Leer - Crítica

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el sueño de la aldea
Aclaraciones
sobre Elena Garro
C hristopher D omínguez
M ichael
En el número correspondiente a junio
de 2016 de Letras Libres, en una nota,
por lo demás correcta de Liliana Pedroza sobre la nueva edición de los Cuentos
completos (Alfaguara, 2016), de Elena
Garro, se deslizan, una vez más, las
ambigüedades y los malos entendidos
propios del fabuloso “martirio” de una
novelista, cuentista y dramaturga de
indudable trascendencia literaria. Sobre ese martirologio he escrito en otras
publicaciones pero lamento tener que
insistir.
Pedroza dice que Garro estuvo asociada a “dos sucesos sociales: la defensa de la recuperación de las tierras de
Morelos a finales de los años cincuenta y la masacre de estudiantes en 1968.
Su participación directa o indirecta en
ambos acontecimientos provocó sus mudanzas clandestinas dentro del país y,
finalmente, su exilio en 1972, marcando una nueva temática en su obra”.
Concuerdo en que la mejor prosa de
Elena Garro es la posterior a 1980, cuando se encontraba, infortunada, poseída por los demonios de la paranoia,
aunque es difícil encontrar tantas imø elena
garro
precisiones en tan pocas líneas como
las que cito de Pedroza. Quisiera, una
vez más, hacer algunas precisiones.
En rigor, Elena Garro nunca estuvo
exiliada. Dijo haber solicitado asilo político en los Estados Unidos, mismo que
le fue negado el 13 de abril de 1974,
según ella. Pero si por “exilio” se entiende vivir veinte años en el extranjero a expensas de su exmarido (“A lo
largo de los años”, dice Elena Poniatowska, “Octavio Paz nunca dejó de
enviarles su pensión”), vagabundeando por los Estados Unidos, Madrid y
París, sí estuvo “exiliada”. Se había
ganado la antipatía del medio literario
mexicano por haber denunciado ante
la prensa a varios colegas suyos como
supuestos “autores intelectuales” del
movimiento estudiantil de 1968. Sólo podía ser hostil el trato de sus colegas en
México, no por razones literarias –en
1963 había ganado el Premio Xavier Villaurrutia– sino políticas.
La “participación” de Elena Garro
en el movimiento del 68 consistió en
curiosear en las sesiones del Consejo
Nacional de Huelga y atiborrar a su
protector político, el siniestro Fernando Gutiérrez, jefe de la policía política
del régimen, de informaciones demenciales, mismas que el eficaz policía obviamente desechó. En agosto de 1968 Garro
denunció, en la Revista de América, la
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existencia de “millares de muertos e
incinerados secretamente por el gobierno. También se cuentan por millares los
detenidos y los heridos en las cárceles.”
Nadie entonces, ni ahora, ha dado
fe de ese truculento holocausto imaginado por Garro. Tras el 2 de octubre, el
arrepentimiento de Sócrates Campus
Lemus y la renuncia de Paz en Nueva
Delhi, Garro hizo la célebre denuncia
publicada en El Universal, donde acusó
a numerosos intelectuales nacionales
y extranjeros, todos ellos de izquierda,
de conspirar contra Díaz Ordaz, acusación ominosa pues en ese entonces era
previsible, en México, una creciente y
cruenta represión. Luego apareció la
carta de Helena Paz Garro acusando a
su padre de apadrinar ingenuamente
a los estudiantes y conducirlos al martirio. Todo esto es de sobra conocido.
También lo son las relaciones de Garro con la estación de la cia en México,
agencia que la despachó por mentirosa, según reitera el más reciente estudioso del asesinato de Kennedy, a
cuyo asesino la escritora podría haber
conocido poco antes del magnicidio.
También Garro y su hija pidieron solidaridad internacional con Díaz Ordaz
a Jorge Luis Borges, Bioy Casares y
Jünger, según lo publicó oportunamente Reforma en 2004 y quedó consignado en las obras de estos autores.
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En esas circunstancias, Garro pasó
a una curiosa “clandestinidad”, protegida por Gutiérrez Barrios, y a una escapada novelesca a los Estados Unidos,
de donde regresó para partir definitivamente a su “exilio” en 1972. Todo está
documentado, no sólo por los papeles
privados de Garro en la Biblioteca
Firestone de Princeton, sino por los
informes de la Dirección Federal de
Seguridad, desclasificados por el ifai
hace una década, y en las declaraciones y documentos hechos públicos
por El Universal y Reforma en diversos momentos.
En 1980, Elena Garro le dijo a Carlos Landeros, en una entrevista, que su
colaboración, la suya y la de su hija,
con el gobierno durante 1968, las salvó
de veinte años de cárcel, según les reveló, muy complacido, el propio Díaz
Ordaz. ¿Fueron obligadas a colaborar?
No lo parece, si nos remitimos a la
cereza en el pastel aparecida hasta
1989 en una carta de Garro a Gutiérrez
Barrios, a quien llama “mi D’Artagnan”: “En mis memorias cómo no va
a figurar un joven espadachín que me
salvó la vida durante tanto tiempo?
Usted me repetía: ‘Dé gracias a Dios
que cayó en mis manos’. ¡Y claro que
las daba!” (Proceso, 11 de noviembre
de 1989).
Todo está documentado en mi li-
el sueño de la aldea
bro Octavio Paz en su siglo (2014) y en
otras fuentes. No son, reitero, opiniones mías, son hechos históricos probados. Quienes recuerdan aquellos años
no me hubieran dejado mentir. La
propia Elena Poniatowska, al prologar
la primera edición de El asesinato de
Elena Garro (2005), de Patricia Rosas
Lopátegui, en un caso insólito, hubo
de desmentir, ¡en el mismo prólogo!,
a la autora de esta recopilación, uno
de los ejemplos de incuria académica
más escandalosos en nuestra historiografía literaria. Poniatowska responsabilizó en ese entonces por completo
a la Garro de su supuesto ostracismo:
“No hubo complot, ni confabulación,
ni conspiración en contra suya. Las
novelas y cuentos de Elena eran leídos y comentados”. A su retorno definitivo a México en 1993 recibió toda
clase de becas y homenajes. Según
Poniatowska, lejos de ser linchada o
liquidada, Garro se asesinó a sí misma, pese a las “contradicciones y falsedades” acumuladas por su biógrafa.
El asesinato de Rubén Jaramillo y
su familia el 23 de mayo de 1962, tragedia de la que ella se enteró en París,
habría radicalizado la militancia agrarista de Garro, pero no fue así: se ligó
a partir de entonces a la Confederación
Nacional Campesina (cnc), del pri, a cuyo
líder, Javier Rojo Gómez, elogió mientras
combatía a los disidentes de la Central
Campesina Independiente. Nadie ha
puesto en duda el compromiso de Garro con los campesinos, sobre todo con
los comuneros de Ahuatepec, Morelos,
a fines de los años cincuenta. No obstante su participación más vistosa, después,
se dio junto a su influyente amigo, Norberto Aguirre Palan­cares (1905-1984),
cuatro vez diputado del pri por Oaxaca y jefe del Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización (1964-1970)
durante el gobierno de Díaz Ordaz,
quien, dicho sea de pa­so, lo nombró a
él, fiel a los idearios de la Revolución,
para impedir que se repitiesen hechos
ominosos y “desestabilizadores” como
el asesinato de Jaramillo. En esa política de apaciguamiento participó Garro, a
su vez promotora de las supuestas reformas al pri promovidas por el malogrado
Carlos Madrazo, quien aún espera un
historiador, viejo amigo de la escritora, otra hija de la Revolución Mexicana. Nada de disidencia política hubo
en el agrarismo de Garro. Ella prefirió,
como otros, hacer política dentro del
sistema. Ello no es un pecado, es un
hecho. Así que la idea de un embajador Paz “oficialista” y una Garro “anti-sistema” es una patraña.
Lamento repetir esta lista de acontecimientos bien conocidos pero que
algunos nuevos escritores ignoran o
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A ntonio O choa
lo, con vistas de los bosques de Mas­
sachusetts y Connecticut. Manejar solo
en carretera me invita a un estado me­
ditativo, simultáneamente de atención
a las acciones mecánicas y al entorno,
aunque mentalmente despejado como el
cielo azul celeste. Llevaba conmigo algu­
nas notas para la entrevista, pero más que
pensar en éstas se me presentaban imá­
genes de los poemas de Roger. Pensé
entonces que lo mejor sería dejar fluir la
conversación sin apegarme a mis notas.
Llegué a la casa de Roger como a las tres
y media de la tarde y él salió amable­
mente a recibirme. Después de conversar
un rato, sacó una botella de pisco, un poco
de queso, y puso un disco de Leuzemia
en el tornamesa. Estábamos sentados en
la sala de su casa. Roger sabía las le­
tras de las canciones que a veces cantaba
bajo el aliento, recordando esos años
en Lima. Fue entonces que dejé encen­
dida la grabadora para que captara
nuestra conversación.
El sábado 8 de noviembre, temprano por
la mañana, fui a recoger un auto que
me había prestado un amigo para mane­
jar de Cambridge, Massachusetts, a Co­
llingswood, Nueva Jersey, donde vive el
poeta Roger Santiváñez, en una peque­
ña casa cerca del río Cooper, escenario
de sus poemas más recientes. Era un
día despejado. El trayecto fue tranqui­
–Cuéntame de Leuzemia
–Para hablar de Leuzemia tendría
que hablar de Kloaka, porque podría
decirse que toda esta onda nace con
el espíritu del movimiento Kloaka; es
decir, una posición anarquista, radical frente a la sociedad. Nosotros estábamos en contra de la violencia que
azotaba al país, tanto de la violencia de
encuentran irrelevantes, acaso víctimas
del revisionismo idólatra que se está
construyendo alrededor de la novelista. Se ha tornado “misógino” y políticamente incorrecto recordar que en
1968, por las razones que fuesen, Garro
respaldó a Díaz Ordaz, como lo hicieron, sin que se genere tanta alharaca
póstuma, Salvador Novo, Rodolfo Usigli y Martín Luis Guzmán. Feministas
de la peor ralea (pues las hay impecables) niegan, en las redes sociales,
hasta la existencia misma de esas pruebas documentales con la pretensión de
calentar la supuesta “guerra cultural”
entre Elena Garro y Octavio Paz, comidilla actual de cierta academia.
Kloaka: una visión
del mundo
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el sueño de la aldea
Sendero Luminoso contra el Estado y la
respuesta del Estado a esa violencia con
una guerra sucia. Pero Sendero también
tenía sus propias guerras sucias, como
matar a un pueblo entero porque un
par de campesinos había colaborado
con el Ejército. Tanto el Estado como
Sendero carecían de autoridad moral
para hablar de una regeneración del
país. Las dos cosas eran productos
bien peruanos de la miseria, de la represión, de la explotación feroz contra
las masas básicamente indias, cholas,
obreras, campesinas. Entonces la rebelión se justificaba, como dijo Sendero. Pero los caminos de Sendero eran
errados. Eran caminos criminales. Eso
generaba una situación muy extraña
de violencia, de inseguridad total, de
miedo, de terror. El Ejército también
formaba escuadrones de la muerte –co­
mo el famoso Comando Colina– que
mataban indiscriminadamente justifi­
cando que mataba senderistas. Era una
situación desgarradora. Ahí nace Kloa­
ka, producto de esa situación. Ya no
podíamos soportar como seres humanos,
y menos como artistas, como poetas, lo
que estábamos padeciendo. Sentimos
la obligación moral de hablar, de decir
“esto tiene que parar, esto no puede
seguir así. ¡Esta sociedad es una cloaca!” Por eso salimos como Kloaka, con
K, para darle un toque distinto, como
roger santiváñez
una llamada de vanguardia, como darle la vuelta a la palabra y asumirla
como un movimiento directamente heredado de los ismos vanguardistas del
mundo entero, de toda la tradición occidental, ya sea europea o norte y latinoamericana. Y de manera directa el
surrealismo, al que considerábamos
la suma y cifra de toda la vanguardia
europea desde el futurismo de 1909,
Dada de 1916 y las corrientes de los
veinte y los treinta. Pues lo asumíamos. Discutíamos los textos de Bretón
y los manifiestos del grupo.
–¿Y llegaron a hacer algunos expe­
rimentos?
–¡Claro! Hacíamos cadáveres exquisitos, hacíamos performances. Había un
miembro de Kloaka llamado Guillermo
Gutierrez Lhyma, que es un poeta súper marginal en Lima actualmente. Él
era uno de los principales cultivado9
res del surrealismo dentro de Kloaka.
Con él hacíamos una serie de trabajos
que habíamos aprendido de los beatniks en Visiones de Cody, la novela de
Jack Kerouac. Nos encerrábamos en
mi cuarto a hacer una suerte de psicoanálisis entre todos. Cada uno tenía
que vomitar todas sus faltas, sus sufrimientos más íntimos, sus traumas, sus
miedos de la niñez y la adolescencia.
Eso le dio una gran cohesión al grupo.
–Me imagino, porque eso no parece
algo sencillo. ¿Cómo es la relación en­
tre el lado emocional y la masculinidad
en el Perú? Porque en México algo así
sería prácticamente impensable. A lo
mejor entre poetas, como un ejercicio
deliberado, en un espacio muy seguro.
–Es cierto, yo te entiendo, es bien
parecido. Lo que pasa es que nosotros
nos habíamos puesto el propósito de
traernos abajo toda la represión que el
sistema ejercía sobre nosotros.
–Hasta la estructura social y los ro­
les de género.
–Exacto. Entonces comenzábamos a
hablar, a confesar públicamente dentro
del grupo cosas tan terribles como –qué
sé yo– una escena sexual, un conflicto
familiar o algo raro, difícil, incluso alguna escena homosexual que alguien
del colectivo hubiese tenido. Cosas de
ese tipo que usualmente la represión
te impide expresar.
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–Había una vulnerabilidad como se­
res humanos.
–Era una cosa que nos habíamos propuesto: ser vulnerables entre nosotros
para que pudiéramos integrarnos como
seres humanos en una gran hermandad poética y artística, en una mística.
–Que va en contra, exactamente, de
esa violencia institucional que crea
anonimatos más que individuos.
–Lo que queríamos nosotros era destruir todas las formas represivas que
teníamos encima para ser liberados,
ser integrados a los demás, al mundo.
Y así poder escribir una nueva poesía,
porque ésa era la idea: escribir una
nueva poesía.
–Mencionaste una mística, y en tu
poesía, sobre todo esa de Symbol que
sale de ahí, hay esa parte sexual, del
cuerpo, pero también hay una parte re­
ligiosa, de comunión.
–En Kloaka había momentos en que
teníamos una posición mística. Es decir,
pensábamos que Dios se manifestaba
en todo hecho de existir, incluyendo el
sexo. Nosotros identificábamos la unión
con Dios con la unión sexual. Hacíamos una lectura materialista de san
Juan de la Cruz, por ejemplo. El esposo
y la esposa, el alma y Dios, unidos. Nosotros los convertimos en seres humanos.
Pero que al mismo tiempo eran Dios
también, o ideas de Dios, o productos
el sueño de la aldea
de una imaginación mística para con
Dios. Asumíamos todo ese modo de pensar y lo manejábamos y tratábamos de
propagandizarlo en nuestras lecturas,
conciertos de rock, exposiciones de
pintura, y acciones en las calles y plazas de Lima.
–Me imagino que, a lo largo de los
años, gente entró y gene salió del movi­
miento, pero ¿cómo funcionó el grupo?
–El movimiento fue fundado por
Mariela Dreyfus y yo. Se integraron,
invitados por nosotros, Edián Novoa y
Guillermo Gutierrez Lhyma. Y luego
José Alberto Velarde. En eso apareció
Domingo de Ramos, y entró también a
formar parte, lo mismo que el pintor
Enrique Polanco. Finalmente Mary
Soto y Julio Heredia. Ése fue el núcleo
fundador. Más tarde, en una especie de
segunda etapa, se integraron José Antonio Mazzotti y Dalmacia Ruiz-Rosas
como aliados principales. Actitud parecida fue la de Rafael Dávila-Franco
Y participaron como compañeros de
ruta Bruno Mendizábal y Frido Martin,
Rodrigo Quijano y Fernando Bryce
–artista plástico–, Daniel Brodiano y
Octavio Susti, miembros de la banda
de rock y chicha Durazno Sangrando.
Las bandas de rock: en aquella época
había un pata, Edgar Barraza Kilowatt
cuya banda se llamaba Kola Rock.
Ki­lowatt, una gran persona, ya falle-
ció; increíblemente, un tipo que cantaba tan bonito muere de cáncer en la
garganta. Una paradoja del mundo. El
grupo Delpueblo, banda de rock fusión-andina –eso era un poco lo que
queríamos hacer en Kloaka también–,
una especie de poesía fusión. Ellos tenían un estilo llamado “música barrio”,
que es bacán por ser la expresión de
los barrios de Lima, que es rock pero
también huayno, chicha, vals criollo o
negroide, bolero, cumbia, balada. Era
una fusión de todo. Esto era básicamente el Movimiento Kloaka. Además
estuvimos muy vinculados al colectivo
de artistas plásticos Huayco, que en
quechua es la avalancha que viene de
la sierra cuando, en tiempo de lluvias
torrenciales, se derrumban lo cerros
hacia la costa. De Huayco: Juan Javier
Salazar, Charo Noriega, Armando Williams, pintores; igual que Roberto Ca­
ballo Cuenca y Enrique Polanco, cuyos
talleres ambos tenían en el local de
Huayco.
–Y ¿tenían alguna especie de rutina?
¿Se reunían semanal, mensualmente?
–Teníamos reuniones todas las semanas. Los martes o miércoles nos reunimos en un restaurán-chifa del centro de
la ciudad llamado Wony. Era un café
donde paraban artistas, escritores, intelectuales y periodistas de Lima. La
reunión fijada era semanalmente, pero
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nos veíamos casi todos los días ahí en
el Wony o en mi casa también.
–¿Cuánto tiempo duró esa primera
etapa?
–Desde 1982. 1983 fue el año más fuerte. En 1984 ya se comenzó a diluir y terminó todo. Pero hubo una especie de
rebrote en 1986, porque José Alberto
Velarde, poeta que vive en París, organizó allá recitales y editó plaquettes
con el nombre de Kloaka Internacional. Mientras nosotros, José Antonio
Mazzotti, Dalmacia Ruiz-Rosas y yo
estábamos en Asalto al Cielo que fue
un suplemento cultural que editamos
para un periódico llamado El Nuevo
Diario. Podría decirse que se exponía
toda la ideología de Kloaka en el suplemento. Fueron como trece o catorce
números, hasta que ese proyecto estalló también porque en ese momento en
Lima los proyectos estallaban así como
estallaban las bombas, porque había
una pasión política muy grande. Con
José Antonio Mazzotti y nuestro gran
amigo y mecenas, Francisco Alcázar
Miranda (ya fallecido y a quien le rindo
homenaje), decidimos convertir Asalto
al Cielo en un sello editorial y sacamos varios libros de poesía, empezando con La última cena, antología de la
poesía peruana de la generación de los
ochenta, en 1987. Cuando José Antonio
Mazzotti se vino a vivir a los Estados
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Unidos, siguió sacando libros –una considerable colección de poesía– bajo el
sello Asalto al Cielo Editores.
–¿Y donde hacían los performances,
acciones y conciertos? ¿Cómo reaccio­
naba la gente?
–Kloaka tenía acogida en los barrios de Lima. Por ejemplo, en el Rimac, que era donde yo vivía. Ahí tuvo
acogida con una especie de célula rock,
donde estaban Edgar Barraza, Kilowatt,
los hermanos Ricardo y Raúl Montañez (quien luego integrará Leuzemia),
Toño Arias y Toño Infantes, de la banda Temporal, y otros muchachos, entre
ellos un jovencito que todavía estaba
en la secundaria, David Pillman, que intentó hacer Kloaka Escolar en el colegio
nacional Ricardo Bentín del Rimac,
con otro chico, Armando Montoya, quien
se fue a Inglaterra y desapareció. Amaba el rock inglés, se fue y nunca más
se supo de él.
También había un parque en Lince,
a donde yo llegaba y comenzaba como a
predicar el mensaje de Kloaka con to­
dos los patas ahí, liderados por el joven
poeta Gino Ravina. Terminábamos en
la madrugada, dormidos en el parque,
después de varias horas de discusión
y una botella de pisco. Después Domingo de Ramos hizo algún tipo de
predicamento en su barrio, allá por el
Cono Sur de Lima, antiguas zonas que
el sueño de la aldea
fueron invadidas en los sesenta y que
hoy han levantado ciudades, pero en
aquel entonces eran esteras. Eran invasiones de gente sin casa. Domingo
de Ramos fue miembro de toda esa
oleada. Por eso Domingo se convirtió
en una especie de símbolo de Kloaka:
expresaba un mundo que nunca había
sido representado en la literatura, menos en la poesía: el de los llamados
Pueblos Jóvenes. El mundo de los que
bajaban de los Andes en masas aluvionales –circa 1970– a poblar las afueras
de Lima. Y formaron eso que Abimael
Guzmán llamaba “el cordón de fierro”, pues de ahí salía gran parte de
los militantes de Sendero a quemar
Lima.
El sonido y la voz de Domingo fueron
una especie de disparo en un concierto. Llamó mucho la atención. Domingo
actualmente es uno de los poetas más
respetados del Perú. Eso para mí fue
uno de los logros de Kloaka: demostrar
que no tienes que ser un pituco nacido en las clases acomodadas para ser
un gran poeta. Qué mejor que tener esa
experiencia para cantar un canto nuevo.
A mí me complace mucho la existencia
de Domingo porque ha justificado a
Kloaka históricamente.
Aunque nosotros también pusimos lo
nuestro, Kloaka es un mundo de experiencias: cada poeta tiene su onda, su
estilo, porque no hay un estilo común
en Kloaka, salvo que sea el coloquialismo radical del comienzo. Ése era
el lenguaje que buscábamos. Symbol
sería –en mi caso– el punto culminante de esa búsqueda. Yo vivía obsesionado con esa vaina de Pound: Poetry
is Speech. Entonces quería hacer un
poema con las palabras más cotidianas del mundo, de todos los días, y ahí
vivía fascinado con el pop art que es
doméstico: el refrigerador y la casa y
todo esto. Y con los grandes poemas
conversacionales de América Latina
desde Parra, Cardenal, Lihn, Cisneros,
Pacheco, Dalton. Yo vivía obsesionado
con ese lenguaje, con esa idea de hacer un poema con las palabras de la
vida diaria, con los elementos domésticos de todos los días. Pero si en un
momento yo me empapé de todo ese
lenguaje y quería moverme en él, también comencé a pensar que tenía que
radicalizarlo, o sea, “¿dónde está el
habla más viva?”, dije. El habla más
viva está en los barrios, en las calles
donde habla la gente, en las esquinas.
Y dentro de eso: “¿cuál es el habla más
radical?” La del lumpen, la jerga del
lumpen. Entonces me metí al lumpen,
me metí a investigar, casi me convertí
en un lumpen para poder dominar ese
lenguaje, dominar ese territorio, y ahí
escribí Symbol. Symbol es el producto,
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cuando el lenguaje ya me había copado. No es fácil entrar al mundo lumpen,
tienes que convertirte en uno de verdad;
si no, no te aceptan. Yo tuve que convertirme durante un buen tiempo.
–Pero no suena a una investigación
intelectual. Más bien fue una cosa exis­
tencial que te transformó.
–Claro, porque seguí a Rimbaud.
Yo era tan inocente que seguí al pie de
la letra a Rimbaud. Con los años, me
ha parecido algo absurdo, porque eso
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no lo puedes hacer. Pero yo era tan tonto que lo hice. Me creí el cuento a pie
juntillas. Leía y releía mil veces: “Digo
que hay que ser vidente, hacerse viden­
te. El poeta se hace vidente por una lar­
ga, detallada y rigurosa distorsión de todos
los sentidos”. Y más adelante: “Todas
las formas de amor, de sufrimiento, de
locura” y “se convierte entre todos en
el enfermo grave, el gran criminal, el
gran maldito –¡y el supremo sabio! ¡Porque alcanza lo desconocido!” Y me metí
en las drogas hasta morirme, para distorsionarme todos los sentidos.
–¿Las drogas eran parte también de
Kloaka?
–¡Claro! Pero en Kloaka las drogas
eran una cosa suave, mística, hippie.
Años después de Kloaka, cuando yo
escribí Symbol, eran las drogas duras
como la pasta básica de cocaína. Eso
es terminal, eso mata. De hecho, a mí
casi me mata. Más bien –fue un milagro– tuve un instante de lucidez y decidí salir. Me vine a Estados Unidos.
Me salí de eso pero ya me había maleado mucho en Lima, nadie me iba a
dar trabajo. Entonces pensé que tenía
que seguirme yendo. Primero me fui
a Piura. Me encerré en la casa de mis
padres un año y me curé solo, sin necesidad de ir a clínicas de rehabilitación. Mi propia clínica fue la casa de
mis viejos, que ya habían muerto, pero
el sueño de la aldea
estaba mi hermana mayor. Un año encerrado, la barba me creció. Pero salí sano.
–Este periplo comienza en una cosa
interior y se transforma en una necesi­
dad de movimiento externo, pero em­
pieza con una destrucción de los mol­
des sociales.
–Y de autodestrucción. Autodestrucción del ego, de la imagen del poeta, de
la imagen del docto, de todo eso. Yo sufrí mucho porque me costó sangre, sudor y lágrimas dejar la droga, pero lo
conseguí. Puedo escribir poesía sano,
borracho, pasado, dormido, muerto; pero
en un momento, al final de la etapa de
la droga, comencé a no poder escribir.
Ése fue el pare para mí. Porque dije:
“Si no puedo escribir, esto no tiene
sentido, esto ya no”.
–Nunca perdiste de vista esa misión.
–Nunca la perdí. Por eso yo siempre digo que en realidad fue la poesía
la que me salvó de la muerte cuando
estuve en la droga. Incluso en el mundo de la droga yo me justificaba por la
poesía. Cuando salió Symbol, quería
ponerle una cinta adelante que dijera
“este libro marca la justificación poética de la droga”. Pero al final no lo
hice, porque pensé que no era necesario
regalarme hasta ese punto. Que eso se
vaya sabiendo –decidí– o que la gente
lo intuya. Pero yo tranquilo, porque sabía
que Baudelaire y Rimbaud habían escri-
to bajo los efectos de la droga; Burroughs también, Ginsberg. No había ningún problema ético desde ese punto,
sino que el problema fue cuando ya no
podía escribir. Y decidí salir de Lima
porque ya había tocado fondo en esa
ciudad. Fue un proceso muy extraño,
paralelo a mi búsqueda del lenguaje
lumpen para poder escribir y al mismo
tiempo la droga; hay como vasos comunicantes entre ambas situaciones.
Todo estaba dentro de mi visión rimbaldiana del mundo, producto de esa
gran inocencia entre la adolescencia
y la juventud. Lo que pasa es que uno
es joven y no se da cuenta, uno quiere
ser honesto con su pasión poética: todos
queremos ser Rimbaud a los 20 o 25 años
de edad. Uno se alucina con la poesía,
se fascina con la poesía y cree encontrar caminos que lo lleven a ella.
Ginsberg fue el ideólogo de Kloaka
en un momento. Recuerdo que, con Ma­
zzotti, leímos Aullido. En los ochenta
llegó a Lima la edición de Visor. José
Antonio la compró, me la prestó y la
leíamos a cada rato. Ésa fue una enorme influencia ideológica, de concepción del mundo. En esa época leí una
entrevista increíble a Ginsberg, aparecida aquí en Estados Unidos, en la
revista Gay Sunshine. Una entrevista
fabulosa, realmente una revelación mística. Esa entrevista la fotocopié y la re15
partí entre la gente de Kloaka. Fue muy
discutida porque ahí Ginsberg nos ex­
plicaba cómo era eso de la visión; o
sea, cada momento era una epifanía,
como si todo estuviera ocurriendo por
vez primera. La idea de tener una visión es ver las cosas de una manera
prístina, como si fuera la vez primigenia. Yo me convertí en un místico por
Ginsberg.
–Ginsberg también era músico. Me
comentaste que tocabas la guitarra en
algunos grupos de rock. ¿Cómo relacio­
narías esto con la poesía?
–Buscando formar un grupo de rock
descubro la poesía de una manera completamente inopinada, como se dice.
Un día estaba en una clase, en cuarto
año de la secundaria, y no sé qué diablos pasó que comencé a escribir unas
vainas que llamé poemas: eran como
reflexiones motivadas por una especie
de incertidumbre frente a la vida. Tenía
catorce, o quince años, y no entendía
qué hacía en este mundo ni para qué
había venido. Era como un rechazo al
mundo. Yo nunca había leído ni un
poema, ni sabía qué era un poema, ni
tenía ninguna idea de la poesía.
–Pero con la música que tocabas ha­
bía una conexión con lo lírico ahí.
–Sí, claro. Yo era un músico de rock
y esto, en cierto modo, implica tener
una visión poética. Pero antes, una vez
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en los sesenta, mi papá había comprado una grabadora de casete, que era
la última moda. Mi papá, que era un
abogado bastante culto, cogió un libro
de García Lorca y leyó el “Llanto por
la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”
probando la grabadora. Yo me quedé
mudo. Fue una cosa que me sacó de
onda. “¿Qué es esto?”, dije. Fue un gran
impacto pero ahí quedó, porque yo era
un niño. Cuando hice mi primer poema comencé a leer poetas. Me metí a la
biblioteca de mi viejo, no muy grande
pero bastante suculenta. Él siempre me
decía: “Entra a leer, ¿por qué no lees
este libro”. Contestaba yo: “No voy a
leer nada, me voy a jugar pelota”. Era
lo que me interesaba: jugar futbol en
la calle con mis amigos. Pero al empezar a escribir vi las cosas de otro
modo y comencé a leer. De casualidad
descubrí a Vallejo. Mi papá tenía un
ejemplar de la hermosa edición que por
primera vez recogía la obra poética de
Vallejo, por 1968, en la editorial Moncloa y Campodónico de Lima. No sé
por qué se me ocurrió: mi papá tenía
el libro en la cabecera de su cama, lo
cogí, comencé a leer y me rompió el
cerebro. Fue un bombazo que me deslumbró. Lo que me impresionó fue la
fuerza, la hondura humana, el sentimiento que expresaba Vallejo. Una
cosa muy fuerte que me marcó.
el sueño de la aldea
En esos días yo me había enamorado de la chica más linda del barrio,
como dice Enrique Lihn: “la perla de
su barrio”. Aunque esa chica estaba
enamorada del chico más guapo del
barrio, que no era yo. Pero ella tuvo la
belleza de aceptar mis piropos, mis entradas, conversar conmigo, dedicarse a unas conversaciones telefónicas
alucinantes. Y, justo en el colegio, un
cura español nos comienza a enseñar
la poesía de Bécquer. Así que el sufrimiento que yo tenía por esa chica
llamada Toña tomó forma por los poemas de Gustavo Adolfo. Esas cosas tan
terribles de la ausencia de la amada,
del amor no correspondido. El cuadro
clínico estaba completo. Ya no había
nada qué hacer. En ese mismo año escribí una novela corta sobre los patas
del barrio. La fiebre de la escritura me
agarró fuerte, influido por Vargas Llosa,
concretamente La ciudad y los perros.
–¿Y qué hiciste con el manuscrito de
esa primera novela?
–Circuló en mi salón de clase porque a un pata se le ocurrió. Yo no sabía escribir a máquina, pero un amigo
mío, Luciano Huayama, mi pata del
alma –mi fan, vamos a decir, a él le gustaba que yo escribiera–. “Yo te lo paso”,
y lo pasó a máquina él. También hizo
algunas copias y las circuló por todo
el salón. Y toda la clase se moría de
risa leyendo las historias. Yo había cambiado los nombres levemente.
–¿Y cómo se llamaba?
–Los espirituales. Tenía quince años.
–Y ¿tienes copia todavía?
–No, fíjate que me pasó una cosa
alucinante. El año 2000, antes de venirme a Estados Unidos, me pasé una
temporadita en Piura, en mi casa. Me
fui allá a esperar el resultado de la postulación a la beca. Un día me acordé
de Los espirituales y de otros textos. No
libros pero pequeños grupos, pequeñas
colecciones, series de poemas. Recuerdo que había escrito una para el papá
de una cuñada que falleció en 1971. Fue
bien loco porque el señor Jorge Vega
Ruesta, a quien le decían Dinamita
porque tenía un carácter terrible, fallece por la reforma agraria de Velasco
–la revolución del general Velasco–,
un trauma en el país porque expropió a
los terratenientes. Ellos eran los dueños del Perú; eran la oligarquía que
manejaba la sociedad entera. Mi cuñada era hija de uno de ellos. El día
en que van los técnicos de la reforma
agraria, le quitan todo, lo dejan nada
más que con su camioneta. Le expropian todo, incluyendo la casa de la hacienda. Una hacienda linda en el valle
de río Chira, un área preciosa cerca de
la ciudad de Piura. El pata regresó a
su casa y se murió de un ataque al
17
corazón. Me dolió bastante porque Di­
namita era mi amigo. Todo el mundo
le tenía miedo, pero él conmigo era
una paloma. A él le gustaba conversarme, siempre me hablaba como si
yo fuera un adulto. Se ponía a hablarme con mucha simpatía. Eso me encantaba. Se murió y me dio tanta pena
que escribí varios poemas. Escribí otro
poemario también sobre mi amor frustrado con Toñi. Todo eso lo tenía en
un maletincito verde que mi papá me
había regalado. Pero no sé por qué
nunca me lo llevé a Lima cuando me
fui a la Universidad de San Marcos.
Lo dejé ahí en mi cuarto. Mi mamá,
en mi casa en el norte del Perú, conservó mi cuarto tal cual. Yo regresaba
de la universidad en vacaciones y ahí
estaba mi cuarto: incluyendo una parte donde habían juguetes de mi infancia. Después fue a vivir a la casa mi
hermana con sus hijos, que eran unos
niños terribles. Era otra generación,
otra onda. Acabaron con todo. Al pun­
to que en 2000, le digo a mi hermana
Lola: “Yo tenía un maletín verde que
estaba acá”. Ahí estaba el estante to­
do desvencijado, todo vacío, pues sus
hijos ya lo habían destrozado. Le pregunté: “Lola, ¿no has visto nunca ese
maletín que había aquí? Allí tenía yo
materiales, todas mis cosas, todo lo
que escribí antes de irme a Lima. Ahí
18
lo dejé”. Como a los dos días, mi hermana se me aparece: “Mira, esto es lo
que he encontrado”. Era una tapa de
cartulina ploma donde decía Los espi­
rituales. De todo el bloque de papeles
–poemas, apuntes, relatos, dibujos–,
sólo había quedado la tapa de cartulina. No nos quedó sino esbozar una
sonrisa con melancolía.
Escribí otra novela antes de entrar
al quinto y último año de la secundaria.
Era la segunda: pretendía ser la historia de una chica –Carmen– de la cual
había estado muy enamorado, de cómo
había tenido varios maridos después,
su vida y sus amores, fracasos. Se llamaba Los regalos también son tristes.
Típico de un romanticismo trasnochado de la pubertad. Todo eso se perdió.
–Y ¿has escrito más narrativa?
–Sí, en 1997 escribí una novela: San­
tísima trinidad. Es autobiográfica, basada en mi niñez y adolescencia piuranas
y en mi vida en la Lima de los años
noventa. Fue publicada por mi amigo
Walter Cier en 1998. Y también un libro de cuentos. En Piura me puse a
escribir unos cuentos autobiográficos
de la infancia que se llama El corazón
zanahoria. “Zanahoria” es jerga limeña de sano: cuando una persona está
sana es “zanahoria”. Hay dos ediciones, una de Sullana en Piura y otra en
Lima.
el sueño de la aldea
Escribí otro libro de cuentos en la
secundaria que estaba bastante bien,
según lo recuerdo. En esa época yo leía
mucho a Ribeyro, Bryce Echenique,
García Márquez, Vargas Llosa. Estaba
totalmente influido por la estilística
de Ribeyro. Se llamaba el libro como
uno de los relatos: Lo que pasó en el
vagón del tren en el viaje al Cuzco.
Había ido al Cuzco toda la promoción
Bermanchs 1972 de mi colegio. Antes
de terminar ese año hice otro libro de
cuentos al que le había puesto Vidas
de santos. El cuento principal se llamaba “Las becadas felices”, que eran
unas jovencitas estadunidenses que iban
becadas de intercambio a Piura por la
Agencia American Field Service (afs),
y eran felices porque todos los patas de
Piura terminaban enamorándose y haciendo el amor a las lindas americans.
(Al regresar de una pausa en nues­
tra conversación encontré a Roger bus­
cando entre sus discos.)
Aquí he encontrado algo del grupo
Delpueblo, que es la banda de la época de Kloaka. La onda del rock subterráneo (Leuzemia, Narcósis, Autopsia,
Guerrilla Urbana y Zcuela Cerrada,
que son los conjuntos de la movida
subte) es post-Kloaka. A través de Edgar Barraza, Kilowatt, es que yo tomo
contacto con Leuzemia. Le pusieron
ese apodo porque su look era como el
del símbolo del kilowattio de las empresas eléctricas del Perú. Su cabeza
parecía una bombilla de luz. Era flaquito. Pero tenía una extraordinaria
onda para cantar rock. Kilowatt participaba en todas las presentaciones
de Kloaka. Las presentaciones eran
recitales de poesía, conciertos de rock,
performances y pintura. Ahí yo leía los
manifiestos ácratas del Movimiento.
Una vez, en una performance, cuando
se encienden las luces en el estrado
del Auditorio Miraflores que gentilmente nos cedía la gran actriz Dalmacia Samohod, Frido Martin estaba en
medio del proscenio, impecablemente
vestido con un terno azul elegantísimo, tomando el té en una vajilla de
plata y porcelana. De pronto comienza
a leer en voz alta. Leía extractos de la
Biblia, de la Guía telefónica, del diario
El Comercio de Lima, todo mezclado,
como un collage. Y atrás estaba Fernando Bryce –de la banda Durazno
Sangrando– con su batería. En eso se
comienzan a rayar. Frido procede a
leer de una manera desaforada, enloquecida, y se deshace la corbata desabotonándose terno, chaleco y camisa,
mientras Fernando tocaba la batería
frenéticamente hasta que entró en una
suerte de éxtasis y agarró a patadas la
batería y la hizo pedazos. Ésa fue la última presentación de Kloaka.
19
La verdad poética
C arolina D epetris
Recordemos que para Alain Badiou,
junto con el matema, la invención política y el amor, el poema es una de las
cuatro fuentes de verdad cuyas condiciones son materia de la filosofía.
El axioma es provocador para la conflictiva y casi esquemática relación
oposicional que filosofía y poesía han
mantenido desde Platón, más siendo
Badiou un gran reivindicador de la figura de Platón en un siglo marcado,
desde Nietzsche, por un fuerte antiplatonismo. Badiou, sí, es un provocador en varios frentes y uno, el que me
interesa, surge en su convicción de
que el poema sí produce verdades y
la filosofía no.
Denuncia Badiou la “sutura” de la
filosofía a estas cuatro condiciones de
verdad y a los cuatro discursos que las
cobijan: la ciencia para el matema, la
política para la convicción política, el
psicoanálisis para el amor y la poesía
para el poema. “Sutura” quiere decir que
la filosofía se ha apegado, en diferentes
momentos de la historia, a uno o varios
de estos discursos confundiendo su
rumbo y perdiendo su objeto principal, que no es producir verdades sino
comprender y delimitar las condicio20
nes de producción de esas verdades.
Con esto, Badiou quiere reivindicar el
valor de la filosofía tras el holocausto y declara que está prácticamente
muerta y vuelve, para ello, al lugar
donde considera que la filosofía realmente surgió como discurso discreto,
articulador, reflexivo, diáfano: Platón.
Leí Manifiesto por la filosofía y el
Segundo manifiesto por la filosofía para
rastrear la incidencia que Platón y Heidegger tienen en Badiou y comprender
qué es lo que entiende por “ser” y por
“verdad”. Ambas nociones están muy
ligadas a través de un concepto clave,
el “acontecimiento” (événement). Los
procedimientos de verdad, de los que
uno es el poema, son acontecimientos
esenciales de origen eventual, tal como
sugiere el neologismo forjado por Badiou:
événementiel. No me queda claro porque
todo événement no es événementiel, y
menos claro después de explicar, como
me dispongo a hacer, la incidencia que
Mallarmé tuvo en Badiou.
Pero antes de entrar directamente a
la relación filosofía/poesía, condenso,
quizás con excesiva ligereza, lo que
entiende Badiou por “ser” y por “verdad”. Hay una suerte de escala: para
Badiou no sirve ya pensar el ser en
términos parmenídeos: el ser es todo lo
que no-es. Entre ser y no ser hay algo
así como un regulador de volumen: se
el sueño de la aldea
puede también ser más o menos algo.
En la franja muda del volumen el ser
existe como “inexistente”, existe en su
grado mínimo que no es no-ser, porque
no podría algo que no es, ser. La zona
de mayor volumen del ser lo muestra en
su grado máximo de identidad consigo
mismo: el ser es lo que es. Inexistente
e identidad son los extremos de todo
un abanico de existencia, porque el
ser no es en abstracto, el ser es en su
existir, en su ser-ahí. Por eso Badiou
se adhiere en un punto a la noción de
Idea platónica: habla de “materialismo de la Idea”.
Es la gradación del aparecer lo
que hace al ser en su identidad. Pero
la existencia no se reduce al ser-ahí,
porque también hay, en la existencia,
inexistentes. El ser es una multiplicidad extraída del vacío, es un conjunto vacío, múltiple en su posibilidad.
Cuando el inexistente adquiere valor
de existencia máximo, cuando su identidad se define, hay un acontecimiento.
Y cuan­do hay un acontecimiento, tiene origen una verdad. La verdad, para
Badiou, no es acumulación de saberes,
ni la adecuación de un sujeto y un
objeto. Hay que pensar, más bien, no
en una verdad sino en la verdad como
“proceso”: es producción singular de
un múltiple; es un múltiple-sin-Uno,
dirá Badiou. La falta de teleología en
alain badiou
la verdad que Badiou persigue no se
traduce en que no hay verdades eternas ni universales. En este sentido, la
afirmación de Badiou es contundentemente moderna: hay verdades eternas
y universales, porque la verdad surge
de una singularidad pero adquiere valor universal, genérico, transtemporal. La verdad es siempre novedosa y
por ello requiere de una nominación
singular, de lo que Badiou llama “un
significante de más”, nominación que
acompaña otro proceso propio de la
verdad: la “ideación” que es, al cabo,
el fondo platónico de Badiou: la ideación es la fidelidad a la Idea en la conformación de un inexistente en ser, es el
grado máximo de identidad que alcanza el ser. De modo que hay acontecimiento cuando hay ideación, y cuando
hay ideación hay verdad. La noción
21
de un “materialismo de la Idea” marca el doble fondo que tiene la filosofía
de Badiou entre lo múltiple y lo Uno:
aunque afirma que el ser es un múltiple-sin-Uno, la “ideación”, el valor
universal y eterno de las verdades y
su fuerte convicción de que este valor
universal de la verdad se da en una
temporalidad definida por el futuro
anterior, señalan la unidad.
El juego que propone para encontrar una tercera vía entre el mundo y la
Idea, entre lo múltiple y lo Uno, es resaltar el valor dinámico de los procesos de ser y verdad (el ser y la verdad
no son sino que acontecen), al mismo
tiempo que resaltar todo el tiempo, a
través de las matemáticas y del arte,
la noción de que en todo conjunto de
seres siempre hay un conjunto vacío.
Al conjunto vacío no hay que entenderlo
como nada, literalmente como “vacío”
(todo ser contiene tácito lo que no-es),
sino como posibilidad susceptible de
activación en un nuevo acontecimiento
(como “todas las posibilidades de ser”
que hay en el ser). Para abrir una tercera vía, estas dos últimas nociones las
encuentra, como lo señalé antes, en la
conformación de verdades poéticas.
La filosofía se sutura a la poesía en
lo que Badiou llama “la edad de los
poetas”, poetas que tienen “obra de
pensamiento”, que escriben sobre el
22
ser y sobre el tiempo, poetas, al cabo
(y esto Badiou se cuida muy bien de no
decirlo) “filósofos”. Se sutura escapándose de la sutura que mantenía con el
positivismo científico y con el marxismo. La sutura poética la fija Nietzsche,
la refuerza Heidegger, la continúa el
grupo de Tel Quel y Badiou dialoga
con todos ellos. La edad de los poetas,
el tiempo en que la poesía guió a la
filosofía, arranca con Hölderlin y culmina con Celan (arranca y culmina, al
cabo, con Heidegger), e incluye, ade­
más de estos dos poetas, a Stéphane
Mallarmé, Jean-Arthur Rimbaud, Geor­
ge Trakl, Fernando Pessoa y Osip Mal­
delstam. De entre todos ellos, la deuda
mayor la tiene Badiou con Mallarmé.
Dos preguntas voy a seguir a partir de
ahora, aunque no en orden: ¿por qué
Mallarmé?, ¿por qué “inestética”?
Antes hago una declaratoria: así como
Badiou convierte en prosa la poesía de
Mallarmé, como método para “aclararlo” y llevarlo a la filosofía, yo escribo
esto para hacer lo propio con Badiou.
Mallarmé es un poeta difícil y Badiou
se hace el difícil. Transcribo un párra­
fo de Condiciones para poner al lector
a tono. Badiou escribe sobre un poema de Mallarmé: “Lo que ha tenido
lugar, el navío, debe llegar a faltar
en su haber-tenido-lugar, si el poema
es pensado desde el acontecimiento
el sueño de la aldea
como tal. Mientras que adviene, ideal,
la sirena, que es el acontecimiento
confirmado en su acontecimentalidad,
porque ha atravesado la prueba de un
desvanecimiento de su evanescer.”
Me niego, en mi lectura de Badiou, a
detenerme en la comprensión de frases
de este tipo. Dudo que el autor mismo
pueda comprenderlas después de los
dos segundos de pirotecnia lingüística
que le llevó escribirlas. La propuesta
de Badiou es iluminadora en varios
aspectos, pero irritante para muchos
de sus lectores convencidos de que
no son brutos y hasta instruidos en la
jerga. Comprendo y comparto aquello
de “las palabras de la tribu”, pero de
ninguna manera la tortura.
Dicho esto, de la mano de Heidegger
volvemos, con Badiou, a considerar la
siempre tan ardua relación entre poetas y filósofos, sus modos de decir, sus
modos de pensar. Heidegger percibe
que en los presocráticos hay una indistinción entre ambos términos porque el logos es poético. Badiou quiere
reconsiderar esta posición y propone
tres momentos en la relación poesía/
filosofía: la parmenídea, la platónica y
la aristotélica. No menciona una cuarta,
que es justamente la que va a revisar,
aquella en donde la filosofía queda
suturada a la poesía, la heideggeriana.
En Parménides no hay logos poé-
tico, si bien la forma poética es esencial en su Poema. Tampoco hay logos
filosófico, porque la verdad está teñida de misterio, depende de un relato y
de una revelación y la filosofía necesita, para ser, de una “laicicidad argumentativa”, de una “desacralización”
discursiva por medio de la cual se
legitima en su propio discurso, no en
un relato de tintes míticos. Sin embargo, cuando Parménides se refiere a la
cuestión del no-ser, lo hace por medio
de la colusión. Esto sugiere que en
Parménides hay un pre-comienzo de
la filosofía, porque en la reducción al
absurdo abandona las leyes idolátricas de la poesía para abocarse a una
argumentación del orden del matema
porque sólo se sostiene en su imperativo de consistencia argumentativa
autónoma. En Parménides asoma la
reflexión de orden filosófico y lo hace
de la mano del matema,1 mientras que
el vínculo que hay en él entre poesía y
filosofía es de fusión, donde la metáfora,
la imagen, los equívocos lingüísticos de
la poesía “escoltan y autorizan –dice
Badiou– el decir de lo Verdadero”. No
parece el término “fusión” distanciarse de lo sostenido por Heidegger.
En su búsqueda por de-suturar la filosofía del poema, tarea que juzga pendiente
y a la que se aboca, ¿no la está suturando al
matema?
1
23
Platón, en el libro X de La repúbli­
ca, aleja a la poesía de la filosofía y
no por una mera cuestión de estilo: la
existencia de la filosofía depende de
esta distancia. Despoetizar, esto es, escapar a la potencia mimética del poema,
al arrebato lingüístico sin concepto, a
la capacidad de legitimar sin Idea, es
lo propio del filósofo, y para ello debe
seguir el modo de operación propio de
las matemáticas: la “univocidad literal”. En este momento, el régimen que
regula la relación poesía/filosofía es
de “distancia”.
Con Aristóteles vamos a tener una
primera idea de qué es lo que Badiou
entiende por “inestética”. En Poética,
Aristóteles deja claro que el poema no
es más que un objeto dispuesto a la reflexión, un objeto del orden del saber
que se puede pensar, ordenar, articular, explicar. La filosofía absorbe aquí
a la poética, la convierte en una de sus
disciplinas particulares, la incluye y es
esta “inclusión”, tercer momento en la
relación entre poesía y filosofía, lo que
fundará luego la estética. Con la poética
y luego con la estética, la filosofía coloca la poesía, y el arte en general, en
la categoría de objeto de pensamiento,
inclusión que parte con Aristóteles y
llega hasta Hegel. Es de suponer que
con Hölderlin y los poetas que le siguen y conforman la edad de los poe24
tas, la poesía y la estética absorban la
filosofía, la “suturen” y reaccionen así
a siglos de sometimiento. Éste es el
sentido de “inestética”: la autonomía
poética (que veremos, en realidad, no
es tal sino una forma más de sutura
por parte de la filosofía ya que la edad
de los poetas no está conformada por
“poetas poetas” sino por “poetas filósofos”) necesita salir de los márgenes
de la estética como disciplina filosófica, ganar autonomía, pensarse en y con
su pensamiento, volverse inestética.
La propuesta poética de Mallarmé
será, para Badiou, uno de los caminos
posibles para devolver la “inestética”
al poema, recuperar su condición de
“acontecimiento” porque es el momento del vacío, del no-sentido, de lo indeterminado, de lo impresentable del
acontecimiento cuando el poema llega
a la filosofía. Y el poema, para Mallarmé, es el lugar de ese vacío.
Los tres momentos en la relación fi­
losofía (pensamiento)/poesía (poema)
suponen tres actitudes: “rivalidad identificadora”, “distancia argumentativa” y
“regionalidad estética”. Hay un cuarto
momento que Badiou señala pero no
como momento: el de la “sutura” que
establece Heidegger. Heidegger es,
para Badiou, el punto cero desde donde
analiza los momentos de la relación.
Tal punto es el de la “sutura” de poe-
el sueño de la aldea
sía en la filosofía. Pero éste sería un
cuarto momento, ya que es precisamente aquel que sostiene la relectura de la
relación elaborada por Badiou. No comprendo, en este sentido, por qué Badiou
no da ese paso; quizás porque no consigue realmente “desuturar” filosofía y
poesía.
¿Qué encuentra Badiou en Heideg­
ger? No olvidemos la obviedad de que
Heidegger es un filósofo reflexionando
sobre la poesía. Por esta razón, Badiou
acudirá a Mallarmé: para intentar, al
cabo, hacerle decir primero a un poeta
lo que luego dirá Heidegger. Esto es lo
que ha dicho y hecho Heidegger, según
Badiou: reestableció la autonomía del
“pensamiento del poema”, lo devolvió
al ámbito de la verdad y lo separó,
así, de la determinación regional filosófica de la estética; que, desde Hölderlin, el poema asume (y sustituye) a
la filosofía en la indagación de temas
esenciales; reactivó el fondo primitivo
vacío de lo sagrado como origen de la
unión del decir poético y el pensar filosófico. Badiou, por lo tanto, propone
el doble desafío de “salir de Heidegger sin regresar a la estética”, pensando el poema no como mito sino como
“operación”.
Volvamos al acontecimiento, el momento en que se “actualiza” un inexistente.
Ese momento demanda un significante
más, una nominación, y esa nominación,
para Badiou (pero antes para Rousseau
y Nietzsche), es siempre poética. “Para
nombrar un suplemento, un azar, un
incalculable, hay que abrevar en el
vacío de sentido, en la carencia de
significaciones establecidas, en el peligro de la lengua” en una temporalidad
instantánea, “presencia de presente”.
Ésta es una actividad poética y no filosófica, porque la filosofía no se ocupa de la “pura presencia” sino de la
“composibilidad del Tiempo”. Esto es
Mallarmé y no sólo él, sino toda la tradición de la poesía moderna: la tensión
entre una resta necesaria de sentido
para alcanzar la palabra poética pura,
inicial, la Noción pura del instante, la
flexión del inexistente a ser-ahí y, al
mismo tiempo, la confianza en colmar,
en nombrar para hacer presencia en
el presente, algo que también Badiou
sostiene cuando dice “la nominación de
un acontecimiento, en el sentido en que
yo le doy –o sea lo que, suplementación
indecidible, debe ser nombrado para
advenir a un ser-fiel, y por lo tanto a
una verdad”. El acontecimiento debe
ser nombrado pero poéticamente, esto
es, con una palabra inaugural, nueva,
nominación de más, significante de
más. Y en esto pareciera que la filosofía siempre se ha apoyado y se seguirá
apoyando en la poesía: cuando la ar25
gumentación se encuentra con aquello que es inexpresable, cuando tiene
que presentar lo impresentable. Pero
un matiz es importante: cuando esto
sucede, jamás el estatuto del discurso
es literario. Es filosófico, porque “la
ley real del discurso sigue siendo el
argumento constructivo y racional”.
El arte desafía el concepto y lo hace,
en primera instancia, desde las formas
nuevas, desde lo sensible: forma antes
que sentido, sentido a través de la
forma: esto también es Mallarmé.2 El
problema apunta, como se ve en Pe­
queño manual de inestética, al complicado tema de lo infinito y lo finito.
Un axioma y una pregunta articuPor eso, sostiene Badiou, las condiciones de verdad de la filosofía, esto es, poema,
matema, política y amor, “condicionan y
ofenden” a la filosofía.
2
26
lan la exposición del Pequeño manual
de inestética. El axioma ya lo mencio­
namos: en todo conjunto hay un conjunto
vacío. La pregunta: como procedimiento
de verdad, ¿cuál es la singularidad del
arte?, ¿qué es aquello propio del arte
como procedimiento generador de verdad que no se encuentra en la política,
en la ciencia o en el psicoanálisis? Hay
que recordar aquí que, para Badiou,
los cuatro generadores de verdad lo son
porque son inmanentes y singulares:
cada uno es coextensivo a sus verdades
y cada una de estas verdades son irreductibles a otros procedimientos de
verdad o a otros discursos. De modo
que la reflexión de Badiou en torno al
arte se sostiene en la convicción de
su autonomía, propuesta poética de los
posrománticos como Mallarmé o Rimbaud.
Badiou nuevamente hace un recorte cronológico para revisar la historia
de las diferentes funciones del arte y
traza tres momentos: el didáctico (el
arte las servicio de), el romántico (sólo
el arte es capaz de verdad) y el clásico
o terapéutico (fin catártico, el arte no
pretende ser verdad sino verosímil). A
pesar de que el siglo xx está definido
por las “rupturas”, no ha habido, sostiene Badiou, un nuevo esquema diferente de estos tres. Advierto que la
propuesta de Badiou es de inspiración
el sueño de la aldea
romántica pero nutrida de posromanticismo, alimentada en la preocupación
mallarmeana por la “operación” del
poema tanto en sentido inmanente (có­
mo se configura un poema) como en
sentido trascendente (cómo configura
un poema la realidad). Un poema produce verdad, inmanente y singular,
pero no radica ni en la obra ni en el
autor, sino en lo que Badiou llama
“configuración artística”: “secuencia
identificable, iniciada por un acoteci­
miento, compuesta por un complejo
virtualmente infinito de obras, y sobre
la que tiene sentido afirmar que produce, en la estricta inmanencia del arte
en cuestión, una verdad de ese arte, una
verdad-arte”. Por ejemplo, “Esquilo” es
el acontecimiento iniciador (el indicador de “un vacío central en la situación anterior de la poesía cantada”)
de la configuración artística “tragedia” que se satura con Eurípides. La
noción de “configuración” tiene, a mi
juicio, la virtud de denotar dinamismo, variabilidad y tratar de expresar
el eterno dilema de cómo es posible
que diferentes autores de diferentes
géneros converjan en ciertas expresiones artísticas de rasgos comunes o
cercanos al punto que podamos colocar, bajo un mismo rótulo, a Bach, a
Händel, a Vivaldi, a Rubens y a Sor
Juana. Al mismo tiempo, todo el pro-
ceso arte-verdad se manifiesta como
autónomo, casi como un categorismo
trascendente que deja al autor y a su
obra, al sujeto y al objeto, como meros
vehículos. Incluso Badiou llega a afirmar que “una configuración se piensa
a sí misma en las obras que la componen”. Apoyarse en Mallarmé es fundamental para sostener esto desde la
poesía. Sin Mallarmé, la configuración
artística no se estaría pensando desde
sí misma, sino desde la filosofía. Realmente no sé si esto no sucede cuando
Badiou apoya este pensamiento en un
futuro anterior y cuando acude, en Con­
diciones, a una traducción en prosa de
los poemas de Mallarmé para, desde
este punto despoetizado, superponer un
discurso crítico, filosófico, que devele
y explique el procedimiento de verdad poética.
Badiou es claro sobre aquello que le
interesa en el poema: el momento en
que el pensamiento se abre al principio de lo pensable, el momento filosófico del poema porque es la filosofía
la disciplina que tiene como cometido
“pensar el pensamiento”. Este momento es el del acontecimiento, cuando un
inexistente comienza a ser-ahí en el
mundo. Esto, recordemos, necesita del
“aparecer”, de la dimensión sensible
que es aquella propia del arte, y de la
nominación singular, del significante
27
de más, del nombre de más que no puede
ser sino poético. Con el acontecimiento
comienza a desarrollarse una verdad
y una verdad es “una multiplicidad
infinita”, es potencialidad de todo, de
modo que el arte, que es un generador
de verdad, debe expresar esa multiplicidad infinita por medio de formas
finitas, concretas, sensibles que señalen siempre lo nuevo y el origen. Como
pensamiento, el arte se alimenta de
ideas pero no puede ser especulativo:
necesita formas. El arte es idea y forma. ¿Cuáles son los presupuestos de
Mallarmé sobre la idea y la forma?
La conciencia crea, para Mallarmé,
desde la nada.3 Pero no hay que entender la nada como “nada”, como vacío, sino como “noción pura”, “noción
blanca”, como totalidad de posibles,
como el conjunto vacío que hay en todo
conjunto. Esta totalidad de posibles, la
existencia de inexistentes en terminología de Badiou, es lo que Mallarmé
llama “azar” o “misterio”. Este multiple-sin-Uno es “innombrable”, y así
lo entienden Mallarmé y Badiou. Se lo
nombra, pero ese nombre es mera sugerencia; al nombrarlo sólo se está haciendo existir un fragmento del todo.
Mallarmé concibió una forma, con fuer-
tes trazos matemáticos, que pudiera señalar el todo a través de los fragmentos.
Esa obra, irrealizable, la llamo “Libro”
(Livre). En Variaciones sobre un tema,
escribe: “no realizar esta obra [el Libro] en su conjunto (¡habría que ser
quién sabe quién para lograrlo!), sino
mostrar de ella un fragmento realizado, donde se haga cintilar en algún lugar la autenticidad gloriosa, indicando
el resto que falta, para el que una vida
no basta. Probar por medio de las porciones realizadas que ese libro existe,
y que yo conocí lo que no habría de lograr”. El Libro sería una suerte de laboratorio del mecanismo de abolición
del azar, y sería móvil, volumétrico,
con hojas que pudiera el lector cambiar de lugar abriéndose al infinito.
“Un golpe de dados jamás abolirá
el azar”. El golpe de dados, lo dice
Mallarmé expresamente, es el pensamiento que sólo recorta, “subdivide”
parcelas del Absoluto que es azar. Todo
es azar, todo contingencia y posibilidad,
todo múltiple. El pensamiento jamás
podrá contener, fijar, precisar en su
totalidad ese Todo. Sólo entonces lo
puede indicar por medio de nominaciones esquivas, sugerencias, alusiones,
símbolos, metáforas poéticas en un sistema cerrado, puro, que es el poema.
3
La néantisation es el concepto mallar- La poesía para Mallarmé –y por eso inmeano que fascina e impregna a Sartre.
teresa a Badiou– es verdad poética, sin
28
el sueño de la aldea
referencialidad extrínseca: la poesía
no tiene más contenido que la poesía,
es “poesía pura”, es pensamiento del
pensamiento poético con su sistema
de significación autónomo, con sus operaciones de asociación internas, con sus
formas, empezando por la esencial: negro sobre blanco.
Con todo –y habiendo visto el límite de la posibilidad formal–, la poética de Mallarmé insiste en la abolición
de azar “palabra por palabra”. Paul
Valéry parece haberle confiado a Jacques Scherer lo siguiente: “Mallarmé
comenzaba algunos de sus poemas (…)
arrojando palabras sobre el papel, aquí,
allá, como arroja el pintor pinceladas
sobre la tela, y se dedicaba luego solamente a vincularlas para hacer con
ellas frases o poemas, siguiendo las reglas de composición más estrictas”.
Mallarmé señala siempre el infinito
cuando asume que la palabra es impotente para nombrar algo absoluto del
mismo modo que no podemos comprender plenamente la realidad, pero también
apuntala la importancia de señalar lo
infinito desde lo finito, desde la forma,
desde lo sensible, que es con lo que
podemos trabajar. El poema es, para
Mallarmé, espacio, y lo que él muestra
en Un coup de dés es la emisión de un
pensamiento en el espacio, con sus vacíos, con sus densidades, con sus opuestos,
con sus sonidos e ilogicidades. El infinito, para Mallarmé, sólo se puede indicar desde la forma; en poesía, desde
el carácter estético de la letra y de la
letra (negro) sobre el papel (blanco):
la letra y la hoja no son canales de expresión de significados interpretables
sino formas abiertas siempre a nuevos
contenidos. El infinito radica en la proyección sin límite que supone el vínculo
creador-forma-receptor (creador), pero
el creador, el poeta en Mallarmé “deja
la iniciativa a las palabras”. Por eso la
palabra sólo puede sugerir: “Lo viste,
no se escribe luminosamente, sobre
campo oscuro, el alfabeto de los astros,
sólo se revela por eso, bosquejado o interrumpido; el hombre prosigue negro
sobre blanco”, dice en Variaciones so­
bre un tema.
Apunto otra de las innovaciones formales que no surge con Mallarmé pero
sí en su época y sobre la que él escribió
algunos textos: el verso libre. El verso
libre, que rompe con el corset del alejandrino, tiene inspiración esencialmente musical y supone una vía para
romper y trascender la forma poética
desde la forma. No la rima sino el ritmo
–la música que tiene cada palabra– y
la relación entre las palabras comienzan a ser significantes y a definir un
poema. Desde esta concepción, cada
poema se vuelve un “acontecimiento”
29
porque el número de sílabas del verso libre es indeterminado. Y el verso
libre también se define en su especialidad: la tipografía cuenta ahora, el
poema es visual, cada línea de verso
se interrumpe cuando quiere y el poema se vuelve también dibujo.
¿Por qué, entonces, Mallarmé? Por
varias razones, todas conectadas. Por­
que Mallarmé logra, con su poética, una
inestética. La poesía pura mallarmeana
no es el pensamiento del pensamiento,
como es la filosofía, sino el pensamiento del pensamiento poético. Porque
al fundar todo poema en un vacío (la
totalidad inabordable de la que surge, el “misterio”, lo “innombrable”,
los inexistentes), la poesía muestra el
momento en que se hace una verdad,
en que el nombre de más aparece, el
origen de un acontecimiento. Porque
Mallarmé muestra, con su conciencia
de vacío y con sus conciencia material del poema, que verdad y totalidad
son incompatibles: el poema es verdad del pensamiento de lo que hay en
tanto que “ahí”.
Recupero la pregunta inicial que
se hacía Badiou y repaso ahora la res-
30
puesta que ofrece. La pregunta era: ¿qué
es lo propio del procedimiento de verdad poética que no se encuentra ni en
la política ni en el psicoanálisis ni en la
ciencia? Esto es lo que dice Badiou:
la verdad poética muestra que no existe verdad sino verdades, que estas verdades no son juicios ni estados sino
procesos, que estos procesos son infinitos e inalcanzables, que el sujeto
de una verdad (como el sujeto de un
poema) es sólo el momento finito del
proceso infinito de esa verdad, que
todo proceso de verdad comienza con
un acontecimiento, que todo acontecimiento es imprevisible e incalculable,
que todo acontecimiento revela un vacío esencial porque muestra que lo
(in)existente estaba sin verdad.
¿Es inherente sólo al arte –y a la poesía, en concreto– este procedimiento de
verdad? Creo que no. La poesía muestra a la filosofía lo mismo que le muestra
las matemáticas: todo conjunto se forma
a partir de un significante de más y en
todo conjunto hay siempre un conjunto vacío.4
4
Papiit ig400116.
Cinco poemas
J uan A ntonio M asoliver R ódenas
Cada vez que bajo la escalera
me encuentro a Isabel rota,
muerta, mirando a ningún lado,
como si se hubiese olvidado de mí,
de la vida, de los años atrás
en los pubs de Londres,
en las noches de lágrimas,
de Ángel durmiendo en un armario.
Le pido que no regrese. Su ausencia
es dolorosa. Ya sólo me quedan
los recuerdos y aquella tarde
inolvidable en la que me susurró
algo que no entendí y que ahora
entiendo: no vuelvas, Juan Antonio.
Como si yo me hubiese ido
a algún lado desconocido
con orquídeas y aros y veleros
en la luz del Escorial. Y no volví.
E Isabel está lejos. Y la vida
31
está lejos. Y bajo la escalera
y allí está la muñeca rota,
una anciana que perdió el equilibrio
antes de entender las trampas
de la vida que incesantemente
la asediaron. Con los ojos
abandonados. Con todo lo que fue
hecho añicos. Y este dolor que siento
donde está el corazón
que no nos sirve de consuelo
y duele enormemente
como un féretro que se aleja
para olvidarse de nosotros.
*
a Antonio Gamoneda
Le pedí al poema
que me enseñara el camino
de lo indescifrable.
Me enseñó un seno, una puerta
llena de árboles nórdicos
como nórdico es mi corazón
y las palabras donde se esconde
el secreto de lo que escribo,
el aroma de tu amor cuando susurras
32
palabras tristes que oyen
las gacelas que huyen continuamente
pues continuamente las busco.
Y también me enseñó la caligrafía
de Antonio Gamoneda, el jeroglífico
y los signos que ocultan las estrellas
en torno a la catedral de León
donde una jauría de niñas
enamoradas busca el corazón
del poema, algo que dé razón
a esta inexistencia
de tantos años envejeciendo.
Y es en las palabras del poeta
ante el que me arrodillo dos veces
en la misma nave, donde encuentro
lo que nunca hubo y busco
tenazmente. Palabras en el cielo
luminoso para el corazón
insatisfecho.
*
Alguien prepara grandes sábanas
Antonio Gamoneda
Sábanas en los tendales como sudarios.
El cielo sin luz.
33
La memoria sin luz.
Las aves ciegas gimiendo en el espacio.
La niña que dejó de ser niña.
La que orinaba en el jardín
en pleno día. La mujer arrodillada
pidiendo perdón por los pecados
ajenos. El día de la lujuria
y el día de la cruz en el lecho
donde hicieron el amor.
Los pechos de una madre desconocida.
Y muy lejos, los trenes de la ausencia.
Cuchillos de luz como
un poema de Gamoneda. Mares
ausentes en el corazón.
Busco a Dios en la maleza.
Busco los días de la eternidad
en las cloacas. Veo una mano
en mi corazón, sus palabras,
la luz de su sortija.
Y escucho en la hierba
las voces del pasado
que me llegan como primaveras
marchitas. Busco
en el laberinto de las palabras
lo que dice mi voz
en esta oscuridad. Amanece
en los tendales vacíos. La muerte
se ha dormido.
34
*
La tarde se ha desbaratado.
Los ojos que veían luz y alma
se han desbaratado. Y todo el amor
que sufro como un mar en lo más hondo.
Escucha de nuevo lo que ya escuchaste
aquel día de la cama y del amor
sin más sentido que este futuro.
Escucha lo que nunca más oiremos.
Sirenas. Astros. Aire azul
en la mirada. Todo lo que veo
lo vi. Todo lo que vi se borra.
Fuego en el vello.
Y ahora el fuego es ceniza. Y en la ceniza
arde todo lo que he sido
y lo que soy. Centro. Herida.
Todo el amor que cantaron los poetas
se desvanece, y en tus ojos
se aleja tu mirada. Y finalmente
soy lo que fui en las nalgas
de la infancia, en el jardín
donde el tiempo como un oleaje
vuelve, se va, desaparece
en los guijarros. Abre mis ojos.
Allí encontrarás el sagrario
vacío de palabras.
35
*
El empecinamiento de la cal
al resquebrajarse el sol.
El cutis de las mujeres.
Los párpados. Los ojos grises
en luz de la muerte. Espejo.
Aire. Cántaros. Flores
falleciendo en el jardín.
El sol absorto en su luz,
indiferente a los amaneceres
y a los ocasos.
La luz indiferente a la totalidad
de lo que ilumina.
Sol que se resquebraja. Cutis
que se resquebraja
al encontrarse con los ojos.
En la verja del cementerio
un pájaro canta una melodía
hermosa como el cutis
de un adolescente
la primera vez que se ve en el espejo.
36
La pluma y el bisturí
(Apuntes sobre literatura y enfermedad)*
J uan V illoro
Un hombre entra a un cuarto y enfrenta a un desconocido que lo escruta con
ojos ávidos que buscan síntomas, el modo en que la vida dirime sus cuentas
con la muerte. El testigo de ese cuerpo puede ser por igual un médico o un
escritor: trazar un diagnóstico significa construir un destino. Uno indaga las
condiciones de un organismo; otro, sus posibilidades imaginarias.
La casa museo dedicada a Gustave Flaubert en Ruán es, simultáneamente, una galería donde se exhiben recuerdos del novelista y los instrumentos de cirugía de su padre, médico de renombre en la Normandía del siglo
xix. Ambas profesiones están menos lejos de lo que podría pensarse. En La
orgía perpetua, su vasto ensayo sobre Flaubert, Mario Vargas Llosa encomia
la precisión quirúrgica en la prosa del autor de Madame Bovary.
Flaubert tuvo una convulsa relación con su padre y no era muy afecto
al oficio de la medicina, que adjudicó a su protagonista, Charles Bovary. Sin
embargo, sublimó estas tensiones diseccionando manuscritos con insólita
disciplina. Nada más lógico que la casa museo albergue el instrumental clínico que el novelista utilizó por otros medios.
La cirugía es una forma de la escritura, según revela una escena de la
vida del dramaturgo inglés Tom Stoppard. Nacido en 1937, en la comunidad
judía de Checoslovaquia, Stoppard sufrió la persecución nazi. Su padre, que
Conferencia pronunciada en el septuagésimo aniversario del Instituto Nacional de
Ciencias Médicas y Nutrición, el 26 de mayo de 2016.
*
37
juan villoro
era médico, fue arrestado y conducido a un
campo de exterminio. La familia huyó con lo
que tenía puesto, sin guardar siquiera una
foto, una carta, una prenda del padre desaparecido. El futuro dramaturgo no contó con
un objeto que le permitiera decir: “Esto le
perteneció”. Lo único que tenía de él eran
historias. Muchos años después conoció a una
mujer que había sido operada por su padre.
Ella le mostró una delicada cicatriz en la muñeca: “Tu papá hizo esto”, dijo. El escritor
pidió permiso para tocar la herida, ya sanada,
que abría otra. Ese mínimo trazo sobre la piel
era el único legado de su padre. Fue como si
recibiera una carta firmada por su padre.
En El cuerpo herido. Un diccionario fi­
losófico de la cirugía, el médico español Cristóbal Pera establece una estrecha relación
entre el uso del escalpelo y la escritura: “En
la Medicina operatoria clásica se describían,
con cierto aire de virtuosismo, cinco posiciones básicas del bisturí, de acuerdo con la incisión que iba a realizar”. Conviene detenerse en la primera de ellas: “Bisturí
cogido entre los dedos índice, medio y pulgar como una pluma de escribir”.
Los riesgos que derivan de los cortes médicos son más severos y evidentes que los de la mala prosa. El cuerpo no puede ser tratado como un borrador; es siempre la versión definitiva. Un gesto habitual del buen escritor
consiste en tirar su manuscrito a la basura; el cirujano puede apostar por el
riesgo, pero no desecha el material.
Con frecuencia, el escritor siente que su novela no quiere ser escrita;
la historia se resiste a ser contada. En forma equivalente, el cirujano debe
vencer las barreras físicas y psicológicas que presenta el cuerpo tratado. En
tiempos anteriores a la anestesia, el cirujano requería de un temple acorazado para soportar los gritos del paciente. En El loro de Flaubert, Julian Barnes
38
la pluma y el bisturí
reflexiona en lo impresionante que habrá sido para el joven escritor vivir
al lado de un consultorio en tiempos en que la medicina estaba cargada de
dramatismo y no era, como ahora, una sucesión de “pastillas y burocracia”.
Un largo proceso de adaptación social y cultural permitió que la cirugía
fuera vista como parte prestigiosa de la medicina. Ni Hipócrates ni Galeno
hicieron disecciones. Vale la pena recordar que uno de los lemas del juramento
hipocrático es “No usaré el bisturí, ni siquiera en los que sufran de la piedra”.
Abrir un cuerpo significaba traspasar un límite moral. Cuando se generalizaron
las sangrías, la tarea fue encomendada a los barberos y los matarifes. Durante mucho tiempo, las academias de medicina no aceptaron cirujanos. La
literatura registra el largo camino de revaloraciones que llevó del hombre
visto como carnicero al místico interventor del cuerpo que hoy en día maneja
un Mercedes Benz. Para Cervantes, quien abre un cuerpo está más cerca del
rastro que del hospital; en cambio, a mediados del siglo xx, Frigyes Karinthy
narra con idolátrica admiración la forma en que fue operado por el neurocirujano sueco Olivercrona en su deleitable Viaje en torno a mi cerebro.
Una frase de Anaxágoras sirve para encomiar los méritos de la cirugía:
“El hombre piensa porque tiene manos”. Los imperativos manuales y la indiscutible habilidad de los dedos obligan a tomar decisiones. El intelecto
se desarrolla si tiene un objetivo práctico. Esto se aplica al arte de cortar
un cuerpo y al de deslizar la pluma sobre el papel. Ciertas ideas provienen
del contacto con los materiales. Frente al teclado o la página, el novelista
tiene una concepción de lo que desea escribir, pero la caligrafía y la percusión sobre las teclas descubren otra textura en el idioma, una sorpresa en
el ritmo, un desconocido giro en la historia. El sentido profundo del oficio
no puede ser anticipado y aparece en la práctica. Lo mismo sucede con la
cirugía, que no se limita a seguir un patrón sino que explora y cambia de
rumbo de acuerdo a lo que encuentra. No es casual que un médico escritor,
Antonio Lobo Antunes, haya comentado que los mejores textos no provienen
de la cabeza sino de la mano, cuando el autor agota sus prenociones, olvida
lo que “pensaba escribir” y se deja llevar por un procedimiento más íntimo,
el contacto directo con su material: “El hombre piensa porque tiene manos”.
Al respecto, el filósofo Emilio Lledó escribe: “La cita de Anaxágoras es,
pues, algo más que una brillante metáfora. Ese mundo de la posibilidad que
39
juan villoro
las manos abren empieza a ser creación de ellas. La sorprendente plasticidad
de esa parte de nuestro cuerpo deja aparecer, entre sus dedos, múltiples formas del mundo, las estructuras de la realidad que se adecuan a la diversa y
palpitante concavidad que las recibe y las modula”. En otras palabras, el tacto
ofrece un viaje de ida y vuelta entre lo que pensamos y lo que constatamos; la
mano y el cerebro resuelven juntos algo que no podrían hacer por separado.
Catedrático de Cirugía de la Universidad de Barcelona, Cristóbal Pera
señala que, etimológicamente, la palabra “cirugía” se refiere a “hacer algo con
las manos”, “practicar un arte” e incluso “tañer un instrumento”. La repulsa
que causaba el oficio en sus sangrientos inicios mejoró notablemente con la
invención de la anestesia en la segunda mitad del siglo xix. La lucha cuerpo
a cuerpo con el paciente que gritaba y padecía estertores desapareció con el
uso médico del éter. En la entrada “Anestesia y cirugía” de su apasionante diccionario, Pera señala la modificación que sobrevino con el paciente
“anonadado”, materia del cirujano que “hiere para curar”, y recuerda que
T. S. Eliot se refiere a la anestesia en un poema fundador de la modernidad,
“La canción de amor de J. Alfred Prufrock”. Escrito entre 1910 y 1915, el
texto desconcertó a la crítica y señaló nuevos derroteros para la versificación. Eliot se sirve de la técnica del flujo de la conciencia para expresar el
desasosiego de su protagonista, incapaz de descifrar los misterios del amor y
la vida en común. Escindido de los demás y de sí mismo, inicia su travesía
ante un paisaje enfermo:
Vayamos entonces, tú y yo
Mientras la tarde se extiende en el cielo
Como un paciente anestesiado sobre una mesa
El horizonte del atribulado siglo xx es visto como una vigilia donde el
sujeto se abandona a un letargo del alma, la crisis existencial que caracterizará las reflexiones literarias y filosóficas de la modernidad.
Pero la exploración interna del cuerpo no sólo ha dependido de las armas blancas que se abren paso hasta llegar a las entrañas.
En sus enciclopédicas indagaciones sobre la historia de la medicina,
Ruy Pérez Tamayo se ha detenido en la figura de un médico bretón cuyos
muchos nombres no lograron compensar su baja estatura: René Théophile
40
la pluma y el bisturí
Hyacinthe Laënnec. El doctor recibía, sencillamente, el mote de “Petite Laënnec”. Cirujano de enorme prestigio, también era un hombre tímido, conservador en política y religión. En 1816 inventó un aparato que transformaría la
ciencia médica, el estetoscopio. La escena que inspiró su decisiva contribución parece ideada por un novelista afecto a los psicologismos. Laënnec fue
visitado por una joven que tenía una afección cardiaca y no pudo sobreponerse a cierto nerviosismo. El pudor frenó al médico: “La edad y el sexo de
la paciente me impedían la aplicación directa del oído en la región precordial”, escribió en sus apuntes. Entonces recordó que los niños jugaban con
un trozo de madera y que, al poner el oído en un extremo, podían oír el ruido
de un alfiler que percutía en el otro. Fue la primera pista para inventar el
estetoscopio. En forma reveladora, el estímulo vino de una reticencia moral.
El talante reservado del médico le impedía colocar el oído en el pecho de la
chica; para descifrar la deficiencia de un corazón, debía vencer las limitaciones que le imponía el suyo.
La timidez también contribuyó a otro notable avance en la indagación
interna del cuerpo. Hombre taciturno y silencioso, Wilhelm Conrad Röntgen
vivía sumido en cavilaciones. Su esposa lo describía como alguien que ni siquiera contestaba sus preguntas, aunque quizás en esto se parecía a muchos
otros maridos. Incapaz de la extroversión que exige la vida mundana, el químico y físico de la Universidad de Würtzburg decidió explorar el interior del
cuerpo e inventó los rayos X. En 1901 recibió el primer Premio Nobel de Física,
que donó a su Universidad. Se negó a patentar su invento y dejó escrito que
los rayos X no llevaran su nombre. Alemania lo desobedeció con orgullo y creó
una palabra compuesta para honrarlo: Röntgenstrahlung. Además, desde 1991
un asteroide se apellida como él. La excepcional trayectoria ética y científica
de Röntgen transformó la percepción del cuerpo en un sentido clínico pero
también cultural: el organismo adquirió un “adentro”. La cirugía, el estetoscopio y la radiografía alteraron radicalmente la concepción de lo que somos,
lo cual repercutió en las letras.
¿De qué forma nos reconocemos? La percepción de nosotros mismos entraña una paradoja. El espejo permite que sepamos quiénes somos. Lo extraño
es que la certeza de ser proviene de un reflejo, una imagen externa. En rigor, la
identidad está en el espejo, no en el cuerpo. Identifico mi cara lejos de mi cara.
41
juan villoro
Nos reconocemos por fuera pero nos entendemos por dentro. “Conócete
a ti mismo”, el lema escrito en el templo de Apolo en Delfos, no invita a revisar el estado de las uñas sino de las emociones y las ideas.
La historia de la narrativa es la de una progresiva interiorización de los
personajes. Tuvieron que pasar milenios para que el desconocido que habla
de sí mismo en primera persona pudiera ser visto como un sujeto ficticio y no
como alguien que rinde un testimonio real. Para llegar a esa voz interior, fue
necesaria una conquista previa: el progresivo acercamiento a la intimidad
física. En Ana Karenina, Tolstoi narra un parto con una exactitud clínica
impensable incluso en escritores tan cercanos al cuerpo como Bocaccio o Cervantes. El entendimiento del cuerpo y sus funciones preparó para adentrarse
en los trabajos de la mente.
La novela moderna se ha volcado en la exploración del “yo”, que incluye no sólo los pensamientos estructurados sino el delirio, la asociación libre,
el sinsentido, el disparate, el olvido, los falsos recuerdos y otros recursos o
perturbaciones del campo cerebral. Nada de esto habría sido posible sin la
conquista paralela que la medicina hizo del interior del cuerpo, del estetoscopio a los rayos X, pasando por la cirugía.
Es posible que la literatura practique hoy en día una variante arcaica
del trato médico, cuando los síntomas no dependían de análisis ni ultrasonidos, sino de un conocimiento amplio del paciente y sus costumbres. La
novela es un consultorio donde el doctor todavía tiene tiempo disponible.
¿Hasta qué punto la medicina ha perdido la visión de conjunto?
Ruy Pérez Tamayo preconiza el conocimiento global de la enfermedad.
En Las transformaciones de la medicina, afirma: “El médico que no atiende
al padecimiento integral del paciente, sino que se limita y conforma con diagnosticar y tratar su enfermedad, o que lo abandona cuando ya ha agotado
sus recursos curativos y paliativos, comete una grave falta de ética médica
porque está ignorando los objetivos específicos de su profesión, y no sólo es
un médico malo y un mal médico, sino que es también un médico inmoral”.
En gran medida, la pérdida de una concepción amplia del contexto y la
circunstancia en que vive un cuerpo proviene de la excesiva especialización.
En su ponencia en el Congreso Mundial de Cardiología de Bruselas, en 1958,
Ignacio Chávez señaló: “Es cierto que la especialización trae en su interior
42
la pluma y el bisturí
una enorme fuerza expansiva de progreso, responsable en buena parte del avance espectacular que estamos presenciando; pero también contiene el germen de
una regresión en el orden intelectual y espiritual. Especialización quiere decir
fragmentación, visión parcial, limitación de nuestro horizonte. Lo que se gana
en hondura se pierde en extensión”.
A medio camino entre la ciencia y el arte, la medicina está nimbada de
símbolos. La bata blanca y el caduceo sobre el escritorio tienen la contundencia de la investidura y el talismán, y resulta innegable que la sala de operaciones tiene mucho de ritual.
En un entorno guiado por el conocimiento objetivo y apoyado en la tecnología, el médico también depende de una fuerza excepcional e indefinible,
la intuición, que en ocasiones se describe como “olfato clínico” o “capacidad
de diagnóstico”. El escritor actúa en forma parecida al situarse mentalmente
en la piel de otra persona y acaso prolongue cierto hábitos de los viejos médicos, que hacían visitas a domicilio y entendían la conversación como un
dilatado recurso para trazar la historia clínica (hablar del malestar, precisarlo a fuerza de tanteos, era, en sí mismo, un acto curativo).
enfermedades literarias
La ficción encuentra en los malestares signos de carácter. Si el rapsoda griego describía a sus héroes con atributos legendarios (El Domador de Caballos,
El de los Pies Alados), el novelista contemporáneo se ocupa de neuróticos
que encienden un cigarro con el ánimo de dejar de fumar o adictos que buscan prevenir la úlcera mezclando el whisky con Pepto-Bismol.
Las disfunciones y los calambres brindan señas de identidad. En su
ensayo sobre Goethe y Tolstoi, Thomas Mann señala: “El espíritu es la enfermedad”. La salud inquebrantable borra la relación con el cuerpo. En cambio,
a partir de los 37 grados de temperatura, en el vacilante umbral de la febrícula,
perdemos la confianza en el organismo y pasamos al territorio del anhelo y el
nerviosismo. El espíritu despierta cuando necesita aspirinas.
Numerosos artistas se han servido de dolencias para descubrir su sensibilidad. Un narrador con mala vista puede prestar especial atención al oído.
El médico Adolfo Martínez Palomo se ha dado a la tarea de escribir las
43
juan villoro
historias clínicas de los grandes compositores. Al abordar el caso de Robert
Schumann, se refiere al tránsito bipolar del entusiasmo al abatimiento y de
la creatividad al malestar: “La biografía médica de Schumann no debe interpretarse como el estigma de una enfermedad mental que afectó a un gran artista, sino al contrario, como el ejemplo de un genio que pudo sobreponerse
a los efectos negativos del padecimiento y tal vez logró utilizar las fases de
exaltación mental de su enfermedad para ofrecer al mundo una de las obras
artísticas más originales”, comenta en Músicos y medicina.
El caso del poeta Giacomo Leopardi es semejante. Un hombre pálido,
jorobado, con toda suerte de quebrantos físicos, consagrado a las tareas inmóviles de quien lee y escribe con poca luz. Resulta imposible saber si se
dedicó al arte a causa de su mala salud o si enfermó por dedicarse al arte.
Las molestias minan al organismo y despierta otro sentido de la percepción, tan agudo que el alivio puede ser percibido como una pérdida; recuperar la salud representa en este caso una puesta en blanco, una ausencia de
síntomas, el grado cero de la experiencia sensorial.
La obra entera de Juan José Millás es un tratado sobre la mente y el cuerpo. Sus personajes no necesitan un mal mayor para mezclar la imaginación
con la fisiología; el dato más nimio puede llevarlos a un vértigo especulativo
que trastoca la percepción de la realidad. En estas circunstancias, la curación
rebaja la conciencia y la sitúa en un plano inferior: “Lo peor de la gripe no
es lo que te da cuando viene sino lo que te quita cuando se va”, escribe Millás. El bienestar recuperado le provoca cierta nostalgia. Cuando el catarro
termina, algo falta: “La gripe se había llevado el 80% de mí al desaparecer”.
El cuerpo debilitado adquiere méritos de centinela. La literatura, nunca ajena al narcisismo, abunda en vanidosos del dolor que no hacen otra cosa
que estudiar sus llagas. Por suerte, también existen los malestares de los otros.
En las narraciones protagonizadas por médicos (Semmelweis, de Louis Fernand Céline; La ciudadela, de A. J. Cronin; Arrowsmith, de Sinclair Lewis),
los síntomas son el alfabeto del mundo; los demás se entienden por sus carencias.
Si un escritor mira el mundo a través de un protagonista que se dedica a
la medicina, debe dotarlo de una mente adiestrada por su oficio. El internista
que asiste a una cena distingue manchas en la piel de los comensales, la
44
la pluma y el bisturí
falta de firmeza en el pulso, una extraña
coloración en lo blanco del ojo, la preocupante forma de un lunar, signos que para
el resto de los comensales pueden pasar
inadvertidos. Al ver un árbol, un carpintero intuye una mesa. El médico tiene el
privilegio, por momentos agobiante, de
encontrar algo más en las personas que
frecuenta, su posible historia clínica. La
mirada literaria busca una aproximación
similar.
El mórbido acercamiento a los demás
puede producir declaraciones de amor que
sean un parte médico. En un hospital para
tuberculosos, el sedante cautiverio de La
montaña mágica, el alemán Hans Castorp
se le declara a la rusa Claudia en francés para mitigar los nervios de hablar en
su propio idioma. De modo significativo, esta lengua lo lleva a una cercanía
anatómica: Castorp habla de la oxidación de la comida en el intestino y el
trabajo triunfal de las glándulas sebáceas en el cuerpo idolatrado. El protagonista de Thomas Mann adora lo que nunca podrá ver en su amada, su
confuso interior.
Esto recuerda el “Soneto a tus vísceras”, de Baldomero Fernández Moreno, médico y poeta argentino de principios del siglo xx:
Harto ya de alabar tu piel dorada
Tus externas y muchas perfecciones
Canto al jardín azul de tus pulmones
Y a tu tráquea elegante y anillada.
Canto a tu masa intestinal rosada,
Al bazo, al páncreas, a los epiplones,
Al doble filtro gris de tus riñones
Y a tu matriz, profunda y renovada.
Canto al tuétano dulce de tus huesos,
45
juan villoro
A la linfa que embebe tus tejidos,
Al acre olor orgánico que exhalas.
Quiero gastar tus vísceras a besos,
Vivir dentro de ti con mis sentidos…
Yo soy un sapo negro con dos alas.
En la novela Lolita, Humbert Humbert comparte esta insaciable sed
de interioridad. Asesino enamorado de una nínfula de doce años, Humbert
lamenta no poder gozar de los encantos subcutáneos de su amada: “Mi único
reparo contra la naturaleza era que no podía volver del revés a Lolita y aplicar mis labios voraces a su corazón desconocido, a su hígado nacarado, a las
esponjas de sus pulmones, a sus graciosos riñones gemelos”.
Como es de suponerse, no todos los amantes literarios comparten tal fervor de bisturí; a algunos les basta un pequeño rasgo físico para definir a su
objeto del deseo. Este detalle suele ser una dolencia, un diente desviado,
una cicatriz inconfundible: las carencias individualizan.
Cuando la fisura atañe a la persona amada, adquiere otro valor. Una escena de Muerte en Venecia ilustra la forma en que una deficiencia pone a prueba
y refuerza el deseo. Aschenbach coincide con su idolatrado Tadzio en un elevador. Hasta ese momento, la belleza del muchacho desconcierta al protagonista. Escritor en el ocaso de su vida, Aschenbach no había sentido ninguna
veleidad homosexual. De pronto, se obsesiona con un chico que representa
la fuerza de la vida y la naturaleza, y quizá también la genuina tendencia sexual
que él reprimió hasta entonces. En el espacio enclaustrado del elevador,
siente la tensión de estar a solas y en proximidad con el muchacho y por primera vez observa de cerca su sonrisa: los dientes del ángel “no son del todo
impecables”. Esto no disminuye su fascinación; le da otro sesgo: la sonrisa turbia de Tadzio lo vuelve próximo, vulnerable; deja de ser un absoluto, el tiránico
emblema de la perfección. En el ascensor, desciende hacia Aschenbach, quien,
muy a la manera de Mann, vive entregado a un “heroísmo de la debilidad”.
“En cuanto se padece un defecto, se tiene una opinión propia”, escribió
Lichtenberg en el siglo xviii para oponerse a los fisiognómicos convencidos
de que la belleza era un atributo moral y la fealdad inclinaba a cometer actos
de villanía.
46
la pluma y el bisturí
Los malestares mitigan la soberbia humana. Por más sublime que sea,
toda persona tiene un estómago sujeto a cólicos, empachos y retortijones. La
sátira le debe mucho a la contradicción entre la mente y el cuerpo: alguien
se cree estupendo, pero de pronto estornuda y suelta un moco. Esto lo humaniza en forma cómica.
La literatura evita a los medallistas olímpicos y se concentra en los incapaces. Los mejores relatos sobre el deporte se desprenden de una lesión,
una apuesta arreglada, un fracaso posible. Los campeones que baten récords
y anuncian desodorante no producen buenas tramas. Álvaro Mutis brinda
un compendio de la devastación corporal en Reseña de los Hospitales de
Ultramar. Ahí, las debilidades físicas se transforman en principio poético:
“Una gran hambre que aplaca la fiebre y la esconde en la dulce cera de los
ganglios... La desaparición de los pies como última consecuencia de su vegetal
mutación en desobediente materia tranquilla... Un apetito fácil por ciertos
dulces de maicena teñida de rosa que evocan la palabra Marianao... La división del sueño entre la vida del colegio y ciertas frescas sepulturas”.
Los impedimentos físicos y mentales registrados por la literatura dan para
llenar varias bibliotecas. Menos estudiada es la paradoja médica que podríamos llamar “exceso de salud”. El neurólogo Oliver Sacks observó que
ciertas disfunciones comienzan con una sospechosa sensación de bienestar.
La salud sólo se percibe cuando falta; desde el punto de vista psicológico tiene
un contenido neutro, es un componente invisible, que no puede ser medido
ni razonado. Por ello, cuando se presenta como un sobrante y un personaje
cobra conciencia del magnífico estado de su cuerpo, el desastre se avecina.
Algunas de las escenas más logradas de la literatura dependen de ese contraste. Si una víctima de Kafka se siente bien, llega una orden de captura;
si un héroe de Dostoyevski alcanza un éxtasis extremo, se insinúa un ataque
de epilepsia.
La literatura que se ocupa del cuerpo indaga el acabamiento, pero también lo transforma en un proceso liberador. En su relato “El inmortal”, Borges hace que su protagonista, harto de la reiteración que implica la vida eterna,
busque un remedio que lo devuelva a la efímera condición de quienes padecen
el olvido y la muerte, y, por lo tanto, atesoran la milagrosa fugacidad de la
existencia. Por su parte, en “El cazador Gracchus”, Kafka se ocupa de un
47
juan villoro
hombre que vive para matar presas. En una excursión, cae en una zanja y
queda atrapado entre la vida y la muerte, un punitivo compás de espera, un
infierno sin término donde la aniquilación representa un alivio.
La aceptación de la muerte entraña diversos dilemas éticos, de ahí que
uno de los más hábiles médicos escritores del siglo xx, Ernst Weiss, haya situado el tema en el centro de su doble vocación. Para Weiss, el médico debe
sanar o, dado el caso, acompañar al paciente en el tránsito final. Nacido en
el seno de una familia judía, Weiss es conocido en la literatura alemana por
su novela póstuma, El testigo ocular, que trata del médico de Hitler. Fue admirado por Kafka, Mann y Zweig; a fines de los años treinta encontró refugio
en Francia y se suicidó el día en que las tropas nazis entraron a París.
Uno de sus mejores relatos lleva el emblemático título de “El médico”
y trata del doble destino de un médico residente. El cuento comienza una
mañana en que el joven estudiante se hace cargo de la anestesia en una operación, está a punto de perder al paciente y lucha con denuedo para salvarlo.
En esa misma jornada acompaña a su maestro a un manicomio y conoce a
un enfermo torturado por toda clase de lacras físicas y mentales. En forma
oblicua, el paciente pide al joven médico que lo libere de su cárcel corporal.
El hombre que horas antes luchó para salvar una vida, ayuda a morir a un
paciente terminal. Weiss plantea el dilema de la eutanasia y alude al compromiso de la medicina ante la vida y la muerte.
¿Qué ocurre cuando la enfermedad se apodera de toda una comunidad?
La peste, de Albert Camus, y Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, son
alegorías sobre las facultades que aparecen cuando un mal suspende la costumbre. Asediadas por la epidemia, las personas descubren formas inauditas
de relación. Gracias a la catástrofe, adquieren la repentina oportunidad de
entenderse al margen de su rutina y asumen atributos bárbaros o sutiles que
requerían de una sacudida mayúscula para aflorar. Para Camus y Saramago,
la norma, que a veces llamamos “tradición” y a veces “Historia”, es un padecimiento sordo, una anestesia de la que sólo se despierta con una dramática
y regeneradora enfermedad colectiva.
Es raro que un paciente se resista a hablar de sus dolencias. En Masa y
poder, Elias Canetti estudia los delirios compensatorios de los mutilados. Las
amputaciones reclaman una prótesis que a veces asume la forma del discurso.
48
la pluma y el bisturí
Narramos porque nos quitaron algo, porque escupimos sangre y tosemos y
no soportamos nuestra piel. Los irregulares, los lunáticos, los vulnerables
tienen tendencia literaria. Un título de Gesualdo Bufalino resume este impulso: Perorata del apestado. La retórica desbocada es un efecto secundario
de la enfermedad.
Reverso degradado de La montaña mágica, la novela de Bufalino se
ubica en un sanatorio para tuberculosos que no es un magno hotel de la inteligencia sino un recinto del dolor, la supuración, las ideas oblicuas. Los
pulmones inermes son el peaje que los personajes pagan para discurrir sin
ataduras.
Si la enfermedad despierta una poderosa retórica, la lectura es una benévola forma del contagio. Como en la homeopatía, sanamos con dosis de la infección. Uno de los enfermos más célebres de la dramaturgia, Molière, padeció
males rigurosamente inventados hasta que un médico lo distrajo de sí mismo.
No son otros los remedios que ofrece la literatura. El placer del texto proviene
del dolor trascendido. Su cambiante espejo refleja síntomas para enfermedades aún no clasificadas y transmite la imaginativa salud de los enfermos.
expediente personal
Un accidente me permitió comprobar que los trenes perjudican la vista. Todo
empezó en 1979, en la estación Atocha de Madrid. Mi equipaje pesaba demasiado y en esa época precaria, anterior a las maletas con ruedas, la solución
consistía en comprar un carrito que sujetaba el equipaje con tensores. El
aparato se llamaba “pulpo” y no resultaba fácil dominar sus tentáculos. Uno
de ellos se zafó cuando trataba de sujetarlo y me dio un latigazo en el ojo.
Como un boxeador en su asalto fatal, sentí que se apagaba la luz.
Subí tuerto al tren, en espera de que alguna reacción interior de mi organismo me devolviera la vista. No fue así. Las tierras de Castilla, Aragón y Cataluña pasaron por la ventanilla sin que yo pudiera registrarlas. El accidente
se convirtió en rumor en el vagón y varios pasajeros me recomendaron ir a
la Clínica Barraquer de Barcelona. Explicaron que se trataba de un hospital
que operaba gratis ojos de alto interés médico y donde los jeques árabes
pagaban fortunas para curarse sus conjuntivitis. Me sorprendió la fama de
49
juan villoro
una institución tan especializada y sentí el pálpito de la oportunidad, como
si encontrara un billete en el camino a Las Vegas. Ya que me había lastimado
un ojo, era una fortuna que me dirigiera a la ciudad del eminente Barraquer.
Un dato me convenció de la celebridad del establecimiento: a nadie le
pareció necesario darme la dirección (“todos los taxistas la conocen”, fue
la unánime respuesta). En efecto, llegué al sitio sin otra referencia que su
nombre. A partir de ese momento, se sucedieron los asombros. En la entrada
encontré un jeroglífico egipcio, el ojo de Osiris. El vestíbulo estaba decorado
con los signos del zodiaco. En vez de los muros blancos comunes a los hospitales, enfrenté planchas de mármol negro y pisos ajedrezados. Los pasillos
conducían a escaleras helicoidales. Una casa de los signos.
El doctor Barraquer era un explorador de la visión en el doble sentido
de la palabra, el óptico y el trascendente. Una de sus frases más expresivas
se refería a la pintura y al hecho de que el artista no se limita a usar colores sino
a descubrir en ellos su intuición. En la primera mitad del siglo xx, Barraquer
legó novedosas técnicas (entre ellas la extracción de catarata que le inspiró
un bicho en un acuario); creó un hospital que sirvió de universidad a varias
generaciones de médicos y promovió la oftalmología como una delicada misión
que parecía custodiar no sólo los ojos sino las cosas que entraban por ellos.
Las visitas a la Clínica me sugirieron un cuento: “La vista de Suárez”.
Siempre había querido escribir sobre médicos. Me cautiva el espacio cerrado de un hospital, esa ciudad dentro de la ciudad, sometida a otra lógica,
y estoy convencido de que la literatura, exploración del cuerpo y de lo que
lleva dentro, es una forma tímida de la medicina. Además, estuve a punto de
estudiar esa carrera. Mi mejor amigo en la preparatoria, Xavier Cara, también
dudaba entre ser médico o escritor. Recuerdo las largas caminatas al salir
del Colegio Madrid en las que repasábamos las ventajas y desventajas de
nuestras posibles vocaciones. Admirábamos a Chéjov, que había conciliado
ambos oficios, pero sabíamos que en los tiempos actuales eso era más difícil. Mi abuelo paterno había sido médico en Barcelona y mi padre estudió
Medicina, aunque luego se dedicó a la Filosofía. Sus anécdotas de la antigua
Facultad de Medicina, ubicada en el palacio de la Inquisición en la Plaza
de Santo Domingo (que Fernando del Paso recreó en su originalísima novela
médica, Palinuro de México), me impulsaban a seguir esa carrera. Sin em50
la pluma y el bisturí
bargo, algo me detuvo. Quizá me acobardé ante los rigores de esa disciplina
(el médico madruga y el escritor se despierta a cualquier hora, al menos hasta
que tiene hijos) o quizá temí seguir en exceso las huellas de mi padre. Lo cierto es que Xavier optó por la medicina y yo por la literatura. Volveré a este
amigo en un momento.
El relato “La vista de Suárez”, intuido luego de mi visita a la Clínica
Barraquer, trataba de un oftalmólogo que se está quedando ciego pero ha logrado que sus discípulos sean una extensión de su vista; “ve” a través de los
alumnos que ha formado; se sirve de ellos como de una mirada externa. Explorar
la pedagogía como una prolongación del cuerpo es un tema bastante abstracto y fui incapaz de concluir ese relato.
Ocho años después, en 1987, volví a tomar un tren de Madrid a Barcelona. Algo me entró en el ojo, provocando un molesto lagrimeo. En aquella
época no usaba lentes, mi relación con la oftalmología se limitaba a lo que
me pasaba en los trenes. Sentí que la coincidencia era una sugerente deliberación del azar: las superticiones y la paranoia son aliadas del que inventa
historias.
De nuevo fui de la estación a la Clínica Barraquer, donde conservaban
mi expediente clínico y donde me extrajeron una partícula que parecía de metal.
La segunda visita tuvo un curioso efecto retrospectivo. Recordé mi primera estancia y el deslumbrante contacto incial se presentó como un estímulo para
provocar el regreso y entender de otro modo el laberinto. Vi los símbolos en
las paredes, no como el pretexto para un cuento, sino como los subrayados
de algo mucho más extenso, una novela aún por escribirse.
Un hijo de Barraquer había abierto una clínica en Colombia. Pensé en
la posibilidad de que un discípulo suyo creara una réplica en México. En vez
del ojo de Osiris, colocaría en la entrada el espejo humeante de Tezcatlipoca. El hospital comenzó a traducirse en otro. El resultado fue El disparo
de argón, publicada en 1991, doce años después del accidente que le sirvió de
motivación inicial.
Para soldar una retina, los oftalmólogos utilizan un rayo láser alimentado de un gas noble, el argón. Me pareció sugerente que una novela sobre la
vista llevara como título El disparo de argón, un tiro a la mirada.
La literatura permite inventar destinos compensatorios y llevar men51
juan villoro
talmente la vida de nuestros personajes. Al escribir sobre un hospital, con un
narrador en primera persona que es médico, pensé con frecuencia en Xavier
Cara, mi amigo de la preparatoria. La publicación de la novela me llevó a buscarlo. Entonces supe que había muerto seis años antes, durante el terremoto
de 1985, mientras hacía guardia en la sección de Ginecología del Hospital
General.
Construimos una trayectoria no sólo con lo que hacemos sino con lo que
dejamos de hacer. Soy la persona que estuvo a punto de estudiar la misma
carrera que su mejor amigo y acaso pudo correr su suerte. Tal vez por el deseo
de reparar la pérdida de una vida, se acrecentó mi admiración por el mundo de
los médicos, al que aún debería pertenecer Xavier.
El cuerpo es un sistema de alarma, pero sus reacciones no siempre son
inmediatas. Ciertas cosas requieren de tiempo para revelar su significado.
Gracias al doctor Mauricio Maqueo, que me permitió asistir a operaciones en
el Hospital de la Ceguera, aceptó que lo sometiera a un vasto interrogatorio y
leyó con paciencia el manuscrito, pude escribir una novela sobre la vista en
la época en que no usaba anteojos y sólo podía llegar al tema por accidente.
Di por cerrado ese capítulo, regresé varias veces a Barcelona (en coche o en
avión, nunca en tren) y viví tres años en la ciudad condal sin visitar la Clínica.
En 2006, el azar (“ese fantasma sincronizador”, como decía Nabokov)
me hizo tomar un tren de Madrid a Barcelona. Hice escala de una noche en
Zaragoza. A la mañana siguiente me vi al espejo. Mi ojo derecho era una esfera
de sangre.
Como en las otras dos veces, fui de la estación a la Clínica Barraquer.
Me dijeron que tenía un cardenal provocado por algún esfuerzo. ¿Había hecho algo especial? El derrame ocurrió mientras dormía, de modo que la desmesura sólo podía venir del sueño.
La diferencia entre la señal y la coincidencia es que la primera transmite un mensaje. En 1987 entendí que el accidente de 1979 era una señal. ¿Qué
representa el ojo ensangrentado de 2006? En ninguna otra ruta he tenido experiencias similares. ¿Es el anuncio de otra historia o el castigo por haberla
contado? ¿Podré recordar el sueño que derramó sangre en mi ojo? Lo único
cierto es que hay una ruta en la que debo pagar un peaje con la mirada.
Los trenes y los ojos son instrumentos para alcanzar la lejanía. Viajero
52
la pluma y el bisturí
taciturno, el cuerpo se resiente ante lo que se alcanza a toda prisa, como si
dijera “falto yo”. Supongo que cada quien dispone de una meta a la que llega
dos veces: primero con el cuerpo lastimado y luego con el remedio lento de
lo que se convierte en una historia.
¿Cuál es el último contacto de una persona con la medicina? Antes de
renovar la novela, el escritor inglés J. G. Ballard siguió la ruta de Galeno.
En 1949 entró como estudiante al anfiteatro de cirugía de la Universidad de
Cambridge y supo que los cadáveres que tenían a sus disposición provenían
de dos tipos de personas: habían sido delincuentes o médicos. En los duros
años de posguerra, los profesores solían legar su organismo como última
forma de la enseñanza. Ballard escribió dos veces acerca de de esa etapa de
su vida. En su novela La bondad de las mujeres cuenta que llegó a admirar
en tal forma el cadáver de una doctora que su novia sintió celos de ella. En
su autobiografía, Milagros de la vida, refiere el hecho con mayor sobriedad,
concentrándose en la generosa decisión de los médicos de legar sus cuerpos
en tiempos tan austeros. En ambos casos, transmite el estremecedor y entrañable asombro de saber que los maestros se han convertido en objeto de
estudio.
No es casual que Ballard concluyera su autobiografía con un elogio al
oncólogo que atendió su cáncer de huesos. En 2006, el doctor Jonathan Waxman se hizo cargo de él; con toda claridad, le advirtió que el fin estaba cerca,
pero lo animó a llevar el mejor tipo de vida posible y lo animó a que escribiera
su autobiografía. Nada mejor para un novelista que un médico que da consejos literarios. Las últimas líneas que escribió Ballard fueron: “Jonathan es
un hombre de elevada inteligencia, considerado y siempre amable, y posee
la rara habilidad de ver el desarrollo de la enfermedad desde el punto de vista
del paciente. Estoy muy agradecido de pasar mis últimos días bajo el cuidado
de un médico decidido, sabio y afectuoso”.
Incluso el acabamiento admite mejorías. Los escritores vivimos obsesionados por el desenlace de las historias. No encuentro otro superior para
una vida que el descrito por Ballard.
El destino ama las coincidencias: es posible que el buen doctor que me
acompañe en mi tránsito final sea uno de ustedes.
Desde ahora, le doy las gracias.
53
Cinco poemas
M iguel A guilar C arrillo
inmortalidad
…son palabras
de Eloísa, más él cedió a las leyes,
la tomó por esposa…
Octavio Paz
…serán ceniza, mas tendrá sentido,
polvo serán, mas polvo enamorado.
Francisco de Quevedo
Cuando acabe la vida en el planeta
(el ozono pertinaz, el monóxido de carbono
que envenena las almas y los cuerpos
la escasez del oxígeno
la savia melancólica
la clorofila
que no puede con el CO2 que se acumula en nubes grises)
allí estarán
los huesos o cenizas | el fósforo y el calcio
de Abelardo y Eloísa
54
composición escolar
|
las moscas
¿Qué pensarán las moscas cuando miran un rostro humano?
He aquí un problema sin solución
Nadie en su sano juicio pensará en el pensamiento de las moscas
Sin embargo nada sabemos
La mosca observa | Frota el par delantero de sus patas
Con su trompa retráctil indaga los sabores de la migaja
sin dejar de mirar la mano que trata de matarla
Y vuela
libre en el aire libre de la conversación
Los biólogos aclararán que la mosca no razona
La mosca es porque sí aunque no es bella como la rosa:
la mosca sucede (me lo dijo Turner en un sueño)
y conoce el vuelo y escapar del golpe
La pregunta es evidente: mosca, trompa retráctil,
patas frotadas, vuelo
Nunca sabremos si piensan, pero vuelan y escapan
¿Miran y eligen frente a la mano asesina?
Las moscas se alimentan y limpian
con cuidado sus patas | Quizá sería favorable
enseñarle a los niños las virtudes de las moscas
y de cómo huyen de la mano sin pensar
55
Imaginémonos | (¿Imagina la mosca?) | Imaginémoslo
con lógica, escatología en su sentido recto, sin alcohol
Mirada-mano alzada-peligro-vuelo
Si fuéramos hermanos de la mosca
o parientes simplemente | (por aquello de Darwin)
escaparíamos del lugar encadenado y volaríamos
para volver al sitio y elevarnos
de nuevo ante la mano absurda que evita
oler la fruta, palpar la piel, oír el murmullo de la brisa
estar con la mujer y que pase una nube con su clara sombra
que aliente la caricia y poder volar
si una mano artera se avecina
música contemporánea
El ruido es una oruga que trabaja en la destrucción de las hojas
El ruido es tinieblas, abismo
que toca con sus dedos las membranas profundas
para lamer
con su seso hueco | lo protegido
desde el tiempo de mañana
El ruido es la traza que opaca los orígenes del silencio
entre las sílabas de la palabra originaria
56
No hay granos germinando para la flor después
No hay polen que circule por las venas del aire
El ruido desconecta las vías del cuerpo
por el camino del camino sin ayes ni sollozos
El ruido cascabel del gato
de la bruja aquella de los juegos primeros
que se esconden lejos del poder de las manos
el viudo
La tabla giratoria al centro de la mesa del comedor
Mantiene
sobre la superficie los enceres propios
para el alimento diario | La sal
el parmesano, los cristales del azúcar tendenciosa,
las servilletas aptas y otras vituallas más
El comensal solitario frente a ellas espera
el espagueti y el cocido | Las noticias muestran
los dolores del día
No del Juicio Final | del juicio diario
de los otros nosotros | Sabe que nada cambia (acaso la tecnología)
Perverso el mundo y la esperanza sorda
y la cueva ancestral de Altamira
57
recuerda lo que fuimos somos y seremos
El asado el tenedor y el hambre anuncian que otras horas llegarán
para el martirio de la inmortalidad de estos momentos
Un cigarro lentamente se consume y es ceniza
El humo purifica la estancia
sin conocer los pulmones
de los comensales idos antes
| La vela
encendida para las celebraciones deja el pabilo sin luz | Sólo
un pedazo de cáñamo y cera para el desecho
cena
Si el ejemplo del calamar debe tomarse en cuenta
Cuenta regresiva desde que oculto está en la arena
hasta que
succiona a la presa | El calamar
habita aguas saladas y es un manjar
si la tarjeta está habilitada
para complacer a la mujer amada | El baile es requerido
lo demás sin que el molusco
se oculte para el ataque
sea previsible y la biología no importe a nadie
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En el baile se acaricia la cintura y un beso
y los brazos y las manos y no se discute
El calamar es el ejemplo | Tentáculos
atrapan a la presa | Si el baile continúa ya no hay presa
hay un más que puede ser
predecible | ser decible y en la palabra del origen de los tiempos
–tal vez– sea perdurable
El calamar al ajillo predijo lo demás
59
Atlante-Necaxa*
H éctor M anjarrez
I
Su vida a los quince años es como un sueño, extraña, incomprensible, estúpida, y la maneja algún alguien que desde luego no es él. Sea él quien sea
él. Se despierta y ya lo están regañando o ya llegó tarde para el tranvía o ya
está en clase sin entender jota de lo que dice el profesor o en medio de una
corretiza por las escaleras y el patio persiguiendo o siendo perseguido por
alguien o en la enfermería con un golpazo en la cabeza.
O está en la banca vestido con su uniforme de básquet y el entrenador
Lope como siempre silba y silba por lo bajo “La cucaracha” y nunca le habla
ni lo mira y sólo lo mete dos minutos para que descanse Armando que es
buenísimo armando el juego: “Pero no tires a la canasta, sólo pásale la bola
a tus compañeros. Y no se te ocurra faulear a nadie”.
Una tarde se harta de todo y se fuga con una maleta con ropa y cómics
y sus discos de 45 rpm, Pérez Prado, Duane Eddy, Elvis, Gene Vincent, Chavela
Vargas, los Locos del Ritmo. Toca a la puerta de Álvaro, que lo mira con compasión: “No, a mí no me metas en problemas, mano. Por qué no vas a casa de
Arturo, quizá te aloje una o dos noches”. Nadie lo entiende y él, lo que es peor,
no entiende a nadie. La gente nunca reacciona como él esperaba.
Está seguro de no ser un idiota, pero no de no comportarse como uno. La
vida es como un sueño, no necesariamente una pesadilla, pero todo el tiempo
Alejandro malentiende lo que los otros dicen. “¿O lo haces por fastidiar, por
*
60
Del libro Los niños están locos, de inminente aparición en Ediciones Era.
atlante-necaxa
chingar? Porque eso es precisamente
lo que consigues.”
No, no lo hace por molestar. No
le gusta molestar a nadie o casi nadie.
Pero muchas veces hace lo contrario
de lo que le piden o le ordenan. “¿Por
qué fauleaste al 4? Ahora van a tener
dos tiros de la línea gratis, pendejo.”
Y el entrenador nunca insulta a nadie,
Dios se lo tiene prohibido.
Alejandro no sabe qué le hace hacer las cosas como las hace. Por otro
lado, ni siquiera responde; no discute
o miente: “Usted siempre ha dicho que
hay que faulear para conservar la ventaja al final” o “Claramente me pediste
que te comprara tres cajetillas de cerillos y no de cigarros”. Se queda callado como si no le importara. No defiende su conducta.
No la entiende él mismo.
Se ha venido haciendo fatalista. A ojos de los otros es cada vez más estúpido o malvado, lo sabe. Alguien, que es él mismo, se apodera casi completamente de él. Alejandro quisiera ser un héroe, pero sospecha que su madera
quizá es de mártir. Crucifíquenme, hipócritas, lameculos, hijos de la chingada.
II
Se ven el domingo en las Rejas de Chapultepec del lado de Tacubaya para
irse a pie a la llamada Ciudad de los Deportes. Según la radio, “todo el mundo está pendiente como una araña de las dos moscas, el esperado duelo entre
el Atlante y el Necaxa, los dos equipos de mayor raigambre popular”. O vas
al estadio u oyes la transmisión por radio.
Arnulfo, Agustín y Alejandro van a pata, casi sin hablarse porque apenas se conocen y para no quedarse sin aire. La mañana es límpida y fresca,
61
héctor manjarrez
pero ya se adivina el seco calorón que se vendrá encima de los jugadores y
de toda la ciudad. Los tres están ilusionados y sienten que la gente que va y viene de misa o de hacer ejercicio se les queda mirando –a veces eres invisible
y otras veces se te quedan viendo–: “Mira, esos tres muchachos seguro que
van al partido entre el equipo del pueblo y el de los electricistas”.
La gente acude en transporte o caminando, la gente se junta y se emociona de entrar en el gran templo de concreto armado. Casi todos bromean y
chacotean mientras el tiempo pasa con pachorra. Los tres muchachos tienen
boleto –un tío de Arnulfo trabaja en el coso mismo, Alejandro no pregunta
en qué–, pero una vez que los ocupan no dejan sus asientos ni para mear,
que para eso ya orinaron llegando. No charlan de nada en particular, pero se
imbuyen del espíritu del edificio y miran y escuchan a la gente que poco a
poco se va convirtiendo en multitud. Cuanto más público, más ruido; cuanto
más ruido, más emoción.
¡Los gritos del estadio! Las porras rimadas de este o aquel grupo, los
pregones de los vendedores de cervezas, de tortas, de jotdogs. La piel se les
pone chinita a los chavos, los corazones les brincan. Alejandro no le va a
ninguno de los dos equipos –prefiere al Marte o a los canarios del América–,
pero en todo caso siente que se inclina por el Necaxa, por el uniforme a rayas
blancas y rojas y la leyenda de los Once Hermanos (aunque no la recuerda).
Mas el tiempo va lento... Cuando los muchachos están a punto de perder el entusiasmo y el sol los achicharra y alela, el partido comienza, pero
es sólo una brega interminable sin llegada a los arcos. A la media hora, los
adultos compran y compran cerveza e insultan a sus propios jugadores y se
agarran los testículos con rabia y mientan madres. Bajo el sol de mediodía,
los ídolos de la gente corren, luchan, se empujan, se traban, se gritan, se patean, se encabronan, se reclaman, se escupen, se jalan la camiseta, se clavan
los codos, se asestan las rodillas, pero todo en balde.
En el medio tiempo, el público rumia su disgusto y arroja meados y cerveza a los de los asientos de abajo, entre otros a Alejandro y sus amigos. La
gente no pagó para ver a dos arqueros lucir planchados y limpiecitos y a veinte
inútiles que no atinan ni a tirar a gol a cualquiera de las porterías. El público
está de mal genio. Botellas, canicas, guijarros, llaves inservibles, pequeños
cohetes y otros objetos empiezan a caer en la cancha.
62
atlante-necaxa
–Se le ruega al respetable público que no arroje objetos a la cancha…
La persona que sea sorprendida aventando cualquier cosa será consignada… El partido se suspenderá todo el tiempo que sea necesario si se siguen
arrojando artículos a la cancha… Los agentes de policía tienen órdenes de
arrestar a cualquier persona que vulnere la ley…
El Respetable se apacigua y se pone a silbar o a hacer chistes sobre si
vulnerar la ley es lo mismo que violarla, cabrón. ¿Cuál es la puta diferencia? Los
veinte futbolistas siguen en su atlético empeño por ser héroes dominicales.
¿Quería la gente espectáculo? Ya lo tienen: Arnulfo, Agustín y Alejandro se han encaramado en la reja que separa a la plebe de los gladiadores.
¡Allí están, los tres adolescentes, con sus sonrisas satisfechas y nerviosas de
aprendices de exhibicionistas, colgados de la alambrada más bien inestable!
Quienes alcanzan a verlos los animan incondicionalmente: “¡Sáltense,
chamacos!” Quienes no los ven se dividen entre quienes guardan silencio y
quienes sólo gritan por gritar: “¡Sáltense, sáltense!”
Alejandro, que desde luego no ha bebido una gota de cerveza, está embriagado y los gritos lo vuelven loco de una especie de felicidad. Ágil como
siempre ha sido, se columpia, sube, baja, diestro como chimpancé –sólo le
falta el jacquet y el sombrero de copa y la camisa almidonada– y el estadio se
ríe, el estadio aplaude, el estadio ulula, ¡el estadio ruge! ¿A quién le importan
los pobres diablos que persiguen el balón de cuero oscuro como chuchos a
una perra en celo?
Arnulfo y Agustín tienen muchas dificultades para agarrarse bien del
alambre que se les encona en los dedos. “¡Brínquense!”, les grita Alejandro,
que contiene como puede el vaivén del alambre y los anima o más bien conmina con la mirada.
–¡Brínquensen! –ordena una parte del estadio.
Brinca Arnulfo, y luego Agustín, con tan mala pata que se tuerce el pie
izquierdo y se queda tirado como un animal. Alejandro en cambio amortigua
el impacto rodando por el pasto entre algunos vítores.
¿Por qué no siempre le salen las cosas tan bien? Se pone a saltar con
los brazos en alto, ¡mírenme!, pero salvo unos pocos, el estadio no le celebra su
monada: el hábil extremo izquierdo atlantista ha eludido a dos defensas y le ha
filtrado la bola al zambo interior derecho que se lo cede al centro delantero, que…
63
héctor manjarrez
Alejandro y Arnulfo, solitarios a ras de cancha, no distinguen el motivo del cambio de clima en la contienda. Agustín aún menos, tendido como
está y llorando de rabia y dolor. Para empeorar las cosas, el abanderado –un
flaco de ojos saltones– le grita a Agustín que se levante y no estorbe, que se
levante de inmediato y no esté estorbando, que se levante con una chingada.
Entonces la desgracia golpea: uno de los jugadores más caballerosos
del futbol nacional, indignado por una decisión absurda del árbitro, patea
con furia la pelota, que tras rebotar en el cimiento de la alambrada golpea a
Agustín en el parietal izquierdo. Como el chavo estaba inmóvil, casi nadie
se da cuenta del impacto seco como de palo que lo priva de conciencia. Los
periodistas al día siguiente no dirán palabra.
¡El Atlante avanza peligrosamente! El Necaxa, no sin dignidad, capotea
la tempestad. El Respetable se emociona con la posibilidad de gol. Arnulfo
trota para un lado, Alejandro para el otro. Parecen muñequitos mecánicos
en un tablero muy grande. La gente les ha gritado que varios polis vienen a
agarrarlos y Arnulfo se pone a correr como ternero asustado, sin saber que
se precipita hacia los azules que vienen por detrás de la portería del Necaxa;
tiene el rostro descompuesto, le angustia comprometer al hermano de su
papá, no sabe por qué ha hecho lo que ha hecho. Alejandro se detiene, se da
cuenta de que no tiene el menor sentido lo que hace, cae presa de su fatalismo; y se regresa al trote con Agustín, un chavo irónico y tímido por quien
siente una especie de ternura que ahora expresa al gritarle en el oído sordo.
–Agustín, Agustín, ¿me oyes?
El balón corre por la otra banda conducido por un jugador hábil que
avanza quebrando cinturas necaxistas hasta que se frena de improviso, boquiabriendo al público, y patea un centro que hace un extraño, “como si el
dios Ehécatl del viento quisiera ayudar a los atlantistas”, escribirá un periodista, y se dirige a la portería electricista.
Alertado por el silencio de la Bestia del estadio, Alejandro levanta la
mirada llorosa del cuerpo postrado de Agustín.
Al mismo tiempo, Arnulfo es objeto de la mofa del alebrestado estadio,
él y los dos policías que lo persiguen mientras la bola alterada por el viento
se dirige al poste izquierdo del arco, donde rebota, como con mala fe, para
abajo y recto al pie derecho de un atlantista que no la empuja propiamente
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atlante-necaxa
pero sí la rebota o más bien repele hacia la red de los heroicos representantes
del sindicalismo y la industria eléctrica nacionalizada. ¡Que viva la Patria y
los sindicatos que la fortalecen!; sí, pero el gol se acredita a los atlantistas, al
Equipo del Pueblo, como les dicen.
Más de la mitad del estadio grita y chifla como si hubieran reconquistado Texas.
Arnulfo se queda pasmado como un fantasma a pleno sol y luego se
pone a dar de brincos de alborozo. Los dos azules lo prenden ya inerme, lo
zarandean y se lo llevan jaloneado sin que ofrezca resistencia, entre las carcajadas de la Bestia, que ha dejado por fin de quejarse.
Alejandro, presa de pánico, ahora trata de volver a las gradas por algún boquete en el alambrado, aprovechando la euforia de los atlantistas. La
Bestia se ríe.
Antes de sacarlo de la cancha, los dos azules coscorronean y hasta
patean a Arnulfo sin motivo aparente. Indignada o divertida, la Bestia grita:
–¡cabrones!
Al atestiguar la respiración boca a boca que dos enfermeros le aplican
a Agustín, la Bestia también grita:
–¡puuutos!
Cuando tres atlantistas y dos polis por fin derriban a Alejandro, la Bestia festeja:
–¡por payaso!
La voz oficial del estadio perora, solemne y afectuosa:
–Respetable público, solicitamos una sincera disculpa por la interrupción
del partido, que se reanudará enseguida. Por su paciencia, muchas gracias.
Alejandro y Agustín son expulsados de la grama y llevados a destinos
distintos. Inconsciente, Agustín es evacuado a la enfermería en la planta
baja. Sanguinolento, a Alejandro lo llevan a la estación de policía que se
ubica en la parte más alta de las entrañas del edificio, al cabo de unas escaleras anchas, malolientes, húmedas, oscuras.
Alejandro apenas si puede andar, porque uno de los atlantistas le hundió la rodilla en la boca del estómago. El azul principal, José, le va dando
golpecitos dolorosos detrás de la rodilla cuando desfallece, como burro.
–De qué se queja, pendejito, quién le dijo que se saltara el alambre
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héctor manjarrez
pues. Le van a poner una multota en la estación. Van a tener que venir sus
papases.
–Y también le van a dar una buena catorriza. Aunque sea a mano limpia, duele harto –apostilla el otro gendarme, llamado Chuy.
–Y de limpiar los escusados no se libra.
–¡Y están bien jediondos! –redondea Chuy.
–¡Qué suerte tuvo el que se desmayó del balonazo, porque no va a tener
que limpiar la mierda!
–Hay unos que dicen que ya está muerto. Quesque le dio un paro respiratorio o no sé qué chingaos.
–¿A poco?
–Pus eso dicen.
¡Que le dé a él el paro respiratorio! ¿No fue el de la idea de encaramarse
en la alambrada? Cree que sí, no se acuerda. Eso sí, fue el que más se divirtió y después decidió que se saltaran… Pero pinche Agustín, qué manera
tan ridícula de saltar, parecía niñita. Por eso se torció el pie, por brincar mal.
Quién le manda. Yo qué culpa tengo de que sea un baboso... Yo tengo toda la
culpa de todo lo que pasó. Al pobre güey de Arnulfo los polis le dieron una
buena madriza… ¿Quién me manda venir con dos mensos que ni conozco
casi? Sólo porque el tarado de Arnulfo conseguía los boletos gratis… Hasta
eso, Arnulfo es buen tipo, espero que esté allá arriba en la estación de policía, si no voy a estar solo como pinacate. Y Agustín era o más bien es buen
chavo…. ¿Cómo es que me suceden estas chingaderas? Ni siquiera me gusta
tanto el pinche fut… Prefiero morirme, la verdad. Ni que fuera tan chingona
la vida.
–¡Muévete y deja de escupir sangre en las escaleras! ¡O vas a tener
que venir a limpiarla después de la mierda de allá arriba, amiguito! –estalla
Chuy.
Alejandro no dice nada.
–¡No te preocupes, niño! ¡Mira cómo se la sorben las ratas! –se ríe José,
señalando cómo la lamen dos ratas grandes.
¡Las entrañas del estadio estallan con el aullido de la Bestia, decenas
de miles de culos sentados se alzan de sus asientos de cemento para vociferar
el más poderoso bramido que del pecho humano pueda surgir: ¡¡¡goooool!!!
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atlante-necaxa
El eco en las entrañas es aterrador…
La respetable Bestia aúlla de placer y de dicha. La escalinata de abajo
no se sacude tanto como las gradas de arriba, pero sí retumba y después
resuena como la capilla subterránea de alguna catedral.
¡goool!, dios mío, ¡gol! ¡El acontecimiento más importante del universo!
Las ratas no se espantan, pero sí se interrumpen y aguardan.
Chuy le da una coz a Alejandro en el muslo:
–Por tu culpa no vimos el gol que acaban de meter.
–Y no sabemos quién lo metió –glosa José.
Los ecos intestinales del coso de cemento extrañamente se acallan de
pronto.
José le da un zape en la nuca al quinceañero cuando reinician el ascenso:
–No sólo nos perdimos el gol, sino también la anulación y todo el consiguiente escandalito. Por tu culpa. Y tenemos que subir estos malditos escalones, por tu culpa.
–Y si de casualidad te resbalas y te desnucas, vamos a tener que volver
a bajar para buscar a los enfermeros –informa Chuy.
Alejandro no dice nada.
Sin duda José sabe de lo que habla y el gol ha debido anularse. Acá
abajo se respira un silencio más que sepulcral. No hay ningún ruido o reverberación de los asientos, tampoco desde la boca de la escalinata a nivel de
cancha.
Allá arriba, donde culmina esta ascensión, hay luz. Dos fuentes de luz.
Una que debe ser natural y que parece provenir de una puerta y una ventana. Y otra, a la izquierda, intermitente y más tenue y amarillenta. Alejandro
supone que la segunda es la luz artificial de la estación de policía y que allí
debe hallarse Arnulfo, con su pelo bien corto y sus zapatotes de pobre. A
menos que ya lo hayan soltado y a Alejandro le toque enfrentar solo a los
gendarmes y al agente del Ministerio Público. Y todo nomás por saltarse un
puto alambrado de mierda.
Para cuando llegan a la cima, el hedor a meados y mierda ya les ha
producido arcadas a los tres.
–¡Está peor que el domingo pasado!
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héctor manjarrez
–¡Creo que voy a devolver todo el
pozole! –exclama Chuy cerrando la boca
y apretándose la nariz.
Alejandro no se contiene y arroja
los tacos de canasta que se zampó en
el medio tiempo.
–Vas a tener que venir a limpiar
tu basca –señala José–. Hasta acá arriba no les gusta venir a las ratas.
Cuando entran en el puesto de
policía, la pestilencia disminuye, pero
cada vez que alguien abre la puerta,
la fetidez del baño de hombres que se
cuela es como si proviniera de la letrina misma del Señor de las Inmundicias, Tlazoleotl.
Por las sucias y quebradas ventanas, se oyen gritos:
–¡Libertad a los presos!
–¡Suéltenlos, hijos de la chingada!
Se refieren a dieciocho o diecinueve tipos que están encerrados en dos
alambradas como de zoológico con capacidad para quince a veinte arrestados cada una. Tres o cuatro o cinco están vendados. Todos están extrañamente quietos. Quizá se cansaron de insultarse mutuamente y de amenazar a los
azules. O están muy briagos.
Al ver a Alejandro, el sargento a cargo del puesto exclama con alegre
sorna:
–¡Así que este es el pendejo que convenció a los otros dos pendejos de
saltarse a la cancha!
El sargento Hernández Soto se aproxima, lo mira, le sonríe, le da una
bofetada más sonora y humillante que dolorosa y le avisa:
–¡Tus papás te van a sacar de tu secundaria y te van a meter al Ejército
para que aprendas a obedecer las reglas!
–¿Por qué me pega? –pregunta Alejandro.
68
atlante-necaxa
–Por pura pe-da-go-gía –explica el sargento con gusto–. ¡Que no es lo
mismo que la peda de estos pendejos que ves aquí enjaulados! ¿Bebiste cerveza? ¿Quién te la dio? ¿Viniste con algún adulto que se pasó de copas,
escuintle?
–No, sólo vine con dos amigos.
–¿Con éste? –el sargento señala a Arnulfo apocado en un rincón junto
a unos casilleros color azul policía.
–Con él y con otro que está en la enfermería.
–El tal Agustín… –apunta el sargento.
–Sí, señor.
–¿Quieres hablar con un periodista?
–No, ¿por qué?
–¡Por si quisieras quejarte de alguna cosita!
–No.
–Arnulfo tampoco ha querido quejarse. Míralo, ahí está todo calladito.
Pero si quisieras quejarte, este señor que está aquí mirando la nada es periodista y te puede tomar tu declaración, perdón, tu protesta –dice señalando
a un hombre flaco con cara de gordo y bigote hirsuto y sombrero de fieltro
sucio que fuma un cigarro sin filtro muy corto.
El periodista no emite palabra y ni siquiera mira a Alejandro.
–¡Pedralba! –grita de pronto el sargento, aburrido de Alejandro–, llévate a estos dos tarados a conocer los aromas femeninos. Para que sepan lo que
les espera cuando se casen, si no son putos como parecen.
–Sí, sargento –responde Chuy.
El gendarme José parece haberse marchado.
Afuera se oyen cada vez más voces cada vez más fuertes que exigen la
liberación de los rijosos del medio tiempo. ¿Por qué no los multan y los sueltan?
Pues porque el agente del mp se reportó enfermo y, también, porque insultaron gratuitamente al sargento Gamaliel Hernández Soto.
El partido terminó hace un buen rato. Lo que queda aquí son las pasiones recalentadas de actores de tercer rango. Los arrestados se preguntan
cuál será su paso siguiente, los polis están asustados y enchilados, el sargento
ya ha hablado por teléfono y logrado que le aposten a una docena de granaderos en la larga y recta y estrecha escalera que sube a la estación de policía
69
héctor manjarrez
desde el exterior. El periodista con resaca de los night-clubs sabatinos diría
que “el clima es bastante denso, aunque aún no ominoso”.
–¡Suéltenlos, pinches policías cabrones!
–¡Suelten a Mario, suelten a Mario, suelten a Mario!
¿Quién es Mario?
Nuevos proyectiles rompen lo que queda de las ventanas o entran directamente hasta las jaulas, donde rebotan con un sonido desagradable hasta
para los nervios de los que esperan ser rescatados.
Pedralba, el gendarme que Alejandro conoce como Chuy, agarra a Arnulfo por el cuello de la camiseta de banlón y se lleva a los dos sin resistencia a la letrina de las Damas, que es más fétida que ningún lugar que
ellos conozcan pero Purgatorio frente al Infierno de las eyecciones de los
Caballeros.
Arnu y Álex vomitan y vuelven a vomitar como si sus estómagos fueran
incapaces de conservar siquiera los más minúsculos residuos. Cuando ya no
les queda ni una sombra de alimento, cogen las cubetas y las jergas y las
escobas y los cepillos cortos y largos y abren las dos llaves del agua de los
lavabos y la del piso y se amarran bien fuerte la camiseta alrededor de la boca
y la nariz. Como si ya lo hubieran hecho alguna vez.
Luego de un buen rato de afanarse, Alejandro le pregunta a Arnulfo con
la voz apagada por la camiseta:
–¿No has podido comunicarte con tu tío?
–Sí pude. Le mandé un recado con un vendedor de cheves.
–¿Y?
–Y subió hasta acá para decirle al pinche sargento que estaba avergonzado de lo que hice, ¿tú crees?
–¿Y eso? ¿No es tu tío?
–Sí, pero es un culero que no quiere perder su chamba –comenta Arnulfo con sarcasmo.
Arnulfo y Alejandro no hablan de Agustín. Lo ahuyentan de sus pensamientos. Se esmeran en arrojar agua con las cubetas para que las longanizas
de cagada sólidas y semisólidas y ya fragmentadas acaben yéndose por los
intestinos de los escusados, cuyas gargantas ya han desatascado con palos
rotos de escoba y cepillos.
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atlante-necaxa
Y todo esto sin que nadie los supervise ni les grite ni los amenace. Los
tiras han sabido hacer su labor de intimidación y amedrentamiento, por lo
menos con los chavitos.
Luego de mirar extrañamente satisfechos la faena realizada durante casi
una hora, salen a la escalinata y Arnulfo enciende un Alas verde que comparten en silencio y con avidez. Hacia abajo, la larga y ancha y oscura y húmeda
escalinata. Un poco hacia arriba, la ventana y la puerta por donde los deslumbra el sol y los inquietan o asustan o esperanzan los gritos que son cada
vez más numerosos, poderosos, furiosos.
–Oye, ¿tú sabes quién ganó el partido? –pregunta Alejandro.
Arnulfo se queda sorprendido y niega con la cabeza. ¡Cuántas cosas no
saben ellos que los adultos sí! Y los adultos que no saben todas esas cosas
son como idiotas o como menores de edad.
–¿Qué le habrá pasado a Agustín, Álex?
–Se lo llevaron a la enfermería.
–Tú fuiste el último en hablar con él.
–No hablaba. Estaba noqueado.
–¿Estaba vivo?
–Yo creo que sí.
–¿Tú crees que sí?
–¡No sé! ¡Estaba calientito y parecía respirar!
Guardan silencio.
La fiesta acabó. La Bestia se fue. Ya sólo quedan los pendejos como ellos
y los esbirros y los centenares de encabronados.
–¡Suelten a Mario, suelten a Mario!
Arnulfo y Alejandro en realidad no han acabado su tarea de lavado, pero
se ponen la camiseta y deciden regresar a la estación. Los gritos cimbran con
su eco este lado del estadio.
–¡suéltenlos, suéltenlos, suéltenlos!
La travesía por la mierda y los meados de las mujeres ha como envejecido o purificado a los dos adolescentes, que se sientan en la banca de los
casilleros con actitud más de espectadores que de detenidos.
Los polis no les preguntan nada, pero uno de ellos les grita a los adolescentes y los enjaulados:
71
héctor manjarrez
–¡Les vamos a partir su puta madre si esos cabrones de afuera tratan
de entrar!
El sargento los mira fijamente, pero piensa en otra cosa. Ha colgado el
teléfono y se dirige a un personaje de unos treinta años que debe de ser Mario porque su cabeza enarbola un gorro colorido de estambre y sus labios están sonriendo y sus ojos son duros como los de un tira pero también vivaces.
Mario ya no está enjaulado sino esposado y sentado en una silla bamboleante frente al escritorio de metal gris marca H. Steele del sargento. No
dice ni sí ni no pero escucha lo que el jefe de los policías le propone para
que todos salgan con bien de esta difícil situación.
El jefe del destacamento de granaderos aparece dramáticamente en la
puerta:
–¡Tengo cuatro cabrones arrestados, sargento! ¿Se los traigo acá?
–¡Ni se le ocurra! Amenácelos y suéltelos. No detenga a nadie, sólo
repélalos.
–¿Eh?
–Que los rechace. Estoy en contacto con la comandancia.
El granadero se marcha furioso y obediente como personaje de Kurosawa. Él mismo parece samurai.
–¡Cómo me gustaría que los pandilleros esos les partieran la madre a
estos polis cabrones! –murmura Arnulfo.
Las dos decenas de enjaulados empiezan a gritar:
–¡suéltennos, suéltennos, suéltennos!
Atlantistas y necaxistas de pronto se han unido.
–Ya, ¿a poco ahora se van a hacer amigos de los putos necaxistas? –se pregunta Arnulfo, indignado.
III
El sargento Hernández Soto enciende un cigarro: ha terminado su conciliábulo con Mario, que se aproxima a bisbisear con la casi veintena de enjaulados. Alejandro y Arnulfo se miran de reojo. Chuy se rasca los güevos y también
la cabeza y se sonríe. Un picaporte cromado de coche entra volando por la
ventana sin vidrio.
¿Es un mensaje en clave que algunos sabrán entender? ¿Una pieza rota
72
atlante-necaxa
e inútil que se arroja con facilidad? Nadie lo recoge. Se queda tirado junto
a los casilleros, brillante.
Mario alza la voz tres o cuatro veces, pero no se entiende lo que dice
aparte de algunos insultos y expresiones consabidas. Finalmente se aleja de
las jaulas y anuncia:
–Ya estuvo, sargento. Estamos de acuerdo.
El sargento –con una sonrisa que no se sabe si es de satisfacción o de
rabia– se yergue, se cala el kepí, coge un megáfono de un archivero de madera con sacapuntas empotrado y se sienta sobre su escritorio:
–A ver, cabrones. Mario me ha dado su palabra de que va a tranquilizar
a los alebrestaditos de allá afuera… –hace una pausa para ver si alguien
se anima a protestar– y yo le he dado mi palabra de que los voy a dejar ir a
todos ustedes a cambio. Es por el bien de la ciudá, no por el bien de ustedes,
pero el hecho es que no les vamos a tomar huellas ni les vamos a sacar fotos
y ustedes a cambio prometen, como caballeros que son –aquí se permite una
pausa sonriente que delinea la raya de su bigotito–, irse en paz a sus hogares
con sus santas mujeres o sus santas madrecitas. ¿De acuerdo?
–De acuerdo –rezongan unos ocho o nueve.
–Muy bien. Para facilitar las cosas, Mario va a salir al balcón con los
lesionados y con ese chamaco baboso –señala a Alejandro– y con este megáfono va a explicar el acuerdo a los que están allá afuera. ¿Entendido?
–Entendido –dicen cinco o seis.
–¿Y él? –pregunta Alejandro señalando a Arnulfo.
–De él se encarga su tío –contesta el sargento.
Chuy y otros tres azules sacan a los vendados de la cara y los brazos.
Alejandro se levanta. Arnulfo lo mira con reproche.
–¿Quieres que le avise a tu familia? –pregunta el que se va.
–Como si no me bastara con mi pinche tío.
Mario se acomoda el gorro tejido y enciende y prueba y apaga el megáfono gris: no parece serle desconocido.
Todos dan la sensación de actores aficionados que se preparan nerviosamente. El público, de hecho, ha vuelto a gritar y arrojar objetos. ¿De dónde
sacan tantas piedras y cosas?
–Primero Mario y yo –avisa el sargento, y sin más abre la puerta a la es73
héctor manjarrez
calinata y la pestilencia los envuelve y de inmediato abre también la puerta
a la especie de balcón o descanso. Dejados en la zona hedionda, Alejandro y
los demás se salen a empujoncitos con Mario y el sargento.
El sargento se le queda mirando a la gente reunida hasta que la obliga
a callarse por sí sola. Los granaderos se ponen en posición de firmes. Los
camarógrafos de la tele y de los noticieros de cine colocan las cámaras en las
posiciones más convenientes, en lo que cabe. Los gráficos hace rato que se
ganaron una franja para sí. La pequeña muchedumbre –que es toda masculina– guarda un silencio expectante, al parecer sin violencia.
–¡Atención! ¡A-ten-ción, todos! Voy a ser breve. Escuchen en silencio
y con cuidado, para que luego no haya malentendidos –e hizo una pausa–…
Los detenidos van a ser sol-ta-dos si, y solamente si, obedecen ustedes las
instrucciones que siguen. Primero vamos a soltar, sí, sol-tar, a los lesionados
y a un menor de edad. A continuación liberaremos, de dos en dos, a los demás detenidos, diecinueve en total. Depende por completo de que ustedes se
apacigüen y dispersen que los vayamos soltando. Si ustedes tardan en calmarse
y en irse, yo me tardo en soltarlos. En estos momentos ya vienen para acá dos
camiones de granaderos que no dudarán en entrar en acción para dispersarlos o detenerlos si ustedes no deponen su actitud agresiva y aprovechan este
signo de paz. No les hablo desde la debilidad, no se confundan; les hablo
desde la razón. ¿Está claro?
Algunos gritan:
–¡Chinga a tu madre, cabrón!
El sargento los ignora, hace una pausa y prosigue:
–Todas y cada una de las personas detenidas por riña o agresión o ebriedad, encabezadas por el llamado Mario, han llegado a este acuerdo conmigo.
Si ustedes no lo respetan, los detenidos se quedarán encerrados y ustedes,
lo repito, serán dispersados o arrestados por los efectivos presentes y los refuerzos que no tardarán en llegar… Por mi parte es todo. Le cedo la palabra
al llamado Mario.
Calándose el vistoso gorro de estambre (penacho del amor de las mujeres), Mario coge con nervios el megáfono y jala a su lado a Alejandro, que
se llena de amor propio. Se escuchan aplausos, silbidos, abucheos, coros de
“¡Mario, Mario, Mario!”
74
atlante-necaxa
El sargento ya no está a la vista de
los inconformes, pero puede oírlos y sentirlos. Alejandro se vuelve a mirarlo con
un cierto desafío, pero no es capaz de
sostener lo acre de su mirada. Sin saber
por qué, el muchacho alza los brazos ante
la congregación. Para su asombro y deleite, ¡lo ovacionan!
Ya le arrancó un besitito a la gloria, ya puede imaginarse lo que de veras
se siente ser Héroe.
Mario toma entonces la palabra:
–No es fácil anunciar esto, muchachos, pero… pero ¡es lo mejor en las
circunstancias! El sargento Hernández
ha propuesto, y yo sí estoy de acuerdo,
que ustedes se calmen para que nosotros sálgamos, que es a fin de cuentas lo
que ustedes exigen, ¿no?... y pus nosotros hemos acordado con él, por esta
vez, por el bien de todos –se hizo bolas o hizo pausa que nadie interrumpió–… Y algo muy importante, amigos, es que nadie, repito: nadie, ha sido
ni va a ser fichado. Ni fotografiado ni que le tomen las huellas. ¿Está bien?
Más de la mitad de los remanentes de la Bestia concede:
–Está bien.
Mario retoma el hilo:
–Yo seré el último en salir, para garantizar que nadie se quede aquí
adentro y que todos sálgamos. ¿Ustedes dan permiso para empezar?
Un gruñido que es un sí sube hasta el balcón, seguido de algunos aplausos.
El sargento le da un empujón a Alejandro y los lesionados (algunos con
vendajes rebosantes de sangre ya oscura) lo siguen. Hay algo de goyesco en
la escena y en los personajes.
Y bajar la escalinata no es de gratis. Los granaderos los patean y aprietan sin que lo capten las cámaras, que tampoco se esmeran por ejercer la
libertad de prensa que todos saben que casi no existe. Cuando Alejandro
75
héctor manjarrez
(el más golpeado pero menos lastimado) llega a la base de la escalinata,
sale como escupido, como eyectado, a una tierra de nadie de escasos cuatro
metros de ancho al cabo de la cual bulle un organismo con cientos de ojos y
bocas y brazos que gruñe y grita y espira y que lo rechaza varias veces, hasta
que se lanza como loco para que lo dejen entrar, para que lo dejen abrirse
paso, para que lo dejen respirar, para que dejen de zarandearlo de un lado a
otro como una bacteria de la que se defienden enloquecidos.
Alejandro está atrapado dentro de un monstruo que tiene sin duda más
de mil cabezas y que sufre espasmos de rabia y de furia y de confusión y de
dolor que lo llevan para allá y para acá. Durante momentos interminables,
cautivo de todos esos seres ansiosos, furiosos, sudorosos, curiosos o beodos, Alejandro –que sólo tiene quince años el pobre– entra en pánico y empieza a tirar patadas y puñetazos y a gritar y casi aullar desesperado que lo dejen pasar,
que lo dejen salir, y cuando la Bestia pequeña pero airada le abre un camino
de salida, se apodera de él –no menos súbitamente– un estado como de alivio total, como de gracia y –¡tiene una sed terrible!– al pasar por una tienda
agarra una botella de refresco de las cajas de afuera y la abre por primera vez
con los dientes y se va sin pagarla y sin que nadie le reclame, y también sin
que él preste ya atención ni a la muchedumbre que ruge ni a Mario.
El primer día que fue a un partido de fut sin adultos fue un día muy
largo. El cuerpo le tiembla. El cuerpo le tiembla de miedo y de la emoción
del placer. Ha estado en las gradas del estadio, en la grama del estadio y en
las entrañas del estadio.
Mientras camina a su casa a buen paso (porque si anduviera más lento
tal vez el corazón le estallaría), la gente de diferentes edades se detiene a
mirarlo y algunos lo señalan con el dedo, aunque nadie le dice nada. O él no
los oye porque está ensordecido desde poco antes de saltar a la cancha.
Va henchido de dicha, sonriente como uno de esos futbolistas o boxeadores que adora la gente, sonriente con la gente que lo mira y se sonríe.
¿Esa gente lo reconoce como uno de los que se saltó a la cancha? ¿O
como el que levantó los brazos en son de triunfo al lado del llamado Mario?
En todo caso, ¡esa gente lo reconoce o por lo menos cree reconocerlo!
Electrizado, con la quijada castañeteándole por momentos, al fin llega
a casa. ¿Qué le espera?
76
atlante-necaxa
¿Qué madre, qué padre, qué hermano? Nunca se sabe con ellos y sus
múltiples personalidades.
Por suerte, desde que abre la puerta sabe que no hay nadie en el apartamento. ¡Puede ser él mismo, quienquiera que sea él mismo!
La costa está despejada y el baño es suyo y se encierra donde nadie
pueda oírlo ni verlo ni tocarlo ni sacarlo.
Se lava las manos y los dientes y la cara, automáticamente. Trata de
mear, inútilmente.
Fatuo, se mira de frente y ambos perfiles y ambos tres cuartos en el
espejo medio azogado. Está seguro de que su mirada es más dura y más viril
que nunca. ¿Cuándo le saldrá como se debe el bigote?
En todo caso, ve que sí, es un muchacho guapito. De eso no cabe duda.
¿Y eso?
¿Esa plasta casi dura que trae atrás de la coronilla? ¿Es un pinche tumor del que se va a morir?
¿Es una costrotota de sangre y pelos de algún golpe que se dio o le
dieron?
No. Es sólo una bola de mierda humana –como una bola de helado de
chocolate– de la que nadie le dijo ni media palabra. Y ni modo que llore,
porque los hombres no lloran.
77
Cinco poemas
M ario A rteca
fin de las noticias del día
Cuando el monstruo aquel pasó a recogerte,
lo hizo producto de su propia elocuencia
–una mera normativa–, o tal vez emergiendo
sin escrúpulos desde su reglamento interno.
“Ahora sólo depende de mí”, pudiste decir,
y entre que descendiste por las escaleras
y tu salida definitiva, había una persona
asomada al borde de una terraza en busca
del “ver para creer”. Podría estar inclinado
ante la evidencia de cómo el día termina
para algunos y se extiende (lo mismo un arco
de sal sobre ampollas abiertas), para otros;
y para quienes una panorámica es tan inusual
como asistir a la disolución de una pastilla
en un vaso de agua. “Cada cual se abrazó,
antes de irse, con sus propios errores
encima”. Algo semejante describió Auden,
recuerdo, sin referirse a nada en particular.
78
prohibido el paso
Cuando no existe el peligro de
morirse de hambre ¿qué es vivir?
Cornelius Castoriadis
El viento cambia de mano y en el centro
del mar un ovillo de ráfagas organiza
la amenaza. Todos sabemos de qué cosa
se trata, aunque la única persona en la playa
que lo niegue ahora se encuentre con los pies
desnudos, tratando de traducir en braille
el alfabeto que talla el aire firme en la arena.
El cono de viento finalmente resultó
la cola de un tornado, deshilachada antes
de impactar de lleno en la ciudad,
donde la publicidad aérea y la impaciencia
mostraban su única cara visible. Lo que
suponía pleamar precisamente no lo era.
El sol filtró entre las nubes, otra vez,
y la playa se hizo amplia, tal como siempre
la recuerdo. Entonces, flamantes bañistas
que nada saben de un trastorno agudo,
volvieron a reunirse. Mis pies ya estaban
secos, listos para emprender el camino
desconocido, pero quedé congelado
en medio de la arena, donde los tamariscos
y el sonido sin imitación de las familias
se adhieren al instante como los pescadores
a la orilla y a sus redes extendidas. Lo mismo
79
un silencio llegando hasta mí sin que yo
lo forzara. Es un proceso que no comprendo
del todo, y del que no me gusta hablar
demasiado. Supongo ser un fantasma genuino,
irreductible, difícil de superar. Habrá modos
de comprobar que en la vida todo hay
que pagarlo, pero hasta cuánto podemos
pagar y cuánto sacrificar por lo que
queremos tener, si el precio de la entrada
es estar en el mismo sitio sin movernos
un centímetro, como solíamos hacerlo.
guau
El ladrido es un soporte, depende del animal
que lo emite y su capacidad torácica, y esa manera
de aproximarse al grito humano hasta rozar
la coincidencia. Hoy quedé varios minutos
con la mente en blanco, prendido de la fotografía
donde una muchacha, con su piernas cruzadas
al estilo budista, pero con otro estilo, no podía
dejar de mirarme. El cabello lacio cayéndole
sobre la frente anticipaba distintos movimientos.
La camisa abierta donde sobresalían sus senos
con conocimiento de causa, y una mueca de aviso
preventivo lograba que por primera vez en mucho
tiempo emitiera un sonido semejante a un ladrido.
80
Porque cuando decidí revivir tuve la necesidad
de moverme en aguas profundas, como nunca
pensé hacerlo. Ya irrumpí demasiado en tu vida,
violando cada una de mis promesas, no por maldad,
sino por ausencia de eficacia en la enunciación.
El primer plano de un ladrido no es sólo una superficie
sino el fotograma de un film de Antonioni antes
que todo estalle y se pierda en un mordisco el vuelo
de una mosca en el excremento de mi perro.
Y hay tanto para hablar, si pudiéramos comunicarnos
por señas. Abrí las patas ante la silla inmaculada
que no recuerda cuándo fue la última vez
que me incorporó. La botamanga de la silla
cubierta de un orín perfumado, viscoso
y largo como el lomo de mi perro. Hay gente
que piensa y respira como vive, como trabaja,
sobre todo en momentos donde el atropello
parece dejarnos huérfanos de sentido.
Es difícil imaginar qué sucede conmigo cada vez
que abro el paraguas. Creo salvarme con él de la lluvia,
pero sólo se trata de un auxilio tóxico y deslucido.
Las personas se vuelven fantasmas cuando ocultan
su rostro, y mi paraguas es negro, chino, e inmune
a los encantos del viento. Es como tener un perro
y no echarse sobre él como si él lo hiciera de no tener
un amo oculto en la tela de avión de un paraguas
y en la búsqueda de controlar el mecanismo automático
que lo abre. Esto no tiene sentido aún, porque hay
81
un sol que parte la ciudad como un diagonal de luz,
y donde siquiera las chinches de agua se animan
a exhibir sus ganchos dentados. Dejé de ser
esa persona que soy, en contra de mi voluntad.
No se puede escribir poesía bajo el nivel del mar,
y aquí, más allá de la ceguera del tiempo
entre nosotros, las aguas envían su alfabeto
para que lo corrijamos todo. Una vez robaste
tu propio bebé, después de ponerle nombre
y número al hallarlo. Es una conquista con todas
las de la ley, pero no siempre la norma está a favor
de los cuerpos, y en cierto modo quería que hubiese
una acción, aunque no la había. “Sos como un niño”,
dijo. “Sí, en eso me convertí. Pero es demasiado
tarde para arrepentirse”. Después resultaba que
a un perro se le rompía el hocico, o se le oscurecía
la piel, o que el esmalte de su lomo se empezaba
a descascarar. Y eso también era tiempo que pasaba.
una consigna
¡Tengo una consigna!
Dr. Oscar Ramos
Imaginate, como en un poema de Millán,*
a los muertos volviendo a la vida,
*
82
Texto 53 de La ciudad, del poeta chileno Gonzalo Millán (1947-2006).
a los desaparecidos sacándose de encima
las lombrices y bien lejos de sus fosas,
dirigiéndose con las muñecas desatadas
desde el fondo del mar hacia el vientre
de un bimotor, que se aleja con ellos,
despertándose, retirada ya la aguja, y los pedazos
de la ampolla que contiene el pentotal,
unificados. El saldo dejado por el vacío regresa
para llenarse, por un descuido del instante.
Y que tu bar preferido aún te espere, y la mesa
asignada se encuentre en el mismo sitio. Tres
copas recién servidas, la misma cantidad de sillas,
discutiendo en la antesala de las presencias.
“La cuestión es encontrar una finalidad
a la producción de las actividades humanas”.
Incluso en ese punto, podría proponerse
una unidad de valor, sin saber cuál es,
de todos modos. Podés imaginarte lo que quieras,
y sin embargo la luz que ilumina un rostro
hace más extraños los pliegues de nuestro
conocimiento. Recordá que la primera actividad
del hombre es desconocer el tiempo; la segunda,
ignorarlo; y la tercera, ya se sabe, volverse uno
mismo tiempo para otros. Antes de borrarse
los gestos, elijo la última opción. Sólo tu nombre
me suena familiar. No dice nada más que lo que
las aves, cuando orbitan alrededor de la lluvia
inminente, deletrean, y así parecen tartamudas.
83
Hay un debate que no se deja esperar, y las sillas
se retiran de golpe ante la mínima diferencia.
la nueva vida en la calle 59
Un hombre abre las puertas de su nuevo hogar.
Ingresa la luz sin intermediarios, un volumen
de haces que suponen pulir la resaca
de antiguos habitantes. “Perfecto”, era la palabra,
pero los hombres suelen conectar las sensaciones
al poder de las cosas antes que éstas
se vuelvan objetos, incluso objetos a punto
de ser reemplazados. Las ventanas también
fueron abiertas, las alas de un cisne cuando
agita la atención de su pareja, aunque
no hubieran sido manipuladas por un tiempo.
La casa incluye un atril sin ofrecerse sobre cuáles
serán las posibilidades del flamante huésped.
Cuando el hombre llega a lo que será su dormitorio,
no resiste la tentación de abrir el ropero.
Encuentra su ropa ya ordenada: camisas,
remeras, pantalones, y zapatos haciendo juego
con el fondo de una pared mortificada
por la humedad ambiente. Pudo verse allí,
en las estaciones del año reunidas en cada prenda:
remeras, en verano; camisas, en otoño; suéters,
en invierno, y en primavera, cada color
84
en cada una de ellas. Supo fijar su cuerpo
que calzaba en los contornos ausentes medidos
por las perchas. Además, sonrió, y esa fue
la forma en que un espejo resolvió una imagen
y un instante de auxilio. Cuando tomó una prenda,
cayeron las demás al mismo tiempo; cuando
se inclinó a recogerlas, el comienzo dejó
de ser infinito, un modo de empezar sin programa
previo, algo que podía suceder si la curiosidad
no hubiese intervenido y se volviera sólo
naturaleza, aunque sea imaginaria. Porque
lo suyo no respondía a protocolo alguno,
y porque a menudo lo que limita cualquier
figura es la fuerza de un espacio, sin ocuparlo.
85
Mario Montalbetti: nombrar estanca
P ablo P iceno
a Alejandro Macías, quien puso el dedo
en la llaga (entiéndase: en el lenguaje)
Fue Inti García Santamaría quien me habló de Mario Montalbetti. Aunque viví dos
años en Perú, mi acceso a los poetas peruanos (Vallejo incluido) fue más bien tardío,
un acto de fe derivado de la compañía indispensable de Conversación en La Catedral en un bote que atravesaba, inundándose, la Amazonía peruana. Con el tiempo
–y la lectura de Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, José Watanabe, Mirko Lauer
y Blanca Varela, hasta desembocar en Montalbetti– fui descubriendo que la poesía
peruana, más que cualquier otra, es precisamente eso: un bote que atraviesa, inun­
dándose, la casa inhóspita.
Mario Montalbetti (Lima, 1953) representa uno de los poetas mayores de Perú y,
junto a éstos, una cumbre de la entera poesía continental. El año antepasado, tras la
publicación de su poesía reunida en Lejos de mí decirles (Aldvs, 2013), el fce publicó
su libro de ensayos: Cualquier hombre es una isla. Ensayos y pretextos, en el que el
también lingüista aborda cuestiones tan variopintas como un cuadro de Francisco
Laso o el cabezazo de Zidane a Materazzi durante la final en el Olympiastadion de
Berlín.
Le envié un correo solicitándole una entrevista y, desde entonces, la correspon­
dencia no ha cedido. Heidegger afirma en De camino al habla que desenmarañar el
Poema único no representa la visión del mundo del poeta ni hace el inventario de su
taller, y que, a lo sumo, puede cuestionar más y hacer, en el mejor de los casos, más
pensativa la audición del poema. Esta charla apela, con enorme dilección, a ese caso
–el mejor de todos.
86
mario montalbetti: nombrar estanca
–Gorgias, como es sabido, decía que
“lo que es no es pensado ni apre­
hendido; y, si es aprehendido, no se
puede comunicar”. Y Lao Tsé, como
refieres tú, decía: “el que habla no
sabe, / el que sabe no habla. Si Lao
Tzu lo dijo, / habló”. Siendo tal el
estado de las cosas, ¿por qué Mon­
talbetti escribe poemas? ¿Por qué
escribe?
–Ciertamente no para comu­
nicar. La poeta Olvido García ha
escrito algo muy hermoso y muy
inteligente: “la poesía es uno de mario montalbetti (foto de javier narváez)
los pocos lugares en que la lengua
no miente”. Yo haría una precisión y cambiaría “poesía” por “poema”: el poema es uno de los pocos lugares en que la lengua no miente. Ojo: no es el
poema el que no miente sino la lengua. Con los poemas mentimos muchísimo. Ojo 2: la meta mínima es que la lengua “no mienta”, que es mucho más
precioso que “decir la verdad”, entre otras cosas porque la lengua no dice
nada. O, más bien, porque entre lengua y mundo existe un desfase como el
de las películas mal dobladas: se mueven los labios y sólo unos instantes
después escuchamos algo. Entonces yo podría responder de la siguiente manera: escribo para que la lengua no mienta. Esto no es fácil y tiene consecuencias. ¿Qué significa que la lengua no mienta? Tal vez esto: en el poema
el poeta no hace uso de la lengua para poder expresar algo, ni para poder
nombrar o referir o contar una historia o ironizar, etc. Nada de eso. El poema
no es un uso que se le da a la lengua. Se trata de la lengua misma, autónoma
de lo que los usuarios quieran hacer con ella. Podría decir: es irrelevante
quién escriba, en qué contexto, bajo qué condiciones psicológicas, con qué
intenciones, etc. En el poema el valor de uso de la lengua se reduce a cero.
Y entonces, sin utilidad manifiesta, la posibilidad de “no mentir” puede al
menos plantearse.
–¿Aceptarías la distinción entre equívoco y mentira? De ser así, la len­
87
pablo piceno
gua sólo puede no mentir porque conoce la verdad. Pero si conoce la verdad y
no la dice, tiene una intención de ocultar: está mintiendo. Si no, simplemente
está en un error. ¿O puede no mentir quien no conoce la verdad? ¿Qué se fra­
gua en el intermedio entre la verdad y la mentira?
–Con la lengua se pueden hacer varias cosas, se puede mentir, decir la
verdad, falsear, contar chistes, hacer sentido, no hacer sentido, etc., pero eso
lo único que quiere decir es que la lengua es anterior a sus usos. Los seres humanos privilegian ciertos usos a otros. La comunicación, por ejemplo, es una
especie de becerro de oro al que adoramos irracionalmente. El sinsentido,
por otro lado, es despreciado desde Aristóteles. Pero el poema es distinto. El
poema no es un uso de la lengua sino que es la lengua sin valor de uso. Ése
es su valor, su importancia y su singularidad.
–¿Puedes ahondar en la comparación que hacías del desfase entre lenguaje
y mundo, por un lado, y película y doblaje, por el otro?
–Veo el mundo y veo a seres humanos decir cosas y veo también que no
coinciden. Esta no coincidencia tiene un doble aspecto que es cinematográfico. A veces se trata propiamente del efecto de un mal doblaje: lo que uno
dice y los sonidos que usamos para decirlo no concuerdan. O decimos más
de lo que deseamos, o menos, o algo enteramente distinto. El segundo efecto
es el de la des-sincronización entre la banda sonora y el material visual. Eso
lo siento profundamente con gran regularidad: veo un hermoso ficus levantarse en la calle en la que vivo y al mismo tiempo el ruido de una camioneta
4x4 abriéndose paso a punta de bocinazos. Ésa es una versión del desfase
palabra-imagen. Esos desfases son constantes y son significativos porque si
no ocurrieran no existiría la idea de valor por ningún lado.
–Antes de plantearte esa posibilidad de “no mentir” a conciencia, antes
quizás de entender lo que ello implica, seguramente ya habías escrito poemas.
¿Cuándo empezaste y en qué circunstancias? ¿Lo recuerdas?
–Comienzo a escribir, como muchos, cuando descubro que es posible
crear suplementos técnicos al mundo que comentan, adornan, cuestionan,
nuestra relación con él, es decir, nuestros desencantos amorosos, políticos,
estéticos… Comienzo a escribir poemas como forma de compensación, como
contrapeso a mi relación con el entorno. Luego, al menos en mi caso, el mundo de alguna forma se perdió, se volvió insoluble y me concentré en aquello
88
mario montalbetti: nombrar estanca
que lo había inventado: el lenguaje. Mis poemas actuales son comentarios
indirectos al mundo a través de comentarios al lenguaje que lo creó.
–En su testimonial Crónica del Niño Jesús de Chilca, Antonio Cisneros,
tras repetir, al final del mismo, el verso con que abre su primer poema, “Lo
que quiero recordar es una calle”, dice, como estableciendo una poética, “No
sé ni para qué”. Si bien los testimonios recabados que se despliegan en una
poderosa polifonía, y particularmente el célebre “Entonces en las aguas de
Conchán”, son un canto a la rebelión de los pueblos, una plegaria casi progra­
mática, “Sea su carne destinada a 10 000 bocas”, Cisneros parece confesar que
el poeta es aquel cuya intuición le impele a dar voz a los que carecen de ella
–a los malheureux, diría Simone Weil; los subalternos, Spivak–, sin embargo,
el vértigo que experimenta no desemboca en nada, no sabe por qué dice lo que
dice. ¿Piensas que los tiros van por ahí?
–Es muy difícil hablar por otros en un poema. Svetlana Alexiévich lo
ha hecho brillantemente pero en novela. No veo cómo se pueda hacer en un
poema sin sonar artificial e impostado. Creo que en el poema hay dos posibilidades. La primera es instalar al “yo” en el centro del lenguaje (el famoso
“yo” de la modernidad) y hablar desde ahí. Eso fue lo que hizo Cisneros.
Cisneros nunca habló por otros. Creo que le era imposible. Siempre habló
por sí mismo o por lo que él creía que era sí mismo. En el centro del lenguaje
estaba él. Nunca dudó al respecto. Fue, tal vez sin saberlo, un gran anti-derrideano. Su polifonía es engañosa y se debe a una forma de escritura muy
eficiente que Cisneros desarrolla desde Destierro hasta Galápagos, pero que
nunca pone en riesgo quién habla ni desde qué lugar.
La otra posibilidad para el poema es colocar un gran hueco en el centro
del lenguaje y sacar el yo de ahí y escribir alrededor del hueco. Esto comienza
estrictamente con el estructuralismo y va hasta los conocidos raptos histéricos posmodernos que fuerzan a re-instalar el yo en el centro a punta de
exhibicionismo. En vano, claro.
En ambos casos (yo al centro o hueco al centro), en efecto, el poeta no
sabe lo que dice (ni Cisneros ni Eliot, ni Mallarmé) –y esto porque para el
poeta decir y hacer es lo mismo–. Un zapatero tampoco sabe lo que dice pero
sabe lo que hace. Eso distingue al poeta de otros oficios.
–¿Del de lingüista también?
89
pablo piceno
–Hay lingüistas y lingüistas. Saussure pensaba que el principal problema de la lingüística es hacerle ver a los lingüistas qué es lo que realmente
hacen. Creo que los quería rescatar de la idea de la lingüística como un mero
oficio, científico, riguroso y transmisible, pero un oficio al fin y al cabo. Creo
que Saussure pensaba que la lingüística como mero oficio es una disciplina
más bien triste, y estoy de acuerdo. Uno no puede ser un lingüista y no sentir
la lengua como un verdadero otro, finalmente indomesticable.
–¿De qué modo las clases con Noam Chomsky en el mit influyeron tu
escritura, si es que lo hicieron de algún modo?
–En Chomsky hay que distinguir lo siguiente: el contenido de sus tesis
lingüísticas y su forma de pensar. Chomsky enseña ambas simultáneamente:
sus tesis de manera explícita y su forma de pensar de manera tácita. Cuando
alguien puede enseñarte a pensar tienes mucha suerte. Sin duda, uno no llega
necesariamente a los niveles de pensamiento a los que llega Chomsky pero
uno puede participar de la forma en la que piensa. Eso puede ser platónico
pero es muy valioso. Y es importante también darse cuenta que por más que
hablemos de formas hay un componente ético en esas formas que no debemos pasar por alto.
–Cuando escribes sobre Brodsky, o sobre el poema IX de Trilce, me recuer­
das a los grandes maestros de la exégesis bíblica: Joseph A. Fitzmyer, Joachim
Jeremias. Más allá de que la mayoría de sus estudios son de carácter alegórico
y no simbólico, ¿encuentras similitudes entre la exégesis bíblica y la poesía?
–Poetas y teólogos se toman el lenguaje en serio. Tal vez sean los únicos
en hacerlo. Tomarse el lenguaje en serio es tomarse en serio un triple desfase: el desfase entre tipo y ocurrencia, el desfase entre lenguaje y mundo y el
desfase del lenguaje consigo mismo (su reflexividad, lo que algunos llaman
su carácter metalingüístico). He dicho que para los poetas decir y hacer es
lo mismo. Para los teólogos también porque los teólogos parten de la premisa básica de que Dios habló. Un Dios mudo no produce teología. Entonces
debemos añadir a Dios en la lista de los que se toman en serio el lenguaje
porque también para él decir y hacer es lo mismo. Tanto se tomó Dios en serio el lenguaje que cuando le preguntaron su nombre no se le ocurrió mejor
cosa que pronunciar una frase agramatical: Soy el que soy (Éxodo 3, 14). ¡Que
más parece un verso de Trilce!
90
mario montalbetti: nombrar estanca
Dicho lo anterior, es indispensable agregar que el Dios que le interesa
a la poesía no es el Dios personal de la religión, el Dios con el que los seres
humanos negocian su salvación, su salud, sus inversiones. Ese Dios es irrelevante para la poesía. Como afirmó Badiou, el Dios de la poesía es el Dios
ausente, el que se ha ido; y la tarea de la poesía es clausurar (¿forcluir?) toda
nostalgia respecto de esa ausencia.
–Una clausura de la nostalgia que sería, en el fondo, una apertura.
–No, o al menos no debería serlo, y por eso dudé si emplear el verbo
“forcluir” que usan los lacanianos, es decir, ni siquiera es una clausura de la
nostalgia porque no debería haber ninguna nostalgia que clausurar. Ese significante (“nostalgia”) simplemente no hay –ni ninguno de sus sucedáneos
(Dios absconditus, Dios ausente, etc.)–. Si hay apertura no será como resultado de
una post-nostalgia o una post-ausencia ni parecerá una apertura. Cuando digo
lo anterior hablo, por supuesto, de una manera en la que no se puede hablar
pero trato de explicarme: si uno dice que no hay nostalgia uno ya (se) perdió.
Le dejo entonces al poema mismo esta forclusión (o, quién sabe, apertura).
–Al final de tu ensayo sobre la fotografía de La Rosa, sostienes que quie­
nes creen que el cine y la fotografía son parientes de algún tipo deberían pensar­
lo de nuevo. En México –aunque, más bien, en Hollywood– tenemos el ejemplo
del Chivo Lubezki, a quien, según piensa mucha gente, el Negro Iñárritu y el
mismo Cuarón, le deben todos sus honores. ¿Tal fascinación por Lubezki, que
relega el talento de sus directores a un segundísimo plano, tiene que ver con
esas virtudes de la fotografía, intermedio entre ventana y espejo a las que el
cine por sí solo no puede aspirar?
–Debo confesar que las artes visuales no me interesan gran cosa estos
días. Su sumisión al capital me parece vergonzosa aunque perfectamente entendible. Tampoco es que me desagraden los productos visuales. Algunos me
parecen entretenidos, curiosos, ingeniosos… pero me resulta difícil tomármelos en serio –en el sentido de seriedad que he mencionado anteriormente;
por ejemplo, las artes visuales son incapaces de plantearse la cuestión de
Dios a la que me he referido–. Uno podría decir ¡qué importa!, y tendrían razón, pero esa imposibilidad me parece un síntoma llamativo. De paso, creo
que buena parte de la novela contemporánea tiene el mismo problema: se ha
vuelto un arte visual. Cuando ciertos productos visuales me intrigan es porque
91
pablo piceno
detecto escritura en ellos, por ejemplo las
últimas películas de Godard (Adiós al len­
guaje, Film socialism) o algunos cuadros de
Twombly.
–En una entrevista con un canal de te­
levisión arequipeño, El búho-TV, sostienes
que la tradición poética y fotográfica es la
más sólida en términos culturales en el Perú.
¿Significa eso algo para el país, algo distin­
to, por ejemplo, si su tradición hubiera sido,
como quisiera la prensa hacer de los huérfa­
nos Gastón Acurio y Gianmarco, gastronómi­
ca o musical, productos culturales fácilmente
capitalizables, a diferencia de la poesía?
–Sí, algo ha ocurrido cuando pasas de Vallejo/Chambi a Acurio/Gianmarco. Pero es un síntoma interesante que merece examinarse. En el Perú
hay dos cosas que no pueden discutirse, aunque por razones opuestas: la comida y Sendero. Si uno somete a crítica, o si uno pone en duda, la incuestionable bondad de la comida peruana o la incuestionable maldad de Sendero,
uno es declarado poco menos que traidor a la patria. Lo cual es revelador de
la idea de “patria” que circula entre nosotros. Yo sospecho, en cambio, que si
examinamos ambos fundamentalismos abriríamos una discusión muy fértil
que podríamos entablar. En cambio, la solución dialéctica doméstica ha sido
otra: abrazar con entusiasmo ciego el liberalismo económico más brutal y
grotesco imaginable. Creo que hemos llegado a la conclusión de que es mejor
no pensar. Confío, sin embargo, en que así como llegó el día en que se dijo
“ya no se lee Vallejo”, llegará el día en que se diga “ya no se come Acurio”.
–¿En qué sentido “llorar a destiempo es el único homenaje del lenguaje
a este mundo”, como reza un verso tuyo en “Vietnam”?
–Es una exageración de mi parte sugerir que el mundo necesite homenajes. Es cierto, los árboles y los aviones son objetos muy hermosos pero ya
están. En todo caso, la palabra clave del verso es “destiempo” y no “llorar”.
Podemos cambiar “llorar” por cualquier otro verbo y la frase funciona igual.
Cantar a destiempo, sonreír a destiempo… El punto a retener es que somos
92
mario montalbetti: nombrar estanca
seres intempestivos: llegamos tarde al mundo, al lenguaje, a la vida, al deseo, llegamos tarde al otro. Esa intempestividad es fundamental y nos define.
–En su ensayo “El fin de las lenguas”, Raúl Zurita ha escrito que el de­
rrumbe del mundo al que asistimos ha sido, ante todo, el derrumbe de las
palabras, pues éstas, antes de poder nombrar el mundo, han debido expresar la
tragedia. ¿Qué pasa con los poetas que, habitando una tierra devastada como
la mexicana por la violencia del narco, los desaparecidos, el Estado coludido,
no expresan la tragedia sino que se abocan a la empresa de nombrar aquello
que no la evoque, que no la tome en cuenta? ¿Será que, al no enunciar la
tragedia, la evidencian también? La misión de sepultar a los muertos como
Ercilla, ¿siquiera se puede postergar?
–Nombrar estanca, da una falsa sensación de seguridad. Decimos “piedra” y creemos que hemos fijado algo en el mundo. Decimos “tragedia” y
creemos que hemos resuelto una injusticia. No es así. Las palabras en verdad no importan; al menos no importan tanto como el lenguaje del que son
parte y al que todo le deben. Las palabras siempre han querido independizarse del lenguaje. Decimos “te doy mi palabra” y sería mucho mejor decir
“te doy mi lenguaje”; los católicos le dicen a Dios que “una palabra tuya
bastará para salvarme”, pero yo entendería mucho mejor lo que piden si
dijeran “un lenguaje tuyo bastará para salvarme”; nos dan “libertad bajo
palabra”, pero significa bastante menos que “libertad bajo lenguaje”, etc. El
triunfo del Internet es en buena parte ése, el de las palabras individuales.
Pero así liberadas las palabras son inofensivas. No hay violencia en las palabras. Hay violencia en el lenguaje. La violencia real del narco no es nada
comparada con la violencia posible del lenguaje. Pero estoy de acuerdo con
el sentido de lo que dice Zurita: expresar es mejor que nombrar.
–Con todo, el vocablo “palabra” en “una palabra tuya bastará para sanar­
me”, “libertad bajo palabra” y “te doy mi palabra” significa tres cosas distintas…
–No estoy seguro de que signifique tres cosas distintas. En los tres casos,
de lo que se trata es de la palabra como promesa. Por ejemplo, “te doy mi palabra” equivale a “te prometo” –y así con los otros casos–. Hay un problema de énfasis que quiero resaltar. Las palabras prometen, el lenguaje no promete nada. Si
decimos, “te doy mi lenguaje”, lo que damos no es una promesa sino una red de
relaciones que buscan dilucidarse a sí mismas. Eso me parece más honesto.
93
pablo piceno
–¿En qué sentido la violencia real del narco no es nada comparada con
la violencia posible del lenguaje?
–La violencia del narco, con todo lo terrible e indeseable que es, es
perfectamente entendible porque es esencialmente humana y responde a la
lógica de la acumulación capitalista. Eso es lo que los seres humanos hacen
cuando son títeres del fetichismo de la mercancía. Es más bien triste y torpe.
En cambio, la violencia del lenguaje es ininteligible porque es esencialmente inhumana. La singularidad de esos objetos que llamamos poemas es que
son pequeños observatorios para contemplar esa violencia que no entendemos.
–Blanca Varela es, por mucho, la poeta que más citas, y casi siempre elo­
giosamente, en Cualquier hombre es una isla. ¿Qué te llama particularmente
la atención de su quehacer poético?
–Vallejo (el de Trilce) y Varela (la de Concierto animal y El falso tecla­
do) constituyen, a mi juicio, el núcleo duro de la poesía peruana del siglo xx.
Pero se trata de un núcleo peculiar: ahí donde Vallejo explora como buen
electrón lleno de negatividad las órbitas más violentas y periféricas del núcleo, Varela como buen protón lleno de positividad, es decir, de literalidad,
explora el centro mismo. Ahí están los dos extremos puros del poema, experimentación y literalidad. La mayoría de nosotros escribe en el pasaje entre
uno y otro polo, pero ver los extremos en su pureza retórica es un espectáculo
extraordinario. El caso de Vallejo es conocido, pero el de Varela lo es bastante menos, tal vez porque el “truco” de Varela es más difícil de aislar y
apreciar, aunque es absolutamente notable.
–Ya que estamos en eso, ¿quién de los poetas contemporáneos te llama
particularmente la atención?
–Podría dar una lista pero no significaría gran cosa. La relación con los
contemporáneos es de una índole muy distinta a la que tenemos con la tradición. La forma en la que Esquilo “me llama la atención” es muy distinta a la
forma en la que Roger Santiváñez, por ejemplo, me llama la atención –y no
estoy hablando de sus respectivos logros–. A los contemporáneos, de alguna
manera, los entiendo y reconozco la dirección en la que apuntan porque, de
alguna forma, compartimos un mismo entorno. Con los contemporáneos uno
escribe (casi) un mismo poema. A la tradición uno se enfrenta –para poder
94
mario montalbetti: nombrar estanca
ser parte de ella, así sea como apóstata–. Pero he aquí algunos nombres contemporáneos, además del de Santiváñez: Willy Gómez, Julio Pazos, Gerardo
Jorge, Alberto Blanco.
–¿Escribiste “Un explorador polar” antes o después de escribir “El lu­
gar que no se puede sobrepasar”, sobre “Un explorador polar”, de Brodsky?
¿Cuándo sentiste más tupida la gangrena?
–El poema es anterior y el ensayo es una forma de expresar mi desagrado por el poema que escribí. Es como si yo me dijera: aquí está todo lo que
no viste. Si lo hubiera visto el poema debió tener la extensión del ensayo.
–¿De gangrena, nada?
–Nada. La gangrena es el significado. La gangrena-significado detiene
el sentido entendido como dirección, como cuando alguien habla del sentido
del tránsito o del sentido de una calle. El sentido del tránsito es una dirección en la que van los vehículos aunque cada uno de ellos vaya a un lugar
distinto. Así entendido, sentido es de lo poco que uno puede construir en un
poema y de lo más valioso: hacer que el lenguaje se mueva en cierta dirección. Cuando viene la gangrena uno debe amputar si uno no quiere ceder a
la stasis letal del significado.
–Billy Collins, junto con muchos otros poetas, sostiene que los buenos
poemas dependen de un cierto momentum retórico que, junto a una lograda
primera línea, los empuja hacia adelante. “La primera línea es el adn del poe­
ma”, dice él, “el resto del poema se construye con base en esa primera línea”.
Cuando uno lee tu poesía, en cambio, aún en los poemas más largos (“Piedra
sin junto a ella otra”, “Lejos de mí decirles compañeros”, incluso), pareciera
que los versos, lejos de integrar un cuerpo, se hallan en pugna, inconexos, y
que tal cosa fuera intencional.
–Sí, pero no sabes lo fundamental que es (para mí) el primer verso.
El primer verso, la primera línea es la que te dice si hay algo detrás. Celan
decía que en un poema la sombra es anterior al cuerpo que la produce. El
primer verso es esa sombra. Cuando lees, por ejemplo, el comienzo de “Connoisseur of chaos”, de Stevens (técnicamente el comienzo de la sección II),
ese verso que dice “If all the green of spring was blue, and it is” (Si todo el
verde de la primavera fuera azul, y lo es) es absolutamente decisivo. Ése es
el verso del sentido (= dirección), el que dice por dónde va a ir el lenguaje
95
pablo piceno
del poema. Luego se arma el cuerpo, inconexo o no, que sigue a esa sombra
inaugural. Y luego cada uno llega a dónde se merece.
–En tu ensayo “El lugar del arte y el lugar de la memoria”, sostienes
que el periodismo –junto al museo–, institución post-Auschwitz encargada de
“no olvidar que algo ocurrió”, acabó perpetrando un crimen perfecto: sin ape­
nas hacerlo notar, borroneó la idea de que algo ocurrió, tornó irrelevantes los
eventos haciéndolos noticia, desplazándolos, desapareciendo su huella, elimi­
nando su memoria. Con todo, la antropóloga Rossana Reguillo ha propuesto,
contra el Estado glosófago, y, por otro lado, la devastadora violencia que
el narcotráfico ha desplegado a lo largo del territorio mexicano y, particu­
larmente, contra su mayor conquista conseguida en el ámbito del lenguaje
(Reguillo sostiene que en vastos territorios de México lo que se habla es narcoñol), hacer uso de la crónica periodística como negación de la precariedad
de la vida. Ésta, en su renuncia a la clausura de sentido, permitiendo una in­
terpretación indómita, polisémica y multidireccional, lograría “hacer visible,
enfatizar el crimen ontológico, aquel que borra la singularidad en pos de su
ganancia cifrada”. ¿Tal cosa, a tu juicio, es posible?
–Ciertas consecuencias de la llamada “crítica del valor” (Kurz, Jappe)
me parecen ahora indispensables. Por ejemplo, que toda esa polisemia, todo
ese multi-pluri-inter-trans-post cualquier cosa, no es una crítica del mundo
sino su reflejo como adorno. Y no lo es porque ya no hay distancia. Al menos
ésa es mi lectura. El problema con el atractivo superficial de la multiplicidad
polisémica de mundos (hablamos de mi música, mi lenguaje, mi versión,
mi historia, etc.) es que lo que se tira por la borda es un mundo objetivo, o
al menos intersubjetivo, que se pueda examinar, discutir y eventualmente
transformar. Si cada uno tiene y vive en sus mundos, no queda nada por hacer. Pero aun toda esta polisemia y todo este “mi-mundismo” es falso porque
también gira entorno de un solo centro inobjetable: el dinero. Es solamente
cuando cada uno de “mis-mundos” se vuelve mercancía que entra en el circuito comunicable. Es más bien patético todo esto.
–Giorgio Agamben, citando a Rilke y su Séptima elegía, refiere en Infancia e historia que la carencia de experiencias sin precedentes ha llevado a la
poesía moderna a hacer de lo inexperimentable, o mejor, al rechazo y negación
de la experiencia, su condición normal. Eduardo Milán sostiene, por otro
96
mario montalbetti: nombrar estanca
lado, que la poesía contemporánea, al considerar la mínima anécdota, la ex­
periencia más banal, digna de registro lingüístico, adolece de la negación de
cualquier tipo de trascendencia, de la condensación de un cariz profético que
asuma en sí el quiebre del ser y de los grandes discursos. Aunque los autores
no se contradicen, el camino recorrido por la poesía desde Baudelaire –desde
Proust en algún sentido también– parece irreversible…
–Una vez más, Milán tiene razón. Cuando nos damos cuenta de que el
amor que hay se parece tanto al amor que no hay, algo ocurre. Cuando nos
damos cuenta de que la experiencia más banal se parece tanto a la trascendental, algo ocurre. Pero lo que ocurre no es que da lo mismo el amor que el
desamor o la banalidad que la trascendencia, sino que el lugar desde el cual
hay que escribir es desde la línea que divide algo y su negatividad. Hay un
ejemplo muy trillado pero útil. Un haiku es al mismo tiempo de una banalidad sobrecogedora y de una repercusión inmensurable. Es sólo cuando ves
ambos aspectos simultáneamente que surge ese pequeño poema como tal.
Esa visión del poema es posible solamente si se hace desde la línea que trata
de distinguir ambos extremos.
–A diferencia de Felipe Guamán Poma y su Primer nueva corónica y buen
gobierno, extraviada durante casi tres siglos y casi caída en el olvido, los Comentarios reales y la Historia general del Perú del Inca Garcilaso de la Vega
se incorporaron pronto al dominio público y, a decir de Carmen Bernard, el
Inca sorteó el paso del tiempo con mucho éxito: primero fue ilustrado; luego
socialista; luego comunista; luego prócer de la reivindicación amerindia. En
abril se cumplen 500 años de su muerte. ¿Qué te interesa más, si algo te inte­
resa, de la cuantiosa obra del Inca Garcilaso de la Vega?
–Me interesan sus observaciones accidentales. Por ejemplo, me interesa
su aparentemente inocuo relato de los diez melones (Comentarios, Libro ix,
Cap. xxix) que he analizado en un texto mío de Cualquier hombre es una isla.
Me interesa Garcilaso cuando no se da cuenta de lo que está haciendo. En contra
de lo que suele creerse, hay algo decididamente poco trágico en él y esto se debe
a que hablaba dos lenguas. Creo que todo sentido de tragedia está sellado por
una clausura monolingüe. Edipo es trágico pero Casandra no. Sin embargo, entre
las dos lenguas siempre se cuela algo que ninguna de las dos puede expresar.
Esos son los accidentes de Garcilaso que me interesan. Como los de Arguedas.
97
Tres poemas
J uan J orge A yala
en la mesa con robert graves
Sus trabajos, sus actos, sus amores,
todavía se comentan en los círculos literarios.
Excluido del padrón de creadores,
retoza mimado por sus dánceres
–Megara, Hipólita, Deyanira–
en un bosque de espejos;
desuella corazones como descorcha botellas,
de escribir con pulcritud métrica alardea
y pincha acentos en su antebrazo
con prosódicas agujas.
Pero de no escribir también se jacta,
pues ningún estribillo –lírico, pastoril–
pudo nunca frente al guiño trovador
de un “te saco de trabajar”, “te pongo casa”.
98
Y llega al cenáculo con la astrosa piel
de su reputación a medio hombro,
increpa a las subyugadas huestes:
“Nunca inicien guerras que no habrán de concluir”.
paresia
Dice que su coágulo es apenas menor
que la punta de un lápiz Ticonderoga del número 2,
y que ese vórtice sorbe con elegancia sus ideas
como si paladeara un vermut
en alguna mesa de Les Champs-Élysées.
Pero yo digo que es el miedo a irse de bruces,
de resquebrajarse y perder la compostura
lo que mantiene a flote de sebo sus neuronas,
como aquellos nenúfares que recuerda
girando a la inversa en la fuente matinal de su terruño.
Ahora lo he dejado quieto en el solar
porque gusta lustrar sus huesos
con la luz aséptica que se filtra por el dreno,
y cosa vulgar es –dice– dejarse mirar
mientras la vida va jalando los pellejos.
99
liras
Pero lírico, deveras lírico, Gutierre de Cetina;
con la entretela expuesta depone la espada
como si fuera el monto del premio,
la mesada de la beca –de tajadas hablamos–,
musita el nombre de la doña,
sangra el disfavor de su querencia.
No da para tanta teoría literaria el encono amoroso,
pero cómo corre tinta tras las palabras desoídas
por la mustia provinciana; o vuela,
según sea el grado de lirismo
con que la pluma se dilate.
(Bueno es que la medida del amor no sea el verso,
pues hay cadencias impropias de la cintura para abajo
que la harían exclamar con mesura: “por ahí no me gusta”).
¿A qué batirse cuando ya la Plaza
inhumó suspiros con grasientas lajas,
si no hay estrofa que embelese
ni paño rojizo, ni zapatillas volandas?
100
Una pura brasa
R odrigo F lores S ánchez
No con el deseo neroniano de gozarnos en
la desgracia ajena...
de marzo de 2012
Claudio: te cuento algo y no dices nada?
César: Cuenta
Claudio: el sábado fui a la casa de juan rulfo y fue de huevísima
:(
ya no volveré
César: Neta? Rulfo rifa. Además, a ti te gusta mucho
Claudio: yo pensaba lo mismo
César: Qué pasó? Por qué?
Claudio: ya lo había visto una vez
pero había sido muy informal
un día le envié mi cuento La llama
dije chicle y pega
y que me contesta
César: Salve, ¡oh Claudio!
Claudio: creo que le latió
me escribió y me dijo que si nos veíamos en un cafecito
ahí en río tíber
quesque pa platicar
nos vimos sólo un ratito
no sé por qué me empezó a decir así de la nada
19
101
rodrigo flores sánchez
que no era malo el bloqueo creativo
que se podía sacar mucho provecho de ahí
pero yo ni le hablé de bloqueo creativo
César: Qué buena onda que lo viste! Por qué no me contaste nada? Claudio:
ahí quedamos de volvernos a ver
quedé de ir a trabajar a su casa
en la colonia roma
a una asesoría personalizada
llegué
me recibió su ayudante que tiene como 40 años
un tipo con pantalones caqui y chaleco de reportero
me dijo
soy Augusto
mucho gusto
jaja
me dio de desayunar
fruta picada, té y un pan de semillas
César: Órales, es una escena harto nutritiva
Claudio: cuando estaba a medio desayuno
apareció rulfo
muy expresivo
saludándome como saludan los vendedores de seguros
como si nos tuviéramos mucha familiaridad
como si le diera mucho gusto verme
César: Y luego?
Claudio: primero se quedó callado mucho rato
y pues yo tampoco le decía nada
luego de un rato le hablé de mis preocupaciones literarias
César: Jaja, suena chistoso lo de tus preocupaciones literarias
Claudio: le hablé de autores que me gustaban
de poe
le dije que me gustaba mucho la caída de la casa usher
también que admiraba su obra
que desde la primera vez que leí pedro páramo había quedado marcado
102
una pura brasa
recuerdo que dije marcado
pero que sus cuentos de el llano en llamas me latían más
le conté que me encantaba el llano en llamas
pero él nomás me daba el avión
César: Seasparanoico!
Claudio: al principio
platicamos cosas chidas
le pregunté que si estaba escribiendo algo y dijo que tal vez
me pareció raro un poco mamón que me dijera eso
se empezó a poner como distante
y como triste
y sentí que todo lo que decía le entraba por una oreja y le salía por otra
y luego me preguntó que de qué quería escribir
con esa voz como si estuviera mascando piedras o como de alguien que
está borracho
pero sin alegría
y ahí como que nos volvimos a quedar en silencio
César: Cómo en silencio?
Claudio: pues sí
como si esa pregunta cortara de tajo la plática
César: Es normal que te preguntara eso, no?
Sobre qué querías que te interrogara?
La conquista de Britania? La anexión de Tracia? El uso del español en
los bajos de Jalisco?
Claudio: Jaja
le dije que quería escribir sobre el fuego
que la lumbre me interesaba
Claudio: Ah, tons le contaste todo
César: aguanta
pérame tantito, suena el teléfono
de marzo de 2012
César: Splash. En ese momento se dio cuenta que había sido oportuno llevar
esos lentes de sol. Desde la silla portátil siguió su recorrido. Vio una especie
24
103
rodrigo flores sánchez
de nube negra ondulando al fondo, entre mosaicos azules, y volviéndose, poco
a poco, más grande. Desapareció y después de unos segundos vio sus dedos
apoyándose en el borde. Observó cómo emergía un gorro blanco. Ahora estaba
frente a ella. Veía cómo el agua resbalaba por los pliegues oscuros de su traje
de baño. Las gotas caían en la duela naranja y formaban un charquito. Sus diminutos senos se insinuaban al igual que su ombligo. Ella se quitó los gogles.
Claudio: qué es eso?
César: Te late?
Claudio: la neta
no
de quién es?
César: No te hagas guaje, es mío, por qué no te gusta?
Claudio: no me gustan esas palabras domingueras splash
no me late
suena falso
eso de la chava saliendo de la alberca
has visto muchas películas gringas
puro soft porno
estás utilizando algo
algo que te dije por acá en corto
lo tergiversas todo
César: Tú me dijiste que podía usarlo
Claudio: ay sí
vini vidi vinci
llegas me plagias y me chingas
mejor ponte a chambear
César: No tengo trabajo. Mi jefe está de vacaciones.
Además no ando de huevón, no ves que ando bien pinche productivo?
No soy tú que se da la vida literaria yendo a desayunos a casa de Juan Rulfo
Claudio: jajaja
carpe diem
César: Wey, sólo estoy intentando armar una historia con lo que me contaste
Además lo de la chava es cierto
Claudio: yo no te conté eso
104
una pura brasa
ninguna patricia salía de ninguna terma de caracala
no se parece en nada a lo que te dije
César: Primero te quejas de que escribo sobre lo que me dices y luego me
dices que no se parece a lo que me contaste, en qué quedamos, carnal?
Además, el texto no tiene que ver sólo con lo que me dijiste, es sólo el principio
de un cuento. Cuándo vuelves por tu desayuno continental a la mansión Rulfo?
Claudio: el próximo fin
César: Oras. Oye mi cuento tiene que ver más con David Hockney que con
Rulfo
Claudio: y con las pinturas de pompeya también, no?
ya no seas rebuscado
César: Conoces a Hockney?, has visto un cuadro suyo que llama A bigger
splash?
César: jaja
Claudio: jaja
¿Sabes de qué trata el cuadro?
César no ha recibido tu chat: ¿Sabes de qué trata el cuadro?
de marzo de 2012
Claudio: ya estoy acá
era rulfo
que quiere que nos veamos de nuevo en dos semanas
César: A poco vas a ir? No que no?
Claudio: pues no pierdo nada con ir
me late mucho lo que escribe
César: Te preguntaba que si le contaste todo
Claudio: todo no
sólo que quería escribir sobre el fuego
César: No le hablaste de tu idea de escribir con llamas?
Claudio: que no
César: Qué bueno, si le contabas habría cancelado su ya reconocido almuerzo frugal. Acábame de contar lo del episodio rulfiano
Claudio: después de quedarnos sin plática
me sacó a un jardín con una alberca
19
105
rodrigo flores sánchez
pero muy grande
una alberca olímpica
pero sin agua
con yerba seca
y bugambilias pasadas
un panteón vegetal
me dijo que intentara escribir ideas para mis cuentos
él se metió de nuevo a su casa
me senté en una sillita de mimbre frente a la alberca
el jardín era muy grande
se veía que no lo cuidaba mucho
no estaba podado
estuve mucho tiempo ahí
yo no estaba muy inspirado ese día
a veces llegaba un perro
un cocker color miel con déficit de atención
se asomaba a mi cuaderno
yo lo tenía que asustar haciendo como que le iba a pegar con el cuaderno
luego regresaba y otra vez lo mismo
y yo mientras anotaba mis frases
así hasta que luego de una hora llegó una chava
como de veinte años
muy bonita
de piel muy blanca y cabellos rosas
tenía falda negra y blusa rayada
me preguntó que qué escribía
le dije que ideas para un cuento
dijo que se llamaba antonia
que estudiaba en la esmeralda
César: ¿Antonia? Qué buen nombre. Sólo conozco a dos personas con ese
nombre, Toñita, la del Desafío de estrellas, y la hija de Nerón.
Claudio: el caso es que me contó que era nieta de Rulfo
empezamos a platicar
me dijo que era artista visual
106
una pura brasa
y a ella sí le conté mi idea de escribir la frase esa del llano en llamas
intercambiamos mails
César: Órale, se ve que te latió la morrita
Claudio: algodón
el caso es que a ella le latió la idea
y de hecho me dijo que quería colaborar
estuvimos platicando un rato más
César: mucho?
Claudio: no tanto
dijo que se tenía que ir a clase
cuando regresé a la casa
rulfo leía el periódico
y acariciaba a su cocker
que se llamaba nerón
César: Nerón? Sí parece nombre de perro
Claudio: recuerdo que rulfo le decía
ay nerón, cuándo nos llegará otra romita?
después nos sentamos en una mesita llena de libros
rulfo se puso a leer lo que escribí en mi cuaderno
decía que todas mis frases eran maravillosas
pero yo sabía que no era cierto, cómo ves?
César: Qué raro
Deberías escribir un cuento
Claudio: jajaja
César: O si no, yo lo escribo
Claudio: jajaja
César: Es buenísima la anécdota
Claudio: escríbelo
César: Y luego de alabar tus frases qué onda?
Claudio: luego le dije que no habíamos hablado de la paga
y me dijo
te tiene preocupado eso?
no tienes sestercios?
podemos ser flexibles
107
rodrigo flores sánchez
estaba como enojado con mi pregunta
se fue a las escaleras
y se despidió
con los labios torcidos me volteó a ver y me dijo
nos vemos luego
al final regresó su asistente a cobrarme
así pasó aquello
César: naaa
Claudio: sí
no me creas
es verdad
me cobró x hora
fueron tres horas en total
fue más barato que lo que me cobraba mi terapeuta x 50 minutos.
César no ha recibido tu chat: fue más barato que lo que me cobraba mi tera­
peuta x 50 minutos
de marzo de 2012
Claudio: ave césar
César: jajaja
salve oh claudio
Claudio: cómo ves K?
César: Cómo veo qué?
Claudio: que la antonia me escribe
César: Qué te puso?
Claudio: te encuentro su espístola
a ver déjame buscarla
Antonia Pérez Rulfo [email protected]
Para usuario
Hola Claudio:
¿Cómo estás? Le conté a mi abuelo sobre tu proyecto de trazar con fuego la frase de su cuento. Espero que no te moleste. Le gustó la idea. Yo le
dije que teníamos lo necesario para montar la obra y que unos compañeros
de mi escuela nos prestarían un lanzallamas. Ya sabes que aquí abunda la
22
108
una pura brasa
gente subnormal, hay de todo, hasta tipos que tienen lanzallamas. También
le platiqué que podíamos conseguir el montacargas para subir la cámara y
realizar el registro documental de tu obra. Él me dijo que podíamos hacer la
acción aquí en la casa de la Roma, en la alberca. Lo vi entusiasmado. Es una
buena oportunidad. Sé que vendrás a visitar a mi abuelo el sábado ¿Crees
que puedas llegar antes, a eso de las 11 de la mañana? Augusto puede dejar
listo todo. Yo creo que en un ratito terminamos y puedes tomar tu asesoría.
Besos,
Tonia
César: O sea que la Toña se te pone generosa
Claudio: jaja
César: Qué loco
Y entonces qué onda?
Claudio: pues no sé
le escribí a antonia
y le dije que me latía la idea
tú sabes
desde hace cuánto había querido hacer esto
César no ha recibido tu chat: desde hace cuánto había querido hacer esto
27
de abril de 2012
César: estás bien ?
Claudio: sí
C ésar: ya cuéntamelo
todo
salió en todos lados
qué hiciste
dónde chingados estás
Claudio: qué quieres que te cuente? petrus in cunctis
César: Hazte wey
Claudio: no seas chismoso
César: soy tu amigo, no me chingues, no diré nada, te lo juro, dónde estás?
Claudio: no te puedo decir dónde ando
pero te cuento lo otro
sólo no andes de boquiflojo
109
rodrigo flores sánchez
ni escribiendo mamarrachadas
cuando acabe esta conversación
bórrala
por fas
César: Okas
Claudio: bueno
ya sabes
estaba emocionado
éste era mi último proyecto
César: Qué proyecto ni que ocho cuartos
Ya sabes que ese rollo, tus cosas con el fuego, te han salido baras
Claudio: de que hablas?
César: Cómo de qué? Te pongo ejemplos?
lo de la explosión en el anfiteatro
dijiste que era una obra colectiva
Claudio: sabes que yo no tuve nada que ver
fue idea de Carlos Wieder
César: será el sereno pero hay más cosas
Claudio: eso fue hace mucho tiempo
ni siquiera te imaginas lo que sucedió K
si me sigues interrumpiendo ya no te cuento
César: Qué pasó?
Claudio: pues ese día llegué temprano
a eso de las 10 y media
me abrió augusto
el pinche nerón movía la cola
y me lamía los zapatos
y hasta se hizo pipí al verme
César: canes timidi vehementius latrant
Claudio: rulfo y antonia tomaban juguito de naranja junto a la alberca
me saludaron efusivamente
más bien antonia me saludó efusivamente
rulfo me dio la mano pero no dijo nada y parecía triste
dijo que se tenía que ir
110
una pura brasa
fue muy extraño
pasó por el sauce que había cerca de la alberca
dejó ahí unos papeles
se me hizo rarísimo
antonia me había dicho que le había entusiasmado el proyecto pero no parecía así
César: Y de plano se fue? Qué extraño
Claudio: lo mismo pienso
qué bueno que se fue
tal vez sabía algo
fue muy raro
me dijo
paete non dolet
César: Órale, qué loco, sepa la bola
Y luego?
Claudio: luego ya estaba montado todo el teatrito
había un montacargas gigante a un ladito de la alberca
con una cámara profesional
también estaba un tipo que supuse camarógrafo ahí arriba
incluso la alberca tenía montones de hojas secas pegadas al suelo
las hojas formaban palabras
augusto había dejado todo listo
me dijo que qué significaba eso
que por qué había puesto
una pura brasa
César: Sí, esa frase me la llevas repitiendo desde que te conozco. Vox populi,
vox Dei.
Claudio: le conté que era una frase de el llano en llamas
él me dijo que por qué no mejor escribía mis propias historias
que para qué andaba de cuento
o sea de alborotador
luego dijo que no era cierto y se puso a reír
César: Y cuál fue el chiste?
Claudio: antonia dijo muy contenta cuando quieras comenzamos
y me señaló donde estaba el lanzallamas
111
rodrigo flores sánchez
y pues entonces
mmm
nunca había visto algo así
fue emocionante
un lanzallamas
bueno
sólo en la tele
y en películas
y ahora yo estaba ahí con el lanzallamas
me puse la mochila con los cilindros en la espalda
antonia me ayudó a abrochármela
en youtube había visto videos sobre cómo funcionaban
César: No lo dudo
Claudio: es más
había estudiado todo sobre los lanzallamas
que los militares que el badger que el oke
el que tenía era muy moderno
tenía los dos cilindros
pero eran pequeños
el de nitrógeno y el de petróleo
en realidad no pesaban tanto
antonia dio una señal al tipo de la cámara para que comenzara a grabar
augusto sostenía una charola con bocadillos
entonces desde la orilla de la alberca accioné el lanzallamas
y le disparé a las hojas con la manguera que sonaba como silbido
se veía muy bonito
la lumbre bailando
los colores nítidos
César: Verga
Claudio: el naranja intenso me producía una sensación de tranquilidad y al
mismo tiempo de vértigo
es difícil decir cómo era
empezó a salir mucho humo
César: Tú estás loco
112
una pura brasa
Claudio: lo de quemar las palabras duró poquito
antonia le dijo corte al de la cámara
pero yo seguía disparándole a las hojas
y antonia me empezó a gritar corte corte corte
pero entonces yo ya no pude parar
antonia me dijo toda espantada que me detuviera
pero yo ya no hacía caso
y entonces comencé a quemar todo
el sauce las hojas el jardín la hierba el montacargas
y luego la casa
y el nerón chillaba
es lo único que recuerdo bien
su chillido muy muy agudo
por el aullido fue que comencé a cantar
esa de
ganaré la apuesta de tu juego y seré la llama de tu fuego fuego fuego
César: ???
Claudio: y cuando me di cuenta ya todo era una pura brasa
y ya no había nadie
y me quité el lanzallamas
y lo dejé junto al sauce
había un montón de papeles quemados en uno decía algo así como el
acantilado o la cordillera
no recuerdo bien
luego salí caminando aturdido
un poco contento
y como sintiendo lumbre en las orejas
y había gente en la calle
pero no vi ni a antonia ni augusto ni al camarógrafo ni a nerón
y mientras me estaba yendo
volteé para ver que se veía
y sólo vi una luz como muy roja
y la casa a mis espaldas
César no ha recibido tu chat: y la casa a mis espaldas
113
Guernica
J orge J uanes
En el cuadro que estoy haciendo, y que titularé
Guernica, expreso, como en todas mis recientes obras,
mi horror por la casta militar que ha hundido a
España en un océano de dolor y de muerte.
Pablo Picasso
Nadie puede olvidar que el nombre de la aldea vasca de Guernica duele, lacera. No pertenece tan sólo a un episodio de la lucha de los republicanos españoles contra la barbarie desatada por las fuerzas fascistas en general y el
franquismo en particular, encarna también la lucha de los pueblos por la
emancipación y la libertad. Hagamos memoria. La aldea vasca de Guernica fue
bombardeada por sorpresa e impunemente por la fuerza aérea alemana (Legión Cóndor), el lunes 26 de abril de 1937, justo cuando la aldea celebraba un
día de mercado. La mayoría de la población era en ese momento de ancianos,
mujeres y niños, ya que no pocos hombres habían partido a los frentes de batalla. Franco y los suyos quisieron exculpar a sus aliados, culpando del hecho atroz a los republicanos. La calumnia no prosperó. El general franquista
Mola testifica: “Las bombas incendiarias se han utilizado con gran efecto”.
Las noticias de la masacre recorrieron el mundo. La campesina María Hoitia1 recrea lo acontecido de manera inequívoca (30 abril 1937): “Hombres y
mujeres que salían de las casas ardiendo, con el pánico en el rostro (…) El
suelo estaba sembrado de cadáveres”.
1
114
Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider, en Guernica, 50 años, unam, México, 1989.
guernica
Pablo Picasso, que no tenía decidida la propuesta que le permitiera cumplir el encargo de la república para el Pabellón Español de la Exposición Internacional de Artes y Técnicas, a efectuarse en París a mediados del año 1937,
monta en cólera por el bombardeo nazi-fascista y decide recrear el trágico
suceso. Tras ser concluida, la obra no convence a algunos de los representantes
del bando republicano, que hubieran preferido –comunistas incluidos– un cuadro “comprensible para las masas”. Picasso escucha a diestra y siniestra que
la obra es hermética, elitista, ajena al gusto popular e irreal. Se decepciona,
comprende que aquellos que lo critican defienden eso, el realismo decimonónico: testimonios literales del acontecimiento, adobados con la representación panorámica de la ciudad, la iglesia o el ayuntamiento, sin faltar el roble
seco, milenario y mítico, origen fundacional de la Guernica eterna, o ciertos
tópicos del ser vasco, boinas (txapelas) incluidas. Los hubo que, inclusive,
pensaron excluir el Guernica de la muestra parisina. Por suerte, Picasso encontró comprensión y apoyo entre aquellos intelectuales y artistas del bando
republicano (podríamos agregar a los amigos franceses) comprometidos con
el arte disonante, quienes entendieron de inmediato que el cuadro cristaliza el
compromiso entre arte de vanguardia y lucha contra la barbarie.
Picasso conoció la masacre de Guernica mediante profuso material fotográfico publicado en los periódicos franceses, la casi monocromía de la obra
realizada da cuenta del hecho: blanco, negro, gama de grises… toques en azul.
Si algo impera en el cuadro es la presencia por doquiera del pánico desatado
por la furia destructiva de los fascistas. Los gritos y las increpaciones de las
mujeres dirigidas a las alturas contra las bombas deicidas son esponténeas:
observemos el gesto de la mujer pillada cagando, de la mujer en llamas o de
la madre con el hijo muerto en brazos. Ni qué decir de la mujer ingrávida,
portando un quinqué y asombrada ante la matanza de los inocentes. Gestos enfáticos, escenas en donde las manos, los brazos, los ojos-lágrima, las lenguas
afiladas como estiletes, no dejan de expresar lo acontecido; y el caballo que
relincha, destripado, de lengua punzante, y el toro protector iracundo que lanza
su desafiante mirada al espectador; o el combatiente descuartizado, inculpando
a los aviadores de la muerte proveniente de las alturas celestes. Advirtámoslo.
Aquí el caballo es caballo; el toro, toro; el fuego, fuego; las mujeres, mujeres
de carne y hueso… y la paloma, la paloma de la paz fracturada.
115
jorge juanes
Hay lo que hay: un suceso destructivo que comienza al atardecer y se
prolonga hasta el anochecer, tal como lo encarna la luz proveniente de una
lámpara eléctrica. Tinieblas, devastación simple y llana, ruinas, heridas incurables, cadáveres. Concierto trágico que impone el ritmo expresivo y moviente de la composición, ritmo contrastado por ordenamientos morfológicos
constructivos, estáticos. Las interpretaciones no faltan, las hay que ligan el
cuadro con los conflictos personales de Picasso, con Freud y Jung a modo de
cicerones, o simple y llanamente con la fiesta de los toros o con un mero ejercicio
de formalismo plástico, sin faltar alusiones a pasajes de la Pasión de Cristo. Pero
creo que debemos fijar la vista en el hecho nodal e incontrovertible: Guernica
denuncia el bombardeo nazi erigiéndose, a la vez, contra las políticas de exterminio. Y vale guardar reservas respecto a la carga simbólica del cuadro. Sobre
todo frente a quienes intentan sectarizar ideológicamente el cuadro. Si hacemos un seguimiento de los bocetos preparatorios del combatiente, veremos
que en uno de ellos tiene el brazo en alto y el puño cerrado, en un gesto muy
de las corrientes de la izquierda. En la versión final, Picasso despartidiza al
combatiente, no es comunista, ni socialista, ni anarquista, encarna simplemente la resistencia ciudadana a los enemigos de la libertad y la esperanza
de un mundo mejor: repárese en la flor que apresa con su puño.
La polémica sobre los símbolos, cierto es, ha ocupado gran parte de los
análisis del Guernica. Terciemos. Al entender de muchos analistas la supuesta clave de claves del cuadro-cartel, pasa por descifrar el significado del toro
y del caballo. ¿Es el toro el símbolo del fascismo o del pueblo español? ¿Es
el caballo el símbolo del fascismo o del pueblo español? Principiemos por el
caballo. Basta observar los grabados, dibujos, apuntes o esbozos realizados
por Picasso en torno al caballo entre 1933 y 1936, a los que cabe adjuntar lo
realizado en las etapas recorridas en la factura de Guernica, para percibir
de inmediato que el caballo se encuentra asociado siempre con la nobleza,
el desamparo y la indefensión. Por lo que toca al estado final del Guernica,
tendríamos que el caballo instaurado en el eje maestro de la estructura general del cuadro, construido mediante un formalismo plástico que responde
a escorzos y multiperspectivas sumamente complejas, funge como víctima
dramática o, si se prefiere, como imagen sacrificial.
El caso del toro es más complejo. Recordemos que Picasso propone –en
116
guernica
la década de 1930– variantes sustantivas que oscilan entre la encarnación
fálico-dionisiaca del toro (en los aguafuertes de la Suite Vollard) e imágenes
de toros desamparados (también en la Suite Vollard). Existen propuestas en
que el toro encarna efectivamente la brutalidad, por ejemplo, dos dibujos
realizados a tinta china: Toro corneando al caballo, 1933; Toro despanzurran­
do a un caballo, 1934. Respecto a la brutalidad, otro buen ejemplo sería el óleo
Corrida de toros (1934). Tocante al Guernica –tentativas y resultado final–
percibimos un giro sustantivo: el toro deja de encarnar la brutalidad y el
oscurantismo, inclusive lo dionisiaco, para convertirse en testigo protector
y comprometido con el destino de las víctimas. Baste reparar en la humanización sufrida por el animal, el gesto de ira y la cola humeante, para corroborarlo. El toro funge aquí, en rigor, como imagen de la España insurrecta o
como símbolo ancestral del pueblo vasco. Lo que resulta indiscutible es que,
en manos de Picasso, el toro dista de tener un sentido simbólico unívoco.
Y para ilustrar la polémica sobre el toro y el caballo en el Guernica,
nada mejor que el debate celebrado en el moma (recuerdo que el cuadro formó parte del museo, en depósito, a partir de noviembre de 1939), corre el año
1947, entre Juan Larrea y Jerome Seckler.2 Para Seckler, apoyado en palabras
de Picasso, el toro representa la barbarie y el fascismo, mientras el caballo
representa al pueblo. Para Larrea, las cosas eran al revés: el toro es el símbolo español por excelencia, nunca el caballo, algo que los sajones no entienden. Picasso calla. Y ante el silencio del pintor, Larrea le pide –faltaba más–
que aclare de una vez por todas el significado del toro y el caballo, pues de
ello dependería el sentido político del cuadro. Picasso hace caso omiso del
llamado, les recuerda simplemente a los contendientes que estamos ante
una obra pictórica y no ante un panfleto político. He aquí las palabras de
Andrea Giunta: “Pero el toro es un toro y el caballo un caballo. Hay también
una especie de pájaro, un pollo o una paloma, ya no recuerdo, sobre la mesa.
Ese pollo es un pollo. Por supuesto, los símbolos… Pero no es necesario que
el pintor los cree, de lo contrario valdría más escribir claramente lo que se
quiere decir en vez de pintarlo. (…) Hay animales: son animales, animales
2
Para mayores detalles, Andrea Giunta, “El poder de la interpretación (o cómo Alfred
H. Barr explicó el Guernica al público del moma)”, en El Guernica de Picasso: el poder de la
representación, Biblos, Buenos Aires, 2009).
117
jorge juanes
masacrados. Esto es todo para mí, el público
puede ver lo que quiera.”
Por mi parte, me desmarco tanto de Seckler como de Larrea y, en esencia, coincido
con lo señalado líneas arriba por Picasso.
Pongamos las cartas sobre la mesa. El encuadre edilicio, el toro y el caballo, como el
resto del cuadro, figuran a las víctimas de la
guerra civil. ¿Y los fascistas? Están fuera y
dentro del cuadro. Fuera porque no son fácticamente visibles, dentro porque todo el cuadro responde a las consecuencias producidas
por el bombardeo de la aviación, tanto en su
ordenamiento morfológico como en la gestualidad expresiva desatada. El bombardeo que
comprende el conjunto de la obra lo envuelve
todo, está ahí, presente en sus efectos. Estrategia pictórica del fuera-dentro del cuadro
que permite, sin equívoco alguno, situar y
reconocer a los victimarios (los fascistas) y a las
victimas (los resistentes). Resulta lícito reconocer en la guerra moderna, tecnocientífica, efectuada mediante aviones y bombas, la razón-sinrazón que propicia la violencia
absoluta y da motivo a la configuración morfológico-constructiva de Guernica.
Un golpe de fuerza bruta, plenamente moderno, que no siempre es reconocido como tal. Pensemos que académicos, científicos, empresarios e incluso
políticos, han puesto mucho énfasis en resaltar la relación de la tecnociencia
moderna con los procesos productivos, la multiplicación de los panes y, en
general, con el progreso y el bienestar humanos. Pero se omite que la tecnociencia puede estar además –de hecho lo ha estado a lo largo de la modernidad– al servicio de la muerte y la destrucción. Cierto. Del desarrollo de las
fuerzas productivas depende siempre el poder político-militar, esto es, en la
medida en que el progreso y despliegue de la tecnología garantizan el éxito
militar, la perfección técnica y la guerra pertrechada de armas técnicas se
118
guernica
convierten en un objetivo insoslayable. Y Picasso advierte en los bombardeos de Guernica que la guerra moderna se efectúa mediante el uso de armas
forjadas con tecnologías de punta –en su época, el tanque y la aviación– y,
por tanto, con la puesta en combate de ejércitos trasformados en instrumentos técnicos. Advierte que el heroísmo de antaño, basado en el cuerpo a
cuerpo, en cargas de caballería o en el heroísmo de trinchera (quizá la figura
del combatiente alude a ello), tiende a ceder el paso a un conjunto de operaciones mecánicas, frías, distanciadas, con una capacidad destructiva sin
precedentes en la historia. Guernica plasma el hecho. Muestra sin tapujos la
maquinaria de guerra puesta en marcha por los fascistas al intentar poblar el
mundo de escombros, muertes impunes y anónimas, destrozos sin ton ni son.
Catástrofe planificada que sólo obedece a una consigna: aniquilar por
completo al enemigo, que no quede nada en pie ni testigos acusatorios. He
ahí la nueva voluntad de poder concretada como movilización total. La voluntad
de poder fascista tiene en los aviones de guerra un aliado formidable, un dispositivo que nada más al ser puesto en acto opera y punto, a grado tal que “los
combatientes” despersonalizados sólo tienen que apretar los botones que
activan las bombas deicidas. Tarea simple, desmarcada de prejuicios éticos,
lástimas o ulteriores remordimientos, ya que el autómata sólo se concreta a
cumplir órdenes, las máquinas de guerra hacen el resto. Se sabe que algunos
generales nazis consideraron que las bombas utilizadas debían haber sido
más potentes, pues se trataba de no dejar huella humana alguna. Guernica da la
réplica. Encarna, de manera magistral, el advenimiento de la guerra moderna y
sus brutales consecuencias, el punto de no retorno, el grado cero. Violencia
impune que lleva en sus entrañas un deseo de aniquilamiento que propicia,
entre habitantes desprotegidos, sensaciones de angustia, patentes pictóricamente en una gramática del dolor. No debe sorprendernos que la referencia
central del cuadro sean la ira y el grito dirigidos contra los siniestros actores
que operan en las alturas. Ira y grito incontenibles –irracionales, si se quiere–, surgidos de cuerpos lacerados antes que de prerrogativas simbólicas.
Pierre Cabanne3 recuerda una anécdota sucedida cuando Picasso se
encontraba a punto de terminar su cuadro-cartel: “Mientras trabajaba en
3
Pierre Cabanne, El siglo de Picasso, Ministerio de Cultura, España, 1982, t. ii.
119
jorge juanes
Guernica, Picasso recibió la visita del gran escultor Henry Moore, acompañado de Roland Penrose. El cuadro estaba casi terminado y el pintor y sus
interlocutores entablaban una discusión sobre el viejo problema de la expresión de la realidad por la ficción de la pintura. Bruscamente, Pablo salió
y volvió con un largo trozo de papel higiénico y lo prendió en la mano de la
mujer que huye: con ese aditamento, con su rostro despavorido y sus nalgas
al aire, la figura cobró de pronto el aire de alguien que ha sido sorprendido
en una postura delicada…” Espontaneidad de la reacción de la mujer con
“las nalgas al aire” que, al igual que las de otros personajes del Guernica,
basta y sobra para echar por tierra el sinnúmero de elucubraciones rebuscadas
sobre la obra, propias de teólogos laicos siempre en búsqueda del secretito.
Señores intérpretes: lo que se ve es lo que se ve.
Sorpresas que da la aventura del arte. Quien entendió sin mayores problemas el significado de Guernica fue el secretario de Estado de Estados Unidos, Colin Powell, que mandó cubrir (5 de febrero de 2003) la réplica en tapiz
de la obra perteneciente a las Naciones Unidas, justo cuando la patria del Tío
Sam anunciaba al mundo, en boca de su vocero, el inminente bombardeo a Irak.
El hecho propició –leemos en El Guernica de Picasso: el poder de la representa­
ción– el puntual comentario de Maureen Dowd en The New Times: “El señor
Powell no puede convencer demasiado bien al mundo de bombardear Irak
rodeado de cámara de mujeres, hombres, niños, toros y caballos aullantes y
mutilados”. Al igual que la obra de Goya en su época, la denuncia de Picasso rebasa el ámbito español convirtiéndose en emblema de resistencia frente
a cualquier forma de totalitarismo que, aliado a la tecné moderna, se dispone a
dominar el planeta en su conjunto. Atendamos ahora las certeras palabras
de Ilya Ehrenbourg: “El cuadro de Picasso es todos los horrores que habían de llegar, Guernica eleva al infinito el cataclismo atómico, el mundo hecho trizas,
el triunfo del odio, de la desesperación, del absurdo, de la nada”.4 Michel
Leiris pone la cereza al pastel: “Picasso nos envía nuestra esquela de defunción: todo lo que amamos va a morir”.
Pasemos página. Basta contemplar los dibujos y bocetos preparatorios de
Guernica para percatarnos de inmediato que el resultado no estaba programado
4
120
Pierre Cabanne, El siglo de Picasso, Ministerio de Cultura, España, 1982, t. iii.
guernica
de antemano. A Picasso le costó mucho esfuerzo, reflexión y tiempo (del 1 de
mayo al 4 de julio) concebir la obra encargada. Dificultad explicable, ya que
la masacre desatada por la casta militar pertenece a la ruptura del orden, a la
arbitrariedad, a lo demencial. Ello significaba un reto, puesto que encarnar
pictóricamente el horror inexpresable requería mostrar que mediante el nuevo orden constructivo morfológico (analítico y sintético), creado por el propio
Picasso, era posible explorar una veta expresiva ajena a sentimentalismos
naturalistas o caricaturizaciones maniqueas. El entramado formal de Guernica,
comprometido con la aventura del arte de vanguardia, vale así como resistencia contra los lenguajes codificados y pone a prueba el potencial de los nuevos
lenguajes pictóricos con sus exigencias internas. Estos lenguajes, inéditos, cargan la responsabilidad de inscribir lo circundante en espacios abiertos a la mirada,
a la multiplicación de puntos de vista sobre un acontecimiento histórico-político.
A Picasso no le gustaba mucho hablar sobre su práctica pictórica, prefería la contundencia de la obra. Pero las veces que da pistas informativas
sobre su trabajo lo hace de manera precisa. En referencia a su etapa analítica, confiesa que comenzaba sus obras configurando, en primera instancia, lo
que podríamos llamar líneas maestras de la morfología buscada. Ya después,
en un segundo acto, agregaba ciertos “atributos” que hacían referencia al asunto
considerado: “En esa época estaba haciendo pintura por la pintura misma. Era
realmente pintura pura, y a la composición realizada como una composición,
recién al final de un retrato, yo le aportaba los ‘atributos’ (…) Los atributos eran
los escasos puntos de referencia dirigidos a hacernos volver hacia la realidad
visual, reconocible por todos”.5 Por lo que percibimos en las fotos tomadas por
Dora Maar sobre el proceso de ejecución de Guernica, caemos en la cuenta
de que Picasso procede aquí al revés: parte de los “atributos” particulares
y posteriormente se concentra en la composición general del cuadro. Esos
atributos responden a la reconfiguración –no cuesta mucho demostrarlo– del
conjunto icónico que ocupaba su trabajo por la fecha del Guernica, iconos
concernientes a España en particular y a la cultura mediterránea en general.
Como lo he venido sosteniendo: cuatro mujeres, un niño muerto, un
combatiente, un toro y un caballo, le bastan a Picasso para dar cuenta del terrible
5
Juan Fló (comp. y prol.), Picasso, pintura y realidad, Libros del Astillero, Uruguay, 1973.
121
jorge juanes
e impune bombardeo a Guernica. Los personajes, en consecuencia, sólo cobran
sentido en el escenario del acontecimiento recreado por el maestro malagueño.
Lo mismo puede afirmarse de la tonalidad casi monocromática, escala que oscila
entre el blanco y el negro con algunos toques de azul, luz grisácea provocada
por la humareda nacida del fuego exterminador que le otorga al cuadro una
uniformidad visual sorda, trágica. Estamos, histórica y pictóricamente, ante
un acontecimiento unitario compartido. Unidad a la que responde el orden
pictórico e incluso simbólico de Guernica. Ya en la primera jornada de trabajo dedicada al cuadro-cartel, en el esbozo a lápiz sobre papel azul del 1 de
mayo de 1937, advertimos una idea sintética de lo que podría ser la composición. Pero en los días siguientes Picasso se dedica, preferentemente, a perfilar los personajes que van a poblar la obra. El toro y el caballo, las mujeres
y el combatiente, van a sufrir metamorfosis sustantivas. En el plano de la
composición, las figuras van a sufrir también permanentes cambios de lugar.
La secuencia de bocetos y las fotografías sobre los diversos estados del
Guernica ponen de manifiesto un juego dialéctico entre las partes y el todo.6
Una dialéctica en que los elementos singulares del cuadro (caballo, toro, mujeres…) prefiguran la composición general, e igualmente son prefigurados por ésta.
Los elementos son por y para la composición, la composición es por y para los
elementos que la conforman. Y en este juego, que al principio tiene referencias
del viejo orden pictórico representativo (Arnheim, apartado “Las etapas del
mural”), aparecen de un modo sutil estructuras constructivas analítico-sintéticas, amplios planos (por ejemplo, la mesa-plano-triángulo) y perspectivas
encabalgadas. Buen ejemplo de ello son el triángulo equilátero que sirve
de centro rector del cuadro y los escorzos del caballo y del combatiente. La
geometría, la planitud y el andamiaje morfológico (levantamiento piramidal)
juegan de esta manera un papel decisivo contrastante con las formas blandas
de las mujeres, principalmente de la mujer (¿inspirada en el surrealismo?)
que asoma por la ventana con el quinqué.
Cerrado hacia abajo, limitado a los lados, abierto a las alturas. Cada
parte del Guernica responde a una espacio propio (mujer con hijo muerto, mujer
en llamas, mujer con el quinqué, mujer cagando; caballo, toro…). Esto no debe
6
Rudolph Arnheim, El Guernica de Picasso. Génesis de una pintura, Gustavo Gili, España, 1976.
122
guernica
hacernos perder de vista que el conjunto del espacio urbano (exteriores e interiores) se encuentra totalizado por un espacio común. El espacio propio y el espacio común responden –lo hemos documentado– a una misma unidad dramática
(pienso ahora en el vértice de la pirámide potenciado por la verticalidad del
quinqué, cuya luz dialoga a la vez con la luz de la lámpara). De manera lenta
pero segura, tenemos el privilegio de ver –las fotografías del proceso testifican– cómo Picasso, arrepentimientos de por medio, va armando espacios y
elementos iconográficos. Varía, combina, suprime, agrega, equilibra, recomienza; prueba con el color, prescinde del color, prueba con la linealidad estricta,
se desmarca de ella; mete elementos figurativos a la vieja usanza, termina
por eliminarlos. ¡Ay del pintor que no borra! Tarea intensa en que la pintura
toma el mando con miras a mostrar una realidad pictórica, una forma de ver
irreductible, un orden propio. Modo de significación que equivale, en Guer­
nica, a un baluarte de resistencia contra las lógicas de poder y los lenguajes
caducos. Mientras que en la noche fascista-franquista-totalitaria se pretende
aniquilar el mundo de la vida, en la austera ofrenda picassiana iluminada
por luces de esperanza se busca la pervivencia y el retorno de lo que palpa y
respira. Picasso toma partido, en suma, por la flor que emerge de la muerte.
La pintura ha sido siempre meta-pintura. Por muy revolucionario que se
sea, ningún pintor empieza sus proyectos ex nihilo. Y nada más fértil que encontrar cómplices en la historia del arte. Picasso los busco por doquier. Pero su
aventura es sólo de él. Guernica lo confirma. Los eruditos han encontrado
antecedentes en los Fusilamientos y los Desastres de la guerra, de Goya –sin
duda, la influencia más relevante–, como en Los horrores de la guerra, de Rubens. En cuanto al combatiente muerto, cabe remitir a una pieza mozárabe del
beato de San Severo relativa al Diluvio Universal, siglo xi. Estas referencias,
sobra advertirlo, sufren trasfiguraciones creativas que nada tienen que ver
con el plagio. Potenciar la herencia artística, reanimarla con usos insólitos,
sólo será posible mediante actos de creación radicales. Tales intervenciones
trasgresoras rompen con el reciclaje académico de cadáveres. Picasso abre
su obra al territorio de la disponibilidad, del despliegue en compañía de los otros.
Semejante estrategia de insólito desvío toma partido, en Guernica, por la rebeldía crítica. Resumamos así: Picasso cierra la cicatriz, convierte la pintura
herida en desafío libertario contra la muerte.
123
El arquitecto de su caída
M arcos P ico R entería
a don Henry Florián
I
Sobre las nobles ramas
un corazón fibroso
expuesto a su simetría
Orden natural del mundo:
germen, materia
Atroz silencio
motor de paz
El tiempo no comprende
ramaje eterno
ramaje siervo
El espacio nunca es noble
gravita dispar
Semilla eterna
retorno
124
retorno
eterna semilla
II
Miembros lentos suben al silencio
desafiantes de la altura y de la paz
raíz aérea
raíz etérea
escala sin llegar al azul frondoso,
al negro retorno.
La ciencia bautiza
nunca ha sido un órgano
mas esa ciencia busca
con nombres nuevos
cabeceras antiguas
es el ciclo
nombra con mínimo entendimiento su existir
es el ciclo
del hombre con nombres nuevos
del hombre con cabeceras antiguas
del hombre que nunca ha sido un ser de paz.
III
El negro vientre de inalcanzable grandeza
se burla del enano erguido de blanco pelaje
con pestañas de vidrio roto y antiguas células:
125
macro ser,
ése es el ciclo
hombre de blanco
ése es el ciclo
hombre sin luz
ése es el ciclo
de hojas negras
IV
Respeta hombre el orden con su sentencia
no hay otro final, otro comienzo
no nombres lo que es
no inventes lo que no caminas
V
Respeta el tiempo
La marea
El invierno
La materia
El recreo
pareado todo
No evadas lo natural
Busca tus brazos lentos
al silencio
crece dispar.
126
Lealtad al fantasma
E nrique S erna
Pasando por el cielo de los vicios es como
se gana el infierno de la virtud.
Franz Kafka
Jean-Marie despertó a oscuras, molido de cansancio, con un sabor a flores
muertas en la lengua. No recordaba desde cuándo arrastraba esa fatiga invencible, porque su memoria, un campo minado lleno de cráteres, ya no
atinaba a distinguir las capas geológicas del pasado. Los recuerdos y las sensaciones del presente formaban ahí adentro un solo mazacote de estiércol.
Buscó a tientas el pastillero del buró y deglutió una anfetamina con un sorbo
de vino blanco en el que flotaban grumos de ceniza. Palpó el otro lado de
la cama con más temor que esperanza de encontrar un cuerpo. Estaba solo,
gracias a Dios. Odiaba despertar con desconocidos o desconocidas, a veces
con grupos enteros de gente astrosa, sin saber ni siquiera sus nombres, ya no
digamos cómo habían llegado ahí. Algunos eran inmigrantes sin techo que luego
le pedían asilo. No volvería a cometer el error de acogerlos. Recordó a Babou,
aquel senegalés taciturno y parsimonioso que le hizo compañía más de tres meses. Daba poca lata, ciertamente. Se tumbaba tardes enteras en el sofá, oyendo con audífonos su añorada música tribal, salía del baño con el miembro
erguido para darse a desear, como un orangután ufano de su buena tranca,
y una vez por semana, cuando se prostituía en el bosque de Boloña, volvía a
casa con bolsas llenas de comestibles. Pero le dio por ponerse tierno y tuvo
que mandarlo al carajo. Quería cariño el muy estúpido. No entendía que
un buscador de placer, un adicto a las experiencias límite, puede flaquear
127
enrique serna
en todo, menos en el cultivo de un
egoísmo robusto. Aprovechando una
de sus ausencias cambió la chapa de
la puerta y pidió al conserje que no lo
dejara entrar. Para caricias dulzonas,
mejor se compraba un gato.
De camino al baño pateó sin darse cuenta una jeringuilla tirada que
no tuvo ganas de recoger. La tarea de
agacharse era superior a sus fuerzas.
Más aún la de hacer una limpieza
general. Sobre la vieja alfombra parda
y raída se acumulaban los efectos de
su indolencia: latas de cerveza, condones usados, colillas, revistas viejas, triángulos de pizza enmohecidos.
Como un ejército de ocupación, las
cucarachas se paseaban victoriosas en
medio de la inmundicia. Veía con ojo
crítico esa atmósfera de abandono y,
sin embargo, la parte más sincera de
su alma se refocilaba en ella. ¿No era, acaso, la mejor escenografía para enmarcar su arrogante dolor de existir? Que los cretinos rindieran pleitesía a la
higiene, ese retoño bastardo de la moral: él iba en contra de todas las reglas,
de todas las instituciones veneradas.
Se asomó por el balcón a la Rue du Fabourg Saint-Denis, en plena efervescencia nocturna, con el arco triunfal erigido por Luis XIV al fondo. Por el
bullicio callejero calculó que serían las nueve de la noche. Miró con desdén
aristocrático a la gente que cenaba en las terrazas de los cafés, a los ruidosos
corrillos de negros que piropeaban a las muchachas, a los ciclistas ebrios de
oxígeno, a los señores bien vestidos que sacaban a pasear al perro. Pobres
diablos. Todos tenían un proyecto de vida vertebrador y la ilusión de realizarlo tarde o temprano. Escupió los tulipanes de su vecino, en un gesto de
repudio a esa humanidad flácida y crédula que todavía buscaba el sentido de la
128
lealtad al fantasma
existencia, o peor aún, que pretendía haberlo encontrado. Cuánto valor le
daban a su ridícula fuerza de voluntad. ¿Creían que los gusanos respetaban
a los muertos ejemplares? Ningún placer superior estaba destinado a esos
tozudos cultivadores del autoengaño. Jamás entenderían la poesía del naufragio, la negra belleza de un alma desmoronada.
Aborrecía el agua tanto como los gatos, pero después de cuatro días sin
bañarse ya tenía un molesto escozor en el pelo y prefirió meterse a la ducha.
Al frotarse con el champú se le cayó un mechón de cabello. Iba que volaba
para la calvicie. El médico se lo había advertido: Sufre usted de anemia aguda por falta de una alimentación sana. Las drogas lo debilitan y para vencer
la fatiga crónica tiene que drogarse más, en busca de una euforia cada vez
más efímera. Sólo una terapia de rehabilitación puede salvarle la vida. Pero
ningún galeno lo haría claudicar jamás, ni lo intimidaba en absoluto su prematuro envejecimiento. A los 28 años parecía de 40, ¿y qué? ¿Iba a transigir
con los valores del rebaño? Al diablo con la vida ordenada: él había nacido
para cabalgar relámpagos.
En el espejo del lavabo contempló su pálido rostro de alucinado, con
la piocha rojiza, la sinuosa nariz varias veces rota, el maxilar agudo como la
punta de un sable y esa mirada de perplejidad inocente que parecía asomarse a la realidad desde un mundo remoto. La argolla incrustada en el tabique
nasal, que tanto le fastidiaba cuando tenía que sonarse los mocos, le confería
sin embargo un perverso encanto de chamán cavernario. No era guapo ya,
desde luego y, sin embargo, las huellas de su prolongado coqueteo con la
muerte lo colmaban de orgullo. Eran sus títulos de nobleza, sus entrañables
heridas de guerra. Cuando buscaba unos calzoncillos sonó su teléfono celular: lo llamaba Hubert, para invitarlo a un rave de disfraces en una bodega
abandonada de Sarcelles, un suburbio pobre de París.
–Te va a fascinar, estará lleno de adolescentes lumpen, canallas y calientes como te gustan, y toca un dj argelino que pone a la gente loquísima.
La invitación era en realidad el motivo secundario de su llamada. Enseguida Hubert le pasó la factura:
–Ando muy escaso de cristal. Por favor, cómprame un par de bolsitas.
El que vende tu dealer es una bomba. Yo te lo pago cuando reciba mi pensión, ¿de acuerdo?
129
enrique serna
–Está bien, pero con esto ya me debes 200 euros.
Pobre Hubert, siempre pidiendo limosna. En materia de adicciones vivía a expensas de Jean-Marie, pero él lo toleraba porque, a trueque de su
parasitismo, Hubert lo había introducido al bajo mundo de los pandilleros
magrebíes, a quienes adoraba servir como esclavo sexual. Financiaba sus vicios porque sin ese idiota útil, sin ese contacto con el mundo exterior, hubiera caído en el encierro autista y no le convenía distanciarse tanto del género
humano. Sacó del clóset un caftán verde con vivos dorados, herencia de
Babou, y lo complementó con un vistoso gorro senegalés. En la calle, la primera ráfaga de viento le produjo un fuerte mareo. Cuidado, llevaba muchas
horas sin probar bocado y podía desmayarse de inanición. En la crepería de
la esquina se compró una crepa de jamón y queso, pero al cuarto mordisco
sintió náuseas y tuvo que arrojar el resto a la basura. Su cuerpo rechazaba el
alimento o, más bien, la vulgar obligación de engullirlo. En la entrada de la estación Chateau d’Eau abordó a Dimitri, su proveedor de droga, un corpulento
rumano con el rostro picado de viruela. Le entregó con disimulo un billete de
50 euros y a cambio recibió una bolsa de papel de estraza con cuatro bolsitas
de escarcha azul. En el andén, una madre joven que llevaba de la mano a
sus dos hijos se cambió de banca al verlo venir hacia ella y dentro del vagón
sintió que la gente lo miraba con recelo, seguramente por su palidez de alma
en pena, incompatible con ese atuendo africano. Le tenían miedo. ¡Bravo!
Había logrado ser un indeseable compañero de viaje, una amenaza para
cualquier persona civilizada y decente. Fuera de mi camino, ábranle paso al
ogro. No quiero ver las fotos de mis nietos en la mecedora. Elegí consumirme
de prisa, pasar por este mundo como una llamarada y, aunque les parezca
un aborto de Satanás, no me cambiaría por ninguno de ustedes. ¿Entendido?
Después de un largo trayecto con dos transbordos, se apeó del tren suburbano en la estación de Sarcelles, donde ya lo esperaba Hubert, vestido
con un poncho peruano y una ridícula gorra de la Legión Extranjera. Era un
alfeñique rubio, con ojos amarillentos, nariz bulbosa y mejillas hundidas.
La caída de los dientes frontales inferiores, consecuencia de su adicción al
cristal, lo había convertido en un adefesio. Tenía los pantalones húmedos de
orina y, a juzgar por su hedor, había comenzado a pudrirse en vida. Estaba
tan urgido de un pinchazo que se ocultó a dárselo detrás de un contenedor
130
lealtad al fantasma
de basura, mientras Jean-Marie montaba guardia en la banqueta. Calentar
el veneno en una cuchara, ponerse la ligadura en el antebrazo y aplicarse la
inyección le llevó un santiamén. El flamazo en las neuronas le devolvió los
colores del rostro y de camino a la fiesta daba saltitos de júbilo, como un niño
a la hora del recreo. Pobre bestia, pensó Jean-Marie, mirándolo con lástima,
desde su elevado estatus de drogadicto sofisticado y rico. Heredero de una
fortuna que no alcanzaría a derrochar en toda una vida de excesos, él sólo
consumía drogas finas inasequibles para la masa, que jamás le convidaba a
ese paria. Lo quería como se puede querer a un perro, pero los perros comían
croquetas, no los platillos suculentos de sus amos.
En la entrada de la bodega transformada en salón de fiestas, Hubert
pronunció la contraseña exigida por los organizadores: “Va te faire foutre”,
y Jean-Marie pagó las entradas con su tarjeta de crédito. Después de pasar
por un detector de metales, se abrieron camino a empellones entre una turbamulta de jóvenes convulsos que bailaban en estado de trance, los ojos
cerrados y el cuerpo erizado de voltios. Había de todo: bailarinas de ballet,
soldados, ayatolas, rabinos, odaliscas, geishas en kimono, jugadores de rugby.
A espaldas de Hubert, que ya saltaba como un simio, Jean-Marie deglutió
una pastilla de éxtasis holandés, el mejor que se podía encontrar en Europa.
Integrado a la euforia colectiva, bailó una interminable tanda de piezas electrónicas, hasta perder el resuello y la noción de la realidad. Los latidos de su
corazón retumbaban como batacazos, siguiendo el compás de la machacona pista de sonido, que en cada repetición hipnótica desataba más y más
las amarras de su conciencia. Ser una máquina inconsciente, un imantado
cable de alta tensión, compenetrado con la sístole y diástole del universo.
¡Oh, gloria del sinsentido! ¿Acaso existía una ambición más alta? Sediento
y rendido, se acercó a la barra de smart drinks, atendida por un transexual
robusto con peluca verde y minifalda de lentejuela. Se bebió el brebaje a
pico de botella, sin pausas para respirar. Recobrado el aliento, deambuló
un rato entre la tentadora muchedumbre de cuerpos sudorosos. El éxtasis lo
había puesto caliente. Más le valía buscar pronto una aventura sexual, antes
de que otras aves rapaces le dejaran las sobras del banquete.
Exploró la zona menos congestionada de la fiesta para alejarse lo más
posible de Hubert, pues detestaba llevarlo pegado como estampilla y, sobre
131
enrique serna
todo, tener que aspirar su hedor. Donde terminaba la nave principal de la
bodega comenzaba una sección de viejos depósitos de grano, separados por
delgadas paredes. Caminó despacio por el pasillo central, husmeando a izquierda y derecha. En el umbral de cada celda encendía la pantalla del celular para ver qué había adentro: una lesbiana sádica azotando a otra sumisa,
vestidas ambas de cuero negro; un adicto en plena crisis de ansiedad que se
daba topes contra la pared, mientras su novia sonreía en estado catatónico;
una muchacha vomitando, rodeada de patanes que le aplaudían; un racimo
de futbolistas noqueados por la sobredosis. En el penúltimo cuartucho encontró a un punk de cabello color violeta, larguirucho y pálido, que fumaba
piedra con un trozo de antena improvisado como pipa. Tenía largas uñas
puntiagudas pintadas del mismo color de su pelo, un gesto de coquetería que
le hizo dudar de su virilidad. Junto a él, su aparente pareja, una rubia gorda
con la cara llena de granos, se masturbaba echada en un jergón, con la falda
enrollada en la cintura. Abismado en el crack, el punk ni la miraba. A pesar
de su marcada predilección por los varones, de vez en cuando Jean-Marie
condescendía a las aventuras con mujeres, y excitado por la procacidad de
la escena, le ofreció su verga firme a la gorda menesterosa. Ella la empuñó
con gula, pero antes de mamarla dirigió una mirada al punk aletargado, que
le dio su permiso con una displicente inclinación de cabeza.
Jean-Marie no se dio por satisfecho con sus habilidades bucales y mientras acariciaba el pelo de la gorda, que mamaba con devoción, lanzaba insistentes miradas bragueteras al punk esmirriado, que lo desairaba con aires
de proxeneta castigador. Pero cuando la gorda se puso en decúbito prono,
y Jean Marie tuvo la cortesía de penetrarla, el punk respondió por fin a sus
provocaciones. Como si tuviera un repentino ataque de celos, escupió la cara
de su insolente rival, le propinó cuatro nalgadas recias y lo penetró con lujo de
rudeza. Al parecer la pareja tenía un largo fogueo en materia de tríos, pues en
ese momento la gorda aceleró los movimientos pélvicos, en perfecta sincronía con los vigorosos embates de su compañero. Jean-Marie disfrutó hasta el
delirio la verga punitiva de su violador. La gorda, en quien volcaba la dinamita que recibía por el ano, gemía y jadeaba con los ojos estrábicos. Cuando
el punk le jaló con crueldad las argollas de las tetillas, Jean-Marie por poco
se viene de gozo.
132
lealtad al fantasma
–¡Más fuerte, así, arráncame la piel!
Entonces oyó unos pasos sigilosos. Era un mirón disfrazado de fraile, con
hábito negro y capucha, que tal vez deseaba unirse a la orgía y se detuvo
en el umbral del cuarto. Sin dejar de cumplir su faena pasiva y activa en el
sándwich, Jean-Marie trató de verle la cara, iluminada a medias por las luces
estroboscópicas. Fue como verse al espejo: el fraile curioso era su vivo retrato,
un hermano gemelo con huraño gesto de inquisidor. Cruzaron una mirada
de perplejidad. A juzgar por su rígida palidez, el doble se había espantado
o asqueado. Antes de que la gorda y el punk notaran su presencia, hizo un
discreto mutis y huyó despavorido. Al terminar el trío, que ya no pudo gozar
como antes, Jean-Marie lo buscó por toda la fiesta con una extraña sensación de orfandad. Presentía que ese doble había querido decirle algo, que
su aparición era una advertencia. Vio a otros dos jóvenes con sotana, sin el
menor parecido con él. Se había esfumado y nadie había visto a un monje
con hábito negro.
De vuelta en casa, con los nervios en llamas, necesitó una buena dosis
de heroína inyectada para serenarse. ¿Las drogas habían distorsionado sin
remedio su percepción de la realidad? No podía descartar que las oficinas más
intoxicadas de su cerebro hubieran engendrado esa alucinación. Peores cosas veían los alcohólicos bajo el influjo del delirium tremens. Pero su doble
tenía un obvio propósito de condena moral, por algo iba vestido de fraile.
Reprobaba su vida pecadora y buscaba, sin duda, infundirle remordimientos.
¿Con quién creía el estúpido que se estaba metiendo? La moral judeocristiana siempre le había dado risa. No era uno de esos católicos renegados que
después de reprimir sus instintos por largo tiempo blasfeman o cometen sacrilegios con un frenesí proporcional a su fe de antaño: él no creía en nada y se
cagaba en los diez mandamientos. Desde luego, los psiquiatras podrían explicar
la aparición con argumentos científicos, pero le pareció más refinado y poético asumir que tenía un fantasma. No se trataba, por suerte, de un fantasma
vengativo y torturador como los que abundaban en las películas de terror. En
vez de asustarlo, el fraile había huido muerto de miedo. Era un fantasma cobarde, con una debilidad impropia de su estirpe. Quizá fuera un antepasado
suyo que venía del otro mundo a exigirle que se enmendara. Pero si quería
devolverlo al redil del Señor, ¿por qué había salido corriendo?
133
enrique serna
Un pesado sopor sin descanso lo mantuvo dormido todo el día y despertó, como de costumbre, a las nueve de la noche, los músculos triturados
por su fatiga milenaria. En la ducha se le cayó otro mechón de cabello, aún
más tupido que el anterior. Con ayuda de un espejo de mano logró verse la
coronilla: el mechón caído le había dejado una especie de tonsura. ¿Otro
mensaje de su alter ego? In nomine patris et filii et spiritus sancti, se santiguó
en broma. Ironías de la vida: su aspecto iba cobrando un aire monacal, acentuado por los pinchazos repartidos con equidad en su agujereado pellejo de
yonqui. La aguja hipodérmica era un instrumento de penitencia más eficaz
que los viejos cilicios. Con tantas llagas y cicatrices nada tenía que envidiarle a los estigmas de Cristo. Y como se estaba quedando en los huesos,
su delgadez denotaba un desprecio igualmente frailuno por los festines del
paladar. Tal vez hubiera un puente secreto entre la mortificación de la carne
y el hedonismo salvaje, entre la virtud militante y el vicio escabroso, entre
la concupiscencia del libertino y la ataraxia del santo. Descubrirlo sería
su mayor victoria personal, el galardón que se merecía por haberse alejado
tanto del conformismo pacato y mediocre. Estaba en mitad de ese puente,
pero no alcanzaba a ver dónde terminaba. Y quizá se drogaba tanto, quizá se
columpiaba entre la lujuria y el sufrimiento, para ver qué había más allá, en
la otra orilla de sí mismo. La providencial aparición del fantasma le ofrecía
en bandeja la oportunidad de culminar ese proceso de autoconocimiento. No
debía, entonces, temerle a sus reproches directos o indirectos, sino aceptar
su desafío con ánimo retador. Tenía por fin un aliciente para cometer pecados de mayor calibre.
Cerca de su edificio, en un puente del canal Saint-Martin, solía tumbarse un borrachín andrajoso que en la cruda pedía limosna y en la borrachera
sostenía discusiones acaloradas consigo mismo. Cualquiera podía advertir
que ese desecho humano estaba pidiendo a gritos una eutanasia. Y si no la pedía, alguien debía vacunarlo contra la falta de dignidad. A las cuatro de la
mañana, envalentonado por dos rayas de coca, salió armado con un tubo que
ocultó debajo de un grueso abrigo de lana. El frío calaba los huesos, el canal
estaba desierto, ni un alma transitaba por las calles. Con una excitación casi
sexual se acercó al lastimoso guiñapo, que tiritaba de frío. El infeliz ni siquiera
pudo meter las manos. Hecho un ovillo aguantó la andanada de tubazos en el
134
lealtad al fantasma
cráneo, en las costillas, en las piernas, soltando chillidos de rata, hasta
quedar convertido en una empanada
de carne tártara. Cuando exhalaba el
último aliento, el fraile apareció de
rodillas en las aguas del canal, con
el gesto contrito de un mesías ultrajado. Alzó el crucifijo que pendía de
su cuello y se lo mostró a Jean-Marie, como si quisiera practicarle un
exorcismo. ¿Qué diablos quieres?, gritó, procurando disimular su miedo.
A lo lejos clamaba justicia una sirena de policía. Salió corriendo para
ponerse a salvo, la cara oculta entre
las solapas del abrigo. ¿Lo habrían visto desde alguna ventana o su doble
había llamado a la patrulla? Al día siguiente, al leer las noticias en internet,
descubrió con alivio que ningún testigo de este mundo había presenciado el
crimen.
Desde entonces tuvo la certeza de que el fantasma lo observaba en todo
tiempo y lugar. Sus pecados lo mortificaban, pero no perdía la oportunidad
de contemplarlos. ¿Masoquismo o tenacidad redentora? ¿Quería salvarlo a
fuerza de apariciones? Resuelto a ganar el juego de vencidas, en las semanas siguientes lo obligó a presenciar la violación de una niña de seis años,
la decapitación de un perro drogado, el incendio de un asilo de ancianos, el
artero homicidio de un minusválido a quien derribó de su silla de ruedas y
arrojó al Sena. El fantasma lloraba, se daba golpes de pecho, rasgaba su hábito, lo rociaba con agua bendita que se evaporaba antes de mojarlo. Parecía
atormentado por su impotencia, pero Jean-Marie no podía sentirse vencedor, pues tampoco salía ileso de esas confrontaciones. La mirada del doble,
acusadora y compasiva a la vez, encerraba un enigma perturbador sobre su
propia naturaleza. Nadie lo conocía tanto como él, y su aparente inferioridad
encerraba una amenaza indefinible. Tal vez sepa algo de mí que yo ignoro,
pensaba, o guarda un secreto que podría destruirme. A solas en su guarida,
135
enrique serna
cuando la duela del piso crujía o el viento azotaba las ventanas abiertas,
encendía la luz tratando de pillarlo y gritaba con furia: ¡Respóndeme de una
vez! ¿Quién eres y a qué has venido?
Por esos días, un viejo compañero del liceo, Serge Mornard, lo invitó al
coctel anual de la Sociedad de Arquitectos en el viejo convento de Les Récollets, remodelado desde hacía tiempo para albergar una residencia de escritores y artistas. No había visto a Jacques en los últimos doce años ni tenía
nada que hacer en ese coctel. Dedujo que su nombre figuraba en una lista de
amigos no actualizada. Lo habían invitado por error, pero no se necesitaba
ser un adivino para ver en esa casualidad otra señal del fantasma. Vivía muy
cerca del ex convento y cada vez que pasaba por el portón con herrajes de su
antigua iglesia, de camino a la Gare de l’Est, lo invadía un vago desasosiego,
que había atribuido a su temperamento mórbido y depresivo. Ahora veía
claro: de ese edificio adusto emanaban, sin duda, vibraciones magnéticas
imperceptibles para el resto de los mortales. Buscó datos en Wikipedia para
documentar su corazonada. Los agustinos recoletos, una orden ascética y
contemplativa fundada en España en el siglo xvi, vestían un hábito negro
idéntico al de su doble. Es una celada, pensó, me quiere llevar a su territorio. Y si no caigo en ella creerá que me intimidó.
Se puso el único atuendo de persona respetable que guardaba en el
clóset, un traje gris perla de Giorgio Armani, y, para pasar inadvertido, llegó
una hora tarde al coctel, cuando el antiguo refectorio del convento ya estaba
abarrotado de socialités. Dentro del antiguo templo, comunicado con el refectorio por una puerta ancha, tocaba un conjunto cubano, y, a su alrededor,
los invitados jóvenes bailaban con más entusiasmo que ritmo. Saludó a Serge
Mornard, que ni siquiera se acordaba de su nombre, pero como buen agente
de relaciones públicas le agradeció efusivamente su asistencia. El bullicio de
la gente guapa y distinguida, risueña hasta la falsedad, exacerbó su misantropía. Si pudiera, mandaría al paredón a consumados maestros en el arte de
prostituir la amistad. Los odiaba por hipócritas y frívolos, pero sobre todo,
por su falta de valor para asumir el sentido trágico de la vida. Los meseros
de smoking pasaban ofreciendo canapés y copas de champaña. Cuidado, su
aislamiento no tardaría en hacerse notar y, en las lides sociales, la soledad
era una especie de roña.
136
lealtad al fantasma
Tomó el pasillo que desembocaba en los baños y abrió la puerta del fondo. Era el cuarto de trebejos del personal de limpieza. Se acurrucó entre las
escobas y las cubetas, con la puerta cerrada por dentro. Sacó dos bolsitas de
plástico, una con heroína y otra con cocaína, las mezcló en una cuchara y con
el fuego del encendedor se preparó una inyección de speedball. El coctel de
drogas le provocó una ráfaga de euforia paradójicamente sedante. Se sintió
un coloso invulnerable con el universo en el puño. A lo lejos, los murmullos
de la gente bonita y los acordes del son cubano le recordaban su exclusión de
un mundo al que no sentía ningún deseo de pertenecer, pues había convertido esa oscura covacha en el epicentro del cosmos.
Cuando despertó, a las cuatro de la mañana, los asistentes al coctel ya
se habían largado. Aún bajo los efectos de la droga, con una dulce modorra,
equidistante de la lucidez y la ebriedad, salió del escondrijo procurando
que la puerta no rechinara, pues temía toparse con un mozo de limpieza. Ni
un alma, tal vez harían el aseo al día siguiente. Se deslizó entre las mesas
atiborradas de botellas y copas, en dirección a la antigua iglesia. Al abrir el
pesado portón, el escenario se transfiguró. Estaba en un templo barroco del
siglo xvii, con un retablo de hoja de oro que refulgía a la luz de los cirios.
Las rústicas bancas de pino denotaban el desapego de la orden recoleta a
los deleites mundanos. El lujo era para Dios; para ellos, las penurias y las
privaciones. Los óleos con escenas de la vida de San Agustín y los bajorrelieves con las estaciones del viacrucis creaban una atmósfera opresiva de
solemnidad y recogimiento.
Escuchó un bisbiseo que provenía de los confesionarios, ubicados en
la nave izquierda, junto a la imagen de la Inmaculada Concepción. Debe de
ser él, pensó, me está llamando a su encuentro. Un superior de la orden, del
que sólo pudo ver los faldones de la sotana por debajo de una cortina negra,
escuchaba en confesión a un fraile encapuchado. Como el fantasma se había
esfumado tantas veces, ahuyentado por su presencia, Jean-Marie se ocultó
detrás de una columna para escucharlo a hurtadillas:
–Me acuso, padre, de alojar pensamientos inmundos en la purulenta sentina de mi alma. Justo ahora, cuando creía haber vencido los apegos sensitivos que provienen del cuerpo, el demonio se ha enseñoreado de mis sueños
y cada noche me tienta con espantables visiones.
137
enrique serna
–¿Qué visiones? –preguntó el confesor.
–Son tan repugnantes que me avergüenza referirlas.
–No podré darte la absolución si me ocultas tus pecados. Por más negros que sean, debes confiar en la infinita misericordia de Dios.
–Lo haré, padre. Pero temo que, por haber imaginado tales bajezas, no
sea digno ya de servir a nuestro señor Jesucristo. Le juro que he luchado por
divinizar el dolor, como lo manda nuestra regla monástica, pero cuando creía
haberlo conseguido, cuando avanzaba con paso firme por la vía purgativa,
que limpia el alma de todo aquello que la inficiona, empecé a soñar con pecados horrendos, cometidos por mí en un mundo futuro, tan vil y depravado
como la Roma de Domiciano o la pérfida Babilonia. En mis visiones gozo con
el dolor, pero no a la manera prescrita en los capítulos definitorios de nuestra orden. Me clavo agujas en todo el cuerpo, pero en vez de purificarme el
espíritu introduzco en mis venas un diabólico filtro narcótico, una especie de
beleño que me aletarga y predispone a los placeres carnales. Y esto es, padre, lo que más me alarma. En esas visiones, desdoblado como un monstruo
bifronte, con el alma repartida en dos cuerpos, soy un libertino sodomita, peor
todavía, un demonio engreído y soberbio que se cree superior al prójimo,
como si la vileza fuera un timbre de orgullo. Visito las ergástulas infernales,
pobladas por pecadores tan abominables como los vestiglos pintados en los
lienzos del Bosco. Danzan con lascivia en oscuros galerones, oyendo chirridos y retumbos, como los que según las escrituras anunciarán el apocalipsis,
y en medio de la batahola se ayuntan bestialmente sin recatarse de los demás, ya sea hombre con mujer o en infames actos contra natura. La primera
vez que vi a mi fantasma, gozaba a la vez como hembra y varón, ensartado
entre un brujo y una mujerzuela. Dios me perdone por tener una imaginación
tan sucia. Iba vestido con una extraña túnica, y cuando cruzamos una mirada
desperté bañado en sudor, avergonzado y contrito, pero debo admitirlo, con
el miembro duro como un leño. Desde entonces procuro combatir el sopor
rezando novenarios de rodillas, pero la fatiga me vence y en la madrugada,
antes del toque de maitines, vuelvo a ese mundo abyecto, lleno de pecadores
contumaces y máquinas pavorosas, en el que Satanás ha sentado sus reales.
–¿Llevas mucho tiempo teniendo sueños impuros?
–No puedo precisarlo, pero me ha parecido una eternidad.
138
lealtad al fantasma
–Debiste confesarte de inmediato. ¿Cómo te has atrevido a guardar tanta ponzoña en el alma?
–Perdone, padre. Creí que con la ayuda del Señor podía vencer al enemigo malo, o vencerme yo mismo, para ser más justo. Hago todo lo posible por
ahuyentarlo, pero con él no valen trisagios ni admoniciones. Tal parece que
se solaza torturándome con sus desmanes. De la depravación ha pasado al
crimen, de la lujuria a la sevicia. Mata, viola, humilla a los débiles con la saña
de un verdugo engreído. Su infinita soberbia nunca se sacia y temo que sus
bajezas me debilitan cada vez más. Si comparto aunque sea un adarme de
su egoísmo, no merezco el perdón de Dios. Sé que Lucifer pone a prueba el
temple de los santos varones con visiones malignas, pero ellos lo derrotan
con su fe inquebrantable. He procurado seguir su ejemplo, sabiendo que el
rencor de Satanás nada puede frente a la omnipotencia de Dios, pero tengo
muy flaca la voluntad, si acaso la voluntad gobierna los sueños. Podría jurar
que me acecha ahora mismo, mientras le desnudo las postemas de mi alma,
y escarnece con risas tabernarias mi sincero arrepentimiento.
Jean-Marie había escuchado la confesión con una mezcla de estupor y
humildad trágica. Toda una vida consagrada a cumplir los caprichos perversos del cuerpo y ahora resultaba que su cuerpo era un espejismo. Comprendió el misterio encerrado en sus despertares nocturnos, en la pérdida del
cabello, en el sueño sin reposo, en el hoyo negro de su memoria. El recoleto
atormentado, su amo y señor, apenas le había concedido una brumosa ilusión
de vida. Todo era un embeleco, hasta esa confesión. Sin duda, el monje la
estaba soñando, como soñó la orgía en la fiesta, los piquetes de heroína, los
crímenes sin castigo. A la luz de los cirios descubrió que su mano se había
vuelto traslúcida. Podía ver a través de ella las bancas de la iglesia. Pese al
dolor de constatar su insignificancia, trató de aferrarse a la última brizna de
orgullo que le quedaba y se acercó lo suficiente para susurrarle al oído:
–Está bien, tú ganas. No tengo un fantasma, el fantasma soy yo. De día
me maldices, por las noches pecamos juntos. Cuanto más porfíes en alcanzar
la pureza, más atizarás el fuego de tu perdición. Acudiré con diligencia a tus
invocaciones. Me odias tanto como yo te desprecio, pero sé que en el fondo
nos guardamos lealtad.
139
Tres poemas
D onna S tonecipher
Versiones de Cristián Gómez Olivares
ciudad modelo (1)
Fue como darse cuenta de a poco un invierno de que
hay edificios nuevos creciendo por toda la ciudad, y
luego percatarse de que cada uno de ellos es un hotel.
*
Fue como pensar en todas esas habitaciones vacías
durante la noche, todas esas habitaciones vacías construidas para albergar una ausencia, mientras yaces en
tu cama durante la noche, incapaz de dormir.
*
Fue como la sensación de caerse a través de la “o” de
model city [1] // It was like slowly becoming aware one winter that
there are new buildings going up all over your city, and then realizing
that every single one of them is a hotel. // It was like thinking about
all those empty rooms at night, all those empty rooms being built to
hold an absence, as you lie in your bed at night, unable to sleep. // It
was like the feeling of falling through the ‘o’ in ‘hotel’ as you almost fall
140
“hotel”, así como casi te quedas dormido en tu propia
cama, la cama que posees, atrapado al último por la
propiedad, la propiedad de tu yo completamente-despierto.
*
Fue como rendirse ante tu propiedad de ti mismo e ir
hasta la ventana para afuera todas esas versiones de
la palabra “hotel”, sutilmente iluminadas, anunciando sus nómadas ausencias a lo largo y lo ancho de la
ciudad.
ciudad modelo (2)
Fue como desviarte de tu destino para visitar una ciudad modelo al lado de una mina de hierro, un ejemplo
de planeamiento urbano, su muy espaciado alumbrado
público arrojando modestos conos de luz sobre la oscuridad de la vida humana.
asleep in your own bed, the bed that you own, caught at the last minute by ownership, the ownership of your wide-awake self. // It was like
giving in to your ownership of yourself and going to the window,
looking out at all the softly illuminated versions of the word ‘hotel’
/ announcing their shifting absences all over the city.
model city [2] // It was like driving out of your way to visit a model
city built next to an iron ore mine, a paragon of city planning, its well-spaced streetlamps casting small cones of light upon the darknesses
of human life. //
141
*
Fue como llegar a la más abandonada de las ciudades
modelo y ser incapaz de discernir las características
que la hacen una ciudad modelo, debido a que todas
sus características ya han sido incorporadas a otras
ciudades, debido precisamente a que eran modelos.
*
Fue como manejar con las ventanas del auto abajo por la
calle principal de la ciudad modelo donde todas las puertas y ventanas estaban tapiadas, y sospechar que te equivocaste de ciudad modelo, que la nueva ciudad modelo,
la ciudad modelo que buscabas, está lejos. Muy lejos.
*
Fue como estar bajo un cono de luz arrojado por ese
muy espaciado alumbrado público de la ciudad modelo equivocada, con todas sus ideas arrancadas, sus
puertas y ventanas tapiadas escondiendo aspiraciones
hacía mucho olvidadas para una ciudad modelo.
It was like arriving in the mostly abandoned model city and being
unable to discern the features that make it a model city, for all its features have been incorporated into other cities, because they were so model. // It was like driving down the boarded-up main street of the model
city with your windows down, and suspecting that you have come to the
wrong model city, that the new model city, the right model city, lies far off.
// It was like standing in a cone of light cast by one of the well-spaced
street-lamps of the wrong model city, mined of all its ideas, its boarded-up win- / dows hiding long-forgotten aspirations for a model life.
142
ciudad modelo (3)
Fue como pasar por una pequeña tienda debajo de una
pasarela, una tarde cualquiera en una zona desconocida de una ciudad conocida, y darse cuenta de que cada
uno de los artículos a la venta eran azules.
*
Fue como parar en la pista por la que venía afuera de la
tienda de artículos azules y estirar el cuello para mirar
más de cerca por la vitrina, sobre una parte de la cual
se refleja –azul– el cielo.
*
Fue como mirar atónito los artículos azules, al cielo
azul-claro, azul Francia, sets de lápices azules con
forma de no-me-olvides y poleras, peines y copas de
huevos, apartándose ellos mismos del reflejo del azul
del cielo.
model city [3] // It was like passing by a small shop under an
overpass one afternoon in an unfamiliar part of a familiar city, and
noticing that every single article for sale in it is blue. // It was like
stopping in one’s tracks outside the shop of blue articles and leaning
in to gaze closer through the window, over part of which is reflected
the blue sky. // It was like gazing transfixed at the blue articles, at the
sky-blue, royal-blue, forget-me-not blue pencil sets and T-shirts,
hairbrushes and egg cups, detaching themselves from the reflection
of blue sky. //
143
*
Fue como saber que tú nunca habrías pasado por la tienda
si hubiera estado en una zona conocida de la ciudad, y
esa familiaridad con la tienda azul sólo hará esta parte
de la ciudad aún menos –perpetuamente– familiar.
It was like knowing that you would never have passed by the shop
in the familiar part of the city, and that familiarity with the blue shop
will only make this part of the city even more –perpetually– unfamiliar.
144
La vigilia de la aldea
La trampa y el milagro
F abio M orábito
Daniel Samoilovich, Siete colinas de jade, conaculta, México, 2015, 276 p.
Eugenio Montale, al referirse a Umberto
Saba, poeta al que tenía en la más alta
estima, lo definió como un poeta “de
ocasión”, y acotó que lo decía en el sentido más elevado del término. Su acotación no era superflua, considerando que
se ha entendido tradicionalmente como
poesía de ocasión aquella que suele
acompañar acontecimientos de cierto
empaque mundano, como una boda, un
bautismo o un funeral. El propio Montale escribió algunos poemas en ese tenor, pero también tituló uno de sus libros
Las ocasiones, un libro fundamental en
su trayectoria poética. En él, abandona
la idea de la poesía como canto, es decir
como manifestación de un don innato
que, a la manera de una llave maestra,
le permitiría al poeta penetrar en todas
las facetas de la realidad, y se inclina
por una poesía avocada al registro de
ciertos acontecimientos puntuales, a me­
nudo nimios. Esos acontecimientos son
las “ocasiones”, que parecieran encerrar
en su aparente intrascendencia una clave secreta para el esclarecimiento de
algo importante en la vida tanto del poeta como de los otros.
A esa estirpe de poetas de ocasión,
dicho en el sentido montaliano del término, pertenece Daniel Samoilovich, por
cierto un asiduo lector de Montale, a
quien rinde un tácito homenaje en uno
de sus poemas a través del personaje de
Marforio, un interlocutor imaginario que
el poeta italiano se inventó para redactar
en forma de entrevista sus ideas acerca
de la poesía.
Siete colinas de jade reúne en forma
antológica la poesía escrita por Samoilovich desde su primer libro, publicado
en 1973, hasta 2009. Abarca treinta y seis
años de trabajo y ocho libros de poemas.
Desde el poema que abre la antología,
encontramos la evocación de una experiencia nimia pero imborrable, característica de una poética que se rehúsa a
abrazar la realidad de manera abarca145
dora y prefiere la anotación de un momento aislado, ante el cual el propio
poeta se declara relativamente extraño.
No es casual que muchos de esos poemas se presenten en forma de “postales”, esto es, de momentos captados
durante algún viaje, incluso de viajes
de la más pura cepa turística, pues es en
los viajes donde más a menudo la realidad nos muestra datos y pliegues iné­
ditos, no necesariamente llamativos ni
espectaculares.
En este primer poema, pues, el poeta, que se encuentra en alguna localidad
no especificada, ve unas colinas donde
sólo hay unos inocentes montoncitos de
pasto a los pies de un árbol. Su percepción alterada por la mariguana transforma los montoncitos en siete colinas de
jade. La alteración producida por la droga encierra una actitud a la cual se ha
mantenido fiel la obra de Samoilovich,
que es el carácter fuertemente subjetivo de nuestra percepción del mundo.
Los efectos de la droga sólo llevan a un
grado caricaturesco las deformaciones
producidas por nuestra subjetividad.
Al poeta-vate, iluminado e iluminador,
que pretendía construir un mundo para­
lelo al que conocemos, un mundo sustituto regido por otras reglas, sucede el
poeta cronista, consciente del limitado
alcance de su punto de vista y de su
testimonio. La poesía abandona cualquier aspiración totalizadora para subsistir a base de una especie de rastreo
detectivesco de las huellas de algún
reino perdido:
146
Señalabas tres hebras amarillas
de pasto entre las grietas del basalto.
Nosotros, los únicos testigos.
El poeta y su acompañante, probablemente un acompañante amoroso, se
detienen ante una estampa inaudita: tres
hilos de pasto que brotan de la aridez más
absoluta. Un señalamiento también inaudito, que sólo puede explicarse porque
brota del amor. Sólo porque amamos
a alguien nos fijamos en cosas que de
ordinario pasarían inadvertidas. Así, el
pequeño poema telúrico es en realidad un poema amoroso. Pero también
podemos decir lo contrario: el poema
amoroso no sería tal si no aludiera a algún peligro de los que los amantes deben resguardarse: la aridez del basalto,
el final de los jugos nutricios de su pasión. Y tampoco lo sería si no señalara el
antídoto de semejante desastre: las tres
hebras de pasto que, contra toda lógica,
aprovechando un accidente afortunado,
se las ingeniaron para crecer en medio
de la más completa negatividad. Creo
que a Montale le habría gustado este
poema, porque sus famosas ocasiones,
en el fondo, no eran más que situaciones inauditas, o sea pequeños milagros,
y de la poesía de Samoilovich se desprende que somos, como cualquier especie, una especie milagrosa, milagrosa
como el pasto que brota de la nada o de
la casi nada. El carácter a menudo humorístico de su poesía responde a una
mirada que busca entre las grietas del
suelo una señal de que lo profundo nos
asiste y nos protege de la inanición
siempre al acecho. No deja de ser humorístico, por ejemplo, el título mismo
de esta antología, Siete colinas de jade,
que a un lector desprevenido puede
evocarle una poesía de fuste contempla­
tivo-simbolista-trascendental, es decir,
todo lo que no es la poesía de Samoilovich. El libro debería haberse llamado
Siete montoncitos de pasto, más acorde
con la experiencia consignada por el
poeta en su poema. La elevación de estatus de montoncito de hierba a colina
ondulante no pretende ennoblecer la
realidad, sino crear un nexo cómplice
con el lector a través de la admisión de
la poca fiabilidad de la propia mirada,
incluso de su carácter tramposo. Después de todo, la trampa y el milagro tienen
muchos puntos en común. Así, todo montoncito de pasto oculta una colina de jade
y toda colina de jade puede reducirse a
un montoncito de pasto. A través de la
ironía, del humor, de la trampa, nos es
dado alcanzar, si no la objetividad, la
certeza de pisar un suelo común. Que
otros aspiren a una objetividad a secas,
a la objetividad por principio. Los riesgos
de esta pretensión se ilustran en otro de
los poemas iniciales del libro, donde un
convivio familiar en ocasión de la fiesta
judía del “Baccarat” se convierte en
una disputa teológica entre los parientes, cada uno de los cuales defiende su
versión particular de la huida de Egipto del pueblo de Israel, basándose en
citas rabínicas, diccionarios y fuentes
diversas. Es un poema hilarante, pero
también siniestro, en donde la conquista de la verdad a toda costa desemboca
en una lucha sin cuartel, y la escritura,
la sagrada escritura, suplanta la comida,
pues en vano los niños tienden sus manos hacia los dulces de la mesa, que se
ha convertido en el coto exclusivo de la
disputa rancia y añeja de los adultos. La
escritura es denunciada en su pretensión
de fijar la verdad de una vez por todas.
El que es quizás el libro más ambicioso de Samoilovich, Las encantadas,
va en el mismo sentido. Transcurre todo
él sobre el trasfondo de un viaje realizado por el poeta a las Galápagos, donde, como sabemos, el genio de Darwin
puso de manifiesto la mutación permanente de todo lo que vive. Ese libro, que
puede leerse como un solo poema, es
una larga reflexión sobre las formas,
que representan el tema de fondo de la
teoría de la evolución. ¿Por qué no hay
formas inmutables? ¿Por qué todo se
parece a todo y al mismo tiempo nada
se parece a nada? El poeta se torna un
recolector de signos dispersos, inseguro de su significado, guiado únicamente por la intuición de un sentido que
los une, tal como Darwin fue recolectando un poco a ciegas las piezas sueltas que después constituirían el vasto
rompecabezas de su teoría. Este trabajo de búsqueda a tientas queda admirablemente descrito en otro poema del
libro, que cito parcialmente, titulado
“El pintor y su musa”:
Le criticaron que no hubiera
147
personas en sus cuadros: parecían minerales,
cosas tiradas al azar sobre el planeta
por un alma sombría.
Entonces los pobló de seres desgraciados,
mendigos, enfermos, muertos redivivos,
paranoicos, sin casa: pero para eso, dijeron,
daba lo mismo que no hubiera nadie.
(...)
Al fin se dio cuenta de lo tonto que había sido
escuchando a los críticos y a no a su propia
musa
que lo empujaba a la abstracción
como una fuerza impulsa a la trucha río arriba,
a los ingleses al mar,
a los deseosos a apartarse de su madre.
Es la descripción de la trayectoria
de un pintor moderno, pero no resisto a
la tentación de leerlo también como la
poética bajo la cual y, a grandes rasgos,
se cobija el propio Samoilovich. Aquí,
la abstracción hay que entenderla en su
sentido más elemental, como una liberación de las formas impuestas o, mejor dicho, como el reflejo más fiel del
carácter efímero de todas las formas,
sometidas a la ley del eterno cambio;
una poética, por lo tanto, que rechaza
tanto el abrazo totalizador del poeta iluminado como el afán de veracidad de
los poetas objetivos o sencillistas, y encuentra en la deformación irónica, en
la aceptación de que nada permanece
fijo y en la necesidad del milagro, su
verdadero cuño. Que se trata de una
poética en donde la presencia del otro
es fundamental, salta a la vista, porque
el poeta que confía en la importancia de
acontecimientos puntuales y a menudo
nimios, se ve a sí mismo antes que nada
148
como un testigo, sabedor de que su verdad no es más que una porción de una
verdad compuesta por la suma de muchos testimonios, entre ellos el suyo. La
admisión de la precariedad de la propia
experiencia crea un vínculo emotivo con
los demás que reorienta nuestra mirada
hacia los elementos más insignificantes
que nos rodean. Es otra manera de decir que la propia musa, las siete colinas
de jade que se ocultan en cualquier
montón de pasto, no se posee, sino hay
que ganársela todo el tiempo.
El primero de los perdedores
F ernando M ontenegro
Ignacio Padilla, Cervantes y compañía,
Tusquets, México, 2016, 136 p.
A principios de este año, Ignacio Padilla publicó Cervantes y compañía, un
libro de ensayos bajo el sello de la editorial Tusquets. Se trata de cinco textos
que escapan, en ocasiones, a la categoría
de ensayo propiamente dicho, o por lo
menos en su sentido adorniano, y flirtean
con la crónica personal, la memoria o la
conferencia. Cada pieza aborda, desde
distintas perspectivas y estrategias, la
figura y obra del autor español, de cuyo
aniversario luctuoso, como se ha recordado hasta el vómito, se cumplen 400
años en este 2016. Existe, sin embargo,
una sombra o rumor que recorre el espinazo de este volumen conmemorativo: la intolerable figura de William
Shakespeare.
El primer texto, en efecto, enfrenta
rápida y directamente esta cuestión. Ti­
tulada “Versos de Shakespeare y desdichas de Cervantes”, se trata de una
versión, más acabada y legible, de la
conferencia homónima ofrecida por Padilla en el Festival Internacional Cervantino en 2014 (una nota explicativa
aparece en el libro). Ambos autores están ubicados en las esquinas opuestas
de un ring de boxeo, suponiendo que de
un lado se encuentra el joven Muhamed
Ali, en la cumbre de su gloria, y del otro
el oscuro y burlón pugilista argentino
Óscar Bonavena, quien en la conferencia de prensa previa al combate le
recordaba amargamente a su rival que
Cassius Clay era su verdadero nombre.
Aquella pelea –una pelea dura, lo más
parecido quizás a la de Apolo vs Rocky
I– resultó favorable para Ali. Seis años
después de la contienda, mientras el
peleador argentino destrababa un lío
de faldas o de dinero, fue asesinado en
Reno, Nevada. Será siempre más recordado como aquel que casi le gana a Ali.
De Miguel de Cervantes no se puede
decir exactamente lo mismo. Cervantes,
según Harold Bloom, conforma ese tándem 1-2 en el ranking de la literatura
universal, aunque, claro, ocupando la
retaguardia. Shakespeare es el indiscutible número uno. Si de boxeo se tratara, se diría que el segundo, Cervantes,
es el primero de los perdedores. Esta
sentencia la acuñó Salvador Bilardo
cuando la selección argentina fue derrotada en la final de 1990. La volvió a repetir, a su modo, Diego Simeone tras la
última Champions League y, sin duda,
la sentiría así Cervantes, aunque no en
relación a Shakespeare (a quien seguramente le daba lo mismo), sino respecto
a Lope, el príncipe de las letras castellanas a principios del siglo xvii.
Esto nos lo explica bastante bien Padilla en aquel primer ensayo. Siempre en
contraste con Shakespeare, el autor se
pregunta, principalmente, por las razones
tras de la poca fortuna de Cervantes
entre los suyos, tanto en los tiempos que
le tocó vivir como en los siglos venideros. Me explico mejor. Si bien Cervantes es una figura venerada en el olimpo
de la cultura castellana y universal, son
pocos sus lectores verdaderos y menos
sus exégetas rigurosos. El Quijote, dice
Padilla, ha sido leído, con no poca
frecuencia, como una novela que rinde culto al idealismo, al valor de las
149
fantasías humanas y el ensueño, o bien
como un texto esencialmente humorístico, incluso hilarante. Esas lecturas tan
cursis como opresivas, argumenta el autor, fueron aplicadas por los románticos
alemanes, Goethe entre ellos, quienes
la leyeron equivocadamente tras casi
dos largos siglos de olvido.
El único personaje importante que
habría dicho algo sobre los verdaderos
alcances de El Quijote, recuerda Padilla, fue el sombrío Quevedo, quien si
en un juego espiritista dijera algo positivo sobre alguien, inmediatamente lo
obligaría a pagar un siquiatra. En todo
caso, que a Quevedo le haya gustado El
Quijote y que su trascendencia no le resultara novedosa, da cuenta de lo profundo que había llegado aquella novela que
inaugura la modernidad. La modernidad
era para el poeta castellano un cataclismo lleno de contradicciones inherentes
que sólo podrían acabar en tragedia. ¿No
es esta la verdadera ingeniería detrás de
El Quijote? En opinión de Padilla, éste
es el caso y una de las pruebas irrefutables se encuentra en el hecho de que
Cervantes se viera obligado a escribir
una novela, pues su carrera como dramaturgo había fracasado estrepitosamente. La novela, dice Padilla, surge más de
una “colisión brutal” que dominaba el
espíritu de Cervantes, que de una libre
elección de su espíritu. Si de él hubiera
dependido, se explica en el texto, habría seguido el camino de Lope y no el
del caótico novelista: “Empujado más
por las circunstancias que por personal
150
inclinación, Miguel de Cervantes se ve
de pronto instalado en un género bastante más joven que el dramático, y no
puede enmendar sus obras si no es con
prólogos y segundas partes, especulando sobre su éxito o sobre su fracaso,
explicando sus errores en otros libros
que también tendrán errores, propios o
de sus impresores, en un embrollo de
muñecas rusas acorde con el carácter
impuro de la novela como extenuante y
brillante labor de Sísifo”.
Tras esta reflexión, el contraste con
Shakespeare resulta algo más diáfano.
Al contrario de Cervantes, el inglés trabajaba con un género que no sólo estaba más establecido (que le permitió a
Lope escribir centenares de obras) sino
que conocía a la perfección, puesto que
ocupó todos los papeles posibles en ese
campo: fue actor, dramaturgo y propietario de una compañía teatral. Por otra
parte, la fama del género era de tal dimensión que más vale compararla hoy
en día con fenómenos masivos como el
futbol o el cine. La penetración de aquellas obras fue tan extraordinaria que
terminó por prácticamente invisibilizar
la figura del propio William Shakespeare, de quien, como es conocido, se tienen
escasos y dudosos datos biográficos. Esa
opacidad, sin embargo, forma parte también de su imbatible prestigio, pues lo
ha convertido en un mito de origen de la
literatura moderna. Cuando uno piensa en un escritor universal, piensa antes
en Shakespeare que en Cervantes. Lo
siento.
La mala suerte, expresada magníficamente en aquella frase que Padilla
recuerda con frecuencia (“más versado
en desdichas que en versos”), también
juega un papel importante en esta comparación. El primero ha conquistado el
mundo y levantado todos sus trofeos.
Cervantes, tan genial como su homólogo
inglés, tiene incluso dificultades para ser
profeta en su propia tierra (la lengua).
Si se me permite la comparación, ésta
es la diferencia fundamental, salvando
las distancias, entre Maradona y Messi:
una cuestión de interlocutores.
En el segundo ensayo, “Elogio de
la impureza” –el discurso que Padilla
entregó en su ingreso a la Academia
Mexicana de la Lengua–, se habla precisamente de esa marginalidad cervantina. La discusión resulta interesante
porque formula un debate bastante tenso,
por cierto, entre la obra del escritor español con la academia que lo estudia. Sin
antes deferir a un puñado de estudiosos
(Francisco Rico o Margit Frenk…), relata
cómo su experiencia de escritor latinoamericano en Salamanca le permitió
ver esta faceta de Cervantes, usualmente petrificado como una figura central,
canónica e institucional que, sin embargo, a decir verdad, recorrió durante
la mayor parte de su vida, las cloacas
de la historia. Esa marginalidad tuvo
como resultado su obra de 1605 (o 1615).
Al respecto, Padilla se permite un
gesto teórico interesante que se puede
leer en el siguiente pasaje: “Allí estaban
el humor y la ambigüedad consagrados
como espacios críticos necesarios contra una institucionalidad cada vez más
esclerótica y aferrada al carnaval que
negaba lo que Cervantes padecía cada
jornada: la debacle de la utopía, la esperpentización del sueño de pureza
europeo frente a la realidad profunda
de la impureza americana”. Líneas más
adelante insiste, con acierto, que Cervantes fue el fundador de su propia
modernidad. Quizá convenga decir que
Cervantes fue el fundador de nuestra
modernidad americana en más de un
sentido, sobre todo si, atendiendo a la
definición de Fred Jamison, la entendemos como un proyecto cuya mayor
característica es que nunca está o será
terminado. Está, desde siempre, condenado al fracaso. Esa certeza obligaba a
Cervantes a trabajar con otro material.
Algo que Padilla describe como lo im­
puro. Sólo en la impureza –lo que quizá
García Canclini llamaría híbrido– se
puede trabajar una ficción como El
Quijote. No en vano se nos sugiere que
el texto que leemos proviene, en realidad, de un texto árabe anterior.
En el tercer ensayo, “El accidente
de la novela moderna”, Padilla sugiere
otra tensión, esta vez entre los dos géneros literarios cuya diferencia podría
explicar la relación entre El Quijote de
1605 y el de 1615. Me refiero al cuento
y la novela. En su opinión, la naturaleza formal del cuento trabaja con la idea
utópica de la primera parte, en tanto que
el cuento se construye bajo un principio
–imposible, no obstante– de perfección,
151
de simetría. La novela, en contraste,
tiende y es ella misma un monstruo,
un animal imperfecto. Pero es en esa
imperfección donde es posible. El novelista, en este sentido, es un cuentista
que ha renunciado a su utopía literaria:
“El vencido cuentista que es Cervantes
acude al relevo del dramaturgo que cree
que es, lo invoca para que contenga el
accidente de la amplitud y combata la
nacencia monstruosa de su novela: de
improviso la venta de Juan Palomeque,
a despecho de sí misma y de las reglas
más elementales de verosimilitud, se
convierte en escenario teatral disonante con el espacio novelístico”.
Para Padilla, el Cervantes de la segunda parte de Don Quijote, distinto a
este primer Cervantes, ha aceptado con
amargura su destino de novelista y, por
eso, aquélla no sólo convive con el accidente, sino que lo provoca. Evidentemente, esta resignación también está
relacionada con la propia situación de
España hacia principios del siglo xvii,
aunque en un análisis más acorde con
nuestros tiempos habría que incluir a
toda Europa. Si la novela tiene en el
adn las coordenadas de su fracaso (por
eso, desde su nacimiento, es un texto autorreferencial), la modernidad, su matriz,
padece de la misma miseria cervantina.
Por lo demás, no deja de ser interesante la observación de Padilla en
un plano más formal, siempre desde la
relación entre las dos partes de El Qui­
jote. Si la primera parte fue, o quiso ser,
un cuento (como Alonso Quijano quiso
152
y acaso fue don Quijote), es casi absurdo determinar, aunque se puede sacar
otra conclusión: la primer parte es, en
todo caso, la condición de posibilidad de
la segunda. En consecuencia, las reglas
con que funciona El Quijote de 1615 sólo
pueden ser localizadas en el de 1605. Algo
similar ha observado Roberto González
sobre las obras del boom en relación a
Jorge Luis Borges. Es cierto que Borges se negó a escribir novelas y que
jamás suscribió el latinoamericanismo
galopante de García Márquez o Fuentes, y sin embargo escribió, en cuentos
cervantistas como “Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius”, las reglas (planos) con que se
pudo erigir Cien años de soledad o Te­
rra nostra.
El cuarto texto, “La aritmética de Cervantes”, empieza también con una conocida cita de Borges, quien lamenta
la excesiva adulación a la figura del
escritor español en desmedro de su estudio y análisis. Otra vez, en compara­
ción con Shakespeare, Padilla busca
desmitificar el semblante áureo de Cervantes que, tras cuatrocientos años, se
ha convertido en patrimonio cultural de
la humanidad, si bien poco leído. En opinión del autor mexicano, es esta imagen, como prototipo del idealista hombre
europeo, la que menos le hace justicia,
sobre todo cuando pocos son los aventurados y valientes que se sumergen en
su obra.
Vale la pena señalar que el texto de
Padilla funciona con una estrategia novedosa. El hablante se oculta (¿o se mues-
tra más?) tras la figura de tres fiscales
que, ante los jueces, presentan un caso
en contra de la figura políticamente correcta de Cervantes. He aquí un breve
ejemplo: “Sostiene el primer fiscal que
el acusado es un ludópata confeso, un
valentón impenitente y asiduo parroquiano de tabernas de mala nota. Numerosos
testigos y documentos debidamente autenticados confirman que se trata de un
individuo sin oficio estable, un antiguo
combatiente que ha pasado la mitad de
su vida asediado por deudas y la otra
mitad mantenido por las mujeres de su
familia, cuyo ejercicio de busconas es
bien conocido”.
En lo sucesivo se puede leer el dictamen de un grupo de jueces que, a
pesar de los argumentos del fiscal, se
resiste a admitir aquella faceta patética y lindante con lo criminal del Ingenioso Lego, del mismo modo en que, al
parecer, las cortes norteamericanas se
niegan a aceptar que Hillary Clinton
fungió como espía compulsiva durante
los días en que estuvo a la cabeza de
la diplomacia estadunidense. En todo
caso, en opinión de Padilla, esta admiración de Cervantes por default lo
perjudica más que lo beneficia, pues
condiciona la lectura y, más todavía, el
análisis de su obra.
Por último, el quinto texto, “Cervantes incorporated”, es un divertimento que
hace las veces de pasquín publicitario
o infomercial donde se ofrecen diferentes productos del universo cervantino
como si se tratara de una especie de
Disneylandia. De hecho así lo entiende
el autor. Este prodigio descubre cuán
enterado está Padilla de la dilatada nómina de personajes cervantinos amontonados durante varias agotadoras páginas (se
supone que así lo sean, por otra parte).
Copio un fragmento: “Para las niñas
contamos con una docena de muñecas
Barbie, casi idénticas, con mínimas variantes de color de pelo, que representan a Lela, Soraya, Dorotea, Marcela,
Lucinda, doña Clara. Mención aparte
merece nuestra curiosa muñeca Dulcinea del Toboso, que tiene el aspecto de
una fea y bigotuda labradora”.
El programa de su último texto revela un gesto fundamental del libro, que
puede resumirse en las siguientes preguntas: ¿cómo leemos hoy a Cervantes?,
¿qué lugar ocupa en la cultura contemporánea?, ¿por qué sigue siendo importante, si es que lo es? Ante ellas me parece
que el autor responde de una manera
no tan distinta a la de Borges. No en
vano el último texto conocido del autor
argentino prefirió tratar a Shakespeare, a quien consideraba un dios, una
suerte de arquetipo humano, mientras
solía decir de Cervantes que se trataba únicamente de un amigo. El propio
Padilla reconoce que Shakespeare ha
influido más o, por lo menos de manera
más clara, en la cultura contemporánea
(cualquier cosa que esto signifique).
Baste considerar la cantidad inmanejable de adaptaciones dramáticas y películas que se han montado de su obra
y compararla con el más raquítico y
153
desafortunado corpus de adaptaciones
cervantinas. En algún seminario sobre
el asunto, Padilla solía recordar un intento fallido de Orson Wells al tratar
de adaptar El Quijote. Sin duda es un
ejemplo perfecto para ilustrar la situación.
Quizá pueda ofrecerse cierto alivio
a los cervantistas más barra-brava con
una pregunta inversa que está, a su
modo, sugerida en el libro de Ignacio
Padilla: más que preguntarnos por los
modos en que leemos hoy al alcalaíno,
debiéramos pensar cómo nos lee él a
nosotros. En mi opinión, esta variante
promete un giro ideológico en nuestro
intento de comprender a Cervantes y,
con él, el problema de nuestra literatura. ¿Qué tienen, el caballero y el escudero manchegos, que decirnos sobre
nuestros tiempos de centro comercial?
En mi opinión, ésta es la pregunta que
sólo puede ser levantada por perdedores como Cervantes, pues, como nos
lo recuerda el propio Borges, hay una
dignidad que el vencedor nunca puede
alcanzar.
154
Apuntes sobre una huida
A lejandro B adillo
Elena Garro, Cuentos completos, Alfaguara,
México, 2016, 542 p.
Hay varias perspectivas para aproximarse a la figura de Elena Garro (19161998). La más visible, sobre todo en los
últimos meses, es la privada. Su papel
como esposa de Octavio Paz y sus polémicas en el movimiento estudiantil de
1968 han concentrado la mayor parte
de las discusiones. Su vida retirada en
París y su posterior regreso a México
para morir en Cuernavaca, rodeada por
sus catorce gatos, la convirtieron en un
fetiche atractivo, casi el personaje de
una de sus muchas historias. En México, a veces demasiado enfrascados en
la vida del autor en lugar de su obra,
la narrativa de Garro tiende a ser opacada por las polémicas entre aquellos
que han investigado su vida hasta el
último detalle. Sin embargo, los cuentos, novelas y obras de teatro de la
autora nacida en Puebla, merecen un
amplio debate en los círculos literarios.
En este año, aprovechando el centésimo
aniversario de su nacimiento, Alfaguara publica su narrativa breve. La publicación de estos Cuentos completos,
con prólogo de Geney Beltrán Félix,
es un acontecimiento editorial ya que
gran parte de estas narraciones resulta desconocida para los lectores cuya
referencia más cercana y casi única es
Los recuerdos del porvenir, novela publicada en 1963.
Los Cuentos completos que Alfaguara
integra a su colección de recopilaciones
del género que incluye a autores como
Juan José Arreola, Juan Carlos Onetti,
William Faulkner, entre otros, reúne los
volúmenes La semana de colores (1964),
Andamos huyendo Lola (1980), El acci­
dente y otros cuentos inéditos (1997) y La
vida empieza a las tres (1997). Además
ofrece los cuentos inéditos “Amor y paz”
y “Lago mayor”. Una de las primeras intenciones que surgen cuando termina la
lectura de estos cuentos es poner en
la balanza el momento de publicación, la
etapa creativa de la escritora, su búsqueda y el contexto literario que la rodeó.
Los dos textos inéditos que incorpora la
edición de Alfaguara constituyen una
especie de regalo para los lectores, sin
que estos descubrimientos afecten la
lectura de la obra recopilada. Garro, a
pesar de no ser una autora de pocos textos, al estilo de Juan Rulfo o Julio Torri,
al parecer tampoco dejó mucho material
póstumo. Esto se agradece puesto que,
en el afán de vender a una autora perteneciente al canon nacional, se pueden sacar a la luz obras que no fueron
pensadas para publicarse.
Los cuentos de Elena Garro muestran, para el lector curioso que se acerca por primera vez a ellos, una mezcla
de intereses y búsquedas estilísticas. Si
observamos los años de diferencia entre
el primer volumen (1964) y el segundo
(1980), encontraremos un gran lapso en
el que pueden entrar varias suposiciones: un alejamiento del género o, simplemente, una contención de la autora
para la publicación, cosa que no representa una sequía creativa sino un trabajo en solitario, dedicado, hasta hacer
públicos los frutos de ese periodo. Igual
sucede con el intervalo entre su segunda y tercera publicación. La semana de
colores muestra lo que, generalmente,
se puede ver en los primeros libros
de cuentos: arrojo y un evidente deseo de
aventura sin pensar demasiado en la
crítica. Si pensamos de nuevo en el año
de publicación, 1964, podremos entender los riesgos de la autora y las similitudes o diferencias con sus coetáneos.
En aquella época, los resabios de cierto tradicionalismo literario comienzan
a desvanecerse. Farabeuf, de Salvador
Elizondo (1965); La obediencia nocturna,
de Juan Vicente Melo (1969); las obras
emblemáticas de la contracultura: La
tumba, de José Agustín (1964), y Ga­
zapo, de Gustavo Sainz (1965); incluso
obras inclasificables como Los peces,
de Sergio Fernández (1968), son algunos
ejemplos de escritura que olvidó los viejos moldes para internarse en propuestas difícilmente vistas en la producción
nacional. Por este puñado de ejemplos,
la década de 1960 está enfrascada en la
experimentación que llevó a romper los
límites de la narrativa. Ésta seguirá, en
varios autores, la estela dejada por la
literatura europea y norteamericana. El
caso de Elena Garro no es la excepción,
aunque su experimentación se aleje de
155
los autores mencionados. En La sema­
na de colores no vemos, como sucede en
Elizondo o Fernández, un lenguaje novedoso o un rompimiento extremo con las
estructuras temporales o la identificación
de personajes; tampoco advertimos un
intento de representación generacional o
búsqueda de identidad ante una sociedad
anquilosada como en José Agustín y Gustavo Sainz. En los cuentos de este primer
libro se mezcla una escritura aparentemente tradicional con la reiterada obsesión por descubrir el lado fantástico de
una realidad que parece inamovible. En
su primera incursión en el cuento, Garro
se mueve entre las aguas del cuento tradicional y una mirada extraña que desemboca en varios frentes: el absurdo,
el sueño, el equívoco que queda como
un cabo suelto y reta, desde su interro­
gante, al lector. “La culpa es de los
tlaxcaltecas”, quizás uno de los cuentos más famosos de la autora, muestra
la intención de buscar un paralelismo
temporal que repta bajo la cotidianidad
de los protagonistas. En “Los zapateritos de Guanajuato”, la in­
defensión
de un par de artesanos llegados a la
ciudad de México y la ayuda que les
brinda una mujer es sólo el inicio de
una confabulación cuyos hilos, una vez
desenredados, terminan en una escena
sostenida sólo por la ilógica y el absurdo. La obsesión del tiempo, visto como
una coordenada falibe, maleable, se
refleja aún más en uno de los mejores
cuentos del libro: “¿Qué hora es?” La
trama gira alrededor de la espera: una
156
mujer alquila un cuarto de hotel porque espera la llegada de un hombre que
viaja de Londres a la ciudad de México. La espera se prolonga y el dinero
se agota. Sin embargo, ella resiste los
cuestionamientos del gerente del hotel
y se aferra a una visita que, antes del
punto culminante de la historia, parece
un desvarío. Esta pieza también tiene su
ancla en una de las herramientas que usa
la autora para dar cohesión a sus textos: la tensión provocada por un misterio
cuya resolución parece no llegar. No nos
encontramos ante un dilema detectivesco sino, muchas veces, son los mismos
personajes los que crean el misterio con
decisiones ilógicas o cuyas motivaciones parecen fantásticas. El lector devora línea tras línea para saber adónde
conducen las maquina­ciones. Garro entiende el cuento, en esta primera incursión, como lo dictan los cánones: pocos
personajes, un solo centro de gravedad
cuya ancla radica en la distorsión del
tiempo y la extrañeza que se asoma
poco a poco, entre líneas, hasta que se
convierte en lo más importante. La tensión, en otros cuentos, se logra por una
amenaza que, también, tiene una gran
dosis de enigma. En “El robo de tixtla”,
una niña es testigo de la incursión de
unos ladrones en una gran casa. Su negativa a contar lo que ocurrió hace que
aparezcan diversas suposiciones que,
de nueva cuenta, serán superadas por
una vuelta de tuerca. En La semana de
colores los personajes pertenecen a un
lienzo que, en un primer vistazo, es
aún deudor del relato costumbrista o la
descripción cuya primera intención es
el folclor. Sin embargo, en una segunda mirada, o al avanzar en los párrafos,
nos damos cuenta que la autora se vale
de esas criaturas y de ese escenario para
darle un giro, cambiarlo a una dirección
en la que domina la maravilla. Otra
muestra interesante en la que entran
en juego estos elementos es “El árbol”.
En este cuento, fundado en el diálogo
entre dos mujeres, la sumisión empieza
a revelarse como una fuerza amenazante
aunque, en varios pasajes, aún ambigua.
El segundo volumen de la autora,
“Andamos huyendo Lola”, es quizás el
más complejo de definir y de analizar.
También es el que, a mi gusto, asume
los mayores riesgos y afronta las pérdidas que sufren los textos híbridos. En
este libro, Garro olvida la concreción
de sus anteriores trabajos y encadena
situaciones que, en algunos casos, tienen tonos de pesadilla. No hay una situación que monopolice las decisiones
de los personajes sino que la trama se
dispersa en pequeñas situaciones, breves escenas que conducen a otras. En
cada uno de los diez cuentos se conserva, como una constante, la visión
de los perseguidos o las peripecias de
aquellos que parecen invisibles a ojos
de los demás. Los protagonistas, casi
siempre mujeres, huyen de cuento en
cuento jugando diversos tipos de papeles. A veces el escape es por motivos
políticos, a veces por fuerzas que las
acosan sin muchas explicaciones. Ga-
rro, imagino, trata de darle unidad a su
libro haciendo que sus cuentos tengan
pasadizos entre ellos. Sin embargo, al
contrario de su primer volumen –La
semana de colores– no le interesa conservar la tensión dramática usando
un embrollo que se debe superar. Las
piezas de este segundo libro apuntan
más a la creación novelesca de personajes y situaciones. Aquí la narrativa
de Garro pierde el encanto que había
logrado detonar en su primera etapa.
Si bien los personajes, como apunto
líneas atrás, intentan hablar desde sus
constantes escapes, desde situaciones
que los ponen contra la pared, la narración se regodea en diálogos, aventuras
breves cuyo peso queda en evidencia
desde las primeras líneas y no añaden
un elemento de incertidumbre sino que
se sumergen en un proceso meramente
descriptivo y, en algunos puntos, psicológico. En Andamos huyendo Lola, al
menos en los textos más largos, hay más
de noveleta que de narrativa breve o cuento. El texto que le da nombre al libro es
el que más se aproxima a la intención
de reflejar la vida de los personajes antes que concentrar el foco narrativo en
una anécdota. Usando como escenario
un hotel, Garro nos introduce en un
caleidoscopio de personajes, extraños
entre ellos, que huyen en las calles,
buscan alojamiento, se ayudan o sufren
constantes traiciones.
La tercera etapa recopilada por Alfaguara, correspondiente a El accidente y
otros cuentos inéditos y La vida empieza
157
a las tres, funciona como una especie
de resumen de los libros anteriores. “El
accidente”, en casi todos sus elementos,
se desempeña como un cuento policial
que no tiene mayores sorpresas que la
solución de la conjura. En “La vida
empieza a las tres”, se regresa a a la primera etapa de Garro. Usando de nuevo
el juego en el tiempo, la narración parte
de una línea real (el viaje de una pareja
en barco) y, por otro lado, una tragedia
que da comienzo a una nueva vida para
las aparentes víctimas. El tiempo se
detiene y las figuras, fantasmales, dejan rastros que rompen las dimensiones
y aparecen, como huellas de agua, ante
la vista de otros. Uno de los cuentos
más crudos de todo el volumen es “Hoy
es jueves”. El relato, extenso, es una
descripción pormenorizada de las penurias de una mujer. Aislada por su
familia, violentada por su esposo, va de
caída en caída hasta que, en la conclu­
sión, se refugia en una especie de oración psicótica que le impide acabar con
la vida de su hijo. El relato, totalmente
realista, no depara ningún giro y la protagonista transita por la trama hasta un
final que se contruyó desde la primera
línea.
Un aspecto interesante en la narra­
tiva breve de Garro, y que Geney Beltrán Féliz subraya en el prólogo, es la
mirada del perseguido. En muchos casos, sobre todo en “Andamos huyendo Lola”, los personajes se enfretan a
fuerzas, casi siempre irracionales, que
los acosan hasta llevarlos a situaciones
158
límite. Los mejores momentos de sus narraciones aparecen cuando el elemento
fantástico se introduce sutilmente en la
trama y lleva al cuento a una conclusión
que, sin ser sorpresiva, deja en el lector
la sensación de un descubrimiento. Los
cuentos más flojos son aquellos cuya
vocación parece perderse de más en
una divagación innecesaria, como si la
autora, demasiado enfrascada en la vida
de sus personajes, olvidara que también está escribiendo para otro.
Una de las primeras decisiones al
momento de hacer una crítica a la obra
cuentística de Elena Garro es situarla
en su época y, así, mirarla en el espejo
de otras obras e inquietudes artísticas.
Lo primero que salta a la vista es una
exploración solitaria que, si bien puede
tener algunos vínculos con autores coetáneos, parece un ejercicio de escritura
volcado hacia sí mismo. La mirada de
Garro, obsesionada con la huida, parte
de la tradición pero la extiende a su
gusto, interesada, ante todo, en reflejar
sus inquietudes. El tiempo como leit­
motiv no sólo genera, en algunos cuentos, una atmósfera fantástica sino que
deforma los ámbitos en donde se mueven los personajes. Como en una pesadilla, se buscan pero no se encuentran
o quedan atrapados como insectos en
una telaraña de situaciones. Es por estas
características que los cuentos de Elena
Garro, a pesar de los altibajos que puedan encontrar lectores que concuerden
con mis apreciaciones, merecen este
rescate y, sobre todo, la difusión entre
los lectores. Como colofón, hay que
señalar que la edición de Alfaguara, a
pesar del interesante prólogo de Geney
Beltrán Félix, parece carecer de cuidado
editorial. Hay varias erratas e, incluso,
cambios en el tiempo verbal de algunos relatos que no responden a las intenciones de la narración. Ojalá, para
próximas recopilaciones, este aspecto
sea tratado de manera profesional.
Las piezas de la locura
V íctor R oberto C arrancá
Gerardo Horacio Porcayo, El cuerpo del
delirio, Universidad Autónoma del Estado
de México, México, 2016, 148 p.
Diversas corrientes del género criminal,
las cuales van desde el hard-boiled hasta el neo noir, exploran esa enramada instintiva, caótica y violenta, que se arraiga
en el alma humana. No muchas indagan,
empero, en las imbricaciones sobrena-
turales (comunes también al corazón de
nuestra especie) inherentes al crimen,
basadas en las discrepancias de dioses
belicosos y supersticiones universales.
El cuerpo del delirio, novela de Gerardo Horacio Porcayo que resultó meritoria de una mención de honor en el
Premio Ignacio Manuel Altamirano, aborda esa coyuntura del crimen y su contexto
sobrenatural, a través de una mezcla de
géneros que van desde el terror más
clásico a la road movie, pasando por el
género detectivesco.
En 1794, William Godwin, padre de
la escritora Mary Shelley, publica Ca­
leb Williams o las cosas como son. Al
igual que sucedió con Frankenstein o
el moderno Prometeo (categorizada, por
autores como Brian Aldiss, como la primer novela de ciencia ficción), la obra
de Godwin habría de instaurarse como
inauguradora de un género: en este caso,
el policiaco. Dicha novela, de herencia
gótica innegable, fluctúa en elementos
ominosos a la vez que esos otros que,
para ciertos críticos, resultaban imprescindibles al identificar los inicios de lo
policiaco: crimen, misterio y persecución.
Muchas obras habrían de mezclar la
parte fosca de la literatura con las investigaciones criminales. En pleno apogeo de la novela de horror surgieron los
famosos “detectives de lo paranormal”:
el doctor Martin Hesselius, de Sheridan Le Fanu; John Silence, de Algernon Blackwood o Carnacki, de William
Hope Hodgson, involucran esta mis159
celánea de (sub)géneros para entregar
historias que van más allá de las clasificaciones ríspidas de la literatura.
El cuerpo del delirio entra en este
intrincado camino de imprecisión temática. La variedad de tópicos que
componen las páginas de esta novela
otorgan una historia que se advierte
innovadora, a pesar de componerse de
elementos clásicos de la novela negra
y de terror. Imposible no mencionar,
desde el comienzo de estas líneas, que
la obra involucra crimen, nigromancia,
vudú, explotación sexual. Esta mixtura
de argumentos no se percibe aleatoria
ni forzada. Por el contrario: la novela
posee una armonía elogiable que no se
contrapone ni siquiera con una estructura difícil, fragmentaria y con continuos saltos en el tiempo. Esto último,
de hecho, fortalece la sensación de misterio, estilo play-fair, de las grandes
novelas criminales, mismas que convierten al lector en cómplice del enigma por resolver. Sin embargo la trama
no se agota en la necesidad de elucubrar el misterio en torno a la muerte de
Laura, sino que sus premisas crecen
de tal manera que nos adentramos en
un laberinto que atrapa, desconcierta,
abruma. Tal como menciona Rodolfo
Santullo, escritor uruguayo que formó
parte del jurado y quien elaboró el prólogo de esta edición, Horacio Porcayo
“no subestima al lector. Por el contrario, apuesta a un lector participativo
que aportará de su lado lo necesario
para poder armar la historia, un lector
160
tan valiente como el mismo escritor que
le propone el juego”.
En este sentido, la novela de Horacio Porcayo puede empatarse, más
bien, con la obra de autores contemporáneos que han sabido inmiscuirse en
estos territorios de la irreductibilidad.
American gods, una de las grandes novelas del escritor norteamericano Neil
Gaiman, también presenta esta clase
de fórmulas que involucran al lector en
un misterio que trasciende la lógica.
No obstante, a diferencia de la novela de American gods, Gerardo Horacio
Porcayo sabe incluir un elemento que
contraría (y a veces se superpone) a
todo este misterio de tonalidades místicas: la locura. Por lo mismo, a pesar
de que El cuerpo del delirio puede pertenecer al espacio de lo detectivesco,
lo cierto es que su atmósfera y aproximación parte de un lugar que poco
puede empatarse a la novela negra común. Esta novela se escribe (y se lee)
en el desierto: en un espacio solitario
rodeado de ilusiones, de soles rabiosos, de dunas y vacíos. Gerardo Horacio Porcayo presenta, por lo mismo,
una historia fragmentada, con recursos
estilísticos y retóricos que contrarían
a un lector dócil; pero que fortalecen
esa sensación de abandono. La historia nos sitúa en un ambiente desgarrador. Comenzamos una travesía por los
páramos de la naturaleza humana que
vislumbramos a través de las ventanas
de un falso Cadillac. De este modo, los
personajes son un retrato de esa atmós-
fera opresiva: Laura se ciñe como un
fantasma que persiste a lo largo de la
historia. Una donna anglicata reducida al espacio de la carne, de la imbecilidad. Su ausencia atrapa al protagonista
(y por lo mismo, a ese lector, cómplice de
confesiones suicidas) y lo deja en medio
de una tormenta. Los demás personajes, aunque pudieran parecer ajenos
a esta pieza de dolor, a este teatro de la
crueldad, comienzan a encajar de manera ominosa: Felicia, la madre de Laura,
aquel exjugador de futbol.
Debe acudirse, por ello, a ciertos asideros argumentales: la cuestión de la
brujería, el vudú y el tarot, presentan
un entramado de enigmas, de túneles y
tormentas que mantienen al lector con
un pie en el barranco. El cuerpo del
delirio nos hace asomarnos al abismo
y descubrir, ahí abajo, las razones de
una obsesión que trasciende la vida y
la muerte. En esta novela no hay definitivos. De ahí que el protagonista (cuyo
anonimato acentúa la sensación de extrañeza que hay en toda la novela) mantenga
como subterfugio la figura de Einstein.
En la obra de Porcayo la ciencia se
vuelve imprecisa, caprichosa, arbitraria. Algo que va más allá de los principios hegemónicos que rigen nuestras
vidas: “si antes aseguraba que Einstein
nada sabía, ahora lo reafirmo y me veo
en la necesidad de empezar a abarcar
otros ámbitos, otras fronteras que antes aparecían ante mí, nulas, indistinguibles”, reflexiona ese personaje, tan
relativo como las teorías del afamado
Einstein. Después de todo, para este
pensador, la imaginación es más importante que el conocimiento.
El cuerpo del delirio nos presenta una
historia que cuestiona nuestro entorno:
que lo desbarata y juega con las hipótesis más elementales. Por la misma
razón, el lector no debe anticiparse a
ninguna de las premisas de esta historia. Mucho menos pensar que es viable
identificar fórmulas precisas. Por el
contrario, desde el inicio de la historia,
indagamos en esa encrucijada de lo
inabarcable. Los distintos fragmentos,
pertenecientes a un hombre que intenta, sólo intenta, rescatar el fantasma de
su amada, se presentan como piezas
de un rompecabezas. Sus anotaciones,
“tres cuadernillos de una octava, de
cincuenta páginas de raya, marca Estrella, escritos con letra irregular de
molde de amplio trazo, sin fecha en las
entradas ni folios distinguibles”, son
la evidencia de este mundo que se encuentra entre el sueño y la vigilia, entre la cordura y la demencia. Sabemos
que hay mucho subjetivismo en estos
fragmentos extraviados que, por cierto,
también nos pierden. Aun así, no hay
mejor sensación que la de extraviarse
en las páginas de un buen libro.
161
Para descubrir su parte maldita
I saac M agaña G cantón
Enrique Flores, Gauchillaje entre demonios,
unam, México, 2015, 512 p.
Se escuchan con regularidad discursos
en contra de los autores que no corren
riesgos, que se apegan con desfachatada comodidad a las formas ya ganadas
por personajes del pasado. Dueños de
una obra que, aunque bien escrita, no
trae, finalmente, ninguna renovación entre las manos. En otras palabras, una literatura que se esfuerza demasiado por
ser literatura y que a fuerza de insistir
termina por ser, en los mejores casos, la
pálida sombra de las grandes apuestas
de antaño.
No obstante, este discurso sostenido desde hace ya bastante tiempo por
algunos escritores, críticos y artistas,
parece no ser imputable a la totalidad
de lo que se escribe. Da la impresión de
que tanto el ensayo como el paper académico están exentos de esta regla, por
el simple hecho de no ser siquiera considerados como parte de la producción
literaria. Nadie parece tener problemas
con que año tras año se publiquen centenares de libros cuya escritura ridículamente institucional, plasmada de
recovecos y hermetismo malintencionado, sirva sólo para engrosar los catálogos de los institutos y los ficheros
bibliográficos. Y es que prácticamente
nadie en su sano juicio se sienta a leer
162
uno de estos libros, aunque el tema sea
interesantísimo, por el placer de hacerlo,
pues la monotonía de la prosa y el sonsonete de su erudición, con el que en la
mayoría de los casos el autor busca su
propia complacencia y la de sus colegas, se presentan como barreras infranqueables para todo aquel que tiene la
buena y curiosa intención de asomarse
a alguno de estos manuscritos. Pero no
se me malinterprete: no estoy tratando
de insinuar la necesidad de una escritura light, accesible a todo el público, ni
mucho menos estoy señalando la importancia de hacer libros de divulgación
cuya posibilidad de impacto sea mucho mayor. “Exuberancia es belleza”,
escribió William Blake, sólo cuando haya
sido bien encausada.
En la mayoría de los casos –que no
siempre, aclaro– la publicación académica parece de instructivo. No hay renovación en su escritura simplemente
porque no hay escritura. Hay moldes y
fórmulas, defendidos por comités que
perpetúan y agravan el ya de por sí gravísimo tema de la producción intelectual
a destajo. Lo que importa es multiplicar las cifras, insertarse en los índices,
escribir a favor de la inconciencia colectiva y la confusión general. Y es que,
llamado por muchos con excesiva certeza escritura no-creativa, el trabajo académico no es cuestionado ni valorado por
la forma de hacer el recorrido, por la forma de generar conocimiento. De allí mi
decisión de prestarle atención en este
espacio a Gauchillaje entre demonios, un
libro que sin ninguna reserva puede ser
considerado, por la manera de abordar
los temas y la creatividad para montar
su contenido, una rara avis literaria.
Escrito a manera de un diario de trabajo, cuyas costuras y ensambles están
completamente expuestos, Gauchillaje
entre demonios es un recorrido simultáneo, y en varios tiempos, que desemboca finalmente en la vida y obra del
poeta correntino Francisco Madariaga.
Un largo viaje confesado por el autor
como una aventura personal emprendida por el impulso del rizoma y el acto
de escritura: “A Madariaga no lo conocí
más que imaginariamente, a través de
una narración que hablaba de un viaje
a la provincia de Corrientes, una noche
tormentosa y un camino oscuro en los
esteros. Y eso fue suficiente, sin duda,
para que la imaginación se encendiera
e iniciara el mismo viaje oscuro”. Y en
verdad que Enrique Flores (ciudad de
México, 1958) apela a la imaginación,
a la experiencia y al delirio como los
motores de este trabajo –llamémoslo
así– experimental, el cual dista mucho
de ser una producción impersonal e
imparcial. Aquí hay pasión, rigor e intuición; hay una toma de posición que
hace frente a la forma tradicional de
tramar un “libro serio”.
En términos de contenido, Gauchi­
llaje entre demonios se trata de una escritura sin orillas, sin inicio. Es decir,
un libro que puede ser leído a saltos o
en desorden, de ida o de vuelta, pues
es una producción de pasajes inter-
cambiables, como una de esas novelas-rayuela que son capaces de situar al
lector en cualquier sitio. En este punto, mi única recomendación sería dejar
la última sección, la que se refiere a
Madariaga, hasta el final. Y no porque
no pueda ser leída desde el principio
(pues, de hecho, conozco a alguien que
justo en ese punto lo comenzó); pero
hay ciertas sensaciones de acumulación,
expectativa y exceso, generados en las
tres secciones anteriores, que merecen
la pena ser experimentadas antes de llegar a esa suerte de summa siniestra que
es el apartado final. Ahora, para decirlo
y decirlo en algún orden, Gauchillaje
entre demonios parte de los orígenes del
culto al Gauchito Gil y a otros gauchos
alzados; asomándose de repente, por este
camino, al culto a San La Muerte, que no
es otra cosa que el lado oscuro del gaucho milagroso, su parte maldita (para
entrar en diálogo con Bataille). Luego,
en la segunda sección, nos encontramos
con una recopilación de cantos y cantares, dispuestos y espaciados a la manera de un poemario cuyo tema es uno
y el mismo: las andanzas y generosidad
del Gauchito Gil.
Más adelante, el autor se adentra en
los orígenes del surrealismo argentino,
introducido en Buenos Aires en 1928 por
Aldo Pellegrini, apenas cuatro años después del Primer manifiesto surrealista
lanzado en París por André Bretón, sin
perder de vista en esta panorámica a
figuras siempre tutelares aunque no
siempre argentinas (Lautréamont, Xul
163
Solar, Oliverio Girondo, Alfred Métraux, Enrique Molina, Aimé Césaire).
A estas alturas del libro, Flores insiste, con justicia y documentación, en el
fuerte trasfondo indígena que hay en
el ser argentino. Algo que Octavio Paz
–quien, con agudeza, ya se había percatado de este sustrato negado, aunque
no borrado– ilustra al recordar, en una
entrañable memoria, las palabras que
Métraux le dirigió en algún momento,
de un modo extraordinario: “No crea usted, Octavio, en esa patraña de que la
Argentina es un país sólo poblado por
colonos europeos. El mestizaje ahí fue
muy grande. Lo que pasa es que los argentinos no lo saben, o lo que es más
grave, no quieren saberlo. Pero todo el
norte es país mestizo”.
Finalmente, a través de esta triple
vía –gauchillaje, indigenismo y surrealismo–, Flores llega a los apuntes
biográficos y a la poesía de Madariaga,
vertiente que tiene también su parte
chamánica. Y esto es, entonces, lo que
allá sucede: un camino todo de revelación y de imágenes –“sólo contra Dios
no hay veneno”–, pero un camino cuyo
derrotero resulta casi todo el tiempo
impredecible. De hecho, todo el libro,
Gauchillaje entre demonios, es una lectura que da la impresión de descubrirse
a ella misma conforme avanza, de una
investigación no premeditada, flexible,
que se modifica mientras modifica la
visión de su interlocutor.
Digamos que Gauchillaje entre de­
monios se trata de todo esto y de cómo
164
se debe extender la curiosidad y la imaginación al escribir un libro; aunque
también se trata sobre cómo desafiar a
la Academia y sus moldes, a la certeza
de que la producción seria debe seguir
ciertos estándares de escritura en busca de una malinterpretada objetividad.
Es en esta dirección que se vuelve posible situar el libro dentro de la producción creativa (en rigor, toda producción
es en esencia creativa), pues la libertad
de su lenguaje, sus licencias poéticas
y su cartografía en expansión resultan
mucho más combativas e innovadoras
que mucha de la literatura que se publica hoy con el rótulo de “escritura de
vanguardia”. Aquí no hay proclamación,
hay evidencia. Y es que cualquiera que
sea la forma en que se lea, Gauchilla­
je entre demonios arroja, por lo menos,
un resultado invariable: la renovación
de la escritura académica –en su modo
y en el enfoque de sus temas– es una
posibilidad tangible, se puede ser serio y riguroso sin tener que crucificar
la imaginación. Como un caudal que se
desborda, una investigación atrevida po­
tencia, sí, sus opciones de fracaso, pero
también las posibilidades de su revelación. Toda tentativa arriesgada guarda
siempre la promesa de una revolución.
He aquí un ejemplo.
Los Dioscuros
E duardo S abugal
Vicente Alfonso, Huesos de San Lorenzo,
Tusquets, México, 2015, 231 p.
No una simple novela negra en torno al
asesinato de un tal Farid Sabag, ni la
historia anecdótica y de iniciación de
un par de mellizos que fueron criados
en un internado jesuita, ni tampoco la
historia de un triángulo amoroso que terminó en tragedia, ni el argumento de una
leyenda familiar marcada por la culpa y la
secrecía, sino algo más. Acaso un monstruo
de feria, un monstruo construido con varios fragmentos, piezas que no terminan
de embonar por más que se les baraje y se
les busque obsesivamente en el pasado.
Julio Cortázar, en Notas sobre la nove­
la contemporánea, decía que “la novela
es un monstruo, uno de esos monstruos
que el hombre acepta, alienta, mantiene
a su lado; mezcla de heterogeneidades,
grifo convertido en animal doméstico”.
Vicente Alfonso ha domesticado un monstruo que se parece mucho a un fenómeno
de circo, una de esas creaturas que se
exhiben para satisfacer el asombro, el
morbo y la curiosidad de la gente, pero
que dejan algo oscuro detrás de sí, algo
incógnito y siniestro, acaso imposible
de revelar por completo. La admirable
urdimbre técnica de Huesos de San Lo­
renzo, que en sus mejores momentos
excede la categoría genérica de novela
negra, permite que entremos en contac-
to con esa heterogeneidad amaestrada
de la que hablaba Cortázar. Un lector
atento podrá desmenuzar esa heterogeneidad en varios hilos conductores.
Es identificable un primer hilo, que
tiene que ver con una variación sobre el
viejo tema mítico de los hermanos gemelos y que lo mismo se puede rastrear
en la tradición bíblica que en la mitología griega. Así, tenemos calcificadas
en la memoria a varias parejas de hermanos que constituyen historias fundacionales, espejos más o menos legibles
de los protagónicos hermanos Ayala.
Aunque no sabemos si eran gemelos,
pensamos en Caín y Abel, en Cástor y
Pólux, mientras en la novela se menciona a Chang y Eng, Ronnie y Reggie
Kray. Y claro, Rómulo y Remo, mítica
pareja sobre la que descansa toda la
civilización occidental, amamantados
por una loba, hermanos gemelos que
encarnan la transición del nomadismo
a la civitas, la fundación de la Ciudad
con mayúscula, la Ciudad formada por
la familia y no por individuos, aquella
en donde desembocan todos los caminos, todas las vías. Recuperar tal cual
sus nombres en la novela, el nomen
asignado a cada hermano, es un gesto de croupier honesto que coloca las
cartas en el tapete, porque al autor no
le importa mostrar abiertamente estas
cartas simbólicas, cargadas ya de cierta significación cultural, pues el interés verdadero radica en lo que hará con
ellas. Así, Rómulo y Remo Ayala son y
no son al mismo tiempo personajes tipo.
165
Se mueven inevitablemente en la herencia romana de linaje troyano que flota en
el inconsciente colectivo, asociados a la
fundación de Roma, pero son al mismo
tiempo verosímiles en su anclaje histórico concreto, nacidos en 1977 en la Comarca Lagunera, hijos de una exguerrillera,
Rosario Navarro, y de un antiguo profesor de izquierda y convertido después
en magistrado, Bernardo Ayala.
Un segundo hilo, enredado con el primero, tiene que ver con la herencia borgeana en la trabazón de tramas, que por
lo regular tienen un eco épico y simétrico. Huesos de San Lorenzo es un texto
doblemente borgeano, no sólo porque
está estructurado a partir de una original
variación de un cuento de Borges, “La
intrusa”, sino porque revela dentro de
la novela esa referencia y la incorpora,
como una pista intertextual más, a la
manera de “La muerte y la brújula”.
Vicente Alfonso hace una relectura y
una reescritura del cuento de Borges
contenido en El informe de Brodie, publicado en 1970, de forma muy semejante
a como Salman Rushdie usa y reinterpreta el mito griego de los hermanos
Cástor y Pólux en El suelo bajo sus pies,
de 1999. El tema de los gemelos termina
siendo la metáfora de una duplicidad
metafísica más profunda, inherente a
toda existencia humana. El mito de los
Dioscuros es nuestro espejo. Si cada uno
de nosotros tiene existencias alternativas, como en Rushdie o Borges, ¿cuáles
de nuestras posibilidades (Rómulo o Remo)
perdurarán y cuáles desaparecerán? La
166
duplicidad transmuta en un problema
de tiempo y memoria, y, cruentamente,
en un problema de supervivencia. No
Caín y Abel sino Cástor y Pólux, hermanos amantes, separados por los dioses, condenados a vivir uno sin el otro,
alternándose entre la superficie y la
profundidad del Hades, entre la vida y
la muerte.
El tercer hilo es de orden historiográfico. La referencia histórica fusionada literariamente le ayuda a Vicente
Alfonso a anclar la historia en la Comarca Lagunera; el huracán Ismael y los
daños que ocasionó en el norte del país
en 1995, la final de futbol del 2001 entre el
Santos Laguna y los tuzos del Pachuca, la
guerrilla y grupos armados clandestinos
que operaron durante la década de los
setenta. Nombres específicos de calles,
escuelas, personajes políticos o películas
pornográficas, la destrucción del Mercado Villa o la descripción de una antigua cantina llamada El Último Trago,
convertida ocho años después en un Sanborn’s, ayudan a ubicarse en el tiempo y
en las transformaciones históricas. Para
ello se vale de registros lingüísticos que
van de la nota roja de un diario o la re­
dacción de un expediente abierto a la
transcripción de una grabación sonora
de una sesión terapéutica. El anclaje
histórico concreto de la historia, logrado con todas esas referencias, aporta
no sólo mayor verosimilitud y construcción atmosférica, sino que ayuda
además a reforzar la sensación de culpabilidad, como si además de la culpa
individual encarnada en el periodista
Pepe Zamora, o en el psicólogo Alberto
Albores, existiera también una especie
de culpabilidad colectiva, producto de
los hechos acaecidos históricamente.
La gente vive en el olvido (pobreza,
violencia, desesperación, injusticia) y
pareciera que todo eso es producto de
una serie de acciones realizadas en el
pasado, como si una especie de karma
negativo pesara sobre la colectividad.
Cuando esa culpabilidad colectiva se
comprende como un error primigenio,
condena heredada como el pecado original, se salta a un plano ya no sólo histórico sino metafísico. Justo el cuarto
hilo tiene que ver con lo místico, a medio camino entre lo supersticioso y los
misterios de la religión. Las referencias
al Martirio de san Lorenzo (de Tiziano),
el uso de latinismos, el símbolo de una
higuera, los textos de san Agustín o el
papel protagónico que juega una niña
supuestamente milagrosa (Magda González), quizá tengan que ver con una
erudición jesuita, pero también con
una configuración teológica, casi de orden moral, al momento de elaborar una
estructura novelística. Además de usar
el imaginario popular que gira en torno
a los llamados tontos sagrados como el
Niño Fidencio, la Santa Cabora o doña
Pachita, el narrador nos informa que
“Aquí el espiritismo se remonta cuatro
siglos, cuando los indios laguneros decían, al paso de un remolino de viento
y polvo, que el demonio vagaba por el
desierto buscando a quién llevarse. Ca­
chiripa, le llamaban”. Los puentes entre
lo real y lo espiritual, el pasado y el futuro, entre los vivos y los muertos, la posibilidad de una comunicación diferente
a la que marca la lógica y el realismo,
hace que la novela logre en muchos de
sus pasajes una experimentación de lo
fantástico. El efecto en el lector es el de
estar divagando en un cuadro de seudología fantástica. Complementa este
componente metafísico la figura del mago
o médium, encarnada en el personaje de
el Gran Padilla, que recuerda el papel
de los viejos gurús, el intermediario de
una realidad metafísica, ese ser tocado
por Dios o por el Diablo, ese hombre
que por conocer los mecanismos de la
magia se ha vuelto escéptico y que, sin
embargo, justo eso “le permite hacer
creer a los demás”.
Además de esos elementos místico-religiosos, la novela parece retomar
el concepto paradojal de sombra, tal
como lo entiende Carl Gustav Jung en
Aion. Contribuciones al simbolismo del
sí-mismo, entendiendo la sombra no sólo
como representante de cualidades y atributos ignorados del ego tanto individuales como colectivos, sino también como
una especie de doble (muchas veces
enemigo) que contiene cualidades infantiles o primitivas del propio yo. En
la novela, la parte gemela de los personajes aparece referida dentro de una
estructura actancial similar a la sombra junguiana. En su sesión de terapia,
Remo le confiesa al psicólogo Alberto
Albores: “siento como si, más que mi
167
hermano, fuera mi sombra”. Aunque
Vicente Alfonso nos deja acceder a las
sesiones de terapia que experimenta
su personaje, la construcción es más
mitológica que psicológica, como si el
inconsciente del personaje tuviera un
carácter arcaico-mitológico. La oposición entre creencia (corazón) y saber
(cerebro), polaridad en la que cabalga
todo el tiempo la incertidumbre de los
personajes, queda expresada técnicamente en el apartado Huesos de San Lorenzo IV que lleva como subtítulo Días
podridos. Aquí las dos voces, la de un
médico y la de un cura, se confunden
en el cuerpo textual y en la mente atormentada del experiodista Zamora, que
funge como interlocutor.
El suspenso que se encuentra en Hue­
sos de San Lorenzo recuerda a la serie de
televisión True Detective, escrita por
Nic Pizzolatto, con una sólida armazón
episódica y una escenografía paisajística de los años noventa, sucia, misteriosa, campirana y pueblerina, con cierto
aire depresivo y sórdido, con ciudades
y personajes que parecen arrebatados
neciamente al desierto. El acto confesional (ante un periodista, un psicólogo, un cura o un policía) encuentra su
doble complementario en el acto indagatorio del que busca confesiones. El
perseguidor y el perseguido. Algo admirable en la novela es que estos dos
impulsos atraviesan la prosa.
Pero la búsqueda de algo que se
desdibuja en el pasado y en la historia oculta de los demás es, por fuerza,
168
tortuosa, porque atenta contra la identidad: uno corre el riesgo de terminar
encontrando una tumba vacía. Cuando
uno de los gemelos busca a su madre, se
pregunta “¿A cuál de todas esas mujeres
estaba buscando: a la heredera colmada de privilegios o a la trabajadora social? ¿O a la débil mujer que, golpeada
y anémica, nos dio a luz en un hospital
de Torreón? ¿Son todas la misma?” La
narración de esta versión libre de los
Dioscuros termina siendo una barajadura indagatoria con espíritu policiaco
y psicoanalítico, con precisión obsesiva de historiador o de periodista. Pero
Vicente Alfonso advierte que, por mucho que se explore la historia de estos
gemelos, por mucho que se intente develar la pintura completa y auténtica,
es difícil separar la carne de la carroña, siempre habrá algo que no encaje
o algo que permanezca en la sombra,
pues “en el papel todo parecía plano,
frío, desprovisto del misterio que envolvió siempre la vida de los Ayala”.
La arquitectura de lo onírico
J udith C astañeda S uarí
Víctor Roberto Carrancá, Tratado de las
espirales, Instituto Municipal de Arte y
Cultura de Puebla/Ediciones Atrasalante,
2015, 105 p.
Los sueños. De ellos se ha dicho que
escapan a la voluntad y a la responsabilidad de quien los genera, que son
las almas, libres de la prisión de la materia, o procesos inútiles para quien los
tiene, sin más. En los sueños también
se ha tratado de encontrar un segundo
rostro desde hace siglos, algo que puede ir de la predicción de nuestro destino
a la consecuencia de un trauma olvidado, dándoles así una razón de ser.
No sólo desde las artes adivinatorias
o el psicoanálisis se intenta la exploración
de este sitio y su libertad. En la literatura, un ejemplo se encuentra en Trata­
do de las espirales, libro de cuentos de
Víctor Roberto Carrancá. Aquí, como
en El espejo del solitario, su obra anterior, Carrancá se adentra en la narrativa fantástica, dándole a los sueños una
forma distinta. Pueden ser una especie
de tumor, la razón de los celos de una
anciana o la vívida y larga visión de un
asesinato, pero todos, al final, forman parte de la misma estructura, aglutinándose alrededor de un solo personaje, el Dr.
Gabriel Sarcise, quien en este volumen
ocupa el lugar que en El espejo del so­
litario perteneciera a José el Solitario.
En Tratado de las espirales, los cuentos-sueños construyen bloque a bloque
el territorio que es el sueño del Dr. Sarcise, quien se encarga de consignarlos
en una serie de apuntes. De esto nos
enteramos por las cuatro notas acerca
de la desaparición del doctor, esparcidas a lo largo de textos cortos y poseedoras de un tono a medio camino entre
la narración y una especie de ensayo.
“Yo conocí a Gabriel Sarcise antes de
que desapareciera y dejara, como única prueba de su existencia, el Trata­
do de las espirales de la mente”, “Poco
pueden decirnos las últimas líneas de
este documento irrisorio realizado por
un demente (o soñador) como Gabriel
Sarcise”, escribe el autor, introduciendo al libro una voz en primera persona,
voz que se repite en “Pasaje al acto”.
El cuento narra un asesinato o, mejor dicho, la visión de un asesinato, el
de un superior. El personaje entra en
su oficina tratando de no emitir sonido
alguno: “a pesar de que al tomar asiento el cojín rechina y gruñe y chilla y
eructa como si mi peso le resultara tan
molesto como al Director mi presencia”,
nos dice, luego describe el carácter déspota del hombre que tiene al otro lado
del escritorio, alguien de calva resplandeciente, “completamente pulcra, salvo
por unos cuantos lunares que parecen
haber sido colocados por la sacudida
de un pincel”.
El director espera al personaje, por
eso es que éste ha entrado y aguarda;
aunque antes de saber cuál es el asunto
169
que requiere su presencia deberá soportar una perorata causada por la revisión
de los documentos que se encuentran
desperdigados sobre el escritorio.
Pero esta vez no es así. La andanada
de insultos dedicados quizás a él, quizás al remitente de alguno de los papeles, a un amorfo ser inferior, en todo
caso, terminará por decisión del propio
personaje. Así, a fin de distraerse, deja
que su imaginación traslade su mano
hasta el extremo derecho del escritorio,
hasta la escultura de la diosa Temis, para
luego asestar un golpe en la brillante
calva de su superior.
El hombre se desplomará sobre el
escritorio, el charco de su sangre humedecerá los papeles y desbordará hasta
gotear sobre las losetas del piso, hasta
avanzar poco a poco, “como si estuviera viva”, y amenazar la limpieza de los
bien boleados zapatos del empleado,
ahora verdugo.
En este punto la ensoñación ha ganado tal fuerza que es imposible no creerla
real. Pero no importa cuán vívida sea,
el personaje que la empezó no se deja
envolver por completo. “Mi primera
preocupación es saber lo que estará
haciendo mi yo real. Aquel que no está
divagando y que debe encontrarse ante
la presencia de un jefe que conserva
una cabeza brillante y sin ninguna herida”, dice; luego se da cuenta de que
no podrá salir de su propio ensueño ni
apretando los ojos, ni pellizcándose,
ni golpeándose, y tampoco pidiéndole ayuda a Susy, la anciana secretaria
170
del director que, tan imaginaria como
el asesinato, se inmiscuye en fantasías
ajenas sin haber sido invitada, que grita y sale corriendo después de ver la
escena.
Ella también estará soñando, podría
ocurrírsele al lector, mientras imagina un
mapa donde los sueños, a la manera de
vehículos que transitan por calles y avenidas, van de una mente a otra, como
ocurre en el cuento inaugural, “Lo que
habita en la cabeza”: “Por ello, convencida de que la pesadilla de alguien más
se había introducido en su cabeza, la
señora San Gaspar cogió un cucharón
de sopa y regresó todo el líquido a su
recipiente”, narra la voz en tercera persona y, más adelante, le cede la palabra
a la mujer, quien le repite “ese sueño
no es mío” al doctor Katzenjammer,
mientras éste revisa cada espacio de
esa fantasía.
Aquí llama la atención la forma que
Víctor Carrancá otorga a un sueño,
pues además de ser algo que pasa de
una mente a otra, es una especie de enfermedad, un tumor: “Debió atorársele
uno de esos sueños excéntricos en la
mitad de la cabeza… Ella sabía que se
trataba de un sueño y nadie pudo desmentirla puesto que el neurólogo del
hospital lo comprobó”. Y el hecho de
que más de un personaje lo trate así,
igual que a un padecimiento necesitado de atención médica, creo que le da
verosimilitud.
A “Lo que habita en la cabeza” y
“Pasaje al acto” los une un aconteci-
miento parecido: el deseo de matar a
un superior, hecho que sólo se materializa fuera de la realidad. En el caso
del cuento inaugural, la víctima es el
padre del verdadero dueño del sueño,
“hombrecillo de camisa abierta, con
más pelo en el pecho que en su cabeza
ovalada, y cuyos ojos se escondían tras
unas gafas oscuras que se le escurrían
por la nariz”. Este hombrecillo le exigirá a la señora San Gaspar la devolución de su sueño, al principio en voz
baja, al final con una bala que tritura
“verbos, reclamos, dientes y cráneo”,
ya que sólo así puede asesinar a su
padre en repetidas ocasiones, sin que
deba pagar por dicho crimen.
Un cuento donde se repite el juego
de pasadizos es “Plan de emergencia
para casos de encierro”. La diferencia
es que no se trata de sueños que van de
una cabeza a otra, sino del tiempo y el
espacio, de interconexiones que hacen
de ellos una maraña.
El escenario es un edificio vacío
de departamentos en venta; el acontecimiento, un hombre que busca un
pretexto para acercarse a una mujer
y acaba dentro de un espacio vacío y
blanco que lo engulle, y los actores, el
señor Andrés Galli y una vendedora
de muslos “muy brillantes y bruñidos
como madera recién barnizada”. A partir de que ella recibe una llamada que la
obliga a dejar solo a su cliente, y luego
de que el señor Galli escuche una voz a
sus espaldas que le advierte “¡La puerta, la puerta. No dejes que la cierre!”,
se pone en marcha una quietud que detiene el tiempo y sella la puerta de ese
departamento como si de una tumba se
tratara.
Dentro, luego de asomarse por la
ventana y de intentar, sin suerte, abrir
la puerta, el personaje de Víctor Carrancá aguarda el regreso de la mujer,
observa su reloj. “¿Todavía las doce?
No, no. Imposible, está descompuesto. ¿Por qué no caminas?”, dice al fin,
desesperado, luego de por lo menos
un par de horas. Entonces es el único cuerpo en movimiento dentro de
ese puño de vacío, testigo de cómo el
tiempo se detiene hasta en la calle, por
donde no transita ni un alma. Por eso
regresa a la puerta, grita a nadie, se
limpia el cuello y se deshace del saco,
vuelve a asomarse por la ventana, a
mirar una calle libre hasta de la más
leve brisa, busca agua, abre lo que cree
un armario… Pero no hay remedio; la
maraña de tiempo y espacio lo aprieta
igual que un nudo corredizo, dejándole
nada más una salida, la que nos lleva
de vuelta a las anotaciones del Dr. Gabriel Sarcise.
En ellas se descubre que “el cuadernillo que contenía la historia del
señor Galli fue escrito dos semanas
antes de que aconteciera el supuesto
(ahora sí cuestionable) suicidio de este
hombre”. En ellas también se registran
historias como “Lo que habita en la cabeza” y “La luz en los ojos”, que igual
que “Plan de emergencia para casos
de encierro”, se relacionan con otras
171
muertes: la de la señora San Gaspar de
Castaña y la de Eulalio Arroyo.
A través de este último personaje,
anciano de barba gris, el autor pone
ante nuestros ojos lo real de los sueños
desde otro punto de vista: la solidez que
poseen es tal que son capaces de afectar incluso a otras personas. Y en “La
luz en los ojos”, esa persona es Rocío,
la mujer de Eulalio.
Rocío, rizos grises en la raíz “aunque de tronco castaño”, le reclamará al
hombre una infidelidad como si sucediera en lo sólido del mundo, cuando
lo cierto es que sólo se trata de sueños
eróticos, de visiones que por la mañana mantienen enhiesto un miembro reblandecido a causa de los años.
¿Pues qué soñabas, idiota? ¿Dormiste bien?, ¿Con quién sueñas? ¿Qué
andas haciendo mientras duermes?
Eh. ¡Dímelo, dímelo!, serán las frases
que lluevan sobre el viejo Eulalio, junto a puñetazos matutinos. El hombre ha
de defenderse con frases como “Ni siquiera la conozco”, “Estaba borracho”,
“Estaba en un bar y de pronto, bueno, había una botella. En los sueños,
ya sabes”. Se trata de excusas a veces
titubeantes, de algún grito que otorga
solidez al territorio onírico, trayendo
así las faltas que en él se cometen a la
realidad.
Un cambio de planos, por así decirlo,
es el hilo que atraviesa a otros cuentos
en este Tratado de las espirales, caso
de “El cascanueces” o de “ Transferencia”, donde un narrador en primera
172
persona –quizás el mismo de “Pasaje
al acto”– nos confía su decisión de
acudir a un analista.
Lo que llama la atención aquí es que,
debido al costo de la terapia psicoanalítica y a las dificultades para presentarse a las sesiones de forma constante,
el personaje decide hacerlo únicamente en sus sueños. Entonces aparece
una terapeuta de cabello negro, elegida
por el inconsciente del personaje para
emular la belleza de su madre, y flotan diálogos del tipo “Hoy tuve otro de
esos episodios reales” o “Sí, entiendo
que se trata de una de esas… ¿Cómo se
dice?, ¿realidades recurrentes?”
Esta caracterización del plano onírico como si se tratara del real, sumada
al hecho de no saber si se sueña o no y
a la conexión de los cuentos con el Dr.
Sarcise, con los acontecimientos que pueblan el complejo ensueño de este personaje, hace de Tratado de las espirales
un libro donde resaltan la estructura y
el tratamiento poco usual que el autor
efectúa del tema de los sueños.
Giros alrededor de Emily
J orge O rtega
Jorge Esquinca, Cámara nupcial, Ediciones
Era/Instituto Veracruzano de la Cultura,
México, 2015, 139 p.
La transferencia de identidad es uno de
los mecanismos privativos de la poesía
contemporánea. El procedimiento entraña una operación especular. Proyectar en el otro las tribulaciones del yo se
ha vuelto un ingenioso ejercicio de desdoblamiento. Es como tomar distancia
de uno y verse bajo una luz distinta. Y
no aludo al artilugio de la heteronimia,
sino a una poesía que acoge, en un libro
o un poema, determinados episodios de
vida o la voz de una personalidad literaria o significativa que pudiera implicar
un modelo estético, moral o heroico. No
obstante, hay que advertir que mucho
depende, en dicho contexto, de la conjugación verbal, ya que no es lo mismo
transpolar el yo al habla de esa personalidad que referirla, a manera de tributo, desde la segunda o tercera persona
del singular.
Cámara nupcial, de Jorge Esquinca,
funciona a contrapelo de esta disyuntiva,
optando por un asunción personalizada
de su relación con la memoria, el universo y la escritura de Emily Dickinson,
junto a Walt Whitman, piedra de fundación de la poesía norteamericana moderna. Si bien la anacoreta de Amherst
conforma el foco de gravedad de la más
reciente entrega de Esquinca, no representa una constante, sea mediante el
permanente seguimiento de su actuar o
la reiteración del valor de su legado. Cá­
mara nupcial es antes que nada un tratado sobre las adversidades que enfrenta
la consecución y consumación de un
ideal poético, de ahí que en repetidos
pasajes aflore la reminiscencia de una
odisea física y psíquica, una noción de
trayecto condimentada por la sensación de sacrificio, extenuación, contrariedad, tal como sucede en el umbral
y el pre-desenlace del índice, urgidos
por la premura de alcanzar un ansiado
destino: el magnetismo de Emily, imán
de un pueblo ubicado en el meollo de
Massachusetts.
Ocho intervalos pautan el recorrido
de Cámara nupcial: La maquinaria del
glaciar, Epistolario, Tratamiento del espacio fotográfico, Libro de adivinanzas,
Invernadero, Gabinete de curiosidades,
Viaje al centro de la nieve y La vía negativa. El rasgo más atrayente del conjunto reside en su factura disímbola.
Ningún apartado se asemeja a otro; no
al menos en hechura ni extensión. Del
poema holgado a la letanía catártica en
tercetos irregulares, deteniéndose en el
versículo, la prosa, la sextilla heterodoxa
y demás estructuras libres y minimalistas,
Jorge Esquinca hace de cada mudanza
de sección un amago de reconfiguración
tonal y discursiva en pos de la esencia
de su velado contrapunto con Dickinson.
No obstante, coexiste en el fondo una simetría temática, pero con diferente apli173
cación, en La maquinaria del glaciar y
Viaje al centro de la nieve, dos versiones –una en clave lírica y figurativa, la
otra más narrativa o cronística– de una
sola lucha contra las confabulaciones
de la naturaleza, metáfora del combate
interior del poeta.
Así, Cámara nupcial posee un efecto caleidoscópico derivado de su vocación mutante. El espectro de Emily
está ahí, mas el modo de apuntar a ella
se transforma debido a los múltiples sentidos de evocación que despierta. Sentidos: atmósferas. Porque si hay un estado
que caracterice la poesía de Esquinca
en su totalidad es la de su capacidad de
condensación a través de un lenguaje
que concilia sustantividad y sugestión.
Cámara nupcial no escapa a la creación
y recreación de ambientes, resulten domésticos o externos, bucólicos o subterráneos, intimistas o colectivos. Esta
fluctuación de escenarios y atmósferas
se halla amparada por la propiedad del
texto que, como reza la nota final, incorpora implícita o explícitamente una
red de citas, glosas, paráfrasis, e inclusive una traducción –“On the marriage of a Virgin”, de Dylan Thomas–, de
nombres consanguíneos a la poética del
autor: Antonin Artaud, Ramón López
Velarde, Henri Michaux, O. V. de L.
Milosz, María Negroni, Pablo Neruda,
Jean-Arthur Rimbaud, Georges Schehadé, Giuseppe Ungaretti, Alejandra
Pizarnik, al margen de la concurrencia
epigráfica y el intercalado de versos de
la señorita Dickinson.
174
Jorge Esquinca urde, pues, un palimpsesto diseminado de préstamos y
cuya originalidad estriba tanto en el
aporte inventivo del poema como en la
heterogeneidad y el trasminado de sus
lecturas propiciadoras. Si Emily constituye de entrada el emblema de cohesión, la verdad es que el planteamiento
del libro induce por segmento una disociación de las fórmulas de composición. Mencioné al inicio la pluralidad
de esquemas de construcción que confluyen en Cámara nupcial; añadiría la
soltura en la plasmación del poema que
tiende a modificarse. En relación a los
restantes, el tramo que rezuma mayor
singularidad incumbe al tercero, Tratamiento del espacio fotográfico, donde la
enunciación cobra un aire performativo,
y hasta de instalación y arte objeto, perfilando a la par cierto onirismo. Junto a
ello, un puñado de criterios ortográficos y tipográficos –diagonales, corchetes, cursivas, sangrías, versalitas– y la
dislocación del aspecto habitual del poema estrófico o cargado a la izquierda
contribuye a alterar la fisonomía del
texto poético.
Cámara nupcial opera por contraste.
De la denodada epopeya unipersonal por
la selva blanca del invierno neoyorquino (“Para llegar al corazón de Emilia /
hube de llagar una montaña”) a la despreocupada confidencialidad de un diario
mediterráneo (“Como tú, tampoco voy a la
iglesia. / No hay mejor misa que estas
nubes / ni mejor sermón que el de los
zanates / vocingleros. Pero amo, amiga,/
las pequeñas iglesias de Italia; / los cam­
panarios de piedra recortándose /sobre los
campos sembrados / de girasoles y tabaco en la Umbria / –allá donde las sombras se dilatan / en el aire y son más largas
que la vida”), y de la evanescencia de
la economía de medios en la que germina la “flor de no saber” a la sutileza
de las formas breves y compactas en la
que relincha un eco de Juan el Evangelista (“En el principio era un caballo, /
su cauda de fuego, su pezuña”), Jorge
Esquinca exhibe las impares facetas
de asimilación del núcleo propositivo
de una obra y un personaje que devienen motivo de interlocución con uno
mismo en aras de un imaginario a un
tiempo nórdico y meridional, urbano y
campestre, plomizo y luminoso.
Por arriba de su apego a Emily Dickinson, Cámara nupcial reserva un
avecinamiento con la poesía en la medida que concentra su periplo y trance
en el resabio vital de una poeta genuina y las incógnitas de su dicción. Sin
adoptar un cariz metapoético, revela
justamente por deducción la perenni­
dad de la inclinación poética como una
secreta resistencia para con las inercias
del mundo y las circunstancias que lo
vertebran. A la reclusión y el aislamiento, Dickinson opone la fecundidad
del oficio y la fidelidad al llamado, el
consuelo de un ritual cotidiano que cul­
mina en los susurros de la caligrafía,
echando raíces en el ensimismamiento, la observación, el estudio, posturas
de receptividad y vigilancia proclives
a toda disposición de alumbramiento
poético. Círculo virtuoso: el autor de
Cámara nupcial y la poesía van y se
encuentran y abrevan, por consiguiente, en el radiante e inasible rastro de
Emily, encarnación de “esa cosa liviana, alada y sagrada”. Sicut cervus ad
fontes. Como el ciervo a las fuentes,
afirma el salmo.
De la obstinación del peregrino que
salva con arrojo de alpinista la noche oscura del alma y los escarpados
senderos de la búsqueda, de este tour
de force a la ligereza del lugar ameno
y su cornucopia de gratos incentivos,
y de aquí a la ronda de las definiciones y el asedio conceptual, para luego
demorarse en pergeñar una vitrina de
elementos –una lámpara, una ventana,
una esfera, un espejo, un frasco, el clamor del gallo, una campana de adorno, una cama tendida, una moneda, un
retoño– que prefiguran la estabilidad y
trascendencia de un orden, Esquinca
alterna el simbolismo de la analogía
con el autobiografismo, como sucede
en el penúltimo apartado, Viaje al centro de la nieve, en el cual emerge el yo
civil en una perturbadora reseña sobre
el metro permeada de visiones mitológicas y apocalípticas que esbozan también un inframundo y donde el pueblo
natal de Dickinson se antoja la luz al final del túnel: “Respiré para morirme/la
escarcha de los muertos / vine a dar con
mi sombra / a los intestinos de Manhattan”. Entre el tremendismo de Poeta en
Nueva York, el paisaje boreal de Robert
175
Frost y el realismo doméstico de Eliseo
Diego, Cámara nupcial tensa el arco
de su relato.
Una versión de la expresión que otorga título al libro del que me ocupo tiene su origen en el evangelio apócrifo
de Felipe. En la doctrina gnóstica, la
Cámara Nupcial es el sacramento que
supone los esponsales místicos entre lo
masculino y femenino, el pneuma y la
psique, la pasión y el intelecto, y que aspira a la fusión de la pareja con la Divinidad Suprema y, en consecuencia, a la
procuración de la unidad prototípica, el
pléroma, en el que aguarda la plenitud
del andrógino primordial. En su cortejo
de Emily Dickinson –“novia rústica”–,
Jorge Esquinca habilita una emulación
de este misterio. Su querencia por la
ermitaña de Amherst no depara un acer­
camiento sino una superposición, un
calco espiritual que a expensas de la
empatía poética confiere a la gloriosa
servidumbre de confeccionar y alinear
versos la perduración histórica y el
vínculo de pertenencia que permite a
las inteligencias afines comunicarse por
encima de las épocas y las distancias
en el inmarcesible presente de la literatura, la ubicuidad de la poesía.
176
Los enigmas de María
D iana D iaconu
Iván Vicente Padilla Chasing, Jorge Isaacs
y María ante el proceso de secularización en
Colombia (1850-1886), Universidad Nacional
de Colombia, Colombia, 2016, 244 p.
“¿Por qué un libro más sobre María?”,
se pregunta el profesor Iván Padilla al
comienzo de Jorge Isaacs y María ante
el proceso de secularización en Colombia
(1850-1886), estudio sistemático y riguroso
sobre el significado literario, cultural e
histórico de la obra maestra de Isaacs.
Así, ya desde las primeras líneas, no
sólo se aclara la motivacion sino que
también se define el tono de la investigación, marcado profundamente por el
dialogismo. El libro es concebido como
un amplio diálogo con varios lectores de
María –los del siglo xix colombiano y
latinoamericano y, sobre todo, con los
lectores contemporáneos y sus prejuicios–. Me limitaré a ilustrarlo con un
solo ejemplo, extraído del primer capítulo, que versa sobre el género elegido
por Isaacs y su relación con el romanticismo europeo: “Si para después de 1850,
el arquetipo romántico de la lírica y la
novela sentimental del primer romanticismo (exaltación de la naturaleza, bucolismo nostálgico, idilio amoroso, castos
amores, etc.) había sido denunciado como
kitsch (…) ¿por qué Isaacs los retoma
en María? ¿Por qué una novela que reúne tantos elementos kitsch se convierte
no sólo en un éxito literario, sino en la
novela más representativa de la Hispa­
noamérica del momento? Al fusionarse
con el costumbrismo local, ¿el romanticismo produce un nuevo tipo de escritura? En una nación en constitución,
¿cómo y por qué se impone una novela
sin aparente sentido social? ¿Por qué el
idilio amoroso representado en María se
impone sobre el problemático sentido
histórico-social expuesto en Manuela?
Teniendo en cuenta la configuración del
tiempo, del espacio y de los personajes
en María, ¿se puede considerar la novela de Isaacs como la manifestación tardía del romanticismo europeo en América
o como la expresión madura del romanticismo colombiano y, si nos atenemos a
su favorable recepción, del latinoamericano?”
El diálogo se establece tanto con los
lectores no profesionales como con los críticos literarios que proponen su interpretación, orientando así la lectura; a menudo
este proceso se acompaña de un efecto secundario: a la vez que orientan,
también legitiman o refuerzan con su
autoridad varios lugares comunes que,
lejos de facilitar la recepción, más bien
empañan los lentes a través de los cuales miran desde la lejanía los contemporáneos.
Para el lector no profesional, este libro es especialmente atractivo porque
hace compatible la seriedad y profundidad de los planteamientos y el nivel
académico del discurso con la formulación de preguntas inesperadas en el
aula y en la academia. El autor lanza
y contesta precisamente aquellas preguntas que suelen surgir fuera del aula,
para cuestionar y poner en serios aprietos
las verdades aparentemente más obvias
e incontestables. Preguntas atrevidas, indiscretas, insidiosas, incómodas, preguntas secretas, casi inconfesables, como
aquellas fulgurantes que suelen pasar
por la mente de los lectores inquietos,
y que raras veces alcanzan la verbalización. A su vez, el lector profesional
se siente retado durante toda la lectura por un texto que incita permanentemente a polemizar y a cuestionar las
verdades aceptadas y lo canónico bajo
todas sus formas, tanto en el campo de
la literatura como en el de la crítica
literaria. La seguridad con la cual el
autor pone el dedo en la llaga remueve
los prejuicios del lector y detecta los
lugares comunes de la crítica, descubriendo los puntos débiles de muchas
lecturas anteriores, funciona como una
especie de “estructura apelativa” del
texto que involucra al lector, tanto más
si éste está dotado de espíritu crítico,
lo inmiscuye en el diálogo con textos
literarios, históricos, sociológicos, de
crítica literaria, del presente y del pasado, lo constriñe a abandonar la pasividad y a tomar posición. De manera
que el texto cobra vida y se incorpora
enseguida a la experiencia vital y no
sólo libresca del lector, muy al contrario de lo que ocurre con el texto crítico
pensado exclusivamente desde el punto de vista de la historia literaria y que
177
suele permanecer letra muerta para el
lector, excepto el especialista.
De hecho, junto a reflexiones teóricas fundamentales sobre el significado
histórico y cultural (social, político, ético) de la obra literaria, provenientes del
campo del estructuralismo checo, de la
sociología de la literatura y, en general,
de las estéticas sociológicas (Mukarovsky, Lukács, Goldmann, Bajtín, Macherey, Bourdieu), los planteamientos
centrales de la teoría de la recepción
(Escuela de Constanza y especialmente Wolfgang Iser con El acto de leer.
Teoría del efecto estético) representan
los pilares del constructo teórico, sólido y a la vez creador que propone este
estudio. En la medida en la cual logra
neutralizar el efecto de los tópicos (engendrados muy a menudo por el uso
mecánico de categorías teóricas) que
se interponen entre el lector actual y la
obra, impidiendo que ésta lo siga llamando como lo hacía en la época de
su producción, el ejercicio de lectura
emprendido en el libro es muy afín al
espíritu de la teoría de la recepción.
Consiste en devolverle al lector actual
el sentido de una María desempolvada, con toda su frescura y vitalidad de
antaño, capaz todavía de tocar la sensibilidad del lector actual y de conectar
directamente con su axiología, a pesar
del siglo y medio que los separa.
El análisis que emprende el profesor
Padilla lo amplía y profundiza hasta que
adquiere las dimensiones y la autonomía de un libro, avanza en el sentido
178
indicado por el gesto de Hans Robert
Jauss cuando en un texto esencial, aparecido en español en 1989, reivindicaba
también la vigencia de una obra clásica
y fundacional, esta vez para la cultura
alemana: la Ifigenia de Goethe. En ambos casos, se someten a riguroso análisis los fenómenos de recepción y las
mediaciones que, al interponerse entre
la obra clásica y el lector contemporáneo, imposibilitan su encuentro directo
y, por tanto, impiden que la obra actúe
sobre el lector, desplegando su efecto
estético. Al aniquilar el carácter proble­
mático de la obra y de sus héroes, su
sentido se banaliza y se priva precisamente de lo esencial, del valor estético.
La obra se convierte así en peso muerto, queda en su materialidad pero no en
su espiritualidad y llega a ser dócil materia disponible para estériles y aburridísimos análisis formales y temáticos,
incapaces de sustentar y explicar el
carácter de obra fundacional, de pieza
emblemática de la literatura nacional,
de valor inestimable para la identidad
y la cultura nacionales. Se crea así la
falsa sensación de que el significado de
la obra está definitivamente anticuado,
caduco, perdido para siempre, o bien
condenado fatalmente a permanecer en­
claustrado en el panteón de los clásicos,
lo que al fin de cuentas vendría a ser lo
mismo. Más allá de todas las diferencias
engendradas por los contextos particulares, este mismo fenómeno se dio tanto
en el caso de Ifigenia de Goethe como en
el de María de Isaacs.
Jauss inicia su planteamiento sobre
la Ifigenia de Goethe ubicando un problema actual de recepción. El fenómeno amerita una investigación a fondo y
conduce al autor a lanzar varias hipótesis. Jauss analiza cómo los contextos,
las conexiones y las categorías teóricas
invocados por un manual para la orientación de los profesores de literatura
alemana, supuestamente hecho para
acercar a los alumnos al texto clásico,
cumplen en realidad el papel contrario:
alejan definitivamente al joven lector
contemporáneo de la Ifigenia de Goethe
convertida en “lectura obligatoria” e
institucionalizada por los manuales de
literatura. Finalmente, llega a proponer un examen crítico de toda la historia de la recepción de esta obra clásica,
con el fin de “abolir las normas de ese
canon para liberar a la pieza clásica de
su falsa pátina y permitir su retorno a
la actualidad”.
No es otro el proceder del profesor
Padilla en su libro sobre María, inves­
tigación que emprende a raíz de la observación de un fenómeno actual de
recepción: “mi experiencia docente en
la Universidad Nacional de Colombia
me ha enseñado que, de un tiempo para
acá, nuestros estudiantes vienen de sus
colegios sin haber leído esta novela y
muchos se van con este vacío. Incluso
en los cursos dedicados al siglo xix colombiano, María es ignorada o leída de
un día para otro, rápidamente resumida y comentada, pero no analizada. Por
lo general, por comentarios hechos de
paso en cursos panorámicos o por lectura de resúmenes, los estudiantes tienen
la idea de que se trata de una novela
aburrida y pasada de moda, cuyo idilio
amoroso y sus situaciones han perdido
validez y, por lo tanto, no comunican
nada al lector de hoy en día. En la medida que para muchos leer la obra de
Isaacs no ofrece ningún interés, resulta
difícil luchar contra estos prejuicios y,
ante todo, cuesta mucho motivar a los
estudiantes para que entren en un análisis sistemático del texto”.
Huelga destacar el carácter pionero
de este tipo de investigaciones en Colombia y lo oportuno que resulta este
planteamiento en el campo de la crítica
colombianista y latinoamericanista.
Volviendo ahora a la pregunta inicial,
el presente estudio, lejos de ser un libro
más sobre el tema, a pesar de abordar un
tema clásico, es plenamente contemporáneo al rescatar un clásico, empresa muy
oportuna en una época como la nuestra, que suele leer mal a los clásicos.
Jorge Isaacs y María ante el proceso de
secularización en Colombia (1850-1886)
es un replanteamiento novedoso, basado en una relectura contemporánea
digna de este nombre y una aparición
editorial fuera de serie que cuestiona
sistemáticamente el lugar común allá
donde más anida: en los planteamientos consagrados (aunque no siempre
inspirados), que el autor desacraliza,
somete a discusión, interpela y cuestiona sin ambages. Además, categorías
como “obra clásica” o “romanticismo”
179
parecen ser verdaderos imanes que
atraen o focos alrededor de los cuales
gravita una cantidad de tópicos.
En gran parte, este libro singular se
debe a la posición privilegiada que tiene su autor para abordar los enigmas
de María. Especialista en la literatura
francesa y universal, buen conocedor
del romanticismo francés y de sus teóricos, el profesor Iván Padilla se interesa sobre todo en aquellas propuestas
que abordan el romanticismo como actitud vital inscrita en la historia, como
reacción ante una transformación social
traumática (P. Barbéris, N. Elías, G.
Gusdorf). Con tales supuestos y sin ignorar el análisis textual, el autor logra
superar el habitual interés de la crítica
anterior en lo puramente retórico, formal o temático y concibe la estructura
de la novela en el sentido de Mukarovsky, como energía, fuerza dinámica
que permea todos los niveles de la obra
y los articula a través de la evaluación
que propone. Consciente de que el romanticismo en María, “además de gesto estético y formal, es ético y moral”,
el autor advierte: “La visión romántica del mundo no reduce la realidad
a una suma de elementos y eventos
puntuales en interacción de acuerdo
con leyes mecanicistas, por el contrario, propone un sistema de relaciones
con una suprarrealidad en la cual los
seres y todas las cosas del mundo, de
lo terrestre, son símbolos de una transhumanidad, formas de humanidad auténtica. De aquí que el gesto romántico
180
aparezca como acceso a la plenitud humana, como prolongación del ser, como
dimensión ontológica suprema”.
Esta concepción permite acceder al
significado histórico María, ver más allá
de su forma de “idilio kitsch”, que, si
bien deudora de la retórica del romanticismo aristocrático francés (Chateaubriand, Lamartine, Vigny), también es
portadora de una auténtica evaluación
del momento histórico convulso que vive
Isaacs: plasma “el rechazo de un mundo pseudo-moderno que en su proceso
de implementación impide vivir y encontrarle sentido a la existencia”. Por
paradójico que parezca, según insiste el
profesor Iván Padilla, es necesario hacer
una lectura histórica incluso de la deliberada renuncia de Isaacs a referirse
de manera directa y precisa a sucesos y
personajes de la época, razón por la cual
muchos críticos incluyeron a María en
la categoría del idilio. La paradoja es
aparente porque desde que se acepta
el estatuto de auténtica obra literaria
de María y, además su merecido lugar
en el canon literario, tal como lo defiende el autor, la paradoja se disuelve
de por sí, dando paso a la verdad que
se sobreentiende. Así, “es preciso considerar como un gesto intencional, crítico, propio de la escritura de Isaacs, la
ubicación del idilio de Efraín y María
en un espacio geográfico y en una temporalidad bien definidos (Republica de
Nueva Granada, provincia del Cauca
antes de 1852), pero al margen de sucesos
abrumadores o personajes históricos.
Este mismo gesto, esta elección de
Isaacs, representa una evaluación de la
realidad histórica a través de la forma
de la novela y, por tanto, necesita ser
interpretada y no confundida con un hecho anecdótico, teniendo bien presente
que “al evadir los hechos sociohistóricos, María no se ubica contra, sino en
la historia”.
Aparte del buen conocimiento del
romanticismo francés, el autor aventaja
a otros latinoamericanistas consagrados
que abordaron el tema por el hecho de
ser también colombianista y especialista precisamente en el siglo xix colombiano. En 2008, el profesor Padilla
publicó un estudio titulado El debate de
la hispanidad en Colombia en el siglo
xix. Lectura de la Historia de la literatura en Nueva Granada de José María
Vergara y Vergara. Toda esta experiencia anterior le confiere sólidas bases
para desvelar el vínculo profundo de
María con El genio del cristianismo,
de Chateaubriand. Convencido de que
la verdadera razón por la que Isaacs
elige este libro como intertexto y modelo narrativo va mucho más allá de las
necesidades retóricas o de las posibilidades formales que pone a disposición
un género, el profesor Padilla toma distancia de muchas otras propuestas críticas, entre ellas la que va respaldada
por el prestigio académico de una latinoamericanista de la talla de Françoise
Perus: “Condicionada por la lectura de
Chateaubriand, Perus busca en María
la semblanza del conflicto entre cris-
tianismo y racionalismo, propio del contexto francés del siglo xvii, pero resulta
obvio que éste no tiene valor histórico
en Colombia (…) En Colombia, el conflicto es de naturaleza distinta. Privar
al sentimiento religioso de este sentido
histórico en María lo reduce a un cliché de la retórica romántica, sin peso
axiológico y, por lo tanto, a una representación literaria o estetización gratuita del cristianismo católico”.
El sentimiento religioso y la justa
ponderación de su importancia en el
universo de María, problemática central en la segunda parte del libro, es
la clave que marca la diferencia entre
las dos lecturas: mientras que para
Françoise Perus María es una novela
sin conflicto y sin héroe problemático,
en la nueva interpretación que propone el profesor Padilla se cuestiona este
tipo de lectura, a pesar de que cuenta con una amplia aceptación: “en la
medida que el personaje de la novela
colombiana (¿latinoamericana?) evoluciona en otro tipo de escritura, en problemáticas distintas a la de sus modelos
europeos, resulta obvio que Efraín no
obedezca al modelo del ‘héroe problemático’ de la novela de aprendizaje
(Perus, 104) o al del héroe romántico
afectado por el mentado mal del siglo.
(…) Aunque, en mi concepto, Efraín se
aproxima al tercer tipo de héroe identificado por Lukács, no puede ser analizado con los mismos criterios puesto
que no evoluciona en una sociedad
burguesa”.
181
Después de una detallada y convincente argumentación, el autor concluye: “De este modo, en la medida que
María figura como un personaje pasivo,
ajeno a la Historia, y considerando que
el verdadero protagonista es Efraín, en
María tenemos un héroe que se enfrenta
a un mundo degradado: un mundo dividido por cuestiones político-religiosas.
El hecho de que el ethos del personaje
no experimente una evolución ni contradicciones aparentes y sólo dé cuenta
de la nostalgia, la melancolía y el vacío
producidos por la pérdida de la mujer
amada y de un espacio armonioso, no
nos autoriza a afirmar que María sea
una novela sin conflicto y por lo tanto
sin héroe problemático. De ser así, perdería su esencia de novela”.
He aquí uno de los numerosos ejemplos de reevaluación de las propuestas
ya canónicas contenidos en este libro.
El buen conocimiento del siglo xix colombiano, con su campo literario emergente en medio de conflictos históricos,
morales, sociales, políticos relacionados
con el tema central de la identidad nacional, confiere al profesor Padilla la
ventaja de descifrar el repertorio de
la novela como nadie lo había hecho
antes. De esta manera logra hacer un
aporte sustancioso a las lecturas propuestas por latinoamericanistas reconocidos que ya habían abordado esta
novela (Mc Grady, Sommer, Williams,
Menton, Mejía-Duque, Zanetti, etc). Se
permite discrepar sobre asuntos esenciales, argumentando sus diferencias,
182
detecta los despistes de la crítica anterior
y polemiza con sus autores, cuestiona
los puntos flojos de muchas interpretaciones, pero también reconoce y pondera sus aciertos.
Por supuesto, esta autonomía de criterio no sería posible sin una sólida
y amplia formación teórica, desde la
cual el profesor Iván Padilla reevalúa
las ca­tegorías teóricas empleadas hasta
ahora para valorar la novela de Isaacs,
y sobre todo el uso que se hizo de ellas.
En este sentido, el autor del libro no
sólo critica sino que también propone
una notable elaboración conceptual:
en función de las particularidades del
contexto enfocado, matiza, adapta, crea
a continuación de las propuestas de los
teóricos que selecciona. La reinterpretación de la categoría lukacsiana de
“héroe problemático” ilustra de manera esclarecedora su proceder creador y
cuestionador a la hora de aproximarse
a la teoría y de apropiarse de las diferentes categorías: “En mi opinión, tanto la idea de ‘héroe problemático’ como
la de ‘sociedad degradada’ son amplias,
no constituyen realidades universales y,
por lo tanto, pueden ser adaptadas para
explicar diversos problemas. Es necesario tener en cuenta que Lukács elabora
su concepto convencido de que el desarrollo de la novela coincide con el de
la sociedad burguesa, entendida como
‘degradada’ porque niega lo sagrado
como valor trascendente y rechaza la
idea del devenir histórico como algo
orientado hacia la unidad de la huma-
nidad: así, la novela incluye un héroe
problemático, puesto que busca valores que él cree auténticos cuando éstos
mismos se han degradado en un universo sin autenticidad”.
La originalidad del trabajo de elaboración conceptual conduce finalmente
a la conversión de los tópicos en ideas
y categorías viables. Al pasar por este
filtro, se vuelven flexibles, cobran nueva vida: se transforman en instrumentos idóneos para iluminar el caso de la
novela María en el siglo xix colombiano. Pierden aquella rigidez del lugar
común que tenían las valoraciones, a
primera vista indiscutibles, pero que
en realidad carecen de sustancia y son
maniqueas, oposiciones tajantes pero
engañosas del tipo “María vs. Manue­
la”, “el idilio vs. la novela social”. El
autor pone al descubierto el espejismo
que producen tales visiones reductoras
y esquemáticas, deformando la realidad. Demuestra que, de hecho, desde
posiciones diferentes y sensibilidades
distintas, optando por prácticas literarias disímiles, ambos novelistas decimonónicos, tanto Jorge Isaacs como
Eugenio Díaz, enfocan aspectos diferentes de la misma realidad, evalúan
la misma cultura, reaccionan ante los
mismos conflictos sociales, políticos,
morales.
El interés que el autor demuestra en
los estudios que indagan la dimensión
cultural (social, histórica, política, ética, filosófica) de fenómenos de ruptura
como la modernidad y la posmoderni-
dad y su impacto en sociedades periféricas respecto a Occidente contribuye,
desde luego, a la finura de su análisis. Bien asimiladas y oportunamente
evocadas, sus lecturas de N. García
Canclini, F. Cruz Kronfly, A. Rama, R.
Jaramillo Vélez aportan indiscutiblemente a la comprensión matizada del
cambio social y mental plasmado en
María, al igual que la experiencia de
investigación adquirida durante la escritura de su anterior estudio, publicado
en 2010: Milan Kundera y el totalitaris­
mo kitsch. Dictadura de conciencias y
demagogia de sentimientos.
En conclusión, a través de una demostración de una coherencia magistral, en su último libro sobre Maria de
Jorge Isaacs, el profesor Iván Padilla
recupera, desde un enfoque sociocultural, la dimensión histórica del significado de la novela, ilumina fenómenos
y procesos que seguían sin explicar y,
no en último lugar, invita con su ejemplo a una lectura creadora, situándose
en la posición del lector de hoy. En
la medida en que devuelve a la obra
clásica su capacidad de actualizarse
en cada acto de lectura, librándola del
cliché, la crítica es creadora, partícipe
del proceso de producción literaria, lo
cual quizás constituya su más alta misión y su razón de ser más noble.
183
La ballena que juró vengarse
J uan C arlos R eyes
Gabriel Bernal Granados, Anotaciones para
una teoría del fracaso, fce, México, 2016, 191 p.
Hay escritores que proponen, provocan.
En Gabriel Bernal Granados (1973) encuentro a uno de ellos. Un autor al que
casi ningún género le es ajeno. Pero no
sólo eso: me encuentro con un libro que
refleja un oficio como pocos. En las páginas de Anotaciones para una teoría del
fracaso pude leer el trabajo de Bernal
Granados como editor, fundador de editoriales y revistas, traductor, narrador,
crítico y, lo más interesante, un autor refinadamente relacionado con el mundo
de los libros y la pintura. Habrá quien
me diga que Bernal Granados tiene un
lugar en las letras mexicanas desde hace
mucho tiempo, pero me parece que con
Murallas, su último libro de relatos, y
ahora con Anotaciones para una teoría
del fracaso adquiere una posición de
madurez estilística francamente admirable.
Como lo dice el propio autor, el fracaso invoca. La decepción y el derrumbe han sido motivo de ríos de tinta. No
es gratuito que el autor cite un texto de
Pessoa de 1913 en el que el poeta afirma
que “conformarse es someterse y vencer es conformarse, ser vencido. Por
eso toda victoria es una grosería. Los
vencedores pierden siempre todas las
cualidades de desaliento con el pre184
sente que los llevó a la lucha que les
dio la victoria (...) Sólo es fuerte quien
se desanima siempre”. Sin duda, es en
Fernando Pessoa donde Bernal Granados obtuvo el título, tan sutil como provocador. Vale la pena detenerse en él:
si sigo un método parecido al del autor,
habría que desarmar el título en el sentido de un desmontaje amplio.
Por principio de cuentas, podría parecer que su intención es realizar una serie
de “apuntes” que eventualmente lleven
a una serie de hipótesis que comprueben el origen o causas del fracaso, pero
su lápiz es mucho más afilado. Me parece que utiliza el término “anotaciones”
con modestia, como aquellas líneas que
se escriben al margen, a pie de página.
Notas para uno mismo mientras se lee un
libro o durante el tiempo que se pasa de
pie frente a un cuadro. El autor comparte esas notas con el lector, le pide
que lo siga en su flujo de pensamiento
mientras recuerda lecturas de la adolescencia o visitas a museos y galerías
en las que se topó con obras que marcarían su vida. Y el fracaso, tema central aunque de ninguna manera único
del libro, lo emplea como un gran aglutinante de conceptos afines, aunque nunca
sinónimos. No es la simple falta de éxito
o el fiasco de ciertas intenciones, sino
caída, ruina, algo que muy en el fondo
deja de funcionar, aquello que se colapsa
bajo la presión de la traición, el descubrir que nos encontramos frente a una
empresa imposible, inasible por sublime o evanescente.
Aunque alguien me lo ha mencionado, no considero insensato hablar de la
materialidad de un libro (su papel, su
portada), porque me parece que todo
ello habla tanto de un objeto cultural
como del contenido mismo. El libro –estoy convencido de que como editor Ber­
nal Granados lo compartiría– es, en
efecto, su contenido, pero también el
autor, el papel, su distribución y el empeño de sus editores. En el caso que
nos compete, el Fondo de Cultura Económica ha realizado un excelente libro,
de pasta a pasta.
Los diecisiete ensayos que componen el libro, algunos muy cortos y otros
con un aliento mucho más extenso, fue­
ron publicados antes en revistas, suplementos literarios y otros espacios a
los que el autor agradece junto a sus
editores: Laberinto, Crítica, Mandorla,
Biblioteca de México, Confabulario o
La Palanca. El asunto me parece que
va más allá de un agradecimiento; es
una manera de hacer patente lo que en
otro lugar de libro Gabriel explicita: estos ensayos fueron escritos a lo largo de
casi diez años, quizá por ello la madurez
de la que antes hablaba se puede encontrar en el libro. Un autor tan obsesivo como parece ser Bernal, con toda
seguridad revisó y amplió cada ensayo
hasta que lo consideró completamente
listo para formar parte de un libro de
mayor envergadura. Dice Gabriel: “Fui
escribiendo los ensayos que conforman
este libro a lo largo de diez años. A medida que los iba haciendo, iba cayendo
en la cuenta de que estaba trabajando en
contra de la noción generalizada de que
el siglo xix había sido un periodo transitorio, aburrido y acartonado en comparación con los primeros años del xx”.
Diecisiete ensayos que hablan de la
obra y vida de escritores como Stéphane Mallarmé, Herman Melville, Pierre
Michon y Jorge Luis Borges; pintores
como Paul Cézanne, Edgar Degas, Caspar David Friedrich, Thomas Eakins,
Egon Schiele o Lucian Freud.
Me parece interesante mencionar mi
propio cambio de parecer en lo referente a las pequeñas imágenes de algunos
de los cuadros que el autor refiere a lo
largo del libro: imágenes pequeñas y
sin mucha resolución que casi siempre
aparecen al final de los ensayos. En un
principio, pensaba que hubiera sido
una excelente idea tener reproducciones de mayor tamaño y a color. El
segundo paso fue irlos buscando en libros o en Internet para tener una mejor
referencia, pero pronto caí en la cuenta
de que estaba cometiendo un error. Me
parece que esas imágenes están simplemente a manera de referencia, un
guiño para que el lector no se sienta
tan perdido, pues el autor realiza excepcionales descripciones de los cuadros, que son uno de los placeres más
delicados del libro. Por ejemplo, habla
del cuadro de Edgar Degas, Después
del baño, mujer secándose el cuello: “El
cuerpo de una mujer, adivinado por el
tacto del artista que ha comenzado a
quedarse ciego, rompe las franjas ver185
ticales del fondo de la composición con
las ondulaciones de su silueta. El cuerpo, sin embargo, está tallado a base de
trazos verticales de crayón, que perfilan la sombra de omoplatos y espalda
y contaminan de verde y de naranja la
carnación del cuerpo en su conjunto”.
Otro tipo de descripciones sumamente
logradas son las que abren textos como
“Eakins”, el cual da comienzo con una
extensa descripción: “En este cuadro...”,
y después de largos párrafos de confiarnos poco a poco una obra de arte a
la que tenemos que ingresar a tientas
confiando en las palabras del autor, finalmente sabemos que es un cuadro de
Thomas Eakins. A manera de apunte,
en este ensayo el autor juega con las
posibilidades que la imagen del cuadro
de Eakins abre, cosa que me recordó la
manera en la que Georges Perec juega
con las posibilidades de eventos, cuadros o imágenes en varios de sus libros.
El estilo de Bernal Granados no es
sólo visible en las admirables descripciones sino, de manera general, me parece que su prosa tiene logros a lo largo
de todo el libro. Anoto otro ejemplo:
“Los vestidores huelen a herrumbre y
saliva, añejada por décadas. La ropa,
los vendajes y las grasas que se untan
al cuerpo para engañar la hondura del
guante contrario, acrecientan la sensación de sudor gélido y desasosiego que
anquilosa los músculos del peleador
antes de subir al cuadrilátero”. Si bien
este estilo es rastreable en casi todos
los ensayos, Bernal Granados no busca
186
tan solo artilugios, fuegos artificiales
que “engalanen” la prosa de manera
estéril, también busca entre los intersticios de sus propias ideas. Como lector,
uno se puede perder tanto en lo dicho
como en lo que el autor calla. Espacios
entre cuadros y libros unidos por ensayos, personajes, colores que no vemos
pero que se encuentran allí.
Hay una conciencia de la escritura,
como cuando el autor habla en uno de
los ensayos: “Mientras escribo esto...”
Existe también un constante diálogo con
el lector, una clara invitación a penetrar
tanto en el texto, o en cada uno de los
ensayos, como en todos los libros, autores, pinturas, anécdotas que el autor va
hilando con probada consistencia. Hablando de Los músicos de la orquesta,
de Degas, dice: “Para tal efecto, [el pintor] nos ha colocado justo detrás de los
primeros violines de la orquesta, y su
pintura es una invitación a mirar desde
ese particular punto de vista”. En otros
casos es mucho más directo en su interlocución con ese lector ideal: “(vean
los reflejos de la luz de las lámparas,
cómo se concentran sobre la superficie
de los vasos y las copas, definiendo la
sensualidad de sus contornos)”.
Si bien todos los ensayos están logrados, como en cualquier colección de textos existen algunos que sobresalen. En
este caso, los textos que me parecen más
entrañables son aquellos en los que el autor inserta cuestiones personales dentro
de digresiones y reflexiones sobre el fracaso, la pintura o la escritura. En “El
hundimiento del Pequod”, habla de un
rompecabezas que armaron su hermano
y él por separado. A él le tomó casi el
doble de tiempo. En aquella época, nos
cuenta, parecía que su hermano sería
arquitecto. “Mi hermano no se convirtió en el arquitecto ni en el pintor que
parecía en aquellos años. Se convirtió
en ingeniero. Supongo que se trata de
un logro suficiente, una profesión que
ha llevado el sustento diario a la mesa
de su casa. Sin embargo, algo me dice
que mi hermano, en un momento dado
de su biografía, se traicionó, traicionando, por así decir, el espíritu del
Pequod ”. Podemos ver más a Gabriel
Bernal Granados en ensayos como este,
al mismo tiempo que demuestra una de
las afirmaciones más antiguas acerca
de la literatura: la escritura es un proceso personal en el que se muestra la
vida interna de quien escribe. En casos
como éste, de manera directa; en otras,
dentro del mismo libro, tal vez de manera velada. En el mismo ensayo cuenta cómo su hermano se ve impedido
para realizar un brindis en su escuela
porque está enfermo y lo sustituye alguien más que lo hace igual, o tal vez
mejor. “A partir de entonces la vida de
mi hermano fue cuesta abajo. Nunca
volvió a ser el mismo y el movimiento
pendular de la nave que viaja en alta
mar en pos de la ballena blanca fue
sustituido por la cruz del barco que se
hunde hasta la punta del más egregio
de sus mástiles”.
A lo largo del libro Gabriel equipara
el tema del fracaso con el del naufragio. Será tal vez por ello que los ensayos que mencionan a Melville y Moby
Dick son de los más seductores. Tal vez
es el motivo más representativo del libro porque habla de una lucha con el
absoluto, con lo sublime que nos supera. Ese naufragio es también una metáfora de la desolación que encuentra el
hombre perdido, olvidado, que ha sido
derrotado por su propia naturaleza o,
en este caso, por el “espíritu moderno de
una época”. Hombres y mujeres –aunque
éstas se echan de menos en el libro– que
“dejaron de ocupar un lugar central y
se convirtieron, por voluntad propia, en
entidades marginales”. Por ello el libro de Melville es central para Bernal
Granados. Una novela que destruyó a
un autor, una historia que devoró a su
artífice como la propia ballena blanca
devora al Pequod, al capitán Ahab y al
propio Melville.
Otra metáfora del fracaso la encontramos en Entre rounds, de Thomas
Eakins. El autor dice que podemos ver
únicamente al hombre derrotado: “No
sabemos contra quién pelea, no sabemos
en qué condiciones se encuentra su adversario, y esto es ya de por sí significativo: al sustraer al contrincante de nuestro
campo de visión, Eakins nos permite
vislumbrar la trama de un soterrado
fracaso, que a diferencia de la victoria,
no precisa de los demás para consolidarse”. Con esta metáfora no puedo sino
recordar un cuento de Ricardo Piglia,
“El Laucha Benítez cantaba boleros”,
187
la historia de un boxeador que convierte el más grande de sus fracasos en la
única razón para mantenerse con vida.
Como lo dice Bernal Granados: “En un
mundo gobernado por iconos mediáticos
lo que ha cautivado la imaginación de
escritores y de artistas no ha sido tanto
el peleador invicto como el fracasado.
No es difícil encontrar una respuesta
para esta predilección: los héroes que
concitan la admiración de nuestra época se alimentan de una humillación no
retribuida”.
Se podría creer que el único tema
del libro es el fracaso, y en ello también
Bernal Granados encuentra un lugar en
el que trabajar a profundidad con su
escritura. Si bien el fracaso funciona
como un centro rector de otros temas,
éstos son en algunos casos casi tan importantes como el primero, ya que logran responder, cuestionar y dinamitar
en cierto sentido el objeto cultural al que
el autor se acerca como crítico. Además
del fracaso, Bernal Granados se ocupa de
la huella que en algunos pintores y escritores del siglo xix dejaron sus padres,
como es el caso de Cézanne, Degas o
Proust. Figuras de profundo respeto, hombres impregnados del espíritu racional
y económico de la modernidad, padres
que pronosticaron el fracaso en vida de
sus propios hijos. Aparecen, asimismo,
la autobiografía, el boxeo, el ajedrez, el
cambio de siglo como síntoma, todos temas en los que algo está en juego. Todos
potenciales fracasos: “Todas las empresas de los hombres parecen condenadas
188
al fracaso, porque todas nuestras acciones terminarán estrellándose contra la
pared de lo inconmensurable”. Tal vez
la más fracasada de esas empresas ha
sido la propia modernidad, ese complejo entramado de valores y conocimientos que construyeron la identidad del
hombre que cabalgaba entre los siglos
xix y xx. Tal vez ese fracaso en un lugar
que nunca encontramos, que se escapó
entre los deseos de razón, economía y
lógica absoluta. O quizá, como lo dijo
el propio Melville, “It is not down in
any map; true places never are”.
Afición por los claroscuros
E duardo C erdán
Rose Mary Salum, El agua que mece el
silencio, Vaso Roto, Madrid, 2016, 82 p.
Si el solo hecho de elegir la voz narrativa significa un reto para quienes escribimos, seguir una conciencia infantil
en una historia acentúa todavía más el
desafío, ya que implica varios riesgos
creativos. Como es muy fácil que la narración resulte inverosímil, demasiado
naïve o que trasluzca una mentalidad
adulta, los relatos bien urdidos con ni­
ños protagonistas o narradores son agujas en pajar. El surrealismo veía en la
infancia una etapa privilegiada, ya nos lo
dijo Breton, y no han sido pocos los artistas que la han recreado en sus obras.
En el caso de la literatura en lengua
española hay varios ejemplos de cuentistas –pues es común que los niños
“hablen” en los cuentos más que en las
novelas– bien librados del reto, como
José María Arguedas, Nellie Campobello, Silvina Ocampo, Reinaldo Arenas
y Ana María Matute, sólo por mencionar a algunos.
Guadalupe Dueñas, una de las cuentistas más talentosas de la llamada Ge­
neración de Medio Siglo en México, dijo
en su “Autopresentación” de 1966 que
las mejores obras mexicanas tenían al­
go que ver con la infancia. Pensé en
ella cuando leí los cuentos de El agua
que mece el silencio, de Rose Mary Salum, no porque ambas tengan biografías similares o temáticas afines, sino
por su interés común en las mentes de
los niños y por tres rasgos estilísticos
que comparten y que son, diría yo, la
quintaesencia de sus literaturas, a saber: la afición por los claroscuros, la
brevedad y el aliento poético. Antes de
ahondar en el quid de este texto, que
busca echar luces sobre el modo en
que el artificio del discurso infantil sir-
ve para hablar sobre la violencia, creo
necesario perfilar a la autora y contextualizar al lector sobre la obra que aquí
me ocupa.
Rose Mary Salum es una narradora mexicana con una semblanza muy
particular. Descendiente de libaneses
asentados en México, radica en Houston, escribe en español, es editora bilingüe y fundó el gran proyecto Literal,
que comprende la editorial Literal Publishing y la revista Literal, Latin Ame­
rican Voices. Se trata evidentemente de
una escritora posmoderna y, como dijo
en una entrevista a Mario Casasús,1 representa por su origen y el de su familia
una figura “siniestra”2 en el contexto
estadunidense. Vivimos tiempos –ya lo
dijeron Jacques Derrida, Judith Butler, Fredric Jameson et al.– en los que
impera la relativización. Se ha dado un
vuelco: si durante la modernidad ilustrada la civilización consideraba como
verdades absolutas ciertos grandes relatos “universales”, ahora toma en cuenta pequeños relatos, que no son más
que matices de los anteriores, guiados
siempre por el raciocinio. Es en esta
etapa, heterogénea y llena de desplazamientos, donde se inserta Salum. “No
one today is purely one thing”, dijo
1
La entrevista “Rose Mary Salum: ‘El agua
que mece el silencio es un juego de opuestos’”
se publicó el 8 de junio de 2016 en El Clarín
de Chile.
2
Para Sigmund Freud, Das Unheimliche
(lo siniestro) es el opuesto de lo conocido o
lo familiar.
189
Edward Said en Culture and imperia­
lism, y Rose Mary Salum lo ejemplifica
hoy con El agua que mece el silencio:
el libro de una mexicana escrito desde
fuera, publicado por una editorial española y que trata un tema no-mexicano: el conflicto de Medio Oriente, muy
cercano a la memoria familiar de la narradora. Dentro de la literatura mexicana contemporánea hay un interés muy
evidente en las escritoras3 cuyas biografías tienen el halo del exilio y por
volver la vista hacia un pasado familiar
que hacen suyo mediante la escritura.
Sus voces constatan que en el presente
el concepto de home se ha alterado y
tiene ya otros sentidos sobre el estar en
el mundo.4
Aunque El agua que mece el silencio
es un compendio de dieciséis cuentos
que funcionan bien de manera independiente, puede leerse como una nouvelle
porque todos ellos están interconectados. Por lo anterior ligo a Salum con la
gran Nellie Campobello y su Cartucho
(1931), compuesto por pequeños relatos sobre la lucha revolucionaria en el
norte de México narrados por una niña.
El libro de Salum, que aunque atiende
3
Abundan más las mujeres (me vienen
a la mente, por ejemplo, Myriam Moscona,
Angelina Muñiz-Huberman, Margo Glantz,
Bárbara Jacobs, Anamari Gomís y las García Bergua), aunque también hay hombres
con estas características (como Gonzalo Celorio).
4
Cf. Iain Chambers, Migrancy, culture,
identity, Routledge, London, 1994.
190
otros menesteres comparte una constitución muy parecida a la de Campobello, mantiene un pulso sincopado: las
frases son cortas, casi siempre en presente, cargadas de lirismo; y su focalización,
incluso en los relatos en tercera persona,
está puesta en la mirada de un grupo de
niños a la entrada de la adolescencia
que conviven en un Beirut moderno, globalizado y, por supuesto, influido por
Occidente.
Rose Mary Salum sabe muy bien que
el silencio, anunciado ya desde el título
del volumen, es pieza clave en el arsenal del cuentista. El universo del libro
es introspectivo a todas luces: hay una
barrera, cimentada con gran acierto por
la autora, entre el mundo de afuera, el
de los adultos, y el mundo interior, el de
la mente infantil. El lenguaje es en todo
momento artificioso, es decir: las voces
no nos “hablan” como si estuviéramos
oyendo a los niños realmente. Un niño
no diría, por ejemplo: “Asciendo siempre descalzo y los gritos de mi madre siguen agitando la bruma de mi mundo, con
cada uno de ellos me llega una oleada en
cámara lenta que me empuja suavemente moviendo mi cuerpo a su antojo”.
Lo que sucede es que establecemos
un pacto con Salum desde el principio:
entendemos que el discurso es infantil
porque en los cuentos, como ya dije, la
perspectiva desde la que se ve el mundo
es la de los niños. En ello radica la verosimilitud del texto entero, no en el calco
de las formas lingüísticas infantiles.
Alberto, Ismael, Simón, Ivette, la tía
Zeila, todos los que aparecen en el libro
de Salum son round characters, como los
llamaría E. M. Forster. Poseen una caracterización compleja y un desarrollo
psíquico intrincado. Lo que Rose Mary
Salum nos deja ver del mundo de afuera está siempre ligado a las emociones
y a los sentimientos de sus personajes.
Eros y thánatos, las dos grandes pulsiones humanas a decir de Freud, aparecen en El agua que mece el silencio
de manera muy afortunada y, diría yo,
maliciosa. Cioran hablaba en su primer
libro, Sur les cimes du désespoir, sobre
el deseo humano por las tinieblas y la
luz. Salum aprovecha y explota esta condición en su libro, donde asistimos al despertar erótico y sentimental de un grupo
de niños que se mueven en un mundo de
represión, de violencia, de aspiraciones
de paz; en un contexto donde se oye que
en América todo está bien y donde los
bombardeos son una amenaza latente.
Todo, lo dije ya, es un constante juego
de claroscuros.
El de El agua que mece el silencio
es un tiempo dilatado, colmado de descripciones del ánimo y el estado de los
personajes. De ahí que haya dicho yo,
al inicio de este texto, que la prosa de
Salum está convidada de la poesía. Hay
cuentos enteros que funcionan como alegorías, muchos símiles, metáforas, ritmos
cadenciosos y enumeraciones que, por
cierto, me recordaron a las de Luis Britto.5 Ligado a lo anterior está el carác5
Véase, por ejemplo, este fragmento del
ter lúdico de los textos incluidos en el
libro. Del juego –una de las cosas más
serias que hay, según aprendimos los
latinoamericanos de Julio Cortázar– se
vale Salum tanto para crear sus tramas
como para armar sus frases. Creo que
el caso paradigmático de esto que refiero (lo lúdico en ambos niveles: forma
y contenido) es el cuento “Alguien me
llama”. El juego es la arcilla del relato,
donde Ismael, el personaje principal,
narra un episodio casi surrealista, fruto de
su imaginación infantil, con un discurso vertiginoso que nos lleva a un final
contundente. Ismael, que afuera de su
cuarto se ha embarcado en una tripulación que al final naufraga, termina el
cuento así:
El capitán, ¿en dónde está? Hay humo, le
hablo, lo busco, pero no aparece. ¡Ismael!
Me gritan, porque veo venir las letras de
mi nombre transportadas sobre una ráfaga de fuego. Una parte de la M se ha incinerado dejando sólo una R en su lugar.
Intento moverme para que no desciendan
calcinadas sobre mi espalda, para que logren esquivar las balas. No puedo, estoy
paralizado.
Israel.
Ese no soy yo.
cuento “La escuela”: “Los pleitos, otra discusión, siempre sus peleas. Mi madre, la sinagoga, las donaciones. Mi padre, sus costumbres,
busca que lo sirvan. La abuela en medio. La
abuela conciliando. La abuela tratando de
arreglar las cosas. La experiencia de la abuela. Las acusaciones, él tiene la culpa, ella la
tiene, los distintos dioses son los responsables”.
191
Hay un Horla belicoso que acecha
en el libro y que, como el personaje de
Maupassant, es inasible para los niños
protagonistas. Las barricadas de la intolerancia están también ahí, sin que la
mirada infantil logre esclarecer el motivo
de su existencia. Ismael, por ejemplo, no
comprende por qué su madre se esconde los bucles con un velo ni por qué
la otra familia, la de Alberto y Simón,
es distinta. Alberto, por su parte, tampoco sabe qué tiene de malo cortejar a
la hermana de Ismael. ¿Por qué no se
moderniza como Ivette?, se pregunta.
“Él no lo permite”, responde la niña
extraña, pero estas palabras le parecen
huecas a Alberto, lo mismo que las de
su madre –una judía casada con un católico–, quien le pide que no sea insistente porque “las musulmanas se crían
aparte”.
Rose Mary Salum tiene un diálogo
constante con el lector. Apenas si deja
entrever algunos datos que nos permiten comprender qué sucede afuera de
la psique de sus personajes. A ellos no
les interesan las diferencias religiosas,
tampoco quieren que en la escuela les
digan qué pasa en Irak. Son sujetos, con
el pellejo de la niñez aún, que con baby
steps se aproximan al universo de las relaciones amorosas. El sexo se les revela
con la intensidad propia de la pubertad.
A Alberto le gustan tanto Ivette como
la hermana rara de su amigo Ismael, y
no tiene problema con ello. Ivette, por
otro lado, está interesada en Simón,
el hermano mayor de Alberto, quien
192
para ella es apenas un niño que, sin
embargo, le despierta un leve interés
erótico, inquietante para ella misma.
Esto se lee en el cuento “En soledad”,
donde una tercera persona omnisciente narra un pasaje onanista con Ivette
navegando en los placeres de su cuerpo mientras piensa en Simón: “El día
[dice Salum] se asomaba por una luz
de la cortina interrumpiendo su concentración, ese idilio que recién había
vivido. Su madre no tardaría en tocar
la puerta; de encontrar resistencia, la
abriría de golpe. Y aun así Ivette regresó
a sus pensamientos, a los brazos de ese
muchacho del que empezaba a enamorarse. Se dejó caer a su lado y no volvió
a dormir en soledad. Al menos no permaneció sola hasta que detonó la primera bomba en los barrios borrascosos
de Beirut”.
La pluma hábil de Salum inserta en
los instantes menos esperados, como es
el caso de este cuento a un tiempo erótico
y tierno, la violencia de la ciudad donde
ambientó su narración. Hallé, además,
que los momentos de violencia más álgida coinciden con los de mayor sustancia poética. “El agua que mece el
silencio”, el cuento que da título al libro,
es como una burbuja poética, simbólica y elusiva en la que se mueve Alberto, el narrador. La anécdota es de un
pulso violentísimo, como puede apreciarse en el siguiente fragmento: “En
la sala hay una agitación que parece el
fin del mundo. Mis padres continúan el
alboroto y se oye mucho escándalo (...).
[Papá] quiere llevar de inmediato a la
abuela a recoger sus cosas para irnos a
Siria y evitar las bombas (...). A lo lejos veo a Ismael corriendo, creo que se
acerca, de seguro que ya se enteraron. Su
madre viene por delante y lo toma abruptamente de la mano. Ella no trae el velo,
¿por qué? (...). Un ruido espantoso me
golpea los oídos (...). Yo no me puedo
mover, mis piernas son dos troncos de
un cedro con raíces en movimiento. Se
mueven al compás del oleaje y sueltan
tentáculos en busca de una tierra estable. Ismael está en el suelo, él también
flota en una pecera roja”.
En un día aparentemente anodino
detona una bomba, de eso trata “El
agua que mece el silencio”, pero Rose
Mary Salum se las ingenia para no decírnoslo así. Con una atmósfera intimista, imaginativa, narra un episodio brutal
cargado de un alto valor estético dado
por la creación de imágenes y por su
plasticidad. Éste y el segundo cuento,
“Alguien me llama”, son el germen del
libro entero, según dijo la autora en la entrevista antes citada. A partir de ambos
se gestó la idea de hacer un volumen con
relatos concatenados que funcionaran
como un todo, que contaran juntos una
historia en donde los niños se vieran
bombardeados: literalmente y también
en sentido figurado, pues el mundo adulto y los vaticinios de la madurez arremeten con fuerza en ellos de manera
inevitable.
La violencia, como hemos podido
constatar en los pasajes transcritos aquí,
se cuela entre las líneas. Los relatos de
Salum se apegan a la tesis de Ricardo
Piglia, quien dice que los cuentos narran dos historias. Lo subrepticio y los
acontecimientos dichos al sesgo constituyen la mayor riqueza de El agua que
mece el silencio, y creo que es precisamente el artificio del discurso infantil
lo que permite que ambos recursos
operen de manera armónica. Con su libro, Rose Mary Salum no sólo actualizó
el pasado de sus ascendientes exiliados: también se apropió de él y, con el
artificio que pretendí caracterizar aquí,
libró felizmente el reto del que hablaba
yo al comienzo. El agua que mece el si­
lencio, alejado de los prejuicios, narra
una historia emotiva cuyos knock-outs
están logrados, ni duda cabe, gracias a
la mirada infantil.
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