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De cómo Bill Clinton fracasó como Explicador-en-Jefe; por
Diego Fonseca
Diego Fonseca · Wednesday, July 27th, 2016
Fotografia de JP Yim para Getty Images.
A veces, Estados Unidos se me presenta como un caleidoscopio infantil, ese tubo de
cinco lados con espejos interiores y fichas de colores que solíamos usar para armar
figuras geométricas, siempre multicolores, algunas veces estrambóticas. El juego me
obsesionaba durante horas: apenas acomodaba una forma contra el espejo de una
cara, las fichas del otro se movían y la imagen cambiaba. No encuentro mejor síntesis
hoy para el Jano cultural gringo.
A ver. La primera imagen correcta del caleidoscopio fue Barack Obama, primer
presidente negro de una nación racista en la que los negros son sospechosos de
portación de piel. Es lo que debe ser: un cambio con una promesa de valores
universales, una nueva ficción orientadora que seguir. Pero entonces viene el
desacomodo. Obama saca a Estados Unidos de la crisis más peligrosa de los últimos
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85 años y durante su gobierno se producen avances sociales deseados y necesarios
—matrimonio igualitario, el fin de dos guerras, y dos reformas (parciales) del sistema
de salud y Wall Street—, pero la oposición conservadora se radicaliza y acaba
entregándose a punto de caramelo a un bufón de cara anaranjada llamado Donald
T***p que debe ver a la presidencia como un paso necesario en todo aprendiz de zar.
Si mi infancia me enseña algo, y eso es que los péndulos siempre regresan a un punto,
Hillary Clinton debiera ser la próxima imagen correcta del caleidoscopio. La mayor
nación del planeta, propietaria de una de las democracias más antiguas, factoría
cultural y músculo militar de Occidente, bajaría del tren en otra terminal apropiada:
una mujer como su primera presidenta. Nivela el campo, demuestra que, de modo
patente, el techo de cristal tiene una nueva quebradura que lo debilite.
Y entonces, otra vez, el péndulo: Bill Clinton habla en la Convención Nacional
Democrática de Philadelphia por más de una hora. Una larga hora. Una larga, varias
veces tediosas, algunas amable y risueña, hora. An hour bill, una píldora difícil de
digerir. Y no resultó. La venta fue blanda, anodina, pragmática a pesar del intento por
humanizar —horrible que esa idea deba ser expuesta— a una señora inteligente pero
menos approachable que otros señores y señoras.
Bill Clinton dedicó una hora a vender el producto Hillary Clinton. Una joven fenomenal
de quien se enamoró y con quien creció como hombre y político. Una esposa
inquebrantable, buena madre, abuela encantada. Una política comprometida,
resistente, de piel gruesa en un mundo de machos blancos dominantes, de opciones
escasas o nulas para las mujeres, una dirigente capaz de lidiar con un mundo
multipolar e imprevisible. Como se esfuerzan por explicar sus asesores, Hillary, una
nerd de la política, expresa su amor desde que decidió entregar su vida profesional a
actividad pública desde sus cortos veinte años.
Bill Clinton construyendo el caso de Hillary como la mejor doer de Estados Unidos fue
el infomercial más extenso jamás diseñado en una campaña electoral para vender a
una candidataque es tanto propietaria de una inteligencia y un afán irrefutables como
de un carisma que rara vez pasa los 15ºC: no es helado, pero sí un tanto frío. Quienes
la combaten dicen que, de mínima, Hillary no es confiable; quienes la apoyan, no están
tan excitados por ella como aterrados por los orcos del Partido Republicano. De modo
que el Partido Demócrata se está aplicando por vestirla con las luces adecuadas. El
lunes 25, Michelle Obama inundó la Convención con un mensaje esperanzador, de
vitalidad y energía, para levantar el ánimo alrededor de su candidata. En la misma
noche, Elizabeth Warren, la chica más lista de la clase, dueña de una boca audaz que
puede lanzar vidrios, se dedicó a enterrar al peor alumno y bully oficial de la carrera
presidencial, ese monigote inmaduro y anaranjado llamado Donald T***p. El esfuerzo
de Warren por blindar a Hillary de la bestialidad republicana se complementó con el
discurso de política pura de Bernie Sanders, una suerte de Catón cenizo pero
vitalísimo, tan dueño, como Warren y como Michelle, de un imán personal
incombustible. Cuando llegue Tim Kaine, el bueno Tim Kaine, habrá otro
resurgimiento del candor entre las masas: otra espalda o una muleta o venda para
curar a Hillary en salud. En corto, no hay dudas de que Hillary Clinton depende de la
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tercerización del carisma para encender a las masas, demasiado formada en la
distancia y preparada más para la conversación de traje sastre en una oficina de K
Street que para el intercambio de sudores en las calles sucias de la política. Si el
lunes, en la Convención, Sanders fue Lennon, un beatle que sacaba lágrimas, Hillary
sería Ringo Starr, responsable de marcar el ritmo de la música, siempre necesitado de
una pequeña ayuda de sus amigos.
Pues bien, para darle el brillo determinante, en la noche en que fue nominada
oficialmente como candidata demócrata, estaba Bill.
La prensa americana llama a Bill Clinton Explainer-in-Chief. Su capacidad para bajar a
tierra conceptos enroscados justificaría bautizar con su nombre una ley de la gravedad
política. Clinton pudo haber pasado una vida con Hemingway en una canoa frente a la
casa de Finca Vigía y le habría ganado la batalla de las historias o de la pesca: o
porque sabe contar las primeras como pocos o porque habría hipnotizado a los peces
para juntarlos con las manos. El carisma político de Clinton fue siempre envolvente, el
abrazo caliente de una boa. Alguna vez dije que, por cercanía y habilidad para
conectar directo y simple con cualquier persona, Estados Unidos había encontrado en
Arkansas a su primer populista latino. Siempre ha habido algo suavecito y mareador
en la manera en que Clinton se dirige a la gente. Aun hoy, cuando habla con dos
personas a la vez, estrecha la mano de la diestra y sostiene a la otra por el hombro
mientras alterna miradas para que ambas sepan que, sí, está con ellas. Clinton es
político de ciudad chica;tiene aprendido que el respeto se gana cara a cara.
Esa enorme capacidad para dominar la escena ha pasado del Clinton presidencial al
Clinton pos-Casa Blanca. Es un seductor tan entrenado que todo su cortejo parece
desafectado y diseñado para tomar a los demás con la guardia baja o ablandarles las
defensas con un guiño acá, un silencio allá, una historia amansadora como el opio.En
cualquier discurso, la venta del producto Bill Clinton, una exclusividad de su propio
autor, solía incluir un 15% de ese delicioso acento arrastrado del sur, un 20% de
actuación y lenguaje corporal y 325,467% de story telling. El hechizode la oratoria de
Clinton residía en esa especie de naturalidad animal que tenía para llevar un relato al
tono relajado de los grandes narradores callejeros, bardo o fabulador, entrenados en
las artes de la pausa, de la danza de las manos, la longitud, el color de las frases.
Todos aprendimos que cuando Clinton llegaba al final de un relato de un par de
minutos,la pausa inmediata era sucedida por 1) un dedo levantado, 2) la lengua
humedeciendo los labios, y 3) un Now… que abría el campo a la explosión de más
tensión, el pico o el cénit o la revelación del cuento. Un buen contador de historias
desarrolla un estilo que sus oyentes y lectores reconocen de inmediato y Clinton nos
había metido el chip Clinton en nuestras cabezas en 1990 y lo dejó plantado allí,
activándolo cada vez que quiso con la creencia de que jamás debería actualizarlo. Para
qué, si Bill Clinton, comprensible hasta para las piedras, siempre sería Bill Clinton,
Explainer-in-Chief.
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Pero la vida es irremediable porque inevitable es morir. Y Bill Clinton ya no es el chico
sedoso del sur sino un señor mayor cada vez mayor. En su discurso en la Convención
Demócrata, la voz suave y el acento algodonoso del Clinton de Todas las Victorias
sonaba a un silbido un poco raspado y otro poco cansado. La suavidad del movimiento
de sus manos —que tiene algo de ola y de danza de salón cortesano— todavía estaba
allí, pero castigada de cuando en cuando por los tremores de la vejez, un temblequeo
que nos hizo saber a todos que a los héroes los vencen la historia o los años.
Pero aún quedaba algo, que es para lo que Bill estaba allí. La historia. Hacer el
delivery. Encaramar a Hillary. El miércoles sólo faltará que Barack Obama toque con
la espada a HRC, pero en la noche del martes, era Bill, y sólo Bill, el único responsable
de presentar a la Hillary amable, compañera, esposa, madre, abuela, presidenta.
Y Bill, el gran contador de historias, The Explainer-in-Chief, aburrió.
Una vez escuché al comediante Stephen Colbert contar cómo se había enamorado de
su mujer. Colbert tenía la intensidad afectiva de un adolescente en el cuerpo de un
señor de cincuenta. En cinco minutos—mic drop—puso mi alma por el aire. Colbert fue
cándido, breve, simple. Humano, creíble, apegado al detalle preciso. Contó la historia
de dos chicos de North Carolina que parecían conocerse de las escuela pero que
recién se miraron por primera vez de verdad cuando tropezaron en la fila de un cine.
Colbert fue con su madre a preguntarle qué hacer con esa que le había perturbado el
ánimo —si llamarla, si seguirla, si nada— y su madre misma lo puso en la vereda
correcta: si venía a saber qué debía hacer es porque había una sola respuesta y estaba
en su ansiedad por saber qué tenía que hacer.
Colbert puso el amor en términos simples: todo gran enamoramiento tiene detalles
pedestres que hacen que suceda. Bromas, alguna buena palabra en el momento justo,
dos ojos que hacen —bendita química del diabólico gen— click con otro par y entonces
el mundo que nos rodea se vuelve un enorme cielo blanco y el bullicio se hace silencio
y todo explota o se incendia o se consume o.
Nada de eso estuvo en el relato de Bill. Clinton tomó largos minutos para ensayar un
repaso cronológico de su vida que recién había llegado a 1983 cuando ya se había
consumido un cuarto de hora. Bill iba cansino, ajeno a los tiempos de la TV o de
Twitter, como si estuviera en el salón de una casa o de vuelta en el mundo analógico.
Algo no conectaba. Pero descubrí que el problema no era él, sino yo. El lunes, cuando
Michelle Obama dio su férvida llamada para mantenerse como una nación de valores
singulares e imitables, su marido, Barack, tuiteó: “Increíble discurso de una mujer
increíble. No puedo estar más orgulloso y nuestro país ha sido bendecido de tenerte
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como Primera Dama. Te amo, Michelle”. Obama me humedeció los ojos: le creí. Y le
creí porque todo cuanto he visto entre M&O me hace pensar que esa declaración era
honestas, que tal vez era un presidente quien hablaba pero también era el hombre
enamorado de una mujer impresionante. Los Obama siempre me han transmitido la
difícil —y por eso impagable y envidiable— certeza de que cada uno sostiene al otro
cuando flaquea —y cuando no. Los gringos tienen una frase magnífica que sintetiza la
confianza y entrega: I’ve got your back.
Es posible que Bill y Hillary se sostengan mutuamente. No tengo cómo ponerlo en
duda. Pasaron las mejores y varias peores. El Salón Oral, las mentiras de Bill, el sapo
tragado por Hillary para no salirse del mercado político, su negación —misógina y
machista— como política por derecho propio más allá de la estatura del marido, la
derrota con Obama, la espera, tensa, por una oportunidad final para abrir las puertas
de la Casa Blanca. Por muchos que eso, otros han doblado las manos, pero B&H han
sabido darle al remo. No todo fue dolor, por supuesto. Se hicieron millonarios, parte
de la aristocracia política estadounidense y llegado, juntos, a la cumbre: uno como
presidente 42, la otra como posible presidenta 45 de la, todavía, nación más poderosa
de la Tierra.
Los matrimonios surgieron como contratos sociales para expandir el poder de dos
familias. Los hijos eran casados por sus padres. El anillo simbolizaba la pertenencia
mutua y la reafirmación de cada parte en el arreglo. Por fortuna no somos una especie
tan imbécil y le hemos impreso a esa unión algo que la precede y debe sucederla,
amor. Yo veo en el acuerdo matrimonial de los Obama esa comunión amorosa: se
quieren y saben que, antes y después de la Casa Blanca, estuvieron y están ellos como
pareja. Pero me ha costado ver esa misma relación en los Clinton. En ellos he visto
siempre antes el contrato de poder y conveniencia mutua —que todo matrimonio sigue
siendo— que su trascendencia más humana, expresada por dos personas que se
quieren por encima de todo,antes y después de la Casa Blanca.
Y es posible, y muy probable, que me equivoque, que no sea sino mi prejuicio o una
comprensión corta de qué es el amor en el poder. Pero la venta del producto Hillary
por Bill, la de un hombre que eligió a su mujer y con ella se quedó, me entregó una
intensa fotografía de una pareja poderosa, ambiciosa y necesaria, capaz de aguantar
cuanta tormenta se les cruzase en pos del fin único, la presidencia del hombre, la
presidencia de la mujer. Michelle Obama, y sigo siendo injusto en la comparación,
nunca quiso ser parte de la discusión política y cada vez que se han arrodillado para
rogarle que sea candidata a algo, se ha negado con la misma vehemente intensidad.
Volverá a su vida civil tras el paso de Barack Obama por la presidencia de un modo
que nunca, jamás, se propuso Hillary Clinton.
En Twitter, cuando mostré esa duda sobre el contrato-más-que-amor de Bill y Hillary,
me corrigieron varias veces. “De ese modo se quieren”. “Es una forma de amor. Les
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funciona. Míralos”. “No es necesariamente malo. Son regular como marido y mujer
pero excepcionales como pareja de poder”.
Puede ser. Pero aun sigo creyendo que Bill, el hombre que debía oficiar de
casamentero entre el electorado y Hillary, apenas presentó en sociedad el valor
contractual de la relación. Faltaron las emociones más intensas en una elección donde
los votantes parecen conectar de manera primaria. Hillary intenta tanto parecer más
llana de lo que puede que acaba pisándose los dedos y sus defensores más cercanos
suponen que su experiencia ininterrumpida en el servicio público demuestra su gran
corazón. No estoy tan seguro. Se supone que para nutrirla de ese costado más
mundano, personal, accesible, cuerpo-a-cuerpo, está Bill, pero el discurso en la
Convención, tedioso en buena medida, no cumplió con eso. Si Bill Clinton no consigue
acercar a la gente el lado amable de Hillary destruye su propio propósito.
Tal vez, al final, pido sin necesidad. Hillary sonreirá del mejor modo posible y se
ocupará de despachar los asuntos importantes. No tengo dudas de que, en cualquier
debate Hillary Clinton será presidenciable y Donald T***p prescindible.Otros
construirán para ella los puentes y trampolines afectivos, lo sé. Bill, de cuando en
cuando, algo menos seductor, algo más anciano. Quizás Chelsea. Seguro su VP, Kaine,
y Sanders y Warren. The Obamas.
Pero ya. Fue caluroso en Philadelphia y fue fervoroso y fue, sobre todo, histórico.
Hillary Clinton es ahora la primera mujer que puede suceder al primer presidente
negro de Estados Unidos, y ese es mi lado sano del caleidoscopio del inicio de este
largo cuento. El malo, el desacomodado, me muestra que en este mismo país casi la
mitad de la población puede mirarse al espejo cada mañana, besar a sus hijos con todo
el amor que uno puede y, con una sonrisa beatífica, acabar votando a Donald T***p.
Dios, paren la historia —o rompan los espejos de mi caleidoscopio—.
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on Wednesday, July 27th, 2016 at 3:00 am and is filed under Actualidad
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