Manuel Mª Romero. Ejemplar para Odontologos de Hoy

LA IMPLANTOLOGÍA DENTAL.
DENTAL PASADO, PRESENTE
Y FUTURO INMEDIATO.
DISCURSO
para la Solemne Recepción Pública del Académico Electo
ILMO. SR. DR. D. MANUEL Mª ROMERO RUIZ
y contestación del
EXCMO. SR. D. JOSÉ ANTONIO GIRÓN GONZÁLEZ
Leídos el 18 de Junio
REAL ACADEMIA DE MEDICINA Y CIRUGÍA DE CÁDIZ
2015
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BREVÍSIMO VIAJE EN EL TIEMPO A LOS INICIOS DE LA REPOSICIÓN DE
DIENTES
Tuvo que ser don Quijote de la Mancha, en aquel desafortunado episodio
en el que, tras confundir a ovejas y carneros con un ejército enemigo, arremete
contra ellos, y es inmediatamente apedreado por sus dueños, perdiendo en el
lance varias piezas dentarias. Tuvo que ser él, tantas veces tachado de loco, en
cuya boca pusiera don Miguel de Cervantes la frase más cuerda que jamás se
haya pronunciado sobre los dientes: “te hago saber Sancho que la boca sin
muelas es como molino sin piedra, y que en mucho más se ha de estimar un
diente que un diamante.”
Y razón no debía faltarle al ingenioso hidalgo; la angustia del ser humano
ante la pérdida de un diente, ya sea por motivos estéticos –eterna vanidad-, ya
sea por la necesidad imperiosa de utilizar la boca para alimentarse y sobrevivir, ya
sea por nuestra inherente condición social, esta desazón del hombre ante el
deterioro dental ha sido la responsable de que, desde los albores de la
humanidad, el ser humano haya tratado de manera prioritaria de paliar las
pérdidas dentarias que ha ido padeciendo
Y no debe por tanto ser casualidad que para encontrar el primer testimonio
del que se tiene constancia de la reposición de un diente perdido, tengamos que
trasladarnos al año 7500 a.C., en pleno Neolítico, y situarnos en Fahid Suarda, en
la actual Argelia, donde fue hallada una mandíbula perteneciente a una mujer que
había perdido el segundo premolar superior derecho, y se lo habían sustituido por
la falange de un dedo para reponer la ausencia.
Decía Richard Glenner, afamado dentista e historiador, que “para poder
saber a dónde vamos, tenemos que conocer dónde estuvimos”. Por ello les
propongo hacer este viaje desde el inicio de los tiempos hasta nuestros días, en
una imaginaria máquina del tiempo que haga escala en aquellos hallazgos más
trascendentes que, sobre la reposición de los dientes perdidos, han ido surgiendo
en el devenir de la historia de la humanidad.
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Así, si nos detenemos en la cultura antigua egipcia, asombra conocer cómo
desarrolló numerosos aspectos de la Medicina, practicando de manera incipiente
el arte de la reposición dental; podríamos destacar el hallazgo en 1952, cerca del
Cairo, de una pequeña prótesis dental, correspondiente al periodo del Reino
Antiguo, cuya antigüedad se sitúa en torno al año 2500 a. C. En ella se aprecian
tres dientes unidos por alambre de oro. Aunque existe discrepancia por parte de
los investigadores, parece que fue insertado en boca después de muerto, ya que
se conoce que este pueblo intentaba enterrar a sus cadáveres en el estado más
completo posible, para que el cuerpo albergara dignamente al alma en el Más
Allá.
La siguiente etapa de nuestra singladura podría ser la ciudad fenicia de
Sidón (actual Líbano), donde en 1901 tuvo lugar el espectacular hallazgo de una
mandíbula del año 500 a. C. cuyos incisivos, gravemente afectados por la
enfermedad periodontal, habían sido ferulizados con una ligadura hecha con
alambre de oro. En otros hallazgos fenicios, los dientes perdidos habían sido
sustituidos por piezas talladas en marfil e igualmente ferulizadas con alambre de
oro.
En el siglo IV a. C., nos detendremos en el pueblo etrusco, formado por
grandes artesanos que manejaron diferentes materiales aplicados a la reposición
de dientes. Entre los hallazgos más destacados podemos resaltar numerosos
puentes que realizaban rodeando los dientes propios con una tira plana de oro,
usando dientes de vaca o buey para sustituir a los ausentes.
Adentrándonos ya en nuestra Era Común, en la Edad antigua, la prótesis
dental más antigua de Europa fue hallada en una necrópolis galo-romana en
Essone (Francia) y data del siglo II d. C. En la excavación se hallaron los restos
de una joven, brazaletes y 32 dientes, entre ellos uno de metal. Según los
investigadores, el trozo de metal habría sido introducido en la mandíbula al poco
tiempo de la muerte de la mujer, para embellecer el cadáver.
Y ahora disfruten de nuestra escala más interesante; la civilización maya,
en el siglo VI d. C. nos dejaría evidencia de que practicaba la implantación de
materiales no orgánicos (aloplásticos) en personas vivas. Así en 1931, excavando
en la Playa de los Muertos en el Valle de Ulúa de Honduras, se encontró un
fragmento de mandíbula, conservado hoy en la Universidad de Harvard,
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Massachusetts. En él se aprecian tres trozos de conchas con forma de dientes,
colocadas en los alvéolos de tres incisivos inferiores. Aunque en un principio se
postuló que podían haberse colocado tras la muerte, las pruebas radiográficas
mostraron claramente la formación de hueso compacto alrededor de dos de ellos,
similar a lo que ocurre sobre un implante actual. La cultura maya pues, se anticipó
en varios siglos a los primeros intentos que acabarían desembocando en la
moderna implantología.
Y así podríamos quedarnos largas horas relatando los innumerables
avances aportados en el lento discurrir de la Odontología desde los tiempos
prehistóricos. Pero dado que nuestra intención no es sino centrarnos en la
implantología dental como técnica más avanzada de reposición dental,
entraremos de lleno en la historia reciente de dicha disciplina, sin más dilaciones.
Así pues, acompáñenme a adentrarnos en la…
HISTORIA RECIENTE DE LA IMPLANTOLOGÍA
Antes de introducirnos por vericuetos históricos, me veo en la obligación de
responder brevemente a la pregunta ¿qué es hoy en día un implante dental? Y así
podríamos decir que un implante es un dispositivo metálico, que intenta sustituir a
la raíz del diente que se ha perdido. Tiene forma roscada habitualmente -de
tornillo-, y debe ser introducido en el hueso maxilar donde se ubicaba la pieza ya
ausente. Tras su inserción se necesita un periodo de espera durante el cual el
hueso cicatriza alrededor de él integrándolo en su seno mediante una verdadera
anquilosis. En este momento, puede procederse a la parte protésica, es decir, a la
fabricación de uno o más dientes de porcelana que irán sobre él fijados.
Pues bien, para llegar a los aspectos más avanzados de la implantología
actual, se ha tenido que recorrer un largo y sinuoso recorrido a través de la
historia, en el que han ido quedando en el olvido cientos de intentos fallidos por
encontrar el vellocino de oro, esa piedra filosofal en forma de un artilugio capaz de
ser insertado en el hueso y llegar a formar parte anatómica y funcional de él.
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Sumerjámonos pues en las oscuras y abisales aguas de la historia de
nuestra era y tratemos de aflorar alguno de los tesoros de tantos esfuerzos
científicos como ha habido por dar una solución digna a la terrible condena
humana de la desaparición precoz de una pieza dentaria.
Y para comenzar les planteo una pregunta; ¿Qué podría ser lo más lógico
que pensáramos en primer lugar para colocar en el hueco que dejaba un diente
perdido?
El ser humano lo fue teniendo claro y pensó; el mismo diente perdido
(estaríamos hablando de un reimplante), o un diente de otra persona
(hablaríamos de un trasplante) si el suyo propio estaba deteriorado.
Y fue precisamente en España, en Córdoba, donde se habló por primera
vez del reimplante de un diente desprendido, colocándolo de nuevo en su mismo
sitio; y lo hizo en el siglo X el médico árabe más grande de Occidente; Abulcasis,
quien también estudió la enfermedad periodontal, resaltando la importancia
etiopatogénica del sarro en la misma, y aconsejando la ligadura de los dientes
flojos a los vecinos, antes de perderlos.
Sin embargo la primera referencia que se tiene de la realización un
trasplante dentario se remonta a la Edad Media, en la que el médico y sacerdote
Guy de Chauliac (1306-1368) decía: “y si un diente se cae, que se introduzca allí
el diente de otro hombre y se ate firmemente”.
Tenemos que avanzar hasta el siglo XVI, en pleno Renacimiento, para
volver a encontrar otra referencia, de la mano del gran Ambrosio Paré (15101590), cirujano que practicó el reimplante accidental y aconsejaba el trasplante
aunque nunca llegara a practicarlo. Quien sí lo practicó fue ya en el siglo XVII, un
tal Dupont, Cirujano Real en Francia (1633), quién publicó un folleto titulado
“Nuevo remedio contra el mal de dientes consistente en extraer el diente enfermo
y sustituirlo por otro tomado de un muerto o una persona viva”.
Es obligada la parada y fonda en la excelsa figura de Pierre Fauchard
(1678-1761), considerado padre de la dentistería moderna gracias a su obra “Le
Chirurgien Dentiste; ou, traité des dents” (“El cirujano dentista; o, tratado sobre los
dientes”), fechada en París en 1728. Este autor insistió en la técnica del trasplante
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dental, de una persona a otra, comentando que en muchos casos los dientes
permanecían firmes durante muchos años. Explicaba de manera precisa la
técnica para llevarlo a cabo, y los cuidados a considerar posteriormente. Y
contaba la historia de un capitán del ejército, un tal Romalet, que teniendo un
colmillo superior muy dañado le pidió que le implantara uno de otra persona. Al
responder Fauchard que sí, el oficial mandó traer de inmediato a un soldado al
que le arrancaron allí mismo un diente para implantárselo a él. Al tiempo, el
capitán visitó de nuevo al cirujano y le dijo que el diente le había durado 6 años y
que se lo habían tenido que extraer por fracturarse durante una pelea; al
extraerlo, el dentista que lo hizo había tenido que tirar muy fuerte de la raíz lo que
le hizo doler mucho. Esto hablaba de lo firmemente agarrado que había quedado
el diente.
Avanzamos y nos topamos ya en el siglo XVIII, con Etienne Bourdet (17221789), dentista de Luis XVI de Francia, quien trasplantó dientes y daba un consejo
muy interesante: insistía en tener preparados el día de la intervención a varios
sujetos donantes, de manera que si sacaba un diente y este no era del tamaño
adecuado, aconsejaba volvérselo a reimplantar a su dueño para “que no se viera
privado de él inútilmente”, y coger al siguiente donante.
Y ¿cómo olvidarnos de John Hunter (1728 y 1793)?, gran cirujano inglés
que escribió The Natural History of Human Teeth (La historia natural de los
dientes humanos) en 1771, en la que defendía el trasplante dentario basándose
en sus estudios de injertos sobre animales; es famoso su experimento en el que
tomó un diente humano cuya raíz no se había desarrollado aún del todo, y lo
implantó en la cresta de un gallo vivo, consiguiendo que prendiera y se enraizara
allí con firmeza. Describió minuciosamente la técnica del trasplante y las causas
de fracaso, pero reconociendo varios casos sospechosos de contagio venéreo
achacado a la técnica.
¿Y en España, qué? Pues encontramos a un tal Pedro Gay, 1737, del que
consta que fue el primero en realizarlo, siguiéndole profesionales como Carlos
Castrillón (1760), Félix Pérez de Arroyo (1799), o Josepha Tendillo (1834). Y
poco más. Tendrán que pasar años para que tomemos protagonismo en la
implantología, como veremos más adelante.
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Esta técnica se fue extendiendo ampliamente durante los siglos XVIII y XIX,
si bien contaba con un serio inconveniente: la gran dificultad que existía para
conseguir donantes vivos. ¿Cuáles eran pues las fuentes para conseguir dientes?
Sencillo; los patíbulos, los cementerios y los campos de batalla, o lo que era peor,
el robo a esclavos o la compra a personas necesitadas. Esta circunstancia de
dudosa licitud moral hizo que numerosos dentistas recurrieran a dientes de
cadáveres, proliferando los llamados resurreccionistas o Body Snatchers
(“arrebata cuerpos”), cuya ocupación no era otra que profanar los cementerios
para violentar las tumbas, llevándose así los cadáveres que luego vendían a
estudiantes y profesores de Anatomía, vendiendo igualmente los dientes a
dentistas que practicaban trasplantes. Esta actividad creaba angustia en la
población, llegando a constituir un pingüe negocio.
Si a personas necesitadas nos referimos, famosa fue la anécdota de Emma
Hart, joven bella pero sin fortuna, que desesperada por la falta de dinero para
subsistir decidió ir a un dentista y vender sus dientes. Fue un amigo quien logró
disuadirla convenciéndola de que aliviara su mala situación financiera
dedicándose al oficio más antiguo del mundo, cosa que hizo con singular éxito,
perdiendo el pudor pero conservando su dentadura. Pasó a la historia como Lady
Hamilton, amante del Almirante Nelson.
Tal era la situación que, en 1775, un curandero inglés llamado George
Patance puso un anuncio en el Morning Post en el que advertía del peligro de
transmitir enfermedades de los trasplantes de donantes vivos y ensalzaba las
virtudes de los dientes “secos”, es decir, de cadáver, cobrando 2,2 guineas por
practicarlo. Eso sí, no le hacía ascos a realizar el trasplante de un diente vivo, en
cuyo caso la cifra solicitada ascendía a 5,5 guineas. En el anuncio reclamaba
igualmente donantes a los que se les ofrecía una guinea por diente extraído,
siempre que estuviera sano y fuera blanco.
Afortunadamente, poco a poco fueron surgiendo voces disonantes que se
manifestaban francamente en contra de esta práctica. Así, distintos profesionales
fueron dando de manera aislada la voz de alarma sobre los problemas que esta
técnica acarreaba; Urbain Hemard (1548-1618), Pierre Dionis (1643-1718) y
Honoré Gaillard Courtois (1730-1780) en Francia, o Charles Allen (1687), Thomas
Berdmore (1740-1785), William Watson (1715-1787)…, en Inglaterra, o Antonio
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de Totondo y Rabasco (1846) en España, se manifestaron francamente en contra.
Lentamente la población general fue tomando conciencia del alto riesgo de
transmisión de enfermedades infecciosas (sífilis, viruela, tuberculosis...) mediante
dicha
técnica,
apareciendo
posteriormente
argumentos
morales
por
la
procedencia de los dientes -cadáveres o personas desconocidas con posibilidad
de transmitir enfermedades-, todo lo cual consiguió ir desacreditando los
trasplantes dentarios de dientes vivos.
El siglo XIX amanece con dentistas críticos como Louis Lafogue, Cristophe
Delabarre o Antoine Desirabode, que se oponen a tales prácticas, lo cual se suma
al rechazo cada vez mayor de los ciudadanos, que se extiende a otros ámbitos de
la población como pensadores, humoristas, escritores, etc…, conduciendo a los
trasplantes dentarios muy lentamente al baúl de los olvidos. Valga como muestra
a Victor Hugo (1802-1885), quien retrata el tema con crítica crueldad en su
famosa novela Los Miserables (1862), a través de su personaje Fantina, apodada
“la rubia”, a quien una familia que cuida de su hija la chantajea para que le mande
40 francos para evitar que su hija muera, cosa que resultaba incierta. Fantina
pasea un día angustiada y se acerca a una muchedumbre que rodea a un
carruaje donde un charlatán dentista pregona sus virtudes; al ver a la chica y su
dentadura, éste le ofrece comprarle sus paletas por “dos napoleones”. Aunque en
principio se niega, acaba cediendo a su necesidad y es desdentada por el
barbero.
Durante la primera mitad del siglo XX, no se publica nada sobre trasplantes
dentales, siendo rechazado por los diferentes textos y considerado como una
práctica obsoleta y antigua. Sin embargo, conviene no olvidar que en 1950,
Andreasen, padre de la Odontología traumatológica, dio rigor científico a los
trasplantes, excluyendo como donantes a los afectados de enfermedades infectocontagiosas y aplicando técnicas de histocompatibilidad HLA. Utilizaba dientes de
bancos, sometidos a criopreservación, e hizo una descripción rigurosa de la
técnica admitiendo que los resultados eran muy variables y siempre limitados en
el tiempo.
Aunque se siguió practicando hasta entrado el siglo XX, el peso de los
argumentos en su contra fue haciendo desaparecer a paso lento pero seguro esta
práctica que había campado con mayor o menor fortuna durante varios siglos de
nuestra reciente historia.
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Pero demos un paso más ¿Dónde y cómo comienzan los primeros indicios
que acabarían desembocando en lo que hoy conocemos como implantología?
Hagamos pues inmersión en…
LOS ALBORES DE LA IMPLANTOLOGÍA
¿Cuál era el gran problema a solventar? Sin duda, el encontrar un material
que no suscitara rechazo en el hueso y que se anclara a él de manera sólida
permitiendo cargar el implante con una muela en función, sin riesgo de transmitir
enfermedades.
Pero pasaban los años y el material no acababa de aparecer. A partir del
siglo XIX se empezaba a sospechar que la solución podría venir por el uso de
metales. De esta manera, en 1809, un dentista llamado Maggiolo, introdujo un
implante de oro en el alvéolo de un diente recién extraído, pero acaba fracasando.
Y otro autor, Harris, en 1887, implantó una raíz de platino revestida de plomo en
un alvéolo creado artificialmente, y lo publica en el Dental Cosmos. O RE Payne,
quien en 1901 presentó el diseño de una cápsula de plata que coloca dentro de
un alvéolo, publicándolo igualmente en el Dental Cosmos, si bien posteriormente
quedó demostrado que este metal era tóxico para el hueso, lo que conducía al
fracaso.
Un pequeño hito lo marca en 1910 Edward J. Greenfield, quien utiliza una
cesta de iridio y oro de 24 quilates, y la introduce en un alvéolo, con la esperanza
de que el hueso se introdujera entre los orificios del cesto y lo fijara al cicatrizar. El
propio autor informó del éxito limitado de su técnica, aunque en 1915 documentó
las bases de lo que mucho después se denominaría moderna implantología,
refiriéndose a las normas de esterilidad, e introduciendo conceptos innovadores
como la íntima asociación hueso-implante, la idea de implantes sumergidos, y la
necesidad de inmovilidad, aconsejando un periodo de curación de 3 meses sin
recibir cargas. Debemos lamentar que como ha ocurrido en tantas otras áreas de
la Medicina, nadie recuerde su nombre hoy en día, y la paternidad de estos
conceptos se atribuyan a otro autor que habló de ellos más de 60 años después.
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Y seguimos refiriéndonos a Greenfield, para comentar que aquí en España,
el primer dentista en colocar un implante con dicho diseño seguramente les
sonará: Florestán Aguilar (1872-1934), concretamente en el año 1916. Mucho
podríamos hablar aquí de su figura, y especialmente de su íntima vinculación a
Cádiz donde ejerció la Odontología desde los 18 años antes de marcharse a
Madrid. Aquí comenzó a editar la revista más influyente de la profesión en
aquellos tiempos, “La Odontología” que sería publicada de manera continuada
hasta la Guerra Civil. Propondré en esta Ilustre Academia la realización de una
sesión monográfica sobre su figura, no sólo por su historia gaditana sino por sus
múltiples méritos como estimular la creación de los Colegios de Odontología,
crear la Junta de Construcción de la Ciudad Universitaria de Madrid o ser
Académico de la Real Academia de Medicina de la capital. Además de todo eso
pasó a la historia su entrañable amistad con el Rey Alfonso XIII, siendo
protagonista del último episodio de la vida del monarca en tierra española, justo
antes de su abdicación y marcha al exilio francés.
Pero pasaban los años y el material idóneo no aparecía, y estando en
esas, sobrevino la Primera Guerra Mundial (1914-1918), que sirvió como campo
de ensayo para la Traumatología, utilizándose diversos tipos de tornillos y placas
de diferentes materiales en los hospitales militares, si bien fracasan casi todos.
Los traumatólogos no obstante iban por delante de los odontólogos en sus
investigaciones, y así, el año 1937 supone un hito en el tratamiento de las
fracturas óseas, gracias al estudio de Venable y Strock, que utilizan un nuevo
material, la aleación cromo-cobalto-molibdeno, conocida hoy en día como
Vitallium. Rápidamente es utilizada esta experiencia en la Implantología y surgen
dos escuelas, la subperióstica del sueco Dahl y de los americanos Gerschkoff y
Goldberg, y por otra parte los estudios intraóseos de los hermanos Strock, cuyo
mayor exponente en Europa fue Manlio S. Formiggini, en el año 1940, quien
diseñó un implante en espiral de Vitallium, que tuvo una legión de adeptos hasta
llegar prácticamente a nuestros días; este autor italiano diseñó un alambre
doblado que formaba unas espirales unidas al final en un tallo común donde se
insertaba la prótesis. Es considerado por sus compatriotas italianos como el padre
de la implantología moderna, título que, cosas del destino, la historia le birló en
favor del sueco Branemark. Ahora veremos cómo.
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España fue uno de los países que más destacó en la investigación en
implantología durante el siglo XX. No podemos olvidarnos de citar a algunos de
nuestros compatriotas como el Dr. Pascual Vallespín, quien modificó la técnica
subperióstica; o el Prof. Trobo Hermosa en Madrid, quien rellenaba el alvéolo
recién extraído con amalgama de plata hasta el borde introduciendo dentro un
dispositivo dentro que sostuviera la prótesis.
En Valencia, Andrés Perrón, hizo una modificación al implante de
Formiggini pasándolo a prismático hueco, y añadiendo una esponja de polivinilo,
para garantizar la adhesión de los tejidos blandos a la parte más coronal del
implante. Fracasó por el material usado pero abrió una vía de estudio al manejo
de los tejidos blandos periimplantarios, absolutamente de actualidad. Perrón
publicó en 1967 el primer libro sobre implantología en España; “Conceptos
fundamentales de endoimplantología”, siendo el español más citado en
Odontología en la bibliografía mundial.
Todos ellos y muchos más, fueron aportando su granito de arena antes del
florecimiento definitivo de la implantología moderna.
Pero volviendo al panorama internacional, la década de los 70 sin embargo
estuvo dominada por Linkow que desarrolló el implante de rosca Vent Plant y el
de hoja, láminas de Linkow, que tuvieron mucha aceptación, utilizándose hasta
los años 90.
Y por fin llegamos a nuestros días. Veamos cómo se fraguó el prodigio de
lo que conocemos como…
LA IMPLANTOLOGÍA MODERNA.
Fue en el siglo XX, en 1952, cuando el profesor sueco Per-Ingvar
Branemark, cirujano ortopédico de la Universidad de Gotteborg se hallaba
investigando la vascularización y cicatrización de las heridas en peroné de conejo.
Para ello utilizaba la técnica de microscopía vital, introduciendo una microcámara
de titanio en el hueso del animal para observar los cambios que se producían.
Fue Gottfried Leibniz quien dijo que “lo que llamamos casualidad no es más que
el desconocimiento de las causas físicas”, y efectivamente, cuán mayúscula debió
ser la sorpresa del Profesor Branemark cuando, al acabar el estudio e intentar
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sacar las cámaras del peroné, comprobó que le era imposible retirarlas porque
estaban firmemente unidas al hueso. Lógicamente se preguntaron de qué material
estaría hecha la cámara. Pronto tuvieron la respuesta; eran de TITANIO. Sin
quererlo habían encontrado la piedra angular de la moderna implantología,
descubriendo así que un material conocido y bioinerte como el titanio, era capaz
de unirse de manera firme y mantenida al hueso, lo que abría las puertas a una
nueva dimensión de posibilidades terapéuticas en Medicina.
Rápidamente, el Profesor Branemark tuvo la brillante idea de aplicar este
hallazgo
a
la
rehabilitación
de
animales
edéntulos
y
sus
minuciosas
investigaciones posteriores llevaron a su equipo a acuñar el concepto de
OSTEOINTEGRACIÓN o unión del metal en el hueso, definida como “la conexión
directa estructural y funcional entre el hueso vivo, ordenado, y la superficie de un
implante sometido a carga funcional”. Clásicos son sus estudios en perros
desdentados y clásica es la foto que dio la vuelta al mundo científico, mostrando
un perro colgado de un alambre unido a un implante dental que le había sido
colocado, para demostrar la capacidad de anclaje del mismo.
Tantos años de rigurosa investigación dieron su fruto en forma de un
sistema novedoso de tornillos de titanio – o implantes-, para la rehabilitación
protésica de pacientes que habían perdido sus piezas dentales. Este sistema fue
presentado en una conferencia en Harvard, en 1978, que marcó un antes y un
después; en ella se evaluaron los datos retrospectivos de los que se disponía y se
analizaron los protocolos, criterios y estándares para la colocación de los
implantes. En 1982, en Toronto, presentaron de manera definitiva al mundo
odontológico sus estudios con un seguimiento de más de 10 años y una
casuística y documentación irrefutable. Las tinieblas se disipaban; había nacido la
Era de la Implantología moderna.
Sería injusto olvidar la labor de tantos investigadores que, con anterioridad,
dedicaron ingentes esfuerzos a tratar de conseguir lo que él logró. Sin embargo y
a pesar de tantas investigaciones y tanto sacrificio, la gloria le estaba reservada al
profesor sueco, quien gracias a sus estudios y dedicación, consiguió abrir
definitivamente las puertas del concepto actual de implantología, haciéndose de
esta manera un hueco en el Olimpo de los genios de la Medicina.
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Branemark y su equipo de Gotteborg, elaboraron un minucioso protocolo
para su colocación y manejo que revolucionó el concepto de implantología,
arrinconando de por vida todo cuanto se había estado haciendo hasta el
momento. Este protocolo comenzó a usarse de manera inmediata por parte de los
clínicos con altas tasas de éxito, convirtiendo la colocación de implantes dentales
en un tratamiento predecible a largo plazo.
Sin embargo, la ciencia avanza inexorable, y el propio profesor, tristemente
fallecido el pasado año, pudo contemplar cómo la mayor parte de sus postulados
fueron cayendo paulatinamente a medida que los investigadores, y especialmente
los clínicos, fueron abriendo nuevos caminos y traspasando con éxito las fronteras
que el equipo de Gotteborg había marcado. Efectivamente, partiendo de su
protocolo se fueron explorando nuevos campos, alcanzando nuevas metas, y
rebasando en definitiva las líneas rojas que tan meticulosamente había dispuesto
Branemark
y
que
durante
los
primeros
años
se
habían
considerado
infranqueables. Esto, sin embargo, no debe restar un ápice de trascendencia a su
aportación.
Así, comenzaron a aparecer diferentes artículos científicos en los que los
clínicos fueron introduciendo novedades fundamentales, en principio sin respaldo
de evidencia científica, pero mediante las que conseguían tasas de éxito similares
o mayores a las obtenidas en los casos que seguían el protocolo sueco.
Todo esto fue ocurriendo en nuestras consultas de un modo relativamente
rápido; y así, en un principio, durante la década de los 80 del pasado siglo XX, los
clínicos estuvieron obsesionados con la técnica de colocación de los implantes,
siguiendo a rajatabla los preceptos de Branemark. Y aunque conocían los
resultados tan exitosos que se conseguían, no se fiaban. Recuerdo los primeros
implantes que pusimos en aquellos años; el día de la cirugía anulábamos la
consulta y citábamos tan sólo un par de pacientes en todo el día, lo que venía a
significar unas 4-5 horas por paciente aunque sólo fuéramos a colocar un
implante por caso. Todas las enfermeras debían estar presentes y concentradas
en la cirugía, a la que incluso asistían los delegados de la marca comercial que
suministraba los implantes, y algún que otro compañero dentista que quería ser
espectador excepcional de tamaño logro; ¡PONER UN IMPLANTE! Hoy en día la
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colocación de un implante normal en situaciones de buena disponibilidad ósea
podemos realizarla en 15 o 20 minutos, y con solo una enfermera.
Tras
colocarlos
debíamos
esperar
los
tiempos
por
entonces
recomendados… ¡6 meses!, durante los cuales rezábamos de manera fervorosa a
nuestra patrona, Santa Apolonia, para que el implante reposara tranquilo y
acabara integrándose al hueso. Pero paulatinamente, y a tenor de los resultados
tan positivos que se iban obteniendo, el clínico le fue perdiendo el miedo a la
integración del implante; aquello se unía siempre al hueso a poco que se hicieran
medianamente bien las cosas, por lo que estos tratamientos fueron haciéndose
rutinarios en nuestras consultas, y alternándose con otro tipos de técnicas
convencionales como empastes, endodoncias, etc…
Y llegaron los 90, y con ellos una nueva encrucijada; ¿Qué hacemos en
aquellos casos de poca o nula disponibilidad de hueso? Hasta entonces, se
descartaba la colocación de implantes cuando no existía hueso suficiente y se
recomendaba al paciente una prótesis convencional. Sin embargo los estudios de
Dhalin, entre otros autores, permitieron establecer el concepto de Regeneración
Ósea Guiada (ROG), con el que siguiendo un riguroso protocolo podíamos ser
capaces de crear hueso donde no lo había. Efectivamente, mediante injertos de
hueso -del propio paciente, de procedencia animal o sintético-, y una técnica
meticulosa, era factible regenerar hueso, consiguiendo así aumentar el volumen
óseo y permitiendo de este modo implantar en lugares donde antes era
absolutamente imposible. Esta técnica era muy dependiente de la pericia del
cirujano y requería una curva de aprendizaje importante, pero, gracias a ella, el
insalvable obstáculo de qué hacer “cuando no hay hueso suficiente” comenzaba a
despejarse finalmente y se abrían nuevas perspectivas clínicas, hasta entonces
impensables. Debo resaltar en este campo el excelente estudio llevado a cabo por
los Profesores Dña. Mercedes Salido y D. José Vilches, Ilustrísimos Académicos
de esta Corporación, en el que trabajaron sobre una membrana reabsorbible de
ácido poliláctico-co-glicólico, de las utilizadas en técnicas de regeneración ósea,
dotándolas
de
actividad
osteoconductiva
para
estimular
la
respuesta
osteoblástica. Para ello, depositaron sobre la membrana una fina capa de 15 nm
de sílice (SiO2), estudiando in vitro el comportamiento de los osteoblastos frente a
ella. Pudieron comprobar por espectrospopia de infrarojos que se producían
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cambios morfológicos y en la adhesión focal de los osteoblastos, lo que significa
un aumento de la bioactividad de la membrana.
Hoy en día estos procedimientos son usados en nuestras consultas de
manera totalmente rutinaria y con altísimas tasas de éxito.
En los años 90 surgió igualmente la necesidad imperiosa de reducir los
tiempos de espera desde que colocábamos el implante hasta que podíamos
tomar medida y colocar los dientes. Los protocolos de Branemark obligaban a
dejar “dormir” el implante desde su colocación un mínimo de 6 meses en el
maxilar superior y de 4 en mandíbula. Posteriormente había que realizar una
segunda cirugía para descubrir los implantes y en tercer lugar la toma de medidas
para fabricar la prótesis. La solución llegó de la mano de las investigaciones sobre
tratamiento de la superficie de los implantes a la que haremos referencia un poco
más adelante. Hoy en día los tiempos se han acortado y con las modernas
superficies podemos cargar a las 4 o 6 semanas, amén de los casos
denominados de carga inmediata, en los que con un protocolo riguroso y
estandarizado, se colocan dientes provisionales el mismo día de la colocación del
implante.
Un factor que preocupaba enormemente era evaluar el concepto de
ESTABILIDAD PRIMARIA, es decir, cómo medir si cuando se colocaba el
implante, éste quedaba estable, bien encajado de manera física al hueso.
Sabíamos que si era estable, la integración se produciría sin problemas; pero si
no lo estaba y permitía movilidad, no se formaría hueso sino tejido conectivo
alrededor, con lo que acabaría perdiéndose. Los estudios de Meredith
concluyeron con la aparición del sistema Análisis de la Frecuencia de
Resonancia; mediante un dispositivo denominado Osstell® se mandaba al
implante una onda electromagnética que intentaba movilizarlo, valorando su
estabilidad; el propio dispositivo medía la resistencia del implante a moverse y
arrojaba un valor entre 1 y 100, el llamado cociente de estabilidad del implante
(Valor ISQ). Tuvimos la enorme suerte de participar en los distintos estudios
clínicos y de laboratorio sobre modelo animal que encabezó el Profesor Mariano
Herrero Climent dentro de las actividades investigadoras de la Universidad
Complutense y de la Facultad de Odontología de Sevilla, valorando esta técnica
en diversas situaciones clínicas, y midiendo su eficacia así como distintos
15
aspectos del funcionamiento del aparato de medida. Algunos de estos trabajos ya
han visto la luz y otros se encuentran ahora mismo en fase de publicación.
Y parecía imposible, pero el siglo XXI acabó por llegar, y con él, una
obsesión típica de este tiempo; la ALTA DEMANDA ESTÉTICA. Resulta curioso
que lo que hasta hacía muy poco era un auténtico reto clínico -la osteointegración,
la regeneración del hueso y la correcta colocación del implante-, hoy en día, dado
su elevado éxito clínico, es considerado por parte de los pacientes como algo ya
conseguido de antemano, como si no costara esfuerzo y conocimiento.
Minimizando y asumiendo lo anterior, el ser humano centra hoy en día sus
exigencias en unos altos niveles de estética para sus nuevos dientes. Con un
problema: en la estética final de un diente sobre implante intervienen un sinfín de
factores relacionados con la correcta ubicación tridimensional del mismo, con la
cantidad de hueso previo existente, el estado previo de los tejidos blandos y el
minucioso manejo de los mismos. Es tan importante la estética del diente (estética
blanca) como la estética de los tejidos que lo rodean (estética rosa), y en el
resultado final, la situación previa del paciente y los condicionantes biológicos son
fundamentales y no siempre ayudan, por lo que en muchas ocasiones, el
conseguir un resultado totalmente estético no
depende exclusivamente del
clínico.
En este sentido, el desarrollo de la PERIODONCIA o parte de la
Odontología que se ocupa de los tejidos blandos, ha permitido conseguir metas
estéticas inimaginables hace apenas unos años, mediante las técnicas de
regeneración tisular guiada y los injertos de encía o de tejido conectivo, lo que se
conoce con el nombre de CIRUGÍA PLÁSTICA PERIODONTAL. Estos injertos de
encía son hoy práctica común en nuestras consultas y ayudan a mejorar la
estética y la función a largo plazo de nuestros tratamientos.
Nuestro viaje va arribando a su destino que no es sino el futuro inmediato
de esta disciplina, para lo que es fundamental nuestra siguiente parada,
16
LA
COLABORACIÓN
INDUSTRIA-UNIVERSIDAD-CLÍNICA
EN
EL
AVANCE DE LA IMPLANTOLOGÍA
Una vez puesta en marcha la implantología como ciencia y estandarizada
su práctica clínica, la industria implantológica comenzó un proceso vertiginoso de
investigación, convirtiéndola en la disciplina que más ha avanzado en los últimos
años y sobre la que mayores recursos económicos se han invertido dentro de la
Odontología.
Tal y como dijera Ramón y Cajal, “todas las ciencias ganan si se prestan
mutuo apoyo”. Y así, la implantología ha supuesto un claro ejemplo del concepto
de aplicabilidad clínica en el que numerosas ciencias afines como la física, la
ingeniería, la mecánica, la biología, la informática, la química, etc… han aunado
sus esfuerzos de investigación, desarrollo e innovación tratando de resolver
problemas prácticos, en este caso de mejorar la integración del implante al hueso
y de fabricar prótesis más eficaces, funcionales y estéticas. Y en todos estos
avances, la colaboración entre la Universidad y la Industria ha resultado crucial.
Uno de los puntos que rápidamente captaron la atención de los científicos
fue el concepto de RUGOSIDAD DE LA SUPERFICIE DEL IMPLANTE.
Efectivamente, los primeros implantes eran de superficie lisa, de titanio
maquinado. Muy pronto los ingenieros nos recordaron que la unión de un material
a otro, sean cuales fueran éstos, aumentaba si las superficies a unir eran rugosas.
Siguiendo este concepto, rápidamente comenzaron las investigaciones
para hacer más rugosa la superficie del titanio para conseguir una mejor unión al
hueso. Distintas técnicas se ensayaron con tal fin, siendo la más eficaz el
granallado o chorreado de partículas abrasivas proyectadas sobre la superficie del
implante. Pero se descubrió que no todas las partículas servían de igual forma,
siendo la alúmina la que producía el tipo de rugosidad preferida por los
osteoblastos (células formadoras de hueso), consiguiendo así una mayor
proliferación y diferenciación de éstos, y por lo tanto una mayor unión del hueso al
implante. Igualmente en este campo destaca el trabajo llevado a cabo por los
citados Profesores Dña. Mercedes Salido y D. José Vilches, en el que estudian la
organización citoesquelética de osteoblastos cultivados sobre una superficie de
implante rugosa en comparación con una lisa; sus resultados apoyan la
17
importancia de determinadas rugosidades en la adhesión celular, favoreciendo un
mejor anclaje y maduración. Los osteoblastos serían sensibles a señales a nivel
nanométrico favoreciendo la producción de filopodios que aumentarían la
adhesión, requisito necesario para el éxito de la osteointegración.
Estas superficies rugosas, con diferentes modificaciones, han sido
utilizadas durante muchos años con grandes tasas de éxito, y aún hoy siguen
siendo las más usadas.
Los estudios continúan y desde hace unos años existen nuevas líneas de
investigación para mejorar las características de la superficie de los implantes de
manera que permitan asumir los nuevos retos de la implantología. De esta
manera surgieron las denominadas SUPERFICIES BIOACTIVAS que son
aquéllas que, además de presentar distintos grados de rugosidad, presentan
unas moléculas que favorecerían una formación ósea acelerada según distintos
mecanismos de acción.
Pues bien, en el desarrollo de una de estas superficies bioactivas hemos
tenido la inmensa fortuna de participar como parte de nuestra actividad
investigadora en la Facultad de Odontología de Sevilla, en estudios llevados a
cabo dentro de un convenio de colaboración con la empresa Klockner y la
Universidad Politécnica de Cataluña, pionera en investigación de biomateriales y
con numerosas patentes que se utilizan actualmente en la implantología. En
estos estudios hemos colaborado evaluando y testando una nueva superficie
bioactiva (ContacTi®) que saldrá al mercado en breve.
Básicamente, la idea consistía en conseguir que sobre la superficie rugosa
del implante se pudiera formar rápidamente una capa de hidroxiapatita, es decir
del mismo material del que está formado el hueso, justo después de ser
insertado en el mismo. Para ello, el Profesor Javier Gil Mur de la Universidad
Politécnica de Cataluña y su equipo, diseñaron una metodología consistente en
tratar termoquímicamente la superficie del implante –ataque con base fuerte y
formación de titanatos con cargas negativas, que permitirían con cationes calcio
y aniones fosfatos, formar una capa de hidroxiapatita que se densifica con las
altas temperaturas-. Se consigue así un implante bioactivo cuya capa de
18
hidroxiapatita interactúa con el hueso del paciente que la reconoce
inmediatamente, uniéndose a él mucho más rápidamente y mejor.
Nuestro trabajo consistió en participar en los ensayos clínicos sobre
modelo animal en cerdos llevados a cabo en el Servicio Centralizado de
Animales de Experimentación, de la Universidad de Córdoba. En ellos se
comparó y testó esta nueva superficie con varias de las ya existentes en el
mercado. Tras colocar los implantes en el maxilar de los cerdos, se sacrificaron
los animales para valorar el comportamiento de cada superficie en el hueso,
estudiando
la
unión
hueso-implante
mediante
estudios
histológicos
e
histomorfométricos. Enorme fue nuestra sorpresa cuando, al analizar los
resultados, comprobamos que esta nueva superficie conseguía crear hueso
directamente sobre el implante ¡a las 2 semanas de haber sido colocado en el
maxilar!, lo que significaba que se aceleraba enormemente el proceso de
osteointegración del implante, abriendo nuevas puertas a la aplicación clínica de
estos resultados.
EL FUTURO, PASADO MAÑANA
Numerosas líneas de investigación se encuentran ahora mismo abiertas y
permiten soñar despiertos con lo que presagiamos que se avecina. Los estudios
sobre factores de crecimiento, proteínas morfogenéticas, plasma rico en
plaquetas, nuevos materiales cerámicos, etc… han conseguido poner a nuestra
disposición modernos y esperanzadores materiales que comienzan a ser
utilizados por los clínicos con grandes resultados, y cuyo uso se extenderá en
años venideros.
Unos de estos avances que verán la luz en ese futuro inmediato, lo
constituye el concepto de BIOFUNCIONALIZACIÓN, que consiste en anclar en
la superficie del implante determinadas moléculas orgánicas para que ejerzan
una acción determinada; estas moléculas son secciones peptídicas que permiten
obtener funciones diferentes como por ejemplo una mayor osteointegración,
actividad antimicrobiana, antiinflamatoria, anticancerígena, formadora de tejidos
blandos, etc… Es decir, que podremos “personalizar el implante” anclando en su
superficie el péptido con la función que queramos para un paciente concreto.
19
En la Universidad Politécnica de Cataluña, el equipo del Profesor Gil ha
empezado a trabajar in vitro con estos proyectos utilizando péptidos RGD para
facilitar la osteointegración. Igualmente se estudian péptidos que inhiben
determinadas acciones como el que los fibroblastos migren hacia el implante
dental o que presentan actividad bactericida mediante partículas de plata. En
breve, en colaboración con la empresa Klockner y la Facultad de Odontología de
Sevilla comenzaremos los estudios in vivo sobre modelo animal para valorar la
eficacia de estas moléculas.
Otras investigaciones prometedoras vienen de la mano de los estudios de
ingeniería celular y medicina regenerativa, concretamente los realizados
mediante células madre para tratar de reparar y regenerar tejidos dentales y
periodontales. En este campo destacan los trabajos del Profesor Paul Sharpe y
su equipo, quienes confirman que a medio plazo se podrá generar un diente a
partir de células madre del propio individuo, para posteriormente ser trasplantada
por un cirujano en la boca del paciente; estaríamos ante un “implante celular”
que se cultivaría en laboratorios especializados. Se abren pues caminos para la
Odontología inimaginables hasta hace muy poco, ante los que estaremos
absolutamente expectantes y con los ojos bien abiertos.
Decía Herman Hesse que “nuestros saberes, por mucho que se
multipliquen no acaban en un punto final, sino en un signo de interrogación. Un
plus de saber significa un plus de preguntas, y cada una de éstas suscita a su vez
nuevos interrogantes”. Y les aseguro que esa es la sensación que tenemos cada
vez que damos un pequeño pasito adelante al hacernos conscientes de cuánto
más hay aún por descubrir. En esto ha consistido este brevísimo viaje por la
historia de la implantología, en hacer aflorar pequeños descubrimientos que
generaban interrogantes que facilitaban nuevos hallazgos, y así sucesivamente.
Gracias pues a todos y cada uno de los que hicieron su pequeña aportación,
desde los tiempos prehistóricos hasta nuestros días, para satisfacer la necesidad
humana de reponer sus piezas dentales ausentes.
Y antes de concluir, quería compartir con ustedes una reflexión; decía
recientemente nuestro flamante Premio Cervantes de literatura, Juan Goytisolo,
que “hay que volver a Cervantes y asumir la locura de su personaje, Don Quijote,
como una forma superior de cordura”
20
Y seguiré su consejo; soy Cirujano bucal e implantólogo y nada me
satisface más en mi vida profesional que una cirugía de implantes. Bien lo sabe
Dios. Ahora bien; el brusco irrumpir de la moderna implantología hace unos 40
años supuso un cambio radical tanto en los profesionales y en los tratamientos
que veníamos realizando hasta la fecha, como en los pacientes, que por fin
podían arrumbar sus incómodos aparatos removibles y optar por soluciones fijas
semejantes a los dientes naturales, mucho más funcionales, cómodas y
predecibles. Los implantes nos habían cautivado a todos y llegaban para
quedarse.
Pero pronto comenzó la asfixiante presión competitiva de las casas
comerciales por introducir sus productos, y el afán mercantilista de algunos
profesionales, muy especialmente de las franquicias en manos de empresarios
ajenos al sector en vez de dentistas, para los que la rentabilidad era lo único
importante. Todo esto se aderezó con agresivas campañas de publicidad
destinadas a incitar el consumo y que calaron en profesionales y pacientes. El
implante era un fin en sí mismo.
Pero reflexionando en voz alta, con el corazón en la mano, creemos
sinceramente que la Medicina ni es ni debe ser eso. Nuestros maestros nos
inculcaron el buscar siempre y únicamente el beneficio del enfermo, y mientras no
se demuestre lo contrario, y en esto la evidencia científica les aseguro que nos da
la razón, el diente propio es lo mejor que podemos tener en la boca; si se
conserva sano, mejor, y si no, trataremos por todos los medios de solucionar
cualquier patología que pueda presentar para que siga siendo útil a su portador.
La capacidad funcional de un diente siempre será superior a cualquier otro artificio
con el que podamos intentar suplirlo, eso sin contar las complicaciones inherentes
a cualquier tratamiento que se practique en el ser humano, y los implantes no
están exentos de ellas.
Por todo ello, como Médico y Cirujano creemos que nuestra primera
obligación debe ser siempre el alentar y ayudar a nuestros pacientes a mantener
una adecuada salud bucodental, conservando su dentición el mayor número de
años posible. Y si en algún momento, a pesar de todo fracasara un diente, allí
estaremos para reponerlo con un implante o lo que fuere preciso.
21
Así lo aprendimos y así lo transmitimos a nuestros alumnos. Y en esto
creemos que consiste la cordura, esa cordura que asistía al loco más maravilloso
de la literatura universal, cuando le dijo a su fiel escudero” que sepas Sancho, que
en más has de estimar un diente que un diamante.”
Muchas gracias a todos.
He dicho.
22
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