OPINIÓN NOVIEMBRE 2016 > viernes 11 3 Quijote de barrio Madeleine Sautié Rodríguez De una canción popular se hecho común un dicho que cuando es oportuno anuncia que en La Habana hay una pila de locos. La sentencia alude al carácter impetuoso de los lugareños, al andar acelerado de sus pobladores, a las iniciativas permanentes a las que nos reta la vida, alegre pero difícil, y a muchos otros argumentos de los que cada cual puede dar fe propia. Una botella y se formó la fiesta / Con una lata se formó la orquesta / Sin vanidades ni protocolos / Somos sencillos y un poquito locos. Pero no es de esa «locura» de lo que tratarán estas líneas, sino de la primera de sus acepciones, la que se ajusta a un ser que ha perdido la razón o que desde siempre ha carecido de ella. Así, sabiendo que nunca recobrará el juicio, hablo hoy de un joven del barrio que habiendo nacido cuerdo un buen día dejó de estarlo. Un ser especial del que vale la pena hablar porque su paso por el mundo es una caricia. Porque tiene un sello que lo distingue. Porque luchando contra molinos cotidianos, es de aquellos «fuegos» de los que habló Galeano, que no se puede mirarlos sin parpadear, y si alguien se les acerca se enciende. Hablo de un hombre hermoso, de tez cobriza y facciones que «encajan» con la nobleza de su expresión. Su complexión dura y particulares atuendos lo hacen parecer escapado de un libro donde se exhiben imágenes de las culturas precolombinas cuando no de un jugador —o espectador de un partido de fútbol— según se le ocurra acicalarse. No sé de dónde saca las pinturas con las que se colorea el rostro, pero sus dotes de artista, que no se le fugaron con el juicio, le permiten motearse tan bien que parece que alguien le pintara rayas, dibujos y banderitas en la cara. Para ello se auxilia de los espejos de carros parqueados, o ventanas de cristales que le devuelven su imagen feliz para empezar el día. Supe que el tronco cortado del que habían «sacado» un rostro humano que embellecía el jardín de una vecina era obra de este hombre que, vestido y sin causar daño a nadie, suele enjabonarse ante un público que pasa y con el que se siente totalmente a salvo. Conversa consigo mismo. O con las voces que con certeza lo abordan, porque con solo verlo se sabe que en su cabeza ocurren sucesos que él encara. A media mañana se le ve deshaciendo entuertos. Bien tapando un hueco con una tabla para que algún entretenido no se caiga, bien echando a un lado con el pie las cáscaras o desperdicios que el indolente arrojó en el medio de la acera. Lo suyo es hacer lo útil. Otro de sus lugares favoritos es la esquina donde están los tanques de basura, pero no para registrar ni sacar sobras de comida, como hacen algunos inescrupulosos «luchadores» que buscan así alimentar animales, sino para recoger las bolsas que los apurados lanzaron alrededor de los contenedores, y echarlas dentro. Se le ha visto recogiendo pomos vacíos que trae de donde los encuentre para colocarlos ordenados en el portal de la bodega donde venden vino seco y vinagre a granel. O sacando cartones y tarecos inservibles que la desidia de gente echa en las alcantarillas. Todo el mundo sabe que este Quijote de barrio tiene familia. Una familia que se ocupa de él, que lo alimenta, que mantiene limpia su ropa, que sabe que las chifladuras de su hijo tienen lugar en un área donde nadie podría perjudicarlo. Lo que tal vez no sepan es de qué modo sus instintos apuntan al bien, siempre a lo noble, desde una perturbada lucidez que da lecciones de urbanidad y civismo a los equilibrados. No he visto nunca a nadie molestando al Pintado, ni siendo objeto de burlas como pasa alguna vez con estos personajes que integran la multitud comunitaria. Y eso me da buena espina y me enorgullece. Eso se llama indulgencia, respeto, cultura, aunque al pasar y ver las cosas que hace en su dinámico universo no dejemos de preguntarnos si la generosidad de su alma es genética o fue sembrada en el corto tiempo que duró su sensatez. O también quién se llevó su cordura, para dejarnos una locura tan cuerda y ejemplarizante. La cosecha de Noelia René A. Castaño Salazar El camino a lo largo de la vida de los seres humanos es la suma de un recorrido de experiencias, con variadas formas y extensiones. Todos somos libres de escoger una manera diferente de enfrentarnos a las mañanas, de mantener el rumbo —de encontrarlo cuando se cree perdido—, de sembrar y cosechar. Tales pensamientos se agolparon días atrás cuando viajé a las raíces familiares maternas, en la comunidad de la granja de Centeno, en el municipio holguinero de Moa, a la celebración del cumpleaños 100 de mi abuela Noelia. Allí, en una fiesta campesina, con ajiaco, carne de cerdo, ron, lluvia, fango, y también con la alegría contagiosa de la casi totalidad de sus siete hijos, 23 nietos, 33 bisnietos y seis tataranietos, Noelia recogió, una vez más, lo mejor de lo sembrado durante 100 noviembres: el amor y la unión familiar. Cuando no se escatiman esfuerzos ni tiempo para el bienestar de los suyos, llámese familia o amigos —porque hay parientes que son nuestros mejores amigos y amigos a los que llamamos hermanos—, cuando lo que importa es la presencia y no la distancia, cuando se inculcan los valores esenciales para hacer de los pequeños mejores personas adultas, andamos por el buen camino. En tiempos en que tanto se habla del envejecimiento poblacional y de la necesidad de la atención adecuada a nuestros ancianos, debemos reflexionar acerca de cómo el comportamiento que tengamos hoy con quienes nos rodean será el reflejo en el espejo del mañana. Los buenos modales, el respeto, la honradez, la sinceridad… son imprescindibles en la educación de los niños y jóvenes. Desarrollarlos en ellos es una labor de la familia. Lo que seamos capaces de ofrecerles durante toda la vida será lo que nos retribuyan cuando deban asumir nuestros roles. Todo se repite. La rutina del día a día es cíclica. Y eso Noelia lo comprendió desde temprano. Un matrimonio de 50 largos años le deparó siete hijos a los cuales su origen humilde no impidió transmitir lo mejor de sus experiencias, con palabras y acciones, nunca con violencia. Ahora, feliz, sentada en su dormitorio, con un enorme cuadro de Fidel y Raúl de un lado y parte de la familia del otro, Mamá —como la llaman cariñosamente sus descendientes— regala besos y sonrisas a quienes pasan a saludarla en su cumpleaños 100. ¿Cómo logró llegar hasta los 100 con buena salud? ¿Qué hizo para mantener la mente tan clara?, le preguntan muchos. Y ella, pensativa primero, pero sonriente después, responde con sencillez: comiendo poquito. Todas las familias necesitan una persona como Noelia. Alguien que se preocupa por todos. Que va a nuestro lado, desde lejos o de cerca, impregnándonos su aroma bondadoso. Que con una mirada —entre severa y tierna— «nos entra en cintura» cuando lo necesitamos. A Mamá, y a todas las personas en el mundo que, como ella, resultan imprescindibles en los hogares, gracias. Los NiNi ¿clonados socialmente? María Elena Balán Saínz En un artículo, hace ya unos cuantos meses, me refería a los NiNi, una terminología para definir a quienes Ni estudian, Ni trabajan y se la pasan merodeando por las esquinas, husmeando a ver qué pillan para su beneficio propio. Hoy voy a tratar acerca de una versión de esas personas, cual si fuera una clonación social. Ya no se trata de esos chicos que acabaron la enseñanza obligatoria y en lugar de continuar sus estudios, en correspondencia con sus capacidades, se estancaron en sus barrios formando grupos en las aceras, sino de quienes sí se capacitaron pero enfrentan la convivencia con códigos de Ni me importa, Ni eso va conmigo, Ni voy a esforzarme. Ellos aprovecharon las oportunidades de cursos, ya sea de obreros calificados, de técnicos medios y hasta de enseñanza universitaria que han estado a su alcance, se graduaron y comenzaron a desempeñar un empleo. No se quedaron en el ostracismo, pero socialmente son individuos que devengan un salario porque asisten a su centro, pero a la hora de involucrarse en compromisos laborales se mantienen pasivos, a veces negándose a afiliarse al sindicato, aunque cuando se presenta una oportunidad como la de tener un carné para un círculo social donde pagarán poco y podrán divertirse, entonces quieren que los apunten. Muchos de estos NiNi van por la vida solo en función de satisfacer sus aspiraciones de estar a la moda, de ser un as en las nuevas tecnologías, de pasarse el tiempo tecleando en el ordenador o en el móvil, pero no en la búsqueda de conocimientos que lo enriquezcan culturalmente, sino que pierden el tiempo en cuestiones banales. Si en su centro laboral hacen un llamado al esfuerzo, o simplemente les exigen cumplir lo que les corresponde, se quedan impasibles, ni les importa la productividad, ni hacen caso a lo que su jefe inmediato les diga, aunque aparenten escucharlo. A veces, si se les precisa a dar una respuesta sobre el por qué de esa desidia simplemente argumentan que Ni tienen motivación, Ni les gusta en lo que trabajan. Es cierto que la remuneración monetaria a veces no está en correspondencia con lo que ese joven desea recibir y sus expectativas no se cumplen, pero no creo que esa justificación sea válida. En ocasiones aspiran a más de lo que aportan y no analizan que sin una formación técnica, cultural —o con ella— pero sin una actitud esforzada, no pueden ser trabajadores de los sectores donde hay mayores retribuciones. Porque no se puede ir por la vida de esa forma apagada, como un ser incoloro en cuanto a su inserción social y laboral. La vida está llena de matices, de retos y quienes se crucen de brazos, cual si fuera una coraza para que Ni les molesten, Ni les compulsen, entonces es como si no se contaran entre los vivos. Al no ocupar sus mentes en algo socialmente útil, pueden caer en conductas reprobables y correr el riesgo de ir degradándose poco a poco y llegar a ser individuos con una pérdida de valores in crescendo. Algunos padres se alarman ante esa forma negativa de sus hijos, porque trataron de encaminarlos correctamente, pero algo falló. Creo que en conjunto, tanto sea en el seno del hogar, en su comunidad, como en el centro laboral debemos persuadir a esos NiNi socialmente clonados, no darles la espalda como algo irrecuperable, sino aspirar a sumarlos, a ganarlos en favor de la sociedad y de ellos mismos. (ACN)
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