Descargar PDF - Nuevos Trapos

 1 Por Pedro Yagüe
Nuevos son los Trapos
Estamos agobiados por la coyuntura. O, mejor dicho, por el coyunturalismo.
Las discusiones y textos actuales sólo ponen en movimiento viejos ríos de tinta
que conducen siempre hacia el mismo valle de lágrimas. No hay lugar para
batallas reales entre estas pseudocríticas. Por los muchos rincones de esta
penumbra nocturna escuchamos gritos que dicen ¡yo soy el pensamiento
crítico! Sin embargo, cuando corremos a su encuentro, nos encontramos una y
otra vez con simples tomas de postura que, al no poder poner su propia sangre
en las palabras, se duermen de inmediato regocijados por la melodía estéril
que sale de sus bocas.
Tomar una postura inteligente frente a la última novedad: ése pareciera
ser el imperativo. Esta sobrecoyunturalización del pensamiento nos asfixia.
Necesitamos otro espacio. Y otro tiempo. Esa búsqueda ansiosa de lo nuevo,
de lo último, nos impone una temporalidad reactiva. ¡Qué lejos de la paciencia
meticulosa del pensamiento histórico! ¡Qué lejos de la tenacidad pasional de la
lucha de clases! Ahogarse en la coyuntura es, paradójicamente, la forma en la
que nuestro tiempo le escapa al análisis histórico.
Vivimos en una época en la que todo pensamiento se define a sí mismo
como crítico. Predominan posturas fuertes, basadas en el convencimiento de la
radicalidad de los propios razonamientos. Cada uno, con sus medios, busca
tomar la palabra y así consolarse con el vigor ilusorio de sus pobres certezas.
Parafraseando a Descartes, podríamos decir que el pensamiento crítico es lo
que mejor repartido está en el mundo, pues cada cual piensa que posee tan
buena provisión de él, que incluso los más quejosos respecto a cualquier otra
cosa no suelen desear más del que ya tienen. La palabra crítica pareciera
nombrar algo de lo que carece. Quizás ésta sea otra característica de época:
poner un concepto en el discurso y, en ese mismo acto, sacarlo de la
experiencia concreta.
Escribimos esta revista porque sentimos que algo bien íntimo y nuestro
está en peligro, aunque no siempre podamos decir qué. Son nuestras propias
2 condiciones de vida las que engendran ese malestar común que no deja de
avanzar. Está en nosotros decidir qué hacer con esta amargura. Enfrentarla es
el desafío político que nos proponemos. No queremos escaparle afirmando
certezas estereotipadas y autocomplacientes. En tiempos de resurrección de
las nunca viejas miserias religiosas formulamos un método anti-cristiano: hacer
del sufrimiento un campo de batalla.
No hay operación más perversa que presentar a la escritura como algo
meramente racional, separando al texto de la carne y la sangre que lo
provocan. La pluma sufre y es su dolor el que la mueve. Es la forma en la que
nuestras condiciones materiales de existencia se anudan en y entre nosotros lo
que nos obliga a escribir sobre ellas. Es ahí donde la frígida erudición de la
academia y la risa impotente de las redes sociales se funden en un mismo
movimiento: en la seducción de las palabras sin cuerpo, en la fascinación por
las frases descorazonadas.
No nos interesan los retratos exquisitos que embellecen la política. Tanta
sutileza nos produce alergia. La escritura que nos proponemos no enturbia las
aguas para hacerlas parecer profundas, sino que se sumerge en su interior
para desarmar cada molécula en busca de un poco de oxígeno. Eso es lo que
buscamos. Una bocanada de aire que nos arranque de la noche del progreso.
Necesitamos armar un espacio para desplegar juntos ese malestar y así poder
definir nuestras batallas. De eso se trata esta revista. Ten amigos, batallas y
pasiones, y las palabras vendrán solas.
3 Por Joaquín Sticotti
Impronta afectiva
“Daría cualquier cosa por amar. Daría cualquier cosa por poderte dar un poco
más, más de lo que puedo dar”
Charly Gracia
Henos aquí presentando el primer número de nuestra revista, Nuevos Trapos.
La revista surge, a partir de varias ideas elaboradas en conjunto y en paralelo,
con
el
puntapié
inicial
de
proponernos
ser
anti-coyunturalistas.
El
coyunturalismo de la actualidad es, nada más y nada menos, que una premisa
para tener algo contra lo cual escribir. Escribir en contra es un valioso recurso,
un estímulo para desarrollar una línea de pensamiento. El anti-coyunturalismo
no implica negar la coyuntura, sino verla un poco más allá de la inmediatez.
Verla pensando que el presente tiene pasado y el futuro tendrá el pasado que
vayamos construyendo.
La identidad de nuestra revista, más allá de este punto de largada, se
propone como una construcción colectiva. La impronta inicial, vinculada a
nuestros intereses, pretende abrirse en los sucesivos números hacia otras
personas que tengan líneas de pensamiento similares. No hay límites
temáticos, pero sí algunas condiciones técnicas que pretendemos dejar en
claro en esta nota y en los primeros números.
Nuestro aporte viene de un campo que podemos llamar intelectual, teórico o
simplemente del pensamiento. Pero buscamos acercarnos a este campo de un
modo que pretendemos afectivo. Lejos de citar a los autores que corresponden
a los antecedentes del tema que estamos abordando, citaremos y
referenciaremos a los autores por los que sentimos una empatía, una
identificación, algo que es muy parecido al cariño o al amor. Ese es el lugar que
ocupan en este primer número los nombres de León Rozitchner, Rafael Barrett
y Walter Benjamin.
Es el propio Benjamin quien señala lo importante que es no pensar nuestro
campo como algo que posee un carácter cualitativamente especial. Nunca va a
existir un pensamiento que, espiritualizado, tocado por los dioses, luche contra
el capitalismo. La lucha de clases no puede pasar de moda, “porque la lucha
4 revolucionaria no se juega entre el capitalismo y el espíritu, sino entre el
capitalismo y el proletariado”.
Entendemos que el campo intelectual no necesita abandonar su
complejidad y su capacidad de crítica para mostrarse con una dignidad
equivalente a las batallas que se dan, día a día, a nivel sindical, cultural y
político. Para esto es necesario abandonar un gesto “espiritualizante”: la
solemnidad. Nuevamente Benjamin: “Advirtamos no más que marginalmente
que no hay mejor punto de arranque para el pensamiento que la risa. Y una
conmoción del diafragma ofrece casi siempre mejores perspectivas al
pensamiento que una conmoción del alma”.
Otra característica de nuestro campo es que sus armas son las palabras orales o escritas, aunque las segundas pesan bastante más. Sabemos que son
herramientas que muchos tienen y que se usan para muy divergentes
objetivos. Para poder interpelar con nuestras armas, extender la circulación de
nuestras palabras, debemos tener cierto coraje. Que, en este caso, es lo
mismo que la capacidad de perder el miedo al ridículo. Preferimos quedar como
boludos que se pretenden intelectuales que conservar la compostura.
Preferimos quedar como pretenciosos que no decir lo que pensamos.
Boludeces se cometen en todos los campos y el nuestro no está, ni estará
exento de las mismas. No vamos a estreñirnos para que no se nos caigan los
anillos, total no los tenemos.
En este marco, sostenemos que la forma de hacer circular nuestras
palabras -tanto en cuanto al soporte como al estilo- no está escindida del
contenido de las mismas. Si se elige escribir de un modo que pocos pueden
entender, se está tomando una decisión política, no solamente estilística.
Cualquier técnica va a involucrar una tendencia, tanto política como de estilo.
Nuestra forma-contenido pretende trascender un círculo de lectores
exclusivamente académicos. No nos negamos a las formas literarias, ya sea en
prosa o en verso. Podemos fracasar, pero buscamos interpelar más allá de
nuestros colegas, buscando complejizar los temas que analizamos sin
codificarlos de un modo encriptado. Ni banales ni eruditos, ni tediosos ni
5 panfletarios, confiamos en las palabras para ir descubriendo, sobre la marcha,
nuestros propios pensamientos.
6 Por Rafael Barrett
Buenos Aires1
El amanecer, la tristeza infinita de los primeros espectros verdosos, enormes,
sin forma, que se pegan a las altas y sombrías fachadas de la avenida de
Mayo; la vuelta al dolor, la claridad lenta en la llovizna fría y pegajosa que
desciende de la inmensidad gris; el cansancio incurable, saliendo crispado y
lívido el sueño, del pedazo de muerte con el que nos aliviamos un minuto; el
húmedo asfalto, interminable, reluciente, el espejo donde todo resbala y huye,
los muros mojados y lustrosos, la gran calle pétrea, sudando su indiferencia
helada; la soledad donde todavía duermen pozos de tiniebla, donde ya
empieza a gusanear el hombre…
Chiquillos extenuados, descalzos, medio desnudos, con el hambre y la
ciencia de la vida retratados en sus rostros graves, corren sin aliento, cargados
de Prensas corren, débiles bestias espoleadas, a distribuir por la ciudad del
egoísmo la palabra hipócrita de la democracia y el progreso, alimentada con
anuncios de rematadores. Pasan obreros envejecidos y callosos, la
herramienta a la espalda. Son machos fuertes y siniestros, duros a la
intemperie y al látigo. Hay en sus ojos un odio tenaz y sarcástico que no se
marcha jamás. La mañana se empina poco a poco, y descubre cosas sórdidas
y sucias amodorradas en los umbrales, contra el quicio de las puertas. Los
mendigos espantan a las ratas y hozan en los montones de inmundicias. Una
población harapienta surge del abismo, y vaga y roe al pie de los palacios
unidos los unos a los otros en la larga perspectiva, gigantescos, mudos,
cerrados de arriba abajo, inatacables, inaccesibles.
Allí están guardados los restos del festín de anoche: la pechuga trufada
que deshace su pulpa exquisita en el plato de China, el champaña que
abandona su baño polar para hervir relámpagos de oro en el tallado cristal de
Bohemia. Allí descansan en nidos de tibios terciopelos las esmeraldas y los
diamantes; allí reposa la ociosidad y sueña la lujuria, acariciadas por el hilo de
Holanda y las sedas de Oriente y los encajes de Inglaterra; allí se ocultan las
1 Texto publicado en 1906 7 delicias y los tesoros todos del mundo. Allí, a un palmo de distancia, palpita la
felicidad. Fuera de allí, el horror y la rabia, el desierto y la sed, el miedo y la
angustia y el suicidio anónimo.
Un viejo se acercó despacio a mi portal. Venía oblicuamente,
escudriñando el suelo. Un gorro pesado, informe, le cubría, como una costra, el
cráneo tiñoso. La piel de la cara era fina y repugnante. La nariz abultada, roja,
chorreante, asomaba sobre la bufanda grasienta y endurecida. Ropa sin
nombre, trozos recosidos atados con cuerdas al cuerpo miserable, peleaban
con el invierno. Los pies parecían envueltos en un barro indestructible. Se
deslizó hasta mí: no pidió limosna. Vio una lata donde se había arrojado la
basura del día, y sacando un gancho comenzó a revolver los desperdicios que
despedían un hedor mortal. Contemplé aquellas manos bien dibujadas, en que
sonreía aún el reflejo de la juventud y de la inteligencia; contemplé aquellos
párpados de bordes sanguinolentos, entre los cuales vacilaba el pálido azul de
las pupilas, un azul de témpano, un azul enfermo, extrahumano, fatídico. El
viejo –si lo era– encontró algo… una carnaza a medio quemar, a medio
masticar, manchada con la saliva de algún perro. Las manos la tomaron
cuidadosamente. El desdichado se alejó… Creí observar, adivinar… que su
apetito no esperaba…
¡También América! Sentí la infamia de la especie en mis entrañas. Sentí
la ira implacable subir a mis sienes, morder mis brazos. Sentí que la única
manera de ser bueno es ser feroz, que el incendio y la matanza son la verdad,
que hay que mudar la sangre de los odres podridos. Comprendí, en aquel
instante, la grandeza del gesto anarquista, y admiré el júbilo magnífico con que
la dinamita atruena y raja el vil hormiguero humano.
8 Por Pedro Yagüe
Rafael Barrett, mirando vivir
En 1902 la homosexualidad era, entre otras cosas, una injuria. Es por eso que
cuando don José María Azopardo denunció públicamente a Rafael Barrett de
sucumbir en esas malas artes, la enfurecida respuesta del caballero no se hizo
esperar. De esas irreflexivas palabras –fruto probable de un impulso fugaz– se
desprendieron numerosas consecuencias: un certificado médico que acreditaba
la castidad anal de Barrett, un desafío a duelo con Azopardo rechazado por un
Tribunal de Honor presidido por el Duque de Arión, una posterior paliza de
Barrett al Duque de Arión, algunas notas periodísticas que hoy llamaríamos
amarillistas, la expulsión de Barrett de los círculos de la aristocracia madrileña,
y, finalmente, su llegada a Buenos Aires en 1903.
Por los distintos capítulos de la vida y obra de Rafael Barrett se esconde
un sinfín de misterios. Entre ellos, su olvido. La vuelta a sus textos no fue
nunca un antojo del fisgoneo académico –quizás por eso su general omisión–,
sino una necesidad de volver a poner frente a nosotros el espíritu insolente y
visceral que daba origen a cada uno de sus escritos.
A principios del siglo pasado Barrett escribía algo que podría haber dicho
cualquier hombre sensato de nuestro tiempo: a esta época le falta serenidad,
somos incapaces de contemplar la vida con amor inteligente y tranquilo. El
vigor de estas palabras, creo entender, sólo renace cuando permiten registrar
la propia falta de registro sobre esos infinitos detalles que hacen a lo que uno
suele llamar la vida cotidiana. Esa especie de sensibilidad romántica y
naturalista que los habitantes de las grandes urbes imaginamos en el hombre
de campo es recuperada por Barrett como el insumo teórico y político por
excelencia. La incapacidad de mirar vivir es la madre miserable de toda
pobreza intelectual.
Y es que, justamente, fue mirando vivir que Barrett pudo hablarnos de
los espasmos de la vida cotidiana, de la inteligencia altruista de las hormigas,
del cinismo amable de la ciencia social, de los peligros de la fe en el progreso
científico, de la frigidez del incipiente feminismo individualista, de la acechante
9 presencia de los muertos en los vivos, de la eterna juventud del pesimismo. Y
fue esa sensibilidad, ese saber mirar, lo que llevó a Barrett a la política.
Habían pasado algunos minutos del amanecer. Bajo una lenta y fría
llovizna porteña, Barrett advirtió la presencia de un hombre encorvado que, en
plena lucha contra el invierno, revolvía la basura del banquete de la noche
anterior. Buscaba algo para comer. Una prolongación de su mano en forma de
garfio revolvía los deshechos de la inmundicia urbana con la esperanza de
encontrar un consuelo para el frío y el hambre. Mientras el hombre –que
parecía viejo, aunque tal vez no lo fuera– lograba encontrar un pedazo de
carnaza masticada, Barrett sintió por primera vez la infamia de la especie
marcada a fuego en sus entrañas.
Cada uno de sus textos y conferencias posteriores se encontró sellado
por el odio que sintió esa madrugada. Es difícil explicar por qué ciertos
acontecimientos nos marcan para siempre. Sólo lo que no cesa de doler
permanece en la memoria. El artículo Buenos Aires describe uno de esos
momentos a partir de los que ya nada puede volver a ser visto como antes.
Nadie dudaría de que Barrett, la noche anterior a esa madrugada, entendía a la
perfección los detalles y las causas de la marginalidad urbana. No es de una
revelación intelectual de lo que nos habla su texto.
Cuando imaginamos que alguien a quien nos representamos como
semejante experimenta algún afecto, señala Spinoza en la Ética, somos
afectados entonces por un afecto similar al que imaginamos en él. Habría que
aclarar que, para que esto suceda, ese otro debe ser construido a través de un
proceso de identificación imaginaria. Esta mímesis sensible de la que nos habla
Spinoza no se activa al entender al otro como un semejante, sino al imaginarlo
como tal. Sospecho que fue eso lo que se desató en Barrett durante el
amanecer que retrata en Buenos Aires. Ese hombre revolviendo la basura dejó
de ser un elemento más de la escenografía urbana para transformarse en su
semejante. Ambos fueron, entonces, parte de lo mismo, y el hambre que
Barrett imaginó fue también su propio hambre.
Mirar vivir es efecto y causa de esa sensibilidad que se encarna en
nosotros como pensamiento. Leer a Barrett, leerlo realmente, sólo es posible
10 reviviendo la carga afectiva de sus palabras, recuperando la coherencia
sensible que sus conceptos animan. Leer a Barrett, leerlo realmente, tiene
sentido si, al hacerlo, nos invita también a mirar con nuestros ojos y a pensar
con las entrañas.
11 Por León Rozitchner
Justificado para no ir a un Congreso de Filosofía2
De la filosofía se dice que es una pasionaria: ama a la sabiduría. Pero de ese
amor perdido muchos sólo se acuerdan en los congresos. La filosofía, entre
nosotros y aún más lejos, es la expresión de un pensamiento que se abre sólo
en el espacio más abstracto de la palabra, donde la razón se mueve con
conceptos, sin filamentos ni nervaduras sensibles. Los filósofos –digo: algunos
de ellos– son cañitas pensantes que pescan ideas en los libros. Los que han
hecho “profesión” de la filosofía declaran desde el vamos dónde se ubican:
teniendo a nuestra disposición para expresarnos desde el canto hasta el verso,
el cuento o la novela, los filósofos llegan a la filosofía pura exhaustos de
pasiones. El extremo más abstracto fue alcanzado en el campo de la palabra,
el más distanciado del canto y de la música, de la resonancia sonora y
sinfónica del mundo. La filosofía se presenta como el pensar más refinado y
distanciado de lo imaginario y del afecto; olvida de dónde viene al querer llegar
tan alto. No porque no sienta sentimientos, sino simplemente porque no
necesita avivarlos, cree, para escribir los conceptos. En la filosofía, por lo
menos en la académica, no hay valientes. Jean Wahl decía que la poesía era
fuente de filosofía: el problema es cómo hacer para que lo que tenemos de
poético hable en la filosofía sin pedirles, como Heidegger a los poetas, que le
abran el camino para que al final el filósofo les haga decir en nombre del Ser lo
que a él se le canta. Porque cuando el filósofo habla, “el habla habla” con la
certidumbre de la teología. Y cuando digo poesía o filosofía sólo pienso en esa
experiencia personal de crear sentido, que une el llamado “espíritu” a la
llamada “materia” y pone en juego al sujeto que piensa, sea con imágenes o
con meros conceptos. Siento, imagino, pienso, y por lo tanto existo. Distintas
maneras de implicar la totalidad del sujeto.
Confieso: hay que tener coraje para ser poeta o novelista en serio. Por
eso quizás uno se dedicó a la filosofía. Hay que atreverse, y no es moco de
pavo –¡quién pudiera!–, a abrir la trama ceñida de lo que el tiempo ha ido
2 Texto publicado el 24 de julio del 2007 en el diario Página 12. 12 decantando en lo sensible de nuestro pasado y volver a animar lo que ya está
quieto y hasta apelmazado: por eso se dice lo pasado pisado. Es más fácil
pedir prestadas ideas y conceptos que experimentar sentimientos e imágenes
para animarse a que las nuestras re-suenen. El tener conceptos, en cambio, no
nos pide pruebas de que las ideas hayan resonado en algún espacio sensible y
afectivo, donde lo finito y lo infinito dentro de uno mismo tropiezan. Reconocer
en ellos la aureola imaginaria y alucinada que los acompañan. Pero para que lo
más sensible de nuestra vida pase a la palabra, ésta necesita siempre de la
melodía, la forma primera y arcaica de un cuerpo que se hizo sonido, que
organizó el sentido, para que re-suene como un eco infinito en los recovecos
del cuerpo tensado como la cuerda de un cuatro. Eso no se inventa. Toda
creación es re-creación de algo anterior, un estado de gracia inocente que
prolonga ese acontecer originario que abrió el camino para que podamos luego
llegar más hondo en la aprehensión del mundo con el pensamiento. El coraje
de la re-creación es la verdadera valentía que se abre en la palabra intensiva:
animarnos a retomar como punto de partida lo que quizá más nos haya dolido o
más hayamos gozado. ¿Quién se atreve a rememorar la intensidad de un amor
perdido, el darse ilimitado del goce enamorado, sin sentir que su pérdida
infinita, la única infinitud en acto que realmente exista, nos hizo “andar sin
pensamiento”, para siempre heridos, convalecientes sin remedio, un poco
muertos? ¿Y que eso vuelve a reanimarse con el pensamiento cuando
pensamos algo? Sólo así, sin embargo, el ánima se anima. Los narradores y
los poetas son admirables porque tienen ese coraje interior para meterse
adentro que los que pensamos en filosofía, por definición, carecemos: son los
que están más próximos a lo imaginario y al afecto: no tienen miedo. (San Juan
de la Cruz estuvo castigado por la curia en una tumba de piedra durante nueve
meses, y describe la pasión amorosa más alucinada, hermosa y dolorosa, entre
el Amado y la Amada, incesto incluido. Y siguió sin embargo fiel a Cristo y a la
Iglesia, pero había una fidelidad más profunda que se ocultaba y reverberaba
en sus versos. Por eso su valentía es extrema: venció la angustia al darle vida
en su canto al primer amor perdido, inalcanzable, para siempre ido, ese que le
13 estaba prohibido bajo pena de muerte. Y lo gozó nuevamente ante ellos,
expertos en ardides, sin que se dieran cuenta.)
¡Qué diferencia con los teólogos y los filósofos! A algunos filósofos no
les creo mucho, aunque a veces me deslumbren tanto: toman distancia de lo
que más amamos por medio del concepto y del pensamiento coherente y
transparente. ¡Qué trabajo se dan! Mírenlo a Hegel que pensó él solito todo lo
que podía pensarse desde que el mundo es mundo, aunque nos dejó un
poquito. Otros filósofos, en cambio, dicen lo mismo que los poetas, pero han
tenido que hacerlo abstractamente para evitar la hoguera: mírenlo a Spinoza,
retorciendo los sarmientos secos de la teología para que ardan de nuevo.
Entonces la filosofía es un subterfugio para distanciarse o acercarse a la
poesía y a la novelería.
Y como ya sabemos, la imaginación también crea pensamiento. Lo
imaginario no es sólo, como decía Sartre, “la presencia de una ausencia”. Hay
ausencias y ausencias, unas que vuelven, otras que han partido para siempre.
Hay ausencias que matan, más bien que nos matan, sobre todo si las hemos
enterrado en nosotros mismos: no podemos darles vida, están como la
princesa dormida en el bosque. Todo pensamiento que repite y no pasa de
grado es melancolía reflexiva, sin el beso del amor que vuelva a despertarla.
Una imagen lleva a la otra, y es todo el campo de la vida alucinada el que
tenemos que revivir para actualizar no sólo la presencia pensada como
pensamiento, sino la presencia actualizada con la coronita que le pone a cada
cosa su aura: evitamos caer en la locura sin darnos cuenta de que la cultura es
ya un alucinamiento colectivo compartido. ¿Acaso la imagen sartreana que
define la imagen, “la presencia de una ausencia”, no define también a aquél
que alucina? Miren el trabajo que se tomó Descartes para distanciarse de los
tres sueños que lo perseguían.
Hay que hacer que la filosofía se haga palabra para que el seso nos
avive y despierte, pero con una palabra pegada al sentimiento que el cuerpo
memorioso modula, y confirme o niegue lo que el pensamiento dice. El
pensamiento siempre dialoga en nosotros mismos con el afecto y la imagen,
como planta seca echando raíces en el agua oscura.
14 Y eso duele mucho. Allí se originan nuestros pensamientos: cuando
tocan fondo, cuando hemos quedado solos para enfrentar el terror y el misterio
del mundo. Pasar el espejo quizá sólo quiera decir eso: romper la imagen de la
unidad festiva, el espacio azogado y pulcro donde el “socius” nos devuelve con
su brillo lo que hemos llegado a ser después de esmerarnos (¿esmerilarnos
quise decir?) tanto durante tanto tiempo: la imagen que nos damos o recibimos
de nosotros mismos para ser idénticos.
Porque las palabras, no hay vuelta de hoja, cuando son sólo conceptos
son una coraza para mantener distancia con lo que sentimos y también
tememos. Entonces uno piensa que filósofos en serio son sólo los que han
actualizado las marcas de lo originario en su pensamiento: cuando son poetas
o narradores que piensan conceptos. Aunque corran el riesgo de quedarse
solos, sin que nadie los acompañe, como a los deudos, con el sentimiento.
Entonces uno escribe cualquier cosa, como en la escuela para justificar
la falta: por ejemplo, me dolía la panza.
15 Por DS
León Rozitchner lector3
“El coraje de la recreación es la verdadera valentía que se abre en la palabra
intensiva: animarnos a retomar como punto de partida lo que quizás más nos
haya dolido o más hayamos gozado”
I. Leer como práctica de conocimiento de sí
León Rozitchner solía repetir a Simón Rodríguez, para quien la lectura era una
actividad de orden anímico y transtemporal: no se lee sin investir signos
objetivados. No se descifran escrituras pasadas sin vivificarlas a partir de
nuestras propias experiencias, que es lo único con lo que contamos a la hora
de despabilar palabras y frases para encontrar en ellas una vida solapada.
Toda lectura pone en juego una dimensión de auto-conocimiento. No
sabemos qué podemos, en tanto lectores, hasta que no nos vemos impelidos a
entrar en contacto con el esfuerzo de escritura que otrx hizo en otro tiempo y
que ahora, deseosos de constituir un sentido, debemos realizar nosotros. No
podremos enterarnos de la riqueza que envuelve el jeroglífico hasta que no le
comuniquemos una riqueza que nos es propia y que no siempre advertimos de
antemano.
La lectura es una práctica de autoconocimiento también por otra razón:
sólo la confrontación cuerpo a cuerpo con la positividad del texto hará emerger
la propia subjetividad lectora; las operaciones de selección y asociación que la
intensión nos demanda para conferirle una significación. Leer implica, en
definitiva, un esfuerzo proporcional al invertido en la escritura del texto en
cuestión.
II. Con el sudor de tu frente
3 El presente texto retoma la conversación sostenida por León Rozitchner y Ricardo Piglia en
uno de los capítulos de la serie “León Rozitchner, es necesario ser arbitrario para hacer
cualquier cosa”. Para ver el capítulo en cuestión cliquear aquí:
https://www.youtube.com/watch?v=oktOFC8Cou4 16 Se trata de una operación a dos puntas. Por un lado, se penetra en la
coherencia del texto, se busca acceder a una subjetividad, constituir una
empatía, conferirle una vida a partir de la propia. Y, por otro, se lo confronta,
tratando de comprender a fondo la trampa que esa coherencia –que hay que
descubrir– encubre. Lo que interesa de una subjetividad –en esto Rozitchner se
asemeja al Nietzsche de Ecce Homo– es la oportunidad que brinda para
pensar a fondo una trampa que nos concierne (el “obstáculo”), y proviene
directamente del modo en que los poderes actúan en nosotros; una presencia
amenazante que advertimos como señal de angustia cada vez que
transgredimos ciertos límites que –lo sabemos, porque se nos lo anuncia desde
el vamos– se castiga con la muerte.
Y si interesa es porque las prácticas –la analítica, la política, la literaria,
la filosófica– son campos de operaciones con relación a dicho obstáculo. Lo
que cuenta en ellas es la materialización de un deseo celebratorio de las
estrategias que permiten superar, componiendo nuevas fuerzas, la presencia
paralizante del terror.
Es bajo esta condición que la lectura se vuelve una ocupación
meticulosa, que lleva mucho tiempo. Una actividad “de chinos” (o de “judíos”);
una labor artesanal que se realiza concepto por concepto. Se lee como se
trabaja en una “cantera”. No es posible leerlo todo. La lectura no es, para
Rozitchner, una actividad erudita. Si ya cuesta mucho encontrar qué leer, el
verdadero trabajo no comienza del todo hasta que no se da con algo
significativo en lo que se lee.
III. A la búsqueda del síntoma
Ricardo Piglia señala este carácter “sintomático” de la lectura en Rozitchner,
empeñado en el fragmento, en la búsqueda de un “punto ciego”, irresuelto o
nunca continuado, a fin de prolongarlo o replantearlo. Esos síntomas, por otra
parte, tienen un valor inmediato cuando se los encuentra en autores que han
penetrado como pocos en su propia subjetividad para extraer de allí nuevas
relaciones con las cosas del mundo. No hay un método establecido para dar
17 con ellos (Scheler, Freud, Agustín, Marx, Perón): se trata de algo intuitivo, se
nos dice. Pero a la larga se los reconoce en que sólo con ellos uno puede
“apasionarse”. Sus textos van al fundamento y en esa medida desafían al lector
a hacer lo propio, abriéndose allí –en el contraste entre formas diferentes de
concebir el fundamento subjetivo– un grandioso “enfrentamiento”.
El propio Rozitchner nos lo ejemplifica leyendo a Descartes a partir de
una revelación equívoca en la que el padre del cogito afirma que su madre
había muerto mientras él nacía, cuando en realidad él tenía en torno a un año
cuando ella murió. Para León “ahí está todo”. Pero ¿qué es ese “todo”?: es la
repercusión subjetiva de un corte brutal que afecta al pensar y que Rozitchner
va a tomarse completamente en serio para postular una distancia del pensador
Descartes –una distancia interna en el propio pensamiento– respecto a su ser
materia afectiva. Es ese corte el que permitiría explicar, en términos de su
acceso subjetivo a la razón, el origen de un modo de pensar la materia como
mero objeto de análisis y medida. Cuando Descartes escribe sobre la primera
idea que tiene el “yo pienso”, se refiere no a una engendrada por su existencia
afectivo-corpórea, sino a la que colocó en él un dios creador, como dejando en
nosotros, sus criaturas, una huella de la perfección que el pensador recupera
en el nivel de la percepción intelectual pura. Es esta denegación de la materia
afectiva (y con ello de la natura spinoziana) en los orígenes mismos de la
modernidad burguesa lo que le permitirá establecer los decisivos vínculos que
unen cristianismo y racionalismo (es el proyecto de Rozitchner en La cosa y la
cruz); el proyecto teológico, el científico y el del capital poseen un mismo fondo
común, sin el cual no es posible comprender la efiacia del complejo de
dominación patriarcal que el ateísmo estándar, el universitario, no sabe leer. O
mejor: no sabe cómo leerlo al modo político en que lo leía León Rozitchner,
activando un cuerpo en filigrana contra los filósofos de academia (como él
mismo lo explica en su artículo “Justificado para no ir al congreso de filosofía”)
convocados por el gobernador Gioja, de San Juan.
IV. Refutar para comprender
18 León Rozitchner lector es inseparable de una escena de confrontación
vinculada a la escritura. Se lee a un adversario al que se respeta (o admira) y al
cual se desea desafiar en su coherencia última. No es una enemistad lo que se
funda: juntos podrían conversar sobre la diferencia subjetiva irreductible que
ambos encarnan. Lo difícil es lograr esa proximidad necesaria –empatía incluso
íntima sin la cual el desafío no se concretaría– al borde mismo de una
hostilidad sin acuerdo posible.
La posición es política y analítica: enfrentarse al otro para que diga lo
suyo, como condición para poder decir lo propio; todo un meticuloso arte de la
escucha y de la sensibilidad, para llegar a captar lo que de la verdad del otro
resuena en la propia. Confrontación atrevida que no pone en juego la
afectividad del otro sino para descubrir, suspicaz, el modo en que su
racionalidad escamotea un sometimiento que, sin embargo, sostiene su propia
subjetividad. Es esta historia de confrontaciones con el obstáculo –la presencia
en el propio sujeto de signos de la dominación política– lo que interesa, porque
es penetrando en ella que se comprenderán los misterios del sometimiento, y
se les contrapondrán –de eso se trata– elaboraciones de un saber rebelde
como parte de la experiencia de constitución un contrapoder histórico.
En articulación con la escritura, la lectura se transforma en un dispositivo
analítico-crítico inmanente al acto bélico implicado en cualquier resistencia;
presente en todo deseo de liberación.
Radicalizada por la escritura, la actividad de la lectura abre al plano de
constitución de las subjetividades, a la condensación de los imaginarios.
Porque es recién en la escritura que el desafío de la lectura se resuelve en
hallazgo pleno de la propia subjetividad como lugar de “elaboración de
verdades históricas”, como solía decir. Y este descubrimiento es doble: León
Rozitchner era egiptólogo al empeñarse en descifrar signos de raigambre
mitológica, y en hallar en ellas las determinaciones estructurantes tanto de la
psiquis individual, como de las determinaciones subjetivas de las coyunturas
histórico-políticas. Para él, ambas iban juntas.
Y este “van juntas” es ya una rebelión contra todo lo que mantiene
separado lo objetivo respecto de lo subjetivo, y lo material respecto de lo
19 espiritual. Todo el problema es, en cierto modo, cómo zafar de ese corte que
interrumpe la prolongación deseada que va de lo subjetivo a lo objetivo y de lo
individual a lo histórico. De ahí que el Materialismo ensoñado, última obra de
León Rozitchner, sea una filosofía práctica de la conjunción. Y el problema de
la lectura sea el de cómo acceder a esta no separación, venciendo sobre la
teoría del sentido de los poderes (cristiano-burgueses) que obstaculizan
(introducen una distancia subjetiva en nosotros mismos y objetiva respecto de
las riquezas del mundo) este tránsito inmanente.
León Rozitchner esperaba que un día, cuando la ciencia progresase lo
suficiente –en el buen sentido, es decir, aquel no “progresivista”–, los grandes
libros deberían adjuntar una biografía de sus autores: no un retrato escolar,
sino una narración del modo en que cada uno de ellos había vivido su intento
de realizar este tránsito.
V. Contrera sí, gorila no.
Leer es hacer política, lo que en la Argentina de su tiempo equivalía a leer a
Perón y al peronismo. Horacio González disfrutaba en alguno de sus textos de
imaginar a Rozitchner “deviniendo” Perón en la escritura. Con menos humor y
comprensión se ha vuelto un tópico identificar a León Rozitchner con el
antiperonismo. Esto no es cierto. Como decía David Viñas, ellos –la generación
Contorno– nunca fueron gorilas, siempre fueron “contreras”, que no es lo
mismo. León Rozitchner puso la atención en el amor entre Perón y los
trabajadores argentinos. ¿Qué clase de amor es ese? ¿Qué arma y qué
desarma? ¿Cómo ese amor dispuso a los trabajadores para esa guerra que es
la lucha de clases? No es posible leer la política como guerra sin hacerse a
fondo estas preguntas.
VI. ¿Qué hacer con León Rozitchner?
Piglia se interesaba también por el Rozitchner escritor. En sus conversaciones
León se lamentaba frente al hecho de que en filosofía no sea posible adoptar
20 una posición marginal en la escritura. No al menos de un modo tan fluido como
en literatura. Objetaba, a fin de cuentas, la dureza de la frontera entre ambos
campos. Piglia, en cambio, parecía inclinarse a reconocer en Rozitchner un
derecho al margen conquistado políticamente en la reivindicación de la
condición periférica del campo cultural en que se reconocía.
¿Cómo leer a León Rozitchner? Piglia me dice que espera de las
generaciones venideras que sean capaces de leerlo con la misma penetración
y contundencia refutativa con la que él se había devorado a los autores con los
que se metía (una larga lista –además de los ya citados–: de Del Barco a
Althusser, de Simón Rodríguez a Descartes, de Marx a Heidegger, a Hegel a
Derrida, de Spinoza a Lacan, de Deleuze a Levinas, de Eggers Lan a
Clausewitz).
No creo que estemos en condiciones de refutar a León Rozitchner. No al
menos en lo inmediato. Sobre todo porque un nuevo encuentro con su obra,
diferente al modo en que fue leído por ejemplo en los años setentas y
ochentas, está recién en curso, e impone operaciones de apropiación distintas
a las que él mismo aplicó a sus descuartizados.
León Rozitchner significa en sí mismo, aquí y ahora –al menos para
algunos de nosotros– un argumento de resistencia a la atmósfera de
denigración subjetiva, despótica y neoliberal, que desautoriza a cada quien a
tomar la palabra sin otro respaldo que su propia subjetividad. Este clima se
reproduce de modo específico en el ámbito llamado intelectual. En este
contexto, poner a disposición su obra como pensador argentino-universal sigue
siendo un modo muy concreto y efectivo de intervención política.
Leer a Rozitchner tal vez suponga más una operación de actualización
de muchos de sus problemas que de refutación de sus posiciones. Sobre todo
de aquellos problemas que se planteaban en sus combates de manera
programática, y que hoy constituyen su mayor vigencia: me refiero a la cuestión
de los afectos en el campo político y subjetivo, en particular el de los afectos
del terror y del amor.
¿Mantiene vigencia su reflexión sobre el terror, generalmente vinculada
a las dictaduras y a la guerra? ¿Vale la pena, realmente, insistir en ellas para
21 iluminar
plenamente
el
momento
actual,
dominado
por
modalidades
propiamente neoliberales de estabilizar y conducir las subjetividades? Pienso
que sí, aún si para continuar esas investigaciones haya que profundizar sobre
los modos en que se difunde actualmente el terror en nuestras sociedades, a
través de la multiplicación de todo tipo de fronteras. Para Rozitchner el terror
militar sobrevive en la concentración de la propiedad privada y en las
operaciones destinadas a conservar este estado de cosas. Lo que hoy
llamamos el gobierno –o la dictadura– de las finanzas. En este aspecto, la tesis
sobre el vínculo entre los efectos sociales del terror militar y la incapacidad de
la política de avanzar sobre esa concentración mantiene una vigencia
pavorosa.
La segunda cuestión, referida al amor, fue planteada por León
Rozitchner en polémica con el filósofo cristiano Eggers Lan: ¿hasta qué punto
es compatible el amor de Cristo con el amor que se recrea en la lucha de los
movimientos sociales contra las distintas formas de opresión? “El Papa ama a
todos –escribió un flamante Francisco en 2013–, ricos y pobres, pero tiene la
obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar a los
pobres, respetarlos, promocionarlos”. Si la vocación transformadora del
Movimiento de sacerdotes por el tercer mundo de los años setentas podía abrir
un espacio común, la actual restauración mediática de un conservador “amor a
los pobres” pone las cosas en otros términos y actualiza, de un modo tal vez
inesperado, las posiciones que asumía Rozitchner ya a comienzos de los
sesentas. La irreductibilidad de este amor con el amor en Marx alumbra un
fundamento diferente que parte de la inmanencia radical de las luchas y la
resistencia tal y como en ella se afirma la potencia amorosa de los cuerpos. La
misma idea se encuentra en la tesis IV de Sobre el concepto de historia de
Walter Benjamin.
***
León Rozitchner decía que había aprendido a leer en Paris, en las clases de
Paul Ricouer –un cristiano no marxista con el que leía renglón a renglón
22 los Manuscritos de Marx de 1844. Su vida intelectual fue un intensísimo
ejercicio por extraer todas las consecuencias posibles de ese aprendizaje.
23 Por Joaquín Sticotti
Diagnóstico, responsabilidades y lineamientos políticos en el discurso de
Francisco.
Premisas y lineamientos
En el presente artículo me propongo analizar el discurso del Papa Francisco y
su vínculo con la política internacional, especialmente latinoamericana. Parto
de dos premisas básicas: la primera es que, más allá de su carácter de líder
religioso, Francisco se propone como un referente político. Sus discursos y sus
presencias en conflictos y mediaciones internacionales lo muestran en este rol
desde que asumió el máximo pontificado de la Iglesia Católica. La segunda es
que, para analizar sus ideas y la estrategia política que se construye a través
de
ellas,
es
necesario
salir
de
un
análisis
de
titulares
y
frases
descontextualizadas para remitirse a documentos específicos. El mismo
Francisco afirma que, para conocer con precisión su pensamiento, hay que
remitirse a los textos que el mismo escribe en forma de encíclicas4. Por lo tanto
nos concentramos en esta ocasión en el texto completo de su última encíclica
publicada, Laudato-Si.
En un trabajo anterior llamado “Racionalidad política neoliberal y
catolicismo: discursos en torno a la cuestión social” me ocupé de las
coincidencias estratégicas entre el discurso de Francisco y algunos
documentos vinculados a las políticas sociales en el marco del neoliberalismo.
Retomando algunos de esos ejes –como la ontologización de la desigualdad, la
figura del empresario de uno mismo y la centralidad de la sociedad civil– me
propongo en esta ocasión ensayar un acercamiento más pegado al texto de
Francisco, buscando observar como en sus enunciados –y en los intersticios
entre sus afirmaciones– se va construyendo una unidad discursiva sumamente
compleja y, sobre todo, irreductible a etiquetas que en general lo ubican mucho
más a la izquierda de lo que está.
Entrando de lleno en la encíclica, se puede ver cómo el texto está
dividido en numerosos ejes a modo de capítulos –se trata de una encíclica
4 Entrevista a La nación, 12 de diciembre de 2014 24 extensa, de casi doscientas páginas5– como por ejemplo: “Los pobres y la
fragilidad del planeta”, “Todo está conectado”, “Crítica al nuevo paradigma”,
“Nuevos modos de entender el progreso y la economía”. “El sentido de la
ecología”, “Respuesta local e internacional”, “Nuevo estilo de vida Cristiano”.
Viendo rápidamente este índice ya se puede dar cuenta de que se trata de un
texto que excede los fines religiosos y se propone un programa político. La idea
del presente artículo es analizar algunas características de este programa y
relacionarlas, en la conclusión, con la política latinoamericana.
Laudato-Si en perspectiva
La encíclica comienza con un diagnóstico del estado actual del mundo al que
Francisco llama “la casa común”. El descuido del ambiente natural, en el que
todos los hombres vivimos, se debería a un cambio propiciado por la acción
humana que iría más rápido que la “natural lentitud de la evolución biológica”.
Estos cambios, que afectan el medioambiente, traerían consecuencias más
graves para algunos sectores de la población que viven en determinados
lugares:
Muchos pobres viven en lugares particularmente afectados por
fenómenos relacionados con el calentamiento y sus medios de
subsistencia dependen fuertemente de las reservas naturales y
de los servicios ecosistémicos como la agricultura, la pesca y
los recursos forestales (P. 21)
La afirmación es clara y puedo compartirla: los pobres viven en los
lugares más afectados por los desastres naturales y el deterioro del clima. Sin
embargo, lo que rápidamente noto que falta es la pregunta por los motivos de
esta distribución geográfica. Y aquí hay una evidente ausencia, porque si se
soslaya la pregunta por los motivos de esa desigualdad estructural se corre el
5 Podemos compararla, por ejemplo, con la célebre encíclica Rerum Novarum que sólo tenía 22
páginas, o con la Centesimus annus, publicada por Juan Pablo II que tenía 44 páginas. 25 riesgo de ontologizarla, es decir asumirla como un punto de partida aceptable
en un mundo competitivo (Murillo, 2012).
A la hora de pensar en las soluciones a la problemática de la deuda
externa de los países pobres, podemos ver como esta ontologización de la
desigualdad trasciende de lo individual a un plano geopolítico:
Es necesario que los países desarrollados contribuyan a
resolver esta deuda limitando de manera importante el
consumo de energía no renovable y aportando recursos a los
países más necesitados para apoyar políticas y programas de
desarrollo sostenible. Las regiones y los países más pobres
tienen menos posibilidades de adoptar nuevos modelos en
orden de reducir el impacto ambiental, porque no tienen la
capacitación para desarrollar los procesos necesarios y no
pueden cubrir los costos. Por eso hay que mantener con
claridad la conciencia de en el cambio climático hay
responsabilidades diversificadas (P. 42, las cursivas son del
original).
Está claro que las responsabilidades diversificadas apuntan a un
reclamo hacia los países desarrollados para que se hagan cargo de los
desastres producidos por el cambio climático y la explotación indiscriminada de
la tierra. Sin embargo muestran simultáneamente un esquema paternalista, una
jerarquía constituida ante la cual no se plantea ningún cuestionamiento. Hay
países pobres que tienen menos capacidad de ejecutar sus políticas y hay
países ricos que son responsables por ellos.
A continuación, Francisco se remite a lo que considera la raíz humana
de la crisis ecológica: el paradigma tecnocrático dominante. Sin negar la
belleza de la técnica, haciendo uso de un estilo cercano al futurismo (“¿se
puede negar la belleza de un avión o de algunos rascacielos? Hay preciosas
obras pictóricas y musicales logradas con la utilización de nuevos instrumentos
técnicos” p. 84) afirma, igualmente, que es necesario encontrar una forma más
26 humana del progreso, cuyos fundamentos finalmente encontrará en la ética
cristiana. Sin embargo, antes de llegar a eso, se va a dedicar a analizar
algunos “aportes diversos” que pueden conducir, según su perspectiva, hacia
respuestas integrales ante la crisis ecológica: “Por ejemplo, cuando
comunidades de pequeños productores optan por sistemas de producción
menos contaminantes, sosteniendo un modelo de vida, de gozo y de
convivencia no consumista” (p. 92).
Acto seguido, el texto lleva a una relación que podrá sonar un poco
tirada de los pelos, pero que a Francisco le resulta totalmente lógica o
estructural a partir de la tan repetida –y vacía de sentido– frase que reza “Todo
está conectado”. Así encontramos el vínculo entre las pequeñas comunidades
que producen agricultura alternativa con la justificación del aborto:
Dado que todo está relacionado, tampoco es compatible la
defensa de la naturaleza con la justificación del aborto. No
parece factible un camino educativo para acoger a los seres
débiles que nos rodean, que a veces son molestos o
inoportunos, si no se protege a un embrión humano aunque su
llegada sea causa de molestias y dificultades (P. 98)
Nuevamente se puede notar cómo se tejen ciertas jerarquías entre los
sujetos y también los objetos o los actores no humanos (Latour, 2007).
Naturaleza y embriones como entidades frágiles que deben ser protegidas,
deben producirnos ternura y compasión. No ocurre lo mismo con las mujeres
obligadas a realizarse abortos clandestinos en condiciones deplorables,
aunque recientemente el Papa haya llegado a “perdonarlas”, sólo durante el
jubileo que termina en 2016, por sus acciones.
Sin embargo hay más grupos que deben ser tenidos en cuenta. Uno de
ellos son los aborígenes, cuyos saberes para Francisco deben ser valorados
particularmente:
27 No son una simple minoría entre otras, sino que deben
convertirse en los principales interlocutores, sobre todo a la
hora de avanzar en grandes proyectos que afecten a sus
espacios. Para ellos, la tierra no es un bien económico sino un
don de Dios y de los antepasados que descansan en ella, un
espacio sagrado con el cual necesitan interactuar para sostener
su identidad y sus valores (p. 120).
Es llamativo como pueden prestarse a la ambigüedad algunas de estas
afirmaciones. Los saberes de los aborígenes son rescatados, cierto, pero
remitiéndolos a su lugar de minoría. Su participación en las decisiones se
reivindica, cierto, pero ¿acaso no se trata de las tierras que les pertenecen?
¿En qué sentido –y sobre todo de quiénes– deberían ser interlocutores los
aborígenes para tomar decisiones sobre la tierra que les pertenece?
¿Cómo podemos conciliar este tipo de afirmaciones con las apelaciones
a “hacer lío” u “organizarse” lanzadas por el pontífice en su última gira
latinoamericana?
Queda
pendiente
una
lectura
comparada
de
estos
enunciados que, aunque salen de la voz del mismo emisor, tienen
emplazamientos diferentes y efectos que habría que analizar con detenimiento.
Con el análisis realizado hasta aquí, haciéndole caso a Francisco en su pedido
de que leamos sus propias encíclicas para entender lo que propone, lo que
podemos ver es que la ética cristiana defendida por Francisco posterga
muchas veces la rebeldía terrenal en pos de una redención trascendente. Para
los pobres, los aborígenes despojados de sus tierras y las mujeres que no
abortan –aunque hubiesen querido– será el reino de los cielos.
Más avanzada la encíclica, llegamos a la reivindicación de la familia
como la unidad básica de la sociedad, una línea que podemos observar en
continuidad con el discurso del Papa Juan Pablo II e incluso con la encíclica
Rerum Navarum del Papa León XIII:
El bien común presupone el respeto de la persona humana en
cuanto tal, con derechos básicos e inalienables ordenados a su
28 desarrollo integral. También reclama el bienestar social y el
desarrollo de los diversos grupos intermedios, aplicando el
principio
de
subsidiariedad.
Entre
ellos
se
destaca
especialmente la familia, como célula básica de la sociedad
(p.128).
Es en el marco de la familia y las subjetividades que la integran donde
se pone el foco para analizar algunos de los problemas de nuestra sociedad
contemporánea:
Muchas veces hay un consumo inmediatista y excesivo de los
padres que afecta a los propios hijos, quienes tienen cada vez
más dificultades para adquirir una casa propia y fundar una
familia (p. 131).
Aquí es donde vemos emerger una figura muy cara a la tecnología de
gobierno neoliberal: el empresario de uno mismo. Esta figura subjetiva opera
como una técnica de gobierno internalizada en un contexto donde la empresa
sustituye al mercado, la competencia al intercambio y la desigualdad a la
igualdad (Foucault, 2007). El empresario de sí debe defenderse –y defender a
los suyos– ante los avatares que la coyuntura le trae. Debe estar siempre
preparado y prevenido. Es el responsable de su propia suerte.
Entendemos las profundas ambigüedades de esta tecnología que
pretende empoderar, pero, a la vez, desliga al estado y a otras instituciones de
sus responsabilidades sobre la vida de las personas. En un mundo
profundamente desigual, no todos tienen las mismas oportunidades para
convertirse en exitosos empresarios de sí6. Atribuir al consumo desmedido de
los padres las dificultades de los hijos para obtener la casa propia es
6 Nos permitimos una breve digresión con algunas estrofas, de la canción “Discriminado” del grupo
Yerba Brava: “Su suerte ya estaba escrita // desde el momento en que nació // hijo de padres villeros //
con la cumbia se crió // y ahora que esta más grande // y al baile quiere colar, // el 'rati' con bronca grita: //
"¡Negro villa, vo' no entrás!" //Todos se hacen los giles // te dejan siempre tirado, // que por ser negro
villero // el estaba condenado (…) Con el trabajo tampoco pega, // de todos lados el rebotó, // le buscan
todos los peros, // cansado el negro ya se rindió, // la sociedad no le dio salida, // y el mal camino el
encaró. // En una noche pesada // la muerte se lo llevo” 29 invisibilizar las dificultades estructurales de conseguir esto: desde la desigual
distribución de la riqueza, a las viviendas ociosas de los más ricos que
encarecen los alquileres. Nos resultan, en este sentido, sumamente actuales
las palabras de León Rozitchner que, hablando del cristianismo, podría estar
hablando del neoliberalismo:
Allí el cristianismo ahonda el poder externo en la subjetividad
que, por fin, le queda más profundamente sometida, y le abre al
poder político, en el corazón ahora castrado y contenido, el
acceso a todo el ser del hombre. Transforma los conflictos
sociales externos y reales en conflictos subjetivos, individuales
e ilusorios (p. 136).
El lugar preponderante de las organizaciones de la sociedad civil es otro
eje que Francisco reitera en su encíclica. Las instancias locales, las
cooperativas, los pequeños grupos de productores son instancias que se
proponen como las propulsoras de un sistema alternativo:
en algunos lugares, se están desarrollando cooperativas para
la explotación de energías renovables que permiten el
autoabastecimiento local e incluso la venta de excedentes. Este
sencillo ejemplo indica que, mientras el orden mundial existente
se muestra impotente para asumir responsabilidades, la
instancia local puede hacer una diferencia (p. 143).
Aquí se puede ver otro ejemplo interesante. La impotencia del orden
mundial se muestra en contraposición a la experiencia local, a la que se
enaltece igual que en la encíclica Evangelli Gaudium. Pero el impotente orden
mundial parece, con su –dudosa– pasiva agresividad, gozar de cierta
impunidad. Quedan otro tipo de acciones condicionantes como:
30 Un cambio en los estilos de vida podría llegar a ejercer una
sana presión sobre los que tienen el poder político, económico
y social. Es lo que ocurre cuando los movimientos de
consumidores logran que dejen de adquirirse ciertos productos
y así se vuelven efectivos para modificar el comportamiento de
las empresas, forzándolas a considerar el impacto ambiental y
los patrones de producción. Es un hecho que cuando los
hábitos de la sociedad afectan el rédito de las empresas, estas
se ven presionadas a producir de otra manera (P. 156, las
cursivas son mías)
La conclusión que se puede sacar de esto es que la producción local a
pequeña escala y el consumo son las que pueden ejercer “una sana presión”
sobre “los que tienen el poder político, económico y social”. Son las
organizaciones pequeñas y medianas, dentro de la sociedad civil, las que
tienen la responsabilidad de propulsar el cambio, las que pueden constituirse
en motor de una historia diferente. El poder del orden mundial (que existe) es
impotente e irresponsable, pero nunca cuestionado en su hegemonía.
El reciclaje y la reutilización de objetos que son descartados ocupa un
lugar central en la propuesta ecológico-política de Francisco:
esas acciones derraman un bien en la sociedad que siempre
produce frutos más allá de lo que se pueda constatar, porque
provocan en el seno de esta tierra un bien que siempre tiende a
difundirse, a veces invisiblemente. Además, el desarrollo de
estos comportamientos nos devuelve el sentimiento de la
propia dignidad, nos lleva a una mayor profundidad vital, nos
permite experimentar que vale la pena pasar por este mundo
(P. 169)
Parece haber una fe exagerada en este tipo de gestos. No queremos
negar la importancia del reciclaje y la re-utilización de algunos artículos, pero
31 dudamos fuertemente de que puedan devolver dignidad (sobre todo, si está es
ultrajada en muchos otros aspectos como un trabajo precario y una vivienda
indigna) y difundirse de un modo que permita ejercer una “sana presión” sobre
quienes detentan el poder.
Está claro que el mensaje de unión en el marco de la sociedad civil no
es individualista sino comunitario:
Sin embargo no basta con que cada uno sea mejor para
resolver una situación tan compleja como la que afronta el
mundo actual. Los individuos aislados pueden perder su
capacidad y su libertad para superar la lógica de la razón
instrumental y terminan a merced de un consumismo sin ética y
sin sentido social y ambiental. A problemas sociales se
responde con redes comunitarias, no con la mera suma de
bienes individuales (p. 174).
Vemos, desde luego, el aspecto positivo de la acción comunitaria. Pero
es necesario, al mismo tiempo, entender esta interpelación como un modo de
fraccionar y dividir las intervenciones políticas. La concentración en lo local, en
el accionar de la sociedad civil, relega la coordinación estratégica de las luchas
a otro plano. ¿Dónde está ese plano? Nuestra hipótesis final es que está en el
lugar en que el propio Francisco se posiciona, el de un líder político-espiritual
que pretende representar, desde una inspiración latinoamericana, un lugar
preponderante en la geopolítica internacional. De ahí su idea, tomada de su
antecesor Benedicto XVI, de proponer una autoridad mundial basada en la
ética cristiana. Lanzada esta hipótesis hacia el final del texto, nos vemos en la
obligación de retomarla y analizar brevemente sus implicancias en la
conclusión.
Conclusión política
32 No resulta muy novedoso afirmar que los procesos de transformación social y
política que comenzaron en Latinoamérica a comienzos de la década pasada
se encuentran en un proceso de estancamiento. Obviamente, éste no es el
espacio para un diagnóstico específico de la situación de cada país y el grado
en el que lograron transformar la matriz neoliberal. Sin embargo, pretendo
concentrarme en un rasgo que entiendo central: la integración regional.
Actualmente los procesos de integración regional, defendidos con
ímpetu por Hugo Chávez, como por ejemplo el ALBA, se encuentran en franco
declive. Chávez, además de presidente de su país, se proponía a sí mismo
como un referente de la integración latinoamericana. Desde su muerte, ese
lugar parece haber quedado vacante. Muchos procesos de transformación se
han circunscripto a una escala local, con sus diferencias y sus numerosas
dificultades. Otros procesos de integración impulsados por Estados Unidos –
como la Alianza del Pacífico- han crecido.
En un mundo en crisis, la integración regional por fuera de la tutela de
los Estados Unidos debe ser una prioridad de la política latinoamericana. Por
integración se entiende, entre otras cosas, avanzar con la construcción de una
moneda común para transacciones comerciales entre países, la creación de un
banco de desarrollo latinoamericano y el intento de construir una estrategia
diplomática unificada. Esta modalidad de integración excede la unión espiritual
que puede producirse alrededor del liderazgo de Francisco. Evidentemente, no
es lo mismo la integración espiritual que la económica y social. Pero no se
puede dejar de notar que desde marzo de 2013, cuando se produce -casi
simultáneamente- la muerte de Chávez y la asunción de Francisco, la
integración
político-económica
comienza
a
estancarse.
El
político
latinoamericano que tomó recientemente, y con enorme repercusión mediática,
la palabra en la apertura de la asamblea general de la ONU no fue ni Rafael
Correa, ni Evo Morales, ni Cristina Fernández de Kirchner, fue el Papa
Francisco.
Con esta hipótesis, no se pretende decretar la imposibilidad de la
coexistencia de ambas integraciones. Pero sí se pretende advertir sobre la
posibilidad de que el liderazgo de Francisco pueda tener efectos conformistas,
33 tanto
en
los
líderes
políticos
como
en
los
movimientos
sociales
latinoamericanos. Es muy poco para una Latinoamérica movilizada que se
perfilaba –en algunos países– hacia un socialismo del siglo XXI conformarse
con estar alineada a la crítica de Francisco al “capitalismo salvaje”.
Intencionalmente, en este caso, me salgo de la encíclica para tomar un titular
numerosamente repetido de los discursos de Francisco. Esta crítica a un
capitalismo “excesivo” es completamente coherente con la estrategia de la
Iglesia católica desde el papado de Juan Pablo II, en este sentido, veo una
completa actualidad en las palabras del teólogo marxista François Houtart
(2007): “Frente a la economía de mercado, la enseñanza social de la iglesia
cumple por ende una función reguladora. Ella tiende a moralizar su
funcionamiento, aunque sin poner en duda su lógica” (p. 25). Y aquí puedo
volver al punto de la complementariedad, o la coincidencia estratégica, entre el
discurso católico y el arte de gobierno neoliberal: mientras no se ponga en
duda el lugar de la competencia basada en condiciones desiguales como punto
de partida, el neoliberalismo puede tolerar (e incluso asumir como propias)
todas las críticas morales a un capitalismo desenfrenado, destructivo y violento.
Su fundamento no corre peligro.
Latinoamérica debe profundizar su búsqueda de integración social,
económica y territorial. Esta integración será muy complicada de lograr desde
los preceptos cristianos de las jerarquías incuestionables, la “sana presión”
sobre los que tienen el poder político y la culpa subjetiva por los problemas
sociales. Que el liderazgo de Francisco no se convierta en el espíritu
tranquilizador de una Latinoamérica carente de espíritu revolucionario.
Bibliografía:
-
Foucault, M. (2007) Nacimiento de la biopolítica. Buenos Aires: Fondo
de Cultura Económica.
-
Houtart, F. (2007) Mercado y religión. La Habana: Ruth Casa Editorial
-
Latour, B. (2007) Nunca fuimos modernos.Buenos Aires: siglo XXI
editores.
34 -
Murillo, S. (2012) Posmodernidad y neoliberalismo: Reflexiones críticas
desde los proyectos emancipatorios de América Latina. Buenos Aires:
Luxemburg.
-
Rozitchner, L. (2007) La cosa y la Cruz. Cristianismo y Capitalismo (en
torno a las Confesiones de san Agustín). Buenos Aires: Losada.
35 Por Pedro Yagüe
¿Quién entierra a nuestros muertos?
A la memoria de Diego Duarte.
Pocas cosas nos definen mejor que el modo en el que nos relacionamos con
los muertos. Cada generación tiene los suyos y cada persona también. Muertos
desconocidos y emblemáticos permanecen como marcas imborrables en el
cuerpo social. Huellas dolorosas que la historia ha dejado en cada uno.
Olvidarlos sería sepultar lo más propio que todavía hay entre nosotros. Es
cuando los negamos que ellos, abandonados, oprimen nuestro cerebro como
una pesadilla.
La sombra que los muertos olvidados extienden sobre la experiencia
colectiva dibuja el horizonte de nuestra impotencia política. Es en la relación
con el pasado donde se esconde el verdadero motor de la resistencia; es en la
huella que los muertos dejaron en nosotros donde debemos buscar ese índice
político irrenunciable. Y es allí donde, además, encontramos la eficacia de esa
verdad que necesitamos decirnos a nosotros mismos. El olvido de la
experiencia histórica vivida sólo es posible mediante la construcción de
agujeros negros que, como refugios, nos protegen de la imagen insoportable
que devuelve el espejo de los muertos.
Nunca florece tan roja la rosa como donde sangra algún César
enterrado. Todavía me acuerdo de la tarde en la que me enteré del asesinato
de Mariano Ferreyra. Y hoy, mientras escribo estas palabras, sigue
asombrándome el hecho de que gran parte de mi generación se haya sentido
más interpelada por la muerte de Kirchner que por la de Mariano. No todos los
muertos son nuestros. Lo son solamente aquellos que interpelan lo más propio
y sentido que elegimos no abandonar como premisa política. Son nuestros
porque su resistencia nos obliga a revivir la contemporaneidad de su lucha; nos
obliga a revivir la dolorosa marca que sus muertes dejaron en nosotros. Pibes
que se negaron trabajar para la policía, mujeres que no aceptaron prostituirse,
familias que resistieron en sus tierras contra la expansión del modelo sojero,
36 maestros, tercerizados, y todo tipo de trabajadores que decidieron enfrentar al
capital.
Hoy, habiendo corrido ya mucha agua bajo el puente, resulta innegable
la eficacia política que la reconstrucción edulcorada de la memoria ha tenido en
estos años. El recuerdo de las derrotas pasadas, construido bajo la figura de la
víctima, se encuentra vaciado del vigor y la firmeza que alimentaron sus luchas.
Esta pobre evocación de lo acontecido esconde las resistencias concretas por
las que nuestros muertos fueron asesinados. La legitimidad de su recuerdo
pareciera estar fundada en el único hecho de haber sido víctimas. Y sin
embargo, a pesar de ello, todavía sobrevuela entre nosotros el mismo aire que
respiró Luciano Arruga. Los asesinatos permanecerán –aunque a veces no los
veamos– en lo más profundo de nuestro cuerpo como el vestigio de un poder
que todavía espera ser recuperado. Enfrentar esas marcas es lo único que
podemos hacer para que ellas no sigan avanzando con el silencio de nuestra
complicidad.
Hay que decirlo con todas las letras: esta memoria edulcorada es una
nueva negación, una salida fantaseada, de la realidad histórica inscripta en el
cuerpo social. Una imagen que intenta tachar la huella que nuestros muertos
dejaron en nosotros. Son las disputas olvidadas por la memoria las que,
anestesiando los sentidos, nos someten a la ilusión de la verdad y la justicia. Si
el poder, como decía Rozitchner, no está donde el terror lo sitúa, deberemos
repensar la potencia actual de este recuerdo político vaciado de resistencia.
Si el enemigo triunfa, ni siquiera los muertos estarán a salvo. No
podemos permitir que sea esta memoria alucinada la que los entierre. Porque
sabemos que es en nosotros mismos donde ellos perduran sin paz. Y es por
eso que no podemos olvidar, llegue o no el jefe de la bonaerense a ser
presidente, a los tantos pibes torturados y asesinados por su policía. El
kirchnerismo nos propuso canjear una experiencia efectiva de resistencia social
por una politización de consumo y espectáculo. En eso se fue convirtiendo
nuestra idea de conflicto, nuestra idea de estabilidad, nuestra idea de alegría,
nuestra idea de vida. Es en el presente donde la derrota y la injusticia se
actualizan como bronca y compromiso de coherencia con la experiencia
37 histórica vivida. Porque es en nosotros donde lo individual, lo histórico y lo
social se ligan como una inscripción irrenunciable en la realidad material.
Y no se trata, como quería Cristo, de que los muertos entierren a sus
muertos. Sabemos que eso no es posible. De lo que se trata, sí, es de
recuperarlos para asumir esa huella como propia y tomarla como el punto de
partida de cualquier acción política. No podemos renunciar sin complicidad a la
memoria viva de su resistencia. No, al menos, sin perder la plenitud de nuestra
voz y de nuestro deseo.
38