1 Por Pedro Yagüe Nuevos son los Trapos Estamos agobiados por la coyuntura. O, mejor dicho, por el coyunturalismo. Las discusiones y textos actuales sólo ponen en movimiento viejos ríos de tinta que conducen siempre hacia el mismo valle de lágrimas. No hay lugar para batallas reales entre estas pseudocríticas. Por los muchos rincones de esta penumbra nocturna escuchamos gritos que dicen ¡yo soy el pensamiento crítico! Sin embargo, cuando corremos a su encuentro, nos encontramos una y otra vez con simples tomas de postura que, al no poder poner su propia sangre en las palabras, se duermen de inmediato regocijados por la melodía estéril que sale de sus bocas. Tomar una postura inteligente frente a la última novedad: ése pareciera ser el imperativo. Esta sobrecoyunturalización del pensamiento nos asfixia. Necesitamos otro espacio. Y otro tiempo. Esa búsqueda ansiosa de lo nuevo, de lo último, nos impone una temporalidad reactiva. ¡Qué lejos de la paciencia meticulosa del pensamiento histórico! ¡Qué lejos de la tenacidad pasional de la lucha de clases! Ahogarse en la coyuntura es, paradójicamente, la forma en la que nuestro tiempo le escapa al análisis histórico. Vivimos en una época en la que todo pensamiento se define a sí mismo como crítico. Predominan posturas fuertes, basadas en el convencimiento de la radicalidad de los propios razonamientos. Cada uno, con sus medios, busca tomar la palabra y así consolarse con el vigor ilusorio de sus pobres certezas. Parafraseando a Descartes, podríamos decir que el pensamiento crítico es lo que mejor repartido está en el mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que incluso los más quejosos respecto a cualquier otra cosa no suelen desear más del que ya tienen. La palabra crítica pareciera nombrar algo de lo que carece. Quizás ésta sea otra característica de época: poner un concepto en el discurso y, en ese mismo acto, sacarlo de la experiencia concreta. Escribimos esta revista porque sentimos que algo bien íntimo y nuestro está en peligro, aunque no siempre podamos decir qué. Son nuestras propias 2 condiciones de vida las que engendran ese malestar común que no deja de avanzar. Está en nosotros decidir qué hacer con esta amargura. Enfrentarla es el desafío político que nos proponemos. No queremos escaparle afirmando certezas estereotipadas y autocomplacientes. En tiempos de resurrección de las nunca viejas miserias religiosas formulamos un método anti-cristiano: hacer del sufrimiento un campo de batalla. No hay operación más perversa que presentar a la escritura como algo meramente racional, separando al texto de la carne y la sangre que lo provocan. La pluma sufre y es su dolor el que la mueve. Es la forma en la que nuestras condiciones materiales de existencia se anudan en y entre nosotros lo que nos obliga a escribir sobre ellas. Es ahí donde la frígida erudición de la academia y la risa impotente de las redes sociales se funden en un mismo movimiento: en la seducción de las palabras sin cuerpo, en la fascinación por las frases descorazonadas. No nos interesan los retratos exquisitos que embellecen la política. Tanta sutileza nos produce alergia. La escritura que nos proponemos no enturbia las aguas para hacerlas parecer profundas, sino que se sumerge en su interior para desarmar cada molécula en busca de un poco de oxígeno. Eso es lo que buscamos. Una bocanada de aire que nos arranque de la noche del progreso. Necesitamos armar un espacio para desplegar juntos ese malestar y así poder definir nuestras batallas. De eso se trata esta revista. Ten amigos, batallas y pasiones, y las palabras vendrán solas. 3 Por Joaquín Sticotti Impronta afectiva “Daría cualquier cosa por amar. Daría cualquier cosa por poderte dar un poco más, más de lo que puedo dar” Charly Gracia Henos aquí presentando el primer número de nuestra revista, Nuevos Trapos. La revista surge, a partir de varias ideas elaboradas en conjunto y en paralelo, con el puntapié inicial de proponernos ser anti-coyunturalistas. El coyunturalismo de la actualidad es, nada más y nada menos, que una premisa para tener algo contra lo cual escribir. Escribir en contra es un valioso recurso, un estímulo para desarrollar una línea de pensamiento. El anti-coyunturalismo no implica negar la coyuntura, sino verla un poco más allá de la inmediatez. Verla pensando que el presente tiene pasado y el futuro tendrá el pasado que vayamos construyendo. La identidad de nuestra revista, más allá de este punto de largada, se propone como una construcción colectiva. La impronta inicial, vinculada a nuestros intereses, pretende abrirse en los sucesivos números hacia otras personas que tengan líneas de pensamiento similares. No hay límites temáticos, pero sí algunas condiciones técnicas que pretendemos dejar en claro en esta nota y en los primeros números. Nuestro aporte viene de un campo que podemos llamar intelectual, teórico o simplemente del pensamiento. Pero buscamos acercarnos a este campo de un modo que pretendemos afectivo. Lejos de citar a los autores que corresponden a los antecedentes del tema que estamos abordando, citaremos y referenciaremos a los autores por los que sentimos una empatía, una identificación, algo que es muy parecido al cariño o al amor. Ese es el lugar que ocupan en este primer número los nombres de León Rozitchner, Rafael Barrett y Walter Benjamin. Es el propio Benjamin quien señala lo importante que es no pensar nuestro campo como algo que posee un carácter cualitativamente especial. Nunca va a existir un pensamiento que, espiritualizado, tocado por los dioses, luche contra el capitalismo. La lucha de clases no puede pasar de moda, “porque la lucha 4 revolucionaria no se juega entre el capitalismo y el espíritu, sino entre el capitalismo y el proletariado”. Entendemos que el campo intelectual no necesita abandonar su complejidad y su capacidad de crítica para mostrarse con una dignidad equivalente a las batallas que se dan, día a día, a nivel sindical, cultural y político. Para esto es necesario abandonar un gesto “espiritualizante”: la solemnidad. Nuevamente Benjamin: “Advirtamos no más que marginalmente que no hay mejor punto de arranque para el pensamiento que la risa. Y una conmoción del diafragma ofrece casi siempre mejores perspectivas al pensamiento que una conmoción del alma”. Otra característica de nuestro campo es que sus armas son las palabras orales o escritas, aunque las segundas pesan bastante más. Sabemos que son herramientas que muchos tienen y que se usan para muy divergentes objetivos. Para poder interpelar con nuestras armas, extender la circulación de nuestras palabras, debemos tener cierto coraje. Que, en este caso, es lo mismo que la capacidad de perder el miedo al ridículo. Preferimos quedar como boludos que se pretenden intelectuales que conservar la compostura. Preferimos quedar como pretenciosos que no decir lo que pensamos. Boludeces se cometen en todos los campos y el nuestro no está, ni estará exento de las mismas. No vamos a estreñirnos para que no se nos caigan los anillos, total no los tenemos. En este marco, sostenemos que la forma de hacer circular nuestras palabras -tanto en cuanto al soporte como al estilo- no está escindida del contenido de las mismas. Si se elige escribir de un modo que pocos pueden entender, se está tomando una decisión política, no solamente estilística. Cualquier técnica va a involucrar una tendencia, tanto política como de estilo. Nuestra forma-contenido pretende trascender un círculo de lectores exclusivamente académicos. No nos negamos a las formas literarias, ya sea en prosa o en verso. Podemos fracasar, pero buscamos interpelar más allá de nuestros colegas, buscando complejizar los temas que analizamos sin codificarlos de un modo encriptado. Ni banales ni eruditos, ni tediosos ni 5 panfletarios, confiamos en las palabras para ir descubriendo, sobre la marcha, nuestros propios pensamientos. 6 Por Rafael Barrett Buenos Aires1 El amanecer, la tristeza infinita de los primeros espectros verdosos, enormes, sin forma, que se pegan a las altas y sombrías fachadas de la avenida de Mayo; la vuelta al dolor, la claridad lenta en la llovizna fría y pegajosa que desciende de la inmensidad gris; el cansancio incurable, saliendo crispado y lívido el sueño, del pedazo de muerte con el que nos aliviamos un minuto; el húmedo asfalto, interminable, reluciente, el espejo donde todo resbala y huye, los muros mojados y lustrosos, la gran calle pétrea, sudando su indiferencia helada; la soledad donde todavía duermen pozos de tiniebla, donde ya empieza a gusanear el hombre… Chiquillos extenuados, descalzos, medio desnudos, con el hambre y la ciencia de la vida retratados en sus rostros graves, corren sin aliento, cargados de Prensas corren, débiles bestias espoleadas, a distribuir por la ciudad del egoísmo la palabra hipócrita de la democracia y el progreso, alimentada con anuncios de rematadores. Pasan obreros envejecidos y callosos, la herramienta a la espalda. Son machos fuertes y siniestros, duros a la intemperie y al látigo. Hay en sus ojos un odio tenaz y sarcástico que no se marcha jamás. La mañana se empina poco a poco, y descubre cosas sórdidas y sucias amodorradas en los umbrales, contra el quicio de las puertas. Los mendigos espantan a las ratas y hozan en los montones de inmundicias. Una población harapienta surge del abismo, y vaga y roe al pie de los palacios unidos los unos a los otros en la larga perspectiva, gigantescos, mudos, cerrados de arriba abajo, inatacables, inaccesibles. Allí están guardados los restos del festín de anoche: la pechuga trufada que deshace su pulpa exquisita en el plato de China, el champaña que abandona su baño polar para hervir relámpagos de oro en el tallado cristal de Bohemia. Allí descansan en nidos de tibios terciopelos las esmeraldas y los diamantes; allí reposa la ociosidad y sueña la lujuria, acariciadas por el hilo de Holanda y las sedas de Oriente y los encajes de Inglaterra; allí se ocultan las 1 Texto publicado en 1906 7 delicias y los tesoros todos del mundo. Allí, a un palmo de distancia, palpita la felicidad. Fuera de allí, el horror y la rabia, el desierto y la sed, el miedo y la angustia y el suicidio anónimo. Un viejo se acercó despacio a mi portal. Venía oblicuamente, escudriñando el suelo. Un gorro pesado, informe, le cubría, como una costra, el cráneo tiñoso. La piel de la cara era fina y repugnante. La nariz abultada, roja, chorreante, asomaba sobre la bufanda grasienta y endurecida. Ropa sin nombre, trozos recosidos atados con cuerdas al cuerpo miserable, peleaban con el invierno. Los pies parecían envueltos en un barro indestructible. Se deslizó hasta mí: no pidió limosna. Vio una lata donde se había arrojado la basura del día, y sacando un gancho comenzó a revolver los desperdicios que despedían un hedor mortal. Contemplé aquellas manos bien dibujadas, en que sonreía aún el reflejo de la juventud y de la inteligencia; contemplé aquellos párpados de bordes sanguinolentos, entre los cuales vacilaba el pálido azul de las pupilas, un azul de témpano, un azul enfermo, extrahumano, fatídico. El viejo –si lo era– encontró algo… una carnaza a medio quemar, a medio masticar, manchada con la saliva de algún perro. Las manos la tomaron cuidadosamente. El desdichado se alejó… Creí observar, adivinar… que su apetito no esperaba… ¡También América! Sentí la infamia de la especie en mis entrañas. Sentí la ira implacable subir a mis sienes, morder mis brazos. Sentí que la única manera de ser bueno es ser feroz, que el incendio y la matanza son la verdad, que hay que mudar la sangre de los odres podridos. Comprendí, en aquel instante, la grandeza del gesto anarquista, y admiré el júbilo magnífico con que la dinamita atruena y raja el vil hormiguero humano. 8 Por Pedro Yagüe Rafael Barrett, mirando vivir En 1902 la homosexualidad era, entre otras cosas, una injuria. Es por eso que cuando don José María Azopardo denunció públicamente a Rafael Barrett de sucumbir en esas malas artes, la enfurecida respuesta del caballero no se hizo esperar. De esas irreflexivas palabras –fruto probable de un impulso fugaz– se desprendieron numerosas consecuencias: un certificado médico que acreditaba la castidad anal de Barrett, un desafío a duelo con Azopardo rechazado por un Tribunal de Honor presidido por el Duque de Arión, una posterior paliza de Barrett al Duque de Arión, algunas notas periodísticas que hoy llamaríamos amarillistas, la expulsión de Barrett de los círculos de la aristocracia madrileña, y, finalmente, su llegada a Buenos Aires en 1903. Por los distintos capítulos de la vida y obra de Rafael Barrett se esconde un sinfín de misterios. Entre ellos, su olvido. La vuelta a sus textos no fue nunca un antojo del fisgoneo académico –quizás por eso su general omisión–, sino una necesidad de volver a poner frente a nosotros el espíritu insolente y visceral que daba origen a cada uno de sus escritos. A principios del siglo pasado Barrett escribía algo que podría haber dicho cualquier hombre sensato de nuestro tiempo: a esta época le falta serenidad, somos incapaces de contemplar la vida con amor inteligente y tranquilo. El vigor de estas palabras, creo entender, sólo renace cuando permiten registrar la propia falta de registro sobre esos infinitos detalles que hacen a lo que uno suele llamar la vida cotidiana. Esa especie de sensibilidad romántica y naturalista que los habitantes de las grandes urbes imaginamos en el hombre de campo es recuperada por Barrett como el insumo teórico y político por excelencia. La incapacidad de mirar vivir es la madre miserable de toda pobreza intelectual. Y es que, justamente, fue mirando vivir que Barrett pudo hablarnos de los espasmos de la vida cotidiana, de la inteligencia altruista de las hormigas, del cinismo amable de la ciencia social, de los peligros de la fe en el progreso científico, de la frigidez del incipiente feminismo individualista, de la acechante 9 presencia de los muertos en los vivos, de la eterna juventud del pesimismo. Y fue esa sensibilidad, ese saber mirar, lo que llevó a Barrett a la política. Habían pasado algunos minutos del amanecer. Bajo una lenta y fría llovizna porteña, Barrett advirtió la presencia de un hombre encorvado que, en plena lucha contra el invierno, revolvía la basura del banquete de la noche anterior. Buscaba algo para comer. Una prolongación de su mano en forma de garfio revolvía los deshechos de la inmundicia urbana con la esperanza de encontrar un consuelo para el frío y el hambre. Mientras el hombre –que parecía viejo, aunque tal vez no lo fuera– lograba encontrar un pedazo de carnaza masticada, Barrett sintió por primera vez la infamia de la especie marcada a fuego en sus entrañas. Cada uno de sus textos y conferencias posteriores se encontró sellado por el odio que sintió esa madrugada. Es difícil explicar por qué ciertos acontecimientos nos marcan para siempre. Sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria. El artículo Buenos Aires describe uno de esos momentos a partir de los que ya nada puede volver a ser visto como antes. Nadie dudaría de que Barrett, la noche anterior a esa madrugada, entendía a la perfección los detalles y las causas de la marginalidad urbana. No es de una revelación intelectual de lo que nos habla su texto. Cuando imaginamos que alguien a quien nos representamos como semejante experimenta algún afecto, señala Spinoza en la Ética, somos afectados entonces por un afecto similar al que imaginamos en él. Habría que aclarar que, para que esto suceda, ese otro debe ser construido a través de un proceso de identificación imaginaria. Esta mímesis sensible de la que nos habla Spinoza no se activa al entender al otro como un semejante, sino al imaginarlo como tal. Sospecho que fue eso lo que se desató en Barrett durante el amanecer que retrata en Buenos Aires. Ese hombre revolviendo la basura dejó de ser un elemento más de la escenografía urbana para transformarse en su semejante. Ambos fueron, entonces, parte de lo mismo, y el hambre que Barrett imaginó fue también su propio hambre. Mirar vivir es efecto y causa de esa sensibilidad que se encarna en nosotros como pensamiento. Leer a Barrett, leerlo realmente, sólo es posible 10 reviviendo la carga afectiva de sus palabras, recuperando la coherencia sensible que sus conceptos animan. Leer a Barrett, leerlo realmente, tiene sentido si, al hacerlo, nos invita también a mirar con nuestros ojos y a pensar con las entrañas. 11 Por León Rozitchner Justificado para no ir a un Congreso de Filosofía2 De la filosofía se dice que es una pasionaria: ama a la sabiduría. Pero de ese amor perdido muchos sólo se acuerdan en los congresos. La filosofía, entre nosotros y aún más lejos, es la expresión de un pensamiento que se abre sólo en el espacio más abstracto de la palabra, donde la razón se mueve con conceptos, sin filamentos ni nervaduras sensibles. Los filósofos –digo: algunos de ellos– son cañitas pensantes que pescan ideas en los libros. Los que han hecho “profesión” de la filosofía declaran desde el vamos dónde se ubican: teniendo a nuestra disposición para expresarnos desde el canto hasta el verso, el cuento o la novela, los filósofos llegan a la filosofía pura exhaustos de pasiones. El extremo más abstracto fue alcanzado en el campo de la palabra, el más distanciado del canto y de la música, de la resonancia sonora y sinfónica del mundo. La filosofía se presenta como el pensar más refinado y distanciado de lo imaginario y del afecto; olvida de dónde viene al querer llegar tan alto. No porque no sienta sentimientos, sino simplemente porque no necesita avivarlos, cree, para escribir los conceptos. En la filosofía, por lo menos en la académica, no hay valientes. Jean Wahl decía que la poesía era fuente de filosofía: el problema es cómo hacer para que lo que tenemos de poético hable en la filosofía sin pedirles, como Heidegger a los poetas, que le abran el camino para que al final el filósofo les haga decir en nombre del Ser lo que a él se le canta. Porque cuando el filósofo habla, “el habla habla” con la certidumbre de la teología. Y cuando digo poesía o filosofía sólo pienso en esa experiencia personal de crear sentido, que une el llamado “espíritu” a la llamada “materia” y pone en juego al sujeto que piensa, sea con imágenes o con meros conceptos. Siento, imagino, pienso, y por lo tanto existo. Distintas maneras de implicar la totalidad del sujeto. Confieso: hay que tener coraje para ser poeta o novelista en serio. Por eso quizás uno se dedicó a la filosofía. Hay que atreverse, y no es moco de pavo –¡quién pudiera!–, a abrir la trama ceñida de lo que el tiempo ha ido 2 Texto publicado el 24 de julio del 2007 en el diario Página 12. 12 decantando en lo sensible de nuestro pasado y volver a animar lo que ya está quieto y hasta apelmazado: por eso se dice lo pasado pisado. Es más fácil pedir prestadas ideas y conceptos que experimentar sentimientos e imágenes para animarse a que las nuestras re-suenen. El tener conceptos, en cambio, no nos pide pruebas de que las ideas hayan resonado en algún espacio sensible y afectivo, donde lo finito y lo infinito dentro de uno mismo tropiezan. Reconocer en ellos la aureola imaginaria y alucinada que los acompañan. Pero para que lo más sensible de nuestra vida pase a la palabra, ésta necesita siempre de la melodía, la forma primera y arcaica de un cuerpo que se hizo sonido, que organizó el sentido, para que re-suene como un eco infinito en los recovecos del cuerpo tensado como la cuerda de un cuatro. Eso no se inventa. Toda creación es re-creación de algo anterior, un estado de gracia inocente que prolonga ese acontecer originario que abrió el camino para que podamos luego llegar más hondo en la aprehensión del mundo con el pensamiento. El coraje de la re-creación es la verdadera valentía que se abre en la palabra intensiva: animarnos a retomar como punto de partida lo que quizá más nos haya dolido o más hayamos gozado. ¿Quién se atreve a rememorar la intensidad de un amor perdido, el darse ilimitado del goce enamorado, sin sentir que su pérdida infinita, la única infinitud en acto que realmente exista, nos hizo “andar sin pensamiento”, para siempre heridos, convalecientes sin remedio, un poco muertos? ¿Y que eso vuelve a reanimarse con el pensamiento cuando pensamos algo? Sólo así, sin embargo, el ánima se anima. Los narradores y los poetas son admirables porque tienen ese coraje interior para meterse adentro que los que pensamos en filosofía, por definición, carecemos: son los que están más próximos a lo imaginario y al afecto: no tienen miedo. (San Juan de la Cruz estuvo castigado por la curia en una tumba de piedra durante nueve meses, y describe la pasión amorosa más alucinada, hermosa y dolorosa, entre el Amado y la Amada, incesto incluido. Y siguió sin embargo fiel a Cristo y a la Iglesia, pero había una fidelidad más profunda que se ocultaba y reverberaba en sus versos. Por eso su valentía es extrema: venció la angustia al darle vida en su canto al primer amor perdido, inalcanzable, para siempre ido, ese que le 13 estaba prohibido bajo pena de muerte. Y lo gozó nuevamente ante ellos, expertos en ardides, sin que se dieran cuenta.) ¡Qué diferencia con los teólogos y los filósofos! A algunos filósofos no les creo mucho, aunque a veces me deslumbren tanto: toman distancia de lo que más amamos por medio del concepto y del pensamiento coherente y transparente. ¡Qué trabajo se dan! Mírenlo a Hegel que pensó él solito todo lo que podía pensarse desde que el mundo es mundo, aunque nos dejó un poquito. Otros filósofos, en cambio, dicen lo mismo que los poetas, pero han tenido que hacerlo abstractamente para evitar la hoguera: mírenlo a Spinoza, retorciendo los sarmientos secos de la teología para que ardan de nuevo. Entonces la filosofía es un subterfugio para distanciarse o acercarse a la poesía y a la novelería. Y como ya sabemos, la imaginación también crea pensamiento. Lo imaginario no es sólo, como decía Sartre, “la presencia de una ausencia”. Hay ausencias y ausencias, unas que vuelven, otras que han partido para siempre. Hay ausencias que matan, más bien que nos matan, sobre todo si las hemos enterrado en nosotros mismos: no podemos darles vida, están como la princesa dormida en el bosque. Todo pensamiento que repite y no pasa de grado es melancolía reflexiva, sin el beso del amor que vuelva a despertarla. Una imagen lleva a la otra, y es todo el campo de la vida alucinada el que tenemos que revivir para actualizar no sólo la presencia pensada como pensamiento, sino la presencia actualizada con la coronita que le pone a cada cosa su aura: evitamos caer en la locura sin darnos cuenta de que la cultura es ya un alucinamiento colectivo compartido. ¿Acaso la imagen sartreana que define la imagen, “la presencia de una ausencia”, no define también a aquél que alucina? Miren el trabajo que se tomó Descartes para distanciarse de los tres sueños que lo perseguían. Hay que hacer que la filosofía se haga palabra para que el seso nos avive y despierte, pero con una palabra pegada al sentimiento que el cuerpo memorioso modula, y confirme o niegue lo que el pensamiento dice. El pensamiento siempre dialoga en nosotros mismos con el afecto y la imagen, como planta seca echando raíces en el agua oscura. 14 Y eso duele mucho. Allí se originan nuestros pensamientos: cuando tocan fondo, cuando hemos quedado solos para enfrentar el terror y el misterio del mundo. Pasar el espejo quizá sólo quiera decir eso: romper la imagen de la unidad festiva, el espacio azogado y pulcro donde el “socius” nos devuelve con su brillo lo que hemos llegado a ser después de esmerarnos (¿esmerilarnos quise decir?) tanto durante tanto tiempo: la imagen que nos damos o recibimos de nosotros mismos para ser idénticos. Porque las palabras, no hay vuelta de hoja, cuando son sólo conceptos son una coraza para mantener distancia con lo que sentimos y también tememos. Entonces uno piensa que filósofos en serio son sólo los que han actualizado las marcas de lo originario en su pensamiento: cuando son poetas o narradores que piensan conceptos. Aunque corran el riesgo de quedarse solos, sin que nadie los acompañe, como a los deudos, con el sentimiento. Entonces uno escribe cualquier cosa, como en la escuela para justificar la falta: por ejemplo, me dolía la panza. 15 Por DS León Rozitchner lector3 “El coraje de la recreación es la verdadera valentía que se abre en la palabra intensiva: animarnos a retomar como punto de partida lo que quizás más nos haya dolido o más hayamos gozado” I. Leer como práctica de conocimiento de sí León Rozitchner solía repetir a Simón Rodríguez, para quien la lectura era una actividad de orden anímico y transtemporal: no se lee sin investir signos objetivados. No se descifran escrituras pasadas sin vivificarlas a partir de nuestras propias experiencias, que es lo único con lo que contamos a la hora de despabilar palabras y frases para encontrar en ellas una vida solapada. Toda lectura pone en juego una dimensión de auto-conocimiento. No sabemos qué podemos, en tanto lectores, hasta que no nos vemos impelidos a entrar en contacto con el esfuerzo de escritura que otrx hizo en otro tiempo y que ahora, deseosos de constituir un sentido, debemos realizar nosotros. No podremos enterarnos de la riqueza que envuelve el jeroglífico hasta que no le comuniquemos una riqueza que nos es propia y que no siempre advertimos de antemano. La lectura es una práctica de autoconocimiento también por otra razón: sólo la confrontación cuerpo a cuerpo con la positividad del texto hará emerger la propia subjetividad lectora; las operaciones de selección y asociación que la intensión nos demanda para conferirle una significación. Leer implica, en definitiva, un esfuerzo proporcional al invertido en la escritura del texto en cuestión. II. Con el sudor de tu frente 3 El presente texto retoma la conversación sostenida por León Rozitchner y Ricardo Piglia en uno de los capítulos de la serie “León Rozitchner, es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa”. Para ver el capítulo en cuestión cliquear aquí: https://www.youtube.com/watch?v=oktOFC8Cou4 16 Se trata de una operación a dos puntas. Por un lado, se penetra en la coherencia del texto, se busca acceder a una subjetividad, constituir una empatía, conferirle una vida a partir de la propia. Y, por otro, se lo confronta, tratando de comprender a fondo la trampa que esa coherencia –que hay que descubrir– encubre. Lo que interesa de una subjetividad –en esto Rozitchner se asemeja al Nietzsche de Ecce Homo– es la oportunidad que brinda para pensar a fondo una trampa que nos concierne (el “obstáculo”), y proviene directamente del modo en que los poderes actúan en nosotros; una presencia amenazante que advertimos como señal de angustia cada vez que transgredimos ciertos límites que –lo sabemos, porque se nos lo anuncia desde el vamos– se castiga con la muerte. Y si interesa es porque las prácticas –la analítica, la política, la literaria, la filosófica– son campos de operaciones con relación a dicho obstáculo. Lo que cuenta en ellas es la materialización de un deseo celebratorio de las estrategias que permiten superar, componiendo nuevas fuerzas, la presencia paralizante del terror. Es bajo esta condición que la lectura se vuelve una ocupación meticulosa, que lleva mucho tiempo. Una actividad “de chinos” (o de “judíos”); una labor artesanal que se realiza concepto por concepto. Se lee como se trabaja en una “cantera”. No es posible leerlo todo. La lectura no es, para Rozitchner, una actividad erudita. Si ya cuesta mucho encontrar qué leer, el verdadero trabajo no comienza del todo hasta que no se da con algo significativo en lo que se lee. III. A la búsqueda del síntoma Ricardo Piglia señala este carácter “sintomático” de la lectura en Rozitchner, empeñado en el fragmento, en la búsqueda de un “punto ciego”, irresuelto o nunca continuado, a fin de prolongarlo o replantearlo. Esos síntomas, por otra parte, tienen un valor inmediato cuando se los encuentra en autores que han penetrado como pocos en su propia subjetividad para extraer de allí nuevas relaciones con las cosas del mundo. No hay un método establecido para dar 17 con ellos (Scheler, Freud, Agustín, Marx, Perón): se trata de algo intuitivo, se nos dice. Pero a la larga se los reconoce en que sólo con ellos uno puede “apasionarse”. Sus textos van al fundamento y en esa medida desafían al lector a hacer lo propio, abriéndose allí –en el contraste entre formas diferentes de concebir el fundamento subjetivo– un grandioso “enfrentamiento”. El propio Rozitchner nos lo ejemplifica leyendo a Descartes a partir de una revelación equívoca en la que el padre del cogito afirma que su madre había muerto mientras él nacía, cuando en realidad él tenía en torno a un año cuando ella murió. Para León “ahí está todo”. Pero ¿qué es ese “todo”?: es la repercusión subjetiva de un corte brutal que afecta al pensar y que Rozitchner va a tomarse completamente en serio para postular una distancia del pensador Descartes –una distancia interna en el propio pensamiento– respecto a su ser materia afectiva. Es ese corte el que permitiría explicar, en términos de su acceso subjetivo a la razón, el origen de un modo de pensar la materia como mero objeto de análisis y medida. Cuando Descartes escribe sobre la primera idea que tiene el “yo pienso”, se refiere no a una engendrada por su existencia afectivo-corpórea, sino a la que colocó en él un dios creador, como dejando en nosotros, sus criaturas, una huella de la perfección que el pensador recupera en el nivel de la percepción intelectual pura. Es esta denegación de la materia afectiva (y con ello de la natura spinoziana) en los orígenes mismos de la modernidad burguesa lo que le permitirá establecer los decisivos vínculos que unen cristianismo y racionalismo (es el proyecto de Rozitchner en La cosa y la cruz); el proyecto teológico, el científico y el del capital poseen un mismo fondo común, sin el cual no es posible comprender la efiacia del complejo de dominación patriarcal que el ateísmo estándar, el universitario, no sabe leer. O mejor: no sabe cómo leerlo al modo político en que lo leía León Rozitchner, activando un cuerpo en filigrana contra los filósofos de academia (como él mismo lo explica en su artículo “Justificado para no ir al congreso de filosofía”) convocados por el gobernador Gioja, de San Juan. IV. Refutar para comprender 18 León Rozitchner lector es inseparable de una escena de confrontación vinculada a la escritura. Se lee a un adversario al que se respeta (o admira) y al cual se desea desafiar en su coherencia última. No es una enemistad lo que se funda: juntos podrían conversar sobre la diferencia subjetiva irreductible que ambos encarnan. Lo difícil es lograr esa proximidad necesaria –empatía incluso íntima sin la cual el desafío no se concretaría– al borde mismo de una hostilidad sin acuerdo posible. La posición es política y analítica: enfrentarse al otro para que diga lo suyo, como condición para poder decir lo propio; todo un meticuloso arte de la escucha y de la sensibilidad, para llegar a captar lo que de la verdad del otro resuena en la propia. Confrontación atrevida que no pone en juego la afectividad del otro sino para descubrir, suspicaz, el modo en que su racionalidad escamotea un sometimiento que, sin embargo, sostiene su propia subjetividad. Es esta historia de confrontaciones con el obstáculo –la presencia en el propio sujeto de signos de la dominación política– lo que interesa, porque es penetrando en ella que se comprenderán los misterios del sometimiento, y se les contrapondrán –de eso se trata– elaboraciones de un saber rebelde como parte de la experiencia de constitución un contrapoder histórico. En articulación con la escritura, la lectura se transforma en un dispositivo analítico-crítico inmanente al acto bélico implicado en cualquier resistencia; presente en todo deseo de liberación. Radicalizada por la escritura, la actividad de la lectura abre al plano de constitución de las subjetividades, a la condensación de los imaginarios. Porque es recién en la escritura que el desafío de la lectura se resuelve en hallazgo pleno de la propia subjetividad como lugar de “elaboración de verdades históricas”, como solía decir. Y este descubrimiento es doble: León Rozitchner era egiptólogo al empeñarse en descifrar signos de raigambre mitológica, y en hallar en ellas las determinaciones estructurantes tanto de la psiquis individual, como de las determinaciones subjetivas de las coyunturas histórico-políticas. Para él, ambas iban juntas. Y este “van juntas” es ya una rebelión contra todo lo que mantiene separado lo objetivo respecto de lo subjetivo, y lo material respecto de lo 19 espiritual. Todo el problema es, en cierto modo, cómo zafar de ese corte que interrumpe la prolongación deseada que va de lo subjetivo a lo objetivo y de lo individual a lo histórico. De ahí que el Materialismo ensoñado, última obra de León Rozitchner, sea una filosofía práctica de la conjunción. Y el problema de la lectura sea el de cómo acceder a esta no separación, venciendo sobre la teoría del sentido de los poderes (cristiano-burgueses) que obstaculizan (introducen una distancia subjetiva en nosotros mismos y objetiva respecto de las riquezas del mundo) este tránsito inmanente. León Rozitchner esperaba que un día, cuando la ciencia progresase lo suficiente –en el buen sentido, es decir, aquel no “progresivista”–, los grandes libros deberían adjuntar una biografía de sus autores: no un retrato escolar, sino una narración del modo en que cada uno de ellos había vivido su intento de realizar este tránsito. V. Contrera sí, gorila no. Leer es hacer política, lo que en la Argentina de su tiempo equivalía a leer a Perón y al peronismo. Horacio González disfrutaba en alguno de sus textos de imaginar a Rozitchner “deviniendo” Perón en la escritura. Con menos humor y comprensión se ha vuelto un tópico identificar a León Rozitchner con el antiperonismo. Esto no es cierto. Como decía David Viñas, ellos –la generación Contorno– nunca fueron gorilas, siempre fueron “contreras”, que no es lo mismo. León Rozitchner puso la atención en el amor entre Perón y los trabajadores argentinos. ¿Qué clase de amor es ese? ¿Qué arma y qué desarma? ¿Cómo ese amor dispuso a los trabajadores para esa guerra que es la lucha de clases? No es posible leer la política como guerra sin hacerse a fondo estas preguntas. VI. ¿Qué hacer con León Rozitchner? Piglia se interesaba también por el Rozitchner escritor. En sus conversaciones León se lamentaba frente al hecho de que en filosofía no sea posible adoptar 20 una posición marginal en la escritura. No al menos de un modo tan fluido como en literatura. Objetaba, a fin de cuentas, la dureza de la frontera entre ambos campos. Piglia, en cambio, parecía inclinarse a reconocer en Rozitchner un derecho al margen conquistado políticamente en la reivindicación de la condición periférica del campo cultural en que se reconocía. ¿Cómo leer a León Rozitchner? Piglia me dice que espera de las generaciones venideras que sean capaces de leerlo con la misma penetración y contundencia refutativa con la que él se había devorado a los autores con los que se metía (una larga lista –además de los ya citados–: de Del Barco a Althusser, de Simón Rodríguez a Descartes, de Marx a Heidegger, a Hegel a Derrida, de Spinoza a Lacan, de Deleuze a Levinas, de Eggers Lan a Clausewitz). No creo que estemos en condiciones de refutar a León Rozitchner. No al menos en lo inmediato. Sobre todo porque un nuevo encuentro con su obra, diferente al modo en que fue leído por ejemplo en los años setentas y ochentas, está recién en curso, e impone operaciones de apropiación distintas a las que él mismo aplicó a sus descuartizados. León Rozitchner significa en sí mismo, aquí y ahora –al menos para algunos de nosotros– un argumento de resistencia a la atmósfera de denigración subjetiva, despótica y neoliberal, que desautoriza a cada quien a tomar la palabra sin otro respaldo que su propia subjetividad. Este clima se reproduce de modo específico en el ámbito llamado intelectual. En este contexto, poner a disposición su obra como pensador argentino-universal sigue siendo un modo muy concreto y efectivo de intervención política. Leer a Rozitchner tal vez suponga más una operación de actualización de muchos de sus problemas que de refutación de sus posiciones. Sobre todo de aquellos problemas que se planteaban en sus combates de manera programática, y que hoy constituyen su mayor vigencia: me refiero a la cuestión de los afectos en el campo político y subjetivo, en particular el de los afectos del terror y del amor. ¿Mantiene vigencia su reflexión sobre el terror, generalmente vinculada a las dictaduras y a la guerra? ¿Vale la pena, realmente, insistir en ellas para 21 iluminar plenamente el momento actual, dominado por modalidades propiamente neoliberales de estabilizar y conducir las subjetividades? Pienso que sí, aún si para continuar esas investigaciones haya que profundizar sobre los modos en que se difunde actualmente el terror en nuestras sociedades, a través de la multiplicación de todo tipo de fronteras. Para Rozitchner el terror militar sobrevive en la concentración de la propiedad privada y en las operaciones destinadas a conservar este estado de cosas. Lo que hoy llamamos el gobierno –o la dictadura– de las finanzas. En este aspecto, la tesis sobre el vínculo entre los efectos sociales del terror militar y la incapacidad de la política de avanzar sobre esa concentración mantiene una vigencia pavorosa. La segunda cuestión, referida al amor, fue planteada por León Rozitchner en polémica con el filósofo cristiano Eggers Lan: ¿hasta qué punto es compatible el amor de Cristo con el amor que se recrea en la lucha de los movimientos sociales contra las distintas formas de opresión? “El Papa ama a todos –escribió un flamante Francisco en 2013–, ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos”. Si la vocación transformadora del Movimiento de sacerdotes por el tercer mundo de los años setentas podía abrir un espacio común, la actual restauración mediática de un conservador “amor a los pobres” pone las cosas en otros términos y actualiza, de un modo tal vez inesperado, las posiciones que asumía Rozitchner ya a comienzos de los sesentas. La irreductibilidad de este amor con el amor en Marx alumbra un fundamento diferente que parte de la inmanencia radical de las luchas y la resistencia tal y como en ella se afirma la potencia amorosa de los cuerpos. La misma idea se encuentra en la tesis IV de Sobre el concepto de historia de Walter Benjamin. *** León Rozitchner decía que había aprendido a leer en Paris, en las clases de Paul Ricouer –un cristiano no marxista con el que leía renglón a renglón 22 los Manuscritos de Marx de 1844. Su vida intelectual fue un intensísimo ejercicio por extraer todas las consecuencias posibles de ese aprendizaje. 23 Por Joaquín Sticotti Diagnóstico, responsabilidades y lineamientos políticos en el discurso de Francisco. Premisas y lineamientos En el presente artículo me propongo analizar el discurso del Papa Francisco y su vínculo con la política internacional, especialmente latinoamericana. Parto de dos premisas básicas: la primera es que, más allá de su carácter de líder religioso, Francisco se propone como un referente político. Sus discursos y sus presencias en conflictos y mediaciones internacionales lo muestran en este rol desde que asumió el máximo pontificado de la Iglesia Católica. La segunda es que, para analizar sus ideas y la estrategia política que se construye a través de ellas, es necesario salir de un análisis de titulares y frases descontextualizadas para remitirse a documentos específicos. El mismo Francisco afirma que, para conocer con precisión su pensamiento, hay que remitirse a los textos que el mismo escribe en forma de encíclicas4. Por lo tanto nos concentramos en esta ocasión en el texto completo de su última encíclica publicada, Laudato-Si. En un trabajo anterior llamado “Racionalidad política neoliberal y catolicismo: discursos en torno a la cuestión social” me ocupé de las coincidencias estratégicas entre el discurso de Francisco y algunos documentos vinculados a las políticas sociales en el marco del neoliberalismo. Retomando algunos de esos ejes –como la ontologización de la desigualdad, la figura del empresario de uno mismo y la centralidad de la sociedad civil– me propongo en esta ocasión ensayar un acercamiento más pegado al texto de Francisco, buscando observar como en sus enunciados –y en los intersticios entre sus afirmaciones– se va construyendo una unidad discursiva sumamente compleja y, sobre todo, irreductible a etiquetas que en general lo ubican mucho más a la izquierda de lo que está. Entrando de lleno en la encíclica, se puede ver cómo el texto está dividido en numerosos ejes a modo de capítulos –se trata de una encíclica 4 Entrevista a La nación, 12 de diciembre de 2014 24 extensa, de casi doscientas páginas5– como por ejemplo: “Los pobres y la fragilidad del planeta”, “Todo está conectado”, “Crítica al nuevo paradigma”, “Nuevos modos de entender el progreso y la economía”. “El sentido de la ecología”, “Respuesta local e internacional”, “Nuevo estilo de vida Cristiano”. Viendo rápidamente este índice ya se puede dar cuenta de que se trata de un texto que excede los fines religiosos y se propone un programa político. La idea del presente artículo es analizar algunas características de este programa y relacionarlas, en la conclusión, con la política latinoamericana. Laudato-Si en perspectiva La encíclica comienza con un diagnóstico del estado actual del mundo al que Francisco llama “la casa común”. El descuido del ambiente natural, en el que todos los hombres vivimos, se debería a un cambio propiciado por la acción humana que iría más rápido que la “natural lentitud de la evolución biológica”. Estos cambios, que afectan el medioambiente, traerían consecuencias más graves para algunos sectores de la población que viven en determinados lugares: Muchos pobres viven en lugares particularmente afectados por fenómenos relacionados con el calentamiento y sus medios de subsistencia dependen fuertemente de las reservas naturales y de los servicios ecosistémicos como la agricultura, la pesca y los recursos forestales (P. 21) La afirmación es clara y puedo compartirla: los pobres viven en los lugares más afectados por los desastres naturales y el deterioro del clima. Sin embargo, lo que rápidamente noto que falta es la pregunta por los motivos de esta distribución geográfica. Y aquí hay una evidente ausencia, porque si se soslaya la pregunta por los motivos de esa desigualdad estructural se corre el 5 Podemos compararla, por ejemplo, con la célebre encíclica Rerum Novarum que sólo tenía 22 páginas, o con la Centesimus annus, publicada por Juan Pablo II que tenía 44 páginas. 25 riesgo de ontologizarla, es decir asumirla como un punto de partida aceptable en un mundo competitivo (Murillo, 2012). A la hora de pensar en las soluciones a la problemática de la deuda externa de los países pobres, podemos ver como esta ontologización de la desigualdad trasciende de lo individual a un plano geopolítico: Es necesario que los países desarrollados contribuyan a resolver esta deuda limitando de manera importante el consumo de energía no renovable y aportando recursos a los países más necesitados para apoyar políticas y programas de desarrollo sostenible. Las regiones y los países más pobres tienen menos posibilidades de adoptar nuevos modelos en orden de reducir el impacto ambiental, porque no tienen la capacitación para desarrollar los procesos necesarios y no pueden cubrir los costos. Por eso hay que mantener con claridad la conciencia de en el cambio climático hay responsabilidades diversificadas (P. 42, las cursivas son del original). Está claro que las responsabilidades diversificadas apuntan a un reclamo hacia los países desarrollados para que se hagan cargo de los desastres producidos por el cambio climático y la explotación indiscriminada de la tierra. Sin embargo muestran simultáneamente un esquema paternalista, una jerarquía constituida ante la cual no se plantea ningún cuestionamiento. Hay países pobres que tienen menos capacidad de ejecutar sus políticas y hay países ricos que son responsables por ellos. A continuación, Francisco se remite a lo que considera la raíz humana de la crisis ecológica: el paradigma tecnocrático dominante. Sin negar la belleza de la técnica, haciendo uso de un estilo cercano al futurismo (“¿se puede negar la belleza de un avión o de algunos rascacielos? Hay preciosas obras pictóricas y musicales logradas con la utilización de nuevos instrumentos técnicos” p. 84) afirma, igualmente, que es necesario encontrar una forma más 26 humana del progreso, cuyos fundamentos finalmente encontrará en la ética cristiana. Sin embargo, antes de llegar a eso, se va a dedicar a analizar algunos “aportes diversos” que pueden conducir, según su perspectiva, hacia respuestas integrales ante la crisis ecológica: “Por ejemplo, cuando comunidades de pequeños productores optan por sistemas de producción menos contaminantes, sosteniendo un modelo de vida, de gozo y de convivencia no consumista” (p. 92). Acto seguido, el texto lleva a una relación que podrá sonar un poco tirada de los pelos, pero que a Francisco le resulta totalmente lógica o estructural a partir de la tan repetida –y vacía de sentido– frase que reza “Todo está conectado”. Así encontramos el vínculo entre las pequeñas comunidades que producen agricultura alternativa con la justificación del aborto: Dado que todo está relacionado, tampoco es compatible la defensa de la naturaleza con la justificación del aborto. No parece factible un camino educativo para acoger a los seres débiles que nos rodean, que a veces son molestos o inoportunos, si no se protege a un embrión humano aunque su llegada sea causa de molestias y dificultades (P. 98) Nuevamente se puede notar cómo se tejen ciertas jerarquías entre los sujetos y también los objetos o los actores no humanos (Latour, 2007). Naturaleza y embriones como entidades frágiles que deben ser protegidas, deben producirnos ternura y compasión. No ocurre lo mismo con las mujeres obligadas a realizarse abortos clandestinos en condiciones deplorables, aunque recientemente el Papa haya llegado a “perdonarlas”, sólo durante el jubileo que termina en 2016, por sus acciones. Sin embargo hay más grupos que deben ser tenidos en cuenta. Uno de ellos son los aborígenes, cuyos saberes para Francisco deben ser valorados particularmente: 27 No son una simple minoría entre otras, sino que deben convertirse en los principales interlocutores, sobre todo a la hora de avanzar en grandes proyectos que afecten a sus espacios. Para ellos, la tierra no es un bien económico sino un don de Dios y de los antepasados que descansan en ella, un espacio sagrado con el cual necesitan interactuar para sostener su identidad y sus valores (p. 120). Es llamativo como pueden prestarse a la ambigüedad algunas de estas afirmaciones. Los saberes de los aborígenes son rescatados, cierto, pero remitiéndolos a su lugar de minoría. Su participación en las decisiones se reivindica, cierto, pero ¿acaso no se trata de las tierras que les pertenecen? ¿En qué sentido –y sobre todo de quiénes– deberían ser interlocutores los aborígenes para tomar decisiones sobre la tierra que les pertenece? ¿Cómo podemos conciliar este tipo de afirmaciones con las apelaciones a “hacer lío” u “organizarse” lanzadas por el pontífice en su última gira latinoamericana? Queda pendiente una lectura comparada de estos enunciados que, aunque salen de la voz del mismo emisor, tienen emplazamientos diferentes y efectos que habría que analizar con detenimiento. Con el análisis realizado hasta aquí, haciéndole caso a Francisco en su pedido de que leamos sus propias encíclicas para entender lo que propone, lo que podemos ver es que la ética cristiana defendida por Francisco posterga muchas veces la rebeldía terrenal en pos de una redención trascendente. Para los pobres, los aborígenes despojados de sus tierras y las mujeres que no abortan –aunque hubiesen querido– será el reino de los cielos. Más avanzada la encíclica, llegamos a la reivindicación de la familia como la unidad básica de la sociedad, una línea que podemos observar en continuidad con el discurso del Papa Juan Pablo II e incluso con la encíclica Rerum Navarum del Papa León XIII: El bien común presupone el respeto de la persona humana en cuanto tal, con derechos básicos e inalienables ordenados a su 28 desarrollo integral. También reclama el bienestar social y el desarrollo de los diversos grupos intermedios, aplicando el principio de subsidiariedad. Entre ellos se destaca especialmente la familia, como célula básica de la sociedad (p.128). Es en el marco de la familia y las subjetividades que la integran donde se pone el foco para analizar algunos de los problemas de nuestra sociedad contemporánea: Muchas veces hay un consumo inmediatista y excesivo de los padres que afecta a los propios hijos, quienes tienen cada vez más dificultades para adquirir una casa propia y fundar una familia (p. 131). Aquí es donde vemos emerger una figura muy cara a la tecnología de gobierno neoliberal: el empresario de uno mismo. Esta figura subjetiva opera como una técnica de gobierno internalizada en un contexto donde la empresa sustituye al mercado, la competencia al intercambio y la desigualdad a la igualdad (Foucault, 2007). El empresario de sí debe defenderse –y defender a los suyos– ante los avatares que la coyuntura le trae. Debe estar siempre preparado y prevenido. Es el responsable de su propia suerte. Entendemos las profundas ambigüedades de esta tecnología que pretende empoderar, pero, a la vez, desliga al estado y a otras instituciones de sus responsabilidades sobre la vida de las personas. En un mundo profundamente desigual, no todos tienen las mismas oportunidades para convertirse en exitosos empresarios de sí6. Atribuir al consumo desmedido de los padres las dificultades de los hijos para obtener la casa propia es 6 Nos permitimos una breve digresión con algunas estrofas, de la canción “Discriminado” del grupo Yerba Brava: “Su suerte ya estaba escrita // desde el momento en que nació // hijo de padres villeros // con la cumbia se crió // y ahora que esta más grande // y al baile quiere colar, // el 'rati' con bronca grita: // "¡Negro villa, vo' no entrás!" //Todos se hacen los giles // te dejan siempre tirado, // que por ser negro villero // el estaba condenado (…) Con el trabajo tampoco pega, // de todos lados el rebotó, // le buscan todos los peros, // cansado el negro ya se rindió, // la sociedad no le dio salida, // y el mal camino el encaró. // En una noche pesada // la muerte se lo llevo” 29 invisibilizar las dificultades estructurales de conseguir esto: desde la desigual distribución de la riqueza, a las viviendas ociosas de los más ricos que encarecen los alquileres. Nos resultan, en este sentido, sumamente actuales las palabras de León Rozitchner que, hablando del cristianismo, podría estar hablando del neoliberalismo: Allí el cristianismo ahonda el poder externo en la subjetividad que, por fin, le queda más profundamente sometida, y le abre al poder político, en el corazón ahora castrado y contenido, el acceso a todo el ser del hombre. Transforma los conflictos sociales externos y reales en conflictos subjetivos, individuales e ilusorios (p. 136). El lugar preponderante de las organizaciones de la sociedad civil es otro eje que Francisco reitera en su encíclica. Las instancias locales, las cooperativas, los pequeños grupos de productores son instancias que se proponen como las propulsoras de un sistema alternativo: en algunos lugares, se están desarrollando cooperativas para la explotación de energías renovables que permiten el autoabastecimiento local e incluso la venta de excedentes. Este sencillo ejemplo indica que, mientras el orden mundial existente se muestra impotente para asumir responsabilidades, la instancia local puede hacer una diferencia (p. 143). Aquí se puede ver otro ejemplo interesante. La impotencia del orden mundial se muestra en contraposición a la experiencia local, a la que se enaltece igual que en la encíclica Evangelli Gaudium. Pero el impotente orden mundial parece, con su –dudosa– pasiva agresividad, gozar de cierta impunidad. Quedan otro tipo de acciones condicionantes como: 30 Un cambio en los estilos de vida podría llegar a ejercer una sana presión sobre los que tienen el poder político, económico y social. Es lo que ocurre cuando los movimientos de consumidores logran que dejen de adquirirse ciertos productos y así se vuelven efectivos para modificar el comportamiento de las empresas, forzándolas a considerar el impacto ambiental y los patrones de producción. Es un hecho que cuando los hábitos de la sociedad afectan el rédito de las empresas, estas se ven presionadas a producir de otra manera (P. 156, las cursivas son mías) La conclusión que se puede sacar de esto es que la producción local a pequeña escala y el consumo son las que pueden ejercer “una sana presión” sobre “los que tienen el poder político, económico y social”. Son las organizaciones pequeñas y medianas, dentro de la sociedad civil, las que tienen la responsabilidad de propulsar el cambio, las que pueden constituirse en motor de una historia diferente. El poder del orden mundial (que existe) es impotente e irresponsable, pero nunca cuestionado en su hegemonía. El reciclaje y la reutilización de objetos que son descartados ocupa un lugar central en la propuesta ecológico-política de Francisco: esas acciones derraman un bien en la sociedad que siempre produce frutos más allá de lo que se pueda constatar, porque provocan en el seno de esta tierra un bien que siempre tiende a difundirse, a veces invisiblemente. Además, el desarrollo de estos comportamientos nos devuelve el sentimiento de la propia dignidad, nos lleva a una mayor profundidad vital, nos permite experimentar que vale la pena pasar por este mundo (P. 169) Parece haber una fe exagerada en este tipo de gestos. No queremos negar la importancia del reciclaje y la re-utilización de algunos artículos, pero 31 dudamos fuertemente de que puedan devolver dignidad (sobre todo, si está es ultrajada en muchos otros aspectos como un trabajo precario y una vivienda indigna) y difundirse de un modo que permita ejercer una “sana presión” sobre quienes detentan el poder. Está claro que el mensaje de unión en el marco de la sociedad civil no es individualista sino comunitario: Sin embargo no basta con que cada uno sea mejor para resolver una situación tan compleja como la que afronta el mundo actual. Los individuos aislados pueden perder su capacidad y su libertad para superar la lógica de la razón instrumental y terminan a merced de un consumismo sin ética y sin sentido social y ambiental. A problemas sociales se responde con redes comunitarias, no con la mera suma de bienes individuales (p. 174). Vemos, desde luego, el aspecto positivo de la acción comunitaria. Pero es necesario, al mismo tiempo, entender esta interpelación como un modo de fraccionar y dividir las intervenciones políticas. La concentración en lo local, en el accionar de la sociedad civil, relega la coordinación estratégica de las luchas a otro plano. ¿Dónde está ese plano? Nuestra hipótesis final es que está en el lugar en que el propio Francisco se posiciona, el de un líder político-espiritual que pretende representar, desde una inspiración latinoamericana, un lugar preponderante en la geopolítica internacional. De ahí su idea, tomada de su antecesor Benedicto XVI, de proponer una autoridad mundial basada en la ética cristiana. Lanzada esta hipótesis hacia el final del texto, nos vemos en la obligación de retomarla y analizar brevemente sus implicancias en la conclusión. Conclusión política 32 No resulta muy novedoso afirmar que los procesos de transformación social y política que comenzaron en Latinoamérica a comienzos de la década pasada se encuentran en un proceso de estancamiento. Obviamente, éste no es el espacio para un diagnóstico específico de la situación de cada país y el grado en el que lograron transformar la matriz neoliberal. Sin embargo, pretendo concentrarme en un rasgo que entiendo central: la integración regional. Actualmente los procesos de integración regional, defendidos con ímpetu por Hugo Chávez, como por ejemplo el ALBA, se encuentran en franco declive. Chávez, además de presidente de su país, se proponía a sí mismo como un referente de la integración latinoamericana. Desde su muerte, ese lugar parece haber quedado vacante. Muchos procesos de transformación se han circunscripto a una escala local, con sus diferencias y sus numerosas dificultades. Otros procesos de integración impulsados por Estados Unidos – como la Alianza del Pacífico- han crecido. En un mundo en crisis, la integración regional por fuera de la tutela de los Estados Unidos debe ser una prioridad de la política latinoamericana. Por integración se entiende, entre otras cosas, avanzar con la construcción de una moneda común para transacciones comerciales entre países, la creación de un banco de desarrollo latinoamericano y el intento de construir una estrategia diplomática unificada. Esta modalidad de integración excede la unión espiritual que puede producirse alrededor del liderazgo de Francisco. Evidentemente, no es lo mismo la integración espiritual que la económica y social. Pero no se puede dejar de notar que desde marzo de 2013, cuando se produce -casi simultáneamente- la muerte de Chávez y la asunción de Francisco, la integración político-económica comienza a estancarse. El político latinoamericano que tomó recientemente, y con enorme repercusión mediática, la palabra en la apertura de la asamblea general de la ONU no fue ni Rafael Correa, ni Evo Morales, ni Cristina Fernández de Kirchner, fue el Papa Francisco. Con esta hipótesis, no se pretende decretar la imposibilidad de la coexistencia de ambas integraciones. Pero sí se pretende advertir sobre la posibilidad de que el liderazgo de Francisco pueda tener efectos conformistas, 33 tanto en los líderes políticos como en los movimientos sociales latinoamericanos. Es muy poco para una Latinoamérica movilizada que se perfilaba –en algunos países– hacia un socialismo del siglo XXI conformarse con estar alineada a la crítica de Francisco al “capitalismo salvaje”. Intencionalmente, en este caso, me salgo de la encíclica para tomar un titular numerosamente repetido de los discursos de Francisco. Esta crítica a un capitalismo “excesivo” es completamente coherente con la estrategia de la Iglesia católica desde el papado de Juan Pablo II, en este sentido, veo una completa actualidad en las palabras del teólogo marxista François Houtart (2007): “Frente a la economía de mercado, la enseñanza social de la iglesia cumple por ende una función reguladora. Ella tiende a moralizar su funcionamiento, aunque sin poner en duda su lógica” (p. 25). Y aquí puedo volver al punto de la complementariedad, o la coincidencia estratégica, entre el discurso católico y el arte de gobierno neoliberal: mientras no se ponga en duda el lugar de la competencia basada en condiciones desiguales como punto de partida, el neoliberalismo puede tolerar (e incluso asumir como propias) todas las críticas morales a un capitalismo desenfrenado, destructivo y violento. Su fundamento no corre peligro. Latinoamérica debe profundizar su búsqueda de integración social, económica y territorial. Esta integración será muy complicada de lograr desde los preceptos cristianos de las jerarquías incuestionables, la “sana presión” sobre los que tienen el poder político y la culpa subjetiva por los problemas sociales. Que el liderazgo de Francisco no se convierta en el espíritu tranquilizador de una Latinoamérica carente de espíritu revolucionario. Bibliografía: - Foucault, M. (2007) Nacimiento de la biopolítica. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. - Houtart, F. (2007) Mercado y religión. La Habana: Ruth Casa Editorial - Latour, B. (2007) Nunca fuimos modernos.Buenos Aires: siglo XXI editores. 34 - Murillo, S. (2012) Posmodernidad y neoliberalismo: Reflexiones críticas desde los proyectos emancipatorios de América Latina. Buenos Aires: Luxemburg. - Rozitchner, L. (2007) La cosa y la Cruz. Cristianismo y Capitalismo (en torno a las Confesiones de san Agustín). Buenos Aires: Losada. 35 Por Pedro Yagüe ¿Quién entierra a nuestros muertos? A la memoria de Diego Duarte. Pocas cosas nos definen mejor que el modo en el que nos relacionamos con los muertos. Cada generación tiene los suyos y cada persona también. Muertos desconocidos y emblemáticos permanecen como marcas imborrables en el cuerpo social. Huellas dolorosas que la historia ha dejado en cada uno. Olvidarlos sería sepultar lo más propio que todavía hay entre nosotros. Es cuando los negamos que ellos, abandonados, oprimen nuestro cerebro como una pesadilla. La sombra que los muertos olvidados extienden sobre la experiencia colectiva dibuja el horizonte de nuestra impotencia política. Es en la relación con el pasado donde se esconde el verdadero motor de la resistencia; es en la huella que los muertos dejaron en nosotros donde debemos buscar ese índice político irrenunciable. Y es allí donde, además, encontramos la eficacia de esa verdad que necesitamos decirnos a nosotros mismos. El olvido de la experiencia histórica vivida sólo es posible mediante la construcción de agujeros negros que, como refugios, nos protegen de la imagen insoportable que devuelve el espejo de los muertos. Nunca florece tan roja la rosa como donde sangra algún César enterrado. Todavía me acuerdo de la tarde en la que me enteré del asesinato de Mariano Ferreyra. Y hoy, mientras escribo estas palabras, sigue asombrándome el hecho de que gran parte de mi generación se haya sentido más interpelada por la muerte de Kirchner que por la de Mariano. No todos los muertos son nuestros. Lo son solamente aquellos que interpelan lo más propio y sentido que elegimos no abandonar como premisa política. Son nuestros porque su resistencia nos obliga a revivir la contemporaneidad de su lucha; nos obliga a revivir la dolorosa marca que sus muertes dejaron en nosotros. Pibes que se negaron trabajar para la policía, mujeres que no aceptaron prostituirse, familias que resistieron en sus tierras contra la expansión del modelo sojero, 36 maestros, tercerizados, y todo tipo de trabajadores que decidieron enfrentar al capital. Hoy, habiendo corrido ya mucha agua bajo el puente, resulta innegable la eficacia política que la reconstrucción edulcorada de la memoria ha tenido en estos años. El recuerdo de las derrotas pasadas, construido bajo la figura de la víctima, se encuentra vaciado del vigor y la firmeza que alimentaron sus luchas. Esta pobre evocación de lo acontecido esconde las resistencias concretas por las que nuestros muertos fueron asesinados. La legitimidad de su recuerdo pareciera estar fundada en el único hecho de haber sido víctimas. Y sin embargo, a pesar de ello, todavía sobrevuela entre nosotros el mismo aire que respiró Luciano Arruga. Los asesinatos permanecerán –aunque a veces no los veamos– en lo más profundo de nuestro cuerpo como el vestigio de un poder que todavía espera ser recuperado. Enfrentar esas marcas es lo único que podemos hacer para que ellas no sigan avanzando con el silencio de nuestra complicidad. Hay que decirlo con todas las letras: esta memoria edulcorada es una nueva negación, una salida fantaseada, de la realidad histórica inscripta en el cuerpo social. Una imagen que intenta tachar la huella que nuestros muertos dejaron en nosotros. Son las disputas olvidadas por la memoria las que, anestesiando los sentidos, nos someten a la ilusión de la verdad y la justicia. Si el poder, como decía Rozitchner, no está donde el terror lo sitúa, deberemos repensar la potencia actual de este recuerdo político vaciado de resistencia. Si el enemigo triunfa, ni siquiera los muertos estarán a salvo. No podemos permitir que sea esta memoria alucinada la que los entierre. Porque sabemos que es en nosotros mismos donde ellos perduran sin paz. Y es por eso que no podemos olvidar, llegue o no el jefe de la bonaerense a ser presidente, a los tantos pibes torturados y asesinados por su policía. El kirchnerismo nos propuso canjear una experiencia efectiva de resistencia social por una politización de consumo y espectáculo. En eso se fue convirtiendo nuestra idea de conflicto, nuestra idea de estabilidad, nuestra idea de alegría, nuestra idea de vida. Es en el presente donde la derrota y la injusticia se actualizan como bronca y compromiso de coherencia con la experiencia 37 histórica vivida. Porque es en nosotros donde lo individual, lo histórico y lo social se ligan como una inscripción irrenunciable en la realidad material. Y no se trata, como quería Cristo, de que los muertos entierren a sus muertos. Sabemos que eso no es posible. De lo que se trata, sí, es de recuperarlos para asumir esa huella como propia y tomarla como el punto de partida de cualquier acción política. No podemos renunciar sin complicidad a la memoria viva de su resistencia. No, al menos, sin perder la plenitud de nuestra voz y de nuestro deseo. 38
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