Oh. Cómo me duele la cabeza. ¿A quién se le ocurre correrse una juerga la noche antes de empezar en un trabajo nuevo? No suelo ser tan desastre. De hecho, probablemente sea la persona más organizada que jamás hayas conocido. Emborracharme la noche antes de coger un avión a Los Ángeles no va conmigo. Pero tampoco tuve otra opción. Me acababan de dar el trabajo. Hace una semana era secretaria en un estudio de arquitectura. El lunes por la mañana, mi jefa, Marie Sevenou, cincuenta y pocos años, francesa y muy respetada en ese mundillo, me llamó a su despacho y me pidió que cerrara la puerta y me sentara. En los nueve meses que llevaba trabajando allí, aquella era la primera vez que sucedía algo semejante, así que me pregunté si habría hecho algo mal. Pero como estaba bastante segura de que no, la preocupación dio paso a la simple curiosidad. -Meg -dijo con su fuerte acento francés sazonado de angustia-, me apena decirte esto. Joder, ¿se estará muriendo? -No quiero perderte. Espera, a ver si la que se está muriendo soy yo... Perdón, a veces pienso tonterías. Prosiguió. -Ayer estuve todo el día debatiéndome, indecisa. ¿Se lo digo? ¿No se lo digo? Es la mejor asistente personal que he tenido y odiaría perderla. Le tengo cariño a mi jefa, pero le va demasiado el melodrama. -Marie -dije-, ¿de qué estás hablando? Me miró fijamente con expresión desolada. -Pero luego me dije a mí misma: Marie, piensa en cómo eras hace treinta años. Habrías hecho lo que fuera por una oportunidad así. Tienes que decírselo. ¿A qué venía todo aquello? -El sábado por la noche fui a una cena que daba un buen amigo mío. ¿Recuerdas a Wendel Redgrove? Un abogado muy influyente. Proyecté para él una casa en Hampstead hace un par de años. Bueno, es igual, me estaba contando que su mejor cliente acababa de perder a su asistente personal y que no conseguía encontrar otro. Claro, me dio lástima, así que le hablé de ti y de que si te perdiera me moriría. De verdad, Meg, no sé cómo conseguía arreglármelas antes sin ti... Pero enseguida recuperó la compostura y clavando sus fríos ojos azules en los míos marrones dijo las palabras que cambiarían mi vida para siempre. -Meg, Johnny Jefferson necesita un nuevo asistente personal. Johnny Jefferson. El chico malo del rock. Un rubio de penetrantes ojos verdes y un cuerpo que ya le habría gustado a Brad Pitt hace quince años. Era la oportunidad de mi vida, viajar a Los Ángeles para trabajar y vivir en su mansión. Convertirme en su cómplice, en su mano derecha, en su persona de confianza. Y mi jefa, en un ataque de locura, me había recomendado para el puesto. Aquella misma tarde conocí a Wendel Redgrove y al mánager de Johnny Jefferson, Bill Blakeley, un cuarentón con acento del East End londinense que llevaba la carrera de Johnny desde que dejó a su grupo Fence, hacía ya siete años. Wendel me ofreció un contrato junto con una estricta cláusula de confidencialidad y Bill me pidió que comenzara la semana siguiente. Marie, de hecho, lloró cuando le dije que ya estaba todo arreglado: me habían ofrecido el puesto y yo había aceptado. Wendel ya había convencido a Marie para que me dejara marchar antes del mes de cortesía, así que solo tenía seis días para prepararlo todo; una misión difícil, por no decir imposible. Cuando expuse mis dudas, Bill Blakeley fue muy claro: -Mira, guapa, si necesitas más tiempo para arreglar tus cosas, es que no eres la persona idónea para el puesto. Llévate solo lo que necesites. Nosotros pagaremos el alquiler de tu casa durante los siguientes tres meses y después, si todo sale bien, tendrás unos días libres para volver y hacer lo que sea. Pero necesitamos que empieces ya porque, francamente, desde que la última chica se largó soy yo quien le tiene que comprar los putos calzoncillos a Johnny, y ya estoy harto. Y aquí estoy, en el avión de camino a Los Ángeles, con una resaca de cuidado. Por la ventana ya se ve la ciudad. Cerca del aeropuerto sobrevolamos una espesa nube negra, mezcla de niebla y contaminación. La inconfundible estructura blanca del Theme Building parece un platillo volante o una araña de cuatro patas. Marie me dijo que lo buscara y verlo me hace sentir todavía más fuera de lugar. Paso aduanas sin problemas y me dirijo hacia la salida donde me han dicho que habrá un chófer esperándome. Busco entre la gente y por fin encuentro un letrero con mi nombre. -¡Señorita Stiles! ¡Estupendo! ¿Qué tal? -dice el conductor cuando me presento. Me estrecha la mano con fuerza mientras su rostro se ilumina con una sonrisa de dientes blancos como perlas-. ¡Bienvenida a Estados Unidos! ¡Soy Davey! ¡Encantado de conocerla! ¡Venga, yo me encargo de su equipaje, señorita! ¡Vamos! ¡Por aquí! No estoy muy segura de poder soportar tantos signos de exclamación con mi actual resaca, pero la verdad es que su entusiasmo es admirable. Sonrío y lo sigo por la terminal. De inmediato percibo la humedad del aire y comienzo a marearme un poco, así que me siento aliviada cuando por fin llegamos al coche, una gran limusina negra. Subo al vehículo y me derrumbo sobre el fresco asiento tapizado en piel color crema. El aire acondicionado se pone en marcha mientras salimos del aparcamiento y el mareo y las náuseas que había sentido antes comienzan a desaparecer. Bajo la ventanilla. Davey no para de parlotear sobre la gran ilusión de su vida: conocer a la reina. Inspiro el aire de la calle, menos húmedo ahora que nos estamos moviendo y comienzo a sentirme mejor. Huele a barbacoa. Las palmeras más altas que he visto en toda mi vida jalonan la amplia carretera y las miro asombrada mientras saco la cabeza por la ventanilla. No puedo creer que no se hayan partido en dos; en proporción, son tan finas como palillos de dientes. Estamos a mediados de julio y aún hay adornos navideños colgados de algunas casas de aspecto un tanto dejado. El sol de la tarde se refleja en ellos y pienso que no es tan extraño que a este lugar lo llamen la ciudad del oropel. Miro en todas direcciones, pero no veo el letrero de Hollywood. Todavía. ¡Dios! Aún no me creo lo que me está pasando. Y mis amigas tampoco. La verdad es que Johnny Jefferson nunca me ha gustado especialmente. Claro que me parece guapo, ¿y a quién no?, pero en realidad no me gusta. Y en lo que se refiere a la música rock, bueno, Avril ya me parece demasiado heavy. Yo prefiero a Take That sin dudarlo. Sé que cualquiera daría el dedo meñique por estar en mi lugar. O mejor dicho, la mano entera. Y quizás un pie también, ya que estamos. Sin embargo yo no creo que estuviera dispuesta a pasar de la uña del dedo gordo. Y desde luego estoy convencida de que no perdería ni un apéndice. La verdad es que este nuevo trabajo me hace ilusión, pero el hecho de que a todas mis amigas Johnny las vuelva locas le da un atractivo extra. Davey atraviesa las puertas de Bel Air, el paraíso de los ricos y famosos. -Ahí es donde vivía Elvis -dice mientras comenzamos a subir la colina hacia mansiones todavía más impresionantes. Intento ver algo del cuidado jardín que se oculta tras los setos y los altos muros. El dolor de cabeza parece que ha dado paso a un cosquilleo en el estómago. Me limpio el sudor de la frente y me digo a mí misma que solo son los efectos secundarios de la borrachera. Seguimos subiendo y de repente Davey sale de la carretera y se detiene frente a unas impresionantes puertas de madera. Unas cámaras nos enfocan impasibles desde pilares de acero a ambos lados del coche. Me siento observada y experimento la repentina necesidad de subir la ventanilla. Davey anuncia nuestra llegada por un interfono y unos segundos después las puertas se abren. Tengo las manos pegajosas. El camino hacia la casa no es largo, pero a mí se me hace eterno. Al principio los árboles ocultan la casa, pero tras una curva aparece ante nosotros. Es un diseño moderno y estructurado; dos plantas, hormigón blanco, forma rectangular. Davey sale del coche y me abre la puerta. Yo me quedo allí, intentando controlar los nervios, mientras saca mi maleta del maletero. La enorme y pesada puerta de madera de la entrada principal se abre y sale una mujer baja, regordeta, sonriente y de aspecto suramericano. -¡Vaya! ¿Y a quién tenemos aquí? -Su sonrisa es radiante y me cae bien al momento-. Soy Rosa dice-, y tú debes de ser Meg. -Hola. -¡Vamos, pasa! Davey se despide de mí y me desea buena suerte, yo sigo a Rosa al interior. La entrada es grande y luminosa. Franqueamos otra puerta y me paro en seco. Los cristales que lo cubren todo, del suelo al techo, ofrecen una panorámica perfecta de la ciudad bajo la luz calinosa de la tarde. Una piscina en la terraza brilla refrescante y azul. -Espectacular, ¿verdad? -Rosa sonríe y estudia mi expresión. -Increíble -contesto. Me pregunto dónde estará la estrella de rock. -Johnny está de viaje. De repente sintió la necesidad de salir para componer -dice Rosa. Ya. -No volverá hasta mañana -apostilla-, así que tienes un poco de tiempo para deshacer la maleta e instalarte. O mejor aún, para descansar un rato en la piscina. -dice mientras me empuja suavemente. Levanto el asa de la maleta e intento disimular mi decepción mientras sigo a Rosa hasta una gran habitación diáfana, de dos alturas. El moderno equipo estéreo y la enorme televisión plana de la esquina me dicen que estoy en el cuarto de estar. Los escasos muebles que hay son muy modernos y superchulos. Estoy impresionada. De hecho, mi pasotismo inicial comienza a esfumarse, lo que no me ayuda a calmar los nervios. -La cocina está por aquí -dice Rosa mientras señala hacia una pared curva de cristal esmerilado-. Ahí es donde paso la mayor parte del tiempo. Soy la cocinera -me explica antes de que le pregunte-. Intento que se alimente bien. Si mi trabajo fuera servirle copas, sería mucho más feliz. Le gusta beber, ¿sabes? -Chasquea la lengua cuando llegamos a los pies de una escalera de hormigón pulido. -¿Podrás con eso, cielo? -me pregunta mirando de reojo mi maleta. -¡Sí, tranquila! -Deberíamos tener un mayordomo, pero Johnny no quiere llenar la casa de gente -prosigue mientras sube las escaleras por delante de mí-. No es que sea tacaño, ¿sabes?, es que le gusta que seamos como una pequeña familia. -Da media vuelta-. Tu cuarto está aquí. Johnny está en el grande, al otro lado, y detrás de esas puertas verás las habitaciones de invitados y el estudio de música de Johnny -dice mientras pasamos junto a ellas-. Tu despacho está abajo, entre la cocina y la sala de cine. Perdón, ¿ha dicho sala de cine? -Luego te lo enseñaré todo -añade entre jadeos. -¿Tú también vives aquí? -le pregunto. -No, cielo, yo tengo familia. Aparte de los de seguridad, tú serás la única que duerma aquí. Además de Johnny, claro. Bueno -dice, dando una palmada al detenernos frente a la puerta-, este es tu cuarto. Gira el pomo de acero inoxidable y empuja la pesada puerta de metal. Luego da un paso atrás para dejarme pasar. Mi habitación es tan luminosa y blanca que me quiero poner las gafas de sol. Las ventanas dan a los frondosos árboles de la parte de atrás y en el centro hay una cama tamaño gigante, cubierta con una colcha de color blanco inmaculado. Un armario lacado en blanco cubre toda una pared, del suelo al techo, y frente a él se abren dos puertas. -Tienes una cocina pequeña donde podrás prepararte algo de comer si mis platos no son de tu gusto. -Por su tono jovial deduzco que eso será muy poco probable-. Y aquí tienes el baño. Y menudo baño. Es enorme, cubierto todo de deslumbrante piedra blanca. Hay un gran jacuzzi de piedra en la parte de atrás y una enorme ducha abierta a mi derecha. A mi izquierda dos lavabos. Esponjosas toallas blancas cuelgan de toalleros eléctricos. -¿Bonito, eh? -dice Rosa. Luego camina hacia la puerta-. Te dejo para que te instales. ¿Por qué no bajas a la cocina cuando hayas terminado y te preparo algo de comer? En cuanto cierra la puerta, comienzo a saltar como una loca con la boca desencajada en un grito mudo. ¡Este sitio es alucinante! He visto mansiones de estrellas de rock en MTVCribs, pero esto es todavía mejor. Me quito los zapatos y me lanzo sobre la impresionante cama sin parar de reír. Me tumbo boca arriba. Qué pena que Bess se pierda esto. es tan diferente de nuestro apartamentucho en Londres. En Inglaterra debe de ser ya cerca de la medianoche y seguramente llevará un rato en la cama durmiendo la borrachera porque mañana tiene que levantarse para ir a trabajar. Bajo de la cama y sonrío al sentir la gruesa alfombra de lana blanca entre los dedos de los pies. Saco el teléfono del bolso. De hecho, creo que le mandaré una foto. En lugar de llamarla, abro la lente de la cámara y fotografío la impresionante habitación con la cama gigantesca en el centro. Añado un mensaje: '¡Mira qué cuarto tengo! A él aún no lo he visto, pero la casa es impresionante. Ojalá estuvieras aquí'. Cuando le enseñe la panorámica que se ve desde el cuarto le va a dar algo. Pero eso ya se lo mandaré mañana. Decido dejar la maleta para más tarde y bajo a ver a Rosa. La encuentro en la cocina friendo pollo, pimienta y cebolla. -¡Hola! Te estoy preparando una quesadilla. Seguro que te mueres de hambre. -¿Te ayudo? -pregunto. -¡No, no, no! -dice apartándome. Unos minutos después me sirve el plato terminado, unas tortillas triangulares que rezuman queso derretido. Tiene razón, me muero de hambre. Mis brazos son delgados comparados con los suyos. De hecho, toda yo soy delgada comparada con Rosa. La cocinera es como una gran mamma mejicana en tierra extraña. -¿Dónde vives, Rosa? -le pregunto y me cuenta que su casa está a una hora en coche. Tiene tres hijos adolescentes, una hija de diez años y un marido que trabaja como un loco, pero que, por como sonríe cuando habla de él, seguro que también la quiere como un loco. Vive lejos, pero le encanta trabajar para Johnny. Su única queja es que casi nunca está allí para ver cómo disfruta de sus guisos. Y le rompe el corazón cuando vuelve a la mañana siguiente y encuentra la comida todavía en la nevera. -¡A ver si consigues tú que coma algo! -me dice-. Johnny se alimenta fatal. Oír como lo llama 'Johnny' me resulta extraño. Yo pienso en él como Johnny Jefferson, pero supongo que pronto será solo Johnny para mí también. Aunque en cierta forma siento como si lo conociera. Es imposible vivir en el Reino Unido y no saber nada de Johnny Jefferson. Y todavía es más difícil si te has pasado la hora de la comida, cuando aún trabajaba para Marie, investigando sobre él en Internet. Su madre murió cuando tenía trece años, por eso dejó Newcastle y se trasladó a vivir con su padre a Londres. Dejó los estudios para concentrarse en su música y formó un grupo poco antes de cumplir los veinte. Firmaron un contrato con una discográfica y cuando Johnny alcanzó la veintena ya eran estrellas internacionales. Sin embargo, a los veintitrés, sufrió una grave crisis personal cuando el grupo se disolvió, aunque logró superarla para volver dos años después como artista en solitario. Ahora, con treinta años, es uno de los cantantes de rock más conocidos del mundo. Por supuesto, se habla mucho de su estilo de vida: alcohol, drogas, sexo, en fin, seguramente Johnny lo ha probado todo. Que beba no me importa, y aunque solo he tenido tres novios serios, no soy ninguna mojigata, pero lo de la droga no va conmigo. Además, jamás me he sentido atraída por los chicos malos. Rosa se marcha a las seis y media e insiste en que vaya a la piscina. Diez minutos después estoy en la terraza con el biquini negro que compré para mis últimas vacaciones en Italia con Bess. El sol todavía calienta, así que me quedo en los escalones de la zona poco profunda y echo la cabeza hacia atrás para que me dé más el sol. La centelleante agua azul está fresca pero no fría y no me impresiona cuando me meto del todo. Nado un par de largos y decido entonces que cada mañana haré cincuenta. En Londres caminaba tanto que mantenerme en forma era fácil, pero aquí todo el mundo se mueve en coche, así que tendré que esforzarme un poco más. Después de un rato salgo del agua. Paso de las tumbonas y extiendo la toalla sobre las baldosas calientes junto a la piscina para poder introducir los pies en el agua. La resaca hace ya rato que ha desaparecido y me siento contenta y feliz mientras escucho el chapoteo del agua que se cuela por el sistema de filtración de la piscina y el canto de las cigarras en el jardín. Sobre la ciudad, un distante avión deja una estela blanca en el cielo despejado y por el rabillo del ojo veo como unos mirlos vuelan a ras del agua para beber de la piscina. Me embarga un agradable sopor. -¿Para esto te pago? Me espabilo de golpe y veo una figura oscura que se cierne sobre mí y me oculta el sol. El sobresalto es tal que casi me caigo al agua. -¡Ay, joder! Intento como puedo sacar la toalla de debajo del culo para taparme, pero acaba en el agua. -¡Mierda! Me pongo de pie torpemente mientras caigo en la cuenta de que lo único que he hecho en los últimos segundos es soltar tacos delante de mi nuevo jefe. -Lo siento -balbuceo. Sus ojos me dan un repaso de arriba abajo y siento como si me estuviera desnudando. Lo que tampoco es tan difícil porque en realidad apenas llevo nada encima. Cruzo los brazos sobre el pecho, deseando con todas mis fuerzas sacar la toalla del agua. Desgraciadamente, sin embargo, para eso tendría que inclinarme y no es algo que me apetezca mucho hacer en estos momentos. Levanto la vista. La verdad es que es bastante alto, desde mi metro setenta y poco calculo que él estará rondando el metro noventa. Lleva pantalones vaqueros negros ajustados y una camiseta también negra con un cinturón metálico de color plata y tachuelas. El pelo rubio le cae sobre la barbilla y sus ojos verdes, con la luz de la piscina reflejada en ellos, parecen casi luminiscentes. Caray, qué guapo es. Está mejor al natural que en las fotos. -Perdón -vuelvo a decir y él esboza una media sonrisa mientras se inclina detrás de mí para sacar mi toalla empapada del agua. Yo, de forma instintiva, me intento apartar de él, pero la única forma sería dando un paso atrás, con lo que me caería a la piscina. Y creo que ya he hecho bastante el ridículo. Cuando se incorpora y escurre la toalla veo los músculos de sus brazos desnudos tensarse con el movimiento. También me fijo en sus famosos tatuajes y me empiezo a poner nerviosa. Recuerdo que he dejado el pareo en una de las tumbonas a su espalda y cuando paso a su lado, casi de puntillas, para recuperarlo, él no se aparta. Rápidamente me ato el pequeño pedazo de tela verde a la cintura. -¿Meg, verdad? -dice. -Sí, hola -contesto. Lo miro protegiéndome los ojos del sol con una mano mientras hace una pelota con la toalla y la tira a una cesta que está a unos seis metros. Entra a la primera-. Y tú, evidentemente, eres Johnny Jefferson. Se gira hacia mí. -Llámame Johnny. -Me fijo en que tiene un montón de pecas que no había visto en las fotografías. -Estaba. estaba descansando un poco -tartamudeo. -Eso me ha parecido -contesta. -Creía que no volverías hasta mañana. -Eso me ha parecido. -Arquea una ceja, busca en los bolsillos de sus vaqueros y saca un paquete de tabaco. Luego se sienta en una de las tumbonas, enciende un cigarrillo y da unos golpecitos en el espacio que está a su lado. Pero yo, teniendo en cuenta cómo me late el corazón, decido que es más seguro sentarme en la de enfrente. -Bueno, Meg. -dice mientras da una profunda calada y me mira. -¿Sí? -¿Fumas? -pregunta, aunque no me ofrece un cigarrillo. -No. -Bien. Hipócrita. Lo pienso, pero no tengo el valor de decirlo en alto. -¿Cuántos años tienes? -pregunta. -Veinticuatro -contesto. -Pareces mayor. -¿Ah, sí? Echa la ceniza en un cenicero de acero inoxidable de medio metro de alto y me mira entornando los ojos. -En este trabajo hay mucha presión, ¿sabes? Oh, vale, así que no era un cumplido, sino más bien una preocupación. -Podré con ella. -Intento inyectar algo de seguridad en mi respuesta. -Bill y Wendel así lo creen. -Suena bastante americano, lo que resulta sorprendente ya que pasó los primeros veinticinco años de su vida en Inglaterra-. ¿Tienes novio? -se interesa. Eh, un momento. -¿Y por qué me preguntas eso? -No seas quisquillosa -dice mientras sonríe divertido-. Solo quiero saber qué posibilidades hay de que lo eches de menos y vuelvas a casa. -Ahora suena más inglés. Su mirada me hace sentir incómoda así que la aguanto solo durante unos segundos. Guarda silencio y yo no tengo ni puñetera idea de qué decir. -No has contestado a mi pregunta. ¿Pregunta? ¿Qué pregunta? Oh, la del novio. Me está costando un poco centrarme. -No, no tengo novio. -¿Por qué no? -me interroga casi de inmediato, al mismo tiempo que da otra larga calada a su cigarrillo. -Pues, salía con alguien, pero rompimos hace seis meses. ¿Por qué? Johnny sonríe y apaga el pitillo. -Por curiosidad. -Se pone en pie-. ¿Te apetece beber algo? Me incorporo rápidamente. -Ya me ocupo yo. Me mira de reojo con expresión burlona mientras camina hacia el otro lado de la terraza, donde hay un bar. -Tranquila, mujer. Soy perfectamente capaz de ponerme una copa. ¿Qué quieres tomar? Le pido una Coca-Cola light. Vuelve con dos enormes whiskis con Coca-Cola y hielo y me ofrece uno. Miro mi vaso y luego a él. Su rostro es inexpresivo. ¿Será que no me ha oído? -Hum... -digo, pero me quedo sin palabras cuando veo que se está quitando la camiseta. Dios santo, no sé adónde mirar. Doy un buen trago al whisky mientras él se pone cómodo en la tumbona. Justo en ese momento, reparo en lo absurdo de la situación. Es de locos. Tengo a Johnny Jefferson, ¡al auténtico Johnny Jefferson!, justo delante de mí, y tan cerca que podría tender un brazo y tocarlo. Incluso podría pellizcarle un pezón, ¡por favor! Anda que si le mandara una foto a Bess de semejante panorama... La sola idea hace que se me escape un resoplido. -¿Estás bien? -pregunta, mirándome. -Sí -contesto, pero para mi vergüenza no puedo aguantar una estúpida risilla. -¿Qué es tan divertido? -Nada -contesto rápidamente. Tengo la cabeza totalmente embotada. ¡Nada! Hace una semana trabajaba para un estudio de arquitectura en Londres y ahora estoy en Los Ángeles, en la mansión de una estrella del rock, ¡sentada en una tumbona junto a un roquero medio desnudo! Si esto no es surrealista, que venga Dios y lo vea. Johnny acaba su whisky de un trago y yo extiendo el brazo para recoger su vaso. -¿Otro? Duda por un momento ante mi oferta. -¿Por qué no? Ya iba siendo hora de que comenzara a hacer mi trabajo. Me levanto y me acerco al bar mientras termino mi copa. Echo un vistazo a las botellas del armario que hay bajo la barra en busca del whisky. Localizo una lata de Coca-Cola light y me planteo abrirla, pero al final lo pienso mejor. Lo que necesito ahora es un poco de valor y unos chupitos de tequila no me vendrían mal. ¡Oh, pero si tiene una botella de tequila aquí! Miro a Johnny Jefferson, recostado en la tumbona, de espaldas a mí, ignorante del dilema al que me enfrento. No, Meg, no. Nada de tequila. Bah, qué coño. Solo uno. Le pego un rápido sorbo a la botella y casi escupo el tequila cuando lo siento bajar por la garganta. Necesito toser desesperadamente, de verdad, pero en lugar de eso me lo trago y enjugo las lágrimas. Un poco de agua. ¡Agua! Aunque quizá me vendría mejor otro trago de tequila. Y aunque parezca mentira, así es. -¿Qué tal van las cosas por ahí? -grita Johnny. Caray, llevo aquí un rato. -Bien, ¡ya voy! Me acerco a las tumbonas mientras intento que no me distraiga la panorámica frente a mí. -Gracias. -Johnny hace chinchín con mi copa y le da un trago mientras yo me siento. Tiene el pecho tonificado, de aspecto suave y bastante moreno. Lleva un tatuaje con algo escrito sobre el vientre. No puedo leer lo que pone, pero ¡madre mía! ¡Eh! ¡Céntrate, Meg, céntrate! -Rosa me dijo que estabas de viaje. -Sí. Quiero dejarlo todo preparado para la semana que viene. -¿Qué pasa la semana que viene? -pregunto. Me mira un poco sorprendido. -El Whisky -contesta. -¿Quieres más whisky? -pregunto. Caray, a ver si va a ser verdad que tiene un problema con el alcohol. -No, el Whisky -dice. -No te entiendo -replico confundida. -Vamos -responde-, ¿no me digas que no sabes nada de lo que estoy preparando allí? Whisky es un lugar. -No, lo siento. -Noto que me estoy poniendo colorada-. ¿Debería haber oído algo? Ríe incrédulo. -Perdona -añado-, pero no sé mucho sobre ti. Y a continuación comienzo a soltar chorradas como una loca... -Quiero decir que no soy muy fan. Cállate, Meg. -Tus canciones no están mal, pero bueno, yo prefiero a Kylie, la verdad. ¿Por qué coño habré dicho eso? (...)
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