CÓMO HAN DE CELEBRARSE LOS OFICIOS DIVINOS DURANTE EL DÍA (RB 16) Nos dice este capítulo de la Regla: Como dice el profeta: “Siete veces al día te he alabado”. Cumpliremos este sagrado número de siete si observamos los deberes de nuestro servicio a la hora de laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas, pues de estas horas diurnas dijo: “Siete veces al día te he alabado”. Pues de las vigilias nocturnas dijo el mismo profeta: “A media noche me levantaba para alabarte”. Por tanto, alabemos a nuestro Creador en estas horas “por las decisiones de su justicia”, o sea, a laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas, y levantémonos a la noche para ensalzarle. Ya hemos visto cómo describe la RB los oficios que se cantan por la noche en vigilias y al final de ella en laudes. Ahora, en los capítulos 16 y 17, se va a fijar en los oficios que se recitan durante el día. La liturgia de las horas es una forma de mantener la oración continua a lo largo del día, meditando el misterio salvador de Cristo y su dimensión cósmica. Pero podemos preguntarnos por qué tienen que ser siete veces y no diez o cinco o tres. Como ya hemos dicho, la tradición echa mano del salmo que nos dice: Siete veces al día te alabo (sal 118, 164). Esto era entendido normalmente como un día completo (diurno y nocturno), pero San Benito, para consolidar la inclusión de Prima, aplica la cita anterior sólo para el día, reservando para las vigilias otra expresión del mismo salmo: A media noche me levanto para darte gracias (sal 118, 62). De tal forma que para el día quedan los oficios de laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas, un total de siete, mientras que las vigilias nocturnas se computan aparte. Los judíos tenían tres momentos al día para la oración: por la mañana, al mediodía y por la tarde. En algunos pasajes de los Hechos de los Apóstoles se dice que éstos oraban a las horas que lo hacían los judíos en el templo o las sinagogas. Pero muy pronto, ya en el siglo II, las tres horas menores (tercia, sexta y nona) son recomendadas a todos “los que tienen el conocimiento de la trinidad de las santas moradas” (Clemente de Alejandría, Stromata, 1. VII, c.7). A esto habría que añadir la hora de “prima” que, como ya he comentado anteriormente, es Casiano quien nos cuenta cómo surgió a finales del siglo IV en el monasterio de Belén en el que él residió un tiempo -distinto del de San Jerónimo, que fue posterior- (Instituciones, III, 4). Los monjes se mantenían en vela durante toda la vigilia que era concluida o seguida de laudes. Después de laudes (al rayar el alba) se podían marchar a dormir un rato, sólo un rato. Pero como no había ninguna ocupación hasta el siguiente oficio, que era el de tercia, pues algunos se quedaban durmiendo hasta entonces. Para ello se establece el oficio de prima, a modo de segundos laudes, que convoca a los monjes y les dispone a hacer a continuación algún trabajo manual hasta tercia. Pura conveniencia disciplinar, como reconoce Casiano, que se extendió entre los monasterios, pero no tuvo tanta receptividad en las iglesias seculares. Finalmente se añade el oficio de completas o “lucernario”, puesto que la RB recita vísperas aún con luz del día (se debía hacer la lectura de completas con la luz del día hasta que se dejase de ver y comenzar las completas). El sagrado número siete cada uno lo aplica como puede. Casiano no conocía las completas, pero dicho número le sale con el añadido de prima y computando las vigilias. San Benito, que ya conoce prima y completas, no tiene más remedio que computar aparte las vigilias. Vemos, consiguientemente, que de los tres momentos de oración que tenía la tradición judía y que asumieron los primeros cristianos, los oficios se fueron multiplicando en su afán de mantener una oración continua. Pero no sólo eso, sino que con el tiempo se fueron añadiendo otros oficios a los siete oficiales, pegándose unos a otros, como es el caso de los oficios de la Virgen y los oficios de difuntos, o los salmos graduales y penitenciales, amén de las oraciones devocionales que a veces los continuaban. Incluso en algunos monasterios se practicaba literalmente la laus perennis -alabanza continua-, prolongando la alabanza divina en la iglesia de forma ininterrumpida. Verdaderamente el pensum servitutis del que nos habla la RB (50,4; 49,5) se hacía cada vez más pesado. Ese intento por mantener la oración continua de una forma litúrgica quizá hoy no se entienda tanto, siendo más comprensible un espíritu de oración continua personal y silenciosa, más acorde a una cultura que ha cambiado su centro del grupo al individuo, lo que a veces lleva, incluso, a relegar la expresión litúrgica comunitaria en favor de una meditación personal más individualista. Es bueno estar siempre alertas para saber acoger la sensibilidad de cada lugar y cada tiempo, pero con una perspectiva más histórica y global. La oración es un motivo de gozo y realización personal, pero también es un “servicio”. San Benito se refiere a la oración litúrgica como un servicio divino. Todas las cosas interesantes, aún las más gozosas, requieren una dedicación y esfuerzo por nuestra parte. La amistad es un regalo, como lo puede ser el matrimonio o la comunidad. Pero quien no cuida la amistad, el matrimonio o la comunidad, haciéndose presente, teniendo multitud de gestos amigables, entregándose e interesándose por los demás, terminará dejando que se enfríe y se rompa. Uno de los grandes peligros de nuestra época es la impaciencia y el culto a lo inmediato y al placer. Nos cuesta perseverar. Nos cuesta aceptar lo que no nos agrada. A veces nos conformamos con soportarlo, por lo que necesitaremos explotar por algún sitio, mostrando nuestro desagrado en forma de crítica o burla. Necesitamos trabajar por lo más valioso que tenemos delante, saber reconstruir lo que se agrieta con el perdón, la paciencia y la misericordia. La amistad y la comunidad son un gran don, pero exigen esfuerzo y perseverancia. Se nos da gratis, pero no nos va a salir barato. Lo mismo sucede con la oración, y más todavía si se trata de la oración litúrgica que implica a los demás hermanos. Cada uno tiene su sensibilidad y todos debemos morir un poco a nosotros mismos en favor de los demás. Si no abrimos nuestra mente, cualquier cosa nos resultará una carga insoportable. Debemos asumir el costo de ponernos al servicio de los hermanos en la oración común. También debemos asumir el esfuerzo que supone una perseverancia en nuestra oración litúrgica incluso cuando no tenemos el apoyo de la comunidad porque vamos de viaje, por ejemplo. O asumir el esfuerzo de que nuestra mente concuerde con nuestros labios cuando salmodiamos, o de estar atentos a las lecturas que se proclaman. Los frutos se recogen después de trabajar. Sin esfuerzo no se alcanza nada verdaderamente valioso.
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