La extensión fotográfica1

LA EXTENSIÓN FOTOGRÁFICA
La extensión fotográfica
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Rodrigo Zúñiga
1. Nuevas programaciones de lo fotográfico
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n el Capítulo 44 de La Chambre claire, a propósito de lo que él llama «el noema de la
fotografía» —su fuerza constativa (constative), indicial, certificadora de una presencia—
Roland Barthes hace la siguiente observación:
En la imagen [fotográfica], el objeto [fotografiado] se entrega en bloque y la vista tiene la
certeza de ello —al contrario del texto o de otras percepciones que me dan el objeto de
forma borrosa, discutible, y me incitan de este modo a desconfiar de lo que creo ver. Esta
certeza es suprema, porque tengo la oportunidad de observar la fotografía con intensidad;
pero al mismo tiempo, por mucho que prolongue esta observación, no me enseña nada
(elle ne m’apprend rien). Es precisamente en esta detención de la interpretación que se
encuentra la certeza de la Foto: me consumo al constatar que eso ha sido (ça a été); para
cualquiera que tenga una foto en la mano, he ahí una «creencia fundamental», una Urdoxa
que nada podrá deshacer, excepto si se me prueba que esta imagen no es una fotografía.
(1980, p. 165)2
1
Publicado originalmente como el capítulo 4 del libro de Rodrigo Zúñiga La Extensión fotográfica. Ensayo sobre
el triunfo de lo fotográfico (Santiago de Chile: Metales Pesados, 2013). Reproducido con autorización de Rodrigo
Zúñiga y de la editorial Metales Pesados.
2
Tengo a la vista la traducción al español de Joaquim Sala-Sanahuja, que a veces modifico ligeramente: Barthes,
R. (2005). La Cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Buenos Aires, Barcelona, México: Paidós. El autor habla de
la force constative en el capítulo 36 de la versión original (p. 138); en el mismo capítulo dirá que «toute photographie est un certificat de présence» (p. 135).
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¿Y qué sucede si, efectivamente, comprobamos que tal o cual imagen no es una
fotografía? En 1979, Barthes podía insistir poderosamente en la capacidad referencial de la
foto, al punto que —como se encarga de subrayarlo en la última frase del párrafo citado—
su argumento sólo correría verdadero peligro en una situación abiertamente imposible (pues
claro, ¿quién diría que eso no es una foto?). En nuestra época, en cambio, no es ese el caso.
Hemos perdido la fuerza tutelar de esa Urdoxa. ¿Cómo mantener en pie esa certeza, ese
mínimo sentido común fotográfico, ante imágenes como las de Keith Cottingham o Loretta
Lux, de Wendy McMurdo o Ruud van Empel? Hoy en día, como es claro, nuestra única
Urdoxa parece ser que no hay nada menos seguro que una foto verdadera. Lo que damos
por sentado, son las paradojas sobre la verdadera naturaleza de algunas imágenes —sobre
todo de aquéllas que pasan por ser fotografías—. Sea por precaución o por una desconfianza
arraigada culturalmente, la frase «esto no es una fotografía» acompaña, casi como un mantra,
nuestra relación con toda clase de verosímiles fotográficos, con el campo de lo visual en
general. Una primera constatación parece evidente: que Roland Barthes podía estar seguro
de algo de lo que nosotros no.
Sin embargo, Franck Leblanc tiene razón en recordar que ya por esos mismos años
había signos manifiestos de que el «imposible barthesiano» no era tal en realidad. Entre fines
de los 70 y comienzos de los 80, la artista norteamericana Nancy Burson obtenía retratos de
síntesis a partir de una hibridación entre tomas fotográficas y tratamientos informáticos de
última generación (Leblanc, 2011, pp. 169-170). En 1982, Burson habrá sintetizado Androginy,
un retrato composite resultado de la combinación de seis retratos de mujeres y de seis retratos
de varones, sometidos, en un segundo momento, a la conversión en una matriz digital, con el
fin de producir una imagen autónoma, liberada del residual fotográfico. ¡Una imagen no indicial
(para-fotográfica) en plena agitación teórica por el index fotográfico! Pues como sabemos,
hasta bien entrados los años noventa la discusión en torno a la fotografía tomó partido
por la indicialidad y por la iconicidad indicial: autores como Rosalind Krauss, Denis Roche,
Phillippe Dubois, Henri Vanlier, Jean-Marie Schaeffer, dan prueba de ello. ¿Significa esto que
no había manera de prever, en el discurso teórico vigente, el cataclismo posfotográfico que
se avecinaba?, ¿o será quizá que el choque entre la indicialidad fotográfica y el tratamiento
digital no podía resolverse al interior del campo de la fotografía?, ¿acaso la observación de
Roland Barthes que venimos de citar tiene la virtud de determinar el límite inherente a «toda
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fotografía»: que pueda haber certificado de presencia?, ¿o sucede, más bien, que debiéramos
pensar que la pérdida del index, o su puesta entre paréntesis, nos pone en camino de una
extensión suplementaria de lo fotográfico, después de la fotografía indicial?
Muchas interrogantes, pero nuestro punto es uno solo. Retengamos la parte final
de la cita de Barthes. «He ahí una creencia fundamental», nos decía el autor, «una Urdoxa
que nada podrá deshacer, excepto si se me prueba que esta imagen no es una fotografía».
Rebatir esa creencia fundamental, rebatirla desde sus cimientos, ha sido por cierto una de las
consecuencias más importantes de la revolución digital. Pero es aquí donde vale una cautela.
Siguiendo al pie de la letra la lógica de Barthes, sólo quedaría asumir que, sin esa creencia
fundamental, sin esa presunción de que la foto ratifica lo que ella representa, el sujeto ha
sido arrojado definitivamente fuera del mundo fotográfico. Pero, paradójicamente, no es eso
lo que ocurre. Huérfanos de la prueba ontológica que nos proveía la foto indicial (eso ha
sido), no hemos perdido, sin embargo, lo fotográfico de la fotografía. En realidad, nos hemos
transformado en habitantes de una nueva extensión fotográfica.
Y en esta nueva extensión fotográfica, los sujetos participan de distintas programaciones
de lo fotográfico. Por «programaciones de lo fotográfico» entiendo prácticas tan dispares como
los retoques digitales de imágenes análogas, los usos analógicos de tecnologías numéricas (por
ejemplo, el uso masivo de los aparatos celulares como cámaras fotográficas), la producción de
imágenes de síntesis, las nuevas aplicaciones de viejas tecnologías en círculos especializados
(daguerrotipo, colodión, ambrotipo, etcétera), las alteraciones y détournements de iconografías
populares, la transmisión de datos de imágenes fijas, los formatos fotovideográficos, los registros
performativos puestos en línea, etcétera. Programaciones: formas derivadas, declinaciones,
que actualizan el campo fotográfico. Como vemos, en la extensión fotográfica, conviven lo
analógico-indicial y lo digital no-indicial como dos polos de una topografía difusa, en la que
se redistribuyen toda clase de prácticas, usos, costumbres y destrezas que re-programan el
sentido de aquello que podemos llamar lo fotográfico.
Este nuevo devenir fotográfico impulsado por la desmaterialización digital, entraña
una enorme dificultad para fijar una terminología adecuada al caso. Lo obvio: «fotografía»
parece un concepto datado, demasiado comprometido con la atribución indicial. Su uso, creen
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muchos autores, podría inducir a errores que son evitables si preferimos optar más bien por
la profilaxis de la palabra «imagen», que en este contexto digital parece más apropiada. En mi
opinión, hay sin embargo una buena razón para hablar de extensión fotográfica. Y es que el
término de la hegemonía indicial no significa, hablando rigurosamente, el fin de lo fotográfico.
El giro extensión fotográfica apunta justamente a la redistribución de los campos fotográficos
tras la caída de la hegemonía indicial. En otras palabras, hemos pasado de una práctica de la
fotografía análoga a una práctica diferente, quizá más profunda y radical, inmanente a la vida
cotidiana: a ser habitantes de la extensión fotográfica.
¿Por qué no debiéramos caer en la tentación del «fin de lo fotográfico»? porque el
advenimiento de la tecnología digital ha implicado la transformación de lo indicial en una estética
regional, esto es, en un territorio bien definido al interior de la extensión fotográfica. Otra manera
de plantear esto sería insistir, a la luz de la revolución digital (es decir, transcurridos algunos
años de intenso debate al respecto), en que lo fotográfico no es patrimonio exclusivo de la foto
análoga, como se pensó durante tanto tiempo. La sobredeterminación de la huella en la fotografía
correspondería, es probable, a una época de lo fotográfico; la revolución de la imagen fotográfica
por el tratamiento digital supondría, en tal caso, una época diferente. Sólo ahora sabemos que lo
fotográfico no ha estado nunca completamente hegemonizado por la huella. 2. ¿Fotografía aumentada?
El programa fotográfico excede la cuestión indicial. No se deja chantajear por la certificación de
la presencia. Y ello a pesar de nuestras convicciones más elementales sobre la naturaleza de
la fotografía, que Roland Barthes supo traducir en páginas célebres. «Ante una foto», apuntaba
nuestro autor, «la conciencia no toma necesariamente la vía nostálgica del recuerdo (cuántas
fotografías se encuentran fuera del tiempo individual), sino, para toda foto existente en el
mundo, la vía de la certidumbre (la voie de la certitude) […] Toda fotografía es un certificado de
presencia. Este certificado es el nuevo gen (le gène nouveau) que su invención ha introducido
en la familia de las imágenes» (Barthes, 1980, pp. 133-135).
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Pero si de argumentos genéticos se trata, no hay duda de que la tecnología digital
aplicada a la producción de imágenes fijas habrá desencadenado una nueva mutación, de
alcances perfectamente equiparables a aquéllos que Barthes destacaba en la fotografía
análoga. Este nuevo gen, el gen numérico-binario, resultado de la investigación en informática
y en nuevas aplicaciones tecnológicas desarrolladas por más de treinta años, ha impactado
de tal manera el carácter de la fotografía, que ahora debemos hablar más precisamente de
«fotografía indicial» y, al mismo tiempo, reconocer una nueva etapa, un orden fotográfico distinto
(pero fotográfico al fin). Esta mutación afectó integralmente la norma fotográfica análoga. Un
concepto recurrente a la hora de describir este hecho es desmaterialización. Básicamente, la
captura digital interpone una matriz numérica en el proceso de obtención de la imagen (Cf.
Barboza, 1996); eso significa que el evento «fotosensibilizado» es reemplazado y traducido en
series complejas de bytes informáticos. Estas series de bytes componen, ahora, un verdadero
continuum, una sola materia, «una sola energía» (Tamisier, 2007, p. 18).
Re-ensamblada bajo la norma del píxel o norma algorítmica, la antigua norma fotográfica
ingresa al universo de los datos en stock, en el que reina, de ahora en más, una absoluta
inmanencia. Esto quiere decir que toda clase de mixturas y re-composiciones entre imágenes
de la más varia procedencia es perfectamente realizable, desde el momento en que se trata,
en todos los casos, de información binaria, de unidades discretas (píxeles). De ahí que la
analogía con el «gen» sea del todo justa y precisa. Los «genes numéricos» de las imágenes
resultan a la larga compatibles entre sí y la secuencia genética, en consecuencia, se prolonga
virtualmente, interminablemente, entre una imagen y otra. En este reino del composite integral
del circuito numérico-binario, nuevas secuencias se forman a partir de secuencias parciales de
imágenes preexistentes. Lo decisivo es que, en esa completa inmanencia, todas las imágenes
pueden llegar a mezclarse entre sí por la vía del software y la correcta manipulación de sus
respectivas secuencias de información. En cierto modo, lo in-imaginable ya no tiene lugar.
Ni qué decir tiene que, bajo la norma algorítmica, o sea en el continuum digital, la
información «fotográfica» puede ser alterada o mejorada, interpolada, intercambiada, retocada
o completamente metamorfoseada: lo que importa, en cualquier caso, es que su traducción
algorítmica impulsa un «nuevo estado de la materia fotográfica». Y he aquí que llegamos a un
punto sensible. ¿Tiene sentido hablar de una fotografía «aumentada» por obra y gracia de la
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tecnología digital?, ¿sigue habiendo, siendo estrictos, «lo fotográfico», o «la fotograficidad», en
plena modulación digital?
3. La tesis del suplemento, o lo fotográfico liberado de la huella
Si menciono al pasar el término fotograficidad, no es por pura casualidad. François Soulages
ha ocupado sistemáticamente este concepto desde los años 80, en el ámbito de la fotografía
análoga. No obstante, puede prestarnos una ayuda invaluable para salvar la disyuntiva a
propósito de lo fotográfico en la era digital, y es con este objetivo que me detengo aquí por un
momento.
Soulages entiende la fotograficidad [photographicité] como la «propiedad abstracta
que hace la singularidad del hecho fotográfico» (Soulages, 2005, p. 112). Un aspecto cardinal en
su lectura es que la fotograficidad, que servirá para esclarecer «lo fotográfico en la fotografía»
(2005, p. 112), impone una nueva casuística, por así decir. ¿Qué significa esto? Que Soulages
se decide a tomar en consideración no solamente «la fotografía real», o sea las fotografías
efectivamente producidas, sino también —un giro de la mayor relevancia para mi propósito—
la fotografía «posible», lo que el autor denomina las potencialidades fotográficas [potentialités
photographiques] (p. 112). Esto merece una detenida consideración, en la medida en que
el planteamiento de Soulages no se restringe al orden metodológico, como pudiera parecer
a primera vista, sino que se sitúa directamente en la cuestión misma de la naturaleza de
la fotografía, desplazándola, descentrándola y re-localizándola en un plano completamente
distinto.
Cuando Soulages apunta a la «photographie possible» y a las «potentialités
photographiques», está optando a fin de cuentas por extender abiertamente el debate en
torno a la fotografía más allá de cualquier determinismo indicial. A su juicio, ese debate sólo
cobra verdadero sentido desde una perspectiva relacional no esencialista. Para Soulages, la
relación fotográfica paradigmática está constituida por dos potencialidades dialécticas. Una
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de ellas es la de lo irreversible (propia del registro indicial). La otra es la de lo inacabable
(propia del trabajo sobre el negativo). El autor entiende estas potencialidades como matrices
articuladas que dan curso a una comprensión de la fotografía como actividad polimorfa,
mutante (Soulages, 2005, p. 121). ¿Cómo se explica la existencia de tal o cual foto? como una
articulación de lo irreversible y de lo inacabable. Las fotos son los avatares (y no las simples
copias) del negativo de origen. A cada una de las fotos existentes las precede, en el orden
ontológico, una multiplicidad de posibles. Hay pugnas y decisiones de todo tipo en todos los
momentos que conforman el hecho fotográfico. En ese sentido, toda foto es un resto dentro
de un universo de posibilidades preexistentes. Por eso es que Soulages describirá la relación
fotográfica paradigmática recién mencionada como una de las características centrales de
la fotograficidad. Y es que esta última «no reenvía a una materia cualquiera ni a un tipo de
formas cualquiera ni a un ser cualquiera, sino a una relación habitada por una infinidad de
posibilidades» (Soulages, 2005, p. 113, la cursiva es mía).
De los ejemplos que el autor escoge para aclarar su punto, hay dos que considero
ilustrativos de este cambio de paradigma derivado de una lectura que no piensa la fotografía
exclusivamente desde la hegemonía indicial (el trazo, la huella, lo irreversible…), sino a partir
de la articulación entre esta potencia fotográfica de lo irreversible y la potencia fotográfica de
lo inacabable (para la que debiéramos valernos de otros conceptos: las metamorfosis, las
mixturas, la impureza, lo híbrido, los avatares…). En uno de esos ejemplos, Soulages aduce
que lo realmente extraordinario con la fotografía no es, como suele creerse, que se puedan
obtener innumerables copias de un mismo original, sino lo exactamente inverso: que se pueda
obtener una infinidad de fotos diferentes a partir de un solo negativo (p. 119, la cursiva es
mía). En el otro ejemplo, el autor plantea un caso «extremo» que sirve para desacreditar la
naturalización de la autoría fotográfica tal como la entendemos: «en el límite», especifica, «un
artista podría constituir toda la obra de su vida por la exploración indefinida de un solo y mismo
negativo que él jamás habría tomado» (Soulages, 2005, p. 116).
Si Soulages se refiere a una estética de la «imagen de imágenes» a propósito de la
fotografía, si se resiste a pensarla, de manera exclusiva y excluyente, a partir de la toma original
y de la indicialidad del tiempo histórico, y si en consecuencia prefiere leer la práctica fotográfica
como un «arte de los posibles» o «arte de doble potencia», es porque ello se corresponde con
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un viraje completamente nuevo en el modo como entenderíamos lo fotográfico. Ahí radica
la importancia estratégica de su argumento. Tomando pie en la foto análoga, la tentativa de
Soulages difiere sustancialmente de las tesis centradas en el index. Instala la producción
fotográfica en el plano de lo ficcional, de la diferencia. La exploración inagotable de una misma
matriz y la obtención de imágenes desprendidas de su origen, explican mejor que nada, a
los ojos del autor, el carácter más propio de la fotografía. Por ello es que las potencialidades
fotográficas escapan a los determinismos putativos de las fotos «reales» que designarían,
supuestamente, estados de cosas. Por ello, asimismo, es que la fotografía sólo puede ser
concebida como una práctica abierta, poli-icónica, poli-simbólica, poli-indicial (Soulages,
2005, p. 121 y ss.): potencia de potencias, matricialidad de lo latente que se actualiza por
la acción de decisiones en las que intervienen múltiples factores, que jamás agotarán las
posibilidades del negativo de origen. La fotografía, en síntesis, se inscribe en la tesis del
suplemento: su marcada potencia indicial (ça a été) ha sido siempre-ya puesta en juego,
siempre-ya escenificada (por eso Soulages acuñará otra fórmula: ça a été joué); lo fotográfico
no consiste tanto en la desnuda aparición de lo que aparece, como en la producción de un
avatar que borra el origen dispersándolo. Y es esa dispersión infinita la que atañe, en verdad,
al carácter de lo fotográfico. El avatar en fotografía no se limita a la existencia de las fotos
efectivamente realizadas, sino que incluye también, desde siempre, a las fotos posibles, a los
avatares potencialmente existentes.
Como queda dicho, la teoría fotográfica de François Soulages rebaja sustantivamente
el rol del index en la reflexión sobre la fotografía. Esa es la razón por la cual juega un papel
vital para escapar de la «hegemonía de la huella» y para pensar (aún si no se lo propuso
directamente) en una afluencia de lo fotográfico en el campo de lo digital no indicial. Ni «puro
acto huella» (Dubois, 1994, p. 49), ni «arché de la fotografía» (Schaeffer, 1987, pp. 13-58): la
potencia fotográfica rebasa, pues, necesariamente, la lógica indicial-referencial.
Los efectos de este giro son profundos. Ya sabemos que aquí está concentrado
mi interés. Enseguida vuelvo a lo mío. Pero digamos también que, si consideramos sus
antecedentes directos, el argumento de Soulages redefine lo fotográfico más allá del eje
pragmático que tanta importancia cobraba en las teorías de los años 80. En una época en
que el gran problema a salvar era la naturaleza del signo fotográfico, la dimensión pragmática
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aparecía como el «punto de fuga inevitable» —como lo llamaba Dubois— desde el cual articular
una teoría semiótica con una teoría política de la imagen fotográfica y de sus usos.3 Pero yo
daba a entender que las tesis de Soulages permiten algo más que eso; digamos, algo más
que reintegrar el carácter ontológico de la fotografía —a través de la potencia de lo inacabable,
de lo posible y de los avatares—, al recurso semiótico/político. Revisadas desde el punto
de vista de la disyuntiva expresada anteriormente (¿tiene sentido hablar de una fotografía
«aumentada» por la imagen digital?), tales tesis dan pie a una tentativa interesante. Digámoslo
así: la fotograficidad, al articular la función indicial con la potencia de lo inacabable (inherente
al trabajo sobre el negativo), abre lo fotográfico más allá de la foto misma. A mi juicio, el asunto
central aquí es que lo fotográfico de la fotografía sólo se obtiene, sólo se gana, a costa de
perder la foto (es decir, a costa de perder el estatuto indicial). Enorme paradoja: ganamos en
plenitud lo fotográfico al perder la Urdoxa de la foto.4
Lo fotográfico más allá de la foto. Resumámoslo de la siguiente manera. En la
extensión fotográfica, la propia fotograficidad se ha desplazado casi completamente hacia uno
de sus polos, hacia el segundo de los términos de la relación paradigmática (lo inacabable, las
3
Es así como Dubois (1994) podía insistir en la singularidad irreductible del principio fotográfico (el index) y, a la
vez, en su pulsión metonímica y su fuerza de irradiación, factores que, en su lectura, llevaban a admitir que la fotografía sólo cobraba su verdadera significación en función de contextos históricos bien determinados (lo cual era
otro modo de argumentar que, con el index, la fotografía había descubierto las virtudes de no poder ser definida
en razón de un sentido unívoco). Y así también, Jean-Marie Schaeffer (1987) podía apelar a la intencionalidad
comunicante de la fotografía, a fin de incorporar el componente indicial al signo fotográfico, asumiendo tanto la
función icónica como la función indicial como los componentes que estructuran la fotografía de acuerdo a su finalidad pragmática y analógica. Finalmente, para Schaeffer, la fotografía constituye una modalización de la huella:
modalización del arché de la grabación foto-química y de la extracción de un flujo energético irreversible, por parte
de un dispositivo configurado de acuerdo a la hegemonía analógica de la comunicación.
4
No está muy lejos Peter Osborne (2007), cuando declara su preferencia por hablar de los «históricamente cambiantes modos de ser “lo fotográfico”», subrayando que lo fotográfico se distribuye «a través de una gama concreta
de formas tecnológico-culturales históricamente determinadas y en progresión —el “campo en expansión”— desde la pionera fotografía química, pasando por las copias a partir de negativo, el cine, la televisión, el video y la
imagen digital» (p. 73). Para él, en ese sentido, lo que ocurre en realidad con las tecnologías digitales es que
ponen en crisis un modelo metonímico funcional para el conjunto de lo fotográfico (el modelo de la foto), «y no la
unidad distributiva del campo real» (es decir, no lo fotográfico propiamente tal). Cf. Osborne (2007, p. 75).
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mixturas, los avatares), en desmedro de lo «irreversible». Nada obsta a pensar, pues, que de lo
que se trata, en definitiva, es de lo fotográfico liberado de las huellas. Lo fotográfico presupone
en tal caso distintas formas de graphós, y no solamente una. Por lo pronto, si la fotografía
indicial responde, por una parte, a la lógica autográfica (un original, una matriz, de la que
se obtienen múltiples avatares, múltiples variantes también «originales», aunque todas ellas
nacidas a partir de un mismo referente inscrito), lo digital, en cambio, como observa Quentin
Bajac (2010), se encontraría más próximo de un régimen alográfico, «en el que la noción de
objeto material se desvanece ante aquélla de objeto ideal, del que no conoceríamos más que
reducciones» (p. 124).
Autografía/alografía, indicialidad/digitalidad: lo fotográfico, como se ve, concierne a
una modalidad de producción de imágenes de enorme ductilidad. A fin de cuentas, parece
como si lo fotográfico hubiera comprometido siempre la posibilidad de diferentes regímenes
de graphós, pero pareciera también que sólo hoy estuviéramos en condición de verificarlo a
cabalidad. En esa medida, mirando en retrospectiva, la «aparición» fotográfica no dependió
quizá nunca del todo, nunca completamente, de una indicialidad (basta con pensar en la vieja
tradición del composite, que precisamente trabaja sobre la huella, sobre múltiples huellas
superpuestas, a fin de abrir el espectro de la aparición fotográfica trascendiendo la lógica de
la huella). De ahí que lo fotográfico, para nosotros, adquiera un realce distinto. Lo veíamos en
Soulages, y con mayor razón habríamos de proyectarlo hacia el actual escenario digital: lo
fotográfico se abre completamente tras el desplome de la hegemonía indicial; lo fotográfico
no implica tanto la copia de un referente real, como la liberación, en la imagen, del campo de
lo posible; lo fotográfico concierne a la imagen desplazada de un origen, o incluso, como ya
advertíamos, a la dispersión de todo origen en lo posible actualizado como original: distancia
del origen, distancia irremontable que el avatar fotográfico porta consigo, en su propia condición
inacabable, abriéndose cada vez, y siempre, a nuevas diseminaciones y apariciones.
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4. Hacia un nuevo espacio sensible
La extensión fotográfica se prolonga en redes y canales de transmisión que forman parte de
un mapa imposible, interminable, inabarcable. La tecnología digital pone en marcha formas de
almacenamiento, de producción, de transformación e intercambio de imágenes que se activan
en interfases, que se despliegan en monitores, que se resguardan en aparatos hipomnésicos
industriales (Stiegler, 2009, p. 45), que son manipuladas en los protocolos de los softwares
y que se agolpan en los puntos nodales de conectividad (plataformas web, redes sociales,
etcétera). Estos últimos, a su vez, favorecen los envíos y reenvíos de datos en stocks de
volúmenes inconmensurables, y de acuerdo a una recurrencia que escapa a nuestra imaginación
matemática. La extensión fotográfica, en este sentido, se corresponde bien con una conjetura
de Vilém Flusser (1996), quien a propósito de la propia tecnología análoga comentaba que
la foto constituía, en rigor, el primero de los objetos posindustriales, en cuanto trascendía
su propia condición física (apenas una hoja de papel…) y se vinculaba directamente con la
información y la intención simbólica (p. 53). Con mayor razón, la intersección efectiva entre la
fotografía y el ámbito digital habrá desencadenado una serie de turbulencias conceptuales
y categoriales. De ahí que haya querido insistir, como hipótesis general, en que lo digital
podría, eventualmente, entenderse como el «fin de la fotografía» (es decir, como el fin de la
antigua norma fotográfica análoga), si y sólo si leemos en él, al mismo tiempo, la liberación
de lo fotográfico más allá de la fotografía. Esta hipótesis, aparentemente contradictoria, insiste
en la necesidad de una relectura conjunta del campo digital y del campo analógico/indicial,
entendidos ahora como declinaciones o nuevas programaciones de lo fotográfico. A una
hipótesis tal no le resulta ajena, ya sabemos, una resistencia fundamental a la tesis del «fin
de lo fotográfico ante la imagen digital». Lo que interesa es dar pie a la posibilidad de pensar
una figura paradójica: un nuevo devenir fotográfico —después de la fotografía, impulsado por
la desmaterialización digital—.
¿Dónde acontece lo fotográfico, entonces? En las pantallas. En el flujo de las pantallas,
en su ambiente inmersivo y envolvente, se acciona una nueva inmanencia, una inmanencia
de naturaleza foto(video)gráfica. Desplegadas en torno a nosotros, habiéndonos habituado
a transitar entre ellas y a introyectarlas como prótesis de espacio-tiempo, las pantallas, no
obstante, también nos habitan. Nos habitan y nos deshabitan, abismándonos. Ahora bien, la re-
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codificación digital de lo fotográfico, el tránsito continuo entre lo fotográfico y lo fotovideográfico,
sanciona asimismo otra serie de consecuencias gravitantes, aparte del hecho por demás
revolucionario de la colectivización planetaria de las prácticas relacionales en torno a las fotos
visualizadas en nuestras pantallas.5 Quisiera abordar brevemente, en lo que viene, una de
esas consecuencias. Consecuencia de índole categorial, incluso ontológica, de la que apenas
estaríamos en condiciones de arriesgar algo más que un esbozo. Cierro esta reflexión con un
breve comentario sobre el nuevo espacio estético —el nuevo espacio sensible— que adviene
en la extensión fotográfica.
5. Apariciones y clonaciones bio-digitales
Hemos perdido la fuerza tutelar de la Urdoxa, de la creencia fundamental en la naturaleza
constativa de la fotografía, decíamos al inicio de este apartado, glosando un pasaje de Roland
Barthes. Pero lo que hemos perdido, agregábamos después, también lo hemos ganado: lo
fotográfico. Somos sujetos de la extensión fotográfica; nunca como ahora tuvimos una relación
tan expedita con la fotografía. Habitamos en el centro de los campos fotográficos, pues en el
continuum digital los campos fotográficos están por todas partes. En la extensión fotográfica,
o sea en el espacio de las pantallas portátiles y de los dispositivos fotográficos multimedia,
ya no hay huellas, sino píxeles, ya no hay matrices fotosensibles, sino datos numéricos, y a
falta de anclajes temporales no tiene sentido tampoco hablar de un punctum «de tiempo»
(Barthes, 1980, p. 148 y ss.) (¿cómo habríamos de hacerlo, sin la certeza de una inscripción?).
La referencialidad, en cambio, no habrá de desaparecer siquiera bajo estas condiciones —nos
resulta imperativo hablar, eso sí, de una referencialidad sin referente: en la imagen no indicial,
5
Sobre el particular, véase por ejemplo Gunthert, A. (2009, noviembre). L’image partagée. Comment Internet a
changé l’économie des images. Études photographiques, (24), 183-209. También Bajac, Q. (2010). Après la photographie? De l’argentique à la révolution numérique. Paris: Gallimar, p.106 y ss. y Verhaeghe, J. (2009). Facebook ou le nouvel esprit du capitalisme. En Soulages et Verhaeghe. (Eds.), Photographie, médias et capitalisme.
Paris: L’Harmattan, pp.125-139.
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nada, salvo nuestro testimonio verídico o nuestra confianza, acredita la existencia efectiva
de aquello que está referido en ella—. Al no corresponderse la producción de imágenes con
ninguna física inscriptiva, con ninguna impresión fotosensible, al no existir una huella, forzoso
es reconocer que se ha transformado por completo el sentido del «aparecer» propiamente tal.
El aparecer de lo que aparece ha cambiado de signo.
Pues bien, éste es mi punto esencial. Para abordar ordenadamente este último asunto,
en el que creo que está en juego una cuestión sustancial, hagamos un pequeño resumen.
Recordemos primero que nos hemos propuesto pensar lo fotográfico según un parámetro
distinto al de la fotografía. Decir fotografía equivale, en el uso común, a decir fotografía análoga,
y por tanto, a decir index, fuerza constativa, Urdoxa, etcétera. En una lectura como la de
Soulages, en cambio, la fotografía se piensa desde la fotograficidad, y el espectro semántico
se abre a una articulación de lo indicial con lo inacabable y con lo ficcional. Éste es un avance
fundamental para una consideración más compleja del fenómeno bajo examen. Pero hay algo
más aún. Con la irrupción de las tecnologías digitales, la huella, el index, han sido erradicados.
La declinación del polo indicial es el acontecimiento que marca el comienzo de lo fotográfico.
Y esto nos lleva a un segundo nivel del problema.
Este nivel está relacionado con algo inédito de lo que hemos sido testigos —igualmente
fascinados e incrédulos— en las décadas recientes. Me refiero a un cambio de paradigma, a
una modificación de nuestras estructuras categoriales, que afecta el modo como pensamos la
aparición, lo estético, lo sensible. De hecho, es un nuevo espacio estético lo que se anuncia en la
época de la extensión fotográfica. En ese nuevo espacio, quizá la propia noción de estética, con sus
lógicas, sus dispositivos y sus categorías históricas, resulte perturbada y trastocada en su núcleo.
Tomo dos términos para orientar mi comentario: aparición y reproducción (de la
imagen). Anoté poco más arriba que la declinación del index marca la apertura de lo fotográfico
después de la fotografía. Tal vez vale la pena extremar el diagnóstico. Digamos pues que la
pérdida de la huella afecta la estructura misma de categorías estéticas canónicas. La pérdida
de la huella no es simplemente un nuevo dato a considerar. Es el universo entero de las
apariencias, tal como fueron pensadas hasta ahora, el que tambalea. ¡Nada menos que el
edificio de la reflexión estética!
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¿Qué sucede con la reproducción de la imagen, por ejemplo? El gen numérico-binario
nos obliga a reformular este concepto, pues con la nueva materia fotográfica que toma cuerpo
en las pantallas, toda clase de imágenes pueden ser compuestas a partir de variables y
detalles minúsculos pertenecientes a otras imágenes cualesquiera (¿qué sentido tiene hablar
de reproducción en este contexto de datos en stock, de descargas y de composiciones
digitales?). ¿Y qué sucede con la aparición de la imagen? El gen numérico-binario nos lleva a
pensar en un aparecer de una índole completamente infamiliar. Este aparecer se corresponde
con una actualización de meras variables matemáticas. Lo que aparece fotográficamente,
puede no reportar la existencia de ningún espécimen del mundo conocido. Pero eso es apenas
la punta del iceberg. En el extremo, en una imagen reputada como «normal», podemos estar en
presencia de entidades semejantes a algo, o de entidades que «son» algo («eso» que vemos,
sí, una mujer, un retrato, un animal…) pero que han sido producidas a partir de variables
numéricas y manipulaciones en softwares. A la larga, nos vemos emplazados para nuestra
sorpresa en un universo atópico, para el que carecemos de nombres y taxonomías apropiadas:
experiencia de un vacío en el lenguaje que lo desfonda desde adentro, arrebatándonos todo
criterio de orientación. Y es que, en determinadas circunstancias, no sabemos bien qué vemos
ni qué podemos llegar a ver. No sabemos qué es aquello que aparece en la imagen. ¿De qué
tipo de epifanía de nueva especie estamos hablando?
Retomemos el tema de la reproducción de la imagen. Si bien la fotografía siempre fue
susceptible de ser reproducida —al menos, desde la puesta a punto por William Fox Talbot,
en 1840, del procedimiento de negativo-positivo para el calotipo—, lo que apreciamos en la
actualidad en las producciones y prácticas foto(video)gráficas se asemeja, más bien, a una
especie de clonación. Hablaríamos entonces de una clonación bio-numérica o bio-digital. La
aparición y la reproducción se articulan en este giro hacia la clonación de la imagen. Las series
complejas de bytes que conforman la nueva materia fotográfica, dan cuenta efectivamente
de posibles digitales.6 ¿Qué sentido tiene decir que algo ha estado, que algo está allí? Es
más: ¿qué sentido tiene hablar de copia, eikôn, o de simulacro, phántasma, el viejo y siempre
renovado repertorio platónico para conceptualizar los modos manifestativos de estos entes de
6
Franck Leblanc, por ejemplo, a propósito de los retratos de Desiree Dolron, habla de criaturas digitales. (Cf. Leblanc,
2011, p. 74 ss.)
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segundo o tercer grado? En la imagen digital, lo que aparece, está, sin haber estado nunca
allí. Smikrón ti, decía Platón. El artista mimético, el pintor, toca un poco, smikrón ti, del ente
imitado, y ese «poco» es su imagen, eídolon (Platón, 2000, Libro X, 598b, p. 468). Pero acá
no nos basta con sugerir la desbandada de los simulacros. Pues hasta la lógica simulacral tal
como Platón la entendió, y tal como la legó a la tradición, suponía la subversión del original,
pero del original entendido a fin de cuentas como fuente, matriz: ese original, digamos, duró
hasta la fotografía análoga. En el caso de la digitalidad, simplemente, el original es inaccesible,
un ideal encriptado en el código binario. Y lo que aparece, por consiguiente, quizá no sea en
sentido estricto un simulacro. Lo que aparece constituye (apenas) una reducción matemática
configurada como imagen. Una reducción, y también un corte —un corte en una secuencia
numérica potencialmente amplificable o transformable ad infinitum—. Avatares, sí: pero un
avatar sin origen determinable, una aparición que ha sido proveída a partir de un algoritmo,
de un software. Aparición como declinación, entonces —todo lo que aparece constituye la
declinación factible de un modelo matemático predeterminado y de sus combinaciones y
variaciones—. Por ello es que debiéramos hablar más bien, siguiendo una insinuación de
W.J.T. Mitchell (2011, p. 124), de «copias profundas», cuando nos referimos a imágenes
replicantes: éstas no serían reproducciones de un original, sino copias profundas constituidas
de códigos genéticos idénticos —asumiendo que decimos «copia» a falta de un ordenamiento
categorial más estricto, pues de lo que se trata esta vez es de un flujo siempre abierto de
transformaciones en el seno de la imagen—. Entre el morphing y la imagen fija, se despliega
el pasaje de las foto-video-grafías, de la extensión fotográfica.
Bajo la re-codificación digital, decimos, toda imagen responderá, en último término,
a la estructura del clon. Hablaríamos de la imagen como quien habla del clon y de sus
modificaciones, del clon y de sus flujos, del clon y de sus vectores abiertos, de sus cortes
transversales, vectores o líneas de fuga siempre a punto de ser transmutados con objeto de
producir otra imagen. A una secuencia de bytes siempre se le podrá añadir, incrustar, otra
secuencia. Las modificaciones podrán siempre tornarse más difíciles de detectar. Estamos
en el terreno de la composición de lo digital pictórico, fotovideográfico, escultórico, todo al
mismo tiempo. Y los clones visuales están siempre disponibles para ser re-actualizados, reensamblados, como si se hubiere producido la autonomización completa de las imágenes y
pudiéramos hablar, finalmente, de un estado de clonación bio-digital, a fin de hacer patente
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ese estado de (auto)poiesis y de apertura en el seno de la imagen digital, en el seno del flujo
digital propiamente tal. Toda imagen sería un corte entre imágenes. Toda imagen marcaría
un pasaje entre una imagen y otra. ¿Final del doble, final de la alteridad perversa, ya que
hablamos del final del simulacro por obra de la clonación bio-digital? A fin de cuentas, bajo la
norma del píxel, todo ocurre allí, en la superficie: el clon y sus copias profundas cohabitan en
la inmanencia pura…
Pero ¿hay superficie?, ¿cómo habría superficie si no hay inscripción?, ¿qué tipo
de superficie es una pantalla líquida? En consecuencia ¿bajo qué órdenes categoriales
debiéramos comenzar a pensar las complejidades y trampas a que nos abisma este espacio
sensible que es un puro flujo, una secuencia inagotable, una metamorfosis nunca extenuada,
una potencia liberada a lo inacabable, espacio de apariciones, de virtualidades y avatares,
ensambladas en la liquidez de los píxeles?
En la época de las informaciones binarias y de las síntesis, lo fotográfico parece
finalmente liberado a la conducción de imágenes que entrechocan y provocan inéditos modos
de aparición. Esta coalescencia fotográfica nos sitúa en el horizonte, es decir en el centro mismo,
de los campos fotográficos. Los avatares están aquí y nos miran desde sus escenografías
sin tiempo. Habremos de aprender a cuestionarnos, a costa de nuestras perplejidades y
reforzándonos en ellas, la manera como lo sensible mismo ha sido transformado tras el fin
de la indicialidad: qué correlatos categoriales están emergiendo, cómo habitamos y cómo
nos orientamos críticamente en este nuevo espacio sensible. En caso contrario, habrá un
riesgo importante: devenir habitantes de la extensión fotográfica desamparados y extrañados,
arrojados al epicentro de un mundo que conmociona todas sus estructuras y agita en todos los
niveles de la experiencia los usos de las imágenes y sus nuevas paradojas.
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Rodrigo Zúñiga
(Santiago, 1974), es filósofo, profesor y coordinador del Doctorado en Filosofía con mención en
Estética y Teoría del Arte y académico del Departamento de Teoría de las Artes de la Universidad
de Chile, miembro de las redes de investigación RETINA (Francia) y LAPSOS (Chile). Ha
publicado, entre otros, La demarcación de los cuerpos. Tres textos sobre arte y biopolítica
(Metales Pesados, 2008), La Extensión fotográfica. Ensayo sobre el triunfo de lo fotográfico
(Metales Pesados, 2013), Restos de Paisaje. Escritos Sobre Arte (Ediciones DAV/ U. de Chile,
2015) y el Rock en los Desiertos. Diez Viñetas para Frank Zappa (Catálogo Libros, 2015).
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