Goebbels+1pto 00 - La esfera de los libros

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Joseph Goebbels
Los últimos escritos del jerarca nazi
que permaneció junto a Hitler hasta el final
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Introducción
Rolf Hochhuth
Traducción
Beatriz de la Fuente
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INTRODUCCIÓN
Goebbels en sus diarios
Hegel, Darwin, Nietzsche; ellos fueron la causa efectiva de
la muerte de muchos millones de hombres. Los pensamientos
matan, las palabras son más criminales que cualquier asesinato,
los pensamientos se vengan sobre la cabeza de héroes y rebaños.
Gottfried Benn, Sobre la historia2, 1943
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I
l 5 de marzo de 1945, Goebbels convenció a su Führer Adolf Hitler de
formar batallones femeninos en Berlín; el 14 de marzo aún creía poder renunciar a los consejos de guerra mientras el Tribunal del Pueblo permaneciera en Berlín. Acababa de dictar: «El Führer me comunica que a partir de ahora
los consejos de guerra provisionales al mando del general Hübner han comenzado su actividad. El comandante general responsable de que no se volara el
puente de Remagen ha sido el primer condenado a muerte y se le ha fusilado
sin dilación dos horas más tarde. Esto es al menos una señal de esperanza».
Cuando el 9 de marzo visita en Silesia al mariscal de campo Schörner, al que admiraba sobremanera, encomia cuántos soldados alemanes hacía colgar Schörner: «Una gran ayuda le ofrece a Schörner con todo este trabajo mi colaborador Todenhöfer». Y el 1 de abril espera un giro en la guerra de bombas con la
intervención de los cazas alemanes Rammjäger; los pilotos tenían que chocar con
su avión contra los bombarderos ingleses y americanos para derribarlos —y
derribarse—: «Esto promete un éxito extraordinario». No obstante, «el Führer
considera la mejor noticia de los últimos tiempos que en la Conferencia de Yalta Roosevelt le haya hecho a Stalin la concesión de trasladar a los prisioneros alemanes del oeste a la Unión Soviética como trabajadores forzosos. Esta y otras
noticias similares contribuirían seguramente a subir la moral bélica de nuestras tropas, pues tenemos que resistir en algún lugar del oeste».
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Traducción de Enrique Ocaña, 1999.
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La autenticidad de este diario está garantizada por los dos funcionarios de su ministerio que lo estenografiaron al dictado del ministro y que
todavía viven. Sólo su juicio pericial puede evitar la sospecha de una parodia malévola en tales citas. De hecho, ni una emisora de propaganda antinazi
alimentada desde Londres, aunque a su servicio estuvieran cínicos sin escrúpulos, habría podido pintar de manera más cómica el miedo al suicidio
que llevaba a Goebbels y a Hitler siempre a nuevas ideas para retrasar durante semanas, y al final ya sólo durante días, su fecha de retirada de la historia. Más que una casualidad es un símbolo que demuestra el amor desbordante de Hitler a «su» pueblo el hecho de que en las últimas fotos que
existen de él salgan chicos de trece, catorce o dieciséis años mientras les
pone condecoraciones o les da palmaditas en las mejillas por haber luchado
por él —por haber luchado sólo para que él y la familia Goebbels pudieran
vegetar unos cuantos días más en el búnker bajo la bombardeada Cancillería del Reich, antes de terminar con sus vidas y así también por fin con los
asesinatos arriba en las calles.
Como todos los años, el 14 de marzo la señora Magda Goebbels, junto
con sus hijos Helga, Hilde, Helmut, Holde, Hedda y Heide, felicitó por su
cumpleaños a quien la había asistido en el parto de éstos, el ginecólogo
Stoeckel. Dijo: «Hoy, mi querido señor consejero privado, no podemos celebrarlo como es debido. Pero cuando el señor Stalin pronto haya tenido ya
bastante, y cuando Hitler, a la cabeza de una Europa unida, haya derrotado
a Rusia, entonces volveremos a celebrar su cumpleaños tan bien como antes».
Desde la ventana de Stoeckel, de setenta y cuatro años, se veían barricadas.
La señora Goebbels preguntó a la señora Stoeckel qué significaba eso, y
«oyó» —cosa que por supuesto sabía— que eran barricadas para la lucha
callejera. Stoeckel: «Y la señora Magda respondió con el mejor de los optimismos: “¡Bah!, sólo se hace para tranquilizar al pueblo, en la práctica no tiene
ninguna importancia”».
Interpretaba su papel de una manera todavía más perfecta que su marido, a quien por entonces Stoeckel ya no le habría creído nada; no obstante, Stoeckel consideraba posible que la señora Goebbels todavía siguiera sin
tener idea de política. El médico no sabía lo que la señora Goebbels le había dicho ya dos meses antes a Wilfred von Oven, un jefe de prensa de su marido, y que éste escribió el 21 de enero en su diario: «Ya hace mucho que mi
marido y yo nos hemos despedido de la vida… Pero lo que todavía no puedo
decidir es el destino de los niños. Sin duda, la razón me dice que no puedo abandonarlos a un futuro en el que, como hijos nuestros, estarían ex-
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puestos, sin defensa y sin derechos, a la sed de venganza judía». Goebbels le
recordó a Federico el Grande, cuya vida, en la glorificada presentación de
Carlyle, había hecho que Hitler leyera hace poco. La señora Goebbels respondió: «Pero Federico el Grande no tenía hijos». Y el 29 de enero anota
Von Oven: «La señora Goebbels llora ahora desconsoladamente. Todavía no
ha tomado ninguna decisión sobre el destino de sus hijos…».
De las «gentes bajas» de Berlín se despidió después de diecinueve años
su jefe de distrito, Goebbels, quien, como hijo de la pequeña burguesía, había conseguido en mayor medida que ningún otro nacionalsocialista convencer para que simpatizaran y lucharan con Hitler también a muchos de
aquellos que, como se decía popularmente, «ya marchaban detrás de la bandera roja cuando todavía no se le había cosido encima la esvástica», con una
«medida» que registra así el 8 de abril en el penúltimo de los diarios dictados
que se conservan: «En Berlín-Rahnsdorf han tenido lugar por primera vez desde el comienzo de la guerra pequeñas revueltas populares. Doscientos hombres
y mujeres han asaltado dos panaderías y se han llevado los panes que había…
Aunque en estos momentos la provisión de alimentos no sea precisamente la
más deseable, por otra parte es absolutamente imposible dejar pasar tales fenómenos en silencio… En el transcurso de la tarde, los cabecillas son condenados… a muerte por el Tribunal del Pueblo, un hombre y dos mujeres. El
caso de una de las mujeres es bastante menos grave, así que me decido por un
indulto. A los otros dos… hago que los decapiten la misma noche».
Por lo demás, hacía tiempo que Goebbels, desde el 24 de julio de 1944
también «plenipotenciario para la puesta en práctica de la guerra total», no
tenía nada que hacer. Ese 8 de abril de 1945, los americanos habían ocupado ya Erfurt, en Turingia; los rusos, la estación este de Viena y la margen occidental del Oder (Odra). Y puesto que ahora sólo podía ya dictar su diario
o ejecutar a sus «compatriotras» alemanes, Goebbels —aparte de Hitler, el
más enérgico de los nazis— había sucumbido del todo a aquella enfermedad
cuyo brote data del 9 de julio de 1941, momento desde el cual no escribió él
mismo su diario, sino que comenzó a dictárselo a su estenógrafo Richard
Otte o a su sustituto Otto Jacobs: la logorrea. Por término medio dictaba
treinta páginas a máquina al día —el más extenso de los dictados conservados tiene cien páginas enteras más—, aunque mecanografiadas con un tipo
especialmente grande en la denominada «máquina del Führer», llamada así
porque Hitler no quería aparecer nunca en público con gafas y sólo permitía que se escribieran sus discursos, y también sus decretos, con una máquina de esas características.
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Goebbels dictó día tras día hasta su establecimiento en el búnker de la
Cancillería del Reich, y ya entonces su mirada estaba puesta mucho más en
la posteridad que en el presente. Sólo así se puede comprender su último hecho, el envenenamiento de sus seis hijos: se los llevó consigo en su suicidio
y en el de su mujer, con el que ya contaba desde el 27 de agosto de 1943, según consta por una conversación con Von Oven, si bien «sus pensamientos
se dirigían a este único objetivo: el efecto en la historia». Su compañero
Werner Stephan observó unánimemente con otros: «A quien amenazaba
con poner en peligro la gloria póstuma goebbeliana intentaba aniquilarlo,
hombres de su Estado Mayor personal que se escapaban con algún pretexto. Por la emisora de la policía ordenaba detenerlos y ejecutarlos inmediatamente». Stephan también confirma que ahora la principal preocupación de
Goebbels era la conservación de su diario; se la confió a Otte, el «secretista
del Reich», y le ordenó que hiciera microfilmes de una copia escrita a máquina y que después quemara la copia. Presumiblemente, los rusos saquearon buena parte del original en el búnker de la Cancillería del Reich. A partir de otros fragmentos que recogió un vendedor de objetos usados entre
las ruinas de la calle Wilhelmstraße se publicó en 1948 la primera selección,
preparada por Louis P. Lochner.
Al final, Goebbels vivía sólo para su diario. De ahí —y debido a una creciente ineficacia en el cargo y en la organización de la guerra total— su logorrea: una incansable adicción a hablar y dictar, que por lo demás ya se
anunciaba en interminables conversaciones de mesa y sobremesa, tal y como
las anotó resumidamente Von Oven a partir de junio de 1943. Cuanto menos ponía Goebbels sobre la mesa, también en sentido figurado, más hablaba sentado a ella. De la plétora de material que generó el diario se quejaba
ya el americano Louis P. Lochner, que había realizado su selección a partir
de 7.100 páginas mecanografiadas.
La verborrea enfermiza de Goebbels determinó también su estilo. Puso
flores sobre el papel por las que le habría envidiado el cómico por él prohibido Werner Finck. Tras la ocupación de Kassel por parte del Tercer Ejército de Patton se dice: «La población creía poder esperar que nuestros jefes
de partido lucharan en su distrito y, si fuera necesario, cayeran en él. Ése no
ha sido nunca el caso». El 13 de marzo de 1945, en algún lugar del este «se
tiene que realizar el intento de poner definitivamente en marcha al enemigo».
El 12 de marzo había decidido asesinar a todos los párrocos alemanes del oeste —«aquí encontraremos una amplia esfera de acción para nuestros grupos
terroristas»— que colaboraban con los angloamericanos. El Führer tiene la
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intención de «someter a estos párrocos a un consejo de guerra que no podrán
olvidar».
Y todavía un poco más tarde, cuando los americanos ya están en Gotha,
califica la agonía de Alemania como sudores: «Nos hallamos ante el peligro
más crítico de esta guerra, y a veces se tiene la impresión de que el pueblo alemán en combate estuviera pasando unos sudores en el punto culminante de
la crisis bélica, de los que el profano no sabe si estos sudores conducirán
a la muerte o la salud». En la misma página se engaña diciendo que el Führer habrá «llevado a cabo una acción bélica decisiva» con sólo conseguir
«arreglar más o menos la situación al oeste», ¡como si el centro de Turingia
todavía se pudiera llamar oeste! «El enemigo ha avanzado aquí hasta Gotha.
En estos momentos no tenemos nada que oponerle, porque por de pronto
aún no queremos desgastar nuestras fuerzas ofensivas». Sin duda creía lo
que dictaba; pues estas frases estaban destinadas a su diario —y no precisamente a desconcertar a la opinión pública.
Casi en la misma medida que su Führer, hacía ya mucho que Goebbels no era «de este mundo». Lo confirma también el descuido con el
que él, quien durante años había encubierto con cautela el asesinato de los
judíos en su diario en lugar de desvelarlo, aunque el 27 de marzo de 1942
describiera el proceso de exterminio casi al detalle, admitía ahora, el 14 de
marzo de 1945, sin preocuparse tampoco por su gloria póstuma, que a
los judíos había que «matarlos a palos como a las ratas. En Alemania, gracias a Dios, ya lo hemos hecho como se debía. Espero que el mundo tome
ejemplo».
Muy reveladora es su reacción histérica a una banalidad, la noticia del
18 de marzo procedente de Washington de que el enemigo tenía la intención
de ocupar todo el territorio del Reich —nada sorprendente, puesto que ya
había ocupado amplias zonas de Alemania—. Pero Goebbels comenta: «Más
allá de esto, [el enemigo] no formula otras exigencias de momento. Quizás
llegue todavía la de que antes todos nos tenemos que colgar o pegar un tiro».
Claro está que los americanos no habían dicho eso, sino que él se lo repetía naturalmente todos los días desde hacía semanas y meses. Y añadió: «La
voluntad destructiva del enemigo toma hoy proporciones alarmantes. Los excesos de venganza que figuran en la prensa judía inglesa y americana rebasan cualquier comparación».
¿Había olvidado cuántos países —la mayoría incluso neutrales— había
ocupado la Wehrmacht de Hitler bajo sus gritos de júbilo atiplados, los del
ministro de propaganda? ¿Y que él mismo —por poner un ejemplo— había
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escrito en su diario el día anterior a la ocupación de Noruega y Dinamarca:
«El Führer… me expone sus planes: hoy de madrugada, a las 5.15 horas, Dinamarca y Noruega serán ocupadas militarmente… Si los reyes se comportan con honradez, pueden quedarse. Pero estos dos países no los entregaremos nunca»? Los judíos muertos, de cuyo asesinato había hecho propaganda
contra sus convicciones, pesaban ahora quizá sobre su conciencia.
Hasta su nombramiento como jefe de partido en la circunscripción territorial de Berlín, Goebbels había estado prometido muchos años a una semijudía. Y Magda Goebbels le debía a un judío llamado Friedländer no haberse
criado como hija ilegítima de una criada, sino en una cómoda situación en
casa de un comerciante judío que se casó con la madre de Magda y le proporcionó a ésta un hogar acomodado, una esmeradísima educación y la formación en varios idiomas y costosos internados extranjeros. El proceder de
Magda y Joseph Goebbels con sus benefactores y mentores judíos, como su
director de tesis de Heidelberg, como Friedrich Gundolf o también su tío
Cohnen, quien a veces le daba dinero durante la necesidad extrema de sus
años de estudiante, es infame. Los judíos les habían hecho tanto bien como
por lo demás sólo se lo hicieron Adolf Hitler y los padres de Joseph.
Goebbels, a diferencia de Himmler y Hitler, sabía lo que hacía, al igual
que Hermann Göring; también lo que les hacía a los judíos, a quienes, como
Göring, conocía mejor que los otros dos principales culpables de Auschwitz.
No los odiaba, excepto a algunos «judíos de la prensa» que habían rechazado
su colaboración en la Sinagoga rotativa, aunque él la había solicitado con insistencia. El 4 de abril de 1945, Goebbels dictó acerca de la Conferencia de
San Francisco, en la que los judíos querían hacer que se proscribiera el antisemitismo en todo el mundo: «Les vendría muy a propósito a los judíos que,
después de que han cometido los crímenes más atroces contra la humanidad,
ahora se prohibiera a la humanidad incluso reflexionar sobre ello». No dijo
qué crímenes de los judíos tenía entonces en mente. Probablemente pensaba ahora a veces en sus artículos del semanario Das Reich, en los que por
ejemplo figuraba: «En este conflicto histórico, cualquier judío es nuestro
enemigo, independientemente de que vegete en el gueto polaco, arrastre su
vida en Berlín o Hamburgo o toque en Nueva York la trompeta de guerra.
¿Acaso los judíos son también personas? Lo mismo se aplica a los ladrones
asesinos, a los violadores de niños, a los proxenetas. Los judíos son una raza
parasitaria que se deposita como un moho putrefactivo sobre las culturas
de pueblos sanos. Contra eso sólo hay un remedio: hacer un corte y eliminarlo. ¡Inexorable y fría dureza! El hecho de que el judío viva entre no-
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sotros no demuestra que también forme parte de nosotros. Del mismo modo
que la pulga no se convierte en animal doméstico por andar por casa».
«Pulga» —se refería a esa parte de los alemanes que no alcanzaba el uno
por ciento, de cuyas filas habían salido aquellos que ganaron el 25 por ciento de los Premios Nobel para Alemania; también sabía que entre 1914 y
1918 habían caído más de doce mil judíos en el bando alemán.
A quien haya considerado a Goebbels extraordinariamente inteligente
—una fama de la que goza todavía hoy entre casi todos aquellos que nunca
han echado un vistazo a sus diarios— a ése le abre los ojos el biógrafo de
Goebbels Werner Stephan, quien publicó en 1949 un libro sumamente informativo sobre su antiguo jefe: «Goebbels se mostró muy sorprendido de
que el artículo difamatorio [arriba citado] se reprodujera en tipos grandes
prácticamente en todos los países extranjeros, “incluso en Inglaterra”. ¿Es
que allí no se iban a dar cuenta de que eso resultaba peligroso para los judíos
de todo el mundo? No entendía que con publicaciones de ese tipo no les
asestaba el golpe más terrible a los “de raza extraña”, tan detestados, sino al
pueblo alemán».
Nadie podrá escribir nunca de una manera tan reveladora y destructiva sobre Goebbels como él mismo en su diario, por medio del cual se convirtió en un George Grosz de su propia persona.
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Cuando el biógrafo Sieburg acometió la tarea de caracterizar a Robespierre, no pudo evitar reflexionar sobre una cuestión que también se le impone a quien intenta, mediante los diarios de Joseph Goebbels, esbozar su
persona o al menos entenderla: «¿Es posible describir la figura de un mortal sin afecto hacia él? ¿No se necesita por lo menos un toque de simpatía hacia su ser?». De hecho, la simpatía es la clave para comprender un carácter,
motivo por el cual muchos psicólogos no entienden a sus pacientes, sino
que sólo sospechan de ellos: sólo mantienen con ellos una relación económica, mientras que la comprensión es inimaginable sin amor. Pero cuando
falta la simpatía, cuando ni siquiera se puede decir con Sieburg: «Respeto es
el sentimiento más cálido que este hombre es capaz de arrancarnos» (pues
¿cómo se podría respetar a un hombre que ha ayudado a Hitler como muy
pocos otros a dividir Europa entre dos potencias mundiales?), entonces hay
que seguir buscando hasta que aparezca la benevolencia a la cual toda per-
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sona sobre la que no callemos tiene derecho, al menos durante el tiempo
anterior a sus crímenes.
Joseph Goebbels despierta mucha comprensión, incluso en ocasiones
simpatía, cuando se lee aquel diario —todavía no está publicado— que comenzó con veintiséis años y en el que cuatro meses después pudo hacer
constar que ese día había llegado a casa de sus padres el primer ejemplar del
primer periódico que dirigía como redactor y del que él mismo había escrito la mayor parte. También se siente compasión por el hecho de que diera
con Hitler cuando se leen sus Erinnerungsblätter (hojas de memoria), notas
autobiográficas todavía inéditas que escribió en julio y agosto de 1924, es decir, antes de su entrada en el partido sucesor del NSDAP, prohibido desde
el golpe de Múnich del 9 de noviembre de 1923. (Que se afiliara al partido
ya en 1922, cuando no se interesaba por la política, sino por la literatura de
redención, es una de sus mentiras tempranas).
El hecho de que fuera un objetivo susceptible para los nazis se comprende mejor leyendo aquel diario temprano que escribió cuando todavía no
confiaba en tener una carrera política por delante, también porque comparativamente es el más sincero. Entonces todavía no se sentía «obligado» a
presentar a sus congéneres y las cosas, y sobre todo a sí mismo, como la posteridad los debía ver.
Comenzado el 27 de junio de 1924 con el propósito de ser «más sencillo en el pensamiento, más grande en el amor, más confiado en la esperanza,
más fervoroso en la fe y más discreto en el hablar», el fragmento que tengo
ante mí y que termina el 6 de octubre del mismo año concluye con la aserción: «Tenemos que buscar a Dios, para eso estamos en el mundo». Como
literato, Goebbels es un talento lírico-subjetivo de marcada adolescencia
tardía, que no se ocupa de nada y de nadie que no sean él mismo y Dios, pero
sin uno solo de los problemas suprapersonales de la época, como la lucha de
clases, las consecuencias de la guerra, los problemas económicos, la historia,
la naturaleza o incluso el amor de otro, mujer u hombre.
«Más fervoroso en la fe»: un universitario no vinculado a la Iglesia, que
vivió siendo ya adulto la Primera Guerra Mundial y la ocupación de Renania por los vencedores; que cuando iba a la escuela no se mostró dispuesto
a hacerse sacerdote, a pesar de que los padres se habrían ahorrado así la
carga de cofinanciar sus estudios con cincuenta marcos al mes (aunque en el
fondo era la Iglesia la que se los financiaba con un préstamo sin intereses);
un doctor en filosofía que admiraba a su profesor judío Gundolf más que a
ningún otro docente universitario y que incluso hizo el doctorado con un ju-
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dío de apellido noble; un demagogo nato que, aún en la guerra mundial de
Hitler, citaba divertido en su círculo privado a Robert Neumann, el satírico
judío por él vedado, y al racionalista Erich Kästner; un periodista con ingenio pero sin un ápice de autoironía. ¿Cómo puede una persona así con veintisiete años prometer en un diario íntimo que se va a volver «más fervoroso en
la fe»? ¿En quién o en qué quiere creer?
Jesucristo, el hombre del que —a juicio de Goebbels— la Iglesia se ha
apropiado ilícitamente como mascarón de proa, seguía siendo sin duda un
modelo a ojos del que fuera un celoso monaguillo con un diez en religión en
el bachillerato. Pero no aquel Jesús del que hablaban los sacerdotes, ni mucho menos aquél que supuestamente había subido a los cielos, sino un Jesús
de esta tierra, de esta época —un paria, un amigo de los sin derechos, es decir, de los alemanes, a quienes entonces Goebbels, muy influido por el cliché
étnico y nacionalista alemán de los años posteriores a Compiègne, consideraba engañados por los aliados, los marxistas y los judíos respecto a la victoria
en los campos de batalla de 1914-1918.
A Goebbels no se le permitió luchar. En 1914 estuvo un día entero encerrado en su cuarto llorando, apenas el médico militar lo vio: un voluntario
de guerra que, con una obsesión soñadora verdaderamente admirable, había
albergado la ilusión de hacer posible lo imposible por naturaleza y de poder
forzar su entrada en el ejército, a pesar de su pie zopo. Trágico comienzo: ser
ignorado por la milicia como en su día por las chicas en la pista de baile,
adonde también fue Goebbels con sus compañeros de clase en su etapa colegial. Eso explica mucho. Por ejemplo su «fe» en el mito de la puñalada, que
supuestamente había impedido al victorioso ejército alemán hacer su entrada en París. Goebbels no había visto un campo de batalla, no había tenido
que temer las balas: ¿quién debía haberle informado de que Alemania no había podido ganar tampoco esta primera de las dos guerras mundiales después
de que la declaración de guerra submarina sin restricciones hubiera desbaratado la casi inexplicable victoria del ejército imperial sobre Rusia y hubiera arrastrado a Estados Unidos a la guerra? Cuando Hindenburg reconoció
después: «Estaba por encima de nuestras fuerzas», no se lo había dicho nunca públicamente a la cara a aquellos demagogos que lo alababan a él, «invicto
en el campo de batalla» como comandante en jefe imbatido.
Goebbels, ya no tan joven aunque todavía en su pubertad política, que
precisamente entonces se presentaba sin éxito en el periódico Berliner Tageblatt todas las semanas y que —como siempre será típico de él— no mencionaba estas derrotas ni siquiera en su diario, este Goebbels pues empieza
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poco a poco a utilizar la palabra «judío» como sinónimo de capitalista, y de
república y parlamentarismo. De hecho, los periodistas más admirados por
él son aquellos liberales que, primero, escriben magníficamente, segundo, rechazan su colaboración y, tercero, con frecuencia son judíos.
Sin duda, Goebbels sabe que también hay en la prensa judíos que abogan obtusa y manifiestamente por el nacionalismo alemán, que, con el mismo entusiasmo chovinista del que hiciera gala en su día el judío Maximilian
Harden entre 1908 y 1915, publican discursos difamatorios contra los homosexuales y contra los aliados, como es el caso de Paul Nikolaus Cossmann, antiguo editor de la revista cultural Süddeutsche Monatshefte y que murió en Theresienstadt (Bohemia). Pero Goebbels no lo menciona, porque
califica de judíos a escritores y políticos —ya se trate de judíos o no— principalmente cuando lo rechazan o le causan desagrado porque tienen otras
ideas políticas: entonces son judíos. De lo contrario los puede admirar plenamente, como al novelista Jakob Wassermann, el primer escritor que menciona en su diario sin insinuar siquiera que era judío. Al parecer, la desgracia y las decepciones se soportan mucho mejor cuando se sabe a quién se va
a hacer responsable de ellas. Aquí aprende Goebbels algo que después perfeccionará hasta alcanzar una maestría sin par: a proyectar todo a su concepto
de enemigo. Y a encontrar la diana para su demagogia elemental, que nunca se podrá analizar tan a fondo como para responder a la pregunta de si después la rabia y el entusiasmo cargaban sus discursos o si, por el contrario,
eran los discursos los que llevaban la rabia y el entusiasmo del orador a su
punto de ebullición y a sus oyentes al éxtasis.
Pero todavía no había llegado el momento: tendrán que pasar años hasta que Goebbels pueda pronunciar su primer discurso. Pero este diario, escrito por necesidad y totalmente privado —privado porque quien lo escribe
sigue sin trabajo, aunque ya tiene el doctorado en Filosofía desde hace más
de dos años, desde el 21 de abril de 1922— responde también a la pregunta decisiva en la evolución de su autor: ¿cómo pudo Goebbels con veintisiete
años dejar atrás tan pronto todos sus reparos, que indudablemente habían
sido muy importantes en él, respecto al punto central del programa de Hitler, el antisemitismo? Ciertamente, los proletarios y pequeños burgueses,
entre los que por supuesto había que contar a Goebbels por su origen e ingresos, solían ser antisemitas en Europa occidental porque apenas sabían
nada del proletariado judío de Europa oriental y en su mayoría sólo conocían
a aquellos judíos que habían conseguido el ascenso económico a la burguesía propietaria. Los no judíos carentes de bienes aborrecían en el acomoda-
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do judío —pero no de otra manera a como lo hacían en el acomodado no judío— al ciudadano que tenía más que ellos; pero no emitían por eso juicios
o prejuicios raciales, porque ni siquiera conocían el concepto de «pureza de
sangre». También Hitler y los demás artífices de la «solución final» siempre
argumentaron que incluso grandísimos alemanes como Bismarck o Federico II sólo podrían disculpar su manifiesta benevolencia hacia los judíos por
su completo desconocimiento de los «peligros raciales» que supuestamente
amenazaban al «cuerpo de la población alemana» por causa de los judíos. Se
sabía que Bismarck, ante su mesa redonda de Versalles, se había mostrado
partidario de «repoblar» las familias de nobles hacendados por medio de
matrimonios con judías, y le parecía ventajoso «unir a un semental cristiano
de raza alemana con una yegua judía… no hay ninguna raza mala. No sé
qué les aconsejaré a mis hijos en su día».
Para Goebbels, que en su juventud ni siquiera tomaba en serio la variante antisemita que fomentaba el catolicismo, la religiosa, que tenía como
mentor intelectual y guía a un judío y que le dedicó a la chica que más quería precisamente el Libro de canciones de Heine cuando ya conocía toda la literatura clásica, no tuvieron importancia las falsas doctrinas raciales mientras
aún logró reunir la autoironía suficiente cada vez que se miraba al espejo y
conservó su derecho de autodeterminación intelectual frente a las doctrinas
nazis, absurdas desde el punto de vista científico; pero no tardó en abandonar para el resto de su vida esta opinión propia.
Al Goebbels adolescente y después perfectamente adulto, pero que siguió sin una orientación política hasta los veintisiete años, el antisemitismo
de su futuro Führer no tuvo que parecerle necesariamente un horror —en ese
momento, nadie excepto Hitler consideraba factibles o ni siquiera deseables las atrocidades que después se cometieron contra los judíos—, sino sólo
una ridiculez. Si entonces el tío Cohnen, que, según las notas autobiográficas
de 1924, le mandaba dinero cuando estaba en apuros, era aquel orientador
intelectual ajeno a la escuela al que el colegial Goebbels probablemente le debía el poder anotar Los Buddenbrook —después de los libros de cuentos—
como primera experiencia lectora impactante (en casa de sus padres nadie le
pudo haber hablado de Thomas Mann), o si Goebbels miraba a sus profesores universitarios judíos o a su tan querida prometida semijudía, o simplemente a sí mismo, que ni tenía un aspecto particularmente «ario» ni respondía al prototipo de la «bestia rubia» de Nietzsche, no se puede haber
tomado en serio la doctrina racial de Hitler. Y, sin embargo, en 1941-1942,
como jefe de la circunscripción de Berlín, se convirtió en uno de los exter-
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minadores más celosos de la época, empeñado vehementemente en darle al
Führer la alegría de poder comunicarle que Berlín estaba «libre de judíos»
—y además con tal celeridad que incluso la industria armamentística se rebeló contra la deportación de los trabajadores judíos—. En su primer encuentro con el maestro de primaria Julius Streicher —el director del periódico
demagógico antisemita Der Stürmer (El asaltante) ahorcado en Núremberg en
1946— Goebbels anotó el 19 de agosto de 1924: «Habla abiertamente sobre
la cuestión antisemita. El fanático de labios apretados. Un furibundo. Quizá
algo patológico. Pero está bien así. También necesitamos a ésos. Para impresionar a las masas. Hitler también tiene que sacar algún partido».
Aquí ya llama la atención con qué brusquedad se degenera el estilo de
Goebbels, el filólogo siempre esmerado en la cuestión estilística, e incluso
cómo atenta contra la gramática alemana: «für» en lugar de «um» die Massen zu packen3. Después, a medida que se desata en improperios más desenfrenadamente, esto se volverá epidémico en sus diarios. Pero también
llama la atención que un Goebbels de veintisiete años, al que todavía le repugna con certero instinto el patológico Streicher, cambiara luego de opinión
inmediatamente. Goebbels era el más sumiso de todos cuantos estaban al servicio de Hitler, y además —como documenta esta cita— ya en una época en
la que aún no había visto a Hitler nunca y en la que de ningún modo dependía todavía completamente —como sucedió tras su escapada extramatrimonial de 1938— de la benevolencia de Hitler, que era el único en apoyarle frente a todos los demás nazis de alto rango, sobre los cuales Goebbels
podría haber escrito literalmente lo mismo que en la temprana autobiografía sobre sus compañeros de clase: «Mis compañeros no me querían. Los
compañeros nunca me han querido, excepto Richard Flisges».
El hecho de que no sólo después de 1933 todos los caricaturistas de
fuera de Alemania sacaran sus mejores chistes de la discrepancia entre las
doctrinas «arias» de los nacionalsocialistas y la complexión física del jefe de
propaganda del régimen, sino que fueran los más altos cargos nazis quienes
ya en 1927 se burlaran de la «pureza de raza» del jefe de la circunscripción
de Berlín, ¿en qué medida obligó realmente al pequeño Jupp4 de la calle
Dahlenerstraße de Rheydt a «demostrar», con campañas difamatorias contra los judíos, que era «completamente ario»? Helmut Heiber, quien escri-
3
N. de la T. En lengua alemana, las oraciones finales se construyen con um… zu. Goebbels
dice für die Massen zu packen («para impresionar a las masas»), cuando la norma pediría um die
Massen zu packen.
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N. de la T. Jupp es hipocorístico de Joseph.
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bió una irreemplazable biografía de Goebbels, reprodujo como anexo, en
un diario de Goebbels de 1925-1926 editado por él, el panfleto anti-Goebbels que Erich Koch, más tarde jefe regional de Prusia Oriental y que en la
guerra de Hitler se convirtió en el carnicero de los ucranianos, publicó en
1927 bajo el título Folgen der Rassenmischung (Consecuencias de la mezcla racial) supuestamente a instancias de Gregor Strasser en la revista de éste, Der
nationale Sozialist (El nacional socialista). Goebbels no sólo exigió —bajo
amenazas de dimisión— una declaración de lealtad unánime por parte de los
subjefes berlineses de su circunscripción, sino también la protección personal de Hitler contra las imputaciones de Erich Koch. Es verdad que no había mencionado a Goebbels en su verborrea difamatoria, que aglutinaba todos los prejuicios de los nazis, y sin embargo todos los miembros dirigentes
del partido tenían claro que Koch se estaba refiriendo a Goebbels cuando escribió: «La armonía corporal se ve alterada… por deformidades y desproporciones de distintas partes del cuerpo. A este respecto me gustaría aludir
sólo al dicho de la Baja Sajonia: ¡cuidado con los marcados...! El rey Ricardo III de Inglaterra, de la Casa de York, fue un caso paradigmático de vileza. Hizo ejecutar a sus dos sobrinos en la Torre de Londres… y estrangular
a su mujer durante el puerperio. Y ahí está: era jorobado y cojeaba. Al igual
que él también cojeaba el bufón de la corte de Francisco I de Francia, que
era conocido, temido y tristemente famoso por sus desaires, sus intrigas y sus
calumnias… Talleyrand tenía un pie zambo. Es conocido su carácter. Apenas se puede emplear la palabra “carácter” en su caso». Erich Koch no sabía —de lo contrario sin duda lo habría mencionado también frotándose
las manos— que, según una disposición alemana de la Alta Edad Media
para la elección del emperador, estaba prohibido elegir a un lisiado, hecho
que, como es sabido, llevaba a que los partidarios de un candidato a emperador simplemente tuvieran que cortarle una mano o vaciarle un ojo a su rival para inhabilitarlo a la candidatura. Este «racismo» de los antiguos, que
les llevaba a impedir categóricamente el acceso de personas con impedimentos físicos a la cúspide del poder, puede haberse basado en la experiencia de que, en efecto, los «mancos» —también en sentido figurado, como en
el siglo XX con tan graves consecuencias Guillermo II y Stalin— son más
impredecibles que las personas físicamente normales. ¿Quién sabe si la
crueldad infernal de Federico el Grande («Muchachos, ¿es que queréis vivir eternamente?»), de Robespierre o de Hitler no tendrá que ver con eso que
hacía sospechar a sus contemporáneos que ninguno de estos tres —excepto
en su juventud Federico de Prusia— había tenido relaciones sexuales satis-
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factorias con mujeres o amigos? Goebbels, a quien desde sus diecinueve
años —cuando todavía no tenía ningún poder para atraer con grandes papeles cinematográficos— mujeres hermosas le ayudaron de manera decisiva
a superar su tormentoso complejo de inferioridad, sin embargo sufrió horriblemente debido a la pierna, a veces entablillada hasta la cadera (según
Von Oven). Por eso respondió al infame artículo de Erich Koch —en lugar
de simplemente callarse, máxime cuando semejante mamarrachada, aparecida en un periodicucho desconocido, no exigía respuesta alguna— que «el
pie zambo lo tengo por un accidente que sufrí con trece o catorce años,
cuando ya iba al instituto, así que desde el punto de vista racial no se pueden
sacar conclusiones desfavorables, lo que de otro modo estaría justificado».
No se puede comprobar si Goebbels decía aquí la verdad. No era sólo el
pie lo que le daba quebraderos de cabeza. Goebbels era además el más bajo y
débil de sus compañeros de clase; siendo ya padre de familia sólo pesaba unos
cincuenta kilos y tenía una cabeza demasiado grande en relación con el cuerpo. Él, sólo él, pudo llegar a la grotesca conjetura de que se parecía a Schiller,
aunque sus grandes ojos de color castaño oscuro, muy expresivos, siempre
«encendidos» de pasión, así como sus ademanes agresivos, recordaban a Savonarola y el pueblo le llamaba «retaco germano». Pero el pie era su trauma. Un
año y medio antes de su suicidio todavía le dijo a Von Oven: «El peor castigo que
alguien se pueda imaginar para mí es pasar revista a una compañía de honor.
Y no siempre se puede evitar. Pero cuando en el programa de algún acto aparece la revista del frente, ya tengo pesadillas muchas noches antes».
Pero no sólo la infamia del destino de hacer que él fuera el único, entre
los muchos millones que marchaban detrás, que no podía calzar botas como
todos los demás, sino también la dote contraria al partido de tener intelecto
en una banda de microcéfalos de prominente barbilla, le supuso una carga
más que una alegría. Pues él también escupió a los intelectuales casi tan infatigablemente como a los judíos, en la medida en que para él los intelectuales
y los judíos no eran una y la misma cosa. A ojos de los nazis dirigentes, y probablemente también a los suyos propios, su entendimiento, su fuerza expresiva, su sentido del estilo —aunque todo fue disminuyendo a medida
que avanzaban las hostilidades— a la larga le «lisiaron» mucho más que el
pie. La mayor satisfacción de su vida la experimentó cuando Hitler declaró
que Goebbels era el único orador al que podía escuchar sin dormirse: esta
observación lo «rehabilitó» en el círculo de aquéllos —y eran prácticamente todos— que despreciaban la inteligencia sin más como «inteligencia judía»
en la medida en que a ellos mismos les faltaba.
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Pero esta temprana autobiografía y el diario de 1924 no sólo desvelan
su carácter, sino que obligan al lector, con independencia de que ya sepa
qué «producto» sacó después el poder de aquel doctor en Filosofía atormentado y pobre hasta el extremo, a sentir compasión a pesar de todo. Tiempos normales —es decir, no perturbados por un degradante desempleo en
masa— habrían hecho de Paul Joseph Goebbels un conciudadano normal,
ya hubiera tenido los dos pies bien formados o no. No le hizo patológico el
pie enfermo, sino el poder. Patológico como a todos en quienes recae el poder y la ilusión de no haber caído en él por casualidad. Y el pueblo alemán
—excepto aquel único desdichado compatriota, el ingeniero Dr. Hans Kummerow, todavía hoy prácticamente desconocido, que fue decapitado porque en 1942 intentó hacer volar a Goebbels por los aires con el puente que
llevaba a Schwanenwerder—, este pueblo que él contribuyó a corromper
como nadie salvo Hitler, también le corrompió a él con su aprobación orgiástica a los discursos del «incinerador literario», tal como Erich Kästner llamó a Goebbels tras la quema de libros de 1934 en la plaza de la Universidad
de Berlín.
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Cuando el doctor Paul Joseph Goebbels, desempleado desde hacía
años, se afilió al partido de Hitler en 1924 —todavía no era en absoluto nacionalsocialista— porque como contrapartida a su salario tampoco demasiado bajo (cien marcos al mes de dinero estable) se le ofreció la redacción
del periódico sabatino de Elberfeld Völkische Freiheit (Libertad nacional),
Adolf Hitler estaba escribiendo Mein Kampf (Mi lucha) en la cómoda prisión
militar de Landsberg —nunca había vivido tan bien—. Fariseo debería ser,
y embrutecido por la sociedad del bienestar, quien hoy reprochara a aquel
doctor en Filosofía de veintisiete años haber tomado ansiosamente el primer
buen puesto de redacción, su sueño durante años, que por fin se le ofrecía.
Sólo hay que imaginarse esto: que, incluso un año más tarde, a pesar de que
daba clases particulares de latín y llevaba algunas contabilidades privadas,
aún tenía que vivir a expensas de su padre, quien siempre se ocupó de él
ejemplarmente, aunque aquél sólo llevaba a casa trescientos marcos al mes
para seis bocas. ¡Cómo le humillaba diariamente, y a veces le llenaba de
odio, ver así a este progenitor al que ya casi no se podía llamar padre, sino
benefactor!
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Tras una buena tesis doctoral sobre un dramaturgo berlinés del Romanticismo, le quedaba pasar el examen para maestro superior, lo que quizá le habría salvado a él, pero seguramente no le habría librado del desempleo;
Goebbels no se decidía a hacerlo, probablemente por la muy comprensible
razón de que los niños se burlarían aún más despiadadamente de un maestro de escuela con un pie zambo que de un compañero cojo, literalmente le
satanizarían. Su novia le había procurado empleo como informador bursátil en el Dresdner Bank de Colonia.
Goebbels no aguantó mucho allí: esto también se puede comprender
bastante bien en un germanista con vocación de hombre de letras. Su odio
al capitalismo (que todavía despreciaba mucho después de que Hitler le
convirtiera en un hombre rico propietario de elegantes casas de campo, y que
todavía en los últimos años de la guerra le hacía considerar mucho más tentadora una paz por separado con Rusia que la paz con las potencias occidentales) se desarrollaría aún con mayor intensidad en el Dresdner Bank
que en la mísera casa paterna, donde la familia se sentaba por las tardes a seguir trabajando para la pequeña fábrica de mechas de lámpara en la que el
padre de Goebbels había llegado finalmente a apoderado, por supuesto,
en la cocina, porque Joseph era el único de todos los hermanos que podía entrar en el salón para practicar piano. Friedrich Goebbels le había comprado
a su hijo un piano, de segunda mano, con el sueldo de un mes entero.
A un doctor en Filosofía que con veintisiete años todavía le da vueltas
en su diario a la pregunta de si podrá reunir los veinte marcos que necesita
para encontrarse con su novia en la habitación de un hotel de Colonia; y
que durante años anda desocupado sin ganar nada, pero que realmente hierve por no poder descargar su afán de actividad, porque ni siquiera había
podido ir a la guerra como sus compañeros de clase: ¿se puede menospreciar
a un hombre así porque al final se fuera con Hitler?
IV
Quien en 1977, y en un Estado de comparativa normalidad como la
República Federal, pero que ya ha «alcanzado» más de un millón de parados,
habla con aquellos bachilleres que debido a un númerus clausus ilegal se
ven excluidos de los estudios universitarios durante años, ése se hace una
idea, en medio de la actual paz de clases, de cuánto más contrariados con el
Estado debieron sentirse aquellos ciudadanos de la joven República de Wei-
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mar que durante años se vieron privados de un sueldo o de unos estudios. A
esta primera república alemana no le pueden haber profesado mucho cariño —aunque sus débiles gobernantes tuvieran menos culpa de ello que el
Tratado de Versalles y, más tarde, la crisis económica mundial— las víctimas
de la posguerra entre 1925 y la entrada de Hitler en la Cancillería del Reich.
¿Quién tira la primera piedra? A pesar de que Stresemann también fue un
importante político, que consiguió infinidad de cosas y que por eso fue difamado incansablemente por Goebbels, quien quiera juzgar a Goebbels no
puede pasar nunca por alto qué años tan terribles de ignominiosa pobreza
pasó este universitario inmerecidamente en esta República. Hoy también
debemos preguntarnos cómo es que un Estado cuyos representantes federales, regionales y locales se retribuyen personalmente a sus expensas con
sueldos y pensiones espléndidos exige lealtad por parte de los jóvenes, cuando ni siquiera es capaz de proporcionarles un puesto de aprendiz o una plaza en la universidad. El terrorismo no sólo nace de los jóvenes, sino también de las autoridades que condenan a los jóvenes al paro. ¿Por qué los
coetáneos del Dr. Joseph Goebbels, tras cuatro años de combate y estudios
llenos de privaciones, debían mostrar lealtad hacia la República de Weimar
cuando esta República los dejaba seguir vegetando sin trabajo? Queda constancia de que Goebbels sólo llegó a Hitler porque no encontró empleo en
ningún otro sitio, a pesar de que lo intentó con tesón una y otra vez. Lo de
la pierna —hecho al que se suele dar demasiada importancia— ya hacía
tiempo que lo había compensado medianamente gracias a su éxito en la universidad y con las mujeres; la causa principal de su complejo de inferioridad
ya no era física, sino social: era pobre hasta el extremo y no tenía esperanzas
de poder cambiarlo.
Esto y sólo esto hizo de él, que antes de 1925 ni siquiera tenía intereses
políticos, ni mucho menos una actitud comprometida, un radical. Sólo eso lo
desplazó del campo de la democracia: ¡no le daba de comer! Incluso Brecht
y Weill cantaron tres años después: comer primero, luego la moral…
Goebbels ni siquiera se había descubierto como orador. Quería hacer
poesía, cosa que no se le daba bien, y quería escribir artículos, cosa que no
habría hecho peor que aquellos que de hecho conseguían —a diferencia de
Goebbels— publicar sus trabajos. En una palabra: su anhelo por trabajar, tan
legítimo como irrefrenable y todavía falto de orientación, empujó a Goebbels
primero a Theodor Wolff, no a Adolf Hitler. Como redactor jefe de uno de
los periódicos más influyentes del imperio —antes y después de 1914—
Wolff era hacía mucho una institución; había llegado ya en 1898 al diario Ber-
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liner Tageblatt, después de haber sido cofundador en sus años más jóvenes
de la Freie Bühne (Teatro libre), una revista que se había convertido en receptáculo de la nueva vida cultural —y no de la izquierda, como recelaba el
emperador— cuando su eminente representante Gerhart Hauptmann pasó
a la historia. Goebbels rondó a Wolff como ningún otro.
Wolff era el modelo del ambicioso Goebbels, porque éste también
quería desempeñar algún día un papel protagonista. Protagonista, eso estaba claro. Dónde, eso no estaba claro. Goebbels no era el tipo que mandaría sus artículos a cualquiera. Los enviaba «naturalmente» al periodista
más distinguido de la nación, a Theodor Wolff. El biógrafo Heiber menciona una cifra poco menos que increíble: cincuenta artículos habría remitido Goebbels sin resultado. Cincuenta. Que no se publicara ni uno
solo, aunque sin duda algunos habrían sido lo suficientemente buenos para
el Tageblatt; que a pesar de todo Goebbels se presentara ante el mismo
Wolff todopoderoso —y de nuevo en vano— para solicitar un puesto de redactor: esto habla por un lado de la desvariada tenacidad del rechazado;
pero por otro también del hecho de que el poder corrompe a un judío no
menos que a un cristiano. ¿Hay que suponer que al escritor Theodor Wolff
nunca se le ocurrió que este anónimo doctor de Rheydt, que le proponía su
colaboración con tanta insistencia —y a menudo seguramente con cartas
adjuntas que ilustraban sus penosas circunstancias vitales—, se habría merecido una amable palabra de ánimo y quizá incluso la aceptación de uno
u otro de sus artículos?
El espíritu del mundo, sea lo que fuere, quiso que con setenta y cinco
años, Wolff, quien había emigrado a tiempo de los nazis, fuera deportado de
Francia al Reich, donde murió en Sachsenhausen. Los deseos de venganza
por un amor desairado fueron siempre el motor más poderoso y desagradable que ha hecho historias e historia: y a eso responde la calidad de la «historia».
Goebbels dejó a un lado todos los reparos personales y suprapersonales contra Hitler y sus «objetivos» porque se había convertido, más por necesidad que por carácter, en un arribista verdaderamente rudimentario
—como por lo demás el propio Hitler, quien admitió en Mi lucha: «La opresión residía sólo en la completa inobservancia, entonces mi mayor causa de
sufrimiento»—. Pero cuando uno —como tantos otros muchos— se hace
arribista por necesidad, ¿no está ya medio disculpado? ¿Disculpado como
millones de parados que se dejaron engañar por un hombre que no sólo les
prometió trabajo y pan, sino que también les dio las dos cosas?
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Goebbels —para no levantar ilusiones sobre su persona— conlleva culpabilidad en todos los crímenes de Hitler. Los ensalzó poderosamente aun
cuando por sensatez, instinto o cálculo estaba en contra; aun cuando antes
había intentado disuadir a Hitler de sus propósitos entrevistándose con él
—como en el caso del desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial y
(supuestamente) de la «solución final»—. Pero puesto que aun así Goebbels
era más inteligente y astuto que casi todos los demás copartícipes del círculo más próximo (no en la Wehrmacht, pero sí en el partido) es cierto que también pesa más su culpabilidad y la vileza de haber vendido propagandísticamente contra su propio criterio lo que Hitler ordenaba. Goebbels estaba
en contra de la guerra por su inveterada aversión al ejército, especialmente
al prusiano. Lo sabía e incluso lo decía: si el propio Führer hubiera cambiado la chaqueta parda del partido por el gris de campaña del ejército, automáticamente ya no sería el partido, cuyo exponente era Goebbels, sino la
Wehrmacht la que desempeñaría en el Estado el papel protagonista.
Ciertamente, a Goebbels le habría gustado aplazar la matanza de los judíos —antes de que con la Conferencia de Wannsee Hitler la pusiera definitivamente en marcha también para Europa occidental— hasta la «victoria
final», al igual que la destrucción violenta de las iglesias cristianas. (Goebbels
quería, como Hitler —y siempre compartía la opinión de Hitler, tan pronto
como éste se hubiera comprometido a algo—, acabar con las iglesias tras la
guerra retirándoles todos los medios económicos).
Pero una vez parece haber entablado una mansa lucha con Hitler para
disuadirle de la «solución final» al menos mientras durara la guerra. El 7 de
marzo de 1942 —según se desprende del diario— leyó el protocolo de la
Conferencia de Wannsee, celebrada bajo la presidencia de Heydrich y en
presencia de Eichmann, en la que se concertó en detalle el exterminio de los
judíos de Europa occidental. Después de haber estudiado a fondo este documento, en mi opinión el más monstruoso de la historia universal, Goebbels
dictó: «Esto suscita un sinnúmero de cuestiones extraordinariamente delicadas. ¿Qué sucede con los semijudíos, qué sucede con los parientes, los
cuñados o cónyuges de judíos? Así que todavía tendremos que vérnoslas
con este asunto, y a la hora de resolver este problema se producirá sin duda
una gran cantidad de tragedias personales. Pero esto es inevitable. Ha llegado
el momento de dar a la cuestión judía una solución definitiva. Las generaciones posteriores ya no tendrán la energía ni la viveza del instinto. Por eso
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hacemos bien en proceder aquí de manera radical y consecuente. La carga
que hoy nos imponemos redundará en provecho y felicidad de nuestros descendientes».
Una semana después, Goebbels estaba otra vez en el cuartel general
para esas conversaciones interminables en el transcurso de un día o dos que
de cuando en cuando Hitler le (y se) concedía y que siempre «recargaban»
a Goebbels como una misa. Hitler tenía a sus espaldas el invierno más duro
de su vida. Le dijo a Goebbels (y más tarde lo confirmaron Jodl y Keitel
como acusados en Núremberg): «Si él [Hitler] hubiera perdido las fuerzas
por un solo instante, el frente [de Moscú] habría pegado un patinazo, y se habría preparado una catástrofe que habría superado con creces la napoleónica. Entonces millones de valientes soldados habrían sido abandonados a
morir de hambre y congelación… Por lo demás, el Führer muestra bastante respeto por la estrategia militar soviética. La brutal intervención de Stalin
ha salvado el frente ruso…».
Hitler se pasó horas quejándose emocionado ante Goebbels de lo terrible que había sido para él ese invierno, al lado de sus cobardes y estúpidos generales, que por supuesto eran los únicos culpables de la catástrofe del
ejército (ni siquiera provisto de pieles y guantes) en el invierno ruso.
Y sólo «al final» fue cuando Goebbels —de una manera lamentablemente breve y suave— llegó (supuestamente) a plantearle al agotado dictador sus reservas sobre la «cuestión judía». Pero tiene que escribir: «En este
asunto el Führer sigue siendo inexorable, los judíos tienen que desaparecer
de Europa, si es necesario empleando los medios más brutales. En la cuestión de la Iglesia el Führer no quiere tomar parte activa por el momento…
Prefiere reservársela mejor para el final de la guerra…».
E inmediatamente después ambos hablan del perrito de Hitler, un regalo que le han hecho al Führer y del cual pende por completo su corazón.
«Ese perro se lo puede permitir todo en su búnker. En este momento es
quien más cerca está de él».
Una frase, por tanto, sobre aquel hecho atroz que nos ha transmitido la
historia y del que millones fueron víctimas, y después inmediatamente a hablar del favorito de Hitler, el perro —como antes de los hijos del visitante—: «El Führer pregunta detenidamente por todos los de casa, cómo están
Helga, Hilde y sobre todo Holde, cómo le va a toda la familia, qué hace y a
qué se dedica… Me propongo seriamente que después de la guerra mi familia y yo nos preocupemos todavía más por él, sobre todo teniendo en
cuenta que ahora durante la guerra no es posible en absoluto».
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Posiblemente Goebbels intentara en el siguiente encuentro del 27 de
abril otro tímido ataque contra la solución más radical; dicta de forma más
indirecta que reveladora: «Vuelvo a tratar por extenso con el Führer la cuestión judía. Su criterio respecto a este problema es inexorable. Quiere sacar
por completo a los judíos de Europa. Y es lo que se debe hacer. Los judíos
han infligido tanto daño a nuestro continente que la pena más dura que se
les pueda imponer seguirá siendo demasiado blanda…».
Cómo se ejecutaba la pena más dura contra los judíos, la pena de muerte, lo había descrito así Goebbels justo un mes antes: «Los judíos son expulsados ahora de la Gobernación General, comenzando en Lublin, hacia el
este. Se aplica aquí un procedimiento bastante bárbaro y que no se puede
describir con más detalle, y de los propios judíos no queda mucho. En general se puede constatar que el 60 por ciento de ellos tienen que ser liquidados, mientras que sólo se puede emplear a un 40 por ciento para trabajar.
El antiguo jefe de la circunscripción de Viena, que lleva a cabo esta acción,
lo hace con bastante prudencia y con un procedimiento que no llama demasiado la atención. Los judíos son sometidos a un tribunal penal que, si bien
es feroz, se tienen completamente merecido. La profecía que el Führer les
anunció en caso de que provocaran una nueva guerra mundial se empieza a
hacer realidad de la manera más terrible…».
¿Cuál era esta profecía de Hitler? Era la «promesa» que hizo en el
Reichstag al comienzo de la guerra de que si se volvía a producir una guerra
en Europa, al final de ésta estaría «la extinción de la raza judía» en Europa.
Eso lo habían oído todos los adultos del mundo. Pero él tuvo la oportunidad
de escucharlo otra vez cuando el 8 de noviembre de 1942 Hitler dijo en un
discurso conmemorativo del golpe de Múnich acaecido en noviembre que
de nuevo se difundió por todas las emisoras, refiriéndose directamente a la
«solución final» por gaseamiento, en marcha desde febrero del mismo año:
«Todavía recordarán la sesión del Parlamento en la que yo declaré: si el judaísmo acaso se cree que puede provocar una guerra mundial internacional
para exterminar las razas europeas, el resultado no será el exterminio de las
razas europeas, sino el extermino del judaísmo en Europa. (Aplausos). Siempre se han reído de mí como profeta. De aquellos que entonces se reían, una
infinidad ya no se ríe. (Risas aisladas, aplausos). Los que ahora se siguen riendo, quizás tampoco se reirán ya dentro de algún tiempo. (Risas, fuertes aplausos). Esta oleada se extenderá más allá de Europa por todo el mundo».
Todo el mundo lo oyó. Después de la muerte de Hitler, casi todo el
mundo negaba haber sabido algo acerca del asesinato de los judíos. Pero la
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historiografía no vivió su verdadero triunfo hasta nuestros días, hasta 1977
—y desde entonces se sospecha que la historiografía sea la continuación de
la guerra con peores medios—, cuando un importante historiador no alemán
cuestionó seriamente que hubiera sido Hitler quien ordenó el exterminio
de los judíos. Si, todavía más, que el propio Hitler no se enteró hasta 1943 de
que se estaba gaseando a los judíos en Europa. Goebbels, que sí consideraba
el gaseamiento en Europa demasiado arriesgado, sólo un año después de su
comienzo en marzo de 1943 escribió temeroso en su diario que estaba de
acuerdo con Göring en que su deseo común de una paz por separado, ya fuera con las potencias occidentales, ya fuera con los rusos, fracasaría por la
«cuestión judía» —ése era el mejor eufemismo de gaseamiento—. Y puesto
que Goebbels, a más tardar cuando comprendió que no se podía ganar la
guerra sin una paz por separado —es decir, a partir del invierno de 19441945— había sustituido todas las ideas por sueños, añadió obstinadamente
que era una suerte que debido a los judíos ya se hubieran «quemado los
barcos» hace tiempo.
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La controversia sobre si se debe conceder al orador Goebbels —como
escritor era mediocre— el calificativo de genial es superflua en vista de sus éxitos, que en todo caso eran literalmente «impactantes». El orador Goebbels
«conquistó» Berlín para Hitler posiblemente en la misma medida que el desempleo. Como demagogo de certero instinto y provocador, llevaba a la práctica en la calle lo que no siempre había «cuajado» del todo verbalmente. Si a raíz
de uno de sus discursos de finales de los años veinte no se producía en Berlín
ningún griterío ni ninguna prohibición policial, mandaba matones a la avenida
de Kurfürstendamm que, vestidos con el uniforme de las SA —cuando éste se
volvió a prohibir— o de todos modos identificables como nazis, pegaban bofetadas a los transeúntes que tenían aspecto «judío» y que por eso cometían la
falta de estar con vida —lo que, como es sabido, doce o trece años después
bastaba para ser asesinado por los lacayos de Goebbels.
Con Hitler en el poder, en el fondo Goebbels ya había hecho por él lo
que estaba en su mano; por miedo, pero todavía más por convicción, el pueblo le seguía ahora sin más cuestionamientos. Fue al querer echar mano de
países a los que Hitler todavía no les había arrebatado la sensatez y el espíritu de resistencia cuando su ministro de propaganda se hizo de nuevo in-
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dispensable. Y cuando la suerte de las armas cambió por fin de bando, lo necesitaba para influir sobre el pueblo alemán. Goebbels pronunció su discurso más triunfal el 18 de febrero de 1943, cuando les trastornó el juicio de
tal manera a los berlineses del Palacio de Deportes que —incluso Heinrich
George, director artístico del Teatro Nacional y comunista antes de 1933 y
después de 1945, así como una anónima enfermera de la Cruz Roja— corearon con ansias suicidas el grito de «guerra total» del ministro. Pero se cuenta que éste, al abandonar el atril de orador, dijo con «frialdad» a personas de
confianza: «Era la hora de la idiotez; si hubiera gritado que se tiraran por la
ventana, también lo habrían hecho».
Hace tiempo que he dejado de creerlo. Sería absurdo sólo el hecho de
considerar posible que Goebbels emitiera un juicio tan despectivo sobre su
discurso de mayor efecto y sobre sus oyentes, a quienes al fin y al cabo estaba agradecido por el delirio con que le honraban. Todos sus diarios desmienten esta cita, aun cuando por vanidad —y era junto con Göring el más
vanidoso de todos los nacionalsocialistas— hubiera dicho tal cosa. «Frialdad» —ése era uno de sus vocablos más manidos, y siempre con sentido
positivo. Le encantaba esa palabra porque a él no se le podía aplicar ni un minuto. Goebbels nunca fue frío, ya que era y quería ser un «fervoroso creyente»; odiaba hasta tal punto la reflexión que la equiparaba al «despotrique»—, y sólo esto explica por qué era, junto a Speer, el único intelectual al
que Hitler soportaba: había subordinado su intelecto por completo a su fe
en el Führer, como alguno de esos prelados sensatísimos que dirigen su escepticismo contra todo el mundo pero nunca contra los dogmas de su Iglesia, la única verdadera. Goebbels nunca fue sensatísimo, no sólo porque
para él creer estuviera por encima de todo —muchas veces insistió en ello—
(también para los cardenales la fe está por encima de todo), sino también porque creía en Hitler. «El pueblo alemán no necesita saber lo que planea el
Führer; ni siquiera desea saberlo», dijo en el cumpleaños de Hitler en 1941.
Él mismo también trataba de convencerse; tuvo que comprobar hace tiempo que Hitler no le decía ni siquiera a él lo que planeaba. Salvando la campaña de Rusia, antes de cuyo comienzo Hitler le hizo comprar, con mucho
ruido y a gran escala, banderas rusas que servirían de tapadera para simular
una inminente visita oficial de Stalin a Berlín —salvando esta única empresa «grandiosa», Goebbels nunca supo de todas las demás en su fase de planificación, sino sólo la víspera: lo atestiguan sus diarios.
Y Goebbels dijo además en 1941: «Hitler nos pertenece. Ha hecho de
nuestro pueblo lo que hoy es. ¡Dónde estaríamos nosotros si no hubiera lle-
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gado él! Oremos al Altísimo: pedimos lo que siempre hemos pedido, que siga
siendo para nosotros lo que siempre fue y es: ¡nuestro Hitler!». Al Führer no
sólo no le desagradaba este servilismo, sino que lo necesitaba; también dijo
el 8 de noviembre de 1943: «Si alguna vez en los siglos venideros la historiografía, no influida por los pros y los contras de una época combativa, analizara con sentido crítico estos años de renovación nacionalsocialista, apenas
se le podrá escapar la constatación de que se ha tratado de la victoria más maravillosa de la fe frente a los pretendidos elementos de lo objetivamente posible».
Werner Stephan refiere que Goebbels polemizó a menudo contra la
observación de Bismarck sobre la política como el «arte de lo posible», sólo
para escamotearle a la misma la sensatez y la mesura —y para encontrar el camino que Goebbels supuestamente buscaba cuando se fue con Hitler: el
camino de la fe, del milagro—. Goebbels escribió: «Hemos aprendido que
la política ya no es el arte de lo posible, creemos en el milagro, en lo imposible e inalcanzable. Para nosotros la política es el milagro de lo imposible.
¡A nosotros nos importa un bledo el arte de las posibilidades dadas!». Milagro, fe, Dios; el 7 de enero de 1945 todavía escribió Goebbels en Das
Reich: «Quien tiene el honor de participar en el gobierno de este pueblo, sólo
puede sentir su servicio hacia él como un servicio divino».
La educación religiosa no había podido evitar que Goebbels fuera un intelectual, y eso no lo quiere impedir nunca la Iglesia: le basta con procurar
—y en el caso de Goebbels lo consiguió para toda su vida— que el intelecto nunca se independice, sino que permanezca siendo siempre un servidor
de la fe. Goebbels siguió siendo creyente hasta tal extremo que, cuando había perdido a Jesús, Hitler pudo ocupar su lugar en el corazón y en el cerebro de su discípulo, puesto que de tanto creer Goebbels casi perdió a veces
el intelecto. Pues, sea lo que fuere un intelectual, sólo pueden existir para él
verdades; las llamadas «verdades de fe» —un oxímoron que se neutraliza a
sí mismo— no deberían ser para él más que una contradictio in adiecto. Sin
embargo, está documentado que, ante los «designios» de su Führer, Goebbels solía repetir la confesión jesuita credo, quia absurdum est con una seriedad letal —letal para quien lo rechazara. El religioso piensa lo que cree; el intelectual cree lo que piensa. Goebbels siempre perteneció a esa clase de
religiosos que sólo se cambian de chaqueta si en la actualidad se denominan
ideólogos. Aquí viene al caso la terrible conclusión de Goethe de que la inteligencia nada puede donde domina el sentimiento; y todavía peor: que el
intelectual sólo encuentra mejores «argumentos» que otros para justificar
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que se deje llevar por la fe, por el sentimiento. Goebbels era sensorial, estaba obsesionado por la belleza. Por eso le gustaba desde muy joven —sobre
todo teniendo en cuenta la pobreza de la casita adosada de sus padres— la
pompa de la Iglesia y de sus fiestas. De sus directrices artísticas, a las que él
mismo «debía» el estar anclado en la fe y «redimido» del pensamiento, supo
durante su puesta en escena de las celebraciones nazis, que comparadas con
la suntuosidad de los festejos del imperio eran un modesto teatro provinciano. Y a cada tres páginas de su diario se puede leer que para él un discurso
«sostenido» por ovaciones impetuosas valía tanto como una victoria en el
campo de batalla.
Sin duda era un egocéntrico sin medida, ciego a la realidad por lo que
respecta a la valoración de sus contribuciones personales al curso de la guerra —cuando no a su origen—. Y él fue la primera víctima de su propaganda, precisamente porque era un irracionalista entregado a la embriaguez intelectual. Siendo ya adulto dejó por escrito: «No importa tanto en qué
creamos, sino sólo creer». La fe tenía para él un valor en sí misma. No define qué significa «fe», pero él quiere decir: tener un objetivo o un dios que incluso se debe fabricar uno mismo, si es que no está ahí. En su novela Michael,
publicada en 1929, escribe: «Cuanto más grande y excelso hago a Dios, más
grande y excelso soy yo mismo». Revelador que quiera atribuir, aplicar a
Dios justo estas dos cualidades que a él mismo, Joseph Goebbels, le faltaron
como ninguna otra ya en comparación con sus compañeros de clase: ¡ser
grande y «excelso»!
Su biógrafo Heiber hace constar que Goebbels fue capaz de «creer» en
Hitler justo porque necesitaba un guía, un apoyo, un dios, un sustentador
—y no precisamente por su «orientación», su política, que a Goebbels apenas le había interesado hasta entonces: «Goebbels verá la obra de Gneisenau
de Wolfgang Götz y más tarde confesará que una de sus frases, que también se halla de forma similar en el Michael, se le ha quedado “imborrable
para siempre”: “¡Dios os dé objetivos, no importa cuáles!”. Pues en ella reconocerá su propia situación del otoño de 1924, cuando él encontró un objetivo, sin importar cuál. Ya que todo lo demás salió mal, decidió hacerse él
también político».
La creencia de que debe hacerse político está ahí desde el momento en
que reconoce que por fin tiene que ser algo. Y es que a su padre, que le sustentaba con gran esfuerzo, apenas se atrevía a mirarle a los ojos (lo que anota a menudo) para luego —conforme al hecho de que se odia a quien se le
debe mucho— hablar mal de su sustentador «burgués», pero siempre es-
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cribir con un cariño sincero sobre su madre. Después también la creencia en
la victoria es para él prácticamente idéntica a la victoria alcanzada: es cierto
que se hizo cada vez más depresivo viendo el creciente infortunio de los alemanes en el campo de batalla, pero nunca estuvo sereno. Quien atribuye a
la fe en sí semejante valor hace incluso decapitar a los súbditos porque dudan. Así también la maestra que le sirvió de norma, la Iglesia, se pasó siglos
quemando a los escépticos. «A las personas hay que decirles lo que tienen que
creer», decretó categóricamente. Y sacó de su experiencia una conclusión
para los demás: él mismo no era tan fuerte en nada como en la fe, en ella era
aún más fuerte que en la palabra. Sus propios discursos y artículos constituían para él la fuente principal de su fortaleza en la fe.
Se creía cada una de sus palabras en un grado que casi prohíbe llamarle
mentiroso, a pesar de que con su eficacia publicitaria debió de divulgar más
mentiras que ninguna otra persona del siglo XX. Entusiasmaba, convencía, porque él estaba entusiasmado y convencido.(El famoso escrito de Kleist Sobre la
paulatina elaboración de los pensamientos al hablar se tiene que completar,
desde la experiencia histórica de Joseph Goebbels, con un ensayo sobre el
nacimiento de la fe al hablar). Cuando el 30 de agosto de 1924 anotó grotescamente en la casa de Schiller en Weimar: «Allí hay colgado un cuadro de Schiller. Creo que a grandes rasgos se puede apreciar un parecido conmigo. Hay una
señora delante del cuadro, lo observa con atención, me mira un instante y luego se queda totalmente asombrada… Me doy cuenta, ella también ha descubierto ese parecido». Tenía realmente un parecido con Schiller, sobre quien
Thomas Mann dijo que el dramaturgo había poseído menos la lengua de lo
que «la lengua lo poseía a él». La señora Miller le dice al músico: «¡Cómo estás en este instante en fuego y llamas!». Y el presidente a Ferdinand: «¿Dónde
diablos has aprendido a decir esas cosas, muchacho?».
Lengua: esta palabra despierta una imagen falsa si se piensa —como
en el caso de Schiller— en el Goebbels escribiente o en el que dicta los diarios. Su prosa no era en absoluto artística, sino manida, con la torpeza de los
lemas y el patetismo de los editoriales, sin ingenio, soporífera, sin punta, de
ningún modo creada para apasionarle a él o al lector. Pero aquí nos referíamos al Goebbels orador. A éste se puede aplicar que el discurso le hace a él,
no él el discurso. Es verdad que a menudo los escribía en tono pedante antes
de pronunciarlos; pero ya pronto, el 18 de septiembre de 1924, anotaba:
«Dicen que he hablado magníficamente. Improvisar un discurso es más fácil que leerlo. Las ideas me vienen solas». Claro, el discurso y la repercusión
las eyaculaban.
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El discurso y la «cólera en celo» de sus oyentes le hicieron a él, al orador, y especialmente el aplauso de las mujeres. Joachim C. Fest ha analizado que asimismo Hitler sólo alcanzaba su pleno rendimiento cuando entraba en contacto con las masas, después de la primera interrupción; claro
está que sólo se producían aclamaciones, también en el caso de Goebbels
cuando ya era ministro. A los que abuchearan ni siquiera se les habría podido arrastrar para su decapitación, porque las masas de la sala los habrían
linchado. Ya había pasado mucho tiempo —si es que no se trató realmente de una broma— desde que Goebbels, al afirmar que todos los dirigentes
del «movimiento» vivían de la manera más modesta, recibiera el siguiente
grito por parte de un trabajador berlinés: «¿Tú hace mucho que no has estado en casa?».
¡De qué manera extasiaba y hacía crecerse a los oradores el primer
aplauso! Fest describe cómo a veces Hitler «en el furor de la conjuración colocaba los puños cerrados delante de la cara y cerraba los ojos, abandonado
a la exaltación de su sexualidad reprimida». Y Heiber, quien también observó en Hitler que sus discursos «eran efluvios de sensualidad, casi algo así
como actos sexuales», considera necesario aludir al hecho de que Goebbels
—a diferencia de Hitler— «desahogaba las necesidades de su cuerpo por la
vía normal». Esto es seguro. Pero la diferenciación de Heiber, esto es, que los
discursos del doctor habían sido «producto de la inteligencia, y sin embargo los de Hitler erupciones sexuales», pasa por alto que Goebbels, quien en
incontables ocasiones se calificó a sí mismo como «predicador», arrastraba
a la masa, así como la masa a él, no mediante su inteligencia, sino gracias a
su fe. La mayor parte del pueblo alemán creyó en Hitler con el mismo exceso
que lo negó tras el 8 de mayo de 1945.
A la denominada por Fest «cólera en celo», que también desencadenaba el creyente Goebbels, sucumbían ambos en la misma medida, el orador
y el apostrofado. Unánimes como en ningún otro punto, todos los compañeros del ministro transmiten que sus visitas a Hitler le dejaban en un estado de entusiasmo igual al de un creyente cuando se reunía con su salvador.
Incluso en las horas más oscuras de la guerra, Goebbels volvía al ministerio
radiante y con fuerza optimista de todas sus audiencias con Hitler, exceptuando una sola: la del 18 de octubre de 1944, cuando Hitler se negó a leer
la memoria del ministro sobre política exterior y a nombrar a Goebbels sucesor de Ribbentrop.
Y fortalecer a Goebbels en la fe como lo hacía Hitler era algo que sólo
conseguían, además de Hitler, los propios discursos, el público, el contacto
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con aquéllos que habían venido para presenciar sus predicaciones. Cierto es
que también se entusiasmaba de tal forma con sus editoriales en Das Reich que
casi todas las semanas reflejaba en el diario por extenso y sin pudor alguno
el interés de supuestamente el mundo entero, incluidos los enemigos, o al
menos su miedo y consternación por sus comentarios en Das Reich —un escritor falto de toda dignidad si se considera que él mismo sabía lo siguiente:
quien osaba criticarle abiertamente era llevado al cadalso en Alemania, a
veces por él, Goebbels, en persona; pero el aplauso de los intimidados no le
bastaba.
También otros menos intimidados —como los familiares y los subordinados del ministerio, que por miedo pasaban de puntillas delante de él—
tenían que decirle cuán fabulosamente había vuelto a tocar el quid de la
cuestión en su artículo de esta semana. Su jefe de prensa Wilfred von Oven,
quien escribió un libro, Finale Furioso, altamente laudatorio de Goebbels —diarios reelaborados—, observó cómo la señora Magda hacía brillar durante el
almuerzo los ojos oscuros tipo Savonarola de su marido, eternamente ávido
de éxito, cada vez que alababa delante de él, fácil de enardecer, sus artículos
de Das Reich, que él volvía a leer varias veces con entusiasmo cuando le llegaban impresos a casa.
Pero todo lo que escribía —dado que el contacto con los lectores no es
tan directo como con los oyentes al hablar— no podía transportarle a un estado de furor, de «fe», ni de lejos comparable a las visitas a Hitler o a sus propias arengas. El 18 de abril de 1940 anota, como en cientos de entradas similares de su diario: «El Palacio de Deportes repleto… Pronuncio el
discurso. En buena forma. Un ambiente fantástico. Creo que produce un gran
éxito. Nuestro pueblo es maravilloso. La Englandlied5 suena como un juramento. Cómo le recarga a uno un mitin así». A uno —ése es él mismo, de todos los presentes el más extasiado por Goebbels y su fe.
Justo en el momento en que (quizá) intentaba disuadir a Hitler de la
matanza de los judíos, en el quincuagesimotercer cumpleaños de éste en
1942, Goebbels escribió: «Cuando habla el Führer, es como una misa». Y
además: «Por el fervor y entusiasmo con que las masas se entregaron por millones a Hitler y su idea, se creía poder escuchar el grito que hizo temblar
a Alemania en tiempo de las cruzadas: “¡Dios lo quiere!”». Y Werner Stephan cita también este alemán eclesiástico de tono homilético: «Adolf Hitler es el único que no se ha equivocado nunca. Los adocenados y los sabe5
N. de la T. Canción de la marina nazi cuyo estribillo rezaba «Navegamos contra Inglaterra».
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lotodos estorbaron sus planes. Pero él cumplió la ley como un servidor de
Dios».
Estos cantos de alabanza al único patrono que tuvo jamás Goebbels no
los entonaba como hipócrita, sino como un creyente que entusiasmaba porque él estaba entusiasmado, que por fin había superado el intelectualismo por
él temido y odiado que lo había atacado en la pubertad, le había hecho perder la seguridad y le había engañado quitándole la patria espiritual que tenía en el cristianismo, y que por fin había encontrado el camino hasta el
Führer. La fe era antiquísima en él, su bastión, su anhelo primitivo. De manera perturbadora había irrumpido en él la razón, el «liberalismo», los «judíos», es decir, el espíritu de la Europa moderna, de la educación superior,
de la literatura en la medida en que ya no era una lectura edificante. Y así le
concedió a la razón sólo el espacio necesario para aprobar la universidad,
pues estorbaba su inclinación a creer, sus deseos de integrarse en lo absoluto, a los que volvió a rendirse —lo atestiguan los primeros escritos— inmediatamente cuando, ya con el grado de doctor pero sin compañeros de
estudios, estuvo de nuevo sentado solo en la salita de la pequeña casa paterna. Allí escribió: «Soy un comunista alemán». Y: «Un pastor famélico es
lo que soy». Leyó Christian Wahnschaffe de Wassermann, el relato cristiano San Sebastián de Wedding de Franz Herwig, El loco en Cristo de Hauptmann, y apuntó: «¡Pero qué lejos está todavía el “loco” detrás de El idiota
de Dostoievski! Rusia encontrará la nueva fe en Cristo con todo el ardor juvenil…».
Entonces se dedicó a los representantes del espíritu liberal. Eran, entre
otros, aquellos judíos que le devolvían sus escritos, de manera que —encendido por el odio a Maximilian Harden, que ahora era tan «internacional»
como hacía muy poco «pangermanista»— el 2 de julio de 1924 ya menciona a algunos judíos por su nombre: «El señor Warburg, el señor Louis Hagen, el señor Nathan», a quienes le hubiera gustado «hacer cruzar cualquier
frontera en el vagón del ganado con algunos otros sinvergüenzas amarillos».
¿Y por qué? Porque «el espíritu es un peligro para nosotros. Tenemos que
vencer al espíritu. El espíritu nos tortura y nos arrastra de catástrofe en catástrofe. Sólo en un corazón puro encuentra el hombre atormentado liberación de la miseria. ¡Por encima del espíritu hacia el hombre puro!».
¡Qué actual que sean los dogmáticos amaestrados, los ideólogos, los
religiosos, los «creyentes», los fanáticos quienes acusen de «burgués» y liberal
o «liberal de mierda», como se dice hoy, y declaren como digno de ser dominado lo que en verdad es el espíritu de la Ilustración! Que Goebbels pu-
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diera existir en ese pueblo que había engendrado al autor del Nathan nos recuerda que debemos luchar intelectualmente contra el hecho de que cada
año nos alejemos otros 365 días más de la Ilustración.
Aquí he mostrado sólo los aspectos negativos, asesinos, de una «fe»
con el ejemplo de un monaguillo convertido en anticristo. Pero esto no debe
negar sin más el inestimable valor que tiene el arraigo religioso como regulador ético, al contrario. Precisamente en los tiempos de Hitler, los soldados
y civiles que aún estaban vinculados al cristianismo, sobre todo italianos y daneses, no infligieron a sus conciudadanos judíos ni de lejos injusticias tan
graves como quienes se declaraban manifiestamente no religiosos. Es más:
este diario, una fuente de primerísimo orden naturalmente sólo porque
Goebbels no la había concebido como destinada a la publicación, sino sólo
como una recopilación de material para sí mismo, el futuro historiador —este
diario se lee como el comentario negativo a las parábolas más antiguas de la
literatura universal, a Heródoto, al Antiguo Testamento, a las tragedias griegas—. Pues todas las exhortaciones al ser humano, expresadas por vez primera en estos eternos códigos de moralidad: que el Señor ciega a quien quiere destruir; que nadie se debería considerar dichoso antes de morir; que
el día de tu victoria ya «engendra tu final» (Edipo Rey), todas ellas son
desechadas por Joseph Goebbels en casi cada una de las entradas de su diario, especialmente siempre la víspera de los ataques a Escandinavia, Yugoslavia y Rusia, de una manera tan necia y burlona, con tal desprecio a Dios y
al hombre, que el terrible trance mortal del autor con sus seis hijos inocentes casi le produce a uno un efecto religioso. Tan tremenda es su lógica.
Salzburgo, julio de 1977
ROLF HOCHHUTH