• afros • feminismos • migrantes • sexualidades • Viernes 29 de abril de 2016 · Nº 8 Federico Murro Lesbianas y bisexuales Existen 02 viernes 29·abr·2016 afros / feminismos / migrantes / sexualidades Lenguas tortísimas Ética tortillera, lesbianas y sudacas Desde el Río de la Plata, emerge la Ética tortillera (Madreselva, 2015), de Virginia Cano, una recopilación de ensayos que ha sido considerada uno de los “aportes sudacas” más significativos de los últimos años a la teoría queer. Para transitar por el camino de esta ética, Cano —mujer, lesbiana, feminista— cuestiona el rigor de una academia heteronormativa, que en su afán por la objetividad “expulsa de sus solemnes teorizaciones la contingencia del deseo de cuerpos que encarnan ficciones, significaciones y silencios”. La (im)propia sexualidad, según Cano, no puede ser narrada desde la asepsia teórica. El lesbianismo no puede ser entendido sino desde la propia experiencia “tortillera”. El pensamiento hegemónicamente viril, heterosexual y blanco domina el espacio académico, y desde allí, deben disputarse y negociarse los saberes no legitimados. Para reinventar el conocimiento sometido, reivindica la militancia académica como un lugar desde donde hacer política, ya que allí operan “codificaciones de poder susceptibles de ser interrumpidas”. En este sentido, Cano hace un esbozo de una política académica de la disidencia sexual para hacer frente a la misoginia que prevalece aun en esos espacios. Asume que el sexo es texto, y que su militancia y trabajo académico se ven atravesados por su práctica amatoria, filosófica e intelectual. De la mano de Nietzsche y Butler su discurso emerge “entre la que coge y la que escribe e intenta esbozar una (est)ética tortillera en el modo de una ars lesbiana”. La “ética marica” de Pablo Vidarte la convoca a proponer una ética lesbiana, como construcción de un territorio desde donde narrarse, resistir y trascender los exilios. Retoma la exposición de motivos de Vidarte sobre lo que implica una ética disidente: “La fundación o proclamación de una ética siempre es una operación de poder, de opresión, de control social. Salvo quizás en el caso de una ética de emancipación, una ética revolucionaria, una ética libertaria, una ética de lucha contra una situación de marginación y de privilegios ajenos”. Intenta filosofar con el martillo a la usanza de Nietzsche. Pero pretende hacerlo con la labrys; el hacha amazónica busca irrumpir como una crítica a la razón heterosexual, como modelo de construcción hacia una lesbianización del saber. Esta propuesta no escapa a las tensiones; allí donde hay posibilidad de enunciación la autora plantea la fuerte contradicción que se presenta al interior del lesbianismo ante las categorías con las que se clasifican, se identifican, se diferencian. La lista es larga pero se refiere a algunas: torta pura, torta de paladar negro, torta platense, torta intelectual, publicada, poeta, torta dandy, metalera, tortón patrio, torta cheta, torta renga, torta nueva, como seres sociales aunque como seres sexuales sean visibilizadas en tanto son consideradas objetos de deseo y apropiación. / Foto: Santiago Mazzarovich torta muda, torta autónoma, torta anarquista, torta trans, torta facha, torta transfóbica, torta vieja, torta peluda, abortorta, chonga, chonguito, femme-punk, femme-andro, tomboy, torta churrasquito, la latinoamericana, criptolesbiana, closetera, chongo-activo, femme metrosexual, chongo versátil, stone-butch, chongo alfa. Esta taxonomía que surge de un ojo lesbiano, un “ethos colectivo y comunitario”, puede dividirse en tres ejes: eje estético, eje sexo-afectivo, eje geopolítico. Al tiempo que señala los aspectos positivos de estas categorías, advierte que también pueden ser motivo de jerarquías y subordinaciones varias, de criterios de pureza y corrección; tecnologías tan normativas y coercitivas como aquellas de las que tratan de huir. Ser o no ser Existen diversas contribuciones para analizar el carácter político de la heterosexualidad y la matriz que se esconde detrás de un contrato social que normaliza su imposición. Virginia Cano analiza la potencia contranatural de las lesbianas en los estudios de Monique Witting dando cuenta de los aspectos en los que esta autora francesa y los contractualistas coinciden: “La construcción artificial e hipotética de un estado de naturaleza permite explicar, legitimar y validar modos específicos de organización social y política. Es siempre en función de un interés ético-político que se especifica una supuesta naturaleza esencial”. En este sentido, Witting, al decir de Cano, planteaba que “la diferencia sexual que define dos sexos es una formación imaginaria que dual y jerarquizante”, estima que es posible y deseable “reivindicar la identidad lésbico-feminista, en la reescritura inacabada de un heredado contrato social”. Manifiesta que declinar el contrato social impuesto es el exilio. Pero la autora apuesta por un exilio que no sea sólo vacío y silencio, sino también la ocasión de reinventar lenguas, ficciones: “Transformar el silencio caníbal en voz viva”. coloca a la naturaleza como causa, cuando en realidad es la opresión de los hombres la que crea el sexo y no al revés […], el contrato social que rige nuestra existencia tiene la forma de un pacto injusto heredado en el que se produce una ‘desigualdad política’ y no natural establecida por el consenso de los hombres”. En la ética de Cano ser lesbiana implica declinar el contrato social pero no con el enfoque propuesto por Witting, quien ha manifestado que “rechazar el pacto fundado en la heterosexualidad implica destruir la categoría mujer”. El punto de partida de esta autora se basa en la siguiente consideración: “Las lesbianas no son mujeres”. Cano coincide que asumirse lesbiana implica declinar un pacto injusto y constituirse en el “monstruo de la doble transgresión social-natural”. Sin embargo, plantea que reinscribir la figura de la lesbiana como mujer supone desnaturalizar el régimen prescriptivo del sexo-género. Lejos de afirmar “una ontología Los exilios Cano asume que la primera vez que se dijo a sí misma que era gay lo hizo en inglés, “I’m gay”, asumiendo “el anuncio de cierta condición extranjera, una manera de aceptar su homosexualidad y el extraño exilio que viene con ella”. En ese nombrarse gay no sólo está la huella de la extranjerización sino también la invisibilización del lesbianismo, “la imposibilidad de dar con una práctica significante que poblara el vacío de su indecibilidad”. Cuando era niña había escuchado el término “homosexual” varias veces, pero no recordaba haber escuchado la palabra “lesbiana”. La primera vez que la escuchó era empleada como denuncia y burla al mismo tiempo: “Lesbiana era la designación, el nombre con que sus compañeros se burlaron de su muy masculina y tortísima profesora de educación física”. En este sentido, la fórmula de Witting para superar la invisibilidad de las mujeres, “destruir la categoría mujer como forma de supervivencia”, no considera que la invisibilidad es también la base de un sistema opresor que castiga a las lesbianas. Más allá de la orientación sexual, el patriarcado, sostiene Cano, hace invisibles a las mujeres La lengua tortillera El lenguaje está plagado de relaciones de dominación y resistencia, por lo que considerar al tortismo como una mirada del mundo que proporciona una lengua propia, otra forma de narrarse y fantasear, implica transformar el insulto dirigido a disciplinar y estigmatizar, transitar del veredicto y la injuria al orgullo, a una ética propia. Tal como lo ha señalado Didier Eribon: “La injuria no es solamente una palabra que describe. No se conforma con anunciarme lo que soy. Si alguien me tacha de ‘sucio marica’ (o ‘sucio negro’) no trata de comunicarme una información sobre mí mismo. El que lanza el ultraje me hace saber que tiene poder sobre mí, que estoy a su merced. Y ese poder es, en principio, el de herirme. El de estampar en mi conciencia esa herida e inscribir la vergüenza en lo más profundo de mi espíritu. Esta conciencia herida y avergonzada de sí misma se convierte en un elemento constitutivo de mi personalidad […]. La injuria produce efectos profundos en la conciencia de un individuo porque le dice: ‘te asimilo a’, ‘te reduzco a’ [...] La injuria me dice lo que soy en la misma medida en que me hace ser lo que soy”. Cano argumenta que el lenguaje juega un papel fundamental en este proceso de subversión: “Si en él se encuentran las categorías y conceptos que oprimen nuestra existencia, la punta de lanza puede ser la reinvención o recreación gramático-escritural”. Siguiendo la línea de Macky Corbalán, entiende que el lenguaje es la primera militancia; desde el cómo “se narra” se pugna por nuevos sentidos. Y por esa misma razón no desconoce que aceptar la propia enunciación de la palabra queer sin problematizarla invisibiliza el sesgo colonial (idiomático) implícito. Ética tortillera lo puede leer cualquiera, y aunque el libro está plagado de equis y arrobas, no es un libro para todos. La lectura por momentos evoca a Red Room, la obra de Louise Bourgeois, que logra colocar al espectador —en este caso, lector no heterodisidente— como espía, vouyerista. Siendo feminista y heterosexual asumida, la lectura me colocó frente a una pequeña rendija desde la cual husmear en las infidencias de un sector de la “caótica y prolífera” militancia lesbiana. Y a pesar de los importantes aportes, a lo largo del texto no se plantean los efectos de otras formas de dominación que intersectan los “cuerpos lesbianos”, sometimientos que muchas veces van allá de las políticas identitarias y que producen otros exilios y abyecciones. ■ Valeria España afros / feminismos / migrantes / sexualidades viernes 29·abr·2016 03 Ese amor como perro del infierno Prácticas bisexuales I. No era la primera vez que se le pasaba por la cabeza. Iban corriendo las semanas y la cuestión se le quedaba atragantada en el buche. La secuencia memorizada de palabras no llegaba y todo se convertía en sustitución; los gestos, las ramificaciones. Por momentos hasta las caricias quedaban vacías y eran una mera excusa, nada más que un signo para postergar lo que creía que debía ser enfrentado. Era abril. Sale de clase en la tarde y se encuentra como siempre con Mariana en la Plaza Primero de Mayo. ¿Hace cuánto que se conocen? ¿Hace cuánto que ya son novios? De las bromas en el MSN al encuentro en el mundo real. El primer beso, la declaración formal. Éramos desconocidos un día y al otro ya lo habíamos entregado todo, como si fuera lo más natural. ¿Un mes? La fecha del día en que se conocieron borrada. Y en esta tarde también nebulosa y vaga, Mariana lo espera y lo saluda efusiva con un abrazo. Habría que verlos. El gordo intelectual con el maletín debajo del brazo; ella, una colegiala de animé. Sí: 17 años; colitas en el pelo con mechones de color, pollera a cuadros tableada y medias de red. Caminan rumbo a una de las placitas laterales del Palacio. Él tiene hambre, ella le trajo algo de comer. La luz ambigua de otoño y la brisa. El bicho sigue picando. Como siempre no puede quedarse quieto. Adelanta los minutos con la mente. Siente la necesidad imperiosa de tener que hacer algo. Luego se sientan y empiezan a conversar. Un par de historias del liceo, la lámina de dibujo. Yo también tengo algo que contarte, repite por dentro pero no se anima. Hace unos días en otra tarde otoñal Mariana le confesó que era bisexual. Lloraba. Estuve con minas. Y me gustó. Él escuchaba entre el morbo y la piedad. Creía con la ingenuidad de los inteligentes que ambas cosas se podrían unificar. Creía entonces que ambas cosas eran lo mismo. Y ahora, acá, cercado por el ruido de los ómnibus en la rotonda y escuchándola sin escuchar (¿no es hermoso mi dibujo? Es re tierno, decí la verdad)... Todo vuelve contra sí, todo apunta hacia el mismo lugar. ¿Qué te pasa?, estás nervioso. No me das bola, te dedicás a comer. Y él que siente que no lo puede esconder. Es terrible. Cuando se lo diga, cuando le cuente que me hice coger. No puede soportar sus propios secretos. Es su novia y ella lo ama. Tiene que tomar fuerzas y soltarlo de una vez. Es que quiero decirte algo... Con un movimiento atávico y profundo Mariana pone el cuerpo a la defensiva. ¿Me cagaste con otra mina? ¿Te cogiste a la puta esa de la que me hablaste la otra vez? No, contesta pidiendo espacio, no te cagué. Es que me cuesta, no sé cómo decírtelo bien. Luego, el llanto y la vergüenza. / Foto: javier calvelo Mariana lo abraza pero no sabe bien ni qué decir ni qué hacer. Una pija es más que una competencia; no puedo dársela y él siempre la va a querer. Con las personas pasa casi lo mismo que con las ideologías, creemos que por ser iguales o tener cosas en común necesariamente tiene que haber empatía. II. ¿Y cómo fue la primera vez? Anochece en su cuarto y yo puedo volver a sentir la textura de las paredes, la forma de sus prendas de jean. ¿Mi primera vez? Voy a contárselo no sé muy bien por qué. Sé que se puede enojar. Pregunta y luego no le gusta lo que le pueda llegar a contestar. Pero yo soy así. Hablo y hablo y no dejo lugar para mí. Es lo que ocurre con los condenados. Es lo que ocurre con los condenados que se aferran a su propia narración. ¿La salvación? ¿No hay acaso una doctrina en Occidente que nos define como culpables? Estoy volviendo de una juntada con mis amigos. Me bajo del ómnibus y camino. Llego hasta la rotonda, como quedamos. Entonces le mando un mensaje y espero. Estoy nervioso, nervioso como siempre. Yo que nací por cesárea porque no me aguantaba en el vientre. El tipo no me responde. ¿Me habrá dejado plantado? En el medio de la oscuridad de una carretera de un barrio desolado de Canelones lo veo salir al loco. Diecinueve años, el celular en la mano. ¿Que cómo lo había contactado? Fue por el chat, como a tantos otros después. Yo entraba aunque en casa no tenía internet. Entraba desde lo de Martín. Buscaba, no sabía qué. Nunca he tenido los códigos para ese tipo de lugares. Soy un extranjero ahí. Un msn, una conversación perdida. Me era imposible levantarme una mina y entonces no sé bien cómo es que pasó. Yo le hablé o él me habló. Quedamos en encontrarnos. Y aunque me había cogido a un hombre en un par de tríos bizarros, esa historia no contaba. ¿Sos bisexual? Recuerdo claramente sus palabras. Por la ruta rumbo al monte soy llevado y tengo miedo. El totalitarismo de la culpa, el totalitarismo del deseo. Sólo voy a cogerme al tipo, no se trata de nada nuevo. Entramos y me pajea. Me entra una fiebre, le bajo el deportivo y yo también lo pajeo. Me arrodillo y se la mamo. No puedo creer lo que estoy haciendo. Sos bisexual, corrobora; las etiquetas que yo no comprendía y a las que después me aferré como a un gran descubrimiento. Me pregunta si entrego el culo y me doy cuenta de que es lo que he estado negando todo este tiempo. Lo intenta y no lo consigue. Al final, me pajea y yo lo pajeo. III. No tengo claro cuándo fue que empezó mi obsesión con los tríos. No fue la pornografía ni la literatura, eso vino después. Tal vez haya sido naturalmente al saber que ella era bisexual. Mi novia y otra mina más, el lado políticamente correcto de dos mujeres en una cama. Otra opción es que germinara en las charlas. Las caminatas por el Prado. Mariana negando, quizá seas homosexual, y al mismo tiempo hecha todo curiosidad, puro deseo de control. Mariana encontrando el sitio, instalándoseme en una dolorosa zona de confort entre la culpa y el morbo. Un día, una tarde de calentura, yo le susurro al oído y ella encuentra que no le molesta. Dos hombres. Creo que me excitaría que te cogieran. Y me penetra con el arnés, intenta hacerme el amor. De tanto comer cabeza hoy ya no puedo saber con certeza: ¿fue su deseo? ¿Fuimos los dos? El amor judeocristiano es sólo un perro del infierno para los tipos como yo. IV. Entraron al cíber como a las nueve. Es sábado, es invierno; por ahora todavía no llueve. Piden una PC y se acomodan en el apartado. Ella toma el control del mouse y del teclado y, cuando todo finalmente carga, escribe un nick en el chat. Pareja bisexual, no hay que ser muy creativos. Están buscando a una chica o a un chico; están buscando a una persona abierta. Ella piensa si salimos con una mina que no sea una flaca de mierda. Que sea gorda como yo. Que no sea una pendeja y en lo posible que no te guste demasiado a vos. La inseguridad y el miedo. El morbo al pedo. Ella quiere pero no le tiene confianza. Él le inventa situaciones a riesgo de enojarla. Como con la amiga. Sí, la idea la tiró ella, eso es verdad. Pero él no le dio tiempo a dejarla leudar y la puso enseguida en el horno: cuando la pajeaba, cuando caminaban los domingos de mañana y él se lo sugería aun sabiendo la respuesta. Siempre buscando estirar la cuerda. Siempre buscando que lo quieran a pesar de todo. En el chat empiezan a llover los mensajes de los locos. ¿Estás buscando a uno que se coja a tu mujer? O: dale puto, cualquier excusa para hacerte coger. Siempre creativos, siempre bien educados. Mariana cierra las ventanas pero no le dan las manos. Él mira todo nervioso y se le enciende su sentido neurótico de sentirse humillado. Un insulto, algún movimiento. Mariana sigue insistiendo y habla con otro pibe. El tipo tiene lugar. Dice que sí, que es bisexual; que ha estado con varios hombres y le va todo en la cama. Le pide una foto a Mariana y Mariana se la envía. Él desconfía. Me parece que estás mintiendo. De la imagen de los dos cogiendo el tipo se fija en ella y le dice que está buena. Le alaba la cola y las tetas, le dice lo que le haría y ya no desconfía; ya está seguro de todo. Este hijo de puta se piensa que yo soy bobo. No quiere estar con los dos. Preguntale bien qué le va, preguntale a ver si se deja penetrar. Pero no le da la oportunidad y repone hecho un muñeco de trapo de la ansiedad: dejame un poquito a mí. Yo sé cuándo están mintiendo. El tiempo. No queda plata para pagar el cíber. Se hace cargo de la PC hasta encontrar candidato. Ahora sí está lloviendo. Lloviznando de frío como dicen las viejas para ser más correctas. Es tarde y se siente la diferencia de temperatura con el ómnibus. Hacia el final de 8 de Octubre, por la zona de La Unión. Caminan buscando la dirección y después de unos minutos dan con ella. Un depósito viejo que no tiene puerta. Se abre el portón de acero, los invita a pasar. Al tipo se le recorta la pelada en medio de la oscuridad. No les había pasado foto ni nada y, como estaban apurados, aceptaron así, sin ver. Cuarenta años debe de tener. Le falta un diente, no sabe hablar. Prende un Milenio y los invita a agarrar. Ellos aceptan y el tipo estira la mano; se escucha el chasquido en el depósito vacío y con hábito de sereno o policía les enciende los cigarros. El frío no retrocede, está como concentrado. Nuestro héroe castañea. El deseo es artificial y ajeno. Tiene que venir Mariana a auxiliarlo. Ella toma la iniciativa y lo lleva hacia una pieza contigua donde está tirado el colchón. El tipo se arrodilla con ellos, lo tocan entre los dos. Ella los mira coger y se pajea. Él no está ahí. No disfruta. Es sólo un fantasma, un pedazo de carne o de mierda. Entonces Mariana lo incita más, que te dé que a vos te encanta, que te dé por atrás. Y el pelado se lo coge menos de 20 segundos hasta que logra acabar. Se levanta. Los deja solos. Mariana también quiere jugar. Mientras ella se pone en cuatro empieza a sonar un celular. Es la mujer del pelado. Esto no estaba pensado. Ella va a pasar por acá. Y ahí mismo se visten y se van. En el frío de la calle que no varía con el de la pieza, él se pregunta por la otra: qué hipócrita que él no se lo comparta. Qué hipócrita que ella no lo sepa. ■ Hoski 04 viernes 29·abr·2016 afros / feminismos / migrantes / sexualidades Bitácora de un recién llegado a Australia Un uruguayo en Melbourne Decidí aprovechar esta cosa de la Working Holiday (que resulta aun más fácil con mi pasaporte italiano) para venir a Australia a tantear el terreno. Esa tierra que todos prometen como el destino final, el paraíso de seguridad social y bienestar económico, donde el trabajo abunda y el futuro está asegurado. En Sydney apenas invertí mis primeros diez días; una ciudad con intenciones de parecerse a esas ciudades europeas, canadienses o estadounidenses, donde los costos de vida son ridículamente altos y los ejecutivos de traje abundan. Soy de la idea de que para acercarse a lo que un lugar es hay que vivenciar alguna de sus realidades más íntimas; de otra forma, no somos más que turistas. Decidí venirme a Melbourne y utilizar mi tiempo de Working Holiday aquí. “The most liveable city”, repiten mecánicamente todos los australianos, como si alguien los hubiera convencido de forma muy fácil de una realidad incuestionable. masiado por nada, pero la falta de puntualidad no se perdona, ya sea en un juego en el parque, en una cena para emborracharse con amigos o en la ida al café; el castigo mismo es que la vida sigue y no se espera a nadie. La misma intensidad (o carencia de) se repite cuando están tristes o los alcanza cualquier otro sentimiento humano. / Foto: milton glasner El trabajo Con una Working Holiday tenemos (casi) todos los derechos de trabajo y residencia australiana por un año. Me vine con algo medio pronto, entonces mi situación no fue la de conseguir trabajo apenas llegué, algo que me permitió buscar cosas con tranquilidad. Soy diseñador gráfico, tengo 28 años y trabajo para mi propio estudio (con unos colegas en Montevideo), a la vez que busco otras oportunidades en Melbourne. También soy fotógrafo e impresor (serigrafía artesanal), así que he aprovechado la experiencia para potenciar la práctica fotográfica y asistir a algún que otro workshop. Aunque en Australia ser “freelancer” es ir a la oficina de alguna agencia a picar carne, la oferta de trabajo es muy variada (y especializada): abundan las oportunidades, pero cuesta aprender a postularse. También sobran los trabajos no calificados, que ocupan la mayoría de la población: reparadores, servicios de limpieza, restaurantes, locales de venta de ropa o de venta de lo que sea. Pero así como abundan los trabajos, también hay algo que imposibilita encontrarlos: los australianos carecen de lo que comúnmente llamamos cintura. Cualquier falta, cualquier detalle que se escape de la norma, será condenado. Si en un currículum la información es verdadera pero está expresada de una forma fuera de la convención esperable, es muy probable que ese trabajo no se consiga. En las entrevistas se suele sentir cierta presión, están esperando a que uno se equivoque, así el proceso de selección se hace más fácil. Y en “la ciudad más vivible del mundo” pasa lo que en muchas: el indio lava platos al fondo de la cocina en el mismo restaurante donde el australiano de ojos claros atiende el bar. Claro, que por lavar los platos al desgraciado le pagan 15 dólares australianos la hora (alrededor de 11 dólares americanos) y con eso da para pagarse la habitación compartida, la comida en el supermercado y hasta guardarse algo. El paraíso. El consumo En primavera se puede ver cómo los australianos desechan los calefactores y los colocan en la puerta de sus casas para que el camión de la “basura” pase a recolectarlos y los lleve quién sabe a qué lugar de “reciclaje”. El siguiente invierno volverán a gastar el mismo dinero (o más) para comprar los mismos calefactores (o algún modelo más avanzado). El ciclo se repite de forma infinita, y no sólo con los calefactores: aquí se tiran los ventiladores, las mesas de comedor, los teléfonos y básicamente cualquier objeto que ya no guste más. Es común ver aspiradoras en buenas condiciones, pero con alguna parte averiada, que bien (con un poco de cintura) podría ser intercambiada por la del siguiente vecino en la próxima esquina (un poquito menos rota). Todo es caro, todo está inflado. Desde las naranjas hasta los sueldos, y ahí es cuando la ecuación cierra. Sueldos ridículos (para arriba) conviven con precios igual de ridículos, y eso da como resultado un sistema aceitado, en el que la plata (que además abunda) se multiplica y se mueve de un lado a otro de una forma y con una velocidad extraña hasta para los economistas. Acá la plata no es un problema, pero es el motor de todo y el eje de la mitad de las conversaciones. Vigilados Como si de una novela de Orwell o de Huxley se tratase, el gran hermano está por acá, y en todas partes. Una presencia etérea, amenazante y omnipotente observa y condena desde algún lugar que no se corresponde con ninguna geografía. Cámaras por todas partes y multas que mantienen a todo el mundo en su lugar. Todos la pensamos dos veces antes de cruzar una luz en rojo, andar en bici sin casco (o incluso meternos en bicicleta adentro de un parque) o de dejar por ahí la caca de nuestro civilizado perro que no ladra ni se emociona. No se usa el término “prohibited”, más bien unos tibios “not allowed” y “penalties apply”. Amablemente controlados. ■ “We are a lucky country”, te dice la gente más venida en años, y esta frase no es ni más ni menos que la síntesis de muchas cosas. La primera colonia europea se asentó en 1788 (éste fue el año en que comenzó el proceso de borrar a los aborígenes australianos de la faz de la tierra, con el consenso de todos) en el seno de la revolución industrial. Tener Asia tan cerquita, en los tiempos que corren, se vuelve una ventaja. Estar aislados del mundo (o más bien que el mundo sea Australia y nada más) les da cierta oportunidad, que bien aprovechada les permite manejar y desviar el fenómeno de la inmigración a gusto y beneficio. Los australianos (de Melbourne) Hay de todo, aunque gran parte de la población parece ignorante de cualquier realidad internacional, o no saben más que de los hechos relacionados con la figura de Donald Trump o la última película de Michael Bay. Cuando viajan lo hacen a Asia o a la Europa turística, y parecen no ver los múltiples detalles de realidades distintas, porque toda realidad es distinta a la australiana. Parecen no saber de cine, de música ni de literatura. Hace poco conocí a una estudiante de arte (escultura) que no conocía el término vanguardia, ni en inglés ni en español. Los jóvenes (acá tener 35 años todavía es ser joven) viven hacinados acordes a un estilo de vida posmoderno por el que se comparte una vivienda (con un solo baño) entre cinco y se paga lo mismo por una habitación que por un apartamento completo en la costa de Portugal. La arquitectura victoriana sigue siendo victoriana, el frío y el calor se cuelan por cada rendija, el baño está lejos al final de la casa y se convive con muchos ratones (tantos como servicios de fumigación hay). El hogar no es un refugio del exterior, es sólo un lugar donde ir a dormir y a comer (sólo a veces: se come compulsivamente y con mucha frecuencia afuera). Todos tienen Mac y Iphone y las usan en los parques y en los frentes de las casas, apenas resguardadas por cerraduras débiles de llaves minúsculas. Se drogan con todo, porque se aburren sin saberlo. No se ríen mucho. Se dice que los australianos son relajados, que no se preocupan de- El alma Ese antiguo concepto que se refiere a la energía vital y que se ubica en un plano no físico, ese soplo invisible que mueve al cuerpo, y que ninguna cultura (por más antigua que sea) pudo definir precisamente con palabras, aquí parece verse comprometido por cierto estado de comodidad material. A nosotros, los latinos, la sangre nos condena: se mueve siempre hacia el corazón y a veces parece no irrigar el cerebro. Acá conocí uruguayos, argentinos, cubanos, chilenos y un montón de “hermanos latinoamericanos”. Podría afirmar que cuanto más tiempo llevan viviendo acá, más suave es el tono de sus voces, más escasas son sus risas y más serias sus conversaciones. No puedo llegar a una conclusión definitiva pero todo parece indicar que se establece una transacción básica: las reglas supeditando los sentimientos. Así y todo, nadie nos obliga a punta de pistola para que seamos más anodinos y apacibles. No hay compañías de teatro, de cine, de música o de dibujo independientes, nadie haciendo algo alternativo; la industria manda y el alma duerme. Pero no nos confundamos, acá se vive bien, muy bien. Nadie nos amedrentará en las calles por estar vestidos a gusto (de uno), las mujeres caminan con sus novias de la mano y los hombres con los suyos. Las gordas se ponen vestidos floreados o se dejan abrazar por una estética oscura de prendas negras y tatuajes trendy. En los parques los padres negros hamacan a sus hijos a dos metros de la familia australiana rubia que hace lo mismo. La lucha por los derechos LGTB llegó a su fin hace rato y las marchas y desfiles no tienen sentido mayor, son un reflujo de una batalla que parece haber sucedido hace mucho tiempo (y, además, algo me dice que no fue muy violenta). Las calles están limpias, la tolerancia se respira y se cuela por debajo de la piel, parece naturalizada, incuestionable. Todo eso si entendemos como tolerancia la práctica de guardarnos bien adentro (y bajo llave) las opiniones, las ganas de joder al otro o el ímpetu de arruinar la autoestima de los demás. La tolerancia aquí no se celebra pero se practica, y para qué voy a ser aguafiestas de más: algo de todo eso se siente muy bien. ■ Milton Glasner afros / feminismos / migrantes / sexualidades viernes 29·abr·2016 05 El capital del cuerpo Exuberancia y misoginia en Brasil I. Visión de la inminencia En aquel momento era de noche. El sol se había puesto y yo tenía dos semanas de marzo antes de que empezaran las clases. Veinte horas adentro de un ómnibus interrumpidas por escalas sofocantes. Recién llegada, caminé hasta la playa con cierta urgencia; sentí primero la arena fina en los pies, enseguida la calidez del agua transparente y de un verde azul oscuro, que me fue rodeando en la oscuridad, y las risas de otros también en el mar, un poco más lejos, cuando saqué la cabeza al aire de nuevo. Aire dulce. Los morros se desdibujaban a través de una bruma anaranjada. Con el paso de los días, vino la puntada cítrica memorable del maracujá, las fibras de mango entre los dientes, las miradas sostenidas antes de cualquier encuentro, el olor a mucho perfume de un cuerpo que tocaba apretando y murmuraba al oído gostosa, como si fuera un adjetivo que no me pareciera terraja. En algún momento, ese alguien comentó que mi bikini era el más grande de toda la playa y se sorprendió de que no me depilara bem depilada allá, abajo de la tela pudorosa. La segunda revelación en tierra brasileña, momento de epifanías si los hay, fue en Rio. Pasábamos en auto frente al cementerio São João Baptista. Mi amiga, que manejaba, me preguntó si era feliz. Quedé muda, incapaz de discernir ese estado, ahí, en aquel momento, turista en medio de tanta magnificencia, segundos antes de salir a la rambla de Botafogo y ver el Pão de Açúcar a la derecha. Le contesté que sí, a veces. ¿Y vos?, inquirí. El semáforo estaba en rojo. Contra el mar, una pareja caminaba de la mano, él de sunga azul, ella con un bikini ínfimo, ambos de carnes copiosas. “Muito”, dijo con confianza y sensualidad, en esa palabra única que condensó la felicidad como una posibilidad real, un deber casi. Aun así, la vivencia constante es otro cantar. Brasil sigue siendo esas imágenes palpables, pero se ha transformado en otras cosas a la vez. La ecuación corporalidad-sensualidad-libertad no se reveló tan unidireccional como mi estereotipo rioplatense sugería, y como el proceso de adaptación supo evidenciar. Además, escribir con un índice de totalidad sobre los países y personas que coexisten bajo la bandera verdeamarela demuestra ser bastante inútil. El estereotipo resultó ser carioca o, a lo sumo, de algún punto idealizado del litoral, imagen por cierto lejana a la falta de gracia de la dactilógrafa virgen Macabéa, el personaje de A hora da estrela, de Clarice Lispector. No menos clave, los últimos años radicalizaron la experiencia de ser mujer y feminista entre las brasileñas, paralela a un extremo de misoginia sin pudor que se enarbola desde una cierta clase política. Y no son precisamente los cuerpos del estereotipo los que le han salido al cruce a esa marea reaccionaria. del tanque de nafta. O el revuelo por una pregunta a propósito de Simone de Beauvoir en el examen nacional de ingreso a la universidad. Rechina. Los derechos de las mujeres son el blanco de la agenda conservadora de una cámara que entre sus perlas cuenta, por ejemplo, con un proyecto que pone obstáculos a la mujer víctima de una violación o que sufre complicaciones en caso de aborto clandestino. Cercenar, segregar, punir: es como si, además del odio, se hubiera perdido el pudor de expresarlo a nivel público. La familia tampoco se salva del embate, y hay otro proyecto que niega la existencia de composiciones familiares diversas, negándoles por ende sus derechos. ¿El paladín? Eduardo Cunha, figura indeseable si las hay, cuya astucia política lo ha colocado como segundo sucesor de Rousseff. / Foto: Santiago Mazzarovich II. Melodía sincopada y estridente En un principio, fue la modulación fonética del portugués. Un nuevo lugar donde resonaban las palabras. De a poco, la lengua se transformó en algo más amplio. Aprendí que se discute menos, no se le da tanta vuelta a todo. Tuve que ser menos formal, más corporal, y así visualizar síntesis imposibles. “Ni ideales absolutos ni prejuicios inflexibles”, dijo Gilberto Freyre del colonizador portugués en Brasil, comparándolo al hispánico. Sambar todavía se me hace un misterio. Entre los ajustes, y al tiempo de mudarme, aprendí que el adjetivo “vanidosa” no tenía una connotación negativa, pero que las exigencias de serlo eran infinitas. Una cita semanal en el templo, el Salón de Belleza. Uñas impecablemente pintadas según los colores de moda, dictados por la telenovela de las nueve. Pies y manos, sin excepción. El pelo teñido con reflejos, el “enrubiamiento” que denuncia la feminista y activista negra Sueli Carneiro. La depilación de piernas, entrepierna, culo, axila, bozo, cejas. El maquillaje de capa tras capa, aplicado con maestría aun cuando son las siete de la mañana y el ómnibus va lleno. Parece un despropósito salir de la cama antes para pintarse. Una hora diaria en el otro templo, el gimnasio. Pesas cada vez más grandes para las piernas, torneadas y definidas. Indumentaria específica, que realce el esfuerzo del cuerpo bombado. Los espejos en los que hombres y mujeres se miran sin di- simulo devuelven la imagen ganada a fuerza de voluntad. Cirugías para cuando la gimnasia no es suficiente, y la clase lo permite, tornando a Brasil en uno de los principales mercados de plásticas del mundo. La playa, el ansiado templo final, vendrá a demostrar que el esfuerzo no fue en vano. No todas las brasileñas son así, es cierto. Pero quien no cumple con los requisitos parece ser invisible, no existir. El “cuerpo como capital”, en palabras de la antropóloga Mirian Goldenberg, denota la pertenencia a la clase alta, o sirve de pasaporte para ascender en la pirámide social. Como en las casas, eternamente iluminadas con tubos de luz fluorescente, en el cuerpo exigido no parece haber lugar para la penumbra. No sé si es libertad, o una sociedad llena de reglas, que indican cómo, cuándo y con quién se debe ser gostosa. Pero es una corporalidad inmediata, no tan intelectualizada. También es cierto que mientras sigo siendo extranjera, incapaz de cumplir con las exigencias de la lista, en Uruguay alguna vez me atribuyen un “abrasilerada” entre gracioso e irónico. III. Fuerza que sangra Domingo de tarde. El barrio se ha poblado de mujeres con pollera de tela oscura hasta el tobillo, pelo largo recogido en una cola de caballo tirante. Los ojos miran hacia abajo, hacia el suelo por el que caminan con zapatos sin taco, cerrados, a pesar del calor de abril. Los hombres, camisa impecablemente planchada y pantalón, las cuidan del lado que pasan los autos. Caminan en grupos, cada cual a una de las tantas iglesias evangélicas del norte de la isla. En este mismo momento, sigue la votación del juicio político contra Dilma Rousseff. ¿La agresividad sería la misma si no fuera mujer? Allá en Brasilia, esos “diputados neofundamentalistas del congreso brasileño actual, hombres cuyas características éticas y políticas, morales y psíquicas son inadjetivables”, como bien los definió la filósofa Marcia Tiburi, no sólo deciden el futuro de la presidenta, sino el de todas las mujeres brasileñas, a quienes les ha declarado una batalla campal. Horas antes, el auto que hace propaganda a puro parlante pregonaba la verdad de Jesús, la salvación a todos los males, la obediencia, el encuentro de la misa puntual. Pasó despacio por la calle de casa, interrumpido en un momento por otro auto, con audios capaces de animar un estadio, de donde salía funk gritando: “Vem na maldade, com vontade / Chega encosta em mim / Hoje eu quero e você sabe / que eu gosto assim” (Vení con maldad, con ganas / Vení, pegate a mí / Hoy quiero y lo sabés / que me gusta así). Los tristemente conocidos dichos del diputado Jair Bolsonaro contra la también diputada Maria do Rosário, a quien insultó en 2014 en pleno congreso diciendo que no merecía ni siquiera ser violada, no son algo aislado. Tampoco el pegotín de Dilma con las piernas abiertas que muchos pusieron en la puerta IV. Domingo 17 No hay cómo quedarse callada. Desde que “los frentes conservadores y fundamentalistas empezaron a preocuparse de modo tan sistemático y detallado por las mujeres”, como apuntó el teólogo André S Musskopf, el feminismo se ha hecho oír más y más. El cuerpo pobre, negro, periférico, de mujer, encarna hace mucho tiempo el lugar de resistencia, aunque haya un esfuerzo del establishment para que no se vea (ese mismo poder patético que le dedica el voto pro juicio político a la dictadura). Internet y las redes sociales contribuyen a visibilizar una forma de ser que no sale en la telenovela. Campañas virales, moda o compromiso duradero: lo que importa es que suena y se hace cuerpo. Un artículo reciente de la Agência Pública tenía por título “La hoguera está armada para nosotras”, haciendo alusión a la violencia que sufren las mujeres, casi siempre negras y pobres, en Brasil. Mientras que el número de mujeres blancas asesinadas cayó entre 2003 y 2013, indica el artículo, el de mujeres negras aumentó casi 20% en el mismo período. “Es necesario racializar las políticas de género. La mujer negra ha sido violentada desde el período colonial, las violaciones fueron cometidas bajo la égida del mestizaje. Se crearon estereotipos de la mujer negra como ‘buena en la cama’, ‘caliente’. Esas violencias, que también son confinadores sociales, deshumanizan a esa mujer”, denunciaba la feminista Djamila Ribeiro al mismo colectivo periodístico. Son más de las 11 de la noche. La propuesta de juicio político a Rousseff llegó al voto 342, necesario para que esa maniobra vergonzosa siga adelante. Se siente el embate. Pienso que ya es hora de tramitar la ciudadanía. La luna sale entre las nubes, creciente. El aire, a pesar de todo, sigue siendo dulce; una siempre es distinta. ■ Rosario Lázaro Igoa 06 viernes 29·abr·2016 afros / feminismos / migrantes / sexualidades Maquinistas de raza Argentina, inmigrantes y “negros de alma” En Buenos Aires trabajé durante años en un banco. Una compañera, la delegada del gremio, llegó un día contando lo que había sido la mayor vergüenza de su vida. Acompañaba a su hermana (abogada de una central obrera) a la emergencia. En la sala de espera, su sobrino de cuatro años gritó “¡mamá, mamá, hay un monito! ¿Lo puedo tocar?”. El niño señalaba a un bebé negro. En Argentina no hay negros, dicen. Los negros murieron matando a los realistas y a los indios, escuché más de una vez, entonces sólo quedamos nosotros, los que bajamos de los barcos. Me pareció un divertido sustito de la cigüeña: mamá, ¿de dónde vienen los bebés? De los barcos, corazón, como los abuelos. Pero explicar que los barcos llevan abuelos y bebés era meterse en un terreno medio raro (aunque la imagen del comienzo y el final de la vida unidos en altamar es bella) y difícil de sostener al subirnos anualmente al barco que nos traía a nuestras vacaciones en la Costa de Oro. ◆◆◆ Rectifico, en la capital dicen que en Argentina todos bajamos de los barcos. Y los que no, son negros. Pero no negros de piel, de ésos que fueron bajados de los barcos, de ésos no hay más. Ahora hay “negros de alma”. Negro de alma es un término noventoso y europeocentrista/individualista, propio de una sociedad fragmentada: la imaginada por el neoliberalismo. El negro de alma vino a reemplazar al “cabecita negra” nacido después de la crisis del 30, cuando Buenos Aires comenzó a recibir grandes oleadas de migración interna. Tanto el “cabecita negra” como el “descamisado” fueron tomados por el peronismo de forma reivindicativa de la clase obrera. Ya en los 90, la aclaración (no de piel, de alma) era necesaria para no quedar como racista. De clasismo había dejado de hablarse. Hace unos días, en un programa de televisión argentino, se debatía sobre un violento operativo policial en la Villa 31 (Retiro), amparado por el último grito de la moda: la lucha contra el narcotráfico. Una mujer de la tribuna tomó la palabra como referente de la villa. El conductor (bajito, blanco, rubio y de ojos claros) le preguntó aseverando si era inmigrante y cuál era su origen. “Soy salteña, gracias a Dios”. El cínico quiso saber por qué “gracias a Dios” y ella fue implacable: “Porque muchos se olvidan que los argentinos somos coyas. Porque hoy, con tanta inmigración, qué se yo quiénes somos los argentinos. Pero nosotros, los salteños, los jujeños, los tucumanos, somos argentinos y tenemos este rostro. Somos coyas y mapuches, también”. Y mapuches. Hace unos años, el movimiento Teatro x la Identidad, uno de los brazos artísticos de la organización Abuelas de Plaza Mayo, llegó a la provincia de Neuquén. A partir de sus presentaciones, una / Foto: Santiago Mazzarovich cantidad de jóvenes comenzó a indagar respecto de sus orígenes, descubriendo así su descendencia mapuche, que había permanecido oculta por generaciones. En una época, se trató de una cuestión de vida o muerte, pero luego la peyorativa social se mantuvo a lo largo de los años y las familias continuaron ocultando sus orígenes, hasta que estos jóvenes completaron su identidad y comenzaron a reivindicarla. Argentina se constituyó como Estado Nación apelando a la inmigración europea no española. Juan Bautista Alberdi lo hace explícito en su libro Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, de 1852, fuente de la Asamblea General Constituyente que en 1853 redactó la primera Constitución Argentina (que excluía a Buenos Aires). “La libertad es una máquina que, como el vapor, requiere para su manejo maquinistas ingleses de origen. Sin la cooperación de esa raza es imposible aclimatar la libertad y el progreso material en ninguna parte. Crucemos con ella nuestro pueblo oriental y poético de origen, le daremos la aptitud del progreso y de la libertad práctica”. Es claro que para Alberdi nuestro pueblo no incluía a las poblaciones indígenas: entendía a los territorios que ellos habitaban como desiertos a ser poblados por la inmigración. Alberdi y Sarmiento fueron considerados los padres del ideario liberal argentino en los que se basó la llamada “Generación del 80”, bajo la conjugación de los lemas “Gobernar es poblar”, del primero, y “Educar al soberano”, del segundo. Esta generación, al mando específico del general Julio Argentino Roca, fue la responsable del etno- cidio indígena (y reducción final a la esclavitud, a pesar de estar prohibida desde 1813), que sobrevivió a la conquista española. En la escuela aprendimos la Marcha de San Lorenzo, una marcha militar mundialmente conocida (partitura interpretada en muchísimos países, entre los que se cuentan Inglaterra y Alemania) que revindica la lucha por la independencia. Los últimos versos son dedicados a otro Juan Bautista: “Cabral soldado heroico, cubriéndose de gloria, cual precio a la victoria, su vida rinde, haciéndose inmortal. Así, salvó su arrojo, la libertad naciente, de medio continente, honor, honor, al gran Cabral”. Todavía recuerdo su retrato en el manual de historia: blanco, de nariz aguileña, bigote y barba de la época; parecía un coronel (los historiadores discuten si alcanzó el grado de sargento). El mérito de Cabral fue salvar la vida de San Martín convirtiéndose así en mártir. Tanto honor, honor, no fue suficiente: durante más de un siglo se ocultó su identidad. Cabral nació en la provincia de Corrientes, hijo de un indígena guaraní y una esclava angoleña. Cabral era negro, indígena y —por qué no, también, gracias a él— argentino. Sarmiento, por su parte, trajo maestras europeas para civilizar mediante la impartición de educación pública y esa tradición de mirar al norte sigue hasta hoy. La lógica del opresor impregnó de tal modo, que aun hoy, muchos reivindican identidades extrañas así como clases ajenas. ◆◆◆ A comienzos de 2010, me incorporé a un movimiento social de trabajadores y desocupados que, además de emprender una pluralidad de luchas para mejorar la postergación histórica de las barriadas más vulnerables de la Ciudad de Buenos Aires, contaba con una propuesta educativa para jóvenes y adultos excluidos del sistema escolar medio, enmarcada en la educación popular. Yo daba clases de Derechos Humanos y de Relaciones del Trabajo en el Bachillerato Popular de Villa Soldati. Allí, la realidad del aula era muy diferente a todas las experiencias educativas por las cuales había transitado. El grupo estaba constituido por mujeres y hombres de entre 16 y 65 años, más bebés y niños pequeños que correteaban mientras la clase se desenvolvía. La materia Derechos Humanos era la más polémica, ya que leer en la Constitución Nacional argentina y en los tratados internacionales todos los derechos que el Estado se obliga a garantizar y contrastarlos con la realidad generaba indignación y violencia. Un tema realmente álgido fue el derecho a la salud pública. Varios estudiantes se quejaron de los extranjeros que viajaban a atenderse a los hospitales públicos de la ciudad y que por miedo a ser denunciados por discriminación los médicos los atendían primero. Al viejo y conocido “vienen a quitarnos el trabajo”, se sumó el “vienen a quitarnos la salud”. Dos hermanas bolivianas integraban el grupo y varios de los que sostenían este punto eran descendientes de inmigrantes. Pero, además, quien estaba al frente de la clase no se atendía en hospitales públicos, por lo cual en muchos aspectos mis posiciones eran criticadas por no pertenecer, por no padecer. El reconocimiento del propio origen resuelve gran parte de las pretendidas diferencias. Una de las tareas fue indagar en cada familia su llegada al barrio, desde la primera información con la que contaran hasta la actualidad. Los relatos que trajeron fueron maravillosos; el que no provenía del interior del país, provenía de algún país del continente. Si no fue por un trabajo o la esperanza de conseguirlo, fue por un problema de salud que no podía ser resuelto en el lugar de origen, sea porque no había salud pública (en el caso de migrantes externos) o porque las instituciones locales no tenían infraestructura o especialistas que pudieran atenderlos. Esto, sumado a las penurias y malos tratos que, sin excepción, atravesó cada familia. Demoledora la conclusión: quien tiene que dejar su lugar de origen, trasladarse cientos o miles de kilómetros para sobrevivir, no es un oportunista, es una víctima. Igual que quien en su propio lugar no cuenta con condiciones dignas de vida, pero peor. El racismo y la xenofobia no son más que un ejercicio brutal de la opresión de una clase dominante que se ampara en conceptos que fueron ideados precisamente para mantener privilegiados y desgraciados. Aunque se impone reconocer una verdad: venimos de los barcos y de los buses, de los trenes, de las pateras. Los blancos, los negros, los colorados. Existen diferencias de origen pero (casi) siempre también son de clase. ■ Lila Michalski ■ afros / feminismos / migrantes / sexualidades viernes 29·abr·2016 07 « FICCIONES PROPIAS » Amor parásito Habían subido a la web un video de un evento en la Facultad, tocaba la filarmónica. Fue raro verte caminar entre la muchedumbre con aquel xilofón sonando de fondo. Era una melodía que alimentaba tu deambular temeroso de niña perdida en el bosque. Todavía era martes, y vos te sentías sola. En Moscú ya era miércoles, y yo pensaba maravillado frente al monitor que ningún punto cardinal apuntaba en tu dirección, que en realidad vos estabas literalmente cabeza abajo, en un punto opuesto del globo, en tu bosque, invertida. La mañana que nos conocimos te conté que por años coseché el odio de mujeres que siempre se llamaban Mariana, tu nombre estaba condenado. Te expliqué cómo a ellas les había dado lo peor de mí, mi versión más desmejorada, e igual me habían amado. Yo no les devolví nada, dijeron todas, cada una a su manera. Me dieron refugio y comida mientras convalecía el abandono de mujeres por las que ardí en la hoguera con felicidad incombustible. Les drené la fe y la sonrisa, y no les regalé ni un acto de valentía. Una victoria sin concesiones, un saqueo. “Parásito del afecto”, me había dicho una. Soltaste la carcajada. Cuando terminaste de reír, me miraste más de lo saludable. Te dije que si seguías mirándome así, ibas a terminar en la Fosa de las Marianas, tratando por última vez de ahuyentarte con un chiste malo. Vos disparaste tres o cuatro palabras. No recuerdo bien qué dijiste, pero sí que cortaron la coraza de mis evasivas como si fueran manteca. Me desarmaste, para que viera que acá nadie iba a salir intacto, y yo, casualmente, extrañaba sentirme vulnerable. Demoré unos segundos en llegar hasta vos, como dándote la última oportunidad de escape, pero después de que estuve parado bien cerca tuyo y no te moviste, te enrosqué el brazo dos vueltas en la cintura y nos tiré de cabeza a la bendita fosa aquella, sin tomar aire antes. ◆◆◆ En la fosa no había luz, pero sí calor. Al principio, pasamos días sin respirar aire; ahí abajo se sobrevive con otras cosas, tuvimos branquias para extraer oxígeno de fluidos humanos. Nos encargamos primero de arrancarnos la piel muerta a jirones hasta ser dos seres en llaga. En ese proceso te encontré esas cicatrices en los muslos, de las puñaladas con las que habías matado a más de uno. Te reconocí como un igual. Los dos mostramos la timidez inicial de quien deplora su propio poder para dañar irremediablemente a través del afecto. En cada orgasmo el placer dolía. También ambos sabíamos que en realidad aquella fosa no consistía para nosotros, viejos peces abisales, en ningún riesgo, la cosa se jugaría después, en la superficie. Me preguntaste cómo era eso de la felicidad incombustible y yo te hablé de viajes, de inmortalidad, de la tregua del agobio de poder predecirlo todo. Te hablé de la sublevación de lo insignificante. Te vi el miedo en los ojos, y empezó el ascenso. ◆◆◆ Te decía que en Moscú yo también me sentía solo aquel miércoles que para vos era martes. Pero mi soledad era distinta. De la soledad sólo sentía la adrenalina de la libertad, las mieles del desapego, si es que existe tal cosa. Bastó verte en ese video recorriendo el patio, hasta que encontrarte con un boludo con corte de pelo de futbolista me bajó de un hondazo de la nube en la que estaba. Lo besaste minuciosa pero desapasionadamente. De repente, me pareció que lo habías planeado todo, las miradas hacia atrás por encima del hombro con esa expresión desprotegida, aquel vestidito, el pañuelo azul, el deambular invertido. Lo habías planeado, sí, el azar no puede disparar con tanta puntería. ◆◆◆ Tuve que salir a caminar un rato por la vuelta de la Plaza Roja, miré los pompones tornasolados de la Iglesia de San Basilio, ésos con forma de malvavisco. Me fumé tres cigarros finitos, terminé cuatro latas de aquella cerveza de 8% de graduación que tenía al obrero soviético en la etiqueta, te maldije por puta de mierda. Decidí, mirando la etiqueta en la botella, que para coronar ese momento iba a visitar el mausoleo de Lenin, que se erguía a escasos metros de mí. Para ver a Lenin, uno no tiene permitido detenerse, ya lo sabrás, hay un soldado en cada quiebre de la galería que rodea en penumbras la caja de cristal. Pero yo estaba ya bastante borracho, cortesía de aquel 8%. Cuando me paré frente a aquel emblema del comunismo, me fascinó su falsedad, su aspecto de muñeco, sus pequeñas manos amarillentas de roedor cruzadas sobre el vientre. Su falta de imponencia. Paradójicamente, era la viva imagen del decaimiento de lo grandioso, como vos, comulgando con futbolistas. Como yo. Se ve que un guardia me dijo algo y no lo oí, estaba hace rato quieto y no me había dado cuenta. Cuando sentí la puteada en ruso, ya me estaban doblando el brazo y sacándome a empujones hacia una habitación contigua. Mientras se me pasaba la borrachera, entraron sucesivos rusos a gritarme, a destripar mi morral. Volaban las tarjetas de crédito, mi pasaporte sospechosamente poblado de visas para ser sudaca. En aquel cuarto depuré mi odio en algo más específico sobre el objeto de tu traición: un sujeto que no conocía pero que encarnaba todo lo que desprecio que les guste a las mujeres. Eso era lo que más me molestaba, a pesar de que habíamos terminado hace meses, me sentía contaminado. En la lista de tus hombres ahora compartíamos espacio el lateral derecho y yo. Ya lo podía ver, los abdominales que nunca tendré, fanático del stand up, cinco centímetros más alto, otros tantos más de pija y, por fin, la insuperable virtud de ser presa fácil de la retórica más básica. Rato después se abrió la puerta y entró el cónsul, que me sacó sonriendo mientras murmuraba que era un pendejo pelotudo en un inconfundible español de Uruguay. Cuando me agarró de nuevo ese viento transiberiano que soplaba aquella noche, me dije que, igual, la culpa era tuya. Me sentí un poco mal hasta por defenestrar a tu futbolista, que quizás fuera, además de gran amante, encantador, culto y ocurrente. Seguro que igual no se le debe haber ocurrido que lo hiciste cómplice de un incidente diplomático. ■ Joaquín Russo yo no soy Temporada de espejos Se ve igual, pero yo sé que está distinto. Es sólo un “aire”. Un nuevo acomodo de ojos para las cosas del hambre; una torsión sutil y novedosa de índices sujetando la manija de la heladera o una milésima de suelo agregada a cada golpe de talón. Asuntos así. Yo lo hice y por eso sé que, si no lo hizo, seguro está por hacerlo. “Hizo” o “hacerlo”, porque admitir en simple y corriente que Tati ya la está “poniendo”, ya está “mojando” o ya transita cualquiera de esas topografías de usos inaugura un “Tati” irremisible y lo arroja al mismo equívoco donde nosotros, los hombres, los machos, nosotros padres, los buenos hinchas benefactores y mejores contribuyentes, en definitiva, nosotros, los rotos, aliviamos en sinónimos a toda intemperie venérea. Los hijos de uno —de ese “uno” forzoso y correcto— no cogen. Los hijos no “cogen” y punto. Desayunar la novedad y luego socializarla con mundanidad requiere de asepsia, manuales de biología o peroratas condescendientes. Ser padre exige a los arcanos condición bienpensante o imbecilidad redomada. Usted verá a cuál de las dos se acomoda siempre con la expresa advertencia de que cualquier intento intermedio es tierra de nadie y eso siempre es un mal lugar. Por supuesto que para Tati y su atosigante or- dalía iniciática de hormonas y sentidos todo esto es nada. Nada cuando acuartela baños y dormitorios, nada cuando seca ojo y saliva ante pantallas, promotoras envasadas al vacío en la última ida familiar al Prado y nada de nada cuando un par de veces por semana Adriana viene a “estudiar”. Mi macho aventajado emerge para aplaudir y darme palmaditas en la espalda. Cuando la puerta se cierra en aras de algún escrito de matemáticas, hago de cuenta que todo sigue igual a sabiendas de que la puerta de tan bien cerrada igual deja una rendija para abrir la temporada de espejos. Llega así el siempre aplazado mandato de actuar: cuando llegue del liceo apartarlo de la Playstation y, con la excusa u orden directa de acompañarme a sacar al perro o ir a la esquina a ver si llueve, a en verdad ayudarme con el cambio de paisaje para honrar así mi rol de orientador-san-buen-padre y amigo canchero. Hablar de “límites”, “espacios” y otros rudimentos de educación sexual para adolescentes pescados de pasada en cuanto programa tonto de la mañana. Hablar por supuesto —al fin y al cabo— del “amor” y toda distinción galante entre su condición —bien superior y buenamente aceptado— y el sexo puro y duro, enervante y duro, por aburrimiento y duro, gratis, por lástima, curioso, desesperado, iracundo o gratuito, por saña o rutina. Por sexo y sólo sexo. Por deforme y libertario, sexo pago o mal agradecido. Y duro. Desfilar por cuanta analogía conceda nuestro árbol genealógico en común para sucumbir cansinamente al perverso “cuando yo conocí a tu madre”. No “cuando conocí a tu mamá”, menos que menos “cuando conocí a mi esposa” y nunca —vedado hasta lo criminal— cualquier “cuando conocí a Laura”. Llegará la mentirilla del noviazgo largo y a pico seco. Se dará cuenta puntual y honrosa de la castidad platónica e inocente y algún otro bodrio anodino para los tiempos. De los primeros lances se omitirá virtuosamente toda referencia a cuanto amasije despiadado rodó por plaza y médano, todo estertor de zaguán, toda pequeña muerte abrigada por escaleras, azoteas o baños de liceo, discoteca, boliche u ocupación liceal revolucionaria, todo préstamo de casa de amigo con padres que trabajaban todo el día, y todo par de abortos merecidos, lo mismo por inconsciente que por burro. Presentando una convincente hoja de ruta del buen amante y mejor novio, se deberá invocar ese “vos a mí me podés contar todo” y cuando, inexorable, la tonelada de silencio llegue a instalar las respectivas vergüenzas, se hará lo que se pueda para sobrellevar de la manera más elegante posible eso de que el hijo de uno ya anda por ahí estallando. Aspire nada más que a sobrellevarlo, porque saberlo apura sobrellevarse a uno mismo. Puede que, entre otras sales y demonios, descubra un resabio subversivo de ese mismo desboque universal y primigenio que incinera a su vástago arreglándoselas aun para roncar en su propio bajo vientre, a pesar de ya saber que eso al fin divorcia, enflaquece, pierde y hasta desemplea al hombre hecho. Además, puede que por gloria y miedo, por orgullo y algo de rabia por el fin de mi niño y el comienzo de mi hijo, algo de todo eso me sugiera de manera todavía más brutal que me voy morir, y que eso es de veras. Que la máxima tarea antropológica encargada a mi diseño está cumplida. La irrupción ante el mundo de su propio esperma lo anunció, recordándome que para todo lo otro que viene por mí, yo no lo estoy. Tiene lo suficiente y siempre poco para hacer y hacerse pedazos contra alguien, ya va rumbo al denuedo de su hambre y el ajeno. Ahora —por mi parte, ya más que bien enterado— sé que debería mirarlo a la cara y tratar de decirle todo esto que también sé, pero para hoy, supongo que si sólo llego a decirle que use condón, que no sea gil y que no me aparezca con nadie embarazada, me quedo contento. ■ Michel Caprioli 08 viernes 29·abr·2016 afros / feminismos / migrantes / sexualidades Nocturno habanero Cada ciudad es una infinidad de ciudades, yuxtapuestas, contradictorias, asombrosas. De repente, mientras avanzas por alguna calle conocida, a tu vera puede alzarse una entrada a otra dimensión. No son necesarios gestos mágicos ni ábrete sésamos, sólo se precisa estar en el momento y el lugar adecuados. Quizás una orientación precisa. Entonces descubres que un universo otro siempre ha estado allí, a la usanza de los jardines paradisíacos que se esconden tras puertas miserables, aquellos de los que cuenta Scherezada. La Habana, múltiple en avatares como una diosa hindú, no es una excepción. Con esa bahía que simula unas piernas abiertas, tendida con su languidez tropical ante la penetración del mar Caribe, expuesta a un sol obsceno que a nada le permite esconderse, se presenta ante cualquier mirada con una inocencia pueril. Sin embargo, tras los crepúsculos que cubren sus oestes con todos los tonos del rojo, vase transformando. No hablamos de sus márgenes: ubiquémonos en la intersección de la calle 23 con G, centro del Vedado, lugar de reunión de las tribus urbanas. Prosigamos, no es éste el sitio al que quiero conducirte: demasiado conocido, demasiado lugar común. Sólo dos o tres cuadras más, hacia la Facultad de Artes y Letras. Llegamos. En las aceras, pasos rápidos, miradas inquietas y profundas. Cierto halo de acecho se cierne en la atmósfera. No te preocupes: estás en un coto de caza, eres una presa, pero la intención no es antropófaga, al menos no literalmente. Es sexual. Estás en zona de cruising. Se le llama la “potajera”, un guiño al antonomásico ajiaco que, según Fernando Ortiz, representa la cultura cubana. Todas las grandes ciudades de la isla tienen una o varias. Son lugares donde acuden cada noche hombres que buscan sexo, sin implicación emocional de ninguna índole, casi sin palabras que intermedien, sin caricias, a veces sin besos siquiera. En La Habana, cada parque o zona oscura es un safari potencial. A partir de las nueve o diez de la noche, cientos de vampiros salen de sus ataúdes (a veces de clósets) y rondan entre las semipenumbras buscando. Es un acto democrático, sin distinción de edad —desde depredadores de apenas 18 años hasta milenarios nosferatus— ni nivel educacional, color de piel o posición económica. Algunos prefieren ir primero a bares o discotecas, para luego, al filo de la madrugada, acudir a este nuevo aquelarre, donde besos negros saludan a cualquier macho cabrío. Recorres el sitio con la vista. En los matorrales de los alrededores Apoyan: Federico Murro hombres que se penetran, se observan, se masturban. Tu respiración se acelera, las fosas nasales se abren un poco más. La racionalidad cartesiana te hace preguntarte causas, medios, finalidades. Piensas en déficit habitacional y homofobia internalizada, en carencias afectivas y bisexualidad de clóset. Analizas qué técnicas investigativas podrían ayudarte a comprender este fenómeno. Te miro y sonrío sardónicamente. Hablar de que la represión es lo que conduce a estos hombres aquí es demasiado simplista: quizás en su génesis surgieron como un medio de realizar deseos frustrados, como el espacio de ser, verdaderamente, en una sociedad que no lo permitía y condenaba a la invisibilidad. Ahora, aunque puede quedar un remanente de ese sentido originario, hay más: acudir a ese lugar equivale a quedarte sin nombre, sin status, sin rol, al menos por el tiempo que demora una eyaculación. Es una manera de permitirte no ser, de despojarte de máscaras, de desnudarte sin quitarte toda la ropa. Aquí olvidas la rutina de la oficina, las curiosidades invasivas de los vecinos, el silencio tácito de tu familia sobre tu vida. ¿Retorno a la inocencia? No seas pueril; ése es un concepto demasiado sofisticado, que niega en sí mismo lo que denota: llamar a algo inocente equivale a no serlo. Allí se es cualquier cosa, pero anónima siempre, aconceptual. Un hombre te mira directa, interrogativamente. No puedes cambiar la vista. No logras distinguir bien su rostro, pero hay un fuego oscuro en esos ojos. Se te acerca con decisión: “¿Qué hay, asere?”. Tus palabras tiemblan un poco: “Aquí, viendo qué pasa…”. Su mirada se hace más profunda. Su voz, invitadora: “¿Vamos?”. El deseo hace descender en una espiral centrípeta todas las perspectivas sociológicas macro, las antropologías, las teorías políticas. Quedas solo en un cuerpo recorrido por oleadas de calor. Caminas hacia los arbustos. A tu alrededor, más de una decena de hombres se extraen todo el placer posible, algunos sólo miran, otros te rondan esperando una invitación. En grupo, entre tres o en pareja, tú decides. Pero ¿cómo vas a decidir si no piensas? Te dejas llevar. No invoques las palabras en tu ayuda, no clasifiques, aquí nadie sabe lo que es un gang bang: sólo se hace lo que se desea. Ya sabes qué se siente al ser presa de una manada. Revives el recuerdo de una vida anterior cuando fuiste devorado por los lobos. Una pequeña muerte, un gran placer. A tu regreso, río a carcajadas de tu aire de desamparo. Me hablas de semidesnudeces rápidas, de ojos que observan, de innumerables manos cuyo movimiento no logras captar, enceguecido por los impulsos nerviosos que te recorren y el batido hormonal en el que se transforma tu sangre. El tipo te estrecha la mano: “Bueno, asere, un placer”. Lo miras sin entender bien. ¿Terminó todo? ¿Sin números de teléfonos, sin nombres, sin saber la ocupación, sin direcciones de e-mail? Contemplas cómo se aleja hacia las sombras otra vez: esperará nuevas presas. Te pido descripciones de los participantes: no recuerdas, no pudiste ver las caras a la luz. Es una noche provechosa para tu investigación (vuelvo a reír): acabas de comprender cómo el deseo puede ser anónimo y que la observación participante no siempre es la mejor técnica de indagación sociológica. ■ Roberto Garcés Marrero Redactor responsable: Lucas Silva / Edición y coordinación: Apegé / Diseño y armado: Martín Tarallo / Edición gráfica: Federico Gutiérrez Ilustraciones: Federico Murro / Textos: Michel Caprioli, Valeria España, Milton Glasner, Roberto Garcés Marrero, Hoski, Rosario Lázaro Igoa, Lila Michalski, Joaquín Russo / Corrección: Magdalena Sagarra / Consejo asesor: Valeria España, Patricia P Gainza, Ana Karina Moreira
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