João entró al café Nazarén junto con su papá.

Capítulo Primero
João entró al café Nazarén junto con su
papá.
—¡Hola, Cosme! —gritó Fabio, el dueño—.
Veo que has traído a tu pequeño.
—Sí —contestó Cosme—. João, saluda al
Moro.
Cosme pidió un refresco de guaraná para
su hijo:
—Una Antártica para João —y lo empujó
suavemente contra el mostrador, hacia uno de
los bancos de madera.
Pronto invitaron a Cosme a sentarse en
una de las mesas de dominó. João miró a su
alrededor. La pared de atrás estaba cubierta
de abarrotes: jabones, pastas, latas de comida,
semillas, velas, refrescos, galletas… La tiendita tenía piso de madera y siete mesas, de las
cuales cinco estaban ocupadas. A esa hora sólo
había hombres, y los que no estaban jugando
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dominó, platicaban y tomaban algo. Por la
puerta se podía ver el follaje de los grandes
árboles y una de las bancas de la plaza. A
veces, el ruido de las fichas era tal que parecía
un concurso de tamborileros.
A Fabio le decían “el Moro” porque había
nacido en Alejandría. También le apodaban “el
ermitaño”, no porque se pareciera a esa especie de cangrejo, muy común en las costas españolas, ni por ser musulmán, sino porque jamás
salía del café o, mejor dicho, de la tiendita. Al
principio, Fabio había querido poner un café
y por eso se le había quedado el nombre. Un
compadre le había prometido una máquina
de café exprés para comenzar su nueva vida
en América. Pero su compadre le mandó la
máquina exprés en un barco que se hundió en
alta mar antes de llegar a Belem. O eso le decía
a João su papá.
—Te gusta venir aquí, ¿cierto? —le dijo
Fabio a João y le dio el refresco.
João asintió con la cabeza. Mientras tomaba un popote y lo colocaba en la botella se
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fijó por enésima vez en el emblema: un gran
oso polar parado sobre un iceberg. Debajo del
iceberg estaba escrita la palabra ANTÁRTICA.
Era grande, blanco y felpudo.
—De niño yo iba a la tienda de mis abuelos en Sicilia, así como tú vienes aquí—dijo
Fabio, al tiempo que se sentaba a su lado en
otro banco—. Y más o menos a la misma edad.
¿Cuántos años tienes? ¿Nueve o diez?
—Ocho —dijo João, sonrojándose un poco
porque Fabio había creído que era mayor. No era
el primer adulto que se equivocaba al respecto.
A cada rato “el Moro” interrumpía su
charla para ir a la grandísima hielera que estaba en una de las paredes. Metía las manos,
sacaba una o varias botellas, las destapaba y
las servía a los parroquianos. João también
vio que cuando los hombres entraban de la
calle, acalorados y quitándose el sombrero, si
es que traían uno puesto, metían la mano para
sacar un pedazo de hielo y se lo pasaban por el
rostro y el cuello antes de llevárselo a la boca.
Escuchaba al Moro, pero a veces no le entendía. Sin embargo, con la cabeza le decía sí a
todo, y el Moro le seguía platicando. Le caía
bien el dueño de la abarrotería y no le pareció
correcto pedirle que se explicara.
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Cuando se quedó solo por un momento
frente al mostrador, João se bajó del banco y
se dirigió a la hielera. No quería que notaran su
presencia. En parte porque era el único niño,
pero también debido a una especie de juego
que a menudo ponía en práctica cuando acompañaba a su padre a distintos lugares. Su papá
le decía con frecuencia que era muy buena
compañía. De hecho, lo decía de modo más
enfático: “¡Eres un excelente compañero!”
“Compa”, le decía a veces. Y en ocasiones lo
presentaba a sus conocidos como “mi compa,
João”. Aunque inmediatamente agregaba que
era su hijo.
—¿Lo acompaña, Cosme?
—Así es, me acompaña. Y es, permítame
presumirlo, excelente compañía. Quiero que
vaya conociendo el mundo.
—Hace bien.
—Cuanto antes, mejor —decía otro.
—Es una tarea para toda la vida —decía
Cosme—, y conviene iniciarla cuanto antes.
Luego solía olvidarse de João. Es decir,
no lo olvidaba del todo, lo miraba de reojo y le
preguntaba de vez en cuando si la estaba pasando bien o si se le ofrecía algo. Pero básicamente su papá se dedicaba a sus amigos y dejaba a
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João a solas y
sin interrumpirlo
para que fuera conociendo el mundo. Para ambos el
juego era acompañarse, pero cada
cual en lo suyo. Así que, cuando João
cruzó la abarrotería, sabía que no era
del todo ignorado, aunque tampoco
quería llamar la atención.
En muchas ocasiones había
metido las manos al agua fría para
reacomodar las botellas y observar el
emblema del oso, el cual parecía repetirse como en una casa de espejos. Casi
en el fondo, detrás de un hielo muy
grande, le pareció ver una botella que
no tenía oso. La tomó y, en efecto, ahí
estaba la etiqueta, pero había quedado
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solamente el mar, el hielo y las letras. No estaba el oso. Casi pegó un grito, pero logró contenerse, como hacía a veces con los eructos.
De repente, sintió que el oso estaba parado a
sus espaldas; le pareció que su enorme figura
estaba sobre él y tan cerca que casi lo podía oír
respirar. Se quedó inmóvil. No quiso voltear.
Contó del uno al diez y del diez al uno. Volteó.
No había nadie.
João regresó a su banco. Tomó de su
refresco, ya sin mirar a su alrededor.
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Capítulo Segundo
Un buen día, el Oso Antártica decidió salir
de la tiendita. No conocía el mundo de afuera,
aunque lo había visto desde el marco de la
puerta donde solía pararse cuando había pocos
parroquianos o cuando Fabio dormitaba.
El Oso Antártica salió de la abarrotería
ya de noche para evitar el calor y la brillantez
del sol, poco antes de que Fabio echara llave
al lugar y apagara las luces. Bajó caminando
hacia el río: el enorme cuerpo de agua lo atraía
como un imán. Sabía de algunas cosas gracias
a su vida en la hielera. Por ejemplo, que el
hielo podía ser transparente como el agua —¡o
transparentarse hasta parecer aire!—, o que
también podía ser tan blanco como una pared
encalada. Pero había otras cosas que sólo
conocía por medio de los sueños. O era algo
que traía en la sangre y que había recibido de
sus padres, abuelos y bisabuelos, ya que todos
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habían sido osos polares. Hasta ahora, el único
mar que conocía, al igual que el único iceberg,
era el de la etiqueta.
En la hielera había mucho hielo pero, aparte de los osos, no había ningún otro animal, a
menos que uno considerara los dedos de las
personas como una especie de criaturas acuáticas —incluso marinas—aunque sólo fuera
por unos momentos, justo cuando los metían
a la hielera para sacar un hielo o una botella.
También veía sus rostros y siluetas cuando se
asomaban algunos parroquianos. Los únicos
objetos de su mundo habían sido la cuchara
que alguna vez dejaron caer al agua, o las
fichas de dominó arrojadas por algún jugador
torpe o enojado. Casi nunca faltaba una que
otra despistada mosca que flotaba o intentaba
nadar con sus delicadas y traslúcidas alas, o las
corcholatas plateadas o doradas y con bordes
rugosos que parecían nadar por un instante
para luego hundirse hasta quedar en el fondo.
En el mundo de los mares gélidos del norte,
a veces se rompía el duro hielo transparente
con un sonido como de relámpago. El único
sonido en la hielera se producía cuando una
botella golpeaba contra otra, o bien, contra los
lados de metal; el otro ruido, ése sí aterrador,
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