6/9/07 17:51 Página 5 os Lib ros Goebbels+1pto 00 DIARIO DE 1945 ra de l Joseph Goebbels Los últimos escritos del jerarca nazi que permaneció junto a Hitler hasta el final La Es fe Introducción Rolf Hochhuth Traducción Beatriz de la Fuente 6/9/07 17:51 Página 17 os Lib ros Goebbels+1pto 00 INTRODUCCIÓN Goebbels en sus diarios Hegel, Darwin, Nietzsche; ellos fueron la causa efectiva de la muerte de muchos millones de hombres. Los pensamientos matan, las palabras son más criminales que cualquier asesinato, los pensamientos se vengan sobre la cabeza de héroes y rebaños. Gottfried Benn, Sobre la historia2, 1943 ra de l I l 5 de marzo de 1945, Goebbels convenció a su Führer Adolf Hitler de formar batallones femeninos en Berlín; el 14 de marzo aún creía poder renunciar a los consejos de guerra mientras el Tribunal del Pueblo permaneciera en Berlín. Acababa de dictar: «El Führer me comunica que a partir de ahora los consejos de guerra provisionales al mando del general Hübner han comenzado su actividad. El comandante general responsable de que no se volara el puente de Remagen ha sido el primer condenado a muerte y se le ha fusilado sin dilación dos horas más tarde. Esto es al menos una señal de esperanza». Cuando el 9 de marzo visita en Silesia al mariscal de campo Schörner, al que admiraba sobremanera, encomia cuántos soldados alemanes hacía colgar Schörner: «Una gran ayuda le ofrece a Schörner con todo este trabajo mi colaborador Todenhöfer». Y el 1 de abril espera un giro en la guerra de bombas con la intervención de los cazas alemanes Rammjäger; los pilotos tenían que chocar con su avión contra los bombarderos ingleses y americanos para derribarlos —y derribarse—: «Esto promete un éxito extraordinario». No obstante, «el Führer considera la mejor noticia de los últimos tiempos que en la Conferencia de Yalta Roosevelt le haya hecho a Stalin la concesión de trasladar a los prisioneros alemanes del oeste a la Unión Soviética como trabajadores forzosos. Esta y otras noticias similares contribuirían seguramente a subir la moral bélica de nuestras tropas, pues tenemos que resistir en algún lugar del oeste». La Es fe E 2 Traducción de Enrique Ocaña, 1999. Goebbels+1pto 00 17:51 Página 18 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 18 6/9/07 La Es fe ra de l La autenticidad de este diario está garantizada por los dos funcionarios de su ministerio que lo estenografiaron al dictado del ministro y que todavía viven. Sólo su juicio pericial puede evitar la sospecha de una parodia malévola en tales citas. De hecho, ni una emisora de propaganda antinazi alimentada desde Londres, aunque a su servicio estuvieran cínicos sin escrúpulos, habría podido pintar de manera más cómica el miedo al suicidio que llevaba a Goebbels y a Hitler siempre a nuevas ideas para retrasar durante semanas, y al final ya sólo durante días, su fecha de retirada de la historia. Más que una casualidad es un símbolo que demuestra el amor desbordante de Hitler a «su» pueblo el hecho de que en las últimas fotos que existen de él salgan chicos de trece, catorce o dieciséis años mientras les pone condecoraciones o les da palmaditas en las mejillas por haber luchado por él —por haber luchado sólo para que él y la familia Goebbels pudieran vegetar unos cuantos días más en el búnker bajo la bombardeada Cancillería del Reich, antes de terminar con sus vidas y así también por fin con los asesinatos arriba en las calles. Como todos los años, el 14 de marzo la señora Magda Goebbels, junto con sus hijos Helga, Hilde, Helmut, Holde, Hedda y Heide, felicitó por su cumpleaños a quien la había asistido en el parto de éstos, el ginecólogo Stoeckel. Dijo: «Hoy, mi querido señor consejero privado, no podemos celebrarlo como es debido. Pero cuando el señor Stalin pronto haya tenido ya bastante, y cuando Hitler, a la cabeza de una Europa unida, haya derrotado a Rusia, entonces volveremos a celebrar su cumpleaños tan bien como antes». Desde la ventana de Stoeckel, de setenta y cuatro años, se veían barricadas. La señora Goebbels preguntó a la señora Stoeckel qué significaba eso, y «oyó» —cosa que por supuesto sabía— que eran barricadas para la lucha callejera. Stoeckel: «Y la señora Magda respondió con el mejor de los optimismos: “¡Bah!, sólo se hace para tranquilizar al pueblo, en la práctica no tiene ninguna importancia”». Interpretaba su papel de una manera todavía más perfecta que su marido, a quien por entonces Stoeckel ya no le habría creído nada; no obstante, Stoeckel consideraba posible que la señora Goebbels todavía siguiera sin tener idea de política. El médico no sabía lo que la señora Goebbels le había dicho ya dos meses antes a Wilfred von Oven, un jefe de prensa de su marido, y que éste escribió el 21 de enero en su diario: «Ya hace mucho que mi marido y yo nos hemos despedido de la vida… Pero lo que todavía no puedo decidir es el destino de los niños. Sin duda, la razón me dice que no puedo abandonarlos a un futuro en el que, como hijos nuestros, estarían ex- Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 19 19 os Lib ros DIARIO DE 1945 La Es fe ra de l puestos, sin defensa y sin derechos, a la sed de venganza judía». Goebbels le recordó a Federico el Grande, cuya vida, en la glorificada presentación de Carlyle, había hecho que Hitler leyera hace poco. La señora Goebbels respondió: «Pero Federico el Grande no tenía hijos». Y el 29 de enero anota Von Oven: «La señora Goebbels llora ahora desconsoladamente. Todavía no ha tomado ninguna decisión sobre el destino de sus hijos…». De las «gentes bajas» de Berlín se despidió después de diecinueve años su jefe de distrito, Goebbels, quien, como hijo de la pequeña burguesía, había conseguido en mayor medida que ningún otro nacionalsocialista convencer para que simpatizaran y lucharan con Hitler también a muchos de aquellos que, como se decía popularmente, «ya marchaban detrás de la bandera roja cuando todavía no se le había cosido encima la esvástica», con una «medida» que registra así el 8 de abril en el penúltimo de los diarios dictados que se conservan: «En Berlín-Rahnsdorf han tenido lugar por primera vez desde el comienzo de la guerra pequeñas revueltas populares. Doscientos hombres y mujeres han asaltado dos panaderías y se han llevado los panes que había… Aunque en estos momentos la provisión de alimentos no sea precisamente la más deseable, por otra parte es absolutamente imposible dejar pasar tales fenómenos en silencio… En el transcurso de la tarde, los cabecillas son condenados… a muerte por el Tribunal del Pueblo, un hombre y dos mujeres. El caso de una de las mujeres es bastante menos grave, así que me decido por un indulto. A los otros dos… hago que los decapiten la misma noche». Por lo demás, hacía tiempo que Goebbels, desde el 24 de julio de 1944 también «plenipotenciario para la puesta en práctica de la guerra total», no tenía nada que hacer. Ese 8 de abril de 1945, los americanos habían ocupado ya Erfurt, en Turingia; los rusos, la estación este de Viena y la margen occidental del Oder (Odra). Y puesto que ahora sólo podía ya dictar su diario o ejecutar a sus «compatriotras» alemanes, Goebbels —aparte de Hitler, el más enérgico de los nazis— había sucumbido del todo a aquella enfermedad cuyo brote data del 9 de julio de 1941, momento desde el cual no escribió él mismo su diario, sino que comenzó a dictárselo a su estenógrafo Richard Otte o a su sustituto Otto Jacobs: la logorrea. Por término medio dictaba treinta páginas a máquina al día —el más extenso de los dictados conservados tiene cien páginas enteras más—, aunque mecanografiadas con un tipo especialmente grande en la denominada «máquina del Führer», llamada así porque Hitler no quería aparecer nunca en público con gafas y sólo permitía que se escribieran sus discursos, y también sus decretos, con una máquina de esas características. Goebbels+1pto 00 17:51 Página 20 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 20 6/9/07 La Es fe ra de l Goebbels dictó día tras día hasta su establecimiento en el búnker de la Cancillería del Reich, y ya entonces su mirada estaba puesta mucho más en la posteridad que en el presente. Sólo así se puede comprender su último hecho, el envenenamiento de sus seis hijos: se los llevó consigo en su suicidio y en el de su mujer, con el que ya contaba desde el 27 de agosto de 1943, según consta por una conversación con Von Oven, si bien «sus pensamientos se dirigían a este único objetivo: el efecto en la historia». Su compañero Werner Stephan observó unánimemente con otros: «A quien amenazaba con poner en peligro la gloria póstuma goebbeliana intentaba aniquilarlo, hombres de su Estado Mayor personal que se escapaban con algún pretexto. Por la emisora de la policía ordenaba detenerlos y ejecutarlos inmediatamente». Stephan también confirma que ahora la principal preocupación de Goebbels era la conservación de su diario; se la confió a Otte, el «secretista del Reich», y le ordenó que hiciera microfilmes de una copia escrita a máquina y que después quemara la copia. Presumiblemente, los rusos saquearon buena parte del original en el búnker de la Cancillería del Reich. A partir de otros fragmentos que recogió un vendedor de objetos usados entre las ruinas de la calle Wilhelmstraße se publicó en 1948 la primera selección, preparada por Louis P. Lochner. Al final, Goebbels vivía sólo para su diario. De ahí —y debido a una creciente ineficacia en el cargo y en la organización de la guerra total— su logorrea: una incansable adicción a hablar y dictar, que por lo demás ya se anunciaba en interminables conversaciones de mesa y sobremesa, tal y como las anotó resumidamente Von Oven a partir de junio de 1943. Cuanto menos ponía Goebbels sobre la mesa, también en sentido figurado, más hablaba sentado a ella. De la plétora de material que generó el diario se quejaba ya el americano Louis P. Lochner, que había realizado su selección a partir de 7.100 páginas mecanografiadas. La verborrea enfermiza de Goebbels determinó también su estilo. Puso flores sobre el papel por las que le habría envidiado el cómico por él prohibido Werner Finck. Tras la ocupación de Kassel por parte del Tercer Ejército de Patton se dice: «La población creía poder esperar que nuestros jefes de partido lucharan en su distrito y, si fuera necesario, cayeran en él. Ése no ha sido nunca el caso». El 13 de marzo de 1945, en algún lugar del este «se tiene que realizar el intento de poner definitivamente en marcha al enemigo». El 12 de marzo había decidido asesinar a todos los párrocos alemanes del oeste —«aquí encontraremos una amplia esfera de acción para nuestros grupos terroristas»— que colaboraban con los angloamericanos. El Führer tiene la Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 21 21 os Lib ros DIARIO DE 1945 La Es fe ra de l intención de «someter a estos párrocos a un consejo de guerra que no podrán olvidar». Y todavía un poco más tarde, cuando los americanos ya están en Gotha, califica la agonía de Alemania como sudores: «Nos hallamos ante el peligro más crítico de esta guerra, y a veces se tiene la impresión de que el pueblo alemán en combate estuviera pasando unos sudores en el punto culminante de la crisis bélica, de los que el profano no sabe si estos sudores conducirán a la muerte o la salud». En la misma página se engaña diciendo que el Führer habrá «llevado a cabo una acción bélica decisiva» con sólo conseguir «arreglar más o menos la situación al oeste», ¡como si el centro de Turingia todavía se pudiera llamar oeste! «El enemigo ha avanzado aquí hasta Gotha. En estos momentos no tenemos nada que oponerle, porque por de pronto aún no queremos desgastar nuestras fuerzas ofensivas». Sin duda creía lo que dictaba; pues estas frases estaban destinadas a su diario —y no precisamente a desconcertar a la opinión pública. Casi en la misma medida que su Führer, hacía ya mucho que Goebbels no era «de este mundo». Lo confirma también el descuido con el que él, quien durante años había encubierto con cautela el asesinato de los judíos en su diario en lugar de desvelarlo, aunque el 27 de marzo de 1942 describiera el proceso de exterminio casi al detalle, admitía ahora, el 14 de marzo de 1945, sin preocuparse tampoco por su gloria póstuma, que a los judíos había que «matarlos a palos como a las ratas. En Alemania, gracias a Dios, ya lo hemos hecho como se debía. Espero que el mundo tome ejemplo». Muy reveladora es su reacción histérica a una banalidad, la noticia del 18 de marzo procedente de Washington de que el enemigo tenía la intención de ocupar todo el territorio del Reich —nada sorprendente, puesto que ya había ocupado amplias zonas de Alemania—. Pero Goebbels comenta: «Más allá de esto, [el enemigo] no formula otras exigencias de momento. Quizás llegue todavía la de que antes todos nos tenemos que colgar o pegar un tiro». Claro está que los americanos no habían dicho eso, sino que él se lo repetía naturalmente todos los días desde hacía semanas y meses. Y añadió: «La voluntad destructiva del enemigo toma hoy proporciones alarmantes. Los excesos de venganza que figuran en la prensa judía inglesa y americana rebasan cualquier comparación». ¿Había olvidado cuántos países —la mayoría incluso neutrales— había ocupado la Wehrmacht de Hitler bajo sus gritos de júbilo atiplados, los del ministro de propaganda? ¿Y que él mismo —por poner un ejemplo— había Goebbels+1pto 00 17:51 Página 22 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 22 6/9/07 La Es fe ra de l escrito en su diario el día anterior a la ocupación de Noruega y Dinamarca: «El Führer… me expone sus planes: hoy de madrugada, a las 5.15 horas, Dinamarca y Noruega serán ocupadas militarmente… Si los reyes se comportan con honradez, pueden quedarse. Pero estos dos países no los entregaremos nunca»? Los judíos muertos, de cuyo asesinato había hecho propaganda contra sus convicciones, pesaban ahora quizá sobre su conciencia. Hasta su nombramiento como jefe de partido en la circunscripción territorial de Berlín, Goebbels había estado prometido muchos años a una semijudía. Y Magda Goebbels le debía a un judío llamado Friedländer no haberse criado como hija ilegítima de una criada, sino en una cómoda situación en casa de un comerciante judío que se casó con la madre de Magda y le proporcionó a ésta un hogar acomodado, una esmeradísima educación y la formación en varios idiomas y costosos internados extranjeros. El proceder de Magda y Joseph Goebbels con sus benefactores y mentores judíos, como su director de tesis de Heidelberg, como Friedrich Gundolf o también su tío Cohnen, quien a veces le daba dinero durante la necesidad extrema de sus años de estudiante, es infame. Los judíos les habían hecho tanto bien como por lo demás sólo se lo hicieron Adolf Hitler y los padres de Joseph. Goebbels, a diferencia de Himmler y Hitler, sabía lo que hacía, al igual que Hermann Göring; también lo que les hacía a los judíos, a quienes, como Göring, conocía mejor que los otros dos principales culpables de Auschwitz. No los odiaba, excepto a algunos «judíos de la prensa» que habían rechazado su colaboración en la Sinagoga rotativa, aunque él la había solicitado con insistencia. El 4 de abril de 1945, Goebbels dictó acerca de la Conferencia de San Francisco, en la que los judíos querían hacer que se proscribiera el antisemitismo en todo el mundo: «Les vendría muy a propósito a los judíos que, después de que han cometido los crímenes más atroces contra la humanidad, ahora se prohibiera a la humanidad incluso reflexionar sobre ello». No dijo qué crímenes de los judíos tenía entonces en mente. Probablemente pensaba ahora a veces en sus artículos del semanario Das Reich, en los que por ejemplo figuraba: «En este conflicto histórico, cualquier judío es nuestro enemigo, independientemente de que vegete en el gueto polaco, arrastre su vida en Berlín o Hamburgo o toque en Nueva York la trompeta de guerra. ¿Acaso los judíos son también personas? Lo mismo se aplica a los ladrones asesinos, a los violadores de niños, a los proxenetas. Los judíos son una raza parasitaria que se deposita como un moho putrefactivo sobre las culturas de pueblos sanos. Contra eso sólo hay un remedio: hacer un corte y eliminarlo. ¡Inexorable y fría dureza! El hecho de que el judío viva entre no- Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 23 23 os Lib ros DIARIO DE 1945 ra de l sotros no demuestra que también forme parte de nosotros. Del mismo modo que la pulga no se convierte en animal doméstico por andar por casa». «Pulga» —se refería a esa parte de los alemanes que no alcanzaba el uno por ciento, de cuyas filas habían salido aquellos que ganaron el 25 por ciento de los Premios Nobel para Alemania; también sabía que entre 1914 y 1918 habían caído más de doce mil judíos en el bando alemán. A quien haya considerado a Goebbels extraordinariamente inteligente —una fama de la que goza todavía hoy entre casi todos aquellos que nunca han echado un vistazo a sus diarios— a ése le abre los ojos el biógrafo de Goebbels Werner Stephan, quien publicó en 1949 un libro sumamente informativo sobre su antiguo jefe: «Goebbels se mostró muy sorprendido de que el artículo difamatorio [arriba citado] se reprodujera en tipos grandes prácticamente en todos los países extranjeros, “incluso en Inglaterra”. ¿Es que allí no se iban a dar cuenta de que eso resultaba peligroso para los judíos de todo el mundo? No entendía que con publicaciones de ese tipo no les asestaba el golpe más terrible a los “de raza extraña”, tan detestados, sino al pueblo alemán». Nadie podrá escribir nunca de una manera tan reveladora y destructiva sobre Goebbels como él mismo en su diario, por medio del cual se convirtió en un George Grosz de su propia persona. II La Es fe Cuando el biógrafo Sieburg acometió la tarea de caracterizar a Robespierre, no pudo evitar reflexionar sobre una cuestión que también se le impone a quien intenta, mediante los diarios de Joseph Goebbels, esbozar su persona o al menos entenderla: «¿Es posible describir la figura de un mortal sin afecto hacia él? ¿No se necesita por lo menos un toque de simpatía hacia su ser?». De hecho, la simpatía es la clave para comprender un carácter, motivo por el cual muchos psicólogos no entienden a sus pacientes, sino que sólo sospechan de ellos: sólo mantienen con ellos una relación económica, mientras que la comprensión es inimaginable sin amor. Pero cuando falta la simpatía, cuando ni siquiera se puede decir con Sieburg: «Respeto es el sentimiento más cálido que este hombre es capaz de arrancarnos» (pues ¿cómo se podría respetar a un hombre que ha ayudado a Hitler como muy pocos otros a dividir Europa entre dos potencias mundiales?), entonces hay que seguir buscando hasta que aparezca la benevolencia a la cual toda per- Goebbels+1pto 00 17:51 Página 24 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 24 6/9/07 La Es fe ra de l sona sobre la que no callemos tiene derecho, al menos durante el tiempo anterior a sus crímenes. Joseph Goebbels despierta mucha comprensión, incluso en ocasiones simpatía, cuando se lee aquel diario —todavía no está publicado— que comenzó con veintiséis años y en el que cuatro meses después pudo hacer constar que ese día había llegado a casa de sus padres el primer ejemplar del primer periódico que dirigía como redactor y del que él mismo había escrito la mayor parte. También se siente compasión por el hecho de que diera con Hitler cuando se leen sus Erinnerungsblätter (hojas de memoria), notas autobiográficas todavía inéditas que escribió en julio y agosto de 1924, es decir, antes de su entrada en el partido sucesor del NSDAP, prohibido desde el golpe de Múnich del 9 de noviembre de 1923. (Que se afiliara al partido ya en 1922, cuando no se interesaba por la política, sino por la literatura de redención, es una de sus mentiras tempranas). El hecho de que fuera un objetivo susceptible para los nazis se comprende mejor leyendo aquel diario temprano que escribió cuando todavía no confiaba en tener una carrera política por delante, también porque comparativamente es el más sincero. Entonces todavía no se sentía «obligado» a presentar a sus congéneres y las cosas, y sobre todo a sí mismo, como la posteridad los debía ver. Comenzado el 27 de junio de 1924 con el propósito de ser «más sencillo en el pensamiento, más grande en el amor, más confiado en la esperanza, más fervoroso en la fe y más discreto en el hablar», el fragmento que tengo ante mí y que termina el 6 de octubre del mismo año concluye con la aserción: «Tenemos que buscar a Dios, para eso estamos en el mundo». Como literato, Goebbels es un talento lírico-subjetivo de marcada adolescencia tardía, que no se ocupa de nada y de nadie que no sean él mismo y Dios, pero sin uno solo de los problemas suprapersonales de la época, como la lucha de clases, las consecuencias de la guerra, los problemas económicos, la historia, la naturaleza o incluso el amor de otro, mujer u hombre. «Más fervoroso en la fe»: un universitario no vinculado a la Iglesia, que vivió siendo ya adulto la Primera Guerra Mundial y la ocupación de Renania por los vencedores; que cuando iba a la escuela no se mostró dispuesto a hacerse sacerdote, a pesar de que los padres se habrían ahorrado así la carga de cofinanciar sus estudios con cincuenta marcos al mes (aunque en el fondo era la Iglesia la que se los financiaba con un préstamo sin intereses); un doctor en filosofía que admiraba a su profesor judío Gundolf más que a ningún otro docente universitario y que incluso hizo el doctorado con un ju- Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 25 25 os Lib ros DIARIO DE 1945 La Es fe ra de l dío de apellido noble; un demagogo nato que, aún en la guerra mundial de Hitler, citaba divertido en su círculo privado a Robert Neumann, el satírico judío por él vedado, y al racionalista Erich Kästner; un periodista con ingenio pero sin un ápice de autoironía. ¿Cómo puede una persona así con veintisiete años prometer en un diario íntimo que se va a volver «más fervoroso en la fe»? ¿En quién o en qué quiere creer? Jesucristo, el hombre del que —a juicio de Goebbels— la Iglesia se ha apropiado ilícitamente como mascarón de proa, seguía siendo sin duda un modelo a ojos del que fuera un celoso monaguillo con un diez en religión en el bachillerato. Pero no aquel Jesús del que hablaban los sacerdotes, ni mucho menos aquél que supuestamente había subido a los cielos, sino un Jesús de esta tierra, de esta época —un paria, un amigo de los sin derechos, es decir, de los alemanes, a quienes entonces Goebbels, muy influido por el cliché étnico y nacionalista alemán de los años posteriores a Compiègne, consideraba engañados por los aliados, los marxistas y los judíos respecto a la victoria en los campos de batalla de 1914-1918. A Goebbels no se le permitió luchar. En 1914 estuvo un día entero encerrado en su cuarto llorando, apenas el médico militar lo vio: un voluntario de guerra que, con una obsesión soñadora verdaderamente admirable, había albergado la ilusión de hacer posible lo imposible por naturaleza y de poder forzar su entrada en el ejército, a pesar de su pie zopo. Trágico comienzo: ser ignorado por la milicia como en su día por las chicas en la pista de baile, adonde también fue Goebbels con sus compañeros de clase en su etapa colegial. Eso explica mucho. Por ejemplo su «fe» en el mito de la puñalada, que supuestamente había impedido al victorioso ejército alemán hacer su entrada en París. Goebbels no había visto un campo de batalla, no había tenido que temer las balas: ¿quién debía haberle informado de que Alemania no había podido ganar tampoco esta primera de las dos guerras mundiales después de que la declaración de guerra submarina sin restricciones hubiera desbaratado la casi inexplicable victoria del ejército imperial sobre Rusia y hubiera arrastrado a Estados Unidos a la guerra? Cuando Hindenburg reconoció después: «Estaba por encima de nuestras fuerzas», no se lo había dicho nunca públicamente a la cara a aquellos demagogos que lo alababan a él, «invicto en el campo de batalla» como comandante en jefe imbatido. Goebbels, ya no tan joven aunque todavía en su pubertad política, que precisamente entonces se presentaba sin éxito en el periódico Berliner Tageblatt todas las semanas y que —como siempre será típico de él— no mencionaba estas derrotas ni siquiera en su diario, este Goebbels pues empieza Goebbels+1pto 00 17:51 Página 26 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 26 6/9/07 La Es fe ra de l poco a poco a utilizar la palabra «judío» como sinónimo de capitalista, y de república y parlamentarismo. De hecho, los periodistas más admirados por él son aquellos liberales que, primero, escriben magníficamente, segundo, rechazan su colaboración y, tercero, con frecuencia son judíos. Sin duda, Goebbels sabe que también hay en la prensa judíos que abogan obtusa y manifiestamente por el nacionalismo alemán, que, con el mismo entusiasmo chovinista del que hiciera gala en su día el judío Maximilian Harden entre 1908 y 1915, publican discursos difamatorios contra los homosexuales y contra los aliados, como es el caso de Paul Nikolaus Cossmann, antiguo editor de la revista cultural Süddeutsche Monatshefte y que murió en Theresienstadt (Bohemia). Pero Goebbels no lo menciona, porque califica de judíos a escritores y políticos —ya se trate de judíos o no— principalmente cuando lo rechazan o le causan desagrado porque tienen otras ideas políticas: entonces son judíos. De lo contrario los puede admirar plenamente, como al novelista Jakob Wassermann, el primer escritor que menciona en su diario sin insinuar siquiera que era judío. Al parecer, la desgracia y las decepciones se soportan mucho mejor cuando se sabe a quién se va a hacer responsable de ellas. Aquí aprende Goebbels algo que después perfeccionará hasta alcanzar una maestría sin par: a proyectar todo a su concepto de enemigo. Y a encontrar la diana para su demagogia elemental, que nunca se podrá analizar tan a fondo como para responder a la pregunta de si después la rabia y el entusiasmo cargaban sus discursos o si, por el contrario, eran los discursos los que llevaban la rabia y el entusiasmo del orador a su punto de ebullición y a sus oyentes al éxtasis. Pero todavía no había llegado el momento: tendrán que pasar años hasta que Goebbels pueda pronunciar su primer discurso. Pero este diario, escrito por necesidad y totalmente privado —privado porque quien lo escribe sigue sin trabajo, aunque ya tiene el doctorado en Filosofía desde hace más de dos años, desde el 21 de abril de 1922— responde también a la pregunta decisiva en la evolución de su autor: ¿cómo pudo Goebbels con veintisiete años dejar atrás tan pronto todos sus reparos, que indudablemente habían sido muy importantes en él, respecto al punto central del programa de Hitler, el antisemitismo? Ciertamente, los proletarios y pequeños burgueses, entre los que por supuesto había que contar a Goebbels por su origen e ingresos, solían ser antisemitas en Europa occidental porque apenas sabían nada del proletariado judío de Europa oriental y en su mayoría sólo conocían a aquellos judíos que habían conseguido el ascenso económico a la burguesía propietaria. Los no judíos carentes de bienes aborrecían en el acomoda- Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 27 27 os Lib ros DIARIO DE 1945 La Es fe ra de l do judío —pero no de otra manera a como lo hacían en el acomodado no judío— al ciudadano que tenía más que ellos; pero no emitían por eso juicios o prejuicios raciales, porque ni siquiera conocían el concepto de «pureza de sangre». También Hitler y los demás artífices de la «solución final» siempre argumentaron que incluso grandísimos alemanes como Bismarck o Federico II sólo podrían disculpar su manifiesta benevolencia hacia los judíos por su completo desconocimiento de los «peligros raciales» que supuestamente amenazaban al «cuerpo de la población alemana» por causa de los judíos. Se sabía que Bismarck, ante su mesa redonda de Versalles, se había mostrado partidario de «repoblar» las familias de nobles hacendados por medio de matrimonios con judías, y le parecía ventajoso «unir a un semental cristiano de raza alemana con una yegua judía… no hay ninguna raza mala. No sé qué les aconsejaré a mis hijos en su día». Para Goebbels, que en su juventud ni siquiera tomaba en serio la variante antisemita que fomentaba el catolicismo, la religiosa, que tenía como mentor intelectual y guía a un judío y que le dedicó a la chica que más quería precisamente el Libro de canciones de Heine cuando ya conocía toda la literatura clásica, no tuvieron importancia las falsas doctrinas raciales mientras aún logró reunir la autoironía suficiente cada vez que se miraba al espejo y conservó su derecho de autodeterminación intelectual frente a las doctrinas nazis, absurdas desde el punto de vista científico; pero no tardó en abandonar para el resto de su vida esta opinión propia. Al Goebbels adolescente y después perfectamente adulto, pero que siguió sin una orientación política hasta los veintisiete años, el antisemitismo de su futuro Führer no tuvo que parecerle necesariamente un horror —en ese momento, nadie excepto Hitler consideraba factibles o ni siquiera deseables las atrocidades que después se cometieron contra los judíos—, sino sólo una ridiculez. Si entonces el tío Cohnen, que, según las notas autobiográficas de 1924, le mandaba dinero cuando estaba en apuros, era aquel orientador intelectual ajeno a la escuela al que el colegial Goebbels probablemente le debía el poder anotar Los Buddenbrook —después de los libros de cuentos— como primera experiencia lectora impactante (en casa de sus padres nadie le pudo haber hablado de Thomas Mann), o si Goebbels miraba a sus profesores universitarios judíos o a su tan querida prometida semijudía, o simplemente a sí mismo, que ni tenía un aspecto particularmente «ario» ni respondía al prototipo de la «bestia rubia» de Nietzsche, no se puede haber tomado en serio la doctrina racial de Hitler. Y, sin embargo, en 1941-1942, como jefe de la circunscripción de Berlín, se convirtió en uno de los exter- Goebbels+1pto 00 17:51 Página 28 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 28 6/9/07 La Es fe ra de l minadores más celosos de la época, empeñado vehementemente en darle al Führer la alegría de poder comunicarle que Berlín estaba «libre de judíos» —y además con tal celeridad que incluso la industria armamentística se rebeló contra la deportación de los trabajadores judíos—. En su primer encuentro con el maestro de primaria Julius Streicher —el director del periódico demagógico antisemita Der Stürmer (El asaltante) ahorcado en Núremberg en 1946— Goebbels anotó el 19 de agosto de 1924: «Habla abiertamente sobre la cuestión antisemita. El fanático de labios apretados. Un furibundo. Quizá algo patológico. Pero está bien así. También necesitamos a ésos. Para impresionar a las masas. Hitler también tiene que sacar algún partido». Aquí ya llama la atención con qué brusquedad se degenera el estilo de Goebbels, el filólogo siempre esmerado en la cuestión estilística, e incluso cómo atenta contra la gramática alemana: «für» en lugar de «um» die Massen zu packen3. Después, a medida que se desata en improperios más desenfrenadamente, esto se volverá epidémico en sus diarios. Pero también llama la atención que un Goebbels de veintisiete años, al que todavía le repugna con certero instinto el patológico Streicher, cambiara luego de opinión inmediatamente. Goebbels era el más sumiso de todos cuantos estaban al servicio de Hitler, y además —como documenta esta cita— ya en una época en la que aún no había visto a Hitler nunca y en la que de ningún modo dependía todavía completamente —como sucedió tras su escapada extramatrimonial de 1938— de la benevolencia de Hitler, que era el único en apoyarle frente a todos los demás nazis de alto rango, sobre los cuales Goebbels podría haber escrito literalmente lo mismo que en la temprana autobiografía sobre sus compañeros de clase: «Mis compañeros no me querían. Los compañeros nunca me han querido, excepto Richard Flisges». El hecho de que no sólo después de 1933 todos los caricaturistas de fuera de Alemania sacaran sus mejores chistes de la discrepancia entre las doctrinas «arias» de los nacionalsocialistas y la complexión física del jefe de propaganda del régimen, sino que fueran los más altos cargos nazis quienes ya en 1927 se burlaran de la «pureza de raza» del jefe de la circunscripción de Berlín, ¿en qué medida obligó realmente al pequeño Jupp4 de la calle Dahlenerstraße de Rheydt a «demostrar», con campañas difamatorias contra los judíos, que era «completamente ario»? Helmut Heiber, quien escri- 3 N. de la T. En lengua alemana, las oraciones finales se construyen con um… zu. Goebbels dice für die Massen zu packen («para impresionar a las masas»), cuando la norma pediría um die Massen zu packen. 4 N. de la T. Jupp es hipocorístico de Joseph. Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 29 29 os Lib ros DIARIO DE 1945 La Es fe ra de l bió una irreemplazable biografía de Goebbels, reprodujo como anexo, en un diario de Goebbels de 1925-1926 editado por él, el panfleto anti-Goebbels que Erich Koch, más tarde jefe regional de Prusia Oriental y que en la guerra de Hitler se convirtió en el carnicero de los ucranianos, publicó en 1927 bajo el título Folgen der Rassenmischung (Consecuencias de la mezcla racial) supuestamente a instancias de Gregor Strasser en la revista de éste, Der nationale Sozialist (El nacional socialista). Goebbels no sólo exigió —bajo amenazas de dimisión— una declaración de lealtad unánime por parte de los subjefes berlineses de su circunscripción, sino también la protección personal de Hitler contra las imputaciones de Erich Koch. Es verdad que no había mencionado a Goebbels en su verborrea difamatoria, que aglutinaba todos los prejuicios de los nazis, y sin embargo todos los miembros dirigentes del partido tenían claro que Koch se estaba refiriendo a Goebbels cuando escribió: «La armonía corporal se ve alterada… por deformidades y desproporciones de distintas partes del cuerpo. A este respecto me gustaría aludir sólo al dicho de la Baja Sajonia: ¡cuidado con los marcados...! El rey Ricardo III de Inglaterra, de la Casa de York, fue un caso paradigmático de vileza. Hizo ejecutar a sus dos sobrinos en la Torre de Londres… y estrangular a su mujer durante el puerperio. Y ahí está: era jorobado y cojeaba. Al igual que él también cojeaba el bufón de la corte de Francisco I de Francia, que era conocido, temido y tristemente famoso por sus desaires, sus intrigas y sus calumnias… Talleyrand tenía un pie zambo. Es conocido su carácter. Apenas se puede emplear la palabra “carácter” en su caso». Erich Koch no sabía —de lo contrario sin duda lo habría mencionado también frotándose las manos— que, según una disposición alemana de la Alta Edad Media para la elección del emperador, estaba prohibido elegir a un lisiado, hecho que, como es sabido, llevaba a que los partidarios de un candidato a emperador simplemente tuvieran que cortarle una mano o vaciarle un ojo a su rival para inhabilitarlo a la candidatura. Este «racismo» de los antiguos, que les llevaba a impedir categóricamente el acceso de personas con impedimentos físicos a la cúspide del poder, puede haberse basado en la experiencia de que, en efecto, los «mancos» —también en sentido figurado, como en el siglo XX con tan graves consecuencias Guillermo II y Stalin— son más impredecibles que las personas físicamente normales. ¿Quién sabe si la crueldad infernal de Federico el Grande («Muchachos, ¿es que queréis vivir eternamente?»), de Robespierre o de Hitler no tendrá que ver con eso que hacía sospechar a sus contemporáneos que ninguno de estos tres —excepto en su juventud Federico de Prusia— había tenido relaciones sexuales satis- Goebbels+1pto 00 17:51 Página 30 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 30 6/9/07 La Es fe ra de l factorias con mujeres o amigos? Goebbels, a quien desde sus diecinueve años —cuando todavía no tenía ningún poder para atraer con grandes papeles cinematográficos— mujeres hermosas le ayudaron de manera decisiva a superar su tormentoso complejo de inferioridad, sin embargo sufrió horriblemente debido a la pierna, a veces entablillada hasta la cadera (según Von Oven). Por eso respondió al infame artículo de Erich Koch —en lugar de simplemente callarse, máxime cuando semejante mamarrachada, aparecida en un periodicucho desconocido, no exigía respuesta alguna— que «el pie zambo lo tengo por un accidente que sufrí con trece o catorce años, cuando ya iba al instituto, así que desde el punto de vista racial no se pueden sacar conclusiones desfavorables, lo que de otro modo estaría justificado». No se puede comprobar si Goebbels decía aquí la verdad. No era sólo el pie lo que le daba quebraderos de cabeza. Goebbels era además el más bajo y débil de sus compañeros de clase; siendo ya padre de familia sólo pesaba unos cincuenta kilos y tenía una cabeza demasiado grande en relación con el cuerpo. Él, sólo él, pudo llegar a la grotesca conjetura de que se parecía a Schiller, aunque sus grandes ojos de color castaño oscuro, muy expresivos, siempre «encendidos» de pasión, así como sus ademanes agresivos, recordaban a Savonarola y el pueblo le llamaba «retaco germano». Pero el pie era su trauma. Un año y medio antes de su suicidio todavía le dijo a Von Oven: «El peor castigo que alguien se pueda imaginar para mí es pasar revista a una compañía de honor. Y no siempre se puede evitar. Pero cuando en el programa de algún acto aparece la revista del frente, ya tengo pesadillas muchas noches antes». Pero no sólo la infamia del destino de hacer que él fuera el único, entre los muchos millones que marchaban detrás, que no podía calzar botas como todos los demás, sino también la dote contraria al partido de tener intelecto en una banda de microcéfalos de prominente barbilla, le supuso una carga más que una alegría. Pues él también escupió a los intelectuales casi tan infatigablemente como a los judíos, en la medida en que para él los intelectuales y los judíos no eran una y la misma cosa. A ojos de los nazis dirigentes, y probablemente también a los suyos propios, su entendimiento, su fuerza expresiva, su sentido del estilo —aunque todo fue disminuyendo a medida que avanzaban las hostilidades— a la larga le «lisiaron» mucho más que el pie. La mayor satisfacción de su vida la experimentó cuando Hitler declaró que Goebbels era el único orador al que podía escuchar sin dormirse: esta observación lo «rehabilitó» en el círculo de aquéllos —y eran prácticamente todos— que despreciaban la inteligencia sin más como «inteligencia judía» en la medida en que a ellos mismos les faltaba. Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 31 31 os Lib ros DIARIO DE 1945 ra de l Pero esta temprana autobiografía y el diario de 1924 no sólo desvelan su carácter, sino que obligan al lector, con independencia de que ya sepa qué «producto» sacó después el poder de aquel doctor en Filosofía atormentado y pobre hasta el extremo, a sentir compasión a pesar de todo. Tiempos normales —es decir, no perturbados por un degradante desempleo en masa— habrían hecho de Paul Joseph Goebbels un conciudadano normal, ya hubiera tenido los dos pies bien formados o no. No le hizo patológico el pie enfermo, sino el poder. Patológico como a todos en quienes recae el poder y la ilusión de no haber caído en él por casualidad. Y el pueblo alemán —excepto aquel único desdichado compatriota, el ingeniero Dr. Hans Kummerow, todavía hoy prácticamente desconocido, que fue decapitado porque en 1942 intentó hacer volar a Goebbels por los aires con el puente que llevaba a Schwanenwerder—, este pueblo que él contribuyó a corromper como nadie salvo Hitler, también le corrompió a él con su aprobación orgiástica a los discursos del «incinerador literario», tal como Erich Kästner llamó a Goebbels tras la quema de libros de 1934 en la plaza de la Universidad de Berlín. III La Es fe Cuando el doctor Paul Joseph Goebbels, desempleado desde hacía años, se afilió al partido de Hitler en 1924 —todavía no era en absoluto nacionalsocialista— porque como contrapartida a su salario tampoco demasiado bajo (cien marcos al mes de dinero estable) se le ofreció la redacción del periódico sabatino de Elberfeld Völkische Freiheit (Libertad nacional), Adolf Hitler estaba escribiendo Mein Kampf (Mi lucha) en la cómoda prisión militar de Landsberg —nunca había vivido tan bien—. Fariseo debería ser, y embrutecido por la sociedad del bienestar, quien hoy reprochara a aquel doctor en Filosofía de veintisiete años haber tomado ansiosamente el primer buen puesto de redacción, su sueño durante años, que por fin se le ofrecía. Sólo hay que imaginarse esto: que, incluso un año más tarde, a pesar de que daba clases particulares de latín y llevaba algunas contabilidades privadas, aún tenía que vivir a expensas de su padre, quien siempre se ocupó de él ejemplarmente, aunque aquél sólo llevaba a casa trescientos marcos al mes para seis bocas. ¡Cómo le humillaba diariamente, y a veces le llenaba de odio, ver así a este progenitor al que ya casi no se podía llamar padre, sino benefactor! Goebbels+1pto 00 17:51 Página 32 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 32 6/9/07 La Es fe ra de l Tras una buena tesis doctoral sobre un dramaturgo berlinés del Romanticismo, le quedaba pasar el examen para maestro superior, lo que quizá le habría salvado a él, pero seguramente no le habría librado del desempleo; Goebbels no se decidía a hacerlo, probablemente por la muy comprensible razón de que los niños se burlarían aún más despiadadamente de un maestro de escuela con un pie zambo que de un compañero cojo, literalmente le satanizarían. Su novia le había procurado empleo como informador bursátil en el Dresdner Bank de Colonia. Goebbels no aguantó mucho allí: esto también se puede comprender bastante bien en un germanista con vocación de hombre de letras. Su odio al capitalismo (que todavía despreciaba mucho después de que Hitler le convirtiera en un hombre rico propietario de elegantes casas de campo, y que todavía en los últimos años de la guerra le hacía considerar mucho más tentadora una paz por separado con Rusia que la paz con las potencias occidentales) se desarrollaría aún con mayor intensidad en el Dresdner Bank que en la mísera casa paterna, donde la familia se sentaba por las tardes a seguir trabajando para la pequeña fábrica de mechas de lámpara en la que el padre de Goebbels había llegado finalmente a apoderado, por supuesto, en la cocina, porque Joseph era el único de todos los hermanos que podía entrar en el salón para practicar piano. Friedrich Goebbels le había comprado a su hijo un piano, de segunda mano, con el sueldo de un mes entero. A un doctor en Filosofía que con veintisiete años todavía le da vueltas en su diario a la pregunta de si podrá reunir los veinte marcos que necesita para encontrarse con su novia en la habitación de un hotel de Colonia; y que durante años anda desocupado sin ganar nada, pero que realmente hierve por no poder descargar su afán de actividad, porque ni siquiera había podido ir a la guerra como sus compañeros de clase: ¿se puede menospreciar a un hombre así porque al final se fuera con Hitler? IV Quien en 1977, y en un Estado de comparativa normalidad como la República Federal, pero que ya ha «alcanzado» más de un millón de parados, habla con aquellos bachilleres que debido a un númerus clausus ilegal se ven excluidos de los estudios universitarios durante años, ése se hace una idea, en medio de la actual paz de clases, de cuánto más contrariados con el Estado debieron sentirse aquellos ciudadanos de la joven República de Wei- Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 33 33 os Lib ros DIARIO DE 1945 La Es fe ra de l mar que durante años se vieron privados de un sueldo o de unos estudios. A esta primera república alemana no le pueden haber profesado mucho cariño —aunque sus débiles gobernantes tuvieran menos culpa de ello que el Tratado de Versalles y, más tarde, la crisis económica mundial— las víctimas de la posguerra entre 1925 y la entrada de Hitler en la Cancillería del Reich. ¿Quién tira la primera piedra? A pesar de que Stresemann también fue un importante político, que consiguió infinidad de cosas y que por eso fue difamado incansablemente por Goebbels, quien quiera juzgar a Goebbels no puede pasar nunca por alto qué años tan terribles de ignominiosa pobreza pasó este universitario inmerecidamente en esta República. Hoy también debemos preguntarnos cómo es que un Estado cuyos representantes federales, regionales y locales se retribuyen personalmente a sus expensas con sueldos y pensiones espléndidos exige lealtad por parte de los jóvenes, cuando ni siquiera es capaz de proporcionarles un puesto de aprendiz o una plaza en la universidad. El terrorismo no sólo nace de los jóvenes, sino también de las autoridades que condenan a los jóvenes al paro. ¿Por qué los coetáneos del Dr. Joseph Goebbels, tras cuatro años de combate y estudios llenos de privaciones, debían mostrar lealtad hacia la República de Weimar cuando esta República los dejaba seguir vegetando sin trabajo? Queda constancia de que Goebbels sólo llegó a Hitler porque no encontró empleo en ningún otro sitio, a pesar de que lo intentó con tesón una y otra vez. Lo de la pierna —hecho al que se suele dar demasiada importancia— ya hacía tiempo que lo había compensado medianamente gracias a su éxito en la universidad y con las mujeres; la causa principal de su complejo de inferioridad ya no era física, sino social: era pobre hasta el extremo y no tenía esperanzas de poder cambiarlo. Esto y sólo esto hizo de él, que antes de 1925 ni siquiera tenía intereses políticos, ni mucho menos una actitud comprometida, un radical. Sólo eso lo desplazó del campo de la democracia: ¡no le daba de comer! Incluso Brecht y Weill cantaron tres años después: comer primero, luego la moral… Goebbels ni siquiera se había descubierto como orador. Quería hacer poesía, cosa que no se le daba bien, y quería escribir artículos, cosa que no habría hecho peor que aquellos que de hecho conseguían —a diferencia de Goebbels— publicar sus trabajos. En una palabra: su anhelo por trabajar, tan legítimo como irrefrenable y todavía falto de orientación, empujó a Goebbels primero a Theodor Wolff, no a Adolf Hitler. Como redactor jefe de uno de los periódicos más influyentes del imperio —antes y después de 1914— Wolff era hacía mucho una institución; había llegado ya en 1898 al diario Ber- Goebbels+1pto 00 17:51 Página 34 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 34 6/9/07 La Es fe ra de l liner Tageblatt, después de haber sido cofundador en sus años más jóvenes de la Freie Bühne (Teatro libre), una revista que se había convertido en receptáculo de la nueva vida cultural —y no de la izquierda, como recelaba el emperador— cuando su eminente representante Gerhart Hauptmann pasó a la historia. Goebbels rondó a Wolff como ningún otro. Wolff era el modelo del ambicioso Goebbels, porque éste también quería desempeñar algún día un papel protagonista. Protagonista, eso estaba claro. Dónde, eso no estaba claro. Goebbels no era el tipo que mandaría sus artículos a cualquiera. Los enviaba «naturalmente» al periodista más distinguido de la nación, a Theodor Wolff. El biógrafo Heiber menciona una cifra poco menos que increíble: cincuenta artículos habría remitido Goebbels sin resultado. Cincuenta. Que no se publicara ni uno solo, aunque sin duda algunos habrían sido lo suficientemente buenos para el Tageblatt; que a pesar de todo Goebbels se presentara ante el mismo Wolff todopoderoso —y de nuevo en vano— para solicitar un puesto de redactor: esto habla por un lado de la desvariada tenacidad del rechazado; pero por otro también del hecho de que el poder corrompe a un judío no menos que a un cristiano. ¿Hay que suponer que al escritor Theodor Wolff nunca se le ocurrió que este anónimo doctor de Rheydt, que le proponía su colaboración con tanta insistencia —y a menudo seguramente con cartas adjuntas que ilustraban sus penosas circunstancias vitales—, se habría merecido una amable palabra de ánimo y quizá incluso la aceptación de uno u otro de sus artículos? El espíritu del mundo, sea lo que fuere, quiso que con setenta y cinco años, Wolff, quien había emigrado a tiempo de los nazis, fuera deportado de Francia al Reich, donde murió en Sachsenhausen. Los deseos de venganza por un amor desairado fueron siempre el motor más poderoso y desagradable que ha hecho historias e historia: y a eso responde la calidad de la «historia». Goebbels dejó a un lado todos los reparos personales y suprapersonales contra Hitler y sus «objetivos» porque se había convertido, más por necesidad que por carácter, en un arribista verdaderamente rudimentario —como por lo demás el propio Hitler, quien admitió en Mi lucha: «La opresión residía sólo en la completa inobservancia, entonces mi mayor causa de sufrimiento»—. Pero cuando uno —como tantos otros muchos— se hace arribista por necesidad, ¿no está ya medio disculpado? ¿Disculpado como millones de parados que se dejaron engañar por un hombre que no sólo les prometió trabajo y pan, sino que también les dio las dos cosas? Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 35 35 os Lib ros DIARIO DE 1945 V La Es fe ra de l Goebbels —para no levantar ilusiones sobre su persona— conlleva culpabilidad en todos los crímenes de Hitler. Los ensalzó poderosamente aun cuando por sensatez, instinto o cálculo estaba en contra; aun cuando antes había intentado disuadir a Hitler de sus propósitos entrevistándose con él —como en el caso del desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial y (supuestamente) de la «solución final»—. Pero puesto que aun así Goebbels era más inteligente y astuto que casi todos los demás copartícipes del círculo más próximo (no en la Wehrmacht, pero sí en el partido) es cierto que también pesa más su culpabilidad y la vileza de haber vendido propagandísticamente contra su propio criterio lo que Hitler ordenaba. Goebbels estaba en contra de la guerra por su inveterada aversión al ejército, especialmente al prusiano. Lo sabía e incluso lo decía: si el propio Führer hubiera cambiado la chaqueta parda del partido por el gris de campaña del ejército, automáticamente ya no sería el partido, cuyo exponente era Goebbels, sino la Wehrmacht la que desempeñaría en el Estado el papel protagonista. Ciertamente, a Goebbels le habría gustado aplazar la matanza de los judíos —antes de que con la Conferencia de Wannsee Hitler la pusiera definitivamente en marcha también para Europa occidental— hasta la «victoria final», al igual que la destrucción violenta de las iglesias cristianas. (Goebbels quería, como Hitler —y siempre compartía la opinión de Hitler, tan pronto como éste se hubiera comprometido a algo—, acabar con las iglesias tras la guerra retirándoles todos los medios económicos). Pero una vez parece haber entablado una mansa lucha con Hitler para disuadirle de la «solución final» al menos mientras durara la guerra. El 7 de marzo de 1942 —según se desprende del diario— leyó el protocolo de la Conferencia de Wannsee, celebrada bajo la presidencia de Heydrich y en presencia de Eichmann, en la que se concertó en detalle el exterminio de los judíos de Europa occidental. Después de haber estudiado a fondo este documento, en mi opinión el más monstruoso de la historia universal, Goebbels dictó: «Esto suscita un sinnúmero de cuestiones extraordinariamente delicadas. ¿Qué sucede con los semijudíos, qué sucede con los parientes, los cuñados o cónyuges de judíos? Así que todavía tendremos que vérnoslas con este asunto, y a la hora de resolver este problema se producirá sin duda una gran cantidad de tragedias personales. Pero esto es inevitable. Ha llegado el momento de dar a la cuestión judía una solución definitiva. Las generaciones posteriores ya no tendrán la energía ni la viveza del instinto. Por eso Goebbels+1pto 00 17:51 Página 36 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 36 6/9/07 La Es fe ra de l hacemos bien en proceder aquí de manera radical y consecuente. La carga que hoy nos imponemos redundará en provecho y felicidad de nuestros descendientes». Una semana después, Goebbels estaba otra vez en el cuartel general para esas conversaciones interminables en el transcurso de un día o dos que de cuando en cuando Hitler le (y se) concedía y que siempre «recargaban» a Goebbels como una misa. Hitler tenía a sus espaldas el invierno más duro de su vida. Le dijo a Goebbels (y más tarde lo confirmaron Jodl y Keitel como acusados en Núremberg): «Si él [Hitler] hubiera perdido las fuerzas por un solo instante, el frente [de Moscú] habría pegado un patinazo, y se habría preparado una catástrofe que habría superado con creces la napoleónica. Entonces millones de valientes soldados habrían sido abandonados a morir de hambre y congelación… Por lo demás, el Führer muestra bastante respeto por la estrategia militar soviética. La brutal intervención de Stalin ha salvado el frente ruso…». Hitler se pasó horas quejándose emocionado ante Goebbels de lo terrible que había sido para él ese invierno, al lado de sus cobardes y estúpidos generales, que por supuesto eran los únicos culpables de la catástrofe del ejército (ni siquiera provisto de pieles y guantes) en el invierno ruso. Y sólo «al final» fue cuando Goebbels —de una manera lamentablemente breve y suave— llegó (supuestamente) a plantearle al agotado dictador sus reservas sobre la «cuestión judía». Pero tiene que escribir: «En este asunto el Führer sigue siendo inexorable, los judíos tienen que desaparecer de Europa, si es necesario empleando los medios más brutales. En la cuestión de la Iglesia el Führer no quiere tomar parte activa por el momento… Prefiere reservársela mejor para el final de la guerra…». E inmediatamente después ambos hablan del perrito de Hitler, un regalo que le han hecho al Führer y del cual pende por completo su corazón. «Ese perro se lo puede permitir todo en su búnker. En este momento es quien más cerca está de él». Una frase, por tanto, sobre aquel hecho atroz que nos ha transmitido la historia y del que millones fueron víctimas, y después inmediatamente a hablar del favorito de Hitler, el perro —como antes de los hijos del visitante—: «El Führer pregunta detenidamente por todos los de casa, cómo están Helga, Hilde y sobre todo Holde, cómo le va a toda la familia, qué hace y a qué se dedica… Me propongo seriamente que después de la guerra mi familia y yo nos preocupemos todavía más por él, sobre todo teniendo en cuenta que ahora durante la guerra no es posible en absoluto». Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 37 37 os Lib ros DIARIO DE 1945 La Es fe ra de l Posiblemente Goebbels intentara en el siguiente encuentro del 27 de abril otro tímido ataque contra la solución más radical; dicta de forma más indirecta que reveladora: «Vuelvo a tratar por extenso con el Führer la cuestión judía. Su criterio respecto a este problema es inexorable. Quiere sacar por completo a los judíos de Europa. Y es lo que se debe hacer. Los judíos han infligido tanto daño a nuestro continente que la pena más dura que se les pueda imponer seguirá siendo demasiado blanda…». Cómo se ejecutaba la pena más dura contra los judíos, la pena de muerte, lo había descrito así Goebbels justo un mes antes: «Los judíos son expulsados ahora de la Gobernación General, comenzando en Lublin, hacia el este. Se aplica aquí un procedimiento bastante bárbaro y que no se puede describir con más detalle, y de los propios judíos no queda mucho. En general se puede constatar que el 60 por ciento de ellos tienen que ser liquidados, mientras que sólo se puede emplear a un 40 por ciento para trabajar. El antiguo jefe de la circunscripción de Viena, que lleva a cabo esta acción, lo hace con bastante prudencia y con un procedimiento que no llama demasiado la atención. Los judíos son sometidos a un tribunal penal que, si bien es feroz, se tienen completamente merecido. La profecía que el Führer les anunció en caso de que provocaran una nueva guerra mundial se empieza a hacer realidad de la manera más terrible…». ¿Cuál era esta profecía de Hitler? Era la «promesa» que hizo en el Reichstag al comienzo de la guerra de que si se volvía a producir una guerra en Europa, al final de ésta estaría «la extinción de la raza judía» en Europa. Eso lo habían oído todos los adultos del mundo. Pero él tuvo la oportunidad de escucharlo otra vez cuando el 8 de noviembre de 1942 Hitler dijo en un discurso conmemorativo del golpe de Múnich acaecido en noviembre que de nuevo se difundió por todas las emisoras, refiriéndose directamente a la «solución final» por gaseamiento, en marcha desde febrero del mismo año: «Todavía recordarán la sesión del Parlamento en la que yo declaré: si el judaísmo acaso se cree que puede provocar una guerra mundial internacional para exterminar las razas europeas, el resultado no será el exterminio de las razas europeas, sino el extermino del judaísmo en Europa. (Aplausos). Siempre se han reído de mí como profeta. De aquellos que entonces se reían, una infinidad ya no se ríe. (Risas aisladas, aplausos). Los que ahora se siguen riendo, quizás tampoco se reirán ya dentro de algún tiempo. (Risas, fuertes aplausos). Esta oleada se extenderá más allá de Europa por todo el mundo». Todo el mundo lo oyó. Después de la muerte de Hitler, casi todo el mundo negaba haber sabido algo acerca del asesinato de los judíos. Pero la Goebbels+1pto 00 17:51 Página 38 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 38 6/9/07 ra de l historiografía no vivió su verdadero triunfo hasta nuestros días, hasta 1977 —y desde entonces se sospecha que la historiografía sea la continuación de la guerra con peores medios—, cuando un importante historiador no alemán cuestionó seriamente que hubiera sido Hitler quien ordenó el exterminio de los judíos. Si, todavía más, que el propio Hitler no se enteró hasta 1943 de que se estaba gaseando a los judíos en Europa. Goebbels, que sí consideraba el gaseamiento en Europa demasiado arriesgado, sólo un año después de su comienzo en marzo de 1943 escribió temeroso en su diario que estaba de acuerdo con Göring en que su deseo común de una paz por separado, ya fuera con las potencias occidentales, ya fuera con los rusos, fracasaría por la «cuestión judía» —ése era el mejor eufemismo de gaseamiento—. Y puesto que Goebbels, a más tardar cuando comprendió que no se podía ganar la guerra sin una paz por separado —es decir, a partir del invierno de 19441945— había sustituido todas las ideas por sueños, añadió obstinadamente que era una suerte que debido a los judíos ya se hubieran «quemado los barcos» hace tiempo. VI La Es fe La controversia sobre si se debe conceder al orador Goebbels —como escritor era mediocre— el calificativo de genial es superflua en vista de sus éxitos, que en todo caso eran literalmente «impactantes». El orador Goebbels «conquistó» Berlín para Hitler posiblemente en la misma medida que el desempleo. Como demagogo de certero instinto y provocador, llevaba a la práctica en la calle lo que no siempre había «cuajado» del todo verbalmente. Si a raíz de uno de sus discursos de finales de los años veinte no se producía en Berlín ningún griterío ni ninguna prohibición policial, mandaba matones a la avenida de Kurfürstendamm que, vestidos con el uniforme de las SA —cuando éste se volvió a prohibir— o de todos modos identificables como nazis, pegaban bofetadas a los transeúntes que tenían aspecto «judío» y que por eso cometían la falta de estar con vida —lo que, como es sabido, doce o trece años después bastaba para ser asesinado por los lacayos de Goebbels. Con Hitler en el poder, en el fondo Goebbels ya había hecho por él lo que estaba en su mano; por miedo, pero todavía más por convicción, el pueblo le seguía ahora sin más cuestionamientos. Fue al querer echar mano de países a los que Hitler todavía no les había arrebatado la sensatez y el espíritu de resistencia cuando su ministro de propaganda se hizo de nuevo in- Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 39 39 os Lib ros DIARIO DE 1945 La Es fe ra de l dispensable. Y cuando la suerte de las armas cambió por fin de bando, lo necesitaba para influir sobre el pueblo alemán. Goebbels pronunció su discurso más triunfal el 18 de febrero de 1943, cuando les trastornó el juicio de tal manera a los berlineses del Palacio de Deportes que —incluso Heinrich George, director artístico del Teatro Nacional y comunista antes de 1933 y después de 1945, así como una anónima enfermera de la Cruz Roja— corearon con ansias suicidas el grito de «guerra total» del ministro. Pero se cuenta que éste, al abandonar el atril de orador, dijo con «frialdad» a personas de confianza: «Era la hora de la idiotez; si hubiera gritado que se tiraran por la ventana, también lo habrían hecho». Hace tiempo que he dejado de creerlo. Sería absurdo sólo el hecho de considerar posible que Goebbels emitiera un juicio tan despectivo sobre su discurso de mayor efecto y sobre sus oyentes, a quienes al fin y al cabo estaba agradecido por el delirio con que le honraban. Todos sus diarios desmienten esta cita, aun cuando por vanidad —y era junto con Göring el más vanidoso de todos los nacionalsocialistas— hubiera dicho tal cosa. «Frialdad» —ése era uno de sus vocablos más manidos, y siempre con sentido positivo. Le encantaba esa palabra porque a él no se le podía aplicar ni un minuto. Goebbels nunca fue frío, ya que era y quería ser un «fervoroso creyente»; odiaba hasta tal punto la reflexión que la equiparaba al «despotrique»—, y sólo esto explica por qué era, junto a Speer, el único intelectual al que Hitler soportaba: había subordinado su intelecto por completo a su fe en el Führer, como alguno de esos prelados sensatísimos que dirigen su escepticismo contra todo el mundo pero nunca contra los dogmas de su Iglesia, la única verdadera. Goebbels nunca fue sensatísimo, no sólo porque para él creer estuviera por encima de todo —muchas veces insistió en ello— (también para los cardenales la fe está por encima de todo), sino también porque creía en Hitler. «El pueblo alemán no necesita saber lo que planea el Führer; ni siquiera desea saberlo», dijo en el cumpleaños de Hitler en 1941. Él mismo también trataba de convencerse; tuvo que comprobar hace tiempo que Hitler no le decía ni siquiera a él lo que planeaba. Salvando la campaña de Rusia, antes de cuyo comienzo Hitler le hizo comprar, con mucho ruido y a gran escala, banderas rusas que servirían de tapadera para simular una inminente visita oficial de Stalin a Berlín —salvando esta única empresa «grandiosa», Goebbels nunca supo de todas las demás en su fase de planificación, sino sólo la víspera: lo atestiguan sus diarios. Y Goebbels dijo además en 1941: «Hitler nos pertenece. Ha hecho de nuestro pueblo lo que hoy es. ¡Dónde estaríamos nosotros si no hubiera lle- Goebbels+1pto 00 17:51 Página 40 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 40 6/9/07 La Es fe ra de l gado él! Oremos al Altísimo: pedimos lo que siempre hemos pedido, que siga siendo para nosotros lo que siempre fue y es: ¡nuestro Hitler!». Al Führer no sólo no le desagradaba este servilismo, sino que lo necesitaba; también dijo el 8 de noviembre de 1943: «Si alguna vez en los siglos venideros la historiografía, no influida por los pros y los contras de una época combativa, analizara con sentido crítico estos años de renovación nacionalsocialista, apenas se le podrá escapar la constatación de que se ha tratado de la victoria más maravillosa de la fe frente a los pretendidos elementos de lo objetivamente posible». Werner Stephan refiere que Goebbels polemizó a menudo contra la observación de Bismarck sobre la política como el «arte de lo posible», sólo para escamotearle a la misma la sensatez y la mesura —y para encontrar el camino que Goebbels supuestamente buscaba cuando se fue con Hitler: el camino de la fe, del milagro—. Goebbels escribió: «Hemos aprendido que la política ya no es el arte de lo posible, creemos en el milagro, en lo imposible e inalcanzable. Para nosotros la política es el milagro de lo imposible. ¡A nosotros nos importa un bledo el arte de las posibilidades dadas!». Milagro, fe, Dios; el 7 de enero de 1945 todavía escribió Goebbels en Das Reich: «Quien tiene el honor de participar en el gobierno de este pueblo, sólo puede sentir su servicio hacia él como un servicio divino». La educación religiosa no había podido evitar que Goebbels fuera un intelectual, y eso no lo quiere impedir nunca la Iglesia: le basta con procurar —y en el caso de Goebbels lo consiguió para toda su vida— que el intelecto nunca se independice, sino que permanezca siendo siempre un servidor de la fe. Goebbels siguió siendo creyente hasta tal extremo que, cuando había perdido a Jesús, Hitler pudo ocupar su lugar en el corazón y en el cerebro de su discípulo, puesto que de tanto creer Goebbels casi perdió a veces el intelecto. Pues, sea lo que fuere un intelectual, sólo pueden existir para él verdades; las llamadas «verdades de fe» —un oxímoron que se neutraliza a sí mismo— no deberían ser para él más que una contradictio in adiecto. Sin embargo, está documentado que, ante los «designios» de su Führer, Goebbels solía repetir la confesión jesuita credo, quia absurdum est con una seriedad letal —letal para quien lo rechazara. El religioso piensa lo que cree; el intelectual cree lo que piensa. Goebbels siempre perteneció a esa clase de religiosos que sólo se cambian de chaqueta si en la actualidad se denominan ideólogos. Aquí viene al caso la terrible conclusión de Goethe de que la inteligencia nada puede donde domina el sentimiento; y todavía peor: que el intelectual sólo encuentra mejores «argumentos» que otros para justificar Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 41 41 os Lib ros DIARIO DE 1945 La Es fe ra de l que se deje llevar por la fe, por el sentimiento. Goebbels era sensorial, estaba obsesionado por la belleza. Por eso le gustaba desde muy joven —sobre todo teniendo en cuenta la pobreza de la casita adosada de sus padres— la pompa de la Iglesia y de sus fiestas. De sus directrices artísticas, a las que él mismo «debía» el estar anclado en la fe y «redimido» del pensamiento, supo durante su puesta en escena de las celebraciones nazis, que comparadas con la suntuosidad de los festejos del imperio eran un modesto teatro provinciano. Y a cada tres páginas de su diario se puede leer que para él un discurso «sostenido» por ovaciones impetuosas valía tanto como una victoria en el campo de batalla. Sin duda era un egocéntrico sin medida, ciego a la realidad por lo que respecta a la valoración de sus contribuciones personales al curso de la guerra —cuando no a su origen—. Y él fue la primera víctima de su propaganda, precisamente porque era un irracionalista entregado a la embriaguez intelectual. Siendo ya adulto dejó por escrito: «No importa tanto en qué creamos, sino sólo creer». La fe tenía para él un valor en sí misma. No define qué significa «fe», pero él quiere decir: tener un objetivo o un dios que incluso se debe fabricar uno mismo, si es que no está ahí. En su novela Michael, publicada en 1929, escribe: «Cuanto más grande y excelso hago a Dios, más grande y excelso soy yo mismo». Revelador que quiera atribuir, aplicar a Dios justo estas dos cualidades que a él mismo, Joseph Goebbels, le faltaron como ninguna otra ya en comparación con sus compañeros de clase: ¡ser grande y «excelso»! Su biógrafo Heiber hace constar que Goebbels fue capaz de «creer» en Hitler justo porque necesitaba un guía, un apoyo, un dios, un sustentador —y no precisamente por su «orientación», su política, que a Goebbels apenas le había interesado hasta entonces: «Goebbels verá la obra de Gneisenau de Wolfgang Götz y más tarde confesará que una de sus frases, que también se halla de forma similar en el Michael, se le ha quedado “imborrable para siempre”: “¡Dios os dé objetivos, no importa cuáles!”. Pues en ella reconocerá su propia situación del otoño de 1924, cuando él encontró un objetivo, sin importar cuál. Ya que todo lo demás salió mal, decidió hacerse él también político». La creencia de que debe hacerse político está ahí desde el momento en que reconoce que por fin tiene que ser algo. Y es que a su padre, que le sustentaba con gran esfuerzo, apenas se atrevía a mirarle a los ojos (lo que anota a menudo) para luego —conforme al hecho de que se odia a quien se le debe mucho— hablar mal de su sustentador «burgués», pero siempre es- Goebbels+1pto 00 17:51 Página 42 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 42 6/9/07 La Es fe ra de l cribir con un cariño sincero sobre su madre. Después también la creencia en la victoria es para él prácticamente idéntica a la victoria alcanzada: es cierto que se hizo cada vez más depresivo viendo el creciente infortunio de los alemanes en el campo de batalla, pero nunca estuvo sereno. Quien atribuye a la fe en sí semejante valor hace incluso decapitar a los súbditos porque dudan. Así también la maestra que le sirvió de norma, la Iglesia, se pasó siglos quemando a los escépticos. «A las personas hay que decirles lo que tienen que creer», decretó categóricamente. Y sacó de su experiencia una conclusión para los demás: él mismo no era tan fuerte en nada como en la fe, en ella era aún más fuerte que en la palabra. Sus propios discursos y artículos constituían para él la fuente principal de su fortaleza en la fe. Se creía cada una de sus palabras en un grado que casi prohíbe llamarle mentiroso, a pesar de que con su eficacia publicitaria debió de divulgar más mentiras que ninguna otra persona del siglo XX. Entusiasmaba, convencía, porque él estaba entusiasmado y convencido.(El famoso escrito de Kleist Sobre la paulatina elaboración de los pensamientos al hablar se tiene que completar, desde la experiencia histórica de Joseph Goebbels, con un ensayo sobre el nacimiento de la fe al hablar). Cuando el 30 de agosto de 1924 anotó grotescamente en la casa de Schiller en Weimar: «Allí hay colgado un cuadro de Schiller. Creo que a grandes rasgos se puede apreciar un parecido conmigo. Hay una señora delante del cuadro, lo observa con atención, me mira un instante y luego se queda totalmente asombrada… Me doy cuenta, ella también ha descubierto ese parecido». Tenía realmente un parecido con Schiller, sobre quien Thomas Mann dijo que el dramaturgo había poseído menos la lengua de lo que «la lengua lo poseía a él». La señora Miller le dice al músico: «¡Cómo estás en este instante en fuego y llamas!». Y el presidente a Ferdinand: «¿Dónde diablos has aprendido a decir esas cosas, muchacho?». Lengua: esta palabra despierta una imagen falsa si se piensa —como en el caso de Schiller— en el Goebbels escribiente o en el que dicta los diarios. Su prosa no era en absoluto artística, sino manida, con la torpeza de los lemas y el patetismo de los editoriales, sin ingenio, soporífera, sin punta, de ningún modo creada para apasionarle a él o al lector. Pero aquí nos referíamos al Goebbels orador. A éste se puede aplicar que el discurso le hace a él, no él el discurso. Es verdad que a menudo los escribía en tono pedante antes de pronunciarlos; pero ya pronto, el 18 de septiembre de 1924, anotaba: «Dicen que he hablado magníficamente. Improvisar un discurso es más fácil que leerlo. Las ideas me vienen solas». Claro, el discurso y la repercusión las eyaculaban. Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 43 43 os Lib ros DIARIO DE 1945 La Es fe ra de l El discurso y la «cólera en celo» de sus oyentes le hicieron a él, al orador, y especialmente el aplauso de las mujeres. Joachim C. Fest ha analizado que asimismo Hitler sólo alcanzaba su pleno rendimiento cuando entraba en contacto con las masas, después de la primera interrupción; claro está que sólo se producían aclamaciones, también en el caso de Goebbels cuando ya era ministro. A los que abuchearan ni siquiera se les habría podido arrastrar para su decapitación, porque las masas de la sala los habrían linchado. Ya había pasado mucho tiempo —si es que no se trató realmente de una broma— desde que Goebbels, al afirmar que todos los dirigentes del «movimiento» vivían de la manera más modesta, recibiera el siguiente grito por parte de un trabajador berlinés: «¿Tú hace mucho que no has estado en casa?». ¡De qué manera extasiaba y hacía crecerse a los oradores el primer aplauso! Fest describe cómo a veces Hitler «en el furor de la conjuración colocaba los puños cerrados delante de la cara y cerraba los ojos, abandonado a la exaltación de su sexualidad reprimida». Y Heiber, quien también observó en Hitler que sus discursos «eran efluvios de sensualidad, casi algo así como actos sexuales», considera necesario aludir al hecho de que Goebbels —a diferencia de Hitler— «desahogaba las necesidades de su cuerpo por la vía normal». Esto es seguro. Pero la diferenciación de Heiber, esto es, que los discursos del doctor habían sido «producto de la inteligencia, y sin embargo los de Hitler erupciones sexuales», pasa por alto que Goebbels, quien en incontables ocasiones se calificó a sí mismo como «predicador», arrastraba a la masa, así como la masa a él, no mediante su inteligencia, sino gracias a su fe. La mayor parte del pueblo alemán creyó en Hitler con el mismo exceso que lo negó tras el 8 de mayo de 1945. A la denominada por Fest «cólera en celo», que también desencadenaba el creyente Goebbels, sucumbían ambos en la misma medida, el orador y el apostrofado. Unánimes como en ningún otro punto, todos los compañeros del ministro transmiten que sus visitas a Hitler le dejaban en un estado de entusiasmo igual al de un creyente cuando se reunía con su salvador. Incluso en las horas más oscuras de la guerra, Goebbels volvía al ministerio radiante y con fuerza optimista de todas sus audiencias con Hitler, exceptuando una sola: la del 18 de octubre de 1944, cuando Hitler se negó a leer la memoria del ministro sobre política exterior y a nombrar a Goebbels sucesor de Ribbentrop. Y fortalecer a Goebbels en la fe como lo hacía Hitler era algo que sólo conseguían, además de Hitler, los propios discursos, el público, el contacto Goebbels+1pto 00 44 6/9/07 17:51 Página 44 os Lib ros JOSEPH GOEBBELS La Es fe ra de l con aquéllos que habían venido para presenciar sus predicaciones. Cierto es que también se entusiasmaba de tal forma con sus editoriales en Das Reich que casi todas las semanas reflejaba en el diario por extenso y sin pudor alguno el interés de supuestamente el mundo entero, incluidos los enemigos, o al menos su miedo y consternación por sus comentarios en Das Reich —un escritor falto de toda dignidad si se considera que él mismo sabía lo siguiente: quien osaba criticarle abiertamente era llevado al cadalso en Alemania, a veces por él, Goebbels, en persona; pero el aplauso de los intimidados no le bastaba. También otros menos intimidados —como los familiares y los subordinados del ministerio, que por miedo pasaban de puntillas delante de él— tenían que decirle cuán fabulosamente había vuelto a tocar el quid de la cuestión en su artículo de esta semana. Su jefe de prensa Wilfred von Oven, quien escribió un libro, Finale Furioso, altamente laudatorio de Goebbels —diarios reelaborados—, observó cómo la señora Magda hacía brillar durante el almuerzo los ojos oscuros tipo Savonarola de su marido, eternamente ávido de éxito, cada vez que alababa delante de él, fácil de enardecer, sus artículos de Das Reich, que él volvía a leer varias veces con entusiasmo cuando le llegaban impresos a casa. Pero todo lo que escribía —dado que el contacto con los lectores no es tan directo como con los oyentes al hablar— no podía transportarle a un estado de furor, de «fe», ni de lejos comparable a las visitas a Hitler o a sus propias arengas. El 18 de abril de 1940 anota, como en cientos de entradas similares de su diario: «El Palacio de Deportes repleto… Pronuncio el discurso. En buena forma. Un ambiente fantástico. Creo que produce un gran éxito. Nuestro pueblo es maravilloso. La Englandlied5 suena como un juramento. Cómo le recarga a uno un mitin así». A uno —ése es él mismo, de todos los presentes el más extasiado por Goebbels y su fe. Justo en el momento en que (quizá) intentaba disuadir a Hitler de la matanza de los judíos, en el quincuagesimotercer cumpleaños de éste en 1942, Goebbels escribió: «Cuando habla el Führer, es como una misa». Y además: «Por el fervor y entusiasmo con que las masas se entregaron por millones a Hitler y su idea, se creía poder escuchar el grito que hizo temblar a Alemania en tiempo de las cruzadas: “¡Dios lo quiere!”». Y Werner Stephan cita también este alemán eclesiástico de tono homilético: «Adolf Hitler es el único que no se ha equivocado nunca. Los adocenados y los sabe5 N. de la T. Canción de la marina nazi cuyo estribillo rezaba «Navegamos contra Inglaterra». Goebbels+1pto 00 6/9/07 17:51 Página 45 45 os Lib ros DIARIO DE 1945 La Es fe ra de l lotodos estorbaron sus planes. Pero él cumplió la ley como un servidor de Dios». Estos cantos de alabanza al único patrono que tuvo jamás Goebbels no los entonaba como hipócrita, sino como un creyente que entusiasmaba porque él estaba entusiasmado, que por fin había superado el intelectualismo por él temido y odiado que lo había atacado en la pubertad, le había hecho perder la seguridad y le había engañado quitándole la patria espiritual que tenía en el cristianismo, y que por fin había encontrado el camino hasta el Führer. La fe era antiquísima en él, su bastión, su anhelo primitivo. De manera perturbadora había irrumpido en él la razón, el «liberalismo», los «judíos», es decir, el espíritu de la Europa moderna, de la educación superior, de la literatura en la medida en que ya no era una lectura edificante. Y así le concedió a la razón sólo el espacio necesario para aprobar la universidad, pues estorbaba su inclinación a creer, sus deseos de integrarse en lo absoluto, a los que volvió a rendirse —lo atestiguan los primeros escritos— inmediatamente cuando, ya con el grado de doctor pero sin compañeros de estudios, estuvo de nuevo sentado solo en la salita de la pequeña casa paterna. Allí escribió: «Soy un comunista alemán». Y: «Un pastor famélico es lo que soy». Leyó Christian Wahnschaffe de Wassermann, el relato cristiano San Sebastián de Wedding de Franz Herwig, El loco en Cristo de Hauptmann, y apuntó: «¡Pero qué lejos está todavía el “loco” detrás de El idiota de Dostoievski! Rusia encontrará la nueva fe en Cristo con todo el ardor juvenil…». Entonces se dedicó a los representantes del espíritu liberal. Eran, entre otros, aquellos judíos que le devolvían sus escritos, de manera que —encendido por el odio a Maximilian Harden, que ahora era tan «internacional» como hacía muy poco «pangermanista»— el 2 de julio de 1924 ya menciona a algunos judíos por su nombre: «El señor Warburg, el señor Louis Hagen, el señor Nathan», a quienes le hubiera gustado «hacer cruzar cualquier frontera en el vagón del ganado con algunos otros sinvergüenzas amarillos». ¿Y por qué? Porque «el espíritu es un peligro para nosotros. Tenemos que vencer al espíritu. El espíritu nos tortura y nos arrastra de catástrofe en catástrofe. Sólo en un corazón puro encuentra el hombre atormentado liberación de la miseria. ¡Por encima del espíritu hacia el hombre puro!». ¡Qué actual que sean los dogmáticos amaestrados, los ideólogos, los religiosos, los «creyentes», los fanáticos quienes acusen de «burgués» y liberal o «liberal de mierda», como se dice hoy, y declaren como digno de ser dominado lo que en verdad es el espíritu de la Ilustración! Que Goebbels pu- Goebbels+1pto 00 17:51 Página 46 JOSEPH GOEBBELS os Lib ros 46 6/9/07 La Es fe ra de l diera existir en ese pueblo que había engendrado al autor del Nathan nos recuerda que debemos luchar intelectualmente contra el hecho de que cada año nos alejemos otros 365 días más de la Ilustración. Aquí he mostrado sólo los aspectos negativos, asesinos, de una «fe» con el ejemplo de un monaguillo convertido en anticristo. Pero esto no debe negar sin más el inestimable valor que tiene el arraigo religioso como regulador ético, al contrario. Precisamente en los tiempos de Hitler, los soldados y civiles que aún estaban vinculados al cristianismo, sobre todo italianos y daneses, no infligieron a sus conciudadanos judíos ni de lejos injusticias tan graves como quienes se declaraban manifiestamente no religiosos. Es más: este diario, una fuente de primerísimo orden naturalmente sólo porque Goebbels no la había concebido como destinada a la publicación, sino sólo como una recopilación de material para sí mismo, el futuro historiador —este diario se lee como el comentario negativo a las parábolas más antiguas de la literatura universal, a Heródoto, al Antiguo Testamento, a las tragedias griegas—. Pues todas las exhortaciones al ser humano, expresadas por vez primera en estos eternos códigos de moralidad: que el Señor ciega a quien quiere destruir; que nadie se debería considerar dichoso antes de morir; que el día de tu victoria ya «engendra tu final» (Edipo Rey), todas ellas son desechadas por Joseph Goebbels en casi cada una de las entradas de su diario, especialmente siempre la víspera de los ataques a Escandinavia, Yugoslavia y Rusia, de una manera tan necia y burlona, con tal desprecio a Dios y al hombre, que el terrible trance mortal del autor con sus seis hijos inocentes casi le produce a uno un efecto religioso. Tan tremenda es su lógica. Salzburgo, julio de 1977 ROLF HOCHHUTH
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