Teoría abolicionista de la pena En el siglo XIX surgen las corrientes anarquistas opuestas a la burguesía. Sus tesis importan como un antecedente de la perspectiva abolicionista según lo afirmado por MÓNICA ARANDA OCAÑA en su ensayo intitulado Movimientos anarquistas y el ius puniendi estatal [2004: 82]. Los anarquistas (MAX STIRNER [1806-1856], PIERRE-JOSEPH PROUDHON [18091865], MIKHAIL BAKUNIN [1814-1876], VLADIMIR SERGIO SOLOVIEF [1853-1900], LEV NICOLĀIEVICH TOLSTOI [1828-1910] y PIORT KROPOTKIN [1842-1921] –principalmente–) en contra de las posiciones del socialismo científico propugnan por la supresión del Estado. Por tal razón, si las teorías marxistas-leninistas exigen la organización del poder político y estatal, para los anarquistas por el contrario, el Estado representa la autoridad que debe ser abolida para que impere la libertad sin condicionamientos ni ataduras. Como posición radical se propugna por la abolición de las penas, de las prohibiciones y de los juicios penales. En el análisis de la perspectiva abolicionista se presentan posiciones que no aceptan ninguna clase de coerción o constricción penal o social, al propugnar por la anarquía, por el desvalor de cualquier norma o regla. Aquí están las posiciones del anarquismo que pone por encima la libertad sin límites normativos de institución alguna, por eso aboga por la supresión de la religión, el Estado y con ello la justicia institucionalizada dentro de la cual está el derecho penal y la institución penitenciaria. En palabras de KROPOTKIN frente a la pregunta: “¿Qué podría hacerse para mejorar el régimen penitenciario? ¡Nada! –respondería– porque no es posible mejorar una prisión” (Citado por ARANDA OCAÑA , 2004: 96). La propuesta anarquista fue criminalizada por C ESARE LOMBROSO quien veía como conducta delictuosa la adhesión de las personas a este ideario político, y los caracterizaba por elementos indicativos de su jerga –similar a la de los delincuentes–, sus tatuajes –similares a los de los criminales natos–, su sentido ético – carente de moral por lo cual les resulta normal el robo–, el asesinato y demás crímenes [ARANDA OCAÑA, 2004: 102-103]. Otras perspectivas se limitan a reivindicar la supresión de la pena, incluso del derecho penal, pero no la abolición de cualquier forma de control social concibiendo técnicas como la presión de la opinión pública, la educación moral, entre otros. “Lo ideal sería un sistema en el que por lo menos no prevaleciera la fuerza bruta o la ley del más fuerte. Pero con un sistema u otro, la imposición coactiva o a través de la amenaza de sanción de unas normas básicas que regulen la convivencia es, hoy por hoy, una condición indispensable para la existencia de la sociedad” [HASSEMER y MUÑOZ, 2001: 362-363]. La consolidación de la perspectiva abolicionista se da con LOUK HULSMAN [19232009] y BERNAT DE CELIS en Holanda, y con NILS CHRISTIE en Noruega. El abolicionismo se presenta como “nuevo paradigma”, al realizar críticas al paradigma existente que justifica la existencia del sistema penal; como “teoría”, al relacionarse con formulaciones y objetivos de la política criminal y de sensibilización frente al fenómeno de la punición y; como “movimiento social o político”, en tanto representa el comportamiento colectivo que lleva adelante un debate académico, para no reconocer justificación alguna al JACQULINE derecho penal y propugnar por su eliminación o su sustitución por otros medios de control HULSMAN [MARTÍNEZ, 1990: 16-22]. El abolicionismo señala ilegítimo el derecho penal, ya sea por los sufrimientos que ocasiona, o porque considera que sus ventajas son inferiores a los costos que ocasiona la limitación de la libertad sobre las personas en condición de reos, o porque considera el delito como irrealidad desde una posición ontológica [SARRULLE, 1998: 51]. Lo afirmado conllevaría a pensar que la perspectiva de la evolución histórica del ius puniendi del Estado, desde las posiciones críticas se convierte en una historia de su paulatina desaparición. Algunos no consideran que el abolicionismo sea una “teoría” porque: “a) adolece de claridad; b) sus conceptos son descritos ambiguamente y, c) carece de una explicación de los aspectos basilares del statu quo, a pesar de que el abolicionismo cuenta ya con una vasta gama de literatura” [MARTÍNEZ, 1990: 18]. Por otra parte, el carácter de “teoría” del abolicionismo si es posible desde la teoría del etiquetamiento; tal es el caso de HESS HENNER para defender el abolicionismo como una teoría criminológica que (1) parte de una teoría general de la sociedad, (2) combate el carácter mitológico de la categoría “criminalidad” a partir del desarrollo de los planteamientos de la teoría del etiquetamiento, y (3) se libera de la intervención del derecho penal [MARTÍNEZ, 1990: 18]. El abolicionismo penal de LOUK HULSMAN, profesor de la Universidad de Erasmus de Rotterdam, ataca la abstracción del uso del “delito” como categoría y herramienta conceptual sobre la cual se sustenta todo el sistema penal: Para HULSMAN, el delito no es el objeto sino el producto de la política criminal. La criminalización es una de las tantas formas de la realidad social. Si alguien quiere criminalizar una conducta es porque la juzga indeseable, la atribuye a una persona y luego le asigna un castigo que resulta ser una forma específica de control social que se basa en una perspectiva del mundo relacionada con el juicio final. [SARRULLE, 1998: 54]. La desmitificación del concepto de “delito” es fundamental para la teoría abolicionista. Nótese que nace de la invención misma del sistema penal, situación que deslegitima cualquier intento de atribución existencial para una mera abstracción sustentada por el querer mismo del sistema que la crea. El delito no es más que una creación arbitraria, una creación del sistema que requiere para sí esta categoría, luego, con el abolicionismo se pretende, además de denunciar el componente ideológico que enmarca la utilización del concepto “delito”, la creación de un sistema opuesto que no consagre tal creación abstracta. En NILS CHRISTIE el delito constituye la mejor industria. En su La industria del control del delito [1993] afirma: “En comparación con la mayoría de las industrias, la industria del control del delito se encuentra en una situación más que privilegiada. No hay escasez de materia prima: la oferta de delito parece ser infinita” [1993: 21]. De acuerdo con los razonamientos del autor noruego, la industria tiene la constante iniciativa de expansión y de competencia; en el primer caso se pone en evidencia la justificación de la constante situación de guerra en contra del delito, en el segundo caso, no hay competencia que ponga límites a la industria del control del crimen. Frente a esta realidad, la industria del control del delito “es como los conejos en Australia o los visones salvajes en Noruega... ¡Hay tan pocos enemigos naturales!” [1993:21]. Sobre el delito, CHRISTIE advierte que “el mayor peligro del delito en las sociedades modernas no es el delito en sí mismo, sino que la lucha contra este conduzca las sociedades hacia el totalitarismo” [1993:24]. En efecto, dichas advertencias ponen en evidencia la inacabable e injustificable forma de crecimiento de los mecanismos para la punición de las conductas, para que cada vez más la industria mantenga su expansión hasta la dimensión del totalitarismo. Consecuentemente, las críticas del abolicionismo se enfilan hacia el sistema carcelario. El encarcelamiento es un mal extremadamente penoso, no deja de ser un castigo corporal en donde la persona, además de perder la libertad, pierde su empleo si lo tenía, también se afecta su entorno familiar, social y económico; el reo es alejado totalmente de lo que ha conocido y constituye su vida. La prisión es un sufrimiento no creador y carente de sentido. Si se observa el plano de la práctica, no se aplican principios de igualdad de los ciudadanos ante la ley o la regla de la intervención mínima. Cuando el discurso oficial hace referencia al sistema penal, considera implícitamente que se trata de un sistema racional, concebido, creado y controlado por el hombre, no siendo ello verdad. Se enseña lo que es la prisión en abstracto anteponiendo en primer lugar el “orden”, el “interés general” y la “defensa de los valores sociales”, olvidando al hombre que ha sido condenado a prisión una vez señalado culpable de haber cometido un hecho punible. Pero ¿qué es un hecho punible?, ¿cómo hacer la diferencia entre un hecho punible y un hecho que no lo es? De un día para otro lo que era delito deja de serlo, y el que era considerado delincuente pasa a ser considerado un hombre honesto. Es la ley la que dice dónde hay un crimen; es la ley la que crea el criminal; es el sistema penal el que crea al delincuente; y es la ley misma la que sustrae la respuesta represiva frente a ciertos actos. Las conductas punibles que están contenidas en el catálogo punitivo varían en cada país, de una época a otra. Por otra parte, frente a los hechos que se califican con la categoría “delito”, una gran cantidad de víctimas se abstienen de denunciarlos, a la vez, la mayor parte de los casos denunciados son archivados. Lo dicho demuestra cómo el sistema penal no funciona en la totalidad para lo cual fue creado. Entonces, la igualdad, la seguridad, el derecho y la justicia, se encuentran radicalmente falseados si solo se aplican a un número ínfimo de casos y de ciudadanos. El sistema penal no es más que una máquina represiva y burocrática, cuyos órganos ideológicamente estatuidos para “administrar justicia” y “combatir la criminalidad”, no logran dichos objetivos. En palabras de LOUK HULSMAN y JACQUELINE BERNAT DE CELIS: Como todas las grandes burocracias, [el sistema penal] no apunta principalmente hacia objetivos externos, sino hacia objetivos internos tales como: atenuar las dificultades en su interior y crecer, hallar un equilibrio, velar por el bienestar de sus miembros, asegurarse, en una palabra, su propia supervivencia [1984: 47-48]. Al lado de las críticas a la maquinaria y burocracia que representa el sistema penal, y en estricta relación con la “noción ontológica de crimen (o delito)” [HULSMAN y BERNAT de CELIS, 1984: 54], corresponde hacer una crítica a la “cifra oscura de la criminalidad”. Hay que adoptar como punto de partida que la criminalidad solo se puede valorar en abstracto, pero no se conoce en estrecha relación con lo existente, con lo real. Esta distancia aparece como anomalía del sistema penal, pero no justifica su aplicación marginal en la vida social, con lo que vulnera la igualdad y la justicia, derechos comunes a todos los ciudadanos. El sistema penal genera una especie de degradación de las personas y de sus relaciones. Además, el proceso penal, con la impronta que realiza sobre los sujetos que caen en su órbita, conlleva a la estigmatización y rechazo social, la discriminación hacia los desviados. El abolicionismo propugna por la resolución de los conflictos interpersonales fuera del sistema penal, gracias a los acuerdos, las mediaciones y las decisiones privadas entre los interesados. He aquí la limitación más absoluta a la intromisión del Estado con su facultad punitiva, porque le corresponde a las personas, la solución de sus conflictos sin caer en las redes normativas de la “máquina” instaurada arbitrariamente para impartir justicia. Una vez en su órbita, las personas y sus derechos se ven diezmados al ser etiquetados como “delincuentes” y “víctimas”. En concreto, la abolición de la pena no significa que para HULSMAN y BERNAT DE CELIS se dé un rechazo a toda medida coercitiva, como tampoco la supresión de toda noción de responsabilidad personal. Se hace necesario investigar las condiciones de ciertos apremios, también de ciertas limitaciones como el encierro, la residencia obligatoria, la obligación de reparar, entre otros, para tener “alguna posibilidad de desempeñar un papel de reactivación pacífica del tejido social, fuera del cual ellos constituyen una intolerable violencia en la vida de las personas” [1984: 75-76]. La instauración de un castigo tendría justificación, si en ello está la relación entre quien castiga y el castigado, mediado el reconocimiento de la legitimidad de la autoridad que imparte dicho castigo. Pero en los autores mencionados, “[e]l funcionamiento burocrático del sistema penal no permite un acuerdo satisfactorio de las partes, y en este contexto los riesgos de un castigo desmesurado son extraordinariamente grandes” [1984: 76]. Lo dicho concentra en la perspectiva del abolicionismo, el interés de desaparición del sistema penal, mas no de la pena, para lo cual se proponen como alternativas, por ejemplo, en el ámbito de lo accidental, la no necesidad de la culpabilidad para la reparación de los daños si éstos no van más allá de lo perjuicios materiales. Con estas iniciativas se pretende salir del concepto tradicional sobre la responsabilidad y consecuente retribución, para lograr la reparación de los daños sin victimizar a más ciudadanos; así se sustrae la respuesta represiva frente a los actos cuando estos sean inevitables en razón de circunstancias como la inculpabilidad, inimputabilidad, entre otras; las consideraciones anteriores conllevan la resolución de los conflictos por fuera del sistema penal, en acuerdos, mediaciones, decisiones privadas en las empresas, en el seno de la familia, en establecimientos educativos, etc. Se trata, a la vez, de dejar vivir, fuera de las instituciones, modalidades de relación que el sistema actualmente asfixia, y de dar a las instituciones existentes una oportunidad de sostener los procesos sociales naturales, en vez de oponerse a ellos y ahogarlos. En mi mente, la abolición del sistema penal significaría la reanimación de las comunidades, de las instituciones y de los hombres [HULSMAN Y BERNAT DE CELIS, 1984: 81]. De esta manera se busca la prevención de la delincuencia mediante la lucha contra los orígenes económicos, urbanísticos, culturales y sociales de ciertos actos. Para lograrlo, el Estado debe dejar a un lado la actitud de cuidar, de procurar seguridad, para reducir la coacción y ayudar a gobernar programas para la solución de las necesidades, de acuerdo con los métodos que las comunidades mismas eligen, y los medios que les sean accesibles. Como conclusión del presente apartado, resta referir en detalle lo que el criminólogo MASSIMO PAVARINI describe en su trabajo de 2006: Un arte abyecto. Ensayo sobre el gobierno de la penalidad. Pasaban los veinte años de la propuesta de LOUK HULSMAN quien expresaba el escepticismo radical frente al sistema de justicia penal, una vez denunciado su fracaso e imposibilidad ontológica respecto de las penas legales con finalidad utilitarista, por ser parte del discurso moderno nunca realizado ni realizable en el futuro. Por otra parte, también PAVARINNI recuerda a ZAFFARONI, quien con “melancolía porteña, se dirigía ‘...en busca de las penas perdidas’, encontrando muchas y diversas formas de sufrimiento legal e ilegal, pero –nuevamente– ninguna capaz de responder positivamente a aquellas metas utilitaristas” [2066: 20]. La única oportunidad de ZAFFARONI está en su teoría “escéptica” de la pena para limitar el daño que produce el sistema de justicia penal, pero en sus afirmaciones retorna a HULSMAN imposibilitando la justificación del sistema, tal como son injustificables las razones de la guerra; por lo que restaría la simple reducción de los efectos dañosos. Se pregunta PAVARINI si existe una posición intermedia entre la cultura del patíbulo y el escepticismo penológico, respondiendo que LUIGI FERRAJOLI la indicó hace años, y recientemente WINFRIED HASSEMER. Así entonces: La legitimación de la violencia legal se encuentra en su posibilidad de minimizar aquella de hecho. La utilidad –y por ende, la legitimación de la pena legal– debe ser buscada en el saldo negativo de violencia entre la reacción social espontánea y la reacción legal frente al delito. Es decir, la violencia es útil y, por tanto, legítima si se encuentra en grado de limitar aquella mayor que sería consecuencia de la ausencia de la primera. Esta hipótesis justificadora puede seducir ideológicamente. Y, de hecho, el sentido filosófico de la penalidad legal en la modernidad se ha siempre inscripto en este horizonte de parsimonia represiva. Pero, justamente como ‘deber ser’. Con respecto a este imperativo no se puede encontrar en la realidad histórica, confirmación o refutación. Simplemente porque no podemos conocer ‘cómo hubiesen sido las cosas’ si no hubiese nacido la respuesta legal frente al delito, una vez que esto ha ocurrido. Y cuando nos esforzamos por imaginar cómo hubiesen sido las cosas de otro modo –a partir de lo que es posible conocer empíricamente, en los casos extremos y limitados en los que se ha podido registrar una momentánea ‘suspensión’ del sistema legal de las penas– no podemos sino permanecer perplejos. Frecuentemente a esa suspensión de la violencia legal no se le ha opuesto una violencia fáctica superior a la que hubiese ocurrido si la reacción legal hubiese podido activarse. El saldo negativo de violencia es inverificable o, cuando ocasional y excepcionalmente nos ilusionamos con poder verificarlo, no siempre se confirma nuestra fe en la virtud de minimización de la violencia del sistema de penas legales. [PAVARINI, 2006: 21]. Sin embargo, en su texto afirma que la recherche continúa, aunque sea solo para silenciar la “mala conciencia del buen penalista” [2006: 21]. Desde este límite PAVARINI desea la apertura de una nueva ventana por la cual se observe la práctica de la mediación, y se pregunta: “el paradigma compensatorio ¿puede idealmente representar la nueva frontera de la penalidad?; ¿Puede ocupar los territorios abandonados por el paradigma retributivo y el paradigma preventivo?” [PAVARINI, 2006: 21]. Frente a estos interrogantes es posible dejar el fundamento de cualquier discurso o teoría de la pena. Así entonces, restaría entrar en el discurso actual en el cual se vuelve al mismo punto de partida inicial, la discusión entre la legitimidad y la validez de la pena, y es allí en donde se encuentran posiciones que sustentan el derecho penal para la protección de bienes jurídicos, y otros, menos mayoritarios, que la fusionan con la validez en la existencia misma de la norma penal. Lo delicado de esta discusión es que se puede llegar al extremo de la intervención del derecho penal, cuando el discurso contemporáneo está inmerso en la subsidiaridad, en la minimización y en el garantismo. Este punto podría constituirse en el talón de Aquiles de la discusión actual frente a los fines de la pena.
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