Leer - Revista Crítica

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el sueño de la aldea
Sobre Voltaire
G. K. C hesterton
Traducción de Armando Pinto
Toda historia cristiana comienza con
aquel gran evento social en el que He­
rodes y Pilatos se estrecharon las manos.
Hasta ese momento, como todo mundo
en los círculos sociales sabía, no esta­
ban en buenos términos. Algo llevó a
cada uno a buscar el apoyo del otro, una
vaga sensación de crisis social, aun­
que poco sucedía, salvo la ejecución
de una ordinaria sarta de criminales.
Ambos gobernantes se reconciliaron el
mismo día en el que uno de esos convic­
tos fue crucificado. Eso es lo que mu­
cha gente entiende por Paz y la sus­
titución de un reino de Amor por uno
de Odio. Ya sea que haya honor o no
entre los ladrones, siempre existe una
cierta solidaridad e interde­pendencia
social entre los asesinos; y esos rufia­
nes del siglo xvi que conspiraron para
asesinar a Riccio o Darnley tuvieron
mucho cuidado en poner sus nombres,
y en especial los de los demás, en lo
que llamaban una “banda”, de modo que
en el peor de los casos fueran colgados
juntos. Muchas amistades políticas,
mejor dicho, evidentes camaraderías
democráticas, son de esa naturaleza;
y sus representes se sienten realmen­
ø voltaire
te apenados cuando nos negamos a
identificar esa forma de Amor con la
original idea mística de Caridad.
A veces me parece que la historia es
dominada y determinada por esas ne­
fastas amistades. Así como toda historia
cristiana comienza con la feliz recon­
ciliación de Herodes y Pilatos, toda
historia moderna, en el sentido revo­
lucionario moderno, comienza con esa
extraña amistad que terminó en dis­
gusto, como en la primera el disgusto
terminó en amistad. Quiero decir que
los dos elementos de destrucción, que
hizo al mundo más y más impredeci­
ble, fueron desatados ese olvidado día
en que un delgado caballero francés
con una larga peluca, de nombre M.
Arouet, viajó hacia el norte con mu­
chas molestias para encontrar el pa­
lacio de un rey prusiano en las leja­
nas planicies heladas del Báltico. El
nombre exacto del rey en las crónicas
dinásticas es el de Federico II, pero
es mejor conocido como Federico el
Grande. El nombre real del francés era
Arouet, pero es mejor conocido como
Voltaire. El encuentro de esos dos
hombres, a mitad del invierno en el
escéptico y secular siglo xviii, es una
especie de matrimonio espiritual que
dio a luz al mundo moderno; mons­
trum horrendum, informe, ingens, cui
lumen ademptum. Pero debido a que
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este nacimiento fue monstruoso y ma­
ligno, y a que la verdadera amistad y el
amor no son nefastos, no vino al mundo
a crear una cosa unida, sino dos cosas
conflictivas, las cuales, entre ambas, re­
ducirían el mundo a pedazos. De Voltaire
los latinos iban a aprender el escepticis­
mo rabioso. De Federico, los teutones
aprenderían el orgullo rabioso.
Debemos notar, para comenzar, que
a ninguno le preocupaba mucho su
propio país y sus tradiciones. Federi­
co era un alemán que se negaba in­
cluso a aprender alemán. Voltaire era
un francés que escribió un grosero
libelo contra Juana de Arco. Ambos
eran cosmopolitas; no eran en ningún
sentido patriotas. Y hay esta diferen­
cia, que el patriota, aunque sea es­
túpidamente, ama el país, mientras
que el cosmopolita no ama en lo más
mínimo el cosmos. Ninguno de ellos
pretendía amar nada. Voltaire fue, de
los dos, realmente el más humano;
y Federico también podía entonar de
vez en cuando el frío humanitarismo
que fue tópico de su época. Pero Vol­
taire, incluso en su mejor momento,
dio comienzo a esa moderna farsa que
ha arruinado todo el humanitarismo
que honestamente apoyaba. Comenzó
el hábito horrible de ayudar a los se­
res humanos sólo compadeciéndolos y
nunca respetándolos. A través de él la
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opresión de los de los pobres se con­
virtió en una especie de crueldad con
los animales y se perdió el sentimien­
to místico de que agraviar la imagen
de Dios es insultar al embajador de un
Rey.
Sin embargo, creo que Voltaire te­
nía sentimientos; y creo que Federico
era más cruel cuando era más huma­
no. En todo caso, estos dos grandes
escépticos se encontraron en el mis­
mo campo, en la misma estéril y uni­
forme llanura, tan monótona como la
planicie báltica, cuya base era que no
hay Dios, o un Dios que se interese
en los hombres algo más que en los
ácaros del queso. Sobre esta base es­
tuvieron de acuerdo; sobre esta base
estuvieron en desacuerdo; su disputa fue
personal y trivial, pero terminó lanzando
a dos fuerzas europeas una contra la
otra, ambas enraizadas en el mismo
descreimiento. Voltaire dijo, en efecto:
“Le mostraré que las burlas del escép­
tico pueden producir una Revolución y
una República y el derrocamiento del
poder real en todos lados”. Y Federi­
co contestó: “Y yo le mostraré que ese
mismo escepticismo burlón puede uti­
lizarse para resistir la Reforma, más
aún la Revolución; que el escepticismo
puede ser la base de apoyo para el más
tiránico de los tronos, para la más cru­
da dominación de un amo sobre sus
el sueño de la aldea
esclavos”. Entonces se despidieron, y
desde entonces han estado separados
por dos siglos de guerra; se despidie­
ron, pero presumiblemente no se dije­
ron “Adiós”.
De cualquier semilla de maldad pue­
de notarse que la semilla es diferente de
la flor, y la flor del fruto. El demonio
de la distorsión siempre lo deforma,
incluso de su propia naturaleza inna­
tural. Puede convertirse en cualquier
cosa, excepto en algo realmente bueno.
Es, para emplear el guasón término de
afecto que el profesor Freud aplicaba
a su hijo, “un poliforme pervertido”.
Estas cosas no sólo no producen el bien
especial que prometen; no producen
ni siquiera el mal especial con el que
amenazan. La revuelta volteriana pro­
metió producir, incluso comenzar a pro­
ducir, el levantamiento de las masas
y el derrocamiento de los tronos, pero
no fue la forma final del escepticismo.
El efecto real de lo que llamamos de­
mocracia ha sido la desaparición de
las masas. Podríamos decir que hubo
masas al principio de la Revolución y
no al final de ella. Esa influencia vol­
teriana no terminó en el gobierno de
las masas, sino en el gobierno de so­
ciedades secretas. Ha falsificado la po­
lítica a lo largo del mundo latino hasta
la reciente contrarrevolución italiana.
Voltaire produjo políticos profesiona­
g . k . chesterton
les hipócritas y pomposos, de quienes
él habría sido el primero en hacer es­
carnio. Pero en su lado persiste, como
he dicho, un cierto sentimiento huma­
no y civilizado que no es irreal. Sólo
que es bueno recordar qué ha fracasa­
do de su lado de la disputa continen­
tal cuando registramos el más salvaje
y perverso mal del otro lado.
Pues el malvado espíritu de Federi­
co el Grande ha producido no sólo otros
males, sino lo que parece ser el mal
opuesto. Él, que no veneraba nada, se
ha convertido en un dios que es casi
ciegamente venerado. Él, que no se
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preocupaba de Alemania, se ha con­
vertido en el grito de batalla de locos a
quienes no les preocupa nada, excepto
Alemania. Él, que fue un cosmopolita,
ha calentado siete veces más el inferno
de la estrecha furia tribal y nacional
que en estos momentos amenaza a la
humanidad con una guerra que puede
significar el fin del mundo. Pero la raíz
de ambas perversiones se halla en el
mismo suelo de ateísmo irresponsable;
no hay nada para detener al escéptico
de convertir la democracia en secreto;
no hay nada para detener su interpre­
tación de la libertad como la infinita
licencia de la tiranía. El cero espi­
ritual del cristianismo estuvo en ese
instante congelado en el que esos dos
hombres secos, delgados, de rostros
afilados se miraron a los ojos vacíos
y vieron la burla, tan eterna como la
sonrisa de una calavera. Entre ambos
casi mataron la cosa por la que vivimos.
Estos dos puntos de peligro o centros
de agitación, la agitación intelectual
de los latinos y la muy antiintelectual
agitación de los teutones, sin duda
contribuyen a la inestabilidad de las
relaciones internacionales y nos ame­
nazan más por cuanto se amenazan el
uno al otro. Pero cuando hemos he­
cho todas las concesiones para que se
conviertan, en tal sentido, en peligros
para ambos lados, el principal hecho
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moderno sugiere que el peligro reside
en uno de los lados, y hemos sido en­
señados a buscarlo sólo en el otro lado.
Buena parte de la opinión occidental,
en especial inglesa y norteamericana,
ha sido enseñada a tener un vago ho­
rror de Voltaire, a menudo combinada
incluso con un respeto más vago por
Federico. Es probable que ningún Wes­
leyiano confunda a Wesley con Voltai­
re. Ningún metodista primitivo tiene la
impresión de que Voltaire es un meto­
dista primitivo. Pero muchos minis­
tros protestantes tienen realmente la
impresión de que Federico el Grande
fue un héroe protestante. Ninguno de
ellos cae en la cuenta de que Federi­
co fue el más ateo de los dos. Ninguno
de ellos, por cierto, previó que, con el
tiempo, Federico se convertiría en el más
anarquista de los dos. En resumen, na­
die previó lo que todo mundo después
vio: la República francesa se convirtió
en una fuerza conservadora, y el rei­
no Prusiano en una fuerza puramente
destructiva y sin ley. Victorianos como
Carlyle, en efecto, hablaron de la pia­
dosa Prusia, como si Blucher hubie­
ra sido un santo o Moltke un místico.
Puede confiarse en que el general
Goe­ring nos enseñe mejor, hasta que
aprendamos que nada es tan anárqui­
co como la disciplina divorciada de la
autoridad; es decir, del bien.
el sueño de la aldea
Democratizar
la actividad poética
A licia G onzález
“Debe hacer calor en este poema”, dice
un verso de Víctor Rodríguez Núñez. Y
sí, sus poemas destilan canícula sin ser
los poemas del clásico cubaneo. Un ca­
lor extraño porque lo supuran pese a que
el ganador del Premio Loewe de Poesía
de este año vive desde hace años en Ohio
y no en esa isla que los cubanos siem­
pre llevan a cuestas estén donde estén.
Contra todo pronóstico, el jurado del
Loewe, presidido por Víctor García de
la Concha y formado por Francisco Bri­
nes, José Caballero Bonald, Antonio Co­
linas, Óscar Hahn, Cristina Peri Rossi,
Soledad Puértolas, Jaime Siles y Luis
Antonio de Villena, ha vuelto a dejar
huérfanos a los poetas en castellano que
ven, por segundo año consecutivo, cómo
uno de los galardones más prestigiosos
de la poesía en español vuelve a pre­
miar los acentos de Iberoamérica.
La descripción de quién es Víctor Ro­
dríguez Núñez se la dejamos a él mismo
en ese ejercicio de proposografía queve­
desca que es “¿Arte poética?”: “Saqué
unos ojos miopes / una nariz bisiesta /
unos labios que no puedo juntar / un
pelo de camello / más un cuerpo de atle­
ta retirado. / También el mal genio de
mi padre / el dolor en el lado de mi ma­
dre / el lunar sospechoso de mi abuela /
el cólico nefrítico de todos / y hasta las
fiebres constantes de mi hijo. / Razones
que me obligan a tener mala opinión
de la belleza”. Llaman la atención en él
esas gafas de revolucionario gramsciano
en áspero contraste con el pelo crespo
que, como llamas blancas, dan un por­
te alborotado a su figura. Aunque para
conocer al autor de La poesía sirve
para todo, aquella serie de entrevistas
suyas con poetas hispanos, quizá será
necesario dejar de lado al periodista y
poner el foco sobre un escritor que ha
sobrevivido a los intentos de fagocitarlo
de disidentes y apologetas que a par­
tes iguales se disputan la cultura de la
cubanidad.
–¿Qué hay de esa poesía necesaria y
útil dispuesta a comerse el mundo de El
Caimán Barbudo en este “despegue”?
–El Caimán Barbudo publicó en uno
de sus primeros números un manifiesto,
“Nos pronunciamos”, que en mi opinión
no ha perdido su vigencia. Aunque no
sea parte de la generación de poetas
que lo hizo sino de la siguiente, lo he
seguido por su propuesta de una poesía
dialógica. Afirma la voluntad crítica,
pues no se propone “hacer poesía a la
Revolución”, ya que una “literatura
revolucionaria no puede ser apologé­
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víctor rodríguez núñez
tica”. Expresa una voluntad de repre­
sentar la realidad en toda su amplitud y
profundidad, de superar la barrera entre
lo público y lo privado, pues no se re­
nuncia “a los llamados temas no socia­
les”. En definitiva, propone que “todo
tema cabe en la poesía”. Al mismo
tiempo, rechaza la lírica “que trata de
justificarse con denotaciones revolu­
cionarias, repetidora de fórmulas po­
bres y gastadas”, como la “que trata
de ampararse en palabras ‘poéticas’,
que se impregna de una metafísica de
segunda mano para situar al hombre
fuera de sus circunstancias”. Mi “des­
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pegue” pertenece a otra época, no es
comecandela ni prosaista, pero no se
despega de esos principios.
–¿Es un buen síntoma la irreductible
constatación de que la poesía sigue siendo
para la minoría?
–Sin dudas, y no creo pecar de eli­
tismo al pensar así. La poesía es una de
las herramientas más importantes del ser
humano, nos ha ayudado a vivir desde
el principio. No es una creación de la
modernidad, viene de mucho antes; es
anterior a la literatura, incluso ante­
rior a la escritura. Se ha modernizado
bastante pero no ha perdido su carác­
ter original; mantiene sus raíces en la
oralidad. De ahí que la gente asista con
entusiasmo a los festivales de poesía y
sin embargo no compre libros con el
mismo fervor. No me preocupa para
nada que la poesía no sea un objeto de
consumo masivo en nuestro tiempo.
Posiblemente es la única cosa que el
capitalismo no ha podido convertir en
mercancía. Esto es una prueba irrefu­
table de que tiene un núcleo humano
que nada ni nadie puede reducir.
–Dice que su ideología es la iden­
tificación con el otro, la democratiza­
ción de la palabra...
–Más o menos, aunque me molesta
un poco el término ideología. Creo que
todas las ideologías, en mayor o menor
medida, deforman la percepción de la
el sueño de la aldea
realidad. Su principal instrumento es
la naturalización, o sea, hacer pasar lo
artificial como lo natural. Por eso, tengo
la convicción de que la poesía cumple,
en su esencia, una función anti-ideoló­
gica. Al desnaturalizar el mundo, y lo
que pensamos de él, nos ayuda a enten­
derlo mejor, y así poder transformarlo.
Lo peor de la sociedad en que vivimos
es el individualismo, la creencia de que
somos diferentes de los demás, e incluso
que podemos ser sin los demás. La poe­
sía que busco es la que deja a la materia
hablar por sí misma, sin el control de
un sujeto poético. Y la democratiza­
ción de la palabra no sólo implica el
acercamiento a la lengua hablada sino
la apertura a todas y cada una de las
zonas del lenguaje.
–La suya es una poesía que busca
comunicar pero sin perder la participa­
ción del lector activo como si se tratara
de un texto dramático que sólo cobra
sentido al representarse...
–Así es. Estoy en contra de la poe­
sía que no respeta al lector, su pleno
derecho a sentir o pensar lo que le dé
la gana. He dicho muchas veces que
busco un lector activo, que participe
en la creación del poema, y así ceder
la autoridad, democratizar la actividad
poética. Uno de los recursos que más
uso es la elipsis, para dejarle al lector el
trabajo de conectar las ideas, de com­
pletar el sentido. También uso bastante
el encabalgamiento, para que el senti­
do vaya más allá de los límites del ver­
so, de la estrofa, del poema. Cuando
un poema tiene un mensaje explícito
y no va más allá de sí, para mí pierde
toda la gracia, e incluso el sentido. Es­
pero entonces la colaboración de los
lectores españoles. Ya saben que mis
poemas también les pertenecen.
–¿Le ha abierto puertas traducir a
Luis García Montero?
–Pongo la mano en el fuego por to­
dos y cada uno de los poemas que he
traducido, tanto del español al inglés
como del inglés al español, incluidos
los de García Montero. Traduzco por una
razón un poco menos utilitaria: entrea­
brir la puerta del mundo editorial an­
glosajón, cerrada hoy a la poesía de todas
las otras lenguas. Sólo el 0.7% de los li­
bros publicados en Estados Unidos en
el 2014 son traducciones de obras lite­
rarias. Y lo más preocupante es que de
todos los libros traducidos al inglés el
pasado año en ese país (en total 442),
únicamente 58 (en todos los idiomas)
son de poesía, y apenas seis son de
lengua española (tres de México, dos
de España y uno de Argentina). Con
Katherine M. Hedeen, mi compañera
en estos empeños y en la vida, hemos
traducido libros de Ida Vitale, Juan
Gelman, Fayad Jamís, Juan Bañuelos,
11
Rodolfo Alonso, José Emilio Pacheco,
Juan Calzadilla, Marco Antonio Cam­
pos y Hugo Mujica. Por otra parte, he­
mos traducido al español dos antologías
que representan la periferia de la poesía
anglosajona: En esa redonda nación de
sangre: poesía indígena estadounidense
contemporánea (2011 y 2013) y Nuestra
tierra de nadie: poesía galesa contem­
poránea (2015). Traducir es un trabajo
agotador y poco reconocido, pero abre
en uno una puerta fundamental: la po­
sibilidad de ser otro.
–¿Su poesía dialógica representa tal
vez reconocimiento a lenguajes cercanos
al periodismo como el de Svetlana Ale­
xiévich?
–No he leído aún a Alexiévich, pe­
ro sí la larga tradición del periodismo
hispanoamericano, donde se dan géne­
ros propios como la crónica. Mi maestro
en esto, como en otras muchas cosas, es
Gabriel García Márquez. Me atrevería
a hacer una antología de su periodismo
que podría ser un libro tan bueno como
Cien años de soledad. Hace mucho que
no ejerzo el periodismo pero me siento
periodista y en cualquier momento re­
greso. De todos los llamados géneros
periodísticos, el que más me ha gustado
siempre es el que no le gustaba a Gar­
cía Márquez: la entrevista. En mi libro
La poesía sirve para todo (2008), reuní
veintiún entrevistas con poetas hispa­
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nos (de España están mis queridos José
María Valverde y José Agustín Goytiso­
lo). En fin, todo lo que sé sobre el arte
de escribir lo aprendí en el periodis­
mo, en aquellos tiempos en La Habana
en que hacíamos El Caimán Barbudo
(con Eliseo Alberto Diego, Leonardo
Padura, Abilio Estévez, Alex Fleites
y otros compañeros de generación). Y
sobre todo, del periodismo aprendí a es­
tar atento a lo que pasa, y esto es clave
si uno quiere ser poeta.
Fantástica Argentina (hoy)
F ederico G uzmán R ubio
El tiempo no se detuvo hace treinta
años, con los últimos cuentos de Jor­
ge Luis Borges, Julio Cortázar, Silvina
Ocampo y Adolfo Bioy Casares. La
literatura fantástica argentina ha se­
guido su curso y dista mucho de ser
una imagen que se proyecte idéntica
a la del pasado, como en Morel, o un
recuerdo preciso que no deje de re­
producirse, como en el caso de Funes.
Las propuestas son muchas, variadas
e imaginativas, algunas de ellas here­
deras sin complejos de esos grandes
maestros; otras, por el contrario, han
buscado incluso con desesperación per­
el sueño de la aldea
petrar una traición que no acaba de
concretarse. Pero quizá los que pre­
dominen sean los libros escritos con
libertad y desenfado, abiertos a influen­
cias venidas de cualquier mundo, y de
ninguna manera obsesionados con rei­
vindicar un género que en Argentina
está normalizado: en Buenos Aires no
existen escritores fantásticos militan­
tes, de la misma forma que en el Co­
rán no hay camellos.
Para dar una idea de la naturalidad
con que realidad y fantasía se mezclan
en la narrativa argentina –y no en Ar­
gentina, pues por suerte casi han pa­
sado a mejor vida esos tiempos en que
América Latina, barbuda, tropical y ca­
talana, era por defecto maravillosa–, vale
la pena detenerse en la trayectoria de
Federico Falco y Luciano Lamberti. A
ambos escritores, por su procedencia
geográfica, influencia carveriana e his­
torias cotidianas, se les catalogó como
miembros de un supuesto “nuevo rea­
lismo cordobés”, rótulo que cabe cues­
tionar. En efecto, con la aparición de
sus libros de cuentos más recientes,
222 patitos (que en su mayor parte re­
cupera cuentos dispersos) y El loro
que podía adivinar el futuro, respecti­
vamente, resultó que ya no podía ha­
blarse de realismo –nuevo o viejo– ni
de literatura cordobesa, aunque sí de
novedad.
federico falco
En el caso de Falco, la novedad es­
triba en su forma de abordar el fantás­
tico como refutación. Para ejemplificar
este procedimiento, basta comparar al­
gunos de sus cuentos más explícita­
mente fantásticos con algunos de los
últimos cuentos de Borges. En “Tigres
azules”, Borges imagina a un personaje
que, en la India, emprende la búsqueda
de un mítico tigre azul, de cuya existen­
cia hay vagos indicios en la realidad y
algunos más concretos en los sueños.
No encuentra al tigre pero halla, en
cambio, un puñado de inocentes pie­
drecitas azules que se multiplican y
sustraen de forma caótica, con lo cual
destruyen las matemáticas. Finalmen­
te, el personaje logra deshacerse de las
piedrecitas al regalárselas a un men­
digo. En “El perro azul”, de Falco, la
historia es similar aunque con menos
13
complicaciones. En una granja, una pe­
rra pare cuatro cachorros; la dueña,
en una acción no exenta de una ternura
extraña, los ahoga conforme nacen. El
último cachorro es azul; a ella le da
igual y su breve destino es el mismo.
Si el personaje de Borges, desquicia­
do por la ruptura del orden lógico del
mundo, se desprende de las piedritas
por temor a enloquecer, el de Falco
ahoga al cachorro azul para ahorrarse
algunos inconvenientes domésticos, sin
cuestionamientos sobre la realidad y
sus excepciones.
El contraste es aún mayor al com­
parar “La rosa de Paracelso” e “His­
toria del ave Fénix”. En el cuento de
Borges, un aspirante a aprendiz de Pa­
racelso visita al maestro y le promete
fidelidad eterna, siempre y cuando
sea testigo de un milagro: hacer brotar
una rosa de sus cenizas. El exigente visi­
tante lanza una rosa al fuego y se queda
esperando el prodigio. Decepcionado,
abandona la morada de Paracelso, con­
vencido de que es un charlatán. Ya solo,
antes de dormir, como quien es fiel a
una costumbre cotidiana, Paracelso
pronuncia la palabra secreta y la rosa
resurge de sus cenizas. En el cuento
de Falco, un hombre llega a un pueblo
y anuncia que trae un ave Fénix; verla
resurgir de sus cenizas cuesta diez mil
pesos. Previsiblemente, todo el pue­
14
blo acude al espectáculo. El hombre
hace que un niño le prenda fuego al
ave rociada de gasolina y encerrada en
su jaula. El gentío, expectante, obser­
va arder al ave; en vano, todos esperan
que renazca. Los niños se desesperan,
algunos asisten­tes empiezan a abando­
nar el circo improvisado y, finalmen­
te, el público increpa al organizador,
quien ha huido. Lo curioso es que el
narrador de la historia, un viejo que
presenció el mismo espectáculo mu­
chos años atrás, en ningún momento
duda de que el pájaro fuera realmente
un ave fénix. El aprendiz de Paracelso
necesitaba ver para creer; el narrador
del cuento de Falco, al igual que otros
narradores suyos, como el de “El pelo
de la virgen”, decide creer, aunque la
realidad no se condiga con su buena fe.
El acontecimiento fantástico, en Bor­
ges, es un hecho incontestable, relevante
y excepcional, muchas veces secreto
(piénsese en el Aleph escondido en
un sótano; en Funes, abrumado por los
signos de un mundo “intolerablemente
preciso”, en la oscura pieza del fondo
del “decente rancho”, o en “El mila­
gro secreto”), mientras que en Falco
es sólo un detalle sin importancia, real
para quien así lo quiera, una simple
interpretación del narrador y el lector.
Esta postura se sustenta en el estilo: el
de Falco es engañosamente sencillo,
el sueño de la aldea
casi traicionero en su naturalidad, alér­
gico a las sentencias prodigiosas, a las
paradojas y a los adjetivos sorpresivos
que chispean en cualquier cuento de
Borges.
A su modo, Lamberti también es
borgeano, pero al modo de un Borges
que hubiera leído menos sagas islan­
desas y más novelas de Stephen King
y Philip K. Dick. En El loro que podía
adivinar el futuro, cada cuento pare­
ce tener un referente claro, siempre
fantástico, hasta llegar al que da título
al libro, que condensa todos, el más
puramente lambertiano. En él todas
estas influencias, parodiadas y no so­
lamente parodiadas, mezcladas y no
sólo mezcladas, se funden y se suce­
den, saltando de la ciencia ficción de
Bradbury al horror de Horacio Quiro­
ga o de King, de las suplantaciones
conspirativas de Dick a los milagros (o
las condenas) secretos de Borges. Con
esta profusión de influencias se corre­
ría el riesgo de caer en el pastiche,
pero Lamberti lo elude y lo incorpora
gracias a su mirada astutamente des­
enfadada.
Los personajes de Lamberti suelen
ser seres solitarios algo desadaptados
que se topan con realidades descon­
certantes: en el registro realista, un an­
tropólogo que cuenta cómo Jodorowsky
le hizo una lectura anal o, en el cuento
que nos ocupa y en registro fantástico,
un loro que no sólo puede adivinar el
futuro, sino que se quiere apoderar de
él. A cambio de sus predicciones, el
loro le exige a su dueño que realice
acciones absurdas –cortarse las uñas y
guardarlas en un frasco, comerse una
mosca– que poco a poco se van tor­
nando más inquietantes –infringirse
heridas en los brazos–, hasta llegar al
acto más deleznable. Así, lo que em­
pezó como un cuento ameno, casi hu­
morístico, se transforma, coherente e
inesperadamente, en un texto violen­
to, incluso profético y fatalista, pues
el narrador agrega, a modo de amena­
za o explicación, tras contar que un
nuevo personaje empieza a ver loros:
“En los pueblos, se dice ‘tiene el loro’
cuando alguien enloquece, y ‘viene el
loro’ cuando se aproximan tiempos di­
fíciles. La gente de los pueblos sabe
de lo que habla”. Las interpretacio­
nes se multiplican, se complementan
y se anulan: ¿estamos ante un juego
de parodias, ante una crítica social,
ante una engañosa trivialización del
feminicidio, ante un texto fantástico,
realista, costumbrista? Estamos ante
todo esto, envuelto en esa atmósfera
rural en la que resuenan las palabras
del Facundo a propósito del campo
argentino: “El hombre que se mueve
en estas escenas se siente asaltado de
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temores e incertidumbres fantásticas,
de sueños que le preocupan despierto”.
Nada más simpático e inocente que
un loro que puede adivinar el futuro,
pero el juego se vuelve perverso cuan­
do el futuro está sembrado de cadáve­
res de mujeres y ese futuro incierto es,
en realidad, un presente reconocible.
Todavía hay quien ve en la literatura
fantástica un mecanismo de evasión,
propio de adolescentes víctimas de
bulling. Y vaya que hay ejemplos que
ratifican esas opiniones. No obstante,
si algo no es la literatura fantástica
argentina más reciente es evasiva; al
contrario, no sólo se contenta, como
tradicionalmente lo ha hecho el fan­
tástico, en iluminar las zonas más os­
curas del hombre y en ensombrecer
las aparentemente luminosas, sino que
cuestiona los consensos políticos sacra­
lizados, convertidos en dogmas, sobre
los que el realismo rara vez se atreve a
aportar una mirada cuestionadora (por
supuesto que hay excepciones, como
el caso de Félix Bruzzone y la retóri­
ca que ha construido en torno de los
desaparecidos, si es que su literatura
puede catalogarse como realista). Esta
actitud es la que ha impulsado a Maxi­
miliano Crespi –uno de los lectores más
atentos a la literatura argentina que se
está escribiendo ahora– a proponer la
categoría de “realismo infame”, el cual,
16
según él, estaría más próximo al fan­
tástico que a los buenos sentimientos
y los golpes de pecho con que se ha­
bían tratado los temas más incómodos
y construido los consensos biempen­
santes.
Pocos consensos, en Argentina, como
el de la reivindicación de las islas Mal­
vinas. A grado tal que parecería que si
las islas significaron la caída de la dic­
tadura militar, ello se debió a que los
militares perdieron catastróficamente la
guerra y no al simple hecho de que
la declararan. Desde la ficción ha ha­
bido muchas aproximaciones críticas a
la contienda, muchas de ellas con ele­
mentos fantásticos, como el fantasma
que narra Trasfondo, de Patricia Ratto,
o Una puta mierda, de Patricio Pron,
farsa antibelicista que transcurre de­
bajo de una bomba que se mantiene
suspendida en el aire, siempre a punto
de caer. En estos casos los referentes
siguen siendo reconocibles; de hecho,
la novela de Ratto está basada en su­
cesos históricos.
Más radical en lo que respecta a la
referencialidad es La construcción, de
Carlos Godoy: aquí no hay ya solda­
dos argentinos ni ingleses, ni siquiera
hay Malvinas, topónimo que Godoy se
cuida de no mencionar en la novela.
En su lugar tenemos la descripción de
un mundo –narrado en buena medida,
el sueño de la aldea
a pesar de que el narrador es un habi­
tante de las islas, a manera de los vie­
jos diarios de viajes– en el que todos
los elementos son familiares aunque
dislocados: geólogos esotéricos, místicos
chinos, meteorólogos eremitas, colonos
hoscos conviven entre monumentos de
guerras desconocidas, templos de ritos
innombrados, signos que sólo pueden
descifrarse desde el cielo y basura ra­
diactiva, con personajes y sucesos abier­
tamente fantásticos, como aves gigantes
que devoran niños, niños que nacen
muertos y reviven, seres verdes que
habitan en el inframundo y que pue­
den ver en la oscuridad. A este paisa­
je hay que sumar las mitologías que
fabrican los habitantes de las islas y
que, bien vistas –y ahí reside la sub­
versiva carga política del texto–, resul­
tan tan coherentes y tan disparatadas
como la mitología que de este lado de
la realidad han tenido las Malvinas
en la identidad argentina: un absurdo
mimetizado en otro absurdo que, sólo
así, en este juego de arbitrariedades y
de espejos deformados y paralelos, ad­
quiere sentido.
Ni siquiera sabemos si en La cons­
trucción asistimos a las ruinas después
de la guerra o a los días previos a ésta.
Esta atemporalidad, rasgo ahistórico
donde los haya, se opone a la anterior
narrativa de Las Malvinas, en la que
el archipiélago aparece como trauma
que está sucediendo (Los pichiciegos)
o como trauma que sucedió (Las islas),
por más que sus consecuencias sigan
determinando la realidad argentina.
Para apreciar este salto al vacío, basta
comparar dos significativas descrip­
ciones de ellas que aparecen en Las
islas, de Carlos Gamerro (junto con la
de Fogwill, la novela clásica del sub­
género isleño), y en La construcción:
“No es verdad que hubo sobrevivientes.
En el corazón de cada uno hay dos pe­
dazos arrancados, y cada mordisco tie­
ne la forma exacta de las Islas”, dice
Gamerro, y “Nuestra tierra puede ver­
se desde el cielo como dos manchas
de un test de Rorschach separadas por
apenas un pequeño espacio en blan­
co”, dice Godoy. Las Malvinas, para
Gamerro, son puro trauma; para Go­
doy, interpretación abierta de un lec­
tor cuya cordura está en entredicho.
Algo de distopía tiene La construc­
ción, salvo que no hay desastre que
marque un antes y un después. Se ase­
meja a una novela anterior, muy dis­
tinta, de Rafael Pinedo: Plop. Contra
lo que el título pudiera hacer pensar,
Plop no tiene nada de humorístico. En
un estilo seco se describe un mundo
salvaje, en el que la nueva civiliza­
ción, desagradable y básica, empieza
a construir sus documentos de cultu­
17
hernán vanoli
ra. No hay piedad, no hay descanso,
no hay posibilidad de belleza en Plop,
seguramente la mejor distopía escrita
en lengua española. Mucho más refe­
rencial, en cambio, es El año del desier­
to, de Pedro Mairal, con claras alusiones
a la ya mítica crisis argentina de 2001.
En lugar de corralitos y fugas de capi­
tal, aparece una misteriosa “intempe­
rie” que va desapareciendo al país: la
salvación, en una nación tradicional­
mente de inmigrantes, sólo se encuen­
tra en la emigración.
Más cercana todavía resulta la dis­
topía de Cataratas, de Hernán Vanoli,
si quiere leerse así y no como lo que
también es: una novela de realismo exa­
gerado en la que lo fantástico irrumpe ya
no como un elemento externo que rom­
pe la armonía, sino como consecuencia
exagerada pero lógica de la realidad.
Novela de campus sin campus, nove­
18
la de ciencia ficción ubicada en un
presente reconocible, novela costum­
brista en clave fantástica, novela inte­
lectual de aventuras, novela de viajes
cuya premisa es que ya sólo existen los
viajes burocratizados, Cataratas cuen­
ta las peripecias de unos becarios que
parten a Iguazú no a descubrir las
cataratas, como Álvar Núñez Cabeza
de Vaca, sino, más humildemente, a
impartir una charla en un congreso
de humanidades con el único fin de
engrosar sus currículos. Esta trivial
anécdota está inserta en un mundo
donde la red social Google Iris, en lu­
gar de inútiles likes, brinda aplausos
y centavos de dólar, a la vez que une
parejas con base en la compatibili­
dad de sus códigos genéticos y lee las
emociones mediante escaneos ocula­
res; intelectuales españoles traducen
a Max Weber al quechua; las visas de
trabajo de la Unión Europea se otor­
gan de acuerdo con el patrón genético
de los solicitantes; el bótox, los reto­
ques de nariz y el blanqueamiento de
dientes forman parte de los derechos
humanos; las armas químicas se utili­
zan con fines urbanísticos; los perso­
najes fuman marihuana, al fin legali­
zada, marca Monsanto, y guerrilleros
sufís recitan, en karaoke, poemas de
Auden o Pound adaptados al Corán.
Esta realidad demencial convive con
el sueño de la aldea
elementos que casi podrían encontrar­
se en cualquier texto costumbrista ar­
gentino, como parrillas especializadas
en cortes de animales orgánicos, cor­
tes eléctricos que impiden acceder a
las redes sociales de moda (la ya men­
cionada Google Iris y Mao, que no re­
quiere explicación), villas (ciudades
perdidas) habitadas exclusivamente por
becarios y lectores oculares del Banco
de la Nación Argentina y de la Admi­
nistración Federal de Ingreso Público
que nunca funcionan.
Las peripecias de los becarios y su
particular contexto son narrados en un
estilo frío, incisivo, que lo mismo se
detiene en los particulares usos y cos­
tumbres del mundo académico –como
cuando se describe lo que para un
académico significa estar bien vestido
(“Ropa no demasiado ampulosa para no
generar la imagen de convivencia espi­
ritual con la burguesía de los negocios,
pero lo suficientemente elegante para
borrar un pasado bohemio”)– que en la
descripción de un rasgo de ese mundo
monstruoso, tan desoladoramente pa­
recido al nuestro, como comunidades
enteras que debieron ser trasladadas
a África debido a los ataques bacte­
riológicos de los especuladores inmo­
biliarios, o la prohibición de espiar a los
otros, pues espiar es monopolio de Goo­
gle y el Estado. La realidad es des­
mesurada; el estilo, discreto. Éste es
uno de los contrastes sobre los que se
sostiene la novela (ya mencioné otro: el
que enfrenta costumbrismo con cien­
cia ficción) y que dan por resultado
una ironía sostenida, encantadora.
No cabe duda de que la imagina­
ción de Vanoli –tan perversa que hace
que el lector desconfíe de él, y tan hi­
larante que vuelve a dejarse seducir–
encuentra su mejor expresión en este
lenguaje casi sociológico. Repleto de
guiños, nos recuerda que estamos ante
una novela que no se toma muy en serio,
y, al mismo tiempo, ante un texto que está
hablando con seriedad de algo más. Un
buen ejemplo de este procedimiento
es el nombre de los protagonistas, ho­
mónimos de históricos sindicalistas ar­
gentinos. De esta forma, la biografía de
los sindicalistas queda por completo
ridiculizada, a la vez que los banales
becarios adquieren cierta injustifica­
da aura de mito, lo cual podría leerse
como una demoledora crítica a la iz­
quierda argentina de ayer y de hoy y
al diálogo unidireccional que mantie­
ne en medio de la dictadura.
Con el mismo lenguaje de Cataratas
–objetivista, neutro, detallista, iróni­
co–, pero con fines muy distintos, Ro­
que Larraquy narra en La comemadre
una morbosa historia ubicada en un
hospital psiquiátrico a comienzos del
19
siglo pasado. Un grupo de científicos,
con acceso libre a buen material de
investigación (entiéndase pacientes),
realiza un curioso experimento: bajo
la premisa de que la conciencia y la
capacidad de habla se conservan nue­
ve segundos después de que un cuerpo
ha sido decapitado, cortarán las cabezas
de pacientes terminales y los interroga­
rán con el fin de averiguar los secretos
de la muerte. El protocolo del experi­
mento es preciso, salvo por un punto:
nadie sabe bien a bien qué preguntar­
le a una cabeza viva-muerta. Si de por
sí la lectura es un acto morboso, La­
rraquy lleva este morbo al límite, pues
el lector inevitablemente piensa en qué
le preguntaría a una cabeza. Las pautas
para plantear interrogantes son claras:
“Ninguna cuya respuesta sea sí o no.
Ninguna que requiera más de diez o
doce palabras, que según sus cálcu­
los es lo que cabe en tan breve lap­
so. Ninguna cuya formulación incurra
en la metáfora, o la suscite. Ninguna
con palabras complicadas que pongan
en crisis a una cabeza corta de enten­
dederas. Ninguna que involucre los
términos ‘Dios’, ‘Paraíso’, ‘ciencia’ y,
comprensiblemente, ‘cabeza’.”
Las respuestas, por las cuales el lec­
tor experimenta igual morbo, producen
decepción o intriga, dependiendo de la
imaginación de cada quien. Eso es lo
20
de menos. Lo realmente escalofriante
es la obsecuencia con que todo el per­
sonal médico acepta el experimento y
las pequeñas intrigas que se crean al­
rededor de él, para quedar bien con el
jefe, o alrededor de la enfermera, para
conquistarla, sin que nadie cuestione
la ética de su trabajo. La crítica no se
circunscribe a la ciencia y el positivis­
mo, sino a cualquier entorno en el que,
mediante la obediencia y la burocracia,
se cometen las acciones más viles. De
ahí la innegable sensación de realis­
mo que emana el texto, pese a que ha­
blamos de científicos locos y cabezas
que hablan.
Hay, en La comemadre, una segun­
da historia ubicada en nuestro tiempo.
En lugar de científicos ambiciosos, te­
nemos a un artista que recorre el trillado
camino de la fama al ridículo, ejecu­
tando happenings y performances de
gusto dudoso, muchas veces en su pro­
pio cuerpo. A pesar de que el cuerpo
como materia de experimentación une
a ambas historias, la segunda aparece
un tanto desarticulada y disminuida,
a grado tal que uno se pregunta –y de
Larraquy cabe esperarlo todo– si el
escritor no nos está jugando una bro­
ma. Esta breve segunda historia no es
sino la cabeza decapitada de la pri­
mera y las palabras, con o sin sentido,
que alcanza a pronunciar en nueve
el sueño de la aldea
segundos. De lo que no hay duda es
que vale la pena escuchar.
Pero no todo son experimentos en la
literatura fantástica que se escribe hoy
en Argentina. Está también el tributo,
con su inevitable dejo de nostalgia, al
género bien hecho, a la casa encan­
tada con cimientos sólidos y fachada
clásica que sigue dando miedo y que,
al parecer, siempre tendrá las puertas
abiertas para quien se atreva a fran­
quearlas. Algunos autores –Samanta
Schweblin entre ellos– han sabido
combinar de manera efectiva el laco­
nismo y las elipsis de Carver con el
fantástico más cortazariano. Otros, como
Diego Muzzio en Las esferas invisibles,
utilizan el gótico para explorar un mo­
mento fundacional de la historia de
Buenos Aires: las epidemias de fiebre
amarilla. Mariana Enríquez es quien
más se apega a la fórmula clásica del
horror. En su último libro, Las cosas que
perdimos con el fuego, la utiliza más
como medio que como fin, para mos­
trar que hay que tener más cuidado de
los vivos que de los muertos.
Los cuentos de Enríquez, además
de moverse en la tenue línea que sepa­
ra la realidad de lo fantástico, oscilan
entre otras divisiones no menos terrorí­
ficas: las fronteras, incluso territoria­
les, de las clases sociales; el momento
en que el machismo se convierte en
delito; la periferia porteña como esce­
nario de lo salvaje frente a un centro
con pretensiones civilizadas y civilizato­
rias; la lucha, siempre desigual, entre
la cordura y la locura. Como lo exige
el género, tras estos cuentos late la
maldad, pero rara vez es una maldad
simplemente metafísica, venida de quién
sabe qué infiernos. Como bien ha repa­
rado Nadal Suau, crítico español con un
ojo puesto en cada lado del Atlántico,
hablamos de una maldad que tampo­
co proviene de una sociedad ajena a
las estructuras más cercanas, sino que
son estas últimas, partiendo de la pa­
reja, pasando por la familia y llegan­
do al barrio, las que crean el horror.
Lo fantástico aquí es complemento del
realismo: más un homenaje que una
explicación. Inclusive podría detectar­
se cierta añoranza por esos tiempos en
que los fantasmas o las brujas o los
monstruos irrumpían en el orden ló­
gico del mundo; ya no hay monstruos,
pero tampoco orden lógico. O peor aún:
hay un orden cuya lógica de poder des­
encadena la creación del horror, en la
forma de drogadictos infanticidas o de­
lincuentes, deprimidos y marginados,
a quienes, para recuperar la lejana ar­
monía que nunca existió, no les queda
más remedio que inmolarse para, de
esta forma, encontrar su lugar en un
mundo arrasado, tal como lo hacen las
21
mujeres del último cuento del libro,
quienes lo llevan a cabo para cues­
tionar el patriarcado y proponer una
nueva forma de belleza.
Otro modelo, este sí asentado y en
marcha, no sólo de la literatura fan­
tástica, es el airiano. En las novelitas
del autor de Pringles encontramos des­
de carritos de súper que se mueven
solos, y confiesan que son “el Mal”,
hasta enormes monstruos que destru­
yen congresos de literatura. A pesar de
la profusión de personajes y situacio­
nes fantásticos, incluso exageradamente
fantásticos, Aira parece mantener una
relación incómoda con el género, como
ese mago de una de sus novelitas que
debía ocultar que de verdad tenía po­
deres mágicos y se contentaba con ha­
cer trucos de prestidigitación, o esos
espectros de Los fantasmas que resul­
tan más molestos que fantasmagóri­
cos. En la calculada deriva caótica de
sus obras, la trama puede tomar el ca­
mino de un realismo absurdo como de
un fantástico descarado, con el mismo
efecto: un humor, una sorpresa y un
absurdo permanentes. En este meca­
nismo de disparadores descabellados,
de quiebres incoherentes y de errores
calculados, como si el fantástico no
sólo irrumpiera en la lógica del mun­
do, sino sobre todo en la lógica de la
narrativa, se inscriben dos obras en
22
apariencia opuestas pero de hecho
muy similares: El momento de debili­
dad, de Bob Chow, y Pequeña flor, de
Iosi Havilio.
En la primera se nos cuentan las
psicóticas peripecias de Bob Sabbath,
quien emprende una serie de viajes
alucinados en busca de su mujer ro­
bada: todo es vertiginoso y se salta de
acá para allá, como si el narrador fue­
ra un mouse hiperactivo de una com­
putadora con conexión de 100 Mb. En
la segunda, un personaje, desemplea­
do y en crisis matrimonial, asesina a
su vecino con las mismas motivacio­
nes que Mersault (el personaje de El
extranjero) para descubrir, a la maña­
na siguiente, que el vecino se encuen­
tra vivo, en perfecto estado de salud y
que no guarda ningún rencor por los
lamentables hechos de la víspera. El
protagonista adquiere el hábito rela­
jante de asesinar a su vecino todos los
jueves en la noche, tras escuchar algo
de jazz y tomarse un par de whiskies. En
la primera novela entramos en un orden
narrativo que, en su caos e incoheren­
cia, podría continuarse indefinidamen­
te, lo mismo que en la segunda, cuya
rutina de asesinato y reencarnación
semanal podría no tener fin. Potencial­
mente infinitas, ambas novelas son bre­
ves, y la muestra contundente de que
el modelo airiano es un terreno que,
el sueño de la aldea
increíblemente, permite todavía explo­
raciones y desvíos sugerentes.
Lo mismo se puede decir de Borges:
por algo su biblioteca de Babel contie­
ne todos los libros. En buena medida,
Aira decidió escribir contra Borges;
otros, menos pasionalmente, desde Bor­
ges. Tal es el caso de Sebastián Robles,
quien inscribe Las redes invisibles en la
genealogía que Roberto Bolaño cons­
truyó para su literatura nazi: los retra­
tos de Reyes, las infamias de Borges y
los iconoclastas de Juan Rodolfo Wil­
cock. Robles dedica cada cuento a una
red social imaginaria o, más bien, to­
davía imaginaria, lo que dificulta así, a
bote pronto, la despótica adscripción
a la realidad o a la fantasía. Hay casos
extremos, como una red social animal
que las mascotas utilizan para rebelarse
contra los humanos, u otra que rinde
homenaje a Lovecraft, en la que los
usuarios manifiestan síntomas de es­
tarse transformando en peces, sin que
nunca quede claro si bromean. Más
interesantes son las que podrían exis­
tir, o quizás ya existan, o no tarden
en surgir, como Tod, que conecta a
enfermos terminales (los cancerosos,
para ingresar, tienen que demostrar la
existencia de metástasis); Orphan, a
huérfanos, o Balzac, a aspirantes a es­
critores realistas (en los datos persona­
les se preguntan influencias literarias:
si el solicitante menciona un escritor
fantástico, su solicitud es rechazada).
Además de la evidente originalidad
de los cuentos, Robles reinventa el ac­
to de lectura al convertir al lector en
un usuario de sus redes invisibles: la
lectura como el punto máximo de co­
nexión, presagiado por la concepción
borgeana de la literatura como una
sola obra colectiva. Inventar redes so­
ciales, como afirma Quintín, polémico
crítico de libros, cine, futbol y –com­
binación de los tres anteriores en Ar­
gentina– política, se parece a inventar
libros imaginarios, con la diferencia
23
de que todos podemos ser los autores
colectivos de estos libros en perpetua
escritura que son las redes sociales.
El tiempo dirá si Las redes invisibles
seguirá siendo un libro fantástico o
si se convierte en un documento cos­
tumbrista que retrata una época de
cambios tecnológicos.
La misma afirmación podría hacerse
de todos los libros reseñados en este
texto: las sirenas de Colón fueron algu­
na vez reales, como imaginarios fueron
los rebuscados dispositivos concebidos
por Bioy Casares. En una época relati­
vista, la realidad y la fantasía también
lo son, lo que aprovecha Federico Falco
para jugar con sus personajes y lec­
tores; Luciano Lamberti, tan argenti­
namente, incorpora varias tradiciones
fantásticas para obtener un resultado
nuevo; de unas islas y una guerra con­
24
cretas, Godoy toma las abstracciones
para devolver unas islas y una guerra
distorsionadas, igual de disparatadas que
las auténticas; con la simple exagera­
ción de ciertos elementos ya cotidia­
nos Vanoli convierte nuestro presente
en una simpática distopía; Larraquy nos
sienta a charlar con cabezas decapitadas;
los miedos son los mismos de siempre,
pero cambia la manera de manifestarlos
y los encargados de transmitirlos, como
muestra Mariana Enríquez; combinar
viejos moldes con nuevas estructuras de
discurso resulta fascinante, como sabrá
quien navegue por Las redes invisibles.
La literatura fantástica argentina más
reciente es diferente porque la reali­
dad también lo es: sus escritores lo han
sabido ver. Se sabe: cambia la fantasía
porque cambia la realidad. Y vice­
versa.
Cinco poemas
J uan J osé R odinás
spot de karate es un jardín donde nada crece
Me explicaré: soy un hombre estúpido.
No, en realidad, tú eres hombre estúpido.
No, no, en realidad, ése es un hombre estúpido.
En realidad, socialismo, todos somos el hombre estúpido.
La estupidez se ha vuelto el hombre.
Bueno, en estas premisas, lo de hombre sobra.
Hoy, por ejemplo, giro mi cabeza
(la ventana parece una fotografía en traducción al quichua
en eso de que no entiendo lo que significa,
pero, aún así, parece espléndido)
y miro una avenida donde las secretarias
cantan baladas roman-chic, se decoran las uñas
(una y otra vez y una y otra vez)
hablan por celular,
hablan por hablar,
con un novio con problemas neurológicos.
Una y otra vez.
25
Es espléndido. Es muy aburrido.
Es espléndido y muy, muy aburrido.
Una y otra vez.
Una y otra vez.
Bueno, un hombre estúpido (usted que es yo) carga cajas,
este loser (yo que soy usted) aquí fotografiado,
camina, se tropieza, se olvida algo,
camina y el tiempo se detiene sobre el granizo que cae
sobre una silla de plástico.
¿De plástico?
La realidad es una broma con silla de plástico incluida.
Desde luego, hoy me necesito para regalarme,
para ver un tractor amarillo en llamas sobre la carretera.
Imagen idiota, pero necesaria.
Y todavía faltaban de pagar las cuotas.
¡Cómo me gustaría gritar palabras que estarán por venir
& cuando lleguen será tarde! Me pongo un saco,
salgo a la calle y miro y la calle me contiene todo
(bonus pack, combo familiar, obras completas)
lo que un día anhelé, pero ya no anhelo.
Hoy es un día donde comenzará de nuevo cierta historia:
yo podría ser este androide llamado X que tiene un automóvil
y se dirige hacia el supermercado y amaría
comprar un paisaje donde sentarse a mirar
un centro de negocios.
26
Ese estilo campestre
de las vacas impresas sobre las etiquetas,
sobre las etiquetas del pasillo 8 de un supermercado
a las tres de la mañana en punto.
Según marca mi reloj.
O casi.
el idiota señor z
( autorretrato
sin autor )
Quisiera que rieras conmigo
de todos los hombres que caen
y no pueden volver a levantarse.
(Ojo: no te rías de cómo caen).
Levantarse, recaer, caer.
No aprendiste a usarme correctamente:
y eso que yo era desechable.
Vine con instructivo,
pero el zen no es lo mismo si eres retrasado.
Quisiera que rieses conmigo
por todos los hombres que caen
y no pueden volver a levantarse.
27
Pero no puedes.
Es por eso que mi cabeza cuelga
de tu mano,
hombre sin rostro,
de tu mano sin rostro,
ante el espejo que acabas de golpear.
jorge objeto : el experto en virus
Me gustaría que estas cosas me dejaran, me gustaría
que no haya cosas. Estos paquetes de realidad en la garganta
pasando factura a este cerebro que paga su hipoteca.
Hoy pagué las cuentas, como siempre, y, con suerte,
alcanzó el dinero. No alcanzó la cabeza del dinero
para decir paisaje, sol y comadreja. ¿Para qué estudié?
Todos los días invento un virus nuevo,
pero ocurre que estoy solo en este cementerio de las cosas:
me gustaría que no haya cosas. De niño quería ser piloto,
que es como pájaro de humanos, que es como pájaro,
pero. No filosofía. La realidad es que hoy bebo
y otros hacen cosas. Me gustaría que no haya cosas,
me gustaría que no haya humanos. Todos hemos olvidado
lo que un día, contra la belleza de una playa cubierta de basura,
queríamos hacer. Ese pañal usado. Esa jeringa rota.
28
Un auto abandonado
hoy es más bello que las nubes.
spot de la emoción
Alguien piensa en mí como un hombre,
que no se viste bien (visto, acierta),
que no se expresa con soltura (visto, visto),
que no gana dinero (visto, acierta),
que carece de personalidad alguna (completamente,
absolutamente, cierto).
Yo les digo: es cierto.
Pero deben pagar el impuesto por haberme pensado.
Deben pagarme regalías.
El cerebro de todos los presentes es un billete grande.
El dinero mueve tus montañas.
El dinero mueve la fe que mueve tus montañas.
Varios comunistas
me deben dinero por haberme pensado.
En realidad, un hombre sale desnudo por la calle
y procesa los animales de su mente
en la fábrica donde estos sueños
amanecen pelados (pollos, pavos) listos para la venta.
29
Quieres comprar algo: la tienda está abierta, broder.
Ahora sí: puedes utilizarme,
pero debes dejar una moneda al salir de mi cerebro.
Esto de escribir poesía es una actividad paranormal
demasiado rentable.
Hay que rentar.
Hay que ganar.
Mi vida es muy rentable: soy el experto rendidor.
Por favor, cráneo sin apellido número 2, no te pongas a llorar poemas
que, a mí, me harán reír.
De lo contrario, deja una moneda al salir de mi cabeza.
Entre lo que narro y lo que se destruye,
–impuesto a la salida de capitales, de capiteles–
hay un billete de 1000 dólares.
Aproximadamente.
Quizás más.
lucas objeto : el huesista
Difícil ser mendigo de realidad: difícil ser. Y punto.
Un hombre mira un tacho de basura
(la vida basurero, un sapo negro y una carriola abandonada),
30
con bolsas de frituras o pastillas que filtran mi diabetes.
Poquísimas opciones. En la historia del tiempo,
las cajas son un obsequio de camisas que venían en bloque
con árboles y señales de tráfico.
En principio,
la ciudad está compuesta de avenidas y un parque destruido.
El campo real es irreal y está ocupado por autos
logarítmicos y hombres o mujeres sin rostro.
No tengo nombre. Entre yo y alguien, una silla crece
para mirar la montaña.
La montaña ha sido suprimida.
Entre yo y alguien hay un niño que suelta un globo rojo
en dirección hacia los cielos.
El globo y los cielos han sido suprimidos.
Este hombre, sin embargo, no será suprimido.
Si lo tachas, cualquier palabra será igual a ese hombre
y nadie explicará el comienzo del río: varios dedos
estarán señalándolo. Vuelvo al lugar donde mi mano
sostenía mi mano: detalle inexplicable. Van muertas las palabras:
o brillan cuando alguien mira el cielo sobre un plato de sopa:
un cacto en el desierto y un gallo en una granja devastada. Sin embargo,
aparecen autos aparcados junto a una ambulancia.
En la ambulancia, el cerebro de un hombre está por detenerse,
pero antes tenía que imaginar esto.
31
O algo como un páramo donde
un árbol sin concepto cae: huella de cuyes en el pasto rojo.
La carretera donde un chopo organiza su contexto
de un modo que sólo podría comentarse con una brisa suave.
Desde luego, el árbol miente porque no es real.
Yo pensé que narraba el árbol en el que tú y yo estábamos pensando.
(Quizás, podríamos variarlo, con luces de navidad desintegradas,
como una guirnalda para escépticos).
Si no, en realidad, estás mirando un concepto
que ahora envuelvo para ti en plástico, mientras un grupo de niños
con cuchillas recoge bolsas de basura
como forma de otorgar sentido a su existencia. Sin embargo,
un fragmento se fuga: un burro de ojos amarillos
rodea el árbol y ambos dejan de ser vistos
por mí y también por ustedes.
Lo que sucede es que el lector precisa
de ser nombrado para no existir,
de que esta silla que coloco exista
y de que te sientes tú en ella.
Como la has rechazado
puedo decir que
este problema le pertenece a otro.
32
La poesía y la ecología
A lberto B lanco
Una de las más obvias y mayores aportaciones que ha hecho la ciencia de
la ecología a la conciencia de nuestro tiempo es el saber que, aunque ya lo
había demostrado Cristóbal Colón con su viaje al oeste para llegar al este
(ese viaje que Cousteau calificó como el mayor desastre ecológico de todos
los tiempos), el planeta en el que vivimos de veras es redondo. Su esfera
levemente imperfecta no presenta límites visibles a lo largo y ancho de su
superficie más allá de las que trazan los océanos. Las demás fronteras han
sido y siguen siendo inventadas por el hombre. Y la ciencia de la ecología
también nos ha hecho comprender que nuestro planeta es limitado. De hecho
–todo esto es relativo– es pequeño.
Sin embargo, y aún sabiendo perfectamente que vivimos en un hermoso
planeta que es redondo, que tiene límites, y que, por tanto, no puede sopor­
tar una carga infinita de explotación, nosotros, los seres humanos, el animal
más peligroso de todos los que pululan en la Tierra, fingimos no saber nada
al respecto. Esta inaceptable ignorancia parece dejarnos la conciencia más
o menos tranquila y las manos libres para continuar con nuestra incesante
labor de depredación, convencidos de que somos “por derecho divino” los
amos y señores de la creación.
Los resultados de esta infame manera de ver y hacer las cosas están a la
vista: miles y miles de especies animales y vegetales extintas o en peligro de
extinción; una sobrepoblación humana que amenaza no sólo a otras especies
sino que se amenaza a sí misma con desaparecer por las hambrunas, guerras
nucleares, falta de espacio habitable y de suelo para cultivar, de aire respira­
33
alberto blanco
ble y de agua potable; cambios drásticos
de clima provocados por la superproduc­
ción industrial; ciudades contaminadas
más allá de cualquier norma o proporción;
bosques arrasados; mares y ríos rebosan­
tes de basura; tierras, materiales y cultu­
ras agotados.
¿Quién, que tenga los ojos abiertos,
puede darse el lujo a estas alturas de cru­
zarse de brazos frente a estos complejos
problemas; frente a la abominable degra­
dación de las innumerables formas de vida
que han distinguido y que, a pesar de todo,
todavía distinguen con su insustituible
presencia a nuestro planeta? ¿Quién, que
piense por un solo instante en el futuro
que les espera a nuestros hijos, a todos
los seres humanos y a la asombrosa va­
riedad de seres vivos que comparten con nosotros esta gigantesca nave lla­
mada La Tierra, puede sentirse ajeno a estos terribles problemas? No, desde
luego, los artistas. Ciertamente no los poetas. Como dice W. S. Merwin en la
última estrofa de su poema “Una historia”:
pero todo lo que salió del bosque
formaba parte de la historia
todo lo que murió en el camino
o tuvo un nombre pero resultaba
ya irreconocible incluso
lo que se desvaneció de la historia
finalmente día tras día
se estaba convirtiendo en la historia
de tal forma que cuando ya no haya
historia ésa será nuestra
historia y cuando ya no haya
bosque ése será nuestro bosque
34
la poesía y la ecología
Y aunque se ha profetizado una y otra vez el fin de la historia, y todavía
hay historia, el verdadero problema es que muy pronto “cuando ya no haya
bosque”, ése será “nuestro bosque”, mientras la llamada “mancha urbana”
se extiende a toda velocidad y el modo industrial y posindustrial de produc­
ción avanza a pasos agigantados de la mano de sus nunca bien ponderadas
hermanas, la arrolladora economía capitalista y el proceso de globalización.
Al paso que vamos pronto, muy pronto, no habrá para dónde hacerse.
Más aún, es muy probable que ya estemos en esta situación y que haya­
mos rebasado el punto de no retorno, y que el “no tener para dónde hacerse”
sea una realidad que todos debamos afrontar. Resultado de eso que Tatanka
Yotanka –el gran jefe Sitting Bull (Toro Sentado)– describió expresivamente
así: “esta gente tiene en mente arar y vender la tierra y su amor por las pose­
siones es una verdadera enfermedad entre ellos”.
Dos son, a grandes rasgos, los temas o visiones principales que gravitan
en torno al tema de las relaciones entre el arte de la poesía y la ecología:
por una parte, una visión ecologista profunda que nos hace ver con dolorosa
claridad los problemas ambientales y la destrucción de la vida en todas sus
formas como una pérdida del equilibrio: un hondo desbalance entre la tradi­
ción y las innovaciones; entre lo salvaje y lo civilizado; entre la asombrosísi­
ma complejidad de los sistemas ecológicos y una necesidad de control y de
gobierno por parte de los seres humanos; entre la utilización de los recursos
naturales y su conservación; entre el arte y la ciencia; entre calidad y can­
tidad. Parafraseando a Marcel Proust, acaso podríamos resumir este primer
tema como un llamado global para ir “en busca del equilibrio perdido”.
El segundo gran tema o visión se podría resumir en estas breves palabras:
“no estamos separados”. Todas las formas de vida –incluida, por supuesto, la
vida humana– son interdependientes. No pueden existir en soledad. No hay
un lugar suficientemente alejado para tirar los desechos tóxicos y la basura.
Nadie es una isla. Y como hemos sido nosotros, los seres humanos, los que he­
mos roto el frágil y precioso equilibrio de las condiciones de vida en el planeta,
a nosotros nos corresponde tratar de poner remedio. No hay más alternativa
que cambiar. Como bien dice Kjell Espmark, el poeta escandinavo: “Tene­
mos que poner en juego nuestra imaginación ecológica”. De otra forma esta­
remos apostando a favor de la extinción biológica: la pérdida de la creación.
35
alberto blanco
“La palabra ecología contiene el concepto más revolucionario que ha
aparecido desde que Copérnico demostró que la Tierra no era el centro del
universo. La ecología nos enseña que el hombre no es el centro de la vida de
este planeta”. Con estas palabras comienza la Declaración de interdependen­
cia que Greenpeace propuso como base de las estrategias que tendremos que
poner en práctica para llegar a “mostrarnos un camino hacia la comprensión
del mundo natural, comprensión urgentemente necesaria para evitar un co­
lapso final…”
Si bien las ideas contenidas en esta primera declaración no tienen nada
de novedoso –que el hombre no es el centro del universo, siempre lo han sa­
bido las culturas tradicionales–, tienen el mérito de llamar, una vez más, la
atención sobre los aspectos más básicos de nuestra conducta en la Tierra.
Esta llamada de atención, que se repite con ligeras variantes de época en
época, y que en los dos últimos siglos ha sido asociada con todos los movi­
mientos afines al romanticismo, se hace en nuestros días teñida con los tonos
dramáticos del deterioro de la vida humana sobre el planeta, y el de todas las
formas de vida que lo comparten.
Desde que William Blake diera a principios del siglo xix el grito de alerta
para detener “los molinos de Satán” de la revolución industrial, la voz de los
poetas no ha dejado de hacerse escuchar, así sea predicando en el desierto,
poniéndonos sobre aviso ante la inminente catástrofe que le espera a un
mundo donde la naturaleza –nosotros mismos incluidos– ha sido traicionada
y vendida por treinta monedas (o menos) al mejor postor. Dice Smohalla,
guerrero Nez Perce: “Me piden que are la tierra. ¿Acuchillar el seno de mi ma­
dre? Entonces, cuando yo muera, no me tomará en su brazos para descansar.
Me piden que rompa las piedras. ¿Escarbaré bajo su piel hasta los mismos
huesos? Cuando yo muera no podré regresar a su cuerpo. Me piden que corte
la hierba, la junte y venda, y me haga rico como el hombre blanco. ¿Como
voy a cortar las trenzas de mi madre?”
Esta cita, al igual que la de Tatanka Yotanka, proviene del libro Touch
the earth, una compilación invaluable de palabras de los últimos grandes je­
fes de las tribus norteamericanas, hecha por T. C. McLuhan. La conmovedo­
ra elocuencia de los testimonios nos toca en lo más íntimo, en la medida en
que se trata de voces de sociedades tradicionales que, en algunos casos, lle­
36
la poesía y la ecología
gan hasta el siglo xx. A diferencia de los
desgarradores testimonios de Visión de
los vencidos, la extraordinaria compila­
ción hecha por Miguel León Portilla, no
hay cinco siglos de por medio que añada
un velo más a nuestra incomprensión de
estas culturas avasalladas. En el caso de los
indígenas mexicanos, el zapatismo con­
siguió volver a darles presencia y voz
a las comunidades originarias de estas
tierras. Voces que han sido despreciadas
por siglos de arrogancia y explotación.
En el caso de los indígenas norteameri­
canos, el hecho –para muchos sorpren­
dente– de que en muchos de sus sitios
sagrados, que han sido profundamente
venerados por generaciones, hayan sido
encontrados yacimientos no sólo ricos en
oro y plata –como sucedió en México–, sino carbón y, sobre todo, el codiciado
uranio.
La nueva época –la Era Atómica– que comenzó en 1945 con la detona­
ción de la primera bomba de fisión nuclear en el desierto de Nuevo México,
en Trinity Site, marca el comienzo de una serie de nuevas y peligrosísimas
condiciones para la supervivencia del hombre en la Tierra. Y para no variar,
un poeta, William Carlos Williams, consiguió expresar el nuevo paradig­
ma al afirmar en La orquesta: “el hombre, hasta el presente, ha sobrevivido
únicamente porque era demasiado ignorante como para saber cómo llevar a
cabo sus deseos. Hoy que sí sabe cómo hacerlo, o cambia de deseos o des­
aparece”. Y lo que aquí se subraya, pues me parece lo más importante, es
que el poeta no dice “hay que cambiar la forma de hacer las cosas” o “hay
que cambiar la tecnología”. No. Lo que dice claramente es, o el ser humano
“cambia de deseos o desaparece”.
Resulta en verdad patético constatar que la mayor parte de los seres
humanos, al mismo tiempo que afirmamos convencidos que nos gustaría vi­
37
alberto blanco
vir en un medio ambiente limpio, con el cielo azul y las aguas cristalinas,
no estamos dispuestos a variar un ápice nuestra conducta: el consumo, más
que inmoderado, absurdo, de hidrocarburos, carbón, cobre, hierro, aluminio,
madera, tierra, agua, etc. Queremos un aire limpio para respirar a la vez que
queremos seguir viajando en auto o en avión a todas partes; queremos visitar
los lugares más apartados y salvajes, con su flora y su fauna intacta, a la vez
que seguimos produciendo inimaginables cantidades de chatarra que no es
biodegradable.
En este sentido, no puede tener más razón Williams: o cambiamos de
deseos o desaparecemos. Pero cambiar de deseos implica, ni más ni menos,
cambiar de forma de pensar. Implica ser capaces de ver de otra forma el
mundo y, por lo tanto, de vernos a nosotros mismos. Para decirlo en pocas
palabras: otra conciencia. Una conciencia ecológica. Sólo que una nueva
manera de pensar y ver la cosas no puede partir –es obvio– de las viejas
formas de ver y de pensar.
La ecología nos ha aportado una serie de ideas que –de acuerdo con la
Declaración de interdependencia de Greenpeace– podríamos agrupar en tres
grandes apartados o “Leyes Ecológicas” básicas. Estas tres leyes se cumplen
para todas las formas de vida, nos gusten o no, incluyendo, por supuesto, la
forma de vida humana. Porque a estas alturas ya nos debe resultar evidente
que no estamos separados. Por eso, “cuando hablamos de naturaleza –decía
Henri Matisse– no debemos olvidar que nosotros también somos naturaleza”.
Lo mismo aseveraba algunos años más tarde otro pintor, Jackson Pollock,
quien al ser cuestionado por Hans Hofmann con respecto al arte y la natu­
raleza respondió en el mismo sentido que Matisse, tal y como consta en el
relato que hace su esposa Lee Krasner a Dorothy Strickler en una entrevista
de fines de 1964: “Cuando traje a Hofmann a conocer a Pollock y a que viera
su trabajo, una de las preguntas que le hizo a Pollock fue: ¿y trabajas a partir
de la naturaleza? Cabe decir que no había naturalezas muertas en el estudio,
ni modelos alrededor… a lo que Jackson respondió ‘yo soy naturaleza’.”
Teniendo en mente la clara conciencia de que nosotros también somos
naturaleza, la poesía, como expresión íntima y esencial de lo que verdadera­
mente somos, no puede quedar al margen de la ecología, ni de las leyes eco­
lógicas que, a querer o no, nos rigen. Más aún: creo que es posible derivar
38
la poesía y la ecología
de las tres leyes fundamentales de la ecología, tal y como las ha sintetizado
Greenpeace, no sólo una poética –que ya sería mucho decir– sino una ver­
dadera propuesta para la práctica de las artes en su conjunto, toda vez que el
arte, antes que un fenómeno cultural, es un fenómeno biológico.
Me permito citar por tercera vez a la etóloga Ellen Dissanayake, quien
dice al respecto:
Hoy en día se reconoce que la especie humana tiene una historia evolutiva de
unos 4 millones de años. De todo este largo periodo de tiempo, tienden a descar­
tarse sistemáticamente 399 de 400 partes al asumir que “la historia del hombre”,
o que “la historia de las artes”, comienza, como dicen nuestros libros de texto,
hace unos doce mil años: hacia el año 10,000 a. C. A menos que seamos capa­
ces de corregir nuestros lentes, nuestras especulaciones y pronunciamientos con
respecto a la naturaleza humana y todos sus esfuerzos “en general”, difícilmente
podrán escapar de una visión muy limitada y parroquial. Si queremos hablar
acerca del arte, es necesario tomar en cuenta todos los ejemplos representantivos
en esta categoría creados por todas las personas, en todas partes y en todas las
épocas. Las teorías estéticas modernas, tal y como se nos presentan hoy en día,
son singularmente incapaces de hacer esto. Además, no quieren hacerlo.
En un intento plenamente consciente por escapar a esta manera “limi­
tada y parroquial” de concebir las artes, ofrezco estas propuestas artísticas,
así como los teoremas de una nueva poética, tomando como base y sustento
las tres leyes ecológicas que predica Greenpeace. Y aquí cabe recordar que
un teorema es una propuesta demostrable lógicamente partiendo de axiomas
o de otros teoremas ya demostrados.
Primera ley de la ecología, tal y como aparece formulada en la ya citada
Declaración de interdependencia: “Establece que todas las formas de vida
son interdependientes. La presa depende tanto del predador, para controlar
su población, como el predador de la presa que le sirve de alimento”.
Primera propuesta artística: todas las artes (las que hoy son reconoci­
das como tales y las que no) son interdependientes.
Esta primera propuesta en realidad recupera una de las vetas más
fecundas del arte moderno y se remonta cuesta arriba por algunas de las
corrientes más enriquecedoras del arte de los siglos xix, xviii y xvii, para
continuar su viaje por muchas de las vertientes del arte del Renacimiento y
39
alberto blanco
moverse como verdadero pez en al
agua en el arte del medievo y en el
carolingio, así como en las prácticas
artísticas desarrolladas en Oriente, en
Mesopotamia y en el Medio Oriente,
en África –en particular en Egipto–
y en Mesoamérica, y, en general, en
todas las culturas llamadas primiti­
vas, y que yo prefiero llamar tradi­
cionales.
Esta necesidad de colaboración
entre las distintas artes no sólo se plan­
tea como una necesidad social –un
corolario derivado del pensamiento
darwiniano moderno, tal como lo des­
cribe Peter Singer en su ensayo sobre
“Una izquierda darwinista”, y que
abarca tanto la competencia como el
altruismo recíproco (esa nueva ma­
nera de llamar a la cooperación)– si­
no que, antes que nada, se plantea como una necesidad individual.
La interdependencia de las distintas especies y seres (animales, vege­
tales, minerales, desconocidas…) no anula, sino que reconoce y subraya las
diferencias que dan especificidad a cada forma de vida. La interdependencia
de las artes reconoce los medios propios y específicos de creación y expre­
sión de cada una de las artes, a la vez que ve la artificialidad de las fronteras
que separan a la arquitectura de la escultura, a la escultura de la danza,
a la danza de la mímica, a la mímica del teatro, al teatro del cine, al cine
de la fotografía, a la fotografía del dibujo, al dibujo de la literatura, etc. La
artificialidad de las fronteras que separan a la prosa de la poesía.
Primer teorema poético: todas las formas poéticas son interdependientes.
En primer lugar, hay que reconocer la existencia y la vitalidad de to­
das las formas poéticas posibles: desde las más arcaicas y primitivas (para
nuestro idioma, por dar un ejemplo, éstas vendrían a ser las coplas, cantigas,
40
la poesía y la ecología
romances, redondillas, cosantes, etc.), hasta las más modernas y atrevidas: la
poesía en verso libre, el monólogo interior, la escritura automática, la poesía
concreta, la poesía sonora, visual, serial.
En segundo lugar, hay que reconocer que cada forma expresa un sesgo
peculiar, único e intransferible de la realidad. Así, cuando al Roshi Taizan
Maezumi se le preguntó ¿por qué existen tantas escuelas distintas de Zen?
El maestro respondió con toda naturalidad: “yo creo que porque son nece­
sarias”.
Si existen tantas formas poéticas es porque, de algún modo u otro, son
necesarias. Y, desde luego, habrán de surgir nuevas formas conforme (con
forma) nuevas necesidades vitales y expresivas así lo requieran. No hay ne­
cesidad de optar por una sola forma o por unas cuantas formas en detrimento
de otras, porque todas las formas que existen están vivas y son interdepen­
dientes.
Los efectos que ejerce un solo tipo de verso se ven drásticamente re­
ducidos si no hay versos distintos que hagan resaltar las cualidades de un
modo particular de versificación. A nuestro alcance están todas las formas
poéticas que hemos utilizado desde los orígenes de la poesía hasta este ins­
tante: desde la poesía anónima, mnemotécnica y cantada, de los primeros
seres humanos, pasando por todas las formas de la poesía escrita, hasta lle­
gar a la nueva poesía virtual. Véanse al respecto las insustituibles antologías
de poesía “primitiva” de Jerome Rothenberg: Technicians of the sacred (Los
técnicos de lo sagrado) y Shaking the pumpkin (Sacudiendo la calabaza).
Cada una de estas formas expresa algo único e irrepetible: una parte
de nosotros mismos y del mundo en el que vivimos. Y si se trata de llegar a
la totalidad de nosotros mismos, a la experiencia total de lo que significa ser
un verdadero poeta, un verdadero ser humano, no hay que rechazar ninguna
posibilidad. Más bien hay que trabajar para tratar de comprender qué se ex­
presa mejor en cada forma; qué parte corresponde a qué forma, de tal manera
que se puedan utilizar todas las formas como lo que en última instancia son:
instrumentos de conocimiento.
Ya he dicho antes (al final del último capítulo de La poesía y el presente)
que se puede clavar un clavo con unas pinzas, con unas tijeras, o hasta –muy
dolorosamente– con la mano; pero es indudable que ninguna herramienta
41
alberto blanco
llevará a cabo la tarea con mayor eficiencia y elegancia que un martillo. De
igual modo, reconocer la vida de todas las formas poéticas (aun las más an­
tiguas) equivale a reconocer en nosotros mismos todas las posibilidades de
conocimiento y expresión que este arte entraña.
Y lo que aquí se acaba de decir es igualmente válido para todas las
demás artes. No hay necesidad de dar la espalda a ninguna herramienta, a
ninguna posibilidad, a ninguna forma. Todo depende de la tarea a realizar.
Los rayos láser no han desplazado a la regla y el compás.
Segunda ley de la ecología: “Afirma que la estabilidad (unidad, segu­
ridad, armonía) de los ecosistemas depende de su diversidad (complejidad).
Un ecosistema que contenga cien especies distintas será más estable que
otro que tenga solamente tres. Por lo tanto, un bosque tropical es más estable
que una tundra ártica”.
Segunda propuesta artística: entre más ricas y variadas sean las formas
artísticas cultivadas por una sociedad y por una tradición, éstas serán más
sanas, armoniosas y estables.
Los llamados periodos dorados o clásicos de las distintas culturas y
civilizaciones coinciden con un florecimiento de todas las artes en todos los
niveles. Bastaría con estudiar a fondo uno de estos periodos en una sociedad
particular (la China de la dinastía Tang, por ejemplo) para poder comprobar
que las grandes cimas logradas en la poesía, la caligrafía, la pintura, el teatro
y la música, por los artistas más cultivados y notables, van de la mano con
un desarrollo extraordinario de las formas artísticas populares, y de todas las
zonas intermedias que cubren ese gradiente, y que expresan en conjunto la
vitalidad de una sociedad sana, inteligente, permisiva, rica y tolerante. No es
de extrañar que en una sociedad como la China de la dinastía Tang (618-907),
que alcanzó las más altas cimas poéticas con Li Po, Tu Fu, Wang Wei y Po
Chu Yi (por mencionar tan sólo a los cuatro poetas más y mejor conocidos),
hayan encontrado cabida múltiples credos religiosos como formas vivas que
se vinieron a sumar a la riqueza de un paisaje religioso ya de por sí rico. Y
todo esto sin competir por una primacía que, por fuerza, reduce las posibili­
dades expresivas en las artes y las posibilidades de supervivencia en general
de una sociedad que reconoce las relaciones armónicas como su fundamen­
to. A más diversidad, más armonía y más estabilidad.
42
la poesía y la ecología
Segundo teorema poético: la vitali­
dad de una tradición poética depende de
su riqueza y variedad. Entre más voces,
visiones y formas poéticas se cultiven, ma­
yor será la estabilidad de esta tradición.
Entre más rica es en formas poéti­
cas y en registros una tradición, mayores
son sus posibilidades de sobrevivencia.
Y esto que se aplica a la poesía produ­
cida por una sociedad o por una lengua,
también se puede aplicar a una época de­
terminada, a una generación e incluso a
la obra de un artista en particular. Entre
más rica es en formas poéticas así como
en registros la obra de un poeta, más es­
table, completa y armoniosa será.
En todo caso, hay algo que resulta
evidente: el equilibrio que no se cumple
dentro de una obra, así como el que no se logra dentro de un libro (y ya no
digamos dentro de un poema), se puede cumplir dentro de una generación. Y
aun el equilibrio que no se cumple dentro de una generación se puede cum­
plir dentro de una escuela de poesía, un movimiento poético o una tradición.
En el ámbito individual se puede citar como ejemplo inigualable de va­
riedad y riqueza de formas la poesía de Fernando Pessoa, el hombre que se
propuso la descomunal misión de fundar él solo una literatura. Otro ejemplo
luminoso en este sentido sería el de Ezra Pound y su cultivo sistemático de
toda clase de formas poéticas, antiguas y nuevas, en búsqueda de una expre­
sión profundamente personal. En el caso de Pessoa, este proceso de enrique­
cimiento formal fue llevado por su autor a una de sus posibles conclusiones
melodramáticas: asignar a cada corriente formal el nombre, la biografía, la
filosofía, la ideología, y hasta la carta astrológica de un autor distinto, con un
nombre distinto.
Las posibilidades de registro y expresión que brindan las distintas for­
mas poéticas a un mismo poeta constituyen un precioso acerbo para empren­
43
alberto blanco
der la aventura del conocimiento, si es que del conocimiento se trata. No
tiene más de qué echar mano.
Tercera ley de la ecología: “Establece que todas las materias primas son limi­
tadas (alimentos, agua, aire, minerales, energías) y que existen límites en el
crecimiento de todos los sistemas vivos. Estos límites se hallan determinados por
el tamaño de la Tierra y por la limitada cantidad de energía que nos llega del Sol”.
Tercera propuesta artística: todas las artes son limitadas en sus efectos.
Lo son también en los medios que utilizan para lograrlos.
Parece una perogrullada decir que todas las artes son limitadas en sus
efectos y en los medios que utilizan para lograrlos. También lo parece el
decir que no sólo las artes son limitadas, sino que los artistas mismos, evi­
dentemente, son limitados. Como parte de la naturaleza, como uno más de
los seres que pululan en el mundo manifestado, un artista está limitado en su
cuerpo –es decir, en su espacio– y está limitado en su tiempo –en la duración
de su vida– como está limitado en la energía de la que dispone para vivir y
llevar a cabo todas sus tareas. Corolario: todos los artistas están limitados en
su creatividad, por mucho que la vanidad humana (¡y más la de los artistas,
que suele ser proverbial!) se vanaglorie de no tener límites ni de reconocer
otras fronteras para su poder creativo que las que él o ella o ellos mismos se
imponen. En este sentido, hay que saber medir las propias energías. De la
incapacidad de medir las propias fuerzas para acometer las obras ideadas da
testimonio un sinnúmero de tragedias personales y catástrofes nacionales,
por más que la creatividad parezca inagotable.
Una manera de conciliar estas visiones encontradas –la de los límites
materiales a los que están sujetos todas las artes y todos los artistas, y la de
la falta de límites de la creatividad– podría tal vez esbozarse mediante la
siguiente propuesta: el arte –como la inteligencia, como la vida misma– no
tiene límites, pero es pequeño. ¿Una paradoja? Hasta cierto punto.
Podemos pensar en una serie de esferas de distintos tamaños. Ninguna
de ellas tiene límites por lo que toca a su superficie: su superficie es ilimi­
tada; sin embargo, existen esferas más grandes que otras. O más pequeñas.
Digamos entonces que cada arte es como una de estas esferas: totales, com­
pletos en sí mismos, sin límites, pero pequeños. O grandes, según se quiera
ver. En todo caso, resulta evidente que la mera suma de todas estas esferas,
44
la poesía y la ecología
de todas estas realidades crudamente limitadas, no puede constituir por sí
misma un universo ilimitado; si acaso, un universo limitado mayor.
Reconocer estos límites es una condición indispensable de salud, tanto
para el artista como para las artes.
Tercer teorema poético: la poesía es limitada. Todas las formas poéticas
son limitadas.
Obviedad: todo lo que conocemos es limitado. Viceversa: sólo conoce­
mos lo que tiene límites. Es imposible saber “algo” acerca de una realidad
que no tiene límites –una realidad infinita– por la simple y sencilla razón de que,
siendo esta realidad infinita e ilimitada, no habría separación de nada “en
su seno”… no habría ni adentro ni afuera, ni arriba ni abajo, ni izquierda ni
derecha y, por supuesto, no habría nadie que pudiera ser su testigo ni nadie
que pudiera llegar a conocerlo. En este sentido, es vano todo intento por
parte de la poesía –y del ser humano en todas sus disciplinas– por conocer
lo que no se puede conocer.
Y creo que aquí vale la pena hacer una distinción que, no por sutil,
resulta menos importante: es verdad que hasta cierto punto nos resulta fácil,
relativamente hablando, distinguir entre lo que conocemos y lo que no cono­
cemos; sin embargo, mucho más difícil nos resulta distinguir, en aquello que
no conocemos, lo que todavía no conocemos –pero que tal vez más adelante
podríamos llegar a conocer– y lo que definitivamente nunca podremos llegar
a conocer. Ni siquiera a imaginar.
A ello se refiere Krishnamurti cuando dice: “La mente se mueve de
lo conocido a lo conocido, y no puede penetrar en lo desconocido. Uno no
puede pensar en algo que no conoce, es imposible. Aquello que pensamos
surge de lo conocido, del pasado, ya sea del pasado remoto o del segundo
que acaba de pasar. Este pasado, que es el pensamiento modelado y condi­
cionado por muchas influencias, se modifica de acuerdo con las presiones y
las circunstancias, pero siempre sigue siendo un proceso del tiempo”.
La poesía, en su afán por decir lo que no se puede decir, muchas veces
roza la tentación de querer saber aquello que no se puede saber. Los deplora­
bles resultados de semejante ambición han sido descritos con lujo de detalles
en el mito bíblico de la tentación de la serpiente en medio del Jardín del Edén,
a la sombra del árbol del Conocimiento. El único árbol del que se prohibió
45
alberto blanco
explícitamente probar el fruto: “De
todo árbol del huerto podrás comer;
pero del árbol del conocimiento del
bien y del mal no comerás…” ¡Ay!
¿Qué habría pasado –me pregunto
yo– si en vez de comer del fruto del
árbol prohibido se hubieran hecho
con las hojas del árbol un tecito? Tal
vez otro gallo nos cantaría… Pero
entre que son peras o son manzanas,
el ser humano tiene marcados los lí­
mites de lo que no conoce, pero, sobre
todo, los límites de lo que no podrá
nunca llegar a conocer. Dejémoslo así.
Sin embargo, y ya que no es po­
sible conocer lo que no se puede lle­
gar a conocer, la poesía insiste, cuando
menos, en decir lo que no se puede
decir. En otras palabras: la poesía se
acerca con todas sus fuerzas a la ori­
lla donde comienza el abismo. Lo indecible. La poesía pone en juego todo
el poder a su alcance para abismarnos en lo inefable, por más que nuestra
mente se mueva todo el tiempo de lo conocido a lo conocido, así sea esto lo
poco conocido o lo menos conocido o lo desconocido que se puede –acaso–
conocer.
La poesía es como ese vehículo del que nos habla Itten en su libro so­
bre los elementos del color, y que tan sólo sirve allí donde hay camino. La
metáfora no es nueva; viene desde los Vedas. Las palabras sólo nos pueden
iluminar el territorio ocupado por el lenguaje y, en el mejor de los casos,
ofrecernos un atisbo de la realidad que está más acá o más allá de las pala­
bras. En este sentido, es evidente que la poesía se encuentra más que limi­
tada por la naturaleza misma del lenguaje. Reconocer estos límites es parte
fundamental de la sinceridad de un poeta. El universo que vive dentro de
estos límites es grandioso y pleno de la más humana belleza.
46
la poesía y la ecología
La poesía no sólo reconoce las limitaciones del lenguaje sino que hace
de esas limitaciones su fuerza y su caballo de batalla. La poesía en realidad
trabaja con la limitaciones del lenguaje y, en más de un sentido, las supera,
al extender constantemente los campos semánticos en los que se mueven las
palabras, forzándolas en muchas ocasiones a que digan lo que no quieren o
no pueden decir, con tal de extender el territorio vital que se puede habitar
en, con, y a través del lenguaje. Así lo hace, por ejemplo, José Carlos Bece­
rra, en su poema “La hora y el sitio”:
las palabras, esas distancias de algo,
esta mirada que vamos entregando y que sin embargo no ha estado con
nosotros,
esta súbita prisa, esta forma de ojos,
palabras, manos que quieren sujetar un tiempo que es un rostro
o el sonido de otra palabra,
ya no sé nada,
no estoy con ustedes si acaso me leen,
por la ventana entra el sol, entra la noche como una mujer sin alas,
entro yo, entra mi voz y aún no estoy con ustedes,
las palabras levantándose, hacinándose,
en el rostro del anochecer hay rasgos de piedra que el viento abrillanta y apaga,
entreabre tu perdición y mira bien adentro,
otra palabra allí vuelve del humo,
las palabras como sospechas de carne, como viento de carne,
palabras dichas por piedad, palabras que no pudimos decir,
palabras que no debieron decirse
o que dijimos demasiado tarde,
el mundo cabe en una palabra porque el mundo no es una palabra,
ninguna mirada está consigo misma,
ninguna palabra volverá sobre sí misma,
palabras, palabras, palabras,
yo las reúno al azar, las disperso,
las tengo un rato en las manos como objetos tortuosos o puros,
las miro más de cerca, ya no las veo
o veo a través de ellas y entonces ya no hay palabras
El lenguaje, materia prima de la poesía, es limitado. Cada aspecto del
47
alberto blanco
lenguaje tiene sus propias limitaciones, pero también, por supuesto, sus pro­
pias riquezas. Y así como cada ecosositema trabaja y prospera dentro de estos
límites, cada idioma –y, por ende, cada tradición poética fundada en una
lengua– tiene sus propias riquezas y sus límites únicos e insustituibles. Es
justo por esta razón que cuando desaparece un idioma, una lengua, un dia­
lecto, se empobrece brutalmente todo el ecosistema. Realmente nos empo­
brecemos todos.
A final de cuentas, el alcance de la poesía se confunde con los alcances
del lenguaje. La poesía es la punta de lanza de las huestes del lenguaje. La
poesía es el filo cortante de la esfera del lenguaje.
La poesía nos abre las puertas del misterio de la totalidad del ser huma­
no que va más allá, mucho más allá, de las limitaciones del lenguaje.
La poesía llega al umbral de lo indecible, es decir, a los límites de lo
que se puede pensar, comprender y transmitir con el lenguaje.
La poesía arriba a las orillas del abismo, ejecuta su última danza, canta
su despedida y nos deja volar en silencio.
48
Poemas de las reversiones
S erge P ey
Versiones de Nadia Mondragón
Me visto de lana blanca
porque cuando giro por ti
suprimo
todos los colores del arco iris
que me impiden verte
No hablo
para hablarte
porque cuando soplo para ti
suprimo
todas las letras
que me impiden nombrarte
No habito una casa
para verte
poèmes des renversements // Je m’habille de laine blanche / car quand je tourne pour
toi / je supprime / toutes les couleurs de l’arc en ciel / qui m’empêchent de te voir // Je ne
parle pas / pour te parler / car quand je fais un souffle pour toi / Je supprime / toutes les lettres / qui m’empêchent de te nommer // Je n’habite pas une maison / pour te voir /
49
porque cuando toco para entrar
suprimo
todas las puertas
que me impiden verte
I
Para entrar en la casa
primero debes responder una pregunta
Si respondes esa pregunta
permanecerás mucho tiempo
fuera de la casa
y sin embargo habrás cumplido
lo que se te pedía
Si no hubieras respondido
la pregunta
habrías entrado enseguida
Pero no lo sabías
Porque nuestra casa
no es una casa
car quand je frappe pour rentrer / je supprime / toutes les portes / qui m’empêchent de te
voir
I // Pour rentrer dans la maison / tu dois d’abord répondre à une question / Si tu réponds
à cette question / tu resteras longtemps / hors de la maison / et pourtant tu auras accompli
/ ce qu’on t’avait demandé // Si tu n’avais pas répondu / à la question / tu serais rentré tout
de suit / Mais tu ne le savais pas // Car notre maison / n’est pas une maison /
50
y nuestras preguntas no son
preguntas
Sólo las puertas encuentran
las puertas
pues no somos nosotros
quienes entramos en la casa
Nuestra casa no es más que una puerta
y sólo la puerta abre la puerta
Las puertas se abren hacia otras puertas
hasta hacer desaparecer la casa
II
La verdad no necesita del error
para acercarse a ella misma
pero el hombre necesita del error para
acercarse a la verdad
La razón de existir de la verdad es el recuerdo
del error que es la razón del ser
et nos questions ne sont pas / des questions // Seule les portes trouvent / les portes / car ce
n’est pas nous / qui entrons dans la maison // Notre maison n’est qu’une porte / et seule la
porte ouvre la porte / Les portes s’ouvrent sur d’autres portes / Jusque’à faire disparaître
la maison
II // La vérité n’as pas besoin d’erreur / pour s’approcher d’elle-même / mais l’homme
a besoin d’erreur pour / s’approcher de la vérité // La raison d’exister de la vérité est le
souvenir /de l’erreur qui est la raison de l’être //
51
Somos los hijos del momento
es decir en el presente
de lo que no puede nombrarse
más allá del lenguaje
sin mañana ni ayer
Hay un presente del pasado
y un presente del futuro
y un presente del presente
Si la verdad acepta el error
el error debe aceptar la verdad
Quebramos los espejos siempre en dos
aun cuando nos miramos
La verdad es la del pescador
que no pesca más que el lago
El error es el pez
que se le parece
o el nudo que hace con su hilo
Nous sommes les enfants du moment / c’est à dire dans le présent / de ce qui ne peut se
nommer / au delà du langage / sans lendemain ni hier // Il y a un présent du passé / et un
présent de l’avenir / et un présent du présent // Si la vérité accepte l’erreur / l’erreur doit
accepter la vérité / Nous déchirons les miroirs / toujours en deux / même quand nous nous
regardons // La vérité est celle du pêcheur / qui ne pêche que le lac / L’erreur est le poisson
/ qui lui ressemble / ou le nœud qu’il fait avec son fil
52
III
La vía del afuera es un espacio
donde Tú y Yo se miran
La voz del adentro es un espacio
donde Tú y Yo se encuentran
Tú y yo se hacen Él
aun si Él no lo sabe
no sabiendo quién es Tú y quién es Yo
Tú y Yo se hacen Nosotros
y sin embargo Él no es el Nosotros
Los pronombres personales
son respuestas a nuestros verbos
Pero el verbo es el misterio
de lo que nos conjuga
decir por ejemplo
yo Le hablo a Usted de Tú
es imposible
y sin embargo le decimos
como yo Te hablo de Usted
III // La voie du dehors est un espace / où Toi et Moi se regardent / La voix du dedans
est un espace / où Toi et Moi se rencontrent // Toi et Moi font Lui / même si Lui ne le sait
pas / en ne sachant qui est Toi et qui est Moi // Toi et Moi font Nous / et pourtant Lui n’est
pas le Nous // Les pronoms personnels / sont des réponses à nos verbes / Mais le verbe est
le mystère / de ce qui nous conjugue / dire par exemple / je Vous Tutoie / est impossible /
et pourtant nous le disons / comme je Te Vouvoie //
53
La destrucción
de los pronombres personales es la condición
de la conjugación del Verbo
IV
Si dudas entre dos caminos
elige
ése en donde pisotearás
tu espejo
Si dudas entre dos espejos
elige
ése donde pisotearás
tu camino
Lo mismo con la puerta
o con la casa
Lo mismo con tus manos
Lo mismo con tus ojos
Continúa este poema
Sabiendo
cómo los pisotearás
La destruction / des pronoms personnels / est la condition / de la conjugaison du Verbe
IV // Si tu hésites entre deux chemins / choisis / celui où tu piétinera / ton miroir // Si
tu hésites entre deux miroirs / choisis / celui où tu piétineras / ton chemin // De même la
porte / où la maison / De même pour tes mains / De même pour tes yeux // Continue ce
poème / En sachant / comment tu les piétineras
54
V
El hombre se pregunta
lo que va a hacer
“Hacer” se pregunta
lo que va a hacer del hombre
El hombre se convierte en el hacer
de lo que no hace
y el “Hacer” se convierte en
el hombre de lo que hace
VI
Hay que invertir lo conocido
El afuera nos hace pasar al adentro
El adentro al afuera
Lo múltiple a lo único
El diámetro al centro
Lo dispersado a lo concentrado
Hay que invertir también lo desconocido
V // L’homme ce demande / ce qu’il va faire // “Faire” se demande / ce qu’il va faire
de l’homme // L’homme devient le faire / de ce qu’il ne fait pas / et le “Faire” devient /
l’homme de ce qu’il fait
VI // Il faut inverser le connu / Le dehors nous fait passer au dedans / Le dedans au
dehors /Le multiple à l’unique / Le diamètre au centre / Le dispersé au concentré / Il faut
inverser aussi l’inconnu /
55
Hay que invertir el invertir
Abrir un ángulo
no sirve más que para encontrar el punto
que no puede medir
vii.
diálogo con dajal al - din rumi
El viento muestra el polvo
o la rama que mueve
No vemos el viento
sino el polvo o la rama
No vemos la ebriedad
sino su manifestación
No vemos la imagen
sino el espejo que no refleja la imagen
Destruir el espejo
es la condición de la imagen
como la destrucción del polvo
Il faut inverser l’inverser / Ouvrir un angle / ne sert qu’à trouver le point / qu’il ne peut
mesurer //
vii. dialogue avec dajàl al-din rùmi // Le vent montre la poussière / ou la branche qui
remue // On ne voit pas le vent / mais la poussière ou la ranchee // On ne voit pas l’ivresse / mais
que sa manifestation // On ne voit pas l’image / mais le miroir qui ne reflète pas l’image //
Détruire le miroir / est la condition de l’image / comme la destruction de la poussière /
56
o la rama que mueve
son la condición de ver el viento
Únicamente el espejo
puede ver el espejo
El viento no puede verse él mismo
sólo sus manifestaciones
viii.
diálogo con ibn hazm
–¿Qué edad tienes
–Una hora
porque acabo de dar
un beso a la que amo.
–¿Qué edad tienes?
–La edad de la eternidad
porque le di un beso al beso
–¿Cuándo naciste?
–Cuando tú comiences a nacer
y cuando el beso se bese
ou de la branche qui remue / sont la condition de voir le vent // Uniquement le miroir /
peut voir le miroir // Le vent ne peut se voir lui même / mais que ses manifestations
viii. dialogue avec ibn hazm // –Quelle âge as-tu ? / –Une heure / car je viens de
donner / un baisser à celle que j’aime. // –Quelle âge as-tu? / –L’âge de l’éternité /car j’ai
donné un baiser au baisser //–Quand es-tu né? / –Quand toi tu commenceras à naître /et
quand le baisser s’embrassera /
57
sin que yo necesite de mi boca
para darlo
ix.
diálogo con attar
La muerte te tiene miedo
pero antes necesitas tenerle miedo
La vida te tiene miedo
pero antes necesitas tenerle miedo
Sólo el nacimiento
no tiene miedo porque nunca nació
El miedo tiene miedo cuando lo miramos
x.
diálogo con mahmûd shabestarî
El punto es el lugar del diálogo
reducir el círculo a un punto sobre el papel
permite encontrar la aguja
sans que j’ai besoin de ma bouche / Pour le donner
ix. dialogue avec attar // La mort a peur de toi / mais avant il faut que tu aies peur
d’elle // La vie a peur de toi / mais avant il faut que tu aies peur d’elle // Seule la naissance /
n’a pas peur car elle n’est jamais née // La peur a peur quand on la regarde
x. dialogue avec mahmûd shabestarî // Le point est le lieu du dialogue / réduire le
cercle à un point sur le papier / permet de trouver l’aiguille /
58
que atraviesa el centro de ese punto
marcado sobre el papel
Detrás del punto
se oculta la aguja
El papel no debe
ocultar el punto ni la aguja
El que no sabe
no ve más que el papel
xi.
diálogo con yalal ad - din rumi
(i)
Uno más uno igual a uno
porque dos es la separación
La más alta suma
sustrae porque une
El número no calcula
su unidad
Se invierte hasta ya no
contarse
qui perce au centre de ce point / marqué sur le papier // Derrière le point / se cache l’aiguille // Il
ne faut pas que le papier / cache le point ni l’aiguille // Celui qui ne sait pas / ne voit que le papier
xi. dialogue avec jalâl ud dîm rumi (i) // Un plus un égale un / Car deux est la séparation // La plus haute addition / soustrait car elle unit // Le nombre ne calcule pas / son
unité / Il se renverse jusque’à ne plus / se compter
59
xii.
diálogo con yalal ad - din rumi
( ii )
Se debe estar enamorado
del amor
Camino en ese camino
que es el camino
de los que caminan sin camino
Pierde todo lo que es tuyo
es el requisito para encontrar
todo lo que has perdido
El pozo bebe a veces su agua
La cubeta sin cadena
se llena de arena
La cascada con una cadena
se llena de agua
El pozo sin la cadena
y la cubeta
traiciona el agua que contiene
El cielo que se ve en el fondo
xii. dialogue avec jalàl ud dîm rumi (ii) // On doit être amoureux / de l’amour // Je marche
sur ce chemin / qui est le chemin / de ceux qui marchent sans chemin // Perd tout ce qui est à
toi / est la condition de trouver / tout ceux qui tu as perdu // Le puits boit parfois son eau // Le
seau sans chaîne / se rempli de sable //Le saut avec une chaîne / se remplit d’eau // Le puits
sans la chaîne / et le seau / trahit l’eau qu’il contient // Le ciel qui se voit dans le fond /
60
no conoce la sed
pero no tenemos cubeta
ni cadena
para asir el cielo
Hoy tu palabra
es la cubeta y la cadena
que nos sirven
para asir el cielo
ne connaît pas la soif / mais nous n’avons pas de seau / ni de chaîne / pour saisir le ciel //
Aujourd’hui ta parole / est le seau et la chaîne / qui nous servent / à saisir le ciel
61
El Imperio Galeano
L aura C. R osales
“Vine, vi y jamás caí”. Éste es el epitafio que mi padre escogió para su tum­
ba. Durante el funeral, uno de sus colegas –no sabría decir cuál, todos esos
intelectuales de cierta edad se parecen entre sí– dijo que esa frase “compen­
dia con elocuencia emblemática la tenacidad y sabiduría del gran hombre
que siempre fue el doctor Galeano”. Ese mismo sujeto, que bien pudo ser
otro porque, como dije antes, todos hablan y huelen igual, se acercó a mí al
final del servicio y dijo que mi padre había sido el hombre más brillante y
cabal que había conocido en su vida. Luego me abrazó y pude escuchar el
inconfundible sonido del moco siendo aspirado de vuelta a la nariz. No pude
contener la risa al verlo alejarse mientras se acomodaba las gafas de pasta y
sacaba un habano del bolsillo oculto en el saco. Por suerte soy uno de esos
sujetos que parecen estar sufriendo cuando ríen, lo cual me salvó de ser eti­
quetado como el heredero diabólico del venerado Franco Aurelio Galeano
III, a quien todos esos hombrecillos de trajes caros y doctorados extranjeros
están planeando postular como el nuevo santo de las humanidades. No me
malinterpreten, no debato la tremenda inteligencia de mi padre, pero “ca­
bal” es la peor palabra para definirlo. Lo pongo de esta manera: si yo hubie­
se podido elegir su epitafio, éste sería algo así como: “Aquí yace el doctor
Franco Aurelio Galeano III, un hombre que nació asquerosamente millonario,
vivió completamente loco y murió embarazosamente cuerdo”. También hubie­
se considerado añadir un pie de nota aclarando que se reprodujo de forma
milagrosa, tanto así que su único hijo aún sospecha de la veracidad de la his­
toria en la que una mujer accedió a procrear con semejante desequilibrado.
62
el imperio galeano
Debo sonar como uno de esos
hijos de hombres importantes, huér­
fanos de madre, que duermen en al­
mohadas rellenas de billetes y se van
a la cama deseando que su padre
les lea un cuento de buenas noches
en vez de estar quién sabe dónde ha­
ciendo más billetes, niños que luego
crecen para resentir la ausencia y
rebelarse contra el viejo –sin cance­
lar las tarjetas de crédito ni las vaca­
ciones trimestrales patrocinadas por
el mismo– o, peor aún, se empeñan
en tratar de imitar a un hombre al
que apenas conocen y terminan ha­
ciéndolo mal porque, en efecto, no
lo conocen. Es necesario aclarar que
no es mi caso, no porque ésta sea
mi historia sino porque también es
la historia de mi padre y mi padre,
insensible como fue y ocupado como estaba, siempre se mantuvo cerca. Co­
míamos juntos todos los días sin excepción, leía historias para mí, me lle­
vaba de viaje; hicimos todo lo que la gente en sus treinta dice que hubiera
deseado hacer con sus padres durante la infancia y nunca hicieron porque
faltó el tiempo, se acabaron las ganas o nunca hubo dinero. Con mi padre
nada de eso faltó, incluso podría decirse que tuvo demasiado de todo. Pero
ya volveré a eso.
Sentada la introducción pertinente, es momento de hablar sobre la vida
de Franco Aurelio Galeano III. Nacido en 1942, y siendo el único hijo de una
diseñadora de vestuario y un ingeniero mecánico –ambos demasiado ocupa­
dos para quedarse a jugar–, el nene Franco pasó gran parte de su infancia en
la fastuosa residencia de su abuelo, un magnate petrolero. Según él –o según
lo que dijo en una entrevista–, su interés por los libros de historia nació de­
bido a que eran los más gruesos y pronto descubrió que podía apilarlos para
63
laura c. rosales
alcanzar los estantes donde su abuela guardaba los chocolates rellenos de
licor. Tras alcanzar el tesoro, no quedaba más que sentarse a comer y, ¿por
qué no?, darle una hojeada a los peldaños que habían hecho posible tan dul­
ce victoria. En esas páginas encontró historias de amor, guerra y muerte, que
lo embriagarían más aún que el licor de cereza: Rómulo, Remo y la leyenda
del Monte Palatino; la fundación de la República y la guerra civil; las gue­
rras macedónicas y el Imperio; los gladiadores, las conquistas, los dioses, la
caída. A partir de esos determinantes días, todos sus caminos conducirían
a Roma.
Los siguientes once años en la vida del joven Galeano fueron solitarios
y obsesivos por decisión propia, puesto que nada podía competirle al destino y,
para cuando se graduó de la preparatoria, ya era capaz de hacer trizas a
cualquier experto en historia antigua que se atreviera a debatirlo. A esto le
sigue un extenso currículo que enlistaré porque, siendo honestos, ¿de qué sir­
ven tantos títulos si no es para hacerle eco a tu nombre cuando estás muerto?
Graduado con honores de la licenciatura en Historia por parte de la unam,
graduado Summa Cum Laude de la maestría en Historia y Arqueología de la
Antigua Roma en la Universidad de Cardiff, graduado Magna Cum Laude
del doctorado en Estudios Clásicos en la Universidad de Princeton y, por el
placer de estudiar la materia en el corazón de Italia, se convirtió en el único
hombre en la historia de la Sapienza en Roma que pudo graduarse con el
honor Egregia Cum Laude del doctorado en Estudios del Mundo Antiguo.
Antes de cumplir los 35, Franco Aurelio Galeano ya era profesor en varias
universidades europeas, había publicado cinco libros ganadores de múlti­
ples premios e innumerables artículos acerca de los secretos mejor guarda­
dos de la civilización romana y, entre tanto, había encontrado el tiempo para
perfeccionar sus técnicas culinarias, convertirse en luchador grecorromano
amateur y nunca descuidar a sus jerbos mascota, una tradición que cultivó
desde sus años de infancia. Tan sólo el recuento me provoca malestar gas­
trointestinal. En fin, sobra decir que a los cuarenta ya había superado a todos
los maestros que había tenido para ser conocido como el experto en la Roma
Antigua a nivel mundial.
La razón por la que mi padre decidió volver a México todavía es un
misterio. Muchos creen que la muerte de mis abuelos le inyectó la dosis de
64
el imperio galeano
nostalgia nacional que necesitaba para reestablecerse en su país, pero creo
que ni siquiera recordaba el segundo apellido de su madre. Así que lo dudo.
Si me preguntaran, diría que fue mera cuestión de ego –así como Augusto
conquistó la península Ibérica y Claudio conquistó Britania, Franco Aurelio
ansiaba una expansión y su mejor carta era la de volver e imponerse en tie­
rras jamás tocadas por el ejército romano. ¡Suena la campana, victoria para
el Imperio Galeano! Hay misterios irrelevantes como ése y misterios verda­
deramente importantes como mi existencia.
A la edad de 54 años, el doctor Galeano se convirtió en padre por pri­
mera y única vez con una mujer de la que no se sabe mucho y que murió
dando a luz a su vástago –o sea, yo–. Lo único que sé de mi madre es que fue
una actriz medianamente conocida entre la comunidad teatral de la ciudad
de México y que, en apariencia, fue seducida por la inteligencia y el perfil re­
levante de un hombre que ni siquiera estaba enamorado de ella. Me refiero
a que la única fotografía suya que mi padre conservó es una imagen de am­
bos en una gala del Museo Metropolitano de Arte: ella luce preciosa en un
vestido negro con incrustaciones de cristal y mi padre, quien aparece a su
derecha, prácticamente le está dando la espalda por atender a un grupo de
sujetos que lo miran como si fuese el mismísimo Júpiter. Es obvio que algo
anda mal con tus prioridades cuando una mujer con el rostro de una Venus
y el cuerpo de Sophia Loren está a tu lado y tú prefieres concentrarte en un
montón de hombres pálidos con corbatas de moño. Esto mismo debería ser el
primer indicador de que hablo en serio cuando digo que mi padre carecía de
cordura. Él no hablaba de ella y nunca le conocí a otra mujer. Con el tiempo
comprendí que la única dama que le importó de verdad fue Roma y que el
propósito de estar con mi madre fue únicamente el de procrear un sucesor
aunque, conociéndolo, sería más factible creer que me encontró de pequeño
mientras era criado por una manada de perros en el basurero de algún su­
burbio de la ciudad y que decidió adoptarme como su Rómulo personal. No
obstante, para la desgracia de mi historia alterna, me parezco demasiado a él
como para negar que llevo su sangre.
Sin una madre que tuviera voto en la decisión final, la primera desilu­
sión de mi vida llegó con mi nombre. Es obvio que un erudito como él no
podía otorgarle a su hijo otro nombre que no fuese el de una figura podero­sa
65
laura c. rosales
del mundo antiguo, aunque exis­
tían dos problemas: el primero era
la cronología romana y, el segundo,
los jerbos. Verán: mi padre comenzó
a tener jerbos como mascotas a los
doce años y se propuso bautizarlos
con estricto apego a la cronología
de los gobernantes romanos; el pri­
mero fue Rómulo, el segundo fue
Numa Pompilio y así en adelante.
Al momento de mi nacimiento, la
línea de sucesión había llegado a los
emperadores con los jerbos Tiberio
Claudio César Augusto Germánico
y Nerón Claudio César Augusto Ger­
mánico. Lo más sencillo era conti­
nuar con la cronología y nombrarme
Selvio Sulpicio Galbia, lo cual –re­
conozco– hubiese sido peor, pero
eso rompía por completo el riguro­
so esquema que mi padre había procurado por cuarenta y dos años porque,
claro, no soy un jerbo, y dado que repetir un nombre tampoco era una opción
viable, decidió sacar un factor común entre los nombres de sus jerbos en
turno y me bautizó como César Augusto Germánico Galeano que, si bien es
preferible a Selvio Sulpicio Galbia, me recuerda a diario que el nacimiento
de su primogénito no fue razón suficiente para quebrantar su obsesión y que,
por tanto, mi nombre no representa más que un puente entre jerbos.
El doctor Galeano ahora podía añadir “papá soltero” a su extenso cu­
rriculum vitae y el mundo entero aplaudía su excelso trabajo. Recapitulemos
algo: no mentí cuando dije que mi padre y yo hicimos todas las cosas que
se supone que los padres y los hijos hacen en la vida ordinaria pero, como ya
deberían saber para este momento, Franco Aurelio Galeano no era un hombre
ordinario. Comíamos juntos a diario y, sin importar qué tan ocupado estuviera,
siempre había tiempo para poner en práctica sus habilidades culinarias y
66
el imperio galeano
cocinar platos inspirados en lo que sabía acerca de la gastronomía romana.
(Y no hablo de pizza y pasta, hablo de caracoles en salsa de pescado, esto­
fado juliano con carne de faisán, paté de ostras con breva y cocido de carne
de lirón al que mataba y cortaba él mismo con navajas que parecían espadas de
combate y que luego cocinaba en su réplica casi exacta de un horno de la
Villa de los Misterios.) Admito que el doctor Galeano tenía talento culinario
y que la mayoría de sus platos tenían un sabor decente, no obstante que una
sopa de fideos de vez en cuando no me habría caído nada mal. También es
cierto que me contaba, en latín, historias para dormir. Mientras leía, montaba
eufóricas representaciones de lo que parecían ser cruentas batallas y largas
disertaciones del senado pero yo me quedaba despierto por horas, sintién­
dome perturbado y a la vez frustrado por no entenderlo. Recuerdo que una vez
me encontró jugando guerritas con los soldaditos de plástico que usaba como
material didáctico y creí que se enfadaría; sin embargo, en vez de eso, se
puso a jugar conmigo. Todo iba bien hasta que decidió que ésa era la oportu­
nidad ideal para enseñarme estrategias romanas de combate cuerpo a cuerpo
y terminó rompiéndome un brazo. La vida siempre tuvo proporciones épicas
con mi padre y las cosas más mundanas escalaban a ritmos acelerados hasta
tornarse confusas, frustrantes e incluso ridículas.
Antes de cumplir los cuatro años, yo ya había estado en todos los mo­
numentos importantes del mundo antiguo y había dejado rastros en forma de
baba, juguetes olvidados y pañales sucios en prácticamente toda Europa. Tras
varios años de ofertas, mi padre finalmente aceptó distintos cargos educa­
tivos y administrativos en la capital mexicana y el pequeño clan Galeano
se asentó en este país para el gran orgullo de una comunidad que esperaba
grandes cosas del sucesor de Franco Aurelio, de ahí que siempre asistí a las
mejores escuelas –y me enorgullece decir que mis calificaciones eran bas­
tante buenas a pesar de mi categórico desinterés por prácticamente todo–.
Mi “apropiado” desempeño académico justificaba que mi padre me agrega­
ra como acompañante en sus ocasionales regresos al viejo continente que,
aclaro, eran más una obligación que una recompensa. Pasé semanas enteras
en simposios de historia antigua, laboratorios antropológicos, bibliotecas es­
pecializadas con tomos y tomos de textos que ni siquiera el internet conoce
y en aulas de grandes universidades que me reservaron un puesto desde el
67
laura c. rosales
día de mi nacimiento: yo era el sucesor del imperio y estos viajes eran parte
de mi entrenamiento.
Otro episodio que me parece imperativo relatar, para exponer el espec­
tro demencial de mi padre en todo su esplendor, es el de mi primera novia,
Helena. Nos conocimos en clase de cálculo; yo le escribía poemas acerca de
lo mucho que deseaba ser la integral de su derivada y ella los encontraba
vulgares, hasta que llegamos al curso de integrales que entendió que yo era
un romántico y no un pervertido. Poco después de que comenzamos a salir,
ella expresó el deseo de conocer a mi padre y yo hice lo que todos los hom­
bres hacemos cuando la situación se vuelve crítica y aún no hemos llegado a
tercera base: mentir. Le dije que yo ansiaba lo mismo aunque, debido a sus
múltiples compromisos como representante oficial de los antiguos romanos
entre los hombres contemporáneos, tomaría tiempo arreglar el encuentro.
Dio resultado. Yo seguí escribiéndole poemas y ella dejó que ocasionalmen­
te me colara por la ventana de su habitación. Las cosas pudieron continuar
así pero, ya saben, las mentiras caen por su propio peso y, en este caso, la
fantasía cayó debido al peso de mis genes. Una tarde, saliendo de una función
de teatro guiñol a la que invité a Helena –montaron la traducción danesa de
Hamlet, inolvidable–, nos topamos con mi padre, quien salía del museo que
quedaba justo frente al teatro. Él no me vio y yo, como usualmente hacía cuando
esto pasaba, pude haber pretendido que tampoco lo había visto; sin embargo,
ella comenzó a sospechar al ver que la exposición del museo estaba dedi­
cada a la escultura romana y terminó de convencerse al notar mi tremendo
parecido con aquel sujeto. Lo llamó por su nombre y mi padre le respondió
cordialmente. Ella se presentó como “la novia de César” y, si mal no recuer­
do, mi padre preguntó: “¿Cuál César?” Después me miró, congelado a tres
metros de distancia, y exclamó: “Ah, ése César”. Como sea, su conversación
debió durar cinco minutos y, al terminar, ella había recibido una invitación a la
cena que mi padre tendría para conmemorar la publicación de un libro más.
Se acercó a mí muy emocionada y dijo que él se había despedido diciendo:
“Ojalá puedas asistir, joven Cleopatra”. Era fácil deducir que, en su dulce
inocencia, ella lo había catalogado como un elogio a su belleza, pero yo sa­
bía lo que significaba en verdad y por eso le rogué que no asistiera, petición
que resultó infructuosa. Tres días después, Helena llegó a mi casa luciendo
68
el imperio galeano
como una emperatriz y mi pa­
dre, ya poseído por el espíritu de
Baco, la recibió con una botella
de vino en la mano y un efusi­
vo “¡Cleopatra, has llegado en­
vuelta en tu alfombra!”, seguido
de una enorme lista de insultos
como “embustera”, “detonadora
de muerte y destrucción” y “de­
rrocadora de ejércitos”, entre otros
más específicos. La pobre Hele­
na salió huyendo de ahí y, a la
semana siguiente, me vi obliga­
do a explicarle que mi padre era
un misógino sólo a nivel históri­
co y puse fin a nuestra relación
utilizando la frase “No eres tú, es
mi padre”.
Hasta este punto del relato
no he sido más que el personaje
secundario en la vida de Franco
Aurelio Galeano, porque así fue en la realidad y, por mediocre que parezca,
nunca me cayó mal serlo. No piensen que fue sencillo. Tardé muchos años
en comprender que el mundo en el que vivía mi padre era un mundo muy
lejano al mío y necesité muchas horas de reflexión, lecturas filosóficas y ex­
perimentación con algunas plantas psicotrópicas para aceptarlo. Durante mi
último año de preparatoria, llegué a buenos términos con el destino que me
aguardaba como heredero moderadamente inteligente que no tiene talento
para nada; sin embargo sospechaba que el más grande historiador de la An­
tigua Roma tendría serios problemas con ello.
Un domingo, tras volver de mi visita semanal al templo cristiano donde
esparcía la palabra del darwinismo para sacar de quicio a los devotos loca­
les, mi padre dijo que era hora de tener una charla de hombre a hombre, cosa
que jamás le había escuchado decir. Subimos la enorme escalera de cons­
69
laura c. rosales
trucción inspirada en las gradas del Coliseo hasta llegar a su estudio y supe
de qué quería hablar en cuanto cruzamos la puerta y divisé la pila de folletos
universitarios sobre su escritorio. Tomé asiento y comenzó a hablar –no como
Franco Aurelio Galeano, mi padre, sino como el doctor Galeano, quien esta­
ba sumamente emocionado por desmenuzar y discutir conmigo los dieciséis
mejores planes curriculares a nivel mundial en Historia hasta hallar el que
mejor se ajustara a mi perfil intelectual y de convivencia. Lo escuché con
suma atención mientras daba vueltas dentro de los veinte metros cuadrados
de su estudio, enmarcado en columnas de orden toscano y lleno de miles de
libros –todos ya leídos por él–, tapetes de lucha, réplicas de arte romano y
una fotografía del papa y yo, bebé, en sus brazos, que colgaba junto a las
fotografías de todos sus jerbos. Tras cuatro horas y media de brillante propa­
ganda académica, repliqué de manera clara y económica:
–Eso fue muy amable de tu parte, papá, pero no tengo interés particular
por la Historia. Gracias.
Jamás había visto ni volví a ver a mi padre tan enojado. Esa tajante ora­
ción significaba que la campaña de diecisiete años por implantar el amor a
Roma en mi corazón había fallado. Comenzó a insultarme en latín –sí, a los
trece comencé a tomar lecciones de latín para entenderlo– y después en
español. A continuación lanzó algunas estatuillas y reconocimientos por la ven­
tana mientras me decía que no podía hacerle eso al apellido Galeano. Luego
tomó los folletos y se dirigió hacia la escalera gritando que absolutamente
todo había sido una pérdida de tiempo y que ya nada importaba, que des­
perdiciara mi vida siendo médico o astronauta si quería. Arrojó los folletos
con todas sus fuerzas por la escalera, en tanto yo permanecía sentado frente
al escritorio, paralizado tras entender que, al decir “absolutamente todo”,
Franco Aurelio no se refería solamente a las cuatro horas y media de análisis
curriculares sino a toda mi crianza, a toda mi vida, y sentí algo que no sabría
si catalogar como principios de enojo, leve tristeza o mera confirmación de sos­
pechas. De haber estado de pie hubiese evitado que se cayera por las escaleras
junto con los folletos, pero ése no fue el caso y mi padre rodó los siete metros
que separan al escalón más alto del suelo sólo porque no dije lo que quería
escuchar. Eso es suficiente para atormentar a alguien por el resto de sus días.
Afortunadamente, para la integridad de mi karma, sobrevivió a la caída.
70
el imperio galeano
Ya en el hospital, el médico me informó sobre la situación de mi padre:
tres costillas rotas y un pulmón perforado, luxación de cadera, fractura de la
tibia izquierda y contusión cerebral.
–Aparte de eso –dijo el mismo médico, u otro, porque los médicos son
de aspecto genérico–, el hombre es fuerte como un gladiador. Saldrá de aquí
sintiéndose mejor que nunca –aseveración que no cuestioné en lo absoluto
tras averiguar que, con las prótesis de titanio de uso espacial y el nuevo
pulmón biomecánico instalado en su cuerpo, mi padre ya era prácticamente
un ciborg.
Volvió a casa después de pasar casi un mes sedado en el hospital y
fue hasta entonces que noté el cambio más relevante en él: Franco Aurelio
Galeano III ya no estaba loco. Exceptuando la suma de un bastón a su vida,
parecía seguir siendo la misma eminencia de la historia antigua que todos
adoraban pero las cosas que siempre me perturbaron acerca de él habían des­
aparecido: dejó de cocinar platos romanos y aprendió a hacer enchiladas y
consomé de pollo; dejó de hablarle a los jerbos con el respeto debido a los
líderes militares que representaban y adoptó un golden retriever al que nombró
Buster; no volvió a practicar lucha grecorromana en el estudio y, en cambio,
comenzó a hacer las cosas que los intelectuales promedio hacen en sus lu­
gares de trabajo como fumar habanos y leer en silencio. Lo más insólito fue
que, por primera vez en toda mi vida, supe lo que significaba que tu padre
se preocupara por ti. Quería saber de mis clases, de las chicas con las que
salía, de lo que hacía los fines de semana y, cuando sugería que hiciéramos
algo juntos, me preguntaba qué era lo que yo quería hacer en vez de imponer
alguna actividad relacionada con su trabajo y su obsesión.
Justo antes de graduarme de la preparatoria me llamó a su estudio para
otra conversación de hombre a hombre y, al verlo con un ejemplar de Histo­
ria de la decadencia y caída del Imperio Romano entre las manos, imaginé
que ese sería su último intento para convencerme de perseguir la historia
como carrera y así demostraría que su actitud de padre atento sólo había sido
una estrategia para suavizarme y ganar la guerra. De una vez diré que estaba
equivocado. Cuando preguntó si ya había tomado una decisión con respecto
al futuro, le dije que quería estudiar algo poco pretencioso como contaduría
u odontología –en parte porque era cierto, el bajo perfil me sienta bien, pero
71
laura c. rosales
también porque quería ponerlo a prueba– y respondió que me apoyaría sin
importar el fallo final aunque deseaba que lo pensara bien. Recalcó que
jamás tendría qué preocuparme por el dinero y que eso me dejaba con la
valiosísima oportunidad de ser y hacer cualquier cosa:
–¿Quieres ser astronauta? Hazlo. ¿Quieres ser médico o bombero? ¿Por
qué no? ¿Artista? ¡Adelante, estoy de tu lado! –Lo miré a los ojos y supe dos
cosas: este sujeto hablaba en serio, y este sujeto no podía ser mi padre.
Lo lógico sería que me hubiese alegrado de tener un progenitor com­
prensivo tras dieciocho años de continua confusión, pero no es fácil enfren­
tarse a la demolición total de tu pasado. Mi padre y yo nunca peleamos porque
yo sabía que él siempre hallaría una forma de ganar y eso me llevó a desarro­
llar una paciencia equiparable a la de un monje tibetano. Otra cosa que me
mantuvo a raya todo ese tiempo fue que, aun con sus formas poco ortodoxas y
bajo sus peculiares términos, él nunca me dejó atrás. Siendo quien era, lo más
cómodo hubiera sido dejarme en casa con cinco nanas o enviarme a un in­
ternado en Suiza, sin embargo, él se encargó casi por completo de mi crianza
–digo “casi” porque yo le ayudé bastante– y eso debía significar que, muy en
el fondo, tal vez, se preocupaba por mí. De pronto llega este sujeto que luce y
habla y huele justo como Franco Aurelio que de verdad se preocupa por mí y,
sin querer, me demuestra que todos los momentos que atesoraba como mues­
tras del cariño de mi padre fueron una mentira y que quien verdaderamente
le importaba no era yo, César Augusto Germánico Galeano, sino el sucesor, y
ése pudo haber sido cualquier otro. Pasé la vida confundiendo el amor pa­
ternal con métodos de preservación de un linaje y, de no ser por el amable
sujeto que había sustituido a mi padre, jamás me hubiese dado cuenta de
ello. Podría haber vivido feliz en el engaño pero era demasiado tarde para
volver atrás y pretender que Franco Aurelio Galeano III, el obsesivo que me
hizo ser quien soy, me había querido.
Recuerdo que cerró la conversación con una sonrisa, me dio un fuerte
abrazo y después sugirió que fuéramos al cine. Yo lo seguí por el pasillo con
las entrañas hechas trizas y fue entonces cuando reconocí que el malestar
que por meses había sentido en los intestinos no se debía a la nueva dieta:
era la irremediable sensación de extrañar al desquiciado que me crió y que
había desaparecido el día en el que esa enorme escalera se cruzó en el ca­
72
el imperio galeano
mino de su decepción. Lo único que pude pensar en ese instante fue que la
escalera tenía el poder de traerlo de vuelta, así que esperé a que diera el
primer paso de bajada y, por razones que comprendo perfectamente pero que
no podría justificar frente a un tribunal, patee su bastón.
“Vine, vi y jamás caí”. Tal vez ahora entiendan por qué eso resulta tan
irónico. Honestamente, creí que sobreviviría a la segunda caída. Después de
todo, Roma lo hizo, y el médico me aseguró que el hombre era fuerte como
un gladiador. Obviamente no habría hecho lo que hice si hubiese sabido que
eso no era cierto. Creo que, ahora que está muerto, debería hacerme cargo de
los jerbos. A él le hubiese gustado ver que la línea de sucesión se completara
hasta llegar a Rómulo Augústulo, el último emperador. También he decidido
estudiar Historia, no por honrar su memoria sino porque al fin me di cuenta
de que, para su eterna fortuna y mi mezquina desgracia, todos mis caminos
llevan a su Imperio.
73
Deslices
M aricela G uerrero
aviones trasatlánticos
como desliz como caída de pétalo de
rosa encima de la mesa mi abuela suelta frases
que parecen provenir de tiempos sincopados
como a través como a contrapelo como así
como cayendo como en un sueño muy lejano
donde el pie el reflejo como caída como jalón
como recordar sin querer las ataduras mi
abuela a sus noventa a cinco Lupe Lupita mi
abuelita sin música ni orquesta ahora quizá era
buena idea dejar de oír el ruïdo mundanal
porque como un desliz las campanas dejasen
de sonar ay y luego que dice que un avión para
su cumpleaños que un avión para muy lejos y
su hijo que es mi padre que es mi corazón
sincero mi padre que es su hijo que el avión
que al escucharlo se estremece un poquito
porque sabe que su madre Lupe Lupita mi
abuelita como caída de pétalo de rosa de
74
suavidad que se evapora mi padre mi abuelita
y lágrimas que caen un poco sincopadas y en
silencio porque dejó de oír para mejor
quedarse en la sonoridad de su risa en sus
canciones que muy entonada y sincopada
cantaba a solas y acompañadas que fue su
forma de un avión de lujo de vuelos
trasatlánticos: Lupe Lupita.
son como erratas
No hay desliz que dure cien años ni locura que lo aguante:
son como erratas,
se deslizarán en actas en actos en acciones irresolubles o no:
quizá solubles como ese café ficticio e instantáneo que sucede cuando
a uno se le escapa lo inacabado lo
ya sabes, algo de terror, una sombra, una filosa incoherencia,
así en un desliz:
en condiciones ordinarias y extraordinarias
mujeres que deslizan la inestabilidad y la alegría de que suceda
un poco el horror,
del que no depende, o sí: el calentamiento en los polos o la
deforestación de las selvas;
pero, ¿quién dijo que un desliz no podría arreglar que convivamos
alrededor de una fogata en la playa?
75
¿quién no pudo conciliarse con su propio monstruo en la almohada
en las aves en los closets?
¿a quien no se le ocurrió
que una errata,
un desliz
son formas imantadas de ir puliendo el horror, disolviendo
en alegrías en inestabilidades lo que es errata horror pena y prenda
de lo que no sabemos
lo inexplicable: calentamiento, deforestación?
Y no es probable que en un escándalo, en una
historia no se cuele
un acto inesperado:
un resbalarse por donde ya no se sabe a dónde o cómo
mujeres que conducen concomitantes por carreteras donde el horror lo
inacabado,
lo ordinario extraordinario que produce la entropía la
carestía, el desliz
de lo que ya no se acomoda de ninguna forma
y queda balbuciendo
como errata
como desliz como
gota o ruta o grato deslizarse en
condiciones ordinarias extraordinarias que se
desbaratan en islas de hielo que se deshacen
en polos en glaciares en laderas que se
desbaratan que se diluyen como terrones de
azúcar en tazas de café soluble y se llevan
76
fauna y flora como erratas felices y
afortunadas cuando dios quería o no, pero no
hay desliz que dure tanto así. El desliz, lo
inacabado y el horror que es errata pero
monstruo pero almohada y dura lo que sea,
aunque no aguante cien años o alegrías en
condiciones ordinarias extraordinarias eso que
diluimos, el horror y la alegría: deslizar como
no queriendo la inestabilidad la alegría y
conducirse siendo una errata en condiciones
ordinarias y extraordinarias.
77
Entrevista a Pita Ochoa
Ó scar A larcón
El infrarrealismo es más que Roberto Bolaño. Es cierto que el escritor chileno
es la cara pública, sin embargo hay otros escritores. Se trata de una generación
amplia. También olvidada. El 31 de julio de 2015, la librería Etcétera y María
Villatoro organizaron una charla con Pita Ochoa, integrante de los infrarrea­
listas, quien conociera muy bien a Mario Santiago Papasquiaro, a Roberto
Bolaño, a Piel Divina y a todos los poetas infras.
En punto de las cinco esperábamos que llegase Pita Ochoa. Le llamó a
María Villatoro para avisarle que había tráfico pero que estaba entrando a Pue­
bla. Para hacer menos larga la espera, María Villatoro leyó el manifiesto escrito
por José Vicente Anaya y, a la mitad de la lectura, Pita Ochoa apareció en la
librería.
–¿Puedes decirnos cuál es el momento de inicio del infrarrealismo y cómo te
unes a éste?
–Aunque todos reconocemos un momento fundacional, creo que fue algo
que se gestó –y que cada quien traía la semilla en la piel–. Más bien fueron
encuentros de muchas vertientes.
Roberto Bolaño conoció a Bruno Montané porque eran chilenos; Ma­
rio Santiago conoció a los hermanos Méndez; Rubén Medina conoció a Piel
Divina, y finalmente todos coincidimos en La Casa del Lago a principios o
mediados del 75. En parejas o de manera solitaria, todos fuimos llegando ahí.
Yo fui de las que llegó al final, por ahí de septiembre del 75, porque mi com­
pañero de toda la vida los conoció: él sí estaba en el taller de poesía, quería
78
entrevista a pita ochoa
escribir más libremente y hacer danza
y otras cosas. A él fue a quien jalaron
porque tenían unas maneras bastan­
te… arbitrarias de escoger a la gente.
Se paraban Mario Santiago o Ro­
berto o Cuauhtémoc o quien fuera, y
entonces llegaban y te arrebataban:
“a ver qué escribes”, y a partir de eso
decidían si te invitaban o no a las re­
uniones. Así de inhóspito era el am­
biente. Fueron muchísimos los que se
acercaron.
En enero del 76, que fue el na­
cimiento formal, nos encontramos en
pita ochoa
casa de Bruno Montané. Éramos como
cuarenta. Cada quien daba sus ideas de lo que podía ser el infrarrealismo. Y
entonces la mitad de la gente se fue. Era impresionante ver las caras largas
de la gente, sobre todo de los escritores, pintores, músicos que tenían mucha
más edad que nosotros y que fueron quienes salieron huyendo.
De esas generaciones mayores que estuvieron un rato, el único que
quedó fue José Vicente Anaya. Todos los demás salieron corriendo. Si uste­
des toman en cuenta que Juan Esteban Harrington tenía 15 años, yo tenía 17 y
Mario Santiago y Roberto tenían 22 años, éramos unos adolescentes vibrantes
y con la soberbia de la adolescencia. Éramos bastante insoportables. Mucha
gente salió huyendo.
A partir de eso, a partir de que se nombra el infrarrealismo –de la cien­
cia ficción rusa, que son los infrasoles, hoyos negros que se ven, se sienten,
que tienen la energía más creadora del universo, a partir de eso es que surge el
infrarrealismo–, es que ya tenemos un grupo más o menos conformado, en
el que todavía hubo muchos ajustes. Mario Santiago, cada semana, hacía una
lista de quiénes éramos infrarrealistas. Creo que hasta el 85 todavía la hacía:
éste sí es, éste no es. Curiosamente lo hacía mucho con las mujeres.
–maría villatoro: ¿Había misoginia en el infrarrealismo?
–Estábamos rompiendo con eso, pero no era tan fácil. Estamos hablan­
79
óscar alarcón
do del 75. Teníamos demasiados retos por delante y con todo y que había un
discurso de amor libre. La verdad es que las condiciones no se prestaban para
que fuéramos iguales. Para que yo entrara a las cantinas con ellos tenía que
vestirme de niño: andaba de overol, de pelo corto y sin pintar.
Era más común que me pidieran la cartilla a que me dijeran: “tú eres
niña, no entras”. Fue la única manera en la que entré, pero eran de las aven­
turas que se cuentan porque a veces ni siquiera estábamos juntos porque todos
éramos hijos de familia… No es cierto, la mayoría éramos hijos de familia.
Las mujeres, sí. Todas vivíamos en casa. Era muy vibrante.
–¿Cuáles eran los otros grupos literarios que estaban alrededor de los in­
fras, con los que no tenían problemas? ¿Cuáles eran las características que te
llamaron la atención para poder decir “sí, me quedo en el infrarrealismo”?
–Nosotros no pertenecemos al 68. La verdad es que a nuestra edad no
había absolutamente nadie conformado en grupos, a excepción de los pin­
tores y los músicos. Escritores no había. Si bien dentro de la música había
grupos de poder, en el rock no. Los pintores eran muy organizados, sobre todo
la gente que ya estaba en las carreras como el Grupo Suma o Pentágono.
No era la moda andar haciendo grupos literarios, por eso éramos tan mo­
lestos. Había grupos de amigos, como todos los de Monsiváis, todos los de
Bonifaz, todos reunidos en grupos, pero nadie conformaba algo que no tu­
viese pies ni cabeza. Eran “mis amigos, mis compadres”, pero no trabajaban
juntos.
Nosotros ni estábamos trabajando en el término formal, pero todos de­
cíamos “sí, yo tengo ganas de cambiar al mundo”. Eso fue lo que ayudó a que
los lazos fueran muy estrechos porque estábamos descubriendo la vida, es­
tábamos descubriendo qué queríamos hacer, qué queríamos amar, qué no
queríamos amar, qué queríamos odiar y a quién queríamos agarrar a patadas.
Eso era lo que nos unía, esta identidad de qué queríamos hacer, ciertamente
cada quien con sus preferencias.
Lo que sí quiero decirles es que, desde el principio y toda la vida, fue
un grupo muy cerrado, pero era un grupo multicultural, multisocial –porque
había de todas las clases sociales, había juniors, había lumpen–. Los herma­
nitos Méndez comenzaron a trabajar a los 15 o 16 años.
Cuauhtémoc Méndez fue el primer líder sindical a los 19 años, porque
80
entrevista a pita ochoa
era trotsko, trotsko, trotsko. Era líder sindical de una de las secciones más
combativas que ha habido en la Secretaría de Salud y se enfrentó a gritos con
un tipo como Joel Ayala. Durísimo, a los 19 años. Había gente muy anarco­
sindicalista, gente muy trotska, y feministas, aunque éramos pocas mujeres
que comenzábamos a echar lumbre.
–Retomando lo que María te preguntaba sobre la misoginia, ¿cómo era
el rol de las escritoras dentro del infrarrealismo? ¿Se podía escribir libremen­
te? ¿Había alguna restricción?
–No había. Igual te destrozaban como a los demás. Mario Santiago era es­
pecialmente cruel en destrozar los textos, pero igualmente amoroso para ayu­
darte a rehacerlos. Ahí no había cuestión de género. Cada quien escribía a su
manera: las mujeres teníamos más temas y los hombres tenían otros temas.
En ese aspecto, no. En la vida cotidiana, sí. Yo insisto: más que misoginia
eran las condiciones en las que vivíamos.
Si hacen memoria, a mediados de los setenta, ¿cuál de estos grupos, de
estas mafias culturales estaba encabezada por una mujer? ¡Pues no había! No
es que nuestros amigos, amantes y novios fueran especialmente misóginos. Era
un contexto distinto el de los setenta, apenas estábamos aprendiendo sobre
las pastillas anticonceptivas. La verdad es que era un mundo sexualmente
muy diferente y que había gran apertura. En términos de escritura, ahí sí
estábamos iguales.
–Si vemos actualmente el trato que se le da a algunas mujeres en algunos
videos musicales, parece ser que esta época es en la que más se ha objetualiza­
do a la mujer. ¿Tú crees que hay mayor apertura en este momento no sólo para
que las mujeres escriban sino para que publiquen?
–Yo soy feminista de corazón, pero siempre hay que contextualizar. La
condición de la mujer siempre tiene que ver con el contexto en el que vive.
Sigo creyendo que hay una gran discriminación a la mujer. Basta ver el nú­
mero de mujeres en los mandos medios, en la vida política, en la vida social.
Sin embargo, hay dos cosas que me gustaría recalcar. Uno, de los co­
lectivos de jóvenes que conozco, muchos están liderados por mujeres, y las
mejores editoriales que yo conozco casi las hacen mujeres. No están publican­
do, porque nunca van a publicar, en Anagrama, Planeta, en la misma cantidad
que publican los hombres. Es una cosa muy social, mercadotecnia, muy del
81
óscar alarcón
mundo entero, y otra cosa es que real­
mente crean que las mujeres jóvenes
no tienen las herramientas, dentro de
un ámbito cerrado, para que pue­
dan controlar e ir más allá de lo que
aparentemente las condiciones so­
ciales se dan.
Me da muchísimo gusto saber
que muchas de las chicas, lesbianas
o no lesbianas, feministas o no fe­
ministas, pueden sacar adelante, a
pesar de las condiciones adversas.
Eso era algo que a nosotras nos cos­
taba mucho más trabajo.
Por otro lado, creo que no hay
un retroceso en contra de la condición
de la mujer, sino que hay un merca­
do terriblemente perverso que hace
que hombres y mujeres nos volvamos
cosas. Entonces la gente, como el fo­
tógrafo Tunick, festeja y trata a los cuerpos de los seres humanos como la­
drillos.
Creo que hay una sobreexplotación de los cuerpos y de la sexualidad de
manera lucrativa. Eso es otra cosa, distinta a la posición personal de hacer
de su cuerpo lo que se le hinche la gana, pero no se vale que lucren con la
imagen y la sexualidad. Creo que son dos cosas diferentes.
–Regresando al infrarrealismo, ¿cómo trabajaban sus textos? ¿Los talle­
reaban e iban puliéndolos hasta que quedaran? ¿Cómo se llevaba a cabo el
trabajo hasta dar con algo que ya era publicable?
–Antes de la fundación del infrarrealismo se trabajó mucho tiempo y uno
de los puntos centrales para unirnos fue el taller de Alejandro Aura, pero
además del taller también había una manifestación de lo que estaba pasando
en este incipiente grupo, que eran los recitales de las novísimas literaturas.
Era la primera vez que se leía el Movimiento Hora Zero en México, Los
82
entrevista a pita ochoa
Párpados Azules franceses también era la primera vez que se leían. Todos
estos movimientos de vanguardia se estaban dando alrededor de lo que luego
fue el grupo infrarrealista.
Mario Santiago había sacado una revista a principio de ese año que se
llamaba Zarazo, donde trataba de hacer visibles las vanguardias, que se po­
dían conocer de manera bastante clandestina. Ésa era la única manera.
Creo que la libre circulación de las vanguardias, entre el grupo y sus
alrededores, permitía que lo que se estuviese proponiendo fuesen las nuevas
formas poéticas, que no existían en México. Estaban contagiados por lo que
pasaba en el mundo pero que aquí no existía.
La dinámica era leer y escribir de manera colectiva, 24 horas al día,
siete días a la semana. No es que hubiese plenarias sino que todo el tiempo,
mientras ibas caminando, ibas hablando… Siempre se nos ha criticado por
ser unos vagos y unos drogadictos, pero algo que se les olvida decir es que
había poca gente que leyera de la forma en la que se leía en el grupo. Real­
mente era una voracidad por leer, y escribir era una tarea permanente.
Fuera de los hermanos Méndez y Roberto Bolaño –que de repente le
ayudaba a su papá–, todos los demás no teníamos otra cosa que hacer más
que estar juntos escribiendo y leyendo. Las reuniones eran en el Café La
Habana o en casa de Bruno Montané, o en el pasto de Chapultepec o donde
fuese. Era una práctica común, no era “vamos a vernos cada quince días
para tallerear”. Era, de verdad, algo que hacíamos veinticuatro horas al día.
–maría villatoro: ¿Se puede hablar de una camaradería entre los in­
fras? ¿Se destrozaban los textos?
–Por supuesto. Te podían hacer llorar porque te habían hecho trizas,
pero todo mundo se abrazaba y se besaba, porque decían “somos carnales,
¡para eso te lo leí!” Estas manías para escribir no sólo las tenía Mario Santia­
go. Tú revisas los libros y te encuentras manos de todo mundo leyendo sobre
los libros y haciendo anotaciones. Era la calidez y la camaradería.
–maría villatoro: Quizás eso fue lo que hizo que el movimiento subsis­
tiera y traspasara –lo que le falta a los grupos literarios actuales–, que se
ayudaran y “fuera competencia”…
–Fuera competencia, no. Nos amamos, nos queremos mucho pero así
como que todos somos iguales, no…
83
óscar alarcón
–maría villatoro: Me refiero a que no se le metía el pie al otro. ¿O había
sabotaje?
–Yo insisto en esto. El texto que te gusta de José Vicente Anaya me aca­
ba de sorprender porque nunca lo había escuchado de tal manera que no me
molestara, por ejemplo. Porque es un texto que causó la ruptura de Vicente
Anaya con el grupo.
–¿Por qué causó la ruptura? ¿No era la visión compartida en general?
–No. Porque los manifiestos de Roberto, y el de Mario Santiago, que son
los que más se conocen, se hicieron de manera colectiva. Ciertamente, Rober­
to lo reunió, lo corrigió, lo firmó y lo publicó, pero era algo que se iba haciendo
mientras caminábamos en la banqueta, mientras nos comíamos una torta en
Chapultepec. En fin… Se hacía algo colectivo, se pensaba en manifiestos. El
manifiesto de Roberto y el de Mario son colectivos.
Vicente Anaya –que a mí me llevaba más de diez años y que sí trabaja­
ba y tenía departamentos y era un hombre formal y trabajador con prestacio­
nes– nos basculeaba cada vez que salíamos de su departamento. Entonces él
nos invitaba y decía: “Vamos a que escuchen mi traducción que es maravi­
llosa”. Llegábamos a su casa, nos ponía velas: alucinábamos con “Aullido”
y después decía “saben qué, tengo que ir a trabajar”. Nos corría y nos bascu­
leaba. Había una diferencia generacional impresionante.
Finalmente, cuando Mario y Roberto leyeron el manifiesto de Anaya,
la verdad es que se burlaron de él. Le dijeron “oye, güey, ¿qué es esto? Está
demasiado teórico”. No se trataba de eso. Fue ahí cuando Vicente Anaya se
empezó a distanciar.
–maría villatoro: ¿Se sintió mal?
–En realidad había demasiadas diferencias entre su modo de vida y
nosotros, que andábamos vagando, que un día nos quedáramos en la azotea
donde vivía Piel Divina y, a veces, nos quedábamos en el parque o a veces
cada quien se iba a su casa.
José Vicente Anaya no participaba mucho de eso. Participó antes con
Mara y Vera Larrosa en cosas mucho más concretas. La mamá de Mara y Vera
formaba parte del estatus cultural. Su papá es un arquitecto muy prestigioso
que fue funcionario durante muchos sexenios. En casa de Mara había grupos
de gente de la Facultad de Letras que hacía el rollo de “juntémonos para to­
84
entrevista a pita ochoa
mar un vinito mientras alguien lee”.
Bien finos. Y Vicente iba a algunas de
esas cosas. Mario Santiago también,
pero lo sacaban. Terminó por ya no
acudir a estos lugares donde la mamá
–Blanca– hacía sus tardes litera­
rias con vinito en cristal cortado. Lo
que hicieron Mara y Vera fue jalar
y enamorar a todos los jóvenes que
andaban por ahí y entonces Vicente
dejó de ir a los cafés literarios. Pero
sí había mucha distancia entre ese
mundo, en el que de pronto embona­
ba Vicente Anaya, y el garaje don­
de hacíamos las fiestas en casa de
Mara. A nosotros jamás nos invitaron
al vinito de la mamá y, en cambio,
nos prestaban el garaje.
–Una vez que ya está conforma­
do el grupo y que comienzan a en­
frentarse a La República de las Letras, ¿cuáles son las estrategias que siguen
para pelear a la contra? El infrarrealismo es percibido como un grupo que
hace contracultura en aquella época.
–Las estrategias no fueron pensadas. La estética y la ética no tenían
una estrategia. Tampoco teníamos una formación de “vayamos y marquemos
nuestros objetivos”. Era darse a la vida, dar el corazón. Eran como ritos de
iniciación bien mexicas: o dabas el corazón o no entrabas. Ciertamente, ha­
bía una conciencia de “nosotros no queremos ser como el grupo de Carmen
Boullosa”. Y, como ella misma dice, “les hicimos un bien; nada más no los
dejábamos publicar. La fama que tienen es porque no los dejábamos publi­
car”. Hay que agradecerle a gente como Carmen. Nosotros no sabíamos que
no nos iban a dejar publicar.
Si hay algo que nos ha criticado la izquierda es que justamente, en este
afán de buscar en donde publicar, las primeras publicaciones se dieron con
85
óscar alarcón
un anarquista español que se llama Juan Cervera. El primer libro de Rober­
to, Reinventar el amor, se dio ahí, y luego Pájaro de calor: casi casi lo pagó
Juan, que era un buen amigo que nos quería pero que nos sufría, al igual que
Efraín Huerta o Pepe Revueltas. Sufrían… Por ejemplo, llegábamos a casa
de Efraín. Ponía una botella y, en cuanto se acababa, sabíamos que todo
mundo tenía que salir. Las mujeres de su familia eran las que nos corrían
a pesar de Efraín. Había gente que nos quería. Roberto era muy seductor.
Mario Santiago era genial pero no era buen comerciante.
Cuando Echeverría corre a Julio Scherer a principios del 76, y Octavio
Paz se va, para José Peguero, Roberto Bolaño y Mario Santiago se abre una
puerta para publicar. Si tomas en cuenta que no teníamos dinero, ciertamen­
te había algunos que venían de familias bastante acomodadas, pero no tenía­
mos dinero ni para autopublicarnos, ni para andar comiendo en restaurantes
ni nada. Los papás te dan para que gastes y ya. Roberto era de los que tenía
que trabajar, de los que ayudaba a veces a su papá a la entrega de Pato Pas­
cual. La verdad es que nunca tenía un peso. A él sí le interesaba empezar a
trabajar y hacía trabajo manual –cambiar cajas de refresco– y no le gustaba.
Y si te abren una puerta para publicar en una revista como Plural…
En ese momento ni siquiera éramos conscientes de lo que estaba ocu­
rriendo con Julio Scherer y dijimos: “ya se fue Octavio Paz”. Todo mundo
sabía que tenían el suficiente dinero y poder para poner otro periódico, por­
que ya lo habían anunciado.
Roberto se va a España con el dinero de las publicaciones de Plural: le
pagaban lo suficientemente bien para que pudiera pagar su boleto. Eso per­
mitió publicar antologías –muchas inventadas, confieso–, los artículos de los
estridentistas, la segunda antología de los infras, que es una selección que
hace Mario Santiago sobre los poetas de ese momento –la primera fue Pájaro
de calor–. Todos los meses había colaboraciones, por lo menos de ellos tres.
No es que nos diésemos cuenta de que no nos querían publicar; sabíamos
que era difícil, porque a todo poeta joven de aquella generación le costaba
trabajo publicar.
Roberto y Mario Santiago eran los más grandes –fuera de Vicente Ana­
ya– y los demás teníamos 17 o 18 años. Tampoco es que nos muriéramos de
ganas por publicar. Personalmente, no leía mis textos. A finales del 76 tuve
86
entrevista a pita ochoa
un hijo. No era mi preocupación esencial hacer un poemario y que me lo publi­
caran. Nadie estaba persiguiendo eso. Más bien fue hasta que se va Roberto
y que regresa Mario Santiago de su tour europeo cuando nos damos cuenta de
que estas pequeñas declaraciones realmente habían molestado. No era que
se hubiese hecho gran escándalo.
En 1975 no pudimos hacer grandes vociferaciones. Pero nos dimos cuen­
ta después, verdaderamente atrevernos a decir lo que mucha gente pensaba
pero que no se atrevía a decir. Lo íbamos a pagar caro. Nos dimos cuenta
hasta los ochenta.
Había anécdotas muy chistosas pero eran travesuras adolescentes. Por
ejemplo, cuando hacen la presentación de Reinventar el amor, también es­
taban presentando un libro de Paz en la editorial del Taller Martín Pesca­
dor. Realmente ésa fue la primera trifulca. Estaban presentando todos, muy
honorables. Llegamos y no oímos lo que había dicho Octavio Paz. Estaban
las mesas de los libros, los meseros, las copas de vino, todos bien portados.
Llegamos greñudos y con morrales, y la compañera de Cuauhtémoc Méndez
–que no escribía pero que siempre andaba con nosotros, cuando termina con
Cuauhtémoc se va y se vuelve líder de inmigrantes en Nueva York– se en­
cuentra al señor Paz de frente y lo saluda: “Mi nunca bien querido y nunca
bien cogido Octavio Paz”. Y entonces el hombre cambia de color…
Al ratito, por supuesto, nos empezaron a arrinconar y nos sacaron. En
ese momento a Juan Esteban, que tenía 16 años y que había estudiado con
varios de los ahora poetas consagrados en el Luis Vives, le reclamaron por
tal ocurrencia y terminaron a golpes. Fue la primera vez que nos agarraron a
golpes. La verdad es que sí eran travesuras. Pensar a los 16, 18 años que con
eso estábamos rompiendo el sistema cultural… Pues no.
Fue hasta el 81 que nos dimos cuenta que verdaderamente había una
cerrazón. Fue como empezaron los enfrentamientos. Ciertamente eran muy
molestos, ciertamente era el pulular a todos los talleres en donde, así como
hacían en el taller de Alejandro Aura, así como hacían en El Habana, así
como hacían en las banquetas de Chapultepec –que era decirse “lo que estás
leyendo es horrendo” y arrebatarlo, y componer el poema, o decir “es mejor
Juan Ramírez Ruiz que tú”–, lo mismo hacían en todos los talleres a los que
llegaban. En todos.
87
óscar alarcón
Imagínate, el taller literario era
como un aula del Colegio de San Idel­
fonso del siglo xvii, sacrosanto, en don­
de la gente estaba al pendiente de que
aquel que dirigía el taller te dijera “uy
sí, tu rima no rima”. Esos eran los ta­
lleres literarios. Sí tenían una actitud
molesta de estar en los recitales.
Pero luego hubo dos o tres años en
los que sacamos Pájaro de calor. De Co­
rrespondencia Infra se hicieron dos nú­
meros y se estuvieron dando recitales
a lo largo de la República Mexicana, y se
vendían de mano en mano. En ese mo­
mento yo ya tenía a mi hijo. Mara estaba
dedicada de lleno a pintar. Los hombres
tenían muchísima más facilidad para
hacerlo. Ellos eran los que estaban dan­
do los tours y vendiendo las revistas.
Fueron momentos de mucha creatividad. Cuando regresa Mario Santia­
go, empieza a tratar de publicar; es cuando nos damos cuenta que realmente
se habían sentido ofendidos por unos adolescentes vociferantes. Desde ahí,
no nos han perdonado. Y no vamos a hacer nada para que nos perdonen. Nun­
ca lo vamos a hacer.
–¿Puede equipararse con lo que le sucedió al estridentismo? Los elimi­
nan de las antologías oficiales en donde no aparece ningún poeta estridentista
y, por supuesto, tampoco aparece ningún poeta infrarrealista.
–El único que sí fue incluido en una de estas antologías a principios de
los ochenta fue Mario Santiago.
–¿Los detectives salvajes son una auténtica biografía del movimiento
infrarrealista?
–Es una novela. Es la recreación imaginaria, ficticia, literaria de lo
que éramos. Ciertamente, hay algunos rasgos de nosotros y hay anécdotas que
cuenta Roberto que no pertenecen al personaje, y hay anécdotas que están
88
entrevista a pita ochoa
realmente convertidas. Es lo que pasa en una novela. Es como pensar que
Capote hizo un periodismo a secas. No es cierto. A sangre fría no tiene nada
que ver con el verdadero caso del personaje.
–maría villatoro: Pero mucha gente lee la novela y dice: “Sí, seguramente
eso hacían”.
–¿Qué te digo? ¿Que sí compartíamos parejas? Sí. Pero las parejas que
forma no son tales.
Me encanta Roberto porque él no bebía una gota de alcohol. Le daba un
traguito –porque desde ese entonces ya tenía malestar en el hígado– y bebía
poco, era de los que menos se drogaba. Fumaba como desesperado y tomaba
café como desesperado, pero era de los que menos se drogaba. En la novela
aparece como si lo fuera verdaderamente. Sí es el ambiente pero no somos
nosotros.
Roberto Bolaño era exactamente lo contrario a lo que es en la novela.
Roberto Bolaño era de una ternura, seductor, muy suave, que no bebía ni se
drogaba. Nada que ver con el personaje.
Yo creo que fue un recurso. Hay que reconocer que Roberto quería mu­
cho a Mario Santiago y Mario Santiago sí era así. Podía beber, fumar, drogar­
se, estar despierto treinta y seis horas al día, vagando. Él sí lo hacía. ¿Cómo
puede un personaje como tal, en una novela, tener a un amigo como Roberto
Bolaño? Si lo piensas en términos de “qué me funciona en la literatura”,
entonces lo convirtió en eso.
¿Cómo podría participar de las aventuras si no era como Mario Santiago?
Y era una admiración por Mario. Ese viaje lo hace Mario Santiago con Rubén
Medina, y no estaba Roberto. Ese viaje ni siquiera fue a Sonora; fue a San
Diego. Y se van con una tercera persona que no aparece en la novela. Y no
estaban buscando a la poeta; están buscando a la amante del personaje que
los invitó a viajar.
La novela tiene ese viaje por el desierto porque Mario Santiago se lo
platicó muy bien. Nos lo platicó muy exaltado; lo maravilloso que les había
ido. Todo mundo vivió ese viaje a partir de lo que platicaron Mario Santiago
y Rubén Medina. Son los recuerdos de Roberto Bolaño a partir de la exal­
tación de Mario Santiago a partir del viaje. Porque Roberto era como estos
personajes de Virgina Woolf, de Las olas, siempre andaba con una libretita
89
óscar alarcón
chiquita y escribía con una letrita chiquita chiquita chiquita las veinticuatro
horas del día. Era una especie de diario: iba recopilando frases, iba recopi­
lando todo lo que pasaba. A partir de eso recreó algunas de las anécdotas
pero las usó de manera literaria.
Por ejemplo, mi papá. En la novela aparece como policía y en realidad
era profesor universitario. ¡Casi igual! El papá de Mara Larrosa era un ser
extraordinariamente hermoso como para que lo ponga de esquizofrénico. Lo
que hizo fue literatura. Insisto, tiene la cualidad de reconocer toda esa épo­
ca: los giros literarios, lo que se pensaba, lo que se sentía, algunas anécdo­
tas. Ésos son los méritos de Los detectives salvajes. Según Bruno, lo que hizo
fue una broma cuando puso los datos de quiénes éramos. Eso ni siquiera él
se lo esperaba. Era una especie de homenaje y un guiño, que por supuesto
no fue bien visto por todos.
–La mitificación de Roberto Bolaño, ¿crees que se deba a un trabajo
similar al de un publicista? Porque toda la obra de Roberto no es el infrarrea­
lismo en sí.
–Roberto era muy muy seductor y Herralde lo quería como un hijo. La
fama de Roberto, independientemente de su saber hacer letras, también se
la debe a Herralde. El cariño que le tuvo Herralde lo impulsó a seguir escri­
biendo. Aunque Roberto ya había escrito muchas novelas, es hasta cuando
lo adopta Herralde que empieza a volverse famoso. No es que Roberto se
vendiera sino que se dejó adoptar.
Eso era Roberto, desde que tenía 18 años, y lo fue hasta que se murió. Y
además, a pesar de todo, Roberto nunca cambió de agente literario.
En cambio, el éxito de Roberto se debe al agente literario que contrató
la ex mujer. Ella consiguió al agente literario más exitoso del mundo para
volverlo famoso. No es que se haya vendido. Quien lo está vendiendo –y lo
seguirá vendiendo– es la ex mujer, con la que ya no vivía cuando se murió.
–¿Cuáles son las condiciones que necesitamos, en diferentes estados de la
República, para que surja un movimiento similar al infrarrealismo?
–Los movimientos literarios, los movimientos de vanguardia, necesitan
casi lo mismo que un movimiento social, en pequeñas dosis: tiene que haber
una confluencia de personas, tiene que haber ideales conjuntos, tiene que
haber una urgencia y una especie de cabeza que da la uniformidad.
90
entrevista a pita ochoa
Siempre he hablado de que hay momentos del infrarrealismo. En el pri­
mer momento, Roberto, que era este ser seductor que invitaba a todo mundo,
que era capaz de convencerte, de decirte “sí, yo quiero, sí me gusta”, porque
además sabía escuchar. Porque lo que tú aportabas era incorporado al len­
guaje y vuelto a escribir. Eso nunca lo tuvo Mario Santiago. Mario Santiago
era como un padre de familia que te da un coscorrón y te dice que te quiere
mucho. Ése era Mario Santiago. Totalmente diferente a Roberto. Y por eso
estábamos más dispersos, porque dejamos de tener algo. Seguimos siendo a
partir de lo que nos une, de los ideales, del amor, de todo eso, pero esas accio­
nes colectivas… Mario Santiago no era capaz de organizarnos y ninguno de
nosotros fue capaz de articularnos. No había alguien que pudiese articular­
nos de la manera en como lo había hecho Roberto. Aunque la idea creativa,
el conocimiento de las vanguardias, el invento de las antologías y demás sa­
lían de Mario Santiago y no de Roberto. Después, a Mario le costaba mucho
aterrizar todas las ideas creativas. Como estaba tan metido en su asombro,
tan metido en su azoro, tan metido en su energía vital, estas cosas como or­
ganizar o editar se le iban en otras energías.
–¿Mario Santiago era el Lado B del infrarrealismo?
–No. Era el Lado A.
–¿Quién era el Lado B?
–En todo caso, el Lado B éramos todos los demás. El Lado A siempre
fue y será Mario Santiago.
–¿Sentían cierta orfandad o falta de hermandad con movimientos literarios
como la Literatura de la Onda?
–Claro. En los libros de José Agustín, ¿cuándo menciona a los infras?
Porque ellos siempre pertenecieron al status quo. Bueno, no todos.
Gente como Rentería, que en las presentaciones en Bellas Artes de re­
pente dice “vámonos a beber” y con eso cree que ya es un francotirador, cuan­
do vive del financiamiento del Estado, y su mayor afrenta es decir: “Ay, que
ya acabe esto porque quiero salir a beber”. A nosotros nunca nos dieron el
chance ni siquiera de hacer eso. Nunca ganamos becas.
91
Cinco poemas*
C laudia H ernández
de
V alle -A rizpe
iluminaciones
II
Valles y cañadas en las pupilas del Sire.
Eco de paisajes largos
de mis ancestros
de mi abuelo
donde a las márgenes de un río
hacia arriba del cañón y al norte del cielo,
vuelan águilas calvas.
Horas en silencio con E.
Cuando despierto me está mirando.
¡Plutarco!, oigo que me llama en las noches
desde el más allá, mi madre
que ignora este largo trayecto.
¿Hacia dónde van? ¿Qué andan buscando?
Duermo en petate y el frío bajo mi columna
chifla goznes de hueso
*
Extractos de A salvo de la destrucción, título ganador del premio Sor Juana Inés de la
Cruz en 2015, de inminente aparición.
92
y, cuentas de un collar,
las letras de tu nombre.
“Una ronda, Plutarco,
como las palabras nuevas que escucho,
repito una y otra vez
y nunca aprendo.
Un jardín sin trazo que pueda reconocerme”.
Se ha dormido Eduar sobre un colchón
que rechina a cada vuelta
oigo su boca
y es verdad, madre, que nada sé
de este pájaro
de esta lechuza blanca.
IV
Brotarán en sendas exuberantes
los vericuetos del agua,
tus gestos
tus pupilas
tu piel yaqui
tensa como un arco.
Crecerán, orquídeas de tierra y de aire,
tu boca
y tu lengua
sobre mi piel que te busca
con su aguijón en el vientre.
93
Soy el nuevo hijo de mi padre,
soy el lord de piel tatuada
en tus ojos.
Escuchas del río sus acertijos
cuando entro a tu habitación y declaro:
Es tuya la plantación de café. ¡Alégrate!
Nunca había tocado de esta manera
a otro hombre.
Tus ojos se abren a los míos,
tus manos a mi rostro, como si ahí sembraras
y olvido por un larguísimo instante
mi rica orfandad.
Se abre la cola de un ave
que no había visto.
Estira su cuello, lo crece en hermosa extensión
que apenas toco,
que luego apreso con mi mano
bajo el temor de que salte y se vaya.
Pero sus gestos
sus grandes pupilas
su piel de oscuro plumaje
se tensan como un arco
y cual orquídea
su boca se abre.
94
el jardinero que vio a dios
VII
Llueve en Londres, En los
de plumas de ganso
llueve sin límite,
la tierra con sus borregos,
en los páramos
en Monkton y en West Dean
ojos de mi madre, en su pecho
que no toca mi cabeza
sin pausa cae el agua y moja
sus arrecifes que braman
azules de mi infancia.
Llueve aquí también, en Xilitla y alrededores,
en los ojos de Plutarco, en su cara
curtida por el sol y el aire que respiro
Llueve sin parar la mitad del año
sobre nuestro jardín.
Sale del bosque una flauta,
el musgo para las aves
He pedido un círculo para entrar o salir
con nueve pozas lo que voy dibujando:
cuarenta cabezas, ochenta ojos,
cuarenta bocas de piedra, invencibles
frente a la lluvia
camino lento, me uno al cortejo que regresa
sin nada entre las manos, ya sin féretro
ascienden los deudos con una canción
de letra incomprensible y veo su luto
de pájaros cayendo, iluminaciones
de esta tierra que me acoge.
95
VIII
Mientras oía a los deudos
un hombre devorando
en la visión
recordé a los caníbales:
a otro hombre
que alguna vez aturdió mi seso.
Vine a Xilitla
Siempre en el limbo,
yo que pude
y aquí olvidé a mis padres
lejos de la realidad,
y he podido dejarlo todo.
últimas visitas
VI
Mientras avanza, E. mira al cortejo.
Camino bajo el paraguas.
E. saluda, se quita el sombrero.
Crujen los árboles.
Llevo una década con dolor
y mis bisagras también se quejan.
“Es el final”, parece decir Eduar,
sordo por el apareamiento de las cigarras.
Estamos al este de la Sierra Madre Oriental,
cerca de un cráter de aliento blanco,
cerca de violines y guitarras que tañen
a lo lejos, su amarilla resignación.
96
Retumban palabras
en su lengua de infancia y de juventud
que repite al pie de la ventana;
palabras que desde hace años conozco ya,
versos, canciones que siempre recuerda:
“A weather in the flesh and bone
Is damp and dry; the quick and dead
Move like two ghosts before the eye”.
97
Hell is round the corner
A tenea C ruz
Para Martín e Iván,
ya sabrán por qué
1
En el principio fue un alfiler. El ele­
mento metonímico con que su madre
ejemplificaba el hecho de que el más
pequeño e inocuo de los objetos era
suficiente para volverse blanco de la
ira del Señor: “Con un alfiler, con uno
solo basta para irse al infierno. Robar
es robar”. En su infancia más tierna
el temor corroía su espíritu, pero una
vez –más por descuido que de forma
deliberada− hurtó de una mercería una
pieza de un muestrario. Esa noche,
ya en casa, notó estremecida el alfiler
abrochado con descuido en el puño
de su suéter escolar. Pasó la noche
en vela, dudando sobre lo que tenía
que hacer: confesar ante su madre era
la opción más obvia, pero también la
más terrible. Reconocer su estupidez
98
y ser castigada con la dureza habitual
en aquel hogar de firmes conviccio­
nes católicas por algo tan menor le
parecía exagerado, casi injusto.
La otra opción era regresar a la
tienda para devolver lo robado, lo cual
resultaba, además de humillante, difí­
cil de realizar, puesto que no contaba
con los recursos para desplazarse al
centro de la ciudad (su madre consi­
deraba que el dinero, después del sexo,
era el segundo gran corruptor del alma
humana, así que le prohibía usarlo, a
fin de mantener impoluto su espíritu
infantil). No encontraba la manera de
ir a la mercería sin tener que decir
una mentira y eso era impensable.
Imposible.
Esa noche fue un hito. A pesar de
que pretendía actuar de acuerdo con
los principios que con tanto rigor le
habían sido inculcados, pudo más la
reprimenda materna. Puesta a elegir
entre Dios y su madre debió recono­
hell is round the corner
cer que, acaso por la inmediatez de la
furia vengadora de ésta, prefería estar
bien ante ella sobre todas las cosas.
Ahí descubrió lo poco que le impor­
taba en realidad si Dios existía o no.
2
Puede decirse que fue una adolescen­
te modelo: estudiante sobresaliente,
presta a participar en cuanta actividad
extracurricular existiese, siempre y
cuando no interfiriera con su desem­
peño académico, claro está; acome­
dida en su casa, humilde y dócil ante
las consejas de los adultos, paciente y
amorosa con todos los seres del mun­
do, incapaz de un arranque de cólera.
Debía de ser así, aunque no por eso
se trataba de un fingimiento: para ella
la bondad era una forma de vida, no
una prótesis que le permitiera fun­
cionar en sociedad.
Asunto aparte era el placer que ha­
llaba en sustraer cosas del cuarto de
su mejor amiga, de la casa de su tía,
de la cocina de la anciana del barrio a la
que ayudaba dos veces por semana,
como parte de su activismo religioso.
No eran objetos útiles. Lo que es más,
mirados en conjunto, semejaban una
caja de objetos perdidos, meros ti­
liches que la mayoría del tiempo ni
siquiera sus propietarios echaban en
falta: una li­ga para el pelo, el instruc­
tivo de un viejo televisor, broches
para tender la ropa. Posesiones cuyo
único rasgo en común era el capricho
de ella. O, mejor dicho, el secreto.
3
Fue certero que el placer se erigiese
como pecado: nada hay más peligro­
so que el ansia voraz que se despierta
por virtud del goce. El de ella llegó a
su clímax la tarde que robó un tubo
de hilo de seda del cuarto de su ma­
99
atenea cruz
de los que los otros ni siquiera se sa­
bían contendientes.
4
dre, un tío se lo había enviado desde
el extranjero junto con una pieza de
tela muy fina como regalo de cum­
pleaños. Durante días vio a su madre
buscar y rebuscar en los ordenados
cajones, desconcertada, aquel tubo que
era irremplazable en su calidad de
muestra de amor filial.
No se trató entonces ya únicamente
de robar: el gozo extendió sus fronte­
ras al acto de contemplar las reaccio­
nes de los demás. Contenerse en el
momento para luego, ya en privado,
disfrutar su triunfo en esas batallas
100
El día del juicio final llegó por culpa de
un libro. Desconocía el autor, inclu­
so el tema. Es decir, no se trataba de
un libro significativo. Lo tomó porque
estaba junto a la pila de volúmenes
que ya había pagado. Parecía muy
fácil. Para entonces tenía bastante
experiencia en tiendas de abarrotes
y departamentales. Era un libro de
bolsillo, blanco, pasta suave. Con la
habilidad de alguien bien entrenado
en su disciplina, lo guardó en la bol­
sa. Demoró un rato más revisando las
novedades en los anaqueles para cu­
brir las apariencias. Sin saberlo, dio
oportunidad a la encargada para no­
tar aquella ausencia. Tanto insistió en
que faltaba que terminó por sacarlo
de su bolsa de compra, fingiendo una
confusión. Aunque era una mujer jo­
ven, el trato que le dieron fue pueril:
el guardia se empeñó en revisarla y la
empleada se rehusó a recibir el pago
por el libro para resarcir el daño. Le
tomaron una foto que fue exhibida a
la entrada de la librería. Al tratarse,
además, de una franquicia hubo que
enviar un reporte a la matriz, acom­
pañado de la denuncia en el ministe­
hell is round the corner
rio público. Su rostro avergonzado en
la sección policiaca de los periódi­
cos locales quedó grabado en piedra.
5
La rabia de su madre destruyó la habi­
tación en su afán de conocer a aquella
extraña a la que había albergado bajo
su techo, confiando en su buen ejemplo.
Como era de esperarse, dio con aque­
llas cajas acumuladas a lo largo de los
años y lloró, lacerada en su orgullo de
madre al darse cuenta de que todo lo
que le enseñó no había servido. Esa hija
era la materialización de su fracaso. Pero
el odio, el odio verdadero se desbordó
cuando surgió de entre aquel montón
de baratijas el tubo de hilo de seda,
que tenía encajado el primer alfiler.
6
Para poder aspirar al perdón de Dios
nuestro Señor, es importante ser firme
a la hora de educar a los hijos en la fe:
que al momento de pecar ellos sean
capaces de reconocer por sí mismos
sus errores. Sólo así se llega al arre­
pentimiento sincero. Sólo con since­
ridad y humildad se puede aceptar su
condena, sin lamentarse por nada más
que por haber ofendido a Dios.
Por eso ella no emitió sonido algu­
no cuando su madre, llorando, cla­
maba por la entereza necesaria para
perdonar semejante injuria, mientras
con amor purísimo y perfecto le co­
sía una mano con la otra a la manera
de los que rezan, librándola de vol­
ver a pecar.
101
Al filo de ser desaparece
F elipe V ázquez
En los vasos rotos de tu nombre
no hallé el vaso ni la zarza ni
el eco del vino entre las naves,
hallé en mi sangre
los vidrios de la sed, la nada
ardiente al filo de mis huesos, la
falla en fila de bisontes me decide.
*
En sesgo por la noche
de lo ido,
el río de muertos halla
cántaro en tus venas pero
el río en ti se ahoga
y, serpiente contra sí,
anega el mar de grietas que
tu ser segrega en mi ceniza.
102
*
Llegaron del torrente a la feraz
laguna y se miraron, ¿somos
aún esa mirada que, a través
de alambradas y sequía, nos mira
y no nos reconoce? El estallido
ciegos por dentro desde anoche
nos dejó a mitad de otro torrente.
*
Injerta sus venas en la era,
da savia a la sequía, pero
no espiga el árbol de la herida, cava
el muro de sí mismo y del sería
vuelve al árido mezquite en cuyas venas
el río que somos desemboca.
*
Se despeña de sí mismo
y en las errantes orillas de lo real
busca el cuenco de su nombre,
teje las fisuras que lo ataban; hoy
estalla el agua en su mirada, sabe
a sed el ser que ansía, su cuerpo
103
–esa duda al tacto– se deslíe
donde las cuerdas del tiempo se desatan.
*
Se abre a cada paso una frontera
y, preso entre tierras cuyo canto
se alza en muros, tajo
la raíz que en mí respira, doy
olvido a los muertos cuya tumba
halló sitio sólo en mi conciencia, la
frontera avanza por mis venas, me separa
la distancia insalvable de mis muertos.
*
De errantes huellas donde el sí
eleva peñas de la nada, vino,
me trajo al siglo donde soy
en otro siglo o donde no; sería
caballo en los trigales de la ira,
vaso en tu selva de silencios, pero
no vine a tajo de alabarda, he sido
el que al filo de ser desaparece.
104
Óscar Collazos: de la mano de la muerte
M anuel C ortés C astañeda
Tomar la biografía de un escritor y hacer de ella la razón última y definitiva
de su producción literaria me parece un error tan obvio y desafortunado que
no vale la pena comentarlo. Indudablemente, de una u otra forma, una obra
literaria está ligada a su creador –y algunas mucho más que otras–, pero ni
siquiera en las obras autobiográficas la vida del escritor es suficiente para
explicar los pormenores de su creación. En el acto de escribir siempre hay algo
que se nos sale de las manos o se nos queda entre líneas, aparte del lenguaje
mismo en cuanto tal, ya que hagamos lo que hagamos éste termina convir­
tiéndonos en su instrumento. La memoria, tan acostumbrada a deformarlo
todo, también juega en contra de esta ilusión. Todo escritor debería de saber,
por simple intuición o angustia frente a lo que en el proceso creador nunca
se nos revela, que cuando más se quiere ahondar en el conocimiento de sí
mismo es cuando menos se sabe lo que se es y, mucho menos, lo que se fue o
lo que se quiere ser. La sed de originalidad es otra de las paradojas que aleja
al creador de su propio yo y sus fantasmas. De la vida del escritor no se debe
tomar nada para explicar su obra; si es indispensable, sólo lo absolutamente
necesario, nos advertía Fernando Pessoa.
Para mucho críticos, la obra literaria no sólo está condenada a ser en
la vida íntima y profunda del autor, sino también en el entorno donde éste
se mueve; pero, más allá de este entorno o espacio existencial, no puede exis­
tir a cabalidad una obra literaria y mucho menos resistir una análisis, sea
cual sea el enfoque. El desarrollo desigual y la autonomía relativa, premisas
determi­nantes en el pensamiento de Herbert Marcuse, no son más que una
105
manuel cortés castañeda
monstruosidad subjetiva en la pers­
pectiva reducida de estos críticos, y
es el determinismo o el reduccionis­
mo lo que a final de cuentas justifica
la obra. No estoy diciendo que la obra
literaria no esté ligada al espacio real
que la genera o alimenta, sino que este
entorno nunca es suficiente para expli­
carla en su contenido, estructura, esti­
lo, ya que cualquier obra transciende
su propia realidad y la realidad de su
creador. Y no sólo eso sino que, mu­
chas de ellas, son su propia negación
o contradicción. Bien sabemos que la
cotidianidad es mucho más que lo que
óscar collazos
nosotros pensamos y sentimos y que a
cada momento nos juega malas pasadas. Nos manipula y nos trasforma a su
manera.
Otro error desafortunado o malintencionado es la afirmación peregrina
de que no se puede leer bien o entender o analizar en profundidad la obra
literaria sino atendiendo a la tradición, a las influencias de la verdad histó­
rica, ideológica, cultural. En suma, a los aullidos de esa monstruosidad gre­
garia que llamamos generaciones, tendencias literarias, manifiestos, autores
consagrados… Así que para entender o disfrutar de una obra, uno estaría
condenado a leer primero un cúmulo de verdades establecidas, entelequias,
delirios, el memorial de los maestros, vecinos y muertos y amigos de la fami­
lia. Nada nace por generación espontánea, nos dicen, y, aunque proclame­
mos la originalidad, estamos condenados a repetir a los mejores, los modelos,
los clásicos, las voces destacadas del momento y de siempre. Todo cabe úl­
timamente, según estos nuevos ideólogos de la crítica, en el juego absurdo
de los diseños inteligentes y las tautologías que se han vuelto a consagrar
después del despilfarro posestructuralista. Repiten hasta el cansancio que
el escritor –y especialmente los poetas– está condenado a decir siempre lo
mismo aunque lo diga de diferente manera. Pero no se puede entender esta
106
de la mano de la muerte
generación, afirman, sin la precedente; o a este escritor, dicen, sin el que lo
antecedió en el tiempo, territorio, obsesiones y manías. Incluso atemorizan
afirmando que el dejar de lado la historia y la memoria es estar condenado
a repetir los mismos errores y a avanzar con pasos de ciego. Víctimas de la
historia y sus veleidades, estos críticos nos quieren convertir en sus víctimas
a largo plazo. Y que para entender a Platón hay que leer a Aristóteles y que
Sócrates no existiría sin Platón, que Deleuze es hijo de Nietzsche y éste de
Heráclito, que sin un buen maestro no hay un buen discípulo y que el mode­
lo materno cuenta, pero que el paterno es, finalmente, el dueño de la pelota.
No les vendría nada mal a estos terroristas de la verdad a priori, facultades
e imperativos a granel, leer las Consideraciones intempestivas, de Nietzsche,
especialmente “De la utilidad o inconveniencia de la historia para la vida”.
Todo esto para aclarar que los críticos, por lo general, son injustos y están
ahogados de prejuicios. No son capaces de mantener una distancia razonable
entre los caprichos de su propio ego y los pormenores de la obra literaria.
Creo que, con la obra de Óscar Collazos, los críticos han transitado por estos
caminos en exceso, olvidando que un crítico serio debe ser consciente y leal
con lo que piensa, afirma o defiende, y que no debería cambiar de rasero cada
vez que le es necesario o por simple conveniencia. Es la obra la que le exige
una nueva metodología al crítico y no la aceptación ideológica o emocional
que el crítico tenga del autor o de la obra en cuanto tal. Ya pasaron esos
tiempos amargos y faltos de imaginación en que las infraestructuras deter­
minaban los productos del placer y sus imperfecciones. Es hora de conceder
un poco de crédito a Borges y a Kafka y no tener miedo de afirmar que es la
realidad la que copia a la literatura y no a la inversa. Si a alguien le interesa
la vida del autor –y su contexto histórico, social, cultural–, esta obsesión de­
bería dar rienda suelta a sus caballos después de la lectura del texto y jamás
antecederlo. Imaginen por un instante que no existe dato alguno de la vida
del escritor, como querían los surrealistas, y que los referentes históricos,
geográficos o culturales que aparecen en la obra no tienen razón de ser o no
son más que pura invención. ¿Tendría un lector que renunciar a la lectura
del texto debido a esta carencia? ¿Y qué importa que la obra esté ligada a
una realidad puntual, cartográfica, geopolítica, si Santa María, Macondo o
Sintra, han perdido sus referentes reales para convertirse en símbolos de una
107
manuel cortés castañeda
realidad cambiante, diversa, siempre haciéndose y deshaciéndose en sí mis­
ma? El mismo Collazos, en su ensayo “Sobre la moral del crítico”, afirma con
mucha claridad que “una obra literaria no se lee en función de aquellas que
le precedieron. Se lee en función de lo que es y al margen de todo prejuicio.
Hay críticos que prefieren leer en panorámica, operación tal vez más cómo­
da. Y rehúsan hacerlo de la única manera justa y posible: considerando toda
obra como un primerísimo plano, esto es, como una creación que contiene y
traza en sí misma los límites de la lectura”.
Cuando uno lee a los críticos de Collazos, o de su obra –algunas veces
es difícil saber cuál es la forma que da existencia a la materia o viceversa–,
con algunas raras excepciones se encuentra uno con una serie de afirma­
ciones y categorizaciones que podríamos resumir en la siguiente secuencia
o acumulación de estados evolutivos y cualitativos que siempre tienen que
partir de cero hasta llegar a la perfección, como les gusta a los historicis­
ta-evolucionistas: testimonio, lo social, demasiada realidad, exilio, culpa,
remordimiento, desarraigo, sinceridad, verdad, comicidad, erotismo, evoca­
ción y, finalmente, revelación… Secuencias que van apareciendo en la obra
de Collazos, según la mayoría de sus críticos, en orden ascendente hasta
llegar al producto final donde la perfección y el manejo del arte narrativo
alcanzan su gloria y trascendencia. Como si no supieran que la obra de arte
es más producto de la imperfección y sus fracasos que de la necesidad de
glorificarse en lo absoluto. Como si no supieran que el hombre y la sociedad
y su cultura son víctimas de la evolución y que el diacronismo no es más que
una falacia o una vana ilusión.
En los dos textos que voy a utilizar para acercarme a la obra de Óscar
Collazos, que además es muy variada, “Soledad al final del coche cama” y
“Alguien llama a mi puerta”, podemos ver, sin recurrir a marcos teóricos de­
terminados y autosuficientes, que ésta es una obra que merodea y se nutre, y
no por accidente, en los territorios de la literatura fantástica y no necesaria­
mente en un realismo discursivo o en un historicismo cualitativo y cómplice
de los hechos y sus circunstancias. En el primero, el narrador nos cuenta la
historia del señor Hernández y su esposa, quienes viajan por primera vez de
Madrid a Barcelona. La cosa está en que Hernández cree que viaja con su
esposa pero ella está muerta. En el segundo, se nos cuenta la historia de un
108
de la mano de la muerte
hombre que escucha cada vez con
más frecuencia que alguien llama a
la puerta aunque no hay nadie. Al fi­
nal nos enteramos que precisamente,
cuando los golpes son más constantes
e intensos, se produce la muerte del
hermano que vivía en Panamá.
Los dos cuentos son paralelos,
aunque de dirección contraria: en
uno la muerte es una presencia pun­
tual mientras que, en el otro, sólo es
el síntoma caprichoso de su adveni­
miento. En los dos se escenifica una
experiencia con la muerte: en “Sole­
dad al final del coche cama” el pro­
tagonista viaja con la muerte. No es
difícil ni rebuscado hacernos a la
idea de que el tren es la barcaza de
Caronte y, Hernández, el boga que
quiere acompañar a su amada en su
último viaje. El definitivo: quiere ser parte de ese viaje como si la muerte
de su esposa fuera su propia muerte. Hernández no esta preocupado porque
su esposa haya desaparecido sino, más bien, porque sabe que le ha perdido
los pasos, que se ha ido y él se ha quedado fundido al mundo de su nada. Al
contrario, en “Alguien llama a mi puerta”, la muerte está en curso o aún no
ha terminado su papel. Los dos cuentos están conectados con y por el viaje.
El primero tiene que ver con un desplazamiento real, mientras que en el otro
éste es más subjetivo o introspectivo. La muerte aparece como una premoni­
ción, como una realidad que poco a poco va tomando posesión de la realidad
objetiva. Y en la medida en que va cobrando más protagonismo, todo a su
alrededor se impregna de sus atributos principales. La cotidianidad continúa
como si nada hubiera pasado, pero la muerte poco a poco se va adueñando de
ella alterándola y transformándola, negándola. Todo se pone al servicio del
narrador, quien insiste, a como dé lugar, en retardar el advenimiento de lo
109
manuel cortés castañeda
extraño, tal vez un amante que llega para disculparse por su comportamiento
inexplicable e impredecible.
La cotidianidad con la que se vive o se desvive, y que de una y otra forma
nos reduce al mundo de los hábitos, de lo reiterativo-obsesivo, va adquiriendo
poco a poco en la percepción del narrador atributos fantásticos. Cotidiani­
dad que no tiene que ver sólo con el comportamiento supeditado al contrato
social o a los caprichos de la individualidad, sino con los lugares, funciones,
acciones, frustraciones, deseos, recuerdos imposibles, objetos que el deseo
no logra definir o poseer. La realidad objetiva o puntual no es tan objetiva o
puntual como aparentemente la percibimos y entendemos, sino que es un teji­
do mucho más rico, complejo, diverso, lleno de matices, sugerencias, desvia­
ciones, perversiones… Y solamente en la medida en que nos descentramos,
en la medida en que borramos los últimos vestigios del culto a la personali­
dad, en que participamos de todo y de nada, la realidad se nos revela en sus
infinitas contradicciones, dimensiones, planos entremezclados y paradójicos.
“Ese inmodificable paisaje de mis días… esa fotografía aparentemente re­
petitiva e inmodificable”, como categoriza el narrador la cotidianidad, que
poco a poco se va trasformando y generando otras realidades en reversa o a
la inversa; otras sensaciones, otras conexiones y reacciones que obligan al
narrador, a pesar de su temor y angustia, a entrar y participar de un mundo
hasta ese momento ni siquiera intuido por él. Y no importa que el narrador
intente utilizar todos los medios a su alcance para mantenerse separado de
ese universo extraño que lo cotidiano le revela, reiterando sucesivamente que
todo tiene que ver con la puerta o con ese boleto, más producto del deseo
que de una acción puntual, y que le asegura que su esposa viajaba con el.
Esa realidad alterna y cada vez más insistente se va imponiendo poco a poco
convirtiendo al narrador en un campo de fuerzas en tensión, una máquina
digestiva, cada vez más sensible y proclive a discriminar y matizar ruidos y
vagos recuerdos y experiencias cada vez más sutiles e imperceptibles. En los
dos cuentos, en la medida en que la ruptura con el mundo de la cotidianidad
se ahonda y se vacía de sí misma, los protagonistas poco a poco también se
van convirtiendo en desconocidos de sí mismos. El protagonista de “Soledad
al final del coche cama” ha entrado a otra dimensión en la que, sin reme­
dio, se ha perdido. En “Alguien llama a mi puerta”, el protagonista no se
110
de la mano de la muerte
pierde definitivamente: le queda un segmento de conciencia que le permite
dialogar con los fantasmas de la otredad, que parecen arroparlo y engullirlo,
desafiarlo a como dé lugar, desarticularlo, perderlo, confundirlo, hacerlo su
víctima…
En los dos textos, ante el peligro cada vez más inminente, acosado por
el temor de una ruptura definitiva, de una perdida irremediable, el narrador
se aferra a todos los medios posibles (el sueño, el recuerdo, la lectura, un
boleto, un destino determinado, un paisaje marítimo, una botella de whisky,
un pedazo de memoria, la televisión, escribir cartas que nunca manda, el
humor, la masturbación) con la vana intención de retrasar lo inevitable…
En el caso de “Alguien llama a mi puerta”, la historia de amor y desengaño
con la “fugitiva” que va entremezclando en la narración principal como otra
historia, como una disculpa, un intermezzo, que le permite respirar un mo­
mento, engañarse, racionalizar, ser dueño de sus sentidos. Es una estrategia
temporal e inservible, ya que sin razón alguna hace pedazos la foto de la fu­
gitiva. Un signo claro de que el pasado, la cotidianidad, se diluyen para dar
paso a lo extraño y perturbado, aunque en el fondo se sepa que algo terrible
ya ha sucedido o acaba de suceder o esta sucediendo, ya sea empujado por
el miedo a lo desconocido o porque quiere alargar la agonía para intensificar
más la pasión que siente frente al mundo de lo extraño que parece desafiarlo,
provocarlo desde diferentes ángulos, anulando más y más el mundo de la
cotidianidad: “en una de esas noches creí escuchar no el golpe de los nudi­
llos de unos dedos en la puerta, sino un llanto lejano, lejano y sin embargo
perfectamente audible”.
En los dos cuentos, todo ese sutil sistema sutil de estratagemas que
retrasan el mundo de lo desconocido, definitivo o a punto de suceder, no son
más que un autoengaño, una trampa narrativa que pospone la entrada de lo
terrible, haciendo que el ritmo de los acontecimientos se altere o adquiera
otra frecuencia, intensidades desconocidas, velocidades arbitrarias, que a la
vez que retrasan lo ya inevitable y desesperan, también a los lectores nos
convierten en victimas de una digestión que no acaba de engullirnos sino
que nos hace prisioneros de una trama aparentemente sin salida: hacerse a la
idea de que ya no se espera nada cuando se ha esperado o querido demasiado
no es más que la forma de concentrar y expandir la intensidad del deseo para
111
manuel cortés castañeda
que el golpe inesperado y soñado
sea más intenso y definitivo. Lo
inevitable, en la medida en que los
relatos avanzan y las trampas del
narrador pierden eficacia, poco a
poco va tomando posesión de todo.
Todo se hace más difuso, se tras­
toca, se confunde, se duda, se des­
naturaliza y se desmaterializa como
si la presencia de lo inevitable, la
entrada definitiva de la muerte,
fuera la síntesis de todo y a la vez
su negación. Como si lo inevita­
ble fuera un agujero que poco a
poco va consumiendo todo con el
único propósito de dar paso a esa
única verdad que es la muerte, la
cual, aunque no lo aceptemos, nos
acompaña todos los días.
Es importante destacar tam­
bién que, en ambos cuentos, el na­
rrador es un lector de textos literarios y que el contenido de lo leído se enlaza
o se interconecta con el desarrollo de los acontecimientos de la narración
principal. Quien haya leído a Collazos sabe que su obra se suma a narrado­
res y poetas como Saul Bellow, Enrique Lihn, Cesare Pavese, Allen Gins­
berg, Saint-Exupéry, Aimé Césaire, Thomas Mann, Carlos Monsiváis, Juan
Carlos Onetti o Louis-Ferdinand Céline, Álvaro Mutis, incluso Karl Marx.
Esta simbiosis permite afirmar que mucho de lo que ocurre en lo narrado
también está ocurriendo en los textos leídos, y viceversa, y que el mundo de la
lectura como el de la cotidianidad se entremezclan y se confunden, anulando
sus fronteras al crear puntos de convergencia y extraños vacíos. No hay una
diferencia abismal entre el personaje, en la historia de Antonio Tabucchi o
Patricia Highsmith, y los narradores de las historias en cuestión. La afinidad
es obvia y necesaria en el proceso narrativo. Tal afinidad nos coloca en el
112
de la mano de la muerte
universo de lo fantástico y, por consiguiente, en el entramado de lo extraño,
lo diferente, lo travestido, lo que no admite categorizaciones ni antítesis, lo
desconocido que finalmente transforma los objetos y la cotidianidad en un
universo perturbador. Desde esta perspectiva, me atrevo a afirmar que parte
de la escritura de Collazos está más cerca de Borges o de Bioy Casares que de lo
social, lo histórico, lo político, la dialéctica de la realidad… Incluso algunas
de sus obras más políticas, donde los personajes están cargados de tanta
realidad, como bien dijo un crítico, que terminan entrando en el mundo de
la hiperrealidad o lo imposible, lo extraordinario, lo deforme, exagerado, la
monstruosidad…
En “Alguien llama a mi puerta”, nos damos cuenta finalmente, por una
llamada de Alfonso, hermano del narrador, que el otro hermano (Carlos) ha
muerto en Panamá en la miseria más absoluta y abandonado por todos. Y que
ocurrió precisamente el día en que los golpes en la puerta habían sido más
intensos e insistentes. Sólo se trataba del hermano que, antes de marcharse
definitivamente al mundo de la nada, había venido a despedirse, a recoger
sus pasos, a enhebrar sus últimos recuerdos, como dice la tradición popular
en muchas sociedades y culturas. La muerte había estado llamando con tanta
insistencia a la puerta. Si el lector, manoseado y engañado desde diferentes
perspectivas por el narrador ––y especialmente por las pausas y los silen­
cios y la dilación de los acontecimientos––, esperaba un final inesperado o
impredecible, queda desarmado, a la intemperie, indefenso, expuesto, va­
cío, desconocido de sí mismo, tan perdido como el narrador. En el fondo,
el cuento no es más que la recreación de una creencia popular ancestral: la
muerte, antes de largarse para siempre, viene a despedirse de los que ama y
de los que no son de su agrado. La maravilla está en contar lo que ya todos
sabemos, pero haciendo creer que se trata de otra cosa, que lo mismo nunca
es lo mismo sino el escenario confuso y difuso de una realidad nuestra y, sin
embargo, ajena y desconocida.
Después de todo, el hermano del narrador llega a Cartagena, como tanto
lo había deseado y como lo había prometido. Sobre estas simplezas se cons­
truye casi siempre la buena literatura.
En “Soledad al final del coche cama”, la presencia de Extraños en un
tren, de Patricia Highsmith, es más importante o está más interconectada
113
manuel cortés castañeda
con los acontecimientos de la narración principal que la lectura de Antonio
Tabucchi –de quien no se menciona el título– y Álvaro Mutis* –tampoco se
refiere título alguno– en “Alguien llama a mi puerta”. A pesar de que es evi­
dente que su esposa desapareció del tren –y la situación adquiere matices
tragicómicos–, Hernández recurre repetidamente al libro, y en él se apoya,
para intentar entender que las cosas que le suceden al ser humano tienen
un lado extraño y que, sin la necesidad de señalados protagonistas o funcio­
nes causales, las situaciones se interconectan en el tiempo y en el espacio.
Abandonar la lectura del libro en momentos cruciales significa que ¿tiene
miedo de encontrar una conexión directa entre la desaparición de su esposa y
las intenciones criminales de Gay? ¿Acaso la desaparición de su esposa
está íntimamente ligada al libro que no puede dejar de leer? ¿Hay alguna
relación directa entre la muerte de la esposa de Hernández y el plan de Gay
para matar al padre de Bruno? ¿Acaso Hernández mismo mató a su esposa y,
después de muerta, supone que viaja con ella al lugar de sus sueños?
Otra cosa destacable es el protagonista de “Soledad al final del coche
cama”. A diferencia del protagonista de “Alguien llama a mi puerta”, le
cuesta hacerse a la idea de que la realidad existe: la ve, más bien, como
prolongación de sus fantasías, deseos o percepciones alteradas. La realidad,
para Hernández, es efímera, casi fantasmal, una especie de eco que va y vie­
ne y desaparece a cada instante: “Hernández creyó que la limpia visión de
un largo y estrecho espacio despoblado era apenas una figuración suya, el
presentimiento o el temor, dando por un instante la impresión de algo real”.
Por otra parte, hay que enfatizar cierta atmosfera de horror y soledad
que permean el relato. Hernández parece haber emprendido ese viaje para
escapar de sí mismo y de su propia soledad. ¿Es acaso la soledad, el miedo a
estar solo, lo que le ha impedido dejar ir a su mujer y ha inventado este viaje
imaginario con el propósito de seguirla, de convertirse él mismo en pasajero
de la muerte? “Preparando el terreno a la única cosa esperanzadora y cierta de
los hombres, la soledad”. Una aureola de irrealidad, una burbuja extraña y
a punto de romperse y echarlo todo a perder demarca la estructura del rela­
to, a grado tal que uno como lector empieza a dudar de aquello que sucede,
Del texto de Álvaro Mutis, sólo se dice que se trata de las aventuras de Maqroll, el
Gaviero.
*
114
de la mano de la muerte
incluido el viaje mismo. Todo parece ha­
berse quedado suspendido, varado, fijado
en una escena única, pero también todo
parece a punto de romperse. Es como
si el viaje de Hernández y la aparente
desaparición de su esposa fueran sola­
mente un fragmento que completa o se
disloca, por asociaciones o negaciones
recurrentes, la novela de Highsmith. La
duda y la incertidumbre se convierten
en los personajes del relato –ambas crean
los acontecimientos como el lenguaje
mismo–. En la medida en que éstas se
acentúan y se interconectan con nuevas
situaciones, impresiones, recuerdos, pa­
recen orillarnos más y más a un mundo
extraño, vacío de sí mismo, desconecta­
do de la realidad y del deseo.
Es tal la ambigüedad y la incertidumbre que delimitan la atmosfera del
relato que nunca se sabe a ciencia cierta si Hernández tiene dos boletos en
el bolsillo de la chaqueta o sólo uno, tal vez ninguno. Nada queda claro. No
hay afirmaciones tajantes ni evidencias contundentes que delimiten una si­
tuación o una afirmación en un momento determinado. El lector puede llegar
a pensar que el viaje es ficticio o que Hernández ha matado a su esposa en
un momento de desequilibrio o de angustia, lo ha olvidado y se ha escapado.
El viaje, entonces, se debería exclusivamente a la necesidad de buscarla, de
seguirla o escapar definitivamente de ella y de sí mismo. Después de todo,
el mismo Hernández afirma que ya no la quiere como antes sino que sim­
plemente la necesita. Hernández ¿ha estado vagando solo o se ha hecho a la
idea de que alguien lo acompaña para ahogar por un momento su soledad?
¿Inventar un interlocutor para retrasar un momento la perdida de la razón o
para no perderla? Hay indicios que obligan a pensar que la esposa no existe:
“La inclasificable impresión de que se tiene frente a un ser inmensamente
solo, alguien que ha querido llenar el vacío de un deseo insatisfecho, con
115
manuel cortés castañeda
una hermosa fantasía amorosa”. Tal vez su mujer lo ha abandonado y él,
incapaz de seguir adelante solo, ¿ha inventado todo este paquete de cosas
inexistentes para no tener que aceptar o enfrentar su propia realidad? La
forma en que se caracteriza a Hernández –su forma de hablar y de compor­
tarse– lo asemejan más a un hombre muerto, o a una figura fantasmal, que
a un ser vivo. La duda, podemos afirmarlo, es la sustancia vital que fluye
de manera constante y extraña en cada momento del relato. Incluso al final,
cuando Hernández finalmente decide hablar de la muerte de su esposa, la
respuesta a dicho reconocimiento o necesidad queda en suspenso
En estos textos hay una reacción clara contra cualquier tipo de realismo
o entidades socio-histórico-culturales. Estos relatos están construidos en lo
que podríamos llamar poéticas de la “evasión”. Hay una ruptura, simple de
apreciar, con todo lo hegemónico o establecido. Es la diferencia lo que le da
valor a estos textos y no su referente histórico dialéctico-social. En ellos hay
una actitud crítica contra todo racionalismo y pragmatismo y una necesidad
de destruir cualquier tipo de convenciones narrativas, tales como objetividad,
la unidad narrativa, la continuidad temporal, la mitificación del personaje y
especialmente la verosimilitud. Tal actitud crítica coloca los dos relatos en
el mundo de lo instintivo y extraño; por consiguiente, en el reino de la pesa­
dilla, lo atroz, el horror, la duda, el asombro, el estremecimiento, el miedo, el
misterio, etc. La eliminación de las fronteras entre la realidad y lo fantástico
genera múltiples contrastes en ambos relatos y hace, a la vez, que el mundo de
lo absurdo y de las conexiones inverosímiles se revele como fundamento de la
vida y del mundo. Los personajes y situaciones de estos cuentos de Collazos
son una afirmación tajante de lo otro que siempre somos en lo que no es, los
otros, o nosotros mismos. Esto coloca a la narrativa de Collazos, hablando al
menos de su narrativa corta, en los linderos de la literatura fantástica, que
no del realismo mágico o de lo real maravilloso. Sólo lo fantástico, cuando se
manifiesta o se revela como una grieta que abrimos en el tejido de la realidad,
nos permite una ruptura definitiva con el poder de la cultura y el pensa­
miento dominante; construye, en consecuencia, nuevas herramientas para
que el hombre y el lenguaje inventen una nueva libertad. Y el lector, más
confundido y refundido que nunca, entra en el relato, le tiende la mano a la
muerte y se abisma.
116
Tres poemas
R ocío G onzález
Lo que sé:
siempre es una historia de fantasmas
una historia inequívoca de ausencias
de juventud perdida o malgastada
de amores sin pájaros ni vuelos
de un saber de transparencia impío.
Y como si nuestra incredulidad actual tuviera por causa contingente la
muerte de los dioses.
Entras en la oquedad de la memoria:
casas inmóviles y casas que se caen
casas bloques de cemento y al azar
una sombra dibujada en el muro.
Pasos titubeantes cuchichean
pasos ligeros se escabullen
pasos para trazar un derredor que me lleve a mí
a lo que soy porque he sido.
117
*
Ahora ya no sé si el ridículo existe: vivo con él.
Le invento nombres: desafío o desgana.
Indolente destripo una granada
para darle al corazón razones
dejo que manche mi vestido blanco
de esta sangre dulce que chorrea mi perplejidad.
Hago el anuncio: ya no me estoy muriendo
(aunque siempre estemos muriendo)
y le impongo al mundo que conozco
un silencio alegre
un silencio de besos y compensaciones
un silencio redondo y frágil
esfera navideña de colores
que se atreve a cantar:
sus notas son verde diamantina y
rojo ráfaga: suspiro de elefante.
Ya no me estoy muriendo
y el tiempo deja de tejerse
deja de hacer planes
deja de hacer ovillos en estambres
y es un poco como seguir muriéndome.
118
*
Lo que sé de mí y lo que he olvidado
lo que el cuerpo recuerda
lo que ya nadie contempla
y ha dejado sus huellas.
119
Los persuasores de la muerte
L obsang C astañeda
el guiño de hegesias
Debo confesar que me traspasa una rara fascinación por lo inútil, un cariño
sincero por lo inservible. Me embelesan las máquinas inoperantes, los cua­
dernos de apuntes, los edificios abandonados. Me hipnotiza lo maltrecho o,
mejor aún, la certeza de que lo funcional puede estropearse en cualquier mo­
mento. Los que me conocen saben que prefiero mantenerme a la expectativa,
sin concretar, que me gusta lo oscuro y lo silente, la quietud y el desencanto,
todos los libros, todas las sombras, todos los desvíos. Y saben también que,
precisamente por mi afición al despropósito, estoy lejos de considerarme un
defensor de las causas perdidas. Por el contrario, mi voluntad de lucha siem­
pre ha sido escasa e invisible. No peleo, resisto. Más que un conformista, soy
un autófago o un explorador de mí mismo perdido en los inmundos barrancos
de la productividad. Voy por la vida ensayando, viendo mucho y haciendo
poco, y utilizando lo poco que hago para retener lo mucho que veo. Escribo,
pues, por necesidad, por impulso, acaso por placer, pero siempre como no
queriendo.
Porque no me gusta lo definitivo soy nada. Quien defiende la perma­
nencia defiende también la identidad. Afirmar algo significa negar otra cosa.
Cuando digo “yo soy esto”, estoy diciendo “no soy aquello”. Así me esta­
ciono y me condeno: dejo de ser nada para ser algo. Pero siendo nada pue­
do serlo todo: un petimetre, un excursionista, un libertino, un noctívago. O
un cero a la izquierda, como los personajes de Robert Walser, príncipe de
los felices fracasados. Cuando se es nada, humo o vacío, las circunstancias
120
los persuasores de la muerte
salen sobrando. Ni pesan ni cuentan. Se
convierten en manchas de aceite que es­
tán ahí, adheridas al piso, pero que no
interfieren con la realidad. Cuando se es
nada, humo o vacío, el mundo se evapo­
ra y las arengas de los pregoneros de la
muerte adquieren sentido.
Discípulo de Aristipo, fundador de
la doctrina cirenaica, Hegesias fue lla­
mado Peisithánatos o “el persuasor de
la muerte”. Creía en el placer y el dolor,
en el “movimiento suave” y en el “movi­
miento áspero” pero, a diferencia de su
maestro, destacó el carácter impasible de
las virtudes humanas, clausurando para
siempre la puerta de la felicidad. Decía
que una vida plena es imposible debido
a las pasiones del cuerpo y a la incapaci­
dad del alma para encontrar sosiego. Aseguraba también que en ocasiones
la propia fortuna se encarga de impedir que llegue a nosotros aquello que
deseamos. Por esas y otras razones elogiaba la muerte, pues ella nos libera
del sufrimiento que implica el sabernos impotentes. Si nada de lo que ha­
gamos podrá eximirnos de la carencia, no tiene caso cargar con el peso de
una existencia que, suceda lo que suceda, no alcanzará siquiera a rozar la
plenitud. Mejor la desaparición, mejor la tumba. Abyssus abyssum invocat: el
abismo llama al abismo.
Aunque no predicaba propiamente el suicidio, el rey Ptolomeo le pro­
hibió a Hegesias que impartiera sus conocimientos en las escuelas “porque
muchos, oídas estas cosas, se daban ellos mismos la muerte”, escribe Cice­
rón en sus Disputas tusculanas. Es probable que Midas, el rey frigio, haya
sentido un desconcierto similar al escuchar la tajante opinión del Sileno
sobre la especie humana: “Estirpe miserable de un día, hijo del azar y de la
fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería más ventajoso no
oír? Lo mejor para el hombre sería no haber nacido; y si ha nacido, morir
121
lobsang castañeda
al punto o morir cuanto antes”. Para Hegesias y el Sileno, persuasores de la
muerte, el camino de la extinción está empedrado con guiños fatales.
palabras que matan
La tragedia del escritor es ver libros por todas partes. Libros que son, a la
vez, oro y cobre, modelos a imitar y paradigmas inalcanzables. Me gustan los
libros por la ambivalencia que los caracteriza. Incólumes, abren puertas y
destruyen. Tocados, nos miran envejecer mientras reviven a los muertos. En
efecto, ya Quevedo aseguraba que la lectura es una forma de la necromancia
y que tratar con autores es tratar con difuntos. Pero lo importante es darse
cuenta de que también la escritura puede ser una extensión de la necrología.
Si de verdad sólo lo escrito permanece, entonces cada palabra es el lado positivo
de lo perecedero. Según esto, el pobre Werther seguiría vivo gracias a los
lectores que todavía hoy sufren con sus desventuras pero también gracias a
los jóvenes europeos que, durante el siglo xviii, se quitaron la vida luego de
darse cuenta de que sus cuitas amorosas eran similares a las del desdichado
personaje de Goethe. Aunque no se sabe a ciencia cierta cuántos suicidas
produjo el efecto Werther, se calcula que pudieron ser alrededor de dos mil los
muchachos que, enamorados y no correspondidos, se contagiaron de muerte.
De igual manera, habría que averiguar hasta qué punto el Fedón de Platón
subsiste por obra y gracia de uno de sus más rigurosos lectores, Cleómbroto
de Ambracia, que se mató lanzándose desde lo alto de un muro con la in­
tención de ir al encuentro de las fulgurantes teorías anímicas expuestas en
dicho diálogo.
El libro puede provocar la muerte del lector de forma efectiva y no sólo
virtual o imaginaria como en La asesina ilustrada, de Enrique Vila-Matas.
Muerte, por lo demás, que refuerza la inmortalidad de lo escrito. En más de
una ocasión me he soñado cadáver, en medio de una inmensa biblioteca,
rodeado de millares de ejemplares intonsos, lacrados, sin abrir. Invariable­
mente despierto contento, con la certeza de que a lo largo del día tomaré un
nuevo ejemplar y me entregaré a él sin reservas. Para mí estar vivo significa
tener la posibilidad de leer aunque la lectura, como toda actividad seden­
taria, termine por aniquilarme. Se dice que en su lecho de muerte, acom­
122
los persuasores de la muerte
pañado de los 45,000 volúmenes que conformaban su colección, el erudito
Marcelino Menéndez y Pelayo exclamó: “Lástima tener que morirme, con
tantos libros que me quedan por leer”. Angustia que también quedó reflejada
en el “Discurso preliminar” de su monumental Historia de los heterodoxos
españoles con las siguientes palabras: “He recorrido y recorro las principales
bibliotecas y archivos de España y de los países que han sido teatro de las es­
cenas que voy a describir. No rehúyo, antes bien busco el parecer y consejo
de los que más saben. Dénmele de buena fe, que sinceramente le pido”.
Y es que en la línea de sombra que divide la vida de la muerte habita la
palabra. La mayoría de los moribundos hablan, o al menos lo intentan, cuando
sienten que el final se acerca. Dicen que Pancho Villa, por ejemplo, profirió
la siguiente frase: “No dejen que termine así. Cuéntenles que dije algo”. Ru­
mor que, sin embargo, parece inverosímil, debido a que Villa fue emboscado
y cosido a balazos por una gavilla de pistoleros encabezados por Jesús Salas
Barraza y Melitón Lozoya. De los trece disparos que recibió, uno le perforó el
abdomen, otro el pecho y otro el corazón, por lo que resulta dudoso que haya
siquiera alcanzado a mascullar una palabra. Mucho más creíble, en cambio,
es la anécdota que cuenta que Balzac, postrado en la cama, consumido por
la hidropesía y a punto de exhalar su último suspiro, balbuceó: “Ocho horas
con fiebre. ¡Me hubiese dado tiempo de escribir un libro!”
Los antiguos llamaban novissima verba a las palabras postreras de los
agonizantes. Durante la Edad Media se valoró de manera muy especial la
recopilación y registro de tales expresiones como parte esencial del ars mo­
riendi o “arte del buen morir”. Algunos historiadores aseguran que la gente
asistía a las ejecuciones públicas no tanto para ver cómo moría el condenado
sino para oír lo que decía. La palabra, persuasora de la muerte, causaba ma­
yor expectación que los cuerpos fustigados o crepitantes. Desde entonces el
camino de la extinción está repleto de susurros lastimeros.
el club de los corazones rotos de camille flammarion
Mi amasiato con lo desechable me ha vuelto adicto a las librerías de viejo. No
pasa una semana sin que visite a “mis libreros” y vea qué “novedades” han
llegado a sus estantes. En ellos encuentro, de vez en cuando, verdaderas
123
lobsang castañeda
joyas bibliográficas entre libros que
nada valen. Lo bello, en efecto, suele
rodearse de basura.
En una de tantas expediciones
pude hallar los tres tomos de La muer­
te y su misterio, del astrónomo y no­
velista francés Camille Flammarion,
publicados originalmente en 1917 y
traducidos al español por José Meliá,
amigo y secretario de Vicente Blasco
Ibáñez. El primero de ellos está dedi­
cado a los fenómenos supranormales
que tienen lugar antes de la muerte, el
segundo a los que se dan junto con o al­
rededor de la muerte y, el tercero, a las
apariciones y manifestaciones de los
difuntos. Al comienzo de su obra, con
actitud prudente y rigurosa, Flamma­
rion escribe:
¿Ser o no ser? Tal es el grande, el eterno problema planteado por los filósofos, los
pensadores, los investigadores de todos los tiempos y de todas las creencias. La
muerte ¿es un fin o una transformación? ¿Existen pruebas, testimonios de la supervi­
vencia del ser humano después de la destrucción del organismo viviente? Hasta hoy
este punto ha quedado fuera del cuadro de las observaciones científicas. ¿Nos
será permitido abordarlo empleando los principios del método experimental, al
que debe la humanidad todos los progresos realizados por la Ciencia? ¿La tenta­
tiva es lógica? ¿No nos encontramos ante los arcanos de un mundo invisible, di­
ferente del que cae bajo nuestros sentidos e impenetrable para nuestros medios
de investigación positiva? ¿Se puede ensayar, buscar, si ciertos hechos, correcta
y escrupulosamente observados, son susceptibles de ser analizados científica­
mente y aceptados como reales por la crítica más severa? No queremos más frases
ni más metafísica: hechos. Hechos. Se trata de nuestra suerte, de nuestro desti­
no, de nuestro porvenir, de nuestra existencia.
Pero más allá del enfoque científico con el que el astrónomo intenta
124
los persuasores de la muerte
abordar “el más grande de los problemas”, lo verdaderamente interesante de
su obra son las sabrosas historias sobre moribundos, cadáveres, aparecidos y
fenómenos inexplicables relacionados con la muerte que le sirven para expo­
ner de manera clara y sencilla temas como el magnetismo, el hipnotismo, la
sugestión mental, los estigmas, la telepatía, la criptoscopia, la cinematogra­
fía psíquica, los sueños premonitorios, las visiones y los intersignos. Aunque
resultaría excesivo ahondar en cada uno de estos tópicos, cabe destacar, sin
embargo, el capítulo dedicado a los dobles –que habla de las bilocaciones y
el desdoblamiento humano a través de la transmisión de imágenes por medio
de ondas psíquicas entre dos cerebros coordinados, haciendo uno de aparato
emisor y otro de aparato receptor– o las páginas dedicadas, hacia el final del
tercer tomo, al espiritismo, que Flammarion reivindica no como una religión
sino como una ciencia en ciernes aunque progresiva.
Muchas de las historias analizadas en La muerte y su misterio fueron
tomadas de artículos periodísticos, informes clínicos, obras literarias o filo­
sóficas y anales de ciencias psíquicas, pero sobresalen los testimonios comu­
nicados al autor mediante cartas escritas por gente preocupada por la finitud
humana y afligida por la pérdida de algún ser querido. Cartas en donde las
madres sufren por la muerte de sus hijos y en donde lo hijos, desesperados,
buscan un “método” para revivir a sus padres. Cartas en donde los remi­
tentes elogian la clarividencia y misericordia del maestro y le ruegan enca­
recidamente un poco de ayuda para aliviar el dolor de la ausencia con sus
conocimientos del más allá. Agobiado por los mensajes de esos corazones
rotos, conmovido por la desgracia ajena, Flammarion creía fervientemente en
sus investigaciones. Aunque sus novelas, ensayos y tratados científicos fueron
auténticos best seller en una época ávida de explicaciones, jamás su fama
lo llevó a aprovecharse de los demás o a cebarse con sus penas. Ni siquiera
ahora, cien años después, nos parece un estafador sino un inspector de las
sombras ocupado en urdir tramas útiles para mitigar los sufrimientos de los
dolientes. La naturaleza de sus conocimientos sobre la muerte podría hoy
parecernos ridícula o muy parecida a ese esoterismo ramplón que se ha con­
vertido en el modus vivendi de charlatanes y engañabobos. Sin embargo, con
disciplina absoluta, Flammarion nos demostró que ahí donde el terreno es
yermo e infértil la pesadumbre levanta fortalezas. Su obra es otra forma de la
125
lobsang castañeda
persuasión, ultrasensible al hueco que dejan los individuos cuando empren­
den el último viaje.
levantar la mano sobre uno mismo
Casi siempre ahí donde hay luz, yo percibo oscuridad; ahí donde hay alegría,
distingo una voluta de tristeza; ahí donde silba la serenidad, escucho el re­
picar del peligro. No he aprendido a ver las cosas sin su lado negativo. De
hecho, poseo un repertorio de frases desalentadoras para cada ocasión de eu­
foria ciega. Cuando la festividad y la algarabía se hacen presentes y me veo
rodeado de personas sonrientes o frenéticas, me gusta recordar un famoso
verso de Álvaro de Campos –“Ser cansa, sentir duele, pensar destruye”– o la
primera estrofa de “El Desdichado”, que Gérard de Nerval escribió con tinta
roja en noviembre de 1853:
Yo soy el tenebroso, el viudo, el desdichado,
el príncipe de Aquitania de la torre abolida:
mi única estrella ha muerto, y mi laúd constelado
ostenta el negro sol de la Melancolía.
Así, por más que quiero no logro desprenderme de esa pequeña mácula
que me indica que hay algo fuera de lugar, quizá yo mismo, capaz de dar al
traste con todo y con todos. Sé que eso afecta a los que me rodean, pero no
me gusta la hipocresía. Estoy seguro de que cuando llegue al final del cami­
no mis bonos subirán y mi pesimismo cobrará sentido.
Según Luis Antonio de Villena, existen tres clases de suicidio: el pa­
sional, el honorable y el razonado. El primero no conlleva anuncios previos,
adviene luego de una desgracia momentánea y es producto de la desespe­
ración y el arrebato. Es el suicidio, por ejemplo, de Mariano José de Larra
al pegarse un tiro tras saber que su ex amante, Dolores Armijo, se negaba a
reanudar sus relaciones. O es el de Horacio Quiroga al ingerir cianuro para
evitar las penalidades del cáncer de próstata.
El segundo, el honorable, llega como consecuencia de la infracción de
un código moral inviolable y tiene que ver más con el deber que con el deseo
mismo de morir. Es el suicidio, por ejemplo, de Yukio Mishima, uno de los
126
los persuasores de la muerte
más grandes escritores japoneses del
siglo pasado, al mutilarse ritualmente
para protestar contra la decadencia so­
cial de su pueblo. O es el del gran Ste­
fan Zweig en Petrópolis, harto ya de
ver cómo el mundo en el que había
crecido y sobre el que tanto había es­
crito dejaba de existir.
El tercero, el razonado, va madu­
rando a lo largo de los años, como una
idea fija y terebrante, hasta estallar: es
el suicidio de los insatisfechos, de los
idealistas, de los que, en esencia, aman
tanto la vida que a diario se sienten
traicionados por ella. Es el suicidio del
escritor húngaro Sándor Márai, extra­
viado en las populosas calles de San
Diego, castigado por la muerte de su
mujer y por la vejez. O es el del taima­
do Luis Carrión Beltrán, autor de esa rareza de las letras mexicanas llamada
El infierno de todos tan temido, al lograr finalmente despojarse de la vida tras
muchos intentos fallidos. En El dios salvaje, un estudio esencial sobre la
muerte voluntaria, el poeta, ensayista y novelista norteamericano Al Álvarez
da cuenta de aquellas suicidal tendencies que como una bola de nieve van
creciendo con la avalancha de los días hasta hacerse insoportables: “Me pre­
paré cuidadosamente para el acto por largo tiempo, con una especie de vacía
pertinacia. Era el único y constante foco de mi vida, haciendo que todo lo
demás resultase insignificante, una desviación. Cada esporádico estallido de
actividad, cada éxito o desilusión, cada instante de calma o relajamiento,
parecían simplemente una pausa fugaz en mi firme descenso cruzando capa
tras capa de depresión, como un ascensor que se detiene un momento en su
viaje hacia el sótano. Jamás hubo intento alguno de bajarse o de cambiar de
dirección”.
Si tuviéramos que hacer la lista completa de los escritores que por una
127
lobsang castañeda
u otra razón se han quitado la vida tardaríamos demasiado. Habría de todo,
obviamente. Figurarían en ella los abatidos, los iracundos, los aciagos. Es­
tarían, por supuesto, los muertos por sobredosis como Georg Trakl, José An­
tonio Ramos Sucre o Cesare Pavese; los muertos por ingestión de sustancias
venenosas como Leopoldo Lugones o Manuel Acuña; los muertos por deto­
nación de arma de fuego como José Asunción Silva o Ernest Hemingway; los
muertos por inhalación de gases tóxicos como Sylvia Plath o John Kennedy
Toole; los muertos por mutilación como Séneca o Emilio Salgari; y los muer­
tos por inmersión como Alfonsina Storni, Virginia Woolf o Paul Celan. De
hecho, la muerte por mano propia ha ejercido una influencia considerable en
la imaginación literaria. A los suicidios reales podemos agregar los ficticios
que la mayoría de las veces, por su plasticidad y amor al detalle, terminan
siendo mucho más impactantes.
Aunque ya conocía la versión cinematográfica que Fernando de Fuentes
realizó en 1951, protagonizada por Roberto Cañedo y la bellísima Lilia Prado,
a los 14 años leí por primera vez Crimen y castigo de Dostoievski, novela que,
literalmente, me voló la cabeza. Me puse tan mal que una semana después
de terminarla la volví a empezar. No podía creer que alguien fuera capaz de
escribir con tal maestría y sensibilidad. Durante meses no pude hacer nada
sin pasarlo por el tamiz de la trama y sin preguntarme qué hubieran hecho en
mi lugar Raskolnikov, Sonia Semionovna o Porfirio Petrovitch. Sin embargo,
uno de mis pasajes favoritos fue y sigue siendo el del suicidio del inefable
Arcadio Ivanovitch Svidrigailov. Dueño de una personalidad ambivalente
en la que confluían la perversidad y la compasión, la vulgaridad y el desen­
canto, Svidrigailov me hizo patente el incierto honor de sentirse obsoleto y
redundante en un mundo marcado por la mezquindad y el dolor. Desde ese
momento supe que la vida puede ser también una rémora capaz de retrasar
nuestro viaje hacia la plenitud. Sin duda, para los señalados por la tragedia,
para los persuasores de la muerte, el camino de la extinción está repleto de
molestos imprevistos a los que, por economía de lenguaje, llamamos “vida”.
un volcán apagado
Recuerdo la primera vez que mi padre me pidió ayuda para escombrar sus
128
los persuasores de la muerte
“cosas”. Aunque al principio no me atrajo la idea, poco a poco me fui con­
venciendo de que pasar varios días con un trapo en la mano, en medio de
libros, revistas y periódicos amarillentos, podía resultar interesante, sobre
todo porque al fin descubriría los motivos de su disposofobia o miedo a des­
echar los objetos atesorados con el pretexto de que “aún pueden servir para
algo”. Aunque no pude ahondar demasiado en el asunto, navegar entre olas
de papel, discos, casetes, decenas de rollos fotográficos sin revelar, cafeteras
descompuestas, calendarios de Gloria Trevi y telescopios caseros tuvo su re­
compensa. Entre un montón de folletos desvencijados hallé uno dedicado al
“Compulsive hoarding” que contaba la historia de Homer y Langley Collyer,
dos hermanos neoyorquinos que murieron de formas un tanto peculiares, por
decir lo menos.
Hijos de Herman y Susie Collyer, ginecólogo el primero y cantante de
ópera la segunda, Homer y Langley heredaron una buena fortuna y una man­
sión en Harlem, que en aquel entonces era el barrio de la clase acomodada.
Durante cierto tiempo llevaron una vida normal: Langley se graduó en inge­
niería y su hermano mayor en derecho. Sin embargo, en 1932 Homer perdió
la vista y sus funciones psicomotoras se fueron atrofiando, por lo que quedó
postrado en una silla de ruedas y al cuidado de su hermano menor que, justo
en aquel momento, comenzó a acumular objetos de manera compulsiva. En
pocos años, Langley formó con los libros y revistas que los vecinos desecha­
ban auténticas murallas que llegaban hasta el techo con la intención, decía,
de crear un gigantesco mosaico que resumiera la historia de nuestro tiempo,
digna de ser leída por su hermano cuando recobrara la vista.
Ante los chismes y leyendas que no tardaron en circular sobre las ex­
centricidades de los Collyer, éstos decidieron reforzar su aislamiento tapian­
do puertas y ventanas e instalando un sistema de trampas-cable ocultas en
lugares estratégicos. El 21 de marzo de 1947 una denuncia telefónica alertó
a las autoridades de que algo raro sucedía en el número 2078 de la Quinta
Avenida. Cuando llegó la policía, una muchedumbre rodeaba la casa, de la
cual emanaba un hedor insoportable. Luego de intentar sin éxito acceder por
alguna puerta o ventana, los bomberos decidieron abrir un boquete en el te­
cho. El cadáver de Homer fue el primero en ser ubicado: estaba en su silla y
con la cabeza apoyada en las rodillas. Según el forense, tenía poco de haber
129
lobsang castañeda
fallecido por inanición, tras pasar varios días sin ingerir agua o alimentos.
Por su parte, el cuerpo de Langley fue encontrado dieciocho días más tarde,
a escasos metros del de su hermano, pero después de remover un alud de pe­
riódicos que lo sepultaron vivo mientras le llevaba la cena. Víctima de una de
sus trampas, Langley se encontraba en un avanzado estado de descomposición
y había sido parcialmente devorado por las ratas. Al momento de morir ves­
tía tres chaquetas, cuatro pantalones y una bufanda. En total, se extrajeron
más de 103 toneladas de basura del inmueble, incluyendo bicicletas, estufas,
lámparas, retratos al óleo, frascos con vísceras humanas, alfombras, relojes,
toda clase de instrumentos musicales y herramientas de trabajo, una quijada
de caballo, un aparato de rayos equis, juguetes, armas y más de 25,000 libros.
Entre muchas otras cosas, la historia de los Collyer –que E. L. Docto­
row ha recreado en una estupenda novela– nos demuestra que el viaje hacia
la extinción puede emprenderse en cualquier momento y que no hace falta
prepararse de ninguna manera para recibir a la muerte, pues es ella la que
terminará recibiéndonos a nosotros. Esto quiere decir, como bien lo sabía el
quejumbroso labrador medieval de Johan von Saaz, que desde que nacemos ya
somos lo suficientemente viejos como para morir y que cada día, hagamos lo
que hagamos, nos consumimos otro poco. Al igual que las cosas que poseemos,
nuestra vitalidad no aumenta sino que decrece. Somos, en efecto, cerillas
que se van apagando, estirpe de un día, suicidas de tiempo completo. Quizá
la única tarea de nuestra existencia sea la de elegir el epitafio con el que,
en el mejor de los casos, un puñado de personas nos recordarán con ternura.
En mis horas de ocio he inventado más de una frase elocuente y persuasiva
que podría grabarse sobre mi tumba. No obstante, como la realidad siempre
supera a la ficción, desde hace algún tiempo traigo en la cabeza el estribillo
de una vieja canción que podría venirme como anillo al dedo:
Yo que fui tormenta, yo que fui tornado,
yo que fui volcán, soy un volcán apagado.
130
De la brevedad
F élix T errones
anónimo
Es el autor más antiguo de todos y también el más prolífico cuando se trata de
obras maestras. A él le debemos el Popol Vuh, Las mil y una noches, la saga
de Gilgamesh, los cantares del Cid y de Roncesvalles, también el Lazarillo de
Tormes, entre muchos otros. Nadie ha visto su rostro, nadie conoce su nombre.
Por comodidad, le llamamos anónimo como si con esa palabra pudiéramos lle­
nar el vacío. ¿Qué ocurrió para que de él no quedara otro recuerdo que sus li­
bros? Acaso el miedo de ser conocido, el desinterés por su persona, la falta de
vanidad, o la censura lo obligaron a desaparecer. Quién lo sabe. En cualquier
caso, no podemos adivinar sus facciones, conocer sus opiniones, rastrear sus
enemistades y amores. Pero sobre todo no podemos saber qué tomó durante
sus desayunos, si tuvo diarreas, si se masturbaba, si se rascaba la nariz con el
índice, como muchos de nosotros. En suma: todas esas pequeñas miserias con
las cuales también están pautadas las vidas de los genios. De haberlas conocido,
el autor anónimo habría adquirido demasiada humanidad, habría sido uno de
nosotros. Sin embargo, no es así. El tiempo ha borrado todo, salvo sus libros,
lo único que quedó de ese yo múltiple, lo que nunca quedará de nosotros.
*
la lucha cotidiana
La Academia Sueca justificó su elección subrayando la calidad de su escri­
131
félix terrones
tura, el indesmayable compromiso con el ser humano, la capacidad para pe­
netrar en el absurdo de la existencia sin dejar de lado la Historia y su acon­
tecer. Tras conocer el anuncio, el mundo entero se estremeció de alegría. El
egregio escritor, despertado de su sueño, rascándose la canosa cabeza, sólo
atinó a agradecer las palabras del secretario de la Academia quien, exultante,
ya lo compelía a viajar hasta Estocolmo. Apenas entendió lo que le decían
pues la urgencia de ir al baño lo apremiaba. Después de transmitir la noti­
cia a su mujer, también sorprendida con el anuncio (habían aprendido a no
esperar más aquel premio), el escritor se sentó detrás de su escritorio para,
como siempre, firmar facturas, aplazar préstamos y, finalmente, retomar su
novela. Detrás de la pantalla sorbía su café, pasaba la lengua por sus labios,
se rascaba el poto. Por la tarde, se echaba en la cama para continuar con su
lectura al ritmo de los cambios de posición. No sabe por qué motivo pero
durante todo el día sintió que todo ese ritual, asentado a lo largo de tantas
décadas, adquiría de pronto otra materia. Después de la cena, su mujer le
recuerda llamar al proctólogo para confirmar la cita. El escritor asiente con
desgano. Meses después, rodeado de hombres en frac, mujeres con diademas
y reyes de toda Europa, el nuevo premio Nobel de literatura estrecha la mano
del Rey entre los aplausos agradecidos por contribuir con su lucha cotidiana
a enriquecer el espíritu, ennoblecer la cultura y enaltecer la Humanidad.
*
el jardín del edén
El Altísimo les ordenó que no comieran la manzana; no obstante, lo primero
que hicieron fue darle de mordiscos al fruto prohibido. En medio de sus
arduos trabajos agrícolas, Adán se seca el sudor y piensa en aquel jardín,
donde nada le hacía falta, donde no era necesario esfuerzo alguno, y lamenta
haberle hecho caso a Eva. Un poco más allá, mientras ordeña las ariscas ca­
bras, Eva lamenta haberle hecho caso a la tentadora serpiente. Metros más
lejos, la serpiente mira a Adán y Eva, ajetreados desde el amanecer hasta el
anochecer, y maldice haberle hecho caso al gracioso de Dios quien, aburrido
de tanto bienestar, cansado en su casposa Eternidad, se dijo que no estaría mal
132
de la brevedad
jugarles una pasada a Adán y Eva. Y tuvo razón, pues desde entonces se divierte
como un enano.
*
los escritores latinoamericanos
Mientras buscamos un altillo parisino, mientras dejamos nuestros currícu­
los para ser profesores de idiomas, meseros, vigilantes, cualquier cosa, nos
decimos que nuestra existencia por fin podrá tener la vida que merece. Poco
a poco vamos reconociéndonos en las diversas colas con las cuales se hace
esta ciudad: para almorzar en el comedor universitario, para pasar una entre­
vista de trabajo, para renovar la visa, incluso en la cola para ser escritores.
(Porque para ser escritor uno debe esperar detrás de cientos, miles de aspi­
rantes.) Ser peruano, colombiano, guatemalteco, chileno o argentino no es
tanto una fatalidad como un accidente frente a la experiencia parisina. Nos
enamoramos antes de separarnos y nos emborrachamos después de separar­
nos con la misma urgencia con la que buscamos convencernos de que todo
eso es la vida. Cada cierto tiempo nos llegan noticias de nuestros países: un
baño de sangre, una catástrofe natural, un golpe de Estado. Entonces nos
abrazamos, discutimos (a veces nos peleamos), incluso sentimos que ha lle­
gado el momento de regresar. Pero recordamos que estamos en París, es de­
cir la realidad, y de pronto cada uno de nuestros países pierde consistencia,
se hace vaporoso, como un poco de neblina que nuestras manos agitadas se
apuran a deshacer. Con los años, conforme ingresamos en los hospitales, ya
no para limpiarlos sino para curarnos, descubrimos que junto con el recuer­
do de nuestros países también se han ido las palabras con las que debimos
haber escrito la novela, el cuento, el poema inspirado bajo el cielo parisino.
Desde nuestras camillas, cansados de esperar sin esperar, sin nadie que nos
visite, vemos las luces de la torre Eiffel encenderse a lo lejos. Pensamos en
una carta postal que alguien, un amigo, un familiar, con algo de suerte una
amante, nos ha enviado desde la fabulosa Ciudad Luz. Ojalá que algún día
lleguemos a ella de verdad.
133
félix terrones
*
el aleph
Cuando bajó al sótano de Carlos Argentino Daneri para poder ver el inve­
rosímil, fabuloso e infinito Aleph, no midió a lo que se exponía. De haberlo
sabido, no habría bajado los escalones ni se habría recostado para abismarse
en lo inefable. En aquel pequeño punto se concentraban todos los puntos del
universo, todo lo que había ocurrido junto con lo que ocurriría se mezcla­
ban con lo que pudo haber tenido lugar. Después de haber visto la delicada
osatura de Beatriz Viterbo, su amada Beatriz, después de haber visto un
espejo, los tigres, una rosa, el hombre empieza a llorar. El infinito le pareció
tan vasto como indecoroso. Felizmente, ya Carlos Argentino Daneri le habla
para sacarlo de sus ensoñaciones y permitirle comenzar a olvidar el Aleph.
Buscando redimirse de esa experiencia, se decide a escribir. Sabe que la
memoria es otra forma del olvido y que el lenguaje, imperfecto y lineal como
el tiempo, será un reflejo pálido de la experiencia. Al mismo tiempo, se siente
entusiasmado sin animarse a confesárselo. Recuerda haber visto en el altí­
simo Aleph lo que habría sido su vida de haber vivido con la inaccesible y
grosera Beatriz Viterbo. Agradece al destino (y la fatalidad) el que aquello
nunca sucediera, el que tuviera que contentarse con ser simplemente Jorge
Luis Borges, un hombre resignado a ser escritor, nada más.
*
primera noche
La joven llegó de la mano de su padre, el visir. A diferencia de las mujeres
precedentes, en sus ojos había algo que atemorizó al sultán. Quiso enviarla a
decapitar de inmediato pero se contuvo y decidió escucharla. Algo le decía
que esa joven le ayudaría a olvidar el engaño de su mujer, también su sed de
venganza, sangrienta y nefasta. Así conoció la historia de Aladino y la lámpara
maravillosa, se estremeció con el relato de Sinbad el marino, se emocionó con
el cuento del príncipe Ahmed y el hada. Cuando terminó de contar todas sus
134
de la brevedad
historias, al cabo de tantas noches, el sultán se sintió redimido: aquella joven
y sus cuentos lo habían reconciliado con los demás y consigo mismo.
El sultán se despierta en medio de gritos. Siente el corazón apretado,
las lágrimas correr por sus mejillas. Necesita creer que está soñando, que tanta
desgracia no puede ser cierta. Coge entre sus manos temblorosas el candil
e ilumina el rincón de la habitación. La cabeza de Sherezada se encuentra
sobre las demás, sus ojos entreabiertos parecen condenarlo para siempre por
haberse resistido a escucharla.
*
después del diluvio
Al arca subieron los osos, las grullas y los perros, también los elefantes, las
jirafas, los chimpancés y los tigres, incluso los ornitorrincos, los dragones de
komodo, los axólotl, los jerbos de orejas largas, las tortugas de galápagos y
los perros komondor. Sin embargo no subieron los unicornios, las quimeras,
los catoblepas, las arpías, los trolls, las hidras, los íncubos, los kraken y tan­
tos otros que decidieron quedarse pese a las admoniciones de Noé. La muer­
te se hizo silencio, el silencio se hizo olvido y el olvido se hizo imaginación
en el mito. Cuando todos esos seres mitológicos resucitaron, ya eran de otra
materia, inmune a las catástrofes y la cólera divina.
*
la verdadera historia de cenicienta
Dan las doce y se precipita para salir del baile. En el camino olvidó el za­
patito de cristal que ya está entre las manos del príncipe. Al día siguiente la
obligan a probárselo. Entre los ¡ay! y los ¡oh!, su padre, sus hermanastras y
el príncipe descubren que ella era la magnífica joven de la velada. Entonces
sube al corcel real y se pierde en el horizonte soleado. Mientras plancha las
camisas, friega el suelo, baña a sus hijos y escucha los principescos ronquidos
que no la dejan dormir, Cenicienta suspira por su vida de cortesana. Hasta
135
félix terrones
se podría decir que extraña a sus hermanastras, feas, gordas y malas, aunque
siempre solteritas.
*
talento
Hice todo tal y como recomiendan los maestros. Leí y leí a raudales. Leí a los
clásicos universales, los de mi idioma y, cómo no, los de mi país. Casi por
asegurarme de hacer las cosas bien, también leí a quienes ya nadie lee, a
quienes tienen malas críticas, también a quienes el público culto desprecia.
Después, dueño de una sólida cultura, me dediqué a vivir. Conocí a varios
escritores, me impregné de su manera de entender la vida (lo mismo hice
con los editores pero, ya que estos son menos interesantes, fue más bien para
tener uno que otro contacto). Mi vida fue una sucesión de viajes, encuen­
tros breves aunque intensos, me casé y divorcié varias veces. También hubo
alcohol, drogas y putas, cómo no. Finalmente, cuando consideré que había
llegado el momento, me compré un lindo escritorio en roble, me armé un
horario e hice planes, esquemas. Trabajaría por las mañanas de ocho a doce
ininterrumpidamente. Ahora, viejo, solo y arruinado, todavía no entiendo por
qué motivo hasta ahora no he podido empezar la primera línea.
Creo que empezaré todo de nuevo.
*
el escritor menor
Toda mi vida ha estado consagrada a la literatura. Desde pequeño he leído
los clásicos, me he familiarizado con las grandes epopeyas, me he refugiado
en la literatura del Renacimiento, también en la del Siglo de Oro y la de los
románticos alemanes. Mi escritura ha sido una lenta conquista de una forma
que en un inicio buscaba la originalidad, sin reconocer la deuda, y al final se
convirtió en un monólogo solitario y crepuscular. He visto pasar los honores,
los homenajes en congresos, los comentarios elogiosos. Con el tiempo, me
136
de la brevedad
acostumbré a ver mi nombre en las notas a pie de página, me resigné a no
ser el gran escritor en mi idioma o el referente de la literatura en mi país. Al
principio, quise creer que la falta de reconocimiento era consecuencia de la
ceguera, la envidia, acaso cierta animadversión. La verdad, ya nada de eso
me importa. Si la literatura es otra guerra entonces también la he perdido.
“Moriré y quedarán mis libros”, busco engañarme, pero ellos también ama­
rillearán y el viento los dispersará, fantasmas de una vida, caligrafía de un
olvido, rápido y preciso como un punto final.
*
los ríos secretos
( que
convergen en mí )
“La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de
una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo
ni al miedo…”, releyó el joven y se dijo, no sin cierta vanidad, que no estaba
mal. Sentado en aquella tasca donde se reúne con sus compinches ultraístas,
recitan versos de memoria, discuten de filosofía, también de los libros que
leen, mira al cielo y ve un pájaro pasar. De pronto, alguien lo toma del hom­
bro. Es Gómez de la Serna, quien lo enajena de sus reflexiones con un par de
esas ocurrencias que ha bautizado con el nombre de greguerías. Ambos, el
joven y el hombre, conversan y ríen. Antes de irse, el joven recuerda la hoja
escrita con aquella línea, pero Gómez de la Serna ya lo toma del brazo y lo
empuja por la calle, directo al olvido. El viento sopla y empuja la hoja, que
vuela antes de caer en el río.
Pasan los años –ya se sabe que la memoria es porosa para el olvido– y
el joven ha regresado a su ilegible patria, se ha convertido en un hombre
que publicó cuentos y poemas de exagerado recibimiento, según piensa él.
Aquella tarde, el hombre mira a través de la ventana antes de sentarse a escri­
bir. Un pájaro vuela por los techos de Buenos Aires. Abajo, otro río corre sus
aguas idénticas. No sabe por qué pero al verlo se emociona como un joven.
Entonces se sienta a escribir y la pluma, como si tuviera vida, se agita sobre
la hoja: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió…”
Curioso, piensa, juraría que este cuento ya lo escribí antes.
137
Tres poemas
B oris A. N ovak
Versiones y nota introductoria de Laura Repovš y Andrés Sánchez Robayna
En el panorama actual de la literatura eslovena, Boris A. Novak –poeta, en­
sayista, traductor, autor escénico– ocupa sin duda un lugar de importancia
decisiva, tanto por la singularidad de su voz como por el alcance y la profun­
didad de su obra. Nacido en 1953 en Belgrado, vive desde su adolescencia en
Eslovenia. Presidente del pen Club de su país, desde 2002 ha sido, además,
vicepresidente del pen Club Internacional. Editó Nova Revija, publicación
mensual que ejerció un considerable influjo en la escena cultural eslovena.
Además de poseer una dilatada obra como crítico y ensayista –con libros
tan representativos como Las formas del mundo (1991), repertorio histórico
de formas poéticas, o Salto immortale (2011), estudio sobre la traducción li­
teraria, en dos volúmenes–, ha traducido al esloveno a numerosos autores,
desde poetas provenzales hasta algunos autores del área eslava, pasando por
Mallarmé, Valéry, Jabès o Seamus Heaney, entre otros. Ha escrito asimismo
libros de literatura infantil y juvenil. Es profesor del Departamento de Lite­
ratura Comparada y Teoría Literaria de la Universidad de Liubliana.
Su obra poética, ya extensa, comenzó a publicarse en el decenio de 1970,
e incluye los libros Stihožitje (Bodegón con versos, 1977), Hci spomina (La
hija de la memoria, 1981), 1001 Stih (1001 versos, 1983, galardonado con el impor­
tante premio Prešeren), Kronanje (Coronación, 1984 y 1989), Stihija (Cataclismo,
1991), Mojster nespecnosti (Maestro del insomnio, 1995), Alba (1999), Odmev (Eco,
2000), Odsotnost (Ausencia, 2000), Žarenje (Fulguración, 2003), Obredi slovesa
(Ritos de despedida, 2005), mom: Mala Osebna Mitologija (pmp: Pequeña mi­
tología personal, 2007), Satje (Panal, 2010) y Definicije (Definiciones, 2013).
138
El proyecto literario más re­
ciente del poeta es, sin duda, tam­
bién el más ambicioso: un poema
épico contemporáneo, esto es, un
epos, una historia. Su título es Vrata
nepovrata (La puerta sin retorno),
y a él pertenecen los tres poemas
que aquí presentamos. Comprende
tres volúmenes, de los que se han
publicado dos hasta ahora: Zemljevidi
domotožja (Geografía de la nostalgia,
2014), con casi nueve mil versos, y
Cas ocetov (El tiempo de los padres,
2015), con alrededor de doce mil
versos; el tercer volumen, Bivališ­ boris a. novak
ca duš (Residencias de las almas),
verá la luz a fines de 2016. El poema es una gran síntesis de las distintas facetas
que configuran la obra poética de Novak, tanto en lo temático como en sus
distintos “lenguajes”; en él, lo más cómico se convierte súbitamente en lo
más trágico, lo más épico en lo más lírico, lo más oscuro en lo más luminoso.
El autor encuentra en Dante su referencia principal, como se observa ya
desde la estructura tripartita del poema, del que toma, además, los tercetos
con rima; una rima que, sin embargo, en Novak aparece a menudo relajada o
sustituida con otros recursos sonoros con el fin de ampliar las posibilidades
expresivas en el lenguaje poético moderno. La figura-guía de Dante, en lo
poético (como para Dante lo fue Virgilio), se complementa con otra “autori­
dad” en el plano histórico: el propio padre del poeta, uno de los primeros y
más activos partisanos en la liberación de los territorios eslovenos ocupados
durante la Segunda Guerra Mundial; el padre le cede al poeta la carga de
la herencia familiar, que reside en sacrificar la vida íntima en favor de la
actividad social por un mundo mejor, y con ello la carga de las tragedias del
siglo xx.
La razón por la que este texto poético se inscribe en un género de gran
prestigio clásico reside no sólo en su extensión, sino también en el sentido
139
mismo del sentimiento épico. El primer volumen, Geografía de la nostalgia,
extiende todo un mapa del mundo con sus variados paisajes y lugares: pue­
blos, ciudades, campos, ríos, lagos, mares, islas, bosques, montañas, calles,
casas, dormitorios, despachos, cárceles, habitaciones infantiles, jardines, escue­
las, teatros, cuarteles, hospitales, cementerios, por los que el poeta viaja en
coches, aviones, trenes, barcos, botas, caballos, tiovivos, carritos de bebé,
imaginación, sonido, luz, tiempo, elementos todos que se resuelven en narra­
ción, historia. El segundo volumen, El tiempo de los padres, recorre el mundo
en el sentido temporal: el tiempo de los poetas, el de las madres y el de los
niños, el de los abuelos y los oficiales, el tiempo de la metamorfosis, la música,
la rebelión, el infierno, la victoria y la derrota. No estamos, sin embargo, ante
el modelo clásico de los grandes héroes, sino ante destinos humanos que
también se encuentran en el centro de la historia: los casi siempre inadver­
tidos destinos de las mujeres, los niños, los ancianos, los inermes a quienes
la historia a menudo convierte en víctimas. Novak muestra, por una parte,
cómo los actos heroicos causan la devastación íntima de uno mismo y de sus
seres más cercanos, y, por la otra, cómo las verdaderas heroicidades ocurren
en los márgenes del silencio.
La clave de este enorme conglomerado poético es la memoria. La puerta
de la memoria permite regresar a lo que el tiempo ha arrastrado al abismo del
pasado. La narración, la historia –o, en este caso, la palabra poética–, se ofre­
cen como la única manera de resucitar aquellos lugares, tiempos y destinos
humanos, el único modo de rescatar del olvido la memoria personal y colec­
tiva, y de cumplir con el deber que se tiene ante esta herencia –tan propia de
todo ser humano– que es la historia. El poeta toma sobre sí un compromiso
gigantesco: el de reescribir el siglo más palpitante de la historia eslovena a
través de las historias íntimas. El compromiso, sin embargo, es mucho ma­
yor: significa abrir la puerta de la memoria a la inmensa herencia histórica,
espiritual y poética del hombre, y cernerla con su propia voz. La puerta sin
retorno manifiesta el poder que la palabra poética posee para tender puen­
tes: la capacidad de llamar a la presencia lo ausente, de atravesar todas las
distancias y de reunir lo disperso en el espacio y en el tiempo.
140
exigencia de los muertos
El más fuerte deber no son los vivos.
Son los muertos. Nosotros somos sus descendientes,
poco serios, traviesos, insensatos,
descalzos en un prado con rocío. Y los antecedentes
nos miran, mudos, rotos para siempre,
y nosotros, los vivos, tan vivos y culpables...
Más que los vivos, sí, nos exigen los muertos.
No hablan, pero los vivos los oímos.
En nuestra sangre suena su silencio en voz alta.
Nada se puede hacer sino atenderlos.
No cabe negociar, sus exigencias
son incondicionales. Aunque nos esforzamos,
nunca están satisfechos. Si por días
no pensamos en ellos, una noche, de pronto,
vuelven y nos esparcen los reflejos
de la pérdida en los sueños. Contemplando
la nada, recordamos, con sudor, esa culpa,
esa deuda imposible de pagar.
Es injusto. Quisiéramos dirigir estas piernas
141
que están vivas hacia el gentío vivo
y olvidar el cordel silbante de la ausencia
y disfrutar de nuestra breve dicha
en algún lugar solo, o un lugar para dos.
Cuando es más bello, oímos resonar,
del más allá, el silencio. Un sigilo que canta.
Y sabemos –sabemos allá adentro–
que sólo así está bien. Nos esperan poemas
muy sombríos. Allá adonde nos vamos...
ciudades
Sentí el mismo temblor y un redoblado miedo
cuando, cumplidos ya veintidós años,
llegué en Simplon Express a Gare de l’Est.
Me agarrotó un gigante; igual que si estuviera
descalzo en una acera fría en noviembre;
una grandeza pétrea me hundía las costillas…
Mi pánica mirada la interceptó una gruesa
142
mamma italiana, que tomó mi mano
y me llevó a la ventanilla, miró fijo a los ojos
del funcionario y –un, dos, tres– logró
el carnet de billetes de metro para mí.
Luego alzó su mirada ardiente al poco cielo
visible entre los techos, y abrazó
con sus manos copiosas mi delgada figura:
Benvenuto a Parigi, caro giovane jugoslavo!…
Treinta años más tarde peregriné con Mo,
tenaz, al Boulevard Saint Germain, Rhumerie,
a tomar tres daikiris y coger nuevos libros
en Librairie La Hune. Al salir, nos besamos
apasionadadébilhúmedamente… Aún cerrados los ojos,
oí a los transeúntes aplaudir. Monsieur, vous êtes d’où?,
preguntaron. Confuso, dije: De la Slovenie.
Et vous, Madame?, a Mo. De la Belgique.
La conclusión fue: Alors, c’est l’amour. Bienvenus à Paris!…
No haré un himno a París, no soy un guía turístico.
Me consuela tan sólo, en lo más hondo, el simple
ser, el simple perdurar de París. Yo, que soy prisionero
143
de las sendas dispersas del exilio, que de crisis en crisis
me acogieron y echaron con odio de innúmeras ciudades,
puedo vivir en paz, aquí o en cualquier parte,
solamente si sé que tengo cerca,
que podría llegar en unas horas
a París…
a edvard kocbek : elogio y gratitud
Sobre mi mesa, al lado de las fotos de mi gente cercana,
tengo un retrato tuyo, aunque personalmente
no nos conocíamos, Kocbek. (No incluyo los encuentros
en actos literarios, indignos de mención.) Los ojos
absorben todo el mundo, se adhieren con amor,
pero como amparados desde dentro mediante la palabra
que es más clara y oscura que el mundo. Con los labios
cerrados, como si rechazaran la escena de violencia
y cobardía, el cielo de la boca alberga huesos rotos
de las manos del Mártir. Pelo y nariz nos muestran un halcón
creando libertad como espacio de vuelo. Y con el gesto
144
de un alma que, por rica, es demasiado grave. Asceta de lujo,
héroe del pensamiento, mago de la palabra, poeta, íntegramente.
El rostro arde en lo oscuro… El maestro Jakac captó bien la tensión
entre el dolor extático y el doloroso éxtasis,
el saberse mortal y letal del ser humano, la grieta entre el creyente
y el disidente, entre el Dios que se oculta
y el revelado horror, entre la muda aceptación y el canto
de resistencia, el asombro infantil por el girar de todo el universo
y de cada ser vivo y cada cosa, el peso que cargaste
y que se ahondó en los bosques de Kocevski Rog
de manera infinita –en la orgullosa, tierna afiliación
a la compañía entre la ofensiva italiana
y, más fuerte que el miedo, el velorio insufrible
de los asesinados, una oración que el vivo
pecho dice a los muertos…
Cortan la frente cinco arrugas hondas,
una por cada sentido que te prendió a la trama
del mundo, una por cada punta de estrella partisana, esa esperanza
sin sueño, una por cada vocal que traduce el aliento
del Dios, las cinco por las cinco velas y tantas pérdidas
145
sin fondo, por cada uno de los dedos, y la pluma y el verso
del Cielo que observaste y cantaste en mitad del infierno
terrestre…
De ti he aprendido lo silenciosa y baja que ha de ser
la voz, fuerte y salvaje el ritmo, riguroso el ardor del corazón,
fresco como los niños, y libre cada imagen.
He aprendido de ti más que de nadie, Edvard.
Cómo vencer el miedo. Pisar fuera del límite.
Cómo caer. Y alzarse. Y mantenerse fiel.
Delatar la mentira. Nutrir la fantasía.
Cómo, tras las caídas, pasmarse por el lujo de los astros.
Cómo morir. Morirse tantas veces.
Cómo seguir con vida. Entre los candelabros de los brazos.
Aguantar la mudez.
Aguantar la poesía.
146
Epigramas, un texto para el siglo xxi
E dgar A ntonio R obles O rtiz
leyenda de un marginal
Hablar de Dufoo hijo es enfrentarse a una red de paradojas: un libro de epi­
gramas que en su mayoría no lo son; un autor clásico a la vez que marginal;
el escritor total detrás de un sólo libro.1 No es extraño que la escasa (aunque
ilustre) crítica alrededor de su obra apenas haya esbozado un débil acerca­
miento a su complejidad, sin haber profundizado en ninguna ocasión. Aun­
que considerarlo un escritor aparentemente “al margen” parece describirlo
bien, Dufoo es más que un autor fuera del canon. Es el autor más singular de
la literatura mexicana.
Epigramas se publica en Francia, en 1927, al cuidado de Alfonso Reyes,
quien, no obstante, dejaría pasar numerosas erratas. La edición es precio­
sista y con un tiraje reducido (626 ejemplares). De caja pequeña y espaciado
grande, cada epigrama ocupa una página completa (o dos: de ameritarlo su
extensión) y 128 páginas constituyen el total del libro. (En contraste con la
edición del fce, en donde se “amontonan” en apenas diecisiete páginas).
La extensión de cada epigrama oscila entre las cinco y las 229 palabras, con
una media de treinta y cinco palabras por epigrama. Sin un afán riguroso,
podemos decir que, por la extensión de sus fragmentos, Epigramas parece
más un libro de minificción, o prosa poética, que uno de formas aforísticas,
1
Existe otro libro de Dufoo, su magistral pieza teatral: El barco, publicado en 1931 por
Contemporáneos, con un tiraje de cien ejemplares. Esta obra es crucial para entender de
forma integral la literatura de Dufoo.
147
edgar antonio robles ortiz
pero sin pertenecer realmente a ninguno de
estos casos.
La obra es recibida con gran entusiasmo
por algunos de los escritores más destacados
de la época (Martín Luis Guzmán, Julio Torri
y Xavier Icaza), quienes reconocen al autor co­
mo un caso “particular” o especial en las letras
mexicanas. Esta temprana llama, sin embargo,
no tardaría en extinguirse casi en su totalidad,
y sólo resurgirá de manera esporádica a través
de un puñado de artículos que lo mencionan de
forma superficial.
No podemos dejar de considerar varias
circunstancias que han alimentado el mito y
el misterio alrededor de los Epigramas, palia­
tivos todos ellos del olvido crítico en el que
carlos días dufoo
ha permanecido la obra de Dufoo: su limitado
tiraje, su lugar de edición, el suicidio del autor, más algunas otras de carácter
teórico: la dificultad de su clasificación genérica, su fuerte carga filosófica y su
peculiar estructura narrativa.
Dufoo abandona toda exageración estilística propia de las tendencias
literarias de su tiempo por una escritura pulcra y casi enigmática de tan
concentrada. ¿Qué otra obra mexicana escrita en las tres primeras décadas
del siglo xx puede presumir de casi un siglo de vigencia y de sorprender al
lector de entonces, al de hace cincuenta años, al de hace treinta, al actual y,
sin duda, al que le depare la posteridad?
El reciente furor por los llamados escritores secretos no es más que un
intento por rectificar el olvido crítico o editorial que han padecido numerosos
autores mexicanos. El caso de Carlos Díaz Dufoo hijo ocupa un lugar paradig­
mático en este tema, pues se trata de una de las omisiones más costosas para
la literatura mexicana. Los intentos por publicarlo de manera adecuada2 han
sido infructuosos en cada una de las ocasiones. Existe un limbo crítico que,
Nos referimos a las características de la primera edición, entre las que podemos contar
el título en la portada, que forma un triángulo y la disposición de un fragmento por página.
2
148
epigramas, un texto para el siglo xxi
en sus momentos más afortunados, ha señalado el extraordinario valor de su
obra, al mismo tiempo que renuncia a un análisis detenido, a la espera de
que alguien asuma esa encomiable tarea.
El justo lugar de Dufoo en la historia de la literatura mexicana es una
deuda pendiente. A casi un siglo de su publicación, Epigramas continúa
planteando interrogantes a sus críticos y, más increíble todavía, conserva su
vigencia frente a las propuestas literarias actuales. Las características que lo
marginaron en su momento son las mismas que ahora lo ayudan a instalarse
cómodamente en el panorama literario más actual. De manera similar al caso
de Kafka, la literatura de Dufoo tuvo que esperar una sensibilidad distinta
para encontrar a sus lectores, esperar que la literatura alcanzase al autor.
las recepciones de epigramas
Un interesante tema para revisar es la dificultad de las distintas recepciones
críticas de Epigramas. Desde este punto de vista, bien podría erigirse como
la mayor obra unigénita de la literatura mexicana, única desde cualquier pun­
to de vista (estructura, composición, propuesta, creación, edición, etcétera).
Un libro unigénito siempre se presenta como desafío para el crítico. Al
ser inexistentes –o escasas, como es el caso de Dufoo– otras obras del autor
con las cuales se puede verificar un desarrollo diacrónico de estilo o temas
recurrentes, el libro se cierra sobre sí mismo. El universo del autor es prácti­
camente hermético y todas las respuestas deben buscarse en un mismo libro.
En los años veinte, cuando el modelo de obra literaria en México co­
rrespondía (o se perfilaba) al de la novela de tema revolucionario (crear una
identidad e idea de nación), un texto con las características y el argumento
de Epigramas resultaba francamente desconcertante. No es de extrañar que a
pesar de contar con una elogiosa y emocionada recepción crítica proveniente
de una de las mayores figuras literarias de la época en México, Martín Luis
Guzmán, quien se atrevió incluso –en el punto más eufórico de su reseña– a
sugerir Epigramas como obra pionera de un nuevo género en la tradición de
la literatura mexicana, la obra de Dufoo no tuviera una resonancia más allá de
su círculo de amistades (sobre todo el de El Ateneo de la Juventud y el gru­
po Contemporáneos). Aunque ninguno de sus primeros críticos subestimó o
149
edgar antonio robles ortiz
dudó en exaltar la calidad e innovación que exhibía Epigramas, se trataba
simplemente de un objeto precioso pero inútil en su contexto histórico-lite­
rario, una obra sin tradición o descendencia posible.
La crítica más obtusa continuará insistiendo, con incansable afán gene­
tista, en relacionar Epigramas con obras de la época que sólo de forma apa­
rente comparten rasgos, tales como Campanillas de plata, de Mariano Silva
y Aceves, o Cartones, de Alfonso Reyes. Es necesario desistir de la cómoda
tentación de “domesticar” Epigramas y reconocer la radicalidad del proyec­
to de Dufoo, tan distinto al resto de las obras de su época. Más provechoso
y acertado sería comparar la obra de Dufoo con la de escritores europeos,
inclusive latinoamericanos, de su tiempo, tales como Kafka (Aforismos de
Zürau), Ramos Sucre u Oswald de Andrade.
Las peculiares características de Epigramas invitan a un acercamiento
que descontextualice el texto. La brevedad, la ironía y la variedad de géne­
ros –algunos tan actuales como la minificción– invitan a olvidar la fecha en
que fue publicado. Es, de hecho, la literatura que se engendra después de
Epigramas la que ayuda a su recepción y lectura. Como lo señalara Borges
respecto a Kafka, Dufoo inventa a sus precursores.
Si las inquietudes de Dufoo son totalmente distintas a las que muestra
la literatura mexicana de su época, se debe en gran medida a sus influencias,
provenientes de una combinación de filosofía presocrática, nietzscheana,
completado por un profundo pesimismo ante la vida. El sentir de Dufoo no
encaja en una búsqueda de identidad nacional. El suyo es una mezcla que,
de manera fortuita, se adelanta al sentir generalizado de la postguerra: la
decepción del hombre.
El que Epigramas se preste a ser comparado tan cómodamente con fuen­
tes antiquísimas de la literatura y la filosofía (cuando acaso esta frontera no era
tan marcada), Heráclito, o con uno de los pilares de la revolución literaria
del siglo xx (Kafka), persiste como uno de sus rasgos esenciales. Pareciera
que la literatura de Dufoo se renueva con el paso del tiempo y que Epigra­
mas está más cercano al lector actual que al de comienzos del siglo xx. Lo
anterior es atribuible a que el lector del siglo xxi está bien familiarizado con
estructuras textuales tales como la fragmentariedad, la brevedad o el sincre­
tismo de géneros.
150
epigramas, un texto para el siglo xxi
El compromiso con el espíritu na­
cionalista de la época, el tema revolucio­
nario y otras tantas marcas contextuales
han terminado por hacer que caduquen
ciertas obras o que queden fuera del in­
terés de un lector contemporáneo. Aun
las obras más arriesgadas y de espíritu
cosmopolita como Novela como nube,
de Gilberto Owen; Dama de corazones, de
Xavier Villaurrutia; Margarita de Nie­
bla, de Jaime Torres Bodet, o De fusi­
lamientos de Julio Torri, no escapan a un
resabio modernista que vuelve la narra­
ción demasiado puntillosa para el lec­
tor actual.
El estilo lacónico y cáustico de
Dufoo es más neutral y ha sobrellevado
con mejor suerte los cambios de para­
digma de la literatura a lo largo del siglo xx. Al igual que Cioran, la prosa
ascética y la visión desencantada del ser humano de Dufoo han ayudado a
mantener la vigencia de Epigramas. Tal parece que las cavilaciones íntimas
de un solo hombre, la escritura que se confiesa con las inquietudes del alma
sin pretender, de antemano, hablar al hombre de la época o a la humanidad
de su tiempo, y sin tomar bandera de la causa del momento, son propias de
las obras que con mayor frecuencia conservan su actualidad y sortean gran­
des diferencias culturales.
dufoo y torri , dos poéticas del fragmento
Son dos los temas que invariablemente se abordan al estudiar la obra de Du­
foo: el Ateneo de la Juventud y Julio Torri. Íntimamente relacionados con Dufoo
–la primera como escuela, el segundo como mentor–, es inevitable volver la
mirada hacia estas dos instancias cuando se buscan precedentes inmediatos
a un libro como Epigramas. La crítica ha insistido incansablemente en re­
151
edgar antonio robles ortiz
lacionar la obra de Dufoo con la de Torri, casi siempre bajo la dialéctica de
Dufoo como epígono de Torri. Dicha relación, en su mayor parte, es errónea.
Aunque es innegable que Dufoo y Torri poseen ciertas semejanzas, éstas han
sido maximizadas al extremo; es insostenible pretender explicar Epigramas
como una obra producto de la actividad del Ateneo de la Juventud o como
consecuencia de la influencia de Torri, específicamente de Ensayos y poemas
(1917), su única obra anterior a 1927. Lo anterior se puede afirmar al estudiar
detenidamente las diferencias de estos autores en cuanto a influencias, el
fragmento, la brevedad y la estructura de la obra.
Con gran acierto, Elena Madrigal sintetiza el proyecto literario de Torri
de la siguiente manera: “Consecuentemente, el contacto con otras poéticas,
y sobre todo la brevedad, son el par de marcas más apreciadas por Torri. Ade­
más de estos elementos, se ha reconocido su tendencia a la perfección de la
frase y su habilidad para no ajustarse estrictamente a los modelos genéricos”.
Fragmento y brevedad son principios rectores de la poética de Torri. El prime­
ro, entendido desde la propuesta del círculo de Jena,3 es decir, el fragmento
como motor generador de sentido: el fragmento germina en un discurso que
no se desarrolla, sólo se sugiere. Los paradigmas que marcan la obra de Dufoo
son la brevedad y el fragmento, con un tratamiento absolutamente distinto.
Mientras que Torri construye artefactos individuales y perfectos, Dufoo bus­
ca construir una Obra: un texto que dialoga entre sí (sus distintos fragmen­
tos) y busca un sentido general. Epigramas, al igual que obras como El libro
del desasosiego, poseen una estructura abierta, en un sentido estructural, pero
sumamente cerrado en cuanto a la naturaleza y sentido de los textos que la
componen.
Mientras Dufoo se nutre de una raíz filosófica, Torri lo hace de la litera­
tura (francesa e inglesa, sobre todo). La escritura de éste –imbuida de fuerza
narrativa– es más amable que la de Dufoo, extremadamente lacónica, cruel y
desencantada. Si Torri es el ejemplo máximo de la minificción y el relato bre­
vísimo en México, Dufoo lo es del aforismo y el pensamiento concentrado.
Puede que la diferencia sustancial entre la poética de Dufoo y Torri se
3
Manuel Asensi ha escrito un interesante análisis acerca de la fragmentariedad y el Círculo
de Jena. (Manuel Asensi, La teoría fragmentaria del círculo de Jena: Friedrich Schlegel, Amós
Belinchón, España, 1991.)
152
epigramas, un texto para el siglo xxi
encuentre en que, para Torri, aún cabe la posibilidad de contar una historia,
por mínima e irónica que ésta sea: la fabulación permanece como forma de
agregar algo al mundo. Para Dufoo las historias sólo importan en la medida
que soportan una reflexión, siempre desencantada. Dufoo no narra, señala,
define, ataca, destruye, lamenta, castiga.
el epigrama en epigramas
Los epigramas de Dufoo son muestras perfectas de reduccionismo narrativo, de
purificación retórica que potencializa el efecto literario del texto. El meca­
nismo de reducción en Epigramas condensa una enorme cantidad de sentido
en la menor extensión posible. Paradójicamente, el texto sugiere de manera
muy definida una interpretación que, sin embargo, no es la llave de ninguna
certeza sino de múltiples incertidumbres. Ese sentido, perfectamente dirigi­
da, es la marca registrada de Epigramas lo que lo aparta y distingue del resto
de libros de formas breves.
Un fragmento como el 504 es un buen ejemplo de este tipo de sugerencia
dufoniana: “Camina sin descanso. Sus pies sangran. Los vientos abren sur­
cos en sus carnes marchitas. Busca el propio país, en donde nunca estuvo”.
El logro de Dufoo es el mismo del editor genial: el que sustrae para ganar; el
que desarticula la estructura narrativa hasta dejar únicamente lo esencial.
El lenguaje brilla en Epigramas no por su voluptuosidad o superabundancia
sino por el lujo de su austeridad.
La pertenencia de Epigramas a este género, en tanto tradición discursi­
va, es difícilmente rastreable. Dejando fuera la tradición formada a partir de
la publicación de los Epigramas (1961), de Ernesto Cardenal, cuya influencia es
decisiva en el resurgimiento del género en la literatura mexicana, no existen
antecedentes de epigramas modernizados a la manera que Dufoo lo hace.5 No
hay una tradición discursiva del epigrama a la que Dufoo pueda relacionarse
Por razones prácticas, nos referiremos a partir de ahora a cada uno de los fragmentos
de acuerdo al orden de aparición.
5
Aunque practicaron el género, los epigramas de Salvador Novo, Jaime Torres Bodet o
Guillermo Prieto, no llegan a representar, ni de lejos, una renovación de éste como lo lograra
Dufoo.
4
153
edgar antonio robles ortiz
como heredero o por la cual hubiese
sido perceptiblemente influido. En vis­
ta de lo anterior, no está fuera de lu­
gar interpretar el título de Epigramas
como un título artificial.
A la vez que lleva las posibilida­
des del epigrama a sus límites, Dufoo
destruye el género. Quien practique el
epigrama dufoniano corre el riesgo de
terminar escribiendo un tipo de epita­
fio, diálogo, minificción, etc. Finalmen­
te, y tal vez sin planearlo, Dufoo alcanza
la poética del fragmento, divulgada por
el romanticismo alemán y el Círculo de
Jena.
Pese a todo lo dicho, la pertenen­
cia de Epigramas a este género, en tan­
to tradición discursiva, es difícilmente
rastreable. Es común que, a causa de
una pereza analítica, aquellos textos que no son ubicables en una tradición
literaria pasen a ser textos impuros, lo mismo que aquellos que adolecen de
una falta. En el caso de Epigramas, se trata de dos: la impureza genérica y la
impureza discursiva. La primera, porque se resiste a una clasificación dentro
de los criterios de un solo género literario; la segunda, porque el discurso del
texto se aleja de la veta anecdótica y los temas tradicionalmente literarios
para, en cambio, acercarse a un discurso de carácter filosófico.
La indeterminación del género se acomoda al estilo de Dufoo (breve,
agudo y sentencioso), puesto que Epigramas no cultiva en realidad éste gé­
nero sino que felizmente coincide con su descripción (o definición) teórica.
La auténtica tradición discursiva de esta obra yace en el diccionario (su defi­
nición y las posibilidades teóricas de ésta) antes que en otros epigramas. Así
las cosas, si quisiéramos abarcar todos los fragmentos de Epigramas como
distintas formas de dicho género, habría que abrir un apartado especial para
el epigrama dufoniano, cuyas relaciones participarían de tantos géneros (o
154
epigramas, un texto para el siglo xxi
tradiciones) que sería igualmente provechoso designarlo aforismo, poema o
simplemente fragmento.
Dufoo tiene claro la tesis de cada epigrama. Hay allí ideas redondas y
sin pérdida. Los epigramas no son una exploración del sentido a través de la
lengua: el interés de Dufoo en ésta se subordina a su capacidad para trans­
mitir una idea de forma perdurable y avasallante. No se detiene en imágenes
rebuscadas ni indaga en juegos excesivos del lenguaje. Es por ello que la li­
teratura de Epigramas no es prolija sino transparente; su lenguaje es estético
a fuerza de escasez, la cuidadosa selección de las palabras da la sensación
de continuo acierto, de una perfecta semblanza entre contenido y forma:
“Cejijunto, solemne, con aire de continuo acierto, seguro y perfecto –tiempo
de andante maestoso–, sólo le interesan las cuestiones graves: la belleza, el
bien, el progreso,la ciencia”.
hacia una renovación crítica : epigramas como texto total
Es evidente la gran dificultad que la crítica ha tenido al definir Epigramas.
Principalmente se debe a dos motivos: la multiplicidad de géneros y la sen­
sación de articulación que subyace en el texto. Desde la crítica embrionaria
de Xavier Icaza se vaticina cierta unidad, “habrá un ritmo que deje una sen­
sación de que algo se persigue, de que ese ritmo los une de tal modo que
forman una sola cosa”. Icaza no se equivoca con el resultado final de Epigra­
mas. Si en algo está de acuerdo la crítica sobre Epigramas es en cierta fuerza
unificadora inherente al texto como conjunto. Es digno de señalar que no
obstante que la carta de Icaza está dirigida a Torri, el primero no sugiere ni
siquiera una relación entre ambas poéticas. Para Icaza, se trata de dos tipos
de escritura completamente distintos.
El título de Epigramas equidista entre lo concreto y lo difuso. En apa­
riencia, no se trata de un título precisamente original para una obra literaria,
pues se acude al nombre de un género para designar la totalidad de la obra.
Este ejercicio común en antologías o textos de carácter misceláneo, da a en­
tender que lo que ahí se encontrará será –naturalmente– lo que se anuncia:
epigramas. El texto no tarda en defraudar tal expectativa. Poco a poco el
lector toma conciencia de que algunos fragmentos no pertenecen a la misma
155
edgar antonio robles ortiz
tradición literaria. Epigramas no es un libro de epigramas. El libro huye
de la indeterminación cómoda de un título prefabricado e impersonal como
podría haber sido Varia invención, Notas y pensamientos, Apuntes, etc., lo
que induciría a pensar en un “aligeramiento” en el proceso de producción
del texto, una falta de rigor y de unidad (incluso “importancia”) rastreables
hasta la concepción misma de la obra. La carencia, en suma, de un proyecto
de escritura.
Con Epigramas, Dufoo desiste de hacer una clasificación exhaustiva del
texto que publica. Ni siquiera intenta una corrección que precise un poco
más la naturaleza del texto como habría sido de haberlo titulado Epigramas
y otros textos; e incluso servirse de la segunda categoría genérica dominante:
Epigramas y aforismos (a la manera de Ensayos y poemas, de Torri). Gracias
a la información recuperada en distintas cartas de amigos cercanos a Dufoo
(como Xavier Icaza), sabemos que no planeaba escribir un libro de género
epigramático sino un libro como conjunto. Dufoo era consciente de que lo que
escribía rezumaba una promiscuidad entre géneros. Con ese gesto irónico
(nombrar algo por lo que no es) potencializaba las posibles lecturas de Epi­
gramas.
Hasta ahora nadie ha querido advertir en el título un gesto lúdico e
irónico; una ruptura con la solemnidad literaria y la concepción clásica de
estructura textual. Si bien el tono general del texto puede parecer sombrío,
su espíritu estructural es (viéndolo desde esta perspectiva) lúdico.
En un acto cercano a una de las premisas del arte moderno de co­
mienzos del siglo xx (el engaño, abanderado por Marcel Duchamp), Dufoo
nombra deliberadamente mal a Epigramas, consciente de que tal género es
insuficiente para incluir la totalidad (o la mayoría) de los fragmentos que
componen la obra. El engaño de Dufoo no es una burla; pero sí una impostu­
ra. Como podemos inferir de esta actitud, Dufoo es consciente de la novedad
literaria que supone Epigramas; su apuesta aspira a transgredir nociones in­
herentes al fenómeno literario como la unidad estructural, la relación filoso­
fía-literatura, los géneros literarios, sólo por mencionar los más importantes.
Puede que el resultado final de Epigramas no sea un mecanismo total­
mente calculado por su autor, pero es indudable que las sutiles conexiones
entre los fragmentos de la obra logran una unidad significativa para la ex­
156
epigramas, un texto para el siglo xxi
periencia del lector. De la misma forma en
que el escritor del siglo xxi confía al estilo
fragmentario cierta unidad azarosa dada por
relaciones inconscientes o de estilo, Epigra­
mas apuesta por una unidad que radica en
la memoria lectora.
Ciertamente, todo lo anterior supone
un cambio trascendental de la óptica críti­
ca desde la cual se analiza la obra. No obs­
tante, es difícil no ver en fragmentos como
los siguientes una confirmación del carácter
irónico-lúdico que permea gran parte del
texto:
41. Cuando se convenció de que había tocado
un puerto seguro, al abrigo de los vientos de
la fortuna, pidió prestada una teoría social,
moderada y rotunda, y compró un respetable
sistema religioso que resolvía, sin sobresaltos, todos los problemas.
8.
La razón le abandona cuando necesita pensar.
13.
La incoherencia sólo es un defecto para los espíritus que no saben saltar.
Naturalmente, sólo puede practicarla los espíritus que saben saltar.
23.
Era tan blando, tan blando, que para no ver en el cielo las nubes de la Dis­
cordia ponía en su ventana flores de papel, recortes de periódico y absurdos
optimismos.
La crítica que subyace en estos fragmentos se dirige contra una visión
racionalista y dialéctica. Epigramas combate (desde su título) la aspiración
a toda certeza fundamentada en la razón y la dialéctica. El hecho de que Epi­
gramas participe de múltiples géneros y posea fragmentos híbridos de impo­
sible catalogación es síntoma de su ruptura con la tradición que cada género
supone. Dufoo no sólo es indiferente a la forma genérica que asumen los
fragmentos de Epigramas sino que busca, o le resulta inherente, esta com­
posición difusa.
157
edgar antonio robles ortiz
La abundancia de géneros, la brevedad extrema de algunos fragmentos;
el cambio del tono irónico-doctrinal a uno de matiz modernista y de vuelta al
irónico-doctrinal, puede confundir al lector de Epigramas. A pesar de ello,
a estas características se le suman otras que favorecen –y hasta obligan– la
lectura del texto como una entidad fuertemente unificada: la inconfundi­
ble voz que atraviesa la totalidad de la obra; la unidad temática; el espíritu
desencantado y escéptico de esta misma unidad temática; la figura de “el
hombre” que, con infatigable insistencia, aparece en la obra; la comunica­
ción y la repetición de formas en algunos fragmentos y –esto hay que decirlo
con mucha precaución– las características editoriales que acompañaron a la
cuidada y preciosista primera edición en 1927, las cuales no se han vuelto a
reproducir en ninguna de las ediciones postreras.
El sentido que se persigue en estos fragmentos parece ser el mismo
(con sus distintos matices) en todos los casos: el mundo moderno ha termina­
do por destruir la grandeza de los mitos fundacionales de Occidente. El ideal
del ser humano se encuentra en una época tan vil que no puede permanecer
incorruptible. Inclusive las figuras más gloriosas sucumben ante la pobreza
de espíritu de la época moderna, dando fin así a los grandes relatos:
Castigo
Para que sirviera de ejemplo a los inquietos de los tiempos futuros –nuevo Pro­
meteo–, los dioses lo inmovilizaron en medio de su ruta y le hicieron esperar,
inútilmente, la muerte.
75.
En los tiempos futuros
(Al declinar el mundo. En la tienda del Expositor de las Cosas Pasadas. Frente
a una muchedumbre homogénea y unánime, el Expositor muestra a Prometeo.)
–Ved, dice, a este hombre de una raza dura que, como los hombres de la Raza
de Plata, engendró la Discordia y puso en los corazones el ímpetu infinito y las
pasiones desmesuradas. Su sensibilidad inventa, su sensibilidad deviene. Cada día
tiene un sentido más o una modalidad más de un sentido. Su inteligencia llama a
cada instante nuevas inquietudes. Su voluntad orgullosa desdeña los frenos de la
saludable disciplina y vive la ilusión de la fuerza eterna. Su alma creadora des­
precia las virtudes menores y los paisajes domésticos, el interés de la especie y
el espíritu de las razas, y sólo gusta de los sueños personales, de los proyectos únicos
y del éxtasis peligroso. Pecador endurecido, jamás pudo aprender del fracaso y,
99.
158
epigramas, un texto para el siglo xxi
caer en el surco amargo, cayó pensando en el desquite. Ved cómo, aun definiti­
vamente vencido, brilla en sus ojos la llama terrible de la libertad, y cómo sus
crispadas manos, instrumento del alma, hacen ademán de acabar con nuestros
sabios conglomerados sociales, con nuestros organismos maravillosos en los que
ha desaparecido el disolvente impulso individual. Este torpe rebelde piensa to­
davía que en la humanidad organizada puede haber alma personal.
(La multitud, indiferente, aprueba con un solo gesto.)
Por definición, la miscelánea en la obra de un escritor corresponde a
aquellos textos que, aunque pudieron haber sido escritos con gran esmero,
no forman parte de un proyecto literario definido, y casi siempre al margen
de una obra principal. Para Dufoo, esa obra fragmentaria e híbrida es el cen­
tro de su obra, el proyecto literario que lo ocupó más de diez años. Si superfi­
cialmente (taxonómicamente) Epigramas coincide con las características de
la obra miscelánea, su estructura profunda demuestra una incesante unión.
Al igual que El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, libro fragmentario
y sin embargo fuertemente unificado, escrito al margen de su producción
poética y narrativa, sin embargo ocupa –visto a la distancia– el lugar central
de su obra. Dufoo concentra todo su esfuerzo en Epigramas, la suma de su
estilo y pensamiento se halla ahí (acaso también en su última obra de teatro,
El barco). Desde esta perspectiva, la miscelánea está constituida por el resto
de su obra.
Si la sensación al leer Epigramas es la de un texto inmenso, se debe
a que los breves fragmentos son la concentración de discursos complejos y
difíciles, con el increíble mérito de no menoscabar su potencia y multiplici­
dad. El libro se extiende en una red interminable de conexiones temáticas,
guiños textuales, parábolas y aforismos que abren la puerta a ese texto no
escrito pero insinuado en cada uno de los fragmentos. Por esto, Epigramas
debe considerarse no sólo una de las obras precursoras de la experimentación
literaria, sino uno de los grandes libros escritos en la literatura mexicana.
La esencia textual de Epigramas no es arbitraria o desordenada, como
podrían considerarse obras en apariencia similares a la de Dufoo. La frag­
mentariedad de Epigramas es una poética no una “falta de tiempo” o apunte
al paso. La brevedad en Dufoo (como en Antonio Porchia) no es sinónimo
de ligereza –al menos no en un sentido de falta de dificultad o dedicación–,
159
edgar antonio robles ortiz
sino de concentración efectiva de un discurso más largo. Dufoo trabaja la
brevedad y la fragmentariedad minuciosamente, sin dejar de lado el sentido
panorámico del texto como proyecto, como obra unificada.
La impresionante variedad de tradiciones fusionadas en los fragmentos
hace imposible hablar de la nueva tradición que instaura Epigramas. En cada
fragmento, el texto salta de una tradición discursiva a otra, sin una preocupa­
ción ostensible por respetar las características formales de cada tradición; al
contrario, combinando estas características, prevenientes de diferentes tradi­
ciones genéricas.
El efecto de Epigramas, como conjunto, es el de un texto deconstruido:
la afirmación y la negación, al mismo tiempo, de distintas tradiciones lite­
rarias en un corpus ya fragmentado. El texto desestabiliza los conceptos de
género literario y tradición discursiva al participar en gran número de éstos,
siendo la única constante el cambio y la fusión. Otro mérito suficiente para
considerar Epigramas como una obra pionera en el campo.
Epigramas no busca instalarse dentro de los parámetros de una tradi­
ción sino servirse de los géneros para crear un artefacto narrativo poliédrico
capaz de contenerlo todo: el fragmento.
No es necesario “popularizar” a Dufoo: hay que comprenderlo con ma­
yor profundidad. Su lección más importante es, sin duda, la no-pertenencia.
El autor de Epigramas no sólo logró escapar de la corriente nacionalista que
fijó la fecha de caducidad a la obra de sus contemporáneos –tampoco se
limitó a seguir una tradición literaria–: fundó una poética unipersonal, una
tradición que sólo admitía a su creador como padre y heredero. La obra de
Dufoo pervive porque responde nada más que a la profunda inquietud de un
hombre frente a su intelecto.
160
La vigilia de la aldea
Vida con mi escritor
G abriel W olfson
Salvador Elizondo, Diarios, 1945-1985 (prólogo, selección y notas de Paulina Lavista),
fce , México, 2015, 339 p.
“Fui mujer de Salvador Elizondo du­
rante 37 años, tres meses y 29 días”: esto
es lo primero que leemos en este volu­
minoso tomo donde el Fondo de Cul­
tura vuelve a hacer una labor editorial
decente: frase categórica según quien
la mire, y más si la complementamos
con una de la página siguiente: “Me
convertí pues en la mujer del escritor,
mi admiración y amor profundo por él
me llevaron a reflexionar sobre muchas
cosas. Me preguntaba yo cómo debía ser
la mujer de un escritor, cómo procurar­
le paz y aislamiento, indispensables para
la creación de su obra, en realidad de
dos obras, la de él y la mía propia por­
que yo debía ser una artista digna de
él”. Me decidí a leer los Diarios de Eli­
zondo por dos razones: primero, por­
que últimamente me atraen la escritura
biográfica, las memorias, las vidas de
los otros, los epistolarios, los chismes;
segundo, porque quería resolver de una
vez si Elizondo me importaba o no, da­
do que tras la lectura deslumbrada de
Farabeuf y Teoría del infierno hace vein­
te años cada nuevo libro suyo me fue
dejando más indiferente. Pero este libro
–lleno de fotografías a menudo más in­
teresantes que los textos, donde, para
mi gusto, emerge un Elizondo más en­
trañable que en su escritura: Elizondo
bailando seguramente una rumbita, ha­
ciendo una mueca siqueiriana, atrás de
una cámara de cine, frente a la sede
del Partido Comunista Francés, de bi­
gotito corto, de gabardina larga, jugan­
do con sus hijos, leyendo, con máscara
de luchador, con un perico, modoso,
despeinado, fumando, bebiendo– poco
pudo para satisfacer mis dos razones.
Básicamente porque, pese a todas las
evidencias en contra, no es un libro de
Salvador Elizondo.
No cabe duda, y estos Diarios lo con­
firman: Elizondo era un grafómano (en
161
su caso, y aunque el drae no lo permita,
parece quedar mejor la voz grafoma­
níaco): alguien entregado a la escritura
aunque no tuviera nada de qué escribir,
una especie de José García, el persona­
je de El libro vacío, pero sin su insegu­
ridad y más bien confiado en su talento,
en su capacidad lúdica; al menos, en su
capacidad para volcarse al intermina­
ble encadenamiento de frases, con las
cuales llenó monstruosas cantidades de
libretas (porque claro, como grafómano
clásico y pintor en su juventud, escri­
bía, bocetaba y rayoneaba a mano y, me
imagino, rendía tributo a la religión de
las papelerías: libretas favoritas, plumas
especiales, obsesiva desorganización del
escritorio, rituales de escritura: “La di­
versidad del color de sus lomos [de las li­
bretas, escribe Elizondo en una de esas
libretas] da cuenta cabal de una manía
por no sintetizar en un todo armónico
la vasta gama de esas insinceridades”).
Como un On Kawara del altiplano, aun­
que sin el gesto conceptual, logró al final
disolver la transitividad de su diaria
tarea escritural hasta perder de vista,
atinada y milagrosamente, que el ejer­
cicio no conducía a nada.
Ahora bien, ¿qué hacer con esos des­
quiciantes montones de libretas? Y antes
que eso, la decisión más difícil: ¿hacer
algo o no? ¿Hacer algo sólo porque su
autor fue un escritor, alguien socialmen­
te reconocido como tal? ¿Hacer algo por
pensar que hay en ellas material que
muchos lectores disfrutarían? ¿Hacer
algo cuando el autor, en su delirio gra­
162
fómano, distinguía no obstante su es­
critura con fines exteriores, públicos, de
la mucho más ingente escritura de su ri­
tual cotidiano? De esa primera decisión,
sin embargo, aquí no queda margen para
que nos concierna. Pero una vez toma­
da, había que decidir cómo ofrecer el
material de estas libretas: ¿todo, a ries­
go de agotar el presupuesto del Fondo?
¿Qué partes? ¿Sólo las entradas del dia­
rio de ciertos años, una muestra re­
presentativa de distintas épocas? ¿Qué
haría representativos ciertos párrafos y
otros no? Para bien o para mal, Paulina
Lavista, viuda de Elizondo, decidió in­
tervenir muy fuertemente en esta labor
editorial. Para empezar, como vimos,
con un sustancioso prólogo que pode­
mos juzgar de varias maneras, como un
texto candoroso y desesperante (definir­
se a sí misma sólo en función de ser la
mujer de Elizondo, mostrar sin sonrojos
su fanatismo por el genio en pantuflas
que tenía al lado), o como una escritu­
ra generosa justo por su falta de pro­
tagonismo y por su malicia para hacer
ver entre líneas la conducta sentimental
de toda una época (de ahí el “yo debía
ser una artista digna de él”: ¿se oculta
algo en ese tiempo verbal, algo como
una mínima ironía sobre esas expec­
tativas naturales, tan dominantes que
ella misma las asumió? ¿Habla, pues,
en ese debía ser la tranquila rebeldía
frente al machismo progre de nuestros
grandes escritores de la segunda mi­
tad del siglo xx?); pero que, a final de
cuentas, resulta un texto más personal
que muchas, mu­chísimas páginas de
estos Diarios, la breve puesta al des­
nudo de Paulina Lavista, una comple­
ta declaración de amor o devoción (no
tanto por decirlo, que sí, sino sobre
todo expuesta en su decisión: “dedicar
el resto de lo que el destino me depare
de vida a cuidar, clasificar y difundir la
obra de mi esposo, lo que considero es
mi obligación”) y al mismo tiempo una
oblicua pintura de época, una época,
como decíamos, de “grandes obras” y de
“artistas”, una época donde ser “escri­
tor” suponía más incertidumbres prác­
ticas –es decir, menos becas– pero más
seguridad existencial en la definición
unívoca de eso, del “ser escritor” (con­
cepto tan contundente que puede aca­
rrearle a otros la sincera asunción de
algo como una obligación ética frente
a la “obra”).
Pero además del prólogo, Paulina La­
vista se encargó propiamente de conce­
bir este libro. Lo que leemos no son los
diarios de Elizondo sino una selección,
una lectura de ese diario, acaso muy
buena lectura, pero que, por principio de
cuentas, lima las impurezas propias del
género, su desorganización, su carácter
improvisado. En estos Diarios tenemos,
como dije, muestras representativas. ¿De
qué? Fundamentalmente, de la diver­
sidad de intereses de su autor, ésa es
la lectura de Lavista, el corte que rea­
liza a las decenas de libretas: a través
de ellas debe verse un artista total,
entregado a sus obsesiones retóricas lo
mismo que a sus grandes lecturas, ca­
paz de escribir en esas libretas ensayos
pulidos que luego entregaría o no para
su publica­ción lo mismo que insensatas
frases sueltas, noticias banales de la vida
literaria lo mismo que “fragmentos en los
que se filtran los ecos de la historia”,
como los caracteriza la editora. Inclu­
so nos topamos con un “Diccionario”,
armado con “distintas entradas de los
cuadernos”, procedimiento con el que
también se conforma una “Minimalia”,
conjunto de previsibles aforismos elizon­
dianos. Podemos agradecer, me parece,
esta decisión, por cuanto supone no ha­
ber pensado en armar nuevos libros de
Elizondo, espulgadas sus libretas para
juntar cincuenta páginas de aforismos
u ocurrencias; pero no habría de pasarse
por alto que estos Diarios son la mira­
da panorámica de Paulina Lavista, su
entera perspectiva, un libro más bien
suyo, como aquel de Bárbara Jacobs
sobre Monterroso, Vida con mi amigo.
Y no porque, como ella misma lo sugie­
re, haya eliminado pasajes demasiado
personales, cosa entendible y justifica­
ble, sino porque terminó restando a los
diarios su forma, ese carácter intem­
pestivo, inconveniente, falto de unidad,
dueño de un sentido que sólo puede
otorgarse a posteriori. Aquí, en cambio,
el sentido está dado desde el principio,
en el prólogo y en los resúmenes que
anteceden a cada capítulo: ahí está la
historia, parecen decirnos, ahí el relato
de una vida –o de dos, más bien–; lo
que sigue, las páginas de Elizondo, son
sólo ejemplos que confirman esa histo­
163
ria, que la ilustran. Casi una biografía
de Elizondo escrita por su viuda.
Y con todo, pese a las sustracciones y
acomodos, pese a que de Elizondo queda
un retrato de diseño, una panorámica
para dar cuenta de la multiplicidad de
sus intereses y la voracidad de su escri­
tura, queda también una gran estampa,
la pintura de un tiempo cercano y que
sin embargo, por su cerrazón, su tona­
lidad de cosa acabada, luce, me pare­
ce, lejanísimo. Como se trataba de ofre­
cer el retrato completo de un escritor,
por fuerza también se brinda el marco
de sentido para esa efigie, el contexto
bajo el que esa definición de escritor y
la ciega confianza en que esa idea de
escritor era deseable y posible cobraron
fluida existencia. Porque ésta es, pese
a todo, una de las potencias mayores
de los diarios, su cualidad de testimo­
nio inconsciente, de ineluctable registro
de una cultura –y una barbarie, claro–:
donde el diarista cree estar dejando un
apunte de lucidez extraordinaria, el lec­
tor futuro podrá desviar la vista de una
simpleza, un tópico de la época, mien­
tras que acaso se detendrá a husmear ahí
donde el diarista describía aburrido un
gesto coyuntural, ahí donde el superyó
y hasta el ello se habían ido a dormir.
Un ejemplo un poco abusivo: ahí don­
de Elizondo registra una manía de al­
guien que solía acompañar sus párrafos
de dibujitos, “Siempre acabo haciendo
un retrato de Valéry”, yo leo una opaca
generalización de sus diarios. Porque
aquí tenemos eso, la imagen amplia de
164
Elizondo, desde su infancia tímida y
presuntuosa hasta la semivejez don­
de relee por enésima vez a Joyce. Una
ima­gen que a mí se me presenta como
la de un clásico prematuro. Existe, no
cabe duda, un Elizondo heterodoxo,
sede de fantasías perversas, con ganas
de escandalizar, fuera de lugar y gus­
toso de estarlo, encantado con viejas
cámaras o instrumental médico, artífice
de S.Nob, un cruce entre Joseph Cor­
nell y un personaje wesandersoniano,
lépero y borracho, categórico y aficio­
nado a minucias, precursor de la sel­
fie estrambótica, dandi, impulsor de la
Escriotística (“ Técnica mágica de des­
ciframiento de las huellas del escroto
impresas en una tarjeta de visita”). Pero
existe también otro Elizondo, que en los
Diarios termina imponiéndose: el que
acaso es­cribió Farabeuf aún flirteando
con la pintura y el cine –al menos– y
que después, no obstante, muy pronto
se asumió ya plenamente como escritor
y, sobre todo, como un escritor clásico.
¿Qué significa eso, el clasicismo, en el
caso de un lector de Joyce, Mallarmé,
Pound? Que los leyó sin polémica, sin
partidismos (o con uno solo: el del cos­
mopolitismo frente al nacionalismo obli­
gatorio de su época, motivo, por cierto,
recurrente en el libro, el de la “asfixia”
que siente Elizondo por vivir en México:
“Lo último que haré en esta mierda de
país. A como dé lugar el año que entra
me tengo que ir de aquí”); que los le­
yó cuando ya no suponían una audacia,
cuando ya habían sido asimilados a la
más estricta y central tradición litera­
ria moderna. Que los leyó, en suma,
sin que su lectura implicara ningún
problema frente a la lectura de Reyes
o Valéry, a quienes podía ubicar en el
mismo lugar que a aquellos tres, un no
lugar, un espacio naturalizado, libre de
agonismos: el espacio de la excelsitud
literaria.
El clasicismo en Elizondo se termi­
na de revelar para mí en estos Diarios
como decisivo, un carácter que, insisto,
podría sonar exagerado o absurdo asig­
nado al espíritu diletante que escribió
Farabeuf. Pero es que su clasicismo
no consistía tanto en cierto corpus de
lecturas –aunque también: ahí están
Dante, Trayectoria de Goethe o su Ma­
llarmé clasicista– sino en un modo de
leer y un modo de entender la literatura
y entenderse como escritor (“I am very
tired of my life as a professional man
of letters”, escribe a fines del 83). Más
allá de las dudas vocacionales de la
juventud, el estatuto de escritor pare­
ce no representarle a Elizondo ningún
problema, no le acarrea ninguna duda:
ahí están los premios, las reseñas y el
“espaldarazo” de Paz para confirmarlo
socialmente como tal; ahí un campo li­
terario muy pronto conquistado –justa­
mente con Farabeuf– dentro del cual,
en vez de peleas o riesgos, aparecerá
cada vez más la erudición, el alto saber
clásico; ahí una desconfianza frente al
lenguaje que, sin embargo, se manifies­
ta más como una desconfianza dicha
que como una latente angustia histó­
ricamente situada –esto es, como un
tópico literario moderno–; y ahí, para
colmo, la perfecta vida literaria a la
mexicana lista para habitarla, aun con
el dandismo y las excentricidades de
Elizondo (“No fui a la junta de Vuelta.
Me aburre soberanamente”), vida lite­
raria donde, por cierto, se transparenta
el enorme peso ornamental que el Es­
tado priista concedía a los escritores,
en un momento en que en general aún
había un solo poder político y había
también una única clase letrada más o
menos compacta, homogénea, de fácil
identificación (desde nuestra actual in­
genuidad de provincias no puede uno
dejar de asombrarse con esos contactos
directos: con el hecho de que en oc­
tubre del 72 le hablaran a Elizondo del
pri para pedirle hacer “una crónica
del congreso del partido” y, sobre todo,
con que Elizondo no pudiera simple­
mente decirles “número equivocado” y
en cambio tuviera que hablarle a Paz
para pedirle su opinión al respecto; con
la llamada de la Secretaría de Gober­
nación para imponer a Montes de Oca
en el programa de televisión con Borges,
Arreola y Elizondo; o con una cena de ju­
nio del 81 en casa de Paz, con León-Por­
tilla, Rossi, Krauze, Solana y el presi­
dente López Portillo: “Octavio y Solana
habían bajado a recibirlo en la puerta
del edificio. Al poco rato regresaron de
tal manera que cuando entró el Presi­
dente no había nadie que nos presen­
tara. A mí me saludó primero con un
gesto de que ya me conocía. Después
165
seguían su secretario particular, un tal
Casillas, que no descubrió la pólvora co­
mo veremos un poco más adelante, y el
general Godínez, Huitzilopochtli redi­
vivo, también en uniforme de verano
con botines de charol, personaje muy
interesante. Finalmente entraron Solana
–que me presentó al Presidente–, Octa­
vio –que nos volvió a presentar–, Marie
Jo –que también nos presentó”).
Y hay un último elemento que ter­
mina de dibujar el clasicismo de Eli­
zondo y a mí me invita a alejarme de él:
la recurrencia de su tío Enrique Gon­
zález Martínez, una presencia cardinal
para la poética elizondiana, y un escritor
a quien conozco y a quien no detesto
–mucho menos por su participación en
el huertismo– pero sí considero decisi­
vo en la conformación de una poética
mexicana justamente clasicista, restric­
tiva e inútil. Antes de cumplir 40 años,
Elizondo, que había comenzado aborre­
ciendo El deslinde, proclama que Re­
yes y González Martínez son “los más
universales de nuestros autores. La poe­
sía en castellano del siglo xx se ha hecho,
con excepción de Juan Ramón (Cernu­
da, sí), en México”, y después enlista
su particular canon –mismo que se ve­
ría confirmado en su Museo poético, un
mamotreto conservador que sincera­
mente no entiendo por qué ha merecido
tanto reconocimiento–: Ortiz de Mon­
tellano, González Rojo, “algunos sone­
tos de Placencia y de Pagaza”, algo de
Ponce, Concha Urquiza y Cuesta. ¿De
verdad? Ya no nos detengamos en esa
166
curiosa necesidad de concebir la uni­
versalidad como parámetro de excelen­
cia o interés –o mejor, en ese dar por
hecho esa entelequia–, sólo pregunté­
monos qué poesía leyó Elizondo, o más
bien cómo la leyó, puesto que Torres
Bodet le parecerá “un poeta de refi­
nadísima sensibilidad” y puesto que,
como si no lo supiéramos ya pero estos
Diarios confirman, fueron Elizondo y
su generación quienes consolidaron, al
punto de la petrificación, de lo indis­
cutible bajo ninguna circunstancia, la
idea de que Muerte sin fin más ciertos
poemas de Paz –“Piedra de Sol” y “El
cántaro roto”, sobre todo– eran el para­
digma absoluto de la poesía mexicana.
Quizás el problema no fue tanto el de
los títulos que eligieron, sino el de la fe
en la perfección, frente a la cual ya no
quedaba nada que decir.
Chéjov is the New Black
F rancisco S erratos
Anton Chéjov, La isla de Sajalín, conaculta,
México, 2015, 402 p.
Es difícil entender cómo un autor re­
lativamente joven, en su apogeo crea­
tivo y con alta aceptación popular, de
pronto renuncie a todo y decida largar­
se al culo del mundo. Es lo que hizo
Anton Chéjov en 1890. Para los críticos
modernos, acostumbrados a concebir la
literatura como un éxito y no como una
experiencia del fracaso, la miseria o la
vida ordinaria, les resulta incompren­
sible: ¿qué obligó al enfant gâté de la li­
teratura rusa a emprender el viaje hasta
una de las prisiones más crueles de su
tiempo en la isla de Sajalín, al extremo
oriente de Rusia y al norte de Japón?
Algunos biógrafos tampoco lo entien­
den pero lo explican: a principios de
1890 el hermano de Chéjov, Mikael, de­
cidió estudiar leyes. Al especializarse
éste en la administración de las prisio­
nes rusas, Anton, muy cercano y queri­
do de toda su familia, se interesó en el
tema. Tal vez porque no logró concluir
su tesis para obtener el grado de médi­
co o porque la situación de los presos
le recordó la historia de su abuelo –un
esclavo que compró su libertad y la de sus
descendientes–, Chéjov salió de Moscú
en abril de 1890, decidido a cruzar todo
Siberia hasta llegar a la isla de Sajalín
no sólo para testimoniar por sí mismo la
situación de los presos en esa esquina
del mundo, sino también para saldar
una deuda con su profesión, aunque eso
le costara la vida: para ese año, Chéjov
ya había tenido los primeros síntomas
de la tuberculosis que lo mataría déca­
das más tarde. En una carta a su con­
troversial amigo y editor, A. S. Suvorin,
quien intenta disuadirlo de la empresa
suicida, Chéjov confiesa los motivos de
su partida:
Parto con la plena convicción de que mi
visita no aportará ninguna contribución va­
liosa ni para la literatura ni para la ciencia:
no tengo el conocimiento, el tiempo ni la
ambición para ello. No tengo los planes de
un Humboldt o un [George] Kennan. Sólo
quiero escribir unas 100 o 200 páginas y
con ellas aportar algo, aunque sea nimio,
a la medicina, la cual, como ya sabes, he
abandonado terriblemente. Posiblemente
no logre escribir nada, pero aun así la ex­
pedición no me es menos atractiva: con
leer, ver y escuchar aprenderé mucho y
ganaré experiencia.
Mi expedición pudiera ser absurda, ne­
cia, maniaca, mas ponte a pensar un mo­
mento y dime qué es lo que perderé si me
voy: ¿tiempo?, ¿dinero?, ¿qué padeceré
pe­nurias? Mi tiempo no vale nada, dinero
nunca he tenido y, en cuanto a las penurias,
tal vez viaje a caballo veinticinco o treinta
días, no más, y el resto de los días los pa­
saré sentado en el barco o en una habita­
ción escribiéndote cartas incesantemente.
(Tra­ducción mía de la versión inglesa de
Letters of Anton Chekhov to his family
and friends.)
Su viaje es como una Odisea sin Íta­
ca, sin Penélope y sin dioses que so­
plen a favor o en contra de su camino;
es una simple aventura humana donde
se presenta la crueldad más absurda e
inimaginada de los condenados a sopor­
tar hielos dantescos, penuria y miseria
extremas. Y de la misma manera que
Capote se interesó por escribir repor­
tajes sobre la vida de convictos en las
cárceles de Estados Unidos después de
convivir con los asesinos protagonistas
de su novela A sangre fría, Anton Chéjov
quería publicar un reportaje sobre lo que
167
vio en Sajalín, primero por entregas en
el diario El Pensamiento Ruso, donde
censuraron los capítulos dedicados a
la brutalidad de los guardias, y luego
como libro, el cual acaba de ser publi­
cado por conaculta, anotada y tradu­
cida por Víctor Gallego Ballestero. La
isla de Sajalín es un libro periférico en
la obra chejoviana, mas no en el sen­
tido de obra menor, porque en ella no
abandona la prosa marcial y esculpida
de sus cuentos u obras de teatro; al con­
trario, se ve a un autor sin pretensiones,
(con)movido más por la necesidad de
comunicar lo que lo afecta y donde éti­
ca y estética se conjugan.
A diferencia de Bulgakov, quien tuvo
que enfrentar los hielos siberianos de­
bido a su profesión médica, no vemos
a un Chéjov sarcástico ni cómico como
aquél, sino a un autor agudo, capaz de
ver en su totalidad todo el ecosistema
de la isla; muda de lente: algunas veces
proporciona una perspectiva antropoló­
gica –como cuando habla de los nativos
guiliakos o ainos– o política; otra veces,
legal o literaria. Para algunos críticos,
La isla de Sajalín es un libro precursor
del reportaje moderno porque renuncia
tanto al tono de las novelas de aventu­
ras tan populares en el siglo xix como al
impresionismo personal para enfocarse,
en la medida de lo posible, en los datos
bibliográficos que compiló así como en sus
observaciones, entrevistas, testimonios
e incluso censos hechos por él mismo.
En sus cartas a Suvorin, por ejemplo,
presume el haber hablado con todos y
168
cada uno de los habitantes de la pri­
sión. Chéjov juzga a los jueces, a una
sociedad enviciada con el castigo, la
condena y la sujeción, allí donde las
prisiones eran una extensión del siste­
ma servidumbre que predominaba en
la Rusia zarista. En lugar de pregun­
tarse por qué y cómo un preso le falla a
la sociedad, Chéjov, de la misma forma
que lo demostró Michel Foucault más
tarde, señala las fallas de la sociedad
que causan que una persona cometa un
crimen, sobre todo por la forma en que
la condena, pues todos en Sajalín es­
taban atados al pacto de una condena
casi metafísica: los presos, los exiliados,
las esposas que siguen a sus maridos,
los hijos que siguen a sus padres, los
hombres libres cuyas esperanzas se
han marchitado, los animales, los mis­
mos guardias. “¿Por qué están atados
tu perro y tu gallo?”, le pregunta a un
preso. “En Sajalín todos estamos enca­
denados –dice con ironía–. Este lugar
es así”.
Lo perturbador de La isla de Sajalín
es la enorme capacidad de Chéjov para
retratar la pequeña sociedad que los pre­
sos, los marginados de la civilización,
han construido en la isla. Es una especie
de ficción documental distópica donde
los condenados tienen un código, una
cultura, una forma de vida, trabajo, ma­
trimonio y corrupción dentro de la co­
rrupción. No obstante no habla de ellos
con falsa piedad o curiosidad morbo­
sa, sino que los retrata de forma más
compleja al plantear la pregunta que,
incluso hoy, en sociedades modernas
dominadas por el castigo, la disciplina
y el control de los individuos, espolea
muchos debates éticos: ¿ha perdido la
dignidad una persona que ha cometi­
do un crimen, por muy horroroso que
éste sea, y debe tratársele sin ninguna
consideración ética o humanitaria? O
incluso otra mucho más incómoda y
muy en boga hoy en día gracias a series
como Orange is the New Black: ¿son el
crimen y el castigo una cuestión de
raza o clase social? ¿Deben ser casti­
gadas las mujeres de la misma forma
que los hombres?
De hecho, las observaciones de Ché­
jov sobre la situación de las mujeres en
Sajalín parecen extraordinariamente con­
temporáneas e incluso irónicas en cier­
tos pasajes. Cuando habla del cruel trato
a las mujeres de los guiliakos, etnia
nativa de la isla, se permite hacer co­
mentarios de este tipo: “No cabe duda
de que para el guiliako la mujer no es
más que una mercancía, igual que el
tabaco o el tejido. Strindberg, escritor
sueco famoso por su misoginia, que de­
searía que la mujer estuviera totalmente
sometida a los caprichos del hombre,
comparte los mismos principios que los
guiliakos. Si algún día visitara Sajalín
Meridional, lo abrazaría calurosamen­
te”. Como el trabajo forzado no estaba
destinado a las mujeres, apenas llega­
ban a la isla. Sin importar si eran exi­
liadas o convictas, se les encontraba
las dos únicas ocupaciones que podía
realizar: el mantenimiento de la casa y
la prostitución. “Cuando pregunté en
Aleksándrovsk si había prostitutas en el
lugar, me respondieron: ‘¡Todas las que
quieras!’” Abuelas que cohabitan con
varios jóvenes o niñas de nueve años
casadas con funcionarios y administra­
dores del penal –su edad o estado físico
no era un impedimento, “ni siquiera la
sífilis terciaria”–, su destino era servir a
los hombres para el placer o el trabajo,
pero en las temporadas de escasez ali­
mentaria e invierno crudo se convertían
en una carga y estorbo de la misma for­
ma que un animal lisiado. “En ningún
caso se tiene en cuenta –dice Chéjov–
el sentido de la dignidad, la feminidad
y el pudor de las presas, como si se so­
breentendiera que todo eso ha quedado
reducido a cenizas por su desgracia o
se hubiera perdido en su paso de prisión
en prisión y de etapa en etapa”.
Tal vez las mejores páginas de La isla
de Sajalín sean las que Chéjov dedica
a la colonización de las etnias nativas,
que empezó con la lucha diplomática
entre japoneses y rusos cuando ambos
reclamaban como suya la isla. Son pa­
sajes lúcidos y oscuros que atraen y
asquean de la misma forma que una es­
cena de terror en una película. Muraka­
mi, uno de los autores más chejovianos
de nuestro tiempo, no escatima en citar
esos pasajes en su novela 1Q84. Al acer­
carse a ellos, “tenía la impresión de
encontrarme en alguna parte de la Pa­
tagonia o de Texas, pero no en Rusia…
Percibía a cada instante que la forma
de vida de los oriundos del lugar dife­
169
ría completamente de la nuestra, que
no podrían comprender a Pushkin ni a
Gógol, que en consecuencia se vuelven
inútiles”. Los guiliakos y ainos son re­
ducidos a una condición peor que la de
los presos: son condenados a una mise­
ria existencial y desesperanzadora por
los colonizadores, su cultura ha sido des­
truida y la única forma de sobreviven­
cia que les queda es la rapiña, el robo
y el alcohol, su inmejorable paliativo
para sobrellevar la vida.
Seamus Heaney, en Station Island
(1984), escribió un poema titulado “Ché­
jov en Sajalín”, en donde retrata un mo­
mento del viaje del escritor ruso, justo
en el barco que lo llevaría a Sajalín.
Chéjov abre una botella de coñac que
sus amigos moscovitas, pertenecientes
a la élite intelectual y acomodada, le
habían obsequiado. Hay en este poema
una imagen que me cautiva: “When he
staggered up and smashed it on the sto­
nes / It rang as clearly as the convicts’
chains / That haunted him”. Estrelló la
copa contra las rocas y el cristal, al rom­
perse, le recordó el tintineo de las ca­
denas de los presos al caminar. Es un
instante contradictorio: el escritor que
tenía por esposa a la medicina y amante
a la literatura, se da cuenta de la hipo­
cresía de nuestra civilización que, ple­
na de gestos delicados, está sustentada
en la esclavitud o la explotación de una
mayoría. El poema además describe la di­
fícil decisión de Chéjov por encontrar un
tono y una forma para hablar de Sajalín
porque los demás géneros a él –maestro
170
de casi todos, la novela corta, el cuen­
to y el teatro– le parecían insuficientes
para lograrlo. Y he aquí lo que me pare­
ce una lección para muchos escritores
de hoy: renunciar a la pose del oficio, no
hablar como escritor, sino simplemente
dejar que las personas hablen. Estre­
llar la copa y pagar nuestra deuda.
Habitar el limes
L eonarda R ivera
Carlos Girón, La filosofía del límite como
filosofía de la cultura, Fondo Editorial
Estado de México, México, 2015, 174 p.
A finales de los sesenta, Eugenio Trías
publicó su primer libro, La filosofía y su
sombra, y su irrupción en el escenario
intelectual barcelonés coincidió con el
nacimiento de las grandes editoriales y
la renovación misma de la vida cultu­
ral y artística de Barcelona. A Eugenio
Trías le tocó ser parte de ese gran pro­
yecto que emprendió la editorial Salvat
en los años setenta: la ampliación de
su enciclopedia. Y muchos escritores
e intelectuales de la época circularon
por las oficinas de la editorial para de­
jar su colaboración. En El árbol de la
vida, Trías narra su experiencia como
encargado de la sección de filosofía y
de los diversos cambios culturales que
fue sufriendo la ciudad en el periodo
de la transición posfranquista. Durante
esos años, Eugenio Trías fue el introduc­
tor de algunos textos del pensamiento
francés en el mundo de habla hispana.
Por ejemplo, la primera traducción de
Jacques Derrida se produjo en una pe­
queña colección de cuadernos de Ana­
grama. Él mismo tradujo “La estructura,
el signo y el juego en el discurso de las
ciencias humanas”.
La primera parte de la obra de Eugenio
Trías está marcada por el pensamiento
francés. De hecho, nunca negó la fasci­
nación que produjo en él la Histoire de
la folie à l’âge classique, de Foucault.
De ahí que sus primeros ensayos estén
plagados de referencias a este pensador.
Los dos primeros ensayos que confor­
man su segundo libro, Filosofía y car­
naval y otros textos afines (1971), son
comentarios a la obra del autor de Las
palabras y las cosas. Los títulos de esos
apartados son más que evidentes: “El
loco toma la palabra” y “Arqueología
de la cultura occidental”. A esta época
pertenecen también Meditación sobre
el poder, Tratado de la pasión, El artista
y la ciudad, Lo bello y lo siniestro, así
como obras menos conocidas: Teoría de
las ideologías y Metodología del pensa­
miento mágico.
La orientación filosófica de Eugenio
Trías comenzó con la conciencia de un
olvido o de algo inhibido o censurado
que merecía ser considerado filosófica­
mente. A esto, por lo consiguiente, se
refería la palabra “sombras” en su pri­
mer libro. Se trataba de ir recorriendo
el cerco de sombras que una razón res­
trictiva y poco aventurera iba dejando
tras de sí: el olvido de la metafísica,
el pensamiento mágico, la locura y la
sin-razón como amenazas a la identidad
del sujeto y al ser de máscaras en que
podía descomponerse; la pasión en re­
lación con el sujeto activo y racional;
lo siniestro en relación con los cáno­
nes estéticos que elevan lo bello y lo
sublime; lo sagrado y lo religioso en la
forma de razón ilustrada occidental o
lo simbólico en una razón incapaz de
establecer un nexo profundo con ello.
Pero si los sistemas filosóficos fueran
una especie de escenarios teatrales y
cada uno de los conceptos fueran per­
sonajes que van apareciendo en escena
hasta que de pronto uno de ellos roba
todo el escenario, entonces diríamos que
en el caso de Eugenio Trías ese persona­
je es el concepto de límite. La segunda
etapa de su pensamiento está marcada
precisamente por esta noción, el limes,
el límite. Este concepto se deja ver con
toda su fuerza en Los límites del mun­
do (1985), un libro que tiene una clara
resonancia de Wittgenstein. Con este li­
bro la obra de Eugenio Trías sufre un
punto de inflexión, pues a partir de él
empieza la construcción de todo un
sistema filosófico fundamentado en el
límite. Pronto aparecerían libros como
La lógica del límite, La ventura filosó­
fica, entre otros, en los que Eugenio
Trías procedía a pulir el concepto re­
cién descubierto. Sin embargo, hablar
del límite en términos filosóficos no era
171
un tema nuevo y, consciente de ello,
Trías dialoga con la tradición. Se apro­
xima, pues, a la idea del límite desde
la herencia filosófica moderna, que de
Kant a Hegel, y de éste a Wittgestein,
se había detenido a pensar el límite.
Sólo que, para estos autores, en la idea
de límite primaba siempre un carácter
restrictivo y negativo, además de que se
le daba únicamente un carácter lógico
o epistemológico y lógico-lingüístico.
Frente a éstos, Eugenio Trías piensa el
límite en términos ontológicos. ¿Cómo
se explica el problema del límite desde
la ontología? Su teoría de los tres cer­
cos nos proporciona elementos visuales
para entender esto. El límite lo es siem­
pre del cerco del aparecer (conocido
también como mundo) y en referencia a
algo (igual a X) que Eugenio Trías deno­
mina cerco hermético (también podría­
mos llamar mundo de lo sagrado o el
Arcano). Para explicarlo solía dibujar
tres círculos entrelazados, dos de ellos
definidos y determinados, aunque uno
más estrecho que el otro, y un tercero
espectralmente difuminado. Estos cer­
cos no son estáticos, sino que además
de moverse ejercen presiones y embes­
tidas unos respectos de otros, de ahí que
los círculos aparezcan con pequeñas
flechas que indican esa “agresividad”
que le es propia. El límite lo es entre
lo que puede decirse y lo que debe ca­
llarse; o entre lo decible y lo indecible.
Pero ese limes no es sólo un “Muro” (de
silencio) que impide todo acceso a lo
inaccesible, sino que contempla aper­
172
turas, puertas, mediante las cuales se
podía promover cierto acceso a lo inac­
cesible. Ese acceso es, según Eugenio
Trías, de naturaleza simbólica.
Todos los filósofos tienen un labora­
torio personal en el que experimentan
o discurren sobre temas diversos. Para
Eugenio Trías ese lugar siempre fueron
las artes, la música, la literatura. Pero
también hay que decir que Eugenio
Trías siempre se negó a aceptar lo que
llamaba “especialidades filosóficas” y
sostuvo que la filosofía era sólo una con
la posibilidad de mirar hacia muchos
lados. Su obra misma se despliega bajo
la imagen de una ciudad fronteriza, que
cuenta con cuatro barrios, a saber: 1. el
de la razón fronteriza (que comprende
las temáticas relacionadas con la onto­
logía y la teoría del conocimiento); 2. el
del uso práctico de la razón (encargado
de la filosofía cívico-política que se des­
prende de la filosofía del límite); 3. el
barrio de la cita (simbólico-religiosa)
del hombre con lo sagrado y, por último,
el barrio correspondiente al arte (donde
se da la formación simbólica del mundo
a través de la poiesis).
La filosofía del límite como filosofía de
la cultura, de Carlos Girón, es una intro­
ducción a la magna obra de este pensa­
dor catalán. Para quienes no la conocen,
el libro de Carlos Girón es una gran guía
para recorrer la ciudad del límite, ba­
rrio por barrio. Aunque la mayor parte
del libro esté centrado en La edad del
espíritu, Carlos Girón no permite que esa
gran vía opaque aquellas callejuelas
que conforman la ciudad del limes. Co­
mo todo buen viajero que recorre una
ciudad, Carlos Girón se pierde o se de­
tiene demasiado tiempo en un solo es­
pacio o barrio, pero el lector comprende
porque desde el comienzo se advierte
que, en ese paseo por la ciudad, se
buscará la probabilidad de encontrar
en la filosofía del límite una filosofía de
la cultura.
Carlos Girón es tal vez el discípu­
lo más joven que dejó Eugenio Trías;
estuvo muy cerca de él en la Universi­
tat Pompeu Fabra de Barcelona, don­
de éste dio clases durante los últimos
veinte años de su vida. Y este libro es,
hasta dónde sé, el segundo trabajo que
un mexicano escribe sobre la obra de
Eugenio Trías. Hace unos años Edicio­
nes sin Nombre publicó La existencia y
sus sombras, de Crescenciano Grave, otro
de los expertos en la obra del pensador
catalán. Este libro de Carlos Girón se
suma a una serie de trabajos en torno
a la filosofía del límite que, desde hace
más de diez años, han ido apareciendo.
El primero de ellos, de José Manuel
Martínez Pulet, Sobre las variaciones
del límite, seguido por los libros colec­
tivos El límite, el símbolo y las sombras,
dirigido por Andrés Sánchez Pascual
y Juan Antonio Rodríguez Tous, en el
que colaboran doce escritores, y La fi­
losofía del límite. Debate con Eugenio
Trías, coordinado por Jacobo Muñoz y
Francisco José Martín. También hay que
mencionar ese amplio estudio, Razón y
revelación sobre la filosofía de Trías des­
de la óptica de su vertiente metafísica
(ontología y filosofía de la religión), es­
crito por Arash Arjomandi, así como La
otra orilla de la belleza, de Fernando
Pérez Borbujo.
Si bien es cierto que el libro más
ambicioso de Eugenio Trías fue, en su
momento, como él mismo lo manifestó,
La edad del espíritu, creo que las obras
cumbres de su filosofía son El hilo de
la verdad, Ciudad sobre ciudad. Arte,
religión y ética en el cambio del nue­
vo milenio y El canto de las sirenas, ya
que son obras que sintetizan los entra­
mados principales de la filosofía del lí­
mite a la vez que recuperan el discurso
festivo y la preocupación por las artes
presente en los primeros libros. De he­
cho, en Ciudad sobre ciudad, Eugenio
Trías se contempla a sí mismo bajo la
metáfora de un viejo agur que inaugu­
ra su ciudad ideal. Recordemos que en
los ritos de fundación de las ciudades
antiguas la figura del agur representaba
a una especie de sacerdote que trazaba
los límites de la ciudad. En Ciudad sobre
ciudad podemos leer pasajes como “Esa
ciudad entre tanto se me ha ido cons­
truyendo en sus principales barrios y
arterias, y ahora se trata de inaugurar­
la. Es una ideal, tal como corresponde
a una propuesta filosófica; pero que in­
tenta convalidarse en el orden de las
exigencias y apremios de la ciudad real
(sociedad, cultura) hoy en curso. Esa
ciudad, como se verá, posee cuatro cir­
cunscripciones. Cada una de ellas se
me ha ido formando de manera espon­
173
tánea en mi creación filosófica. No ha sido
un crecimiento planificado. No se trata
de una ciudad filosófica en el sentido
en que ese gesto inaugural se produce en
la tradición que Descartes inaugura.
No es una ciudad racional, al modo de
Le Corbusier, urbanista y planificador.
No es una ciudad cartesiana que se im­
pone sobre la palabra y la escritura. Es,
más bien, como señala Wittgenstein en
sus Investigaciones filosóficas, una ciu­
dad que al estilo de las viejas ciudades
europeas posee sus barrios y suburbios
sobre los que se edifican nuevos acomo­
dos urbanos, y en donde conviven viejos
barrios con expansiones o ensanches de
nueva planta”.
El libro de Carlos Girón, La filosofía
del límite como filosofía de la cultura,
es un mapa que invita a recorrer la ciu­
dad del limes a través de ciertos pun­
tos y sugerencias. El capítulo primero
está dedicado a la categoría del sím­
bolo desde una perspectiva ontológica,
mientras que el segundo se centra en
los conceptos de Eros y poiesis. El tercer
capítulo, por su parte, intenta respon­
der la pregunta inicial: ¿es posible ver
en la filosofía del límite una filosofía de
la cultura?
En España y en Latinoamérica hay
muy buenos historiadores de la filoso­
fía, exégetas de los clásicos, muy buenos
profesores, pero muy pocos se atreven a
hablar por sí mismos, desde un pensa­
miento propio, y Eugenio Trías fue uno
de éstos. Trías construyó un sistema fi­
losófico fundamentado en la noción de
174
limes, límite, un concepto ontológico
pero que tiene una dimensión claramen­
te pragmática. El límite es donde se vi­
ve, el lugar donde vive el hombre: “Los
límites del mundo somos nosotros mis­
mos, con un pie implantado dentro y
otro fuera. Somos los límites mismos
del mundo”, como está dicho en Los
límites del mundo.
La fascinación por inventar
monstruos
F abio M orábito
Rafael Toriz y Édgar Cano, Animalia, Uni­
versidad de Guanajuato, México, 88 p.
Este Animalia, escrito por Rafael Toriz
e ilustrado por Édgar Cano, es pariente
cercano del Manual de zoología fantás­
tica, de Borges y Margarita Herrero, del
cual hereda el estilo conciso y la volun­
tad fabulatoria. Se emparienta también
con una investigación reciente de Nor­
ma Muñoz Ledo, ilustrada por Antonio
Helguera Martínez y José García Her­
nández, que lleva el título de Superna­
turalia, en donde la autora pasa reseña
a ciertos seres irreales (duendes, brujas,
animales) del imaginario mexicano. Se
trata, en los tres casos, de recopilaciones
de criaturas casi todas ellas inexisten­
tes, que por alguna razón han llegado
a perdurar en la imaginación del hom­
bre. Es como si la fauna que conocemos,
con su infinita variedad de formas y
tamaños, nos pareciera, a pesar de to­
do, pobre, y necesitáramos ampliar su
repertorio, con la secreta esperanza o el
secreto temor de que esas bestias inven­
tadas por nosotros existieron en algún
momento o quizá vayan a existir en un
lejano porvenir.
Como nos recuerdan Borges y Ma­
ría Guerrero en el prólogo de su libro,
“Un monstruo no es otra cosa que una
combinación de elementos de seres rea­
les y las posibilidades del arte combi­
natorio lindan con el infinito (…), sin
otros límites que el hastío y el asco”.
Animalia no es la excepción a esta ley
de la combinatoria virtualmente infini­
ta que rige todos los bestiarios fantásti­
cos. En sus criaturas se conjugan rasgos
de animales distintos, amasijos a veces
asquerosos, en efecto, como es el caso
del tlaconete, salamandra multiplicada
por cinco o por seis, o el cratilo, una fu­
nesta córnea en la que se ensartan cua­
tro patas peludas. Tal vez venga al caso
preguntarse qué función desempeña en
la psique del ser humano la invención
de animales estrafalarios, a menudo ho­
rrendos. Yo creo que nos dan permiso
de experimentar la náusea que, junto
con la fascinación, nos producen todos
los animales. Náusea y fascinación vie­
nen juntos. Lo que nos causa náusea, nos
fascina, y lo que es fascinante oculta
siempre una parte aborrecible. No hay
animal, por más familiar que sea, como
el perro, el gato o la gallina, que no nos
provoque cierta repulsión. Son criatu­
ras incomprensibles, porque decidieron
asumir la vida de una manera distinta a
la nuestra. Son monstruos, en la medi­
da que la alimentación, la movilidad y
la reproducción tomaron en ellos unas
soluciones insospechadas. Nos provocan
la misma ligera repulsión, aunada a la
fascinación, que nos causa escuchar un
idioma desconocido. Y seguramente po­
dríamos aplicar a los idiomas el mismo
axioma de la combinación infinita que
Borges y Guerrero adjudican en su pró­
logo a la invención de monstruos. No hay
monstruo imposible, como no hay idioma
imposible. Todo, empero, tiene un límite.
Hay un número infinito de formas para
las lenguas, igual que para los anima­
les, pero una vez pronunciado el primer
sonido de un idioma, éste suprime de su
repertorio otros miles de sonidos posibles
y adquiere de inmediato una personali­
dad lingüística inconfundible y acotada.
Del mismo modo, basta una parte míni­
ma de un animal desconocido para pro­
nosticar con bastante certeza la forma
y el tamaño de sus otras partes, como
no dejan de demostrarnos los paleon­
tólogos. Una vez que un organismo, por
más rudimentario que sea, cobra forma,
el vértigo de las variaciones se reduce
drásticamente. Algo de eso debieron de
sentir los dos autores de esta Anima­
lia, el pintor y el escritor. Debieron de
sentir que la invención estrafalaria
tiene un límite, so pena de hastiar al
lector. Construir un monstruo requiere
una ingeniería tan precisa como la que
175
empleó la naturaleza para forjar a las
criaturas que conocemos. Por eso, uno
de los móviles principales de Animalia
es el estilo, y voy a ser más radical: los
animales de este libro son un pretexto
para construir un estilo, un estilo lite­
rario y un estilo pictórico. Nada mejor
que unos seres inexistentes, unas cria­
turas imposibles, para ponerle coto a la
imaginación, es decir, para establecer
una coherencia donde ésta parecería in­
necesaria. De eso se trata el estilo, jus­
tamente, de acotar y delimitar, creando
una modulación coherente, que es la
misma que reconocemos en un animal
o en un idioma. El estilo no significa nada,
pero ¿qué significa un perro? ¿Qué sig­
nifica el idioma alemán? No lo sabemos,
pero existen, y los reconocemos en se­
guida. De hecho, en ese reconocimiento
se cifra toda la cuestión. Si reconoce­
mos algo, es que se nos ha impuesto su
existencia como necesaria, sea ésta
gozosa o repugnante. La precisión del
trazo estilístico de Toriz y de Cano or­
denan una materia sólo aparentemente
gratuita. Sus estilos distintos se parecen
en el encarnizamiento con que rehúyen
de lo vago, de lo meramente poliédrico,
y ponen ante nuestros ojos una galería
de seres redondos e inclasificables, tan
ajenos o cercanos como pueden serlo
los perros, los gatos y las gallinas. Por
eso no es extraño que aparezcan en este
bestiario animales comunes y corrien­
tes, como la oropéndola, el elefante, la
jirafa, el marabú o el escarabajo. Están
ahí, codeándose con las bestias más estra­
176
falarias, porque son tan o más asombrosos
que ellas. Ya lo sugerimos líneas antes:
todo animal es fantástico. Nunca ago­
taremos un elefante. Y, a mi juicio, es
en los textos sobre esos animales cono­
cidos donde la pluma de Toriz alcanza
su mayor hondura. Sentimos en ellos
un componente que falta en la descrip­
ción de las criaturas irreales, que es la
piedad. Léanse estas líneas sobre el
elefante: “Noble y justo, el gigante de
gruesa piel es pura misericordia (…)
Herbívoro confeso y juguetón cuando
joven, posee una memoria prodigiosa
que ensancha su tristeza cuando viejo”.
O estas otras sobre el marabú, que al­
canzan la cadencia de un poema: “Más
que ave, pajarraco. Más que vuelo, mal
augurio. (…) Donde vuela el marabú hace
sombra la desdicha. Donde vuela el ma­
rabú huele siempre a niños muertos”.
O este brillante ensayo a lo Borges so­
bre la oropéndola: “Replica a todos los
pájaros del mundo pero ninguno le res­
ponde (…). Hay quienes sostienen que
en realidad es la única ave que existe
y que las otras son sólo un eco de sus
cantos viejos y perdidos. Es imposible
descubrir su engaño porque la oropén­
dola, en lo profundo de su nido, sólo
canta para ti”.
Ahora que sabemos gracias a Darwin
que todo organismo vivo cambia sin ce­
sar y que los animales no se casan con
ninguna forma permanente, tal vez lo
que en este libro parece un ejercicio
de afortunada combinación surrealista,
en un futuro lejano será realidad, y los
niños de ese tiempo, si es que habrá ni­
ños todavía, tendrán como mascotas al
horrendo tlaconete o a al nauseabundo
cratilo. Por suerte ni ustedes ni yo es­
taremos para verlo.
De las lindes a las Lindes
G erardo L ino
Tadeus Argüello, Teorema de Medusa,
Gobierno del Estado de Queretaro/Calygra­
mas, Querétaro, 2015, 56 p.
Asombro fue la primera sensación ori­
ginada al leer el poema “Descartes, por
Francis Bacon” en el número 168 de
Crítica. Pedí un ejemplar sin pensarlo.
Llegó. Luego vino la relectura y la lec­
tura completa de este libro breve –que
Vila-Matas no hubiera esperado, tan
lleno de peso.
Ese asombro no corresponde al que
cierta especie de literatos procura lograr
en sus lectores, el efectismo, el truco fá­
cil. No. Fue más parecido al que se­
ñalaba Aristóteles como incitador de la
filosofía: el asombro que los objetos del
mundo suscitan y que luego nos lleva a
preguntarnos qué son y por qué.
Teorema de Medusa está compuesto
de tres partes. En vez de enunciarlas será
mejor decir que en apariencia son tres
libros, tres poemas o tres series. Es lo
de menos. Importa esto: son abordajes
claros y distintos, como se leerá más
adelante, al mismo tiempo que corre por
sus fondos un líquido –quizás oscuro
porque no se nota– cuya resonancia te­
nue permite detectar que hay una mis­
ma voz, una misma ansiedad por dirimir
los límites entre el pensamiento y la pa­
labra, entre la filosofía y el poema, en­
tre el pensamiento no verbal –al fondo
de los fondos– que acaso se convierte
en poema. En fin: una misma busca por
medio de la inestable escritura.
Debo decir que tal inestabilidad es
aludida en diversos momentos, versos
o poemas completos; sólo aludida, por­
que la escritura que se presenta en las
páginas publicadas en el libro que nos
ocupa muestra un dominio, una certeza
de la sintaxis mucho después de las du­
das metódicas o aquellas que asaltan al
poeta desde su propia oscuridad como
una epifanía cartesiana. También quie­
ro decir que esa sintaxis se entrevera
de modo que los ritmos versiculares le
permiten rozar los filosofemas sin que
se convierta o caiga insensiblemente en
el tratado filosófico, además de que el
uso de ciertas figuras o tropos hacen
que el texto, pisando temerario los um­
brales del ensayo, permanezca del lado
del poema.
Sabemos que el poema filosófico vie­
ne de inveteradas tradiciones tanto en
Occidente como en Oriente. Más allá de
los que hacían Parménides, Heráclito y
tantos otros para exponer sus filosofías,
el poema que pretende ir a la poesía, o
que viene de ella, escruta en las lindes
177
verbales hasta hacerlas ceder o al me­
nos lo intenta. Así crece el horizonte del
conocimiento. (Y sin embargo, las confu­
siones prevalecen.)
Vayamos por partes, antes de que esta
reseña se enrede en las trampas de las
que el libro de Tadeus Argüello se libró.
Por ejemplo, en la página 26:
No escribiré este poema
Y dejándolo
en blanco
desde
el borde abrasado de su madurez
me pregunto
¿Qué es un poema?
¿Puede decirse
desde la ranura seca del mediodía?
¿puede aprehenderse
en el no espacio
entre la mano y el aire,
en la sordera de esta palabra desde su tinta?
Es la acción de salir de este blanco
desde la ceguera
que se derrama silenciosa en todo el
pensamiento.
Estas palabras
Solo escurren
no están escritas
como motas de polvo
al fondo de esta habitación blanca.
O, en la página 43: “Ya puedo ver lo
que dicen mis palabras en los ojos de
los caballos”.
Hay un desdoblamiento de la voz poé­
tica en Teorema de Medusa. Hasta pa­
reciera que el autor lo hizo a propósito
178
–y claro que lo hizo–: esto significa, en
primera, por lo que el libro enuncia en su
devenir, que el trayecto del poeta ha
sido tortuoso, sin señales indicativas
del camino real o de las rutas para salir
a las claridades. En segunda, que una
vez pergeñados los borradores, el poeta
se pone a trabajarlos cual se debe hasta
encontrar la forma que les corresponde.
Ignoro –ignoramos– cuáles habrán sido
los procedimientos de la escritura de
Tadeus Argüello; si escribió por com­
pleto alguna de las tres partes y luego
siguió con la que se le presentó en la
siguiente etapa de su itinerario escri­
tural o bien fue trabajando esos perge­
ños en diferentes estados de la vigilia,
en momentos cuasi concomitantes –lo
cual no nos importaría sino por descu­
brir el porqué de sus semejanzas y sus
alejamientos estilísticos–. En tercera,
ya encarrerados, porque a la vista de
sus claras distinciones, esos tres abor­
dajes diversos entre sí, que aparentan
corresponder a tres libros diferentes,
no lo son; vaya: no son de tres autores
como pudiere suponer el desatento lec­
tor que apenas se asomase a sus hojas.
En suma: como si un doble –sí: doble–
doppelgänger actuara en ellas, hay una
firme ligadura entre: 1. “Teorema de Me­
dusa”; 2. “Descartes, por Francis Bacon”;
3. “Adenda. Archivo Hardenberg”. Así
se llaman las tres partes de un libro que
apenas alcanza las cincuenta y tantas
páginas.
Ahora sí entremos un poco en cada
una.
1. “Teorema de Medusa”. Consiste en
una serie de once poemas que abordan
el problema de la escritura; sus relacio­
nes complicadas con el pensamiento;
la cuasi imposibilidad de poner por
escrito eso que pareciera haber sido
revelado. Una exigencia en el oficio le
impide dejarse llevar por el impulso de
hacer o por el deseo de decir: eso lleva
al poeta a plantearse indefinidas veces
el quid, el sentido de escribir; indefini­
das, pero escritas al fin con rigor (dos
poemas tocan otro asunto; no le harían
falta). Hay momentos en que esa escri­
tura está por negarse, su decir quisiera
no ser dicho, como si su existente –el
poema– fuera una falsedad. He ahí por
qué este libro se permite existir: para
dejar en claro o por lo menos buscar
la claridad de un hecho incontrastable:
los poemas se quedan cortos frente a la
realidad de la que fueron engendrados.
De todas las formas en que el poeta
busca decir eso, el poema es un testi­
monio de nuestros límites.
2. “Descartes, por Francis Bacon”. El
excéntrico de los excéntricos de la pintu­
ra, el azote de las artes figurativas –y de
los abstractos, ¡que sí!–, el instaurador
de las deformidades que nos permiten
reconocer la realidad humana, Francis
Bacon, recoge los elementos que son los
ápices del devenir mundano y ascético
de René Descartes para pintarlo –fiel,
con las deformaciones que legó al pen­
samiento europeo, como la res extensa
distinta de la res cogitans, pero a la vez
un método para hallar la verdad sin las
incertidumbres o los engaños de uno
mismo–, como se diría, cual cadáver
colorido, más allá de sus cenizas y sus
dubitaciones. Y le sale un cuadro lleno
de la espléndida sangre, de músculos en
contorsión, de ideas nuevas como una
estufa de leña, de fríos pasajes de la
memoria, bocas que se ufanan de sus
mordeduras como si con eso suplanta­
ran –sin que nadie se dé cuenta– esas
otras cosas que las bocas pueden hacer:
decir lo que se piensa. Y fallar. O creer
haber acertado al fin.
3. “Adenda. Archivo Hardenberg”. Una
celebración de Dioniso, de la mano de
Apolodoro de Éfeso. Quien quiera creer,
que beba: “Riela / mi voz en el agua os­
cura de los astros”.
En medio de todo esto, uno se pregun­
ta de súbito qué implica la frase “Teore­
ma de Medusa”, cuáles son sus atributos
semánticos, por qué preside la primera
parte sin que se le vuelva a mencionar
y, sobre todo, a qué se debe que el autor
la haya usado para el título del libro.
Habría que atravesar cada verso para
hallar esa respuesta –a veces aparece o
se asoma y se esconde, rehúye, se niega
a darse–, cada poema de las tres partes.
Al menos aventuremos una hipótesis.
Si la palabra ‘teorema’ significa “una
proposición demostrable de modo lógi­
co a partir de un axioma”, ¿cuál sería
el axioma que sostiene este libro de poe­
mas? Probablemente sea la incertidum­
bre de la palabra ante el pensamiento;
la duda ontológica acerca de la verdad
que la palabra poética pretende mos­
179
trarnos; quizás. Luego viene el nombre
de aquel monstruo: Medusa. ¿Acaso el
poeta sugiere que mirar los ojos del mis­
terio nos dejaría petrificados? Bien pue­
de ser que los trabajos del poeta por
extraer aquello que en el pensamiento
se le presenta terminen por una especie
de resignación, pues cada sílaba, cada
ritmo, cada verso decantados hasta el
cansancio no sean eso que brilló un
nanosegundo, o apenas se aproximen a
decirlo; y a sabiendas de que no está
del todo en el poema, uno se rinde, lo
deja en “estado de deseo”, como dijera
Valéry, lo deja ir a los ojos de otros, que
acaso capten algo de ello o se convier­
tan en estatuas de piedra. Al menos a
este reseñista le causó asombro… ese
pasmo que nos orilla a volver a pregun­
tarnos por el ser de tales cosas.
Epílogo con el principal epígrafe, de
Friederich Hölderlin: “Hay un hospital
en el que todo poeta fracasado como yo
se puede refugiar con honor: la filosofía”.
Escarabajo encandilado
R osana R icárdez
Ana García Bergua, Rosas negras, Ediciones
Era, México, 2015, 201 p.
La originalidad ha sido y será uno de los
temas al que podamos referirnos cuando
hablemos de literatura: que si éste me
180
remite a aquél, que si el tráfico de ideas
es el único reino real de este mundo, que
si mis referentes exclusivos son tam­
bién los varios miles de escritores en
el mundo. Al final, la literatura seguirá
tratando del cómo. Rosas negras es eso.
Un cómo no sólo ameno sino divertido,
con mucha ironía y con una precisión
asequible sólo para la ficción.
Tras La bomba de San José (Era, 2012),
asocié a Ana García Bergua (México,
1960) con una prosa humorística inteli­
gente –¿será mucho cliché decirlo así?–,
planeada y ordenada. Supuse a una auto­
ra divertida que gozaba al crear historias.
Así pues, a juzgar por los resultados,
resultaba auténtica por traslucir natu­
ralidad en el humor. No parecía costarle
trabajo, lo cual no querría decir –¡fal­
taría mayor candidez!– que no hubiera
mucha labor tras la novela. El asunto
está en que esta novela, que tiene ese
sentido del humor e ironía, fue publi­
cada por primera vez por Plaza&Janés
en 2004 y ahora es reeditada. En rea­
lidad, Rosas negras deja ver ya ese
humor que sólo se ratifica en La bomba
de San José. El orden de los factores sí
altera el producto. El humor estaba pre­
sente desde antes.
Entre la publicación de una y otra no­
vela median ocho años, periodo en el que
la autora publica Isla de bobos (Planeta,
2007) y dos libros de cuentos: Edificio
(Páginas de Espuma, 2009) y El limbo
bajo la lluvia (Textofilia, 2014). Edificio,
por ejemplo, es una mirada múltiple y
contemporánea de la forzada vida en
comunidad desde los edificios, una for­
ma moderna de las vecindades o los con­
ventillos; la mirada de las urbes donde
la vida privada atraviesa dificultades
para mantenerla. Esos ocho años no di­
fuminaron la veta humorística en una
escritura contemplativa y crítica de los
acontecimientos de un país, pues de nue­
vo encontramos una similitud: tanto Ro­
sas negras como La bomba de San José se
desarrolla en un momento histórico con
un fenómeno político particular e identi­
ficable, el Porfiriato en una, el priismo
en otra (¿o será el mismo fenómeno po­
lítico sólo que ilustrado de manera dia­
crónica y con un par de modificaciones
en la nomenclatura?).
Pero la literatura no es historia; es
mucho más creativa e hilarante. En Ro­
sas negras, García Bergua juega con las
fechas y, por lo menos, con cuatro fenó­
menos que identifico: el modo de vida
de la población bajo el control militar;
la eterna lucha de clases y el nacimien­
to de acciones subversivas; la curio­
sidad por vidas más allá de ésta y la
conciencia de ser y estar en el mundo
de una mujer.
Comienzo por esto último. La novela
narra la historia de un matrimonio roto
por la muerte. Ante el deceso del esposo,
la viuda es forzada a hacerse cargo de sí
–nunca antes hecho, huérfana de padre
y madre abandonó el cobijo de una tía
para casarse– como de una mueblería.
Guapísima y jovencísima, es asediada
por vivales antiguos amigos del espo­
so, quienes además atesoran su fortu­
na. Sibila llega a desarrollarse como
personaje y muta de forma verosímil,
planteándose preguntas sobre su vida
y proceder ahora que debe llevar la ba­
tuta de su vida y la empresa. Por ello es
una novela de formación, donde toma
y desecha consejos de amigas, se deja
influir por las portadoras de las buenas
costumbres y termina por llevar a cabo
su santa voluntad ante el asedio de
hombres de distintas edades pero con
una sola intención: poseerla. Poseerla
toda: su cuerpo, su mente, su belleza, su
juventud, su energía, su elegancia, su por­
te, sus caricias, su reputación, su fábrica.
La principal dificultad de Sibila es el
fantasma de su esposo, no sólo en sen­
tido figurado sino literal. La escritora
ilustra perfectamente la idea del fantas­
ma de alguien cuando, aún muerto, si­
gue presente entre los vivos. La vuelta
de tuerca es que este muerto sí está en
este mundo y su espíritu habita esta di­
mensión, no obstante de forma limitada
en tanto únicamente vive a través del
candil eléctrico del restaurante donde
sufrió el paro cardiaco. El muerto es el
alter ego de todos los que alguna vez
han querido saber más de la vida de los
otros, meterse en sus conversaciones,
conocer sus secretos sin ser advertidos.
En el plano literario, Bernabé Gón­
gora es un personaje narrador con vista
privilegiada, por encima de la de cual­
quiera, aunque nunca llegue a ser –y ése
es su drama– el narrador omnisciente
que desea, ése que lo ve, sabe y abarca
todo. En él se revela una constante ten­
181
sión entre presente y pasado, el anhelo
de gozar de nuevo las delicias de la carne
–la comida y el cuerpo de su mujer– y el
de conocer los secretos de otros, inclui­
dos quienes en vida se dijeron sus ami­
gos. Él es la representación del anhelo
humano de ser y saber de más, pero tam­
bién del miembro de un sistema: un explo­
tador de obreros, astuto –dentro y fuera
de casa– y con cierta gracia, además de
gordo y goloso; un burgués de provincia
mexicana de fines de siglo, beneficiario
del sistema político imperante.
El mal de Sibilia estriba en que aca­
ricia literalmente a su esposo convertido
en cenizas, preserva su memoria al con­
servar la urna pensando que se encuentra
allí (no imagina que su paradero es el
restaurante El Candil de Hamburgo), a
grado tal que fetichiza la urna. Es de
manera paulatina, y gracias a la posibili­
dad de un enamorado, que logra despe­
garse. Pero el amor con el mesero es más
idílico que real, con escasas posibilida­
des de concretarse, pese a las miradas y
los roces de manos. Ese enamoramiento
le sirve para asirse y tomar decisiones
que pueden ser atisbos de una insu­
rrección femenina, una especie de fe­
minismo muy temprano. De hecho, de
haber nacido en Francia unos cuántos
años después, Sibila hubiera podido for­
mar parte de las feministas encabezadas
por Simone de Beauvoir. No obstante,
su realidad es que nació en San Cipria­
no, un pueblo en todos y en ningún es­
tado de la República Mexicana de fines
del siglo xix.
182
Si he de aventurar otra lectura, Sibila
bien puede representar el nacimiento y
la muerte de ideas, nacimiento de muje­
res con posibilidades de tener concien­
cia de sí, pero que mueren sin que ello
se concrete y sin descendencia. Más aún,
una nación a comienzos de siglo que,
cuando está a punto de nacer, muere.
¿Dónde reside la magia de la nove­
la? En el humor al plantear estos temas
y diseminarlos hasta que encuentran
pares para dialogar, pares que resultan
acontecimientos diversos que cambian
la forma de ver y estudiar los fenóme­
nos. A fines del siglo xix y principios del
xx el psicoanálisis se despliega por el
mundo. Poco a poco se revelan los plie­
gues de una disciplina que, al menos
en San Cipriano, se conjuga con prác­
ticas espiritistas y modos de tratar la
histeria femenina. En ese terreno se
mueve todo: espiritismo, psicoanálisis
y medicina.
La reflexión acerca de la trascen­
dencia del cuerpo ocupa un lugar im­
portante en los personajes de la novela,
en el muerto y en los vivos, y en los vivos
que parecen muertos: la tía de Sibila, el
médico charlatán y reprimido –con una
obsesión de autocontrol– y su esposa
insatisfecha, por ejemplo.
Cada personaje, con su fantasma a
cuestas, logra rendirse ante el misterio
y la curiosidad por lo que pueda existir
después de la muerte. Y cada uno en­
cuentra una respuesta a la altura de su
posibilidad. El territorio de los encuen­
tros espiritistas es el único lugar capaz
de congregar las diversas clases socia­
les descritas, pues ahí el requisito es
poseer inquietud intelectual.
Es clara la descripción de los estratos
sociales: desde el dueño de una mueble­
ría hasta el obrero, pasando por el mili­
tar pero también por el mesero. Cada
personaje engloba los males y pecados
de su clase: la pereza de unos y la au­
dacia de otros. Pero más allá de eso, la
autora traza el perímetro de otras pa­
siones: el ansia de alteración del statu
quo. En el caso de Sibila, la alteración
del papel de la mujer establecido por la
sociedad; y, en el caso de los obreros,
la alteración de la forma de emplearse
y de sujetarse al dueño de los negocios,
incluso si ello nunca se concreta. Es cu­
rioso que el único personaje vinculado
al arte, el poeta, esté trazado desde un
oportunismo y arribismo exacerbado, más
cerca de un sofista que de un artista.
En lo que a Sibila concierne, el per­
sonaje deambula desde la mujer-ángel
del hogar hasta la femme fatale, aunque
no del todo libre en el ámbito sexual pero
sí en el intelectual –con la promesa de
alcanzar el primero–. Se vislumbra en
ella un despertar a la sensualidad, sin
dejar de lado las características bíblicas
de la mujer virtuosa: sabia, hacendosa,
solícita, que “Busca lana y lino, Y con
voluntad trabaja con sus manos (…) Trae
su pan de lejos. Se levanta aun de no­
che, Y da comida a su familia (…) planta
viña del fruto de sus manos”; y además
bella, pues “no es engañosa la gracia ni
vana la hermosura”.
Rosas negras tiende lazos con referen­
tes literarios y periodísticos, por lo que
transita entre la novela de folletín y la
crónica (no en vano la segunda frase de
la novela es “El día en que murió, Ber­
nabé Góngora comía un ossobuco en el
restaurante…”). La intriga del cómo
estos géneros conviven marca la pauta
para desencorsetar la novela y llevarla
a transitar por una prosa fluida y que
provoca risa, sea por la gravedad o sea
por lo absurdo de los acontecimientos.
No sólo es un mundo verosímil sino muy
divertido desde las primeras dos pági­
nas, donde el lector puede engancharse
gracias al enorme escarabajo atrapado
en un candil eléctrico. Porque eso es
Bernabé: un enorme escarabajo “tan
des­guanzado, tan grande le parecía en
comparación a la idea que el espejo le
solía dar de sí mismo cuando se ves­
tía en las mañanas”, muy distinto de la
idea de sí en vida, tal como cualquier
humano.
Un mundo imaginario
A lejandro B adillo
Rose Mary Salum, El agua que mece el silencio,
Vaso Roto Ediciones, México, 2015, 82 p.
A pesar de la gran variedad de tenden­
cias temáticas y estilos, el cuento actual
parece completamente alejado de las
fórmulas clásicas. Aquellas estructuras
183
unidireccionales, enemigas del equívoco
o la ambigüedad, practicadas por Saki,
O’Henry, Edmundo Valadés, entre tan­
tos otros, fueron abandonadas conforme
el siglo xx fue explorando nuevos territo­
rios. Me gusta pensar que un buen cuen­
to comienza con una importante dosis
de incertidumbre porque hay muchas
formas de enfocar la narración de una
historia breve. ¿Cómo escribir un cuen­
to que conecte con el lector si la ten­
sión no se obtiene de una encrucijada? La
respuesta viene, de la misma forma, de
varios autores significativos del siglo
xx: la creación de atmósferas, el tono lí­
rico que lleva al cuento a los límites con
la poesía, la narración expositiva que
disfraza a la ficción de ensayo, entre
muchas otras.
El agua que mece el silencio, libro de
cuentos de Rose Mary Salum, se inscri­
be en las reuniones de cuentos que se
alejan de los moldes antiguos. La au­
tora muestra, en cada una de sus his­
torias, que la anécdota puede existir,
aunque se dosifique en cada una de las
páginas; también muestra que el cuen­
to aún puede contar algo a pesar de la
incertidumbre. La famosa consigna de
Julio Cortázar, que refiere que el cuento
gana por nocaut y la novela por puntos,
no se puede aplicar a los relatos de El
agua que mece el silencio. Una de las ra­
zones es que la autora prefiere la línea
de una historia coral en la que no hay
independencia sino una interacción cons­
tante de personajes y escenarios. Cada
cuento conecta con el otro no de una
184
manera lineal sino entretejiendo histo­
rias paralelas y universos posibles. Por
lo tanto, hay una intención clara de que
cada texto tenga un impulso adicional
apoyándose en el resto, como las ruedas
dentadas de un engranaje cuyo funciona­
miento sólo puede advertirse en conjun­
to. Esto no es algo novedoso: de hecho,
hay una tendencia a escribir libros de
cuentos con un claro hilo conductor. Qui­
zá la necesidad de acercarse a un lector
acostumbrado a novelas ha hecho que los
cuentistas presenten sus libros como
organismos que poseen vasos comuni­
cantes.
Los dos primeros cuentos del volumen
funcionan como una especie de resumen
de las intenciones de la autora. “El agua
que mece el silencio” se cuenta a tra­
vés de la perspectiva, en primera per­
sona, de un niño. El personaje escucha
que su padre habla por teléfono. Acto
seguido ocurre, como en una avalancha,
una serie de actos apresurados: alguien
corre, se acelera el tiempo, las voces
suenan estridentes y alarmadas. Alguien
pregunta por un niño llamado Ismael.
Casi como un detalle, una reacción in­
tempestiva que no tiene continuidad,
el padre habla sobre bombas y refiere
la necesidad de huir a Siria. A partir de
ahí el niño sufrirá una transformación
mental y física. Se aisla de los hechos
mientras, a su alrededor, llegan breves
fogonazos que reiteran la caída de las
bombas y la necesidad de alejarse de
las ventanas. El niño se interna en un
mundo líquido, una burbuja que lo con­
tiene, literalmente, como una pecera a
un pez. Sin embargo el agua no le otor­
ga libertad sino, al contrario: lo limita.
El niño, contando en todo momento la
forma en que el ambiente lo trasciende,
termina desorientado, escuchando un
nombre que no es el suyo. En el segun­
do cuento, muy breve, “Alguien me
llama”, nos enteramos de la historia de
Ismael, el amigo cuya búsqueda nervio­
sa, en medio de la violencia, perturba a
los personajes. Aquí el mundo onírico
del niño se introduce desde las prime­
ras líneas: Ismael sueña que está en un
barco e, inmediatamente después, el mar
se estremece por una tormenta y los re­
lámpagos simbolizan la llegada de las
bombas. El texto, más cercano a una viñe­
ta que a un cuento con un desarrollo más
complejo, vuelve a aferrarse al equívoco
del sueño y a los símbolos que aprove­
chan las claves dejadas cuando nos en­
contramos al personaje por primera vez.
El tercer cuento, “Tuberías”, más ex­
tenso que los anteriores, vuelve sobre la
voz infantil. En esta historia el niño es
testigo de un control policial que regis­
tra a la madre de Alberto, un amigo. La
autora vuelve al recurso de la fantasía
que metamorfosea a agresores y a vícti­
mas. El niño, además de refugiarse en
el pasado –en este caso un viaje a la
playa con Alberto–, registra cada uno
de los movimientos del policía como si
fueran los de una serpiente. Después
de este sondeo del pasado, sensorial y
detallista, el niño se concentra en la ac­
ción que transcurre frente a sus ojos:
el policía le pregunta si es musulmán;
unos segundos más tarde, con la visión
del hombre convertido en serpiente, el
niño parece unirse en una extraña sim­
biosis al agresor. El tiempo se detiene
y la fantasía llega a tanto que todos los
personajes de la historia se convierten
en un solo ente que desciende y se in­
troduce en la tierra. Ahí acaba el cuento.
Otro texto, “Horizontal”, se mueve
en un tono lírico. La viñeta juega con el
nombre de una joven y el deseo urgen­
te y un tanto frustado de alguien que
la corteja, quizás el mismo personaje
prototípico que hemos leído en los cuen­
tos anteriores. Usando como base la re­
petición y la sucesión ágil de varias
escenas, cual si fueran imágenes ilu­
minadas brevemente por la luz de un
flash, la prosa busca sumergirnos en
una experiencia sensorial, cercana por
el ritmo y las imágenes a la poesía. Un
cambio en el tono general del libro es
el cuento “La tía”. La historia abando­
na el punto de vista infantil y opta por un
narrador omnisciente. El cuento apuesta
por un recorrido más largo en el que
caben vistazos al pasado de Zeina, una
mujer cuya vida dio un giro al ser herida
por una bala que se alojó en su cabeza.
A partir de ese momento ella ingresa al
territorio de la locura. Este cuento, más
ambicioso, no sólo recrea los hechos im­
portantes de la vida de Zeina sino que
aborda la reacción de la familia ante su
muerte. La mirada de la autora se permi­
te, en esta ocasión, construir una peque­
ña biografía e intenta un acercamiento
185
más objetivo a hechos que, narrados des­
de el punto de vista de un niño, carece­
rían de un tratamiento más amplio. La
vida de Zeina sirve para mostrar pe­
queños vistazos de la historia convulsa
de Medio Oriente y sus millones de vi­
das marcadas, a través del tiempo, por
la huida y la derrota.
Al terminar el libro nos damos cuen­
ta de que hay otros intereses apareja­
dos en las historias: el despertar sexual,
el amor filial, el descubrimiento de un
mundo a veces agreste, el persistente fan­
tasma de la guerra. Casi como una cons­
tante aparece el mundo de la ensoñación
infantil o adolescente. Ante la irrupción
de la violencia, el personaje-niño cierra
los ojos y contempla cómo ocurren di­
versas metamorfosis que lo involucran
no sólo a él sino también a los extraños.
Cuando la amenaza se cierne, la fanta­
sía la mueve a unos límites que, sin ser
menos atribulados, lo llevan a una zona
que le es más familiar.
Uno de los aspectos interesantes de
la literatura radica en cómo las inten­
ciones del autor no siempre se cumplen
a cabalidad cuando su obra llega a los
lectores. Rose Mary Salum menciona en
algunas entrevistas que el principal in­
terés de El agua que mece el silencio es
reflejar el crisol de creencias en Medio
Oriente, principalmente en el Líbano,
y explorar la violencia que experimen­
ta un niño en medio de la barbarie. Me
parece que el objetivo se cumple a me­
dias por las decisiones que se tomaron
al momento de elegir el punto de vista y
186
la atmósfera de los cuentos. Uno de los
aspectos que más se sacrifican cuando se
elige un narrador-niño es que su visión es
limitada, ya que la interpretación nunca
podrá explorar desde la argumentación
o la historia. Por eso queda, casi como
único recurso, el ámbito sensorial y lo
fantástico. Creo que la voz infantil es
mejor aprovechada cuando el peso del
contexto no es demasiado importante o
se usa la imaginación de un niño para
crear alegorías que trasciendan su cono­
cimiento del mundo. Este tipo de perso­
najes se refugian en la imaginación que
los aparta, intuitivamente, de las trage­
dias que marcan a las personas que lo
rodean y el país en el que viven. Por eso
se echa mano, como herrramienta vital,
de la intuición y lo onírico. Por otra par­
te, en los textos que no son dominados
por la voz infantil, se evita redondear el
contexto, como si la autora deliberada­
mente privilegiara un tono más lírico
y ambiguo. No hay fechas ni lugares
concretos. Esta renuncia actúa en con­
tra de las motivaciones que dieron ori­
gen al libro y hace que el dilema de los
personajes opaque las escenas convul­
sas que interfieren con su existencia.
El agua que mece el silencio impone su
ritmo, deja pocas oportunidades para
que aparezcan las relaciones entre la
violencia en Medio Oriente, principal­
mente en la guerra civil del Líbano,
y las vidas de las generaciones marca­
das por la guerra. Quizás, en una nue­
va visita a este mundo, se complete el
círculo.
Acuérdate de Acapulco
G regorio C ervantes M ejía
Federico Vite, Carácter, Ediciones Monte
Carmelo / conaculta / Secretaría de Cultura
del Estado de Guerrero, México, 2015, 144 p.
Para quien conozca la obra narrativa de
Federico Vite (Acapulco, 1975), se encon­
trará en las primeras líneas de Carácter
con un escenario ya conocido: recorri­
dos por cantinas, referencias musicales
a lo largo de la narración, amores tor­
mentosos y/o pasajeros. Una voz narrati­
va que reflexiona entre trago y trago, que
se pierde por espacios turbios mientras
su percepción de la realidad se obnubi­
la debido al alcohol ingerido, que nunca
parece ser suficiente.
También están la culpa y la redención,
que atraviesan Carácter como ya ocurrió
antes en Parábola de la cizaña, pero
sin la carga mística ni profética de esa
última novela. En ésta que ahora nos
ocupa, Vite desarrolla la historia con
posterioridad al desastre, no a partir de
su anuncio. Y si bien en su trabajo an­
terior la violencia que asola al puerto
de Acapulco ya había estado presente,
en este caso se infiltra hasta convertir­
se en parte natural del desarrollo de la
trama.
Federico, el protagonista de Carácter,
comienza un viaje de expiación que, lo
anuncia en las primeras líneas, preten­
de concluir en su propia muerte, una
muerte similar a la de Ben Sanderson,
el protagonista de Living Las Vegas. Así,
tras informarnos de sus intenciones, el
narrador nos hace entrar, junto con él,
a una cantina mientras proporciona al­
gunas sugerencias de comportamiento.
A partir de ese momento, la historia
se convierte en un extenso periplo por
cantinas, bares, licorerías de barrio, en
una espiral alcohólica que parece des­
cender cada vez más, como si Federico
estuviera, en efecto, a punto de consu­
mar su proyecto suicida. Sin embargo,
no faltan las circunstancias y persona­
jes fortuitos que demoran el desenlace
y empujan al protagonista para continuar
su vagabundeo mientras va informando
al lector sobre la causa de su decisión:
Soledad.
Federico pretende, en realidad, cu­
rarse de la pérdida de la mujer que puso
rumbo a su vida pero que, a semejanza
de sus relaciones precedentes, terminó
por abandonarlo. Y este incidente pro­
voca su viaje desde Acapulco hacia la
ciudad de México, donde está seguro de
perderse en el anonimato, de transfor­
marse en una sombra.
El extenso periplo por las calles ca­
pitalinas abunda en referencias a Lowry,
Rimbaud, Kerouac, quienes son citados
o insinuados a manera de un santoral
que encamina y custodia al protagonista,
sin que falten en esta relación de entida­
des protectoras canciones y composito­
res populares.
Durante cerca de la mitad de la no­
vela, serán éstos sus elementos moto­
res: la necesidad de consumir alcohol
187
de manera casi ininterrumpida, de per­
derse en calles desconocidas –pero a la
vez familiares– y la nostalgia por Sole­
dad.
El suicidio anunciado al comienzo
de la historia, sin embargo, se posterga:
Federico muestra una gran resistencia
al alcohol y la intemperie, así como una
buena estrella que lo ayuda a salir avante
de las situaciones más riesgosas, aque­
llas donde su vida parece en verdad ame­
nazada. Y esto revela, de manera gradual,
que las intenciones de Federico distan
mucho de terminar con su vida.
La ciudad que eligió para este propó­
sito desencanta pronto a Federico: sus
bares carecen de la magia del puerto
legendario; los hombres y mujeres que
los pueblan son apenas sombras grotes­
cas al lado de los del lugar de origen. Ni
siquiera resultan eficaces para arran­
car a Soledad de la memoria del pro­
tagonista. El nombre, las evocaciones
de esa mujer, vuelven una y otra vez
durante ese vagar que empieza a anto­
jarse interminable. Y las preguntas son
ya inevitables: ¿hacia dónde pretende lle­
varnos Federico –el personaje y el autor?
¿Qué busca con ese recorrido cansino
y sin sentido aparente?
Hacia la mitad de la novela, agota­
do y estropeado, Federico deja que la
respuesta emerja: Soledad desapareció
durante la inundación del puerto provo­
cada por un huracán. Y esa intromisión
de la naturaleza coloca en otra dimen­
sión lo que hasta ahora parecía sólo un
viaje suicida por desamor: Federico fue
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arrancado de la vida de Soledad y del
puerto por la devastación que el huracán
dejó tras de sí: barrios enteros sepulta­
dos entre lodo y agua, personas queri­
das a las cuales intentó encontrar sin
éxito. Y la memoria, de la que Federi­
co había intentado escapar durante las
páginas anteriores, brota ahora con el
mismo ímpetu del torrente que arrasó
con el puerto: los recuerdos de Soledad,
de las mujeres anteriores a ella, de sus
padres. Y esos recuerdos golpean a Fe­
derico como si intentaran hacerlo re­
accionar.
Y al tratar de escapar de ellos, Fe­
derico se deja llevar por las circunstan­
cias. Pese a ese carácter decidido con
el cual se presenta en la página inicial
de la novela, lo que descubrimos es un
personaje que abandona su voluntad,
que deja sus decisiones en manos del
azar –salvo en aquellos casos donde su
propia supervivencia está en juego–,
hasta que descubre que su vagabundeo
lo ha acercado a la colonia donde ha­
bitó Soledad antes de conocerlo. Y ese
incidente provoca un nuevo quiebre en
la historia: el protagonista se empeña
en entrar al edificio donde Soledad ha­
bitó y, como resultado, se reencuentra
con Raquel, una antigua pareja, quien
le dará refugio e introducirá en las ac­
tividades del crimen organizado.
De nueva cuenta, Federico se man­
tiene dócil a lo que las circunstancias
decidan. La vida al lado de Raquel re­
sulta, además, bastante cómoda para
él. Incluso las tareas de chofer-reparti­
dor que le son asignadas siguen el mis­
mo patrón que el resto de la historia: el
protagonista no hace preguntas y evita
tomar la iniciativa. Se dejará llevar has­
ta que esas circunstancias se vuelven
amenazadoras y entonces surge otra vez
la capacidad de decisión que genera otro
quiebre en la historia para llevar al pro­
tagonista de regreso al punto de origen,
sólo para encontrarse con que ambos
se han transformado.
Carácter muestra, en este sentido, una
estructura similar a las historias míti­
cas del héroe, donde éste debe realizar
un viaje iniciático para descubrir sus
propias capacidades. Pero a diferencia
de aquéllas, donde lo sustantivo es la
temeridad del protagonista y su capaci­
dad de iniciativa, en este caso privan la
docilidad y la indolencia, por lo menos
mientras la propia vida –despreciada des­
de un principio– no sea puesta en riesgo.
Y el viaje, que en la estructura mítica
implica un descenso al inframundo y un
ascenso posterior, parece en este caso
confundir ambos niveles, porque si bien
Federico parece emprender ese descenso
al inframundo las revelaciones posterio­
res del personaje muestran que, antes
de iniciada la narración, él ya estuvo ahí.
Y lo que presencia el lector es el viaje
ascendente, sólo que este viaje ascen­
dente parece, también, la premonición
de una futura violencia hacia la cual se
dirige el protagonista.
P.S.: Llamó mi atención, hacia el final
de la novela, la serie de reflexiones que
el protagonista de Carácter hace acer­
ca del humor y la risa. Apenas un pu­
ñado de líneas que revelan algo sobre
el personaje que no alcanzó a emerger
por completo durante la novela: su re­
sistencia, su capacidad de sobrevivir,
parecería estar sustentada en el humor:
“Acepté el humor en mi vida cuando
entendí que nada puede, ni el mismísi­
mo diablo, luchar contra la risa. La risa
es una promesa, la señal de que la vida
se incendia mejor con la música festiva
de las entrañas. Río. Antes de todo, río.
Nado en ese sentimiento. Hoy intento
hacerlo de nuevo”.
Pero es apenas una insinuación, casi
una promesa trunca, porque ésta no es,
a pesar de algunos guiños, una novela
humorística.
Una estructura distinta
J udith C astañeda S uarí
Sebastián Gatti, Filibusteros (y su fábula),
Ediciones de Educación y Cultura, Puebla,
2015, 126 p.
Con el paso del tiempo, la forma y el
soporte de una obra literaria cambian.
Pienso en las ediciones digitales o en
aquel experimento de 1959 en el que Theo
Lutz, estudiante de matemáticas, filosofía
e informática, introdujo en una compu­
tadora dieciséis fragmentos de El cas­
189
tillo, de Franz Kafka. Después la pro­
gramó para que buscara sustantivos y
verbos, y el resultado fue un poema es­
crito por la máquina en varias tarjetas.
“No todos los espejos están cerca”, “no
aldea es tarde”, “un castillo es gratis”,
“cada agricultor está distante”, fueron
algunas de las frases que no requirie­
ron de una mano que las compusiera a
la manera tradicional, es decir, nadie
se sentó al escritorio ni preparó hojas
blancas y una máquina de escribir, y
tampoco la mano que introdujo los
fragmentos de Kafka a la computadora
necesitó empuñar un bolígrafo y llenar
el papel con trazos, con tachaduras.
Considerando esto, la transformación
de las estructuras que dan sustento a
una obra –la epistolar, por ejemplo, la
historia construida a base de recortes
de periódico, el trozo de realidad que
no obedece al inicio/nudo/desenlace
tradicional–, ¿qué otras posibilidades
hay para la experimentación?, ¿una com­
putadora que escriba no lo que le dicta­
mos, sino nuestros pensamientos sin
necesidad de pronunciar ni una sola
palabra? Tal vez. Mientras se hace rea­
lidad este escenario, creo que uno de
los caminos para la experimentación es
el regreso a las viejas huellas y el ajus­
te de éstas a nuestros pasos, como me­
dir sílabas en plena era del verso libre.
A dicha premisa obedece Filibuste­
ros (y su fábula). Este relato fue origi­
nalmente publicado a lo largo de marzo
de 1998 en las páginas de un periódico,
nos dice Juan Sebastián Gatti, su autor,
190
trayendo a la época actual un formato
que adquirió notoriedad durante el si­
glo xix: el folletín. Flaubert, Balzac –por
mencionar algunos nombres–, recurrie­
ron a esta forma de acercarse a un nue­
vo tipo de lector: el ajeno a condiciones
económicas más o menos elevadas, po­
pular, el que tal vez no contaba con los
recursos suficientes para adquirir un
lujoso ejemplar encuadernado en piel
y, quizá, ni siquiera con el tiempo para
sentarse y dedicar largas jornadas a su
lectura. Estas características moldea­
ron los temas y el lenguaje, obligando al
escritor a organizar su narrativa de una
forma sencilla, ágil pero atrayente, a
fin de retener la atención de su público
más reciente.
Con esta nueva estructura, quien es­
cribe ha de centrar sus atención en crear
suspenso al final de cada entrega, cons­
truyendo el relato de tal forma que los
lectores regresen a las páginas del diario
con el mismo interés de una semana o
quince días atrás, dependiendo del lapso
entre número y número. Filibusteros (y
su fábula) posee esta cualidad. Desde
el comienzo, el escueto anuncio de un
contador público, con patente de corso
en trámite, que solicita una tripulación
pirata “Sin fines de lucro”, seguramente
captó la atención de quienes compraron
La jornada de Oriente en 1998, tal como
lo habría hecho en el auge del folletín,
invitándolos a buscar el siguiente ejem­
plar o a seguir la lectura en formato de
libro, para encontrarse con episodios que,
como tales, concluyen en una declaración
de ignorancia acerca de la navegación y
su lenguaje técnico, en la promesa de
aventuras que contiene la frase “Las
velas se desplegaron como nubes blan­
cas, la espuma borboteó en la proa, y el
barco, como un narval, saltó raudamente
hacia el sol naciente”, en una muy po­
sible amenaza, reflejada en las palabras
de Vicente, uno de los Doce: “Nada pues.
Es que hay un barco que viene hacia
aquí. Parece de la Marina. Está lleno
de cañones”.
Estos episodios los encontramos en­
tretejidos de buen humor. Un ejemplo
es la excesiva tendencia de su protago­
nista a las digresiones, como al princi­
pio del segundo capítulo, en el cual “doce
personas se sentaron en doble fila en
la cubierta y otra se paró frente a ellas
con un libro en la mano y comenzó a
hablar y gesticular mientras los demás
escuchaban con atención”: lo que el
autor entrega es la escena de la lectura
del Diccionario Larousse Usual, a través
de la cual tripulación y capitán apren­
den el significado del término mesana:
“Mástil de popa. // Vela que se coloca
en este palo”. ¿Entienden?, pregunta
el capitán levantando apenas la mirada
y alguien, Vicente, alza la mano como
si se encontrara en el salón de clases
para preguntar qué es una popa. La
respuesta es un rápido hojeo del dic­
cionario, una segunda definición y un
diálogo cuya picardía se asemeja a los
distractores, a la risas leves que reinan
en el ámbito escolar cuando se le en­
cuentra el doble sentido a las palabras
del profesor o a las de un compañero.
Esta característica, aunada al suspen­
so, mantiene la atención del lector del
folletín, además de volver divertido el
tiempo fuera de la oficina o de la fábri­
ca, tal como ocurrió antes, cuando el
destinatario de una obra comenzó a ser
todo aquel que supiera leer y no sólo el
público “culto”.
Otro rasgo característico en este tipo
de narrativa es el lugar de privilegio que
ocupa el héroe. En el caso de Filibus­
teros (y su fábula), Bruno Pendragon es
quien va dejando las huellas que ha de
seguir el lector. Con él se identifican
aquellos que se asoman a las páginas
del libro, con él y con los Doce que mar­
chan a su lado hasta un navío bautiza­
do con el nombre de Sandokan, el pro­
tagonista de más de una obra de Emilio
Salgari, quien, por cierto, también hi­
ciera uso del vehículo periodístico al
momento de publicar. Podemos pensar
en el Capitán como en un hombrecillo
gordo y enceguecido por el resplandor
del mundo, sentado en una silla, con los
pies colgando pero sin llegar a suelo y
la mirada extraviada, dice el narrador,
agregando que también podría tratarse
de un sujeto “cruel, incluso, y engaño­
so”, muy lejos de ser inofensivo porque
los hombres de estatura baja son ma­
los por naturaleza. Matías, hombrecillo
de anteojos y pelo ralo que ha estado
cerca de Bruno Pendragon desde mu­
cho antes que pusiera el anuncio en el
periódico, trabajando junto a su padre,
también contador, termina de esbozar
191
al Capitán para los lectores: contador
de tercera generación, metido en un
negocio que lava dinero y se relaciona
con el narcotráfico, como su padre y su
abuelo, es un engrane que sirve sólo en
el sitio donde se encuentra –y así se
asume–, sin inmiscuirse en nada, sin
dedicarse a la política, estando entre
políticos. “Seguiríamos leyendo nove­
las de piratas cada noche, junto a la
chimenea, admirando al Corsario Ne­
gro, al Capitán Tormenta, a Sandokan
y Yáñez. Haríamos nuevos pactos de
sangre entre nosotros dos, soñaríamos
con piraterías antes de irnos a la cama,
y algún día, con suerte, yo habría al­
canzado a conocer al próximo miembro
de la familia”, narra el hombre para la
tripulación, y pone ante nuestros ojos a
un Quijote amante no de los libros de
caballería, sino de aquellos que relatan
aventuras en el mar, llenos de tesoros
ocultos, de duelos a golpe de espada y
abordajes. Un Quijote a medias, pues
por muy obnubilada que esté su mente
con las lecturas, Bruno Pendragon no
pierde de vista lo que lo motiva a emu­
lar a los héroes de Salgari: una venganza.
Junto a él, los Doce parecen ser, por
momentos, un cuerpo único. Sin em­
bargo son tan distintos como podrían
serlo quienes responden a un anuncio
en la sección de vacantes del perió­
dico. Juan Sebastián Gatti nos da sus
nombres, alguna característica física en­
tretejida con la acción de Filibusteros (y
su fábula): a Matías se suman Vicente,
Bonny, una rubia cuya vida ha transcu­
192
rrido casi por completo en el sótano de
una lavandería de chinos, El Topo,
de estatura corta, Minerva, Nancio, a
quien el Capitán llama también Yáñez
cuando bautizan su barco, Sarah, per­
teneciente a la tribu de las pelirrojas,
Olimpia, Daniel, Jacobo, de rostro peco­
so, Héctor y Ruth, quien hacía escalada
y rappel en su época de universitaria.
Gatti rodea a estos personajes con una
membrana por completo permeable. No
se refiere a ellos con frases estilo “Al
finalizar el episodio anterior nuestro
héroe…” o “como hemos dicho antes”,
comunes en una obra por entregas, como
lo es el folletín, y en cambio hace que,
desde la ficción, alguien note la presen­
cia del autor. Aunque esto no se queda
sólo en “el autor conserva el recuerdo
de…”, no; durante el octavo capítulo,
cuando el narrador describe a los in­
tegrantes de la tripulación, Nancio lo
interrumpe, harto: “No des tantas vuel­
tas… Di sólo que ilustres antecesores
justifican ese recurso. Di que todo tie­
ne historia, y que ninguna historia tie­
ne inicio ni final. Di que éramos Doce,
y que teníamos un Capitán. Y di que
estábamos solos”.
Pero esta frontera se ve disuelta por
medio de los fragmentos que el autor
agrega a diecisiete de los veinte episo­
dios que conforman el libro, los cuales,
si bien se relacionan con la manera de
narrar o señalan eventos como la recep­
ción de correspondencia en respuesta a
la publicación de uno de los episodios,
caso del párrafo correspondiente al un­
décimo capítulo, en principio parecen
ajenos al desarrollo de la trama. En
dichos fragmentos, entre paréntesis,
Gatti anota sus pensamientos, digre­
siones parecidas a las que envuelven a
su héroe cuando le hacen una pregunta
o cuando va a comunicarle un plan a
los Doce. Así nos enteramos de que el
recurso de la gaviota, en el segundo ca­
pítulo, le pareció barato antes, al verlo
en otro escritor que ahora no recuerda,
o tropezamos con nombres como Juan
Hernández Luna, autor mexicano falle­
cido en 2010.
Sin embargo, al leer parte del párrafo
anexo al capítulo diecisiete, “el sobre
apenas escondido en el fondo del archi­
vero, de buena calidad pero fotocopias,
eso es lo que se llevaron las oscuras
fuerzas de inteligencia después de sacu­
dir mi casa como si fuera una tómbola”,
y relacionarlo con el deseo de los Doce
de relatar sus vivencias como filibuste­
ros, podemos imaginar que al propio
autor se le entregaron mapas trazados a
mano, un cuaderno de bitácora lleno de
anotaciones, rollos fotográficos revela­
dos, notas sueltas, entre otros documen­
tos, y que Gatti se encargó de plasmar
no una ficción sino un trozo de realidad
acontecido en poblaciones como Boca
de Lima, en el estado de Veracruz, y en
las costas del Golfo de México.
Tomando en cuenta esto, las realida­
des confundidas, así como el hecho de
aderezar una estructura decimonónica
con elementos contemporáneos –ocul­
tar la posición del Sandokan y saber la
de los buques de la Marina con ayuda de
una computadora, el uso de sistemas
de localización que pasan por satélite
o la ametralladora en el asalto al yate
del tercer capítulo–, se puede decir que
la experimentación con el formato del
folletín va un paso más allá y que, al
sumarle a la anécdota un armazón dife­
rente a las que por lo regular sostienen
una historia de este estilo, el autor hace
de Filibusteros (y su fábula) no sólo un
libro divertido y de lectura amena.
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