la protección de los derechos sociales en el ámbito del

LA PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS SOCIALES EN EL
ÁMBITO DEL CONSEJO DE EUROPA
Raúl canosa Usera
Catedrático de Derecho Constitucional
Universidad Complutense
1. INTRODUCCIÓN:
BÚSQUEDA
EUROPEA
DE
LA
IGUALDAD
SUSTANCIAL
En la gestación de los Estados liberales europeos surgió desde el primer
momento la preocupación por lo que lo que hoy denominamos igualdad sustancial.
Ya durante los enfrentamientos entre el Parlamento y la Corona, en los episodios de
la revolución inglesa, los levellers no se llamaban así por casualidad y entre ellos, los
diggers eran aún más radicales.
Con meridiana claridad se plantea al asunto durante la Revolución Francesa
cuando la esencial proclamación del igualdad genera el debate sobre su alcance. No
cabía duda de que la igualdad era de índole formal, igualdad ante la ley que es por
encima de todo universalización de los derechos naturales entonces formalizados.
Pero de inmediato surge la duda de si existía, al lado de la igualdad formal, lo que ya
algunos revolucionarios denominaban égalité de fait, igualdad de hecho. ¿Bastaba
proclamar la igualdad formal o era menester acompañarla de esta igualdad sustancial,
de hecho?
Se apuntaba ya la necesidad de una intervención estatal para mejorar una
realidad en la que las desigualdades materiales eran evidentes. Aunque desde la
ortodoxia liberal se levantaba la bandera del Estado abstencionista, justamente porque
su abstencionismo era la garantía de las libertades recién proclamadas. No cabe
intervenir porque si el Estado lo hiciera entraría en los terrenos vedados de la
autonomía de la voluntad, señera expresión de la libertad. Pero en el campo mismo
del liberalismo había algunos, la montaña o los jacobinos, que señalaban la injusticia
generada por las grandes desigualdades materiales. Por otra parte, las capas más
desfavorecidas de la población habían contribuido con la fuerza de su número al
triunfo y mantenimiento del nuevo Estado y como consecuencia gozaban del derecho
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de participación (artículo 6 de la Declaración francesa de 1789). Este proceder
democrático requería atender los intereses de los desfavorecidos y presuponía in nuce
un potencial intervencionismo estatal.
La manifestación de la corriente anterior, socializante dentro del campo
liberal, tuvo su expresión culminante en la Constitución de 1793, algunos de cuyos
artículos preludian lo que más tarde se llamaría Estado social. Así el artículo 21 que
proclama el derecho al trabajo y a ciertos subsidios o el artículo 27 que reconoce el
derecho a la instrucción. Sorprendente en este sentido es el artículo 366 de la
Constitución de Cádiz de 1812 que impone la existencia en todos los pueblos de la
monarquía de escuelas de primeras letras, lo que de manera indirecta implicaba un
derecho a la instrucción.
Vemos que desde el primer momento se plantea en el campo liberal la duda
acerca de si la igualdad formal, ligada al disfrute universal de derechos individuales
clásicos, era suficiente. La respuesta ortodoxa impone normativamente: que el Estado
debe omitir cualquier acción que interfiriera en el libre desenvolvimiento de la
propiedad y con ello en el sistema económico capitalista. La mejora de las
condiciones vitales de los seres humanos será resultado de ese libre desenvolvimiento
de los actores económicos y sociales.
En los Estados Unidos el modelo parecía funcionar gracias a la efectiva
igualdad de oportunidades que funcionaba en una sociedad joven. En la europea, más
estratificada y radicalmente desigual, parecía no bastar. Por eso fueron apareciendo
ideas netamente socialistas que acabaron renegando de las libertades calificadas como
burguesas, y defendiendo una radical transformación cuando no la sustitución de la
sociedad fundada sobre bases liberales.
Anatole France, ese fino e irónico escritor francés, apuntaba que la clásica
libertad burguesa, entendida exclusivamente como freno a la actividad estatal,
acababa siendo para los más, los desfavorecidos, libertad de dormir bajo los puentes.
Gráficamente pone de relieve la insuficiencia de las clásicas libertades negativas cuyo
ejercicio es materialmente imposible para quienes no disponen de medios de vida
suficientes.
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Esta esencial contradicción se afianza con la inevitable extensión del sufragio,
restringida tras las primeras manifestaciones democráticas de universalización. Si los
más desfavorecidos podían votar, lo hacían por aquellos candidatos que les ofreciera
mejores condiciones de vida. Aunque las primeras manifestaciones de tales mejoras,
especialmente en el ámbito laboral, son concesiones de gobiernos liberales, a veces
abiertamente conservadores, que, para desactivar los movimientos revolucionarios,
comenzaron a legislar en favor de los trabajadores y como respuesta a la lucha de
estos. Un incipiente derecho laboral va emergiendo, desgajado de la mera
contratación civil, sobre la necesidad de proteger a la parte más débil de la libre
contratación.
La crisis definitiva del Estado de estirpe liberal aun con los complementos
socializantes y democratizadores apuntados, se produce durante el período de
entreguerras y se formaliza en algunos experimentos constitucionales (Constitución
mexicana de 1917, Constitución de Weimar de 1919 o Constitución española de
1931). Es la época de los intentos de crear lo que Herman Heller bautizó como Estado
social que, sólo tras la Segunda Guerra Mundial, se generaliza en Europa occidental.
El Estado social sella un compromiso entre fuerzas políticas conservadoras y
socialistas y fragua un maridaje entre los viejos principios liberales (igualdad ante la
ley, libertades negativas, división de poderes, imperio de la ley) con la
universalización del sufragio, es decir, con el principio democrático, además de sumar
el principio social. Éste implica la igualdad sustancial que se plasma de manera
explícita en el célebre artículo 3.2 de la Constitución italiana de 1947. Mediante este
precepto el Estado se compromete a remover los obstáculos que dificultan el cabal
ejercicio de los derechos por parte de los trabajadores y su plena participación en la
vida política, económica, social y cultural. Calamandrei explicó con plasticidad el
contenido del precepto: las fuerzas de izquierda, incluido el Partido Comunista,
renunciaban a hacer la revolución y obtenían a cambio la posibilidad abierta por esa
fórmula y por otras constitucionales, de transformar la sociedad en el futuro
(revolución en potencia y paulatina). En parecidos términos, aunque más generales, se
expresa el artículo 9.2 de la vigente Constitución española que en su artículo 1.1
contiene la síntesis aludida entre principios liberales y socializantes: España "se
constituyen en un Estado social y democrático de derecho". Se sella un compromiso
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en cierto modo contradictorio entre principios liberales que, sin embargo, no cerraba
el paso a transformaciones socializantes, y principios socialistas que aceptaban
aquellos presupuestos liberales.
En el plano de los derechos subjetivos las Constituciones del Estado social
siguieron programando los derechos clásicos de origen liberal, las libertades
negativas; en paralelo se proclamaron, no siempre en la Constitución pero sin duda en
la ley, derechos sociales, con frecuencia libertades positivas de índole prestacional.
La prolija Constitución portuguesa de 1974 sería el más acabado modelo
europeo, así como la más parca en carga social Constitución española. Conforme a
este patrón, sobre todo de la portuguesa, las vigentes constituciones iberoamericanas
suponen la expresión constitucional más acabada y completa con innumerables
principios sociales y con larguísimas declaraciones de derechos sociales, a despecho
de que la realidad a menudo desmiente lo proclamado en las normas constitucionales.
Con este constitucionalismo social los poderes públicos se comprometían a mejorar
las condiciones vitales de las personas con políticas públicas intervencionistas.
El clamoroso fenómeno de internacionalización de los derechos humanos que
se abre tras la Segunda Guerra Mundial, como reacción frente a las experiencias
totalitarias, tenía necesariamente que incorporar esa peripecia que formaliza el Estado
social. En consecuencia, la contradictoria en potencia amalgama entre principios y
derechos de estirpe liberal y principios y derechos derivados del campo socialista
acabó plasmándose también en el marco del Derecho internacional de los derechos
humanos.
2. CONSTITUCIONALIZACIÓN DEL DERECHO INTERNACIONAL
Estaba claro en las declaraciones liberales de la primera hora que los derechos
naturales se predicaban de todos los seres humanos. La condición humana era el
punto de partida, así que a nadie podía negársele los derechos anudados a tal
condición. Ocurría, sin embargo, que tal condición sólo tenía reconocimiento jurídico
en la esfera estatal, porque sólo en ésta los individuos eran sujetos de derecho.
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El ámbito del Derecho internacional, tras su configuración definitiva con el
tratado de Westfalia, de 1648, se reservaba a los Estados, únicos capaces de obligarse
mediante tratados suscritos soberanamente. Sin embargo, la escena internacional se
transforma espectacularmente con los tratados internacionales sobre derechos que,
partiendo de los viejos postulados del primer liberalismo, ligan la condición humana,
su dignidad, al disfrute de ciertos derechos inalienables. Acontece que el Derecho
internacional irrumpe en una materia tradicionalmente reservada a las Constituciones
estatales y así se constitucionaliza.
En este contexto, era lógico que la ampliación socializante de la esfera de
libertad a los derechos sociales que latía en los movimientos constitucionales estatales
llegará también a la esfera del Derecho internacional. Así las cosas, no es de extrañar
que la Declaración de Derechos Humanos de Naciones Unidas, de 1948, contenga,
aunque no con gran detalle, cláusulas de índole social que más tarde se bifurcaron en
1966 en los respectivos Pacto de derechos civiles y políticos y Pacto de derechos
sociales económicos y culturales.
En ámbitos regionales internacionales la senda de Naciones Unidas se
acomete incluso con antelación a 1966. Es el caso paradigmático del Consejo de
Europa, un club de Estados democráticos que aprueba, primero, el Convenio para la
protección de los derechos humanos (CEDH), en 1950, y más tarde, en 1961, la Carta
Social Europea (CSE). También el Sistema Interamericano de derechos humanos, con
el Pacto de San José, de 1962, y después con el Protocolo adicional de San Salvador,
de 1988, de reconocimiento de derechos sociales.
El simultáneo tratamiento de los derechos tanto en la esfera constitucional
estatal como la internacional, sin olvidar la comunitaria europea, acredita los tiempos
de pluralismo constitucional que vivimos y plantea los consiguientes problemas de
articulación; tales problemas no pueden resolverse apelando a los criterios estatales
de resolución de conflictos internormativos; y por lo que respecta a las relaciones
entre tribunales estatales y supranacionales otro tanto podríamos decir y algo diremos
más adelante.
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Kelsen, gran partidario, en el marco de su monismo, del Derecho
internacional, apuntaba la necesidad de que existieran mecanismos internacionales de
protección de los derechos proclamados en los tratados. Sólo entonces esos derechos
lo serían verdaderamente y no quedarían en meras admoniciones a los Estados. Su
deseo se ha materializado en la existencia en algunos casos de verdaderos tribunales
internacionales, como el TEDH o la Corte Interamericana de San José, a los que
llegan casos de supuestas vulneraciones de derechos proclamados en los tratados.
Esta dualidad derechos clásicos-derechos sociales que hallamos en el Derecho
constitucional estatal se proyecta, pues, a la esfera internacional, así que las mismas
contradicciones que genera en la sede interna las produce en la internacional.
El preámbulo de la Carta Social revisada, del Consejo de Europa, de 1996, se
refiere de manera muy gráfica a la indivisibilidad de los derechos humanos. Equipara
así el rango de uno y otro tipo de derechos haciéndolos indisociables y remitiéndolos
todos a la dignidad humana. El éxito de esta empresa de protección uniforme, tanto de
los derechos clásicos como de los sociales, depende en buena medida de la paralela
apertura de las Constituciones estatales a ese Derecho internacional de los derechos
humanos y a la consiguiente recepción de lo que los órganos internacionales de tutela
decidan.
3. CONCRETA PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS SOCIALES EN EL
CONSEJO DE EUROPA
3.1.
La yuxtaposición de varios ámbitos de tutela
A diferencia de lo que acontece en otros ámbitos como el del Sistema
interamericano, en Europa la labor tutelar de los derechos desarrollada por el Consejo
de Europa no sólo concurre con la de los Estados sino con la que presta la Unión
Europea. En la lógica de la protección de los derechos, al intérprete internacional le
corresponde decir la última palabra; en Europa, sin embargo, la esfera comunitaria
está fuera del ámbito del Consejo de Europa, a pesar de que el artículo 6.2 del Tratado
de la Unión Europea prevé la adhesión de la Unión al CEDH, pero esta decisión ha
sido recientemente bloqueada por el Tribunal de Justicia de la Unión que no ha
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aceptado los términos del acuerdo que se había alcanzado entre los negociadores
comunitarios y el Consejo de Europa. Así las cosas, el control del Derecho
comunitario por parte del Consejo de Europa seguirá, como hasta ahora, siendo
indirecto, se seguirá efectuando cuando el TEDH o eventualmente el comité Europeo
de Derechos Sociales (CEDS) enjuicien los actos de aplicación o las normas estatales.
Tenemos, pues, tres esferas de protección de los derechos, también de los
sociales, que en suelo europeo han alcanzado una formalización tanto constitucional
como comunitaria como, sobre todo, en las convenciones del Consejo de Europa. En
este contexto llama la atención que la Carta de derechos fundamentales de la Unión
Europea por un lado recoja literalmente todos los derechos del CEDH, además de
otros nuevos, y asimismo varios de los proclamados en la CSE. Respecto a estos
últimos véanse los artículos 27 a 35 de la Carta de la Unión Europea. A ésta no le
faltan, pues, contenidos sociales, pero su artículo 52.3 obliga al Tribunal de Justicia
de la Unión sólo a recibir la interpretación del TEDH, naturalmente respecto de la
jurisprudencia de los derechos del CEDH. Nada dice la Carta de la Unión de la
interpretación de los derechos sociales que no conecta con la doctrina del CEDS,
encargado de interpretar la CSE.
A pesar de la indivisibilidad de los derechos humanos que postula el Consejo
de Europa, la realidad parece discurrir en otra dirección, la de un retroceso del Estado
social a escala estatal y también a nivel comunitario. La denominada crisis del Estado
social que empezó antes de la todavía no resuelta última gran crisis económica, se ha
agudizado con ésta. Superarla en un contexto de globalización parece, según muchos,
requerir el abandono de los postulados del Estado social, para empezar la renuncia al
principio de no retroceso social, y numerosos recortes sociales parecen atestiguarlo.
La por lo general débil formalización constitucional de los derechos sociales en los
ordenamientos estatales europeos facilitaría una reorientación de las economías
europeas en clave liberalizadora, lo que por lo demás vendría avalado por políticas
económicas de austeridad impuestas desde la UE.
Añadamos a lo anterior que son los Estados y en menor medida la UE quienes
disponen de los recursos para hacer efectivas esas políticas sociales, pero como los
recursos escasean o incluso se pretenden destinar a otros fines acordes con los
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modelos más liberales que se ofrecen, la pregunta que nos vemos obligados a hacer es
evidente: ¿está todavía vigente el Estado social y el modelo económico que lo
sustentaba, la economía social de mercado? En definitiva, la formalización más o
menos intensa de ese Estado social ¿debe mantenerse o conviene cambiar de rumbo
en Europa para adaptarnos a un mundo ya diferente?
Lo cierto es que hoy en día parece que el Consejo de Europa se ha erigido en
baluarte del Estado social y de los derechos sociales a él anejos, aunque carezca de
los recursos para satisfacer las políticas sociales. Cuenta sólo, que no es poco, con
tratados internacionales (CEDH y CSE fundamentalmente) y con dos órganos a los
que los Estados han reconocido jurisdicción (TEDH y CEDS). Veamos la labor de
estos órganos en la defensa de los derechos sociales.
3.2.
La interpretación evolutiva del Tribunal Europeo de Derechos
Humanos
En el sistema de protección de derechos creado en el seno del Consejo de
Europa, las clásicas libertades negativas, los derechos civiles, se recogen en el
Convenio de Roma, de 1950. Comenzaba la integración europea que luego se
bifurcaría en las Comunidades Europeas.
El CEDH no venía proteger los derechos sociales, en aquel tiempo en franca
expansión dentro de la esfera de los Estados cuyas legislaciones y políticas los
satisfacían. En la lógica de la protección subsidiaria, el CEDH y el Tribunal que nacía
para protegerlo eran un reaseguro frente a las tentaciones liberticidas que asolaron
Europa en el período de entreguerras. El CEDH era además estímulo pues sólo los
Estados democráticos eran admitidos en el Consejo. Un elemento clave y decisorio
fue la creación del Tribunal cuya jurisdicción aceptaron los Estados y de una
Comisión que le hiciera de filtro. Los Estados se comprometieron a ejecutar sus
decisiones que podía ser condenatorias, es decir, declaratorias de que un Estado había
violado un derecho reconocido en el Convenio.
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Pero precisamente porque los derechos humanos, civiles o sociales, son
indisociables, el TEDH, aunque encargado de proteger los primeros, ha desplegado
una jurisprudencia que ha acabado extrayendo de ellos contenidos de naturaleza
social. Merece la pena detenernos en el método empleado por el TEDH y en los
concretos resultados obtenidos.
Respecto al método que ha generado una jurisprudencia expansiva, el TEDH
ha recalcado que los derechos humanos no son teóricos o ilusorios, sino que ha de
garantizarse su efectividad. Ello ha supuesto, por ejemplo, la extensión de su ámbito
de protección a la relaciones entre particulares, cuando en la clásica concepción
liberal, de la que es deudora el sistema europeo, los sujetos pasivos son los poderes
públicos. Sin embargo, el TEDH ha deducido de las obligaciones positivas, que el
Convenio impone a los Estados con carácter general en su artículo 1, el deber estatal
de proteger los derechos convencionales frente a violaciones cometidas por otros
particulares. Así que, junto a la obligación estatal, generalmente de no hacer, que los
derechos generan, los Estados están obligados también a proteger los derechos y
cuando esta protección es insuficiente y el derecho sufre por el ataque de un
particular, la responsabilidad de la lesión se imputará al Estado parte del Convenio.
Asimismo el TEDH apelado al criterio evolutivo, según el cual, ha reiterado,
el Convenio es un instrumento vivo que debe ser interpretado conforme a la situación
de los tiempos. Ello le ha permitido no sólo ampliar el ámbito normativo de clásicos
derechos de libertad, sino incorporarles contenidos de índole social, a veces
prestacionales. Del mismo modo, ha ido aplicando la cláusula de igualdad ante la ley
para apreciar la inconvencionalidad de situaciones legales o de facto que eran
discriminatorias de la mujer o de otros grupos sociales tradicionalmente
discriminados por razón de su orientación sexual, su etnia, su nacionalidad o por otros
motivos.
Siguiendo en este punto al profesor Santolaya Machetti, podemos distinguir
entre derechos sociales que son objeto de protección directa más o menos explícita
por parte del Convenio y derechos sociales derivados de los derechos civiles.
a) Derechos sociales directamente protegidos
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El derecho a la educación viene recogido en el artículo 2 del Protocolo 1 que
no impone sin embargo a los Estados obligaciones concretas de hacer sino que les
impide obstaculizar la instrucción y veda cualquier adoctrinamiento que invada la
esfera de las convicciones religiosas o filosóficas de los padres. Sin embargo, desde el
célebre caso Régimen lingüístico de la enseñanza en Bélgica, de 23 julio de 1968, el
TEDH establece que, de existir un sistema público educativo, éste debe ser accesible
a todos sin discriminación de nacionalidad, lengua o procedencia. Acaba declarando
inconvencional algún precepto de la legislación belga. Aplicando esa misma doctrina
sobre el acceso impone la enseñanza en griego en los colegios turcochipriotas que la
eliminaban a partir de una edad escolar temprana (Chipre contra Turquía, de 10 de
mayo de 2001). También condena la discriminación de emigrantes en el acceso al
sistema educativo, en el caso Anatoliy Ponomaryov c. Bulgaria, de 21 de junio de
2011.
También la libertad sindical ha sido considerada por el TEDH desde el
artículo 11 del Convenio que proclama el derecho de asociación y que contiene
expresamente el derecho a fundar sindicatos y afiliarse al de su elección. El TEDH
sólo ha reconocido un haz mínimo de facultades, desde el caso Sindicato sueco de
conductores de locomotoras contra Suecia, de 6 de febrero de 1976. Por otra parte, no
venía incluyendo el derecho a la negociación colectiva, pero parece rectificar en el
caso Demir contra Turquía, de 12 de noviembre de 2008.
Aunque en el temprano caso Young, James y Webster c. Reino Unido, de 13
de agosto de 1981, el TEDH consideró contraria al Convenio la sindicación
obligatoria, debida al acuerdo de la British Rail con tres sindicatos. En otros casos ha
matizado esa doctrina cuando se ha pronunciado sobre este sistema conocido como
closed shop, en virtud del cual una empresa acuerda con algunos sindicatos,
excluyendo a los demás. que implicaba el despido de trabajadores que no se afiliaran
a alguno de ellos. Sin embargo, no considera inconvencional una situación parecida,
en el caso Gibson c. Reino Unido, de 20 de abril de 1993, porque al trabajador se le
ofrecía una alternativa razonable. Finalmente, ya desde el caso Sorensen y Rasmussen
c. Dinamarca, de 11 de enero de 2006, el TEDH considera contraria al artículo 11
CEDH la adhesión obligatoria a un sindicato para obtener un empleo.
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Por lo que respecta a las condiciones de trabajo el TEDH sólo se ha referido a
ellas en ciertos casos extremos para declararlos contrarios a la prohibición de
esclavitud (artículo 4 CEDH), como en el caso Siliadin c. Francia, de 26 de julio de
2005, en el que una joven africana era obligada a trabajar todos los días de la semana
sin salario alguno.
Menos dramáticos son los casos donde se ha planteado la obligatoriedad de
ciertos deberes cívicos normales a los que se refiere el propio artículo 4 CEDH como
excepciones a la prohibición del trabajo forzado u obligatorio. Esta línea
jurisprudencial se expone, entre otros, en el relevante caso Van Mussel c. Bélgica, de
23 de noviembre de 2003, a propósito de las tareas de los abogados en formación que,
aunque impuestas, son legítimas en una sociedad democrática como deberes cívicos
normales.
El TEDH ha ubicado contenidos del derecho a la protección de la salud en el
derecho a la vida y en el derecho a la integridad que ha derivado del artículo 8 CEDH.
En especial, ha impuesto obligaciones positivas a los Estados en las relaciones de
sujeción especial (reclusos, militares). También en casos de prestaciones por
accidente. Por otro lado, la salud pública ha sido invocada como legítimo límite al
ejercicio de ciertos derechos (caso Cha’are Shalem Ve Tsedek c. Francia, de 27 de
junio de 2000) y en el caso Clisse c. Francia, de 8 de abril de 2002, para desalojar un
iglesia llena de inmigrantes desde hacía dos meses.
b) Derechos sociales derivados de derechos civiles
En estos casos el TEDH ha extraído de las clásicas libertades negativas nuevas
manifestaciones que son ejemplo de interpretación evolutiva. El caso de la protección
del medio ambiente cuando la contaminación pone en peligro los bienes jurídicos
protegidos por derechos clásicos de libertad es bien patente. Pero no toda la
contaminación tiene esa consecuencia y por consiguiente no todo el contenido de un
hipotético derecho a disfrutar del medio ambiente queda protegido por el Convenio.
En particular se ha protegido el derecho a la vida privada frente a contaminación si
ésta causaba no un peligro grave para la salud, lo que implicaría lesión del derecho a
la vida o a no sufrir trato inhumano (caso Óneryodz c. Turquía, de 18 de junio de
11
2002), sino perturbaciones en la esfera de la vida privada (caso López Ostra c.
España, de 9 de diciembre de 1994, y otros muchos que en la misma línea le han
seguido).
Asimismo se ha traído a colación el derecho a la vivienda, aunque también en
casos extremos como cuando se considera ilegítima la destrucción de viviendas de
familiares de terrorista o su desahucio, entendiendo todas estas acciones contrarias al
derecho a la vida privada o por constituir trato degradante (caso Dudas c. Turquía, de
30 de enero de de 2001 y caso Osman c. Bulgaria, de 16 de febrero de 2006). En otros
casos se ha conectado con derechos procesales recogidos en el artículo 6 CEDH. Y
aunque el TEDH no ha impuesto a los Estados la obligación de asistir
financieramente la adquisición de viviendas, si ha exigido la igualdad de acceso a las
ayudas que para tal fin existiesen.
c) Protección de grupos vulnerables
Esta protección ha encontrado la tutela del TEDH, en ocasiones invirtiendo la
carga de la prueba. En este sentido es llamativa la protección de la familia, en
particular de los menores, al amparo del artículo 8 CEDH. Con la exigencia de
igualdad entre hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio, o el derecho de visita de
los padres extramatrimoniales.
El TEDH también ha superado el concepto tradicional de familia y ha
elaborado, sin obligar a la plena equiparación, un derecho de los transexuales y
homosexuales al matrimonio.
Asimismo ha dictado numerosas sentencias acerca de los malos tratos en el
seno de la familia para amparar, desde los artículos 3 y 8 CEDH, a la mujer y a los
hijos, imponiendo el deber estatal de investigar y acelerar los trámites judiciales.
Por último, ha considerado inconvencional la pérdida de la tutela parental
basada en la religión, la orientación sexual o la condición de madre soltera. Sin
embargo, no ha cambiado, como se esperaba en el caso Ivanov y Petronova c.
Bulgaria, de 14 de junio de 2011, la doctrina sentada de antiguo en el caso Airey c.
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Irlanda, de 9 de octubre de 1979, que dejó al margen de apreciación nacional el
reconocimiento legal del divorcio.
Respecto a los extranjeros el TEDH no impone su igualdad con los nacionales,
pero realiza un test de proporcionalidad muy estricto para verificar si las limitaciones
al ejercicio de derechos por parte de los extranjeros son necesarias en una sociedad
democrática. Desde el artículo 8 CEDH se acota estrictamente el margen de
apreciación nacional bajo la inspiración de la universalidad de los derechos, sin que
pueda, salvo causa justificada, prevalecer discriminación por razón de nacionalidad.
Y en la línea de eliminar las discriminaciones también contra las mujeres y
contra los homosexuales, el TEDH, además de proteger su integridad física y
psicológica, ha impuesto la equiparación entre uniones civiles y matrimonio, ha
considerado discriminatorio el castigo penal de la homosexualidad y también la
sanción de un homosexual del ejército. Ha obligado al Estado a pagar la operación de
cambio de sexo o ha impuesto la obligación de inscribir en el registro civil el cambio
de sexo (célebre caso Christine Goodwin c. Reino Unido, de 11 de julio de 2002).
También se ha ocupado de las minorías étnicas en muchas sentencias, en
particular de los gitanos, condenando las agresiones racistas desde los artículos 2 y 3
del Convenio. Ha considerado la educación separada de los gitanos contraria al
CEDH, rectificando la Gran Sala, en 2008, la decisión de una sala que la legítimó
(caso Sampanis y otros c. Grecia, de 5 de julio de 2008). Sin embargo el TEDH no
apreció vulneración del Convenio en la negación de la prestación de viudedad a una
mujer casada por el rito gitano en 1971 (caso Muñoz Díaz c. España, de 8 de
diciembre de 2008).
3.3.
La labor especializada del Comité Europeo de Derechos Sociales
La Carta Social Europea, de 1961 proclama diez y nueve derechos sociales, y
viene completada con el Protocolo de 1988 que añade cuatro derechos más. A estos
se suman otros ocho derechos nuevos que proclama, en 1996, la Carta Social
revisada, junto con los anteriores, para completar un total de treinta y un derechos.
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Las proclamaciones de la Carta Social no son meros enunciados generales sino muy
prolijas y detalladas formulaciones. Algunos de estos derechos son recogidos en la
Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea y algunos de ellos son
reconducibles a la Constitución española.
Conviene hacer un sumario recordatorio de los derechos recogidos en la Carta
Social de 1961: derecho al trabajo, derecho las condiciones laborales equitativas,
derecho una remuneración equitativa (estos tres derechos serían adscribibles al
artículo 35 de la Constitución española), derecho sindical (al artículo 28 CE), derecho
a la negociación colectiva (al artículo 37 CE), derecho de los niños y adolescentes a la
protección (a los artículos 39 y 48 CE), derecho de los trabajadores a la protección (a
los artículos 35 y 41 CE), derecho a la orientación profesional y derecho a la
formación profesional, derecho a la protección de la salud (al artículo 43 CE),
derecho a la seguridad social (al artículo 41 CE), derecho a la asistencia social y
médica (al artículo 43 CE), derecho a prestaciones sociales (al artículo 41 CE),
derechos de los incapacitados (al artículo 49 CE), derecho a la protección de las
familias (al artículo 39 CE), derecho a realizar una actividad lucrativa (al artículo 35
CE), derecho de los trabajadores y sus familias a la protección y a la asistencia (al
artículo 39 CE).
De los cuatro derechos añadidos por el Protocolo de 1988, tres son de índole
laboral: el derecho a la igualdad sin discriminación de sexo en el trabajo (al artículo
14 CE), derecho a la información y consulta en las empresas (a los artículos 28 y 37
CE), derecho a tomar parte en la determinación y mejora de las condiciones de
trabajo en el seno de las empresas (a los artículos 28 y 37 CE), y por último el
derecho de las personas mayores a la protección (al artículo 50 CE).
España ha ratificado tanto la Carta de 1961 como su Protocolo de 1988, pero
sólo ha firmado, no ha ratificado todavía, la Carta Social Revisada de 1996, que
introduce los siguientes nuevos derechos: derecho a la protección en caso de despido,
derecho a la protección frente la insolvencia de la empresa, derecho a la dignidad del
trabajo (al artículo 35 CE), igualdad de oportunidades de los trabajadores con
responsabilidades familiares, derecho a la protección de los representantes de los
trabajadores (al artículo 28 CE), derecho de información y consulta en casos de
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despido colectivo (al artículo 28 CE), derecho a la protección contra la pobreza y la
exclusión social y derecho a la vivienda (al artículo 47 CE).
Como se aprecia, casi todos los derechos sociales mencionados podrían
derivarse de manera más o menos clara a algún precepto de la Constitución española.
Sin embargo, en muchos casos nuestra Constitución prefiere la técnica de la
proclamación de principios rectores de la política social y económica, así que no
siempre el reconocimiento de un derecho social de la CSE tiene su correspondencia
en un derecho constitucional. Otra cosa sería que hiciéramos ese cotejo con los textos
de los más recientes Estatutos de autonomía del bienio 2006-2007 donde se formulan
con la técnica del reconocimiento de derechos, a pesar de la doctrina del Tribunal
Constitucional sostenida en las SSTC 247/2000 y 31/2010. Y por supuesto
hallaríamos su correspondiente regulación en la legislación laboral o en otras normas
de nuestro ordenamiento.
El CEDS, un órgano formado por 15 expertos, elegidos por el Comité de
Ministros del Consejo de Europa, es el encargado de revisar los informes que los
Estados le presentan, y resolver las reclamaciones colectivas. Este Comité ha operado
una suerte de control abstracto de convencionalidad porque no le llegan casos, sino
informes de la situación legislativa y fáctica de los Estados acerca de la cual ha de
pronunciarse para decidir si son o no conformes con la Carta. Ni siquiera en las
reclamaciones colectivas existe un caso concreto, aunque se limite el ámbito objetivo
donde el CEDS proyecta su control.
El parámetro de enjuiciamiento del CEDS son preceptos muy prolijos que
hacen el esfuerzo de concretar con tono a veces reglamentista los contenidos de los
derechos proclamados. Con todo, el Comité ha empleado su margen interpretativo
para extender aún más ese contenido, a veces hasta llevarlo a ámbitos que pudieran
parecer propios de los derechos clásicos de libertad que tutela el TEDH. Véase el
ejemplo de la inconvencionalidad que aprecia en la no prohibición expresa de los
malos tratos a menores de 18 años, infiriéndola del derecho a la protección de los
menores. O como desde el derecho a la protección de la salud ha entrado en materia
de aborto o en materia de derechos de las minorías, entre otras muchas.
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Y en lo que toca estrictamente a su ámbito, el CEDS ha sido igualmente
generoso y protector de los trabajadores, por ejemplo a la hora de fijar el salario
mínimo que deriva del derecho a una remuneración equitativa, con numerosas
declaraciones de no conformidad. Las mismas que han merecido determinadas
medidas de flexibilización laboral, auspiciadas por la Unión Europea y algunos
organismos internacionales.
Pareciera que el último baluarte del modelo europeo de Estado social frente a
políticas comunitarias y estatales liberalizadoras fuera, en el ámbito del Consejo de
Europa, el CEDS. Su problema es que no es un tribunal como lo es el TEDH y sus
miembros ni siquiera son elegidos por la Asamblea Legislativa del Consejo como los
del TEDH.
Tampoco desde la Unión Europea se ha considerado, como impone respecto al
CEDH el artículo 6.2 del Tratado de la Unión Europea, la adhesión de la Unión a la
Carta Social Europea aunque ya se están indirectamente enjuiciando sus políticas en
el seno del CEDS al hacerlo con las estatales. Y a pesar de que varios de los derechos
sociales de la CSE se recogen en la Carta de la Unión, ésta no contiene una referencia
a la jurisprudencia del CEDS ni menos se obliga a ella como lo hace el artículo 52.3
de la Carta comunitaria a la jurisprudencia del TEDH. Esta debilidad del CEDS acaba
a la postre simbolizando el decaimiento del Estado social en Europa.
4. GRADO DE APERTURA ESTATAL AL DERECHO INTERNACIONAL
DE LOS DERECHOS HUMANOS. EL CASO ESPAÑOL
¿Qué derechos se aplican en cada Estado, los internos o los convencionales?
En general se aplican las normas internas que desarrollan las internacionales y las
constitucionales que las plasman. Pero no siempre los derechos convencionales tienen
sus gemelos entre los constitucionales. Esto crea alguna contrariedad a pesar de que
los tratados internacionales no imponen a los Estados un reconocimiento
constitucional de los derechos proclamados en ellos, sino que exigen su protección
conforme los Estados dispongan en ejercicio de su margen nacional de apreciación.
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Por lo general, los derechos de libertad clásicos y algunos sociales no
prestacionales suelen proclamarse en los textos constitucionales. Hay sin embargo
algunas excepciones, como el proteico derecho a la vida privada y familiar (artículo 8
CEDH) que no tiene parangón en la Constitución española de 1978. Muy diferente es
la situación de los derechos de la CSE, muy pocos de los cuales tiene reconocimiento
constitucional expreso, por lo que su protección se reserva a la ley y cuya tutela
jurisdiccional es menos intensa que la brindada a algunos, no todos, los derechos
constitucionales (artículo 53.2 CE).
Así que lo que en el ámbito del Consejo de Europa se presenta como
indivisibilidad de los derechos humanos, civiles y sociales, en los ordenamientos
estatales se distingue por lo general un plano constitucional (derechos civiles y unos
pocos sociales a lo sumo) y la esfera infraconstitucional (grueso de los derechos
sociales). Hay, pues, una diferencia de rango entre los derechos clásicos y la mayor
parte de los sociales, por mucho que las Constituciones europeas suelan contener un
principio social e incluso una cláusula de igualdad sustancial (por ejemplo los
artículos 1.1 y 9.2 CE).
Por otro lado, no todas las Constituciones presentan el mismo grado de
apertura al Derecho internacional. Mientras que es frecuente en las Constituciones
iberoamericanas la equiparación a rango constitucional de los tratados sobre
derechos, tal técnica escasea en los sistemas europeos donde esos tratados o todos
ellos el general poseen rango supralegal, pero infraconstitucional, o se equiparan sin
más a la ley o se discute incluso su relación con ésta.
En el caso español, el artículo 96.1 CE no resuelve definitivamente el
problema porque sólo prevé expresamente su subordinación a la Constitución y su
integración en el ordenamiento jurídico, una vez publicados en el BOE. La
interpretación mayoritaria en la doctrina y también en la jurisprudencia ha sido que
los tratados prevalecen sobre la ley, lo que recientemente ha venido avalado por el
artículo 31 de la ley 25/2014, de tratados que consagra esa prevalencia en caso de
conflicto sobre cualquier norma interna salvo las constitucionales.
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El problema mayor es dilucidar a quien corresponde determinar esa
prevalencia cuando hay disonancia entre un tratado y una norma con valor de ley.
Caben dos soluciones que entrañan un control pleno de convencionalidad de la ley
que podría llegar o su anulación o a su inaplicación en el caso concreto. Para lo
primero habría que atribuir ese control al Tribunal Constitucional (control de
convencionalidad concentrado), en el segundo caso correspondería a los tribunales
ordinarios (control de convencionalidad difuso).
Es verdad que el Tribunal Constitucional, en casos de aplicación del Derecho
comunitario, ha asignado la selección de la norma aplicable a los jueces ordinarios.
Pero no es la misma la situación del Derecho comunitario que la de los tratados; aquél
conforma un orden jurídico autónomo cuya aplicación directa por parte de los jueces
nacionales impuso muy tempranamente el Tribunal de Justicia de las Comunidades
europeas. La supervivencia del Derecho comunitario dependía de esa condición
existencial, ligada a la inmediata aplicación por parte de los operadores nacionales.
Sin embargo, el TEDH no ha impuesto a los Estados que sus tribunales
apliquen directamente los derechos convencionales y menos que efectúen control de
convencionalidad. En abierto contraste con la Corte Interamericana que sí ha
impuesto la realización de ese control de convencionalidad según las competencias de
cada órgano estatal.
Así las cosas, es frecuente en Europa que los tribunales apliquen las normas
internas sobre derechos interpretadas conforme a la interpretación de los derechos
convencionales realizada por el TEDH. Se trata de un control de convencionalidad
débil que fuerza la acomodación de la norma interna a la interpretación del Convenio
recibida del TEDH. Esta es la consecuencia del muy utilizado en España, tanto por
parte del Tribunal Constitucional como por los tribunales ordinarios, artículo 10.2 CE
que reclama la interpretación de las normas internas sobre derechos conforme a los
tratados internacionales sobre la misma materia suscritos por España.
La interpretación conforme presupone, pues, la aplicación de la norma interna,
no su inaplicación o anulación. Esto último no lo exige en Europa el TEDH como lo
ha reclamado la Corte de San José. Cosa distinta es que el propio ordenamiento
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jurídico nacional dispusiera la realización de un control interno de convencionalidad
pleno con eventual inaplicación o anulación de la norma con valor de ley
inconvencional.
Ha pasado recientemente en España que algunos juzgados de primera
instancia de lo social han dejado de aplicar un precepto legal, el relativo al contrato de
emprendedores, por entenderlo contrario a la CSE, tal y como la ha interpretado el
CEDS. Lo llamativo de estos casos, que se han enredado extraordinariamente, es que
el TC acabó declarando constitucional ese precepto inaplicado por los jueces de lo
social, pero poco tiempo después el CEDS (Conclusiones de 2014) apreció su no
conformidad con la CSE.
El último eslabón, hasta donde yo sé, de esta peripecia es la resolución de un
juzgado de lo social de Las Palmas de Gran Canaria que, tras los pronunciamientos
del TC y del CEDS, dejó de aplicar el precepto legal dando prioridad a la opinión del
CEDS y desconociendo el pronunciamiento del TC. No deja de sorprender que un
juzgado invoque el artículo 96.1 CE para desconocer el pronunciamiento del supremo
intérprete de la Constitución y para acoger en su lugar la opinión del CEDS, órgano
que obviamente no impone ningún comportamiento a los Estados concernidos sino
que se limita declarar la conformidad o disconformidad con la CSE de la legislación
nacional.
Así las cosas, nos encontramos ante una discrepancia -en los casos recordados
discrepancia real no potencial- entre dos instancias de tutela de los derechos sociales,
el TC y el CEDS. Es verdad que en su sentencia el TC no trae a colación, ex artículo
10.2 CE, ni la CSE ni su interpretación por parte del CEDS, lo que sí hacen los
discrepantes en el voto particular que emiten contra la opinión mayoritaria.
Es obvio que el cumplimiento de los tratados internacionales sobre derechos o
sobre otras materias puede exigir al Estado legislador modificaciones en el
ordenamiento interno, así lo prevé por lo demás el artículo 94.1. e) CE, pero también
es obvio que inferir de la Constitución (artículo 96.1, en relación con el principio de
jerarquía normativa establecido en el artículo 9.3) la facultad de cualquier juez para
dejar de aplicar en un caso concreto una norma con valor de ley que considerase
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contraria cualquier tratado, generaría una situación inconveniente, como demuestra el
ejemplo de las decisiones de juzgados de lo social comentadas; sobre todo si los
resultados del control de convencionalidad, ya sea del órgano internacional o del
interno, divergen del producido por el que encarna el control de constitucionalidad.
En un sistema de control concentrado de constitucionalidad, como suele
imperar en Europa y también en España, mejor sería que el control de
convencionalidad pleno fuera atribuido al Tribunal Constitucional. Es la solución
italiana cuya Corte constitucional ha desmontado los intentos de importantes órganos
judiciales ordinarios de apropiarse de ese control de convencionalidad. Se mantendría
entonces el monopolio del control de las normas con valor de ley en manos del
supremo intérprete de la Constitución.
Para que tal cosa se clarificase en España el TC tendría que matizar su
jurisprudencia acerca de la selección de la norma aplicable que atribuyó en su día a
los jueces ordinarios, para ceñirla a los casos de aplicación del Derecho comunitario,
de tal modo que la inconvencionalidad se considerase infracción del artículo 96.1 CE
y por lo tanto se hiciera equivaler a inconstitucionalidad (solución italiana).
Mejor sería dotar a esa concentración del control de convencionalidad pleno
en manos del TC mediante una formalización legislativa y bastaría para ello con la
modificación de la LOTC que atribuyera tal función al TC. También se podría
acometer una reforma de la Constitución que estipularse el valor constitucional de
algunos o de todos los tratados sobre derechos, junto con otras modificaciones que
articulase mejor las relaciones entre el TC, el TEDH y otros órganos como el CEDS.
En todo caso, la lógica de la protección internacional de los derechos, tanto
civiles como sociales, reclama con naturalidad el respeto estatal de lo ratificado que
incluye inexorablemente la recepción de la jurisprudencia de los órganos
internacionales encargados de interpretar esos tratados. Queda, empero, dentro del
margen de apreciación nacional la determinación de las modalidades de esa
recepción.
5. CONCLUSIÓN
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En el contexto de pluralismo constitucional en que nos encontramos, sobre
todo en Europa, no es fácil ni la articulación entre normas ni la convivencia entre los
órganos de tutela (nacionales, internacionales y comunitarios). Más aún, en la esfera
de los derechos sociales, en la que los estatales y comunitarios parecen auspiciar
cierto retroceso, mientras que el CEDS se mantiene como baluarte de una CSE repleta
de prolijos derechos sociales que el Comité ha ido interpretando extensivamente, a
pesar de ser, en el ámbito del Consejo de Europa, un órgano más débil que el TEDH.
Pero ni el TEDH ni por supuesto el CEDS han pretendido, como ha hecho la
Corte de San José, imponer a los Estados un control de convencionalidad pleno, no
limitado al débil de armonizar; así que los Estados conservan un margen de
apreciación grande en lo que respecta al modo de hacer valer internamente las
disposiciones convencionales y su interpretación por parte de los órganos
internacionales de tutela.
Soy partidario de que, manteniendo todos los jueces la posibilidad de efectuar
un control de convencionalidad débil, es decir, de interpretación conforme, ex artículo
10.2 CE, se concentre en el Tribunal Constitucional el control de convencionalidad
fuerte que en potencia pudiera concluir en la anulación de la norma interna con valor
de ley inconvencional.
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