuestro alcance.
A veces una actividad satisfactoria es usada como consuelo ante la carencia de otra más deseada (por ejemplo: comer
para suplir la falta de afecto o de entretenimiento, observar en
cine o televisión los lugares que se quiere pero no se puede
recorrer).
Excepto como medio conscientemente asumido de reducir una tensión peligrosa, la actividad consuelo es siempre nociva, es un autoengaño que nos lleva a creer que queremos lo que
no queremos, o bien nos impide trabajar por nuestras convicciones íntimas y reales. Reduce la intensidad de nuestra vida y nos
lleva, en el menos grave de los casos, a perder tiempo.
Una vida muy ocupada por la actividad consuelo no es una
vida bien vivida.
Lo más sano es reconocer y dejar la actividad consuelo por
otras ocupaciones a primera vista menos agradables pero más
provechosas para que a la larga nuestra vida sea mejor.
La actividad consuelo nos debilita. Y la debilidad es la mayor
causa de la infelicidad.
Trabajo:
Es todo lo que hacemos sobre el mundo exterior (las circunstancias) para lograr lo deseable o evitar lo indeseable. Tra102
bajar para lograr lo deseable (ejemplo: cocinar, ganar dinero)
suele gustar más que hacerlo para evitar lo indeseable (ejemplo:
lavar los platos, prevenir el peligro, deshacerse de la basura).
Si no se es consciente de para qué se lo realiza, el trabajo
puede pasar a la función de actividad consuelo.
Puede transformarse en una actividad satisfactoria si se lo integra con la siguiente ocupación:
Actividad superadora:
También puede llamarse “trabajo interior” o “espiritual”;
pero todo nombre le queda pequeño. Es lo que hace el hombre
consigo mismo a fin de superarse, de transmutarse en un ser superior al que es actualmente.
El hombre puede encararlo mucho, poco o nada, siendo
en el último caso mejorado a golpes por el orden cósmico.
Hay, por supuesto, muchas y muy distintas concepciones
sobre en qué consiste superarse o ser mejor. Cada uno puede
tomar como actividad superadora distintas acciones y con distintas finalidades. Lo importante es en que en todos los casos hay
una sensación íntima e indubitable de que uno está luchando,
cumpliendo, superándose.
La actividad superadora a veces es dolorosa y a veces satisfactoria, según nuestro estado interior y, fundamentalmente,
nuestro discernimiento o facultad de elegir lo verdaderamente
bueno.
Sin actividad superadora, una vida puede ser medianamente agradable; pero sería una vida biológica, no una vida humana
El estudio, la adquisición de conocimiento, es un modo de
realizar las actividades ya consideradas: puede constituir una
actividad satisfactoria, una actividad superadora, ser parte del trabajo o, en ocasiones, una evasión o actividad consuelo.
Planificación:
Es más o menos lo mismo que el trabajo. Sólo que consiste en detenerse a mirar, elegir, calcular y decidirse a actuar. Puede
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haber planificación tanto en el trabajo sobre el mundo como
en el trabajo sobre uno mismo.
La planificación es provechosa, mientras no se la utilice
como actividad consuelo o excusa para postergar el trabajo; o
mientras no dé como resultado planes equivocados y perjudiciales.
Hay planificación sana, tendiente a lograr realmente objetivos beneficiosos, y planificación fantasiosa o enfermiza, tendiente
a suplantar la acción o a “dibujar” una realidad irreal, en la que
las cosas sean más fáciles que en la realidad que vivimos.
Descanso:
Es el momento en que detenemos todo lo otro porque estamos agotados.
Consiste en dormir o en estar despiertos sin proponernos
otra cosa que recuperarnos, rearmonizarnos, reequilibrarnos.
Cuando dormimos demasiado, cuando permanecemos
demasiado inactivos pretextando un “cansancio” inconcebible
en relación a lo que realmente trabajamos, podemos estar disfrazando de descanso una parálisis o retroceso por miedo, o una
excesiva indecisión por no tener claro qué queremos de la vida.
Allí debemos iniciar la actividad superadora en sus formas de reflexión y autoexigencia.
Degustación del futuro presunto:
Podría tratarse como una actividad consuelo; pero el sujeto no dispuso iniciar esta actividad. Más bien se inicia sola
mientras el sujeto permanece pasivo.
Puede ser una forma de descanso o de automotivación al
trabajo; pero la gran mayoría de las veces es una insana suplantación de la vida real por otra que parece mejor pero no existe.
Al tratar el tema del futuro presunto observamos cómo vivimos imaginando el porvenir en sintonía con nuestra inclinación a disfrutar mucho y esforzarnos poco.
Esa tendencia a reducir el esfuerzo, cuando es muy acen104
tuada y se suma a la tendencia a no observar la realidad, puede
determinar que en vez de vivir una vida de buena calidad, llena de
actividad satisfactoria, trabajo y superación, vivamos una vida
pobre, ocupada en gran parte de su extensión por sueños que no
se concretan, por un placer engañoso y, si somos sinceros y
capaces de juzgarlo, escasísimo, sumamente tenue, ya que no nace
del contacto con algo real.
Si “paladeamos” un porvenir imposible, arruinaremos
nuestra vida presente y futura. Si paladeamos un porvenir posible, corremos el riesgo de no concretarlo, precisamente por
preferir su “degustación” a su construcción.
Trabajar, o enfrentarse con la realidad, parece a primera
vista menos agradable que “degustar el futuro”; pero tiene dos
enormes ventajas: 1) hace que lo soñado se concrete, que podamos más adelante degustar la realidad y experimentar una satisfacción sana, y 2) nos transforma (actividad superadora) en seres
íntegros, no fantasiosos ni huidizos; nos genera fortaleza interior, que, como siempre se dijo, es la base real de la felicidad.
Fantaseo:
Es similar a la degustación del futuro presunto; pero va
mucho más allá, porque el sujeto paladea “hechos” que ni siquiera él mismo presume que ocurrirán; incluso puede paladear
algún acontecimiento “que tal vez hubiera pasado”, o divagar
pensando “qué haría si yo fuera tal o cual persona” o “si la vida
fuera de tal o cual manera”.
Cuando esto ocurre muy ligeramente, puede ser una forma
de descanso reparador, como los sueños, o incluso un modo de
descubrir qué queremos; pero si invade gran parte de nuestro
tiempo habrá sido a costa de arrastrar y desalojar lo provechoso y sano que puede haber en el pensamiento.
Otra forma de fantaseo es imaginar no ya lo que uno haría,
sino lo que cree que está ocurriendo fuera de su alcance físico (en
otro lugar) o mental (en la vida interior de otra persona), sin
que se trate de hechos experimentados sino de simples “cons105
trucciones” según la propia inclinación interna (inclinación a
disfrutar, a sufrir, a disputar, etc.), donde un ser humano cree
que ocurre realmente algo que no tiene nada que ver con la realidad
real ni hay motivos más o menos serios para creer que ocurra.
Debemos “barrer” el fantaseo y la degustación del futuro
(aquí corresponde aclarar que el futuro siempre es presunto, por
más previsible que sea, y su degustación es inútil en todos los
casos) mediante la siguiente autoobservación: ¿Por qué tengo
en la cabeza lo que tengo en este momento? ¿Y para qué sirve?
Lamentación:
Consiste en contarle a los demás cada hecho indeseable
que nos ocurra o cada cosa fea que pase en el mundo (por supuesto sin la menor aspiración a solucionarlos); incluso puede
extenderse a lo que no son hechos sino sensaciones, como “estoy cansado”, “me siento triste”, “no aguanto más”, etc., etc.
Considerando que siempre es una comunicación (a otra
persona o a Dios), puede tratarse de un medio de atraer la
atención ajena, de buscar a alguien que lo acompañe a uno en
su malestar. O sea una forma de buscar consuelo, de recibir lástima o afecto no obtenido por otro medio.
Nunca es una solución a los problemas que se viven, y lo
que se espera de los demás se está intentando por medios desleales e irrespetuosos, que en realidad terminan espantando a la gente que en algún momento estuvo cerca del lamentador.
No se debe confundir lamentación con reclamo ni con denuncia, que constituyen un trabajo sobre el entorno social con la
sana intención de mejorarlo.
Descarga de tensión:
Al igual que la lamentación, es una evidencia de incapacidad para el silencio interior cuando las circunstancias son adversas. Incluso el mismo sentimiento de que las circunstancias son
adversas revela un exceso de deseo, un esperar demasiado del
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mundo, un ser perturbado por la propia opinión.
El esperar demasiado, o la incertidumbre más o menos fundamentada, generan tensión; y la tensión tiende a descargarse.
La solución ideal es no cargarse de tensión. Pero como esto
requiere un altísimo nivel de sabiduría y pureza, a la gran mayoría de los humanos nos conviene identificar y practicar modos sanos y sinceros (no disfrazados) de descargar la tensión, el
más evidente de los cuales es el ejercicio físico.
Los modos insanos y engañosos son el comer innecesariamente, el agredir a los demás, el rezongar por todo lo indeseable (prestándole mucha más atención que la necesaria), el buscar peleas verbales o físicas, el conducir a excesiva velocidad, y
no pocas actividades que vistas superficialmente parecerían
diversiones o placeres.
Tampoco faltan las descargas de tensión sin intervención propia, como presenciar (y a menudo esperar) hechos violentos, o
desear y hasta invocar daños a personas odiadas, ya que el odio
es en sí una forma de tensión.
Autopreservación interna:
Como en el rubro “trabajo” existen la acción en busca de
lo deseado y la acción para evitar lo indeseado, en el trabajo
interior existe la acción hacia la superación o el cambio (actividad superadora) y otra acción de tipo defensivo, conservador,
que no es descanso porque consiste en una acción, ni es actividad superadora porque no transmuta, sólo defiende. Podría
compararse con el trabajo externo de preparar las condiciones para
el descanso, sin las cuales (silencio, oscuridad, seguridad), el descanso no sería posible.
Es el equivalente individual a la función del Estado de
“preservar el orden”, evitando que las diferencias entre los individuos causen muertes o daños irreparables, sin por ello querer significar que el orden actual sea perfecto ni pretender inmovilizarlo eternamente. Sólo preserva las fuerzas de la sociedad,
para que éstas, gracias a esa posibilidad de existir, se dediquen a
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modificar constructivamente la sociedad.
Así también, la autopreservación interna detiene los conflictos interiores cuando éstos causan demasiado tumulto y hacen
peligrar la integridad psicológica, cuando el conflicto puede
provocar más destrucción que superación.
Actúa cuando el trabajo interior o exterior nos agobia y
nos incapacita para seguir siendo dueños de lo que hacemos
(tal como los dispositivos que apagan una máquina cuando está
demasiado caliente). Es una forma de decir “no puedo más”;
pero no como una lamentación ni como una rendición, sino
como una orden a las potencias interiores para que “desensillen
hasta que aclare”, para que repongan fuerzas y hagan un reconocimiento del terreno antes de seguir.
Cabe destacar lo de antes de seguir para que no se convierta
en un no seguir jamás. La autoprotección debe actuar como un
límite entre el trabajo y el descanso, como un administrador
que decide finalizar uno y empezar el otro, sin sustituir ni evadir el
trabajo permanentemente. Debe actuar contra el exceso de trabajo y
no contra el trabajo. Debe ser como el acto de pisar el freno sin que
ello signifique una elección de la inmovilidad permanente. Se
pisa el freno para conservar la integridad y luego poder continuar
el viaje; no para evitar el movimiento, no por miedo a viajar. Eso
sería como si el Estado, en vez de preservar las fuerzas de la sociedad, sin cuestionar la disposición al cambio, quisiera preservar el
estado de cosas, el orden en vigencia, y luchara contra todo tipo de
cambio.
Así también, el individuo puede padecer una dictadura interior, que con la excusa de “evitar conflictos” lo haga prisionero
de su propio miedo al cambio y lo condene a una vida vegetativa
donde sus facultades humanas queden momificadas.
La autopreservación es útil y sana; pero es una de las actividades más peligrosas si no se la emplea con su genuina finalidad ni en su necesaria medida, si no se está en constante vigilancia sobre uno mismo y el porqué de cada actitud que se toma.
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Emigración mental a territorios ajenos a la
propia vida:
Es la ocupación negativa más difundida; la que invade más
porcentaje de la vida de quienes no quieren vivir en el sentido
humano de la palabra.
Es esencialmente una actividad consuelo, un hacer que parece
agradable pero en realidad está suplantando lo que se desea en
lo más íntimo.
Lo más serio del caso es que no constituye un consuelo
para suplantar lo que no se puede, sino para suplantar lo que no se
intenta.
Corresponde tratarla independientemente porque es necesario conocer sus móviles y sus mecanismos para lograr liberarse de ellos en la mayor medida posible.
Como en el fútbol se lucha por mantener la pelota lo más
lejos posible del área propia, en la emigración mental se lucha
por mantener la atención lejos de la propia vida. Para ser más
exactos, lejos de todo lo que depende de uno mismo.
Corresponde decir “se lucha” y compararlo con un deporte porque no es un acto involuntario. El que practica la emigración
mental no lo hace por mera ignorancia; no es que no se enteró de que
existe su propia vida ni de que puede prestarle atención, no es
que viva pensando al azar en cada tema que le ofrece el mundo. Tampoco es que sepa mucho de la vida (en tal caso no la
desperdiciaría).
No se trata de un conflicto en la escala de la ignorancia al
saber: es un conflicto en la escala de la cobardía al valor, del
autoengaño a la sinceridad, de la inercia a la autodeterminación.
Tal como el futbolista aleja la pelota, el emigrante mental
aleja la atención deliberadamente, en un esfuerzo voluntario para evitar un peligro que, sin vislumbrar claramente la causa, intuye ni
bien su atención se acerca al área de su responsabilidad.
En cierta manera presiente que su vida se volvería más
complicada y (sin comprometerse a pensar si esa complicación
podría derivar en una vida mejor) aleja la atención sabiendo qué
quiere evitar; esforzándose sin reconocer ante nadie ni ante sí
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mismo que está haciendo ese esfuerzo con ese objetivo, porque
reconocerlo lo obligaría a tomar la vida en sus propias manos, o a
calificarse a sí mismo como cobarde o “evadido” de la vida. Ante esas
opciones parece más cómodo mantener esa lucha por no prestarse atención, aun al precio de vivir haciendo fuerza contra su propia capacidad de darse cuenta, actividad en realidad nada cómoda
y llena del peligro de que se le filtre un descuido, una interrupción de la lucha, y se vea cara a cara con lo que tanto teme ver:
que no está haciendo nada serio para vivir como quisiera.
Pero hay una gran diferencia entre la práctica del fútbol y
la de la emigración mental: en esta última no existe ninguna intención de ganar. Sólo se lucha por no sentir la inquietud del peligro. No
se alberga ninguna idea de “llegar a algo”: se intenta permanecer siempre donde se está.
Y si se sueña que alguna vez la vida será mejor, de ninguna
manera se cree que eso lo obtendrá uno mismo: se lo espera de las
circunstancias, del resto de los seres o de todo lo que no depende
del yo.
Si continuamos con la comparación deportiva, el “emigrante mental” no juega a ganar ni a empatar: más bien vive
convencido de que ya perdió.
Entonces ¿por qué lucha?
Porque para él hay algo más temible que la derrota: la responsabilidad.
Cree que vive una vida liviana y despreocupada; pero en
realidad cada uno de sus días está cargado de esa tensión, de
ese esfuerzo defensivo por no ver de frente la realidad de su
existencia, la realidad de que no vive como quisiera y de que
podría mejorar si se dedicara a intentarlo, con sus propias fuerzas
y sin esperar.
Podría compararse con alguien que vive en una zona
inundable y ve que el terreno va elevándose al alejarse de la
costa. Eso puede sugerirle que tal vez haya una región no
inundable (y hasta puede escuchar hablar de quienes habitan
allí y viven mejor que él). Pero resulta que esa posibilidad de
librarse de las inundaciones significa que hay que caminar cuesta
110
arriba, que hay que realizar un trabajo difícil y adentrarse en
territorios desconocidos. Entonces elige (aunque elegir no es la
palabra exacta porque no estamos hablando de un acto consciente) lo más fácil, desecha la comodidad conquistable con el
esfuerzo y se abraza a la comodidad inmediata (porque en el
fondo de su elección hay un presentimiento de que lo peor de
la vida no son las circunstancias adversas, ni el atrofiamiento
interior del hombre, sino el esfuerzo).
Quienes poseen tal escala de valores se quedan siempre donde
están, y sufrirán inundaciones diciéndose que son una fatalidad, o
vivirán pensando que no son un hecho tan desagradable, que
alguien los librará alguna vez de ellas, o hasta que el río puede
llegar a cambiar de conducta.
Sin saberlo conscientemente, el emigrante mental “siente”
que ser responsable y esforzarse duele más que no lograr nada.
Esa es la escala de valores, el sentimiento de infinidad de
personas. Pero como es muy feo pensar eso de sí mismo, y
más en una sociedad que venera al “exitoso”, lo más cómodo
es vivir pensando en cualquier cosa que no sea la propia responsabilidad; en especial si lo que se piensa sirve para culpar a
cualquier factor que no sea la propia voluntad del hecho de no vivir
como se quisiera.
En esa práctica nace y se desarrolla una serie de temas de
pensamiento y conversación. Temas que nos resultan muy familiares
porque, aun si logramos la hazaña de erradicarlos de nuestro
yo, nos encontramos a cada paso con quienes echan mano de
ellos, como si en vez de personas con vida propia fueran dispositivos que reproducen una u otra película, con el agravante
de que no les introduce esos contenidos un operador externo,
sino ellos mismos.
Se convierten en aparatos reproductores cuando tienen
capacidad para ser algo más.
No hay seres humanos sin capacidades humanas: hay seres
humanos que no las utilizan.
Estos temas de pensamiento, a primera vista distintos entre sí, esconden detrás de sus textos una estructura o finalidad
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asombrosamente clara y precisa: “asegurar” que todo lo indeseable de la vida es producto de causas que no tienen nada que ver
con uno mismo.
Los siguientes son algunos de los temas más usuales (teniendo en cuenta que siempre pueden crearse otros que cumplan la misma función):
Las culpas del gobierno:
No importa de qué gobierno se trate ni qué
errores cometa: el presidente, los legisladores, los intendentes y “los políticos” en general tienen la totalidad de la culpa de la totalidad de los males que uno padece.
Esto no significa que tomar la vida en las propias manos consista en apagar toda preocupación
político-social: al contrario, la misma es parte del
trabajo considerado en su sentido más amplio y profundo, porque revela que uno es responsable, y que
de cómo marche la sociedad que se habita depende un porcentaje de la vida mejor a que se aspira.
Pero el emigrante mental no se preocupa, no se ocupa, no trata de aprender, no trata de solucionar: sólo echa
culpas. Y no echa culpas por las equivocaciones reales del
gobierno (que en realidad nunca se ocupó de conocer); echa culpas por todo lo imaginable, incluyendo lo
que nunca ocurrió pero él imagina que ocurrió; y
tampoco echa culpas por el porcentaje de su existencia
personal que puede ser perjudicado por el gobierno,
sino por todo lo malo que hay o él cree que hay en su
vida.
Suele vivir esperando que “llegue” un hombre providencial, que se haga cargo del gobierno para dar todo lo que él cree que deben darle.
Como esto no sucede, vive rezongando porque
“los políticos” son seres malignos especializados en
hacer vivir mal al resto de la gente. Si gobierna al112
guien al que votó, considera que éste “lo traicionó”,
“está rodeado de mala gente”, “cambió”, y todo lo
que no signifique una responsabilidad propia, como
decirse que eligió mal, o que su vida no está cien por ciento
en manos del gobierno.
El emigrante mental siente no poca simpatía por
las dictaduras, porque le quitan lo que precisamente
quiere quitarse: su parte de responsabilidad en la vida pública.
La vida de los demás:
Es el tema ideal para no pensar en la propia.
Todo pariente o vecino aporta un material provechoso, especialmente cuando tienen o permiten
imaginarle defectos notables, detalle que ayuda a
sentir que uno es bueno y superior a ellos.
Un rubro especial es la vida de los personajes
famosos y exitosos, que ofrece dos excelentes posibilidades: 1) fantasear y sentir como propio el mundo paradisíaco en el que viven o se supone que viven, y 2) encontrarle o suponerle gruesos defectos,
con lo que se “demuestra” que nadie es mejor que
nadie, que el éxito es resultado de la casualidad y no
de lo que se haga.
Vicisitudes del clima:
Es lo más adecuado para cuando el tema de “las
culpas del gobierno” puede acarrear disgustos con el
interlocutor. Nadie se enfrentará muy seriamente
por lo dicho en este terreno: cuanto mucho opinará
que no va a llover cuando uno consideró que sí.
El emigrante mental suele impregnar cualquier
pensamiento con sus inclinaciones internas, y, por
consiguiente, hasta sus comentarios más triviales
113
sobre el clima aparecen infectados por su filosofía de
la imposibilidad: el calor “es insoportable”; “así no se
puede estar”; “no sé si podremos seguir aguantando”; “no sé qué vamos a hacer”, etc.
De paso, tales conceptos sirven para confirmar
que, si gran parte de su vida es fea y desprovista de
gracia, la causa no está en él mismo sino en que le
tocaron días desfavorables.
Todo esto es también adecuado para reiterar,
burlándose de cada error del servicio meteorológico,
que los demás son generalmente incapaces y viven
equivocándose.
En este rubro también se echan culpas: de que
llueva “cuando no debe”, de que haga “demasiado”
frío o de que esté más nublado el domingo que el
lunes. No se piensa que Dios mismo intervenga en
hechos tan viles; pero pareciera darse por sentado
que “alguien” es responsable del clima y, por supuesto, lo maneja mal, para mayor infortunio de la
gente, que “ya tiene bastante” con los males que “es
sabido” acarrea esta vida.
Salud y enfermedad:
Puede tener sentido preguntarle a otro por sus
problemas de salud cuando uno se preocupa por él;
puede tener sentido intercambiarse algún consejo
para el cuidado de la misma. Más todavía: la salud es
parte de lo necesario si nos proponemos vivir bien,
y no está mal dedicar tiempo a ese fin como lo dedicamos a otros objetivos deseables.
Sin embargo, alguna gente asigna a esto tanto
tiempo de su vida que despierta dos sospechas: 1)
que cree que vivir bien consiste exclusivamente en no
estar enfermo, que no existen más necesidades que
las del cuerpo, o 2) que está echando mano a esto
114
como otro tema de pensamiento y conversación, para limitar sus ocupación mental a un cuidado superficial y no
desembocar en la idea de que su vida es lo que ella
misma hace.
“Cuidarse”, en cualquiera de los sentidos en que
se lo piense, es bueno como parte de lo que hagamos. Pero necesitamos cuidarnos, conservarnos íntegros, ni más ni menos que para vivir.
Incluso si vivir, si superarnos, genera algún peligro
para nuestra integridad, puede tener sentido arriesgarse por lo que se sueña. Esa actitud da origen a los
héroes o, sin ir tan lejos, a las personas que logran
cumplir con sus aspiraciones más valiosas.
Si lo único que ocupa la atención de una persona es la idea de “cuidarse”, lo más probable es que
esté tomándola como excusa para no arriesgarse a
vivir.
O sea que está descuidándose en el sentido más
profundo de la palabra.
Es muy útil para emigrar, para no ingresar seriamente a la propia vida, la creencia de que sólo podremos vivirla cuando hayamos resuelto todos nuestros problemas de salud. Con tal criterio, dejamos para después
todo lo serio que en algún momento pueda venir a
nuestra mente, y nos dedicamos a entretenernos sin superarnos, o, si superarse es una idea demasiado grande
y seria, a entretenernos con problemas superficiales,
e incluso inexistentes, para no molestarnos con el
intento hacer realidad lo que en lo más íntimo deseamos.
De ahí que buena parte de las conversaciones
entre emigrantes mentales versen sobre la última visita a un médico, sobre “qué están tomando” o sobre qué le duele a cada uno. Y generalmente esto no
se encamina a resolver los problemas, sino a repetirse y convencerse mutuamente que hoy y siempre
115
nos aquejarán, que -aunque nunca se lo diga abiertamente- la vida no es como quisiéramos por culpa
de la enfermedad, entre otros factores que, invariablemente, coinciden en la esencial característica de
no depender de uno mismo.
Casi invariablemente, al hablar de este tema sale
a relucir el culto a la debilidad que el emigrante mental
practica y siente en todos los órdenes. La salud no
es para él un estado natural del hombre mientras no
se desordena a sí mismo, sino una mercadería que no
se puede poseer si no se la compra en un hospital o
consultorio, o se la recibe del mundo exterior en forma de pastillas. Se recalca permanentemente un supuesto estado de fragilidad, de dependencia, de incapacidad en que estamos condenados a vivir. Nunca se habla de algo para hacer como camino hacia la
solución de esos problemas que tanto nos aquejan.
Siempre la conclusión es que viviríamos o empezaríamos a vivir mejor cuando hayan quedado atrás
nuestros problemas de salud; pero ese lejano objetivo, como cualquier otro, se inscribe automáticamente entre todo lo que no se puede.
Juegos de azar:
Este tema cumple dos importantes funciones: 1)
permite entretenerse sin poner en tela de juicio la
propia estimación (uno puede ser considerado incapaz por trabajar mal, pero nunca por apostar a un
número que no resulta premiado), y 2) permite vivir
esperando al suministrar una prueba tangible (la vida
de los que ganaron premios) de que lo deseado puede llegar sin mediar el esfuerzo.
Nunca se considera, porque requeriría mucha
capacidad de cálculo y mucho valor para enfrentar
116
la realidad, el tema de cuántas posibilidades hay de
ganar contra cuántas de perder.
El emigrante mental puede permitirse no hacer
nada con si vida sin por ello considerar que ésta será siempre desagradable, porque siempre “hay una esperanza”.
Y ya que el juego de azar permite tanta fantasía,
ésta no se limita a esperar una suma que deje en pie
algún deseo insatisfecho: se espera la cantidad absoluta, una suma de dinero que no se acabe jamás, y que no
sólo proporcione todo lo comprable, sino que también elimine la posibilidad de sufrir por razones ajenas a lo económico.
Esto sólo puede creerlo alguien que jamás se detuvo a pensar con un poco de sinceridad en el asunto.
Deportes:
No se trata de aprenderlos ni de practicarlos, sino de hablar sobre cómo los practican otros, de cómo van
los campeonatos que juegan esos otros, de los errores o aciertos de esos otros.
Además de permitir llenar infinidad de horas sin
tener que ocuparse de la propia vida, el deporte presenta abundantes casos de sujetos que sin estudiar
mucho alcanzaron grandes satisfacciones, ganancias
y admiración pública, con lo que todo emigrante
mental siente que éstos lo representan en las altas
esferas de los exitosos; pero nunca se fijó en que la
falta de estudio o cultura no significa falta de dedicación, y que no hay ningún campo donde se alcance
éxito sin algún tipo de dedicación.
Otra ventaja del deporte sobre otros temas de
pensamiento es que en él hay un objetivo fácil de
pensar: en cada juego reglamentado (a diferencia del
complicado juego de la propia vida) está siempre
117
claro qué se entiende por ganar. Por lo tanto, no es
un asunto que plantee serios interrogantes.
Por si fuera poco, tampoco plantea grandes
probabilidades de conflicto con el interlocutor. Puede ocurrir que éste difiera con uno en su opinión de
cómo debería haber hecho tal deportista o equipo
para ganar, o cuanto mucho que “sea de otro cuadro”; pero nada de eso es tan grave como que alguien diga que uno piensa en ese tema para no enfrentarse con su propia vida.
Objetos inalcanzables:
Todos tendemos a conversar sobre lo que deseamos; pero para que se cumplan los requisitos de
la emigración mental lo deseado debe estar lo más lejos que pueda del alcance propio; porque si no daría
lugar a la disyuntiva entre trabajar por alcanzarlo o
evadir la responsabilidad.
Para mantenerlo nada más que como tema de
conversación es necesario referirse a cosas que sólo
poseen los sujetos más ricos del mundo, conocer los
detalles más refinados de los Rolls Royce o el precio
de las mansiones de Hollywood, de modo que dos o
más personas puedan entretenerse un rato sin entrar
en conflicto consigo mismas.
Además, al mencionar que algunos poseen cosas
tan caras, se está dando a entender que tuvieron suerte
o que cometieron abusos; y eso explica por qué uno y su
interlocutor viven una vida tan distinta.
Noticias:
Cuanto más se refieran a sucesos poco relacionados con uno mismo, más alimentan la posibilidad
118
de llenar el tiempo viéndolas, leyéndolas o comentándolas.
Se suele dar a esto un valor casi ético al recalcar
que es necesario “estar informado”, como si por
conocer detalles de un accidente ocurrido al otro lado del mundo (cuando no se tuvo la menor posibilidad de prevenirlo ni de ayudar a nadie) se estuviera
cumpliendo con el más noble de los deberes.
Se prefieren las malas noticias, que ayudan a convencerse de que “el mundo es feo” sin que influya ni
pueda influir en nada lo que uno haga. También satisface al emigrante mental todo lo que revele la
existencia de malas personas; porque “demuestra”
que hay gente peor que uno. Y si las malas personas
son ricas u ocupan altos cargos, eso demuestra que
uno vive mal por culpa de ellos, o que en este mundo
“triunfan lo malos”, y uno vive una vida pobre e insignificante “porque es bueno”.
Fealdad del orden cósmico:
Ya hable de política, de salud o de deportes, el
emigrante mental persiste subconscientemente en
un mismo intento: demostrar que la vida es fea.
Con esto logra convencerse de que vive mal porque sí, porque es lo natural, y no porque no haya intentado otra cosa.
La inclinación a abandonar la responsabilidad
sobre la propia vida termina desembocando en la
construcción de verdaderas concepciones metafísicas, poco elaboradas pero útiles para el fin buscado,
acordes con la vida desagradable y sin afán de cambio
que llevan quienes padecen tal inclinación.
La habilidad para imaginar un universo “feo”
engloba milagrosamente religión y ateísmo. Según
119
sus costumbres, ambiente o formación familiar, el
emigrante mental puede pensar que:
1) No existe Dios ni existe la posibilidad de superación
del hombre. Esto disiente, por ejemplo, con el
marxismo, un ateísmo que propone luchar por un
mundo mejor y se muestra convencido de la posible
superación del hombre.
“Todo es igual; nada es mejor”. Todo es igualmente feo y malo; no hay valores espirituales, y
quien habla de éstos lo hace para manipular a los
demás.
Si en verdad cree esto, el emigrante mental se
contradice en la práctica; porque él ni siquiera se mueve
para obtener bienes materiales, que son, según dice, lo
único que importa.
Esta deficiencia puede ser contrarrestada por alguna “tesis” frecuentemente repetida: “el dinero no
hace la felicidad”; “mucha gente tiene dinero pero es
desdichada o padece alguna enfermedad”, etc., etc.
2) Dios existe y quiere que suframos. Esto puede
ocurrir porque Dios es “incomprensiblemente injusto” o porque “nos prueba” en este mundo para
premiarnos después de la muerte. Lo cierto es que
venimos a este “valle de lágrimas” a pasarla mal; y el
que intente una vida distinta está loco, es un iluso o
desobedece a Dios.
Ninguna enseñanza religiosa seria dice que debamos sufrir. No es lo mismo decir “el que cometa
errores sufrirá”, o recomendar “no buscar la felicidad en los objetos del mundo”, que afirmar que estamos aquí exclusivamente para sufrir.
De todos modos, tal creencia es útil para justificar la opacidad de la propia vida diciéndose que
“Dios lo dispuso así”.
Quien proclama esta creencia también se contradice en la práctica: si cree que va a ser premiado
120
en la otra vida, ¿por qué no vive ésta más alegremente, como cualquiera que se encamina a un futuro mejor?
En toda concepción metafísica del emigrante
mental abundan las fuerzas inmodificables ajenas a la propia voluntad: los malos espíritus, los ángeles, los demonios, el destino, la fatalidad, la suerte, un Dios
que determina hasta los más ínfimos sucesos y no
deja nada a nuestra disposición, y todo lo que haga
sentir que la vida no está para nada en manos de uno
mismo.
Para quien prefiere el ateísmo, esas fuerzas inmodificables serán “los poderosos”, “los intereses
creados”, “el imperialismo”, “el gobierno”, “la oposición”, “las mafias”, etc.
Y si en semejante universo queda algo para
hacer para el bien propio, ese algo consiste en conjurar, seducir, sobornar o realizar pedidos a esas
fuerzas externas, que de todos modos es más fácil
que trabajar.
Y si las cosas no salen como uno quiso, se le
puede echar la culpa a tales fuerzas.
Inmodificabilidad del orden cósmico:
Mucha gente no adhiere al esquema de fealdad del
orden cósmico precisamente porque es feo.
Sin embargo, la inclinación a emigrar de la propia vida siempre dispone de alguna habilidad para
lograr su objetivo. Se puede quitar a este esquema
todo ingrediente de fealdad pero mantener intacto lo
esencial: todo sucede independientemente de nuestra intención
y de nuestra acción.
El resultado de esto será imaginar un universo
donde no todo es malo, un universo que puede ser
casi paradisíaco; pero donde lo bueno nos llegará
121
cuando Dios lo disponga, de acuerdo a un inaccesible criterio con que son considerados nuestros merecimientos.
Si ocurre lo indeseable, o si no ocurre lo deseable, la fórmula mental para no hacer nada será la de
“ya vendrán tiempos mejores”. El centro de esta
idea es el “vendrán”: los sucesos deseables vienen; no
ocurren porque los produzcamos. Ya sea malo o
bueno, la única posibilidad es lo que viene. Podemos
entretenernos muchos años con esta idea; viviendo
mal pero manteniéndonos convencidos de que la vida nos enviará tarde o temprano los bienes anhelados.
Y si vemos que alguien murió sin haber recibido
semejante premio, podemos decir que “no lo merecía”.
Este esquema es aplicable exclusiva e infaliblemente a vidas ajenas. Como sólo se opina mientras
se está vivo, y mientras se está vivo sigue habiendo
un futuro presunto donde todo puede ser posible,
nadie se verá ante la complicación de explicar por
qué murió sin obtener lo que creyó merecer.
Sin embargo, si aplicamos la sinceridad que
nunca saca a relucir el emigrante mental, podemos
darnos cuenta de que el mayor peligro no será el de
dar explicaciones después de esta vida, sino el desperdicio que hagamos durante su transcurso.
El recurso de imaginar que todo irá bien sin la
propia intervención suele debilitarse cuando se tienen
muchos años y poco futuro: tanto los demás como uno
mismo van dejando de creer que la vida deseada vendrá más adelante. Pero existe la posibilidad de “retocar” el esquema con algunas afirmaciones (sin incursionar por ello en el esquema de fealdad del orden cósmico): “la vida me dio algunas cosas buenas”, “lo
122
principal es la salud”, “creo que recibí lo que necesitaba y no supe apreciarlo”.
Esta última idea revela un fenómeno muy propio del emigrante mental: su sinceridad y su capacidad autocrítica nunca van más allá de reconocer errores
del pasado. Puede llegar como mucho a culparse a sí
mismo de lo mal que vive (lo que a su vez le sirve
para reforzar la idea de que es “bueno” y natural que
viva mal); pero nunca considerará sus errores para
corregirlos y empezar a producir otro resultado de ahí
en adelante.
En síntesis, éstos y otros temas pueden servir para mantener la atención fuera de la propia vida
Como la mayoría de ellos requiere la comunicación con
otras personas dispuestas a lo mismo, se convierten en tema de
largas charlas en que, si coinciden en su oculta finalidad, todos
la pasan bien, se consuelan, entretienen y solidarizan entre sí.
Pero si en esas charlas aparece alguien que propone soluciones a las situaciones feas que se pintaron, alguien que llama
a tomar la vida en las propias manos, comienza a ser rechazado y
odiado por haber roto de tal manera las reglas de ese juego, y
se convierte (cuando no está presente) en blanco de los más
virulentos comentarios: “se cree Dios”, “cambió”, “faltó el
respeto” a quienes hasta entonces lo consideraban su amigo,
“se cree más que los demás”, etc, etc.
Conclusiones sobre ¿Con qué llenamos nuestra
vida?
Lo visto nos muestra que hay ocupaciones que determinan
una vida “buena” y ocupaciones que determinan que vivamos
mal,
Vivir bien o mal depende de a qué nos dediquemos; y si en alguna medida depende de las circunstancias, éstas pueden vol123
verse más favorables si nos dedicamos a actuar correctamente
sobre ellas.
Si nuestra vida es un período de tiempo, es evidentísimo que
viviremos mal si ese tiempo va siendo ocupado por actividades
perjudiciales y momentos indeseables.
Ocupar el tiempo en una actividad nos impide ocuparlo en otra. De
modo que, cuando un día veamos que se está acabando nuestro tiempo disponible y observemos el ya utilizado, podríamos
encontrarnos con la fea sorpresa de que restando minutos,
horas y años de actividades perjudiciales, quede una ínfima
proporción de vida que nos atrevamos a llamar bien vivida.
Ante este panorama, ni siquiera la creencia en la reencarnación puede constituir una autorización para desperdiciar el
tiempo. Más aún, si se abre ante nosotros un período que parece ilimitado, quedamos seriamente obligados a llenarlo de felicidad y no de insatisfacción.
Cada vez que ingresamos a una actividad nociva, indeseable, de esas que nadie elegiría conscientemente para llenar sus
días, démonos cuenta de que nos estamos quitando una parte de la
vida que queremos vivir.
Solemos decir, generalmente con pena, que alguien se quitó
la vida cuando se la quita toda de una vez y a nivel biológico;
pero no solemos apenarnos por un hecho mucho más grave y
difundido: la infinidad de personas (unas de las cuales podemos ser nosotros) que se la quitan poco a poco, restándole momentos de posible felicidad o de intentos en pos de la misma,
para llenarlos de vivencias feas y, lo que es más grave, evitables.
Si no nos gusta la vida que llevamos, si nos sentimos mal y
afirmamos que quisiéramos vivir otra vida, no creamos jamás que
la culpa es de las circunstancias: empecemos a vivir esa vida ya,
ocupando nuestro tiempo en lo que deseamos o en lo que dé por
resultado lo que deseamos.
Nadie que no se evada, nadie que sinceramente se diga a sí
mismo lo que quiere y pague el precio, negará jamás que una vida
donde uno elige y hace lo que cree mejor en medio de cualquier
circunstancia es una vida bien vivida, una vida de la que su prota124
gonista no puede dejar de estar satisfecho.
Y habrá infinidad de personas que, viviendo en circunstancias generalmente deseables, se sentirán disconformes, angustiadas, desesperadas, porque no la llenaron en su mente y en
su corazón con ocupaciones sanas y sinceramente elegibles.
Si queremos una vida mejor, si nos sentimos disconformes
con la que llevamos, recordemos que nuestra vida se compone
de tiempo, y empecemos a llenar desde ahora mismo ese tiempo
con lo que más íntima y sinceramente sintamos como bueno, sin
dejar que ingrese lo otro, porque actuará como un saqueador que
tomará fragmentos de nuestro tiempo, de nuestra vida, para
convertirlos en momentos indeseables.
Y la fórmula para vivir mal es de lo más sencilla: más
tiempo indeseable = más vida indeseable.
Precisiones sobre la “actividad satisfactoria”
Una habitual causa de malestar es la falta de claridad en la
comprensión de lo satisfactorio, lo deseado, lo entendido como
“eso” con que quisiéramos llenar toda nuestra vida.
Habíamos dicho que si la actividad satisfactoria llenara toda nuestra vida dejaría inmediatamente de ser satisfactoria; porque
nos aburriríamos o comenzaríamos a distinguir unas partes de
ella como menos satisfactorias que otras.
De modo que una regla primordial para no condenarnos al
sufrimiento es saber que cambiemos lo que cambiemos, sea
cual sea la circunstancia que habitemos, la actividad satisfactoria no
puede llenar el 100 % de nuestra vida.
Esto se debe a su misma esencia, ya que produciría aburrimiento o un nuevo nivel de insatisfacción.
Además, algunas actividades satisfactorias, como la relación sexual o la ingestión de alimentos, no pueden más que ser
limitadas en el tiempo.
Además, las satisfacciones de índole externa o de contacto
con el mundo deben ser obtenidas mediante el trabajo, lo cual
nos fuerza a llenar buena parte de nuestra vida con éste.
125
Un espíritu poco maduro, poco realista, desprecia el trabajo,
tiende a evadirlo o a suplantarlo por el robo, porque le posterga sus
momentos de actividad satisfactoria. Un espíritu maduro, capaz de
percibir la relación causa-efecto, capaz de ver más allá del instante actual, se satisface con el trabajo, porque con él compra actividad satisfactoria y se autodesarrolla (y cuando se posee cierta
madurez, autodesarrollarse es una actividad satisfactoria).
Otro punto a tener en cuenta es el de no perseguir lo supuestamente satisfactorio. Muchos “fines” se nos aparecen como
dignos de perseguir porque escuchamos hablar de ellos o porque suponemos a primera vista que los disfrutaremos grandemente. Por ejemplo, las universalmente ponderadas “fama y
fortuna”, un determinado título u ocupación, un determinado
artículo comprable, etc, etc.
Tal vez hagamos demasiado esfuerzo e invirtamos demasiado tiempo para luego descubrir que continuamos tan insatisfechos como antes. Por eso, parte de la actividad superadora es la
inquisición sobre qué es lo que necesitamos, lo cual puede incrementar nuestro porcentaje de actividad satisfactoria.
Otro punto fundamental es darnos cuenta de que nuestra
capacidad de desear supera casi infinitamente a nuestra capacidad de obtener. Podemos luchar meses o años para alcanzar una determinada circunstancia, y al minuto siguiente estar imaginando otra,
posiblemente más satisfactoria pero indudablemente más costosa. Si
no controlamos nuestro pensamiento, si lo dejamos lanzarse a
proponernos más y más conquistas como si no hubiera satisfacción
posible sin cada una de ellas, llegará un momento en que el agotamiento ocupará más espacio que el placer, llegará un momento
en que “lo deseado” trascenderá toda capacidad humana de
alcanzarlo, y se autocumplirá nuestra fea profecía: no habrá satisfacción posible.
Con esto empezamos a ver que el camino de trabajar exclusivamente sobre las circunstancias es árido, agotador, inútil: sólo
se vive bien si se trabaja sobre uno mismo.
También hay que cuidarse del extremo opuesto: resignarse
por pereza a no obtener ninguna satisfacción.
126
¿Todo esto significa que estamos condenados a la ausencia
de satisfacciones?
No; a no ser que nuestra inmadurez nos mueva a esperar
demasiado del mundo.
Podemos vivir bien si sabemos que las satisfacciones por
causas externas tienen las citadas limitaciones, y que, si aun así
las buscamos, tienen un costo, que debemos pagar sin tristeza si
realmente sabemos lo que queremos.
Si no esperamos demasiado, si no nos fabricamos a cada momento proyectos extenuantes e innecesarios, nuestro mundo
interior empezará a estar menos atormentado, más tranquilo, y
casi por arte de magia el transcurrir de nuestra vida se habrá
vuelto satisfactorio.
Dentro de lo que cada uno considera satisfactorio hay actividades más satisfactorias que otras. Hay una escala que va desde
la máxima satisfacción experimentable (esa que forzosamente
es limitada) hasta el poco definido límite con la actividad consuelo.
Casi podríamos formular una teoría de la relatividad al respecto: una actividad satisfactoria puede ser actividad consuelo respecto a otra más satisfactoria pero no alcanzable por el momento.
De modo que viviremos bien si no pretendemos la máxima
satisfacción durante demasiado tiempo, si no nos maltratamos pagando un costo demasiado alto por lo que deseamos, y si, a su
vez, no reducimos nuestras satisfacciones a un nivel demasiado
poco satisfactorio por rehuir pagar su costo.
También hay que considerar el fenómeno de la suplantación
de unas actividades satisfactorias por otras, que, aunque gusten,
no satisfacen lo que realmente se busca o necesita.
Abundan los casos de gente que intenta “llenar” con dinero su necesidad de afecto, con comida su necesidad de entretenimiento, con entretenimiento su necesidad de sexo o con sexo
su necesidad de dinero. Hay varios tipos de necesidades y por
lo tanto varios tipos de actividades satisfactorias; pero si no
encajan, si no sintonizan cada una con la que le corresponde,
habrá un estado de insatisfacción interior que no podrá remediarse ni
disimularse con “otras” satisfacciones que la que se necesita.
127
Y, por sobre todo, tendremos que convencernos de que
no habrá satisfacción real si no hay actividad superadora que nos
demuestre que lo más necesario para la felicidad es un estado
interior.
Sin esto, ninguna circunstancia ni actividad será capaz de
mejorar la vida de nadie.
128
La aspiración a vivir mejor
Se define habitualmente al hombre como animal racional.
No faltan los que, en sus arranques de originalidad, buscan
otras definiciones, como único animal religioso, o único animal que
ríe.
No falta en eso algo de verdad; pero no es imposible ver
en algunos animales cierta capacidad de razonar, en otros algo
parecido a la capacidad de reír, y en otros cierta religiosidad
(para la que, créase o no, nosotros venimos a ser los dioses).
Sin embargo, si se busca la única definición que distinga al
hombre del resto de los seres habría que concluir en la siguiente: animal que aspira a vivir mejor.
Lo que verdaderamente nos diferencia de los animales es
que no sólo aspiramos a conservar y reproducir nuestra vida,
sino también a convertirla en “algo más”, en una vida distinta
de la que en el presente experimentamos.
Cuando se dice “la esperanza es lo último que se pierde”,
dando por indiscutible que no valdría la pena vivir sin ella, no
se está diciendo que debamos sentarnos a esperar algo determinado: se está diciendo que lo que da sentido a la vida, y solemos
llamar con el impreciso y peligroso nombre de “esperanza”, es
la aspiración a vivir mejor, y la paralela convicción de que es posible.
No hablaríamos sobre “qué vamos a ser cuando seamos
grandes”, no estudiaríamos cómo tratar con la gente, con las
129
cosas o con el orden cósmico, no trabajaríamos más de lo indispensable para subsistir, si no existiera en nosotros la aspiración a vivir mejor.
Este parece ser el nombre más preciso para “eso” que algunos llaman “esperanza” y otros de las más diversas formas,
académicas, vulgares o poéticas, ninguna de las cuales nos dice
muy acabadamente de qué se trata; porque “eso” que motoriza
nuestra vida no está muy al alcance del pensamiento ni de la
palabra.
Pero lo sentimos en alguna parte de nosotros, y tratamos
de satisfacerlo recurriendo a todo lo imaginable.
La historia es ni más ni menos que el registro de todo lo
imaginable que hicieron los hombres para vivir mejor.
Pareciera que en algunos individuos “eso” no existiera o
estuviera apenas en germen, y viven una vida prácticamente
animal o vegetativa, inspirándonos un sentimiento de lástima
no muy lejano al terror.
Pero, dando por sentado que en una vida digna de llamarse humana está presente la aspiración a vivir mejor, y sin ingresar
al tema (amplísimo como toda la filosofía o más aun) de qué es
y cómo se satisface, la intención de este comentario es trazar
un panorama de las opciones básicas que ese sentimiento plantea a nuestra vida, e intentar trazarnos un modo de responder
lo más sano posible.
Cabe decir un modo de responder, entendiendo que esto no
equivale a haber encontrado la respuesta definitiva, sino a encarar su búsqueda constructiva y no destructivamente.
Respuestas concretas a cómo se satisface la aspiración a
vivir mejor hay muchas, tantas como individuos o como maneras de entender la vida.
Pero modos de responder a ese impulso indefinible pero innegable e imperioso hay simplemente tres:
1: Actuar.
2: Esperar.
3: Resignarse.
Podría hablarse de un cuarto modo que sería negarlo; pero
130
esto, cuando es una acción emocional o mental, constituye una
variante semi-inconsciente de la resignación. Cuando en vez de
negarlo sucede que directamente no se posee ese impulso, estamos ante el caso ya comentado de alguien que, por motivos
largos de estudiar, vive en estado pre o sub humano. De modo
que todo lo tratado aquí se refiere a la situación de la inmensa
mayoría de los humanos, en los que esa aspiración existe y exige
satisfacción.
Actuar significa ponerse en marcha; moverse, darse cuenta de
que se posee esa aspiración y movilizar las propias fuerzas para
hacer mejor la vida.
En estas palabras tan sencillas se engloba una infinidad de
caminos, modalidades y creencias sobre cómo conseguirlo.
Cabe destacar que actuar significa actuar en los dos terrenos otras veces mencionados: el exterior y el interior. Trabajo
sobre el mundo y las circunstancias; actividad superadora sobre
uno mismo.
Si no hay actividad superadora, o si aun habiéndola no
existe la suficiente maduración, se puede ingresar a modos de
acción perjudiciales, como, en el intento de hacer “algo” para
vivir mejor, dañarse a sí mismo, a los demás, a la sociedad o a
la naturaleza.
Aun habiendo una recta acción, una buena intención o conducta respecto al mundo exterior, si no hay actividad superadora conscientemente asumida, es decir, si no hay una búsqueda de la
felicidad transformando el propio estado interior, no se vivirá bien
por mucho que se trabaje o se consiga modificar el mundo externo.
Todas estas posibilidades, incluyendo las de graves errores,
se presentan al actuar; pero actuar es el único modo sano de responder a la aspiración a vivir mejor. Para no caer demasiado en
el error, dentro del concepto “actuar” debemos incluir el estudio y la reflexión acerca de lo que nos dispongamos a hacer.
Aun a costa del peligro de errar y empeorar o hasta extinguir la propia vida, actuar es el único modo sano porque es la
única posibilidad de acceder a esa vida mejor que se presiente y
131
desea.
Si no se actúa se desembocará irremediablemente, como
una molécula de agua llevada por un río, en la espera o en la
resignación; y ambas son un desperdicio, un empeoramiento de la vida.
A primera vista, pareciera que los efectos de algunos errores posibles al actuar serían peores que los efectos de esperar o
resignarse; pero en el fondo, en el interior de la persona, esperar o
resignarse hacen un daño de otro tipo, un daño a mayor profundidad, y siempre llevan a una vida peor que la que se vivirá si se
actúa, aunque el que actúa pueda equivocarse.
Cabe destacar que esperar, como en algún caso comentamos, no debe confundirse con dejar alguna acción para más adelante, ni con detenerse a observar y considerar. Estos son ingredientes,
sanos y recomendables, de la acción.
El individuo que no toma las riendas, que no actúa en pro
de ese vivir mejor, va convirtiendo su vida en un feo drama en
dos actos: en su niñez, juventud y algo después, vive esperando,
creyendo que le llegará alguna vez la “oportunidad” de “recibir” todo lo que sueña, que “le darán” un maravilloso empleo,
o bien que con el que tiene “ganará mucho más” gracias a un
inexplicable cambio en sus empleadores, en el gobierno o en el
mundo, dando por sentado que ese cambio nunca requerirá de
su intervención.
En general, soñará con ser beneficiado por todo lo que no
signifique dedicación propia, por todo lo que no dependa de sí
mismo. Su espera significará tensión, disgusto, tristeza y rencor
permanentes, porque el mundo (y todos los que en él habitan)
le deben algo que no están dándole y siempre postergan “injustamente”.
Cuando se juntan varias personas así, intercambian comentarios sobre de qué esperar esa vida mejor que quieren, sobre
quién y cómo les va a dar esa vida y quién y por qué tiene la
culpa de que aún no la vivan. Se ayudan mutuamente a creer eso
que necesitan creer.
Más adelante, cuando pasó demasiado tiempo como para
no darse cuenta de que lo esperado nunca llegó, y el que eligió
132
esperar ve ante sí demasiado poco como para suponer que lo
esperado llegará en el futuro, pasa del optimismo al pesimismo;
el programa anterior se le hace tan insostenible que va cayendo
y siendo suplantado por la resignación, la convicción de que nada
de lo soñado es posible, las diversas tesis sobre la fealdad del
orden cósmico, y de que lo único mejor de la vida que lleva será el
alivio de la muerte, ya sea porque arribará a otro mundo o sólo
porque saldrá de éste.
La espera y la resignación son como dos brazos de una tenaza
que nos triturará indefectiblemente si no caminamos. Caminar,
actuar, es el único modo de no quedar a su alcance, de no vivir
insatisfechos en la tensión de la espera, ni en la negación a priori
de la posibilidad de vivir mejor, que constituye el peor modo
de resignación, porque se da a cualquier edad y sin siquiera haber
probado si hay posibilidad de mejorar la vida.
Por supuesto, actuar también puede llevar a la frustración
y a la resignación si pretendemos demasiado, si requerimos la felicidad absoluta a las circunstancias o sucesos en vez de buscar primordialmente la satisfacción, la solidez interior, por vía de estar
satisfechos con nuestro modo de actuar, por vía de disfrutar de la acción en sí misma.
Vivir bien, satisfacer la aspiración a vivir mejor, consiste
en encarar alegremente el juego de modificar las circunstancias
y en encarar seriamente el trabajo de modificarse uno mismo.
133
Aspiración, imaginación, tensión y
actividad
Tal vez nuestro exceso de imaginación sobre el futuro,
nuestra espera, nuestra tensión y nuestra inquietud sobre si
ocurrirá lo imaginado o qué ocurrirá en su lugar, sean efecto de
que en el presente estemos poco ocupados. Es decir, de que nos
queden demasiadas facultades, energías, inquietudes, excesivamente “sueltas”, a la deriva, no puestas a producir algo más conveniente.
Un médico dijo que “el estrés es una respuesta no específica
del organismo a toda demanda que se le haga”.
Imaginémonos encerrados en un lugar que nos disgusta,
con la puerta de salida ante nosotros y con un gran manojo de
llaves en la mano. La demanda es ser libre, moverse hacia donde
se quiere. La respuesta específica sería introducir la llave adecuada
y salir (o sea un recurso que satisfaga la demanda al menor costo
posible). Las respuestas no específicas serían introducir cualquier
otra llave, apresurarse, probar llaves al azar y olvidar cuáles
están ya probadas, empujar la puerta sabiendo que no cederá,
pedir auxilio cuando nadie más tiene la llave, etc, etc.
Esas respuestas no específicas no satisfacen la demanda, la dejan en marcha. Y la demanda es una tensión. De ahí que si experimentamos una demanda y no tenemos el modo específico de
satisfacerla ingresamos al territorio de la hipertensión.
Si transcurre mucho tiempo sin que logremos satisfacer la
135
demanda, inevitablemente desembocaremos en la enfermedad o
en la ilusoria salida de la descarga de tensión (patear la puerta, insultar, llorar), que viene a ser una especie de alivio dentro del fracaso, pero deja completamente intacto el problema (la demanda
insatisfecha) y no evita de ningún modo que la tensión comience a acumularse nuevamente.
De modo que el problema tiene una solución preventiva:
no generar demasiada demanda por la vía de “pensar de más”,
y una solución activa: encontrar el modo adecuado de satisfacer la demanda.
La falta de solución activa, el dejar “desempleadas” nuestras facultades, empeora a su vez el aspecto preventivo; porque
nuestras facultades se dedican en ese caso a generar más demanda.
La demanda incrementada, fruto de la insatisfacción mal
afrontada en un campo particular o del solo hecho de “tener
tiempo” y facultades no ocupadas en fines más útiles, puede
crecer descontrolada y tal vez interminablemente, como el fuego mientras sigue encontrando combustible. Convertida en una
especie de monstruo insaciable, no se contentará con succionar
todo lo disponible en el presente: mantendrá la boca abierta
buscando saciar su ansiedad con “lo próximo” que aparezca
ante sus fauces. Y como “lo próximo” le es tan indispensable,
nos incentivará a fantasear en tal grado que viviremos creyendo
que “próximamente”, casi “ya”, obtendremos tal o cual satisfacción, con la cual se calmará absolutamente nuestra ansiedad y
empezará una nueva etapa de nuestra existencia, en la que viviremos absoluta y permanentemente satisfechos.
Este esquema, tan familiar en la vida propia y ajena, es una
fantasía que intenta calmarnos y consigue todo lo contrario;
porque, al no aparecer nunca esa satisfacción tan “próxima” y
“definitiva”, el monstruo de la demanda autoconstruida crece y se
desespera, aumenta su apetito y multiplica en nosotros la ansiedad y el sufrimiento. Es como si, ante esa puerta de la que
no encontramos la llave, nos pusiéramos a imaginar que en
pocos segundos se abrirá sola.
Como no hay cambios de circunstancias ni capacidad de
136
logro tan poderosos ni tan rápidos como la capacidad de autogenerar demanda, a fuerza de sufrir hasta el límite de lo soportable terminamos vislumbrando la única salida sana: dejar de
alimentar ese fuego que nos consume y destruye; matar al
monstruo de la demanda artificial, y convivir armónicamente con
el animal amistoso de la demanda natural, esa que nos llama sin
que la hayamos acicateado con la fantasía, y no nos atormenta
a no ser que vivamos en circunstancias demasiado adversas (demasiado
adversas para nuestra naturaleza, no para nuestra creencia).
Para matar a ese monstruo no es necesario ningún tipo de
violencia contra uno mismo (más bien es un acto de violencia
su existencia): sólo hace falta dejar de alimentarlo.
Y su alimento es el funcionamiento fantasioso, improductivo, “en vacío”, de algunas de nuestras facultades.
Por lo tanto, como no podemos “apagar” nuestras facultades, debemos ocuparlas en lo adecuado.
En vez de buscar otros peligros que tal vez no existan, debemos prevenir el de la desocupación o subocupación de nuestras facultades.
A primera vista tendemos a asociar esta idea con el desempleo de tipo socioeconómico, que por supuesto afecta nuestra
situación interna y nuestras facultades; pero, como con mayor
desarrollo interior se conquistará independencia de las circunstancias, el hecho de que los demás no demanden nuestra actividad no nos impedirá autodemandarnos en actividades como la
misma búsqueda de empleo o la actividad superadora. En síntesis: siempre dispondremos de algo que hacer.
Por razones sociales o internas, muchas veces nos dedicamos, o “semi-dedicamos”, a actividades que no ponen en función nuestras facultades del modo más adecuado. El resultado es
que nuestras facultades quedan “a la deriva”, disponibles para
el fantaseo o la generación de demandas artificiales.
En otro punto se analizaba la diferencia entre el juego de
azar y el ajedrez, explicando que mientras en el primero esperamos, en el segundo nuestras facultades son exigidas al máximo;
por lo cual actuamos sin que nos quede margen para imaginar
137
nada perjudicial.
Cuando la atención y la aspiración a vivir mejor no son
acaparadas por la acción (entendiendo que la acción no debe
excluir espacios para el descanso ni para la reflexión), pasan a
moverse por su propia inercia y a buscar irremediablemente
satisfacción por cualquier otro camino. Y al no seguir el camino de la acción, todo lo que hagan llevará al sufrimiento y al
autodesequilibrio.
Por lo tanto, una parte fundamental de nuestra actividad superadora, de nuestro modo de tratarnos a nosotros mismos, deber ser probar, vislumbrar y encontrar ocupaciones (tanto en el
rubro trabajo como en el de actividad satisfactoria) que pongan en
marcha todas nuestras potencias y aspiraciones, de modo que
experimentemos, incluso en el trabajo por obligaciones externas, la satisfacción plena del desafío, de la lucha, de estar plenamente dedicados, entregados, y sin un solo pensamiento de que algo
nos falta.
Si lo que hoy hacemos no nos lleva a ese objetivo, si sentimos que no somos fieles a nuestra vocación, el único camino
para vivir bien será comenzar ya mismo, con la mayor dedicación y sinceridad, a buscar ocupaciones que nos satisfagan más
plenamente.
Esta misma búsqueda, al responder a un requerimiento de
nuestra naturaleza, será una actividad satisfactoria, y la sensación de que “nos falta algo” comenzará a disolverse, indicándonos con esto el camino de la no-infelicidad.
138
El impulso hacia la máxima satisfacción
Por naturaleza tendemos a volver a experimentar aquello
que nos dio satisfacción; y entre todo lo que lo hizo (a lo que
agregamos todo lo que suponemos que lo hará) preferimos lo
que nos dio, o promete darnos, la satisfacción más intensa.
Este “preferimos” no es una decisión ni una elección mental: es un impulso instintivo y emocional propio de todo ser vivo, que se asocia y potencia con la aspiración a vivir mejor propia
de los humanos.
Al estudiar la actividad satisfactoria se veía que no podemos pasar el 100% de nuestro tiempo en estado de máxima
satisfacción; porque algunas satisfacciones desgastan temporalmente nuestras capacidades y porque otras requieren que
invirtamos parte de nuestro tiempo en conseguirlas.
Sin embargo, el impulso a la máxima satisfacción no reconoce
imposibilidades, al menos en el principio de la vida. De ahí que
los niños se lancen sin reflexión sobre lo deseado, no escuchen
recomendaciones en contrario y sólo acaben deteniéndose (física pero no emocionalmente) ante una barrera material infranqueable, ante la cual llorarán y patearán hasta que se agoten
sus fuerzas. Más adelante comenzarán a dejar de llorar y patalear, empezando a aceptar en cierta medida la idea de que alguna cosa no se puede.
139
Así, el impulso a la máxima satisfacción va contrabalanceándose con el sentido de realidad, dejando atrás su salvajismo y
descontrol iniciales.
Desde el “puesto de control” del individuo, el discernimiento
va determinando que el impulso a la máxima satisfacción no se
desborde, porque se hace evidente que chocar, llorar y patalear
disminuyen la satisfacción disponible en el momento de hacerlo.
Sin embargo, abundan los casos de gente con escaso sentido
de realidad, que no por ser adultas dejan de lanzarse sin pensar
sobre las cosas o de violentarse ante cada imposibilidad. En
alguna medida, todos padecemos algún grado de inmadurez al
respecto, manifestado en el hecho de que el impulso a la
máxima satisfacción suele empeorarnos la vida durante más tiempo que aquél en que nos sitúa en la máxima satisfacción buscada.
Para todo el que no se haya matado en el embate inicial, o
no esté en una celda pateando puerta y paredes, existen, por
imposición de la realidad, momentos en que se vive sin desplegar
a pleno el impulso a la máxima satisfacción.
Esto significa que, en esa gran mayoría de gente más o
menos madura y controlada, el impulso a la máxima satisfacción no se despliega plenamente sobre la realidad exterior; pero sí
puede seguir haciéndolo dentro de la persona; con una de dos
posibilidades: insatisfacción o desenfreno.
La insatisfacción es el sentimiento de estar viviendo peor de
lo que se podría vivir. Es mayor en la medida en que deseemos
de más o trabajemos de menos.
El desenfreno es la realización impulsiva, sin ninguna consideración sobre posibles consecuencias, de actividades satisfactorias posibles pero inconvenientes.
Estas son inconvenientes porque posteriormente acarrean insatisfacción por sus consecuencias en los siguientes terrenos:
Social:
140
Encarcelamiento, multas, aislamiento
social, carencia económica, pérdidas de
derechos, de empleos, de relaciones
con personas.
Biológico:
Enfermedad, malestar, disminución
física, muerte.
Espiritual: Disconformidad consigo mismo, disminución de capacidades humanas.
Las consecuencias sociales, si bien pueden ser burladas
mediante la astucia, poseen más poder de amedrentar por ser más
inmediatamente visibles y dramáticas, y acaban imponiendo sus
normas a la mayoría de las personas (que solemos llamar
“adaptadas”).
Esta mayoría tiene claro el principio de no violar leyes que
le pueden significar castigos impuestos desde afuera. Sin embargo,
una abrumadora mayoría de los seres padece algún grado de
incapacidad para manejarse allí donde los demás no los ven ni
les prohíben nada: ante las leyes de la vida.
Porque hay medios generalmente disponibles para proveer
satisfacción: comida, bebida, cigarrillos, drogas, etc., que, salvo
el caso de la comida en la medida necesaria, provocan un empeoramiento de la vida a largo plazo. Y, sin embargo, el ser humano
vive lanzándose hacia ellos porque no acepta, no aguanta, no
resiste, vivir en un estado de menor satisfacción que el inmediatamente alcanzable en cada momento. Basta que la satisfacción
inmediata se ofrezca ante nuestros ojos para que compulsivamente la tomemos, sin casi nunca decidir otra cosa.
Más adelante, cuando las leyes de la vida nos encarcelan en
un cuerpo enfermo o una mente desequilibrada, o nos multan
con altas cuotas de malestar, nos damos cuenta de que no hubiera convenido proceder como procedimos. Y, si el sufrimiento fue
lo suficientemente convincente, dejamos de lanzarnos tan irreflexivamente hacia cualquier satisfacción.
Si utilizamos adecuadamente nuestras facultades, podremos llegar a evitar esas caídas incontroladas hacia futuros malestares, sin tampoco sentirnos mal por no lanzarnos hacia toda
141
satisfacción disponible.
Así como nos convencemos de no robar ni matar sin necesidad de haber ido presos nosotros, sólo por ver lo que les pasa a
quienes lo hicieron, con las leyes de la naturaleza podemos
también convencernos suficientemente de la inconveniencia de
algunas actitudes. Esto se hará con más fuerza en la medida en
que nos interese el tema y le prestemos atención.
La necesidad del aprendizaje por sufrimiento disminuye en la
medida en que alcancemos aprendizaje por observación.
Cuando hay atención, cuando se observa que inevitablemente determinados actos traen determinadas consecuencias, se
puede ir desalojando intermitente o definitivamente al impulso
a la máxima satisfacción de la “cabina de control” de nuestra
persona.
Además, el impulso a la máxima satisfacción depende de la
capacidad de deseo, del futuro presunto que nos elaboramos y, en
última instancia, de nuestras fantasías. Si creemos posible vivir
cada instante disfrutando de insuperables placeres que no nos
demandarán esfuerzo previo ni nos traerán ninguna consecuencia, no sólo nuestro impulso a la máxima satisfacción estará continuamente encendido y acelerado, manejándonos como
una marioneta, sino que ante cada cosa que no resulte como
deseamos nuestra vida se transformará en un drama, sentiremos que
“no puede ser” que vivamos “tan mal”, y rezongaremos contra
Dios y cada una de sus criaturas porque las cosas “no son como deberían”.
Si incrementamos la observación de la realidad externa e interna, si cobramos sentido de realidad y aprendemos a sentir el
bien y desearlo a plazos no tan inmediatos, dejaremos de acicatear a nuestro impulso a la máxima satisfacción con la fantasía,
y éste no se “desbocará”, se reducirá a una reserva de combustible que nos impulsará cuando realmente sea conveniente y
hacia donde nosotros lo determinemos desde la cabina de
mando.
Este esquema tan fácil de trazar es enormemente difícil de
plasmar en nuestro mundo interior: el impulso a la máxima satis142
facción sigue disputándole el poder al sentido de realidad, y en la
mayoría de los casos quitándoselo.
Para que esto deje de ocurrir debemos previamente saber
por qué ocurre.
Todo indica que se debe a que el impulso a la máxima satisfacción es una potencia instintiva: está ahí con todo su poder
desde que nacemos, mientras que el sentido de realidad es producto del aprendizaje, entendiéndose éste como resultado de la
interacción entre las ganas de aprender y la experiencia.
Es como un combate en el que un bando ya sabe todo lo
que se puede saber sobre la guerra, mientras que el otro comienza sin saber absolutamente nada. En este caso los bandos
sólo se disputan el territorio; no pueden destruirse uno al otro, a
no ser que cometan el error de destruir el mismo territorio (la
persona que habitan) y perder la guerra ambos.
La guerra comienza, por lo tanto, con un total predominio
del impulso a la máxima satisfacción; pero poco a poco el sentido de realidad adquiere poder y domina algún sector de territorio; pero si se impusiera por la fuerza sobre el impulso a la
máxima satisfacción, el resultado sería un individuo eternamente insatisfecho.
El único resultado superador puede ser una alianza donde
ambos realicen su vocación; porque el sentido de realidad no está en
realidad interesado en eliminar la satisfacción, sino más bien en
asegurarla, y en evitar las consecuencias de una búsqueda ciega
de la misma. Se encuentra en el aprieto de enfrentarse a alguien
a quien no ve como enemigo, pero que lo considera enemigo a
él. Y su único medio de llegar a esa alianza beneficiosa para
ambos es ir haciendo propuestas de paz al impulso a la máxima
satisfacción, convenciéndolo de que no viene a luchar contra
sus intereses, sino a ofrecerle el secreto de cómo llegar a la
máxima satisfacción posible, entusiasmándolo con sus propuestas
con más fuerza que la que ejercen los objetos exteriores. El
único desenlace sano será aquél en el que el impulso a la máxima satisfacción se sienta bien como motor y el sentido de realidad trabaje sin desórdenes como conductor de las acciones del
143
hombre.
El impulso a la máxima satisfacción es una fuerza instintiva, no tiene inteligencia para aprender, pero sí, y mucha, para
luchar por lo único que sabe; y lo único que sabe es que tal o
cual experiencia fue placentera. Por lo tanto, su finalidad primera y última es repetir experiencias conocidas. Si hay posibilidad de
otras satisfacciones mejores, eso escapa a sus facultades. Sólo
cuando ve que su aparente enemigo puede ser un aliado que le
demuestre con hechos que lo conducirá a mayores satisfacciones, se
asociará gustosamente con él en vista de que tienen la misma
finalidad.
Eso sí: no se someterá a la guía del sentido de realidad hasta que éste no le haya demostrado unas cuantas veces que sus
propuestas dan mayores satisfacciones que las que antes obtenía
luchando a ciegas, que no es un enemigo peligroso sino un socio sumamente conveniente.
Sin embargo, si el sentido de realidad es inexperto o padece la enfermedad de la fantasía, sus propuestas, que al principio
entusiasman al impulso a la máxima satisfacción, pueden después enfurecerlo hasta el estallido si resultan equivocadas.
En esos casos el hombre se vuelve peor que el animal,
porque éste sólo tiene facultades para perseguir lo conocido, y
con ellas no corre peligro de desequilibrarse. Cabe observar
que algunos animales padecen desequilibrios cuando viven con el
hombre y éste les hace demasiado fácil alimentarse; con lo que el
impulso a la máxima satisfacción no se contrabalancea con la
conciencia del costo de conseguir alimento ni con la inconveniencia del exceso de peso en caso de combate. El hombre
puede sufrir alteraciones y desequilibrios similares si se aleja
más de la cuenta de las exigencias de la naturaleza.
Ante todo esto ¿cómo hacer para que el impulso a la
máxima satisfacción no nos lance sobre cualquier cosa que nos
llame la atención y termine empeorando nuestra vida?
La única fuerza suficientemente poderosa para contrarrestarlo es y será la convicción.
El impulso a la máxima satisfacción no contendrá su pro144
pio ímpetu, no se contrariará a sí mismo, a no ser que perciba
por experiencia propia que además de ese lanzarse ciegamente hay
otros modos de obtener satisfacción, que pueden darle mejores
resultados, y que el sentido de realidad, antes un aparente enemigo, tiene los mismos intereses que él y puede favorecerlo.
De todos modos, hay que tomar esta afirmación con pinzas, no creer demasiado que el impulso a la máxima satisfacción pueda reflexionar. Cuanto mucho, podemos lograr que no
se desboque, que no se potencie más de la cuenta.
El objetivo debe ser, una vez que logremos que el impulso
a la máxima satisfacción deje de apoderarse de nosotros, poder
gobernarnos a nosotros mismos para lograr una vida mejor que
la que él nos propone.
Esta sólo será posible si estamos convencidos profundamente, de raíz, que la máxima satisfacción inmediata no es el
mayor de los bienes. Más aun: ni siquiera podremos, por todo lo ya
dicho en relación a la actividad satisfactoria, vivir permanentemente en estado de máxima satisfacción.
Aquí debe cobrar importancia el control de qué hace nuestra mente. Si ésta vive a cada momento lamentando no experimentar la máxima satisfacción posible, si le pone a cada uno
de esos momentos el calificativo de “malo”, sentiremos, sin
que la realidad externa haya dispuesto ningún tipo de condena,
que es “mala” la totalidad de nuestra vida.
Si, en cada momento en que no experimentemos la máxima satisfacción posible, proseguimos nuestra vida sin creer que
estamos sufriendo una desgracia sino que eso es lo más natural
del mundo, la misma condición de “no sentirse mal” desembocará en lo que todo ser humano busca: sentirse bien.
145
La suerte
En abundantes casos en que se habla de la felicidad, o
de cualquier logro o proyecto, no falta quien mencione el término “suerte”: por suerte encontré lo que quería /tuve suerte en mi
carrera / lo intentamos pero no tuvimos suerte / no se consigue nada sin
un poco de suerte / etc.
Por muy repetido que sea el concepto, por más que todos lo den por entendido, si se reflexiona un poco más de lo
habitual aparece un inquietante nivel de duda sobre de qué se
trata en realidad.
Tampoco, por muy habitualmente que se mencione la
suerte, se está muy seguro de que exista (esto también depende
de tener clara la idea de qué es).
Para algunos, hay fuerzas externas poco conocidas que
actúan deliberadamente en favor o en contra de determinadas
personas. Otros no se atreven a incluir el deliberadamente; en
general porque ni unos ni otros pensaron muy detalladamente
en el asunto.
Lo cierto es que todos solemos hablar de la suerte; pero
a la hora de decir seriamente de qué se trata nos damos cuenta de
que no lo sabemos.
El “no lo sabemos” es prácticamente el mejor de los casos, ya que en todos los otros el hombre se pasa la vida recurriendo a este concepto para sacarse responsabilidades de encima: si no obtuvo lo deseado porque no hizo lo necesario,
147
puede decir que tuvo mala suerte; si no está dispuesto a hacer lo
necesario en el futuro, puede imaginar que si tiene suerte obtendrá todo sin pensar ni trabajar.
La definición de qué es la suerte presenta dificultades precisamente porque en ella interviene la subjetividad, el deseo, el
modo de vida de cada uno.
Con un poco de objetividad, podríamos coincidir todos
en que llamamos “suerte” a los factores que no podemos prever ni
manejar.
Por ejemplo, qué número de un dado va a quedar hacia
arriba. En realidad este fenómeno está tan sujeto a las leyes de
la naturaleza como cualquier otro: la fuerza con que se lo lance,
la posición desde la que inicie su recorrido, la dirección en que
vaya, la distancia hasta la superficie en que irá a caer, y otros
factores muy difíciles de calcular, determinarán que caiga sólo de
una determinada manera; pero como es tan complicado prever
todo eso decimos que es azar, y que el que apostó al número
que quedaría hacia arriba tuvo suerte.
Por lo tanto hay una definición tentativa y aproximada:
es suerte todo lo que ocurre sin que podamos preverlo ni controlarlo.
Dentro de ese todo hay causas que producen efectos coincidentes con nuestros deseos y otras que producen lo contrario. De ahí que hablemos de buena o mala suerte.
Si llamamos suerte a esto, es poco menos que imposible decir que no existe.
Si de esta definición sencilla tratamos de pasar a otra más
profunda, empezaremos a pelearnos por los diferentes papeles que
cada uno intenta adjudicar a la suerte. Unos dirán que hay fuerzas
externas que actúan deliberadamente, otros se reirán de esto,
los primeros se enojarán porque se duda de lo que dicen, y lo
más posible es que nunca se llegue a una conclusión.
Hay puntos en que, lejos de necesitar una conclusión, necesitamos precisamente lo contrario: no sacar conclusiones de donde
no hay razones para sacarlas.
Hablar de todo lo que ocurre sin que podamos preverlo
ni controlarlo no significa de ninguna manera que eso que ocu148
rre fuera de nuestro alcance esté fuera del orden y de las leyes
del universo.
Dicho de otra manera, todo eso que no prevemos ni controlamos no está en esa área por poseer características distintas
a las del resto de los fenómenos, sino simplemente porque no
alcanzamos (tal vez sólo por el momento) a conocerlo. Como el resto de
las cosas, está total e indisolublemente sujeto a las leyes de causa y efecto. Todos los efectos que esa parte de la realidad produzca estarán en concordancia con el principio de “a igual causa, igual efecto”. No puede ser que en determinada combinación de circunstancias “pueda pasar tanto una cosa como la
otra”: se producirá el efecto que corresponde a esas circunstancias y no otro. Si en algunos casos presenciamos efectos
sorprendentes e inimaginados es porque provienen de causas que
no conocíamos. El hecho de que no conozcamos un área de la
realidad no significa (como desearían los que quieren “salvarse” de las leyes de la vida) que se trate de un área dominada por
el azar absoluto ni por leyes distintas a las del resto de las cosas.
Un universo regido por la ley de causa y efecto no es necesariamente un universo “materialista” ni carente de instancias
espirituales. Si hay seres espirituales o sobrehumanos, actúan
con sus poderes sobrehumanos de la misma manera que nosotros: sujetos voluntaria o involuntariamente a un orden cósmico que rige todos los fenómenos.
Pese a toda la complejidad de la realidad conocida y de la
desconocida, y hasta independientemente de que el universo
sea como lo pensamos o no, disponemos en el terreno de la práctica de una conclusión asombrosamente fácil: si la suerte es aquello que no podemos prever ni manejar, lo más sano para vivir
bien es no preocuparse por ella.
Si algún factor imprevisible puede incidir en favor o en
contra de nuestros planes, en vista de que no podemos preverlo, precisamente porque no podemos preverlo, e independientemente de cuánto porcentaje del universo desconozcamos,
nos queda una única y extremadamente simple alternativa: ejecu149
tar nuestros planes.
Aquí surge una cuestión seria, pero que en realidad no tiene relación con la suerte: debemos ejecutar nuestros planes con
la mayor precaución posible, con el mayor cuidado de que no haya
quedado algo previsible sin tener en cuenta; pero subrayando lo
de previsible.
Intentar pensar más allá de lo que podemos prever es ni
más ni menos que inútil. A no ser que en realidad sea una excusa inducida por el miedo o la pereza para no ejecutar nuestros
planes.
En un mundo en el que permanentemente se entrecruzan
causas y efectos, los efectos pueden coincidir o no con nuestros deseos (la única causa que en este mundo puede producir
exclusivamente efectos coincidentes con nuestros deseos es
nuestra propia intervención, siempre y cuando no nos equivoquemos). Como consecuencia de esto nace una idea muy poco
reflexiva, pero que muy habitualmente ronda por las mentes
humanas: si los fenómenos que ocurren no nos favorecen, “tenemos mala suerte”.
Pero ¿por qué tendría que trabajar la concatenación de
causas y efectos en favor de un individuo en especial? Y si
hubiera seres benignos o malignos trabajando desde mundos
invisibles, serían parte de la concatenación de causas y efectos.
En tal caso, ¿qué los determinaría a favorecer más a unos que a
otros?
Es también muy común decir que esas fuerzas favorecen a
algunos seres porque “se lo merecen”, de ahí pasar a creer que
uno está entre los que merecen lo mejor, sin decirse qué hizo
de bueno para merecerlo, y sin proponerse hacerlo en un futuro previsible.
Es muy común suponer que uno mismo tiene algo de especial para que la realidad, con o sin entidades conscientes en
mundos invisibles, trabaje para favorecerlo. Todo eso es producto de la fantasía generada, por una parte, por la fuerza del
deseo, que tiende a no aceptar una realidad donde no suceda lo
que deseamos, y, por otra parte, por la inclinación a no esfor150
zarse ni molestarse, que tiende a desear que el mundo haga por
y para nosotros lo que no hacemos con nuestras propias manos.
De ahí que cuando esto no sucede, en vez de tomarlo como lo más natural del mundo se dice que hubo mala suerte.
Detrás de todo esto subyace siempre una actitud, una deficiencia moral: no querer observar la vida, ni esforzarse, ni
arriesgarse, y al mismo tiempo desear obtener lo mejor del mundo
mediante la intervención de los demás, del azar o de entidades
enigmáticas que por alguna razón harán todo en nuestro provecho.
La persona moralmente sana y limpia hace todo lo contrario: no espera nada de fuerzas externas ni cree que éstas tengan alguna
obligación para con ella; simplemente trabaja, se convierte a sí
misma en la causa (la única posible y confiable) que puede producir los efectos que le gustaría que ocurrieran.
Imaginemos un ejemplo: dos personas se dedican a estudiar, a prepararse seriamente para ganarse la vida. Se capacitan
en todo lo que pueden, no dejan nada librado al azar, se convencen de que lo verdaderamente decisivo es su capacidad y su
conocimiento, y una vez que se prepararon con todo su esmero salen a vender.
Uno vende el producto “A” y tiene gran éxito, se dice a sí
mismo que hizo todo muy bien y que valió la pena capacitarse.
Otro sale a vender el producto “B” y vende muy poco, se dice
que “algo anduvo mal” y hasta puede pensar que “fracasó”,
que no vale la pena capacitarse ni esforzarse.
Y seguramente alguien dirá que uno de ellos “tuvo suerte”.
¿Este hecho, como tantos similares, demuestra que existe
la suerte?
En realidad sólo demuestra que a la gente le interesa mucho el producto “A” y le interesa poco el producto “B” (aquí
se usa el ejemplo de vender distintos productos, pero se podría
juzgar igualmente las alternativas de ejercer distintas profesiones, habitar en distintos lugares, etc.). Cualquier diferencia de
resultados se debe a algún detalle poco conocido de la realidad,
151
y no significa que existan fuerzas deliberadas ni predeterminadas en favor de un vendedor ni en contra del otro.
Si nadie estaba enterado de esa disparidad de gustos en los
potenciales clientes, con la práctica de salir a vender se la descubrió, y ese factor desconocido se transformó en conocido;
dejó de pertenecer al mundo de lo imprevisible.
El hecho de que uno haya encarado una actividad que lo
benefició inmediatamente y el otro una que le hizo perder
tiempo puede ser llamado “suerte”, si damos a este término el
sentido de factores no previsibles ni manejables que pueden incidir sobre
nuestros planes.
Pero ¿qué sentido tiene y para qué sirve el nombre que le
pongamos? En circunstancias favorables o adversas, lo único
que verdaderamente sirve es continuar trabajando por lo deseado.
Desde ahora el vendedor que “fracasó”, si luego de lo
ocurrido no se hizo daño con su propio pensamiento, sabe un
poco más sobre el tema y puede continuar sus planes vendiendo otra cosa, o darse cuenta de sus mejores cualidades no son
las de vendedor y dedicarse a otra actividad. Simplemente chocó con un aspecto desconocido de la realidad. Si en todo su
período de aprendizaje no dispuso de un modo de preverlo, no
hubo ninguna falta de responsabilidad de su parte.
Si cumplimos con nuestra parte, si consideramos todo lo
que está a nuestro alcance y no dejamos sin pensar algo que
podríamos haber pensado, estamos poniendo todo lo necesario
para no convertirnos en esclavos voluntarios de la suerte.
Tal vez nos quede un poco de miedo a lo imprevisible y
desconocido; pero no será de ningún modo una debilidad. Nos
acostumbraremos a vivir con este factor, que desde el principio
de los tiempos acompaña la existencia humana.
Hace unos dos mil años, los filósofos estoicos ponían énfasis en la idea de preocuparnos únicamente por lo que depende de nosotros.
Esto es por una parte una actitud moral (sería inmoral y
evasivo preocuparse por lo otro), y por otra una fórmula sencilla y eficaz para la felicidad (preocuparse por lo que no depen152
de de nosotros nos llevaría a un permanente estado de dependencia y sufrimiento).
La idea no es nueva. Simplemente falta asociarla con el tan
remanido tema de la suerte: todo lo que no depende de nosotros, ya esté manejado por seres malignos o benignos, ya sea
producto del absoluto azar o de leyes naturales cuyas interrelaciones son demasiado difíciles de prever, es mejor que, precisamente por ser inalcanzable, deje de ser parte de nuestras preocupaciones, y que nos dediquemos a llevar a cabo lo posible,
que precisamente se volverá posible porque nos ponemos a trabajar
sobre la parte controlable de la realidad.
Aquí aparece otro punto para reflexionar: tal vez haya factores que consideramos incontrolables o imprevisibles y no lo
son; tal vez parte de lo desconocido pueda volverse cognoscible y controlable.
Dejar fuera de nuestra atención algo que tal vez debamos
atender sería una falta ética y práctica a la propuesta estoica.
Debemos prevenir, tomar precauciones, hasta el límite de
nuestras posibilidades (o del tiempo disponible en cada caso).
Más allá de lo conocido siempre estará lo desconocido; pero un determinado fenómeno puede ser traído desde ese más
allá hacia este lado. Dicho de otra manera, se puede desplazar el
límite hacia adelante, con lo que algunos objetos que estaban
“del otro lado” quedarán en el terreno de lo visible y familiar.
Por ejemplo, la utilización de computadoras para analizar
resultados de juegos de “azar” hizo que algunos fenómenos
pasaran del terreno de lo imprevisible al de lo previsible, y hasta obligó a modificar algunos reglamentos de las casas de juegos. No fue un “milagro” ni una ruptura de las leyes naturales:
simplemente se pudo analizar los mismos hechos con más detalle
que antes.
Lo mismo sucede respecto a lo que es “imprevisible” para
una persona y previsible para otra. Con experiencia y atención,
se puede extender imprevisiblemente el límite entre lo previsible y
lo imprevisible.
Algunos accidentes son adjudicados a la mala suerte por las
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personas no inclinadas a reflexionar ni a prevenir; mientras que
para otras están dentro de las posibilidades previsibles, y por lo
tanto a ellas no les ocurren.
Existen los campos de lo previsible y de lo imprevisible, y
una de las posibilidades del hombre es desplazar el límite entre
ellos para que queden más sucesos a su alcance. Quien encara
esto está acrecentando su propio poder y disminuyendo el de la
suerte.
En síntesis, si sabemos que algunos fenómenos (sean
cuantos sean) quedan fuera de nuestro alcance, lo más sano es
no ocuparnos de ellos, y movernos en pos de lo que sí podemos.
Podemos dejar sin resolver el tema de las influencias malignas o benignas y el de que exista o no esa cosa intangible
llamada suerte. Precisamente porque la suerte es “lo que está
fuera de nuestro alcance” no podemos hacer nada al respecto, y sí
podemos dedicarnos a lo mucho que está nuestro alcance para
trabajar por lo que deseamos.
Muy a menudo aparece en este terreno la idea de que “a la
suerte hay que ayudarla”.
Si esta propuesta se refiere a lo que está a nuestro alcance
hacer o sembrar, eso que hagamos no será parte de “la suerte”:
será ni más ni menos que parte de nuestro trabajo. “La suerte”
seguirá tan fuera de nuestro alcance como siempre.
En el fondo de todas estas cavilaciones subyace el gran
tema básico: la gran alternativa no está en creer o no creer que
exista la suerte, sino en arrojarse o no arrojarse a sus brazos.
No importa si la suerte existe o no: importa si ponemos
nuestro futuro en sus manos o en las nuestras.
Si les prestamos la suficiente atención, las habituales discusiones acerca de la suerte no van dirigidas a “demostrar” que
existe o que no existe: van dirigidas a proponer depender de la suerte
o a proponer depender de uno mismo.
La ofuscación de uno y otro de los bandos formados en
torno al tema no se debe a las diferencias sobre cómo es la realidad, sino a las relativas a cómo conducirse.
No es una cuestión de conocimiento o ignorancia: es una
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cuestión de actitud.
La inclinación a sostenerse sobre uno mismo, y sostener
sobre uno mismo el futuro que se desea, es una actitud moral y
práctica de los que encaran la vida con sinceridad y responsabilidad. La inclinación a sostenerse en factores externos, como la
ayuda ajena, los designios inescrutables de algún plan cósmico
o, llegado el caso, la suerte, es propia de quienes no asumen responsabilidades.
Es fácil detectar a los que no asumen responsabilidades:
viven la mayor parte de su tiempo concentrados en lo que no depende
de ellos. Cada vez que se habla de algún problema se refieren a
todas las causas externas e “inmodificables” que lo determinan,
tienden a convencerse e intentar convencer a los demás de que
el bien o el mal que acceda a nuestras vidas es obra de factores
externos, están siempre listos a salir en defensa de “la suerte” y
se molestan, se ponen agresivos ante quienes defienden la importancia de la propia conducta.
Un argumento muy usual a tal fin es incluir los designios de
Dios como cúspide de los factores externos, y como consecuencia acusar de “hombres de poca fe” a los que pretendan
desestimar tales factores.
Independientemente de quién lo diga, más de una vez
puede aparecernos la idea de que, por algún designio de Dios
determinado por nuestro propio merecimiento, puede “estar
escrito” que alguno de nuestros planes salga mal y nos sobrevenga el sufrimiento.
Si creemos que tal cosa es posible, la resolución en la práctica es muy simple y nada contradictoria con lo ya dicho: como
nunca sabemos “qué va a pasar”, y como Dios no nos anticipó
nada sobre lo que puede haber determinado para nuestra vida,
lo único que tiene sentido es, una vez más, trabajar por lo que
deseamos que suceda.
No hay ningún motivo sano para hacer otra cosa.
Precisamente por ser lo que no depende de nosotros, la suerte es
elegida por las personas huidizas o irresponsables como elemento ideal al que abrazarse. No se abrazan porque creen mucho en
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la suerte, sino porque creen poco en sí mismos.
Y si vamos más lejos, la raíz de todo no es qué se cree, sino
qué se tiene ganas de hacer.
Los que tienen ganas de hacer, hacen. Los que no tienen ganas
de hacer, se convencen de que lo que desean les será traído por
la suerte.
Esto, y no lo que se piense sobre la suerte, es el verdadero
punto inicial. Todas las aparentes teorías que se elaboran como
consecuencia son precisamente eso: una elaboración, un efecto
de lo que previamente se prefiere en lo más profundo del sentimiento.
Evidentemente, nos encontraremos con muchos que discutan estas ideas, que intenten golpearnos por despreciar el
factor suerte, que intenten demostrar que éste es lo más importante de la vida.
Serán los que intentan vivir sin dedicarse, sin construir su vida con hechos, porque esto requeriría la decisión de moverse.
Y esta decisión es una de las más difíciles para el ser
humano, que en caso de no tomarla volcará toda su habilidad
para convencerse de que evitarse esa molestia es la mejor opción posible.
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Cualidades que determinan finalidades
Antiguas enseñanzas del Hinduismo afirman que toda la
materia del universo está impregnada, podríamos decir integrada, por tres cualidades, que se entremezclan en distintas proporciones en cada entidad existente, entendiendo que cada uno de
nosotros es también una de esas entidades, y que la materia no
es sólo lo que en Occidente denominamos así por percibirlo
con los sentidos. Para estas enseñanzas la materia existe también en niveles más sutiles, generalmente no perceptibles con
los sentidos, de los cuales está compuesta nuestra mente y lo
que los occidentales denominaríamos nuestra alma.
Esas tres cualidades presentes en todo lo existente tienen
denominaciones en la antigua lengua sánscrita, y son:
Tamas: Cualidad manifestada en la inercia, en el peso muerto, en la oscuridad propia de la materia cuando oculta y cubre la
luz. Como el hollín flotando en el espacio lo oscurece, la cualidad oscura de la materia oscurece, oculta, al espíritu, a la realidad absoluta que subyace tras ella.
Rajas: Su nombre, posible antepasado de rojo, da cierta idea
de lo que designa: la cualidad pasional, activa, motriz; la cualidad
de la naturaleza que rompe la inercia y genera movimiento,
desequilibrio, inquietud. En los seres vivos determina el deseo,
la pasión, la búsqueda de satisfacción.
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Sattwa: Es el equilibrio superador, la armonía. Es la cualidad de la materia capaz de transparentar la luz del espíritu. Como
Tamas caracteriza a la materia más oscura, Sattwa caracteriza a
la más pura y transparente.
Tal vez introducirse en terrenos tan intrincados sea la única manera de explicarse algunas diferencias entre los hombres,
sus conductas y sus finalidades.
Si no entreviéramos estos principios íntimos de lo existente no le encontraríamos sentido a muchos fenómenos en lo
que ahora nos importa: el comportamiento humano.
Se puede no creer esto muy al pie de la letra o decir que
nada lo prueba muy convincentemente. De todos modos, como muchas otras ideas, puede servir como hipótesis de trabajo,
sin la cual no encontraríamos la menor explicación a actitudes
humanas que nos parecerían absurdas y hasta imposibles.
De ahí que a primera vista distingamos entre personas ansiosas, apasionadas, incapaces de quedarse quietas, y personas pasivas,
haraganas, incapaces de moverse por sí mismas. Y de vez en cuando
tenemos noticias de seres que parecen estar por encima de una y
otra opción, que permanecen en armonía y actúan sabiamente pase
lo que pase.
Cada individuo posee una determinada combinación de
cualidades, que condiciona su manera de sentir, pensar y juzgar.
Mientras no vivamos las suficientes experiencias que nos
demuestren otra cosa, tendemos a dar por sentado que todos
son más o menos como nosotros, que van a responder a las
circunstancias como nosotros e interesarse por lo mismo que
nosotros.
Con el tiempo descubrimos, generalmente con enorme
asombro, que no es así.
Nos parece inconcebible que algunas personas busquen lo
que buscan y prefieran lo que prefieren. Hasta llegamos a pensar que traspasaron el límite de la normalidad.
De ahí que necesitemos entender qué es lo que se mueve
en el fondo del ser humano para no quedar tan “perdidos” en
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esta tarea, que no es la tarea de un sector de especialistas, sino la
de cualquiera que se proponga hacer algo más o menos serio
con su propia vida, y que desee tratar con los demás sin finalizar aniquilándolos ni huyendo de ellos.
Como tratar con los demás es un desafío que se nos presenta
en cualquier área de la vida, desde el hecho inicial de tener padres y hermanos hasta los posteriores de tener cónyuge, hijos,
amigos, vecinos y clientes, sin un poco de inquietud por aprender de qué se trata estaremos condenados lisa y llanamente a vivir
mal.
Aprendemos temprano y rápido que todas las personas
buscan “el bien”. Incluso los “malos”, los que les quitan bienes
a otros, procuran con ese acto su bien.
Más adelante se puede (o algunos pueden y otros no) percibir un fenómeno que antes no se veía y a veces llega a asombrar: no todos entienden por “bien” la misma cosa.
Es algo que cuesta entender si no se tiene en cuenta las
cualidades mencionadas.
Tanto en el ámbito moral como en el de los gustos o en el
de los sentimientos, cada uno lleva en lo más íntimo de sí una
escala de valores, una especie de vara con que mide todo lo que se
le presenta.
Esa escala va del extremo de lo mejor al de lo peor.
Damos por sentado que es cierto; pero de acuerdo a lo
aquí considerado habría que agregar un aspecto no tenido en
cuenta: las escalas de valores de distintos individuos van en distintas direcciones.
Para un tamásico, la escala se extiende entre la relajación y el
esfuerzo. La primera es el mayor de todos los bienes y el segundo es el mayor de todos los males imaginables. Para un rajásico
la escala es entre la satisfacción y la insatisfacción. Para un sátwico
es entre la armonía y la desarmonía interiores.
A cada uno pueden importarle en alguna medida los bienes o males de las otras escalas, pero nunca significarán lo mejor ni lo peor de todo lo posible, como los extremos de su escala.
Por eso es imposible que unos entiendan a otros si creen
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que lo natural es que los sentimientos de todos se extiendan en
la misma dirección y entre los mismos polos. Cada vez que hable
con otros sobre el bien y el mal, lo mejor o lo peor de la vida, cada
uno estará refiriéndose a su propia escala como si no hubiera otra
cosa.
Suele parecernos inconcebible que alguien prefiera alguna
vez el mal para sí mismo. Esta contradicción se resuelve aclarando que en realidad prefiere el mal o lo peor de nuestra escala
de valores para evitar el mal de la suya, que es lo que teme por
encima de todo.
Es posible elaborar un esquema muy esquemático sobre qué
entiende o siente como “bien” cada tipo de persona.
Para el ser humano tamásico la experiencia más satisfactoria, y por lo tanto el mayor “bien” en su escala de valores, es no
invertir energía, no hacer nada, ni a nivel físico ni a niveles superiores, como el de sentir, pensar o contemplar. Por lo tanto el
mayor mal, el polo opuesto de la escala, es el esfuerzo.
Para el rajásico lo que le da sentido a todo es el placer; en algunas personas el mero placer de los sentidos y en otras el placer de conquistar, de sentirse capaz, de poder. Los que perciben a niveles más sutiles incluirán como fuentes de satisfacción
el arte y el conocimiento del mundo. La peor posibilidad para
estas personas es la carencia, la ausencia de placer.
Para el sáttwico no hay mayor bien que el equilibrio interior,
la felicidad nacida de la propia armonía y no de las circunstancias. Se conduce, aunque no haya escuchado la frase, por el
“ante todo, cuidad de vuestra alma” que proponía Sócrates. Por lo
tanto, para él no hay mayor mal que la desarmonía interior.
Esto ya es suficiente para sugerirnos por qué, aunque todos quieran el bien, no todos buscan lo mismo.
Por ejemplo, a un tamásico le gustaría, como al común de la
gente, poseer mucho dinero. En su caso la razón fundamental
será el sueño de no tener que trabajar ni molestarse. Pero si para
ganar dinero tuviera que molestarse, preferirá evadir ese disgusto;
vivir sin dinero o soñar que alguna vez lo poseerá si lo ayuda la
suerte. La consigna que guiará su vida podría resumirse en “ganar
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es más lindo; pero perder es más fácil”.
Un rajásico luchará por el dinero (no con el fin de vivir sin
hacer nada sino con el de disfrutar) sin considerar su necesidad de
descansar, su salud ni su armonía interior (y en no pocos casos,
sin considerar a los demás), porque no concibe nada peor que
carecer de lo deseado; y precisamente por eso desea mucho. Si esta
característica prepondera demasiado en su mente, despreciará a
los que no sean como él y hasta los avasallará para conseguir
los bienes que siente indispensables.
Un sáttwico no querrá ningún bien externo que le exija quebrantar su armonía interior. No querrá empeorar como persona
“por nada del mundo”. Trabajará fundamentalmente por un
mundo más armónico, donde todos puedan vivir más armónicamente, sin entender esta idea en términos demasiado “materiales”. Cuando trabaje para sí mismo, no aceptará que trabajar
signifique maltratarse ni sacrificarse.
A este tipo de diferencias se debe el que unos seres no entiendan a otros.
Quien valora el placer por sobre todas las cosas creerá imposible que alguien sienta que la vida es fea, y sin más fin que
evitar esfuerzos deseche toda posibilidad de disfrutarla. Tampoco
entenderá que alguien no se mueva por dinero sino “por un mundo
mejor”: creerá que es un trastornado, un idiota, o un mentiroso
que habla de ese tema para sacarle dinero a los demás.
Si alguien valora por sobre todo el no esforzarse, considerará incomprensiblemente molestos a todos los que propongan
moverse hacia algún objetivo. No entenderá para qué otros seres
hacen lo que hacen.
Todos estamos en algún punto de ese espectro de colores.
Todos habremos experimentado la sensación de que es inútil cualquier intento de resolver estas diferencias hablando: no
hay argumento capaz de manejar a alguien con más fuerza que
sus propias tendencias internas.
Algunas veces nos decimos que no tiene sentido la existencia
de los que se limitan a mantenerse vivos biológicamente, sin
moverse y sin inquietarse. Otras veces aseguramos que no tiene
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sentido la lucha de quienes se inquietan más de la cuenta.
Esos juicios, como los que a su vez efectúan los demás
sobre nosotros, nacen todos de la propia disposición interior, y
nos sugieren lo absurdo de intentar forzar a alguien a querer
otra cosa que la que quiere.
Si nos queda clara esta idea, se nos hará clara también la
manera de tratar con los demás, de comprenderlos, de no estar
demasiado seguros de que existan los “equivocados”. Descubriremos que es tan natural ser de un modo como ser de otro,
y que es muy poco lo que podemos hacer al respecto, salvo
vivir nuestra vida sin atormentarnos por esas diferencias que,
cuando no pensamos en profundidad, nos parecen absurdas e
inaceptables.
Si logramos ese vivir sin atormentarnos, tal vez podamos vivir
sin atormentar a otros, e introduzcamos en el mundo un poco
de esa armonía tan necesaria, propia de los que emergieron de
las regiones más tumultuosas de la existencia.
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La personificación de las circunstancias o el “efecto padres”
Cuando, a poco de nacer y de pasar nuestros primeros
tiempos a fuerza de instinto, la maduración de nuestras facultades nos permite albergar alguna idea, la primera que se forma
en nuestra mente es la de que tenemos padres.
No lo pensamos con demasiada precisión; pero “sabemos” que vivimos con seres que nos dan lo que necesitamos,
que acuden cuando lloramos y que nos hacen sentir bien.
Esto es lo esencial de esa convicción, independientemente de la diversidad de circunstancias en que pueda nacer
cada individuo y de qué padres o sustitutos puedan tocarle.
A medida que la idea adquiere más detalle, nos dice que de
esos seres depende nuestro bien o nuestro mal, que ellos tienen
todo el poder sobre lo que recibamos o dejemos de recibir.
Este núcleo de la idea dejará una poderosísima huella en
nuestra vida posterior; porque no sólo es la primera idea que nos
apareció, sino que lo hizo rodeada, impregnada, por toda nuestra capacidad de sentir. Alrededor de la figura de nuestros padres no sólo está la convicción de que ellos lo determinan todo, sino el amor que desde nuestro arribo al mundo empieza a
nacer en nosotros.
Esa huella inicial se verá luego ante derivaciones tan variadas como son variadas las vidas concretas de los seres; pero no
es difícil ver que en toda esa variedad hay rasgos más o menos
constantes.
El principal es que algún día nuestros padres, hasta entonces siempre listos para darnos todo, dirán no a alguno de nuestros pedidos.
Suele constituir el primer gran drama para cualquier niño.
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Descubrimos con pavorosa conmoción que esos seres no hacen
todo lo que queremos. Tiembla nuestro mundo hasta entonces
confortable y seguro, y hasta tambalea nuestra convicción de
que nos quieren.
Este drama puede resolverse bien o mal. Claro que es muy
poco lo que a esa altura podemos hacer para nuestra formación. Todo está, por el momento, en manos de nuestros padres.
Si se resuelve no demasiado mal, y proseguimos con las etapas que generalmente sobrevienen a todos, llegará el día, también conmocionante, de descubrir que nuestros padres no son
todopoderosos: no pueden conseguir que todos los sucesos del
mundo (a esa altura habremos aprendido que existe “el mundo”) obedezcan a su voluntad.
Por entonces ya estará en plena marcha nuestro aprendizaje, que gradualmente irá pasando de la responsabilidad de nuestros padres a la nuestra.
El gran desafío, para algunos el gran drama, es precisamente eso: en algún momento todo debe pasar de la responsabilidad de nuestros padres a la nuestra. En algún momento
necesitamos empezar a depender de nosotros mismos.
El hecho de que lo necesitemos no quiere decir que siempre lo hagamos. De ahí la posibilidad de que, por culpa de los
padres o por la propia, unos seres se superen y otros se perviertan.
Son inconcebiblemente variadas las posibilidades de cada
vida; pero lo destacable en este caso es que prácticamente en
todas quedó una impronta, más parecida a una sensación que a
un conocimiento: hay en torno a nosotros voluntades de las que depende nuestro bien y nuestro mal.
Esta impronta no sólo es poderosa por ser la primera en
instalarse en nosotros, sino por estar impregnada con nuestros
sentimientos más profundos.
Aquí viene el centro del problema, el gran desafío que se
nos presenta cuando, ya por nuestra propia cuenta, debemos
relacionarnos con el mundo: podemos darnos cuenta de que
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esas voluntades de las que depende nuestro bien y nuestro mal son una
sensación del pasado, que no toda la realidad funciona así, o, si no
maduramos o no intentamos madurar, seguir sintiendo que
todos los sucesos del mundo dependen de voluntades todopoderosas
que “nos quieren” o “no nos quieren”.
Es un esquema simple e infantil. El calificativo de infantil
no sugiere exclusivamente ingenuidad o inexperiencia: sugiere
también la profundidad, la fortaleza de lo que se impregnó en
nosotros en el principio de nuestra vida.
Si no se nos grabó lo que nos mostraron aquellas primeras
experiencias conmocionantes: 1) las voluntades externas no siempre
coinciden con nuestros deseos, y 2) las voluntades externas no tienen un
poder absoluto sobre la realidad, y no descubrimos, además, que no
todo lo que ocurre depende de “voluntades externas”, podemos proseguir nuestra vida como seres inmaduros, “viendo”
alguna voluntad oculta tras cada fenómeno que nos rodee.
El hecho de que llueva cuando no queremos nos despertará el sentimiento de que alguien decidió eso “para nuestro
mal”. El mal funcionamiento de una máquina nos llevará a
pensar que “está empeñada en enfurecernos”. El resultado de
un encuentro deportivo puede sugerirnos que hay una voluntad poderosa moviendo los hilos para que todo sea como a ella
le conviene.
Más adelante, cualquier insatisfacción en el área socioeconómica nos “convencerá” de que “el gobierno” determina que
las cosas sean así, que “no nos quiere” como debiera querernos, y la consecuencia será el resentimiento, el odio hacia dicho
gobierno (y posiblemente hacia todos los que le sucedan).
En todos los casos se juzgarán las circunstancias a partir
del supuesto fundamento de que “alguien” quiere que las cosas
sean así.
En esto se adivina la perspectiva de que en vez de adquirir
capacidad para modificar la realidad, individual o colectiva,
derivemos hacia una creciente incapacitación, con todas las
consecuencias que son de imaginar.
Si luego descubrimos que el gobierno del país no puede
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hacer toda su voluntad debido a cómo anda el mundo, nos
imaginaremos un “gobierno del mundo” constituido por grupos o naciones que sí pueden todo lo que quieren, para beneficio propio y para mal de los demás, entre los que siempre nos
incluiremos nosotros.
Y si esto es así y nadie lo impide, empezaremos a figurarnos el “gobierno del universo”, Dios, como incomprensiblemente diferente de lo que debiera ser.
Tal vez muchas concepciones religiosas disten enormemente de las enseñanzas que les dieron origen, tergiversadas
por las inclinaciones subjetivas del ser humano, entre las cuales
el efecto padres cumple un rol preponderante, y se remodelen
ideas de acuerdo al gusto de los que le dirán “sí” a la creencia
que satisfaga sus inclinaciones más íntimas.
Ante la dificultad de concebir una parte de la realidad que
no se conoce, se tiende a compararla o asociarla con una parte
conocida. Pero esa asociación es en algunos casos demasiado
exagerada, y en vez de ayudar a conocer lo desconocido lo desfigura hasta tal punto que en realidad dificulta su conocimiento.
Tal vez la mayor exageración al respecto ocurra con la idea
de Dios, reiteradamente concebido “a imagen y semejanza” de
un padre de este mundo, con finalidades y sentimientos demasiado parecidos a los de una persona.
Por el mismo procedimiento, todo nuestro universo puede
llegar a quedar “personificado”, poblado de voluntades poderosas ante las que no podemos hacer nada, excepto (si alguna
vez eso dio resultado ante nuestros padres) pedir y llorar hasta
que nos den lo que queremos. Si este camino no es posible,
sólo quedará el de resignarnos ante un “designio” que “no nos
deja” otra posibilidad.
Esta supervivencia del espíritu infantil puede determinar
desde su raíz nuestra forma de ver y encarar la existencia.
Para alguien más o menos maduro, el mundo es como una
página donde escribir, un amplio espectro de posibilidades de
hacer, de conseguir o no conseguir los objetivos con que sueña. Para
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alguien que no rompió el cascarón del “efecto padres”, el
mundo es un lugar donde nos dan o no nos dan lo que queremos.
Y nos lo den o no, existe desde un principio en “alguien”
(Dios, los gobernantes, la sociedad, las personas con que nos
relacionamos), el deber de dárnoslo.
Es fácil imaginar cómo vivirá alguien que cree que el
mundo y las personas le deben permanentemente algo y tienen
la obligación de hacerlo feliz: ante cada momento indeseable vivirá echando culpas, recriminará en vez de dar, pedirá en vez
de hacer, desechará a las personas que quiere o lo quieren porque considera que no cumplen con su obligación, buscará una y otra
vez otras que de una vez por todas cumplan con eso que tienen
que cumplir. No será de extrañar que se divorcie varias veces;
no será de extrañar que se drogue para salir del indebido estado
de insatisfacción en que vive; no será de extrañar que robe,
porque considera que las cosas “le corresponden”, y la falla
está en que los demás no se las dieron.
¿Por qué el ser humano suele aferrarse con tanta fuerza a
un esquema imaginario que da resultados tan adversos?
En primer término, porque este esquema no es sólo un
contenido mental: está rodeado de los sentimientos más antiguos, más básicos, más intensos que posee el individuo.
Abandonar ese esquema sería casi lo mismo que abandonar el hogar: significaría esfumar repentinamente todo afecto y
exponerse a la intemperie de la soledad y el desamparo. Se nos
vendría encima una carencia indeseable y poco menos que insoportable.
Esa es una razón por la que se tiende a no abandonarlo.
Podríamos llamarla la razón afectiva.
Así como en el hombre hay afecto, sentimiento, también
hay conocimiento y también hay voluntad.
Por lo tanto, la dificultad para desprenderse del “efecto
padres” posee también una razón cognoscitiva y una razón volitiva.
La razón cognoscitiva es sencillamente la falta de conocimiento. Es muy habitual ignorar que los sucesos del mundo no
se deben necesariamente a que alguien haya querido que sean así,
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sino que pueden ser así independientemente de la voluntad de todos,
como simple resultado de las leyes de la naturaleza interrelacionándose con la acción de múltiples voluntades que hacen
fuerza en distintas direcciones.
Toda esa interrelación de causas y efectos puede generar
una realidad que nadie quiso, o en la que algunos impusieron su
voluntad un poco más que otros.
Si prestamos atención y adquirimos el conocimiento necesario, podemos darnos cuenta de que vivimos en una realidad
que no constituye el plan predeterminado de nadie en especial,
y de la cual no hay un culpable en especial (como algunas veces
hemos considerado a nuestros padres culpables de que algo no
fuera como queríamos).
Esto significaría pasar de una idea simple y fácil, endulzada
por la posibilidad de echarles la culpa a otros, a una representación de la realidad más difícil de entender, y en la que no habrá
“culpables” sobre los que descargar nuestra furia.
Llegar a esto requiere un esfuerzo intelectual, que puede
ser obstruido por la resistencia emocional a desprenderse del
esquema infantil, y obstruido también por el tercer factor, tal
vez el más serio a la hora de encarar la finalidad de “vivir
bien”: el factor de la voluntad.
Porque nuestra manera de suponer cómo es el mundo depende,
como tanto se dijo y se vio, de cómo somos, de qué queremos, de
cuánto queremos lo que queremos.
Si nuestra voluntad es débil, si lo que más deseamos es vivir cómodos, esforzarnos lo menos posible, nos gustará, nos convendrá mantener vigente el “efecto padres” por el resto de nuestros días.
Así, si no tenemos lo que queremos podemos pasarnos la
vida creyendo que “nadie quiso dárnoslo”, que “nadie nos quiso” ni fue bueno con nosotros; que hubo voluntades poderosas y planes maléficos o sobrenaturales determinando que vivamos como vivimos. Y hasta podemos creer que tuvimos ese
“destino” porque Dios lo dispuso en vista de que “nos portamos mal”.
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Con semejantes ideas, las situaciones más indeseables podrían quedar teñidas de una carga afectiva intensa, casi venerable, que nos lleve a aceptarlas como si fueran la mejor y más
bella de las posibilidades.
Si esta inmadurez subsiste impregnará todas nuestras actividades y relaciones: seremos incapaces de aceptar que algo
“no se pueda”, buscaremos “culpables” de los más ínfimos
contratiempos, y trataremos a todas las personas como un niño
maleducado trata a sus padres: les recriminaremos cada segundo en que no alcancemos la máxima satisfacción, viviremos
juzgando cualquier suceso en términos de que “nos quieren” o
“no nos quieren”, procuraremos doblegar su voluntad llorando
o atacándolas.
Esta multiplicidad de padecimientos se volverá la vida
habitual de cada persona que no deje esa cáscara afectivointelectual-volitiva que alguna vez tenemos que romper, y sin
embargo tendemos a conservar como si fuera el más cálido de
los abrigos.
Es como hallarse en una casa que nos cobija y nos ofrece
un panorama conocido, pero en la cual no hay alimentos. Sentiríamos que sería más cómodo quedarse siempre en ella; pero
en seguida descubriríamos que en esas condiciones aparentemente deseables padecemos cada vez más insatisfacción, y sabemos que a la larga no tendremos posibilidad de vivir.
La vida está afuera. Sólo necesitamos atrevernos a desafiar la
intemperie, hacer frente a lo desconocido, descubrir cómo obtener alimento con nuestras propias manos y cómo relacionarnos con la humanidad que habita más allá de esas paredes.
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Lo que queda sin hacer
Ante las complicaciones que nos presentan las sociedades
de hoy, tendemos a preguntarnos cómo sería la vida en una
sociedad más simple.
Entonces solemos imaginar pueblos primitivos saliendo a
cazar, alimentándose de lo que cazaban y construyendo sus
viviendas, las de unos iguales a las de otros, con los materiales
disponibles en su región y las técnicas heredadas de sus mayores.
Aunque esta imagen ya representa un grado de tecnificación, porque armas y viviendas son innovaciones introducidas
alguna vez, nos da la idea de un mundo lo suficientemente
simple como para convencernos de que el de hoy es complejo.
Adentrémonos en la vida de un hombre de ese mundo:
habrá aprendido a cazar a la misma edad en que lo hacían sus
semejantes, habrá aprendido al respecto ni más ni menos que
cualquiera de ellos, habrá formado una pareja sin que circularan por su mente preferencias sobre extracciones sociales, nivel
cultural, costumbres ni aspiraciones, habrá construido su vivienda sin preguntarse si podría tener una distinta o si la de
otro era mejor, habrá tenido hijos a los que enseñó lo que se
les enseñaba a todos, los habrá llevado a cazar a la edad en que
él salió por primera vez, habrá envejecido, y habrá muerto sin
preguntarse si le hubiera convenido vivir de otra manera.
Este cuadro nos despertará probablemente dos ideas: una
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es que aquellos seres parecían poseer la fórmula de la felicidad;
la otra es que si viviéramos como ellos nos aburriríamos terriblemente.
Y si profundizamos un poco más llegaremos a la conclusión más sorprendente: tanto una afirmación como la otra son verdaderas.
Alguien dijo “la felicidad depende de no tener opciones”.
No es que presentara un ideal de felicidad para los vegetales: se
supone que no creería que una vida sin opciones es la mejor de
las vidas posibles. Se refirió a que lo que introduce inestabilidad, vacilación, duda, miedo, tormento y complicación en
nuestra vida es ni más ni menos que la posibilidad de elegir.
La misma especie humana que una vez cazaba en las selvas
fue innovando, inventando, intentando, y convirtiendo paso a
paso la vida de cada individuo (según unos para mal, según
otros para bien) en lo que es ahora: una posibilidad casi infinita
de opciones.
Y, curiosamente, esa iniciativa creó un fenómeno antes inexistente: una alta proporción de seres disconformes.
Esto nos tienta a preguntarnos: ¿Nos hemos equivocado?
¿Es un error la civilización?
Detrás de esta pregunta parece subyacer toda la razón de
ser del hombre.
Podríamos haber sido animales sin inquietudes; pero el
mismo proceso de inventar armas al principio, ropas más adelante y el resto de las cosas después no es un hecho azaroso, que
podría haber ocurrido o no: desde el momento en que somos humanos
intentamos hacer “algo más” con nuestra existencia.
Todo lo que hicimos desde nuestro estado salvaje en adelante fue, podría decirse, el resultado de una vocación previa.
Pues bien, desde ese primer intento de “algo más” estuvimos ampliando nuestras posibilidades. Hoy cualquier ser humano es
consciente de que en su vida hay distintas posibilidades, de que
algunas pueden concretarse y otras no, y de que algunas pueden hacerlo más feliz que otras.
A diferencia del sujeto escogido al azar en el ejemplo, no
172
morimos sin preguntarnos qué más podríamos haber hecho.
Más todavía, nos inquietamos por el tema prácticamente a poco
de nacer.
Basta prestar un poco de atención al asunto, y ver la multiplicidad de posibilidades que se abren en este mundo cada
vez más diversificado, tecnificado e intercomunicado, para
darnos cuenta de una primera evidencia: no todo lo que se nos ocurra llegará a concretarse.
A primera vista, esta afirmación nos asusta. Quedarse con
algo sin hacer es sufrimiento.
También a primera vista, ante esto hay dos caminos: aceptar
el desafío o escapar. De ahí que algunos sientan que el hombre
creó sociedades complejas y multiplicó posibilidades “para
mal” y otros sientan que lo mismo fue “para bien”.
Para evitar ese “mal”, muchos prefieren la comodidad de
creer que no tienen posibilidades ni opciones. Con eso pretenden
vivir tranquilos. Pero como es imposible no darse cuenta de
que no todos viven igual, suelen explicar esto diciendo que las
posibilidades las tienen “los ricos” u otro sector afortunado, o
bien que esas diferencias no dependen de lo que uno haga sino
de factores inmodificablemente ajenos al hombre.
El problema que aquí se intenta enfocar es el de la otra alternativa: aceptar el desafío, darse cuenta de que nuestro porvenir
es una multiplicidad de posibilidades, que éstas dependen en
gran medida de nosotros, que algunas pueden concretarse y
otras no, que algunas pueden hacernos felices y otras no, y de
todos modos hacer frente a esta diversidad sin sufrir, o, si esto
es mucho pedir, sin sufrir demasiado.
En tal caso existe una primera fórmula: empezar dándose
cuenta de que todas las posibilidades, aun seleccionando solamente las mejores, no caben en nuestra existencia.
¿Podemos ver todos los programas y películas dignos de
ver? ¿Podemos leer todos los libros dignos de leer? ¿Podemos
cursar todas las carreras que nos interesan? ¿Podemos habitar
todos los lugares que nos atraen?
“Todas las posibilidades”, incluso sólo las buenas, incluso
173
sólo las de un determinado rubro, ocuparían más tiempo que el que
tendremos disponible por mucho que vivamos.
Debemos, por lo tanto, empezar diciéndonos: la posibilidad que algo de lo imaginado quede sin hacer no es una anormalidad: es la más absoluta normalidad. No hay vida en la que no
quede algo sin hacer.
Esta idea puede parecerse peligrosamente a la de los resignados que practican el “culto a la imposibilidad”, y podría llevarnos a la misma vida que viven ellos.
La diferencia fundamental es que esta idea debe convertirse en una convicción previa, una sabiduría que nos disuelva
toda histeria o reproche ante alguna posibilidad que imaginamos y no concretamos; pero, de ninguna manera, debe fijarnos
en la aparentemente cómoda condena de no intentar.
Una vida verdaderamente sana, una vida verdaderamente
encaminada hacia la no-infelicidad, es una vida en la que se intenta.
Una vez convencidos de que lo mejor es intentar, pero
convencidos también de que no existe la posibilidad de que no quede
nada sin hacer, la única síntesis superadora será la de elegir bien qué
hacer.
No podremos hacer todo en extensión, no podremos encarar, y mucho menos concretar, todas las posibilidades de las
que escuchemos hablar o que en algún momento nos atraigan;
pero sí podemos, debemos, necesitamos, hacer en profundidad.
Y para hacer en profundidad no necesitamos hacer una infinidad de cosas: necesitamos simplemente responder a nuestro llamado más profundo.
Ese llamado más profundo, esa necesidad que desde el
fondo de nosotros nos fuerza a movernos y jamás se resignará
a quedar sin satisfacción, puede ponerse en marcha por diversos medios concretos. De ahí que no importe demasiado, si se
elige alguno de esos caminos concretos, dejar otros sin recorrer. Lo que verdaderamente importa es desplegar nuestra potencia
interior.
Entre los que no se resignan, entre los que eligen la opción
174
de intentar, habrá quienes sufran demasiado y quienes finalicen
su vida con satisfacción. Unos serán los superficiales, los que no
percibieron más que el mundo de la extensión, de la diversidad
que nunca se acaba y por lo tanto nunca se obtiene; otros serán
los que intentaron en profundidad.
La felicidad no consiste en hacer todo, sino en hacer lo que
más necesitamos.
Cada uno debe ser capaz de identificar, entre lo que más
necesita o quiere, qué es lo primordial, qué es eso que no puede
dejar de empezar (no digamos de realizar en su totalidad) sin sentir que desperdicia su vida.
Si uno obedece a ese llamado, si se pone en marcha sin perezas ni cobardías, no le importará cuántas de todas las cosas
que alguna vez pasaron por su mente quedan sin hacer: vivirá
totalmente convencido de que transita el camino de la satisfacción.
175
El mito de la rutina
A la hora de pensar en las amenazas que se ciernen sobre
nuestra posibilidad de vivir bien, todos trazamos aproximadamente la misma lista de males ante los que no queremos vernos: la soledad, la enfermedad, la pobreza, la pérdida brusca de
la vida, de alguna capacidad o de alguna posesión, etc.
Pero a menudo el cine o la literatura nos presentan obras
pretendidamente dramáticas sustentadas únicamente en la confrontación de los personajes con estos males, y nos parecen un
tanto vacías, superficiales, incapaces de concebir otro drama
que los cambios materiales y bruscos.
Porque podemos transitar largos tramos de la existencia a
salvo de esos estallidos de adversidad sin que por esto se nos
ocurra decir que vivimos bien.
Porque, a no ser que seamos más vegetales que humanos,
nos damos cuenta de que la vida tiene que ser algo más, y no
nos resignamos a conformarnos con que “no nos pase nada
malo”.
Como las buenas novelas o películas, quien quiere ver en
profundidad descubre que hay drama, que hay aventura, allí
donde a primera vista no ocurre nada.
Que “no nos pase nada malo” está bien para empezar, pero de ninguna manera satisface nuestras más íntimas aspiraciones.
Si miramos en profundidad nos damos cuenta de que el
177
verdadero drama humano no nace (como en las telenovelas) de
las enfermedades, de los accidentes, de la maldad ajena ni del
amor no correspondido, sino del hecho de que no pase nada.
En la lucha contra el drama de que no pase nada, una lucha
que no todo el mundo decide encarar, cada uno puede darse
distintas respuestas sobre qué quiere que pase para que su vida sea
como quisiera.
Y en medio de esas alternativas nos entrecruzamos con un
villano que suele empeñarse en ingresar al drama de la existencia; un villano al que, como a todos los seres peligrosos, conviene prestarle atención: la rutina.
Porque, ni bien le prestemos atención, nos daremos cuenta
que ese villano finge tener un arma entre su ropa para que nos
asustemos y le entreguemos todo. Nos daremos cuenta de que
el peligro no está en él: sino en el miedo que le tengamos.
Muchas veces empeora (para ser más exactos, empeoramos)
nuestra vida por el solo hecho de que imaginamos un peligro
donde no lo hay.
Si no nos damos cuenta de que quien quiere intimidarnos
es inofensivo y el verdadero peligro está en nuestro miedo, el
resultado será el mismo que si usara un arma real: tendrá poder
sobre nuestra vida y hará lo que quiera con nosotros.
Lo mismo ocurre con esa palabra que se pronuncia casi
con terror: la rutina.
El término rutina se refiere simplemente a la repetición de
sucesos.
La repetición de sucesos en sí misma no nos parece un
mal. No nos parece mal ver cada día a los seres que queremos;
no nos parece mal que cada día salga el sol ni que dispongamos
de alimentos.
En síntesis, no nos molesta ni preocupa que se repitan los
sucesos agradables.
En cuanto a los sucesos desagradables, nos disgustan aunque no se repitan.
La raíz de ese casi terror parece tener relación con la repetición de acciones propias.
178
Nos disgusta hacer siempre lo mismo. Incluso lo que en un
tiempo nos gustó empieza a disgustarnos si lo repetimos indefinidamente.
Si hay un antónimo, una antítesis de la rutina, todo indica
que tiene que ser la novedad.
El espíritu humano (en la medida en que esté despierto) se
alimenta de novedad.
Pero sucede que la novedad, como todo lo deseable, tiene
su precio. Y la ausencia de lo deseable se debe, casi en todos
los casos, a que faltó disposición a pagar su precio.
Y puede decirse que la novedad tiene un precio en el área
individual y un precio en el área social.
En el área individual, en lo que respecta a lo más profundo
de nuestro ser, sucede que tendemos a hacer siempre lo mismo
cuando no sabemos a qué otra cosa pasar. Y no sabemos a qué otra
cosa pasar cuando no sabemos qué es la vida.
Puede parecer un problema demasiado “grande” cuando
lo que intentamos es simplemente no aburrirnos. Pero resulta
que las raíces del aburrimiento son profundas, y no se cortarán
si le suponemos causas superficiales.
Lo que sí podemos hacer, o recomendar a quien no quiera
aventurarse a respuestas difíciles y lejanas, es preguntarnos qué
nos gustaría en lugar de “eso” que hoy nos disgusta repetir.
Tal vez moviéndonos en pos de lo que nos gustaría vayamos
rumbo a las grandes respuestas que por ahora nos abruman.
Si nos parece mucho preguntarnos qué es la vida, preguntémonos simplemente qué queremos que sea nuestra vida.
De ahí en adelante, sea sabia o no nuestra respuesta, podemos empezar a modificar nuestra vida actual para transformarla en la vida que queremos.
Si “simplemente” hacemos esto, ya habremos salido de la rutina.
Pero como esto tiene un precio que hay que pagar, al que
hay que atreverse, abundan los que prefieren continuar como
estaban, y decirse que la rutina es una cárcel de la que nadie escapa,
o un asaltante con un arma real, que verdaderamente puede
179
hacernos daño.
En este corazón del problema se cruzan el área individual y
el área social.
En esta área se suele odiar la rutina laboral, la obligación de
hacer todos los días lo mismo para ganarse la vida.
Como la vida es deseable, hacemos lo que haga falta para
sustentarla. Pero lo que hace falta resulta a menudo indeseable.
La más de las veces, no es indeseable por ser feo, incómodo o contrario a nuestros instintos: nos resulta indeseable por
ser una repetición de lo mismo.
Pero ¿quién nos obliga a hacer siempre lo mismo?
Abundarán los que contesten que “es una obligación laboral”; nos obliga nuestro empleador, porque “nos paga por
hacerlo”.
Ante esta respuesta cabe preguntarnos ¿es que en esa empresa, o en algún otro lugar, no se le paga a nadie por hacer
otra cosa?
Nuestra única obligación es no vivir a costa de otros. Partiendo de allí, las actividades por las que alguien nos pague
pueden ser infinitamente diversas. Sólo hace falta que nos capacitemos para ellas e intentemos iniciarlas.
Si en nuestra juventud descubrimos que alguien nos pagaría por algo fácil, como, por ejemplo, pasar una escoba por un
piso, fue bueno hacerlo. Pero ¿de dónde sacamos que va a ser
bueno hacerlo toda la vida? O, si empieza a aburrirnos ¿de
dónde sacamos que no sea posible hacer otra cosa?
Si pasan los años y nunca somos capaces de hacer algo
más, o aunque seamos capaces no se nos ocurre empezar, no
es responsabilidad de nuestro empleador, ni de la sociedad, ni
del mundo: es exclusivamente responsabilidad nuestra.
En el momento que queramos podemos empezar a hacer
otra cosa. Y si no sabemos cómo se hace, o no encontramos ya
mismo quien nos pague por hacerla, seguimos teniendo toda la
posibilidad de empezar a intentarlo.
En ese preciso instante habremos dado muerte a la rutina.
Dar muerte a la rutina es una actitud interior. No significa
180
forzosamente que podamos en el 100% de los casos eliminar el
100% de las tareas repetitivas. Sin embargo, podemos estar
repitiendo acciones sin vivir atrapados mentalmente en el mundo
de la repetición.
Si nuestra mente y nuestro sentimiento están creando, imaginando, buscando caminos, no nos molestará de ninguna manera
encarar mientras tanto tareas repetitivas sobre el mundo exterior.
Como escuchamos tantas veces, el camino de la felicidad
no consiste exclusivamente en ser capaz de modificar el mundo, sino también, y paralelamente, en ser capaz de independizarse
de cómo es o deja de ser el mundo.
Sin perder de vista esa relatividad de nuestra acción sobre
el mundo, podemos realizar alguna tarea repetitiva sin creernos
rutinarios ni prisioneros de la rutina, porque en lo más profundo de nosotros sabemos que estamos dirigiéndonos hacia lo que
queremos, trabajando por un objetivo mejor que el actual estado de cosas.
Evidentemente, hay riesgo de que en algún caso no consigamos lo buscado. Más precisamente, de que no lo consigamos
tan pronto como quisiéramos.
Por eso, abundan los que no hacen nada para salir de donde están, los que prefieren creer que aburrirse es una obligación, que la rutina nos atrapa contra nuestra voluntad y que no
nos libera en ningún caso.
Para subirse a un barco hay que sacar los pies de la tierra, y
para disfrutar del lugar al que se arribó hay que volver a moverse y sacar los pies del barco.
Si cada paso nos da miedo, si nos asusta la posibilidad de
dejar algo por el simple y natural hecho de que no sepamos qué va
a venir después, estaremos perdiéndonos por decisión propia todas
las posibilidades de vivir como queremos vivir.
Es feo vivir de una manera que no queremos, pero más
feo aun es saber que nos ocurre porque no hicimos nada al respecto.
Existe la posibilidad de hacer algo, pero implica algunos
181
riesgos que asustan; porque en la vida que llevamos mantenemos cierta seguridad de que “no nos pase nada malo”, y en
otro tipo de vida no sabemos qué pasaría.
Entonces, como salir de las dos fealdades es más difícil,
mucha gente prefiere salir de una sola, ocultarse a sí misma el
factor de no haber hecho nada al respecto, y creerse condenada a
una vida que no le gusta porque “no hay más alternativa” que
vivir así.
No existe la rutina: existen los rutinarios.
182
Las ideas-refugio
Al estudiar “con qué llenamos nuestra vida” se resalta la
distinción entre actividad satisfactoria y actividad consuelo. Luego,
como otra parte de lo que llena nuestra vida aparece el trabajo,
“lo que hacemos a fin de obtener lo deseable o evitar lo indeseable”.
Conviene ver que, así como una actividad consuelo puede
ser disfrazada de actividad satisfactoria, abunda entre los seres
humanos la inclinación a presentar como “trabajo”, en vez de
una acciones encaminadas a obtener efectivamente lo deseable,
una serie de actividades encaminadas en realidad a llenar el
tiempo y convencer a su ejecutor de que está dedicándose a
algo serio, cuando lo que está haciendo es entretenerse para no
verse ante algún riesgo, o ante los problemas que verdaderamente lo aquejan.
Estas actividades, o creencias de que hacer tal o cual cosa
es una necesidad de lo más trascendente, pueden denominarse
con justicia ideas-refugio.
Las ideas-refugio son al trabajo lo que la actividad consuelo es a la
actividad satisfactoria: una opción que se elige como si fuera la
mejor, cuando en realidad se está eligiendo porque es más cómoda.
El trabajo tomado en su cabal sentido: “lo que hacemos a
fin de obtener lo deseable o evitar lo indeseable”, conlleva la
posibilidad de fracasar, de no obtener lo deseable o no evitar lo
183
indeseable. Considerando que alguien dijo “no hay fracasos, sino
resultados”, para librarnos de la suposición de que un resultado
indeseable es una desgracia inmodificable de por vida, podemos reemplazar el término fracaso por el de resultado indeseable.
Llamado así no tendrá ningún poder devastador sobre nosotros; pero esto no modifica lo esencial: no queremos que en nuestra
vida haya resultados indeseables.
Entonces, como el trabajo “en serio”, la acción decidida y
efectiva sobre las circunstancias, representa un riesgo y puede
derivar en resultados indeseables, existe la alternativa de recurrir al autoengaño de imponerse como “trabajos” una serie de
actividades que en realidad no conducen a nada, o tienen una
utilidad ínfima, pero pretenden mostrarse como lo más serio
que se puede hacer en la vida.
Estas actividades podrían llamarse “inocuas” porque no
conllevan el peligro del fracaso: pero no son nada inocuas por
una razón fundamental: tampoco conducen a ningún tipo de
éxito.
En consecuencia, son el más grave de los peligros y el más
grave de los fracasos, porque su resultado es el desperdicio de
nuestro tiempo, la atrofia de nuestras facultades.
Estas ideas-refugio, o actividades donde no habrá fracaso
pero tampoco triunfo, pueden ser tan variadas como la capacidad inventiva del hombre: limpiar lo que ya está limpio, acomodar diez veces lo que basta acomodar una, cuidarse de lo
que le sucede a una persona entre millones, trabajar en lo más
cómodo aunque sea aburrido y poco rentable, esmerarse en lo
superficial y eludir lo profundo, etc., etc.
Poseen algunas denominaciones “clásicas”, a las que es
clásico recurrir: “hacer las cosas de la casa”, “lavar el auto”,
“mantenerse en forma”, “cuidarse”, “estar informado”, y variantes de lo más inusuales e inverosímiles, que sólo se le ocurren a unos pocos, pero cumplen siempre el mismo objetivo:
llenar las horas y la existencia evitando los riesgos de mirar dentro de uno mismo, de enfrentar la alternativa de ganar o perder, o de darse cuenta de que no se vive como se quisiera vivir.
184
Así, se puede sentir la sensación de “trabajar mucho” al
tomar muchas cosas para limpiarlas o cambiarlas de lugar, sin
que ello signifique obtener lo deseable ni evitar lo indeseable.
Se puede saber cómo se lleva una determinada actriz con su
marido o qué problemas enfrenta el gobierno de un país lejano,
pero no fijarse jamás en qué necesita uno mismo. Se puede
poseer infinidad de libros bien ordenados, etiquetados y forrados, pero no sacar el menor provecho de lo que dicen. Se puede seguir cuidadosas instrucciones con las que se consiga vivir
cien años en un cuerpo sano, pero no saber qué hacer con todo
ese tiempo.
Algunas de esas actividades son buenas mientras no se las
eleve a la categoría de centrales ni de únicas.
No es un vicio ni una debilidad entretenerse cuando se lo toma como alternativa pasajera, como descanso respecto al trabajo
serio que en algún momento realmente se hace.
El acto de acometer, con nuestra voluntad, con nuestra inteligencia y con nuestro sentimiento, contra los problemas más
profundos o voluminosos, dignifica nuestra vida con el solo
hecho de encararlo; pero suele ser agotador, y no es una debilidad detenerse a descansar (siempre que esa detención no sea
permanente), como no es una debilidad que los soldados que
combaten valientemente dispongan de unos días de licencia. Es
recomendable alternar la parte difícil del trabajo con la parte
fácil, el descanso o el entretenimiento.
En el caso de parar a entretenerse, uno es consciente de
que está descansando o jugando, sabe que eso no es “el trabajo”, y sabe que luego retornará a éste. En el caso de una idearefugio, uno no es consciente de que está recurriendo a ella para
salvarse de hacer algo serio.
Más todavía: como parar a pensar es también “algo serio”,
las actividades impuestas por las ideas-refugio tienden a excluir
la posibilidad de parar. La idea de “estar todo el día ocupado”
parecería propia de alguien muy dinámico, pero esconde una
monstruosa pereza en el nivel más profundo de la persona.
Todas las ideas-refugio coinciden en su función de brin185
darnos un ámbito donde estar mentalmente cómodos, donde
refugiarnos a resguardo de los verdaderos problemas.
Esto no significa que nuestra vida deba ser incómoda ni que
cambiar sea una obligación. Si uno quiere seguir viviendo como
vive, no hay ningún error en eso, siempre y cuando se sienta
bien en lo más íntimo con la vida que lleva, y pueda mirar esa
vida, y su propio mundo interior, sin miedo y sin necesidad de ocultar nada.
Si nuestra vida no es así, la única opción sana será modificar
lo que haga falta. Y eso es lo que nunca se podrá si se permanece escondido en un refugio.
Si hay un concepto opuesto al de refugio debe ser el de frente
de combate, el lugar donde se pone en juego lo grande, lo valioso,
lo serio de la existencia.
Aunque también hay que cuidarse de la apariencia superficial, porque no todo combate es serio ni valiente. Basta con ver
cuántas guerras abundaron en actos heroicos pero no solucionaron nada. Muchas veces la misma idea de combatir, aunque
implique riesgos, constituye una idea-refugio, porque en vez de
combatir en profundidad, inquiriendo sobre qué es lo que en verdad hace falta, se abraza cómodamente la idea de que eliminar
a un determinado grupo humano, el enemigo, bastará para que se
disuelvan todos los males.
Tal vez la verdadera señal de que hacemos algo serio, de
que trabajamos en profundidad, sea la sensación de no estar del todo
seguros, el sentimiento de que debemos seguir inquiriendo para encontrar el camino, el miedo de que con lo que hagamos lleguemos al momento del todo o nada respecto a nuestros objetivos.
Ante semejante incomodidad, aparece habitualmente el recurso de refugiarse en la creencia de estar haciendo algo necesario y valioso, cuando en alguna parte de nuestro ser sabemos que
sólo se trata de lo más cómodo.
186
El amor exigente
Cuando se trata de vivir bien, tanto si concebimos como sujeto de ese vivir bien un limitado “yo” o un amplio “nosotros”,
exaltamos el papel del amor en ese escenario. También entendemos, por lo menos para decirlo, la importancia de procurar
“el bien”, para nuestra propia persona o (según la amplitud de
nuestro amor) para algunas o muchas más.
Así como en el amor hay amplitud, hay o puede haber profundidad.
Hay quienes sienten un amor amplio (que en vez de abarcar
a pocos seres abarca a muchos), y quienes sienten un amor
profundo (un amor que va “más lejos” en el terreno de las finalidades).
Todos coincidimos en que el amor no es amor si no pasa a
la acción. A nadie se le ocurriría asegurar que una persona ama a
otra si nunca la ve hacer nada por ella.
Hablar de hacer algo para alguien es dar por entendido que
consiste en hacer algo para su bien.
Y allí se nos aparece el gran tema: mencionamos a cada
instante el bien como si supiéramos sin ninguna duda de qué se
trata. Pero alguna vez necesitaremos preguntarnos qué es el bien.
Tal vez algunos se topen con una incertidumbre abrumadora y otros se lo respondan con sencillez y seguridad. Pero
una cosa es segura: no todos se responderán lo mismo.
187
Es habitual decir que en la vida particular de las personas,
o de la sociedad en general, muchas cosas andan mal porque
falta amor.
Sin embargo, no es tan habitual darse cuenta de que aún
en muchos casos en que no falta amor abundan los problemas.
Esto se origina en que no todo intento de “hacer el bien”
deriva en un verdadero bien. Muchos buenos intentos terminan empeorando las cosas.
Una y otra vez el centro del problema es la misma pregunta: ¿qué es el bien?
Y para responderse cualquier interrogante sobre el bien,
sobre las verdaderas necesidades del hombre, hace falta tener una idea
de qué es el hombre.
De ahí que haya en el mundo infinidad de personas, de
movimientos sociales, políticos o religiosos queriendo hacer
algo por el bien del hombre y, como no todos se dicen lo mismo
sobre qué es el hombre, ese “algo” que cada uno hace es inconcebiblemente distinto de lo que hace otro con la misma intención, hasta el punto de que diferentes grupos humanos con la
misma intención tratan de aniquilarse entre sí, procurando cada
uno con la mayor sinceridad el bien del hombre.
Sin intentar una conclusión definitiva ni indiscutible, porque cualquiera de esos intentos es el inicio de nuevas discusiones, hay que procurar ir por la vida aclarándose progresivamente qué es el hombre, para derivar de esto la idea de qué necesita el
hombre, o sea qué necesita uno mismo, los seres que ama y la
gente en general.
Ni bien se empieza con el tema, es habitual decir que todo
ser humano necesita comida. No sólo porque nuestra estructura
biológica es lo más indiscutiblemente visible, sino porque la
necesidad de alimentarla se renueva constante-mente, y plantea
un requerimiento tan urgente que no se puede dejar de lado.
De ahí que abunden quienes, a la hora de preocuparse por el
bien propio o ajeno, no piensen más que en obtener o en dispensar alimentos.
Más allá de esta base “indiscutiblemente visible” empiezan
188
las discusiones.
Una posibilidad de respuesta amplia, que de todos modos
puede ser cuestionada por quienes creen que sólo necesitamos
comer, es decir que el hombre es algo más, que encierra en sí
potencialidades que, aunque no sepamos cómo ni porqué,
pueden desarrollarse.
En este caso, el bien propio del ser humano sería el acto de
desarrollarse.
Esta respuesta empieza a meternos en dificultades, porque
la comida es una cosa tangible, que puede ser suministrada por
un ser a otro; pero el acto de desarrollarse ocurre exclusivamente en el interior de una persona. Más aún: ocurre exclusivamente si lo determina la voluntad de esa persona.
En tal caso no habría posibilidad de dar nada. A no ser que
exista la posibilidad de dar propuestas, consejos, aliento para que
una persona se desarrolle, y la posibilidad de exigírselo, no como
un intento de torcer su libertad para satisfacer nuestras preferencias, sino como el medio para que ella misma alcance el mayor bien posible.
De esta posibilidad, de esta convicción de que el hombre
es o puede llegar a ser algo más, nace el amor exigente.
Como el amor superficial quiere que los demás tengan
comida, salud, ropa o morada, el amor exigente quiere que los
demás se desarrollen.
Para los que sufran como si preferir una opción obligara a
rechazar la otra, hay que destacar que cuando las personas se
desarrollan, desarrollan también su capacidad de obtener o producir comida.
Para el amor exigente no es “malo” encarar la búsqueda de
comida ni la búsqueda de placer: lo único verdaderamente malo es desatender el desarrollo.
Por ejemplo, para el amor superficial el acto de robar es
“malo” porque significa despojar a alguien de sus cosas. Para el
amor exigente, robar es malo principalmente porque empeora
como persona a quien lo hace, tiende a contagiar su actitud y a
empeorar a la sociedad en general. En última instancia, generaría
189
un mal igualmente indeseable para ambos tipos de amor: vivir
entre gente “peor” y, además, en una sociedad donde todos
poseerían cada vez menos cosas.
Es interesante observar que las exigencias del amor exigente
no están en contraposición con las inquietudes del amor superficial respecto a las necesidades básicas o biológicas. Es más:
cumplir las exigencias del amor exigente deriva con el tiempo
en una mejora en el terreno material y biológico.
Tal vez el gran punto de contraposición entre los dos tipos
de amor resida en esa breve especificación: con el tiempo.
El amor superficial no se lleva bien con el tiempo. Quiere
todas las cosas inmediatamente, como siempre las quiere nuestro
ser biológico. Elige invariablemente el bien a corto plazo. Tiende
a prodigar todo lo que signifique placer inmediato, a padecer
cuando alguien carece de cosas y no cuando carece de voluntad, a dar a los demás lo que a primera vista necesitan, a dar irreflexivamente lo que ellos pidan, sin la menor consideración
sobre si lo que les dio no irá después a perjudicarlos. Esta idea
siempre le es echada en cara por algún practicante del amor exigente.
Por eso, los practicantes del amor superficial suelen percibir como enemigos a los practicantes del amor exigente; mientras éstos sienten cierta molestia por la superficialidad de los
primeros, pero de ninguna manera creen tener objetivos contrapuestos.
Otro factor es que el amor puede ser superficial por dos
razones: porque se posee una sensibilidad superficial o porque
se tiene miedo de sentir, mirar o pensar profundamente.
Los superficiales por simple incapacidad tienden a no comprender a los practicantes del amor exigente; los superficiales
por miedo tienden a desear que desaparezcan, a odiarlos casi con
furia.
Los practicantes de uno u otro tipo de amor tenderán, en
la medida en que amen a los demás, a procurarles exactamente
lo mismo que consideran bueno para ellos.
La diferencia fundamental continúa residiendo en la convic190
ción que cada uno tenga sobre qué es el hombre.
Para quien está convencido de que el hombre necesita en
lo más profundo de sí desarrollarse, de que es hombre sólo cuando
se desarrolla, el no desarrollo aparece como un modo de muerte,
de desaparición del hombre como hombre, independientemente de
que prosiga existiendo como ente biológico. Esta posibilidad le
resulta tan pavorosa como ver a un semejante morir ahogado o
aplastado.
De ahí que quien siente amor exigente quiere para los demás
cualquier tipo de bienes mientras no se contrapongan con su desarrollo. Cuando exista una contraposición entre un bien externo y el
desarrollo interno, siempre dará prioridad a este último. Incluso cuando se contraponga con la necesidad de comer; porque
su convicción sobre la naturaleza humana le dice que en llegado el caso la otra persona extraerá de sí la capacidad necesaria,
se pondrá en movimiento, se desarrollará, para obtener el alimento que su hambre le exige.
Y si el hambre exige, el partidario del amor exigente nunca
estará del todo convencido de que sea un mal.
Además de los males que acarrea el amor superficial, existe
para el partidario del amor exigente otra calamidad: el amor fingido, que aparenta dar algo por amor pero lo da con un interés
oculto.
Cuando un ser humano da algo a otro puede hacerlo desinteresadamente, con sincero afán de hacer el bien a ese otro, o
interesadamente, como recurso para lograr indirectamente su
propio bien.
También se puede dar interesadamente sin un fin oculto, sin
ningún tipo de amor fingido. Por ejemplo, cuando un vendedor da algo a un comprador y éste le paga; porque ambos actúan abiertamente y de mutuo acuerdo en su propio beneficio.
Cuando alguien da desinteresada y sinceramente, entra en
juego lo que verdaderamente cree sobre qué es el hombre y qué
necesita. Aquí puede haber algún acto perjudicial, que empeore a
quien reciba un aparente bien, sólo a causa de la superficialidad
de quien vea un bien superficial como bien supremo.
191
Cuando alguien da algo con un fin oculto, como lograr
que el otro le preste atención, lo crea buena persona, le haga
favores o lo vote en las siguientes elecciones, generalmente el
bien que le da a ese otro no es un bien relacionado con las necesidades profundas del hombre, con su desarrollo, sino con
sus deseos inmediatos, porque intenta gustar, mientras que la
exigencia o el llamado al desarrollo no suelen gustar.
Como consecuencia, la extendida práctica de dar algo a
otro para beneficiarse uno mismo tiende a enviciar, a corromper, a
acostumbrar a los otros a esperar ser beneficiados en vez de procurar desarrollarse. A su vez, los “beneficiados” por esa dación
mezquina tienden a congraciarse con su “benefactor” para asegurarse la continuidad del beneficio, y lo hacen dándole lo que
éste procura, que en tales casos tampoco es una contribución al
desarrollo humano.
De modo que quien vive el amor exigente se ve ante un
mundo que, ya sea por efecto de la ignorancia o de la mezquindad, suele interferir y hasta atrofiar el desarrollo de lo más
valioso del hombre.
Y a cada instante puede presentársele a cualquiera, sin que
se dé cuenta y sin que lo haya deseado, la disyuntiva entre favorecer
o desalentar el desarrollo del hombre.
Casi todo lo que hacemos a diario, casi todo lo que se nos
cruza en el camino y nos exige una respuesta, va a incidir en
uno o en el otro sentido: cuando nos piden, cuando nos preguntan, cuando resolvemos cada detalle de nuestras tareas,
cuando hacemos un regalo, cuando intervenimos con nuestra
voz o nuestro voto en la vida colectiva, etc., etc.
El núcleo de todo acto del amor exigente es de uno u otro
modo la educación, idea cuyo significado original (e-: dirección
eferente, desde dentro hacia fuera; y ducere: conducir) indica ya la
finalidad de extraer desde el interior del hombre una potencia
que reside en él.
Aunque no se desempeñe como educador profesional, quien
lleva dentro de sí el amor exigente se encuentra con que prácticamente cada encuentro con otro ser humano es un desafío,
192
una opción entre educar o maleducar. Sin que lo deseemos, tendremos que responder ante cada circunstancia de un modo
que, casi sin opciones intermedias, tenderá a mejorar o a empeorar
a quien se cruce con nosotros e, indirectamente, a quien se
cruce con ese alguien.
Si bien todos los seres despiertan la inquietud de quien
siente amor exigente, el punto central de ésta lo ocupan los hijos
y los niños en general, porque para el amor exigente es un crimen, casi una traición a la condición humana, traer seres
humanos al mundo y no prestar atención al desarrollo de ese
algo más que pueden ser. Tratarlos como si fuera lo mismo desarrollarse que no desarrollarse sería un incumplimiento tan grande como no alimentarlos.
Además de los hijos propios importan los otros niños, que
por estar comenzando la vida están desarrollando los cimientos
de lo que serán, y aunque no estén especialmente a nuestro cargo
sucederá con ellos como con cualquier otra persona: en cualquier momento pueden cruzarse con nosotros y ser educados o
maleducados por lo que les respondamos.
Como a la gente no suele gustarle que le exijan o que le
propongan objetivos difíciles, el amor exigente puede exponernos
a enfrentamientos y disgustos cada vez que se plantee la opción
de educar o maleducar; puede exponernos a la opinión de que
no amamos a esas personas a las que en vez de darles lo que tienen ganas de recibir les exigimos que sean lo que en ese momento no son.
Es muy común contraponer a las exigencias del amor exigente el postulado de que hay que amar a las personas tal como son.
Pero hay que prestar atención a un detalle: si alguien dice eso
con esas palabras es porque supone que las personas son siempre iguales, que son entidades estáticas, y que el bien del hombre no
tiene ninguna relación con su crecimiento interior.
Para quien no crea que el hombre sea una entidad estática,
inmodificable como un mineral, no hay posibilidad más horrible, tanto para sí como para el prójimo, que seguir siendo total
y permanentemente igual.
193
Para quien concibe al hombre como un ser en proceso de
superación y con capacidad de superación, amar a las personas tal
como son consiste precisamente en amarlas como seres que viven en
permanente desarrollo, como seres cuyo mayor bien es ser cada
vez mejores, y, por lo tanto, como seres que padecerían la mayor de las desgracias si se estancaran o si se modificaran en
sentido contrario al que necesitan.
En esa permanente disyuntiva entre la opción de mejorar
o la de empeorar el mundo, aparecerá simultáneamente a cada
paso la opción de educarse o maleducarse a sí mismo; porque
habrá que elegir entre ser fiel al deseo de recibir simpatía y
buenos tratos o ser fiel al amor exigente y a la finalidad de desarrollarse, de no empeorar como persona ni alentar el empeoramiento de quienes nos rodean.
194
Qué somos y qué podemos ser
Mucho se ha dicho, de acuerdo a lo que cada uno piense
sobre qué es el hombre, qué se puede lograr o no con lo que
llamamos educación. Forzosamente, con esto se desemboca en el
interrogante de qué es la educación.
Sin meterse en el dilema de si esto es una nueva teoría
educativa o es parte de alguna existente, vale la pena analizar
un fenómeno que cada uno puede comprobar observando a la
gente que se cruza en su vida.
Podríamos denominarlo aliento o desaliento de las potencialidades preexistentes.
Puede decirse que cada ser humano nace con una amplia
variedad de potencialidades; y la educación, o la mala educación,
o, para ser más exactos, la influencia del ambiente y las personas que
lo rodean, incide en que algunas de ellas pasen a la acción, crezcan, se potencien, y en que otras se debiliten o queden inactivas.
Esto es igualmente aplicable a disímiles teorías sobre qué es
el hombre. Tiene sentido aunque nazcamos todos iguales o aunque ya al nacer existan diferencias entre los individuos; diferencias que diversas teorías sobre el hombre explicarán cada una a
su manera.
En cada individuo están latentes múltiples potencialidades,
impulsos o tendencias internas. Algunas forman parte de su
195
naturaleza biológica y otras son propias de ese algo más que
constituye el hombre.
Algunas de ellas despiertan o afloran de acuerdo a normas
temporales: pasan de potencia a acto en alguna fase de la existencia, como la sexualidad o la inclinación a independizarse de los
padres. Otras aflorarán, o no, de acuerdo a dónde, cómo y entre quiénes transcurra la vida del individuo.
Ni bien dicho esto se adivina el rol fundamental que cumplen los padres, la familia, el ambiente emocional, mental, y
moral en que una persona se desarrolla. Porque cuando decimos se desarrolla estamos presuponiendo que sus potencialidades se desarrollarán, o no, en concordancia con ese ambiente.
Por ejemplo: en todo ser con movilidad propia, ya sea
animal o humano, existe una predisposición a lanzarse inmediata e irreflexivamente sobre el alimento. Esto es útil para
subsistir; pero resulta que el animal humano inventó la civilización, mediante la cual, cuando funciona bien, puede proveerse
más fácilmente de más y mejores alimentos, de otras cosas deseables y, como si fuera poco, de la posibilidad de descansar
transitoriamente de la lucha por la subsistencia y concentrarse
en ese algo más que lo mueve a trascender la animalidad.
Pues bien: si a un individuo no se le indica que en vez de
seguir ciegamente ese impulso debe dejar que sus hermanos
coman su parte, o más adelante que debe comprar el alimento
antes de llevárselo a la boca, el resultado será que ese individuo
no encajará en la civilización, será castigado y expulsado de la
misma. Esto no sólo perjudicará a su ser biológico, sino también a ese algo más que subyace en él además del instinto.
Si, por el contrario, se le enseña a mirar y considerar, y a
su vez vive entre hermanos que aprendieron a respetarlo y dejarle comer su parte, no sólo se volverá una persona capaz de
vivir en sociedad, sino que experimentará la satisfacción de
estar con seres que lo aman y respetan, y desarrollará sentimientos que enriquecerán sus posibilidades de una vida mejor.
Ambas posibilidades se presentan para el mismo individuo; un individuo que en el futuro puede ser de una manera o
196
de otra.
Además de ese impulso a lanzarse sobre el alimento hay en
el hombre otras inclinaciones latentes, algunas netamente biológicas, como el impulso sexual, el principio del menor esfuerzo o el miedo ante las amenazas a la integridad física, y otras
más propiamente humanas, como la curiosidad, la tendencia a
comunicarse o la disposición a crear. De cómo actúen los adultos ante cada manifestación de estas potencialidades dependerá
que algunas crezcan y otras se marchiten.
Este fenómeno es independiente de cómo sea un individuo “en estado puro y original”, si es que tal cosa existe. Es
más: encaja sin contradicción en varias concepciones del mundo o teorías sobre qué es el hombre.
Es evidente que esto ocurre con cierto grado de relatividad, y no existe una alternativa forzosa ni excluyente entre el
postulado de “todo lo determina el ambiente” y el de “todo lo
determina el individuo”.
Tales postulados, presentados como dos posibilidades invariables y terminantes entre las que creemos que deberíamos
optar, son producto de la falta de observación o reflexión sobre el asunto.
Se disuelven inmediatamente ante una pregunta simple:
cuando un castillo es atacado por un ejército ¿quiénes ganan,
los de dentro o los de afuera?
Salta a la vista que es imposible contestar esto si no se conocen más factores, como cuántos son los de dentro, cuántos
los de afuera, qué armas o cuántos alimentos poseen unos y
otros, cuánta voluntad de luchar hay en cada bando, y hasta
cuánta necesidad tienen de enfrentarse unos a otros, porque tal
vez no sean tan distintos y se beneficien más asociándose que
atacándose.
Lo mismo pasa con las “teorías” de que todo lo determina
el ambiente o de que todo lo determina el individuo: es insensato decir que una alternativa sea más posible que la otra en
general. La vida de cada persona es una vida en particular.
El aliento o desaliento de las potencialidades preexistentes posee
197
cierto grado de relatividad por razones similares al ejemplo del
castillo. Depende, entre otros factores, de cuáles sean esas potencialidades preexistentes, o de cuánta antinomia haya entre éstas y
el ambiente.
Hay individuos que resultaron, para bien o para mal, muy
distintos a la familia o a la sociedad en que crecieron, por mucho que los demás hayan intentado “encarrilarlos” para que se
parecieran a ellos. Esto puede deberse a que albergaban alguna
potencialidad preexistente muy fuerte y resuelta a desarrollarse,
que no cedió ante la acción del ambiente en su contra.
El hecho de que una potencialidad o aspiración sea más
fuerte que otras y hasta más fuerte que la influencia del ambiente sobre el individuo no se contradice con la viabilidad del
aliento o desaliento de las potencialidades preexistentes. Es un factor
más entre los que hacen que cada persona sea única, y esto, a
su vez, no se contrapone con el hecho de que cada sociedad
esté integrada por personas más o menos parecidas entre sí.
De ahí las habituales afirmaciones acerca de que los argentinos, los italianos, los judíos, sean casi todos de tal o cual manera; de
ahí las clasificaciones según influencias temporales (”en mi época
la gente era distinta”) y los también habituales comentarios sobre
individuos no tan modelados por su ambiente (“ése no parece de
la familia”).
De modo que no podemos ignorar que la influencia de
quienes habitan una época y un lugar determinados alienta o
desalienta las potencialidades preexistentes de los individuos que arriban posteriormente a él.
Se puede discutir eternamente si lo hace mucho o poco.
Por todo lo comentado se puede deducir que lo hace en magnitud variable; pero no cabe duda de que esa influencia existe.
Entonces, es importante tomar conciencia de qué podemos o debemos hacer al respecto, en vista de que nuestras acciones producirán inevitable efecto no sólo en cuanto a qué les
suceda a los demás, sino también en cuanto a qué serán los demás.
Al respecto, suele presentarse una firme objeción a todo
198
tipo de intervención sobre cómo deben ser los demás, acompañada
del postulado, moralmente encomiable e indiscutible, de que
dejemos que los demás sean como quieran ser.
No se puede discutir la sana intención de este postulado. Es
cierto que no debemos tratar a las personas como masas modelables ni como máquinas a las que se le cambian partes. Pero es
cierto también que, nos guste o no, vivimos entremezclados e influenciándonos, y que la alternativa abstractamente ética y aséptica
de la no intervención no existe en el mundo real.
En el mundo real tenemos hijos que lloran para obtener lo
que desean, que más adelante se sientan a nuestra mesa, nos
ven y nos escuchan. En el mundo real tratamos con el resto de
la gente, para intercambiar cosas (con la posibilidad de que
alguien quiera dar poco y obtener demasiado) o para intercambiar pensamientos (con la posibilidad de que esos pensamientos mejoren o empeoren la existencia propia o ajena).
Al habitar una sociedad se vuelve inevitable influir sobre las
personas para bien o para mal. Y si no sabemos qué es el bien y
qué es el mal, necesitamos, aunque no nos interese otra persona que la nuestra, comenzar a preguntárnoslo.
Algunas teorías educativas conciben al hombre como una
tabula rasa, territorio virgen o espacio completamente en blanco
sobre la que la sociedad va grabando improntas desde fuera.
Otras teorías hablan de almas nobles o almas innobles, que son así
desde antes de venir al mundo. Otras hablan de características
étnicas o raciales que determinan ciertas predisposiciones. Otras
dan gran importancia a lo corporal, a la química y a los alimentos
en la conformación de cómo será un individuo.
El fenómeno del aliento o desaliento de las potencialidades preexistentes es perfectamente compatible con cualquiera de ellas,
excepto con la de la tabula rasa si se toma hasta el extremo de
no creer que los instintos sean potencialidades preexistentes.
En el terreno de la vida práctica no importa saber cuántos
son ni por qué están dentro del individuo los contenidos “previos” a su vida en sociedad. Importa, y mucho, saber que algunos de esos contenidos pueden expandirse hasta cobrar enor199
me fuerza y otros pueden quedar dormidos o apagarse.
Lo más importante: esas potencialidades preexistentes se
lanzarán hacia fuera desde el principio de la vida, y se verán
alentadas a expandirse o replegarse por las respuestas que reciban de
los otros individuos.
De modo que, aunque diferentes individuos lleguen al
mundo con diferentes disposiciones, hay una incidencia decisiva
de la forma en que la sociedad, comenzando por su familia,
responde a cada acto o señal de esas disposiciones.
No importa si esta incidencia es grande o pequeña en relación a “lo otro”. Lo verdaderamente importante es que esa
incidencia es lo único que, como integrantes del ambiente en que
viven otros seres, tenemos a nuestro alcance; y que esa incidencia existe independientemente de nuestra voluntad. Nos guste o no,
lo que hagamos o dejemos de hacer va a influir sobre la vida de quienes nos
rodean.
Se puede decir, por ejemplo, que alguien es bruto porque
nació careciendo de inteligencia o traía en el alma su brutalidad.
Puede ser verdad hasta cierto punto; pero si se repasa su vida
se descubrirá que algunos impulsos (tal vez presentes en todos
los individuos) que tienden a generar actos irreflexivos y a oscurecer la inteligencia (tal vez también presente en todos los
individuos) fueron pasados por alto, aceptados y hasta festejados por los adultos que presenciaron sus manifestaciones, y el
resultado fue que éstas se repitieron porque el niño experimentaba satisfacción con sus actos y/o con las respuestas recibidas,
hasta que esos impulsos cobraron tal fuerza que sepultaron
todo otro contenido de la persona.
Lo mismo ocurre con lo que llamamos “virtudes”. Sus
manifestaciones espontáneas son incitadas a crecer o a replegarse por cada respuesta de los mayores, y la cadena de causas
y efectos va generando un torrente mental y emocional en un
sentido o en otro.
Así, el hecho de que las personas sean como son, busquen
lo que buscan, desprecien lo que desprecian, teman lo que temen, rían de lo que ríen y acostumbren lo que acostumbran, se
200
debe en gran medida, los beneficie o los dañe, a qué vieron o
qué escucharon en la sociedad en que nacieron.
Si vemos que influimos y no podemos dejar de influir sobre los demás, sobre eso que llamamos virtudes o defectos, nos
aparece en algún momento el gran interrogante sobre qué alentar y qué desalentar, sobre qué acciones llevan al bien o al mal, a la
felicidad o a la infelicidad, y hasta sobre por qué debemos ocuparnos de tal asunto.
Nuestra responsabilidad en la vida, tanto para el bien general como para el propio, es disponer de una respuesta a este
interrogante; porque cualquier cosa que hagamos, incluyendo la
alternativa de no hacer nada, producirá inevitablemente alguna
consecuencia.
201
Pasar al otro lado
Una y otra vez se nos presentará un escenario similar: se
yergue ante nosotros una valla, un problema, un obstáculo.
Ante esto, nos nace la aspiración a superarlo y pasar al otro
lado.
De este lado está el padecimiento, la esclerosis, la paralización de nuestros proyectos; del otro está la continuación de
nuestra vida en nuevas condiciones.
Aquí aparecerá el eterno dilema del precio, de cuánto costará superar, saltar o derribar ese obstáculo.
Pero junto a esto subyace otro factor muy serio que hace
falta considerar: la incertidumbre respecto a qué hay del otro lado,
el miedo a ese territorio incógnito que con tan aparente sencillez llamamos “continuación de nuestra vida en nuevas condiciones”.
Este problema puede ser mayor que el de saber o no cómo
superar el obstáculo, e incluso que el del precio que nos demandará.
Un médico que daba consejos por televisión dijo que
cuando se padece un dolor de cabeza es necesario descubrir la
causa y atacarla.
Es la fórmula exacta para resolver todos los problemas, de
salud o de cualquier otra índole; pero suena tan simple que no
parece haber mérito en decirlo.
203
Es que la complicación no está en la fórmula, sino en nosotros.
De ahí que muchas veces la causa no es atacada, y los problemas se eternizan, por la sencilla razón de que no hay reales
ganas de atacarla. No hay una real convicción de que la vida sería
mejor en caso de no existir el obstáculo y quedar abierto el
camino hacia el otro lado.
No siempre el hombre quiere superar los obstáculos contra los que protesta. Unas veces porque no tiene idea de cómo
hacerlo, otras por no esforzarse, y otras por una razón más
temible: no sabe qué encontrará al otro lado.
Al no saberlo, prefiere quedarse de este lado aunque padezca la molestia, la sensación de encierro que todo obstáculo
suele generar.
El no querer pagar el precio es un problema de índole biológica:
por razones biológicas tendemos a rehusarnos a consumir
energía, a no ser que ese consumo se compense con un beneficio muy visible y tentador (porque la tentación moviliza directamente al instinto, el motor más básico y poderoso de todo
ser vivo).
El miedo a lo que puede haber del otro lado es un problema de
índole psicológica y metafísica; un problema propio del hombre.
Como siempre, detrás tal vez de toda disyuntiva o elección
subyace el tema de fondo de qué sentimos, qué creemos sobre la vida
y su finalidad.
De ese qué creemos depende el tener o no la intuición de que
más allá de lo que hoy nos inquieta hay algo valioso, algo que vale la
pena vivir.
Cuando no existe esa indefinida pero poderosa intuición,
la más de las veces se teme que más allá de lo conocido se acabe la vida, que después de saltar el obstáculo nos encontremos
en un territorio donde ya no haya algo por hacer, algo nuevo
que alcanzar y disfrutar.
Nos aterra la idea de arribar a un territorio vacío de posibilidades.
Este miedo, más profundo que el miedo al choque con los
204
obstáculos y que el mismo miedo a la muerte, determina que
muchos seres prefieran desechar la posibilidad de pasar al otro
lado, y prosigan su existencia como si de este lado estuvieran todos los
problemas resueltos y se obtuviera todo lo que es posible obtener.
Los que no son vencidos por ese miedo llegan siempre a
algo más; por la sencilla razón de que ya desde antes residía en
ellos la convicción de que la vida es algo más.
De ahí las viejas insistencias en que la filosofía (entendida
como el acto de preguntarse y no como una succión de cultura
ajena) no es una profesión que eligen algunos, sino una necesidad intrínseca de todo hombre.
Como los vegetales necesitan nutrientes en el terreno que
habitan, como los animales necesitan habilidades para procurarse alimento, el hombre necesita, además de la capacidad de
conservar la vida, la de saber qué hacer con ella.
Esta enorme disyuntiva, de la que depende que cada existencia sea insípida o exquisita, superficial o profunda, imperceptible o admirable, no se soluciona escuchando prédicas ni
consejos, sino respondiéndonos, desde lo más profundo de
nosotros, porque lo percibimos y no porque nos lo dijeron, qué
creemos que hay o puede haber de valioso en la vida. Respondiéndonos
el viejo interrogante de qué somos y a dónde vamos.
Si esto nos parece muy difícil de responder, no nos desalentemos; porque lo que realmente decidirá todo es la actitud de
preguntárnoslo.
205
El momento de actuar
Podemos haber leído infinidad de buenos pensamientos
sobre cómo vivir, podemos darnos o recibir los mejores consejos, podemos trazarnos un sabio panorama sobre qué es bueno
y qué es malo en la vida, y hasta un brillante plan de cómo y
hacia dónde marcharemos por ésta.
Sin embargo, con tan prodigioso contenido en nuestra
mente, nuestra existencia puede ser tan pobre como la del que
piensa cualquier otra cosa, o como la del que directamente no
piensa.
Porque toda idea sobre cómo vivir desemboca en que alguna vez hay que dar el primer paso, tomar la primera herramienta, abrir la primera puerta, exponerse al primer riesgo.
Las más sabias enseñanzas quedan en la nada, y hasta pueden parecer falsas, si jamás se entra en acción hacia lo que proponen.
La ley del menor esfuerzo, que a través del instinto nos conmina a reducir lo más posible el gasto de energía, se contrapone a la sed de cambio y creación, a la aspiración a vivir mejor, que
nos conmina a movernos hacia algo más, hacia una vida distinta
a la que vivimos en el presente.
La ley del menor esfuerzo pertenece al universo de la biología, y subyace en nosotros porque somos entidades biológicas. La aspiración a vivir mejor es propia del hombre, y trabaja
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asimismo en nosotros porque somos entidades biológicas y algo
más.
Ser humano significa padecer ese conflicto entre conservar y
cambiar.
De todo lo que creó el ser humano, cuya suma llamamos
civilización, una parte se debió a su necesidad de conservar, de
cuidarse y mantenerse con vida, y otra fue motivada por su
aspiración a vivir mejor, a transformar su vida en algo más de lo
que hasta el momento había sido.
Como es fácilmente visible, en unas personas el conflicto
se resuelve con la preponderancia del conservar y en otras con la
del cambiar.
También es posible una lucha prolongada en la que cada
tendencia gobierne por un tiempo.
Cada una de ellas nos exalta casi furiosamente su postulado: ¿para qué conservar, si el resultado puede ser una vida tan
monótona que dejaría de interesarnos? O ¿para qué cambiar, si
el resultado puede ser cambiar la vida por la muerte?
En realidad no puede darse la presencia absoluta de una
tendencia junto a la ausencia absoluta de la otra. No tiene sentido modificar si no se planea llegar vivo al momento de disfrutar los cambios. No tiene sentido conservar la vida si no se cree
que habrá en ella algún hecho que merezca nuestra presencia.
El problema que puede llevarnos al drama del no actuar
surge de que esa necesidad de novedad, de satisfacción, en infinidad de casos no se intenta llenar con cambios concretos y
palpables, sino con fantasías mentales, muchas de las cuales
figuran en los temas previamente tratados.
Ahora hay que prestar atención a un nuevo detalle: en vez
de llenarse de fantasías y estupideces, la mente puede llenarse
de verdades y buenas ideas. Sin embargo, un individuo puede
permanecer con esas ideas en la cabeza, creyéndose sabio, culto
o superior a otros, sin empezar jamás a moverse para plasmar
alguna de ellas.
El resultado de esto sería el mismo que el de vivir de fantasías: atravesaremos buena parte de la vida suponiendo que la
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felicidad está “más adelante”, que el futuro será maravilloso,
hasta que algún día percibiremos las primeras chispas de insatisfacción, nos aterrará un indisimulable vacío interior, caeremos en cuenta de que pasamos mucho tiempo (y nos queda
cada vez menos) sin habernos siquiera acercado a los prodigios
que suponíamos a nuestro alcance.
Mucha gente lee buenos libros y escucha sabios consejos
sobre cómo avanzar hacia los ideales que sueña. Sin embargo,
un alto porcentaje de ella vive tan mal como la que no lee, ni
escucha, ni piensa.
Entre las buenas ideas que podemos haber aprendido, generalmente figura la de que todo queda en la nada si no se pasa a la
acción.
Aún así, el problema no quedará automáticamente resuelto. Ningún vicio, y entre ellos el de la inacción, puede ser vencido sin más arma que una idea.
El único antídoto contra la inacción es la acción.
Podemos incluso vivir convencidos de que estamos
“haciendo mal” al no hacer nada, pero no por eso comenzar a
movernos. Tal es el poder de la inercia, de la tendencia a evitar
o postergar el esfuerzo.
La inmovilidad sólo se elimina moviéndose, en un chispazo
de la voluntad que se trasmite a nuestras manos y pies (manos
y pies físicos, materiales, concretos, no metafóricos ni entendidos en sentido figurado).
Se pasa a la acción espontáneamente cuando la exigencia
viene del instinto, de la tentación generada por lo cercano. No
se lo hace con tanta facilidad a la hora de ejecutar planes generados por la mente, aunque éstos se refieran a objetivos de lo
más tentadores.
Porque el instinto, bajo el imperativo natural de la ley del
menor esfuerzo, no acciona el encendido de nuestra energía a
menos que lo perciba como una necesidad vital. Y el instinto
no suele llevarse bien con los planes: sólo trata con lo que aparece directamente ante los ojos.
De modo que el hombre, cuando quiere ir más allá de lo
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que le dicen sus impulsos inmediatos, debe en cierto modo
chocar contra sí mismo: forzar, desgarrar, llevarse por delante a esa
parte de sí que prefiere ahorrar energía y le propone permanecer donde está.
Es indispensable estar convencido de que no habrá futuro
mejor, no habrá concreción de ningún sueño, si no nos acostumbramos a arrasar esas barreras cada vez que haga falta y
empezar a movernos, aunque sea incómodo, aunque sea riesgoso, aunque parezca a primera vista indeseable, hacia eso que
nos parece digno de alcanzar.
Es inconcebible la idea de “alcanzar” si no media el movimiento.
Sólo si son acompañadas por la decisión, por la actitud de
quebrar la inercia y arriesgar, por el movimiento, las buenas ideas
que hayamos escuchado se volverán un ingrediente útil para
acercarnos a lo que soñamos.
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La decisión es la base de todo
Estamos habituados a escuchar que la felicidad, la posibilidad de ese “vivir bien” que soñamos, depende del favor de las
circunstancias. Se repite y se canta lo de salud, dinero y amor, se
menciona la suerte, el lugar y la época que a cada uno le tocan,
etc, etc.
También escuchamos a los que intentan ir más allá: para
vivir bien hay que saber vivir: ninguna circunstancia hace la felicidad de alguien que no sabe qué se necesita para ser feliz.
Ahora bien: si vivir bien depende de las circunstancias
¿por qué no están todos, o al menos los que creen esto, trabajando seriamente para cambiarlas? Si vivir bien depende de
saber ¿por qué no están todos, o al menos los que creen esto,
intentando saber?
Cuando inquirimos por los porqués reales detrás de los porqués aparentes, empezamos a ver que el mismo intento de modificar circunstancias, o el mismo intento de aprender sobre la
vida, son motivados, activados, disparados, por una causa previa: la decisión de vivir.
Pero ¿puede ser que unas personas tengan decisión de vivir y
otras no?
Pareciera que sin la decisión de vivir no podría haber seres
vivos.
Es cierto; pero no todos entienden “vivir” en el mismo
211
sentido.
Todos los seres nacen y de ahí en más tratan de escaparle a
la muerte. Es lo mínimo a lo que puede llamarse vida.
Tal vez ahí comiencen las diferencias: mientras para algunos eso es solamente lo mínimo, para otros es la vida, la totalidad
de lo que entienden y pueden entender por vida.
Sólo quien aspira a que la vida sea “algo más” trabajará
por ese algo más.
La gran diferencia entre quienes actúan para que su vida
sea como quieren y quienes no lo hacen es que unos quieren, en
el cabal sentido de la palabra, y otros sólo quisieran que las cosas fueran distintas. Y no faltan los que ni siquiera quisieran, los
que tienden simplemente a mantenerse sobre el mundo, sin morir
pero sin vivir.
¿De dónde vienen estas diferencias?
El debate puede ocupar a varias generaciones de filósofos
y psicólogos.
Para no demorarnos esperando grandes respuestas, podemos esbozarnos una que nos alcanza y sobra en el terreno de la
práctica: cuando existe la decisión de vivir realmente, de concretar y experimentar lo que se sueña, todas las facultades del
hombre van en esa dirección, y no aceptan la intromisión de
factores que hagan fuerza en sentido contrario.
Esas facultades humanas pueden detenerse a descansar, o
tomarse algún recreo; pero irremediablemente vuelven en pos
de su objetivo: jamás aceptarán la inactividad de por vida ni
darán un solo paso contra su propio deseo.
Sin embargo, abundan las personas que no actúan en favor
de sus propios deseos, y hasta llegan a actuar o pensar en contra.
La causa parece ser que la acción para alcanzar algo conlleva
siempre el riesgo de no alcanzarlo.
Ante esto, la mente humana suele asustarse, escapar y apelar a muchos trucos. Los más comunes son convencerse de que
conviene vivir sin aspirar a nada, o de que ya se tiene todo lo
que se soñó, o directamente decirse que jamás se quiso otra
212
vida que la que se está viviendo.
Ninguno de quienes toman ese camino es feliz en lo más
íntimo, aunque acostumbre decir que vive sin problemas, y no
se atreva a echar una mirada realmente sincera al territorio de
“lo más íntimo”.
Decidir vivir es, entonces, querer una vida mejor, saber
que es posible, y que también es posible no lograrlo.
Decidir vivir es ir hacia adelante, intentar lo que se sueña
sin ignorar que hay riesgos, pero sabiendo que no existe mayor
riesgo que el de apagar, desactivar, matar la propia aspiración,
para convertirse en un ser (no sabemos si humano) que permanece sin morir pero tampoco vive.
De ahí la insistencia sobre la misma base y en torno al
mismo eje: la posibilidad de una vida digna de vivir no depende
de qué tenemos, de qué queremos y ni siquiera de qué sabemos, sino de qué decidimos.
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Qué se puede y qué no
Cuando se piensa en cualquier objetivo deseable, desde
conseguir un empleo hasta transformar el mundo, sale a relucir
el interrogante de si es posible o no; nos viene el recuerdo de
cuántas veces intentamos algo y descubrimos que el mundo
exterior se negaba a obedecernos.
No está mal parar un momento a considerar si lo que nos
proponemos es más o menos posible. Con esto evitamos vivir
de fantasías o dilapidar tiempo y esfuerzo.
Lo grave, y demasiado habitual, es presentar la idea de “no
se puede”, o la de “no es seguro que se pueda”, para convencer
o convencerse de no intentar algo.
Eso es en cierta manera pensar al revés. Debemos dar un giro completo al problema y ponerlo sobre sus pies: el fundamental primer paso es preguntarnos cuánto incide en nuestra vida
ese “algo”.
Si ese algo es un detalle que nos resulta poco menos que
indiferente, tal vez no valga la pena procurarlo por muy posible
que sea.
Si eso que tenemos en mira determinará nuestra felicidad o
nuestra desdicha, mucho más preferible que la desdicha será un
intento del que se desconozca la viabilidad.
El mejor ejemplo para graficar esto es el de alguien a quien
le falte el aire. Jamás se preguntará si le será posible volver a
respirar: luchará inmediata e inconteniblemente por hacerlo.
215
Hay quienes mueren sin conseguirlo, pero no por eso sin dejar
de luchar, y quienes se salvan gracias a ese puro impulso que
no sabe de dudas ni de preguntas.
Y no hay que creer que esto es efecto del no tener tiempo.
Incluso si la pre-asfixia nos diera tiempo para pensar, ¿qué sentido tendría preguntarnos si lo que queremos es posible, y qué
sentido tendría darnos alguna respuesta?
Hay situaciones menos urgentes pero no menos graves,
como puede ser la de una nación invadida y obligada a vivir de
un modo que no quiere. Para quien realmente sea importante
vivir de otro modo, no tendrá mucho sentido preguntarse
cuánta es la posibilidad de expulsar al invasor: ningún riesgo ni
pérdida sería peor que continuar con esa inaccesibilidad a la
vida deseada.
En estos casos, a diferencia del de la falta de aire, aparece
el tema de si queda o no algo por perder. Alguno dirá que sería todavía peor estar en una prisión, o ser torturado, o morir. Cada
uno evaluará en su mundo interior, en el mundo del sentimiento, qué le parece mejor o peor.
El otro tema, el de si es posible o cuánta es la posibilidad,
pertenece al mundo del pensamiento, y viene después de la primera elección. Incluso si la primera elección derivara de la
creencia de que lo deseado es posible, la más de las veces esa
creencia no sería un conocimiento muy objetivo ni comprobable, sino un derivado de la intensidad con que se desee tal objetivo.
Todos hemos presenciado discusiones entre el se puede y el
no se puede. Lo que se extrae en claro de éstas es que no se puede
llegar con certeza a una conclusión, y menos todavía a que dos
o más personas crean lo mismo.
Mientras no tengamos la plena evidencia de que algo es
imposible (evidencia de por sí casi imposible) sigue teniendo
sentido intentarlo. Qué damos y qué no damos por esa posibilidad
desconocida es una elección del sentimiento.
Incluso la evidencia de la imposibilidad, aunque suene a comprobación científica, suele pertenecer al campo de lo subjetivo.
216
Algunos presos escaparon de cárceles cuidadosamente
proyectadas para que fueran imposibles las fugas. Simplemente
sucedió que tuvieron más tiempo que los diseñadores de prisiones para pensar en el tema, y una motivación mucho más poderosa
que la de ellos en el terreno del sentimiento.
Hay historias de supervivencia de náufragos, o de gente en
situaciones de peligro, que nos enseñan a no usar tan descuidadamente el concepto de imposible.
Podemos sintetizar todo esto en una fórmula: la inclinación a preguntarse por la imposibilidad de algo es inversamente
proporcional a la fuerza con que se lo desea.
Lo siguiente es darse cuenta de que descuidar esta fórmula
puede conducir al error por un extremo o por el otro: procurar
lo imposible o no procurar lo posible.
Quien sea consciente de que vivir bien requiere por sobre
todo la propia intervención, no debe ignorar esto. Y si no encuentra cómo disipar la duda, tener en cuenta que el error de no
hacer suele ser más triste y discapacitante que el de hacer.
Si profundizamos en el dilema llegaremos a una conclusión forzosa: si algo es imposible, sólo puede comprobarlo
quien lo haya intentado con todas sus fuerzas.
Cualquier otra persona, como no tiene el suficiente interés
ni en consecuencia la suficiente experiencia, lo único que puede
tener es una opinión. Y la opinión de alguien que no se interesa
por el tema sobre el que opina carece de toda razón para ser
valiosa; será invariablemente una opinión pobre.
Toda esta complicación, que no es poca, corresponde al
mundo interior de cada individuo. Pero no falta otra, tal vez más
complicada y necesaria de estudiar: la propia de las relaciones
entre individuos.
Porque las consideraciones entre qué es posible y qué es
imposible nacen la más de las veces en conversaciones. Y como
no hay dos individuos iguales, las conversaciones son entre
individuos distintos.
¿Qué sentido tiene la discusión sobre si un objetivo es posible o no si sus protagonistas son alguien muy interesado y
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alguien nada interesado en ese objetivo?
Mucha gente podrá decirnos que lo que nos proponemos
no es posible o no es conveniente por la sencilla razón de que a ella
no le interesa ese objetivo, o le interesa más la comodidad.
No faltarán quienes lo digan motivados por una inconfesable pero habitual especulación: si logramos eso que nos proponemos, será más evidente que nosotros somos capaces de
luchar y ellos no. Su interés no será en ese caso la comodidad,
al menos en el sentido biológico y energético del término.
Y algún otro buscará una lisa y llana eliminación de la competencia: si los demás desisten de conquistar algún territorio, quedará disponible para él.
Por unas u otras razones, se percibe en mucha gente una
constante práctica del culto al “no se puede”. La mayoría de sus
comentarios, sea cual sea su tema, parece originada por la finalidad de convencer y convencerse de que no se puede alguna cosa. La “ecuación” que motiva a la psique a tales insistencias se
resumiría en a más cosas que no se pueden, menos posibilidad de que se
nos hable de hacerlas.
En el terreno de las ciencias naturales es relativamente fácil resolver interrogantes sobre qué es posible y qué imposible.
Cuando ingresamos a las ciencias humanísticas se vuelve más
difícil, y cuando pasamos de las posibilidades generales a las particulares la dificultad sigue en aumento, hasta el punto en que
tanta incertidumbre nos genera la gran pregunta: ¿los supuestos
“veredictos” al respecto nacen de la observación del mundo
objetivo o de la inclinación de cada uno? ¿Son actos cognoscitivos o actos emocionales?
De ahí que tantas consideraciones sobre posibilidad o imposibilidad no sean tan objetivas como parecen, e incluso
cuando lo intenten sean víctimas de la subjetividad de sus autores.
De ahí que muchas veces lo más serio sea no hacerles caso.
Suponer que cuando creemos posible un objetivo tenemos
alguna obligación o necesidad de conseguir que todos crean lo
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mismo, esforzarse por llegar a una coincidencia con otros
cuando lo que nos corresponde es trabajar por eso que a nosotros
nos importa y a ellos no, es una de las más infundadas y peligrosas
fuentes de sufrimiento innecesario.
Todo esto está presente, y no debe ser descuidado, ante la
reiterativa pregunta de si se puede algo que nos interesa.
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Alimentarse de lo que no es alimento
En nuestra persecución de “lo que necesitamos” hay, como fácilmente se adivina, una serie de complicaciones.
Si somos capaces de abandonar por un momento toda
subjetividad, podemos trazarnos un esquema simple, en el que
nos imaginemos de un lado al hombre y del otro eso que verdaderamente necesita.
Este esquema “simple” nos despierta ni bien nacido un
fuerte ánimo de polemizar: ¿tenemos cómo saber lo que verdaderamente necesita? Además, ¿estamos todos de acuerdo a la
hora de decir qué necesita el hombre?
No hay para esto una respuesta única, y las muchas que
escucharíamos no son fáciles ni indubitables.
Como si fuera poco, además del problema de qué necesita
el hombre está el de qué necesita cada individuo en particular. Nadie
puede estar seguro de que será feliz consiguiendo lo que le interesa a otra persona ni lo que escuchó decir que “se necesita”.
Sabiendo que no vamos a encontrar de un momento a
otro una respuesta indubitable, abtraigámonos transitoriamente
de esos “detalles”, y seamos capaces de imaginar a un sujeto
buscando “algo” que lo satisfaga.
Si nos abstraemos de las respuestas que consideremos
equivocadas o insuficientes, podemos trazarnos la hipótesis de
que en el mundo existe ese “algo”, y que cuando lo obtenga
alcanzará la satisfacción buscada.
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Hechas estas abstracciones, desembocamos en lo que importa en este caso: el individuo en cuestión puede ignorar qué
es ese algo, puede no querer esforzarse o puede tener miedo de
dar pasos serios en su búsqueda.
Como consecuencia, su estado de insatisfacción no lo impulsará hacia lo que realmente necesita, sino hacia lo que esté a su
alcance en ese momento.
Este es el origen de un fenómeno tristemente generalizado: el de infinidad de seres humanos tratando de alimentarse de lo
que no es alimento.
Como lo que se necesita no es claramente visible, o no es fácil
de conseguir, o requiere correr algún riesgo, el primer mecanismo de la psique es dirigirse a cualquier cosa claramente visible,
fácil y exenta de riesgos, aunque no sea exactamente, ni siquiera
aproximadamente, la que en realidad generaría satisfacción.
Este mecanismo no es del todo consciente. Nadie se lo dice con palabras. Simplemente se mueve hacia lo más fácil.
Tal vez no haya otra alternativa en la niñez y en la adolescencia. Luego, con más experiencia, maduración y alguna cuota
de valentía, se puede pasar más allá de esta reacción mecánica e
inconsciente.
Se puede, pero no siempre se hace.
Hay quienes prosiguen toda su vida tomando lo más fácil,
lo más visible, lo más disponible, lo más ponderado por la mayoría de la gente, como si fuera de verdad lo que íntimamente
quieren, y el resultado es que no viven satisfechos, pero en algún rincón de sí se están esforzando por suponer satisfacciones
en eso con que aparentemente se alimentan.
Cada individuo posee sus necesidades más íntimas, aspiraciones que, aunque no coincidan “objetivamente” con lo mejor
que puede lograr el hombre, son ni más ni menos que los pasos
que él necesita dar. Puede conocerlas con cierta claridad, o llevarlas demasiado escondidas por sus miedos y su escasa determinación a pagar el precio.
A estas complicaciones internas se les suman las externas: las
propuestas que escucha de la sociedad que lo rodea sobre qué
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buscar, qué tomar del mundo para obtener satisfacción.
De modo que se convierte en muy difundida, muy maquinalmente obedecida y practicada, la costumbre de “dedicarse”
a procurar bienes, sucesos o situaciones que no van a generar
satisfacción, o cuanto mucho van a generar una satisfacción pavorosamente más pobre, pálida y volátil de lo que se espera.
En esa sociedad abundan las propuestas sobre qué perseguir,
muchas de ellas nacidas del mismo hábito maquinal de otros
individuos, y no pocas elaboradas deliberadamente para recoger beneficios, como las que llaman a comprarse cosas que
alguien fabrica o vende para trazar su propio camino hacia la
satisfacción.
Hay quienes desean determinados bienes por el solo
hecho de haber visto que “todo el mundo” los tiene o los desea. Jamás se preguntan qué desean ellos en lo más íntimo, ni
por qué suponen que al adquirir eso que tanto escuchan ponderar van a alcanzar tanta felicidad.
Hay un proceso psicológico que tiende a fortalecer la
hipótesis de la felicidad nacida de comprarse algo: al enfocar nuestro deseo hacia un objeto generamos una inestabilidad interna,
una corriente mental saliente, un incómodo fluir hacia fuera que
no nos dejará en paz. Nos pintamos la escena en que nos vemos poseyendo ese objeto y sintiéndonos bien, realizados, felices.
La insatisfacción, que por ese proceso llega a ser sufrimiento,
no nació del hecho objetivo de que carezcamos de ese objeto,
sino del fluir hacia fuera de nuestra energía psíquica, de la
comparación mental de esa escena de “felicidad” con el presente en que no nos sentimos satisfechos.
Un buen día nos compramos el objeto y esa tensión psíquica, ese sufrimiento, se disuelve inmediatamente.
El estado de satisfacción que nos sobreviene no fue causado por el objeto, sino por la disolución de la tensión previamente
creada por nuestra propia mente.
Claro que casi nadie se da cuenta de la diferencia.
Como eso no dura mucho, es muy posible que a los pocos
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días estemos deseando y persiguiendo otra cosa, y hasta que
desperdiciemos toda la vida en la misma repetición.
Esto no significa que todo objeto comprable sea inocuo o
inútil para nuestras necesidades. Algunos pueden ser buenos
como instrumentos con los que interactuemos para desarrollarnos. Nunca lo serán los que representen una distracción, un
espejismo con que llenar nuestro esquema de “algo que buscar”.
La poca claridad -por falta de dedicación al tema- respecto
a qué necesitamos, o a qué queremos en lo más íntimo, da por
resultado que nuestra “dedicación” derive hacia objetivos fáciles de pensar, o que directamente no requieran ningún pensamiento porque ya nos los presentaron los demás.
De ese modo, infinidad de jóvenes empiezan a trabajar
“albergando sueños” de acceder un día a objetivos y bienes que
valoran porque vieron que otra gente vive valorándolos. Nunca se preguntan si son lo que realmente necesitan ellos, ni si al alcanzarlos se van a sentir tan bien como vienen suponiendo desde el
principio de los tiempos.
En otros casos, ante algún sentimiento de vacío interior,
de no saber qué hacer con la vida, se recurre casi desesperadamente a una idea con que llenar ese espacio, y la idea que más
comúnmente cumple esa función es la de “algo que comprar”.
Como no es del todo fácil comprar cualquier cosa que se
imagina, o como luego de comprarla se puede seguir insatisfecho, la amplia variedad de no-alimentos con que se pretender
calmar esa ansiedad va más allá de lo material.
Como unas personas viven comprando, otras viven sintiéndose bien por “poseer” las virtudes de un grupo (nacionalidad,
raza, familia) y “disfrutando” de cada hecho o noticia que revele la superioridad de su grupo respecto a otros. Es muy común
que el sentimiento de pertenencia se entrelace con una comunidad deportiva, compuesta por los que practican ese deporte
(que con ello viven su propia vida) y los que los miran, admiran
y festejan sus triunfos como un logro propio; los que gritan
“ganamos” cuando no hicieron otra cosa que mirar a otros y
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esperar que lo logrado por esos otros los “alimente”.
Otros viven pendientes de la vida de los demás, celebridades o simples vecinos, como si los vaivenes de esas vidas dieran algún fruto en su felicidad personal. Otros “disfrutan” de
la posibilidad de agredir a cuantos se le crucen, de despreciar a
cuantos pasen por su pensamiento o de generar cualquier tipo
de padecimiento ajeno.
Y siguen abundando los recursos para entretenerse suponiendo que se está haciendo lo que “se necesita” o “se quiere”:
vivir pendiente de las noticias, de qué hacen o padecen personajes del mundo real o de historias de ficción diseñadas para
“alimentar” a quienes con ellas se sienten por un momento
menos vacíos, e inmediatamente pasan a intentarlo con el siguiente programa.
También es posible reunirse en organizaciones donde los
integrantes se convencen unos a otros de que ellos son “los
buenos” en un mundo que no lo es tanto, o en grupos que viven esperando un cambio fundamental y no muy lejano en la
sociedad que habitan, o lisa y llanamente en todo el orden
cósmico.
Como es de suponer cuando se mira con un poco de inteligencia, nadie se sentirá satisfecho en lo más íntimo con tales
seudoalimentos.
La tesis ya aparece en el Freudismo: cuando no se obtiene
la satisfacción que más se quiere, se busca reemplazarla por
otra menos intensa pero similar, y si esto tampoco es posible,
se la reemplazará a su vez por otra, menos satisfactoria pero
más fácil de conseguir.
Por ese camino, quien no se atreva a prestarse atención y
decirse qué es lo que más quiere, o no se atreva a luchar en la medida
necesaria por ello, vivirá experimentando seudosatisfacciones tenues,
débiles, espantosamente lejanas a lo que en lo más íntimo aspiraba a vivir.
Es posible darse cuenta y empezar a emerger hacia una vida
auténtica, más difícil pero más llena de lo que vinimos a buscar
a este mundo.
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Pero también es posible no atreverse a salir, o ni siquiera
llegar a darse cuenta.
En estos
casos,
inconscientemente
o semiinconscientemente, se continuará toda la vida alimentándose de lo
que no es alimento.
Pero como pese a todas las fantasías es imposible que el
no-alimento alimente ni satisfaga a nadie, persistirá en lo más
íntimo un estado de insatisfacción, que a veces podrá ser disimulado con las citadas distracciones y otras no.
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El desafío de vivir bien
Experimentamos lo mismo más de una vez: al alcanzar algo de lo que esperábamos toda la satisfacción imaginable, junto
a la satisfacción persiste irremediablemente el sentimiento de
que “faltaría algo más”. La satisfacción nos despierta a su vez
más deseo, la tan mentada “aspiración a vivir mejor” nos llama
a hacer algo para satisfacerla, y una vez que lo hacemos en vez de
calmarse se intensifica.
Todo acto motivado por lo que nos incite a una satisfacción es como un arranque, un lanzamiento, una embestida hacia
la felicidad, en la que en algún momento nos damos cuenta de
que no embestimos contra algo sólido que estaba en algún lugar, de que el agrado es ligero e incompleto, y se nos acentúa la
aspiración a ese choque frontal que derive en la felicidad absoluta e inmodificable.
Ese todo abarca desde los placeres más cotidianos hasta
los “grandes momentos” que alguna vez planificamos, sin excluir lo experimentado en los mundos sutiles del arte y el saber.
Ser humano es aspirar a vivir mejor, pero al mismo tiempo
descubrir que cualquier cosa que hagamos deja intacta la sensación de que podría ser mejor, de que hay o debe haber algo más.
¿Por qué?
Si buscamos una respuesta que ya alguien haya dado, nos
encontraremos con varias. Inevitablemente incursionaremos en
el terreno de las ideologías y de las distintas “concepciones del
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mundo”, y no estaremos de acuerdo unos con otros a la hora
de darnos respuestas o aprobar las que ya existen.
Lo más importante en este caso no es analizar todas las
respuestas ni dar un veredicto sobre cuál es “la verdadera”: lo
más importante, para seguir siendo humanos con aspiraciones
humanas, es que este drama no nos haga retroceder.
Porque una de las posibilidades ante esta sensación es retroceder a lo pre-humano o sub-humano: ignorar o reprimir la
aspiración a vivir mejor y convencerse de que no existe la variedad
entre mejor y peor.
La única alternativa verdaderamente humana es ir hacia adelante, aunque no se sepa cómo ni hacia qué, aunque haya posibilidades de error y hasta de autodestrucción.
Vemos a infinidad de seres luchando por bienes o situaciones que prometen absoluta satisfacción. Los vemos obteniéndolos y siguiendo insatisfechos, y luego tratando de resolver ese drama lanzándose hacia nuevos bienes, e incluso habituándose a adquirir un bien tras otro sin alegría ni esperanza,
sabiendo que no van hacia la felicidad ni hacia la gloria, pero
sin atreverse a cambiar de rumbo ni a preguntarse de qué se trata
eso que les ocurre.
Otra alternativa, en vista de que esa chispa de insatisfacción no se apaga con logros externos, es anular o adormecer la
capacidad de generarla.
Hay casos en que las bebidas o drogas se presentan como
áreas en que buscar satisfacción, y hay casos en que sólo se
usan para silenciar u olvidar el persistente llamado humano a algo
más.
La diferencia entre una búsqueda de satisfacción y una
búsqueda de anulación es la desesperación por volver al estado
de adormecimiento ni bien se empieza a salir de él.
Lo que unos intentan con bebidas o drogas, otros lo intentan con actividades cuya real finalidad es pasar un tiempo sin
pensar: entretenimientos que se toman con una indescifrable
desesperación o urgencia para alejarse de otro tema, concentración
en cuestiones que no tienen ninguna incidencia en la propia
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vida, o incluso el trabajo, cuando se encara con más ganas de
llenar el tiempo que de obtener algún bien en el que íntimamente se crea.
Muy cerca de esto, aunque lo nieguen las prédicas “moralistas” de quienes la escogen y se creen buenos “porque no
beben ni se drogan”, está la alternativa subhumana, tal vez inspirada por la envidia ante la tranquilidad que les vemos a los
animales.
Esta alternativa consiste en anular mentalmente toda percepción
entre mejor y peor, e incluso la misma idea de que hay posibilidades de mejorar la vida.
De ahí nacen los programas de pensamiento sobre “fealdad del
orden cósmico” y actitudes similares. Para quien toma ese camino (o para quien se niega de ese modo a todo camino), ninguna alternativa será peor que verse ante una vida con la que
no está satisfecho pero no podría cambiar sin esfuerzo ni riesgo, o, peor todavía, sentir que está frente a un vacío ante el que
no tiene idea de qué hacer.
Muchos seres viven, sin que nadie los obligue, una vida
que a otros les parece horrible. Una y otra vez nos preguntamos por qué lo hacen. Nos parecería que no puede ser que alguien
se introduzca por sí mismo en un infierno semejante.
Pero esa contradicción no es más ficticia que la de quien
cada mañana abandona su cama para ir a un sitio donde no
hará lo que tiene ganas sino lo que le ordenan. No es porque
en última instancia quiera sufrir, sino porque a cambio de eso
obtiene un beneficio.
Los que repiten que necesaria e invariablemente la vida es
fea, tratando así de convencerse e intentar que los demás le
ayuden a fortalecer su idea, están recibiendo a cambio un beneficio. Discutible, pero beneficio al fin.
Si la vida es fea porque “Dios lo dispuso así” o por vaya a
saberse qué ley natural, desaparece todo tipo de inquietud propia de un desafío. No hay que vérselas ante la propia insatisfacción y preguntarse qué hacer. No hay que continuar por la vida
con esa permanente sensación de que podría ser de otra manera.
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No hay que molestarse.
Como esta ideología de la no-alternativa no termina de convencer, de otorgar seguridad ni a sus más fervientes partidarios,
persiste la necesidad de reafirmarla, no por medio de algún argumento convincente, sino simplemente por repetición de sentencias que supuestamente “se convierten en verdad” a fuerza
de decirse muchas veces: “la vida es así”, “¿qué le vamos a
hacer?”, “no queda otra”, “cada cual lleva su propia cruz”, etc.,
etc., etc.
Como hay una alternativa subhumana, parece haber una sobrehumana. Diversas enseñanzas hablan de trascender lo humano,
extinguir el deseo o liberarse de las ataduras y vicisitudes de la
existencia.
Como toda propuesta que alguna vez escuchó el hombre,
también ésta es objeto de discusiones y cuestionamientos.
Para quien crea que “hay una salida”, pero es demasiado
sobrehumana y difícil, no habrá más opción que aceptar la alternativa humana y ponerse a tono con ella.
La alternativa más humana parece ser reconocer ese conflicto, continuar el camino con él a cuestas, y además de trabajar en el mundo externo por esas satisfacciones que nunca acaban de satisfacer, preguntarse a sí mismo y a la vida qué hay
detrás de todo eso.
Y mientras tanto, trabajar por lo que se desee sin creer que
con ello se obtendrá esa totalidad que a veces se imagina.
Y cada vez que se logre algo y se sienta esa inapagable sed
de “algo más”, aceptar y abrazar la vida sin pedirle ese “todo”
que no sabemos si existe.
Aun si no estamos dispuestos a la alternativa sobrehumana
ni a la subhumana, aun si nos acompaña permanentemente la
sensación de que algo quedó sin apresar, el vivir bien no deja de
estar a nuestro alcance y la vida no deja de valer la pena.
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