Leer la revista - Revista Crítica

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el sueño de la aldea
Héctor Manjarrez: las formas
de la pasión
O lmo B alam
Los personajes de Héctor Manjarrez (Ciu­
dad de México, 28 de octubre de 1945)
recorren, aman y viven aventuras en ciu­
dades, como el autor mismo a lo largo
de su vida. Ya sea París, Londres o Belgra­
do, las ciudades de Manjarrez –pues las
ha hecho suyas por medio de su poten­
cia literaria y mnemónica– son lugares
que le sirven de escenografía a sus rela­
tos, pero también son organismos vivien­
tes, entrelazados con el drama, el sexo,
las comunidades hippies y los soñadores
vagabundos, hijos de puta entrañables,
la política y el humor, la revolución (con
R también), los errores y horrores de la
vanguardia y el espíritu juvenil, la unión
y no la separación cartesiana de la men­
te y el cuerpo.
El estilo que ha vuelto característi­
ca la obra de Manjarrez amalgama las
flexiones de la jerga chilanga –lo que
a veces lo colocaba entre los escritores
de la Onda– y las del hombre culto, el
hombre que ha leído mucho sin necesi­
dad de contraer bodas con una facción
literaria o con una teoría de la escri­
tura. La capacidad para modular esos
dos tonos le da a sus libros, cada uno
ø héctor
manjarrez
más perfeccionado que el anterior, una
voz entrañable y solemne a la vez.
Ese estilo se dio con algunos experi­
mentos iniciáticos en las últimas horas
del festín vanguardista: los tres relatos
de Acto propiciatorio (1970) y su primera
novela, Lapsus (1971), un libro desafian­
te y en ocasiones ilegible que cuenta la
historia de Huberto Haltter y Humberto
Heggo a través de fragmentos escritos en
español, francés, inglés, un largo aparato
de notas al final del libro y dislocacio­
nes joyceanas. Esa primera fase culminó
en 1977 con el poemario El golpe avisa.
Después vendrían las obras que corre­
girían ese primer amor loco por la rareza
y la extravagancia para concentrarse en
el que ha sido el tema de Manjarrez, eso
que sus lectores solemos reconocer con
el nombre de amor, pero que él llama la
pasión por las personas amadas, sus ma­
nifestaciones en el erotismo, el roman­
ce, el desamparo y la familia. Pues no
todos los amores son románticos.
De ese segundo ciclo es el libro que le
valió el Premio Xavier Villaurrutia, No
todos los hombres son románticos (1983),
conjunto de cuentos donde comienza a
examinar ese dúo omnipresente en su
obra: la ciudad y las mujeres. Posterior­
mente publicó una segunda serie de
poemas (la zona menos conocida de sus es­
critos), Canciones para los que se han
separado (1985); la novela compuesta
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por episodios semejantes a cuentos, Pa­
saban en silencio nuestros dioses (1987);
un libro de ensayos literarios, El camino
de los sentimientos (1990), que parece una
galería con retratos de amigos íntimos
–sean Kerouac, Cortázar, Gombrowicz,
Kundera o Revueltas–; los relatos de Ya
casi no tengo rostro (1996) y la novela El
otro amor de su vida (1999). Recibió el
siglo xxi con El horror es familiar (2001);
Rainey, el asesino (2002); la novela sobre
los engaños del arte contemporáneo, La
maldita pintura (2004); un segundo libro
de ensayos que también es un diario en
torno al Bosque de Tlalpan y la(s) ciu­
dad(es), El bosque en la ciudad (2007);
una novela sobre la niñez, Yo te conoz­
co (2009); y los cuentos de Anoche dor­
mí en la montaña (2013).
Punto y aparte merece su libro más
reciente, un tour de force. París desa­
parece (2014), novela entrañable como
pocas, superior en más de un momento
a Rayuela en su retrato de la capital
francesa anterior a 1968, y en la que
aparecen burgueses, surrealistas, delin­
cuentes de cuarta, el arte de la corres­
pondencia; Giacometti, desarrapado como
último artista sobre la tierra; el fantas­
ma de André Breton y el protagonista
–uno de los alter ego de Manjarrez–,
todos ellos habitantes de una Arcadia
de la que sólo queda el recuerdo y la
risa. París aparece no como la Meca de
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los escritores latinoamericanos, desde Ru­
bén Darío hasta el boom, sino como un
momento extraordinario en la historia
del arte, una ciudad-escenografía, car­
gada (o recargada) de historia, una zona
del mundo en donde la gente crece entre
catedrales y museos asombrosos.
La “mexicanidad” para Manjarrez
también resulta importante en su obra.
Así como analiza a los ingleses y a los
franceses tal cual lo haría un científico
social o un etnógrafo (uno de sus per­
sonajes más memorables, Concha, es
antropóloga), Manjarrez ha detectado
en el habla mexicana el único atisbo
(o atavismo) de lo que es ser mexica­
no. Producto explícito de esa visión es
su Útil y muy ameno vocabulario para
entender a los mexicanos (2011).
Sería muy fácil decir que su narrati­
va ha ido trazando un ciclo que, por lo
leído hasta ahora, lo devuelve a su pri­
mera novela. Mejor dicho, al joven no­
velista que fue atormentado y extasiado
por el fragor de la vanguardia y la im­
paciencia por convertirse en escritor. En
su septuagésimo aniversario vuelve cons­
tantemente a su juventud y se aventura
a los bosques oscuros de la niñez, ese
jardín irrecuperable que, sin embargo,
le ofrece un nuevo reto como escritor y
lector: recordar cómo era la infancia sin
traicionar su espíritu original.
Tras vivir su temprana juventud en
el sueño de la aldea
París y su madurez en muchas otras
ciudades, algunas más vinculadas a
las mujeres y otras más a los hombres,
Manjarrez se asentó definitivamente en la
Ciudad de México, donde oficia como edi­
tor en la que ha sido su otra casa, era, y
ejerce como profesor en la Universidad
Autónoma Metropolitana, en el campus
Xochimilco. De entre las varias ciudades
que conforman la Ciudad de México,
que a veces se cree la más grande del
mundo, la que lo abriga actualmente
es Tlalpan. En la puerta de su casa,
ubicada rumbo al Ajusco, hay un farol
que parece traído de París y una ad­
vertencia: “Use la aldaba.”
la vanguardia
y el festín del lenguaje
Yo sufrí mucho porque mi “religión
vanguardista” me decía que tenía que
anteponer el lenguaje y el experimen­
to a la narración. Así fue hasta que
me di cuenta de que no me interesa­
ba en realidad, lo que me interesaba
era ver qué historias tenía yo en la
cabeza.
–¿Cómo ha sido la experiencia de es­
cribir su obra a lo largo de casi cinco
décadas?
–He pasado por diferentes fases, no
las tengo muy claras. Acto propiciato­
rio lo escribí a los 22 años y se publicó
cuando yo tenía 24. Lo escribí cuando
llevaba ya bastantes años fuera de Mé­
xico y fuera de mi idioma. O sea, oyendo
a mi alrededor serbio o francés o inglés
o turco o ese idioma parecido pero dife­
rente que hablan en España. Lo mismo
con Lapsus. En esa época me intere­
saba el lenguaje como le interesaba a
casi todos los escritores de los sesen­
ta, no sólo en español, también en in­
glés, como a Nabokov. Me interesaba
qué podía hacer uno con el lenguaje,
cómo podía uno extenderlo, ampliar­
lo, flexibilizarlo, rebotarlo, madrearlo.
Qué sé yo. Y después, con los años, lo
que me ha interesado es escribirlo con
la menor cantidad de adornos, lo más
desnudo posible, quitando comas, por
ejemplo (me fascinaban las comas y
los puntos y comas). Antes quería que
el lenguaje fuese novedoso, extraño,
sorprendente. Y ahora quiero que no
se note mucho cómo escribo, escribir
bien sin que se note.
–¿Qué tanto le interesa ahora la
experimentación como se hacía en esa
época?
–En los sesenta preponderaba el es­
tilo, o lo que se llamó la escritura, para
diferenciarla del estilo, que era y si­
gue siendo un engolamiento. Ahora me
interesa siempre que el lenguaje esté
al servicio de lo que estoy narrando.
–Después de que se desvaneció o perdió
importancia esa idea de La Escritura,
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¿ha notado usted que los escritores re­
gresan a la narración?
–No sé. Yo regresé a la narración hace
muchos años. Yo sufrí mucho en los
setenta porque mi ideología, o mi “re­
ligión vanguardista”, me decía que tenía
que anteponer el lenguaje y el experi­
mento a la narración. Así fue hasta que
me di cuenta de que lo que me intere­
saba era ver qué historias tenía yo en
mi cabeza y en mi experiencia y cuá­
les quería recordar o inventar.
–¿A qué cree que se debió esa aver­
sión a narrar?
–Son cosas que pasan. Uno se da
cuenta después de que lo que uno cre­
yó que era una emoción y un descubri­
miento, y que además, ¡oh, maravilla!,
lo compartía con esa pintora, con ese
escultor, con aquel grupo, con aquella
actriz de teatro; uno se da cuenta de
que eso era un lugar común que nos en­
volvía a todos. Nos entusiasmábamos
con la idea de hacer cosas nuevas. Se
fue produciendo una bola o varias bo­
las de nieve de las que salieron cosas
muy buenas. Yo creo que el teatro de
los años sesenta-ochenta en Polonia,
en México y en Inglaterra, fue extraor­
dinario, basado en eso, en hacer las
cosas diferentes, en decir “¡Basta con
lo que se hacía antes, hay que innovar,
hay que renovar!” Y hay veces en las que
uno nomás está siguiendo algo porque
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es parte del movimiento del agua. Y
en realidad, el hecho de que el agua
se mueva no quiere decir que esté pa­
sando algo.
–Hablando de esta época, ¿qué ha
sido de esa izquierda que retrata en sus
relatos, de esa euforia?
–Yo no sé si hubo alguna vez euforia
en México en la izquierda. Hubo eufo­
ria en Chile o en Argentina antes de las
dictaduras y después de las dictaduras.
En México, la izquierda siempre ha sido
muy minoritaria, no muy inteligente
que digamos, nunca ha planteado las
cosas como para que uno las conside­
re con seriedad como proyecto.
–Literariamente, toda esta época mar­
cada por la revolución, ¿cómo la ha in­
tegrado a su obra?
–No sé, realmente. “Revolución”…
Creo que usábamos la palabra “revo­
lución” con una ligereza alegre e irres­
ponsable. Digamos que mi cerebro era
revolucionario pero mi corazón siem­
pre fue reformista. ¿O era al revés…?
Además, yo siempre fui antisoviético,
anticubano desde 1968, antichino, y
nunca me hice ilusiones sobre lo que
era el socialismo real, habiendo vivido
en Yugoslavia, el menos opresivo de los
regímenes del Socialismo Real (que en
realidad era irreal, como todas las reli­
giones). Otras personas sí se hicieron
ilusiones, o pensaron sobre todo que
el sueño de la aldea
el comunismo era reformable. El co­
munismo no es reformable. O te aco­
gota y te aterra y te chantajea con sus
nobles ideales –como dice Svetlana
Alexiévich– o desaparece como la bru­
ja horrorosa de los cuentos.
–¿Cómo hace que la realidad, la
historia, la memoria se integren a su
literatura?
–Yo no puedo hablar tajantemente
de lo que sucede entre la memoria y la
literatura. Escribo a partir de mi ex­
periencia y de la experiencia de las
gentes que he conocido y los lugares
donde he vivido, pero también de lo
que imagino. No tengo más control so­
bre lo que imagino (o sobre lo que re­
cuerdo) que sobre el azar que me hace
conocer a alguien un día caminando
por Insurgentes.
las ciudades y el amor
El amor no me interesa particu­
larmente, la verdad. Me intere­
san las personas, me interesa el
deseo, me interesan las ilusiones
que se hace la gente, la pasión y
las formas de la pasión.
–Después de tanto tiempo de vivir en
México, ¿qué le evoca este país?
–Asco, horror, miedo, simpatía y
ternura.
–Una de las constantes de su obra
me parece que es el amor, un tema que
usted ha abordado de diversas formas:
en tríos amorosos, matrimonios fallidos,
amistades que parecen más que amista­
des… ¿Cuáles son las dificultades para
escribir sobre el amor, teniendo en cuen­
ta que es uno de los temas universales?
–Me deja intrigado tu pregunta pues
yo nunca he escrito sobre el amor. O sí,
pero lo que pasa es que a mí el amor
no me interesa particularmente, la ver­
dad. Me interesan las personas, me
interesa el deseo, me interesan las ilu­
siones que se hace la gente, la pasión
y las formas de la pasión. Y justamente
en lo que estoy pensando mucho ahora
es en las personas por las que se sien­
ten los amores más fuertes, que son los
hijos y los amigos. Y a pesar de que
los dos amores más grandes de mi vida
son mis dos hijas, o justamente por­
que son mis hijas, no he escrito sobre
ellas más que alusivamente. Pero me
gustaría escribir más sobre los hijos
en general, porque a final de cuentas
son las personas a las que uno más
ama, al menos en mi caso. Por otra par­
te, las aventuras amorosas más largas
son las que uno tiene con sus amigos
y amigas, no con sus amantes, salvo
en el caso de aquellas personas que
reúnen ambas condiciones.
–Sobre otras ciudades, ¿existe hoy una
ciudad que tenga la estatura que tuvo Pa­
9
rís como la retrató en su última novela?
–Nueva York casi lo fue, pero creo
que Nueva York ya se chingó, no pudo
ser por mucho tiempo lo que era París
desde fines del xviii y, digamos, hasta
1968. Sigue siendo una ciudad indes­
criptiblemente hermosa, rica y llena de
extranjeros. Pero creo que la destruc­
ción que ha llevado a cabo el capitalis­
mo actual en las ciudades es terrible
porque las hace tan caras que no puede
vivir gente pobre en ellas y no pueden vi­
vir extranjeros en ellas, extranjeros que
no tengan mucho dinero, quiero decir.
Entonces tú no puedes tener una ciudad
como el París de antes si tus pobres no
viven en París, si viven en los subur­
bios. Y menos aún puedes tener un
Manhattan como el que tenías hasta
los setenta, ochenta incluso, porque ya
nadie vive ahí si no tiene la suficiente
lana. La gente se fue a Brooklyn, pero
ahora Brooklyn es carísimo. ¿Y ahora
a dónde se van a ir?
–¿Y la Ciudad de México?
–La Ciudad de México, al contra­
rio, está recuperándose de una mane­
ra casi prodigiosa, por lo menos a mis
ojos. Si andas caminando ves cómo la
ciudad está reviviendo, cómo los ba­
rrios cambian, las gentes hacen cosas,
hay muchísimos barrios muy vivos y
donde hay diferentes clases y diferen­
tes tipos de personas conviviendo. El
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país vive en el miedo y esta ciudad
responde con vida.
–La ciudad es también uno de sus
grandes personajes –Londres, la Ciu­
dad de México, París–. Ocurre en sus
obras la unión entre las ciudades y los
personajes. ¿Cómo actúa este organismo?
–Cuando yo era adolescente, mi padre
–que era un mal padre, pero un buen
viajero y un buen amigo– me dijo: “Si
quieres conocer una ciudad tienes que
tener una novia en esa ciudad, y enton­
ces conoces la ciudad a través de ella.”
Obviamente eso era desde un punto de vis­
ta romántico-machista-durrelliano, pero
aplica igualmente para las chavas. Por
lo demás, yo me daba cuenta hace unas
semanas de que hay ciudades donde
mis relaciones más importantes han sido
principalmente con hombres, ciudades
que relaciono con mujeres y ciudades que
relaciono con ambos. Por ejemplo, para
mí San Francisco, Londres y Belgra­
do son ciudades que tienen que ver
con mujeres. Madrid y París, más bien con
hombres. Y luego hay ciudades como
Managua, Nueva Orleans, Bogotá, Nue­
va York, que son de hombres y mujeres.
En la Ciudad de México son hombres,
mujeres y viejos y niños; es mi entor­
no desde que nací y nuevamente des­
de que volví hace muchos años.
Yo recuerdo en Madrid una camarade­
ría con otros latinoamericanos, argentinos,
el sueño de la aldea
chilenos, centroamericanos, mexicanos,
que eran como yo: unos muertos de ham­
bre que andaban en Madrid porque no
podían andar en otra parte. Esto era en
el pleno franquismo mierda y duro pero
un poco menos bestia, en 1963. Entonces
tener relaciones con una mujer en Espa­
ña, incluso de amistad, era impensable:
todas eran vírgenes o santas o monjas.
¿De dónde sacaron, el Destape español
y Almodóvar, a tantas mujeres desbo­
cadas y gays delirantes y jueces con vi­
das secretas? ¡De siglos de opresión que
nos oprimían también a los fervientes
latinoamericanos! Para esos muertos de
hambre sin musas posibles sólo existía
la camaradería de los escritores que se
enseñan sus poemas y sus cuentos y
se toman un chocolate a lo largo de cua­
tro horas o más, porque todo el mundo
les es hostil o por lo menos indiferente.
A Managua yo fui para ver qué pa­
saba cuando ocurría la Revolución San­
dinista y todavía la Revolución era una
cosa maravillosa. Se respiraba en el aire
que la gente estaba contenta porque te­
nía el poder y la esperanza en sus manos.
Las relaciones con hombres y mujeres,
“los compitas”, eran muy emocionan­
tes, muy vitales, muy vibrantes, en el
sentido más sencillo de la palabra. Eso
fue antes de que se empezaran a fosili­
zar las relaciones de los cuadros con
(ejem) el pueblo, aunque ya empeza­
ban los desplantes de caudillismo y ca­
ciquismo entre los Héroes de la Lucha.
Decíamos entonces: la Revolución San­
dinista tiene tres caminos: o el cubano
o el mexicano o el propio, y ojalá que
no siga ni el cubano, que es el partido lo
que importa y tú te chingas, ni el mexi­
cano, que es el de aquí nos corrompe­
mos todos, compay. La ruta que tomó
el sandinismo fue la propia: una mez­
cla de los dos caminos, la cuadradez
machista-leninista y la corrupción a la
mexicana juntas.
el camino de la duda
Cada libro es un entusiasmo, cada
libro es una forma de padecimien­
to. Quizá lo más padre es que ya
casi no sufro. Si no puedo escribir,
no puedo escribir.
–¿Usted cree en la tradición de los padres
literarios? ¿Cuáles son los autores qué
más lo han influido al escribir?
–Yo no me veo padres literarios, pero sí
primos, hermanos, amigos. ¡Y ex ídolos
que por respeto no voy a nombrar! Den­
tro de la tradición mexicana, a mí me
gustan mucho tres escritores que son
muy diferentes de mí y entre sí, que
son Martín Luis Guzmán, Salvador Eli­
zondo y Salvador Novo.
–¿Y otros artistas, músicos, compo­
sitores?
11
–A mí me fascinó mucho tiempo la
vanguardia del siglo xx en pintura; me
desencanté de la vanguardia en músi­
ca más o menos cuando me desencanté
de la vanguardia en literatura, en algún
momento hacia el fin de los setenta y
principios de los ochenta. ¡De la pin­
tura sí tardé más en desencantarme!
Hubo un momento, creo que en 1994:
estaba en la East Wing de la National
Gallery de Washington, la sala cons­
truida para albergar el arte moderno. Y
de repente empecé a ver que muchos de
mis monstruos sagrados me parecían
tan pobres: Rothko, Franz Klein, Jac­
kson Pollock... Sigue habiendo cosas
maravillosas en el arte del siglo xx, mon­
tones, pero dejé de verlas como una es­
pecie de progreso con respecto del arte
del siglo xix, dejé de verlas como una
valerosa ruptura con la Academia: ellos
mismos formaron una Academia a pesar
suyo, se repetían los unos a los otros
en un montón de lugares comunes. Fue
un golpe bastante duro darme cuenta
de que ya no podía mirar ni de reojo
esos cuadros sin que me dieran pena.
Eso pasa con las vanguardias: enveje­
cen y se ven patéticas. El siglo xx fue
el siglo de las vanguardias en el arte
y en la política. Hay que pensar muy
bien lo que hicimos en esos años que
van de la Revolución Mexicana, la Pri­
mera Guerra Mundial, la Revolución
12
Soviética y el despertar de Japón y China,
hasta la Edad del Terrorismo y la Cri­
sis Permanente del Capitalismo, sistema
que llegamos a suponer que era por lo
menos eficiente. Y ahora que no tiene
adversario enfrente, excepto esa abo­
minación bifronte capitalista-comunis­
ta-despótica asiática que es China, vemos
cómo machaca a la gente sin miseri­
cordia ni pausa.
–¿Hay libros a los que vuelva cons­
tantemente?
–Sí, pero leo páginas, no los releo
enteros. Porque ya los leyó uno, ya fue
uno deslumbrado. Sin embargo: Home­
ro, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Sha­
kespeare. Sobre todo el padre de todo,
él sí el Padre nuestro de cada día: no
llevo cuenta de cuántas veces he leído
la Ilíada y la Odisea.
–¿Sobre qué está escribiendo ahora?
–Sobre personas que me interesan,
que me apasionan, como los ancianos,
estoy tomando notas. En poco tiempo
seré uno de ellos. En mis diarios llevo
algunos apuntes sobre mi envejecimien­
to; espero que sean más interesantes
que los apuntes que hice en mi juven­
tud sobre mi juventud. Llevo más rato
escribiendo sobre niños; es muy difí­
cil escribir sobre niños, son seres muy
complejos. Es muy difícil recordar cómo
era uno cuando niño. De hecho creo que
es casi imposible recordar cómo era
el sueño de la aldea
uno, porque el deseo de los niños es
siempre ser mayor, siempre quieres tener
un año más, ser como tu hermano ma­
yor, complacer a tus padres: el Deseode-no-ser-quien-estás-siendo. Por eso
Peter Pan es a la vez pueril e inmortal.
Los niños y los viejos son los que me
interesan ahorita como material del
recuerdo y de la observación.
–¿Qué es lo que más ha disfrutado en
estos cincuenta años de escritura y lectura?
–Cada libro que logro acabar de es­
cribir es un entusiasmo, cada libro es una
forma de padecimiento. Quizá lo más pa­
dre –lo mejor– es que ya casi no sufro. Si
no puedo escribir, no puedo escribir. Si se
prolonga eso de que no puedo escribir,
ni siquiera un poco, o nada, entonces
sí me empiezo a poner muy neurótico.
Antes sí me angustiaba, sentía que mi
vida tal vez no tenía ningún sentido. A
estas alturas lo que me interesa es ver
si mañana me sale o si no, pasado ma­
ñana, no hay prisa. No hay tanta prisa.
¡Que 70 años no es nada!
José Ramón Ruisánchez Serra
empecé a escribir como escritor –como
persona que se concibe a sí misma ante
todo como escritor, antes que cualquier
otra cosa– (...) en el año de 1963”. En
esa etapa inicial de su carrera, agrega:
“nunca escribí un cuento sin pensar
antes cuán extraño debía de ser en la
forma (...) Lo que me interesaba (y a los
escritores, pintores, cineastas y músicos
que eran mis amigos era crear formas
raras en las cuales vaciaría posterior­
mente el contenido”.1 Y un poco más
adelante: “Entonces, como ahora, aque­
llo que me parecía más extraordinario
y disfrutable de James Joyce era ese
maravilloso ojo suyo sobre los seres
humanos, sus formas de hablar, de mo­
verse, de pensar. Tal vez yo pensaba que
este tipo de ojo sólo podía obtenerse, o re­
cuperarse a través de técnicas insólitas.”
Empiezo por este ensayo, el que cie­
rra El camino de los sentimientos –como
podría empezar por otros muchos tex­
tos, que son otros cabos para jalar la
madeja de la obra de Manjarrez–, por­
que encuentro aquí una serie de ras­
gos importantes. El primero de todos
es algo casi invisible, pero importan­
te: más que afirmar, el yo de su ensayo
cuenta. O mejor: su manera de afirmar
es contando. Usa la narrativa para en­
Dijo Héctor Manjarrez, en 1989, pero lo
1
sigo oyendo con nitidez, lo vuelve a de­
Héctor Manjarrez, El camino de los sen­
cir cada vez que abro esta página: “yo timientos, era, México, 1990.
13
sayar, y lo hace poniéndose en estado de
memoria. Y ése ya es un segundo rasgo.
Mucho de lo que me resulta más cer­
cano y entrañable de lo escrito por Man­
jarez, creo que justo lo que hace ya casi
veinte años, tras leer Pasaban en silen­
cio nuestros dioses, me hizo invitarlo a
cenar sin conocerlo, lo que me lo vuelve
imprescindible en lo personal y también
como uno de los que trabajan en ese
proyecto que sigue a medio hacer que
es el mapa de la literatura mexicana.
Lo que me hace envidiarlo más (más
en caso de que no se oiga, viene subra­
yado, porque hay mucho más después
de eso que me hace envidiarlo más), lo
que me hace quererlo tanto, es lo que
sabe hacer con la memoria. La memo­
ria recordada o la memoria inventada
o una sabia mezcla de las dos.
El yo narrativo, la persona poética, el
yo reflexivo de sus ensayos rememora y
se implica en la rememoración: recuer­
da amorosamente. En muchos de sus
mejores cuentos, muchas de sus nove­
las (incluso de las más imaginativas
como La maldita pintura y Rainey el
asesino), están inventados desde las po­
tencias de la memoria. Y ni qué decir
de ese género estratégicamente inde­
ciso al que pertenece de un modo El
bosque en la ciudad y de otro distinto
París desaparece y de otro más Yo te
conozco, que son memorias y son en­
14
sayos y son novelas (o bien que no son
memorias ni ensayos ni novelas). En to­
dos estos libros está este amor por quien
fue, por aquéllos con quienes fue. Sólo
con amor se puede decir yo de esa mane­
ra: “Yo empecé a escribir como escritor”,
en la verdad pero también una página
como ésta en la ficción de No todos los
hombres son románticos:
–¿Tú también eres jipi?
–No sé. No creo. ¿Tus padres lo son?
–Obviamente. Tú traes algo adentro,
¿verdad?
–Tal vez
–Se te nota.
–¿En?
–No estás normal.
–Pero ¿estoy bien?
–Oh sí, genial. Me gusta estar conti­
go. A mi hermanito también. Eres bue­
no, lo aguantas.
–Es muy encantador.
–A mí también me cae bien, pero creo
que abusa de la gente.
–¿Tú no eras así a su edad?
–No.
–¿Te acuerdas?
–Sí, claro. No hace mucho tiempo de
eso.
–¿Y qué hacías?
–Platicaba. Siempre me ha gustado
platicar.
–Con tu hermano estuvimos platican­
do de la luna.2
No todos los hombres son románticos,
, México, 1983.
2
era
el sueño de la aldea
La memoria que al mismo tiempo es
intensa y delicada. Y simultáneamente
suena en español y resuena en lengua
extraña; muestra, como quería Benja­
min, la huella del inglés y de sus ar­
ticulaciones distintas. El inglés, pero
también un inglés hablado en cierta
época, un inglés que se recuerda y,
por lo tanto, se recupera siempre como
tiempo perdido: posesión por pérdida.
Esa luna de la que hablan y que los
ilumina mientras hablan es la precisa
luna a la que el hombre está por lle­
gar por primera vez. Es una luna his­
tórica, pero al mismo tiempo una luna
personalísima. Y así, en esos lugares
íntimos, la Historia de H grandona se
junta con su historia.
Pero hay que decir que Manjarrez se
impone también una memoria valiente,
que ejerce en especial sobre los mis­
mo puntos que le producen más amor:
sobre el cuerpo que más ama o amó,
el que encendió su deseo y le procuró
placer. Y ahí dice también los espacios
más mezquinos, dice el miedo, el odio,
el asco, la fealdad inmediata o hasta
simultánea con la belleza. Ahí dice
valientemente pero sin dejar de amar.
Y eso está cabrón, por decirlo zoome­
tafóricamente.
Por eso me gusta tanto el párrafo
con el que abrí estas páginas. Escribí
queriendo ser raro. Y confiesa que fue
necesario atravesar el error de la hete­
rodoxia obligatoria de los sesenta para
encontrar su manera de compartir una
verdad. La de las “formas de hablar y
de moverse y de pensar”. El error no
desaparece. El error se explora con la
pluma en la llaga. Escribe las ganas
de matar a alguien para robarle veinte
monedas de plata. Escribe la vengan­
za que se equivoca. Escribe la traición
a la amistad por deseo.
Manjarrez sabe que estas dos ma­
neras de su memoria, la amorosa y la
valiente, son una sola. Que juntas, alia­
das, hacen que ardan sus páginas: nadie
puede escribir con tanto dolor sobre lo
que abruma y aburre y aplasta de París y
de Londres y de ese país que ya no exis­
te, la antigua Yugoslavia; nadie puede
escribir con tanto dolor sobre una amis­
tad que se quiere volver forma de vida y
15
se quiebra por la colección de moderados
egoísmos que atraviesan incluso a los
más generosos; nadie puede decir tan
bien de un escritor cercano, amado,
necesario que tiene páginas pésimas.
Además Manjarrez recuerda sin ol­
vidar desde dónde recuerda. Recuerda
sin olvidar que mucho de lo que re­
cuerda se ha vuelto necesario, valio­
so, bello, porque ya no está, porque se
ha perdido irremisiblemente y a veces,
muchas veces, para bien. Héctor recuer­
da mostrando, sobre todo como fondo, el
hic et nunc cambiados, contrastantes
que acaso lo han invitado a volver a un
paraje de la memoria. Pero cito de una
página más, ahora del Bosque en la ciu­
dad, para seguir:
Se me olvidaba un momento muy her­
moso de la primavera local: antes del
florecimiento de las jacarandas, el de
los duraznos. Me acuerdo del asombro
y la emoción con aquel árbol, en mi
dúplex de Calzada de Tlalpan, en los
ochenta, que medía unos cuatro me­
tros de alto y que nunca daba duraz­
nos, pero nunca dejaba de dar flores.
Los amigos venían a verlo. La gente
entonces tenía tiempo (aunque tuvie­
ra hijos) para ir a mirar un durazno y
tomarse unas chelas (que entonces se
llamaban cheves) e improvisar algo
delicioso para comer.3
3
16
El bosque en la ciudad, era, México, 2007.
Aquí está todo junto: la memoria amo­
rosa y la valiente, que va pero se obliga
también a regresar desde el pasado y na­
rrar, ensayar, cantar, criticar el aquí. El
presente es un lugar desde el que se va al
pasado, pero también terminus, punto de
llegada que se modifica desde el pasa­
do y, sobre todo, gracias a la memoria.
Y, por cierto, ese ir y venir está des­
de el primer cuento de Acto propicia­
torio, de 1970, que recordábamos hace
poco Paloma Villegas y yo. Un cuento
en que una familia recibe a un cowboy
que rueda desde la pantalla de la tele­
visión a su casa de la Colonia Roma.
Aunque esta colección no se haya ree­
ditado, ya estaban en ella latiendo esos
tiempos que se tocan, un ir y venir.
Me falta decir algo importante, que
acaso ya con las pocas citas que he
leído resulte evidente. Manjarrez sabe
encontrar no sólo las palabras justas,
sino que también sabe resucitar en el
momento necesario las que alguna vez
se usaron para un sentir común, para un
estar juntos: sabe decir cheves, sabe
decir despacito, sabe decir bello. Pero
también sabe decir más:
Esta casa tiene una buganvilla
un peral y otras plantas
cuyos nombres desconocidos
me infunden gran tranquilidad.4
4
Canciones para los que se han separado,
el sueño de la aldea
El horizonte de la palabra es siem­
pre la imposibilidad de agotar con lo
dicho la densidad, la riqueza, el miste­
rio de lo real. Lo que lleva a escribir y,
sobre todo, a seguir escribiendo. Pero
también a la sabiduría de reconocer
que, por más que se forje una precisión
(y Manjarrez es prodigiosamente pre­
ciso), hay un momento en que hay que
rendirse: y en estos versos el poeta se
rinde de manera ejemplar, gozosa.
La memoria está hecha de palabras
sabidas y olvidadas. Repetidas, soba­
das, gastadas. Nuevas. De palabras y
del límite de las palabras. De silencios
sabios. Elipsis elegidas.
No es entonces coincidencia, abu­
so de confianza o de autoconfianza que
haya concentrado saberes y, tongue in
cheek, haya publicado también un Útil
y muy ameno vocabulario para entender
a los mexicanos. (La parte de entender
a los mexicanos a lo mejor no he aca­
bado de entender cómo usarla.)
Hasta aquí me he limitado al espacio
abarcable de ciertas páginas, sin pen­
sar de manera cabal lo que es y hace
un libro completo de Héctor Manja­
rrez. Primero que nada hay que decir
algo que es obvio cuando uno se refiere
al novelista –pero que no lo es nece­
sariamente cuando uno piensa en el
, México, 1986.
era
cuentista, el poeta, el ensayista–: Man­
jarrez planea la unidad y las unidades
de sus libros cuidadosamente.
Por ejemplo, su más reciente colec­
ción de cuentos, Anoche dormí en la
montaña, no es solamente un volumen de
textos breves y extraordinariamente bien
escritos. Son textos que hablan entre
sí, que se enriquecen, que quieren estar
en el mismo libro. No solamente porque
varios de ellos cuentan una Semana
Santa huichola, y porque en ellos está
Concha, la memorable protagonista de
El otro amor de su vida. El resto de los
cuentos no sucede en la Sierra Madre
Occidental, sino en la Ciudad de Mé­
xico, en Managua, en Londres, en La
Habana. Pero todas sus protagonistas
son mujeres y en todos impera no la
pregunta sobre “el eterno femenino”,
sino la pregunta concreta sobre mujeres
concretas, que han vivido en lugares y
tiempos que las determinan en cierta
medida, pero estas mujeres también,
además de habitarlas, sortean esas de­
terminaciones volviéndolas extraordi­
nariamente singulares.
Pero además de la unidad del li­
bro mismo, encerrada entre sus pastas,
Manjarrez crea unidades en sus libros
de cuentos, en sus colecciones de ensa­
yos: unidades que pueden llamarse “In­
fidelidad”, como la primera del libro
que mencionaba; “Gracia”, como una
17
de las partes de El camino de los sen­
timientos, o sencillamente estar encabe­
zadas con número como en las tres partes
de las colecciones de cuentos No todos
los hombres son románticos y Ya casi
no tengo rostro. Estas separaciones,
incluso cuando son una mera cifra,
invitan (o por lo menos me invitan) a
pensar la comunidad entre dos o más
textos. Invitan –después de haber go­
zado, sentido, paladeado las palabras
que rescatan, la música que hacen po­
ner, los cuadros que habitan y, sobre
todo, los otros libros que reavivan– a
pensar en la figura que forman.
Del mismo modo que los trabajos de
la memoria de los que he hablado an­
tes modifican también el presente, estos
títulos obligan a una activación temática
de los textos que encabezan: sean un
fragmento de una novela o un grupo de
cuentos. Me hacen pensar en cómo lo
que he leído se transforma e invita a la
meditación sobre el tema que los une.
El yo, la pasión sexual de los cuerpos,
la juventud y el envejecimiento, el vi­
vir en una ciudad a la que no le hago
falta, el fracaso de una opción política
más generosa pero que deja una huella
en otra parte. Dos o más textos escri­
tos de manera cuidadosamente distinta,
cristalizan por la unidad que los reúne.
Incluso en el caso de las novelas, los
capítulos invitan al guiño teatral y a
18
ser leídos como los actos en una pieza.
Pero no quiero terminar sin propo­
ner una posible unidad que ofrece la
obra misma; no como ese elefante en
cuero y papel cebolla que iría del Acto
propiciatorio y Lapsus de principios de
la década de los setenta a la flamante
París desaparece y lo que siga pasado
mañana, que siempre sorprende, pero
al mismo tiempo bebe de las mismas
inagotables aguas elementales:
Este corpus está atravesado por cuer­
pos. Desde los muy directamente dichos,
como estos del temprano El golpe avisa:
Debí, sí, debí beber tu sangre
y mascarte el click por un ciego instante
mudo
antes de agotarnos, mucho antes del baño.
Ahora tu cuerpo casi musculoso,
grotescamente blanco, coñirrojo
y pelirrubio, está tan inmaculado
tan quant à soi
como el mío. Que no te di casi nada
es cierto. Que me diste el revival
de un viejo aborto es tan estremecedor
que lloro de no ponerme sentimental
como tu ciudad.5
De nuevo, cuerpos, en plural. Por­
que incluso los intensos momentos de
soledad son, sobre todo, de añoranza o
de desgarramiento respecto a otro cuer­
po. Concreto o por concretarse. Cuerpos
5
El golpe avisa, era, México, 1977.
el sueño de la aldea
puestos en palabra, pero en una pa­
labra que por muy perfecta, por muy
cimentada en las más altas cumbres
de la cultura, mejor: gracias a que ha
dormido en la montaña de la cultura,
no abandona nunca a los cuerpos.
Pero como dice Badiou: hay cuer­
pos, hay lengua y hay también verda­
des. Y la verdad requiere no sólo de la
revelación deslumbrante –el brillo del
amor, la herida de la belleza, la con­
vicción–, sino de lo que Badiou lla­
ma fidelidad y yo he preferido llamar
valentía. La obra de Manjarrez no es
la de un sentimental ni la de un nos­
tálgico ni la de un hedonista. Los sen­
timientos, la memoria y los placeres
son siempre lo que está por pensarse,
lo que desde su hacernos sentir, desde
su habernos hecho sentir nos obliga a
pensar.
Para Manjarrez, además, el pensar
exige un decir muy elevado. A nivel
de la palabra elegida, a nivel de la per­
fección de cada texto, a nivel de la re­
lación entre textos y al final, al final
de su obra completa que es uno de los
retratos de historia íntima más com­
pletos, más complejos, más conmove­
dores con los que contamos. Un decir
que al mismo tiempo proteja la verdad
de los cuerpos que lo originaron. Y en
esa constelación veo la singularidad
de su brillo.
12397.
Fórmulas para poblar un
desierto
D ante A. S aucedo
1
Leah Goldberg preguntó alguna vez:
¿Cómo ha de poder un sólo pájaro
sostener el cielo entero
sobre sus débiles alas
por sobre el desierto?
Es una cuestión de números, pero tam­
bién de geografías. De lugares extraños
y deshabitados; de fugas, migraciones y
soledad. Del peso que, aun en la mitad
de un vuelo, el desierto puede compor­
tar. ¿Cuántos pájaros se necesitan para
cruzarlo? ¿Cuántos para poblarlo?
Durante su reclusión en la cárcel de
Breslau, Rosa Luxemburgo se entrete­
nía observando pájaros por su ventana
y leyendo sobre ellos. En carta a Hans
Diefenbach comenta una de esas lec­
turas: durante las migraciones, aves
que usualmente son predadoras via­
jan juntas, ayudándose a huir. “Cuan­
do leo algo así –escribe Luxemburgo–,
empiezo a pensar que incluso la cár­
cel parece un lugar habitable.” Quizá
la única manera de soportar el desierto
sea viajar en grupo, mantenerse en fuga.
19
tarse a su sórdida planicie para poder
volver a casa o llegar, al menos, a un
oasis. ¿Quién podría, en esas circuns­
tancias, pensar en escribir? ¿Sería po­
sible siquiera hacerlo? En 1976, Juan
Gelman salió de su país, obligado por
la persecución de la dictadura militar.
Nunca volvió a su patria para habitar­
la y, aun así, nunca dejó de escribir. En
el desierto, sólo la poesía podía alige­
rar sus alas:
me desterraron de mi tierra/
caminé por la tierra/
me deportaron de mi lengua/
mi lengua me acompañó/
juan gelman
2
¿Qué es un desierto? Un páramo ajeno
y desolado, un trozo de tierra que nadie
puede reclamar como propio, un es­
pacio que sólo puede ser poblado en
movimiento. El desierto amenaza no
por su vacío o por lo implacable de su
sol, sino porque permanece inapropia­
ble. Resulta imposible trazar líneas o
marcar límites y distancias sobre él:
basta un segundo de viento para que
las huellas desaparezcan en la arena.
Un desierto no puede ser la patria de
nadie y, por eso, la única forma de ha­
bitarlo es el exilio.
¿Qué podrían hacer en un lugar así
un pájaro, un camello, un nómada? Se­
guramente cruzarlo o huir de él; enfren­
20
3
Ricardo Piglia escribió que hay algo
territorial en juego en las literaturas y
su circulación, “una cuestión de ma­
pas y fronteras, ciertas rutas que lleva
tiempo recorrer. Y quizá algo de la ca­
lidad de los textos tiene que ver con
la lentitud con la que llegan a su des­
tino”. Todo esto es cierto, pero quizás
haya también cierto tipo de textos que
no se limiten a transitar y recorrer paí­
ses. Si la “literatura del exilio” existe
es porque hay escrituras capaces de
desplazar los límites mismos, de dis­
locar las geografías y producir nuevos
territorios.
Un texto no es exiliar por el lugar
el sueño de la aldea
en el que se escribe, o por el sitio de
origen de su autor, lo es porque pro­
duce un espacio completamente ajeno
y extraño, un territorio que es, a la vez,
el único que el texto mismo podría ha­
bitar. La poesía del exilio huye para
producir una tierra por poblar; per­
manece en fuga, acompañada de sí
misma, por­que sólo así le es posible
sobrevivir. Gelman conoció esta expe­
riencia y logró condensarla en un bre­
vísimo poema:
no está en el mar mi casa / ni en el aire /
en la gracia de tus palabras vivo
Por eso, la poesía de Gelman es pro­
fundamente exiliar, pero nunca nos­
tálgica. No puede serlo: su escritura
desplaza geografías y territorios, y este
temblor trastoca también lo que alguna
vez fue su patria: “no era perfecto mi
país antes del golpe militar. Pero era
mi estar, las veces que temblé contra
los muros del amor, las veces que fui
niño, perro, hombre”. No obstante, “los
límites del cielo cambiaron” y, con ellos,
su país. Gelman no escribe para vol­
ver, si no para poder poblar el desierto
que él mismo ha creado en su escri­
tura. Para poder ser –otra vez– perro,
hombre, pájaro, camello:
en esta medianoche del exilio
soy yo mismo una bestia /
12397
Poblar –lo sabemos desde siempre– sig­
nifica crecer, multiplicarse. Por eso la
poesía de Gelman está llena de animales,
de pájaros y nombres: los de sus compa­
ñeros, los de sus amigos, pero también
el suyo, desdoblado. En Hacia el sur
(1981-1982) aparecen poemas de Julio
Greco y José Galván, dos nombres fal­
sos que señalan, en el nombre mismo
del autor, una pequeñísima fractura que
le ayuda a multiplicarse y acompañarse
en el exilio.
No son heterónimos. La escritura cam­
bia poco y es posible leer el libro entero
como si esos nombres no removieran
nada. No son tampoco personajes de
ficción, un producto de la genialidad
del autor, de su última arrogancia. Son
apenas indicios de un movimiento an­
terior a ellos mismos: el nombre del
autor vuela en múltiples direcciones y
Julio Greco, Juan Gelman o José Gal­
ván son apenas instantes en cada uno
de esos trayectos. El autor no es nun­
ca un sólo pájaro: se divide y se mul­
tiplica según una regla para la cual no
hay aritmética posible. Juan Gelman
crece y se dispersa para poder vivir sin
tener que numerarse.
En Com/posiciones (1984-1985), el au­
tor vuelve a situar su nombre entre una
multitud: Ibn Gabirol, Amós, Yehuda
21
Alevi. Poetas, filósofos y profetas ju­
díos, desterrados permanentes. Gel­
man justifica el título del volumen
en una pequeña nota: “llamo com/
posiciones a los poemas porque los he
com/puesto, es decir, puse cosas de
mí en los textos que grandes poetas
escribieron hace siglos”. Pero en ese
nombre se esconde también otro sen­
tido: Spinoza –otro exiliado– llamaba
composición al choque entre partícu­
las, sustancias, átomos; el momento
azaroso en el que los cuerpos se en­
cuentran para articular sus alegrías.
Porque vivir –lo sabemos– no es sim­
plemente vagar solos por un desierto.
Hay que saber multiplicarse y saber
encontrarse con otros nombres, con
los instantes de otras fugas. Julio Gre­
co escribió esa experiencia, donde los
cuerpos y las tierras se entrelazan y se
desplazan mutuamente:
esa mujer mezclaba la geografía tanto /
(…) siempre había una selva / un tigre o
tigra / una luna rosada (no de dedos
rosados) / misterios vegetales y minerales
Julio Greco puede amar, por ello, sin
contar: “decir que esa mujer era dos mu­
jeres es decir poquito”, escribió en algún
instante; “debía tener 12 397 mujeres en
su mujer”. Pero esa cifra no es un núme­
ro. Es algo mucho más sutil y, quizás
por ello, algo mucho más poderoso. Es
22
un indicio, una sospecha, un cálculo.
Una multitud incuantificable en la que
caben mujeres, hombres, pájaros, ca­
ballos, bestias, piedras y granos de sal.
12 397 es una fórmula de la matemática
imposible que Gelman “como Greco”
supo decir de múltiples maneras:
Un hombre dividido por dos no da dos
hombres.
Quién carajo se atreve, en estas circuns­
tancias, a multiplicar mi alma por uno.
Es posible que la poesía de Gel­
man no haya vuelto nunca del exilio;
su autor no dejó nunca de habitar una
tierra extranjera y quizá no haya he­
cho otra cosa que intentar escribir esa
experien­cia. Es posible que al menos
uno de sus exilios haya terminado. Tal
vez el poeta descubrió una forma pe­
culiar de acabar con él: trabajar con
una lengua que le permitiera estar
siempre en fuga.
En Dibaxu (1983-1985) logra, con una
sencillez inusitada, lo que todos los
poetas han intentado, incluso sin sa­
berlo: traducirse a sí mismos. El autor
escribe en sefardí –el castellano de los
judíos expulsados por los Reyes Cató­
licos– e intenta verter la sutileza de la
huida al español contemporáneo. En ese
tránsito –el del desierto, el de la lengua,
el del exilio– Gelman logró por fin en­
contrar una forma de vida; un cierto
el sueño de la aldea
modo de juntar memorias y olvidos; y, para explicarlas, dibujaron cien millas
pájaros, fugas, migraciones, cuerpos: al este un archipiélago imaginario. Las
islas, por supuesto, no fueron nunca des­
nil trigu di tu ventre
cubiertas, pero quizá no hayan dejado,
volan páxarus
tampoco, de existir. ¿Qué otra cosa podría
qui cantan
dar cuenta de nuestros flujos, nuestras
in lu qui va a venir /
extrañas corrientes, nuestros encuen­
en el trigo de tu vientre
tros, nuestros nombres desdoblados?
vuelan pájaros
Deleuze escribió alguna vez que una
que cantan
isla no deja de ser desierta simplemente
en lo que va a venir /
porque alguien vive en ella. Es posible
En la página non del libro aparece que, para poblarla, sea necesario mul­
la versión castellana; en la par, escrita tiplicarse; ser una bestia o un pájaro,
en cursivas, la sefardí. El original pa­ un archipiélago real y otro imaginario,
rece un fantasma, un doble espectral comenzar una fuga con 12 397 o con la
de su transcripción española. El poema cifra justa. Encontrar una lengua para
se lee como si –aun estando allí antes poder decir la huida; mostrar el espacio
de la traducción– su doble lo hubiera que la separa de sus posibles traduc­
multiplicado, volviéndolo distinto de sí ciones. Si es verdad que toda poesía se
mismo. ¿Un poema multiplicado por dos escribe en un idioma extranjero, es po­
da dos poemas? ¿Cuántas palabras pue­ sible que vivamos siempre como exi­
blan el espacio entre los dos? ¿Cuán­ liados en un desierto. Quizá la poesía
tos pájaros lo cruzan? La fórmula de del exilio –la de Gelman, la de Greco,
la poesía de Gelman, y de su vida, se la de Goldberg– no sea más que una
halla en ese espacio.
fórmula para poder poblarlo.
100 millas náuticas
Herman Melville narra en The Encanta­ ¿Quién habla en el poema?
das que, hasta 1750, los mapas de nave­
gación ingleses registraban un segundo
G uillermo S aavedra
grupo de islas al este de las Galápagos.
Los bucaneros no podían explicar las ¿Quién habla en el poema? Al enun­
extrañas corrientes que los rodeaban ciarla, la pregunta se multiplica en una
23
tríada de nuevas interrogaciones: ¿por
qué quién y no qué?, ¿por qué habla
y no escribe?, ¿qué clase de espacio,
situación o realidad es el poema capaz
de provocar que alguien se manifieste
en ella verbalmente?
Doy por incontestable, al menos de
modo categórico, la tercera cuestión,
pero es evidente que cualquier respues­
ta a la pregunta que nos convoca supone
inevitablemente una puesta en relación
de los tres elementos involucrados en
ella: sujeto, voz y poema.
Comienzo por tomar posición respec­
to de las dos primeras interrogaciones:
1. Por un lado, no estoy del todo se­
guro de que haya necesaria o excluyen­
temente un quien, un sujeto humano
–fragmentado o no, pero sujeto al fin–
detrás de la particular realidad verbal
que es el poema. Puede haberlo pero,
sin dudas, no se trata tanto de una per­
sona civil, ni psicológica como de un
lugar de enunciación, una posición
táctica que suele autoproclamarse Yo
y que, como sabemos desde la célebre
frase de Arthur Rimbaud en su carta a
Georges Izambard, “es otro”.
Pero sobre todo sospecho que, ade­
más de ese quién, de ese sujeto explí­
cito o manifiesto, también se hace oír
en el poema un qué, una esquirla o un
resto de voz impersonal que podría
atribuirse a la cultura, a la tradición,
24
a la memoria de la especie o a lo real
mismo buscando su oportunidad en la
penumbra del lenguaje: aquello que
Diana Bellessi llamó bellamente “la
pequeña voz del mundo”.
Para volver a Rimbaud y a la cé­
lebre carta ya mencionada: “Es falso
decir: ‘Yo pienso’; debería decirse: ‘me
piensan’.” O, como diría mucho más
tarde el psicoanálisis de cuño lacania­
no, “soy pensado” o “soy hablado”,
poniendo en evidencia que el supuesto
agente del pensamiento o del habla es,
más bien, un paciente de dicho acto.
2. Por otro lado, sí: tiendo a creer que
lo que sucede en esa experiencia singu­
lar del lenguaje que es la poesía está
más vinculado, quizá de modo atávico,
al habla que a la escritura.
Sobre todo si nos atenemos al cam­
po más restringido de la poesía lírica
–aquella que, desde mi punto de vista,
supone la mayor radicalización de la
experiencia poética–, dejando de lado
la extensísima tradición de la épica, en
la cual lo que se pone de manifiesto es,
más que el trabajo de un poeta, el de
un narrador que ha elegido el ropaje
del verso, un atavío que puede llegar a
lucir con ademanes más o menos ins­
pirados, pero en cualquier caso sacrifi­
cando condensación e intensidad para
ganar en extensión y exhaustividad, y
renunciando, por así decirlo, a lo pro­
el sueño de la aldea
pio e intransferible de la experiencia
del instante, que es, a mi juicio, lo que
pone en escena, de modo necesariamen­
te fugaz, el poema –un ímpetu, como de­
cía Henri Michaux, que no puede durar
mucho.
Y también habría que soslayar, en­
tre otras prácticas de lenguaje que se
alejan fuertemente de toda huella de
la oralidad para poner el énfasis en la
escritura, emprendimientos tales como
la poesía concreta, que prefiere recla­
mar, para su realización, el espacio fí­
sico y plástico de la página, en lugar de
la voz y, para su recepción, la vista en
lugar del oído.
Ahora bien, es la poesía la que ocurre
en la voz –o, si se prefiere, sólo la voz
puede sintonizar la situación poética,
el sistema de relaciones o correspon­
dencias que ésta pone en juego, en un
momento dado del fluir de las cosas
a través del tiempo–. Pero el poema,
al menos tal como hoy lo conocemos,
realidad tangible sobre una página,
mantiene con el acontecimiento poéti­
co una relación testimonial: el poema
es la huella de la voz que se manifies­
ta en el hecho de la poesía, el eco más
o menos distante de aquel suceso.
En este sentido, podría decirse que
aquello que persiste en expresarse en
el poema es de algún modo el fantas­
ma de la voz que hizo posible la ex­
periencia poética y que ésta, a su vez,
reclamó con su espesor de urgencia, de
actualidad fugaz e irrepetible, de tem­
blor único, el pase del testigo: la escri­
tura del poema, allí donde la voz de la
experiencia se adelgaza o deshilvana
puesto que, si la poesía es aquel cara­
col nocturno del que hablaba Lezama
Lima, lo que de él persiste en el poe­
ma es su rastro de baba.
Si se aceptan estas consideraciones,
podría reformularse la pregunta ini­
cial: ¿qué rastros de qué voces persis­
ten en hacernos llegar su testimonio
en el poema y, en tal sentido, qué pa­
pel cabe al poeta en esa actividad tes­
timonial, documentaria?
Me apresuro a admitir que estas con­
sideraciones descansan sobre un acto
de fe o, si se prefiere, sobre el incómodo
énfasis de una serie de sospechas que
paso a enumerar:
La poesía ocurre en un exterior aje­
no a la conciencia, a la voluntad y a la
voz del poeta.
La poesía es un don del mundo que
encuentra en la lengua un refugio pro­
visional pero cierto.
El poema es la casa de palabras
que el poeta logra construir (con ayu­
da de la tradición, de la cultura, de la
sensibilidad de su época y de una sen­
sibilidad e intuición propias) para un
hecho de poesía.
°
°
°
25
En tal sentido, todo poema es una
forma de traducción, un traslado de ese
cuerpo vivo a la frigidez de la página.
Desde esta perspectiva, podría leer­
se el progresivo despojamiento de cier­
tos moldes formales llevado a cabo por
la poesía desde fines del siglo xix has­
ta la eclosión y apogeo de las diver­
sas vanguardias estéticas del siglo xx
como un intento de eliminar las me­
diaciones y distorsiones excesivas del
aparato de la cultura: una forma como
el soneto, por ejemplo, habría llegado a
ser en sí misma demasiado significante
como para acabar ahogando la singula­
ridad del contenido poético específico
de un poema.
O, dicho de otro modo, para que la
traducción no desvirtúe la voz de la ex­
periencia poética ni la esconda hasta
hacerla desaparecer, la casa que es el
poema se ha ido reduciendo a lo esen­
cial: lo que fuera en algún momento
mansión lujosa ha devenido en preca­
rio rancho para que, desde su relativa
intemperie –la intemperie sin fin de la
que habla Juan L. Ortiz en sus inolvi­
dables y recurridos versos–, el poema
se mantenga, paradójicamente, mucho
más vivo y audible en su relativa des­
protección.
De aquí podría deducirse que el poeta
es el constructor (o desconstructor) de un
espacio para dar cabida a la voz de la
°
26
poesía y no el verdadero hablante del
poema. Pero, incluso adoptando plena­
mente esta posición, es necesario se­
ñalar que el poeta es algo más que eso
ya que si, por una parte, crea el ámbi­
to formal para que la voz poética pue­
da discurrir u ocurrir en él, también,
en su condición de lenguaraz entre un
avatar del mundo y un lector capaz de
recibirlo, tiene un papel activo en la
elocución final del poema.
Vale decir, al poeta cabe discernir
lo singular de un rumor concreto prove­
niente del mundo; separar el ruido de
las cosas sumidas en el caos para dejar
oír aquello que, en su especificidad (y
más allá de la tradición y de su propia
experiencia psicológica como sujeto),
está pidiendo el asilo del poema.
Desde luego, ese proceso está siem­
pre gravemente amenazado por la in­
teligencia, los supuestos saberes, el
sentido común y, en general, por cier­
ta pulsión racional, si se me permite el
oxímoron, que pugna en el poeta por
hacerse oír y que tiende a asfixiar la
voz pura y perfectamente gratuita del
acontecimiento poético en beneficio de
una voz supuestamente pertinente, efi­
caz o edificante.
Si puede hablarse de autoría en poe­
sía, si hay un modo de presencia o par­
ticipación del poeta en la realización
del poema, ésta reside precisamente
el sueño de la aldea
en la capacidad de tomar buenas deci­
siones al respecto. El poeta sería, entonces,
una suerte de mediador, de administra­
dor de voces (incluida la propia), con
el mandato de no normalizarlas sino,
por el contrario, dejarlas expuestas, como
se dice de una fractura, en su mayor
extrañeza y excepcionalidad.
Un intento de unir los puntos hasta
aquí mencionados, como quien busca,
a pesar de todo, trazar el contorno de
una figura, dar una imagen concreta
de algo que se aproxime a una certeza:
La poesía es un hecho o la vincula­
ción de varios hechos fugaces e irrepe­
tibles en un momento dado del devenir
del mundo.
El poema es, a la vez, la huella y la
casa de la poesía.
El poeta es el Teseo que recoge, des­
de el centro del laberinto de la expe­
riencia poética, el hilo de Ariadna y
es capaz de encontrar la salida.
La poesía es la manifestación de una
voz que, agazapada en un rincón de la
oscuridad de lo real, u olvidada en un
repliegue de la cultura, o rediviva en
el fondo de la mente del propio poeta,
pide ser traducida y reformulada para
hallar, de ese modo, un lugar entre las
cosas sensibles y, en cierto casos, in­
teligibles.
En el poema coexisten, no siempre
pacíficamente, la huella de la voz de la
°
°
°
°
°
situación poética, la voz de la cultura
intentando domesticarla en virtud de
los parámetros vigentes en una época
dada y la voz del poeta, quien intenta
rescatar esa huella rindiendo mayor o
menor tributo al paradigma cultural
en curso pero intentando no traicionar
el impulso, las calidades, texturas e in­
tensidades de lo que le ha sido dado a
través de una asociación casual, el es­
tímulo de una lectura, un recuerdo o,
mejor aún, el aguijón de un olvido.
Corolario: el poeta es el lenguaraz o,
si se prefiere, el agente de primeros au­
xilios capaz de intentar una suerte de re­
sucitación de la experiencia poética. No
siempre lo consigue, como es sabido.
Al releer todo lo anterior descubro,
como san Agustín en relación al tiem­
po, que, si no me preguntan qué es la
voz poética ni quién la pronuncia, creo
tener una aceptable noción de ambas
cosas; pero, en cuanto me lo pregunto,
toda certeza al respecto se desvanece
en mí por completo.
No sé, en verdad, qué sea la voz en
el poema.
Sobre todo, no sé encontrarla en mis
propios intentos poéticos, aunque a ve­
ces crea poder reconocerla en los otros,
de un modo intuitivo, por simple inspec­
ción del espíritu, como decía Descar­
tes (y, en este aspecto, quizá la mejor
prueba de que se trata de una voz y no
°
27
de una escritura poética es que, para
discernir si estoy o no frente a algo dig­
no de ser considerado un poema, debo
leerlo en voz alta).
A veces esa inspección me deja la
sensación de que el poeta llegó a en­
hebrar el hilo de la voz pero no le hizo
un nudo y está cosiendo en el aire, sin
lograr zurcir, en su decir, mundo y pa­
labra.
En otros casos –César Vallejo es,
para mí, emblemático en este sentido–,
tengo la sensación que intentaba expre­
sar más arriba de que la voz preexiste al
poema, de que esa voz, poética, existía
antes y persistirá después de que el
poema se constituya como tal. Como
si el poema fuese sólo un intervalo de
altísima concentración de la voz pero
ésta no se extinguiese al final del poe­
ma y pasase, simplemente, a emitirse
en una frecuencia ajena a la escritura.
Es decir, la voz poética continúa ahí
después del poema, como una reverbe­
ración de algo material que no se au­
sentó, sólo dejó de ser audible. No estoy
insinuando nada de orden esotérico ni
paranormal sino refiriéndome a la clara
percepción de un silencio que uno adi­
vina cargado de omisiones, de un reti­
ro de la palabra que no implica una
desaparición de la experiencia sino el
recurso que ésta tiene para manifestar
su condición singularmente discreta.
28
Como nuevo intento de aproximarme
a la cuestión, apelo a mi propia, mo­
desta experiencia. Lo que sospecho
que sucede, en los que considero mis
mejores momentos, aquellos que lle­
van a hablar de inspiración o de gran
concentración, es que sé que no voy a
encontrar mi voz pero sí su huella.
Son momentos de lucidez, de sinto­
nía, de puesta en foco, de altísima ni­
tidez que me vuelven particularmente
perceptivo a algo que, estando en mí,
parece haber venido de fuera y, súbi­
tamente, retirarse nuevamente dejando
en mí su estela.
Tal vez no casualmente, cada vez que
he tenido esa suerte de epifanía, no me
encontraba entregado gravemente a la
escritura sino jugando con total despreo­
cupación (así se me impuso la economía
del poema largo en prosa para Cara­
col); entregado a aspectos técnicos de
la escritura (fui anotando, en una página
en blanco, el nombre de John Cage en
sentido vertical cuando me apareció la
necesidad de cruzar horizontalmente
cada letra de ese nombre, con lo que
luego comprendí que iba camino a con­
vertirse en versos, en mi libro Tentati­
vas sobre Cage); con la mente en blanco
u ocupada en otra cosa (en tales cir­
cunstancias, probando el procesador
de textos de una nueva computadora,
irrumpieron ante mí, inopinadamente,
el sueño de la aldea
los dos primeros versos de El velador,
que hablaban de la muerte de una ma­
dre, tragedia que por entonces no era,
para mí, autobiográfica). Irónicamen­
te, en el único caso en que intenté con
deliberación interrogar una situación
con un contenido semántico evidente
y cercano como la crisis de diciembre
de 2001, luego de la aparición de cua­
tro poemas que surgieron con voz níti­
da y propia en mi conciencia, el resto
de lo que ya era un proyecto de libro,
Desocupado, guardó silencio, se reti­
ró drásticamente de mi imaginación
poética y se mantiene ausente de ella
hasta hoy.
Si detrás de esta resistencia de la
poesía a manifestarse con una direc­
ción y una intención predeterminadas
por mi voluntad de autor hay una lec­
ción, ¿podría decirse que, al menos en
mi caso, se cumple lo que pedía Chuan
Tzú? ¿Hay que entrar en la jaula mien­
tras los pájaros duermen?
En última instancia, si es cierto, como
vengo afirmando en estas páginas, que
los asuntos y las materias de la poesía
no nos pertenecen y que sólo nos es
dado consignar sus rastros, ¿cuál es la
dimensión de nuestra responsabilidad
–de nuestro mérito, si se prefiere– en
el poema que, de tanto en tanto, la poesía
escribe a través de nosotros, sedicen­
tes, escuálidos poetas? ¿Qué parte de
nosotros está representada en la voz mix­
ta que da como resultado un poema?
Sin lugar a dudas, no somos meras
cajas de resonancia de los ejercicios
de un Ventrílocuo Superior. Lo prueba
el hecho de que un poema firmado por
Vicente Huidobro lleva inscrito el gra­
no de una voz que asociamos sin dudar,
inequívocamente, al poeta chileno; del
mismo modo en que nos ocurre ante un
poema de Luis Cernuda, de Antonio Cis­
neros o de Olga Orozco, por citar unos
pocos casos en los cuales la personali­
dad poética, más allá de las biografías,
de los prestigios y de las afinidades elec­
tivas de cada cual, es percibida por el
lector/oyente a través de algo que tende­
mos a considerar la voz.
Pero eso que confiere carta de iden­
tidad a unos y a otros, mayores o meno­
res pero indudablemente poetas, ¿es la
voz de la poesía misma o el modo per­
sonal en que cada uno de esos poetas
logra interpretar esa voz, impersonal y
ajena, cargándola de un matiz singular,
de aquello que con reticencias podría­
mos volver a llamar estilo?
Vuelvo a mí, no por narcisismo sino
porque, con todas mis limitaciones,
puedo dar cuenta de mis procesos con
algo menos de impertinencia que al
hablar de otros poetas. Cuando logro
entonarme en una escritura que deja
de atender a los mandatos del supues­
29
to buen gusto, de las buenas intencio­
nes, de lo que está a la moda o de lo
que, imagino, seducirá a un crítico o a
un amigo lector, en esos casos, lo que
habla en mí es la voz de la experiencia.
No la de mi experiencia subjetiva sino
la de la experiencia poética. Y si algo
de mí queda en el poema al consignar
esa voz es el reguero de atenciones dis­
cretas, discontinuas, que logro conce­
der a lo que ha logrado hablar en mí,
a través de aquella voz.
Sin duda ese rastro, ese zigzagueo
de intuiciones anotadas se va hacien­
do, al menos a lo largo de un mismo
libro, sistemático; encuentra un modo
de responder con cierta regularidad a
los imperativos de la experiencia que
pretendo consignar. Y hago hincapié
en esta palabra porque es allí, en la ex­
periencia y no en la escritura misma,
donde encuentro algo que podría ad­
mitir como el halo de una voz propia.
El poema es posible como intento de
recuperar esa experiencia en que la voz
sonaba en mí como algo propio.
¿Cómo hacer para que el poema pre­
serve la autenticidad de lo que fue expe­
riencia de la voz personal, de lo que se
configuró en mí como consecuencia de
un fenómeno exterior, de un recuerdo,
30
una lectura, una conversación, una músi­
ca, un dolor que me permitió vocalizar
sin la necesidad del recurso a la imi­
tación?
No lo sé a ciencia cierta. Creo que,
a veces, uno es privilegiado con una
memoria auditiva más fina que en la
mayoría de los casos. Y el poema se
va escribiendo con atención cautelosa
a la consistencia, el color, el fraseo de
esa voz que a cada momento se pierde
(como cuando uno intentaba sintoni­
zar una emisora de onda corta en me­
dio de la noche). En mi caso, es como
si avanzase abriendo una brecha en la
espesura con una tijerita de esas que
usan los chicos en la primaria para
hacer manualidades.
La mayor parte del tiempo, escribir
el poema es la experiencia del fracaso
de recuperar (en la escritura) la expe­
riencia del triunfo de la voz en el ins­
tante (de la vida). Pero sigo porque, en
medio de ese fracaso, o quizá gracias
a él –como si fracasar fuese un modo de
ir descascarándome, de ir sacándome
de encima las voces adquiridas, las im­
posturas ajenas, las interferencias–,
en algunos momentos dejo de hundir­
me en el agua y logro pararme en una
piedra.
Piedad filial
C lyo M endoza H errera
Siempre he llorado. Nací llorando. Antes de nacer lloré
a través de mi madre. Ella lloraba porque llovía o porque
el sol le calentaba el vientre. Conforme fui creciendo
dejó de consolarme. Dejamos de llorar, pero seguíamos
creyendo en la tristeza.
*
Camino todo el tiempo junto al acantilado
con el deseo cardinal de nunca dejar mi cuerpo profundamente solo
Quiero dar ese paso y caer
que la caída sea tan natural como mi marcha
Dijo Joseph Goebbels a su amigo Adolfo Hitler una noche
en que tomaban juntos y hablaban de amor. Le dijo también
que una mentira dicha mil veces se convierte en una gran
verdad.
Así me lo contó mi padre.
31
*
Una mañana mientras mi padre me hacía resolver un
mapa cartesiano decidí que ya no quería acertar las
cruces de sus planos, trazar cuadrantes, adivinar valores
de letras postreras.
Abandoné su incomprensible notación matricial y quise
salir al encuentro de mi perro.
Mi padre me detuvo de la manga
–Ojalá te enamores –me dijo serio y luego lanzó su risa y
su puño sobre la mesa.
Descubrió esa, la más brutal de las maldiciones gitanas, siendo niño,
en una revista Reader’s Digest como aprendió a matar calandrias con
sus puños galgos.
–Ojalá te enamores.
Mi muerte sigue la pauta de su puño en la madera.
*
Quise hundirme,
caer en el acantilado amar a alguien hundirme.
Amar en serio.
Como los héroes en las habitaciones oscuras o como las aves que
nunca se separan.
Tuve un tío que viajaba a ver a la gente que nadie reconoce.
Quiso ser candidato a presidente del pueblo.
Se dice que era querido, noble, honesto.
32
Lo asesinaron.
Eso aseguró a gritos mi abuela.
Lavó ella misma su cuerpo,
como si fuera aún el niño de pecho.
Lo miraba como al hijo que odias porque no deja de llorar,
como al muerto al que se le reclama pero que no vuelve.
Recogió las mantas de su campaña,
las tendió como sábanas en todas las camas
y convirtió su casa en un hostal.
Una casa para qué.
Sus hijos, se dio cuenta, no volverían nunca.
Quise amar a alguien así: hundirme por hacerle justicia en cada uno
de mis actos.
*
Tratamos de curar su suerte
devolverle la obsesión vital
pero la víctima ya estaba reservada
Fue una de las frases que se le escuchó a Ricardo
Klement en una gélida playa argentina, cuando contaba a
su mujer, en Alemania, acerca de su intento de rescatar a
un perro.
Así me lo contó mi padre.
*
Pienso que mi madre desea caer en el mismo acantilado.
33
Lo creo porque sus ojos rezuman agua. Rezuman agua
como todas las cosas que llevan corriente. Creo que mi
madre está luchando, pero sueña el mismo acantilado que
yo. Mi madre vio en mí el miedo. Mi madre vio las alas que
me sostenían titilando como cadena de oro. Por eso debe
ser que cuando nos mirábamos largamente ambas
empezábamos a llorar en abundancia.
Evito a mi madre. Mi madre me evita a mí.
*
Una de esas cosas extrañas que hizo mi padre fue regalarme una navaja
que tenía brújula, tijeras
y una linterna con pilas de reloj.
Los regalos de mi padre consistían en tener todo para no extraviarme.
El día que me mataron llevaba la navaja.
Balas
Me hubiera gustado tener balas.
Pero me dije: está bien, mira, todo va a estar bien,
que es lo que me decía cuando estaba siendo cobarde.
Igual sucedió, no pude evitarlo
y caí
con la boca reluciendo un agua nueva.
La palomilla tronó junto al foco,
mi padre arrancó las flores de mi ventana
y cuando terminó con su largo silencio
34
me enseñó a disparar.
De este lado, en el vacío, todo se cumple.
Colgó cartones como objetivos en los árboles
donde nuevos mapas cartesianos se resuelven cada que él dispara
pretendiendo que mi mano es su mano
que su vida es mi vida.
Padre: tu sangre no dibujó el plano para mi derrumbe, le digo.
Pero no me escucha.
*
No quiero ser yo quien sepulte a nuestro hija muerta
no quiero ponerla a tus pies
ni quiero dormir cubriéndome de pena
Lo poco que quiero, vida mía
es asistir a este espectáculo sin rabia
Repetirme que hay en el mundo niños vagabundos
conquistando escombros
y que ésta, nuestra hija,
aunque no venció
hubiera sido sin ti un ser sin resistencia
*
35
Eichmann juntó diez mil gitanos
y los sembró de llamas
–Ojalá te enamores
gritaban las masas antes de caer en el lecho deslumbrante
Eichmann miró hasta que el fuego estuvo en reposo.
Sobre las venas mutadas en ceniza se leía:
–Ojalá te enamores
la más cruel de las maldiciones gitanas.
Ay, qué inútiles son los juramentos de los nómadas,
se dijo Eichmann.
Volvió a su casa donde su mujer
resolvió cambiarle el nombre
para que la maldición no lo alcanzara:
Ricardo Klement, el nuevo Eichmann,
huyó semanas después
perdidamente enamorado de su causa.
Por ella, años más tarde, lo ahorcaron
en un país al que habían volado las cenizas nómadas
de aquellos gitanos.
Así me lo contó mi padre.
36
Henry McCarty
A ntonio M oreno M ontero
al tío Hugo Corzo, por el recuerdo de la última
cabalgata que llevó a cabo con mi padre
El hambre y la falta de agua empezaron a minar el físico del jinete, mientras
su caballo ruano daba muestras de seguir al trote sin la necesidad de las es­
puelas. Si la fatiga podía doblegar el cuerpo, los poemas del profeta le forta­
lecían el espíritu. Extrajo de la alforja el libro Songs of innocence, de William
Blake, forrado en piel de carnero, un poco abarquillado y en el frontis, hecho
a cuchillo tal vez, con mucha precisión, había trazado la figura de un ángel
impúdico. El libro había pertenecido a su padre, era el único patrimonio,
obviando el apellido y el coraje, heredado de él. Leía el libro todos los días,
poemas al azar, para no olvidarse que la voluntad humana es el principio y
final de la libertad, la que permite que el hombre, desde su primer sol hasta
el último, luche para no perder la inocencia. Era una escena que habría se­
ducido a Sam Peckinpah, o a Sergio Leone, por el tenue barniz civilizatorio
que sugiere, preñada de paradojas, la imagen de un jinete armado hasta los
dientes que lee montado en una bestia sin riendas, aparentemente perdidos
entre chamizos, breñales y árboles achaparrados siguiendo el camino hacia
la muerte, bajo la luz de un sol implacable. Leyó en voz alta “The little boy
found” (The little boy lost in the lonely fen, / Led by the wand’ring light, /
Began to cry; but God, ever nigh, / Appear’d like his father in white.); y re­
cordó sus días caminando de la mano de su padre por las calles bulliciosas
del barrio irlandés de Nueva York.
Henry McCarty era su nombre de pila, pero también respondía por Henry
37
antonio moreno montero
Antrim, William H. Bonney y al mote de Billy the Kid.1 Se dirigía a Villa
Paso del Norte, hoy Ciudad Juárez; tenía planeado cruzar al pueblo la no­
che del día siguiente por uno de los atajos del Río Bravo. El chihuahuense
Higinio Otero, uno de sus mejores amigos, había sido emboscado en un pa­
raje solitario de la ribera del río Peñasco, cuando iba de camino a Blackwell
Ranch. Le destrozaron la quijada; en la espalda tenía como diez orificios de
bala. Por su vitalidad y resistencia, Otero no murió en el acto. Tras enterarse
que su vida peligraba, McCarty galopó tres horas sin parar hacia la casa de
la madre de Otero, en Carrizozo, donde agonizaba, pero el esfuerzo no resultó
en vano después de todo. Le lloró en su lecho; una vez que supo el nombre
del asesino, juró vengar la muerte de su amigo.
McCarty prometió dar con el paradero de Charlie Sanquist, alias El
Comemexicanas, a como diera lugar, sin importar los riesgos que implicaba
Decidimos prescindir de las referencias y alegatos histórico-literarios en contra de Jorge
Luis Borges, o mejor dicho, en contra del cuento “El asesino desinteresado Bill Harrigan”,
incluido en Historia universal de la infamia, publicado por Editorial Tor en 1935, porque habría
sido una tarea anodina y tal vez irrespetuosa para el lector. Nadie querría leer un relato-ensayo
que se presumiera de corte revisionista y contestatario como pontifican los expertos en los
Estudios Culturales y Subalternos (el profesor de la Universidad de Yale, Harold Bloom,
muy a su manera, y muy bien dicho, ubica a estos especialistas dentro de la escuela del resen­
timiento, y con esos mismos placebos de la crítica cultural escriben de espaldas al fenómeno
estético con más ruidos que nueces ensayos fácilmente sobornables), cuando a mitad del mis­
mo destacaban verbos y adjetivos de indudable propósito adulatorio y con escasa novedad
en las conjeturas, que esto es lo que cuenta, pero jamás el atisbo revisionista y respondón que
mostraba desde el inicio el relato-ensayo en su primera versión, tratando de poner a Borges
por los suelos. Si Emil M. Cioran diagnosticó (profetizar es un verbo esotérico) que la popula­
rización y vulgarización del narrador argentino traería malas consecuencias para las genera­
ciones venideras, fue porque todo mundo (a finales de la década de los sesenta) empezaba a
citar a Borges, y lo que es peor aún: a imitarlo. Para alguien como yo, formado en un campo
distinto del de la literatura, me dio la agronomía cierta habilidad para identificar al primer
golpe de vista la fertilidad y calidad del suelo que piso, y la piscicultura la intuición de sa­
ber en qué época del año conviene soltar las truchas en los ríos. De no haber leído La guía
fronteriza en su primera versión, y tampoco la oportunidad de haber conocido a su autor, al
experto en teatro mexicano escrito por mujeres, y muchas veces galardonado en los Estados
Unidos, México, Argentina, Chile y España, Ramón Ochoa, quien fue el que me sumergió
en un mar de lecturas que antes eran ajenas a mi orientación profesional, creo yo que jamás
habríamos sacado del nicho anónimo en que se encontraba La guía fronteriza, él como autor
1
38
henry mccarty
desplazarse a Paso del Norte a mediados de junio de 1880. Sabía a lo que se
arriesgaba, pensando en las broncas recientes con las autoridades estatales
y en esa fama que le agobiaba al verse a sí mismo retratado en los boletines
que ofrecían altas recompensas por su captura o por su cabeza. Razón por la que
temía más a sus amigos cercanos que a los enemigos gratuitos, a sabiendas
que éstos podían salir en cualquier momento de detrás de los árboles y de los
caminos sinuosos; pero anticipar la traición de un amigo, imposible presa­
giarla. Sanquist, Otero y él habían sido buenos camaradas, tenían la misma
edad y habían hecho juramentos al modo apache, pocos años atrás. ¿Cómo
olvidar la noche en que Sanquist había sido bautizado con ese apodo por la
mismísima prima de Otero?
McCarty estaba consciente del peligro, mas había dado su palabra. Su
latido cardiaco se elevó al pensar en la presencia de los soldados de Fort
y yo como editor. No habría sido fácil dar con el paradero del Dr. Ramón Ochoa, nacido en
una aldea de la sierra de Chihuahua en 1933, y avecindado en Ciudad Juárez por algunas
décadas, sino hubiese llamado al Departamento de Español y Portugués de la Texas Tech
University, donde él obtuvo un doctorado en filosofía en 1964. Realmente, de 1962 a 1994, pa­
saron 32 años sin que su autor tuviera noticia alguna sobre La guía fronteriza, una selección
de 14 relatos de personajes de carne y hueso que, en tiempos distintos, pasaron y/o residie­
ron en el enclave fronterizo Ciudad Juárez-El Paso: Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Benjamin
Campbell, Ambrose Bierce, Al Capone, Jack Kerouac, Madame Blavlatsky, Henry McCar­
thy, Porfirio Barba Jacob, monseñor Manuel Talamás Camandari (nacido en Palestina), un
grupo de abogadillos simpatizante de Hitler que no vale la pena recordar sus nombres, entre
otros –de carne y hueso resulta una combinación óptima para los menjunjes apócrifos–. La
Brautigan Library está localizada en Terracota, Iowa, y edificada en lo más alto de la colina
de la granja del multimillonario Chad Mulligan, tan apasionado de los libros raros como de los
bestiarios antiguos, tanto así que fundó esa biblioteca para darle cobijo a todos aquellos libros
que hubieran sido rechazados por las editoriales –lo más simpático de esta vasta colección
caprichosa lo revelan las cartas de rechazo, para usar una palabra decimonónica, escritas del
modo más sencillo pero con donaire, fina diplomacia, brevedad y mala leche, so pretexto
higiénico para seguir enriqueciendo la literatura y el mundo de los libros–. Llegué a la
Brautigan Library buscando un libro sobre truchas de la alta montaña y otro sobre la apa­
chería en Chihuahua, y di fortuitamente con el paradero de La guía fronteriza. El Dr. Ochoa
goza ahora de las mieles del retiro académico en Provo, Utah, donde además ocupa un alto
cargo dentro de la iglesia mormona, como predicador y albacea de almas en busca de sosie­
go y perfección. Por mi hallazgo, el Dr. Ochoa me otorgó todas las libertades para editarlo y
reescribirlo a mi manera, de modo que, en cuanto al relato de Henry McCarthy, optamos por
una sola línea argumental, evitando en lo posible repetir lo explorado por el maestro Borges:
39
antonio moreno montero
Bliss y en los Texas Rangers merodeando la zona. En un sueño supo que su
padre había sido asesinado por un confederado en 1862. El odio que sentía
hacia los soldados era profundo, imposible domesticarlo. Tal vez el sueño era
un pretexto. Bonney, Antrim o McCarty eran apellidos que no revelaban su
verdadera identidad. Los que nacen de la roca en el desierto, nomenclatura
que nada ni nadie puede alterar, están condenados a la aventura y a descreer
de sus propios orígenes. Aunque el sobrenombre era redundante, prefería que
lo llamaran Billy the Kid.
La noche anterior, en Tularosa, Rudolph Burckhardt, alias Bobby Joe
Leggett, le había dicho que Charlie Sanquist se encontraba cruzando el Río
Grande y no pensaba retornar a Estados Unidos hasta que se tranquilizaran
las aguas en Nuevo México. Charlie Sanquist había decidido pasar unas lar­
gas vacaciones en casa de Teresa Garrido, alias La Yegua. Burckhardt reci­
bió un buen pago por esa información: la preciada Peacemaker .45 que había
sido de Otero. El benefactor de Burckhardt no pensó en otra cosa más que
partir al amanecer, con sus dos revólveres y un Winchester recién pavonado.
No obstante, había olvidado abastecer las alforjas con provisiones.
Desde la cima del Broad Canyon, conocido por los arrieros mexicanos
como El Zopilote (nombre peyorativo basado en una leyenda negra, atribui­
da al explorador Juan de Oñate, que hoy ruborizaría a sus descendientes),
el personaje del relato de Ochoa se desplaza de A hacia B para cometer una venganza, pero
en el trayecto se topa con un par de arrieros provenientes de Paso del Norte de camino a
Carrizozo, Nuevo México; el personaje decide tomar una decisión inesperada, por lo que su
deseo de venganza es aplazado. Ochoa decidió reciclar la información desechada del relato
para verterla en un ensayo posterior donde demuestra que Borges ayudó a deformar la figura
de Billy el Niño de una manera alevosa y prejuiciada. Estas son las citas que irritaron a
Ochoa. La primera: “Alguien observa que no hay marcas en su revólver. Billy the Kid se
queda con la navaja de ese alguien, pero dice ‘que no vale la pena anotar mejicanos’.” La
siguiente: “Algo de compadrito de Nueva York perduró en el cowboy; puso en los mejicanos
el odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron (malas)
palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el otro, más difícil,
de mandar hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de hacienda. A veces, las gui­
tarras y los burdeles de México lo arrastraban.” Al distorsionar la figura del pistolero, Borges
condiciona al lector para que acepte un sentimiento antimexicano inexistente, porque Billy
the Kid hablaba un castellano perfecto, a decir de Ochoa, y lo aprendió con sus mejores ami­
gos, que eran chihuahuenses.
40
henry mccarty
McCarty divisó una columna de humo que se elevaba desde la planicie. Inte­
rrumpió la lectura e introdujo el libro de Blake en la alforja con una reveren­
cia como si se tratara de un libro sagrado. Dedujo que podría ser un grupo de
vaqueros carneando una res al lado de una fogata o de arrieros transportando
baratijas. Los hombres habían decidido detener el paso de las bestias para
comer y descansar.
McCarty descartó que fueran abigeos, estaban a la vista; y no se habían
alejado mucho del camino real que conducía a Albuquerque. El horizonte
empezaba a pardear. Estaba cansado y tenía hambre. Había cabalgado diez
horas ininterrumpidas.
Calculó que llegaría hasta ellos en menos de una hora.
De no haber sido por el ladrido de los perros, su llegada habría pasado
inadvertida. Estaba preparado ante cualquier eventualidad. Ambas manos
eran tan veloces como la víbora de cascabel. Vio a tres hombres que conver­
saban con animosidad frente a la fogata. A medida que avanzaba hacia ellos,
con las riendas sueltas, saludó con la mano en alto y dijo unas palabras en
inglés y otras en castellano. Dos de ellos estaban sentados sobre sus propias
sillas de montar, acomodadas en el suelo; y el otro, de cuclillas; pero todos
estaban amodorrados por el calor del fuego y el hambre que les perforaba
el estómago. Parecían hombres de otra época asando largos pedazos de car­
ne fresca, cruzada por varas. A un costado, apersogados de la carreta, tres
caballos y un par de bueyes rumiaban un poco de pastura. Los hombres
levantaron la vista al ver el jinete y le respondieron en castellano. El mayor
de ellos era lampiño, liso como el vientre de un reptil, de ojos achinados, con
un paliacate enroscado en el cuello. Le sugirió a McCarty que se apeara para
que comiera y bebiera unos tragos de café. McCarty los juzgó como buenas
personas, pese a que sabía de antemano que tanto ellos como él habían inter­
cambiado identidades falsas al saludarse. Desensilló su caballo con tranqui­
lidad, le quitó el freno, acto seguido le puso un cabestro, del cual ató una
cuerda a la altura de los belfos y le dio larga para que el animal rebuscara la
poca hierba que había entre unos cactos.
–Qué bonito caballo –dijo Lampiño.
Los demás coincidieron con un gruñido, emitido al unísono. McCarty se
desocupó, pero su instinto le indicaba que estaba fuera de peligro, aunque no
41
antonio moreno montero
dejaba de darle la espalda al grupo y ponía toda su atención hacia la carreta,
entoldada, desde donde alguien, sin mucho esfuerzo, podía sacar el cañón de
un Remington y perforarle el pecho.
Los perros olfateaban sus botas y se las lamían como si él fuera el amo.
McCarty se acuclilló para acariciarlos.
–¿Qué les pasó a éstos? Si son bien bravos.
–Les caíste bien, güero –dijo Lampiño.
–Siempre me han gustado los perros, pero nunca he tenido uno –afirmó
McCarty, sin tropezarse en las palabras.
El más joven de los hombres le alcanzó un pedazo de carne.
McCarty desenvainó su cuchillo y la cortó con precisión. Lampiño se
asombró al ver cómo lo manipulaba. Cortó el pedazo en cuatro tajos. Con la
punta del cuchillo, ensartó uno para llevárselo a la boca.
–¿Puedo verlo cuando termines de usarlo? –preguntó Lampiño.
McCarty respondió con un movimiento positivo de cabeza.
Al escuchar risillas dentro de la carreta, su mano izquierda se movió
como si fuera un animal al acecho. Amartilló uno de los revólveres; lo hizo
tan rápido que los hombres alrededor suyo no se percataron del movimiento.
De pronto, una mujer con la melena enmarañada, semidesnuda, cayó de bru­
ces sobre la tierra. Tras incorporarse, empezó a insultar en inglés, mientras
se cubría los pechos con ambas manos.
–¿Pero qué te has creído? Por eso te traigo, para que cumplas todos mis
caprichos. Y para de gritar. Porque si no te meto un tiro en el culo cuando yo
baje –dijo un hombre desde el interior de la carreta.
La mujer obedeció tragándose sus insultos. De la carreta salió un hom­
bre de una estatura imponente, cuya corpulencia daba la impresión de incre­
mentarla aún más. Era de tez roja y pelo azabache. Usaba grandes arracadas
que lanzaban destellos al contacto con el reflejo de la luz de la hoguera. Pa­
rece un demonio, pensó McCarty, quien seguía en guardia por lo que pudiera
pasar en esa escena nada romántica, desarrollada a diez metros de distancia,
en una noche que empezaba a cerrarse como inexpugnable telón de fondo.
Arracadas se acercó a la mujer y la aupó tomándola de la cintura.
–Lo que tú quieres es carne de la buena y no miserias, ¿verdad? Eso
quieres que diga –dijo entre risotadas–. Co­me lo que quieras.
42
henry mccarty
Los demás festejaron el chiste,
menos McCarty, que se quedó tenso
al ver uno de los desvaídos senos des­
cubiertos de la dama.2
Arracadas tomó una vara repleta
de carne, eligió una porción y masticó
al modo salvaje, sin dejar de ver el ho­
rizonte que poco a poco se teñía de ne­
gro; luego, se inclinó para tomar una
piedra y la tiró tan fuerte como pudo.
Varias palomas torcaces levantaron el
vuelo, espantadas por la certera pedra­
da. Con el alboroto, el ruano de McCarty
relinchó.
–Las huelo a leguas. Tienen un zureo inconfundible –le dijo Arracadas
a Lampiño.
Arracadas no se había percatado de la presencia de McCarty o fingía
no verlo.
Esa noche que recibí la llamada del Dr. Ochoa, tan inesperada como por lo que reve­
laría, me disponía a saciar una botella de vino tinto español que él causalmente me había
obsequiado; esperaba que el vino sosegara un poco el cansancio que me atenazaba las corvas
y las espaldas, y me otorgara la suficiente dosis de lirismo para la charla. Había pasado todo el
día en la Davis Library, de la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill, escudriñando
un extenso archivo fotográfico sobre la negritud en México, de un valor incalculable. Particu­
larmente, seguía la pista que me llevaría a develar los orígenes de la familia Campbell (afin­
cada primero en la ciudad de Chihuahua y, después, en Ciudad Juárez), descendiente de
esclavos de Alabama. Chispeante, el Dr. Ochoa me comentó que recién había entrevistado
a dos ancianos en Hatch, Nuevo México (que presume ser la capital mundial del chile); los
viejos habían nacido a principios del siglo xx y mantenían mucha información valiosa sobre el
tema; le aseguraron que los padres de éstos habían conocido al rubio forajido y que les trató
de vender sesenta reses a buen precio, incluyendo una potranca. Si los viejos esculcaban
bien en los baúles con recuerdos familiares, podían dar con el contrato que habían firmado el
padre de éstos y el supuesto forajido para no deshacer el compromiso. La compra no se con­
cretó porque sus padres temían que las reses fueran robadas. Ochoa conoció a los ancianos
cuando acudió a la inauguración de la primera y única biblioteca de Hatch –Dr. Ramón
Ochoa Library–, fundada por gestiones de su hermana. Yo tomaba notas mientras él hablaba
2
43
antonio moreno montero
–¿Cómo te llamas realmente amigo y de dónde eres? –preguntó Lampi­
ño como para interesar a Arracadas.
–Tobias McCarty, de Meade, Kansas –volvió a mentir. Ahora estaba de pie
y se había alejado un par de metros de la hoguera; los demás lo veían a media luz.
Arracadas escuchaba muy atento, de espaldas a McCarty, sin dejar de
comer. La mujer, a su lado, mordisqueaba entre sollozos. McCarty empezó a
imaginarse una escena horripilante: de ser provocado por esos hombres, les
metería a todos una bala en la cabeza sin que se dieran cuenta, casi a que­
marropa. A la mujer la dejaría viva o la haría suya dentro de la carreta. Del
chorro de sangre que saldría de las cabezas se formaría en esa zona una fuente
de color rojo intenso; los caballos y los animales del desierto saciarían una
sed milenaria al tomar de ella. La mujer quedaría muda de terror al ver que
la sangre de su amante se adhería a su cuerpo como una costra viva, luego se
transformaría en un gusano que empezaría a devorarla con mucho apetito: em­
pezando por los pies, la cintura y finalmente la cabeza. Para evitar esa muerte
horrible, saldría corriendo poseída por un demonio lascivo, vagaría desnuda
como si la charla formara parte de un seminario. Las aguas de la charla se dividieron en cuanto
me dijo que esos mismos ancianos le habían revelado que Billy the Kid había nacido mujer.
A la edad de ocho años, una niña espléndida, había sido ultrajada por el hermano de su madre,
quien la siguió sometiendo en repetidas ocasiones, hasta que la niña le preparó una celada sin
decirle nada a nadie. Después de dos años de suplicio (¿ella o él?), envenenó a su agresor con
una tarta de manzana preparada con sus propias manos. Al poco tiempo empezó a vestirse a
la usanza vaquera. El Dr. Ochoa también me afirmó que, a los 16 años, Billy the Kid abrazó
el lesbianismo. De inmediato le insistí que me proporcionara sus fuentes bibliográficas
para indagar por mi propia cuenta. Pero ignoró mi súplica. Jamás reveló gestos femeninos, me
garantizó el Dr. sin constancia alguna. Intuí que del otro lado de la línea Ochoa tenía consigo
una copia de la foto (la única de la que se tenga memoria de Henry McCarty, de cuyo relato
debimos prescindir) y no le quitaría la vista; porque él, mientras hablábamos, me describía
detalladamente la forma de sus caderas, sus rasgos físicos y sus manos delgadas, con una
intensidad desbordante como si en ese momento Billy the Kid (¿ella o él?) estuviera sentado
solo en un salón de clases sin techo y situado en medio de un inmenso desierto, rodeado de
dunas y nubes algodonosas a punto de caerse de maduras de ese cielo imperturbable, for­
mando una escena del gusto de V. Nabokov: entre el profesor rabo verde que habla sin parar
y la chica provocativa, de falda a cuadros, blusa blanca y trenzas rubias, que se muerde los
labios de impaciencia porque desea empezar las verdaderas clases de una vez por todas, una
clase de equitación, realmente, montada como dios la trajo al mundo sobre el lomo de un
caballo pura sangre que galopa con desenfreno hacia los vertederos del crepúsculo mayor.
44
henry mccarty
como un espectro por los senderos que interconectan el inmenso desierto. La
escena horripilante provenía de aquel impacto que tuvo hace dos años en Paso
del Norte. Una mujer desnuda corría por la calle principal del pueblo, en­
vuelta en llamas. La gente horrorizada, sin saber qué hacer, la veía como un
espectáculo circense. Indignado por la algarabía, Otero sacó el revólver y le
pegó un tiro en la cabeza para detener el sufrimiento. Tiempo después empezó
a rumorarse que una mujer en llamas, justo a la medianoche, aparecía a mi­
tad de la calle y caminaba rumbo al río, entre alaridos.
Arracadas giró en redondo para ver de frente a McCarty y decir para todos:
–Había poca concurrencia esa noche en la cantina de La paloma, en
Chihuahua. La gente empezaba a tranquilizarse, después del asesinato de un
hombre que estaba sentado frente a la barra tomándose un par de güisquis.
El asesino no le dio oportunidad ni para defenderse. Menos mal que el di­
funto supo quién lo mató. Tuvo que verlo cuando se le acercó para dispararle
a menos de cinco metros: su rostro quedó allí dibujado en el enorme espejo,
pegado al fondo de la barra. La causa había sido por un lío de amores con
mujer casada. Y tú estabas allí –se dirigió sólo a McCarty–, porque Higinio
Otero te había convencido para que visitaras la ciudad donde él había na­
cido, conocieras las cantinas y casas de juego. Tú sí viste quién mató a ese
hombre, pero no se lo dijiste a nadie. Déjame decirte que Higinio Otero no
era mi amigo sino mi hermano del alma.
McCarty recordó el incidente donde el hijo de un terrateniente muy
afamado de Chihuahua había perdido la vida. Hubo cuatro detonaciones que
cimbraron las lámparas del techo, uno de los proyectiles le perforó la nuca.
Cuando la gente se puso en pie al escuchar los disparos, McCarty pudo ver a
un hombre de una alzada poco común que sobresalía de entre los demás. No
olvidaba todavía sus botas de cabritilla y el fuerte puntapié que le propinó a
un parroquiano que, al ver el cadáver del infortunado, quiso despojarlo de su
precioso revólver. No pasó mucho tiempo para que llegara un mexicano blanco,
de barba cerrada, vestido como de gala. Supuso que era el padre de la víctima,
el hacendado. Se postró ante el cadáver de su hijo y lo abrazó, sin derramar
lágrima. Arracadas continuó el relato, narrando detalles que le dieron un giro
radical a su vida porque nunca había recibido tanto dinero en tan poco tiempo.
El hacendado se incorporó y habló dirigiéndose a toda la concurrencia:
45
antonio moreno montero
–Le pongo precio a la cabeza del hombre que mató a mi hijo: 500 mo­
nedas de oro para aquel o aquellos que me traigan su cabeza. Pero quiero la
cabeza solamente.
No pasaron ni dos días para que el hacendado hiciera efectiva la prome­
sa. Arracadas se presentó en el casco de la hacienda, con una caja de madera,
envuelta en un mantel de cocina. El hacendado abrió la caja y descubrió la
cabeza del asesino de su hijo.
–¿Cómo sé que es él? –dijo el hacendado.
–No hay duda, yo también trabajé para el hombre que pagó para que
mataran a su hijo. Pero no es mi problema. Yo vine aquí a cumplir y recibir
mi paga. Él me confesó, antes de degollarlo, que su patrón lo obligó a matar
a su hijo, porque sólo así ajustarían cuentas pendientes. La razón la desco­
nozco, aunque unos dicen que fue por celos. Tampoco Tiberio Sánchez creo
que haya sabido la razón, él sólo obedeció órdenes.
–¿Quién es Tiberio? –interrogó el hacendado.
–El propietario de la cabeza que ahora usted tiene en su poder –dijo
Arracadas.
–¿Y quién era su patrón? –dijo el hacendado.
–Vine por mi paga y no me gusta abrir la boca sin recibir nada a cam­
bio. Pero sé que es su pariente –contestó Arracadas.
–Sea quien sea, te exijo el mismo trabajo y la misma paga para realizar­
lo –dijo el hacendado.
–No, patrón, por la misma cantidad, no. Que sean mil monedas. Y le pro­
meto traerle la cabeza en un mes, a más tardar –dijo Arracadas–. Es difícil
llegar hasta él. Con la ausencia de Tiberio, tomará medidas, pero buscaré
la manera de acercarme. Si acepta, quiero un anticipo. La mitad ahora y el
resto cuando venga con la inmundicia –añadió.
–Trato hecho –contestó el hacendado.
Arracadas no concluyó la historia. Sus palabras crearon un vórtice en
la planicie y en la mente de los escuchas, menos en la de la mujer, que yacía
dormida a un paso de la lumbre, tapada con una manta.
–Existe la voluntad, pero el hombre es ajeno a lo que le impone su des­
tino –pensó McCarty, estremeciéndose.
McCarty identificó a Arracadas plenamente, reconoció que éste encar­
46
henry mccarty
naba la amistad más profunda y antigua de Higinio Otero, en Chihuahua. De­
dujo que la providencia se lo había puesto en el camino. Recordó de golpe las
locuras y peripecias contadas por el amigo mutuo. Aceptó que se había equi­
vocado al querer desplazarse hacia Paso del Norte, donde, de haber puesto la
nariz, lo habrían cazado como un búfalo. Todo por culpa de las tensiones de
vivir a salto de mata, de pensar en tantas cosas al mismo tiempo, le habían
impedido reconocerlo de buenas a primeras.
Los dos amigos de Otero, abatido por Charlie Sanquist, alias El Come­
mexicanas, se dieron la mano, seguidamente un abrazo; McCarty, desapare­
cido entre las tenazas de Arracadas.
Llegó la madrugada y ninguno de los hombres se desplomó de sueño o
de cansancio. El aguardiente los mantuvo en vela; a Arracadas se le aflojó la
lengua. No dejaron de brindar por Otero. Arracadas le dijo a McCarty que no
era necesario trotar hasta Paso del Norte. Podían reconocerlo. Lo previno de
dos posibilidades: que un civil le disparara para cobrar la nada despreciable
recompensa ofrecida por las autoridades de Nuevo México o que los solda­
dos de Fort Bliss, o los Rangers, trataran de detenerlo. Los demás habían
enmudecido, resignados a escuchar la plática.
A pregunta de McCarty, Arracadas dijo que Paso del Norte era una
locura, vivía allí desde hacía dos años y ya se estaba hartando de su vida
llevada al garete. Para darle cierto rumbo, se ocupaba, cada dos meses, de
llevar baratijas o transportar encargos de Paso del Norte, o de El Paso, a Al­
buquerque. Le dejaba el suficiente dinero para no trabajar un par de meses.
Vivía en un cuartucho aledaño al lupanar de La Yegua, Teresa Garrido, com­
partido con la mujer que seguía tendida a un costado de sus pies gigantes­
cos. Volvió a insistirle que no cruzara el río, las cosas estaban complicadas
para él. Arracadas le dio un trago largo a la botella de güisqui, antes de hacerle
una pregunta.
–La verdad, ¿qué te lleva a Paso del Norte? Ve, si quieres, pero no te
lo recomiendo.
–Voy a matar al asesino de Higinio. Se lo prometí y no debo fallarle.
Arracadas soltó una carcajada y sus hombres lo secundaron, como siem­
pre sucedía con ellos cada vez que el jefe se manifestaba en estridencias.
–Me enteré de la muerte de Otero, como te acabo de decir, en la casa
47
antonio moreno montero
de La Yegua. Quise cruzar para verlo por última vez, despedirme, pero algo
me detuvo. Lloré su muerte como si hubiera sido la de mi propio padre –re­
memoró Arracadas.
McCarty sólo había tomado un par de tragos; era el único sobrio del gru­
po. A medida que escuchaba, empezó a tejer su propio desenlace, dado que
Arracadas dejaba inconclusas las historias que contaba. El Comemexicanas era
amante de La Yegua, así que ésta lo había escondido bajo sus largas faldas
para que nadie lo encontrara; sin embargo, ambos desconocían que Arraca­
das era el hermano del alma de Otero. En menos de una semana, Arracadas
se había enterado de lo ocurrido en Nuevo México, incluso ya conocía el nom­
bre del asesino de su amigo. En esos días, sentado en el retrete, con un agu­
jero en la cabeza, Sanquist perdía la vida, provocando la ira de su amante,
que, enloquecida, juraba tomar venganza.
Arracadas ordenó a Lampiño que trajera un recipiente de la carreta.
–Con cuidado porque puede romperse. Recuerda que es un valioso re­
galo –dijo Arracadas.
Lampiño dejó de hacer eses al regresar porque sostenía con ambas ma­
nos un frasco grande de cristal; lo que había dentro, a ojos de McCarty, pare­
cía un sapo gigante, hinchado, flotando inerme en un líquido acuoso.
–No es lo que crees –le dijo Arracadas–. Lo que ves allí perteneció a
Sanquist. Es un regalo para ponerlo en la tumba de Otero. Estoy seguro que
le agradará tanto como a nosotros.
La mirada de McCarty se quedó fija en el horizonte que ya empezaba a
clarear. Imaginó las calles bulliciosas de Paso del Norte y la mujer envuelta
en llamas. Se sintió él mismo como un espectro que cabalga solo por las lla­
nuras, condenado por un anonimato fugaz.
McCarty se puso el sombrero y clavó la mirada en el suelo. Sabía que era el
momento de partir. Se despojó de su cuchillo para dárselo a Lampiño como
regalo, un gesto de reciprocidad entre caballeros.
Ya montado en el ruano, le dijo a Lampiño:
–Para que escalpes al hijo de puta que me mate a traición.
Arracadas y Lampiño sonrieron, exhibiendo sus dientes podridos.
48
Movimientos de la leche
A ndrea A lzati
en aquellos días
todas las fuentes
de la ciudad
escupían leche
tan blanca
que
de haberlas
visto de frente
nos hubieran
dejado ciegos
el humo avanzaba
lentamente
como
en una procesión religiosa
y
las preguntas
se replicaban
en miles de
formas
geométricas
49
aún sin nombres
en medio de un silencio
de manteles largos
y
blanquísimos
frente a una madre
blanquísima
el padre dijo:
–hija, si no fueras mi hija me casaría contigo
y la hija mostró
el blanco
de sus dientes
en una mueca
que
bien pudo ser una sonrisa
que opacara lo amargo
como
pudo ser su herida
retorciéndose
o de placer
o de un terror
absoluto
con qué soltura puede un perro tirarse a la mitad de la calle.
con qué facilidad
puede una herida
derramar cualquier líquido
transparente
50
rojo
o de un blanco
tan blanco
que de haberlo
visto de frente
nos hubiera dejado ciegos,
cieguísimos
en aquellos días
toda la calle era
leche blanca
ríos de
leche tan blanca
tan maternal
que
el instinto materno también mostraba su instinto de muerte
–te daré tanta leche que no podrás respirar nunca–
la ciudad era un río de
leche dulce
que
asfixiaba a cualquiera
no había dónde esconderse
no había a dónde correr
la leche entraba
por cualquier orificio
por pequeño que fuera
por debajo de todas las puertas
entraban ríos
51
de leche
hirviendo
lo mojaba todo
lo quemaba todo
hasta el esófago
más resistente
tenía úlceras
al rojo
vivo
la hija pensaba
cómo
cómo
cómo
¿cómo haré para
que
las cenizas
de mi padre
lleguen a donde
me pidió
claramente
que
tenían que llegar?
a los once años cualquier petición funeraria es de una solemnidad
inquebrantable.
la ciudad tragaba leche
como
tragaba cualquier
52
sustancia líquida
de cualquier herida
que siguiera abierta
por convicción
o
por olvido
la ciudad era eso:
una herida hambrienta
buscando a cualquier niña distraída
para arrebatarle
el último aire
que
le quedara en el pecho,
un pecho
todavía
andrógino
la ciudad era el lugar perfecto para la asfixia.
la hija buscó piedras
conchas de mar,
un par de dados,
miniaturas de plomo,
vidrios erosionados de colores,
objetos pequeños para levantar
altares diminutos
a la materia
una serie
de objetos
53
chiquititos
donde pudiera
poner sus manos
sentir con
los dedos
el peso de cada objeto
por pequeño
e insignificante
que fuera
la hija guardó semillas rojas
contó del uno al ciento diez
semillas rojas
y las metió en
una botella
de vidrio
verde
la materia era el lugar perfecto para cifrarse.
la hija guardó cajitas muy pequeñas
adentro de otras cajas
también pequeñas
y
lo mismo hizo ella:
se guardó en una caja,
en la esquina de una caja
se dedicó devotamente
a dormir
el sueño es
54
la única ceremonia
que
persiste
de día o de noche
dentro o fuera de las sábanas
la hija se dedicó a dormir
y
a olvidarlo todo
a olvidar su nombre y apellido
a olvidar si era la hija o el hijo
o si no era nada
(si guardaba silencio
el tiempo
suficiente
en realidad
no
era
nada)
la ciudad era el lugar perfecto para olvidarlo todo.
en aquellos días
los ríos de leche hirviendo
eran el único alimento posible
no había por qué esperar a
que
la leche estuviera tibia
55
también a un líquido hirviendo
el cuerpo
se vuelve invulnerable
el pecho dejó de ser un
pecho andrógino,
la asfixia
y
el mutismo
en cambio
serían siempre
andróginos
(las rodillas
las orejas
ciertos ángulos
de las manos…)
con qué facilidad se puede despreciar la leche materna.
la hija buscó símbolos,
figuras,
trazos,
nombres,
sonidos donde sentarse
a recuperar el habla
la ciudad arrojaba
señales equivocadas
a donde fuera que volteara:
las letras de su nombre
la fecha de tu nacimiento
56
la fecha del nacimiento de este otro nombre
la dirección de este otro
toda la ciudad
se llenaba de señales
que
no señalaban nada excepto
que
la hija había perdido casi toda el habla
la ciudad también era la hija
derramando cualquier cosa
sobre cualquier
cuerpo
había
que
derramarse si quería
conservarse entera
no hay un nombre para cada uno de ellos
todos tenían el mismo nombre:
instinto de vida
instinto de muerte
instinto de ríos de leche
en aquellos días
la ciudad exhalaba
una atmósfera de playa
grotesca, insostenible
la playa
es la muerte del padre
57
levantándose en olas
como
un fin
inalterable
la playa era el lugar perfecto para la indeterminación.
el mar es una muerte
es una espuma
que
se queda adherida
al cuerpo
como
un inquilino
como
un parásito
como
la palabra muerte
se queda adherida
a las venas
en aquellos días
el mar escupía
peces plateados
el mar era una muerte
era una espuma, una leche
que
escupía peces
espumas de peces
que
se adherían al
58
cuerpo
lo
escamaban
el mar era el lugar perfecto para la muerte.
en aquellos días
la hija se recogía
en su propia compulsión hasta
que
solamente la compulsión
la movía
en aquellos días
sus manos eran su boca
su boca eran sus manos
todos los movimientos
de la leche sucedían
entre sus manos
y
su boca
la leche hirviendo
brotaba de su pecho
de todas sus heridas
de todas las fuentes
de la ciudad
en aquellos días
llovía leche hirviendo
sobre la hija
y ella creía
59
que
todo eso
era inevitable
la hija
dormía en lo inevitable
se arrodillaba ante lo inevitable
se alimentaba de lo inevitable
los movimientos de la leche
eran inevitables
todos los movimientos
de la herida
de la espuma
de la leche
no había forma de evitarlos
en aquellos días
la hija
era
su propio
alimento
la hija
inflamada
de sí misma
fue arrojada
una
vez
más
a la intemperie
en aquellos días.
60
Tres prosas
Ó scar G onzález S aint
la avenida
Era verano. De madrugada sintió las patadas en el vientre. Escuchó el ruido
de los camiones, a esas horas ya en la avenida. Estaba en el octavo mes de
embarazo. Junto a ella se removió la niña. Amaneció una hora después. Se
quedaron despiertas en la cama, jugando. Se levantaron tarde, desayunaron.
Luego la niña subió a tender la cama, a juntar la ropa sucia. La casa era os­
cura, fresca. Por las ventanas entraba una luz blanca. Afuera el cielo era gris.
El calor constante. Barrió la cocina, prendió el calentador. Oyó a la niña
meterse a bañar. Luego trapeó el piso. Les cambió el agua a los canarios y
regó las plantas. Arriba la niña veía la televisión. Amelia, gritó. Luego de un
momento bajó la niña. Traía el cabello alborotado, suelto. Vaya a darle de comer
al perro, le dijo. La niña obedeció. La vio subirse en un taburete para alcan­
zar la bolsa del alimento. Flaquita, pensó contenta. Escuchó las croquetas
caer al plato y los gemidos de alegría del perro. Le dolía la espalda. Se sentó
a descansar en la banca del patio. El cielo nublado no dejaba saber la hora.
Había que preparar la comida. Había que seguir pintando la habitación y
mover la cuna. Se pasó la mano por el vientre. Subía la humedad. Al rato la
niña le dijo que iba al parque a pasear al perro. Adormilada por el trino de
los canarios, le dijo que no se quitara los zapatos. Los helechos y los bejucos
se movían con el viento, el calor no disminuía. A la niña le gustaba correr
descalza por el parque: salía y regresaba con los pies negros de tierra, con
la cara roja y el cabello alborotado. Entraba a la casa y escondía la sonrisa
cuando la regañaba. No era un regaño con muchas ganas, más bien otro jue­
61
óscar gonzález saint
go con la niña, que se lavaba los pies
y las manos, se recogía la melena y
ayudaba poniendo la mesa, cortando
los limones para el agua, diciendo sí,
mamá, cuando la mandaba a hacer al­
guna otra cosa.
Se despertó sudando frío. Qui­
so levantarse pero sintió dolor en el
vientre. Temblando se metió la mano
entre las piernas: la falda estaba mo­
jada. Luego una punzada más aguda le
cruzó el cuerpo. Sintió que se rompía.
Sintió que el aire se le iba. Aspiró pro­
fundo, se levantó corriendo contra el dolor, alcanzó el teléfono. Marcó el nú­
mero de emergencia y salió a la calle para llamar entre el llanto a la niña.
Los zapatos estaban junto a la entrada. Vio pasar al perro ya sin la correa.
Escuchó allá en la avenida los gritos.
las visitas
Llegaron pasadas las dos de la tarde. Era domingo. Con un empellón, entra­
ron por la puerta de enfrente. Sentado en un sillón de brazos anchos, Emi­
liano Sanjosé levantó la vista del libro que tenía en las manos. Los miró de
arriba abajo: de estatura similar, los dos vestidos con camisas lisas de manga
corta, uno de azul oscuro, el otro de un verde pastel que al dueño de la casa
le pareció de mal gusto. Saludaron con un movimiento de cabeza, mientras
el de verde cerraba la puerta. Emiliano Sanjosé, dijo el de azul mirando a los
ojos al hombre en el sillón. Lo dijo como afirmación más que pregunta. El
del sillón sostuvo la mirada un momento. Luego volteó a ver por la puerta de
vidrio a su derecha. En el jardín, la luz hacía más blancos los muros, des­
lumbrando hasta que los ojos se habituaban y se podía ver una mesa con sus
sillas de plástico verde, algo deformes y comidas por el sol. Hace calor, dijo
el de verde. Emiliano Sanjosé volvió a la lectura; un libro que hablaba sobre
62
tres prosas
los recuerdos como si fuesen los síntomas de una enfermedad que poco a
poco nos abandona, y al final estamos sanos de ella porque ya no recordamos
nada. Según el libro, uno nace, crece y no es consciente de sus recuerdos
hasta cierta edad. Los recuerdos que uno tiene son ya la semilla de lo que
vendrá más adelante. El primer recuerdo puede ser inocente y terrible, o no.
Uno a esa edad temprana no es responsable de sus recuerdos, o no por com­
pleto. Es lo que viene después lo determinante: uno elige y toma caminos
que a su vez llevan a otros caminos, los cuales vuelven, toman desviaciones,
se entrecruzan, avanzan de improviso y siguen así hasta lograr un entramado
que, con el paso de los años, no puede ser sino un mapa de la vida, tejido con
recuerdos de las acciones un día, todos los días emprendidas. Luego uno va
saliendo del camino, de todos los caminos para sentarse a mirar la distancia
recorrida. La mira como a través de una lente o una variedad de lentes, que
son sus recuerdos. Ya está enfermo, sentenciaba el texto.
Emiliano Sanjosé dejó el libro en el brazo del sillón. Se levantó a abrir
la ventana corrediza, entrecerrando los ojos frente al brillo del muro blanco.
El marco de la ventana dio un breve rechinido y el aire húmedo entró desde
el jardín. Escuchó en la cocina el sonido de cajones que se abrían, platos
levantados de un lugar y puestos en otro, la puerta de la alacena abierta, el
chasqueo eléctrico de la estufa al encenderse. Aspiró lentamente con los ojos
cerrados. Los recuerdos primeros son apagados, se dijo, como si la oscuridad
los fuera engullendo lentamente, sin detenerse. Como si la penumbra viniera
desde atrás de la escena, digamos, y todo va siendo cubierto paulatinamente,
tal vez absorbido sea la palabra correcta. Es la mayor diferencia con los recuer­
dos más recientes, que aparecen luminosos, o no tan oscuros. Los recuerdos
son caminos dentro de uno mismo, que los recorre de modo interminable. La
única cura está en el olvido.
El hombre de azul salió de la cocina con las manos llenas, pasó al lado
de Sanjosé y salió al jardín. Colocó sobre la mesa tres manteles individuales,
sal, pimienta, servilletas, una botella de vino. Volvió a la cocina, a abrir y
cerrar cajones. Algo siseaba en la estufa. Emiliano Sanjosé volvió al sillón,
pero ya no abrió el libro, sino que se miró las palmas de las manos por un
largo rato. El olor de la carne asada se extendió por la casa, un olor caliente
mezclado con especias. De nuevo el de azul salió de la cocina, esta vez con
63
óscar gonzález saint
una canasta pequeña de pan, un sacacorchos, tenedores y cuchillos serrados
para la carne. Llevó después los vasos, dispuso la mesa con cuidado y se sentó
a esperar. Al poco rato, de la cocina salió el de verde con un platón donde
humeaba la comida: cortes, cebollas asadas, tiras de chorizo. Fue una vez más
a la cocina y regresó con un bol lleno de puré de papa. El de azul destapó
el vino. Comieron en silencio, espantando las moscas cada cierto tiempo. El
muro blanco ya no cegaba, aunque el calor seguía. El hombre de azul señaló
la botella con los últimos restos de vino. Otra, preguntó. Emiliano Sanjosé res­
pondió con una mueca, como si la voz del hombre de azul le hubiera causado
una arcada. Se reclinaron en los respaldos de las sillas y miraron la mesa.
Después de un rato, el hombre de azul dio un suspiro. Se levantó seguido
del otro. El olvido, Emiliano, se dijo Emiliano Sanjosé. Después de un rato,
al salir de la casa, los dos hombres tiraron a una alcantarilla los cuchillos.
vuelo de gavilán
para Luis Camey Torres
Todo igual. Como si no se estuviera moviendo. Como en una película anti­
gua, un horizonte incansable y repetido: las nubes rasgadas, el cielo azul
despintado. Los cerros cada vez más pequeños en el espejo. El viento calien­
te. La estática en la radio. Durante muchos kilómetros no había nada en el
cuadrante, retazos de comerciales, voces distorsionadas, estática, voces leja­
nas, fragmentos. El sol agrietaba la pintura y el óxido del coche. La carretera
en línea recta, dos carriles tendidos a la distancia. A los lados, lo cercano era
una mancha borrosa. A lo lejos el erial ondulante, resquebrajado. Luego pol­
vo, tierra quemada. A veces biznagas, huizaches, alguna osamenta en pedazos.
El coche olía a grasa para bisagra y sal. Los vidrios abajo no lo atenuaban.
Se secó el sudor de la frente y miró en el espejo las patas de gallo, la piel
cuarteada, las ojeras. Bajó los ojos a la mano izquierda sobre el volante, al
color opaco del anillo. Se había levantado temprano. Antes de salir revisó el
coche, pateó las llantas. Puso un litro de aceite, revisó el radiador. Puso la
llanta de refacción en el asiento de atrás. Cargó un galón de agua en el piso,
del lado del pasajero. La noche anterior había llenado la cajuela. No ha­
64
tres prosas
bía amanecido cuando salió. Antes del
mediodía las llantas rozaban contra el
metal. Había pasado ya por los últimos
pueblos, Huatambo, Culebrilla, San
Carmel. En lo alto, los gavilanes daban
vueltas como sombras densas. Pasaba
los puestos de comida. No habría más
hasta llegar. Miró al cielo entrecerran­
do los ojos. Soltó el acelerador. En el
puesto pidió carne y frijoles, refugia­
do del sol bajo una sombra plástica.
Dio el último trago a la botella y metió
los dedos a la bolsa de la camisa. Puso
la fotografía sobre la mesa. Pidió otra cerveza sin apartar los ojos: detrás de
ella el polvo, un cielo limpio, el color sucio de los cerros, la franja horizontal
de alguna carretera. Algún viaje. Dio vuelta a la foto, leyó en voz baja. Dibujó
con los labios el nombre escrito en el reverso con caligrafía delicada, la fe­
cha con números redondos inclinados a la derecha. Miró al horizonte y dio
otro trago. La cerveza bajaba helada por la garganta. De golpe sintió el aire
seco como un incendio. Respiró profundo, apuró la cerveza y pagó. Volvió a
la carretera, al ruido del motor. Unos pocos kilómetros intentó de nuevo con la
radio. Se conformó con pedazos de la transmisión. Bajaba el sol cuando se
levantó el polvo. Las ventoleras se soltaban sin aviso. Terminó de subir el
vidrio justo cuando la arena golpeó la carrocería con un siseo desigual. En la
radio crujió otra vez la estática. El olor a sal le dolió entre los ojos, el calor
se hizo denso como si viniera del asiento trasero. Por algún lugar se colaba
el polvo. El interior se llenó de brillos diminutos, momentáneos. Sintió la
tierra pegándose a las sienes, debajo de la nariz y en los brazos. Apretó con
más fuerza el volante y se resignó al tufo hirviente. El ardor no comenzaba
en la piel. Venía de lo profundo, lo cocinaba a fuego lento. Salió del remolino
resoplando. Dejó pasar unos segundos y bajó el vidrio despacio, sintiendo en
el aire renovado el primer aviso de la noche, el salitre como queriendo que­
darse allá atrás, presente siempre.
Háblale a Salo, le dijo al niño, que entró a la casa corriendo. Sintió el
65
óscar gonzález saint
frío subirle por la espalda mojada. Las estrellas se alejaban de los cerros. Se
recargó en el coche y esperó. Se sintió temblar. Comenzaba a sentirse enfer­
mo. La casa tenía las luces encendidas. Por las ventanas se insinuaban las
siluetas de la familia. Sintió el olor del cigarro antes de verlo: por la puerta
principal salió un hombre de bigote canoso. Pásale a cenar, dijo. Vio el co­
che y le señaló con la cabeza: las marcas de llantas en la tierra terminaban
en un cobertizo. Ven ahorita, ya luego vamos, insistió con calma. Escuchó las
llantas rozar las salpicaderas. Tomaron café humeante que les sirvió una mu­
jer callada, de mirada ausente. Se preguntó si sería muda. El viejo se alisó
el bigote con la mano y prendió otro cigarro. Vamos a salir, le dijo a la mujer.
Le pones la cama al señor y te vas con el niño a la recámara. Ya no salgan.
La mujer dijo sí casi sin separar los labios. No levantó la mirada. Vamos en­
tonces, dijo Salo ajustándose el sombrero. Salieron al cobertizo. Encendió el
coche y lo dejó calentar. El viejo se acomodó en el asiento de al lado. Sona­
ron piedras bajo las llantas. La cerca de palo y alambre se extendía hacia la
noche y el monte. La siguieron. El viejo movió la perilla del radio. Debajo de
la estática, escondida, comenzó a sonar una canción indistinguible. Manejó
hasta que en el retrovisor desaparecieron las luces de la casa. Volteó a ver
al viejo. Hasta llegar al pozo, dijo Salo. Después de un rato volvió a hablar:
aquí mero. Dejaron las puertas abiertas para que la canción los acompañara.
Encendieron las lámparas y alumbraron las herramientas ya recargadas en
la boca del pozo. Fueron hacia el coche. Antes de abrir la cajuela se quitó
el anillo del dedo. Levantó la tapa. La sal comenzó a regarse a chorros en la
tierra. Escucharon el quejido de los gavilanes ya en reposo. Una voz de tenor
sonaba en la radio. Miraron todavía por un momento. Sorbió fuerte por la
nariz y se secó los ojos. Te tardaste, dijo Salo. Comenzaron a cavar.
66
Nadie la vio salir
K aleb G ómez
para María Minero
Nadie la vio salir.
La calle estaba
translúcida y curiosamente sola.
Tembló una vez su voz,
como helada por un invierno íntimo.
Tembló una sola vez y abandonó la casa.
Por un instante
su mano pudo asir la libertad,
y la juzgó como una flor de plomo.
Salió de una ciudad
cuajada de sereno y taxis rojos,
inquieta como el agua entre sus manos,
corrió buscando el sol de otros lugares,
leyendas derramadas bajo lámparas viejas,
puentes, ventanas rotas,
otros caminos
67
que recorrer a diario,
personas y un horario que habitar.
Quiso una hazaña digna
de contarse a sí misma, con un nuevo
álbum de fotos
en plazas y edificios ignorados,
un cuerpo nuevo
con cicatrices nuevas
que fuesen un dibujo de su espíritu.
Tomó su libertad como una niña
que trepa al sur de nuevas azoteas,
y en el seguro azar de los tejados
la sorprendió la noche.
Allí durmió su voz, la luna estaba
detenida en la yema de sus dedos,
y logró ver debajo de sus pies
la vida como un molino que gira
sobre un cauce de perros y serpientes.
Un día al despertar
con el eco impreciso de una sonaja vieja
tocándole las sienes,
y con su propia mano abierta y detenida
sobre la sábana de algunos años,
halló el pulso de marzo debajo de su pecho.
68
Dice que todas las calles son una.
Dice que todos los soles son uno,
unas veces más frío,
otras veces más blanco.
Que no sabe si es otra o es la misma
persona todavía,
que se fue de su casa, pero que aún es pronto
para saber decirlo.
Que algunas veces
ha pensado en volver,
pero jamás existe un camino de vuelta.
Ahora está frente a mí
y me cuenta un secreto.
No tenía cara cuando lo encontraron.
Quiero decir,
era su rostro como cualquier rostro
que hubiera visto el sol
en los ojos del pueblo que lo viera nacer,
sin el lujo del fuego
ni afán de demagogia.
La mañana lo halló pendiendo de los pies
desde un puente con nombre de humanista,
en la calle Progreso.
No hay que decir la sangre derramada,
69
esa ya la sabemos
sobradamente.
Quedó en su piel escrita la leyenda
de las cuentas saldadas con mala ortografía,
en lápiz de metal y una letra nerviosa.
En sus bolsillos, el reflejo
de un rey de bastos y una billetera
sin nombres ni billetes,
igual que los peatones
que por allí pasaron, camino del trabajo
o al volver de la noche
nada dijeron.
Llegaron los forenses, como es lógico,
y un circo de sirenas y de cámaras.
Pasado el mediodía lo bajaron.
Nadie lo reclamó,
y se quedó tendido
de cara al sol, como un romano solo.
Quiso la suerte,
y así corroboró la autoridad,
pasar del pavimento al anfiteatro,
y no fue ni uno más en los periódicos.
70
Desmadres y tareas críticas
según Enrique Serna
W ilfrido H. C orral
comienza el desmadre
Enrique Serna es conocido ampliamente como autor de una gran diversidad de
novelas (históricas, picarescas, “políticas”, eróticas y/o de formación, como
Fruta verde, de 2006) y cuentos fundacionales o parteaguas: “La vanagloria” y
“Material de lectura”, de La ternura caníbal (2013), y “Borges y el ultraísmo”,
de Amores de segunda mano (1994). Aquéllos son muestras fehacientes de la
afinidad temática con su no ficción en conceptualización y resultados, y hay
varios más. Otros relatos confrontados emblematizan y sintetizan la planti­
lla conceptual del Serna estudiado en este ensayo. El primero, no ficticio,
es parte de un ensayo de hace unos veinte años titulado provocadoramente
“Vejamen de la narrativa difícil”1 que, al cotejar cómo Carlos Fuentes “ya
iba equipado con la terminología que lo justificaría ante la crítica”, permite
al joven narrador sustentar que la narrativa de su compatriota es artificial,
un desborde o desmadre. Para Serna: “Las verdaderas revoluciones litera­
rias ocurren a la inversa: primero surgen las obras que inauguran formas de
expresión y luego vienen los profesores a explicar cómo están hechas. Con
la novela del lenguaje se facilitó el trabajo de la crítica universitaria, que
vio reflejado en la creación su propio andamiaje teórico y se limitó a cotejar
la partitura conceptual (sea de Barthes, Todorov, Greimas o Julia Kristeva)
1
Enrique Serna, Las caricaturas me hacen llorar, Joaquín Mortiz, México, 1996, pp. 288-296.
71
wilfrido h. corral
con la servil ejecución del novelis­
ta.” Su preclara visión respecto a los
giros y connivencias que notaba en
la literariedad (sucintamente, lo que
autoriza a distinguir el discurso li­
terario de otros) debe ser templada
adicional y categóricamente por el he­
cho de que los que nos dedicamos a la
literatura no hacemos algo tan impor­
tante como curar el cáncer o terminar
con el hambre.
En el mejor de los casos, lo que
podemos hacer es tratar de remediar
enrique serna
los problemas de nuestro mundillo,
en el cual existe una leve posibilidad de que uno, crítico o no, tal vez tenga
algún impacto. A pesar de que, como sabemos hoy, la “novela del lengua­
je” languideció sin mayor repercusión pública, no es gratuita o totalmente
errónea la nómina de Serna de los críticos altisonantes de esa época. Vale
la pena recordar, entonces, que Serna habría tenido que distinguir con más
precisión, porque con el paso de los años se ha llegado a percibir a Roland
Barthes (para algunos el primer “bloguero”) y a Todorov como maestros de
sensatez crítica y ética, en un momento anterior fascinados por la jerigonza.
Y si Greimas siguió siendo el fundador de una crítica que no dejó de depen­
der del mecanicismo estructuralista, la jerga de Kristeva cedió a preocupa­
ciones críticas más amplias en que la literatura ya no es una excusa para
una teoría. Otra manera de percibir esta progresión es preguntar qué habría
dicho Serna si para 1996 se le hubiera prestado más atención a Derrida en el
ámbito crítico de habla española.
El segundo relato parte de la premisa de que para autores como Serna
y buena parte de sus coetáneos, más dedicados que sus antecesores a la no
ficción (calificarla de ensayística es insuficiente, como se verá), es obvio que
en la simbiosis entre narradores y críticos los últimos son los parásitos y
que es tan difícil escribir un libro malo como uno bueno, y mucho más fácil
escribir una crítica despiadada. En una carta de 1853, Flaubert decía que “La
72
desmadres y tareas críticas según enrique serna
critique littéraire est au dernier échelon de la littérature”, y el flujo y reflujo
de los novelistas ante la crítica ha cambiado poco desde entonces. Así, en
Corriente alterna, Octavio Paz aseveraba que la crítica era “el punto flaco de
la literatura hispanoamericana”, aunque los críticos que él cree fortalecerían
el campo no han tenido la repercusión o influencia que merecían, y el que
más valía, Guillermo Sucre, dejó sólo un libro memorable. No obstante Paz
concluye severamente: “La creación es crítica y la crítica creación. Así, a
nuestra literatura le falta rigor crítico y a nuestra crítica imaginación.”2 Des­
de sus inicios como prosista, Serna se ha dedicado a las faltas que notaba el
poeta-crítico.
Pero por olvidos o injusticias hay que hilar fino, porque no se trata de
que los narradores más recientes se opongan a la crítica; es más, frecuente­
mente recurren a ficcionalizarla, tal vez porque por formación, preferencia
estética o por el ambiente en que se mueven inevitablemente, conocen dema­
siado el campo o a sus partidarios o contrarios como para calcar o actualizar
la opinión de Flaubert. También es evidente su distancia de una visión que
no es exagerado calificar de creciente y occidental: la animadversión hacia
la que se sigue llamando indistintamente “crítica literaria” o “teoría crítica”,
predominantemente académica y basada en obtusos discursos autoindulgen­
tes y pretensiones histórico-filosóficas, en la línea del Michel Foucault de
la conferencia-diálogo “Qu’est-ce la critique? Critique et Aufklärung”, pero
sin su ilustración. No sorprende entonces que en Las correcciones (2001; es­
pañol 2002) del estadunidense Jonathan Franzen, nacido el mismo año que
Serna (1959), un académico desacreditado, Chip Lambert, abandone la teoría
marxista para escribir guiones y va a la mítica librería Strand de Manhattan
para deshacerse de los tomos “dialécticos” de su biblioteca.
Las obras de Theodor W. Adorno, Jürgen Habermas, Fredric Jameson
y otros, le habían costado casi cuatro mil dólares (hipérbole simbólica), pero
al venderlos su valor es de sesenta y cinco. Luego de otras expediciones
para vender sus libros y, según el narrador, recordar cómo esos estudios le
habían prometido una crítica radical de la tardía sociedad capitalista, Lam­
bert gasta su irrisorio dividendo en un caro filete de salmón noruego. Recor­
2
Octavio Paz, Corriente alterna, Siglo xxi Editores, México, 1967, p. 44.
73
wilfrido h. corral
dando que, aparte de Mario Vargas Llosa, no hay hoy un escritor canónico
hispanoamericano que atraiga la atención sobre asuntos importantes, no es
inconsecuente que en “Caracterización de la nueva generación”, fragmento
de 1930, otra deidad neomarxista, Walter Benjamin, critique severamente la
literatura consumista, más la falta de educación e inconsistencia de los nue­
vos de entonces, aseverando: “Esta [gente] no hace el menor esfuerzo para
basar su actividad en ningún fundamento teórico en absoluto. No sólo son
sordos a los llamados grandes asuntos, los de la política o visión del mundo;
sino que son igualmente inocentes de alguna reflexión acerca de cuestiones
artísticas” (el énfasis es mío).3
Evidentemente, también hay que recordar que no todo desarrollo cul­
tural se puede enmarcar con diferencias generacionales y que el discurso
intelectual es formado por los locales sociopolíticos y, frecuentemente, por
los editores de los críticos, Benjamin incluido. En “Vejamen de la narrativa
difícil”, Serna advierte: “Se me ha pedido hablar sobre las estrategias narra­
tivas para el fin del milenio y creo que una de ellas consistiría en recoger las
enseñanzas de los grandes narradores populares para luchar con la merca­
dotecnia editorial en su propio terreno. La disyuntiva no es hacer literatura
ligera o pesada. El reto es cautivar sin complacer, contrarrestar con astucia
la pereza de los lectores para llevarlos adonde no quieren ir…”. Conectando
ese deseo con la crítica, no es baladí pensar en que –su obra conocida es
menos fragmentada y, la póstuma, está revelando que su “proyecto” era algo
bien pensado– se lleva a cabo algo similar con las antologías recientes de
Barthes, por el momento en inglés.4
Si esos dos relatos no son necesaria o exclusivamente los polos de las
negociaciones conceptuales del dinámico Serna, o prefiguran su actividad y
actitud crítica futuras, sin duda son un subtexto principal de sus inquietu­
des críticas más recientes. Para llegar a ellas me ocuparé principalmente de
Walter Benjamin, Selected writings, Harvard University Press, Cambridge, 1999, vol. ii.
La diversidad y riqueza de intereses de Barthes en ‘A very fine gift’ and other writings on
theory y ‘The scandal’ of marxism and other writings on politics es superior a la de Benjamin,
siempre recordando que la recuperación y selección son de los traductores y/o editores. Las
fuentes para Barthes son los cinco tomos (hasta hoy) de las Oeuvres complètes. Toda traduc­
ción es mía, excepto donde se indique lo contrario.
3
4
74
desmadres y tareas críticas según enrique serna
cómo aparece la esfera cultural creada por esa crítica en las colecciones Las
caricaturas me hacen llorar (1996) y Giros negros (2008), hasta su tratado no
necesariamente culminante (sigue mordiendo la mano que nos da de comer)
que es Genealogía de la soberbia intelectual (2013). Leídas detalladamente, las
primeras compilaciones presentan una vasta crítica a varias representaciones
de la cultura popular. Consecuentemente, el título Las caricaturas me hacen
llorar se extrae de una popular canción homónima de los años sesenta, en la
que Queta Garay se refiere a una enamorada que presencia una traición en
un cine, con el Pato Donald proyectado en el fondo, imagen remedada en la
portada de la primera edición del libro. En cambio, Genealogía de la sober­
bia se ocupa abundantemente de las humanidades, y de la literariedad en
particular. Por ese desarrollo en su pensamiento, complemento el análisis
con algunos textos no recogidos (son numerosos) que sigue publicando en
columnas mensuales o quincenales, en revistas como Letras Libres y otras de
similar prestigio, aunque no es extraño a las académicas.
Como pretendo demostrar, Serna ejemplifica una nueva actitud entre los
narradores que son sus contemporáneos (no todos sus pares), los que nacieron
diez años antes o después que él, noción que expando en la introducción
general a una compilación que analiza la novelística de sesenta y nueve de
sus coetáneos, The contemporary spanish american novel: Bolaño and after
(2013). Si no es necesario proveer un panorama de todos aquellos para contex­
tualizar al mexicano, porque significaría vincularlo a una colectividad que
no reconocería (volveré, por ejemplo, a las diferencias que quiere establecer
implícitamente entre su obra y la de un narrador como César Aira, diez años
mayor que él), vale la pena sintetizar el ambiente general, no mexicano, en
que se mueve; y ese quehacer es precisamente una plantilla de Genealogía
de la soberbia, y de una polémica que ocasionó al llegar su ensayo a España,
discusión que trato oportunamente. Pero también es un giro centrado en la
hipocresía intelectual, la crítica de cuyas bases se encuentra en su tercera
novela, El miedo a los animales (1995), todavía la diatriba en clave más agu­
da, y polémica, contra el establishment literario mexicano de esos tiempos,
alegoría sostenida innovadoramente por su armazón de novela de suspenso.
Para analizar su no ficción en términos de la de los narradores del úl­
timo tercio y cambio del siglo pasado, e incluso de los llamados “milenios”
75
wilfrido h. corral
nacidos a mediados de los años setenta y principios de los ochenta, señalo
un destiempo o desencuentro pertinente. En 1996, reconocido como el estreno
temporal promedio de los narradores bisoños más representativos (y menores
que él, que entonces no tenían obra no ficticia recogida), Serna publicó Las
caricaturas me hacen llorar, selección de artículos y ensayos escritos entre
1987 y 1996. Ese título tiene una carga semántica explicada parcialmente por
su autor en los prólogos de las ediciones de 1996 y 2012. Si la colección prac­
tica genialmente el arte combinatorio que la diferencia de la no ficción de
entonces (que tenía la política como sacramento y moneda), incluso con la
segunda edición ha pasado desapercibida fuera de México. Tal es la probi­
dad de Las caricaturas me hacen llorar, por no decir nada de la hibridez de
su humor (nos hace reír, incómodamente), que los latinoamericanistas, y pa­
radójicamente los beatos de los “estudios culturales”, no citan o (re)conocen.
La reacción es parecida a la que ocurre con su primera novela, Uno so­
ñaba que era rey (1989, revisada en 2000), que se puede leer como contrapunto
o lectura revisionista de La región más transparente, de Carlos Fuentes, cu­
yos propósitos Serna supera técnicamente con base en su experiencia como
guionista, o tal vez por haber escrito una vida de Jorge Negrete y haber re­
cabado los testimonios de María Félix recogidos en Todas mis guerras, pares
mediáticos de Fuentes; o por su interés en las telenovelas, el amarillismo y
las vidas marginales que parece conocer mejor que cualquier otro autor de
su época y cultura literaria. Se puede argüir, respecto a libros como Uno
soñaba que era rey, que a pesar de alguna tirada estimable las publicaciones
con editoras nacionales (Programas Educativos, en el caso de la primera
edición de esa novela) rara vez se distribuyen debidamente; pero sería una
justificación incompleta, porque Planeta publicó la segunda edición de Uno
soñaba que era rey.
Otra razón pertinente del desconocimiento de esa parte de la obra de Serna
sigue siendo la falta de atención crítica e interés general en la prosa pluri­
genérica, paradójicamente cuando los especialistas y críticos hablan de la
importancia de la interdisciplinaridad, sin tomar en cuenta que un riesgo de
esos estudios es que una combinación emocionante de ejemplos les puede
parecer a los lectores un eclecticismo desordenado. En 2008 publicó Giros
negros, título prestado por los reporteros de la fuente policial para referirse
76
desmadres y tareas críticas según enrique serna
al submundo vil. En el preámbulo dice que su compilación reúne un mosaico
de crónicas, ensayos y piezas de varia invención para escudriñar “los giros
negros de la vida cultural, política y erótica, los bajos mundos de la farán­
dula y la academia, las patologías neuróticas del hombre contemporáneo,
las transgresiones mediocres, las claudicaciones del orgullo patrio”. (El én­
fasis es mío.)5 En un breve autorretrato inelegante publicado poco después
de Giros negros, explica: “Los trúhanes con voluntad de poder cuidaban al
máximo su salud, mientras que yo, su enemigo ideológico, estaba hecho una
piltrafa por jugar al poeta maldito” (el énfasis es mío).6 Pero Serna no se re­
conocería en la progresión que propongo para su quehacer, acudiendo, con
cierta razón, a su admiración por José Agustín y otros autores y temas de “La
Onda” mexicana de los años sesenta, fundadores de otros tipos de desmadres
culturales, además de su interés en esa época.7
¿ por
qué y cómo lee un novelista como crítico ?
Una diferencia principal entre un crítico académico de las corrientes pre­
valecientes desde los años ochenta, su triste “objetividad” (en contrapunto,
piénsese en Barthes y su jouissance), y Serna, es que él abraza abiertamente
sus propios entusiasmos y peculiaridades, como si su sustento fueran los líos
intelectuales, privados o públicos. El mexicano elogia o culpa a la crítica
de acuerdo a la destreza de sus autores, la profundidad de sus caracteriza­
ciones y la proporción de su narración, la complejidad y pertenencia de los
asuntos que trata y, tal vez con menos insistencia, la exactitud y frecuencia de
las representación de personajes minoritarios o de sexualidades diferentes
Enrique Serna, Giros negros, Cal y Arena, México, 2008, p. 13.
Enrique Serna, “Así escribo”, en Nexos, México, febrero de 2009, núm. 374, p. 81.
7
Los sesenta merecen mucha atención en su prosa, aunque no llegaba a la adolescencia
en esos años. Al reseñar una novela contemporánea (“Ana García Bergua. Una comedia
nostálgica”, en Revista de la Universidad de México, octubre de 2012, núm. 104, pp. 88-89),
dice: “Como los personajes de La bomba de San José frecuentan el mundillo cultural y
farandulero de los años sesenta, no es difícil para cualquier lector más o menos informado
identificar a los personajes de la vida real que García Bergua entremezcla con sus entes de
ficción.” También está describiendo su propia capacidad y modus operandi, condiciones
que no se transmiten fácilmente a los más o menos informados.
5
6
77
wilfrido h. corral
(que desarrolla o apuntala en su ficción). Pero más allá de revisar temas que
preocupan a otros, el valor principal que busca en la prosa, el que puede su­
perar a cualquier otra consideración es la legibilidad. Un matiz para ilustrar
esa problemática radica en las ideas de Hans Blumenberg en La legibilidad
del mundo, según las cuales “El mundo sólo es captable metafóricamente,
proyectando cada uno su propio mundo sobre el mundo.”
Para Blumenberg, la prueba de la omnipotencia de libros absolutos
similares a los que Serna critica es la disolución del lector en ellos, y “La
consumación de la legibilidad se basa en tener en consideración a los lec­
tores, que son aquellos que la tendrían que poner en práctica. A éstos hace
ya mucho que el autor les ha vuelto la espalda, exactamente igual que ha de
apartarse, él mismo, de su obra, para que ésta pueda ser todo un mundo”.8
Pero desde el principio de su tratado Blumenberg advierte que “Sería un
disparate hacer una utopía de la metáfora de la legibilidad del mundo.” Ser­
na extiende esas preguntas a sí mismo y a sus lectores. Consecuentemente,
no cree que sean un “deseo” de los lectores, porque sabe bien que la “legibi­
lidad” es una categoría tautológica que se refiere a la calidad del placer que
obtiene cada lector, inaplicable a otros, aun a un club de lectura. Es enton­
ces que se carga a los críticos que hacen poco o nada por explicar las causas
de su objetividad. Diferente de la actitud cultural de Serna, Blumenberg no
considera, por ejemplo, que algunos lectores preferirían disfrutar a vampiros
por, lo que son, en vez de disfrutarlos como metáforas de la depravación de
la cultura del consumo.
Aparte de que, como hizo en Las caricaturas me hacen llorar, Serna ex­
tiende el alcance de su no ficción más reciente a temas que en un momento
se llamaron “universales” (sin exponerse a acusaciones de colonialismo o
dependentismo, que no le importan), obligándose a historizar con una gama
ecuménica de fuentes y tradiciones decididamente occidentales, en las len­
guas que siguen dominando en la cultura latinoamericana (español, francés
e inglés) o traducidas a éstas. Es decir, funciona sin el multiculturalismo
anglófono, cuya ideología deductiva tiene como premisa los fracasos de Oc­
cidente y la presunta pureza de otras culturas, para hacer que su evidencia
8
78
Hans Blumenberg, La legibilidad del mundo, Paidós, España, 2000, p. 327.
desmadres y tareas críticas según enrique serna
quepa en su paradigma, sin dejar de
ser irónico que la cultura más auto-crí­
tica siga siendo la occidental. De és­
ta, la anglófona se viene preguntando
sobre la función de la crítica por unos
ciento cincuenta años, desde Matthew
Arnold y pasando por T. S. Eliot. Por
eso sorprenden la ligereza con que se
sigue insistiendo en el “cambio de pa­
radigma” y varios excesos y dogmas
que he detallado en otros momentos
(los seis ensayos de la primera par­
te de El error del acierto…).9 Si se le
preguntara al usuario de esos términos por el origen de ellos, o por su etimo­
logía, lo más probable sería una réplica con más germanía facilista.
Ha sido fácil adaptar cierta nomenclatura para parecer inteligente por­
que la academia siembra campos de jerigonza con una cosechadora y los ven­
de para nutrir a los universitarios. Es muy fácil hablar desde afuera y decir
que se está hablando basura. Pero cuando se habla con otros, digamos en
artículos versados en esa habla, uno necesita emplear esas palabras, porque
para ellos significan algo específico. No es así para un público culto pero no
especializado. Por eso, consciente de su mestizaje cultural, el centro ilustrativo
no exclusivo de Serna es sin duda la cultura mexicana contemporánea (en­
tiéndase todas las artes humanísticas), un inmenso desafío para el progreso
de la no ficción de todo escritor de ese país, en gran parte por el peso del pa­
sado encarnado en Alfonso Reyes y la sombra de los igualmente canónicos y
prolíficos Octavio Paz y Carlos Fuentes (a quienes ha criticado), Carlos Mon­
siváis (para la cultura popular, también criticado oportunamente en El mie­
do a los animales), Gabriel Zaid (para la historia intelectual), Miguel-León
Portilla (para la historia nacional) y pocos otros, todos los cuales aplican
una guillotina crítico-literaria cuando es necesario. La producción de Serna
contiene la misma sana ambición. ¿Por qué no lo conocemos más entonces?
Wilfrido H. Corral, El error del acierto (contra ciertos dogmas latinoramericanistas),
Universidad de Valladolid, España, 2013.
9
79
wilfrido h. corral
Me detengo en este Serna, en parte por su desobediencia a ciertos maes­
tros y por la necesidad de tener en cuenta algunos subterfugios al hablar de
este tipo de prosa. A mediados de los noventa él vaticinaba que “lo peor
que puede pasarle a la literatura en el próximo milenio es que se acentúe
la falsa polarización entre narrativa light y narrativa para entendidos, como
lo desean, en una delatora comunión de intereses, los literatos de cenáculo
y los mercaderes de la edición” (“Vejamen de la narrativa difícil”), y tenía
razón, porque esa opinión también parece ser un estribillo para los nuevos
narradores. Piénsese en descubrimientos y recuperaciones tardías como los
del colombiano Andrés Caicedo (1951-1977) y las notas de El libro negro de
Andrés Caicedo. La huella de un lector voraz (2008), antecedido por la varia
invención de El cuento de mi vida (2007), seguido por la “autobiografía cine­
mática” Mi cuerpo es una celda (2008), armada por Alberto Fuguet, de alguna
manera su heredero manqué.
Esas colecciones en verdad hacen que se supedite la ficción precursora
de Caicedo, o que se la quiera poner en perspectiva, a actos a posteriori que
obviamente se podrían dar con otros autores. Somera y francamente, la no
ficción de narradores como Serna, no estrictamente él, sigue siendo espinosa
de encontrar y publicar, y por ende de conceptualizar y jerarquizar. Ahora,
hay narraciones no ficticias, descripciones de varios sistemas, libros de eti­
queta, manuales, teorías y cavilaciones que no narran. Por esto vale rescatar
una no ficción que sí narra y elucidarla con sus mejores patrones. En Serna
hay mucha introspección y no pocas revelaciones verdaderamente íntimas,
y no parece importarle quién sabía que a él no le importaba lo que decían
otros. Su no ficción contiene la actitud de no incluir la queja “las cosas fue­
ron mejor en mi día” como connotación, más la ventaja de que un escritor
puede notar algo que los lectores no han percibido. No se convierte en una
lección, sino en una orientación para que la mirada de los lectores se fije en
eso por sí sola, y así lee un novelista como crítico.
enemigo público número uno
No se puede decir que en Las caricaturas me hacen llorar el tono del autor
posea muchos filtros, pues las muestras de su franqueza son vastas. En el to­
80
desmadres y tareas críticas según enrique serna
davía poco estudiado “Vejamen de la narrativa difícil” manifiesta que “A pe­
sar de la autoridad académica empeñada en hacernos comulgar con ruedas
de molino, todavía existen narradores de calidad mundialmente reconocida
que satisfacen todos los gustos, desde el más primitivo hasta el más exigen­
te. Su existencia es una piedra en el zapato para quienes creen que la gran
literatura está reñida con el gran público”. Esa afirmación está mucho más
cargada de significado de lo que se puede suponer, más allá del alfilerazo a
la escritura dogmática de academia. Para comenzar, recuérdese por lo menos
un par de nociones críticas, una asociada hoy con la teoría de la recepción,
referida a los “horizontes de expectativa”; y otra más, aliada al posestructu­
ralismo: la codificación de los lectores y la lectura por medio de paratextos.
Así, en el prólogo a la primera edición de Las caricaturas…, Serna afirma:
La segunda parte, “Ruta crítica”, se compone de ensayos literarios en los que
traté de revertir la tendencia de nuestra élite intelectual a demeritar la creativi­
dad y el talento en favor de la erudición estéril. Algunos de ellos me han valido
excomuniones y golpes bajos, pero si no los hubiera escrito me habría salido un
herpes en el cerebro. Por su carácter polémico, probablemente llamarán la aten­
ción “La función decorativa de la cultura” y “Vejamen de la narrativa difícil”,
pero lamentaría que su belicosidad distrajera al lector de los trabajos sobre Inés
Arredondo, Virgilio Piñera, José Agustín (…), Manuel Puig y Patricia Higsmith,
donde fundamento mis simpatías por algunos de los escritores que admiro en vez
de exponer inconformidades o diferencias. (Énfasis míos.)
En verdad se podría subrayar todo lo que asevera, pormenorizar cada
idea (por ejemplo, la sexualidad “otra” en Piñera, Sarduy y sobre todo Hi­
ghsmith) y nombre, los momentos embarazosos que señala, y no cabe duda
de que valoriza el coraje o valor como virtud, porque sin la valentía las otras
virtudes no son posibles. Pero también está admitiendo, como varios nove­
listas de Occidente desde hace un siglo, que un escritor no puede negar su
papel de intelectual público (como argumentará con Vargas Llosa), y que al
ser así, la riqueza y diversidad del mundo no puede reducirse a mirarse el
ombligo siempre. Esa actitud es diferente de la “pasión crítica” o leer desde
el rencor, que frecuentemente conduce a exabruptos.
Leída a veinte años de su publicación inicial y en términos de su no ficción
posterior, Las caricaturas… muestra la consistencia de sus propósitos, su ética
81
wilfrido h. corral
personal y la de su actividad profesional, aunque no le guste a sus detractores.
Vale, por lo mismo, una parada intermedia en la historia de su colección, que
obliga a un ajuste en la recepción e incluso autoconcepto del autor. Cuando
en 2012 se publica una segunda edición no aumentada de Las caricaturas…,
cuya única revisión se encuentra en el prólogo, concluye, afinando poco el
tono de la primera versión: “Sin asomo de arrepentimiento, ahora expongo mis
pecados de juventud a una nueva generación de lectores, esperando encontrar
de nuevo esa complicidad sin la cual no podría existir la literatura” (énfasis
mío). Con ánimo crítico, me parece la mejor manera de corromper a los me­
nores, término por el cual entiendo a los no iniciados, no importa su edad.
Similarmente, Serna no pierde la oportunidad de poner los puntos so­
bre la íes, con su acostumbrada higiene mental. Así, en el prólogo de la
segunda edición, que historiza con tonos muy personales el breve trasfondo
que provee la primera, también resume la razón de ser y la acogida de su
compilación, no sin antes expresar abiertamente un temor que resultó en su
visión actual: “La experiencia de someter mi trabajo a la opinión pública me
produjo, al mismo tiempo, una intensa emoción y crisis vocacional. Temí que
si continuaba estudiando teoría literaria en vez de leer los libros que de verdad
me importaban, acabaría pergeñando exégesis eruditas con impecable rigor
metodológico, pero sin el menor vuelo imaginativo. No quería escribir para
otros especialistas, sino ganarme la confianza y el respeto del lector común,
para satisfacer una necesidad expresiva.” (Énfasis mío.) Como resultado, si
sus novelas convirtieron a su persona en una estética, su no ficción trata de
convertir sus ansiedades privadas en objetivos de integridad intelectual.
Recuérdese también que los de Las caricaturas me hacen llorar son
textos de una época más nacional, publicados en periódicos y revistas como
La Jornada Semanal, Milenio y La Cultura en México, entre otros, justo an­
tes de que la red mundial permitiera mayor acceso a ellos, como es el caso
con los que publica en Letras Libres o Nexos, referentes culturales mexicanos
encontrados, para los nacionales. A la vez, con la mención de Piñera, Puig y
Agustín en ese primer prólogo, Serna da indicios de una estética originaria,
no necesariamente fundacional, que permite confirmar que ha sido coheren­
te con sus preferencias, no importa qué rebusquen sus críticos. El hecho es
que desde Las criaturas… y sus palimpsestos Serna no ha tenido pelos en la
82
desmadres y tareas críticas según enrique serna
lengua o toma ansiolíticos, y no ha querido aceptar el tedio de algunos maes­
tros iniciales que, como dice en varias entrevistas, se dedicaron a dictarle
referencias bibliográficas. Tampoco anhela ser parte de la pedantería o de
la injuria que abandona toda voluntad artística, tratando de explicarla por
medio de nociones que sólo aprecian los presuntos iniciados. A veinticinco
años de sus inicios como escritor indicaba: “Si dejara de beber por completo
quizá dormiría mejor y escribiría más. Pero tampoco me entusiasma ser una
gallina ponedora que se desvive por abultar su bibliografía, como ciertas
glorias nacionales embalsamadas en vida…”10
Consecuentemente, fiel a una poética que sólo tenemos en fragmentos,
desarma la inseguridad de los que no pueden o tienen miedo de hablar por sí
mismos, con sus propias ideas y palabras, señalando por qué aquellos no han
asimilado (no integrado) bien el pensamiento de las fuentes primarias con la
misma autoridad y rigor que los atrajo a ellas. Serna no siempre tiene en mente
una advertencia del comparatista Peter Brooks, quien manifiesta que cuando
uno se involucra en actos de interpretación, en diálogos con otros que te llevan
la contra y a quien necesitas persuadir, te metes en algo que tiene principios y
procedimientos, y “En el mejor de los casos, en su momento más persuasivo,
esta práctica debe ofrecer una crítica convincente de los actos de interpreta­
ción que son arbitrarios y mal fundados, basados en la imposición autoritaria
de significados en vez de en una conceptualización cuidadosa”.11
Teniendo en cuenta que el trabajo del periodista cultural es nunca dar a
los lectores una razón para dejar de leer antes de llegar al fin de sus escritos,
y que las condiciones de ese trabajo exigen una voluntad de comprimir y un
talento para la concisión, vale entonces acatar, aun con un grano de sal, la
codificación del prólogo original de Serna y continuar con algunos ensayos
emblemáticos (de hecho, el resto son artículos, perfiles o reseñas) que, dice,
llamarán la atención, tal vez porque terminarán siendo programáticos. Uno
de los dos ensayos extensos (el otro está dedicado a Puig), “La función deco­
rativa de la cultura”, ya no sorprenderá, es una crítica y homenaje a Paz
(a cuya figura vuelve en “La vanagloria”), que se adelanta con mucho a la
Enrique Serna, “Así escribo”, en Op. cit.
Peter Brooks, “Misunderstanding the humanities”, en The Chronicle Review,
núm. 16.
10
11
2014,
83
wilfrido h. corral
postura encontrada de Roberto Bolaño respecto a la monumentalidad del
ensayista y poeta mexicano. Siempre fiel a su misión de no dejar títere con
cabeza en sus evaluaciones críticas, entre otras bon mots, discierne aguda y
convincentemente de un consenso sobre el chileno al decir: “Bolaño creía
dogmáticamente en las vanguardias, al grado de perdonarles la falta de talento,
y su fe ciega en las bondades de la subversión creadora le impidió ver el lado
grotesco de la vanidad insatisfecha, que en los malos escritores, sean conser­
vadores o vanguardistas, alcanza proporciones monstruosas.”12
Como la mayoría de su crítica social, la meta final y mayor de Serna
es el medio cultural de su país y su futuro, no armar una antología de sus
catástrofes, y hasta la fecha no ha cedido un centímetro en su empeño, como
se desprende de su extenso ensayo sobre José Revueltas, al cual volveré.
Por eso no sorprende que esta segunda parte de Las caricaturas me hacen
llorar también incluya “Tesoro moral para el crítico joven”, conectando con
sus preocupaciones, que llegan hasta Genealogía de la soberbia intelectual.
En 1981, en “La desgracia de ser escritor joven” [Notas de prensa, 1980-1984
(Mondadori, Madrid, 1991), pp. 153-155], sin ningún virtuosismo García Már­
quez se apenaba de que los jóvenes escritores concursaran con “entusiasmo
casi pueril” en concursos literarios nacionales en que en verdad, y paradó­
jicamente, salen perdiendo al ganar. Según el maestro, quien no menciona a
ningún narrador específico, con esos premios la editorial “no sólo comete un
atraco contra el escritor novato, sino que es éste el que le sirve al editor para
enriquecerse más con el menor esfuerzo”. Hay otra lección en su conclusión:
“no hay desgracia más grande en este mundo que la de ser escritor joven. So­
bre todo en estos tiempos infaustos en que está de moda ser famoso”. En los
“mandamientos” de “Tesoro moral para el crítico joven”, Serna añade una
advertencia cínica: “Adula con moderación al novelista funcionario que te
dio un puesto de aviador. Hazle sentir que no escribirá su obra maestra hasta
que te suba el sueldo.” Ambos escritores quieren decir que en una industria
inestable motivada comercialmente, parte de ser un escritor es el esfuerzo
constante por encontrar cómplices talentosos.
Como arguye Susan Sontag en un ensayo de 1980 sobre Elías Canetti, es
12
Enrique Serna, “La vanguardia sin obra”, en Letras libres, México, diciembre de 2013,
núm. 180, p. 110.
84
desmadres y tareas críticas según enrique serna
necesario que los admiradores talentosos superen la avidez para identificarse
con algo superior al logro, superior a la recolecta de poder. Todos se olvidan
de que no es la obra como tal la que le acarrea fama a un narrador. Por eso,
en “Ecocidio literario”, más una nota sobre la novela histórica 1492: Vida y
tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985), de Homero Aridjis, Serna se de­
dica a desmontar la metodología de una novela que “hará las delicias de un
experto en narratología”, arguyendo que la mezcla de un discurso ficcional
con otro testimonial “no puede ser más forzada”. Añade además que “En cuanto
a los diálogos, la torpeza de Aridjis no tiene igual en la literatura mexicana” y
que, sumada a la posterior Memorias del Nuevo Mundo (1988), ambas novelas
le servirán a Aridjis para “viajar a Sevilla en 1992 con gastos pagados”.
¿Qué hay detrás de esa crítica personal? En verdad una concepción de
la historia de México y su discurso, porque al referirse a las fuentes de su
compatriota, dice: “En efecto, le sirvieron para decir lo mismo sin la menor
gracia.” Por otro lado, hay que tener en cuenta que ese mismo proceder
híbrido es el que Serna emplea, aplicándolo a varios de sus narradores, en
la que es quizá su novela más conocida, El seductor de la patria (1999). Ale­
górica, epistolar y existencial, deja atrás o ignora realidades para transmitir
la inestabilidad del fallido caudillo Antonio López de Santa Anna, con el
resultado de que el anti-héroe es una figura parcialmente amortajada y des­
memoriada cuyos motivos más profundos son opacos, incluso para él mismo,
y así su antibiógrafo acomoda en su novela la pose del escepticismo posmo­
derno y el Santa Anna “real” del empirismo tradicional.
Paralelamente, permite pensar, con la ayuda del prólogo a la segunda
edición de esta no ficción, que notas como “Bocas envenenadas” e “Inte­
lectuales con caspa”13 podrían ser palimpsestos de El miedo a los animales.
Además, y como asevera respecto a su público virtual con su reconocida fran­
queza en el prólogo de la segunda edición de Las caricaturas me hacen llorar:
“Como a fin de cuentas estaba dirigiéndome a una familia de inadaptados,
sabía que no iban a reprocharme ningún exceso o disparate, siempre y cuan­
do lograra despertar su interés. Para conseguirlo, procuraba combinar la
provocación con el rigor, la ironía con la precisión verbal, una dualidad que
13
Enrique Serna, Las caricaturas me hacen llorar, Joaquín Mortiz, México, 1996.
85
wilfrido h. corral
reflejaba las fluctuaciones de mi propio carácter.” Por honesta que sea, esa
combinatoria sigue siendo la plantilla de su no ficción, con las fluctuaciones
del caso, como se comprueba en su segunda colección.
tareas adicionales del crítico
Giros negros no es exactamente un título que conduzca a creer que se trata
de crítica literaria, y, de hecho, ninguna de sus ocho secciones está dedicada
enteramente a ella o la alude con sus títulos. Si la cuarta, llamada “Radio­
grafía del lenguaje”, la sexta, “Transgresores de oficio”, e incluso la séptima,
“Delitos contra la salud mental”, podrían hacer pensar en textos sobre los
críticos y su quehacer, es más exacto notar que esa tarea es un subtexto ge­
neral de su libro. Es difícil saber si, debido a que para el momento en que
se publica esta colección en 2008, Serna suponía que los excesos críticos
estaban en su apogeo y habían ganado la guerra interpretativa, como ocurría
en Estados Unidos y varios países europeos. Para contextualizar ese momen­
to, permítaseme una referencia personal sobre un libro armado en ese país
con la comparatista y brasileñista Daphne Patai, fundadora de programas de
estudios sobre la mujer.
Vincent Leitch, editor general de la enjundiosa y problemática Norton
anthology of theory and criticism,14 tiene mucho que ganar al decir que:
Con sus 48 piezas [sic] escritas sobre tres décadas, Theory’s empire: an anthology
of dissent, editada por Daphne Patai y Will H. Corral y publicada en 2005, sigue
siendo la biblia de los argumentos antiteóricos (…) Se los reúne para criticar la
teoría, defender el canon de las grandes obras y análisis literario, sostener una teoría
del lenguaje racional y realista, y para vituperar [sic] la politización del estudio
literario característico de mucha teoría contemporánea. El punto de vista general
es conservador [sic], y típicamente mira hacia el pasado de tiempos y enfoques
mejores (lo moderno versus lo posmoderno) [sic]. Como sugiere el título, la tesis de
este enorme volumen es polémica: durante la era posmoderna la teoría ha domi­
nado a los estudios literarios, creando en su marcha un imperio perdurable y una
ortodoxia. Así, [aquí] se alinea a los críticos como inconformistas anti-imperia­
listas. Es un concepto revelador y autobombo.
14
86
Bloomsbury, Londres/Nueva York, 2014.
desmadres y tareas críticas según enrique serna
Si no fuera por su interés creado, simplificación, o por mantener iluso­
riamente que en el siglo xxi hay un “renacimiento de teoría” (que implica
que en algún momento murió), Leitch tendría algo de razón en la parte des­
criptiva, no en las últimas oraciones de la cita. Como viene haciendo Serna
desde su primera colección, en su revisión del estado de la crítica no hay
fobia, nostalgia, una visión única de lo posmoderno (como se desprende del
prefacio de Leitch), ni interés creado o conservadurismo, sino un cuestiona­
miento de lo curricularmente consagrado. Si eso es ser disidente, se puede
asumir ese talante con gusto.15
Pero se trata de América Latina, y de un pensador crítico dedicado a
revelar los engendros y resultados negativos de desproporciones similares.
Al leer sus libros en orden cronológico, lo más juicioso es ver sus cambios
de idea como una faceta de su movilidad intelectual. Si se incluye la cultura
popular a la que también sigue consagrado, se pueden analizar sus esfuer­
zos, en una época de excesos capitalistas, como una cruzada contra las dis­
tinciones entre cultura alta y cultura baja, forma y contenido, pensamiento
y sentimiento (sobre todo respecto a la sexualidad), fantasía de juicios razo­
nados, y en particular entre ética y estética. Incluso en su lugar de origen,
como demuestra la anécdota de la novela de Franzen, en esos años el mundo
intelectual abundaba en escritos sobre escritos acerca de la crítica de la
crítica, llenos de superficialidad, y es dudoso que muchos lectores no espe­
cializados los leyeran. Es una actitud dilatada y, con las salvedades del caso,
se encuentra también en En otro orden de cosas (2001), del argentino Rodolfo
Enrique Fogwill, en que un exmaquinista, militante y obrero, se convierte en
semi-intelectual, para “cavilar” sobre el significado de las palabras, con los
años 1971-1982 de fondo. Una mayoría silenciosa intelectual (a la que Serna
15
Se dispone en español de buena parte de nuestra introducción general: “El imperio de
la teoría”, en El Malpensante, marzo 16-abril 30 de 2005, núm. 61, pp.16-29. Calculadamente,
Leitch no menciona que Theory’s empire critica severamente la conceptualización de su antología
y las defensas posteriores de ella. Jason Potts y Daniel Stout, editores de Theory aside (Duke Uni­
versity Press, Durham, 2014), admiten que los reparos de Theory’s empire no son ofensivos y que,
en el fondo, son benéficos. Pero apoyándose en perspectivas publicadas posteriormente, pos­
tulan que es un libro “anti-teórico”. Esas críticas continuas, y su similitud, comprobarían el
efecto real de Theory’s empire en los más afectados, y una falta de originalidad; y dudo que
los lectores habituales de Serna estén o quieran estar al tanto de polémicas especializadas.
87
wilfrido h. corral
nunca podría o querría pertenecer), publi­
có entonces no objeciones sino “inquie­
tudes” pusilánimes sobre la expresión
verbal en publicaciones de poca difusión,
marcadas frecuentemente con certeza in­
merecida e indignación chapada a la an­
tigua en torno a cómo el uso del lenguaje
seguía decayendo.16
Sería entonces razonable preguntar si
se necesitan más de esos escritos contrarios
y si Serna no tenía ese modo en mente. El
caso es que Giros negros es una mejor vi­
sión de cómo se puede llevar a cabo la crítica de la crítica, por una razón
evidente. Su libro nos recuerda que pocos lectores están familiarizados con
la jerigonza que los especialistas (que no son lo mismo que los expertos)
usan como taquigrafía. Por otras razones, generalmente políticas, en los años
treinta Benjamin notó una crisis en la crítica (había pensado fundar con
Brecht una revista llamada Krisis und Kritik) y escribió varios textos breves
(uno sobre la crítica “falsa”, más un borrador sobre la crítica como disci­
plina fundamental para la historia literaria) o fragmentarios sobre historia
literaria, la industria editorial y las formas de la crítica. En un fragmento
programático de 1931, póstumo y recogido con otras notas aforísticas bajo la
rúbrica “El carácter destructivo” (referido al suicidio), se dedica a la tarea
del crítico y asevera:
Respecto a la terrible idea equivocada que el atributo indispensable del crítico
verdadero es “su propia opinión”: es asaz sin sentido enterarse de la opinión de
alguien sobre algo cuando uno ni siquiera sabe quién es. Mientras más impor­
tante el crítico; lo más que evitará afirmar llanamente su propia opinión, y lo más
Antes de Franzen, Michael Young, el héroe inglés de la novela distópica Making his­
tory (1996), de Stephen Fry, que contiene algunas partes escritas como guión, es un letraherido
tan amargado por los estudios literarios que se resigna a hacer un doctorado en historia porque,
en efecto, le parece menos arriesgado. El “hacer historia” del título se refiere a la trama, en
que se crea una cronología mundial alternativa más conservadora, especialmente en Esta­
dos Unidos. Michael deja la academia, vuelve a su pasado y se dedica a escribir canciones.
16
88
desmadres y tareas críticas según enrique serna
que su perspicacia absorberá sus opiniones. En vez de dar su propia opinión, un
gran crítico posibilita que otros formen sus opiniones en base de su análisis crí­
tico. Es más, la definición de la figura del crítico no debe ser un asunto privado
sino, en lo posible, un asunto objetivo, estratégico. Lo que debemos saber de un
crítico es qué representa. Él nos debe decir esto.
Son aserciones muy cargadas y no exentas de polémica o interrogantes
respecto al carácter subjetivo de lo que se defiende como crítica personal
en el ámbito anglófono hoy. El fragmento citado es más una ayuda para la
memoria, porque Benjamin apunta que la sección “Técnica crítica” incluirá
varios temas mayores: teoría de la cita crítica, elogio y censura, teoría de la
polémica; y que la sección “La tarea del crítico” incluirá una crítica de las
grandes figuras de entonces, una crítica de las sectas, crítica fisionómica,
crítica estratégica, crítica dialéctica y los sucesos dentro de la obra misma.
Barthes no hizo menos al notar la relación entre la ficción y la crítica en la
práctica de sus contemporáneos.17 Esos programas conceptuales podrían ser
otro subtexto principal de la prosa de Serna, enfatizando que para el mexi­
cano las tareas del novelista y del crítico son inseparables, porque ambos
tratan de fijar una escala de valores e importancia, y utópicamente quieren
rescatar un valor humano original de las abstracciones, estilos, formas y len­
guajes, como de los asaltos y distracciones de presiones sociales pasajeras.
víspera de la destrucción
Aunque la música popular contemporánea tiende a ser una presencia cons­
tante en su prosa, en particular en los cuentos de Amores de segunda mano
y en “Los reyes desnudos” de La ternura caníbal, no es seguro que Serna
tuviera en mente la canción anglófona de protesta de los años sesenta que da
el título a esta sección. Lo tangible es que, si en esos años comenzaban los
cambios críticos que lo llevan a escribir Genealogía de la soberbia intelec­
tual, sabía que el progreso de las ideas depende de su pasado, y como la
suya es una genealogía desobediente, requería más de su autor todoterreno,
17
2015,
Roland Barthes, “A very fine gift” and other writings on theory, Seagull Books, Londres,
pp. 185-189.
89
wilfrido h. corral
sobre todo por su intención de revelar cómo la inteligencia imaginada por la
crítica apunta a desinformar, chantajear, difamar y un sinnúmero de verbos
de la misma ralea. Como observa Brooks, hay que deshacerse de la noción
aquella según la cual al enseñar las humanidades uno se involucra en una
formación que provee valores morales, o que habrá consecuencias benéficas
al enseñar los grandes libros.
Si decía al principio que en su no ficción más reciente Serna se ocupa
ampliamente de las humanidades, también es cierto que no se ocupa del
efecto directo de cómo se enseña a los estudiantes de literatura, sino del re­
sultado de esa enseñanza en la crítica general. Es evidente que Genealogía
de la soberbia postula que la crítica es una educación ética y de carácter
aplicable al pensamiento crítico. El problema principal es que la “apropia­
ción” cultural no está de moda, por lo menos desde que Edward Said propu­
so a fines de los años setenta que un recuento romántico del “Otro” facilita
su conquista, dominación y explotación. Como resultado, lo que sí está de
moda es el relativismo cultural, aunque en Nuestra América no hay señales
certeras de que después de la visión modernista de fines del siglo xix se haya
sazonado la cultura oriental con exotismo. Por eso Brooks recuerda que el
profesor de literatura “no habla exactamente con su voz”, sino casi siempre
como ventrílocuo de las ideas y las palabras de otros, y así se expone a acu­
saciones de negligencia.
En vez de enseñar la sabiduría acumulada del pasado a través de los
mejores libros (sin que importe su ideología) de la manera más plural posi­
ble, hoy se enseña selecciones de un menú a la carta que deja a los alumnos sin
un entendimiento holístico de los debates y asuntos que formaron las culturas
en que viven. Sin cuestionar la dispersión (aunque sostiene que los estudios
culturales no son “teóricos”, por amorfos, y además por “faltarles los funda­
mentos históricos y precisiones de la ‘teoría’”), en la gráfica incluida en la
guarda de su libro, Leitch18 nota noventa y cuatro subdisciplinas y campos
alrededor de doce temas mayores “que pueden cambiar esferas y fundirse en
combinaciones originales”. Como demuestra Theory’s empire y las numero­
Vincent B. Leight, Literary criticism in the 21st century. Theory renaissance, Bloomsbury,
Londres/Nueva York, 2014.
18
90
desmadres y tareas críticas según enrique serna
sas reseñas positivas que ha recibido hasta hoy, no se puede ser tan optimista
como Leitch respecto al futuro de la teoría. Además, hay un instinto organi­
zador fatal: el deseo de juntar varios conceptos dispares en una sola teoría
prolija. Bien decía Barthes, en una entrevista de 1970, que la teoría existe
permanentemente en un tiempo prestado, porque no se la debe concebir
como algo cerrado.
Por esa situación nada como los mexicanismos en torno a “madre” para
hablar del compromiso intelectual. “Me vale madre” es apto, pero “desmadre”
se acerca más a una condición intelectual actual, y en nuestra lengua no hay
mejor exponente de la franqueza que transmiten esas voces de Serna. Como
vamos viendo, desde Las caricaturas me hacen llorar y Giros negros hasta
Genealogía de la soberbia intelectual, sigue levantando ampollas. Leídas me­
nudamente, la primera da la bienvenida a la cultura popular como objeto de
estudio; Giros negros arriesga más, extendiendo el análisis a zonas oscuras
de la sexualidad cotidiana y el lenguaje, sin enarbolar los estandartes de
hibridez de los “estudios” (sic) “culturales” (sic). Genealogía de la soberbia
intelectual, vale repetir, se ocupa abundantemente de los gestores de las hu­
manidades y, por último, de la función de lo popular en ellas.
Serna ejemplifica una actitud diferente de los narradores que son sus
contemporáneos, los nacidos una década antes o después que él: expresarse
sin filtros. Es redundante proporcionar un panorama19 de aquéllos para con­
textualizar sus continuas batallas –significaría vincularlo a una colectividad
que no reconoce, como las diferencias que establece explícitamente entre
su obra y la de César Aira, diez años mayor que él–, mayor razón para en­
fatizar el ambiente extra nacional en que se mueven las diez secciones de
su historia. Ese entorno es una de las plantillas de Genealogía…, y de una
crítica débil y oficiosa, próxima al libelo, que ocasionó su ensayo en España,
refutada por él y otros en la versión en línea de Letras Libres; aunque el hilo
de la defensa es a veces demasiado animado o categórico, se arguye razo­
nablemente que un expediente académico no garantiza ser buen crítico de
nada, ni permite ataques ad hominem, porque una cosa es discrepar, disen­
Véase Wilfrido Corral, Juan de Castro y Nicholas Birns (eds.), The contemporary Spa­
nish American novel: Bolaño and after, Bloomsbury, Londres/Nueva York, 2013.
19
91
wilfrido h. corral
tir, otra criminalizar a un crítico de la manera más vil.20 Recordando que es
un error común interpretar la sensibilidad de un autor como reflejo de una
época, su estudio es, como dije, una crítica erudita de la falsedad intelectual
novelizada subjetivamente en El miedo a los animales, algunas de cuyas
fuentes no explica equitativamente en el prólogo a la segunda edición de
Las caricaturas me hacen llorar: “De las rencillas ventiladas en esa sección
extraje algunos rasgos de carácter para dibujar a los personajes de El miedo
a los animales.”21 Es más, en “Historia de una novela”, escrito el mismo año
que esta novela, se cura en salud.22
En la época de Las caricaturas… se asentaban los contubernios inte­
lectuales que lo llevan a escribir Genealogía… Serna sabe que el progreso
de las ideas depende de su pasado, pero como la suya es una genealogía des­
obediente requería más de él, por su intención de revelar cómo la inteligencia
imaginada por la crítica desinforma, chantajea, difama y un sinnúmero de ver­
bos de semántica similar. Genealogía… se concentra en el incumplimiento
de los principios de las humanidades, sin tratar su efecto en aquellos a quie­
Véase, de Enrique Serna, “Respuesta a César Antonio Molina”, en Letras Libres, 7 de
noviembre de 2014; y la nota anterior de Javier Munguía, “Para el escándalo de artepuris­
tas”, Letras Libres, 23 de enero de 2014. En la reseña impresa para la misma revista, Armando
González Torres afirma que Serna decepciona como historiador, opinando que “El método
ensayístico de Serna consiste en reconstruir, con colorido y muchas licencias históricas,
distintas atmósferas intelectuales y establecer analogías, a veces reveladoras, entre prácti­
cas excluyentes y formas de esnobismo muy alejadas en el tiempo”. Hay algo de razón en
este comentario. Pero si se considera el modus operandi de Serna, el énfasis debe ser en sus
analogías reveladoras, que no tienen que apegarse a una estricta historia lineal.
21
Enrique Serna, Las caricaturas me hacen llorar, 2ª. ed., Terracota, México, 2012, pp.
11-16.
22
Aunque la vigencia de la novela es innegable, sigue siendo la fuente de opiniones
encontradas, desde su publicación inicial, cuando en su reseña (Vuelta, Diciembre de 1995,
núm. 229, pp. 44-45) Christopher Domínguez Michael dice: “Tanto le pesa a Serna su impos­
tura, que escribe textos autopromocionales donde habla de ‘autocrítica’. No hay tal”; hasta
la más académica/primermundista de Hugo Méndez-Ramírez, “Política cultural y eurocen­
trismo en El miedo a los animales de Enrique Serna”, Revista Iberoamericana, abril-junio
de 2010, núm. 231, pp. 393-407. Si Méndez-Ramírez trae a colación La Mafia (1968), de Luis
Guillermo Piazza, Domínguez Michael rescata ¡Qué viva México!, de Rubén Salazar Mallén,
también de 1968, que no depende de alusiones o sinónimos. Es un mundo complejo, porque
Carlos Monsiváis, Domínguez Michael y Serna han coincidido en grupos y lugares afines.
20
92
desmadres y tareas críticas según enrique serna
nes se las enseña sino en el resultado de
esa instrucción en la exegética general.
Si su enfoque lo distancia de otros valedo­
res de las humanidades, sabe que la críti­
ca tiene que ser parte de esa defensa, sin
convertirse en apologista intransigente.
Peter Brooks considera que la contrarie­
dad de las discusiones anglófonas actua­
les sobre las humanidades tiene que ver
con cómo un público general las percibe
y con cómo las presentan los críticos. Los
defensores de ellas, insiste Brooks, tie­
nen que advertir que enseñarlas no es proporcionar una formación íntegra.
Leer un gran libro no es transformar éticamente a los lectores, porque se
puede leer libros “ejemplares” y salir a cometer un crimen.
Serna no brega con la fragmentación e hiperespecialización que privi­
legian los programas universitarios anglófonos, de los cuales todavía surgen
las ideas hegemónicas para nuestro Occidente, incluso las promulgadas por
precipitaciones eruditas “poscoloniales”. Genealogía de la soberbia intelec­
tual comienza aseverando que “la idea de que la gran literatura sólo puede
cautivar a una élite refinada quedó desmentida desde los tiempos de la tra­
gedia griega”, cuyos corolarios de esa afirmación son el emblema de las tres
primeras secciones. Serna reconoce que, al ser parte del mundo intelectual,
no puede negar las relaciones de poder implícitas en su propósito, así que no
acude al virtuosismo de pontificar sobre el arribismo universitario que es
frívolo y codicioso, y extremadamente definido por el egoísmo y el elitismo.
Pero las rencillas personales de esos concursos no son el centro de su atención.
Para su empresa Serna depende o, mejor dicho, confía en el tropo de
Crítica sin Fronteras. No se crea que sólo con el auxilio de Foucault (para
quien la crítica era el arte de no ser gobernado, revelar lo ilegítimo) podría
determinar las relaciones entre literatura y poder, y sus ensayos anteriores
dejan constancia de que no ha necesitado ese socorro. Para el autor de El
seductor de la patria no es difícil notar en aquella tropología que los pobres
son utilería en un drama crítico personal que pretende probar que la empa­
93
wilfrido h. corral
tía, la fuerza moral y hasta el “profesionalismo” de los practicantes está por
encima de todo. Como comprueba en la novena sección, “El genio de la bes­
tia”, esas preocupaciones no son más que llamadas a una miseria humana
exótica (su blanco es Mallarmé, para demostrar dramáticamente la ambición
humanitaria del intelectual y su “intransigencia” cosmopolita), lo que para
otro contexto Silviano Santiago ha llamado el “cosmopolitismo del pobre”.23
En el momento en que publica Genealogía de la soberbia intelectual,
Serna afirma en una entrevista: “La crítica literaria se ejerce como una rama
de las relaciones públicas y la mercadotecnia. Entonces la gente ya no cree
en la crítica, entonces se hace muy difícil que entre el océano de autores se
pueda separar el trigo de la paja. Se empieza a desconfiar de la crítica cuan­
do uno se da cuenta de que desprecian en privado a los autores que elogian
en público.” 24 (El énfasis es mío). Un problema obvio de esa aserción es que
las nociones de privacidad son subjetivas (digamos lo que ahora aseveran
varios antiguos amigos de Foucault de su simpatía tardía por el neoliberalis­
mo) y sólo se puede formular teniendo un buen conocimiento de la privaci­
dad que lo rodea a uno.
Si Serna, a su manera, asume el lado democrático del gremio al que
pertenece, no hay por qué no creerle, especialmente sabiendo que esa con­
dición siempre ha sido su irritante, no algo que se le acaba de ocurrir. En la
entrevista con Tejeda precisa: “Todos los países de habla española estamos
muy encerrados en nuestras fronteras nacionales. También en México se co­
mentan pocos libros de autores latinoamericanos o españoles. Se ha sido un
poco mezquino y proteccionista. Debería de haber mayor apertura que, pa­
radójicamente, sí hubo en los años sesenta, cuando había mayor avidez por
saber lo que se escribía en Argentina, en Colombia o en España. Ahora me
da la impresión de que no queremos ni siquiera enterarnos de lo que pasa en
23
En O cosmopolitismo do pobre: crítica literaria e crítica cultural (Editora ufmg, Belo
Horizonte, 2004), Santiago desarrolla la idea de que el discurso de la élite internacional en
el plano de la economía nacional es una de las amenazas mayores para la igualdad cultural.
Se resume su argumento en “El cosmopolitismo del pobre”, en Cuadernos de literatura, ju­
lio-diciembre de 2012, núm. 32, pp. 309-325.
24
Armando G. Tejeda, “Sexo y muerte, fuerzas que rigen nuestros impulsos: Enrique Ser­
na”, en La Jornada, 12 de mayo de 2013, p. 2.
94
desmadres y tareas críticas según enrique serna
otros países.” Tener esa conciencia también significa para él entender que
una élite cultural no hace la menor concesión al gusto popular, porque esas
predilecciones aparentemente innatas “frustran de entrada cualquier tenta­
tiva de reeducarlo”. Su democratización no especifica esa realidad paralela
a los gustos intelectuales porque, como otros análisis, forzosamente la tiene
que ver desde afuera. Pero tiene razón, especialmente porque ese tipo de
nacionalismo se da entre la crítica. Por ejemplo, el dossier dedicado a “Po­
líticas de la crítica” (pp. 9-101) de Pensamiento de los confines, núms. 28/29
(primavera 2011-invierno 2012), describe la situación como si fuera exclusi­
vamente argentina y girara en torno al compromiso político, que muy bien
podría ser el caso. Con la excepción de las divagaciones políticas, tal vez, el
problema es que no costará mucho encontrar similares limitaciones en los
dictámenes y discusiones sobre la crítica en otros países latinoamericanos.
Para llegar a esa antesala de sus conclusiones, Serna equipara la his­
toria intelectual a la historia de las modas (no el sistema, como Barthes), con­
centrándose en las secciones anteriores en cómo los emperadores se ponen
nuevos vestidos que los súbditos compran y se ponen ciegamente, especial­
mente en años recientes. En todo su recorrido hay que recordar las diferen­
cias entre lo popular (por lo cual aboga) y lo populista, que pone en jaque
mate e hila fino, con algunas posturas categóricas que impulsan su argumen­
to contra la soberbia de sabihondos autoungidos. Aun teniendo en cuenta
esos momentos contraproducentes y varias ironías (siempre respaldadas por
su conocimiento histórico), el resultado definitivo es un argumento razonado,
ciertamente novedoso y necesario, excelentemente investigado, escrito con
enorme claridad, lógica y conocimiento de causa, y coadyuvado por citas
convincentes sobre el desdén públicamente comprobable de varias sectas
intelectuales o semi-intelectuales y la historia de sus engendros contempo­
ráneos.
De las diez secciones, la cuarta, “Privilegios de casta”, historiza la (in)
dependencia intelectual, detallando los monopolios y pompa académicos, y
en particular el desafío de la opinión pública con una noción indeterminada
y problemática: “La novela pierde mucho cuando da la espalda a la opinión pú­
blica.” Por otro lado, mexicaniza el mecenazgo despótico, todo consecuente
con su principio que “Los modernos gurús se comportan todavía como semi­
95
wilfrido h. corral
dioses condescendientes y no vacilan en sacar las garras cuando los fieles
les quedan a deber un diezmo”. En la sección quinta discute cómo la tarea de
domar al oso (el público) quedó en manos de los autores de best sellers, resul­
tando en la criptografía que adoran los académicos, y “Por eso la literatura
de escritores para escritores, la que subsidian las universidades y los institu­
tos de bellas artes (...) produce la misma cantidad de productos desechables
que la literatura comercial (y unos cuantos libros de valía, tan escasos como
las obras maestras de la narrativa y el teatro popular)”.
Esa opinión no lo convierte en un yihadista de lo popular, sino en un
objetor de conciencias que conoce el espacio reducido y frecuentemente
endogámico en que se da el trabajo intelectual. Si en varios momentos su crí­
tica se aproxima peligrosamente a la animosidad, se edifica a cada rato con
frases geniales, mostrando que un mérito real de su enfoque es que casi nadie
se atreve a expresarse así, confirmando la noción orwelliana, según la cual
si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper
el pensamiento. La sexta sección, “El sabotaje interno”, echa sal en las he­
ridas que ha abierto en las secciones anteriores y, si es innecesario (por ser
hoy diferentemente notable), tratar con mucho interés el aspecto descuidado
de los intelectuales, su argumento de que son monolingües, tal condición es
más contemporánea que históricamente comprobable.
Las secciones séptima y octava pormenorizan el esnobismo de las sec­
tas intelectuales y las tareas que asumen, comprobando cómo las ideologías
en torno al “público” en verdad no han logrado hacerlo más brillante, des­
obediente, escéptico o peligroso, sino que lo convierten en víctima de una
cultura institucionalmente engañosa, aunque “La injusticia en la valoración
del talento se traduce tarde o temprano en una pérdida de poder cultural
efectivo, porque la credibilidad de cualquier árbitro sufre una merma con­
siderable cuando engaña al público sistemáticamente”. Su espécimen es
Juan Manuel de Prada como reseñador. En las secciones novena y décima
las muestras son mexicanas y personalizadas, con consideraciones sobre el
arte. Serna no cesa en su crítica y porfía en los debates acerca de literaturas
cosmopolitas y nacionales, sobre todo en su país y en las percepciones ex­
tranjeras de las literaturas en español. Como he dicho, desde sus comienzos
no ficticios, Serna ve en el lenguaje la solución a estos problemas y poco re­
96
desmadres y tareas críticas según enrique serna
sume mejor esa fe que su aseveración en la última sección que “Un prosista
elegante como Ortega y Gasset y un torturador del lenguaje como Heidegger
llegaron por caminos distintos a formular conceptos muy similares”. Como
se desprende de sus reflexiones, el crítico tendrá que entrelazar, en el nivel
discursivo, que las afirmaciones (productos de aserciones) no son lo mismo
que las proposiciones (objetos de creencias).
Paradójicamente, cuando hoy los alumnos aumentan y se democrati­
zan, las universidades se distancian más del mundo letrado y los académicos
adaptan su atención a la cultura popular que, suponen, les interesa a aqué­
llos, cerrando así otros tipos de comunicación, violando varias razones de ser
universitarias, como dejar que los alumnos consideren ideas incómodas o las
que no les gustan, o que no piensen en que limitarse a sólo unas perspectivas
también reduce su resistencia, tolerancia y entendimiento. Si un reclamo de
Serna es que se ignora la cultura popular, resulta más productivo indagar
por qué la secta de los “estudios culturales” la han fetichizado desde hace
décadas, sin entenderla en cuerpo propio, convirtiéndola en relleno de sus
excesos crítico-teóricos, mientras la gran ventaja de Serna radica en que des­
de sus primeras compilaciones ha sabido separar el grano de la paja. Aquí
abarca demasiado, pero lo expresa tan patentemente que, de sus numerosos
aciertos, se desprende la lección de que hay que ser más escépticos con la
cooptación y preguntar qué existe en el mundo intelectual que todavía no po­
demos decir o escribir, y qué es lo que nos detiene. Detrás de su irreverencia
hay un esfuerzo honesto por rehumanizar el arte con una querella directa
contra sus comisarios antiguos y modernos. Al mismo tiempo, sabe que no se
puede volver a 1956, cuando catorce mil personas llenaron un estadio para oír
hablar a T. S. Eliot, también sabe que los intelectuales que critica no tienen
catorce mil seguidores en Facebook.
¿ puede
un novelista crítico abandonar la política ?
Desde ahora hay que decir que la respuesta es un rotundo “No”, y que la
pregunta siempre debe ser cuál es la política debida o aceptada. Estar in­
teresado en las ideas no distancia al intelectual del mundo, y ser parte del
mundo y estar en él no vacía a nadie de las ideas. Pero Serna quiere mostrar
97
wilfrido h. corral
una degeneración que conduce a una destrucción: la “vida de la mente” es
hoy una industria con árbitros, guardias, sueldos y beneficios. Si esa condi­
ción no desvaloriza necesariamente las ideas, es su realidad material y, como
después de todo los intelectuales son humanos aunque sean celebridades,
pueden llegar a abaratar las ideas o a manipularlas. Ante la discusión ante­
rior de los vaivenes de su no ficción, para autores latinoamericanos frontales
como él, una pregunta que salta a la vista es qué hacen con la política. Volva­
mos a un maestro que reconoce. Como sabemos, Mario Vargas Llosa no deja de
ser un imán para las polémicas sobre cuál debería ser la política de un novelis­
ta hispanoamericano o no, y Serna se ha expresado sobre el tema como pocos,
especialmente si se considera que las reacciones ante los maestros tienden a
ser las venias. Sus ideas acerca de la política del escritor se han acentuado en
la última década en ensayos sobre Vargas Llosa y José Revueltas.
Según Serna, en el folleto Literatura y política el peruano condena en
bloque a los jóvenes novelistas del cambio de siglo inmediatamente pasado
que han decidido rechazar la literatura politizada. A pesar de que ya había
desmontado y destapado la fauna intelectual politizada en El miedo a los ani­
males, está de acuerdo con los jóvenes, y con Vargas Llosa, pero matiza que las
ideas políticas no están reñidas con la literatura de los jóvenes, sino que a ellos
les parecen insoportables el maniqueísmo y la simplificación en que insisten
algunos de los antiguos narradores. Según el mexicano, los santones de la vieja
izquierda (Eduardo Galeano, Mario Benedetti e incluso Elena Poniatowska, ya
impugnada en El miedo a los animales) “empiezan a ser objeto de escarnio por
su inveterada costumbre de adherirse a las corrientes de opinión que pueden
redituarles mayor popularidad”.25 Serna tiene razón –como lo prueban varios
pronunciamientos de este siglo de la mexicana y algunas admisiones del re­
cientemente fallecido uruguayo– y, a la larga, estaría de acuerdo con Vargas
Llosa respecto a la visión que éste tiene de sus coetáneos.
La insuficiencia de varios críticos del peruano puede deberse a que es
imposible de fijar como “conservador”; además, vale la pena hacer notar que,
por enésima vez desde su discurso en Caracas en los años sesenta, a prin­
cipios de este siglo instaba a los escritores a tratar la política como antído­
Enrique Serna, “La ruptura del compromiso”, en Crítica, Universidad Autónoma de
Puebla, Puebla, julio-agosto de 2004, núm. 105, p. 15.
25
98
desmadres y tareas críticas según enrique serna
to a la indiferencia ciudadana por la vida pública.26 Al respecto, el léxico
de Serna incluye términos como “simulación”, “rebeldes acomodaticios”,
“aprovecha”, “predicar el bien con fines publicitarios”; y, si castiga a los
viejos narradores, considera que la resistencia de los jóvenes “no representa
ninguna claudicación”. Es el tipo de lenguaje que le falta a los críticos del
peruano, temerosos de criticar con crudeza sin recurrir a tremendismos. Y
hay una lección mayor en la lectura de Serna: la manera de evitar los dog­
matismos del tipo de crítica a la que se dirige en Genealogía de la soberbia
intelectual y de abandonar las actitudes pusilánimes que no dejan que la
crítica latinoamericana progresista progrese, estancada en gustos mórbidos
y abracadabrantes compuestos de la vulgata marxista (“capitalismo”, “mer­
cado”, “neoliberalismo”, etc.), nacionalismos críticos y otras imposturas que
aseguran su declive.
Roland Barthes revisa en varios ensayos, notas y entrevistas de los años
cincuenta y sesenta, la dificultad de esclarecer lo que se entiende por crítica
o literatura de izquierda. Aun considerando que Barthes de ninguna manera
era un conservador, no sorprende que más de medio siglo después la izquier­
da latinoamericana siga estancada en la oscuridad de sus consignas, que
Serna repasa para Revueltas, generalizando sobre sus practicantes. Cuando en
1969 Barthes nota que “la crítica política y cultural son incapaces de unirse”,
la palabra clave es “cultural”, porque en otros de esos escritos los subtextos
son la tiranía corporativa y el carácter reacio de la izquierda. (Para entonces
ya había criticado la crítica conservadora de Jean-Pierre Richard en 1955.)
Según sus respuestas a una encuesta de 1952, las cinco preguntas ne­
cesarias para definir lo que es una literatura de izquierda son de forma y con­
tenido, y la quinta reza así: “¿Está una obra de izquierda destinada a tener
sólo un valor combativo inmediato o de hecho puede ser de izquierda para
varias generaciones?” Respecto a la crítica de izquierda, en un sondeo de 1960,
socráticamente pregunta, y contesta: “1. ¿Una opción política implica nece­
sariamente una ideológica?”; “2. ¿Qué criterios ideológicos puede tener la iz­
quierda?”; “3. ¿Hay una estética de izquierda?” Y concluye con otra pregunta
26
Mario Vargas Llosa, “Un mundo sin novelas”, en Letras Libres, México, octubre de 2000,
núm. 22, pp. 38-44. Reviso el contexto mayor de su no ficción en Mario Vargas Llosa. La
batalla en las ideas, Vervuert/Iberoamericana, Madrid/Frankfurt, 2012.
99
wilfrido h. corral
irresoluta hasta hoy: “4. ¿No es peligrosa la politización de la crítica?”27 En
resumidas cuentas, Barthes se pregunta si en verdad es difícil establecer
distinciones en estos asuntos, porque para él “es precisamente porque vivi­
mos, todavía, en una democracia liberal, en la cual los artistas son (relativa­
mente) libres, que su responsabilidad política debe ser abarcadora”.
Ángel Rama, sin duda un crítico literario más sensato y de una política
más realista que sus presuntos herederos, también vio claramente el proble­
ma en una carta de la época de su forzado exilio en Estados Unidos al perio­
dista argentino Pepe Eliaschev: “Mientras no se abandonen los estereotipos
y se piense la realidad, como pedía el viejito Marx, difícil que se entienda
nada de este mundo. A diferencia de mis amigos Gabo y Julio (que acaba de
escribir un artículo en favor mío) nunca he querido abandonar mi campo es­
pecífico, la literatura, para transformarme en agitador político: quizá porque
sé mucho más que ellos de política y economía” (énfasis mío). Rama sabía
bien que reciclar nostalgias sólo aumenta su desuso y la mediocridad de los
que se confinan a ellas, y la inapetencia de los que no quieren limitarse a
una sola ideología.28
Similarmente, según Serna, “Cuando un escritor apolítico finge amar a
la humanidad en abstracto, los lectores exigentes y críticos son los primeros
en advertir la impostación de su voz”. Cuando Serna dice que tales silencios
se tratan “de un fraude por partida doble, ya que desvirtúa el análisis polí­
tico y corrompe a la vez la literatura”, lo más honesto que podrían hacer los
críticos de Vargas Llosa es ponerse a la altura de su objeto de estudio. Serna
concluye que los novelistas pueden conmover a la sociedad con más fuerza
que los pensadores políticos: “por lo general, cuando el escritor conoce sus
limitaciones y no pretende saber más que los sabios”.
Si esa lectura de Vargas Llosa lo alentó a volver al tema de la política
en la literatura, hace poco le dedicó al tema en Revueltas un ensayo en que
se distancia del tono triunfalista en torno al centenario de su compatriota,
acercándose, tal vez a pesar de sí, al Barthes de arriba. Según “José Revuel­
27
Roland Barthes, “The ‘scandal’ of marxism” and other writings of politics, Seagull
Books, Londres, 2015.
28
Ángel Rama, “A Pepe Eliascher”, en Ángel Rama, explorador de la cultura, Centro
Cultural de España, Montevideo, 2010, pp. 102-104.
100
desmadres y tareas críticas según enrique serna
tas: el redentor escéptico”, los camaradas de aquel novelista (específicamen­
te respecto a Los días terrenales) denotaron una grave intolerancia estética
porque “no podían disociar los valores literarios de los dogmas políticos, ni
conceder al arte una esfera autónoma”.29 El contexto mayor, no discutido por
Serna, es que ese problema se ha vuelto endémico en América Latina. Y si,
según él, Revueltas “No alcanzó la madurez estilística, el pleno dominio del
arte narrativo, hasta que se independizó intelectualmente de la castradora
doctrina que le querían imponer los cuadros dirigentes de su partido”, otra
realidad es que otros escritores latinoamericanos sufrieron similares emas­
culaciones durante las primeras tres décadas del siglo pasado.30
Los cultores de políticas de identidades anacrónicas y los reproducto­
res de iconografías de la lucha de los pueblos son las figuras perfectas para
ocupar el lucrativo lugar de continuador de la obra de narradores comprome­
tidos de los años veinte y treinta, de la Revolución Cubana, el sandinismo y sus
retoños actuales. Todo lo que hacen es tan reconocible, tan fácil de predecir y
tan complaciente con su público, es decir, tan opuesto a lo que debería ser el
arte de nuestro tiempo, que para el oficialismo intransigente resultan ser los
artistas ideales. Por eso Serna opina que “Revueltas jamás cayó en esa tram­
pa de la soberbia”, y su congruencia entre vida y obra eran virtudes raras
en un medio “en donde muchos escritores mediocres, pero también algunos
de [nuestros] mayores talentos, acaban sometidos parcial o totalmente a la
maquinaria de cooptación, después de haberla combatido en la juventud”.
Si es comprobable que “A menudo, el celo partidista de la izquierda
crea una confusión entre el mérito cívico y el mérito literario que ha benefi­
ciado a muchos escritores de segunda fila, incapaces, ellos sí, de arriesgarse
a blasfemar contra los pontífices de su iglesia (Fidel Castro, Hugo Chávez,
Marcos, amlo [Andrés Manuel López Obrador]) por el temor de ‘darle armas
al enemigo’, o simplemente por miedo a perder lectores”,31 el celo de Serna
29
Enrique Serna, “José Revueltas: el redentor escéptico”, en Crítica, Puebla, septiem­
bre-octubre de 2014, núm. 161, pp. 107-124.
30
Véase, “Salvador y Palacio: política literaria, novela y psicoanálisis andino en los
años treinta”, en mi Cartografía occidental de la novela hispanoamericana, Centro Cultural
Benjamín Carrión, Quito, 2010, pp. 95-157.
31
Enrique Serna, “José Revueltas: el redentor escéptico”, en Op. cit.
101
wilfrido h. corral
sería mejor servido si mencionara nombres, y no sólo de novelistas. Otro
problema con el tipo de izquierda que critica es que nunca piensa en auto­
criticarse, manteniendo un espíritu de encantamiento por los grandes gestos
redentores, algo que ha heredado de las tradiciones socialistas a lo largo del
siglo xx. Uno no puede tener nada en contra de la utopía, siempre y cuando
haya aprendido de los errores del pasado y no sea, además, un discurso vacío
pronunciado desde la comodidad académica. El parloteo desde una institu­
ción privilegiada no latinoamericana y sin conflictos sociales sólo ayuda a
esos cómodos. Serna prefiere pensar en una izquierda que no transa, y que
espera, porque en el habla de la antigua hay una falta de oxígeno y un exceso
de niebla que desorienta.
La poca disposición de Serna para acatar las convenciones genéricas
también revela que su enfoque sobre sí mismo es un vehículo fundamental
de su prosa, ficticia o no. Siempre está consciente, tal vez sospechoso, de los
papeles que tiene: personaje y cuidador de sus escritos. Ningún crítico o no­
velista honesto y autoconsciente niega los mecanismos subconscientes que
intervienen en sus escritos, o los intentos para refutar los hechos insistentes
de su pasado, o los recelos artísticos que transmiten sus oraciones. Por eso
sabe que una vez que uno se acostumbra a los procederes de los críticos, a
las oportunidades que no desaprovechan, y a lo meticulosos que pueden ser
para las venias, uno también comienza a notar el costo y el gran peso de esa
carga colectiva. A la vez, con su práctica, muestra que aquellos comporta­
mientos adquieren privilegios provisionales (no derechos) que, como tales,
pueden ser detenidos, negados, ofrecidos a regañadientes o retirados. La vir­
tud de su mejor prosa no ficticia, la fuente de su autoridad, a veces junto a la
provisión de chismes intelectuales, es que se sabe la materia al revés y al de­
recho, como lector y como practicante, dificultando que se le pueda pedir más.
102
Nunca te bajes en Niebla
M iguel T erry V aldespino
Después soñé que soñaba.
Antonio Machado
Yo, Teresa Miralles Williams, escritora de poesía y ficciones, con tres libros
publicados y algunos premios de cierta importancia, voy a subir al último
tren que sale rumbo a Niebla a las 11 y 48 de la noche.
Mi viaje tiene mucho que ver con las pesadillas. Y cualquier ser humano,
sea escritor o no, divide las pesadillas, casi siempre, en dos tipos: las que se
llenan de absurdo, sangre y demonios; pero permiten que uno se despierte dando
un grito de terror y sonriendo, y las que van dejando en el soñador la creencia
de que el espanto acabará muy pronto y podrá abrir los ojos, sonreír, bostezar,
levantarse de la cama y prepararse un café…, pero finalmente no sucede el
milagro y entonces la pesadilla sigue su azote por los siglos de los siglos. No
sé, lo digo sinceramente, en qué clase de las dos estoy sumergida ahora.
Antes de subir los dos escalones que me llevan hasta la panza del quin­
to vagón, miro hacia atrás un segundo: aún se encuentran en la entrada del
andén los dos hombres que me acompañaron hasta la estación: el que parece
tener mayor jerarquía es tan alto como un jugador de baloncesto; el otro es
mediano, rechoncho y parece mudo. Tienen el contraste propio de una pareja
de comediantes. Aunque no son en realidad nada graciosos. Me observan con
una pose retadora. Respirarán con alivio cuando por fin me aleje. La noche
amenaza lluvia. Pero si ahora mismo estallara un aguacero, ninguno de los
dos se movería de su sitio. Mientras camino, han vuelto a martillarme en la
cabeza las palabras del que parece un basquetbolista:
103
miguel terry valdespino
–Le advertimos por su bien, señora
Miralles: a esta ciudad no vuelva nunca,
hágase idea de que esta ciudad no exis­
te, hágase idea que sus amigos poetas no
quieren saber de usted, y por tanto no vale
la pena que regrese para encontrarse con
ellos en la librería El Pensamiento… ni
en ninguna parte.
Subo al vagón detrás de un grupo que
forman un tipo con sombrero y camisa de
cuadros, una mujer regordeta con una niña
delgada que mastica caramelos, un rubio
alto con los ojos hundidos, un rastafari con una guitarra y un muchacho con
una boina y un libro en la mano: El cero y el infinito. Ninguno de los pasa­
jeros me asombra o me impulsa a ponerme en guardia. A dos minutos de
la arrancada, el vagón número cinco está casi vacío. Reviso el boletín que
me entregaron y busco mi asiento. Me han dado el número 238, junto a una
ventanilla, para que, en vez de sumergirme en turbias ideas, me entretenga
en observar el paisaje nocturno, la luna entre los nubarrones y las casas y
los pueblos que pasarán junto al tren como fugaces cadáveres iluminados.
Pongo bajo el asiento mi maleta de cuero y en breve escucho el grito de
arrancada. La locomotora pita agónicamente, como un animal obstinado, y
se dispone a ponerse en movimiento. Los dos hombres levantan la mano y me
dicen adiós. En verdad no es un adiós. Es un gesto de alivio. Adiós y nunca
más retornes, criatura inútil. Adiós para siempre, poetisa perversa. No olvi­
des que en esta ciudad no te amamos.
El tren es viejo. Todos los trenes de este país lo son. Pero ser viejo lo
pone a tono con el color de mi pesadilla. En un tren moderno las pesadillas
no tendrían sentido, como tampoco las tendrían dentro de un avión. Ni los
fantasmas ni los demonios viajan en trenes modernos ni en aviones. Se sen­
tirían tan ridículos como un sacerdote en un desfile de modas. Sin embargo,
el hecho de que esta alucinación transcurra en un fiambre de hierro, en una
pieza obsoleta, le ofrece campo ideal a la pesadilla que comenzó a incubarse
desde hace ya muchas horas.
104
nunca te bajes en niebla
El tren avanza con lentitud. El andén y los dos hombres van quedando
atrás. Misión cumplida, superiores: la poetisa Teresa Miralles, la perra puta
Teresa Miralles va camino a Niebla. El tren gana velocidad, entra en un ritmo
acompasado, y la locomotora pita impunemente, violando el sueño de media
ciudad. Nadie ha venido a sentarse junto a mí. Aprovecho, abro las piernas,
disfruto el espacio y la soledad que tendré hasta la estación siguiente, donde
seguro subirá mi compañero de viaje. Ya dije que desconozco en qué clase
de pesadilla estoy viajando, pero tengo la seguridad de que todo será coherente
hasta la próxima estación, y estoy segura de que cuando suba mi compañero
del 239 no tendrá orejas de marciano ni trompa de elefante. Entre la estación
que voy dejando atrás y la siguiente, este tren no se volverá calabaza o una
nave sideral. Sin embargo, de ahí en adelante vendrá una fatigosa incerti­
dumbre, porque entonces yo deberé preguntarle a mi compañero, apenas se
siente, qué tiempo falta para llegar a Niebla, y él o ella me responderá que
nadie sabe dónde está Niebla, que si quiero interrogar a todos los pasajeros
puedo hacerlo, pero nadie me responderá dónde rayos queda un caserío, una
ciudad o una estación llamada Niebla.
El tren ruge, embiste la ciudad, la atraviesa. A paso firme se aleja del
centro. Su próxima parada será dentro de quince o veinte minutos. No quiero
pensar en cómo surgió esta historia y, sin embargo, un impulso inexplicable
me obliga a hacerlo.
–La poetisa Teresa Miralles quiere leernos alguna cosa –señala un es­
critor en dirección a mí y entonces todas las caras se vuelven hacia la última
fila de sillas–. ¿Qué vas a leer, Teresa?
–Voy leer un poema de mi último libro.
–¿Y cómo se llama ese libro?
–Bestia en la nave que muere.
–¡Vaya título, Teresa! Pero adelante, puedes leer.
No. No quiero recordar. Me niego a revivir esa tragedia. Pero esta pe­
sadilla no me lo permite. Observo a través del cristal: en pocos minutos la
periferia irá mostrando sus sórdidos recovecos, sus criaturas noctámbulas,
sus casuchas construidas con bandejas de aluminio, retazos de madera y
pedazos de cartón tabla. Dios quiera que uno pueda olvidarse para siempre
de noches y días como estos. Comienzo a cantar “A hard day nigth”. Sí. Han
105
miguel terry valdespino
sido un día y una noche difíciles. No paso de cantar la primera estrofa de la
canción de los Beatles y digo en voz alta el último verso de Bestia en la nave
que muere, mi favorito: “No intentes decirme que nunca fuimos náufragos.”
Un empleado con gorra y uniforme se ha detenido cerca de mí, con una
maleta en la mano y un desconcierto más grande que ella. “¿Es suyo este
equipaje, señora?” Niego rotundamente. “Parece que no tiene dueño.” Son­
río. El empleado no puede comprender por qué lo hago. Pero yo sí: la maleta
abandonada es parte de un doble sueño: del que me tiene como protagonista
y de uno que soñaba con frecuencia Luis Buñuel: el cineasta surrealista lle­
vaba una maleta y la ponía sobre un tren que estaba por partir. De repente,
sin aviso, el tren salía disparado, llevándose el equipaje. Buñuel terminaba
gritando de impotencia y se despertaba sudoroso en la habitación de un hotel.
Tal vez si grita ahora pueda despertarme. Yo sé que no lo hará.
Las gotas comienzan a resbalar sobre el cristal de la ventanilla. Entre la
velocidad del tren y la fuerza que cobra el aguacero, la ciudad se deshace y
se recompone ante mis ojos cansados. Apagan las luces. Mala señal. Apagan
las luces como hace muchas horas en la librería El Pensamiento.
–El poeta Ramirito Núñez quiere decir algo… Parece que algo sobre el
poema de Teresa. ¿No es así, Ramiro?
–Los lamebotas existen desde hace siglos –dice en un tono demasiado
grave el poeta Ramirito Núñez y se pone de pie de un salto, listo para com­
batir–. Y han existido para mal: algunos los llaman quintacolumnistas, como
si fueran descendientes de los gloriosos luchadores de la República españo­
la. Pero no nos engañemos. Son artistas al servicio de las peores causas. Si
escuchamos con detenimiento el poema de Teresa, veremos con claridad ese
tumor maligno del que ahora estoy hablando… Compañeros, vivimos tiem­
pos difíciles, ¿quién no lo sabe? Sin embargo la nave que Teresa Miralles da
por hundida, está navegando con más fuerza que nunca.
–No quise decir lo que estás diciendo. La poesía no se explica así.
–Sí lo quisiste, Teresa.
–No entiendes un carajo, Ramiro.
–“No olvides que entre los fascistas / los menos fascistas / son también
fascistas…” ¿Te acuerdas de ese poema, Teresa Quintacolumnista?
–Conozco ese poema mejor que tú.
106
nunca te bajes en niebla
–Pues lo conoces para mal.
–¡No me jodas, pendejo!
–¡No me jodas, reputa!
Las luces se encienden. El empleado que cargaba la maleta de Buñuel
cruza junto a mí. “No se preocupen, señores, la oscuridad regresa pron­
to para que duerman felices”, informa sin detenerse, “estamos llegando a
Praga”. ¿Praga! ¿Una estación llamada Praga? La lluvia castiga sin piedad
los cristales cuando el tren se detiene. Las dos puertas del vagón se abren
y varios hombres y mujeres suben de prisa y empapados. No pueden evitar
atropellarse. Buscan sus puestos. Repiten en voz alta el número que les toca.
Alguien pronuncia el número 239. Es un hombre. Me invade un pequeño
nerviosismo. Mi compañero se asoma al hueco que ocupará junto a mí y me
saluda con discreción. No pasa de los 35, pero tiene un porte antiguo, como
el de los actores del cine mudo, y una piel escandalosamente pálida. “Con su
permiso, señorita”, dice el hombre amablemente antes de sentarse y poner
su maletín sobre las piernas. Después saca un pañuelo y se dedica a secarse.
“Esta lluvia es para frío”, asegura y guarda el pañuelo, sin que su afán por
secarse finalmente se cumpla. “En París debe hacer frío… ¿Usted no se baja
en París?” Es tiempo de decirle que sigo hasta Niebla, pero no lo hago. “Mi
destino no es París”, le informo secamente. Hace un gesto afirmativo y se
hunde en el asiento. Cinco minutos más tarde el empleado pasa revisando
los boletines y nos mira como a una pareja de prófugos. “Siempre me ha gus­
tado Praga, pero ahora es un lugar peligroso, ¡demasiado peligroso!”, dice mi
compañero mientras observa alejarse al empleado. No sé qué está sucedien­
do en Praga. O quizás no quiero saberlo.
Afuera ya no queda ciudad. Ahora reina la lluvia sobre un campo infinito
de vegetación salvaje. Debería estar en guardia. Pero he vivido una jornada in­
terminable y estoy agotada. Nada agota tanto como aprender una larga lección
de miedo. Cuando se apague la luz intentaré dormir, aunque me corra de una
pesadilla a otra. El tren es una flecha de acero que embiste los campos. La llu­
via es interminable. Mi compañero de viaje cierra los ojos. La luz se apaga…
–¡Por favor, señores, que alguien encienda la luz! –gritan desespera­
damente en la penumbra de la librería El Pensamiento–. ¡Enciendan la luz!
¿Nadie está oyendo? ¡Enciendan la luz!
107
miguel terry valdespino
Nadie la enciende. Yo permanezco quieta, hecha un ovillo bajo la últi­
ma hilera de sillas en la librería El Pensamiento. El tren ruge, se balancea
estruendosamente hacia uno y otro lado. La librería también. Alguien grita
gusanos, basuras, eso son ustedes, ¡duro con estos maricones y estas putas!
Explotan otros gritos de rabia y otros gritos de miedo. Estallan todos los odios.
Caen los libros, caen las sillas, caen los cuerpos ruidosamente. Se escuchan
quejas, ayes, llantos histéricos y hasta un chillido de rata. El tren aúlla con
un dolor humano y la luz se enciende…
–¿Qué pasa ahora? –pregunta con timidez mi compañero de viaje.
El tren comienza a perder velocidad hasta detenerse. Sigue lloviendo.
No hemos llegado a ninguna estación y ahora el paisaje está iluminado de
forma dantesca: una docena de patrullas de soldados alemanes, armados
con perros y ametralladoras, esperan junto a los rieles. El empleado entra
al pasillo con paso ligero. Pide por favor a todos que le prestemos atención.
–Los alemanes están allá afuera. Van a subir. Por favor, señores, sa­
quen sus documentos. Que nadie se ponga nervioso. En este vagón nadie
es judío.
El empleado desaparece. Los murmullos corren de un lado a otro. Mi
compañero y yo nos miramos. Yo estoy en ascuas. Él tiene miedo. Sacamos
nuestros documentos de identificación. No sé si los míos servirán para algo.
Por el gesto de mi compañero, estoy segura de que piensa lo mismo respecto
a los suyos. Un oficial alemán penetra. Lo escoltan dos soldados. Los mur­
mullos crecen y cesan de golpe. El oficial se detiene en el centro del vagón
y entonces canta con voz de barítono: “Siberia es hermosa en invierno, un
lugar fabuloso para arrancar de la mente los malos espíritus.” Nadie se ríe.
Nadie reacciona. Parece que el vagón está desierto. El oficial llega hasta no­
sotros y saluda marcialmente. Es rígido y más pálido que mi vecino del 239.
Le extiendo mi documento, pero lo rechaza con una amabilidad inexplicable:
–No, señorita, usted no… Las poetisas como usted son sagradas para
nosotros.
–¿Usted sabe quién soy?
–La camarada Teresa Miralles Williams… ¡pobre de quien no la co­
nozca! Los escritores son los ingenieros del alma humana –el tono del oficial
pasa de amable–. La leo siempre… ¡y la admiro! Mi familia también la ad­
108
nunca te bajes en niebla
mira. Somos lectores insaciables de la mejor literatura. Bestia en la nave que
muere es una obra maestra… ¿Este señor es su esposo?
Mi compañero vuelve la cabeza hacia mí en busca de clemencia y apo­
yo. Se los doy a través de un golpecito en el brazo mientras extiende sus
documentos.
-No es mi esposo, es un amigo.
–Si es su amigo, es nuestro amigo –decide el oficial mientras rechaza
también con delicadeza la mano del pasajero 239–. Siempre que la leemos, se­
ñora Miralles, sentimos que usted escribe sus versos para la patria alemana.
No entiendo la razón del elogio. Jamás he escrito para ninguna patria.
Escribo sólo para los hombres, quizás para que puedan derrotar esas fronte­
ras que lleva dentro cada uno.
–Señorita Miralles… Señor –da un paso atrás y se cuadra el oficial ale­
mán–, perdonen la molestia. Tengan un feliz viaje… y no olviden que Siberia
es hermosa en invierno.
El oficial y los soldados continúan revisando documentos, preguntan con
malas intenciones, se aburren de registrar y bajan del vagón. El empleado
estaba en lo cierto: nadie es judío en esta pieza. Tal vez en las restantes no
sea igual. Pero nadie quiere saber qué pasa en las restantes. Yo tampoco.
Mi compañero me codea discretamente, acerca su boca a mi oído y susurra
tembloroso:
–Gracias, señorita, no tengo cómo pagarle.
–¿Podría decirme su nombre?
–Simón Abeliansky.
–¡Usted es judío!
–Dicen que no lo parezco –expresa con voz cautelosa Simón Abeliansky.
–El oficial no se dio cuenta.
–Estos sabuesos siempre se dan cuenta. Sólo quiso congraciarse con usted.
–¿Con una poetisa que protege a un judío?
–A veces la vida es inexplicable.
Simón Abeliansky tiene razón: ¡claro que lo supo! ¿De qué modo tan
feliz me leería el oficial alemán como para impulsarlo a incumplir sus fun­
ciones? Después de media hora, el tren vuelve a ponerse en camino. Afuera,
ante los perros y las ametralladoras, un puñado de judíos se va agrupando,
109
miguel terry valdespino
unos a la izquierda, otros a la derecha, para viajar a un destino incierto. Es­
toy dispuesta a dormir a la Teresa de las pesadillas, porque la verdadera Te­
resa Miralles, la que sueña a la otra Teresa, sabe Dios dónde ahora duerme.
Saco de la maleta una frazada y me cubro de la cintura hacia arriba. Simón
Abeliansky observa mi maniobra sin pronunciar palabra. Ha dicho las sufi­
cientes. Un verdadero judío nunca molesta más allá de lo preciso. Apagan
las luces. Una decisión bendita. El tren se sigue alejando del basquetbolista,
de su colega rechoncho, del oficial alemán, de las patrullas armadas. Caigo
por un agujero negro. No existo. Alguien me toca en el hombro. Demoro en
atenderlo. Entonces escucho la voz del empleado.
–Señorita Miralles… Buenos días… Son las 7 y 43… En pocos minutos
estaremos llegando a la estación de Niebla.
–¿Niebla! ¿Ha dicho usted Niebla! –aparto la frazada y miro hacia afue­
ra: el sol trepa feliz en el horizonte. Ni rastro de la lluvia nocturna. Vuelvo la
cabeza: mi compañero falta–. ¿No ha visto usted al hombre que estaba sen­
tado…? –dejo inconclusa la pregunta.
–Supongo que se ha bajado en París, señora Miralles. Casi todos quisie­
ron quedarse en París. Por eso apenas quedamos usted, el maquinista y yo.
Pero no se preocupe: ya Niebla está cerca.
El empleado conoce mi nombre. No sé si es mala señal que en una pesa­
dilla conozcan tu nombre. Me duele el bajo vientre. Llevo demasiado tiempo
sin orinar. Tomo mi equipaje y salgo rumbo al baño. El empleado me sugiere
asearme un poco y cepillarme los dientes. Parece mi madre. Niebla ya está
muy cerca. Está por consumarse mi destino. ¿Podré despertar en mi cuarto,
sonreír aliviada y colar un poco de café? ¿No podré despertar nunca? Voy hasta
mi asiento y espero. Debería rezar o escribir algún poema urgente, o pasar­
le revista a mi vida. ¿Quién sabe si no voy a despertar? ¿Quién sabe si mi
variante de pesadilla no es la peor? El tren va perdiendo velocidad. Por el
pasillo viene el empleado. Llega hasta mí para entregarme una revista y un
par de periódicos. Los tiro sobre el 239. No me interesa leer. Ahora no. El
empleado se detiene al ver mi gesto.
–La prensa dice maravillas de usted. La felicito por el premio. Ojalá que
gane muchos otros.
Reviso sorprendida uno de los periódicos. En la página seis encuentro
110
nunca te bajes en niebla
una fotografía y un cintillo que me
sobrecogen: otorgan a la poetisa teresa miralles williams el premio letras de oro. No logro reunir el aliento
suficiente para pronunciar una sílaba
siquiera. Debajo del cintillo una mu­
jer canosa, con casi 70 años, observa
sonriente y desafiante la cámara fo­
tográfica. Cuenta la nota que, entre
novelas y poemarios, ha escrito ca­
torce libros y es una extraordinaria
narradora y poetisa, una voz impres­
cindible dentro de la lengua caste­
llana, y su poemario Bestia en la nave que muere es un clásico indispensable,
que cuando cierta gente reaccionaria le pregunta a la poetisa si está censu­
rado en su país ella responde: “En mi país no existen libros prohibidos.”
Estrujo el periódico y lo dejo caer. Siento el impulso de quemarlo. Pero des­
pierto. Simplemente despierto. Así de fácil. Y estoy tirada sobre un banco de
mármol, sin ninguna clase de equipaje, y veo piernas que caminan de un lado
a otro, sin jamás detenerse. Piernas que van, piernas que vienen, piernas
que cruzan por mi lado. Alguien pronuncia mi nombre y después lo repite.
Bostezo y me pongo de pie. Un policía pelado al rape se acerca y me ordena
acompañarlo. Lo sigo por un pasillo angosto y entro detrás de él a una oficina
repleta de buroes de bagazo y mal iluminada. Dos sillas están frente a no­
sotros. Pero el rapado ni siquiera me invita a sentar. Saca un papel que está
bajo un teléfono y comienza a leerlo con reposada malicia:
Yo, Teresa Miralles Williams, poetisa y narradora, me presento como tes­
tigo ante el oficial de guardia de esta Unidad para declarar que el día 8 de
diciembre de 1988, en la librería El Pensamiento, a partir de las 9 y 35 de la
noche, un grupo de poetas se reunieron allí para llevar a cabo lecturas de tipo
subversivo. Lecturas que culminaron en una fuerte y violenta disputa entre
todos los poetas presentes, casi todos borrachos o drogados en el momento de
estallar la trifulca…
–El resto de la declaración ya la conoce… ¿Está de acuerdo en firmarla?
111
miguel terry valdespino
No me haga leerle todo de nuevo. Ésta es la novena vez que lo hago. No sea
testaruda. Una simple firma y sus problemas se acaban.
El policía me extiende un bolígrafo, lo tomo y estampo una firma tem­
blorosa sobre una raya al final del papel.
–Es usted una mujer muy valiente –dice mientras dobla mi declara­
ción, la guarda en una gaveta y la cierra con llave–. A partir de este momen­
to, tendremos que mirarla con mejores ojos.
Siento pasos a mi espalda. Me vuelvo. Desde el umbral de la puerta
me observan el basquetbolista y el tipo rechoncho, que trae en sus manos
mi equipaje. El policía les ordena entrar y les imparte una orden definitiva:
–El tren sale para Niebla dentro de cuarenta y dos minutos. En ese viaje
se irá Teresa. Atiendan a la escritora como se merece. Hagan lo imposible por­
que se sienta una reina. Café, cigarros, filete, cerveza, jugo… Lo que pida.
No pido nada. El basquetbolista, el tipo rechoncho y yo nos encamina­
mos a un parqueo. La noche está deliciosamente húmeda y respiro a mis
anchas. La gozo a plenitud. Subimos a un auto que conduce el rechoncho sin
pronunciar ni un monosílabo. Mientras viajamos rumbo a la estación, man­
tengo los ojos fijos en el parabrisas. Siento que la ciudad viene hacia mí, en
un gesto semejante al del amigo que corre a abrazarnos. Es, seguramente, un
gesto de cordialidad engañoso. Al bajar del automóvil, pregunto la hora. El
basquetbolista responde mientras cruzamos la entrada de la Estación Cen­
tral: “11 y 28… siéntese ahí, póngase cómoda, voy a traerle un café.” Ignoro
su orden. Me acerco a un estanquillo de prensa cerrado y veo las doce pági­
nas de un periódico desplegadas detrás de las paredes de vidrio. Un titular
me detiene en seco. laureada escritora impartirá conferencias en parís. Mi
rostro de 70 años, seguro y retador, mira hacia la cámara. Sigo en el sueño. No
he salido de sus redes. Temo leer lo que está escrito debajo del titular y por
eso continuo leyendo a distancia, evitando que las palabras puedan saltar
hacia mí y penetrar por mis ojos como sables afilados. Soy una gran poetisa.
La prensa de mi país lo jura.
–Su café, señora Miralles –dice a mis espaldas el basquetbolista y me
entrega un vaso desechable mediado de café–. Aquí lo hacen muy bien.
Demoro en beberlo, quizás porque el calor que atraviesa el vaso me
reporta la única sensación agradable que he sentido en largo tiempo.
112
nunca te bajes en niebla
–No entiendo nada –le digo al basquetbolista después de beber un sor­
bo–. Juro que no entiendo nada.
–Vivir la vida es difícil. Entenderla es imposible.
–Hablo de entender esta pesadilla.
–Si no trata de entenderla, será mejor para usted… y para todos no­
sotros. Siga mejor mi consejo: bájese en París y disfrute la ciudad. El hotel
Meurice es una maravilla. Pruebe los platos y el champagne más caros… La
cuenta va por nosotros.
–¿Entonces no voy a Niebla?
–Las poetisas grandes van a París… Y usted lo es.
¡París? Es inútil que pretenda entender algo. Un vozarrón insolente se
filtra por una bocina y llama a los pasajeros que deberán subir sin demora al
último tren rumbo a Niebla. Bebo el resto del café, el basquetbolista toma mi
maleta y vamos hacia el andén. Me duelen las rodillas y me pesan las pier­
nas. El tipo rechoncho nos sigue en silencio. Lo escucho suspirar cansado.
Un suspiro. Nada más. Es triste la palabra del mudo. Frente a los siete vago­
nes del tren se han ido agrupando los que harán el viaje. El basquetbolista
me entrega la maleta y me detengo a esperar que suban todos los pasajeros.
–Y recuerde, señora Miralles: a esta ciudad regrese cuando guste…
Aquí la queremos como usted se merece.
Yo, Teresa Miralles Williams, escritora de poesía y ficciones, no sé con
cuántos libros ni cuántos premios, levanto la vista en dirección a la puerta del
último de los vagones y veo, donde concluye el segundo escalón, una maleta
que parece abandonada. Nadie la toma. Nadie la mira. A nadie parece inte­
resarle. Ha sido una jornada difícil. Apenas me siente en el 238, caeré rendida.
Ahora yo, Teresa Miralles, mientras camino a paso de hormiga hacia el vagón
número cinco, espero que de un momento a otro el grito de Buñuel me haga
despertar, y para entonces no quiero acordarme de que al principio hubo una
librería, una bestia, una nave, mil gritos de espanto…, o que cierta encumbrada
poetisa me sueña mientras viaja hacia París, o que una escritora nombrada Te­
resa Miralles, con tres libros apenas y algunos premios de cierta importancia,
pudiera estarme soñando, después de haber confesado a un oficial alemán que
el hombre escandalosamente pálido que viaja junto a ella no es su esposo, ni
un amigo… ni siquiera un hombre que profesa una religión decente.
113
De ser numerosos
G eorge O ppen
Versiones y nota de Hugo García Manríquez
Durante su juventud, George Oppen (1908-1984) participó en varios proyectos litera­
rios con poetas como Louis Zukofsky, William Carlos Williams y Charles Reznikoff;
en 1934 publicó uno de sus primeros libros, Discrete series, prologado y saludado
por Ezra Pound. Con la Depresión económica de fondo, su creciente participación
política como organizador sindical, y su posterior registro en el Partido Comunis­
ta, Oppen deja la escritura, iniciando una prolongada pausa de casi tres décadas.
Oppen participó en la Segunda Guerra Mundial, durante la cual resultó
gravemente herido. En 1945 regresó como veterano de guerra condecorado y se mudó
a California con su joven familia. Pero la cacería de brujas del macartismo al­
canzó a los Oppen, que fueron cuestionados por su pasado activismo político. El
acoso sólo aumentó y, en 1950, George, acompañado de esposa Mary y su pequeña
hija, Linda, se exilió en la Ciudad de México por casi nueve años. Poco se sabe
del periodo mexicano de los Oppen; su esposa Mary continuó con su obra artís­
tica como grabadora en La Esmeralda y George estableció un pequeño negocio
de fabricación de muebles.
Finalmente, a fines de los cincuenta, y en un ambiente político distinto,
los Oppen regresaron a Estados Unidos. En 1962, después de una pausa de casi
treinta años, George Oppen retoma la escritura y publica varios poemarios; en
1968, aparece el célebre libro De ser numerosos (Of being numerous) que recibe
el premio Pulitzer ese año, y del cual compartimos unos pasajes.
Como atinadamente ha señalado Eliot Weinberger, la poesía de Oppen po­
see, hoy, un aura póstuma semejante a la que envuelve a la poesía de Paul Celan.
Por sus versos despojados pero extrañamente conmovedores, transitan, en danza
con el intelecto y la historia, las multitudes (¿de la Ciudad de México? ¿San
Francisco?) y el individuo, llevados por el impulso por ser numerosos.
114
1
Hay cosas
Entre ellas vivimos “y verlas
Es conocernos a nosotros mismos”.
Ocurrencia, parte
De una serie infinita,
Las tristes maravillas;
Así contaron
Un cuento sobre nuestra perversidad.
No es nuestra perversidad.
“Te acuerdas de aquel viejo pueblo al que fuimos y, sentados en la
ventana en ruinas, intentamos imaginarnos –pertenecer– parte de aquellos
tiempos –Está muerto y no lo está y no puede imaginarse su vida o su
muerte; la tierra habla y la salamandra habla, llega la primavera y sólo
lo oscurece.”
1 // There are things / We live among ‘and to see them / Is to know ourselves’. // Occu­
rrence, a part / Of an infinite series, // The sad marvels; // Of this was told / A tale of our wic­
kedness. / It is not our wickedness. // ‘You remember that old town we went to, and we sat in
the ruined window, and we tried to imagine that we belonged to those times—It is dead and
it is not dead, and you cannot imagine either its life or its death; the earth speaks and the
salamander speaks, the Spring comes and only obscures it—’
115
2
Así se habló de la existencia de las cosas,
Un panteón indomable
Absoluto, pero dicen
Árido.
Una ciudad de las corporaciones
Vidriada
De sueños
E imágenes–
Y la dicha pura
Del hecho mineral
Aunque impenetrable
Tal como el mundo, de ser materia,
Es impenetrable.
2 // So spoke of the existence of things, / An unmanageable pantheon // Absolute, but
they say / Arid. // A city of the corporations // Glassed / In dreams // And images— // And
the pure joy / Of the mineral fact // Tho it is impenetrable // As the world, if it is matter, / Is
impenetrable.
116
7
Obsesionados, perplejos
Por el naufragio
Del singular
Hemos elegido el significado
De ser numerosos.
9
“Y si, al aumentar la intensidad de la mirada, la distancia entre uno
y Ellos, el pueblo, no aumenta también.”
Lo sé, por supuesto, lo sé, no puedo entrar a otro lugar
Y con todo, soy uno de esos que con nada sino la forma de pensar
propia del hombre y uno de sus dialectos y lo que me ha
sucedido
Ha hecho poesía
Soñar con esa ribera
7 // Obsessed, bewildered // By the shipwreck / Of the singular // We have chosen the
meaning / Of being numerous.
9 // ‘Whether, as the intensity of seeing increases, one’s distance from Them, the people,
does not also increase’ / I know, of course I know, I can enter no other place // Yet I am one of those
who from nothing but man’s way of thought and one of his dialects and what has happened
to me / Have made poetry // To dream of that beach /
117
Con tal de tenerla ante los ojos un instante,
El singular absoluto
Los lazos no terrenales
Del singular
Que es la radiante luz del naufragio
14
No puedo incluso ahora
Desentenderme del todo
De aquellos hombres
Con quienes estuve en emplazamientos, en tiendas de campaña,
En hospitales y pabellones y con quienes me oculté entre barrancos
De caminos reventados en un país en ruinas,
Entre ellos varios hombres
Más capaces que yo–
For the sake of an instant in the eyes, // The absolute singular // The unearthly bonds / Of
the singular // Which is the bright light of shipwreck
14 // I cannot even now / Altogether disengage myself / From those men // With whom I
stood in emplacements, in mess tents, / In hospitals and sheds and hid in the gullies / Of blas­
ted roads in a ruined country, // Among them many men / More capable than I— //
118
Muykut y un sargento
llamado Healy,
El teniente aquel también–
¿Cómo olvidar eso? Cómo hablar
Vagamente de “El Pueblo”
Que es la fuerza
Detrás de los muros
De las ciudades
Donde sus autos
Hacen eco como la historia
Por avenidas amuralladas
En las que hablar es imposible.
17
Las raíces de las palabras
Oscurecen en los trenes subterráneos
Muykut and a sergeant / Named Healy, /That lieutenant also— // How forget that? How talk
/ Distantly of ‘The People’ // Who are that force / Within the walls / Of cities // Wherein their
cars // Echo like history / Down walled avenues / In which one cannot speak.
17 // The roots of words / Dim in the subways //
119
Hay locura en el número
De vivos
“Un estado de la materia”
No hay nadie aquí, sólo nosotros, gallinas
Anti-ontología–
Él quiere decir
Que su vida es real,
Nadie puede decir por qué
No es fácil hablar
El feroz balbuceo público
De un habla sin raíces
18
Es el aire de lo atroz
Un evento tan ordinario
Como un presidente
There is madness in the number / Of the living / ‘A state of matter’ // There is nobody here
but us chickens // Anti-ontology– // He wants to say / His life is real, / No one can say why
// It is not easy to speak // A ferocious mumbling, in public / Of rootless speech
18 // It is the air of atrocity, / An event as ordinary / As a President. //
120
Un jirón de humo, visible a la distancia
donde gente arde.
22
Claridad
En el sentido de transparencia,
No creo que mucho más pueda ser explicado
Claridad en el sentido de silencio.
A plume of smoke, visible at a distance / In which people burn.
22 // Clarity // In the sense of transparence, / I don’t mean that much can be explained //
Clarity in the sense of silence.
121
Piquito
G ustavo F erreyra
Josefina me ha confesado (aunque “confesar” es un verbo que uso en verdad
sin motivo porque ella habló sin ningún pudor y casi como al pasar) que ayer
circuncidó a Roger Federer. Tremoluctancia arditis. Por unos momentos, lle­
vado por su tono de voz, pleno de confianza, no me alarmé en lo más mínimo.
Después de un rato, sin embargo, tomé a Maloy, mi muñeco preferido, luego,
claro está, de Cachimbo, y con el dedo índice lo conminé a que me dijese
algo al respecto. Creo que pretendía que me dijese su parecer. Levanté el
dedo, imperioso, imperial incluso, revolviendo un poco el ano de alguno de
los dioses, con lo cual mostraba lo confianzudo que puedo ser con lo alto, y
sin embargo Maloy mantenía su reserva habitual. “Maloycito”, le decía, “Ma­
loyzote”, insistía algo plañidero. “¡Burundarena!”, y respiraba con dificul­
tad. El aire no llegaba a entrar en donde debía. El aire parecía perderse
como si estuviese agujereada la tráquea o algún otro de los conductos. Me
ofusqué y prendí los motores para aspirar lo que fuere que hubiera alrededor.
Intentaba tomar algo más denso que el vacío que, finalmente, parecía rodear­
me. El otro día, en el cine, me ocurrió algo similar aunque en menor escala.
¡Debo tener por fin el asma que mis papacitos temían! ¡Tantos cuidados!
¡Tantas preocupaciones primorosas! A cada tosecita un zafarrancho de com­
bate. ¡Una tosecita y sacaban los tanques a la calle! Qué lindos estropicios
para asustarla. ¡Había que desterrar el asma aunque nunca se la hubiera
visto en mis territorios! Yo, desde ya, le cobré terror. Imaginaba vívidamente
lo que me estaba destinado. ¡Y tal vez ahora...! Ya sin mis papacitos que la
mantenían a raya, que la expulsaban de mi vecindario... El asma supo que
122
piquito
esos dos portentos de generales ya no
estaban y... Finalmente quizás... Por fin
se haya logrado. Un logro más en mis
alforjas parvularias. Porque, mientras
trataba de que Maloy hablara, verda­
deramente el aire se me negaba. Maloy
mismo estaba impresionado. Tanto que
me figuré que iba a traicionarse y me
iba a aconsejar. Estuvo a punto, estoy
seguro. ¡Con todo lo que sabe Maloy!
Pero se reserva. No sé por qué se re­
serva. Podría aconsejar y no lo hace.
Me miraba con los ojos desgarrados por
la impresión pero no pudo quebrarse
ese dique de contención que lo man­
tiene en la más estricta reserva. Sus
ojos habían perdido su redondez y de
todas maneras se callaba. Alguna vez
va a hablar, estoy seguro. Pero no fue en
esta oportunidad. Ni mi dedo en alto,
en el ano de los dioses, ni mis aspira­
ciones truculentas lo arrancaron de su mutismo. ¡¿Cómo calificar la circun­
cisión de Federer que había hecho Josefina?! ¿Era terrible o no era nada terri­
ble? Dos masas de agua tremendas chocaban en mi interior, la de la pasividad
y la de la furia. La de la pasividad, aunque no se lo advierta fácilmente,
también es una tremenda masa de agua, también es un inmenso poder. Tan
enorme su poder que justamente permanece inmóvil, tan escandalosamente
confiado en sí mismo. Es el agua que ha filtrado de antiquísimas furias, de
furias que ni siquiera recuerdan los antepasados más remotos. Es agua que
ha perdido hasta el último vestigio de espuma y sin embargo guarda en sí
aquellas fuerzas. ¡Gran parte de mis furias se han ido a disolver allí casi sin
consecuencias! ¿¡Qué soy yo en comparación con todos mis antepasados!?
Todos esos seres que han vivido sobre la Tierra unos tras otros y que son
parte de una sumatoria que no necesita en verdad de adiciones. ¡De seguro
123
gustavo ferreyra
que yo agiganto mis furias! Necesito creer en cierta paridad de fuerzas. ¡Qué
tanto había manoseado el...! No llegaba a evaluar la gravedad del asunto.
Una circuncisión. Me había llevado un lápiz a la boca y lo chupaba y lo mordía.
Josefina y Roger Federer. Por momentos se me aparecía como una simple
operación médica, sólo que Josefina es filósofa, por momentos me enardecía.
Entonces respiraba aún peor. En un momento lo abracé a Cachimbo y lo
puse contra mi corazón. Él ya sabe que debe estarse quietecito y sólo ser
contra mi corazón. Cálido y blando como únicamente él puede serlo. Mi tier­
necito Cachimbo. A veces me da miedo de ahogarlo. Soy demasiado efusivo.
Pero yo respiraba con dificultad y él respiraba conmigo. El otro día en el cine
también me ayudó. Por suerte lo había llevado a él no a Maloy. Antes llevaba
a los dos y los sentaba en mi regazo para que vieran la película pero Josefina
me pidió y casi me exigió y... Ahora llevo uno y lo tengo bastante escondido.
Apenas si asoma la cabecita por algún lado. De todos modos, siquiera con un
ojo, ven la película. El otro día Cachimbo la pudo ver más cómodamente por­
que el cine estaba plagado de viejos, que ya no ven nada con el rabillo del
ojo. Josefina suele llevarme a ver películas que convocan a los vejestorios,
pero el otro día fue el acabose. Y esta vez no se trataba de la manada de viejas
solas sino más bien de parejas. ¿¡Habrán revivido los vejetes!? No sé, pero
ahí estaban las parejas, diría, los matrimonios. En la película, un alemán
viejo lleva las cenizas de su esposa muerta a Japón y se viste con las ropas
de ella y... Hace unas danzas. En fin. Los viejos se enternecían que era un
verdadero asco. Se apretaban las manos y soñaban con esa suerte de eternidad
matrimonial que la película parecía prometer. Habían ido a ver precisamen­
te eso y la película no los defraudaba. ¡Seguirían en el más allá simulando
como acá! El olor a viejo hediondo me golpeaba en las narices y creo que
también hería la sensibilidad de Cachimbo. Estaba rodeado. Miraba en derre­
dor y sólo veía los tiernos matrimonios. En verdad que estaba casi asustado.
Parecía una conspiración multitudinaria. Sólo un par de parejas se deshizo
porque los viejos no aguantaron toda la película sin ir al baño y al regreso no
encontraron el lugar junto a su mujer. Hubo una que lo chistaba y lo chistaba
pero el marido no oía. O tal vez simulaba no oír. Cachimbo se reía. Asomaba
la cabeza por mi camisa abierta. Creo que por fin se había acostumbrado al
hedor de los viejos. Yo no. Seguía ofuscado. Y más se emocionaban, más
124
piquito
fuerte se hacía el olor. Cuando el viejo alemán aparece con las ropas de la
muerta el olor se hizo intensísimo. Las glándulas de los vejetes (no las sexua­
les sino alguna más tontuela que se activa con la espiritualidad) funcionaron
a pleno, hasta recalentarse. Mis naricitas se embotaron. Creo que expelí una
suerte de bufido. La mancomunión de las almas me horrorizaba. Quería irme.
Quería escapar. ¡Soy un muchachito!, quería gritar, enrostrárselo a todas
esas caras arrugadas y luego salir a raje a buscar el aire de la calle. ¡El olor
a viejo me hizo asmático! ¡Cual maestro, le enseñó a mi organismo a cerrar
los bronquios! ¡Los vejetes vencieron a los espíritus de mis papacitos, que fueron
carneados allí mismo, en el cine! Mis férreos papacitos que seguían mis pa­
sos codo a codo. ¡Debo ser el primer asmático por hedor de viejo pero nadie
va a reconocer mi pequeño drama! Debía irme pero Josefina me retenía. Ella
miraba la película muy confortablemente y por el tajo de su pollera aparecía
una de sus bellas piernas. Yo la miraba y asumía que era imposible que me
fuera. Era el guardián de esas piernas. Era... quién sabe. No podía irme. Esta­
ba también urgido por la vejiga pero ni por asomo me daba la posibilidad de
ir al baño y regresar a la sala. Hubiera admitido con eso que formaba parte
del conjunto prostático. Así que resistí hasta el final de la película. Casi ja­
deando por el asma y con un dolor en las entrañas que ya me llegaba clara­
mente a los riñones, resistí hasta que el espíritu de la alemana se contorsiona
ante el monte Fuji. Hasta que el viejo estira también la pata y hasta que...
quién sabe, ya estoy bastante olvidado de los detalles. Apenas aparecieron
los créditos me levanté pero estaba, digamos, barricado por las piernas de los
viejos. Y las piernas de Josefina se descruzaron pero todavía se demoró en
ponerse de pie. ¡No hay que correr, muchachito!, parecían decirme los cuerpos
parsimoniosos, anquilosados, de los vejetes. ¡Todavía estás en nuestro poder!
Y estoy en verdad marcado por ese poder porque me ha quedado el asma.
Escapé por fin del cine pero no de los ahogos.
Ya en la vereda del cine, algo amparados por un kiosco de revistas,
saqué a Cachimbo de entre mis ropas y se lo pasé a Josefina, que lo guardó
en la cartera con una sonrisa. “¿Le gustó?”, me preguntó por cortesía, como hace
siempre que llevo al cine a Cachimbo o a Maloy. Yo nunca me defino por
ellos y tiendo a figurarme que les gusta cualquier película, pero en esta oca­
sión, creo, hice un gesto escéptico. “¿Habrá entendido?” No sé por qué pre­
125
gustavo ferreyra
guntó esto sabiendo que se trataba de
Cachimbo, que prácticamente no sabe
nada de nada. Suele simular que los
confunde para no darles importancia.
Pero los reconoce perfectamente. Al
contrario de Maloy, Cachimbo debería
ser enseñado. Yo debería ocuparme de
eso pero me resisto a enseñar. No sa­
bría qué enseñarle y en su ignorancia
lo veo pleno. Cuando en alguna opor­
tunidad levanté el dedito para impar­
tir algún conocimiento, la duda me
ganó antes siquiera de que dijese una
palabra. En definitiva, me callo la boca ante él y no hago más que abrazarlo.
No sé qué devendrá de esto pero así están las cosas. A esta altura, ya los aho­
gos me habían pasado y fuimos con Josefina a un bar. La película nos ocupó
poco. Su opinión fue ambigua. Yo, según mi costumbre, casi no dije palabra.
Estaba preocupado por Cachimbo ya que Josefina había corrido demasiado
el cierre de la cartera y probablemente respiraba con dificultad. En un mo­
mento en que me pareció que se distraía, estiré la mano trémula y abrí un poco
más el cierre y entonces me quedé más o menos tranquilo.
De cualquier modo, la tranquilidad no es un lago en el cual uno des­
emboca como estadio poco menos que definitivo, más bien es un recodo en
un río, un pequeño estanque azaroso que ni siquiera abarca todo su ancho.
Apenas un poquito más allá, detrás de una piedras, corre el agua más o menos
turbulenta. Y si no, como muestra, está el asunto de Roger Federer para co­
rroerme las entrañas. Cuando me detengo a pensar en esto, como si mordiera
la cuestión cual un perro que soluciona todo con las mandíbulas, me doy
cuenta de que es inaudito. Tan inaudito que aflojo enseguida la mordida y
dejo que el asunto corra. Tenemos la presunción de que si no pensamos en
un asunto lo dejamos librado a su suerte pero todo está librado a su suerte,
incluido nuestro pensamiento. De cualquier manera, por muchas explicacio­
nes que me dé me tengo por desidioso cuando abandono un tema. Lo aban­
dono y después me echo al río para atraparlo de vuelta. Voy y vengo como
126
piquito
un perro tonto y termino cansado. No hice nada en todo el día y a la noche a
veces me duermo con un libro arriba de la cara. En fin. ¡Roger es un temible
rival! ¡Ni hablar de esto! Es más, yo, con mi solo e introvertido piquito, no
cualifico como rival. ¡Incluso, parece que el gran campeón hasta pasa la aspi­
radora en su casa! Me lleva a Josefina antes de que pueda levantar un dedito
de protesta. Tal vez me deje a la carona de la mujer como prenda. En fin.
En realidad, no creo que tuviera que molestarse con eso. ¡Esa carona sí que
me pondría en vereda! De seguro, pasaría no sólo la aspiradora sino también
el escobillón y mucho más. Me sacaría bueno en un abrir y cerrar de ojos.
¡Tiene una tremenda autoridad sin necesidad de nada! Basta su presencia
para que uno sepa a qué atenerse. Con ella, hasta jugaría al tenis maravillo­
samente, pondría la pelotita en donde debe ponerse. Es el gran secreto de
Roger. Con ella, Nadal... Pero yo... ¡La guía de Josefina es muy blanda! ¡Soy
el primero en reconocerlo! La muy sesentista me deja demasiado librado a
mi propia molicie. Me permite este permanente repliegue sobre mí mismo,
este estar repantigado sobre mi lindo discursito interior. Pobrecita Josefina,
no puede clavarme las espuelas. Sabe que debería hacerlo pero no se lo
permite un sustrato de su conciencia en el que actúa fuertemente la idea
del daño. Esta idea la paraliza. En el fondo, debe tener ideas evolucionistas,
como buena parte de la izquierda. No quiere aceptar que el daño tiene un rol
imprescindible en la vida. No sabe dañar y entonces, en última instancia, no
sabe vivir. Por esto es que intenté buscarme otra conducción. A espaldas de
Josefina, a manera de engaño, pero, podríamos decir, por el bien de todos,
intenté entregarme a la tutela de su hija, de Abril. Estoy seguro de que sería
una conducción mucho más firme que la de Josefina. Y en verdad avancé en esa
dirección, de algún modo le hice saber hace un par de meses que quería su
tutela, su guía, su... Y creo que prometí mansedumbre o ¿cómo decirlo...? En
fin. ¡Pero fui menospreciado! No me aceptó como discípulo, como párvulo,
como conducido. Me rechazó de plano y sin darme ninguna razón, hacién­
dose la que no entendía mi propuesta. Es más, en medio de cierta confusión
que ella alentó para negarse sin siquiera admitir que se estaba negando a
algo, dejó traslucir que lo mío era puro orgullo, como si mi pedido de tu­
tela fuera en definitiva una suerte de imposición. ¡Me quedé sin palabras!
Yo pedía conducción y... Acaso, ¿las orgullosas masas alemanas tomaron al
127
gustavo ferreyra
simplón de Hitler de las axilas y lo metieron en el podio? Me parece que
esta chica... No sé. Posiblemente malinterpretó mi pedido. Posiblemente me
maljuzga porque ocupé su lugar en el nido. En fin. ¡Pero ella ya había vo­
lado! Y no había dejado ni siquiera unos plumones para que pudiera estar
yo más cómodo. ¡Me tuve que venir con todas las plumitas de pichón que se
habían desperdigado un poco en el antiguo nido! Pichonazo cargado hasta
con su última plumita de infancia. Pichonazo con pico asesino pero cuyas
plumas... No terminan de aparecerme las que me permitan volar, siguen sa­
liéndome unos plumones suaves y lanudos y abrigados pero incapaces de
elevarme. ¡Y mientras crezco y crezco! Dios mío, ¡¿habrá alas que alguna
vez me levanten?! ¡Y yo que debería escapar! Debería escapar de acá. Donde
soy juzgado por asesinato. Debería escapar con mis alas o colgado del cuello
de una gran águila. Como fuera. Antes de que dicten la prisión preventiva.
Escapar ya mismo del asesino que soy acá. A ti, cachafaz. Di. A ti. Sí, a ti.
Di y sácame de acá. ¡Este acá es terrible! Soy asesino. Josefina circuncida a
Roger Federer. ¡Te das cuenta! Debo irme. Es un mundo extraño. Nadie se
asusta de mí. Abril sabe que soy un asesino. Debería estar al menos al borde
del convencimiento. Y sin embargo no me teme en lo más mínimo. Menos­
precia mi pedido de conducción con un desparpajo que podría enfurecerme.
¿No lo piensa acaso? Me trata de todos modos con cierta displicencia. Y
no es la única. Es inexplicable. El abogado que me puso Josefina logró la
excarcelación mientras dura el proceso. Al menos hasta hoy, mañana no se
sabe. Porque está pendiente la apelación del fiscal, de la viuda y quién sabe
si no hay otras más o todas en realidad son una. El derecho es siempre un
simulacro de religión. Pero mi libertad no significa mucho. Sólo dice que
pertenezco a cierto estrato social y que mi abogado es bien caro. Nada más.
De modo que... ¡aceptan que soy el asesino! ¡Aceptan todos que soy el ase­
sino! Y de todas maneras a veces no creen. No quieren creer y no creen aun
cuando acepten. (Esto debe ser un sueño.) La voluntad de creer es análoga a
la voluntad de hacer. En realidad, quizás, es la misma voluntad. ¡Hay mucha
voluntad en lo que se cree! Y ellas, Josefina y Abril, a veces se imponen
no creer. Cualquier realidad es vencida en algún momento por la voluntad
de creer. Sólo hay que darle tiempo a esta voluntad y, voluntariosamente, hace
su camino. ¡Yo mismo a veces no creo en lo que sé! Es cuestión de dejar que
128
piquito
los que laboran por uno en el fuero in­
terno tejan la mantita para echar aquí
y allá. Tanto no cree Josefina que me
dice muy tranquilamente que circun­
cidó a Roger Federer y que entonces
tuvo el pene de él en sus manos y...
¡Debería temerme! Debería saber que
puedo blandir el pico... No debería
confiarse en mis pobres plumones de
pichonazo. No debería confiarse en
esa esperma que la moja hasta correr
por sus piernas una y otra vez. Pero se
confía y no debe equivocarse. He lle­
gado a saber que nadie se equivoca en
el mundo excepto yo. De una u otra
manera todos laboran positivamente en
pos de lo que quieren, bueno o malo,
para bien o para mal, excepto yo, que
llevo ladrillos de aquí para allá y no
los amontono en ningún lugar. ¡He de­
jado ladrillos en un radio de muchísi­
mos kilómetros! Jamás nadie podría deducir que todos ellos fueron cargados
por la misma persona ya que no hay obra ninguna. Ni siquiera un atisbo de
obra. Y no hay tampoco misterio. No hay nada oculto, no existe un plan que se
haya perdido o malogrado. Son los ladrillos que cargué por simulacro ante los
ojos de mis padres, ante los ojos de Josefina. De vez en cuando cargaba un
ladrillo y enfilaba para algún lado, para cualquiera, y cuando creía que ya
no me veían o estaba demasiado cansado lo dejaba caer y a otra cosa. Frente
a esto todos los demás me provocan admiración y casi pasmo. No me queda
más remedio que aplaudir, a veces hasta que vivar. “¡Bravo! ¡Bravo!”, grito
de pie ante cualquier construcción.
Josefina me cubre. También me encubre. Acá, adentro del frasquito, no
hay admisión de justicia de nuestra parte. Acá, adentro del frasquito, maté
a un hombre y hay un proceso legal. ¿Y afuera? Afuera de la sueñocracia,
129
gustavo ferreyra
¿qué? Puedo creer que fuera de la sueñocracia no hay asesinato y tratar en­
tonces de salir de acá. Es lo que quiero. Salir de acá. Y a la vez tengo mucho
miedo porque acá tengo la esperanza de salir. En cambio, si salgo y allá fuera
también existe el asesinato como en realidad estoy en el fondo seguro de que
existe, entonces ¿qué? Y estoy seguro de haberlo asesinado. ¿Existe afuera
el proceso legal? Puede que no. Puede que sí. Tendría que hacer un esfuerzo
supremo por salir de acá y por supuesto no lo hago. Me aferro a la incerti­
dumbre y por ende a la esperanza. La esperanza de, en la desesperación,
más adelante hacer el esfuerzo de salir del frasquito. Contra la pesadilla hay
que tener una última carta, que es despertarse, pero es eso, la última carta.
Porque afuera de la pesadilla puede que haya otra y ésta ya sin esperanzas.
La sueñocracia tiene sus ejércitos. Ejércitos brumosos que toman terri­
torios sin alardear, sin proclamar victoria alguna. No hay nada más mudo,
creo, más silencioso, que la victoria de los ejércitos de la sueñocracia. No
echa al aire ninguna proclama. Pero en ocasiones avanzan sobre tanto terri­
torio que la realidad se echa al mar en barcazas con la ilusión de retornar
algún día. Los ejércitos de la sueñocracia no emiten ninguna ley y de todos
modos imponen un dictum. Inevitablemente, sus soldados son amables con
los nativos de los territorios conquistados y aprenden rápidamente la lengua
del lugar. Son tolerantes con todos los dioses y suelen plegarse a los ritos.
Alaban a cada individuo con el que se cruzan. A veces incluso, cuando no hay
otros escuchando, lo ensalzan hasta el delirio y luego vuelven a las brumas.
Deben alabar allí a sus verdaderos dioses, que nos son por completo des­
conocidos. Los ejércitos brumosos de la sueñocracia provienen del pasado
y del futuro. Los que dicen venir del pasado provienen del futuro y los que
dicen venir del futuro provienen del pasado. Pero en definitiva es probable
que conformen una sola fuerza y que conozcan a los verdaderos dioses. La
humanidad, supongo, va a llegar a conocerlos algún día. Entonces Jesús,
Mahoma, Siddharta Gautama van a ser como Moloch y como Ares. La sueño­
cracia es enemiga acérrima de la realidad pero no de las verdades. Y enton­
ces uno cede fácilmente: los halagos de sus tropas y sus verdades nos llevan
a dejarnos caer en el frasquito.
Le he dicho claramente al abogado: ¡no pueden juzgar a un párvulo! Se
lo he dicho con indignación y él se ha reído con toda simpatía y hasta con
130
piquito
admiración. Esto, la primera vez porque la segunda vez que lo argüí me miró
como si no me escuchara, completamente indiferente. Es un ser jirafoide en
todo sentido, moral y físicamente. Es bien alto y con las caderas anchas, lue­
go se va afinando hacia arriba y casi pareciera no tener hombros. La cabeza
es más bien chata y ancha, con una nariz carnosa y prominente. No pareciera
tener conocimientos profundos sobre nada pero se ha hecho un gran renom­
bre y come evidentemente de las hojas más altas y nutritivas de los árboles.
Uno, viendo su accionar, diría que es lento y sin embargo, como las jirafas, es
posible que vaya rápido en realidad. Por momentos uno pareciera ser alguien
entrañable para él, en otras ocasiones es tan gélido que desconcierta. Yo qui­
siera renegar de él pero me ha conseguido la excarcelación y hasta es posible
que termine engatusando a todos y yo termine siendo absuelto. Es difícil de
explicar quizás el orden de sus habilidades. Su falta de conocimientos posi­
blemente lo ayude. Los conocimientos en exceso muchas veces son como las
piezas del ajedrez en ciertas posiciones: nuestras propias fuerzas nos encie­
rran y nos impiden el movimiento. Uno quisiera, por ejemplo, deshacerse de
un par de peones propios. Él debe mover con enorme soltura las piezas con
las que cuenta. Y tal vez posea el don de agregar casillas al tablero. Lo que
no cuenta en profundidad y en abigarramiento lo tiene en extensión. Agrega
escaques, verdaderos pedazos de tablero, sin que se advierta por ello que las
reglas se han modificado. Josefina me insta a la sinceridad con él pero yo
evidentemente me escamoteo. No pienso decirle jamás, por ejemplo, en don­
de escondo el pico. Él tampoco me lo preguntó abiertamente pero ya van dos
ocasiones en las que pareció sondearme al respecto. En realidad, no quería
que le dijera nada concreto, solo quería tener cierta seguridad de que por
ese lado no iba a tener una sorpresa desagradable. Y creo que puede estar
seguro de ello. Porque lo esconde la que es para conmigo la más leal de las
personas: mi madre. Lo esconde con toda fiereza. Ni a mí me ha dicho donde
lo esconde. Hace un ademán terminante con su mano arrugada y pecosa.
Son manos muy feas, como garras surgidas de la determinación y el deterio­
ro. Son las manos eternas que me han protegido y que se han hecho garras
por la angustia. Las estoy viendo con mis ojos de pichonazo. Muevo las alas
lanudas e inútiles y mis ojos redondos y negros y abismalmente animales se
salen de las órbitas viendo esas manos horribles, de las que dependo. Toda
131
gustavo ferreyra
vida depende en algún momento de
unas manos que se han hecho horri­
bles por la angustia. Pero esa angustia
de las manos es el amor que ella me
tenía. Es la devoción que sentía por
mi piquito infantil, una devoción que
estaba en los huesos y no en la carne
y por esto continuaba en sus garras.
No sé, en verdad, cómo pudo morir y
dejarme. Con toda esa devoción en los
huesos por su pichón y aun así no sos­
tenerse con vida. Dios mío. No soste­
nerse con vida hasta que... La misma
devoción por el pichonazo la­nudo la
debe al fin haber matado, el horror
por no poder ser ella y ser yo al mis­
mo tiempo debe haberle esclerosado
los órganos, las venas. En fin. Algo de
horror había en su cara cuando mu­
rió, podría jurarlo. Era horror por mí,
por el pichonazo, no podía ser otra
cosa. La propia muerte no le impor­
taba. No era más que una vieja pelícano. Era una vieja pelícano absoluta­
mente y en las membranas secas de los huesos llevaba la furia de la especie.
El amor por mí no era más que la furia de la especie.
Y sin embargo tengo el claro recuerdo de haber ido a su casa en los
últimos tiempos para asegurarme de que el pico estaba bien a resguardo.
Creo haber ido a verla exclusivamente para esto. Y veo su garramano siendo
tajante. Y recuerdo su voz –y la recuerdo aun cuando haya perdido el recuer­
do– diciéndome que mejor que no sepa el lugar exacto. Y creo que tal vez
dijo “por las dudas”. Y que ese “por las dudas” se vinculaba a mi posible
incontinencia o, también, a las posibles torturas que podía sufrir. “Por las
dudas”, dijo. Y no obstante está muerta. Es un misterio.
Como sea, le di a entender al abogado que no había que preocuparse
132
piquito
por el pico. Al menos, esto me pareció en su momento, esto es, que había
sido todo lo explícito que se podía ser en esas circunstancias. No tengo, des­
de ya, pese a mis 33 años, la garra de un adulto como para hacer un ademán
tajante. Si creen que un mochuelo puede... En fin. En el momento estaba se­
guro de que di a entender lo que quería pero después entré en duda. Entré en
duda sobre mi gesto y luego entré en duda sobre mi entrar en duda. Porque
casi siempre, después, entro en dudas. No estoy seguro de haber dicho lo
que quería. Me doy cuenta de que empieza a difumarse lo que dije en lo que
debería haber dicho y que es imposible escindirlo. La memoria se derrumba
tan fácil que apenas si puede decirse que es algo. No sé si cuenta con un ma­
terial más sólido que la fantasía y ambas son hijas de la voluntad. De manera
que entré en dudas y las dudas se montan unas en otras. Las dudas son en
mí el polvo del tiempo. Otros, la mayoría probablemente, van aceptando con
displicencia las capas de tierra en sus miradas sin saber que están aceptan­
do que el pasado se cubra de capas geológicas como ocurre con las antiguas
civilizaciones. En cambio, yo, quizá porque cuento con mucho tiempo, en­
tro en dudas y, mono curioso, me agacho a observar lo que ocurrió y quedo
bastante perplejo. ¡No se sabe lo que ocurrió! Camino para un lado y otro y
nada mejora. No sé lo que entendió el abogado, ni siquiera sé exactamente
lo que hice o dije. Supongo que él sabe que soy el asesino y sin embargo no
se lo he confirmado y él, de algún modo, tampoco me pide esa confirmación. No
la quiere evidentemente. Esa ínfima pizca que falta para la confirmación es
el espacio que necesita para que su moral ponga allí un pie y se convierta
también en punto de apoyo de mi defensa. Por estrecho que sea ese espacio
sirve para apuntalar algo bastante pesado. ¡Los corpachos de las jirafas se
sostienen en patas finas y en cascos relativamente estrechos! El jirafoide
no pide mucho para llevar el cuello muy alto. Estoy satisfecho con él y a la
vez, ligeramente, lo detesto. Se lo he comentado más de una vez a Maloy y él
está de acuerdo conmigo. Tampoco lo aprecia. Llevé a Maloy a más de una
reunión con el abogado. A Cachimbo no lo llevé nunca porque es demasiado
inocente; en verdad, no es que se engañe con nadie, sólo que no se molesta
en juzgar a los demás. A priori, están exentos de la condena e incluidos en
la genérica bondad del mundo, sean lo que fueren. Nietzscheano avant la
lettre se figura que en la economía del mundo nadie puede ser dañino. Antes
133
gustavo ferreyra
que ocurra algo siquiera ya perdona todo. Por esto es que Cachimbo, que
ama tanto la vida, está como por fuera de ella. No participa de las batallas
de la vida y casi no se molesta en conocerlas ya que, fueran las que fueran,
tienen para él su profunda razón de ser en el marco más universal del sin
sentido. Sabiendo esto Cachimbo no sabe nada más. Debería ser enseñado
de los detalles, por ejemplo, de las razones que me llevan a mí a actuar así
o asá pero es inútil porque no agregaría nada a lo que ya sabe. Claro que de
lo que sabe no podría decir palabra. Maloy en cambio conoce por agregación
y perfectamente podría ser maestro. Por esto lo llevé a varias reuniones con
el abogado. Para que juzgue por su propia cuenta. Lo llevé entre mis ropas,
oculto por una campera, la cabecita –cabezota en realidad si la comparamos
con su propio cuerpecito– asomada apenas para que respire y escuche mejor.
Maloy es hábil para asomar la cabeza y permanecer de todos modos oculto,
mucho más que Cachimbo. Me asombro a veces de cómo se acomoda y logra
sostenerse en circunstancias difíciles. Sabe acomodar su terquedad, cosa
que debería serme enseñada porque mi terquedad se va acercando siempre
al abismo del ridículo. No me queda más remedio entonces que retroceder.
Maloy sabe ser terco. La última vez lo llevé en una pequeña mochila porque
hacía calor y tuve que ir a ver al abogado sin campera. ¡Mi mochilita parvu­
laria que exaspera a Josefina! “No puedo ser la mujer de un niñito”, me dice.
Yo me aferro malamente a mi mochilita, el gesto gruñón y cachorriento, pero
en general cedo. ¡Cedo porque al fin me encanta ceder! ¡Me encanta ceder
como un niñito! Dejo mi mochilita enganchada en un silla para que quede a
la vista. ¡Mirar la silla es ver la dignidad de mi carácter! Porque alguien tan
firme en la indignidad termina, por ello mismo, siendo digno. Soy un párvulo
digno y cuelgo la mochilita en la silla para que sepan los demás a qué ate­
nerse. En fin. La última vez que tuve cita con el abogado llevé a Maloy en la
mochilita y la colgué también en el respaldo de la silla, a mis espaldas. Abrí
el cierre de la mochilita y saqué un poco la cabeza de Maloy. El abogado
estaba sentado y creo que no vio nada; o tal vez no vio a Maloy e imaginó que
maniobraba para poner en funcionamiento un grabador, porque levantó las
cejas con algo de disgusto. O con bastante disgusto en realidad porque me
asusté de su gesto, temí por mí y estuve a punto de decirle: “es solamente
mi muñeco”. Si no lo dije fue porque él empezó a hablar y arrojó sobre el
134
piquito
tapete una terrible posibilidad. El jira­
foide casi siempre empieza así, con las
amenazas tremendas que penden sobre
mí y luego se explaya sobre sus logros.
Estos logros desde ya me benefician y
no obstante me molestan en alguna me­
dida porque son triunfos del jirafoide. En
general, tengo poca tolerancia frente a
los triunfos de los demás pero los del
jirafoide me son más antipáticos toda­
vía. Me transmite buenas noticias y yo
me siento casi herido, al menos me dis­
gusto en ese momento, cuando lo escu­
cho hablar. Cuando se calla, la buena
noticia empieza a filtrar sus bálsamos
bienhechores. Cuando salgo de la ofici­
na del abogado la buena noticia verda­
deramente me invade y se escinde casi
por completo del jirafoide; la atribuyo
a mi proverbial buena suerte, a la bue­
na suerte inherente a un piquito de oro.
Es mi triunfo el que atraviesa al jirafoide como una flecha a la niebla. El pre­
destinado. No podía ser de otra manera porque mis papacitos empollaron el
huevo empavesados en una fe horrible. Empollaban y mantenían sus cogotes
tan enhiestos que parecían astas de banderas. El pico hacia el cielo como
verdaderos fascistas, de esos que ya no se encuentran. Soldados del huevo,
del futuro de sus genes. Soldados del destino. Y el destino fue creciendo
conmigo con cada división y cada diversificación de la cigota. El destino fue
tomando mis formas hasta que se confundió completamente con mi cuerpo,
hasta que fuimos uno solo. Por esto es que soy desde ese ayer y para siem­
pre el predestinado. Y cuando el abogado habla de sus logros no puedo sino
enojarme. Son exaltaciones del ánimo completamente piquitenses que no
podrían comprender del todo los que carecen de destino. Al hablar el abo­
gado aparece su acción y al callarse aparece mi fortuna. Cuando él habla
135
gustavo ferreyra
emerge la espuma de los días, la espuma de la subjetividad que se forma con
todo ese bla bla que llega constantemente a nuestros oídos. La espuma con la
que se divierte nuestra tontería. Las palabras del abogado no son más el bati­
do de esa espuma. Cuando cesa el bla bla, la espuma, carente de batido, va
decreciendo, y si apagáramos la radio y la televisión y acalláramos las voces
a nuestro alrededor la espuma casi desaparecería y entonces, amigo, enton­
ces... No es bonito el esqueleto de la realidad para los que se han hecho ya a
la espuma. No son bonitos los huesos, excepto para los predestinados. En el
aire de los huesos, y no en el aire de la espuma, están mis hados.
No es que no advierta los méritos del abogado. Debe ser un hombre me­
ritorio. Josefina no me va a poner en manos de un pelele. Josefina... ¡está ren­
dida a los hados del Piquito! ¡La inteligencia cacarea contra los hados hasta
que desfallece y se rinde! La inteligencia se fatiga y los hados siguen cantan­
do. Ululan y ululan. Claro que el abogado sabe sacar ventajas de todo, como
cualquier buen abogado. Y como jirafoide cuenta con grandes ventajas. Su
carencia de hombros, por ejemplo, constituye una ventaja muy apreciable.
Probablemente sea su mayor ventaja. Al carecer de hombros disimula por
completo la propia voluntad. En apariencia, lo que habla y escribe no está
dictado por una fuerza volitiva, personal, sino por fuerzas que actúan a tra­
vés de él. ¡El juez debe estar engañándose bellamente! De seguro, y sin que
él lo advierta en lo más mínimo, estará viendo en el abogado un médium a
través del cual fluye lo que existe sin su concurso. ¡El juez debe estar cre­
yendo, en el fondo, que el abogado no inventa ni crea nada! El juez debe
estar dejándose llevar, en última instancia, por los hados de Piquito.
136
La vigilia de la aldea
De identidades e inminencias
L uis V icente
de
A guinaga
Jorge Ortega, Guía de forasteros, Bonobos/Conaculta, Toluca, 2014, 121 p.
Conviene preguntar y preguntarse de vez
en cuando con qué suerte ha corrido el
clasicismo poético en México. En su día,
Jorge Cuesta dijo con buen estilo y mejo­
res argumentos que la poesía europea
se implantó en México en el más univer­
sal de sus avatares, el petrarquista, de
modo que su desarrollo posterior obe­
deció a ese origen como se obedece a un
condicionamiento estructural, no como se
responde a un mero incidente. Universal,
el modo petrarquista lo fue por sus as­
piraciones, desde luego, pero también
por su influencia. Petrarquistas fueron
Ronsard, Garcilaso, Shakespeare y Sor
Juana, cada cual a su modo. No lo han
sido menos Pedro Salinas, Pablo Neru­
da, Rubén Bonifaz Nuño, Jaime Sabi­
nes y Javier Sicilia. Cuando se afirma
que determinada poesía moderna tien­
de al clasicismo, lo cierto es que tiende
al petrarquismo.
No estoy hablando de tal o cual aca­
demicismo literario. Muchos, general­
mente con malas intenciones, califican
de académicos a los poetas que juzgan
conservadores o incluso timoratos. Pero,
a decir verdad, ¿cómo podrían existir
poetas académicos en México si no se
han mantenido –en caso de haber exis­
tido alguna vez– auténticas academias de
poesía, escuelas que fomenten el apren­
dizaje de los estilos, temas y preceptos
que pueden, en rigor, llamarse clásicos?
Al menos en México, la nobleza del cla­
sicismo es la del autodidactismo. En el
siglo xx y lo que ha transcurrido del xxi,
los petrarquistas lo han sido porque han
decidido aprender a serlo, y lo que
han aprendido lo han aprendido por sus
propios medios. De las generaciones
más recientes de poetas mexicanos, ca­
sos como los de Jorge Fernández Gra­
nados, Marcos Davison, Jorge Ortega y
Hernán Bravo Varela ilustran, con las
diferencias propias de cada caso, este
fenómeno.
No ignoro que Ortega, estilista de mag­
137
nífica prosodia y brillante vocabulario,
debe lidiar desde hace algunos años con
su propia reputación de poeta barroco.
Los lectores perezosos, poco habituados
a escandir un verso, descifrar una figura
o escuchar las resonancias de una sí­
laba tónica, etiquetan y caricaturizan
con irresponsable facilidad. No faltan,
así, quienes dan por sentado que todo
cuanto escribe Ortega se ajusta, sin más,
a un patrón de temas arcaizantes, frases
conceptuosas y metros regulares. Lo cual
es, por supuesto, falso, aunque signifi­
cativo. Si entender la obra de un poeta
es de por sí difícil, forzarse a leerla con
los anteojos equivocados es condenarse
a la incomprensión y el estereotipo. El
propio autor, en su reciente y muy re­
comendable volumen de prosa crítica
titulado El ancla y el arado, despeja
ciertos equívocos a propósito de sus “in­
clinaciones de lector” y “lecturas for­
mativas”: “Se ha dicho que mi poesía
comporta algunos rasgos del llamado
neobarroco, término tan vago como im­
preciso para designar las aportaciones
que supuestamente ampara. Consideran­
do que las poéticas están sujetas al pro­
ceso de mutación constante que implica
la maduración humana del poeta, no me
corresponde a mí aseverar dónde, o en
qué ámbito estético o estilístico debo
asentar mi proyecto de escritura. Es
probable que la fama de mis inclina­
ciones de lector o de mis lecturas for­
mativas haya emitido una falsa señal,
ya que no solamente leo con gusto a
quienes escriben como yo sino igual­
138
mente a quienes escriben desde las an­
típodas.”
Los poemarios más recientes de Or­
tega me interesan particularmente. La
serie formada por Estado del tiempo
(2005), Devoción por la piedra (2011) y
Guía de forasteros (2014) impresiona por
su equilibrio, coherencia y hondura. Or­
tega, desde su primera juventud, ha sido
un poeta de ambición clásica. En sus libros
parecen cruzarse los caminos del retrato,
el paisaje y la meditación introspectiva.
Ortega es, en particular, un formidable
retratista de paseantes y desconocidos.
También es un viajero melancólico, ya
que no triste, capaz de resumir un espa­
cio en tres o cuatro líneas de tinta. Y al
filo de sus poemas va dibujándose la fi­
gura de un solitario: la meditación, en
Ortega, suele tener por tema la situación
específica del sujeto, su lugar concreto
en un mundo que va moviéndose bajo
sus pies. Más que mirar, le importa ob­
servar (aunque se sabe llamado, más que
a observar, a contemplar).
Guía de forasteros es un libro exten­
so y sustancioso que supera con ampli­
tud el centenar de páginas. El poema
inicial es, de cierta forma, un prólogo y una
poética. En él se describen las etapas del
ascenso por un camino de montaña. La
revelación del mar aguarda en lo alto.
Pero, si se me permite decirlo así, el in­
terés expresado en el poema radica en
escalar, no en haber alcanzado la cima:
“El poema se hace en el ascenso.” Una
sintaxis digna de José Ángel Valente le
hace decir a Ortega, en el último verso,
que las pretensiones del poeta se desva­
necen cuando escapa de sus manos “el
resbaloso pez de las alturas”. Al mismo
tiempo, ese “pez de las alturas” es afín
a los “peces del aire altísimo” de José
Gorostiza. Ortega no lo subraya, como
es natural, pero en esa confluencia de
dos maestros también radica una de las cla­
ves para entender sus poemas, concebi­
dos como un espacio de confrontación
y ajuste de referencias muy variadas.
El poemario se organiza en seis apar­
tados. El primero y el último contienen
once poemas cada uno; los demás, diez.
En la cantidad total de sesenta y dos
poemas cabe sospechar una razón ocul­
ta: cada poema representa un minuto de
la hora, cuando no un segundo del minu­
to, a excepción del primero y el último,
que son el alfa y el omega, el instante
del principio y el instante de la conclu­
sión, ajenos al tiempo uno y el otro. El
último poema del volumen, elocuente­
mente, se titula “Final del trayecto”.
A mi juicio, lo anterior cobra toda su
importancia cuando se advierte que dos
temas predominan en Guía de foraste­
ros: la inminencia y el cuestionamiento
a propósito de la identidad personal.
Ambas preocupaciones, por añadidura,
se despliegan sobre un fondo de viajes y
mudanzas. “Algo inaudito está por suce­
der, / pero puede que no nos enteremos”,
dice Ortega. En otro poema escribe:
“Algo sucede mientras las apariencias
se confían al curso de la lógica.” Y en
otro, aún: “Algo quiere ser dicho.” Y
en otro:
Detrás del cerco abstracto de la noche,
al margen de su cúpula gaseosa
o más allá de aquellas fragosas latitudes en
que se carbonizan los horarios
brilla el lomo desnudo
de un lugar imposible.
Quiero decir con lo anterior que los
temas principales del poemario se in­
tensifican por obra del minutero que
avanza figuradamente conforme se re­
corren las páginas. Ortega observa la
naturaleza, recorre ciudades o carrete­
ras distantes en indaga en los gestos de
los desconocidos, y al hacerlo intuye que
algo está pasando sin que lo sepamos
y que algo más está por ocurrir. Oye
silbar “un aire que está casi a punto /
de contar un secreto” y adivina en las
cosas “un sobresalto que ni quién per­
ciba”. El poeta no siempre identifica el
objetivo de sus búsquedas, pero cuan­
do las presiente no duda en expresarlas
como una carencia:
Lo que no se ve.
Lo que le falta a la Tierra
para ser redonda.
Eso que falta en el mundo –insinúa
Ortega– es la identidad misma del poe­
ta. Si no fuera temerario hablar de per­
sonajes en un libro de poemas, diría que
un personaje va tomando forma en Guía
de forasteros a fuerza de vagabundeos.
Es un personaje que tiene, pues, los
rasgos de un flâneur, de un caminante
sin prisa, sin itinerario ni obligaciones
aparentes. Aunque, por una parte, se
juzgue apropiado etiquetarlo como un
139
heredero (cuando no un prófugo) del
Siglo de Oro, lo cierto es que Ortega es
también un paseante meditativo y he­
dónico, un melancólico que se pierde
por montes y senderos como Baudelaire
se perdía por barrios, callejones y pla­
zuelas. En última instancia, las diva­
gaciones y paseos de Ortega por llanos,
carreteras, playas y ciudades conducen
a diferentes respuestas para una misma
pregunta: ¿quién soy cuando estoy en
otra parte?
Abundan versos y estrofas en Guía
de forasteros que servirían para ilus­
trar el clasicismo de su autor. Me limita­
ré a dar un solo ejemplo. En el poema
“Escalera del agua”, casi al final, puede
leerse: “Bajemos más despacio / a nues­
tra tumba.” Es fácil advertir que ambos
versos constituyen un solo endecasíla­
bo: “Bajemos más despacio a nuestra
tumba.” No se trata, por lo demás, de
un endecasílabo cualquiera, sino del
verso 175 del Cántico espiritual de san
Juan de la Cruz, aquí recreado con to­
nos epicúreos. El poeta se apoya en san
Juan para decir, poco más, poco menos,
que no tiene prisa de morir: bien puede
la tumba esperar un poco más.
Recurro de nuevo a la prosa crítica
de Ortega: “El meollo del poema lírico
acabó de madurar en el Romanticismo,
estadio por el cual la subjetividad termi­
na de gestionar su carta de nacionalidad
en la conciencia artística de Occiden­
te.” Si el flâneur al que me referí líneas
arriba es eminentemente romántico, y si la
extrapolación es la estrategia predilecta del
140
Romanticismo, no habrá nada de malo en
que yo extrapole la idea de Ortega para
sostener que la subjetividad, en el caso
particular de Guía de forasteros, parece
adecuarse a un periplo vital que pasa
por Cataluña, Venecia, Madrid y los de­
siertos de Norteamérica, pero que va en
el fondo de fray Luis de León a García
Lorca, de Roberto Juarroz a José Emilio
Pacheco, de los poetas españoles llama­
dos “culturalistas” (pienso en Gimfe­
rrer, Talens, Núñez, Carnero, Sánchez
Robayna, Siles) a David Huerta. Como
buen romántico, a decir verdad, Ortega
entiende la identidad como una dupli­
cidad. Cuando habla de subjetividad,
sin duda se la plantea en los términos
de Antonio Machado y Octavio Paz:
Asomado a la calle doy conmigo
pintado en la ventana.
Cuál de los dos se observa, quién examina a
quién,
cuál es el relativo verdadero, cuál el ficticio
a medias,
qué lo ha traído aquí, qué tanto hurga
en el andén de la premura ajena.
Como suele pasar cuando se habla
de poesía, llego al final del recorrido
con la sospecha de haber dicho dema­
siado. Es probable que Guía de foraste­
ros quepa, después de todo, en un solo
verso, en un endecasílabo particular­
mente sonoro, con peculiares acentos
en la quinta y séptima sílabas: “Voy por
la intemperie tocando puertas.” En ese
verso hay lugar para la identidad, para
el viaje y para la tradición poética. Y lo
hay también para la inminencia, para
esa puerta, la indicada, la que se abrirá
de un momento a otro.
Cauces seguros hacia Paz
A lejandro S ilva S olís
Anthony Stanton, El río reflexivo. Poesía y
ensayo en Octavio Paz (1931-1958), fce /El
Colegio de México, México, 2015, 528 p.
En el piso del puente peatonal que une
calzada de Tlalpan con metro Nativitas,
vi a la venta el libro Nazaret. Pasé de
largo y, mientras bajaba las escaleras
para salir, me percaté de que se acerca­
ba Navidad y de que el muchacho que
atendía el puesto improvisado había de­
cidido llevar ese libro porque la combi­
nación de título y época aumentaba sus
probabilidades de venderlo. Nada más
alejado de un libro de temporada que
El río reflexivo. Poesía y ensayo en Oc­
tavio Paz (1931-1958), de Anthony Stan­
ton, el cual no se publicó durante los
festejos del centenario de Octavio Paz,
sino un año después, a fin de que sus
páginas recibieran el cuidado necesa­
rio y de que vieran la luz lejos del aire
enrarecido que se origina en las con­
memoraciones a los escritores.
El río reflexivo es una revisión y am­
pliación de los diversos artículos y li­
bros que el crítico ha escrito sobre Paz a
lo largo de, al menos, veinticinco años.
Se estructura al concebir la sucesión de
libros de Paz como un río reflexivo; es
decir, como una fuente creativa que flu­
ye sin interrupción pero que, al mismo
tiempo, se detiene a reflexionar en su
discurrir para orientarlo. Está organi­
zado en tres partes: Las fuentes del ma­
nantial (1931-1943); Crecida (1943-1951);
y Desembocadura (1952-1958). Cada una
tiene dos secciones, una que se dedica
a los ensayos y otra que se ocupa de la
poesía. Las secciones se vinculan en­
tre sí –de modo que los ensayos sirven
para comprender la poesía y vicever­
sa– pero no de manera mecánica sino
mostrando su “intercomunicación, [sus]
influencias recíprocas, desfases, coin­
cidencias y contradicciones”.
El río reflexivo consta, además, de un
sumario (índice que consigna solamente
las secciones mayores); las explicación
de las siglas empleadas; una introduc­
ción; la bibliografía citada; el índice
onomástico y el índice general (donde
se indican los subtítulos de cada sec­
ción). Este aparato paratextual ayuda al
lector a encontrar con rapidez un tema
o nombre mencionados en el libro y a
conocer la fuente en que se sustentan
sus afirmaciones. Debido a la importan­
cia de la armazón paratextual en El río
reflexivo, es relevante afirmar que la bi­
bliografía citada tiene veintidós pági­
nas de fuentes que satisfacen al lector
interesado en encontrar trabajos serios
sobre la obra del poeta de Mixcoac). El
cuidado editorial con que se elaboró El
río reflexivo se nota: en 526 páginas en­
141
contré menos de cinco erratas. Incluso
la fotografía de portada está bien elegida,
pues refuerza la poética paciana. Es un
óleo de Juan Soriano –con azules, rojos,
verdes, blancos, rosas y anaranjados en
combate–, cuyo título, Batalla de amor,
nos recuerda la pasión que Paz impri­
mió a la mayoría de sus escritos.
Basta hojear el libro mirando los már­
genes de la falda, donde se localizan las
notas a pie de página, para percatarse
del trabajo de investigación que susten­
ta a El río reflexivo. No en balde Stan­
ton tiene más de cuarenta años leyendo
a Paz. Gracias a este trabajo que lo res­
palda, Stanton puede emitir su opinión
sobre los libros que cita, sea para coin­
cidir o disentir con ellos. Y Stanton re­
sulta más divertido cuando expresa su
desacuerdo. Citaré un ejemplo en que
Stanton califica negativamente a otro li­
bro: se da a raíz del ritmo de Piedra de
Sol. En esta crítica, Stanton diverge de
la opinión de José Reyes González Flo­
res, en “El encantamiento de lo bello en
Piedra de Sol”, para quien el poema es
silencioso. Aquí las palabras de Stan­
ton: “Un oído atento puede captar sin
dificultad la enorme riqueza rítmica del
poema y los distintos tipos de movi­
miento presentes en el mismo. Por eso
resulta desconcertante (por no decir
más) que alguien pueda opinar en 2010
que Piedra de Sol ‘es un poema estáti­
co, inmóvil, lleno de silencio, mudo de
la mudez estilística de Paz’.” No dilu­
cidaré aquí si José Reyes tiene razón,
pero diré, por un lado, que José Reyes
142
no es el único que critica la seductora
monotonía sonora del poema (también
el poeta Óscar de Pablo la menciona)
y, por otro, que el cuidado editorial del
libro en que aparece el ensayo de José
Reyes, Versus: otras miradas a Octavio
Paz, es lamentable, entre otros graves
descuidos está el que la información de
los márgenes de cabeza no cambia con
cada artículo, sino que presenta siem­
pre el nombre del antologador y el títu­
lo del libro.
En lo que sigue me referiré a análisis
de poemas o ensayos particulares que
elabora Stanton en El río reflexivo, a fin
de fundamentar mis opiniones. Piedra
de Sol es uno de los poemas pacianos
más cercanos a Stanton. El estudio que
hace de Piedra de Sol es provechoso
porque incluye datos poco conocidos,
como el posible origen del título en un
libro del poeta peruano César Moro:
Pierre des soleils, o en estos versos de
Vicente Aleixandre: “Piedra de sol in­
mensa: entero mundo,/y el ruiseñor tan
débil que en su borde lo hechiza.” O
la fecha exacta en que Paz terminó el
poema: el 3 de junio de 1957, la cual
Stanton observó en un manuscrito de
Paz localizado en el Archivo Histórico
del Fondo de Cultura Económica, cuya
imagen aparece en la página 471 de El
río reflexivo.
En su lectura de Piedra de Sol Stan­
ton se deja llevar por la emoción. Prueba
de ello son las quince frases del poema
que cita como ejemplo de versos que
tienen el poder de permanecer en la
memoria del lector. Con todo, Stanton no
abandona su racionalidad y complementa
las citas con esta reflexión acerca de Piedra
de Sol como poema largo: “Lo importante
es señalar que el desarrollo y el ensan­
chamiento coexisten con estas imágenes
instantáneas de gran capacidad sintética.
Hay un efecto contrapuntístico de refor­
zamiento mutuo entre la extensión na­
rrativa y la intensidad aforística, entre
el cuento y el canto.”
El estilo de Stanton adolece de una
característica propia del ensayo acadé­
mico: señalar la novedad de la propia
investigación afirmando que otros estu­
diosos no se han percatado de ese deta­
lle. En este tenor, Stanton escribe: “Los
críticos que hablan del orientalismo de
Paz suelen referirse exclusivamente
al periodo que comienza en 1962, año en
que el poeta comienza una larga estadía
en India como embajador de México,
periodo que termina abruptamente con
la renuncia por los sucesos del 2 de oc­
tubre.” Y luego dice que el primer pe­
riodo de Paz en India, que va de fines de
1951 a principios de 1952, ha sido re­legado
de la atención crítica. Falla que, por su
puesto, Stanton no comete: “La prime­
ra reacción [de Octavio Paz] ante India
es más compleja y más negativa que la
que tendrá el poeta en la década de 1960
y por eso mismo merece estudiarse con
detenimiento.” Estudio cuidadoso que
Stanton lleva a cabo en su análisis de
“Mutra” (poema de La estación violen­
ta, el cual fue terminado en Delhi, en
1952). Sin embargo, la contundencia de
dicha afirmación se debilita porque Stan­
ton no especifica los nombres de aquellos
críticos que sólo hablan del orientalismo
más conocido de Paz; así, más que in­
formar al lector, el objetivo de dicha
afirmación es sustentar su propia in­
vestigación.
Pero esta “falla” se nos olvida gracias
a párrafos como éste, en el que Stanton
condensa la forma en que Paz percibe
y transmite su primera experiencia de
Oriente. En ese párrafo Stanton afirma
que, en su primer encuentro con Orien­
te, Paz es: “Una conciencia asediada
[que] registra una realidad desconoci­
da, desbordante e incomprensible, y no
vislumbra más que el mareo creciente
provocado por el calor y también por lo
sagrado, presente como un absoluto ahis­
tórico que se multiplica infinitamente
en la religiosidad de India, sobre todo en
los avatares de los dioses.” Y Stanton
nos atrapa de nuevo con este párrafo
porque lo acompaña de una nota a pie
en la que muestra el uso recurrente del
versículo, por parte de Paz, para des­
cribir la caótica experiencia de India,
en “Mutra” y en otros momentos de su
producción literaria: “Lo llamativo es
que el versículo irrumpe en la prosa de
Vislumbres de la India como el único
vehículo para rendir esa ‘realidad in­
sólita’.” Uso del versículo que llega al
paroxismo en algunos fragmentos de El
mono gramático, poema y ensayo casi
novela, que Paz publicó en español, en
1972.
Disiento de quien piense que El río
143
reflexivo es elitista porque estudia las
primeras ediciones de Paz. Por el con­
trario, me parece generoso que Stanton
comparta ediciones poco conocidas de
algunas obras pacianas, mismas que se
pueden consultar en bibliotecas bien
nutridas. En cambio, elitista podría ser
otra nota del libro, originada también
en el afán de Stanton por compartir al
lector su experiencia en el estudio de
la obra paciana. Estoy pensando en el
hecho de que Stanton haya ido a la In­
dia y haya tenido en mente el poema
“Mutra” al visitar el santuario de Ma­
thura. Este viaje a la India es más ex­
cluyente (así como el que Stanton haya
podido consultar cartas de Paz, aún
inéditas) que el centrarse en las prime­
ras ediciones, ya que es más fácil para
un lector de bajos ingresos conocer las
primeras ediciones de las obras de Paz
que emprender un viaje al continente
asiático o a las universidades del ex­
tranjero que resguardan las cartas de
Paz. No obstante, dichos comentarios
dejan de verse elitistas si cotejamos la
interpretación de Stanton con el poema
o ensayo, en este caso “Mutra”, y nos
damos cuenta de que, en realidad, El
río reflexivo nos aclara el texto paciano,
nos lo acerca.
Stanton también desliza su visión del
análisis textual, al tiempo que avanza en
su estudio de los poemas y ensayos de
Paz. Tengo sus consejos como herramien­
tas útiles para el oficio crítico, las cuales
pueden usarse al trabajar en las obras.
Entre estas visiones está la siguiente:
144
“El texto sólo es comprensible cuando
se lee en sus contextos”, que redacta a
propósito de “Himno entre ruinas”, y
de la importancia que Paz daba a sus
libros, no como meras recopilaciones de
poemas sino como obras únicas, estruc­
turas en las que cada poema se relacio­
na con los demás para dotar al libro de
un mensaje específico.
Y en el contexto de los libros de Paz,
el comentario de Stanton es cierto, pues­
to que sitúa “Himno entre ruinas” en
los distintos libros en que ha aparecido
(Libertad bajo palabra, en sus distin­
tas ediciones, y La estación violenta), y
descubre las relaciones que establece
con los diversos poemas de esos libros.
Por ejemplo: “Si en 1949 ‘Himno entre
ruinas’ representaba la culminación de
una obra [en la primera edición de Li­
bertad bajo palabra], en 1958 [ya en La
estación violenta] sólo puede tener la
función contraria de punto de partida[.
Este poema] se transforma de nuevo dos
años después, cuando se publica la nue­
va edición de Libertad bajo palabra [li­
bro en el que dialoga con otros poemas,
como ‘Himno futuro’ y ‘Semillas para
un himno’].”
Stanton señala algunas debilidades en
El arco y la lira, lo que nos demuestra que
el académico que conoció personalmente
a Paz y que cita sus palabras (“a mí me
dijo en dos ocasiones que las primeras
imágenes del poema [Piedra de Sol]
habían brotado ‘a comienzos de 1957’”)
ve sin prejuicios la obra de Paz, con
la cual dialoga, señalando sus aciertos
y contradicciones. Por ejemplo, indica
la incongruencia presente en El arco y
la lira entre una visión fenomenológica
de la poesía, visión antihistórica, y una
perspectiva existencialista, que es his­
tórica: “Sin embargo, no estamos ante
un análisis fenomenológico en un sen­
tido riguroso. La fenomenología es una
sola de las doctrinas presentes en El
arco y la lira. De hecho, uno de los pro­
blemas que la crítica no suele enfrentar
[de nuevo el ademán descalificador] es el
de la naturaleza de esta síntesis eclécti­
ca efectuada entre discursos y doctri­
nas acaso inconciliables entre sí, como
lo son, por ejemplo, la fenomenología
esencialista de Husserl (que carece de
una noción de historicidad) y el exis­
tencialismo hermenéutico de Heideg­
ger (para quien el ser es inseparable de
la temporalidad y la historia).”
Ahora bien, cabe señalar que Stan­
ton es cauto al criticar la obra de Paz
porque le cuesta trabajo hacerlo. Así,
en otra de las críticas que Stanton formu­
la a Paz, cuando nos muestra los yerros
de “Poesía de soledad y poesía de co­
munión”, uno de los primeros ensayos
del poeta. El estudioso escribe que ni
san Juan de la Cruz estaba tan integrado
a la comunidad ni la poesía de Queve­
do puede reducirse a una de angustia
existencial como el mexicano escribió.
Sin embargo, luego de esta pertinente
aclaración, Stanton matiza su ataque:
“Mis críticas se refieren, por supuesto, a
la objetividad histórica del cuadro pre­
sentado, objetividad nunca pretendida
por el autor.” Discrepo con este retro­
ceso, primero, porque ¿cómo puede sa­
ber Stanton lo que Paz pretendía?, y,
segundo, porque no creo que Paz haya
querido fundar su poética en una in­
terpretación equivocada de la historia
literaria. Esto es, si Paz hubiera sabido
que su visión de la poesía de Quevedo
y san Juan de la Cruz era errónea, ¿la ha­
bría utilizado como las zapatas sobre las
cuales construiría su poética? No lo creo.
Pienso, en cambio, que Paz confiaba en
la veracidad de su cuadro histórico y
que por esto lo usó como cimiento de
su poética.
En El río reflexivo Stanton eviden­
cia que la escritura de El laberinto de
la soledad se inscribe en un contexto
ideológico que concebía el estudio de
las culturas primitivas, incluyendo a las
mesoamericanas, como fuente de reno­
vación artística y teórica para Europa;
pensamiento del que Paz formó parte,
pues estaba en París en esos años (fina­
les de los cuarenta) y fue parte, tardía,
del surrealismo: “Estas lecturas trans­
culturales (América vista por ojos eu­
ropeos –incluso los ojos europeos de
latinoamericanos residentes en París–
como fuente de regeneración utópica
para la decadente Europa) agregaron
dimensiones de complejidad en el caso
de El laberinto de la soledad, un libro
sobre México, escrito en París, por un
mexicano que formaba parte del grupo
surrealista.” A esto hay que sumar que
Stanton relaciona El arco y la lira con
El laberinto de la soledad, pues afirma
145
que la poética expresada en ambos es la
anarquista: “Así, su interpretación de
la Revolución mexicana en El laberinto
anticipa su teoría poética en El arco y
la lira. En ambas, la clave de la auten­
ticidad es la revelación de la otredad
constitutiva de uno. Pero esta revelación
difícilmente puede prolongarse o conver­
tirse en sistema. (…) En este sentido, la
única teoría política compatible con un
libro como El arco y la lira o con la lec­
tura de la Revolución mexicana en El la­
berinto parecería ser el anarquismo puro.”
Aseveración sujeta a críticas, a causa del
liberalismo que Paz asumió al final de su
vida. Reproche al que Stanton responde
afirmando que nunca se extinguió en Paz
la chispa de la rebeldía: “El liberalismo
que Paz asumió como intelectual en las
últimas décadas de su vida nunca pudo
eliminar –afortunadamente– ese fondo
rebelde, inconforme, disidente y utópi­
co del poeta que seguía soñando con un
mundo modelado en el deseo.” Afirma­
ción aún más susceptible de objeciones.
Uno de los aciertos de El río reflexi­
vo es el que Stanton muestra los nexos
que Paz establece entre sus libros con
el propósito de ir construyendo la ima­
gen de su evolución poética. Para esto,
Paz retoma poemas de un libro a otro y, a
veces, replica la estructura de uno en el
otro. Cito in extenso una de los varios ca­
sos que Stanton nos presenta: “Vale la
pena comparar las estructuras de estos
libros (A la orilla del mundo de 1942 y
Libertad bajo palabra de 1949). Ambos
abren con una especie de poema-prólo­
146
go que es un arte poética. Cada uno tie­
ne cinco grandes secciones, la última de
las cuales (en la primera recopilación)
tiene el mismo título que el libro. Este
mismo nombre (‘A la orilla del mundo’)
se retoma como título de la primera sec­
ción del libro de 1949, aunque el contenido
es distinto. Cada uno de los dos libros se
cierra con un poema fuerte, ambicioso,
que es reflejo y desarrollo del poema
inicial, al mismo tiempo que respuesta,
creando de esta manera una estructura
cíclica total. Es decir: la relación entre
‘Palabra’ y ‘La poesía’ (en A la orilla del
mundo) es análoga a la que existe entre
‘La poesía’ e ‘Himno entre ruinas’ (en
Libertada bajo palabra). Es importante
señalar que el poema que cierra la reco­
pilación de 1942 (‘La poesía’) es el mismo
que abre la de 1949, dando a entender que
ésta es continuación y superación de
aquélla.”
Anoté antes que Stanton demerita
el trabajo de otros críticos para resal­
tar el suyo y debo matizar esta opinión,
porque también recomienda estudios va­
liosos y poco conocidos. Para ejemplifi­
car, citaré dos notas a pie, útiles para
el interesado en profundizar en temas
particulares de la obra paciana: “Para un
estudio de los elementos románticos del
temprano pensamiento de Paz” Stanton
remite al lector al libro Octavio Paz,
1931-1943: génesis de una poética román­
tica, de Adriana de Teresa Ochoa; y
para conocer “otro análisis del poema
[‘El prisionero’] que ahonda en las di­
ferencias entre la lectura bretoniana de
Sade y la de Paz, se puede” consultar
el ensayo “Paz, Breton, Sade: en torno a
la interpretación del poema ‘El prisio­
nero’”, de Mónica Quijano, recopilado
en La palabra entre el águila y el sol: el
surrealismo y la obra de Octavio Paz.
Hay que agregar que, aparte de ser en­
sayos sustanciales, estas sugerencias
son recientes, lo que nos permite ver
que en El río reflexivo se incorporó la
bibliografía secundaria más actual.
He escrito que Anthony Stanton es
uno de los mejores estudiosos de la obra
de Paz, y que en las notas de El río re­
flexivo nos brinda varios cauces de in­
vestigación, que Stanton ha recorrido
en los años que lleva dedicándose al
análisis de la obra paciana. Estas in­
dicaciones de caminos posibles, como
las que dan los controladores de vuelo
en los aeropuertos internacionales a los
pilotos, permitirán a los investigadores
conocer hacia dónde dirigirse para vo­
lar con la seguridad de aterrizar en los
lugares exactos de acuerdo a sus inte­
reses. El río reflexivo es ya una obra de
consulta necesaria para el interesado en
la obra del primer Paz, debido al alcan­
ce de su investigación y a la perspica­
cia de sus interpretaciones. Digamos,
finalmente, que si bien puede ser pe­
sado leerlo de continuo, a causa de la
seriedad de su estilo, quien se atreva a
navegar este río no estará exento de pla­
ceres situados no ya en la exuberancia
de la prosa, sino en la nitidez de una
argumentación que nos lleva a buen
puerto sin estorbos.
Obligado a inventar
F ernando M ontenegro
Emmanuel Carrère, El Reino, Anagrama,
España, 2015, 520 p.
Los hombres están hechos de tal modo
que quieren el bien de sus amigos y el
mal para sus enemigos. Que prefie­
ren ser fuertes que débiles, ricos que po­
bres, grandes que pequeños, dominan­
tes que dominados. Es así, es normal,
nadie ha dicho que está mal. La sa­
biduría griega no lo dice, la piedad
judía tampoco. Ahora bien, hay unos
hombres que no sólo dicen, sino que
hacen exactamente lo contrario. Al
principio no se los comprende, no se
ve la ventaja de esta extravagante
inversión de los valores. Y después
empiezan a comprenderlos. Se empieza
a ver la ventaja, es decir, la alegría, la
fuerza, la intensidad vital que extraen
de esa conducta en apariencia abe­
rrante. Y entonces ya sólo queda el
deseo de hacer lo mismo que ellos.
Emmanuel Carrère, El Reino
Hacia el final de la primera temporada
de True detective, una serie que Carrère
debió haber consumido con cierto fer­
vor, aunque también con el ceño frun­
cido, desaprobándola por momentos –por
momentos es, ciertamente, cursi, superfi­
cial, efectista–, los protagonistas tienen
una conversación acerca de la batalla más
importante e inmemorial del universo:
aquella que disputan la luz y la oscuridad.
147
Es la última escena de la temporada,
el último diálogo entre los dos detec­
tives protagonistas, bajo un cielo tan
estrellado, que pesa sobre sus almas.
Allí uno de ellos sentencia: “me parece
saber quien está ganando”.
Carrère, como se conoce, es también
guionista de televisión y comienza su
última novela, El Reino, precisamente
haciendo referencia a uno de sus tra­
bajos. Se trata de la serie francesa The
revenants, en la cual participaba como
guionista principal (aunque también nos
cuenta que renunció pronto a ese proyec­
to). Como su nombre lo deja entrever, se
trataba de una serie sobre muertos que
regresan. Muertos vivientes, si se quie­
re, pero no zombis. Muertos que regresan
físicamente a la vida, reconstituidos a la
perfección. Es decir, regresan no como
fantasmas ni como monstruos, sino co­
mo eran en vida.
Recuerdo una novela de Javier Marías
que trabaja sobre esta cuestión. Sobre la
inconveniencia de ese posible retorno,
incluso cuando fuera deseado por los
dolientes que deja atrás el difunto. En el
caso de The revenants, como lo explica
Carrère, se retorna rápidamente al per­
sonaje reviniente por excelencia: Jesús
de Nazaret.
Esta serie de televisión es el punto
de partida de la novela. Y no es acci­
dental. Hay algo en esta novela que se
parece a una serie producida por Net­
flix o hbo. En realidad, se parece más
a su trastienda, al making off, pues el
autor nos da acceso a su archivo, inclu­
148
so al estudio donde, en parte, escribe
este expediente.
La pregunta sobre cómo es posible
que un acontecimiento como la resurrec­
ción (cierta o falsa) de un judío rebelde
puede tener tal grado de influencia en las
personas, dos mil años después de haber­
se suscitado, ocupa el centro de la obra.
Para intentar contestarla, Carrère va a
recurrir a una infinidad de elementos
entre los que se encuentran los Evan­
gelios, decenas de referencias eruditas
–me refiero a estudios especializados
sobre la época– y a su propia experien­
cia como cristiano, de la que mantiene
unos diarios.
La primera parte de la novela, que se
instala en París entre 1990 y 1993, se ocupa
del periodo cristiano del narrador (Ca­
rrère mismo). Allí se nos hace saber de
su fuerte formación dentro del catoli­
cismo y de un personaje curioso, Jac­
queline, su madrina, una culta y devota
cristiana que lo incita a explorar con
profundidad los Evangelios. El narra­
dor, resuelto a cultivar su espirituali­
dad, lee obsesivamente (debería decir
con fe) aquellos textos, aunque en es­
pecial el Evangelio de Juan. Su lectura
es tan minuciosa que consigue llenar
decenas de cuadernos con apuntes di­
versos, reflexiones y, sobre todo, citas
del Evangelio.
Nos propone, entonces, una lección
de lectura: “Ejercicio de atención, de pa­
ciencia y de humildad. Sobre todo de hu­
mildad. Porque si se admite, como yo
admití aquel otoño, que el Evangelio no
sólo es un texto fascinante desde el pun­
to de vista histórico, literario y filosó­
fico, sino la palabra de Dios, entonces
hay que admitir que nada en él es ac­
cesorio o fortuito. Que el fragmento de
versículo de apariencia más trivial es­
conde más riquezas que Homero, Sha­
kespeare y Proust juntos. Si Juan nos
dice, pongamos, que Jesús se trasladó
de Nazaret a Cafarnaúm, es mucho más
que una simple información anecdótica:
es un viático precioso en el combate que
es la vida del alma. Aunque sólo que­
dase del Evangelio este modesto ver­
sículo, la vida entera de un cristiano no
bastaría para agotarlo.”
Lo que está en juego en esta lectura
es la fe. Pero la fe no como sinónimo
de creencia ciega, sino, si me permi­
ten, como ejercicio hermenéutico ¿En
qué sentido?
La hermenéutica filosófica, aquella
postulada por Heidegger y Gadamer,
buscaba que la tradición –la literatura
clásica, nuestro pasado–, nos interpele.
Gadamer piensa que la verdadera sa­
biduría radica en dejarse hablar por el
pasado. Sin embargo, las tradiciones que le
siguieron, como la estética de la recep­
ción, intercambiaron el orden de impor­
tancia de ese diálogo, dándole un lugar
dominante al lector, que va por el texto,
imponiéndole los sentidos propios de su
tiempo (sus prejuicios, diría Gadamer).
Esto es en cierta medida inevitable,
es cierto, pero también supone un riesgo:
que durante la experiencia de lectura no
podamos ver más allá de nuestras propias
narices. Lo que parece proponer Carrère,
en contraste, es que el acercamiento a un
fenómeno tan complejo como la cris­
tiandad –un acercamiento que, por otra
parte, se realiza casi exclusivamente en
la lectura de los Evangelios– tome siem­
pre en consideración la fe como uno de
sus elementos centrales.
La fe cristiana, básicamente, consis­
te en la aceptación de que existe algo
más grande que nosotros. Difícilmen­
te un lector contemporáneo lee de ese
modo, convencido de que el método lo
guiará en la búsqueda de la verdad sobre
el texto. Y es cierto: el crítico literario mu­
chas veces, en su búsqueda por conquis­
tar el sentido, cree saber más que el autor
y más que el texto juntos. Nada puede es­
tar más equivocado. El lector cristiano
que se acerca a la Biblia, por su parte,
no necesita buscar nada, pues el texto
es ya su verdad.
De allí que la pregunta de que parte
El Reino (¿cómo es que se puede creer
realmente en la resurrección de un hom­
bre?) no lo lleva por el camino que usual­
mente han tomado diversas indagaciones
históricas de los orígenes del cristia­
nismo, como El código da Vinci, por
dar el ejemplo más conocido. A decir
verdad, casi toda la información histó­
rica que se provee en la novela parece
haber sido extraída de un documental
de National Geographic.* No hay en esta
El propio autor confiesa sus fuentes. Una
de ellas, un célebre documental francés lla­
mado Corpus Christi.
*
149
novela, y eso se agradece enormemen­
te, teorías de la conspiración.
Los tres siguientes capítulos de la
novela exploran esta pregunta, aunque
basándose fundamentalmente en los Evan­
gelios. (No necesita textos apócrifos. Su
pregunta es más importante.)
Lo que mueve gran parte de esta par­
te de la narración es el enfoque sobre
dos personajes históricos: san Pablo y
su discípulo Lucas. En concreto, Ca­
rrère está interesado fundamentalmen­
te en un pasaje contado en Hechos de los
apóstoles (probablemente escrito por el
propio Lucas), durante su viaje hacia
Damasco. Éste es el momento en que
se le presenta Jesús resucitado.
Hasta ese momento Pablo se llamaba
Saúl. Era de orígenes judíos, pero tenía
fuertes influencias culturales helenís­
ticas (sabía griego y escribió en esa
lengua), como buena parte del este del
Mediterráneo. La aparición de Cristo
transforma su vida, al punto que se de­
dica a recorrer Asia tratando de llevar
su mensaje a lo largo y ancho del Im­
perio. Pablo fue un personaje polémi­
co para los judíos más conservadores,
entre ellos Pedro, Santiago y Juan, los
tres apóstoles más importantes del sé­
quito de Jesucristo. La polémica con­
sistía en que Pablo buscaba convertir al
cristianismo a legiones de gentiles, los
no judíos, a pesar de que el propio Je­
sús, y su iglesia, eran de esos orígenes.
Esto incomodaba a Pedro que, a pesar
de todo, era un judío que, en el fondo de
su corazón, ansiaba la liberación del yugo
150
romano que dominaba Judea por enton­
ces. Jesús había sido fundamentalmen­
te un líder anti-romano.
El hecho de que Pablo de Tarso hu­
biera cristianizado a gentiles, sin obli­
garlos a convertirse a su vez al judaísmo,
lo convirtió en enemigo para Jerusalén
(donde fue encarcelado), pero también,
posteriormente, para Roma, donde final­
mente fue ejecutado por sedición. Esto
es harto conocido. Lo que le interesa a
Carrère es esa escisión en la vida de
Saúl, llamado Pablo. Ese momento en
donde deja de ser un individuo, para
convertirse en otro, y llevar a tal extre­
mo ese segundo papel que terminaría
por fundar la Iglesia Católica.
Ya en otras novelas Carrère había ex­
plorado esta cuestión. El bigote, por dar
un ejemplo, trata sobre un hombre que
atraviesa una crisis de fe (se ha rasura­
do el bigote y nadie repara en ello, in­
cluso le dicen que nunca lo llevó), como
si de repente le hubiesen revelado que
la tierra no es redonda. O, si fuera cris­
tiano, que Dios no existe.
La novela más importante con la que
el propio Carrère trabaja en El Rei­no es
El adversario. Llama la atención, inclu­
so, cómo su época cristiana (aquella
explorada en el primer capítulo de la
obra) tuvo como consecuencia la escri­
tura sobre ella. Tuvo tanta influencia que,
explica, los cuadernos de notas sobre Ro­
mand (el protagonista de esa novela),
comparte una caja con sus apuntes so­
bre los Evangelios. Lo que más llama la
atención de Romand no era que hubiera
asesinado a su familia a sangre fría, in­
cendiado su propia casa o mentido so­
bre su profesión durante veinte años (le
había mentido incluso a su mujer), sino
su capacidad para mentirse a sí mismo
al respecto, su capacidad para escin­
dirse, a tal punto de que se volvía irre­
conocible para sí. Se convertía en otro,
en el adversario. Esto, parece implicar
Carrère, es lo que le sucede a Pablo de
Tarso: “En el camino a Damasco, Saúl
había sufrido una mutación: se había
transformado en Pablo, su contrario. El
Pablo de antaño se había convertido
en un monstruo para él, y Pablo se ha­
bía convertido en un monstruo para el
hombre que había sido antaño. Si el de
ahora hubiera podido acercarse al de
otro tiempo, éste le habría maldecido.
Habría rogado a Dios que le matase, co­
mo los héroes de las películas de vam­
piros obligan a jurar a sus compañeros
que les traspasarán el corazón con una
estaca si llegan a morderles. Pero eso
es lo que se dice antes. Una vez con­
taminado, sólo piensas en morder a tu
vez, y en especial al que se acerca con
la estaca para cumplir el deseo de al­
guien que ya no existo. Pienso que una
pesadilla parecida hostigaba las noches
de Pablo. ¿Si volviera a ser Saúl? ¿Si, de
un modo tan inesperado y portentoso
como se había transformado en Pablo,
se convertía en alguien distinto a Pa­
blo? ¿Si este otro Pablo, que tendría la
cara, la voz, la persuasión de Pablo, se
presentaba un día ante los discípulos de
Pablo para arrebatarles a Cristo?”
Resulta interesante pensar que a Pa­
blo le ocurrió algo parecido a lo que les
ocurre a quienes se convierten en vam­
piros. O a quienes se infectan de un vi­
rus extraterrestre, de otro mundo, como
si fuera un cuento de Phillip K. Dick,
de quien Carrère escribió una fabulosa
biografía (Yo estoy vivo, vosotros están
muertos), y a quien se refiere constan­
temente en El Reino. En efecto, algo
como extraído de una novela de cien­
cia ficción ocurre no sólo en la vida de
Pablo de Tarso, sino en la de todo un
imperio. De repente, un hombre (un im­
perio) cree que ha existido otro que ha
resucitado de entre los muertos.
Todas las civilizaciones han tenido
su religión. Y todas han tenido una figu­
ra, como Jesús, que marca sus cimientos.
Carrère mismo se encarga de comparar
una y otra vez al cristianismo con el bu­
dismo, una y otra vez, y el camino al Nir­
vana de Buda con el de Jesucristo. Sin
embargo no consigue explicarse la lógica
con la que opera el Jesús bíblico, que es
como una suerte de dispositivo que de­
construye el sistema de pensamiento ju­
daico. Lo verdaderamente inquietante en
los testimonios que nos llegan de Jesús
tiene que ver, otra vez, con esa esci­
sión que propone en su doctrina. Allí
se les propone a los fieles mantenerse
en la pobreza, dar asistencia a los ma­
leantes, abstenerse del conocimiento o
la sabiduría, escuchar a los niños, etc.
Parece todo menos un camino a la ilu­
minación, como lo propone el budismo.
A decir verdad, el Reino de los Cielos
151
está abierto para los ladrones y las prostitu­
tas. Para “los últimos”. No se exige virtud en
el verdadero cristiano, ni siquiera benevo­
lencia para habitar el lecho del padre.
Una de las objeciones que le tenían a
Pablo, desde el bando de los judaizan­
tes, era que no les exigía a los gentiles
abandonar sus tradiciones, vinieran de
donde vinieran. Para los judíos, por dar
un ejemplo, la circuncisión es un ritual
absolutamente necesario para formar par­
te del rebaño. Para Pedro y el resto de
los apóstoles, resultaba inconcebible
violarla. En este sentido, Pablo parecía
acercarse más a Jesús. No sólo Carrère
encuentra que el carácter de Pablo era
quizá más parecido al de Jesús, que el
de sus propios discípulos, sino que de
una manera extraña pudo entender me­
jor que ellos el mensaje del Mesías.
La doctrina que Pablo buscaba di­
fundir, por otra parte, parecía ser más
adecuada para los gentiles que para los
propios judíos. Los judíos, al fin y al
cabo, tenían una vasta tradición religio­
sa que incluía el Gran Templo de Jeru­
salén, una especie de materialización
arquitectónica de su doctrina. Recor­
demos que buena parte de la tradición
judía, hasta la fecha, tiene como ele­
mento central la ocupación de Jerusalén.
Jesús, por su parte, habla de un Reino
interior, uno que no tiene sitio en la tie­
rra sino en el cielo.
Por supuesto que no se podría de­
cir lo mismo de la Iglesia Católica que
posteriormente tuvo ambiciones impe­
riales mucho más dramáticas que las del
152
mundo judío. Así y todo, para los prime­
ros cristianos esta propuesta tuvo graves
implicaciones no sólo socialmente sino
como sujetos. Quizá de allí surge la ne­
cesidad del propio Carrère de entender
aquellos primeros años de la cristian­
dad desde el punto de vista de una no­
vela. A decir verdad, Carrère le atribuye
este movimiento a Lucas, discípulo de
Pablo, a quien siguió y de quien escri­
bió buena parte de su vida en los He­
chos. Lucas, a los ojos del francés, se
convierte en un novelista.
Para empezar, habría que decir que
Lucas no es judío, sino macedonio. Se
había encontrado con Pablo de Tarso en
Filipo, donde lo escuchó hablar sobre
uno que había regresado de entre los
muertos. Desde allí emprendió el via­
je con él. Visitó Antioquía, Jerusalén,
Roma. Algunos historiadores especulan
con el hecho de que vio con sus propios
ojos el incendio de Roma, a manos de
Nerón (supuestamente). En otras pala­
bras, había sido testigo en primera fila de
la historia de los orígenes de la cristian­
dad y, sin embargo, re-escribir aquellos
hechos, como ya lo habían hecho Mar­
cos –a quien había leído y sobre quien
practicó un palimpsesto–, no era sufi­
ciente: “El programa que se fija Lucas es
un verdadero programa de historiador.
Promete a Teófilo una investigación sobre
el terreno, un informe fiable: algo serio.
Ahora bien, apenas formulada esta exi­
gencia, ¿qué hace a partir de la línea
siguiente? Una novela. Una auténtica
novela.”
¿Es posible esto? Desde un punto de
vista histórico, por supuesto que no. La
novela no existía como forma, y de la
misma manera en que Jesús, Pablo y to­
dos sus contemporáneos no sabían que
vivían en el primer siglo de nuestra era,
Lucas no podía estar escribiendo una. ¿De
qué habla entonces Carrère? Se refiere,
mayormente, al procedimiento de escri­
tura. Uno puede enterarse de lo acae­
cido, del orden de los acontecimientos,
de su lógica. Incluso de las motivacio­
nes que habrían motivado, por ejemplo,
a Nerón a quemar su propia ciudad.
Pero sólo a través de la escritura, de
lo que un novelista espera escribir, es
decir, su punto de vista de las cosas. Y
ese punto de vista no es solamente una
opinión, una perspectiva, palabras que
se usan con tanta gratuidad en nuestros
tiempos. Aquel procedimiento es siem­
pre un gesto profundamente político a
través del cual procuramos entender el
mundo y, si se media, transformarlo en
función de ciertas convicciones.
Para Lucas, especula Carrère, no era
suficiente la versión de Jesús que había
leído en Marcos (un testigo de primera
mano) y ni siquiera lo que había escu­
chado de Pablo. Este evangelista necesi­
taba su propia variante del Mesías para
entender qué había sucedido con él, con
su interior, y con ese mundo del primer
siglo que había girado de forma inespe­
rada y dramática durante el curso de su
existencia. Quizá también quería entender
por qué un hombre como su maestro Saúl,
o Pablo, dedicó su vida a difundir el mensa­
je de la resurrección de un hombre, asunto
que le costó una muerta sangrienta.
Éste es el mismo procedimiento que
inspira a Carrère a indagar sobre la vida
de aquellos a quienes había leído con
tanto fervor entre 1990 y 1993, antes de
escribir El adversario.
Carrère sostiene que se puede obser­
var a ese Lucas novelista en diferen­
tes procedimientos y mecanismos que
utiliza en su Evangelio (por ejemplo,
el melodrama), pero fundamentalmen­
te en el gesto central del novelista: la
invención, cuando Lucas decide contar
la escena de la anunciación, con la que
prácticamente empieza su Evangelio.
Allí introduce a un personaje inédito,
Isabel, supuestamente prima de María,
que también ha sido notificada sobre su
embarazo por el ángel Gabriel. Esto hace
pensar que Jesús y Juan son primos, lo
cual, para Carrère, es un gesto de nove­
lista o de guionista de cine. “Estaba en
la cama, o en las termas, o se paseaba
por el campo de Marte cuando la idea se
le pasó por la cabeza: ¿y si Jesús y Juan
fuesen primos? ¡Le vendría de perlas a
su tarea de narrador!”
Lo interesante de este fragmento no es
solamente el hecho de que ofrece una res­
puesta satisfactoria para la difícil rela­
ción que tiene Lucas con Juan (enemigo
este último de Pablo, su maestro), sino
que pone en crisis todo lo que habíamos
leído hasta allí. Salvo que, en nuestra
lectura, nos sabemos protegidos por el
manto de la ficción. De manera aún más
grave, Carrère llama la atención sobre
153
un fenómeno que ya había trastornado
los sueños de Cervantes y de Borges:
¿y si la ficción se volviese verdad?
En el caso de Lucas, sin duda esto
ocurrió (si aceptamos la versión de Ca­
rrère). La historia de occidente se cons­
truyó, en parte, sobre la base de aquellos
textos. Y sin embargo en ellos no hay
afán de desdibujar los hechos, sino al
contrario, de traerlos a la existencia. Muy
probablemente la historia de la cristian­
dad fue construida de ese modo. Así
especulan los gurús de la teoría de la
conspiración cuando afirman que la cris­
tiandad no es más que una alegoría li­
terario-astronómica de la pelea eterna
entre luz y oscuridad. Posiblemente.
Sin embargo, para figurárnosla, para
en efecto poder enunciarla, nos vemos en
la obligación de inventar un Reino que,
como se lee en algún lugar del evange­
lio, es como una semilla de mostaza en
medio de las tinieblas.
Cruzvillegas:
la autoconstrucción del yo
A lberto L ópez C uenca
Abraham Cruzvillegas, La voluntad de los
objetos, Sexto Piso, México, 2014, 432 p.
Afirmaba contundentemente Abraham
Cruzvillegas en 2002 que no hablaba in­
glés: “Por desgracia o por fortuna, no
hablo inglés, al menos no como quisie­
ra. Esta circunstancia ha determinado
154
mi relación con el arte, con el mundo
del arte y con la historia del arte de un
modo bastante particular...” Una simple
búsqueda en Internet revela que Abra­
ham ha mejorado su inglés desde que
escribiera aquello y que su relación con
el mundo del arte ha cambiado notable­
mente. Basta visitar la sala de turbinas
de la londinense Tate Modern, ocupada
hasta abril de 2016 por una instalación
suya, un espacio envidiado por todo miem­
bro que se precie del star system del arte
global y por el que han desfilado con­
tadas grandes marcas como Ai Weiwei,
Louise Bourgeois o Bruce Nauman. La
prestigiosa revista October, publicada
por mit y en cuyo consejo editorial es­
tán las que han sido las estrellas más
refulgentes de la teoría del arte anglo­
sajona reciente, Rosalind Krauss, Hal
Foster o Benjamin Buchloh, publicaba
apenas el año pasado un extenso y cele­
bratorio ensayo sobre el trabajo último
de Cruzvillegas. Si esto es muestra in­
suficiente de su nueva relación con el
mundo del arte, habría que añadir que
nada menos que Harvard University Press
pondrá en unos meses en las librerías The
logic of disorder. The art and writing of
Abraham Cruzvillegas, una recopilación
de estudios sobre su trabajo y una tra­
ducción de algunos de sus textos. Para
los niveles a los que nos acostumbra el
establishment artístico contemporáneo,
Cruzvillegas ha escrito bastante, publi­
cado aún más y, lo más inusual de todo,
merece la pena leerlo.
La voluntad de los objetos es la última
recopilación de ensayos, crítica periodís­
tica, charlas y reflexiones inéditas del
artista mexicano de moda. Cruzvillegas
comenzó a ver impresos sus textos muy
pronto. De los que se incluyen en esta
recopilación el más añejo apareció en la
revista Curare, en 1991, mientras que los
más recientes están fechados en 2013.
Ha publicado, eso sí, mucho más de lo
que ha escrito, pues casi todo el mate­
rial ya circuló antes en revistas como
Velocidadcrítica, Casper, la citada Cu­
rare, el diario Reforma o en catálogos de
exposiciones y la gran mayoría de ellos
lo volvieron a hacer en una recopila­
ción previa a ésta, Round de sombra
(conaculta, 2006). Para un artista cuyo
trabajo orbita de modo crucial en torno
al reciclaje, la reutilización y el collage
de materiales encontrados, bien puede
entenderse que conciba su propia es­
critura como tal: “He tenido por mucho
tiempo la manía de acumular y recoger
basura, tal vez porque en ocasiones ha
sido la materia prima de mi obra, otras
veces simplemente porque me gusta el
ánimo y la selectividad preciosista –uti­
litaria del pepenador y coleccionar de­
sordenadamente, por pura acumulación.”
Del mismo modo que en su obra resca­
ta y reúne objetos encontrados, restos
y “basura sin título”, la escritura de
Cruzvillegas toma y combina retazos
de historias familiares y cotidianas, de
su infancia y adolescencia. Con esos
fragmentos hace nuevas combinacio­
nes con las que reflexiona sobre los
asuntos más diversos, ya se trate de la
dependencia petrolera del Estado mexi­
cano, los asentamientos irregulares en el
Ajus­co, el estatuto actual de la artesanía,
la expriencia de visitar un museo o el pa­
rasitismo de los curadores de arte con­
temporáneo. Su padre Rogelio, su abuela
doña Helenita, su cuate El Balo o el veci­
no de la colonia La Pendiente, sostienen
el andamiaje de su narración junto a mu­
chos otros personajes. Ahí su escritura
sobresale por sugerente y alegórica, una
escritura que juzga sin posicionarse ex­
plícitamente. Un hábito de Cruzvillegas
es indicar los nombres propios de sus
vecinos, familiares y colegas del mundi­
llo artístico del df, de ser posible tam­
bién con seudónimo. No es algo casual,
pues en sus textos planea recurrente­
mente la preocupación por la identidad,
personal y social, y podría decirse que
en gran medida no se presenta en ellos
otra cosa que un ejercicio de creación
mítica de los momentos que manifesta­
rían la suya: “Contraria a la enuncia­
ción histórica, que asume la posesión o
búsqueda de verdades, la procuración
de genealogías genera más dudas, más
incertidumbres. Evidentemente, rastrear
las raíces –biológicas o ideológicas– que
consolidan nuestras identidades indi­
viduales, conduce a verdades; quiero
decir que esos discursos generan co­
nocimiento, devienen lenguaje, ideas,
formas.” Parece aquí darle la razón a
aquello que escribiera Ortega y Gasset
y que parece animar a este conjunto de
textos: “Yo soy yo y mi circunstancia
y si no la salvo a ella no me salvo yo.”
155
Si bien Cruzvillegas recurre constan­
temente a la estrategia de repasar y re­
cortar momentos del álbum biográfico a
lo largo de sus textos, ésta se despliega
muy hábilmente en “Autoconstrucción”,
publicado en 2008, y en el que narra la
historia de la construcción de la vivien­
da familiar desde mediados de los años
sesenta en un asentamiento irregular
en el sur del Distrito Federal. Ahí da
entrada a la idea de “autoconstrucción”
como el concepto que definirá su traba­
jo desde entonces: la obra desregulada
y colaborativa, el paracaidismo habita­
cional, la apropiación y uso ingenioso
de materiales abandonados. “Las premi­
sas que me interesan –escribe– tienen
que ver con la posibilidad de entender
(o inventar) la realidad a partir de dimen­
sionar cada sitio donde uno se encuentre
como una posible plataforma de crea­
ción a partir de la recuperación de los
materiales a mano; en este proyecto me
refiero específicamente al sitio donde
me desa­rrollé y donde yo llegué a ser
yo, o donde empecé a ser.” Reivindica
aquí Cruzvillegas la autoconstrucción
como metodología artística y desde ella
cabe entender también su escritura: un
ejercicio de (auto)construcción del yo.
Sin embargo, no todos los textos in­
cluidos en La voluntad de los objetos son
tan legibles ni sugerentes. No es el caso
de aquellos que tienden meramente a
desglosar el santoral de artistas contem­
poráneos que han influido en la concep­
ción del arte y la práctica de Cruzvillegas.
Contribuciones como “My generation”,
156
“Notas para documentos espaciales” ,
“Sonrisas en el ½ tiempo” o “Un cal­
cetín rojo en una caja amarilla” son un
tanto tediosas. Letanías de nombres y
descripciones de obras que no apuntan
en una dirección precisa. De hecho, el
ensayo que da título a la colección, “La
voluntad de los objetos”, donde Cruz­
villegas suelta su pluma más literaria,
es un tanto forzado (¿quizás agravado
esto porque el texto se tradujo original­
mente al inglés y el que aparece aquí
es una adaptación de aquél?). En él
vuelve sobre una idea que ya queda­
ba bien asentada en el anecdotario de su
vida cotidiana. Aquí se hace reiterativa:
“Eficiencia. Producción. Consumo. Deli­
rio. Un chicle se masca hasta que pierde
el sabor, hasta que se pone duro, hasta
que las mandíbulas se acalambran, has­
ta que ya no hace bombas, hasta que se
acaba. Pero sucede que no se acaba. El
chicle vive y se convierte en una man­
cha en el suelo, en una molestia bajo
mi suela desgastada, en materia bajo la
mesa, pegado sobre la corteza de un ár­
bol, junto a una infinidad de colegas suyos.
Luego tal vez se transforme en polvo, lu­
ego lo respiramos, junto con el plomo y las
otras materias –gases y cochinadas– que
flotan en nuestro entorno. Y ahí no se
acaba: nuestro organismo lo transforma
en sangre, en sudor, en lágrima, en pelo o
simplemente en caca. Y su proceso conti­
núa infinitamente como se descubrió hace
mucho, desde los hilozoístas, que pens­
aban que todo está vivo. Todo está vivo.”
Aunque la mayoría de los textos re­
unidos en La voluntad de los objetos se
publicó después del 2000, son especial­
mente relevantes aquellos que narran
retrospectivamente, con una evidente
pretensión historiográfica, la configu­
ración de una nueva escena del arte
contemporáneo ligada a la experimen­
tación y las estrategias del arte concep­
tual en el Distrito Federal en la década
de 1990 (a este respecto, destacan “Tra­
tado de libre comer”, “Indisciplinarie­
dad” y “Temístocles 44: ¡¿Qué parió?!”).
Por supuesto, el relato que se presenta de
ese periodo aparece en primera persona y
funciona en gran medida como una cele­
bración del escenario en el que el propio
Cruzvillegas configura su singular bio­
grafía artística: desde los ahora míticos
seminarios de los viernes en los que entre
1987 y 1991 se reúne con Gabriel Orozco,
Damián Ortega, Gabriel Kuri y Jerónimo
López para discutir textos y sus propios
proyectos (tan mítico ya el hecho que
la Galería Kurimanzutto, que los repre­
senta, lo ha capitalizado dedicándole
una exposición curada por Guillermo
Santamarina este 2016: xylañynu. Taller
de los viernes) hasta su participación en
exposiciones alternativas a la escena
pictoricista neomexicanista de finales
de los años ochenta y principios de los
noventa, su fugaz paso por el espacio
Temístocles 44 o su labor como profesor
en la escuela nacional de pintura, escul­
tura y grabado, “La Esmeralda”, desde
1999. En esos ensayos se presentan los
términos y los eventos mediante los que
Cruzvillegas despliega su propia genea­
logía como artista. De ahí que cuando
enumera reuniones, fiestas o los parti­
cipantes de una exposición el “y yo”
sea una expresion habitual. Desde su
publicación en 1999, “Tratado de Libre
Comer” me pareció un texto útil dada
la escasa bibliografía que revisaba con
un mínimo de detalle el periodo. Más de
quince años después, su narrativa au­
toexplicatoria ha de ser confrontada con
otras posturas, especialmente median­
te la lectura de los trabajos de Olivier
Debroise, “Puertos de entrada: el arte
mexicano se globaliza, 1987-1992”, en La
era de la discrepancia (2006), Mónica
Mayer, Escandalario. Los artistas y la
distribución del arte (2006), o algunos as­
pectos de las investigaciones de Issa
María Benítez, Rubén Gallo o Daniel
Montero. La actual lectura de esos tex­
tos de Cruzvillegas tienen más interés
por su carácter testimonial que por la
condición historiográfico que se les pudo
pretender.
Ése no es necesariamente un demérito.
De hecho, a su modo, esos textos apun­
tan a uno de los grandes temas en el
trasfondo de la (auto)construcción del
yo artístico de Cruzvillegas y, por ex­
tensión, de la escena de las artes plás­
ticas en la Ciudad de México desde la
década de 1990. ¿Cómo se configura ésta,
desplazando a la pintura del protago­
nismo artístico defeño? De nuevo, en
“Autoconstrucción”, el que quizá sea
el texto mejor armado del compendio,
donde claramente se advierte un pro­
ceso de investigación intenso, Cruzville­
157
gas señala cómo a partir de los asenta­
mientos de migrantes que se apropiaron
de las tierras del Pedregal, entre ellos
sus padres, se gestó poco a poco –como
en todo el país– un movimiento que re­
clamaba la tenencia de la tierra y que
se articulaba mediante plantones y la
organización vecinal. Numerosos gru­
pos de vecinos en la misma situación
se aglutinarían en la Coordinadora Na­
cional del Movimiento Urbano Popular
(conamup). “Para mí –rememora Cruzvi­
llegas–, uno de los momentos más im­
pactantes y conmovedores de aquellos
tiempos fue la gigantesca marcha de la
conamup hacia el df, a principios de los
años ochenta: era una interminable co­
lumna de familias –campesinas y urbanas–
exigiendo el reconocimiento de un derecho
del que ya se había tomado posesión.” De
ahí se desprende una poderosa alego­
ría, la de la propia trayectoria de Cruz­
villegas como artista. ¿Cómo llegan él
y tantos otros, nacidos en familias de “bajos
recursos” o de burócratas de clase media,
a copar la escena del arte contemporá­
neo mexicano y, aún más, a figurar en
el ranking de artistas contemporáneos
de presencia global? En el imaginario
popular mediático, el arte sigue estan­
do ligado a una actividad de señoritos
acomodados, los Paz, Cuevas, Fuentes...
una élite cultural ociosa que lo es sobre
todo por ser, antes, económica. ¿Cómo
se llega entonces de chalán en la cons­
trucción familiar en un asentamiento
irregular en el Ajusco a exponer en la
sala de turbinas de la Tate Modern? En
158
el periodo que describe Cruzvillegas se
entreteje una serie de fenómenos que
aún deben ser investigados y conectados
más elaboradamente para no caer en el
inútil argumento del triunfo del artista
genial: el de la paulatina democratiza­
ción de la educación artística, el del auge
de la autogestión en el contexto del neo­
liberalismo abrazado por México en los
años noventa, el del papel del capital
privado en la conformación de la es­
cena del arte contemporáneo, el de la
internacionalización en la formación y
la movilidad de los artistas. Se trata de
un periodo donde soprendentemente
las prácticas artísticas, precariamente
sostenidas y aún amparadas preponde­
rantemente por el Estado, que ni por
asomo dan para vivir, pueden llevar a
algunos de la periferia al mainstream.
Si se aprende inglés, claro.
Sobre cosas acordadas
hace veinte años
M aría J osé G onzález C amarena
Hugo García Manríquez, Anti-Humboldt.
Una lectura del Tratado de Libre Comercio de
América del Norte, Aldus/Limitus, México,
2014, 170 p.
La lectura de Anti-Humboldt requiere
ser accionada. Aunque se entienda que
cualquier lectura debe accionarse para
suceder, Anti-Humboldt es una estruc­
tura trastocada y descontextualizada. La
distorsión de un documento jurídico que,
al pasar por la mano del poeta-procesa­
dor de textos, exige circular en él de for­
ma distinta. En “Preámbulo” se advierte
un discurso cercado por agua, charcos
de agua; sólo saldrán a flote algunas
palabras, como islas. Un dispositivo re­
versible, perfectamente usable en am­
bas direcciones: un lado en inglés y
otro en español. La lectura deviene el
acontecer de un paisaje rayano y sus
migraciones.
¿Qué pasa cuando lo nombrado y es­
tipulado, que define una realidad, deja
de tener relación con ella? ¿Cómo afec­
ta la imposibilidad de nombrar algo la
construcción misma de ese algo? Cual­
quier enunciado está fracturado: el sim­
ple hecho de su existencia crea vacíos.
Grietas que se forman a partir del es­
pacio entre el objeto y el concepto, esa
porción de lo enunciado a la que no es
posible acceder. Al nombrar las cosas,
invariablemente se corre el riesgo de la
indeterminación: México se encuentra
ahí, en medio de la invisibilidad.
El hueco que existe entre el lengua­
je y la realidad que define siempre ha
interesado a la poesía, vista como un
medio hacia la renovación del lengua­
je; la manera en que lo utiliza le permite
jugar con sus cualidades plásticas y re­
presentativas. Análogamente, la inten­
ción de Hugo García Manríquez consiste
en poner de manifiesto, en una realidad
concreta, la dislocación que se abre en­
tre las legislaciones que rigen un país
y el modo en que se vive en él. La de­
ficiencia de las jurisdicción mexicana
opera como una máquina de guerra em­
pecinada en horadar el territorio ente­
ro. Una bacteria que va consumiendo
el cuerpo que habita.
No estaría de acuerdo en que mera­
mente se le llame libro al objeto que
resulta del proceso García Manríquez /
tlc. Fuera de que se use como pronta
abreviación para referirnos a él o –erró­
neamente– por costumbre, el producto
final es sólo una parte del resultado que
significó todo el proyecto. Por lo mismo,
más allá de ser un libro, es un conjunto
de acciones que van desde la transcrip­
ción del documento hasta la realización
del ejercicio poético, utilizando un ins­
trumento que involucra personas, luga­
res, tiempo, traslados, animales y objetos:
también se acciona sobre una realidad
social.
Es inevitable leer Anti-Humboldt y
no asociarlo con esa dimensión de la
“otra-literatura”. Una práctica que inicia
con desplazamientos e implicaciones vi­
suales sobre la palabra, hasta despren­
derla de su soporte-página y pasearla
por un sinfín de medios. La experimen­
tación ha complejizado los mecanismos
y formas en que es posible trabajar el
lenguaje: estamos en un momento donde
el aceleramiento tecnológico revolucio­
na constantemente la manera en que lo
empleamos y consumimos. No es que
abogue por la desaparición del libro, pero
es importante tener claro que el libro,
en tanto tecnología, ha dejado de ser
159
desde hace tiempo el único contenedor
posible para un texto. En este aspecto,
aunque Anti-Humboldt utilice una forma
tradicional, García Manríquez está cons­
ciente de las implicaciones físicas de su
obra: invisibiliza palabras y construye
una frontera que, al ser transgredida,
obliga a invertir el libro, a usar otro idio­
ma y a situarnos en otro contexto.
La apropiación es uno de los recursos
aprovechados por esta otra-literatura. Al
acercarnos a la idea de apropiación –o
a su primo lejano, el plagio– con fre­
cuencia se termina discutiendo sobre
conceptos como autoría y originalidad.
Hay que notar que el enriquecimiento
de la apropiación radica en qué y cómo
se use aquello de lo que se esté uno apro­
piando. Al recurrir a un texto de carácter
legislativo, se entiende que el lenguaje
contenido en él ya supone implicaciones
sobre una realidad tangible. García Man­
ríquez usa esta brecha, entre lo legislado
y su objeto, para exhibir la condición
negativa del lenguaje: la imposibilidad
de desprenderlo completamente de su
subjetividad y, por consiguiente, la im­
posibilidad de otorgarle un significado
único, plural o común. La opacidad de
las palabras no es carencia de significado
sino su complemento; la estructura cons­
truida, al desvanecerlas y ponerlas en
movimiento, permite que transmitan cual­
quier mensaje, incluso ninguno: las hace
portadoras de su misma negación.
Por sí solas las palabras no pueden
decir nada nuevo. Su singularidad radica
en la forma en que las disponemos sobre
160
el soporte. A-H es un ingenioso artefacto
que, al usar palabras previamente trata­
das, revierte la máquina de guerra contra
sí misma obteniendo una resignificación
del lenguaje: G. M. lo usa como materia
prima, lo procesa y, lo que nos entrega,
estrictamente, es un cuerpo textual iné­
dito donde la figura del autor no deja
de desaparecer. En este ejercicio, no
creo que tenga mucho sentido polemizar
en torno a la autoría. Lo que se utiliza del
tlc es sólo una selección y, dentro de esta
selección, el autor manipula deliberada­
mente las palabras. Sería más proble­
mático usar el documento completo, ya
que está escrito por miles de manos y
todo se reduce a que el Estado sustenta
sus derechos. También es interesante en
caso de que pretenda tener la misma va­
lidez para tres países y en tres idiomas
distintos, cosa que genera un foramen
profundo: ¿qué se gana y qué se pierde
en cada desplazamiento?, ¿qué efectos
produce la migración del lenguaje?
G. M. entrega una estructura que nos
fuerza a colaborar, a tomar decisiones: a
decir o no, a leer o no. Propone realizar
un ejercicio sencillo: jugar a la migra.
Nos da un mapa que debe ser recorrido
mientras la maquinaria pesada interfie­
re y obstruye su circulación. Al incitar
consigue la reacción: quizá reconozca­
mos que todo enunciado es político. O
quizá no, y es siempre una buena alter­
nativa. Igual que siempre, habrá gente a
la que le guste transitar en un texto de
manera ortodoxa, que prefiera escribir
a mano o que opte por seguir leyendo so­
bre papel. Y esto también es necesario.
Se puede estar en contra o a favor del
plagio, considerar o no poesía lo escrito
por un bot. Propuestas como Anti-Hum­
boldt ponen en circulación asuntos con­
cernientes al azar de la literatura.
Finalmente, ¿qué es lo que dice A-H?,
¿consigue decir algo? G. M. propone un
afterimage, pone a disposición de cual­
quier usuario el tratamiento que hace
del lenguaje. Las letras aproximándose
alejan a las que permanecen camufla­
das en la página. Como si la palabra que
se nos otorga borrara todas las demás.
Algo en ese sobrevenir siempre se que­
da en el camino.
Quiroga de nuevo visitado
J udith C astañeda S uarí
Horacio Quiroga, Cuentos para leer sin
compasión, conaculta, México, 2015, 378 p.
I
Propongo, para una obra clásica, un en­
torno más semejante a algo probable que
a la generalización, un escenario donde,
como para escribir, no existe una rece­
ta que deban seguir quienes se acercan
a la lectura. En él, las novedades que
llenan las librerías semana a semana,
mes con mes, ocupan el primer plano,
espacio donde es importante llamar la
atención de posibles compradores. En­
vueltos en tal dinámica, los aparado­
res cambian su apariencia muy pronto
mientras, afuera, las personas asoma­
das a estos anaqueles se vuelven testi­
gos del viaje de un título, el cual inicia
tras los cristales frontales y, después de
hacer un alto en alguna de las mesas
interiores, concluye en el área que el
comercio le asigna según su temática.
En esta ráfaga, muchas veces no hay
sitio para los clásicos. Se les conoce por­
que su autor, o título, se repite dentro
del salón de clases y forma parte de tareas
o exámenes, hecho que por lo general pro­
voca un sentimiento de aversión entre los
alumnos que, de manera obligatoria, de­
ben enfrentarse a textos que consideran
difíciles, aburridos, y son testimonio de
tiempos antiguos, de formas de escribir
ahora lejanas. Tal situación se suma al
movimiento de títulos nuevos en las es­
tanterías para hacer que los clásicos, si
se puede, pasen todavía más inadvertidos.
Por eso creo que es bueno colocar este
tipo de obras en el escaparate de las no­
vedades, reeditándolas o conformando
una nueva antología con lo más repre­
sentativo de su autor, lo que acaba de
hacer conaculta con Cuentos para leer
sin compasión, de Horacio Quiroga.
II
Leo a Horacio Quiroga como si fuera
nuevo; para mí lo es. A veces me deten­
go y regreso a párrafos anteriores, si es
necesario, por el ritmo, por la estructu­
ración del relato, por una palabra ex­
161
traña. De forma paralela, acudo tanto
al diccionario como a los datos biográ­
ficos del escritor uruguayo y me entero
de las muertes que rodearon su vida desde
temprano, de las actividades que fue­
ron moldeándola, actividades ajenas a
la literatura que, sin embargo, la nutrie­
ron: el cultivo de algodón, su gusto por
el cine, la destilación de naranjas, un
puesto consular en la provincia de Mi­
siones, Argentina. También conozco el
ninguneo de otros autores, quienes tie­
nen una visión distinta de la literatura,
una más intelectual, por así llamarla:
Kipling y Poe escribieron ya, y mejor,
los cuentos que escribe Quiroga, dicen.
Por mi parte, descubro en Cuentos
para leer sin compasión textos ordenados
en secuencia cronológica, dos de ellos
dirigidos a un lector infantil (“El loro
pelado”, “La abeja haragana”), y cotejo
esas fechas con el año de publicación
del libro que los contiene. En esta bús­
queda tropiezo con cuentos que tienen
años de distancia entre sí y, con respec­
to a su inclusión en dicho libro, diferen­
tes en cuanto a su temática y extensión.
Sin embargo, por poco que tengan en
común, a la mayoría de ellos los reco­
rre un hilo de sabor amargo, un veneno.
Es la tragedia; eso inamovible y pétreo
que asfixia la vida de Horacio Quiroga
se ha hecho líquido para filtrarse en su
escritura desde el cuento inaugural de
esta antología, “Mi cuarta septicemia.
Memorias de un estreptococo”, cuento
no recopilado en libro donde, adoptan­
do el punto de vista de una infección, el
162
autor nos entrega la historia de una muer­
te accidental y pronta, irremediable.
Habiendo notado este caudal subte­
rráneo, la pregunta es: ¿a quién se dirige
el título de la antología perteneciente a
la colección Clásicos para Hoy? ¿A sus
personajes, al lector? Quizás a los dos,
ya que no hay compasión casi para na­
die: los lectores, en un momento dado,
sólo podemos asistir a un hecho atroz,
observar con los ojos abiertos por el
asombro algo que el personaje deberá
sufrir sin importar con cuánta fuerza se
oponga a ello.
III
En principio, los cuentos que integran
este libro pueden separarse en dos gru­
pos: el de los que guardan relación con
un entorno silvestre y el de los ajenos a
dicho ambiente. Entre los primeros se
encuentran “El almohadón de pluma”,
“Cuento para novios”, “El solitario” y
“La meningitis y su sombra”, por men­
cionar algunos.
Muchos de esos textos exudan el tufo
de lo trágico, incluso del horror. Una mues­
tra de ello es la conocida historia donde
una joven esposa, Alicia, va perdiendo
cada vez más rápido su vitalidad, vitalidad
que le es succionada desde el almohadón
por un animal monstruoso y enorme, lo
que desemboca en un deceso más seme­
jante a un golpe final, ocasionado por una
enfermedad al comienzo inexplicable. La
muerte, de igual forma, también puede
presentarse como el punto culminante
de un hartazgo velado por reclamos en
apariencia tranquilos, hartazgo en au­
mento sin embargo, si hemos de atender
al final de “El solitario”, cuento cuya
primera aparición data de 1913 y luego,
en 1917, forma parte de los Cuentos de
amor de locura y de muerte.
Como en “El almohadón de pluma”,
sus páginas delinean para nosotros la
historia de un matrimonio; sólo que en
este caso los sentimientos son diferen­
tes. Kassim es un joyero hábil, “artista
aun”, escribe Quiroga. Este joyero, con
“más arranque y habilidad comercial hu­
biera sido rico. Pero a los treinta y cinco
años proseguía en su pieza, aderezada
en taller bajo la ventana”. Frente a él
está María; ambiciosa, llega a los 20 años
soltera y debe conformarse con Kassim,
alguien “de cuerpo mezquino, rostro
exangüe sombreado por rala barba ne­
gra”, inferior a lo que su belleza debió
otorgarle; alguien que, en definitiva, no
la hubiera atraído de no ser por su pro­
pia edad, si bien temprana en nuestra
época para una unión matrimonial, tardía
en aquella sociedad de principios del
siglo xx. El trabajo de Kassim como jo­
yero será el catalizador que ha de preci­
pitar el cuento hacia el final; sólo que,
a diferencia de “El almohadón de plu­
ma”, éste no terminará con una muer­
te a consecuencia de una enfermedad
inexplicable.
“Entregaron luego a Kassim, para
montar, un solitario, el brillante más ad­
mirable que hubiera pasado por sus ma­
nos”, dice el autor, y esa piedra que va a
montarse no en un anillo, como supone
María, sino en un alfiler, multiplica la
ambición de la joven, quien ya se pro­
bó un prendedor y fue con él al teatro,
pese a las negativas de Kassim –“Ha­
ces mal… Podrían verte. Perderían toda
confianza en mí”–, y ahora llega al pun­
to de exigirle a su esposo que le dé el
brillante, “un agua admirable”. Bueno,
veremos si es posible, son las palabras
del joyero, aunque al final no significa­
rán un obsequio o mejor dicho, un robo:
ese alfiler acabará hundido, “firme y
perpendicular como un clavo”, en el
pecho de María.
Un horror inesperado como el de “El
solitario”, presentido apenas hacia el fi­
nal, lo encontramos también en “La ga­
llina degollada”. En este cuento de 1909
se nos muestran los alcances de lo que
llamamos destino o, más bien, fatalidad,
pues pareciera que la descendencia del
matrimonio Mazzini-Ferraz está conde­
nada a la putrefacción o a la muerte.
Horacio Quiroga pone en brazos de
sus personajes a cuatro hijos que van
de los doce a los ocho años de edad, nom­
brándolos, de manera directa y sin com­
pasión, idiotas. Tenían la lengua entre
los labios, los ojos estúpidos y volvían la
cabeza con la boca abierta, los describe
el autor en el primer párrafo, y nosotros
vemos una especie de sombra, de masa
sin forma que pasa los días, la existen­
cia, mirando sin ver en realidad, con
los ojos en la pared o en el techo, don­
de sea, no importa, sólo a la espera de
algo. Esta masa casi vegetal se anima a la
163
hora de comer y en presencia de colores
brillantes, como el rojo, siendo también
capaz de “cierta facultad imitativa”, ca­
racterísticas que hacia final del cuento
darán paso a la fatalidad, a eso imposible
de evadir que caerá sobre Bertita, la hija
menor del matrimonio, la sana, la única
que se libró de las convulsiones que a los
casi dos años dejaran a sus hermanos en
estado de “la más honda animalidad”.
A pesar del horror entretejido en el
desenlace de estos cuentos, el escritor
uruguayo vela esas escenas a su lector
al dirigir su atención hacia otro punto:
en “El almohadón de pluma” es la ex­
plicación acerca de los parásitos de las
aves que “diminutos en el medio habi­
tual, llegan a adquirir en ciertas condi­
ciones proporciones enormes”; en “El
solitario” tenemos no el cuerpo herido
de la mujer del joyero, sino el alfiler:
“La joya, sacudida por la convulsión
del ganglio herido, tembló un instan­
te desequilibrada. Kassim esperó un
momento, y cuando el solitario quedó
por fin perfectamente inmóvil, se retiró
cerrando tras de sí la puerta sin hacer
ruido”; en el caso de “La gallina degolla­
da” es Mazzini, esposo de Berta, quien la
aleja diciéndole ¡No entres! ¡No entres!,
además del piso inundado de sangre y
el paralelo que tiende Quiroga entre la
sirvienta degollando a una gallina y los
cuatro hijos mayores apretándole el cuello
a la menor, apartando sus bucles como
si de plumas se tratara y llevándola a
la cocina, “donde esa mañana se había
desangrado a la gallina”.
164
Aunque no todos los cuentos ajenos
a la atmósfera del monte desembocan en
la muerte, hay alguno, seguro, inspirado
en su empleo como funcionario público
(“Polea loca”, escrito en 1917 e incluido
en el libro Anaconda, de 1921, donde un
gobernador deja pasar dos años y me­
dio sin responder su correspondencia,
sin siquiera abrirla). Hay un fantaseo
romántico con una actriz de cine (“Miss
Dorothy Phillips, mi esposa”), un amor
consumado y real después de una enfer­
medad (“La meningitis y su sombra”),
incluso hay humor. Dentro de los tex­
tos con esta última característica se en­
cuentran “Cuento para novios” y “Die­
ta de amor”. Pero aquí lo humorístico no
arranca carcajadas a los lectores, más
bien sonrisas chuecas, condimentadas
con cierta resignación pues existe el
presentimiento, junto al del propio per­
sonaje, de lo que depara el tiempo veni­
dero: despertar a cada instante, pelear
con el cónyuge y amanecer en el sillón
de un corredor debido al llanto de un
hijo de muy corta edad para el soltero
de “Cuento para novios”; morir de in­
anición al comer sólo “sopas ligeras y
una liviana taza de té”, como si se tra­
tara de una prueba a fin de merecer a
una joven para el narrador en primera
persona de “Dieta de amor”, conteni­
do en Anaconda, al igual que “Polea
loca”. Este narrador tiene la seguridad
de que un día van a encontrarlo muerto
y va un poco más allá al advertir: “Que
los que lleguen a leerme huyan, pues,
de toda muchacha mona cuya intención
manifiesta es entrar en una casa que os­
tenta una gran chapa de bronce. Puede
hallarse allí un gran amor, pero puede
haber también muchas tazas de té. Y yo
sé lo que es esto” –en esa chapa puede
leerse Doctor Swindenborg, físico die­
tético.
Si bien en varios de los relatos an­
teriores existen el horror y la tragedia,
creo que estas características están mu­
cho más latentes en el segundo grupo
de cuentos, el de los enmarcados por
un entorno silvestre. Y no es porque el
autor haya descorrido el velo que apar­
tó nuestra mirada del asesinato de “La
gallina degollada”, por mencionar uno,
al hacer más explícitas sus descripcio­
nes, sino porque las muertes en este con­
junto se vuelven pequeñas, insignifican­
tes si se las compara con la extensión
del paisaje.
Así, tenemos un entorno hilvanado a
fuerza de marañas verdinegras que, ade­
más, se convierte en testigo silencioso de
la vida de sus habitantes, rodeándolos
con indiferencia mientras un hombre, a
causa de un accidente, agoniza con len­
titud, el machete clavado en el vientre.
Este mismo paisaje amortajará a un se­
gundo hombre, el de “A la deriva”, quien
recibe una mordedura de víbora y antes
de cesar de respirar, como nos dice Qui­
roga con sencillez, se liga el tobillo, va
con su mujer, Dorotea, le pide caña, be­
bida que le sabe a agua, observa la hin­
chazón de su pierna, siente cómo los
relámpagos de dolor se alargan hasta
la ingle, para luego abordar su canoa
e ir en busca de su compadre, Alves.
Más tarde, solo de nuevo sobre el Para­
ná, “que corre allí en el fondo de una
inmensa hoya, cuyas paredes, altas de
cien metros, encajonan fúnebremente
el río”, lo invadirán un bienestar y una
“somnolencia llena de recuerdos”; es
decir, la esperanza de recuperarse, vana
sin embargo, tanto como alucinada es la
alegría del padre que abraza al espejis­
mo de su hijo –muerto desde las diez de
la mañana– al caminar de vuelta a casa
en el cuento de 1928.
Ninguno de estos personajes posee
un nombre. Se llaman el hijo, el padre,
el hombre. Son diminutos y representan
a cualquiera, pues a cualquiera puede
tragárselo la selva sin dejar ni migajas,
como si nunca hubiera nacido. Aunque
no todo se desvanece; en ocasiones pue­
de quedar el bagazo.
Como tal podemos considerar a algu­
nos de los personajes de “Los destila­
dores de naranja” y “Los desterrados”,
cuento éste que da título al volumen que
los reúne, publicado por primera vez en
1926. Horacio Quiroga los llama ex hom­
bres, ex sabios; pero antes fueron el
químico Rivet, el doctor Else. Ambos
aparecen en más de un texto, dándole
a “Los desterrados” una unidad mayor a
la de otros libros, y la selva los devora
a través del alcohol, dejándolos, luego
de haber dotado de una organización a
laboratorios y hospitales “que en vein­
te años no hubieran conseguido otros tantos
profesionales”, reducidos a un guiñapo que
viste bombachas de soldado paraguayo y
165
una boina mugrienta, que no hace nada
sino alabar la dureza de su bastón, be­
ber, y en el delirium tremens, confunde
con una enorme rata a su hija, maestra
de escuela en Santo Pipó, y la mata. Tal
es el caso del doctor Else. La caña los
perdió, pero saben mucho, dice el man­
co de los ex sabios, qué hiciste papá, no
tomes más, papá, le suplica al doctor
Else su hija antes de morir, palabras
lejanas de una moraleja pues ante el ca­
dáver de la joven, el ex hombre, si que­
remos usar los términos de Quiroga, se
ve otra vez acosado por los monstruos
de la fauna alcohólica.
No hay esperanza en la selva; no la
hay ahora y no la habrá después. En
cambio, persistirán los peligros; ese es
el temor del viudo Subercasaux en “El
desierto”, cuento de 1923. El propio Quiro­
ga, seguro, comparte dicho temor cuando
queda viudo, en 1915, tras el suicidio de
su primera esposa, Ana María Cirés. En­
tonces, como su personaje, el autor queda
al cuidado de sus dos hijos, Eglé, de esca­
sos cuatro años, y Darío, un año menor.
Si bien no es autobiográfico, “El de­
sierto” contiene, además del paralelo
de la viudez del hombre con una hija
y un hijo pequeños y una personalidad
a un tiempo áspera y tierna, si atende­
mos a quienes han dedicado investiga­
ciones a Quiroga (aunque no es difícil
imaginárselo mientras enseña a Darío y
a Eglé las dificultades de la selva, o di­
ciéndoles “mis chiquitos” y recibiendo
como respuesta el “piapiá” que aparece
en más de uno de sus cuentos, palabra
166
que a mi parecer irradia una gran ter­
nura, como si de pequeñas aves piando
se tratara), el miedo a la desesperada
situación en la cual se verán los niños si
él llegara a faltar. ¡Pero no tendrán qué
comer!, se lamenta Subercasaux, grave
debido a una infección en el dedo me­
ñique del pie derecho, causada por un
pique, especie de pulga, más inofensi­
vo que las víboras “y los mismos bari­
güís”. Dicha infección se le complicará
al hundir los pies descalzos en un río
de agua turbia, habitualmente de fondo
claro a los ojos hasta dos metros, y ter­
minará matándolo.
La sinceridad de “El desierto” es
sólo una muestra del pensamiento de su
autor, para quien aquella es la primera
condición en una obra de arte, según
escribe en el cuento “Miss Dorothy Phi­
llips, mi esposa”. Esta sinceridad lo hace
trasplantar el enmarañado ambiente de
la selva a sus escritos. Y no importa si
éstos agradan o disgustan, lo primero es
la fidelidad al entorno que está plasman­
do, a sus personajes. Por eso me parece
injusto el ninguneo que recibe, pues si
bien pertenece a otra visión de la lite­
ratura, no por ello es menos valioso su
trabajo.
Alberto Blanco y la poesía
visual de la imaginación
R odolfo M ata
Alberto Blanco, Poesía visual, Ediciones
del Lirio/conaculta, México, 2015, 117 p.
Alberto Blanco es un poeta de ruptu­
ras sutiles. Su alejamiento del ruido de
la gestión social de la poesía y de las
componendas entre los poetas es ejem­
plar y se refleja primordialmente en la
concentración en su trabajo. Su obra es
hoy vasta y variada, con más de treinta
libros, sin contar las traducciones y las
exposiciones, pues también se ha de­
sarrollado como artista plástico y ha
realizado trabajos en colaboración con
fotógrafos, pintores y escultores. Asi­
mismo, sus ensayos sobre poesía, artes
plásticas y música son parte de su per­
fil artístico como poeta crítico.
Poesía visual resuena como un eco
singular de Visual poetry / Poesía visual
(2011), catálogo editado por The Athe­
naeum, Music & Arts Library, que da
cuenta de una exposición retrospecti­
va del trabajo de Alberto Blanco en el
terreno de los libros de artista. Según
sus palabras en la “Presentación”, las
veintiocho piezas que se exhibieron visi­
tan las tradiciones de los libros ilumina­
dos, los libros surrealistas, los collages,
el arte abstracto, el pop, el arte povera y
el arte conceptual, e incluyen escultura,
textiles, impresiones digitales, recicla­
dos y typewriting poetry. Todas las obras
tienen en común una relación fuerte con
sus libros de poesía o con poemas espe­
cíficos, y con la presencia del papel. No
me detengo en ellos, pues no acabaría.
Lo que me interesa es la identidad que
guardan algunos de sus títulos en ten­
sión con el contraste de sus contenidos,
contraste que se irá develando confor­
me avance en mi exposición.
Mi primera impresión es que, en Poe­
sía visual, Alberto enfatiza una visuali­
dad diferente de la del catálogo homólogo,
es decir, una visualidad no tan visual
como la que acostumbramos hoy como
miembros de la especie homo-videns, si­
no una visualidad que se proyecta ante
el ojo de la mente. Pongo un ejemplo que
me produjo una delectación maravillosa
en el paladar de la imaginación. El poe­
ma “Banderolas” nos presenta un pai­
saje que comienza: “Desde un balcón
soñado que cintila / sobre los vapores de
Venecia / la niña de mi pupila / busca
Grecia // Bajo las aguas / que guardan
los vitrales / y doran las imágenes sagra­
das // en la lenta procesión por los cana­
les // peinando el oro viejo de san Marcos /
palomas de mármol decadente / miran
pasar los barcos / entre la gente.” Vemos
Venecia, con el autor junto a su niña-pu­
pila, pero lo hacemos desde un “balcón
soñado”. Esta dimensión imaginaria del
sueño, que es gemela de la realidad del en­
sueño, se ve confirmada en la estrofa fi­
nal: “Que Venecia será / una perla en la
frente / y su oriente la única ciudad / en
el Mar Adriático de la mente.” Vemos
entonces –con otra visión que parece
167
provenir de las luces de la razón– que
Alberto sitúa su fantasía poética en el
“Mar Adriático de la mente”. Es decir,
el panorama desde el “balcón soñado”
está contenido en el “Mar Adriático de
la mente” y esto confirma que la cali­
dad visual del poema está justo ahí, en
la retina de la imaginación.
Sin embargo, parece haber un detalle
más tras este poema, pues en El corazón
del instante –reunión de doce libros de
Alberto, publicada por el fce en 1998–
hay una referencia escrita al margen que
ahora ha sido omitida: “Antonio Canal,
Canaletto.” Si leemos el poema en Poe­
sía visual, el paisaje surge totalmente de
la imaginación; pero si nos remitimos
a El corazón del instante, vinculamos
nuestra imaginación con las pinturas de
este famoso artista del siglo xviii, que
dedicó varios de sus lienzos a la ciudad
de Venecia. Un paso más en la persecu­
ción de este diálogo entre el universo
verbal y el pictórico se encuentra en el
detalle de que “Banderolas” está inclui­
do en la sección titulada “La parábola
de Cromos” de El corazón del instante.
Esta sección pareciera corresponder a
una reproducción parcial de Cromos (1987),
pues este libro tiene la peculiaridad de
confrontar poemas con reproducciones
de cuadros de diferentes pintores. Sin
embargo, al revisarlo veo que no incluye
el poema “Banderolas” ni, en su índice
de pintores, el nombre de Canaletto. En­
tonces, la conexión entre el título de
la sección y el del libro se limita a la
alusión. Quizás ése sea el motivo para
168
que el primero sea una parábola del
segundo.
No sé qué cuadro específico de Ca­
naletto habrá elegido Alberto para escri­
bir el poema. ¿Habrá en él banderolas
que se agiten con el viento? No lo sé y
quizás la referencia a la obra del pintor
sólo se dé a nivel general. De cualquier
manera, este detalle no parece ser tan
importante pues, como el mismo autor
explica en la “Nota preliminar” a El
corazón del instante, los poemas no son
recreaciones de las obras sino “creacio­
nes paralelas”. Intento entonces buscar
las banderolas en otro lugar y creo poder
verlas en las sombras de los bloques
textuales en la página. Las ocho estro­
fas que componen el poema son cuarte­
tos que, si se agrupan en parejas, cada
pareja representa una banderola com­
puesta por dos trapecios unidos por sus
bases menores, como si el trapecio de
arriba encontrara su imagen especular
en el de abajo. Este reflejarse también
aparece en un verso del poema como
un fenómeno propiciado por las aguas en
los canales venecianos: “Inversas cúpu­
las de otras edades / temblando de frío
en esa hora / de ardientes oscuridades /
que el cielo añora.”
Con “Un día en la tierra” –que perte­
nece a la misma sección “El corazón del
instante” de Poesía visual, la primera
del libro– me sucede algo peculiar. Co­
mienzo al revés, no fijando mi atención
en las imágenes mentales sino en la
materialidad visual del impreso, y leo
el poema linealmente, en cascada. Veo
bloques de tres líneas en dos columnas
que se mueven hacia abajo alternando
como en cuadrícula ajedrecística. Veo
en ello un elemento visual claro, pro­
veniente de la sombra de los bloques
textuales en la página y comienzo: “Allí
donde se tocan / el tiempo exterior / y el
mar interior // Hay un puente de madera /
a cuya sombra los amantes / se multipli­
can en el acto.” Creo por un momento
en una narración pero me rebelo, trato
de hacer una prueba por la vía de la
lectura no-lineal de la poesía visual y
salto: “Una algarabía de tigres / en el
cielo ardiente / del último verano.” Y
vuelvo a saltar: “Un deseo que se reco­
noce / en las formas palpitantes / de otro
espejismo humano.” Finalmente llego a la
estrofa final que sirve de basamento de
unión de las dos columnas: “Planetas /
frutos que reposan / como los senos de
una mujer dormida / en la plenitud de la
belleza sin nombre / un mundo a salvo
del hombre / la tierra en paz.” Todo hace
sentido. No he podido escapar de cier­
to tipo de narración. Regreso y releo el
poema completo que es una celebración
de la intimidad del hombre con la na­
turaleza, hombre como ser individual
integrado en ella y no como humanidad
intrusiva que la destruye. Quizás Alber­
to nos quiso decir: “Un día en la tierra
el hombre fue así.” Pero mi curiosidad
me hace regresar a preguntarme por qué
mi lectura rebelde funcionó. Lo que su­
cede es que cada estrofa está concebida
como una oración completa, no encade­
nada gramaticalmente con la siguiente,
que puede funcionar como un manojo
de impresiones plausibles de ser yuxta­
puestas, impresiones que se viven o se
pueden vivir simultáneamente y cuyo
cierre se encuentra en la estrofa final
que es su límite. Si hago una búsqueda
similar a la que hice con “Banderolas”,
me encuentro con el nombre del pintor ex­
presionista alemán August Macke como
referencia difusa. Es decir, no puedo sa­
ber qué pintura específica de Macke fue
considerada en el proceso creativo (en
Cromos no figura ningún poema ni pintu­
ra que se relacionen), pero estoy seguro
de que hay un diálogo con el tempera­
mento artístico del pintor.
Dos aspectos me han ido quedando
claros en la lectura de Poesía visual.
Primero, Alberto otorga un lugar funda­
mental a la visualidad de la imagen lite­
raria, a la fanopea, como le decía Ezra
Pound. Segundo, su dicción poética tie­
ne algo narrativo, algo de parábola, algo
de sintaxis compleja controlada por el
poeta y no únicamente juegos verbales
que son delegados primordialmente a
la interpretación constructiva del lec­
tor. Tal vez el poema que más se acer­
ca a la experiencia de la dispersión de
la palabra en la página es “Palomas”,
cuya referencia es Pablo Picasso, y que
consiste en versos distribuidos sobre el
papel, simulando el vuelo de las palo­
mas, versos que raramente están com­
puestos por una sola palabra.
Me he detenido mucho sobre estos
tres poemas pero en casi todos los de
la sección “El corazón del instante” se
169
pueden hallar referencias similares a
pintores como Arcimboldo, Kupka, Al­
berto Gironella, El Greco y otros. Sólo
“Chimeneas de Asnières”, que semeja
justamente el fálico símbolo de la mo­
dernidad con su corona de humo, me
deja en la duda, pues no lo encuentro en
el libro El corazón del instante, aunque
intuyo que tras él están Seurat y Van
Gogh. Algunos textos más pertenecen
a otros libros reunidos en El corazón
del instante, como es el caso de “El al­
farero”, cuya silueta parece la sombra
de un tibor. Leyéndolo, inmediatamente
pensamos que alude a un artesano pero,
al descubrir que pertenece a El libro de
los pájaros, nos damos cuenta de que se
trata de un ave. A estas alturas de mi
experiencia lectora puedo mencionar
una tercera característica de la poesía
visual de Alberto: la utilización de las
sombras del texto o, para hablar como
quizás lo haría un editor, “la manchas
textuales”, como recurso unas veces fi­
gurativo, otras veces rítmico.
“La hora y la neblina”, segunda sec­
ción de Poesía visual, contiene poemas
tomados en su mayoría de la segunda
reunión de doce libros que lleva un títu­
lo homónimo. Lo primero que me salta a
la vista es la presencia de referentes fíl­
micos en varios títulos: “Vagas estrellas
de la Osa Mayor” (Visconti), “Trono de
sangre” (Kurosawa), “Rosebud” (Orson
Welles), “La ciudad blanca” (Alain Tan­
ner), “Kaspar Hauser” (Herzog), etc. ¿Es
esta otra manera de ser visual cultural­
mente, mentalmente? ¿Las películas
170
comienzan a correr en nuestro imagi­
nario? Tal vez sí, al menos me sucedió
con “Kaspar Hauser”, que comenzó a
proyectarse en mi mente mientras leía
“Las hojas de las hayas murmuran sua­
vemente con el primer viento del otoño
como si de verdad supiesen lo que les
espera”. En este caso, la mancha del
poema semeja una hoja cuyo peciolo
está compuesto por tres signos de ad­
miración. Otros poemas recurren a la fi­
guración: “La obsidiana” es un cuchillo
pétreo; “El mármol” es un pecho de la
estatua cuya sangre se congeló en sus
vetas en la madrugada; y “Arborescen­
cia” es el follaje de un árbol cuyo tron­
co es el vano entre dos pilas de versos
de diferentes longitudes, que serían las
ramas a ambos lados.
A esta misma sección pertenece “La
poesía”, composición reproducida en la
portada del libro, que tiene una gracia
sin igual por su sencillez y su sorpresa.
El verso inicial nos dice “La poesía” y
va seguido de otro, dislocado levemen­
te hacia abajo y hacia la derecha, que
completa la frase: “nos sigue”. Este verso
va a ser repetido diez veces más, desperdi­
gadas en la página. Sentimos entonces
que la poesía nos acecha. Sin embargo,
esta paranoia imaginaria desaparece
cuando leemos los dos últimos versos
al final de la página: “ayudando / a vi­
vir”. La persecución se convierte en
apoyo constante, maravilla del existir.
“Textil” ya nos muestra una técnica
diferente de las anteriores pues juega
con la descomposición de las palabras.
Las sombras tipográficas ahora están he­
chas con letras, resultado de fragmentar
cadenas de palabras (palabras sin espa­
cios entre ellas) en partes que no corres­
ponden a divisiones silábicas sino a la
conformación de veintidós sombras de
texto triangulares. Un fondo rectangular
de puntos une estas sombras, que se dis­
tribuyen en cinco renglones. El primer
renglón tiene tres sombras, el segundo,
dos, el tercero, tres, y así sucesivamente.
Haciendo un pequeño esfuerzo se leen
las palabras o frases: “fibra de hene­
quén”, “plástico”, “estropajo”, “lino”,
“cola de caballo”, “seda”, “ramia”, “hilo
de papel”, “palma de jipijapa”, “oro”,
“lengua de vaca”, etc. Todas están re­
lacionadas de alguna manera con las
artes plásticas. La impresión produci­
da metafóricamente es que están tren­
zadas: el poema es un textil, un tejido,
un texto.
La tercera sección, que se titula “A
la luz de siempre”, tiene más poemas
que las dos anteriores, veinticinco de
los cuales son inéditos. Por su técnica
diferente, llama la atención “Sextina”,
nombre de un tipo de composición de
treinta y nueve versos de arte mayor, or­
ganizados en seis estrofas de seis versos
cada una, más una estrofa final de tres
versos. La palabra “sextina” justamen­
te contiene siete letras que Alberto re­
pite para formar las siete estrofas de la
sextina. Es decir, la primera estrofa es
un bloque de seis líneas compuestas de
puras “eses”; la segunda es un bloque
de seis líneas de puras “es”; la tercera
es de puras “equis” y así sucesivamente,
hasta que la estrofa final son tres líneas
de “as”. “Lluvia” también es singular,
porque los veinte versos del poema es­
tán insertados en un cuadrado lleno de
pequeñas diagonales tipográficas. Así,
todos los espacios que separan las pa­
labras tienen diagonales, dando la im­
presión de que el poema está en medio
de un chubasco. Inmediatamente, por
mi mente cruza el caligrama “Il pleut”,
de Apollinaire, otra forma de presentar
la lluvia gráficamente. Sin embargo, en
algunos versos Alberto subraya lo que
pienso que es la poética principal del
libro: “no para la vista / sino para la ima­
ginación (…) no para el paladar / sino
para el entendimiento”. Posteriormen­
te, Alberto me confesó que tras el poe­
ma está la pieza de rock “Rainmaker”,
del grupo Traffic, uno de sus favoritos.
Todas las referencias contribuyen a la ri­
queza del poema, unas evidentes, otras
develadas –como esta última–, otras ocul­
tas y en espera de quien las descubra.
Por último, quiero mencionar “Núme­
ro”, poema basado en el desafío que se
hace al lector para que encuentre la ló­
gica de su armado: una línea de letras
que se ensancha hacia sus extremos y
se angosta hacia su centro esconde pa­
labras que hay que descifrar por medio
de saltos de lectura.
Muchos otros poemas merecerían ser
mencionados pero debo concluir esta
breve reseña. Me resta sólo subrayar que
Poesía visual, de Alberto Blanco, nos
hace conscientes de una dimensión de
171
la visualidad en poesía que había sido
relegada por el propio ímpetu de rup­
tura del género y que es la visualidad
mental producida por el propio lenguaje,
pues no en balde hablamos de “imágenes
poéticas”. Si muchos de sus recursos téc­
nicos no son “sorprendentes”, ya que han
sido utilizados antes por muchos poetas,
el ocultamiento de las referencias pre­
viamente incluidas en sus libros El co­
razón del instante y Cromos surge como
algo que no había visto antes. ¿Por qué
en una época como la nuestra en que es
tan sencillo poner en diálogo palabras
e imágenes Alberto opta por obliterar
las imágenes que ya había usado? Por­
que en el juego de la poesía visual hace
falta subrayar la visualidad mental produ­
cida por el lenguaje y no sólo la visuali­
dad material de las grafías que le dan
cuerpo en el papel. El lenguaje es algo
complejo, pero feliz, es la fuente de la
poesía. Esta reseña carece de imágenes
por esa misma razón.
Geografía en disolución
A lejandro B adillo
Eduardo Antonio Parra (comp.), Norte. Una
antología, Era / Fondo Editorial de Nuevo
León / Universidad Autónoma de Sinaloa,
México, 2015, 329 p.
¿Cómo delimitar una geografía literaria?
¿Cómo encontrar puntos en común en
172
los cuentos de cuarenta y nueve narra­
dores sólo partiendo de su lugar de naci­
miento o identificación con un territorio?
Me parece que, con cada nueva antología
que se sustenta en el lugar de origen de
los autores, queda en evidencia la in­
utilidad de tomar al pie de la letra este
atributo como motivo principal de una
reunión de textos. En el prólogo del li­
bro, Eduardo Antonio Parra –a la sazón
nacido en León, Guanajuato– habla de
pulsiones y escenarios que sólo pueden
capturar los escritores norteños: “Otra
intención es la de dejar en claro que la
narrativa norteña forma parte de una
tradición sustentada en una genealogía
de autores que, por lo menos desde los
albores del siglo xx, reflejan en sus re­
latos no sólo las obsesiones literarias
personales que han dado forma y con­
tenido a sus obras, sino también a las
características de su ser norteño, adqui­
ridas desde la infancia y la adolescen­
cia, que pueden advertirse en ciertos
giros del lenguaje, en las alusiones al
entorno o en el carácter de los persona­
jes.” Después de la lectura de Norte,
es evidente que esta intención queda
a la mitad ya que la narrativa del país,
en especial el cuento, es desde hace
mucho un territorio que evade lo gre­
gario para instalarse en una búsqueda
individual que, acaso, es influida por pro­
blemáticas recientes como el narcotráfico
y la violencia. Ese “ser norteño” del que
habla Parra y que quizá se puede vin­
cular con lo coloquial, lo atrabancado
y directo, la referencia a los paisajes
desérticos y a un realismo que roza lo
documental, lo podemos encontrar en
algunos de los primeros autores recopi­
lados en el volumen; sin embargo esta
cohesión se disuelve conforme avanza­
mos en el tiempo y desaparece casi por
completo en los autores que empezaron
a publicar en el nuevo siglo. Incluso se
podría discutir en qué medida conser­
varon sus orígenes autores norteños que
pronto migraron a la ciudad de México
ya que, durante gran parte del siglo xx,
la capital del país concentraba la acti­
vidad cultural, periodística y literaria.
Norte. Una antología se justifica, co­
mo lo apunté, con coordenadas geográ­
ficas y temporales. En la primera se tomó
en cuenta a escritores nacidos en estados
fronterizos como Nuevo León, Sonora,
Tamaulipas y Baja California. Además,
incluye a los nacidos en lugares lejanos
como Guerrero y Jalisco (Julián Herbert
y Luis Felipe Lomelí), pero que migra­
ron hacia el norte. Sinaloa y Durango,
aunque no son estados fronterizos, tam­
bién fueron considerados. ¿Por qué no
Zacatecas o San Luis Potosí? El compi­
lador no lo explica. En el aspecto cro­
nológico, se abarca desde Martín Luis
Guzmán (1887-1976) hasta Luis Panini
(1978). Esta gran línea del tiempo permi­
te atisbar la gran cantidad de intereses
narrativos cuya fragmentación es más
perceptible conforme nos acercamos al
final del siglo xx.
Para criticar Norte. Una antología hay
que entender, primero, que es una selec­
ción personal de un escritor que utiliza
criterios no académicos. También hay
que destacar que sólo se revela un par­
te de la narrativa y no su totalidad. ¿Se
podría hacer una antología con fragmentos
de novelas para incluir a aquellos autores
que, por azares del destino, no practica­
ron la narrativa corta? También hay que
separar el concepto de literatura con el
de narrativa, gazapo en el que incurren
algunos críticos y lectores. Formuladas
estas apreciaciones, queda por hacer un
repaso de la selección de Eduardo An­
tonio Parra. El compilador tiene toda la
libertad de elaborar su convocatoria y
las ausencias (algunos han mencionado
a autores como Eve Gil, Carlos Veláz­
quez, Eduardo Ruiz Sosa, entre otros)
no tiene sentido discutirlas, ya que una
antología no es un censo o un ejercicio
democrático. Lo que sí se puede hacer
es señalar y ponderar los cuentos publi­
cados para –desde la trinchera del críti­
co– ofrecer al lector una imagen del libro
y entablar un diálogo con la obra.
El primer autor incluido, Martín Luis
Guzmán, representa lo mejor de la nove­
la de la Revolución Mexicana. “La fiesta
de las balas” es una excepción en la
antología, pues estamos hablando de un
fragmento de novela, en este caso El
águila y la serpiente. Es criticable in­
cluir esta pieza no por su calidad sino
porque, a diferencia del cuento, no se
puede juzgar la obra completa. Esto, a
mi parecer, genera cierta gratuidad en
el criterio de selección. Sin embargo, la
alta calidad literaria del autor solventa,
a mi parecer, los escollos del género.
173
“La fiesta de las balas” cuenta los por­
menores de un fusilamiento masivo orde­
nado por un general revolucionario. Los
preparativos que demoran la acción final
crean una tensión que convierte a este
fragmento en una pieza redonda que no
deja muchos cabos sueltos. Este elemen­
to, sin olvidar la gran factura prosística
de Guzmán, vuelve pertinente su pre­
sencia en el libro. El segundo autor, Al­
fonso Reyes, un clásico de la literatura
mexicana muy poco leído, muestra en
“El hombrecito del plato” una aproxima­
ción lúdica y humorística al tema extrate­
rrestre. El cuento, muy breve, es además
una rareza por la época en la que fue es­
crito. Este texto resalta también en el
grupo de escritores que convoca Parra,
cuya escritura estuvo determinada por
el realismo impuesto gracias a los cá­
nones de comienzo de siglo y por la im­
portancia de la Revolución Mexicana
como telón de fondo. De entre los au­
tores cercanos a este evento destacan
Nellie Campobello y José Revueltas.
La primera, olvidada por muchos años,
participa con “El muerto”, cuento que
pertenece a Cartucho. Relatos de la lu­
cha en el norte de México. En este texto,
como en toda su obra, la autora parte
del testimonio para fabricar pequeñas
viñetas, estampas de la vida durante la
Revolución que mezclan, con mucha
fortuna, la crudeza de la muerte con el
asombro de la poesía. Revueltas, otro
explorador del lenguaje y de la con­
dición humana, participa con “Barra
de Navidad”. Creo que, analizando la
174
cuentística del autor, tendrían méritos
cuentos más redondos, en donde se ex­
plota más un universo mítico y demoledor,
como “Dios en la tierra”. Sin embargo el
compilador, quizá por capturar la aten­
ción de jóvenes lectores –asunto que
también menciona en el prólogo–, opta
por este cuento más accesible para quien
se acerca por primera vez a la narrativa
de Revueltas.
El grupo que sigue a esta, por así lla­
marla, primera generación, es desigual y
se advierten algunas apuestas, para mi
gusto fallidas. Los autores nacidos entre
1920 y 1960 son nombres fundamentales,
con una gran apuesta estilística como
Jesús Gardea y Daniel Sada. Ambos auto­
res, además, recrearon en clave simbólica,
poética, los escenarios del norte del país.
Gardea, quien practicó en igual medi­
da la novela corta y el cuento, es uno
de los narradores que llevaron al límite
la exploración del lenguaje. Desde Los
viernes de Lautaro (1979) hasta Tropa de
sombras (2003) –sin olvidar los libros
póstumos que, por desgracia, no se han
publicado– dibujó, en trazos cada vez
más complicados, el aislamiento, el ca­
lor y la desolación del norte. “Como en el
mundo”, cuento de su primer libro, nos
muestra a un Gardea que aún no explo­
ta todas las dimensiones de su lenguaje
pero que ya anuncia, con este texto, su
personaje arquetípico: un hombre con­
sumido por el tiempo, que levita entre la
tierra y los fantasmas que evoca el de­
sierto. Daniel Sada, más visible para el
mundo editorial, comparte la experimen­
tación de Gardea a través del ritmo de
la prosa antes que la creación de imá­
genes deslumbrantes. En “Cualquier
altibajo” se utiliza de trasfondo un jue­
go de beisbol para llevarlo al territorio
del corrido, la leyenda y, por supuesto,
la artesanía verbal valorada por muchos
críticos y pocos lectores. Federico Camp­
bell, Ignacio Solares, Élmer Mendoza y
Víctor Hugo Rascón Banda son incluidos
con cuentos de bajo perfil. Me parece que
el compilador los integra, simplemente,
por la importancia de sus nombres dentro
de la geografía literaria sin atender ne­
cesariamente a la calidad de los cuentos
publicados. Algunos textos transcurren,
casi con desgana, hasta un final que se
antoja previsible. No hay mayor comple­
jidad narrativa y el único enfoque es con­
tar una historia sin distracciones y con
una técnica solvente pero muy simple.
Creo que es en este aspecto en el que
naufragan muchas antologías narrativas:
con el afán de incluir nombres que per­
tenecen, por así decirlo, a un canon, se
utiliza una mirada condescendiente, pues
los compiladores saben que esos convoca­
dos son mejores con obras de largo aliento
pero que tienen que estar en una reunión
de cuentos por un compromiso implícito.
Dentro de este grupo generacional debe
resaltarse la narrativa de César López
Cuadras –autor, para muchos, descono­
cido– que muestra en “El león que fue a
misa de siete” un espléndido relato que
mezcla la fábula, la parodia y un humor
sutil que desemboca en un final que eva­
de el lugar común. Esos autores, medio
olvidados por las grandes editoriales y
a veces rescatados por alguna institu­
ción de gobierno, no son comparsas de
sus compañeros más renombrados; me­
recen un amplio estudio y una difusión
mucho mayor que la que han tenido.
El tercer grupo, compuesto por mu­
chos nombres, de los nacidos entre 1960
y finales de la década de los setenta, es
también irregular, aunque varios de ellos,
sobre todo los más jóvenes, aún están ma­
durando su escritura y falta ver sus fru­
tos. Este bloque generacional es el que
pone en jaque la construcción del “ser
norteño” del que habla Parra en el pró­
logo. Hay varios factores que inciden
en que, más allá de la calidad, haya una
fragmentación constante en los intere­
ses y estilos. Como teorías plausibles se
puede mencionar la migración de los au­
tores, influencias literarias cada vez más
diversas, algunas incluso encontradas.
A pesar de que un autor nacido en el nor­
te, que comenzó a publicar a finales del
siglo xx y ya no tuvo la imperiosa necesi­
dad de migrar a la ciudad de México para
entrar en contacto con el mundo cultural,
hay que recordar que la migración no es
necesariamente física sino intelectual,
de interacción con libros, información,
influencias. Alguien puede escribir des­
de Sonora o Chihuahua y pertenecer a
una cartografía muy lejana. Estos ele­
mentos, para mi gusto, han contribuido a
este fenómeno. Con algunas excepcio­
nes, el tema de estos nuevos autores es la
violencia con distintos matices: urbana,
familiar y, como es previsible, la gene­
175
rada por la delincuencia organizada. Sin
embargo esto no los hace distintos a los es­
critores del resto del país, ya que la violen­
cia ha permeado grandes zonas de México.
En esta generación son visibles la escritura
de Julián Herbert, Luis Felipe Lomelí y
César Silva Márquez. Los tres, con dis­
tintas apuestas, buscan aproximarse a
lo violento, a la amarga realidad social,
desde construcciones artificiales que lin­
dan, sobre todo en Herbert, con lo poéti­
co. Un cuento sorprendente de un autor
coetáneo es “Señor de señores”, de Mi­
guel Tapia, poco citado en antologías y
encuentros. Este relato es una muestra
de la revitalización que puede tener el
tema del narcotráfico, muchas veces
tratado de forma simplona, cuando hay
una voluntad de crear un estilo y no li­
mitarse a contar una historia. En “Se­
ñor de señores” hay un diálogo entre
el mito bíblico y el poder que subyuga
a los desheredados. Usando el forma­
to de los versículos de la Biblia, con
una trasposición de nombres y títulos,
Miguel Tapia construye una autoridad
inplacable que aplasta a sus enemigos
y recompensa a quienes obedecen sus
órdenes. Semejante aproximación, que
recuerda a la propuesta de escritores
como Yuri Herrera, no trivializa el pro­
blema del narcotráfico sino que lo lleva
a aguas más profundas, interrogándo­
nos de qué manera los nuevos poderes
inciden y moldean el imaginario social.
El último norteño de la lista, Luis Pa­
nini, se acerca más al texto concep­
tual, que abreva de lo posmoderno. En
176
“Gran pantalla” la violencia se justifi­
ca a sí misma y el contexto es la jungla
urbana. El absurdo es la única regla y
se nutre de la cultura pop, el individua­
lismo que no conoce límites.
Una antología es una lista, una geo­
grafía que revela apuestas que se cum­
plen o fracasan en un futuro que aún
no podemos bosquejar. Quedará para la
discusión si la llamada “narrativa del nor­
te” o “narrativa del desierto” tiene futuro
como grupo compacto, con búsquedas
similares o una memoria compartida,
como aún la quieren ver algunos nos­
tálgicos o sucumbirá, como tantas otras
narrativas regionales, ante el embate de
un mercado editorial cada vez más ho­
mogenizado. Quizá sólo quede en mera
etiqueta de un momento preciso. Mi
profecía, a contracorriente de Eduardo
Antonio Parra, es que las fronteras lite­
rarias serán cada vez más difusas hasta
desaparecer. Los autores del norte, así
como los del resto del país –gracias a
internet y a las tecnologías de comuni­
cación como las redes sociales–, ya
for­man parte de un mundo global en el
que los territorios físicos pierden pau­
latinamente su importancia.
La simpatía como
forma de la crítica
F ernando F ernández
Ignacio Ortiz Monasterio, Compás de cuatro
tiempos, Ediciones La Rana / Casa de Muñecas
Editorial, México, 2015, 70 p.
Es indudable que puede practicarse una
crítica sin que medie la simpatía; en
realidad, con frecuencia presenciamos
ese fenómeno: artículos y aun ensayos
elogiosos, no pocas veces colmados de
inteligentes argumentos, que no provo­
can en nosotros sino la más perfecta
indiferencia. Lo que no creo que sea
posible es hacer una crítica profunda y
duradera sin que vaya acompañada de
ese sentimiento que el diccionario define
como “inclinación afectiva entre perso­
nas, generalmente espontánea y mutua”.
Es ese género de crítica el que me en­
tusiasma y me sirve como lector. Lejos
estoy de decir que soy capaz de prac­
ticarla con éxito yo mismo, pero bien
que puedo intentarlo, como haré en los
párrafos que siguen.
Conste que bien me doy cuenta de
que la definición del diccionario utili­
za la palabra “personas” –porque le re­
sulta esencial para describir el término
y le parece connatural a su significa­
do–. ¿Cómo aplicar entonces ese sen­
timiento a la relación que se establece
entre cualquiera de nosotros, es decir
una persona, digamos un lector, y un
objeto, por ejemplo un libro de cuentos?
La respuesta es fácil, aunque ahora no
se me ocurra ofrecerla si no es con otra
pregunta: y es que, bien mirado, ¿no
tiene un libro, de los que nos agradan,
una personalidad y un carácter propios
que nos hacen pensar que son algo
más que tinta y papel?
Habrá quien, siquiera momentánea­
mente, se manifieste de acuerdo con­
migo –aunque sólo sea por amabilidad,
o por permitirme seguir adelante para
ver si acabo de una vez por todas– pero
que no dejará pasar, sin señalármela, la
palabra “mutua” que aparece también
en la definición del diccionario, la cual
dice, muy a las claras, que la simpatía es
la “inclinación afectiva entre personas,
generalmente espontánea y mutua”. ¿Pue­
de ser mutua la simpatía entre un libro y
la persona que lo lee? Acaso por el há­
bito socrático, latente siempre en no­
sotros, no puedo responder tampoco en
esta ocasión si no es con otra pregunta:
y es que ¿cuántas veces no hemos sen­
tido que cierto relato tiene algo que nos
sirve precisamente a nosotros, que es
a nosotros a quienes habla? Quizás no
sea imposible extender algo las cosas y
decir que ciertas obras sienten algo por
nosotros, por ejemplo una cierta “incli­
nación afectiva espontánea”.
Digo todo esto porque, más allá de la
simpatía que me une a la persona de
Ignacio Ortiz Monasterio, que ha sido,
como exige la definición, por un lado “in­
clinación” y por el otro “afectiva”, y sin
ninguna duda (exactamente como se dio
en el sentido más estricto e histórico en­
177
tre nosotros) “espontánea y mutua”, su
primer libro llegó a mis manos cuando
lo necesitaba, precisamente cuando po­
día hablarme, en el momento en que me
ofreció su simpatía y se abrió para mí,
como un amigo o algo más.
Ese relato no fue el primero que leí,
de los cuatro que conforman su bello Com­
pás de cuatro tiempos, sino el segundo o el
tercero, porque primero me abrí paso por
el cuento que inaugura la pequeña se­
rie, el que se llama “¡Colisión!” Ya en
él percibí las característica básicas de
la literatura de Ortiz Monasterio: una
sencillez no poco elaborada, que traba­
ja a partir de singulares experiencias
en un lenguaje ya personal, que a pesar
de su frescura y su sentido del humor
posee una elegante dosis de desengaño
y melancolía.
Fue en el momento en que llegué al
cuento llamado “Retrato de mujer con
mascota” cuando, empapado de simpa­
tía –es decir de inclinación afectiva es­
pontánea y mutua–, me embarqué en el
delicado y compasivo relato de los úl­
timos días de la perrita callejera Anas­
tasia, y sentí a fondo las calidades del
lenguaje y el pensamiento de Ortiz Mo­
nasterio. Como hablamos de personas,
de la persona que lee y de la persona
que transmite lo que ha vivido, sea el
autor o su obra por interpósita persona,
me veo obligado a referir un pequeño su­
ceso íntimo para dejar establecido hasta
dónde fue un asunto personal el que me
hizo leer con tanta simpatía ese cuen­
to: a finales de agosto pasado, murió un
178
animalito con el que viví los últimos
cuatro años de mi vida, y su pérdida, ya
que teníamos una coexistencia rica en
comunicación, perfectamente adapta­
da a una rutina fructífera para ambos,
fue dolorosa para mí.
Dicho esto, puedo contar que al leer
“Retrato de mascota con mujer” sentí
que el relato mismo mostraba su incli­
nación por mi persona, de manera na­
tural y no pedida, y fue gracias a él que
pude ver la profundidad de mis propios
sentimientos; la compasión que produjo
en mí el personaje del cuento de Ortiz
Monasterio me ayudó a definir la muy
honda que sentía yo mismo por mi pro­
pia compañera recientemente perdida.
¿Y cómo no, a través de la conmovedora
historia de la perra Anastasia, recogida
en la calle a punto de morir, empapa­
da de lluvia, enclenque y coja, con las
ubres largas y secas, como de quien
acaba de parir en las peores condicio­
nes, sin huella de ninguna de sus crías,
abandonada en un pedazo de césped
asilvestrado y cualquiera, a un lado de
los autos que corren? ¿Y cómo no, a tra­
vés de la intensa relación que se esta­
blece entre Anastasia y la Antonia del
relato, quien fue, como pide el epígra­
fe de Unamuno que encabeza el texto,
como una diosa para ella?
He tenido la idea de escribir un re­
lato sobre mi propia convivencia con
aquel animalito, algo más que aquellos
deliciosos apuntes de Miguel Delibes
sobre sus perros de caza y compañía, y
acaso más bien como ese bellísimo libro
llamado Mi perra Tulip, del memorioso
editor Ackerley, por referirme a los dos
primeros ejemplos de literatura sobre
animales que acuden a mi cabeza. No
sé si lo haré; por ahora, he dado con el
cuento de Ortiz Monasterio y me ha pa­
recido que en su contenida y hermosa
reflexión sobre el amor incondicional
con que corresponden los animales al
amor que les damos por nuestra par­
te, por cierto sin ningún miedo, está el
sentido todo de la tentativa.
Alguien podría reprochar que uno de
los cuentos, el que se llama “Sima y sol”,
tiene diferencias notorias que lo acaban
apartando de los otros tres. Acaso ten­
ga razón: por la fibra narrativa que está
en los otros y que está ausente en este
relato, que es más reflexivo y estático.
Nada hay en los otros cuentos del encie­
rro de que se habla en sus páginas, en­
cierro que es el del personaje que narra,
metido en una habitación de estudian­
te, lejos de su país y de su idioma, en
un viaje hacia la introspección, y una
suerte de oscuridad que contrasta con
el contenido luminoso y abierto de los
otros tres relatos. Pero, si lo pensamos
mejor, no creo que haya tanta distancia
entre ellos: bien veo que ese cuento es
como una colmena ardua y concentra­
da en donde se ha fabricado, como en un
encierro genésico, el hilo fino con que
Ortiz Monasterio ha trazado las otras
tres, delicadas, historias.
Sin abusar del que voy a llamar, qui­
zás de manera imprecisa, el método
biográfico, diré que algunas de las vir­
tudes que reconozco en la persona de
Ignacio Ortiz Monasterio las veo tras­
ladadas a sus cuentos. Me gustaría de­
tenerme en algunas de ellas, pero me
conformaré con una sola: el sentido del
humor. Es el que aparece ya en las prime­
ras páginas del libro, en el relato “¡Co­
lisión!” que mencioné antes, cuando su
autor describe el Datsun modelo 1982,
hatchback, en el que viaja el narrador con
dos compañeras de universidad cuando
se produce el siniestro a que alude su
título; es el mismo humor que matiza
suavemente las últimas, en el cuento
“Un colibrí en casa”, que me lleva a
la imaginería austera, finamente iróni­
ca, de los cartones humorísticos de mi
amigo Ros.
Pero veamos un caso en concreto de
ese humor. En por lo menos dos de los
cuatro textos de Compás de cuatro tiem­
pos ocurre una suerte de desplazamiento
nominal, si puedo llamarlo así, de los
personajes, que en el cuento de Anas­
tasia está dado con claridad: uno so­
breentiende, leyéndolo, quiénes son la
Antonia y el Eduardo del relato, de ape­
llidos Ortiz y Monasterio, y un Ignacio,
que nos damos cuenta de que debe de
ser el narrador, casi con toda seguridad
el hijo de esa pareja, y que puede re­
conocerse desplazado a una discreta
tercera persona…
Me parece que esa virtud alcanza un
desarrollo delicioso precisamente en el
cuento que cierra el conjunto, “Un co­
librí en casa”, donde Ortiz Monasterio,
citando el recurso de la narrativa del siglo
179
xix, si es que no me equivoco, típico por
cierto en las novelas rusas, donde apare­
ce de pronto un conde (y aquí una letra
mayúscula, en el lugar de su nombre,
y luego un asterisco [*]), llega a vivir a
la ciudad de (y aquí otra letra mayús­
cula, en el lugar de su nombre, y luego
un asterisco)… Es un recurso que tie­
ne diversas intenciones, por supuesto,
entre otras la de mantener en secreto, o
en un plano de discreción suficiente, los
datos exactos de los personajes de quie­
nes, desde la omnisciencia de los au­
tores, vamos acaso a saberlo casi todo.
Citando, quiero decir, ese recurso, Or­
tiz Monasterio bautiza a los personajes
de su relato de esa manera –quiero de­
cir el matrimonio que recibe en casa
a un colibrí rescatado, al igual que la
perra Anastasia, de una muerte segura
en la calle–. Por eso, quienes acogen al
indefenso pajarito se llaman, ella “B”,
y luego tres puntos suspensivos flota­
dos, como si fueran asteriscos, y él “I”
(“I” de “Ignacio”, nos gusta pensar a
nosotros) y luego tres puntos suspensi­
vos flotados…
Una prueba del delicioso sentido del
humor de este escritor es que cuando la
pareja bautiza al colibrí, que se ha que­
dado a vivir con ellos, al menos en tan­
to se recupera, Ortiz Monasterio cuenta
que lo bautizan como Ch (es decir con
las letras ce y hache) y a continuación,
mostrándose irónico, y fiel al recurso (en
esa fidelidad están su ironía y el humor
delicados y magníficos), añade los tres
puntos suspensivos flotados… Confie­
180
so que en ese preciso instante solté
la carcajada más sincera, afectuosa y
colmada de simpatía de todas las que
acompañaron mi lectura de su libro.
Quisiera decir mucho, pero me limito
a estos apuntes por cuestiones de espa­
cio y tiempo. Sólo añadiría algo más: que
me supo a poco, que las apenas cincuenta
o sesenta páginas de Compás de cuatro
tiempos me parecieron poco y que aho­
ra me gustaría leer más de esta pluma
inteligente, honda y compasiva. También,
que auguro que un espléndido narrador
está preparándose para darnos una sor­
presa.
Extraños placeres: la obsesión
lingüística de Wolfson
V íctor R oberto C arrancá
Gabriel Wolfson, Profesores, conaculta,
México, 2015, 94 p.
La línea entre la prosa y la poesía: fron­
tera inevitable (sea solamente ficción de
críticos, sirena cantada por marinos igual
de esquivos que sus musas), es desvelo de
muchos escritores que, como Gabriel
Wolfson, se obsesionan con desmenuzar
el lenguaje, hacerlo propio, transformar
la narrativa en cavilación sintáctica, ba­
talla entre el significado y el significante.
Profesores, libro de cuentos (o me­
tacuentos, o cuentos imposibles, o re­
flexiones sobre la imposibilidad de los
cuentos) del escritor Gabriel Wolfson,
disputa con esa capacidad analítica,
llevada a lo inclasificable, de la activi­
dad literaria. La obra corresponde a un
autor fascinado con las palabras. Wolfson
se ciñe como un diletante, igual un mu­
sicólogo, del verdadero sentido de una
frase. La cuentística se vuelve hostilidad
semántica, agujero negro, enfermedad y
cura.
“Durmiendo con el enemigo”, me re­
monto al título de alguna película trivial
porque es justo lo que hace este escri­
tor: yacer con las palabras, presumirlas
aliadas, subestimarlas a pesar de que nos
mantienen en vela, ojos abiertos, expec­
tantes, sedientos. Wolfson no es un escri­
tor sencillo, tampoco cuentista de prosa
inhibida. Se trata, más bien, de un cazador
de epifanías lingüísticas, de revelaciones
que se postergan hasta lo inevitable. La
trama de un relato, la argucia cuentís­
tica, avanza a la par de las digresiones
gramaticales, de la trampa del lenguaje.
Caemos, pues, fuerte y directo, en este
pozo que refleja nuestras obsesiones
(de naturaleza distinta, claro está, pero
obsesiones al fin), y que contrapone esa
conceptualización de que el cuento es
unidad-efecto, vuelta de tuerca, exposi­
ción prosaica. Wolfson es, por el contra­
rio, rompimiento de reglas, aniquilación
de estructuras.
Lo anterior se aprecia desde “Rima”,
el primero de los tres cuentos (o meta­
cuentos, o cuentos imposibles, o refle­
xiones sobre la imposibilidad de los
cuentos) que conforman Profesores. Aquí,
la enfermedad lingüística, la obsesión
gramatical, son el personaje de la his­
toria y Jota Ce, profesor que acaba de
perder su empleo, el recipiente de una
trama que no logra desenvolverse por
la búsqueda de ese sentido. Las frases,
los hexasílabos, el rimo y la rima, son el
obstáculo de la anécdota, un llamado a
no pasar por alto los pequeños detalles,
a buscar en las esquinas, “en el rincón
más apartado de la casa”, al insecto
narrativo, el parásito literario, la enfer­
medad de quien va más allá de lo que
nuestras ideas acomodan en torno al
desarrollo de una historia.
“Rima” nos comprueba que el ejerci­
cio literario no parte de una idea precisa,
que no deviene en un punto definido en
el espacio temático, sino que se desa­
rrolla conforme avanza. Crece al rodar,
como bola de nieve. Las dudas, enton­
ces, se apilan como cartas, las pregun­
tas forman torres que se balancean por
el viento: ¿qué sucede con Jota Ce?, o,
en todo caso, ¿qué se supone que debe­
ría suceder con Jota Ce? Su reflexión,
por tanto, es minuciosa. El entorno en
el que se desenvuelve es una metáfora de
su existencia trunca: “Atrás de la puer­
ta, y no atrás del clóset o del baño, es
el rincón más apartado de la casa: frase
ideal para un examen, piensa Jota: ar­
guméntese a favor de la aseveración an­
terior. Eso tendría que decir el examen,
desarrolle un argumento que sostenga
la aseveración anterior. El problema es
que Jota ya no tiene alumnos y ha de
181
resolverlo él: atrás de la puerta es el
rincón más apartado de la casa porque
la puerta es un límite de la casa, una
función de la casa y no un conjunto que,
aun si al interior de la casa, constituye­
ra un ente distinto a la casa.”
A pesar del discurso metalingüísti­
co, Profesores expone, como una unidad
temática, el asunto magisterial desde
distintas perspectivas. Los personajes
de los tres cuentos se vinculan con el
medio educativo; sin embargo, éstos fun­
gen, únicamente, como modelo crítico:
las reflexiones que giran en torno a ellos
(y a partir de ellos) convierten un tópi­
co controvertible en algo trivial, acce­
sorio. Lo sustancial está en lo narrativo,
en la imposibilidad de la anécdota. De
ahí que el episodio concerniente a Jota
Ce se detenga en las reflexiones de este
personaje, en el devaneo gramatical que
le ayuda a deconstruir su escenario: el
edificio en donde vive, las personas que
cohabitan en éste, las actividades que los
ocupan: “Pero en este lugar, dice Jota
a un hipotético auditorio, me permite
odiar a la vecina al mismo tiempo que
me impide saber quién es.”
Jota Ce no es un conocedor senso­
rial, no elucubra a través de los senti­
dos; lo hace, en realidad, por medio de
significantes: el sonido de unos pasos
determina si un inquilino está ausente,
si parte al trabajo o si ya ha regresado;
lo anterior, a pesar de que este perso­
naje nunca ha visto a sus vecinos, que
jamás ha cruzado palabra con alguno de
ellos. Lo suyo es especulación, simula­
182
cro, quimera: “Si escucha ruidos y hay
luz, las nueve de la mañana.”
En “Ve”, las disertaciones sintácticas
son todavía más contundentes. Desde el
inicio del relato, sabemos que el narra­
dor recibe una carta. Por lo mismo, la
trama se desarrolla desde ese “otro” e,
incluso, sobre lo que se conjetura so­
bre aquél. Las hipótesis versan, enton­
ces, sobre qué debería suceder, nunca
sobre lo cierto. Una punta del iceberg a
partir de la cual se conserva la poten­
cialidad del personaje: en este caso de
“A” (de anónimo, de anodino, anacró­
nico), cuya perspectiva crece por me­
dio de esa metanarrativa epistolar: “Digo
A por comodidad. Es más fácil decir A
que decir antiguo, arnoldo, abeja, arit­
mética. A se llama Arnoldo, nombre que
no lo convence mucho, así que si yo es­
cribo una carta pongo Querido A. Por
comodidad y por respeto a las manías
ajenas; A. (Y esta será la única vez que
la palabra arnoldo aparezca en lo que
yo diga.)”
Es difícil no encontrar asideros ex­
ternos. Autores que presenten un punto
de comparación con la obra de Gabriel
Wolfson. En el caso de Profesores, me
viene a la cabeza el ejercicio inacaba­
do de Pablo Palacios. Su obra reitera­
tiva, cazadora de inventiva lingüística.
Su libro de cuentos, Un hombre muerto a
puntapiés, presenta relatos que se empa­
tan con este discurso espiral, que reper­
cute en el ejercicio mismo de lo escrito,
así como en aquello que debería escri­
birse. En Wolfson hay un eco de “Las
mujeres miran las estrellas” o “Relato
de la muy sensible desgracia acaecida
en la persona del joven Z”. Su diser­
tación alcanza, incluso, la pulcritud es­
tilística (dotada de esa irascibilidad del
lenguaje) que Palacios experimentó en
dos novelas: Débora y La vida del ahor­
cado. Ambas son obras de lo imposible,
ditirambos que dan vuelta sobre sí mis­
mos al tratar de desentrañar el sentido
literal de lo que se escribe. Se trata, al
igual que en Profesores, de colocar la
prosa en una plancha para cadáveres,
a fin de realizar una necropsia: visuali­
zamos lo absurdo, lo extremo e incon­
mensurable del lenguaje.
A todo esto, la lógica siempre recla­
ma asideros. De ahí que el libro no se
resuma a una reflexión inconexa, sino
que también busque elucubrar un senti­
do crítico del aspecto magisterial. Pro­
fesores es, en parte, la trama medular
de los relatos que abordan el aspecto
académico, visto también desde las ob­
sesiones de los académicos, portavoces
de esa entelequia lingüística, ofuscados
tejedores del sentido de una frase, un
axioma, un pensamiento: Jota Ce, A, el
Contador, personajes homogéneos en
ese sentido de que se cuentan “desde el
otro”, igual de irreales que las misivas
que envían, que las presencias inasi­
bles que los rodean, se trate de personas
o mascotas como en el caso de Rufino:
“Podría decirte, escribiría el viejo, es­
cribe A, que Dora tiene unas manos muy
grandes y carnosas, lo cual noté inicial­
mente porque Dora me ayuda en muchas
de mis actividades cotidianas. Aquí se­
guiría varias líneas que describieran
algunos rasgos físicos de Dora, pero quien
escribiera esto, escribe A, tendría que se­
leccionar términos imprecisos, palabras
que pudieran caer en uno u otro lado,
como creo que es quizá, escribe A, la
palabra ‘carnosas’. A piensa en otras po­
sibles opciones de as que podría echar
mano quien finalmente escribiera la his­
toria.”
“Parte” es, en la misma línea, un dis­
curso sosegado que vincula a un hombre
con una joven, la segunda como platafor­
ma de lo narrable, como aspiración de
lo que debe (y puede) contarse, situa­
ción que se elucubra como cualquier
otro misterio: partiendo de hechos su­
puestos, de conjeturas, de otros miste­
rios, de partes y nunca totalidades. Sara
acude a casa del Contador, donde debe
alimentar a una mascota, Rufino, un ani­
mal del que nada se nos describe. Es­
ta presencia puede ser cualquier cosa,
igual un gato que un ente desconocido
como en “El mico” de Francisco Tario.
La obligación de alimentarlo es pasaje
a divagaciones, igual de inasibles que
en el resto de las historias: la super­
posición de posibilidades, de historias
narrables, de vínculos entre lo que es y
debió ser. “La cosa es simple: tomar las
llaves, ir al departamento, abrir y en­
trar, prender las luces, abrir la alacena
encima del fregadero y sacar la bolsa
de alimento. Sara ya no conocerá el in­
terior de la alacena, entre otras cosas
porque el Contador, antes de irse, deci­
183
de dejar una enorme bolsa de alimento
junto al traste de Rufino Romero.”
Sara es, como el resto de los perso­
najes indirectos de los cuentos, reflejo
de emociones truncas, de pensamientos
suicidas. Es el “qué será” que no fue. La
presencia de Rufino, por igual, enarbola
el misterio que engrandece el departa­
mento del Contador: el espacio litera­
rio en donde ocurre lo que, en realidad,
no ocurrió.
La literatura de Gabriel Wolfson es
osada. No concede ni otorga. Las situa­
ciones son, aun así, tan (aparentemen­
te) triviales, que nos sentimos inmersos
en un entorno kafkiano. Algo similar
sucede con la “ Trilogía involuntaria”,
de Mario Levrero, compuesta por La
ciudad, París y El lugar. Tres novelas
que nos adentran en laberintos discur­
sivos como lo hacen los tres cuentos de
Wolfson. De igual manera, a pesar de que
las historias se desarrollan en México,
el escritor posee ese hálito de univer­
salidad (después de todo, otro de sus
temas es la falta de pertenencia), ca­
racterístico, también, en Levrero. Tal
vez por eso, como apresurado resumen,
pueda pensarse que la intención del
escritor se resume en las palabras que
el profesor Ancona profiere en “Rima”,
una frase que domina la vida de este
individuo, a pesar de que desconoce
cómo debe utilizarse: “No se quién soy
pero sé de lo que huyo” (así, sin coma).
No sé quién es Gabriel Wolfson. Tam­
poco sé de qué huye. Pero estoy seguro
de que, al menos, ha logrado encontrar
184
una voz única dentro de la literatura la­
tinoamericana contemporánea.
Obsesión por las naderías
G erardo L ino
Luigi Amara, Nu)n(ca, Sexto Piso/conaculta/
Gobierno de Coahuila, México, 2015, 103 p.
Cuando no se tiene nada que decir, apa­
rece por azar un objeto inopinado, cuya
existencia hubiera pasado inadvertida
en otra ocasión, y por motivos incons­
cientes se torna incitante.
Luigi Amara refiere en este libro tal
hallazgo: la fotografía de una mujer de
espaldas –viene reproducida en la pá­
gina inicial y aparte en una estampa–.
Una joven adulta está vestida con cier­
to lujo, propio de la pequeña burguesía
del siglo xix; ostenta un peinado que re­
coge su cabellera, una peineta corta, un
collar de cuentas oscuras. Es una toma
inusual: oculta su cara: vemos parte de
su espalda, del hombro derecho hasta
el omóplato y su nuca: así quiso tomar­
la el fotógrafo, Onésipe Aguado, hacia
1862.
Entremos en el poema. Primero se
nota una cualidad: es un libro en el me­
jor sentido, por su estructura unitaria. A
diferencia de tantos, que son compila­
ciones de textos dispersos, yuxtapues­
tos más por una voluntad de publicarse,
un ansia de salir a lo público a como dé
lugar, cuyo feo nombre lo dice, “poe­
mario” –empleado mal por muchos y
entendido cual debe por los menos–,
este es un libro de poemas, una serie
dedicada a un tema y sus variaciones,
que en este caso, sí, es un solo poema.
Con un estilo diáfano, versos irregu­
lares pero medidos según la condición
de cada uno, con sus debidas cesuras y
espaciamientos pertinentes, la voz que
refiere va presentándonos el asunto de
esta foto: la mujer tomada de espaldas,
sea por algún capricho de la modelo o
por el juego elaborado del artista. Des­
de el comienzo, luego de decir que dar
la espalda manifiesta un estilo, un ges­
to, una actitud ante las miradas, Amara
cede a la tentación de hablar de enigmas,
cosas no reveladas, misterios. Por ahí
empieza una sensación de desasosiego:
no el que la voz trata de transmitir, sino
el de que el uso de tales términos nos
decepcione progresivamente.
Mentar el misterio casi siempre im­
plica no comunicarlo.
A pesar de ello, uno va intrigándo­
se, esperando ver qué ha visto el poeta
ante esta imagen. Y el lector acude a ella
a cada rato para constatar lo que está di­
cho, para acercarse a ella –la imagen–,
aunque muy pronto se nota que Ama­
ra está pensando en ella como si fuera
una mujer verdadera, alguien que está
ahí todavía y no ya muerta hace más de
un siglo. Ocurre que ha trasladado sus
suposiciones sobre la modelo fotogra­
fiada a otras presencias conocidas por
él o de plano ausencias, mujeres que no
pudieron ser, elusivas, alejándose del
deseoso.
Entonces uno lo acepta. Como suele
decirse entre bromas, él la vio primero,
la ha hecho suya a su modo, hasta don­
de esa imagen se lo permite, incluida la
fantasía de la aproximación, del anhelo
de ver su rostro o de poder comprender
quién es. Así nos va enunciando los mo­
mentos, las dudas, las suposiciones que
su deseo de saber le va otorgando a la
figura. Hasta que se ha convertido para
él, para esa voz, para el poeta, en una
obsesión ineludible.
Pongamos algunas líneas:
Esa suerte de desnudamiento
–más que accidente, una cuidada
rasgadura–
por donde asoma la almendra
del hombro, el bosque blanco
de vértebras,
el engañoso y tenue laberinto
Ahí la voz es asertiva, dice de modo
explícito lo que le parece que el ade­
mán insinúa, nos da una visión más allá
de la evidencia y así podemos compar­
tirla. Ojalá así fuese el libro por ente­
ro: esta imagen para mí es esto y lo de
más allá. Pero el poeta titubea, no en
su estilo, sino en aquello que pudiera
afirmar de sus figuraciones, en eso que
supone que la mujer pensaba o quería
o era. Viene una serie salpicada aquí y
allá de expresiones dubitativas –aparte
del “como” comparativo que se le es­
curre con facilidad–, plagadas de “qui­
zás” y sobre todo de la frase “tal vez”.
185
Tal vez, como un papel arrugado
o como una flor muerta que apretamos
descontroladamente con el puño,
sus labios descreían de la sonrisa
De suyo, el solapista lo señala con un
complaciente: “Rendido ante la infinitud
del tal vez”… Estos debilitamientos de la
visión del poeta son resarcidos, no obstan­
te, por metáforas o imágenes que indican
y validan su propia incertidumbre. De
hecho, ya la foto ha dejado de impor­
tarle y mucho menos piensa ya en esa
mujer: son sus obsesiones previas, in­
voluntarias, activas, las que lo hacen
dirimir su escritura hacia otros derro­
teros, otros abordajes.
A través de sus asuntos personales,
usando la enigmática fotografía de pre­
texto, Amara nos lleva por los vericue­
tos de sus propias preguntas acerca de
las pulsiones, de la razón de la existen­
cia, el sentido de la muerte. Entonces,
pasando ya la mitad del libro, comienza
ahora sí a escucharse la voz con aser­
ciones o todavía con cuestionamientos
de otra especie –sin dejar las repeticio­
nes de ese tal vez, si bien menos fre­
cuentes–: la “misteriosa”, la deseable,
la controvertible, se ha transformado
en un símbolo de lo horrible, del miedo
y del acabamiento de lo vivo –lo había
anunciado en las páginas iniciales: “esta
mujer no puede ser / un monstruo”.
Es como esos relatos que empiezan
por en medio.
Así, puede leerse: “un sí formándo­
se en el humus / hirviente del rechazo”.
O:
186
la que después de revolcarse
en la amargura,
mira con ojos de crimen,
con la sonrisa insoportable
de una idiota.
Tal asertividad rescata el valor de la
serie. Sus cuestionamientos parecen ina­
nes ante sus afirmaciones, así sea que
destruya la verdad de aquella mujer y
sobre todo de esa foto: vale esto que el
veedor percibe en cuanto real para sí
mismo después de tantas confusiones,
dudas metafísicas, fantasmagorías de
lo incierto, regodeos en el temor de no
saber a ciencia cierta, especulaciones:
pues el poema debería ser, más allá de
sus contingentes circunloquios, un obje­
to redondo, una epifanía de aquello que
nos falta: lo necesario –lo inevitable y
fatal.
Volvamos sobre ciertos defectos. Hay
enunciados que por ser reflexivos, enten­
diendo que a la voz le hace falta discer­
nir sus inquietudes, a veces se pasan
al lado de lo ensayístico, sin que esto
ahora sea un error –ya sabemos que los
géneros se licuaron hace décadas–. Lo
malo es que de pronto parecen dejar
de cantar –así haya sido lento y en voz
baja, casi murmurante su emisión– y se
quedan del lado de lo meramente discur­
sivo.
Tal es la cualidad del enigma:
no la belleza de lo dado,
sino la que ha de inferirse;
¿Se confundió Luigi Amara al poner
estos renglones con un tratado? ¿Creyó
el profe que estaba dando clase?, ¿una
ponencia? Eso sí: bien escrita, o bien
pronunciada. Y el poema, el canto, el
estremecimiento… Y sin embargo los
hay. Ya he dicho que, avanzando de la
mitad hacia el final del libro, los cantos
adquieren la condición de cantos; inclu­
so con sus dejos de timidez, van aven­
turándose a lo que de una vez y para
siempre su intuición captó a primera vis­
ta, cuando lo enfangó en subterfugios es­
criturales esa fotografía, esa mujer, otras
mujeres y Magritte –al que usa con la
obviedad del caso.
Para llegar, entonces, a dilucidar esa
intuición primigenia, el poeta tuvo que
fletarse, sí, arriesgarse a dejarnos ver
ciertos versos poco afortunados, con tal
de llegar a las lindes de su asunto: o esta
foto sólo es un divertimento o encierra de
verdad un enigma. Al cabo, nunca sa­
bremos quién fue esa mujer y poco nos
debe importar el artista, cuyo nombre
completo fue Onésipe Aguado de las
Marismas (en serio: así se consigna en
la página legal). Importa pues, a pesar
de titubeos, discursividades, alocucio­
nes librescas y otros ripios –inclusive el
título impronunciable–, que Luigi Amara
haya llegado a escribir y dejarnos leer,
por ejemplo, esto:
Cejas de hollín y polvo
debajo de la peluca majestuosa,
sombras que apenas disimulan
sus párpados ausentes,
y esa plasta de maquillaje
por cuyas grietas se vislumbra
la estofa de la nada que la anima,
Entre las relecturas que hice de este
libro para acercármele –¿de qué se tra­
ta esto?, ¿cuál es el caso?, ¿por qué no
me golpea?–, hubo una ocasión que me
hizo recordar estos versos de Borges,
que acaso justifican la busca y la exte­
nuación, el pequeño verso que vale una
vida y lo mucho que un poeta deberá
explorar por si algo se le da –a Luigi
Amara, sin dudarlo, le queda tanto por
escribir:
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente,
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
El tigre medirá un metro
J uan C arlos R eyes
Antonio Ramos Revillas, Los últimos hijos,
conaculta/Almadía, México, 2015, 259 p.
el hijo que valga más que yo
Es bien sabido que los epígrafes en la
literatura pueden ir de lo presuntuoso a
lo hermético. En este caso, el que Ra­
mos Revillas emplea con mucho tino
para su novela, es un fiel reflejo del tema
central de la novela: el último verso del
187
poema “Obra maestra”, de Ramón López
Velarde. Paternidad, dolor, gozo, espe­
ranza en el hijo que tovadía no existe,
angustia por la pérdida aún por ocurrir.
Al mismo tiempo, creo que sería una
simpleza decir que el único tema de la
última novela de Antonio Ramos Revi­
llas (1977), Los últimos hijos, es la pater­
nidad. Puede ser la columna vertebral
de la obra, pero ubicarla como único
centro dejaría de lado otros temas como
la venganza, la muerte, la presión social
u otros temas sugestivos. Por ejemplo,
la burbuja desde la que sus persona­
jes hablan con distancia y apatía de la
suciedad y el fango que se cuelan en
su –sólo en aparencia– impoluta vida.
La trama de la novela puede resu­
mirse como si de una película se trata­
ra. Una pareja, Alberto e Irene, pierde
a su hijo nonato: el dolor los envuelve
pero recula poco a poco y se vuelca en
el amor a un gato. Antes de lograr olvi­
dar un poco la tragedia, la pareja pasa
por una etapa en la que no importa si
su hijo es de carne y hueso: compran
un pequeño robot que emula las prime­
ras acciones de un infante recién na­
cido: un reborn. La habitación de ese
pequeño robot-juguete-hijo es la única
que los ladrones que entran una noche
a su casa respetan. La pareja se siente
ultrajada más aún cuando los ladrones
vuelven para intimidarlos con un video
del robo en el que muestran cómo mal­
trataron al gato-hijo, su respeto por el
cuarto del reborn, y cómo se cagaron
–literalmente– por la casa entera. En­
188
tran a escena policías, detectives pri­
vados, “policías y ladrones”. Alberto
encuentra, por medio del detective, la
casa de los ladrones y se escabulle por
una colonia maloliente para secuestrar
a su hija, una pequeña niña casi recién
nacida. La pareja escapa con la niña al
pueblo de la nana de Irene, El Sartejonal.
La vida se detiene hasta que la niña enfer­
ma y muere. Alberto regresa el cadáver
a la cama de sus verdaderos padres, no
sabe si a manera de disculpa o venganza.
Me parece que es la historia, la tra­
ma, lo que sostiene la novela de Ra­
mos Revillas, ya que se puede afirmar
que no tiene gran pericia en el lenguaje,
y lo digo no como un reclamo, ya que
no creo que esa sea la intención, ni del
autor ni de su novela. El autor sabe su
oficio y lo cumple: contar una historia
de manera fluida y a ratos con buenos
destellos de intriga, dolor y desespera­
ción. El autor desarrolla una prosa con­
sistente que, en varias páginas, logra
un sólido pulso narrativo. La gran duda
que me asalta es si Ramos Revillas está
consciente de lo que no dice, de lo que
queda suspendido en su propio lengua­
je, pues es allí donde se encuentra lo
mejor de la novela. Por las entrevistas
que le han hecho al autor –o por lo me­
nos las que he tenido oportunidad de
leer–, no muestra éste conciencia del
entramado de ideas que podrían estar
detrás de la historia. No me queda claro
si su narrador personaje no se detiene
a pensar en varios asuntos simplemente
por prisa o porque no los ve pasar.
Si en algunos casos se puede escri­
bir sobre un libro sin referirse directa­
mente a su trama, es porque ahí no es
donde se encuentra la médula de la es­
critura sino en sus temas, sus pregun­
tas, en aquellos complejos recovecos
que las palabras resguardan. En este
caso, sería imposible no hablar de la
trama de la novela, ya que es ahí el lugar
en el que de verdad ocurren las cosas.
De este asunto obtengo uno de los ras­
gos formales más característicos de la
prosa de Antonio, un constante ocurrir
que se pausa para pequeñas reflexiones
sobre lo ocurrido en el vuelo. El autor
mismo define su texto como “una no­
vela sobre la paternidad, la pérdida
de los hijos, pero también un thriller,
una road novel”. Sí, sin duda, Los últi­
mos hijos es una novela centrada en las
acciones. Tal vez sea por ello que por
momentos parece que estás leyendo el
argumento de una serie de televisión
contemporánea, una de ésas en la que
hay ladrones, narcos, detectives priva­
dos, abultadas cuentas bancarias frente
a tópicos sobre la pobreza: viejas nanas,
pueblos polvorientos, niños con los mo­
cos escurridos. Tal vez por ello también
varios de los capítulos de la novela ter­
minan a la manera de un episodio tele­
visivo. Por ejemplo: “Me acerqué al cidí,
lo recogí; en una hoja de libreta pegada
con cinta, leí una frase que conocía:
‘Ja, ja, ja’. Y una ame­naza. Los ladro­
nes habían vuelto a visitarnos.” O “A
la cuarta semana, el asesor de riesgos
nos informó que los había encontrado.”
En este mismo tenor, noto que cuando
requiere hacer algún movimiento tem­
poral, no lo hace sin dejarle claro al
lector de dónde es que proviene dicho
desplazamiento. Regularmente utiliza
objetos que disparan estos recuerdos
(“…los focos encendidos mal aluzaban
las paredes en donde las fotografías de
nuestra boda seguían indemnes”) y,
por supuesto, habla de su boda y una
época en la que antes fueron felices.
O también, “Irene señaló una charola
de alpaca que habíamos comprado du­
rante nuestra luna de miel en Taxco”,
volviendo a aquellos días en los que un
minúsculo feto muerto no había demo­
lido su existencia.
Los personajes de Los últimos hijos
son comunes y corrientes, y eso los vuel­
ve interesantes. El parecido que tienen
con una clase media arribista increíble­
mente extendida por todo el país los hace
atractivos por identificables: el que esté
libre de deuda que tire la primera pie­
dra. Alberto e Irene desean la vida so­
ñada: un auto del año, una casa en un
fraccionamiento –cerrado y con case­
ta, por supuesto-, una cuenta mediana­
mente abultada, un hijito para llevarlo a
la mejor escuela que puedan pagar, y
ahorros para que, cuando tenga edad,
poder ir a Disney. Amparo, la nana, y
el resto de los personajes que viven en
El Sartejonal, son entes desdibujados,
cuya importancia en la trama se redu­
ce a extras parados bajo las luces ca­
lientes: escenario o desierto, da igual.
Los ladrones son, paradójicamente, un
189
conjunto uniforme y al mismo tiempo una
masa sin forma. Esto a pesar de que están
identificados cada uno por su nombre ya
que son, como el propio detective pri­
vado –Carlos Becerril–, lugares comu­
nes encarnados. El jefe de la “familia
ladrona” se llama Horacio Palomares,
su hijo José Luis, su hija Carolina y su
yerno Martín. Por supuesto que, como
“todos” los ladrones, todos los “sujetos
de barrio” tienen apodos tan ridículos
como previsibles: El Tieso, El Choche,
y La Tura.
El bebé es una entidad flotante y com­
pleja, ya que lo construyen una diversi­
dad de componentes (el bebé que han
perdido antes de nacer, el reborn que
intentan eventualmente criar) y Betsa­
bé, la hija que le han robado a Caroli­
na, integrante de la banda de ladrones
que entraron a su casa. Evidentemen­
te, sobre este personaje tan poco dra­
mático, en términos de acción, recaen,
desde mi lectura, diversos significados.
Por un lado, es la clara materialización
de un estilo de vida que han perdido
al ser sujetos de un robo; por el otro,
es un objeto de deseo jamás asequible;
y, por último, un individuo en el que se
conjugan dolor y venganza, temas en los
que el novelista profundiza a lo largo
del texto.
para avanzar , necesita ser padre
La novela nos deja claro que existe una
clara arquitectura social y cultural res­
pecto a tener hijos, porque habría que
190
decir que existen diferentes visiones
dignas de tomarse en cuenta cuando de
paternidad y maternidad se habla. Bas­
taría, como ejemplo, con pedir en el
trabajo un permiso por “paternidad”.
Es innegable que tanto hombres como
mujeres recibimos una “educación es­
tructural” sobre lo que significa ser pa­
dres, así como ser hombres y mujeres.
Como bien lo dice Alberto: “Quería po­
seer un hijo, sangre de mi sangre, porque
me habían dicho que aquél era el verda­
dero amor y necesitaba experimentar­
lo.” Yo no tengo hijos, así que no quiero
recurrir a la fácil descalificación ni a
la compleja discusión sobre la realidad
del incondicional amor a los hijos.
Ramos Revillas habla desde diver­
sos lugares de los hijos como la máxima
fuente y reserva de amor en el mundo,
como el siguiente paso lógico en un “buen
matrimonio”, como la marca sobre la
tierra que se volverá nuestro legado.
Toda obra y toda acción que el indivi­
duo realice antes de tener un hijo posee
significado por sí misma, después se
convierte en un esfuerzo por tu hijo, en
un fresco que se va pintando conforme
pasan los años, en un supuesto legado
con el que se tiene que lidiar constante­
mente para que cumpla con su “papel”,
para que sea aquello que se espera de
él. Pero no pensamos que, como lo dice
el autor, ni el hijo será mejor por tener
padre, ni el padre será mejor por tener
hijo: “Porque seguirás siendo un hijo
de la chingada. Porque ni siquiera los
hijos nos vuelven mejores personas.”
A lo largo de la novela el lector se ve
en la necesidad de preguntarse cons­
tantemente –por lo menos uno sin hi­
jos– si la felicidad, si el por muchos
anhelado sentimiento de tener al fin una
vida “completa”, sólo viene de la mano
de un hijo. Alberto lucha con ese sen­
timiento decenas de veces y, cuando
pierde a su hijo, también pierde la espe­
ranza de plenitud: “adiós a sentirte padre,
adiós a sentirte completo”, aunque poco
tiempo después, una vez que ya tiene
un hijo, no importa cómo –robado, to­
mado prestado o raptado–, el peso de
la responsabilidad lo abruma: “Venía­
mos huyendo y, de pronto, Betsabé nos
chupaba la existencia: en realidad nos
hacía sus víctimas. Estábamos ahí sólo
para ella, para mirarla abrir los ojos, oír
sus lloriqueos. Sin Amparo, aquello ha­
bría sido mucho más dificil.” Se dice que
perder un hijo es terrible, que tenerlo
es grandioso, y que hay que desearlo
porque otros esperan que así sea, de­
searlo porque inconscientemente sabes
que ésa será la única huella imprescin­
dible que dejes sobre la tierra. ¿Duda,
desconcierto, incredulidad?
El autor plantea en su novela otra
idea que me parece sumamente intere­
sante: la falta de hijos. No como castigo
o pérdida, sino como elección. Parecie­
ra que no tener hijos es una moda, dice
el narrador. Aunque no se profundiza
mucho en la idea, es evidente que la
reflexión puede ser extensa y tal vez in­
descifrable. El autor lo dice así: “¿Por
qué quería tener un hijo? ¿Para qué?
Me reí de mí: qué poco contemporáneo
eres, tener hijos es del pasado: ahora es
adoptar mascotas, celulares, viajar por el
mundo, vivir para uno, no para alimen­
tar a otros: ahorrar para la jubilación,
morir solo, aceptar la inmensa soledad
sin nombre que hay en el mundo.” Yo
podría aventurar que quizá somos parte
de una generación víctima de un indivi­
dualismo exacerbado, la cual se muestra
tan infantilizada –comics, videojuegos,
superhéroes, figuras de acción–, que
no puede lidiar, en tanto dejarlo todo
de lado, al enfrentar la vida como adul­
tos, para arriesgarse a tener algo tan
preciado y vivir todos los días con el
miedo a perderlo. Tal vez no queremos
otro niño al que tener que prestarle los
juguetes.
su cola, a fuerza de golpear contra los
barrotes, sangra de un sólo sitio
Ahora dos asuntos que no pasan desa­
percibidos en el texto de Antonio Ra­
mos Revillas. En primer lugar apare­
cen a lo largo de la trama varios lugares
comunes que hacen trastabillar algu­
nos de los capítulos, ya que detienen
o interrumpen una lectura fluida del
texto. Aunado esto a que dichos luga­
res comunes provienen de un imagina­
rio enraizado en la percepción que de
las clases sociales se tiene. Entiendo
que Alberto, el personaje principal, es
un hombre de clase media acomodada
que bien puede pensar eso, pero segu­
ramente habría manera de salvarse de
191
esas empantanadas repeticiones socio-­
culturales. Por ejemplo, la relación entre
Amparo, la nana, e Irene parece sali­
da de una telenovela. Es la mujer del
campo que vino a trabajar a la ciudad
y se encuentra con unos padres que
no hacen caso a su hija; así que ella,
con todo el amor que le ha sobrado por
nunca haber sido madre, la cría como
a su hija, y la propia niña le tiene un
cariño casi, o tal vez mayor, como el
que le tiene a su madre siempre ausen­
te. En otro momento, en un video que
los ladrones le hacen llegar a Alberto,
uno de ellos dice: “Este huevudo lee
mucho”, y otro contesta “Por pendejo”.
Así, el narrador no sólo separa a los “la­
drones” de los hombres que se ganan
la vida de manera honesta –entre todas
las comillas que gusten–, sino que tam­
bién pretende hacer evidente, por me­
dio de ese recurso fácil, la idea de que
para la gente “pobre” cualquier gesto
de gusto por cierta cultura, la lectura
en este caso, es catalogado como in­
servible y “para pendejos”. Y así otros
más: el papá de Carolina no quiere que
estudie, a pesar de que ella, una buena
chica atrapada en las garras de una
familia de ladrones, quiere aprender
radiología. O, para anotar un último
ejemplo que no hace falta glosar: “En
El Sartejonal no había internet, aunque
sí televisión vía satélite... No tenían
agua potable, pero sí televisión.”
En segundo lugar, si algo no me
queda claro de Los últimos hijos, es la
construcción de sus personajes, espe­
192
cialmente Alberto e Irene: una pareja
con una vida “clasemediera”, a decir
de la contraportada. Creo que los per­
sonajes me llegan a parecer antipáti­
cos por la postura que adoptan ante
“la pobreza”, ante “los ladrones”, ante
“los pobres”. Justifico el uso de las co­
millas por mi propia duda, porque no
estoy convencido de que sea intención
del autor que sus personajes se mues­
tren al mismo tiempo atemorizados,
profundamente lastimados, al borde de
un precipicio emocional, mientras que
no dejan de ser –por más que lo inten­
ten– individuos que muestran constan­
temente una superioridad intrínseca
hacia casi todos los demás personajes
de la novela. Dice Alberto: “Apreté los
dientes del enojo, porque sentía que la
vida era demasiado injusta conmigo.
Ahí estaba esa niña que crecería para
ser ladrona. Usaría ropa sucia. Gatea­
ría en aquel piso podrido. Pasaría fríos.
Hambre.” Se presentan así personajes
ensimismados que hablan de otros con
displicencia y condescendencia: “Has­
ta los ladrones desean terminar su día
con comida caliente frente a ellos.”
Otro ejemplo sería la postura que Al­
berto tiene ante sus “trabajos” durante
la época que pasan escondidos en el
pueblo de la nana Amparo. “Iba y ve­
nía con mi bicicleta. No me importaba
esforzarme, sudar. Incluso esa activi­
dad física resulta curiosa, interesante:
pedalear por la sierra” –dice Alberto,
tomando su trabajo en la gasolinera o
en el matadero de animales como un
pasatiempo para matar el ocio mientras
se esconde.
Los últimos hijos es una novela que
nos hace preguntarnos qué tan prepa­
rados estamos para sortear decisiones
que desencajarán nuestra existencia. Pre­
guntas que pondrán en duda nuestra
capacidad de empatía por el dolor aje­
no, nuestro deseo de venganza hacia la
propia vida que no cumple expectativas
que ni siquiera eran, desde un princi­
pio, propias. Antonio Ramos Revillas
escribió una novela capaz de satisfacer
narrativamente, siempre y cuando se
busque una historia que entretenga y
evolucione conforme avanza, pero que
en otros momentos se opaque ante luga­
res comunes y personajes unidimensiona­
les y repetitivos. Finalmente, la paternidad
sometida por el dolor y la venganza, el
desconcierto ingente ante lo que somos
capaces de hacer con tal de alcanzar
aquello que nos hemos impuesto como
deseo.
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