Las estrellas que brillan hasta abajo

1
2
3
4
el sueño de la aldea
Amor a la poesía*
H ugo G ola
Quien tiene que agradecer soy yo. En
primer lugar, porque se ha juntado un
grupo de gente que tiene a la poesía
como objetivo, como acompañante de
su vida cotidiana. Eso se ha ido for­
mando a lo largo del tiempo. Hemos
trabajado durante muchos años: en la
Universidad Iberoamericana, en la Uni­
versidad de Puebla y, en los últimos años,
de manera independiente de cualquier
institución. Sin embargo hemos per­
sistido en trazar una línea, desde los
primeros trabajos publicados en Pue­
bla hasta los últimos, y todo lo demás
que hicimos por nuestra cuenta… Se
ha ido creando un público, se ha ido
estableciendo de una manera natu­
ral una correspondencia, una fluidez,
entre la gente que esperaba cosas y
nosotros que estábamos empeñados
en dárselas. Ese diálogo ha creado un
grupo pequeño, un grupo –digamos– de
amantes de la poesía que para noso­
tros es muy importante. Cuando lle­
*
El 4 de febrero del 2011, en el restaurante
Cabiria, se presentó Retomas, libro de poemas
editado por Aldvs. Allí, con estas palabras, el
poeta se despidió de México. La transcripción
es de Luis Verdejo. El título es de la Redac­
ción.
ø hugo
gola
gamos, las revistas que tomaban en
cuenta la poesía lo hacían muy margi­
nalmente. Incluso si uno observa las
revistas, advierte que para la poesía
quedaban espacios muy marginales,
como apretados, sin la posibilidad de
abrirse, de entregarse, de dar todo, sino
lo contrario, como pidiendo perdón,
como pidiendo permiso para estar en
una revista, siendo que la poesía es
el centro de toda creación literaria.
La diferencia entre prosa y poesía no
tiene mucha importancia aquí. Lo que
importa es cómo se recibe ese trabajo,
cómo se elabora eso que se recibe. Y, por
suerte, hemos tenido una correspon­
dencia bastante notable con cierto pú­
blico pequeño pero, al mismo tiempo,
fiel, que seguía los pasos de nuestros
trabajos a lo largo de veinte años. Em­
pezamos con las primeras revistas en
Puebla en el año ochenta aproximada­
mente, es decir, que han pasado más
de treinta años. Y en esos treinta años
hemos hecho lo que pudimos hacer, con
las dificultades que implica dedicar­
se a la poesía, porque si uno se dedica
a la prosa tiene posibilidades distin­
tas. Es decir, hay revistas, hay libros;
pero la poesía es mal mirada, la poe­
sía no despierta el mismo interés que
la prosa. Una novela uno la puede leer
viajando en ómnibus; un poema de­
manda concentración, aislamiento,
5
demanda una entrega. Y en este tiem­
po es difícil eso. La gente está muy
ocupada en cosas que pareciera que
son importantes, pero no lo son tanto.
Nosotros hemos gastado nuestro tiem­
po de una manera que hoy estamos
agradecidos de haberlo gastado así.
No hicimos un negocio, no buscamos
un beneficio personal. No nos interesó
entrar, rápidamente, a la palestra de
la literatura local. Nos interesó más
ser fieles a la poesía, ser conscientes
de que el trabajo con la poesía era un
trabajo necesario, que había que ha­
cer, y que si alguna vez se hizo acá, se
hizo muy interrumpidamente, se hizo
de una manera un poco accidental. Y
nosotros queríamos poner a la poesía
en el centro, queríamos que se respe­
tara el trabajo de los poetas. Por eso
hicimos un diagrama, un diseño de las
colecciones, hasta –digamos– una fra­
ternidad con la gente que nos escribía
y que sentía el alimento de la poesía
regularmente y nos agradecía eso. Yo
creo que no hay que agradecer. En
primer lugar, porque uno no se dedica a
difundir la poesía para obtener algún
beneficio. Uno hace eso porque tiene
un gran amor a la poesía. Lo hicimos
durante muchos años y ese trabajo nos
ha redituado. Todo este público [se­
ñalando a las personas en la presen­
tación] es un público fervoroso, que
6
siente que la poesía es algo importan­
te. Algo a lo que hay que dedicar tiem­
po, energía. Esta elección la mantuvi­
mos durante mucho tiempo. Yo digo
siempre que el único mérito de Poesía
y Poética y de El Poeta y su Trabajo
fue la continuidad. No tanto la calidad
de los materiales, que seguramente al­
gunos la tienen, sino el haberlo hecho
durante veinte años, treinta años. De
Poesía y Poética se editaron treinta y
seis números, del El Poeta y su Tra­
bajo se editaron treinta y cinco –con
dificultades, tuvimos muchas dificul­
tades–. Tuvimos también apoyos im­
portantes. Se nos dieron becas, se nos
dieron apoyos económicos sin los cuales
no habríamos podido hacer las revis­
tas. Uno de los conflictos fundamen­
tales está dado por la falta de apoyo
oficial. Se terminaron los apoyos, ya
no los hay. Entonces nos resulta difícil
continuar nuestro trabajo. Ha habido
muchas iniciativas destinadas a conti­
nuarlo. Por ejemplo, sacar la revista por
internet o distribuirla gratuitamente
entre la gente que tuviera interés en
la revista. Y bueno, ahora estamos al
final de una etapa, estamos cerrando
veinte años de dedicación ininterrum­
pida. Y además, en la Universidad Ibe­
roamericana publicamos veinte tomos
con libros que tratan distintos proble­
mas relacionados con la poesía, vin­
el sueño de la aldea
culados con la obra de poetas, difun­
diendo a autores con un criterio, con
una orientación. Queríamos entregar a
la ciudad algo que tuviera un valor per­
manente, que pudiera ser leído diez años
después. Uno toma ahora textos de El
poeta y su trabajo (de la Universidad
de Puebla) y encuentra textos de gran
interés. Y esto para nosotros es fun­
damental. Es decir, que sirva no como
un alimento precario y provisorio, sino
como una sustancia esencial que nos
pueda acompañar a lo largo de toda
la vida. Los libros que publicamos en la
colección de Poesía y Poética tienen
por objeto profundizar cuestiones que
la revista no podía tratar sino somera­
mente. Esos trabajos se difundieron, se
conocen, son usados en universidades
distintas del país y del extranjero. Enton­
ces, somos nosotros quienes tenemos
que agradecer a ustedes, no ustedes a
nosotros. Hicimos lo que, entendimos,
correspondía. Creamos una disciplina
para poder tener una continuidad. De
Poesía y Poética, gracias a la colabo­
ración de nuestro editor, Gerardo [Me­
néndez], hicimos un trabajo de disciplina,
de diálogo sin conflictos. No hubo con­
flictos entre nosotros. Y aprovechamos
todo lo que nos pudo dar nuestra rela­
ción con la universidad. La Universidad
Iberoamericana permitió que sacára­
mos la revista durante diez años. Y fi­
nanció, junto con alguna institución
privada, veinte tomos que se fueron
publicando a lo largo de los años. Di­
gamos que, lo que quisimos hacer, en
alguna medida lo hicimos. Quisimos
proponer un trabajo serio, continua­
do, sin sectarismos, sin dogmatismos,
tan frecuentes cuando se trata de la
difusión de la poesía. Nosotros nun­
ca rechazamos ningún trabajo porque
discrepáramos con la línea sostenida
7
por el autor. Fuimos lo más amplios po­
sible; publicamos trabajos de lo más di­
verso y nunca hubo conflictos por eso
en la dirección de la revista. Eso que se
hizo demuestra que es posible hacerlo;
demuestra que ahora que algunos nos
vamos puede haber una continuidad.
Ahí sigue estando Gerardo con muy
buena disposición para hacer nuevas
revistas. No la dejen caer. Hagan lo
que tengan que hacer para que haya
una continuidad en eso. Esa continui­
dad beneficia a la comunidad, beneficia
a los jóvenes, beneficia a los poetas, y
ésa realmente es una labor importante
a la que no hay que renunciar. Bueno,
les agradezco a ustedes…
Decía José Luis Bobadilla [en su in­
tervención] que la tarea de difusión im­
pidió o dificultó el conocimiento que
podían tener los jóvenes interesados
en la poesía, en lo que yo escribía. Y yo
digo que no, porque al lado de todas
esas publicaciones publiqué varios li­
bros. Publiqué un libro que se llama
Jugar con fuego, que reúne varios años
de la poesía que había publicado en
Argentina; publiqué Filtraciones (Poe­
mas reunidos), editado por el Fondo de
Cultura Económica, publiqué Filtra­
ciones en la Universidad Iberoameri­
cana. Vale decir que se fue haciendo,
al lado de la tarea de difusión, un tra­
bajo personal. Yo publiqué más libros
8
acá que en Argentina. Cuando yo vine
a México tenía 50 años; ahora tengo
150 [risas en el público]. Y eso no es
obstáculo para que uno pueda seguir
trabajando. Un poema se hace con
unas palabritas sueltas que llegan, de
pronto se instalan, ocupan un espacio
y uno siente una satisfacción por esas
palabras que no van dirigidas a nadie,
que no tienen un propósito fuera de
la poesía misma. Mucha gente escribe
poemas para apresurar la revolución;
otros para difundir creencias religio­
sas. Nosotros hemos apostado siempre
a la poesía por la poesía misma, de
manera tal que el que leyera un poe­
ma tuviera el beneficio de no buscar
nada y recibirlo todo. Así nos propu­
simos hacerlo, y así lo hicimos.
El “canon” y la invisibilidad
del editor
F abio V élez
Tenemos un canon porque
somos mortales.
H. Bloom
El propósito es claro y distinto: presen­
tar, introducir, acercar… el concepto
el sueño de la aldea
de “canon” literario al lector y, desde
él, medir y pesar con justeza el siempre
olvidado oficio del editor. Dicha tarea
podría presumirse, al menos prima fa­
cie, relativamente sencilla. Un breve
recorrido por algunos de los estudios
clásicos bastaría para esbozar una pa­
norámica sucinta sobre el tópico. Es
más, la mera curiosidad del diletante re­
sultaría suficiente para obtener una idea
general. Así, la consulta de las voces
“canon” y “literatura” coadyuvaría a
conformar una imagen nada precaria.
Hagamos la prueba (rae mediante): ca­
non: 1. Regla o precepto, 2. Catálogo o
lista, 3. Regla de las proporciones de la
figura humana, conforme al tipo ideal
aceptado por los escultores egipcios y
griegos, 4. Modelo de características
perfectas…; literatura: 1. Arte que em­
plea como medio de expresión la palabra,
2. Conjunto de producciones literarias
de una nación, de una época o de un
género… Pues bien, si aunamos sendos
vocablos quedaría algo parecido a esto:
el canon literario constituye una suerte
de Index librorum en donde una pléto­
ra de autores y obras, en virtud de su
excelencia estética, gozarían de una
merecida primacía y relevancia sobre
el resto. Ahora bien, ¿qué beneficios
comportaría pertenecer a la élite de los
elegidos? En breve: escapar al justo
destilado del tiempo, al despiadado
olvido y, merced a lo anterior, conquis­
tar el derecho a la supervivencia, la
galvanización de lo clásico.
Si el lector todavía interesado, con
deseo de profundizar en la materia, se
volviese sobre la obra de profesiona­
les (teóricos de la literatura) en busca
de una ulterior concreción, podría fá­
cilmente advertir que toda la polémica,
tanto de detractores como de apologetas,
tropieza siempre en el mismo escollo:
la auctoritas. Es decir, ¿quién deci­
de –y por qué él y no otro– qué debe
entrar y qué debe quedar fuera del
canon? La pregunta, en contra de lo
que pudiera presumirse, es todo me­
nos caprichosa o gratuita. Un vistazo
al canon permitiría hacer la siguiente
inferencia natural: el canon es, gros­
so modo, el canon occidental. Tan es
así que es más que comprensible la
renuencia desatada a este respecto por
corrientes tan dispares como la marxis­
ta, la poscolonial, la feminista, etc. En
cualquier caso, según ellos, una vez
más: el canon habría dejado fuera, manu
militari, una parte importante de la li­
teratura mundial y, en consecuencia,
sería menester improrrogable resituar
la auctoritas para modificar los crite­
rios que habrían regido y configurado
el actual modelo canónico.1
1
Consúltese, por ejemplo, para obtener
9
Con todo, creo que sería plausible
abordar el problema desde otro ángulo.
Un enfoque, si no ando errado, mode­
radamente original; se trataría de des­
pejar una perspectiva novedosa en lo
que a la mentada polémica se refiere.
Vamos allá. Un preliminar, no obstante,
se tornará forzoso. La auctoritas antes
mencionada, una vez examinada de cer­
ca, corresponde y se identifica a la pos­
tre con la acción conjunta y exitosa
de dos instancias: una Academia que
“propone” y un Público que “dispo­
ne”. Según esto, el estatuto de clásico
y la inclusión en el canon se harían
depender indefectiblemente de esta
coalición. Este coincidente equilibro
entre criterios aristocráticos y democrá­
ticos es lo que garantizaría, a su vez, la
profilaxis frente a posibles engaños y pre­
cipitados juicios derivados de modas
pasajeras. Por eso –he aquí una de las
posibles definiciones– un clásico nunca
termina de decir lo que tiene que de­
cir, por eso también nos condena fatal­
mente a la relectura.2 Pues bien, desde
mi punto de vista, defensores y críticos
una panorámica diversa: Edward Said, Cultura
e imperialismo, Anagrama, Barcelona, 1996;
G. Spivak, Outside in the teaching machine,
Routledge, N. York, 1993; Harold Bloom, El
canon occidental, Anagrama, Barcelona, 2005.
2
Italo Calvino, Por qué leer los clásicos,
Siruela, Madrid, 2009.
10
del canon habrían olvidado un detalle
nada menor en su argumentación: una
suerte de auctoritas previa, invisible y
silenciosa, pero trascendental en sus
actos y efectos: el editor. Así, resulta
a todas luces incuestionable –es indi­
ferente ser apocalíptico o integrado–
aceptar que las condiciones de posi­
bilidad de lo legible penden en última
instancia de las decisiones y los crite­
rios (hasta cierto punto personales) del
editor. Si tomamos este punto en serio, e
intentamos columbrar su alcance, nos
veremos obligados a reconocer que esta
primera criba, filtrado, colado o como
lo quieran llamar es independiente de
lo que hasta entonces creíamos; y lo
que creíamos, repetimos, que era obra
exclusiva de la Academia. Mas no es
el caso. Lo que llega a la Academia y
al Público es, antes bien, una parte
del todo, algo ya acreditado: el libro.
La crucial y determinante labor dis­
criminadora del editor se concentraría
en la imperiosa labor, nada menor, de
discernir no ya cuáles de los libros se­
rían susceptibles de formar parte del
canon, sino cuáles de los manuscritos
llegarían a ser libros y, en definitiva
–nótese la relevancia del pase–, cuá­
les llegarían a ser. Podemos concluir,
por tanto, acaso hiperbólicamente, que
la teoría sobre el canon reposaría so­
bre la acrítica discrecionalidad de lo
el sueño de la aldea
libresco. O dicho de otro modo: si se
le objeta al canon el no haber incluido
ciertos libros –las ausencias imperdo­
nables– en función de criterios injus­
tamente infravalorados o desaten­didos
(en suma: sus límites), ¿por qué no pro­
seguir con las posibles reclamaciones
y recriminarle igualmente la no inclu­
sión de ciertos manuscritos?
Muchos han identificado en Internet
la plataforma perfecta para un ahonda­
miento en la cabal y plena democrati­
zación de la criba. Internet, al eludir la
intermediación del editor, sentaría las
bases para la creación de la primera
editorial en la historia de los manus­
critos. Cualquiera, en su sano juicio o
no, podría “subir” (i. e., publicar vir­
tualmente) todo texto que ostentase,
ahora sí según su criterio, el mérito
oportuno. Es importante subrayar que
esta inaudita posibilidad brindada por
Internet nada tiene que ver, aunque
pueda confusamente parecerlo, con el
hercúleo proyecto de Google de crear
una Biblioteca digital. El archivo de
todo el saber humano, emulando una
Alejandría contemporánea, como el lec­
tor puede fácilmente prefigurar, no hace
sino retomar (escaneando) el tesoro de
otras bibliotecas precedentes (físicas,
de papel, etc.) y, en consecuencia, ni
pretende ni anhela el sustraerse a la
impronta editorial. Nos interesa, em­
pero, el otro potencial que Internet en­
traña.
A tenor de lo anterior, quizá resulte
pertinente para la causa presentar cier­
tos datos por lo general desconocidos.
Se estima –seremos sintéticos– que los
autores del canon no rebasan en modo
alguno los centenares; se calcula, igual­
mente, que desde las tablas sumerias
a la actualidad se habría publicado la
cifra aproximada de unos treinta y dos
millones de libros; y, en este momen­
to, porque el crecimiento es exponen­
cial, se puede ya comprobar que las
páginas web se cuentan en cientos de
millones.3 El dilema que estos núme­
ros descubre se cierne sobre nosotros
diseminando una perturbadora angus­
tia: ¿cómo elegir lo que leer, y elegir
bien, si no hay tiempo para leerlo to­
do? O en otras palabras: si en puridad
ni una vida (pongamos los sesenta años
bíblicos) alcanzaría para leer el canon,
no digamos ya dominarlo, ¿có­mo sortear
la previsible pérdida de tiempo, recha­
zando manuscritos, si no hay modo
humano de elaborar un canon propio?
Imagínense incluso esta terrible hipó­
tesis: ¡muchos lectores podrían morir
sin haber hallado siquiera un manus­
crito digno de entrar al Olimpo de sus
Datos extraídos del interesante libro de
Roberto Calasso, La marca del editor, Ana­
grama, Barcelona, 2014.
3
11
elegidos! La disyuntiva es, francamen­
te, de difícil sublimación. Y ante se­
mejante encrucijada sólo caben dos
posturas: una, que cabría calificar de
conservadora, que consistiría en entre­
garse con fe al juicio de otros (aunque
especialistas) a sabiendas de su par­
vedad y, por tanto, asumiendo la pér­
dida de partida; y otra, que podríamos
tildar de escultista, y en la que la con­
figuración del canon recaería sobre
nuestras espaldas, pero en la que el
elemento temporal supondría un fra­
caso anunciado de la empresa. ¿Qué
actitud tomar?
12
Pero antes: ¿son las cosas tal y como
las hemos descrito? Es decir, ¿es la di­
cotomía tan radical? Sin querer omitir
la dificultad que implica la tarea de ir en­
contrando alfileres en un pajar, es hora
de cuestionarse y, llegado el caso, po­
ner de manifiesto la ordenación que ese
mismo pajar –Internet– entraña. Por
decirlo de otro modo, el problema no
sólo parte de la exigua paciencia que
nos caracteriza y, por ende, del escaso
tiempo que estamos dispuestos a con­
cederle a nuestras búsquedas (es har­
to sabido que no solemos pasar de la
segunda página en un buscador), sino
qué o quién decide esa ordenación de
entradas y páginas. Efectivamente, no
es complicado deducir, aceptando lo
anterior, que a efectos prácticos (rea­
les) lo que no aparece en los primeros
resultados tampoco es. Pues bien, el
responsable que suele andar detrás
de estas decisiones no es sino un ro­
bótico e impersonal algoritmo. Las ra­
zones que lo motiven (lo programen),
espurias o no, son aquí harina de otro
costal. Así y todo, aun si nos dejáse­
mos tentar por Google (adalid del al­
truismo y por ello poco sospechoso) y
su algoritmo –el célebre PageRank–,
advertiríamos un sesgo sólo aparente­
mente democrático: nos las habríamos
con un sistema estructurado y jerar­
quizado por el inocuo gesto del clic
el sueño de la aldea
(eso sí: adaptado a cada usuario por
medio de las cookies). Y precisamente
ahí reside su velada tiranía. Nos ha­
llaríamos en el espacio de la doxa y,
por ello, de la más palmaria idiotez (al­
guna vez escuché a Jeff Jarvis –gurú de
los media– hablar de un bubble efect).
En suma: de la información, no de la cul­
tura; de la cantidad antes que de la
calidad.4 De manera que, dada la or­
denación inherente a todo algoritmo,
¿no tendríamos que asumir una auc­
toritas previa en toda búsqueda, algún
tipo de “edición”?
Volvamos al punto antes abandona­
do: el de la actitud. Terminaré presen­
tando mi decisión. Y no porque crea que
sea la correcta o porque considere
que la contraria es ilegítima. No. Sim­
plemente intentaré justificarme. El argu­
mento al que yo me agarro para sustentar
mi actitud (¿para reprimir la pulsión
exploradora, ese bendito placer de los
hallazgos?) se erige precisamente des­
de la estrechez temporal: la finitud de
la vida. Es, para qué vamos a negarlo,
una posición conservadora –aunque,
¡ojo!, vitalista–. Hedonista incluso. Se
entenderá perfectamente aquello de
que porque la vida es corta debemos
aprovecharla al máximo. Y en este pun­
4
Para un desarrollo ulterior y pormenori­
zado, véase el interesante estudio de B. Cas­
sin, Googléame, fce, México, 2014.
to, era de esperar, el sabio refranero sale
al quite, consuela: “más vale lo malo
conocido que lo bueno por conocer”
(vía estoica), “if it ain’t broke, don’t
fix it” (vía pragmática), etc. Vayamos
directos al argumento, pues el espacio
apremia: aunque artificioso, discrecio­
nal, arbitrario, prescriptivo antes que
descriptivo, el canon (que no es nece­
sariamente acumulativo, que está abier­to
al porvenir y al acontecimiento) no es el
veredicto de un particular cualquiera,
sino una especie de juicio madurado
por la tradición. El canon sobrevive,
muta, evoluciona en la dialéctica ne­
gativa de conservadores y escultistas,
los primeros verificando y los segun­
dos falseando. Por eso cambia y per­
manece, como la vida misma.
Inti García Santamaría
o Las estrellas que brillan
hasta abajo
P ablo P iceno
a Alejandro Baca, agradecidos
Después de leer al menos un par de en­
trevistas hechas a Inti García Santama­
ría, resulta inevitable traer a la memoria
ese “potro enfermo”, aquella famosa
13
sentencia wittgensteineana que sostiene
que “de lo que no se puede hablar, me­
jor es callarse”, o, de otro modo, lo que
–acompañado de unas palmadas en la
espalda– quiso manifestarle el filósofo
vienés a su maestro, Bertrand Russell,
quien había escrito la primera intro­
ducción al Tractatus logico-philoso­
phicus: “No se preocupe, maestro. Sé
que nunca lo va a entender.” La acti­
tud de Inti no está emparentada con la
pedantería; más bien, entre la afición
por las máscaras en las lecturas pú­
blicas, su brevísima obra y sus lacóni­
cas respuestas (cuando las da por ser el
día de suerte del entrevistador), parece
ocultarse una veneración casi religiosa
por el mutismo, por el silencio ante la
palabra que colma el mundo y frente a
la cual tantas otras resultan un estor­
bo. Tras la publicación de Nunca cam­
bies: poemas, 2000-2010 (Aldvs, 2011),
García Santamaría, quien confiesa que
lleva un par de años sin escribir poesía,
se ha abocado a diversas empresas de
difusión cultural y no da señas de per­
der la sagrada paz por escribir libros
como paren los conejos.
No conozco a Inti en persona; sus poe­
mas, en cambio, comenzando por el cé­
lebre “Taller de encuadernación japo­
nesa”, aparecido en el número 154 de
Letras Libres (enero de 2011) –aban­
donado originalmente, vuelto a visitar
14
años después–, me produjeron siempre
la sensación de que hay estrellas que,
por muy guardaditas, de tanto brillar
quebrantan la ceguera y hacen del país
extranjero, en que mora la poesía, el
único país.
–El domingo 1 de mayo de 1983, El País
publicó un artículo sobre Armamentis­
mo y Paz, una serie de jornadas lle­
vadas a cabo en Madrid para hablar
sobre los movimientos pacifistas. El ar­
tículo se centraba en las declaraciones
del austriaco Iván Illich, quien apare­
cía como un “ridiculizador del desa­
rrollo” al solicitar que se evitara “la
pornografía del genocidio”, la banali­
zación del horror de las armas nuclea­
res. Ante el peligro de su emergencia,
sostenía Illich, habría que responder con
el silencio, con un silencio activo que
unificara amplios movimientos en pos
de la paz. Precisamente ese domingo
naciste tú. ¿Has oído hablar de Iván
Illich? ¿También te aterra la actual
“pornografía del genocidio”, probable­
mente más imperante hoy que en 1983?
–No conozco el pensamiento de Iván
Illich, pero la situación actual de Mé­
xico es muy delicada. Los mexicanos
nos hemos ido volviendo cada vez más
insensibles ante la violencia. Si hace
unos años sorprendía encontrar cinco
personas decapitadas, hoy sorprende
el sueño de la aldea
poco que se hallen 22 o 40 cuerpos con
el tiro de gracia. El país está lleno de
fosas con cadáveres sin identificar y ya
nadie se escandaliza. El ex presidente
Felipe Calderón y el presidente Enri­
que Peña Nieto, al igual que algunos
mandos militares y policiacos, y los
jefes de los cárteles, tendrían que ser
juzgados algún día por estos crímenes.
No creo que eso se logre a través del
silencio ni sobrevalorando la paz.
–Así como Tedi López Mills habla de
su nombre en el primer ensayo de su
Libro de las explicaciones, el tuyo es un
nombre extraño, poco común. Yo viví dos
años en Perú y nunca escuché que na­
die se llamara Inti –más que el equipo
de Ayacucho, Inti Gas, y la moneda
introducida por Fujimori, ambos ex­
tintos hoy en día–. ¿Soñaste con algún
otro nombre de niño?
–Cuando estuve en Perú en 2005 y
compraba boletos de autobús siempre
me preguntaban de dónde era y me decían
que en ese país nadie tenía ese nom­
bre. Creo que sólo se llaman así algu­
nos negocios turísticos. A mí siempre
me gustó llamarme Inti, aunque tenga
que repetirlo varias veces a algunas
personas antes de que lo entiendan, o
aunque de niño me dijeran E.T. A mí
no me gusta guardar cosas, pero con­
servo un billete de diez mil intis, con
la imagen de César Vallejo.
–Después de que esa chica, a la que
escribiste cartas durante un año –de
la que has hablado––, desapareciera,
¿empezaste a leer poesía? ¿Recuerdas
alguna lectura que te haya significado
algo en aquel entonces, a tus catorce
años?
–En casa de mis papás sólo había
dos libros de poemas: una antología de
Federico García Lorca y una antología
de Ernesto Cardenal. También había un
libro para declamar y cuadernos con
poemas que mi mamá escribía. Fue
hasta los 16 años, cuando estuve en un
taller de poesía con Raúl Renán, que
empecé a leer más. Dos años después
tomé un taller con Eduardo Milán y sus
recomendaciones y la lectura de la re­
vista El Poeta y su Trabajo, que edita­
ba Hugo Gola, me ayudaron a definir
mi gusto por ciertos autores.
–Es obvio que la voz de la enuncia­
ción poética y el poeta son dos, pero de
pronto a uno, leyéndote, le viene pen­
sar que, como dices en “2001”, tu len­
gua sí “es el árbol de la noche triste”.
José Emilio Pacheco decía que él era
todo menos un poeta triste, y, con todo,
su pesimismo y melancolía –que no nos­
talgia, como él mismo corregía– perma­
nente en los poemas. ¿Y tú?
–No lo sé. La mayor parte de los poe­
mas que he publicado los escribí hace
diez años, cinco años. A veces sien­
15
to que los escribió otra persona. Un
poema es mucho más que un estado
de ánimo. John Cage decía que si un
autor declara explícitamente tristeza o
alegría está chantajeando al público.
–¿Sigues en contacto con Hugo Gola?
¿Qué recuerdas más de aquella etapa de
El Poeta y su Trabajo, de Hugo mismo?
–La última vez que vi a Hugo Gola
fue a finales de 2013, en Buenos Aires.
Lo visité en un departamento donde
estaba al cuidado de su esposa y sus
hijas. No he conocido a ninguna per­
sona que tenga mayor conocimiento y
generosidad hacia la poesía, como es
evidente al releer las revistas que edi­
tó en México durante más de veinte
años. Para mí era una gran alegría po­
der leer un nuevo número de El Poeta y
su Trabajo cada tres meses. A muchos
de mis autores favoritos como Edoar­
do Sanguinetti, Edison Simmons, Dé­
cio Pignatari o Sandro Penna los leí
por primera vez ahí. No creo que en
la actualidad haya ninguna revista he­
cha con el mismo cuidado.
–Hace once años, la idea de crear un
blog sobre poesía no pasaba por tantas
mentes como sucede hoy. ¿De dónde,
en aquel entonces, la idea de un blog y
por qué Nueva Provenza? ¿Qué opinas
de la actual proliferación de los blogs de
poesía?
–Sí pasaba, pero eran blogs más se­
16
lectivos y menos autopromocionales,
importaban más los textos que las fo­
tografías de los autores. Era la época
de Messenger y algunos amigos con los
que chateaba tenían blogs de diversos
temas. Así empecé a subir poemas a
Nueva Provenza. Le puse ese nombre
porque me gustaban los trovadores
provenzales como Arnaut Daniel y tam­
bién me gustaba que en México hubiera
poblaciones con nombres como Nueva
Italia. Contra la mala distribución que
suelen tener los libros de poesía, los
blogs son un buen medio para leer al­
gunos materiales, pero siempre será
más rica la lectura directa de un li­
bro. De pronto Facebook y Twitter han
reducido la poesía a comprimidos de
mala calidad. La sobresaturación di­
ficulta las cosas. Se engaña quien crea
que puede poner diez links con buenos
poemas diario. Esas listas de nuevos ta­
lentos como las que publica Luna Miguel
en Playground también son un fraude.
–¿Qué recuerdos tienes de la Prueba
de soledad en el paisaje, de esas cua­
tro semanas en el Espacio Quiñihual?
–Recuerdo haber sido feliz, recuer­
do haber sido sacado del mundo, pa­
rafraseando a Héctor Viel Temperley.
Tener cuatro semanas para dedicarme
exclusivamente a leer y escribir, en ese
paisaje, fue algo extraordinario. Tanto
la soledad como la breve compañía de
el sueño de la aldea
poetas como Arturo Carrera y Tamara
Kamenszain fueron algo invaluable.
–Dylan Thomas comienza diciendo
en uno de sus poemas más célebres: “Oh,
make me a mask and a wall to shut
from your spies”. ¿Es por los espías
que usas una máscara en tus lecturas?
(Antes usabas lentes de sol, lo cual re­
sulta muy curioso: Inti, el dios sol del
Tahuantinsuyo, se anda cubriendo de
sí mismo, o, tal vez, del oriens ex alto,
del sol cristiano, o del sol tenebroso del
que habla Vallejo en Trilce…)
–Al principio usé máscaras por ti­
midez, ahora las uso por vanidad.
–¿A cuántos e-mails enviaste “Cum­
plir años (poema spam)” y por qué, a
la hora de la hora, sí lo imprimiste?
¿O de por sí lo ibas a imprimir?
–Ese poema nació como un regalo
de cumpleaños para alguien. Iba a im­
primir un ejemplar nada más, pero como
en la papelería me obligaron a comprar
cinco pliegos de papel para que los
guillotinaran del tamaño que yo quería,
imprimí más ejemplares. La idea de poe­
ma spam, o sea, de un poema hecho con
frases arrojadas después de buscar algo
en Google, se la copié a Charly Gradín,
que tiene un libro justamente llamado
(spam), hecho con este procedimien­
to. De ahí a la bandeja de entrada de
mis amigos sólo hubo un paso.
–¿Alguna vez asististe a un taller de
inti garcía santamaría
encuadernación japonesa o a la muer­
te de una mulita?
–Sí. Como los libros de la editorial
Compañía, que hacíamos Hugo García
Manríquez, José Luis Bobadilla y yo,
llevaban este tipo de encuadernación,
tomé un taller. Y cuando llegué a Es­
tación Pringles me contaron que ha­
bía mulitas, que eran una especie de
armadillo. Pasé varios días esperando
ver alguna, hasta que vi una, muerta,
en medio del camino, como la piedra
del poema de Drummond de Andrade.
–¿Las notas para aidé se han exten­
dido?
–No. Una vez que publico una serie
de poemas me olvido de ella y no la
retomo.
–¿De qué va el Antiguo Museo de la
Poesía Contemporánea que ni es anti­
17
guo ni es un museo, como reza uno de
los carteles contenidos en el archivo de
su tumblr?
–El Antiguo Museo de la Poesía Con­
temporánea era un proyecto de lecturas
de poesía que organizábamos Radja­
rani Torres y yo, en lo que fue nuestra
casa, como también lo habíamos he­
cho Alejandro Albarrán y yo cuando
compartíamos departamento y teníamos
un proyecto llamado Salón de Usos
Múltiples Ulises Carrión, o como an­
tes lo hizo Jorge Solís Arenazas con
Casa Vacía. Ya no existe el Antiguo Mu­
seo, pero se pueden ver los videos de
esas lecturas en Youtube.
–Tanto en tus libros como en tu blog,
los carteles y el espacio en que se desa­
rrollan las lecturas del Antiguo Museo
de la Poesía Contemporánea se nota
un cuidado especial por lo bello, lo es­
tético –lo que sea que eso signifique–.
¿Tienes alguna preparación artística
en esos términos? ¿Alguna fijación?
–Todo eso fue trabajo y buen gusto
de Radjarani, quien también diseña la
revista Mula Blanca y los libros de
la editorial Mangos de Hacha.
–Ya que sueles empezar tus lecturas con
un pase de lista variable (por ejemplo:
“Nueva Provenza: presente”, “Produc­
ciones Autismo: presente”, “Estación
Pringles: presente”), ¿no te resultó una
situación incómoda el que las mani­
18
festaciones por los 43 contuvieran, mu­
chas de ellas, un pase de lista entre sus
actividades principales? ¿También a ti
te resultó bizarro escuchar que dos de
los estudiantes –Luis Ángel y Leonel–
se apellidaban Abarca? ¿Qué hay de­
trás de un pase de lista?
–Los pases de lista durante las ma­
nifestaciones por la presentación con
vida de los 43 normalistas desaparecidos
y el castigo a los responsables son una
invocación muy dolorosa. Después de
eso dejé de hacer en mis lecturas los
pases de lista que mencionas. Es muy
diferente que un pase de lista arroje
presencias a que arroje ausencias. Y
de lo otro, como yo tengo el apellido más
común de todos, García, no me llaman
la atención las repeticiones de apellidos.
–Sabrás que a Raúl Zurita le gusta
citar una parte de la tragedia Helena,
de Eurípides, en que se reproduce el
siguiente diálogo: “Helena: Yo jamás
estuve en Troya, fue sólo mi sombra (…) /
Menelao: ¿O sea que sólo por una som­
bra sufrimos tanto?”
En tus poemas, dígase del “Cuaderno
de los rombos que florecen”, de “Tristeza
melancólica originada por el recuerdo de
una dicha perdida”, dígase en reali­
dad de casi toda tu poesía, parece tratar­
se de encuentros amorosos efímeros, de
apenas vislumbres, sombras que hacen
sufrir y desorbitan. ¿Es por esas breví­
el sueño de la aldea
simas visitas de Helena que escribes, a
comparación de otros contemporáneos
tuyos, tan poco?
–Los trovadores del siglo xiii decían
que podían cantar o besar, pero que la
boca no podía hacer las dos cosas al
mismo tiempo. Y sí. Escribo poco por­
que soy muy distraído, porque no ten­
go disciplina, porque disfruto más ir a
comer alitas que sentarme a escribir.
–Cortázar sostenía en una entrevista
con Plinio Apuleyo: “Yo vivo en un país
donde la escritura es una profesión, los
escritores son en general profesionales.
Es gente que tiene ya un status de escri­
tor. Yo no me he considerado nunca ni
me consideraré nunca como un escritor
profesional. Me considero un aficiona­
do, realmente un aficionado.” Witold
Gombrowicz dice, en el epígrafe que
incluyes en Corazoncito, que un escri­
tor “no escribirá porque ya está maduro
y consiguió la forma, sino justamente
porque es todavía inmaduro y sólo en la
humillación, ridiculez y sudor se esfuerza
por atraparla”. ¿Inti García Santamaría
se entiende a sí mismo como un inma­
duro aficionado de las palabras?
–No sé. Pienso, por ejemplo, en el
Premio de Poesía Aguascalientes, con­
siderado el más importante en México.
Ocho de cada diez de los libros que lo
han ganado me parecen mediocres, si
no es que francamente malos. Autores
con un trabajo mediocre premiados por
jurados cuyo trabajo también es medio­
cre. Prefiero los poemas de un minero,
como Jorge Leónidas Escudero, o los
cuentos y las novelas de un dentista,
como Jesús Gardea, que los libros de
un escritor profesional. Yo llevo como
dos años sin escribir. Yo soy un humil­
de corrector de estilo.
Batalla de ciervos
B alam B artolomé
introducción
Cuando visité París por primera vez,
uno de los encuentros memorables fue
el que tuve con el cuadro Batalla de
ciervos, de Gustave Courbet. En esta
pintura monumental –originalmente
mostrada en el Salón de París de 1861–
se aprecia un bosque umbrío dentro
del cual un par de ciervos se traba en
batalla. La obra me impactó pues, más
allá de su factura impecable, encarna
la contradicción que conlleva el en­
frentamiento con aquello otro que tam­
bién es uno, la confrontación constante
entre lo que somos, nuestro contexto
y sus posibilidades. Sin embargo esta
lucha en espejo, salpicada de tintes al
19
mismo tiempo primitivos y ontológicos,
está envuelta de una atmósfera de in­
quietante nobleza: aquella que consti­
tuye la combinación entre lo instintivo
y lo poético.
su peso en oro
Cualquier actividad racional que lleva­
mos a cabo es una forma de no pensar
en la inminencia de la muerte. Dedi­
camos buena parte del tiempo a ocu­
parnos en quehaceres que llenen los
renglones en blanco del cuaderno de la
vida. De ahí que, diariamente, procu­
remos tareas que cubran el itinerario
que comienza al despertar y concluye
al irnos a dormir.
Como consecuencia de ese ejerci­
cio cotidiano, son pocas las veces en
que somos conscientes de ocupar un
lugar en el espacio, de tener un cuer­
po y, en consecuencia, una función.
Reflexionamos poco sobre el hecho de
estar o suceder y de que esta materia
que habitamos, a la que podemos de­
nominar casa, carne, cosa, escultura,
cáscara, cráneo, forro o cacharro, de­
viene barca de Caronte pues en algún
momento se fatiga y al final se agota.
Esta máquina imperfecta tiene en la
inconciencia de sí misma su talón de
Aquiles. Desde la cueva del cráneo
20
divaga y se ensimisma: pareciera go­
zar al censurarse, no está a gusto.
Un día, mientras hacía zapping en
la tv, me encontré con un documental.
Trataba sobre la fauna endémica en
algún rincón de Asia y la función de
cada uno de los integrantes del ecosis­
tema dentro de la cadena alimenticia.
En alguna parte del programa presen­
taron el caso de un gusano cuya forma
y colorido semejaban caca de pájaro.
Su color y forma, sorprendentemente
exactos, le permitían confundir y evi­
tar a los depredadores. Una mímesis
pulcra.
A mis ojos, el bicho se volvió agra­
ciadísimo: justo y puntual, perfecta y
naturalmente inteligente. Era, a un tiem­
po, todo gusano y todo caca. Definiti­
vamente estaba en lo suyo. O qué sé yo.
verdad verdadera
La Verdad representa una contradic­
ción a la que prefiero no acceder. Desde
una perspectiva más bien desconfia­
da, pienso que como método de cono­
cimiento resulta desesperanzador por
inalcanzable; como vacuna contra la
ignorancia, la considero cruel pues to­
dos prefieren ver como no es y verse como
no son. Por tanto, las consecuencias
de tal verdad serían devastadoras: como
el sueño de la aldea
ideología es difusa e imprecisa y como te­
soro corrompe además de resultar dema­
siado mezquina. Hay que reconocer
–eso sí– que como chantaje resulta
muy efectiva.
Nuestra vida está conformada por
interpretaciones de una idea absolutis­
ta de lo que se presupone verdadero, a
partir de la cual se desdoblan diferen­
tes percepciones de una realidad que
creemos entender desde nuestra vul­
nerabilidad, presencia y consistencia
corporal. Esto se traduce en ocasiones
como fe neurótica hacia casi todo. Echa­
mos mano de este misticismo balín en
función de aligerar responsabilidades
y sentirnos más “libres”. Incluso hay
quienes ven el desnudarse en el zó­
calo como un acto redentor. Somos una
especie más bien perezosa que prefiere
placebos dogmáticos para dummies del
tipo Pare-de-Sufrir. Es más fácil resol­
verlo así que intentar comprender que
aquello que parece diferente a lo cono­
cido es lo mismo, sólo maquillado de
diferente modo.
Lo mismo sucede con la realidad,
pues en su perímetro incierto el límite
entre certeza y vaguedad se pierde en
el camino del rumor. Sólo así las ideas
pueden tomar un rumbo no proyectado
y rebosar su intención como un arro­
yo al desbordarse. Se vuelven imagi­
nación y, en consecuencia, se tornan
mentiras. Eso, a mi parecer, está muy
bien pues la única verdad verdadera
es que mentir no es del todo malo ya
que, al hacerlo, generamos la posibili­
dad de una realidad improbable.
quinto cuarto
Dentro de un entero dividido en cua­
tro (4/4) es imposible incluir un cuarto
más (5/4) sin dividirlo y transformarlo
en un entero y un cuarto (1 1/4). Si con­
sideramos el espacio que habitamos –el
mundo– como equivalente a un ente­
ro, y lo asumimos como un todo que se
desdobla en tiempo, espacio y sus dos
condiciones (ser y estar), podemos su­
poner que sobre o dentro de este entero
existe un quinto cuarto, espacio vasto
e inexplorado; una zona en construc­
ción permanente a partir de una pers­
pectiva paralela a lo material: la del
pensamiento y la imaginación.
Este plano se extiende verticalmen­
te al infinito desde un vórtex mínimo
e individual; un quinto punto cardinal
que se encuentra en el centro de los
otros cuatro. Este quinto cuarto se en­
sancha desde su origen con la forma
de un cono invertido –parecido a un
tornado– y se expande en la medida
en que se ha descubierto algo nuevo
acerca del nunca-mejor-dicho mundo
21
en la existencia de un posible paraíso
o infierno. No habría lenguaje, pues no
existiría conciencia y, por tanto, necesidad
de conocimiento. No habría preguntas
ni existiría la noción de certeza o va­
guedad. Difícilmente a alguien se le
hubiera ocurrido nada: la condición mó­
vil e inestable que nos ha acompaña­
do desde el principio ha sido la clave
de nuestra permanencia y evolución.
Divide y vencerás.
día gris
a Nicolás Pradilla
i
entero; sobre sus galaxias y constela­
ciones.
Parte de lo racional humano involu­
cra la necesidad de nombrar los espa­
cios sin importar si se han visto, pisado
o comprendido. Este horror vacui es
provocado por la existencia probable
de aquello que no se conoce y que ate­
moriza. Este tipo de territorios inex­
plorados son tierra fértil para el delirio,
la suposición, el error: el puente hacia
los grandes descubrimientos.
Sin este 5/4 no habría quién creyera
22
En ocasiones me imagino atravesando
las paredes. En términos científicos
esto es imposible pues los objetos no
pueden ocupar el mismo espacio que
otro cuerpo. Con base en este impedi­
mento vamos por la vida esquivando,
tropezando, interfiriendo; usando los
objetos como herramienta, haciendo
eses o generando tensiones con lo que
nos rodea, pero nunca ocupando el
mismo espacio. Este impedimento es
el que ha marcado nuestra forma de
relacionarnos con el mundo.
Desde lo incorpóreo, esta imposibili­
dad se antoja parecida al humo de un
cigarrillo que desaparece en el aire,
el sueño de la aldea
ligero y fantasmal, ocupando lángui­
damente la totalidad de algún espacio.
Más allá del voyeurismo implícito en
esta imagen, me cautiva la idea de in­
corporarme a estas zonas ocultas. Pien­
so en las pocas veces que nos damos
cuenta que también somos observados
por terceras presencias que, desde su
aparente despropósito, comparten nues­
tras actividades diarias. Me refiero a
las mascotas, los insectos, las plantas.
Sin embargo, esta condición omnipre­
sente no alcanzaría a cubrir los rincones
infinitos de la mente, otro espacio vasto
donde las ideas nadan en cardumen.
tumba. ¿O es acaso una versión su­
blimada del Aire de París? ¿Es mau­
soleo o manantial? Las preguntas se
acumulan en mi mente más rápido de
lo que puedo responderlas. Me formo
varias veces para observar por la mi­
rilla. Mis ojos intentan registrar cada
mínimo detalle. Pienso en la cantidad
de veces que me he topado con repro­
ducciones fotográficas de esta pieza.
Compruebo que la esencia de algunas
obras es imposible de aprisionar en una
estampa. Son visiones totales e inasi­
bles. Algo similar sentí al estar frente
a La lechera, de Johannes Vermeer.
En el mismo museo se encuentra una
obra
de Bruce Nauman que dice así:
ii
“El artista verdadero ayuda al mundo
Filadelfia. Es octubre. Un día gris. Des­ revelando verdades místicas.”
de el autobús, veo gente que camina
Jaque mate.
expulsando vaho por la boca: bostezos
del alma. Voy camino al Philadelphia
Museum of Art a ver Étant donnés, la
the good , the bad
última obra de Marcel Duchamp.
and the ugly
iii
Nunca una puerta me pareció así de
penetrable. Materia que es al mismo
tiempo metafísica y naturaleza. Étant
donnés es posiblemente una premoni­
ción de lo que sucede tras el momen­
to funesto. Me pregunto si como obra
póstuma habrá sido pensada como
Desde la ventana del décimo piso en
que me encuentro, dirijo la mirada a
la avenida. Sobre la calle, en la acera
opuesta, un grupo de gente se acerca
a un individuo que sale del edificio lo­
calizado justo frente al mío. “Alguien
famoso”, pienso. Aguzo la mirada y
sí, tengo razón. Es Clint Eastwood. La
gente se amontona alrededor suyo, eu­
23
fórica. Quieren verlo de cerca, tocar­
lo, comprobar que es real. Él, amable,
firma autógrafos. Observo la escena por
unos segundos.
Pasado el interés inicial, levanto la
mirada. A lo lejos, apenas distinguible,
un niño mira a su vez cómo un globo
se aleja hasta perderse en el cielo.
5
Ciudad de México,
de septiembre de 2011
revés
El viejo autobús viene dando tumbos
pesados sobre la terracería. Parece que
flota sobre una fina alfombra de polvo.
Alcanzo a ver pequeñas sombras mon­
tadas sobre él, diminutas y apretuja­
das. La cercanía inminente del camión
genera entre todos una tensión bruta;
los músculos se tensan, en alerta. Junto
a mí, el hombre del sombrero intenta
colarse en primer plano a como dé lu­
gar. Viene abrazando contra su pecho
una bolsa de papel. Da órdenes, en­
rojece, se indigna, refunfuña, deses­
pera, escupe al hablar. Nadie lo escu­
cha, menos aún lo dejan pasar. Todos,
sin excepción, esperan lo mismo.
–¿Cómo llegué aquí? ¿Qué incom­
prensible destino me hizo venir a esta
ciudad, a este caos, a esta brutalidad?
–Los hombres reunidos nos miramos
24
de reojo, desconfiados, protegiendo ce­
losamente el mínimo pedazo de suelo
que pisamos. La tensión colectiva nos
hace balancearnos de manera unifor­
me al tiempo que nos impulsa torpe­
mente un par de pasos adelante. –A
donde hemos llegado –pienso mientras
hundo mi codo sobre las costillas de
alguno que me empuja por detrás, in­
tentando pasar. Me niego instintiva­
mente, los dientes rechinantes, fuerza
irreconocible. Somos todos un nudo de
energía que palpita y hierve; un solo
músculo hinchándose hasta el límite.
Pienso en las aventuras de Istolak,
el Troyano, que leí de niño. En ellas,
el soldado cae preso del Imperio egip­
cio donde pasa de general privilegiado
a esclavo desechable. A pesar de las
adversidades, el héroe nunca pierde el
temple ni se vuelve indigno de su for­
mación guerrera, aunque ello pudiera
significar la muerte.
Ahora no importa. El autobús ha
llegado y es la única forma de esca­
par. Lento y pesado pasa frente a mí.
“Viene hasta la madre”, pienso. De
repente todos brincan, se pisan unos a
otros intentando pasar, se trompican.
El músculo parece deshincharse. Los
hombres gimen y resoplan. Intentan
agarrarse de donde sea, desesperados,
feroces. Algunos caen y otros se afe­
rran como grapas, todos manos y uñas
el sueño de la aldea
(más bien garras) a la posible grieta
que les permita sujetarse. Se queman
las yemas de los dedos y caen otra vez
sobre la carretera. Resisto con fiere­
za asido apenas a una ventana medio
abierta. Un individuo intenta a toda
costa afianzarse a una de mis piernas.
Sostener dos veces mi peso es dema­
siado, así que lo pateo y cae.
El hombre del sombrero corre in­
tentando mantenerse al paso del ca­
mión. De la bolsa de papel que lleva
consigo asoman gruesos fajos de bille­
tes. Intenta gritar, tose, gruñe, se ahoga.
Tiene la boca seca y espuma acumulán­
dose en las comisuras de los labios.
Alza los brazos ofreciendo su peque­
ña fortuna al conductor. Queda sin
aliento pero sigue; chorros de adre­
nalina corriendo por su cuerpo, dolor
incomprensible y desconocido en sus
muslos. Fuego en vez de sangre. Su
esposa e hija lo observan en la lejanía
y lloran.
No la ve. Es una piedra blanca, an­
gulosa, sólida y casi con filo, durísi­
ma. El hombre del sombrero la pisa y
su tobillo se tuerce en un movimiento
violento. Tropieza mientras los bille­
tes vuelan por el aire. Son tantos que
parecen un festivo papel multicolor.
El momento parece suceder lenta­
mente; el hombre del sombrero bracea
grotescamente. Su cuerpo impacta el
asfalto en un golpe seco, anclado. El
golpe levanta una nube de polvo. La
escena se vuelve difusa, casi invisible.
Apenas distingo al hombre del som­
brero incorporándose adolorido; rostro y
alma vueltos un fantasma. Me recuer­
da las pinturas de payasos que veía en
el consultorio de la doctora Anzures,
mi pediatra.
El autobús se aleja. El hombre del
sombrero traga saliva y sus ojos se hu­
medecen. Alrededor de las pestañas se
le empiezan a formar diminutas pie­
drecillas de lodo mineral. El hombre
del sombrero recoge sus billetes lenta,
dolorosamente.
sarcófago
a Víctor, El California
Camino sobre la Avenida 18 de Julio.
Es una tarde luminosa y el sol hace
brillar los mosaicos grises de la ban­
queta. Al andar intento contarlos: uno,
dos, tres, cuatro, seis, diez, catorce,
veinte… La velocidad de mis pasos y
los empujones de los demás peatones
me hacen perder la cuenta. Empiezo de
nuevo, ensimismado: uno, dos, tres,
cuatro, seis, diez… De repente, un
impacto me hace reaccionar. Sobre
el pavimento veo el cuerpo desnudo
de un niño; su cuerpo dislocado hace
25
una forma imposible sobre un charco
de sangre.
“¡Ahí! ¡Ahí arriba!”, gritan. Alzo la
mirada y veo a un hombre que lanza
frases ininteligibles desde una venta­
na abierta. No alcanzo a distinguir su
rostro, es confuso e impreciso. Carga
a un niño en brazos. De pronto, lo lan­
za al vacío. En una fracción de segun­
do mi cerebro me ordena: ¡Sálvalo!,
y aunque la velocidad de la caída es
considerable, la adrenalina me hace
dar dos brincos para colocarme en el
punto donde preveo que caerá. Abro
los brazos para recibirlo. Espeluznado
me doy cuenta de su frialdad inerte: lo
ha lanzado muerto, como quien arroja
un escupitajo desde el automóvil. Mi
cuerpo se entume horrorizado, inca­
paz de reaccionar.
Otro impacto. Otro niño cae sobre
un auto estacionado a unos metros de
donde me encuentro. El golpe abolla el
toldo. El cadáver rebota hacia el asfal­
to y revienta como el cadáver de una
rana puesto al sol.
Mientras espero a ser atendido por al­
gún doctor, decido recorrer el hospital
al que me trajeron después del inci­
dente. Me siento bien, aunque ante la
insistencia de los doctores una revi­
sión no parece mala idea. El hospital
es muy limpio y deduzco que aten­
26
derse ahí resultará muy caro. Camino
sin rumbo por los pasillos y llego a la
zona de urgencias donde llegan las
víctimas de accidentes, infartos, con­
gestiones y asaltos violentos: el menú
del día.
Justo ahí, un hombre de aspecto
imperturbable –traje negro, lentes y
tez oscura– permanece inmóvil junto
a un cuerpo que se encuentra tendido
sobre el piso de cerámica blanca. El
que yace parece ser el mismo perso­
naje que lanzó aquellos niños al va­
cío. Está bocabajo, con el cuerpo par­
tido horizontalmente a la mitad, como
un sarcófago. Contiene sangre hasta
casi desbordarse.
El hombre del traje lo insulta y hace
preguntas de manera imperativa. No hay
respuesta. El interrogador abre una puer­
ta contigua por donde entra una co­
rriente de aire helado. Al sentirla, las
mitades agónicas emiten un resoplido
lastimero, casi inaudible. La sangre
contenida vibra como el agua de un
estanque cuando llueve. La tortura se
prolonga por varios minutos. Es terri­
ble.
Un escalofrío recorre mi espalda has­
ta la nuca. Mi mandíbula se endure­
ce y mis dientes rechinan con fuerza.
Observo la escena con horror pues sé
que la cáscara agónica es inocente. El
verdadero asesino es otro: yo.
el sueño de la aldea
Una semana después recibo una gol­
tercera caída
piza brutal de manos de cinco sujetos
a Mario Santiago
afuera de un bar. Llevo varios días
deforme y adolorido. También tuve la
La primera vez que pude ver a ojo vivo
culpa.
Montevideo, UY, agosto 2007 un cuadro de Vincent van Gogh fue
hace ya varios años en el Palacio de
Bellas Artes. Rondaba yo la veintena.
Para entonces ya había escuchado his­
conejo blanco
torias de gente que al enfrentarse por
Conocí un día a R, un artista prove­ primera vez ante la obra del pintor ho­
niente de Ch. Habíamos sido invitados landés no podía contener las lágrimas
por H a E, un evento que hacía con­ por la emoción profunda que la obra
fluir a artistas de diversas nacionali­ provocaba en ellos. Estas historias me
dades en M y que celebraba con ésta parecieron siempre más cercanas a la le­
su primera emisión. Una madrugada, yenda que a la realidad; por eso mi re­
después de algunos días de conviven­ acción no generó nada parecido. Las
cia y con varias cervezas dentro, R expectativas fueron demasiadas, como
sacó del pantalón su billetera de piel. cuando alguien nos cuenta lo emocio­
En silencio empezó a revisar lo que nante o conmovedora que le pareció
parecían tarjetas de presentación. Me alguna película y al verla encontramos
preguntó si conocía a los personajes frustración que deriva en desconfian­
cuyos nombres estaban impresos en za ante las recomendaciones de la
ellas, casi todos directores de museos persona en cuestión.
La segunda vez que vi un Van Gogh
y bienales, curadores y artistas. Co­
mentó su cercanía con éste o aquél y en vivo tampoco pasó. Esta vez fue en
explicó su interés de reunirse siempre un museo español. Empecé a pregun­
tarme si las expectativas que genera
con quienes llamó “los jefes”.
R pidió ver mi cartera al tiempo que pre­ el mito heroico y sacrificado del artista
guntaba si tenía alguna tarjeta que mostrar­ no serían condicionantes para la fascina­
le. Respondí afirmativamente y saqué ción colectiva. La posibilidad me resulta­
la única que llevaba conmigo. Compré ba chocante, teniendo en cuenta que
un bonito sombrero ahí, lo conservo desde pequeño sentí una atracción par­
ticular por las imágenes de este pin­
con cariño.
27
tor; con esas imágenes crecí y, junto
con Picasso y Goya, fueron mis pri­
meras referencias reconocibles dentro
de la pintura. Formar parte de la ge­
neralidad gris que se extasía morbosa
ante las leyendas decadentes de los
artistas siempre me ha provocado un
profundo rechazo. Sabía, sin embar­
go, que aquello que desde niño intuía
no podía quedarse en una expectativa
malograda. Algún rastro de oro debía
existir en el cauce de ese arroyo.
La tercera ocasión que vi un Van Gogh
fue en el Museo Metropolitano de Nue­
va York. Pasé media hora abstraído
frente a Campo de trigo con cipreses.
28
La obra parecía latir como una llaga tec­
nicolor. Pude sentir mi cuerpo trans­
formándose en materia atropellada,
como un perro reventado asomando
sus tripas polícromas en medio de una
avenida transitada. Luz embarrada en
el asfalto.
Me imaginé al pintor como un Pro­
meteo con entrañas de óleo espeso
recostado de cara al sol, deslumbrado
y ciego, presa de un delirio arrogante,
disfrutando ser banquete de hambrien­
tos buitres con plumas de arco iris,
pico de lava y garras de fuego.
La tercera es la vencida, dicen. Es
cierto.
Seis poemas
P ablo G raniel
vuelvo de
cualquier lugar. Voy hacia el amanecer
Atrás quedó la noche y su engañoso brillo
La luz enferma del poste
hace cantar al gallo antes de tiempo
El tiempo se enfurece y lo degüella
Tras de mí vienen los perros
Tras los perros, la sarna
Tras la niebla,
la insoportable sed del día
Yo sigo los pasos tambaleantes
de aquel que se parece a mí
29
*
a Carolina Zárate
¿has atrapado un ave con tus manos?
¿Has sentido esparcirse su temblor dentro de ti?
No puedes obligar a un ave a que haga nido
no puedes obligarla a cantar...
Pero algo de ella anidará en tu pecho,
entibiará tus días
Y la recordarás cuando oigas crujir,
dentro de ti
las ramitas secas
*
trazan
una ruta invisible
de vida
las hormigas
Las arañas trazan
una red simétrica
de muerte
30
Yo trazo una ruta
invisible y simétrica
entre tu vida y mi muerte
cuyo punto medio es el abandono
*
nada se
abre para que nada entre
Nada escapa, nada vuelve
Ese animal salvaje
que olfatea
no sabe
Que por aquella grieta sólo entra la luz
*
hablar del
hablar
Hasta no nombrar la rosa
sino la espina
Hasta no nombrar la espina
31
sino la sangre
Hasta no nombrar la sangre
sino la herida
Hasta no nombrar la herida
sino tu sexo
Hablar del hablar
Hasta que tu sexo no sea
sino mi rosa,
mi sangre,
mi herida
*
La mer fidèle y dort sur mes tombeaux!
Valéry
una vez
más soñé con el naufragio
Y no pude
–como siempre–
aferrarme a nada.
El cajón donde estaban nuestras cartas
se alejó llevando sólo mi silencio a flote
32
El ropero se hundió
también
como un pesado ataúd
con todo lo nuestro muerto bajo llave
Ciertas cosas se salvaron,
yo no
Me fui al fondo tras aquello
que cayó de tus manos
como anzuelos
en brillantes espirales
Me fui,
pero arrastré conmigo tu desvelo
Para que te quedaras soñando
con aquello que quisimos
y no pudo salvarse
Apaga la luz
No tienes por qué temer
Te aseguro que no hay nadie más aquí
Eres sólo tú mismo
que, a través del tiempo,
con terror, te estás mirando
33
34
Fabio Morábito: escribir es darle
la espalda al mundo
E duardo S abugal
Son las 9:30 am. El restaurante y el vestíbulo del hotel Gilfer (en el centro his­
tórico de la ciudad de Puebla) están saturados de ruido. Afortunadamente el
gerente del hotel nos ha prestado un salón relativamente apartado del ruido y
el ajetreo de meseros y huéspedes. La cita para la charla con Fabio Morábito es
a las 10 am. Después de telefonear a su habitación, Fabio baja fresco y afable
para platicar. Aunque se desconcierta un poco por la intrusión de una cámara
con la que registraremos la entrevista, pronto se acostumbra a ella. Antes de
comenzar, le ofrezco café pero lo rechaza. Me explica que ya ha tomado antes
de bajar a la entrevista. Acepta sólo un vaso con agua. Me comenta, mientras
la sonidista le acomoda el micrófono, que ha dormido mal debido al ruido
excesivo que alguien hacía a espaldas del hotel acomodando tubos metálicos.
–Me gustaría platicar sobre El idioma materno, publicado el año pasado en
Sexto Piso. Sé que el libro es el resultado de un conjunto de columnas escritas
para el diario Clarín, y que la semilla del libro fue la columna titulada “El
libro en llamas” que, como tú mismo has dicho, contiene varias líneas de fuer­
za que se cruzan en todo el libro. Temas que, creo, también te han interesado
tanto en tu ejercicio poético como de narrador. Creo que una lectura posible de
El idioma materno es desde el punto de vista filosófico. Yo sé que eres poeta y
que hay cosas que te gusta decir justamente desde la poesía y no desde el en­
sayo literario o académico, pero creo que hay en todas estas columnas de dos
mil caracteres, y a partir de la brevedad, una reminiscencia de los presocráticos y
ø fabio
morábito
35
eduardo sabugal
de conceptos y temas que la filosofía ha desarrollado. Por ejemplo, expresas en
tu libro una dicotomía muy clara entre oralidad y escritura, eso que Derrida
llamaba fonocentrismo y logocentrismo. ¿Tú crees que la literatura es nieta
de ese mundo primigenio oral, cuando las historias pasaban de boca en boca
y nos sentábamos alrededor del fuego a contarnos cosas?
–Yo creo que la literatura no es nieta de ese mundo primigenio oral sino
hija, es decir, deriva directamente. La oralidad no se ha perdido como dis­
curso, como dominio propio y como aspiración estética incluso. Por ejemplo,
creo que hasta en los escritores más escritores (en el sentido que están más
alejados de cualquier atisbo de coloquialidad, de lenguaje oral, etc.) la orali­
dad permanece como la última instancia conquistada, es decir, finalmente el
lector tiene que olvidar que está leyendo y tiene que estar oyendo lo que está
escrito en el libro. Me parece que eso sigue siendo una aspiración implícita
inconsciente en todo escritor: atravesar de algún modo el filtro de la escri­
tura y establecer con el lector una relación extremadamente intensa, como
si estuvieran platicando. Y eso incluso en los escritores más sofisticados:
Henry James, por ejemplo, tan atento a los mínimos matices de las palabras,
de la conversación, pero también de los gestos. Pareciera que estamos ahí,
en algún sentido, en el colmo de la escritura –y sí lo estamos–; pero la escri­
tura, cuando llega a su plenitud, pareciera que pasa el relevo secretamente
a la oralidad. Cuando de repente la página está llena, plena de escritura, es
cuando damos el salto hacia otra cosa que no es propiamente ir leyendo pa­
labra por palabra. De hecho, yo creo que cuando nos sentimos insatisfechos
frente a un poema o frente a un cuento y lo consideramos mediocre o mal
logrado, mal escrito, es porque nos condena todo el tiempo la conciencia de
que estamos leyendo, de que está escrito. No podemos olvidar que estamos
encadenados a una página. Y yo creo precisamente que la escritura tiende
a convertirse en oralidad, con sus propios instrumentos, claro, porque son
finalmente muy distintos de los que pudiera tener una verdadera literatura
oral, que desde luego tiene diferencias muy claras.
–¿Eso tiene que ver también con la distinción que haces entre redactar
y escribir?
–Sí. La redacción no niega la escritura, incluso se complace en ella, la
respeta, y en cambio el que escribe (es decir la escritura como algo propiamen­
36
escribir es darle la espalda al mundo
te de los escritores) siempre está
luchando con la propia escritura.
Por eso he llegado a pensar que los
escritores son los que no saben es­
cribir. Precisamente porque están
conscientes como nadie de todas las
dificultades que encierra el escri­
bir. El que redacta una carta co­
mercial, por ejemplo, o un correo
electrónico sin mayores pretensio­
nes, simplemente está respetando las
reglas correctamente; pero aun ahí
no hay ningún hecho de escritura
que no tienda secretamente a lo que
yo dije antes. Vamos a decir, por
ejemplo, un instructivo de lavado­
ra, que pareciera la cosa más técnica, atada a la escritura, estéril: aun ahí
hay siempre una chispa de creatividad. Antes no se escribía porque las car­
tas estaban en franca extinción. Ahora llega el correo electrónico, los celula­
res, el WhatsApp y todo eso, y todo mundo escribe. De hecho escriben más
de lo que hablan, sobre todo los jóvenes. Se ha dicho mucho que estamos
volviendo a reescribir o a escribir otra vez como nunca antes se había hecho.
Yo creo que, en parte, es cierto; pero se trata de una escritura muy diferente,
por ejemplo, a la escritura de las cartas y a la escritura en general.
–Ahora que mencionas que el escritor es el que lucha todo el tiempo con
la escritura, recuerdo que cuando leí El idioma materno sentí que estabas dialo­
gando de alguna manera con Maurice Blanchot, cuando Blanchot se interesa
en la figura de Kafka y en la imposibilidad que éste experimenta al escribir.
En El libro en llamas mencionas que “todo libro rompe un cerco, pero a su
vez nace de él”, ¿cuál es esa frontera que el libro tiene que romper pero que al
mismo tiempo necesita para existir?
–Nadie tan consciente como los escritores de todo lo que mata la litera­
tura, de todo lo que adultera, tergiversa, traiciona. Desde el momento en el
que yo me pongo a escribir un poema o un cuento, nunca escribo el poema o
37
eduardo sabugal
el cuento que pensaba escribir. La escritura inmediatamente me desvía de mi
propósito inicial. Creo que un buen escritor se somete a esa ley de desvío y
sólo un mal escritor cumple con sus ideas previas, cumple con su contrato
previo, por así decir. Ésa es una de las características de la palabra escrita:
las palabras, una vez plasmadas, empiezan a conspirar entre ellas y a desviar
la intención primera de quien escribe, sea un poema, un cuento, un ensayo,
etc. Pero eso ya mata algo, ya mata una intención primera, y muchas veces
cuando uno falla un poema, no consigue escribir ese cuento que quería es­
cribir, a menudo le echa la culpa a esa desviación por la que se fue llevando
y que traiciona esa idea original. Después uno aprende que no hay ideas origi­
nales, que en realidad escribir es justamente echar a andar un camino donde
uno podrá tener mayor o menor suerte, pero la ley es la ley de la escritura
donde hay que dejar que las palabras hagan lo que saben hacer y uno por ahí
guía esa locomotora un poco extraña tratando de no interponerse demasiado.
Y luego, finalmente, la escritura no puede quedarse sólo en escritura, tiene
que ser algo más para que realmente sea emocionante y sea vital. De pronto,
en el mejor momento, cuando estamos cautivados por algo escrito, en reali­
dad estamos dejando de leer. Entonces ese cerco que el libro establece, muy
atemorizante para muchos, intimidatorio (por eso se lee poco), el propio libro
trata constantemente de salirse y de establecer una vinculación, con quien
lee, que vaya más allá del hecho de la lectura.
–Hay dos posturas muy radicales respecto al lenguaje. El lenguaje como
la casa del ser (Martin Heidegger) o el lenguaje no como casa de algo sino
como puro desvío o nomadismo (Gilles Deleuze). ¿Tú estarías de acuerdo con
la segunda?
–Sí. Yo creo que hemos sobrevalorado el lenguaje, en relación con el
pensamiento incluso. Yo no creo que sólo pensemos a través de palabras, creo
que cuando pensamos más profundamente, y no sólo en términos literarios o
artísticos sino incluso en términos científicos, no pensamos con palabras, o de­
jamos de pensar cuando intervienen las palabras. Pensamos con otra cosa que
pueden ser asociaciones, a veces musicales, evocativas, musculares, con las
que estamos percibiendo una idea, un concepto, una situación, y cuando ya le
ponemos palabras, esto se detiene. Empezamos a pensar con palabras cuan­
do ya hemos capturado lo esencial y lo podemos revestir con el lenguaje.
38
escribir es darle la espalda al mundo
Yo creo que el lenguaje ha sido muy sobrevalorado en todos los aspectos y
que nos hace falta regresar a una comprensión de nosotros mismos donde no
somos enteramente lingüísticos. Creo que, por ejemplo, la etología –el estu­
dio del comportamiento de los animales– ayuda mucho en ese sentido a ver
cómo esa fractura que hemos considerado de manera colonialista insalvable
entre nosotros y los animales, gracias a que tenemos el lenguaje, se va adel­
gazando cada vez más a medida que se van conociendo más profundamente
reacciones (de mamíferos superiores, por ejemplo) que empiezan a cuestionar­
nos esta presunción de que hay o había un abismo infranqueable entre el reino
animal y nosotros, cuando nos damos cuenta que hay sentimientos e incluso
moralidad entre los animales. Yo creo que es bastante saludable restarle im­
portancia cada vez más al lenguaje. No quitarle su importancia fundamental
pero tampoco decir, como Heidegger, que el ser es el lenguaje porque el ser
es muchas cosas.
–Víctor Toledo tiene un libro llamado Poética de la sincronicidad. La
lengua de Adán y Eva, en donde sugiere que hay justo una lengua primigenia,
anterior al lenguaje, una lengua que hemos perdido y que quizá la poesía la
recupera de alguna manera o incluso que la poesía es esa lengua. ¿Tú crees
que hay un estadio previo al lenguaje, una especie de idioma prelingüístico?
¿Sugieres un retorno a él cuando hablas de repliegue?
–Yo cité algo que, cuando lo leí, me impresionó mucho, un hecho neu­
rolingüístico que yo desconocía, que es que los niños antes de aprender la
lengua materna dominan fonológicamente con su aparato fónico todos los
sonidos posibles e imaginables que todos los idiomas del ser humano han to­
cado y ensayado, y que en el momento en el que se les impone un idioma ese
espectro tan amplio, edénico en el sentido de que ocupa todos los sonidos
posibles, se restringe inmediatamente y agarra su carril, por así decirlo, y
que ése es el gran precio que hay que pagar para hablar un idioma concreto,
renunciar a todos los demás. Y esa renuncia es lo que quizá a la poesía más
le duele, y por eso la poesía en sí evoca de algún modo ese estado prelingüís­
tico donde podíamos, sin comunicarnos con palabras, dominar todas las po­
tencialidades de todas las palabras y de todos los idiomas posibles. ¿Cómo?
Justamente rompiendo las reglas del lenguaje común, siempre conjeturando
otras posibilidades gramaticales, prosódicas pero también, por lo mismo, de
39
eduardo sabugal
sonido. Ésta es una hipótesis mía.
Como una especie de recordatorio
de que el lenguaje que hablamos es
una de entre tantas posibilidades.
–Cuando tú escribes poesía, ¿sien­
tes que retornas a esa lengua primi­
genia?
–No, pero siento que tengo una
libertad de asociación que no tengo
en la prosa y que me sorprende a mí
mismo de pronto con versos que ni
yo mismo podría explicar. No soy muy
partidario de eso, es decir, mi poe­
sía no se deja conducir por lo que yo
podría definir como vaguedades. No
me dejo seducir, o procuro no de­
jarme seducir fácilmente, por líneas
que son aparentemente incompren­
sibles. Pero hay muchas veces que
tengo que aceptarlas porque siento
que están expresando lo que quería expresar aunque racionalmente no po­
dría explicarlas.
–Me parece que hay otro tema importante en El idioma materno, que es
el de las huellas. Pero quizás una variante de las huellas son las cicatrices.
Las huellas que la vida va imprimiendo en nuestro cuerpo. Cuando tú men­
cionas a Filoctetes, planteas que él es su isla y su herida. Me hizo pensar que
estar heridos nos aísla y al mismo tiempo el aislamiento es un tipo de herida.
¿Filoctetes es una metáfora del escritor? ¿El escritor tiene que volverse un ser
aislado a partir de sus heridas?
–Puede ser, puede ser. No lo había pensado así, pero en un sentido sí.
Y yo diría incluso del poeta lírico, porque Filoctetes lo único que hace, en
lugar de emprender una colonización de su isla, o sea, en lugar de decir “ya
que me dejaron aquí abandonado, pues voy a procurar acondicionar este sitio
lo mejor posible”, en lugar de eso lo único que hace es quejarse todo el tiempo,
40
escribir es darle la espalda al mundo
lamentarse, pero no se da cuenta que se está lamentando cada vez más en
términos más líricos y poéticos porque habla con el mar, con las rocas, con la
playa, con las aves, porque no tiene a nadie más a quien confiar su amargura.
En ese sentido, sí podría ser el paradigma del poeta lírico que de pronto se
encuentra completamente solo, abandonado, incluso humillado como él, y
tiene que encontrar otros destinatarios de su discurso. Tal vez la poesía em­
pieza por ahí, con esa primera libertad de poder comunicarse no sólo con los
propios pares sino con todas las cosas.
–Creo que tu interés por Filoctetes es parecido al que tiene Blanchot res­
pecto a Ulises y Homero, cuando se refiere a ambos como si fueran un mismo
ente. Dice que Homero puede narrar lo que Ulises vive, y a Ulises, cuando retorna,
lo reconocen por su cicatriz. ¿Somos reconocidos por nuestras cicatrices?
–Eso está muy bien porque siempre he pensado que el lenguaje es muy limi­
tado, y el cuerpo suple muchas veces esa limitación, y siento que esto está muy
claro en la narrativa moderna, que confía menos en las palabras y apela cada
vez más a los elementos físicos de los personajes, por ejemplo, sobre todo en
los diálogos. Siempre me ha llamado la atención cómo hemos derivado hacia
diálogos fallidos en la narrativa, donde no se da esa pregunta-respuesta tan
equilibrada como se daba, por ejemplo, en los diálogos de Platón, donde
alguien dice, lo escuchan, debaten, recontrabaten, pero todo parece indicar
que respira un optimismo de comunicación y de lenguaje. Ahora más bien
vivimos un gran pesimismo en este sentido. ¿Quién escucha a quién? Pare­
ciera que nadie quiere escuchar pero quiere que lo escuchen, o escuchamos
pero siempre en medio de ruido, de interferencias, de interrupciones. El ruido
se ha convertido en uno de los interlocutores, o en uno de los destinatarios
inconscientes cada vez más frecuentes, y entonces tenemos que luchar con­
tra tantas cosas para establecer una comunicación. Eso ha cambiado el valor
de las palabras y ha hecho, según yo, acrecentar la importancia de los gestos, de
la mirada, de la voz, que se nota mucho en los diálogos de la narrativa mo­
derna que siempre nos dan la sensación de estar truncos, interferidos, donde
alguien pregunta pero le contestan con otra cosa, y sin embargo sentimos
que esto es real porque ahora así nos comunicamos. El lenguaje siempre está
en crisis. Y la literatura más seria, más atenta, siempre refleja sin querer esa
crisis. Por ejemplo, en esta nueva forma de diálogo.
41
eduardo sabugal
–¿No será que la esencia de la escritura es justamente la interrupción?
Pensando en ese equilibrio platónico de pregunta-respuesta que mencionas, de
turnos de habla casi medidos, algo que podría atentar contra ese equilibrio po­
dría ser justamente la poesía en tanto interrupción. ¿No será por esa razón que
Platón expulsa a los poetas y los condena a una especie de exilio permanente?
–Sí, puede ser interrupción en tanto que la escritura nos sitúa en una
especie de paréntesis donde nos podemos ubicar frente al mundo. En la co­
rriente de la pura oralidad previa a la escritura simplemente vivimos y somos
vividos por las palabras. La escritura, en el momento en el que permanece
inmutable en la página, también nos obliga a abrir un paréntesis inmutable
y a preguntarnos quiénes somos; es decir, introduce un elemento de análisis,
de introspección, que en la pura oralidad no existía. Filoctetes, por ejemplo,
se da en una época en donde la escritura todavía no ha sido muy introyectada
en la época griega: existe desde luego, hay una tradición ya, pero todavía
no ha sido totalmente introyectada. No podemos decir que Filoctetes es un
carácter psicológico. Tiene dos o tres rasgos, que son la amargura y la sed de
venganza, y con eso se construye el personaje; después, sobre esas dos pre­
misas, construye todo su lenguaje, que es un lenguaje de la mente. Un personaje
más moderno, más escrito, obviamente tendría matices y pliegues y replie­
gues que Filoctetes no tiene. Yo creo que la escritura introduce un elemento
de análisis que hace que de pronto podamos descubrir una complejidad en
nosotros que antes era insospechada.
–Esto que acabas de explicar de Filoctetes, ¿tú lo extenderías hasta Hamlet
o en él ya estamos lejos del héroe trágico?
–Quizás en el Renacimiento, que siempre se ha situado como el comien­
zo de la época moderna, las cosas empiezan a cambiar, porque ahí sí pode­
mos decir que la escritura ya forma profundamente parte de la cultura del ser
humano y que aun los analfabetas tienen que dialogar constantemente con la
escritura aunque no la dominen. Probablemente a partir del Renacimiento el
ser humano se vuelve un ser mucho más complejo, matizado, incierto e inconcluso
y no podemos ver, por lo tanto, a los personajes literarios con esa nitidez con
que podíamos ver a los héroes griegos, que eran tan nítidos que tenían el lujo
de un epíteto, es decir, el colérico Aquiles, que ésa era su característica, y
entonces no había mucha psicología de donde escarbar pero sí había muchas
42
escribir es darle la espalda al mundo
peripecias que confirmaban esa có­
lera y sobre ellas se fundamentaba
la literatura de esa época.
–Otro de los temas que hay en El
idioma materno es la constante bús­
queda por definir la escritura, casi fi­
losóficamente. Una metáfora que usas
es el de la traición. ¿Escribir es darle
la espalda al mundo? ¿Traicionarlo?
–Sí, es darle la espalda al mundo,
temporal y parcialmente. Porque, ¿qué
pedimos de un escritor? Que justamen­
te nos devuelva al mundo de frente, que
tanto el poeta como el narrador nos mues­
tren dónde estamos verdaderamente
parados, que nos acerquen un lente que
nos permita comprender lo que sin
ese lente no comprenderíamos. Pero
es un lente. Como toda interferencia,
no deja de traicionar lo que vemos. Lo que vemos a través de unos binoculares,
sabemos perfectamente que no es la realidad: falta la profundidad, por ejem­
plo. Es una representación, pero es una representación que tiene la virtud,
como todas las representaciones, de condensar, cristalizar y comprimir nuestro
posible conocimiento de las cosas. Ése es el destino de la escritura, de la lite­
ratura: como un lente, lo necesitamos para poder ver, pero luego sospechamos
que lo que vemos no es totalmente lo que existe.
–Blanchot habla de una doble soledad. Para escribir, el escritor tiene que
estar aislado pero después, ya que terminó la obra, la misma obra lo expulsa.
¿Tú experimentas eso con tu obra?
–Sí, yo casi nunca releo los libros que he escrito. Sólo si estoy obligado,
por alguna situación, con mucho trabajo voy y vuelvo a leer y procuro que
sea lo menos posible. Primero, por un natural temor a que me decepcione el
libro que he escrito, que quiera corregir, que diga por qué puse esa palabra o
esa línea; y, por otro lado, porque siento que me liberé de algo que quedó en
43
eduardo sabugal
el libro y ahora quiero seguir viviendo, que en mi caso quiere decir “quiero
seguir escribiendo otras cosas”.
–¿El afán que hay por valorar la oralidad que hay en El idioma materno
te llevó a escribir los Cuentos populares mexicanos?
–Es curioso porque yo fui escribiendo los dos libros al mismo tiempo. Como
dices, en El idioma materno hay una constante revaloración de la oralidad o,
por lo menos, un recordatorio de cuán importante es y de cómo la escritura no
logra desterrarla. Pero el trabajo que yo hice en los Cuentos populares mexica­
nos es al revés: luchar contra la oralidad, someterla, conquistarla para poder
introducirla en el molde escrito. Lo que en El idioma materno es un afán un
poco lírico, intuitivo, en el libro de Cuentos populares mexicanos empezó a
tener una aplicación concreta. Yo me enfrentaba a problemas muy puntuales
que reflejan esta diferencia tan grande entre la oralidad y la escritura. ¿Cómo
convertir en un cuento escrito algo que había sido pensado, concebido y vivido
como un cuento oral? Entonces tenía que luchar contra esa abundancia, ese
optimismo propio de la oralidad, para tratar de encajonarla de una manera
muy como de verdugo dentro de la palabra escrita.
–Imagino que eso te representó un problema estilístico, porque estos cuentos
populares que recopilaste, ¿están escritos en tu estilo o en un estilo que pretende
ser anónimo?
–Es imposible escapar del propio estilo por más que uno trate de disimularlo.
Quizá cuando más uno trata de disimularlo es cuando más lo evidencia. Traté
de hacer un trabajo de lo más servicial, eso sí: no traté de lucirme, me contuve
en cuanto a intervención en los cuentos. Pero el simple traslado de lo oral
a lo escrito produce y obliga a transformaciones muy profundas, y más vale
aceptarlas y a partir de eso recalcar el mundo de lo escrito y no quedarse co­
queteando con ambos dominios, que son hasta cierto punto irreconciliables.
Sí, estoy muy consciente de que si alguien más hubiera hecho ese mismo tra­
bajo utilizando los mismos cuentos, el ritmo, la cadencia, la forma, la propia
selección, hubieran sido totalmente diferentes.
44
Qué me encantaba*
E llen B ass
Versión de Rodrigo Flores Sánchez
¿Qué me encantaba de matar a los pollos? Déjenme comenzar
con el camino hacia la granja, cuando la oscuridad
se hundía de nuevo en la Tierra.
La carretera húmeda y brillante como el listón plateado
de un caracol, y el huerto
con sus ramas escuálidas. Me encantaban los delantales amarillos
de goma y el modo en que Janet anudaba mi tirante roto.
Y los altares de acero inoxidable
que blanqueábamos, Brian afilando
los cuchillos, probando el filo con la uña de su pulgar.
Las ochenta y ocho gallinitas agazapadas en sus cajas.
Envolviendo con mis manos
sus alas blancas, las metía en la urna cónica.
what did i love // Ellen Bass // What did I love about killing the chickens? Let me start /
with the drive to the farm as darkness / was sinking back into the earth. / The road damp and
shining like the snail’s silver / ribbon and the orchard / with its bony branches. I loved the
yellow rubber / aprons and the way Janet knotted my broken strap. / And the stainless-steel
altars / we bleached, Brian sharpening / the knives, testing the edge on his thumbnail. All
eighty-eight Cornish / hens huddled in their crates. Wrapping my palms around / their white
wings, lowering them into the tapered urn. /
*
45
Algunas se mostraban desprevenidas al estrecharse el mundo;
algunas cacareaban y revoloteaban; algunas luchaban.
Asía una por una, doblaba sus patas brillosas,
sacaba su cabeza a través del embudo para sacrificio,
su pico de queratina y la hirsuta y vascular cresta roja
que alguna vez las mantuvo frescas
cuando picoteaban en su mansión de herbaje.
Yo no veía esos ojos pétreos. No pedía perdón.
Deslizaba la navaja entre las plumas y hacía
rápidos cortes semicirculares, cercenando
las arterias justo debajo de la mandíbula. La sangre escurría
como vino de una botella. Después, al ver su miga de corazón,
me cuesta creer que una estrella tan pequeña
pudiera brillar de esa forma. Levantaba cada cuerpo, lo sumergía en
agua caliente
hasta que la escamosa membrana de las patas
se desprendía bajo mi pulgar.
Y luego de ser lanzadas al desplumador,
me encantan las aves recién desnudas. Al separar
con precisión cabezas y patas de las articulaciones: riquezas
de un hombre pobre para un caldo dorado. Hacer
Some seemed unwitting as the world narrowed; / some cackled and fluttered; some struggled. / I
gathered each one, tucked her bright feet, / drew her head through the kill cone’s sharp collar, /
her keratin beak and the rumpled red vascular comb / that once kept her cool as she pecked
in her mansion of grass. / I didn’t look into those stone eyes. I didn’t ask forgiveness. / I slid the
blade between the feathers / and made quick crescent cuts, severing / the arteries just under the
jaw. Blood like liquor / pouring out of the bottle. When I see the nub of heart later, / it’s hard
to believe such a small star could flare / like that. I lifted each body, bathing it in heated
water / until the scaly membrane of the shanks / sloughed off under my thumb. / And after they
were tossed in the large plucking drum / I love the newly naked birds. Sundering / the heads and
feet neatly at the joints, a poor / man’s riches for golden stock. Slitting a fissure /
46
una grieta, alcanzar su cavidad,
liberar los órganos, el derrame del intestino, las mollejas teñidas de azul,
las bolsitas de los pulmones, los corazones majestuosos,
y aflojar, escrupulosamente, de la vesícula el hígado fofo,
su amarga bilis. Y la fascia desplegándose
como un abanico transparente. Cuando jalo el esófago
por el pescuezo, me encanta la succión y la distensión
al desprenderse. Luego cerceno el ano con su grisácea perla
de caca. Una y otra vez, mis manos exploran
cada cueva, aprenden a ver con las yemas de los dedos.
Como forastero en un país desconocido,
entrando en iglesia tras iglesia. En cada una, las mismas figuras
de la Virgen, el Cristo crucificado,
que siempre consideré aterrador,
hasta que Marie dijo que era tierna,
la imagen más tierna, cada santo y cada prisionero político,
cada poeta encarcelado y cada monje en llamas.
Pero aunque tengo todo el tiempo del mundo
para pensar pensamientos así, no lo hago.
Estoy en blanco al enjuagar cada esqueleto,
reaching into the chamber, / freeing the organs, the spill of intestine, blue-tinged gizzard,
/ the small purses of lungs, the royal hearts, / easing the floppy liver, carefully, from the
green gall bladder, / its bitter bile. And the fascia unfurling / like a transparent fan. When I
tug the esophagus / down through the neck, I love the suck and release / as it lets go. Then
slicing off the anus with its gray pearl / of shit. Over and over, my hands explore / each cave,
learning to see with my fingertips. Like a traveller / in a foreign country, entering church
after church. / In every one the same figures of the Madonna, Christ on the Cross, / which I’d
always thought was gore / until Marie said to her it was tender, / the most tender image, every
saint and political prisoner, / every jailed poet and burning monk. / But though I have all the
time in the world / to think thoughts like this, I don’t. / I’m empty as I rinse each carcass, /
47
y esto es lo que más me gusta.
Como cuando se apaga el refrigerador y escuchas
el silencio. Mientras el sol ascendía
nos quitábamos nuestras sudaderas y trasladábamos las hieleras a la
sombra,
pero salvo eso, no transcurría el tiempo.
No tenía hambre. No deseaba detenerme.
Estaba tomando aire de una reserva luminosa.
Doblábamos cada pollita, colocándola en una bolsa de plástico,
las congelábamos y las subíamos a los coches.
Amaba la verdad. Incluso en esta única cosa:
ver de frente a lo terrible,
el pacto unilateral que hacemos con lo vivo de este mundo.
Al final, restregábamos las mesas, con la manguera limpiábamos la sangre
seca,
la mancha que florecía a través del agua.
and this is what I love most. / It’s like when the refrigerator turns off and you hear / the silen­
ce. As the sun rose higher / we shed our sweatshirts and moved the coolers into the shade, /
but, other than that, no time passed. / I didn’t get hungry. I didn’t want to stop. / I was brea­
thing from some bright reserve. / We twisted each pullet into plastic, iced and loaded them
in the cars. / I loved the truth. Even in just this one thing: / looking straight at the terrible, /
one-sided accord we make with the living of this world. / At the end, we scoured the tables,
hosed the dried blood, / the stain blossoming through the water.
48
Modernolatría futurista, odio al pasado
y culto al arte dinámico
J orge J uanes
Descomponemos y recomponemos el universo
según nuestros maravillosos caprichos para
centuplicar la potencia del genio creador ita­
liano y su predominio absoluto en el mundo.
Marinetti
marinetti y el primer manifiesto de arte futurista
Nadie que reflexione sobre el futurismo puede eludir el nombre del poeta
Filippo Tommaso Marinetti, quien fuera no sólo el artífice del Primer ma­
nifiesto futurista1 sino también un discutible animador de las vanguardias
artísticas. Sobre el Manifiesto se ha escrito mucho y, en rigor, poco queda
por agregar. Sin embargo… quisiera empezar por poner sobre el tapete una
duda: ¿se trata en realidad de un manifiesto artístico? ¿En verdad puede
alcanzarse –a partir de las premisas bélicas, nacionalistas y modernolátricas
del Manifiesto– una renovación del arte? Preguntas pertinentes, pues tómese
en cuenta que Marinetti no ofrece en su texto incendiario ninguna proclama
netamente artística, lo que no es de extrañar, ya que –al menos en su ori­
gen– los futuristas carecen de un programa estético concreto, es decir, de
propuestas que alumbren tomas de posición intrínsecas respecto a las artes
1
F. T. Marinetti, “Manifiestos y textos futuristas”, en Le Figaro,
Francia.
20
de febrero de
1909,
49
jorge juanes
heredades (la pintura y la escultura) o a
las artes emergentes.
Afrontemos nuestros interrogantes. De
Marinetti puede decirse que fue al mismo
tiempo nacionalista y cosmopolita; pasio­
nal y provocador; brillante orador, ególatra
y seductor; defensor de la libertad y del
fascismo, o sea, incongruente y contradic­
torio a más no poder. A fin de cuentas, un
poeta vanguardista que puso la sintaxis pa­
tas arriba. Místico del performance mediá­
tico y callejero, pocos como él traen consigo
el escándalo y pocos como él arrebatan a
sus seguidores y provocan la ira de sus de­
tractores. Marinetti sigue interesándonos
por haber planteado el reto que representa
para el arte el advenimiento de la era de
la máquina, de la velocidad. Y para entender al esteta iracundo, nada mejor
que leer sus textos artísticos y políticos, buscando destacar lo que está en
juego, tanto lo que suscita la reflexión como lo que invita a tomar distancia.
Marinetti no será entonces para nosotros más que un personaje sintomático
de una época convulsa, una especie de vocero del nihilismo tecnocrático
europeo presto a conquistar el mundo. Leemos en La guerra eléctrica: “Será
el vencedor el pueblo más olvidadizo, el más futurista, el más sabio, el más
industrial (…) El milagro, al gran milagro soñado por los antiguos poetas, se
opera en torno nuestro. Por todas partes brota el nacimiento anormal de las
plantas bajo el esfuerzo de la electricidad artificial de alta tensión.”
Por el momento se trata de interrogar el futurismo a lo Marinetti, ya
después afrontaremos otras posibles derivas de ese movimiento. Empecemos
por donde hay que empezar: el Manifiesto de 1909. Si algo cabe destacar en
lo inmediato es la defensa a ultranza –puesta aquí de relieve– de la moderni­
dad concretada en móviles técnico-industriales. Tan a ultranza que podemos
calificar a Marinetti de representante paradigmático de la modernolatría. El
objetivo del poeta diabólico estriba, adelantemos prendas, en sacar a Italia
50
modernolatría futurista
del atraso en que se encuentra, particularmente en el plano de la cultura: “Es
Italia desde donde nosotros lanzamos por el mundo este nuestro Manifiesto
de violencia, arrasadora e incendiaria, con el cual fundamos hoy el Futuris­
mo, porque queremos liberar a este país de su fétida gangrena de profesores, de
arqueólogos, de cicerones y de anticuarios.” Marinetti alude a la petrifica­
ción del arte italiano tras la revolución renacentista, que convirtió a la nación
en un mausoleo dedicado a mitificar y restaurar el arte del pasado, cuando no
a alimentar la industria de la cultura reservada a turistas extranjeros ávidos
de ruinas. De allí la sentencia imperativa: “Queremos destruir los museos,
las bibliotecas, las academias de toda especie (…) Los absurdos mataderos
de pintores y escultores (…) Quemar los estantes llenos de libros.”
Puesta la cultura en la picota de un pasado glorioso pero anacrónico que
paraliza el presente-futuro, queda lo que queda: sacar el martillo de los ar­
marios y demoler la herencia mitificada. Traer a cambio el rejuvenecimiento
de las artes en nombre de la belleza moderna, incomparablemente superior
a las “urnas funerarias” conservadas en los museos: “Una belleza nueva, la
belleza de la velocidad. Un automóvil de carreras con su capó adornado de
gruesos tubos semejantes a serpientes de aliento explosivo (…) un automó­
vil rugiente, que parece correr sobre la metralla, es más hermoso que la
Victoria de Samotracia.” Odiar y negar el pasado, olvidarlo, se torna, por
consiguiente, imperativo para que el arte italiano pueda ser protagonista del
arte contemporáneo. Repudio que debe acompañarse del potencial del pre­
sente-futuro, presidido por las fuerzas desatadas por la revolución industrial:
la energía, la velocidad y la dinámica del mundo maquínico; el cambio in­
cesante, los shocks, el vértigo y la vida de las grandes ciudades; rascacielos,
cables eléctricos, fábricas, chimeneas, vida nocturna…
¡Temedlo todo del Pasado carcomido! ¡Esperadlo todo del porvenir! Confiad en el
progreso que siempre tiene razón –leemos en La guerra eléctrica–, hasta cuando
es injusto, porque es el movimiento, la vida, la lucha, la esperanza…
Guardaos de intentar la crítica del Progreso. Aun cuando sea impostor, pérfi­
do, asesino, ladrón, incendiario, el progreso siempre tiene razón…
Contemporaneidad artística significa, reiterémoslo, exaltar el automóvil
y la motocicleta, el ferrocarril y el aeroplano, el gramófono, el teléfono y el
51
jorge juanes
telégrafo, el cine y la fotografía, el despliegue impetuoso de la electricidad,
la moda y el espectáculo mediático. Significa también sustituir por luz arti­
ficial la luz de la luna adorada por romanticismos caducos y entusiastas de
ambientes simbolistas de bazar oriental. No falta la defensa del amor libre.
Ni importa que el rejuvenecimiento de la historia y del arte traiga consigo
violencia y crueldad. No debe sorprender, entonces, que el Segundo mani­
fiesto futurista (¡Matemos el claro de luna!) reafirme con fuerza el culto a la
guerra, patente ya en el Primer Manifiesto (donde podía leerse aquello de “la
guerra como única higiene del mundo”): “¿Qué si amamos la guerra? (…)
Es nuestra única esperanza, el móvil de nuestra vida y nuestro anhelo más
ferviente (…) ¡Sí!; la guerra contra vosotros, que morís lentamente, y contra
todos los muertos que obstruyen el camino (…) Preferimos la muerte violen­
ta y la glorificamos como la única digna del animal de presa que se llama
hombre.” El odio al pasado ruinoso encarnado en ciudades como Roma, Ve­
necia y Florencia, se complementa, atendamos, con el desprecio a la “mujer
veneno”, al amor trasnochado y a la aborrecible familia, a los horarios y a la
vida reglamentada; a los curas, a los agentes policiacos, a los comunistas, a
los “mercaderes de la argumentación” (léase abogados) y a los magistrados;
a los austriacos y a los alemanes, sin que falte la repulsa absoluta al Vaticano
y a sus fieles. Por franqueza no queda.
Generoso con los suyos, pues –a diferencia de Breton, por ejemplo– no
gusta de las excomuniones, lanza, en cambio, golpes frontales contra los
enemigos. Practica, por lo demás, una escritura desequilibrada, libertaria,
incontrolable, en la que reconocemos la influencia del decadentismo y el
simbolismo (negada, a fin de cuentas); del anarquista Bakunin, del llamado
a la acción directa de Sorel; del Nietzsche demoledor que clama por la in­
versión de los valores existentes y la afirmación de una vida radical y arries­
gada (por cierto, Marinetti gusta de los toros); del vitalismo de Bergson…
Textos en que los héroes del futuro son reconocibles: aviadores, automovilis­
tas, soñadores de la velocidad, ingenieros eléctricos, hombres poshumanos
e inmortales forjados por el golpe de las máquinas (“Nosotros preparamos la
creación del hombre mecánico de partes cambiables. Nosotros lo liberare­
mos de la idea de la muerte”) y emancipados de sentimentalismos lacrimo­
sos; agitadores pro modernos, defensores de la ciencia y de la gran industria;
52
modernolatría futurista
artistas entregados al vértigo de la creación incesante… Se trata, en suma
(Manifiesto de la imaginación sin hilos, mayo 1913), de “la renovación com­
pleta de la sensibilidad humana”. Quisiéramos resumir este primer bloque
con palabras del propio Marinetti (Democracia futurista, 1919), donde, de
paso, se desmarca del anarquismo:
Los anarquistas se contentan con atacar las ramas políticas, jurídicas y económi­
cas del árbol social, mientras que nosotros queremos mucho más. De este árbol
queremos arrancar y quemar hasta las más profundas raíces, aquellas que están
plantadas en el cerebro del hombre y que se llaman: manía del orden, deseo del
mínimo esfuerzo, adoración fanática de la familia, preocupación por el sueño y la
comida a hora fija, estatismo, veneración de lo viejo y antiguo, horror a lo nuevo,
desprecio a la juventud y a las minorías rebeldes, veneración del tiempo, los
años acumulados, los muertos y los moribundos, necesidad instintiva de leyes,
de cadenas y de obstáculos, horror a la violencia, a lo desconocido y a lo nuevo,
miedo a la libertad total.
futurismo y fascismo
Tras lo expuesto, queda claro que el proyecto modernolátrico, “efecto de los
grandes descubrimientos científicos”, tiene la última palabra en términos
artísticos, e incluso pretende abarcar todas las esferas del mundo social,
empezando por la cultura y la política; de allí la adhesión de Marinetti a un
proyecto totalizador como el fascismo, comandado por su gran amigo, Mus­
solini. En 1918 se funda, consecuentemente, el Partido Político Futurista en
donde “un movimiento artístico se convierte en un partido político”. Con esto
se pretende que el panitalianismo se despliegue en escala internacional. De
democracia, parlamento y cosas por el estilo, nada de nada; mejor un par­
tido, un ideario, un líder carismático; aún mejor: el Estado corporativo y la
unidad sin fisuras. Y manifiesto tras manifiesto, poseído –por si fuera poco–
por un nacionalismo militante y delirante (dirigido a “la sangre de la raza
latina”), Marinetti reitera hasta la obsesión los argumentos estético-fascistas
(“heroísmo intelectual y nacionalismo belicoso”) que definen su ideario: “La
palabra Italia debe prevalecer sobre la palabra libertad.” Sucede, así, que la
verdad indiscutida del programa defendido se torna cada vez más intoleran­
te, y nada de “medias palabras”.
53
jorge juanes
Si se examina a fondo el asunto, advertimos una contradicción que no
deja de ser paradójica y de funestas consecuencias. Puede aceptarse, con los
futuristas, que la exaltación de las fuerzas productivas modernas deje de es­
tar cien por ciento al servicio del logocentrismo y del dominio instrumental
del mundo (recordemos que Marinetti ensalza la irracionalidad productiva o,
más bien, rechaza el Principio de Razón como fundamento de la modernidad).
Pero nos parece quizá peor el remedio que la enfermedad, pues tal remedio
no es otro que el nacionalismo desaforado que identifica a Italia con la medi­
da vital y cultural del mundo. Nacionalismo que, en boca de los fascistas, se
remonta a la Italia eterna de raíces arcaicas que, faltaba más, encuentra su
centro de representación en el Estado ideocrático y aglutinador que define,
en última instancia, la identidad esencial de ciudadanos e individuos. Tal
encumbramiento fascista del Estado-nación, no sobra advertirlo, termina­
ría por englobar al propio futurismo. Tendríamos, asimismo, la discutible
identificación del superhombre nietzscheano con el mito cesáreo del hombre
fuerte que, espoleado por la voluntad de dominio, se eleva por encima de las
masas anonadadas afirmando su derecho de mandar y ser obedecido.
Diferencias aparte, el futurismo sostiene valores similares a los de cier­
tas propuestas de Mussolini y sus hordas: el culto dionisiaco a la juventud
y a la virilidad, a la intuición y el vitalismo, sin faltar la celebración de la
muerte heroica, el riesgo perpetuo, la inestabilidad, el profetismo apocalíp­
tico, el patrioterismo, la violencia mesiánica y la mística de la destrucción.
Cabe agregar que los seguidores de Marinetti sostienen el principio autori­
tario del no hay más ruta que la nuestra; no en vano son la vanguardia de las
vanguardias. Los futuristas pretenden representar el ala izquierda artístico
cultural del fascismo, pero sus aliados no piensan lo mismo. De modo que la
estetización de la política puesta al servicio del poder de Estado, propalada
por los fascistas, poco tendrá que ver, a la larga, con el arte futurista.
Quien a hierro mata a hierro muere: la restauración del arte cesáreo,
tan al gusto de la Roma eterna –y no del futurismo– será, a final de cuentas,
el arte del fascismo. De “nuevo” la arquitectura monolítica, símbolo de un
régimen político indestructible; de “nuevo” los monumentos que consagran
al demagogo en turno, adornados con estatuas y carteles de los símbolos
unificadores, y rituales histéricos presididos por el gran gesticulador, y… la
54
modernolatría futurista
mierda de la voluntad de muerte acompañada por la energía y el estruendo
del armamento bélico. Aquí queríamos llegar. La forja –a partir de 1912–
de un arte netamente futurista va a conducir, desde adentro (Marinetti: “El
potencial político del arte se encuentra en el propio arte”), a una contradic­
ción que no tardará en manifestarse: la imposibilidad de engranar el arte
de vanguardia con las políticas totalitarias, patente en la destrucción de las
vanguardias artísticas: parcial por parte del fascismo y absoluta por parte del
nacionalsocialismo y el comunismo. Víctima de su ceguera política, tampoco
el futurismo se salva de la quema. Queda sepultado por el culto conservador
fascista a Roma, a la antigüedad y a la tradición clásica.
Marinetti representa el futurismo. ¡Y vaya que lo defiende! Quiere con­
vertirlo en un modo de pensar, de sentir, de actuar. Busca incluso –aunque
sin éxito– convencer a sus partidarios de que el haber sido proclamado Aca­
démico de Italia por el mismísimo Mussolini (18 de marzo, 1929) cristaliza
la oportunidad de llevar al fascismo las semillas de la libertad, y de pro­
teger, de paso, el futurismo del sistema imperante. Pero para sus adentros
sabe, debe de saberlo, que Mussolini y los suyos defienden “la romanidad”,
la Italia eterna, el pasadismo, las ruinas imperecederas, el academicismo
acompañado del anti-vanguardismo artístico, el ridículo paso de ganso mili­
tar… Defender lo vanguardista en el arte significa defender un arte abierto,
experimental, de minorías, antes que consagrado a las masas. Lo contrario,
así, del fascismo. No debe sorprendernos que en pleno auge fascista los fu­
turistas rechacen pública y enérgicamente el calificativo de arte degenerado
que sirviera para justificar la liquidación de las vanguardias en manos de
las huestes de Hitler. Recuerdo, para quien lo haya olvidado, que Marinetti
no comulga con el antisemitismo. Marinetti se encuentra en medio de un
dilema que acompaña sus andanzas por el mundo: por un lado es fascista,
nacionalista, defensor de la guerra patria; por el otro, es poeta, vanguardista
pro moderno, libertario, cosmopolita.
La suerte está echada. Sabemos que el fascismo –y el nacionalsocia­
lismo con mayor énfasis– defiende el arte total (estetización de la política)
al considerar a los hombres como materia prima moldeable a capricho del
poder absoluto del Estado, lo cual se concreta en la reiterada celebración de
espectáculos de masas para propiciar el éxtasis colectivo y la consecuente
55
jorge juanes
postración ante el omnisciente y carismático líder en turno. De lamentable
puede calificarse también el surgimiento de un cuerpo de intelectuales y
artistas que sirven –sin rechistar– a los autoproclamados “artistas de artis­
tas”, llámense Duce o Fuhrer o… porque resulta preocupante –y habrá que
encararla en su momento– la fascinación de un sector destacado de la intelli­
gentsia por los hombres fuertes. Sobran ejemplos. Pero dejemos esto. Reitero
tan solo que el arte ha sido –y debe seguir siendo– un baluarte consagrado
a vindicar las proclamas emancipadoras que la política de los políticos se
empeña en aniquilar.
Antes de entrar de lleno a los problemas estrictamente artísticos del
futurismo, me parece pertinente subrayar que el Primer manifiesto futurista
–como muchas de las propuestas de Marinetti– acusa la falta de una reflexión
profunda sobre la aventura del arte moderno a partir del Renacimiento.
Aventura emancipadora donde se defiende –con conciencia de causa y pasión
extrema– que el arte tiene un territorio propio y, por lo tanto, hay que juz­
garlo por sus obras y sus fundamentos consagrados a potenciar la libertad de
los individuos singulares y soberanos. Hablamos de una relación abierta de los
hombres entre sí y con la naturaleza, basada en la copertenencia y ajena a
políticas de dominio de cualquier índole. Que Marinetti abrigara la esperanza
de que el mundo obedeciera a una artecrazia –esto es, a un orden universal
dirigido por poetas, artistas y pensadores autónomos– choca precisamente
con dos realidades del arte que no pueden echarse en saco roto: 1) el arte
dista de ser un discurso del poder o un instrumento para pergeñar homo­
geneidades gregarias, y 2) el arte es margen, diferencia, extemporaneidad
demoledora de pensamientos únicos o de culto a la violencia.
propuestas artísticas
Marinetti, el escritor, el poeta
Toda empresa de demolición tiene sus riesgos. Marinetti los encara al propo­
nerse demoler sin contemplaciones (Manifiesto técnico de la literatura futu­
rista, 11 de mayo de 1912) la sintaxis heredada de tiempos inmemoriales. Abolir,
abolir el adjetivo, el adverbio, la puntuación, el yo y, si se puede, ir más
56
modernolatría futurista
allá del verso libre. Suprimir el como,
el cual, el así, el parecido a; las pausas
absurdas de los puntos y las comas…
Escritura extrema que dispone “los sus­
tantivos al azar, tal como nacen”, en donde
“los verbos deben usarse en infinitivo”.
“Y para acentuar ciertos movimientos e
indicar sus direcciones [deben emplear­
se] signos matemáticos: + > < - x: =, y
signos musicales.” Cadena de trasfigu­
raciones que debe ir acompañada, ade­
más, de tupidas redes de “imágenes y
analogías” novedosas, nunca evidentes
o estereotipadas, chocantes, inesperadas,
ilógicas… capaces de “alcanzar la vida de la materia”. Escritura ajena al
hombre averiado por las bibliotecas y los museos, por la psicología, por el
sentimentalismo. Se trata de cantar a la energía viva de la materia, “a sus tor­
bellinos de electrones”; vaya: “Queremos representar, en literatura, la vida
del motor, nuevo animal instintivo del que conoceremos el instinto general
cuando conozcamos los instintos de las diferentes fuerzas que lo componen.”
Todo esto desde un aeroplano en vuelo. Y los vuelos suelen marear:
“El calor de un pedazo de hierro o de madera es para nosotros mucho más
apasionante que la sonrisa y las lagrimas de una mujer.” Sin comentarios. La
literatura –prosigue nuestro amigo Marinetti– debe contener el ruido del dina­
mismo de los objetos, el peso o la facultad de vuelo de los objetos, el olor o el
espaciamiento de los objetos. Poesía de intuiciones, no de la inteligencia; de
imágenes, no de conceptos. Eso, “una maquina sin hilos”, palabras al viento,
en libertad: “Después del verso libre, por fin las palabras en libertad.” ¿Que
todo lo hasta aquí señalado propicia desorden? Bienvenido el desorden. Lo
inactual y pasadista se leerá en lo sucesivo en la escritura blanca, aseada,
erudita, académica, aburrida. La escritura actual, negra e intempestiva, se
leerá en la poesía y en la prosa sin fronteras que dilapida gloriosamente la
desconcertante energía desatada por la modernidad. Si Marinetti provoca la ira
de los escoliastas se debe a la ruptura de la escritura canónica.
57
jorge juanes
gino severini
Advirtamos de entrada que el Manifiesto técnico de la literatura futurista tuvo
una inmediata influencia sobre los futuristas. Buen ejemplo de ello es el en­
sayo de Severini, Las analogías plásticas del dinamismo. Manifiesto futurista
(texto de septiembre-octubre de 1913 que, por cierto, no gustó a Marinetti; de
allí que se publicara apenas en 1958). Severini viaja a París en 1906 y pronto
se informa de los modos pictóricos del divisionismo a la francesa originado
en Georges-Pierre Seurat (que ilustran cuadros como Primavera en Montmartre,
1908-1909). Metido de lleno en la vida de la gran urbe, se hace amigo de la
mayoría de los vanguardistas residentes en París. Junto con Umberto Boc­
cioni, Carlo Carrà, Luigi Russolo y Giacomo Balla, firma el Manifiesto de los
pintores futuristas (Milán, 11 de abril de 1910). Se ha dicho, con razón, que
Severini intenta tender un puente entre los futuristas italianos y Amadeo
Modigliani, Guillaume Apollinaire, Pablo Picasso y compañía.
Pintor refinado y elegante, con una marcada tendencia a lo decorativo,
no sólo fue uno de los animadores de la Exposición futurista de 1912 en París,
sino que deleitó a los franceses con La danza del “Pan-Pan” en el Mónico
(1910-1911). Pero vayamos a lo sustantivo. Severini comienza su manifiesto con un
fuerte compromiso con el arte: “Queremos hacer que el universo se sostenga
en la obra de arte.” Para lograrlo, el arte tendrá –antes que nada– que aco­
ger en su seno justo eso, el universo: “condiciones plásticas ligadas a todo
lo universal” mediante “un inmenso círculo de analogías, que empiezan por
las afinidades y semejanzas y llegan hasta los contrarios o las diferencias es­
pecíficas”. La analogía es, para el pintor, la matriz misma que debe presidir
la mirada, el sentir y el recordar, matriz que regula, a la vez, la relación con la
realidad, las demandas de la sensibilidad y la memoria y del orden pictórico
constructivo. Derivas analógicas que unifican/ potencian, la “intensificación
plástica”. Severini distingue aquí “analogías reales” o evidentes y “analo­
gías aparentes” o forzadas, como lo quería Marinetti: un acto de amor que
liga todo con todo, superando distancias y diferencias. “Por medio de las
analogías, pues, penetramos cuanto hay de más expresivo en la realidad y
presentamos simultáneamente la materia y la voluntad en el summun de su
actividad intensiva y expansiva.”
58
modernolatría futurista
Hay que encontrar los resquicios que engranen en términos artísticos,
las aberturas que permitan el casamiento de las analogías, recurso que –a nues­
tro entender– tiene su precedente en Baudelaire. Analogías en las formas,
en las sensaciones (“la sensación encontrada en un caso puede trasladarse
a otro caso totalmente diferente”) y en el plano del color; analogías circuns­
critas a crear un estilo pictórico “orquestal a la vez policromo, polifónico y
polimorfo [que pueda] abarcar la vida de la materia”. En pleno diálogo con
el cubismo, Severini se plantea ir más allá del instante en curso, de la im­
presión sentida en un momento dado, incluyendo el recuerdo mediante la
pintura de analogías.
El recuerdo actuará, pues (…) como particular y verdadera causa emotiva, inde­
pendiente de toda unidad de tiempo y de lugar (…). En una época de dinamismo
y simultaneidad, no puede separarse una realidad cualquiera de los recuerdos,
las afinidades o las aversiones que su acción expansiva evoca simultáneamente
en nosotros, que son otras tantas realidades abstractas, puntos de referencia para
llegar a la acción total de la realidad en cuestión.
Los argumentos de Severini son claros y coherentes. Decíamos que lle­
ga a París en 1906 y cae rendido ante la dinámica diurna y nocturna de la
ciudad: los teatros, los cafés cantantes, los bulevares, la animada discusión
entre los artistas de vanguardia. Todo un banquete para un pintor futurista.
La orquestación fragmentada que pareciera inspirada en los rompecabezas
al uso, la seductora riqueza cromática (ahí radica su diferencia con el cubis­
mo), la sabiduría constructiva, el encabalgamiento de microplanos de colo­
res puros (Severini prescinde aquí del divisionismo), entretejidos en tupida
red con los múltiples ciudadanos en movimiento de El bulevard (1911) son
buena muestra –siempre el ritmo, ritmo sobre ritmo– de la simbiosis del
pintor y la gran urbe. Deponiendo los restos de perspectiva tridimensional
presentes todavía en El bulevard, observamos que tanto en su Autorretrato
de 1912-1913 como en Norte-Sur (1912), por poner algunos ejemplos, Severini
opta por morfologías bidimensionales otorgándole a la superficie del lienzo,
por lo tanto, el protagonismo pictórico.
Excepciones aparte (Automóvil en movimiento, 1912-1913), en su obra fu­
turista Severini se inclina más por la dinámica plástica del mundo del baile
59
jorge juanes
que por la dinámica del automóvil o de la máquina. El tema de las bailarinas
en acto goza de sus preferencias. Bailarina en azul (1912) y Dinamismo de
una danzante (1912) patentizan –mediante descomposiciones analíticas de
braceos o de zapateados– el buscado movimiento (el Fru-fru que tanto gusta­
ba por aquella época) propio de la modernidad. Ritmo, liviandad, armonía. Y
si de dinámica y goce vital hablamos, Fiesta en Montmartre (1913) se lleva la
palma. Destaquemos también que, en el lienzo Analogías plásticas, Severini
se ve tentado a seguir el camino de la abstracción. Viene la guerra, cambia
la iconografía. Cañones, trenes blindados y armas destructivas apagan las
luces centelleantes y los vivaces colores en favor de los colores sordos. Se­
verini proseguirá, avanzado 1916, con su aventura pictórica. Su obra tiende
a dialogar con el cubismo sintético a lo Juan Gris, pero tomando la debi­
da distancia respecto al ascetismo y la pureza plástica del artista español.
Concluye, finalmente, su aventura vanguardista de manera semejante a la
de muchos de sus compañeros de viaje futuristas (pienso en Carrà): propo­
niendo un retorno al orden, previa vindicación de Giotto. La Italia eterna
termina, así, ganándole la partida a la Italia modernolátrica.
boccioni , ideario de la pintura dinámica
Fundamentación teórica
A diferencia del expresionismo del grupo El Puente, el fauvismo y el cubis­
mo –que habían avanzado un largo trecho en su propuestas vanguardistas–,
el futurismo cuenta desde 1909 con el manifiesto de Marinetti, pero carece
de una propuesta artística propia y en curso. Como lo expresa el propio Ma­
rinetti: “A los manifiestos y a las polémicas les siguen los hechos: las obras
de los poetas.” Umberto Boccioni comparte el ideario de Marinetti en cuanto
lo conoce: defender a cualquier precio la modernidad industrial, dinámica
y entregada a la velocidad; celebrar la grandeza incomparable de la raza
latino-italiana (“¡Preconizamos que Italia sea la única heredera futura de
la latinidad!” “El genio artístico italiano. El más poderoso de la raza huma­
na”. “Estamos definitivamente a la cabeza del arte mundial”); rechazar con
decisión la Italia arqueológica, reconocer la necesidad de olvidar el pasado
60
modernolatría futurista
y apostar por lo nuevo encarnado en la estética de la velocidad; repudiar lo
alemán y lo austriaco; arremeter contra los libros, los museos y las acade­
mias; afirmar el heroísmo vital que debe desembocar en el campo de bata­
lla… Por ahí podíamos continuar.
Antes de morir a consecuencia de una caída del caballo mientras hacía
un ejercicio militar, y tras padecer en los hechos los horrores de la guerra,
Boccioni lanza una advertencia que seguramente habría decidido los derro­
teros de ahí en adelante: “De esta existencia saldré despreciando todo lo
que no sea arte.” Que el programa político futurista guíe sus acciones políticas
no significa, por lo demás, que Boccioni tenga resuelto su ideario artístico.
A ello se entrega en cuerpo y alma, a pensar en textos (“Sólo ve bien quien
piensa bien”) y a concretar en obras la propuesta futurista. Sus metas artís­
ticas podrían resumirse, en términos generales, de la siguiente manera (me
baso tanto en la obra del artista como en su libro de ensayos Estética y arte
futuristas): realizar un arte propositivo y netamente contemporáneo conforme
a las derivas de la modernidad en curso. Arte que debe mostrarle al mundo
la diferencia italiana –entiéndase, la originalidad del futurismo– frente a las
propuestas surgidas en Francia: impresionismo, post-impresionismo, cubis­
mo…
Es cierto que Boccioni reconoce sus deudas con las vanguardias afin­
cadas en París (el post-impresionismo practicado al principio por Giacomo
Balla tuvo mucho que ver al respecto), los impresionistas a la cabeza: “Los
impresionistas fueron los auténticos iniciadores de la ruptura con el pasa­
do.” Para él, los Monet y compañía realizan en pintura algo que debe ser
rescatado: la “vibración atmosférica” que propicia el encuentro y la empatía
entre los objetos mostrados y el entorno circundante: “Por primera vez un
objeto vive y se completa con el ambiente en una relación de influencia re­
cíproca”, lo que implica incluir en la pintura “la relatividad del tiempo y del
lugar” (quisiera agregar, por mi parte, que la ruptura con las formas cerradas
y absolutas en favor de la copertenencia de las formas abiertas al espacio
y las atmósferas circundantes la había logrado ya Diego Velázquez en Las
meninas). Queda indicar que, sin embargo, el impresionismo sólo logra la
compenetración de todo con todo en el plano del color; faltaría la propuesta
futurista: “la compenetración y simultaneidad de las formas”.
61
jorge juanes
De acuerdo. El cubismo logra, a su manera, el entrelazamiento y la si­
multaneidad de las formas, pero a costa de perder –subraya Boccioni– la
atmósfera que las atraviesa y reúne radicalmente hablando. La disección
analítico-anatómica de las formas practicada por el cubismo se queda en
lo estático, subrayémoslo, con lo que se pierde la sensación dinámica que
en la modernidad preside la relación de todo con todo. Los cubistas serían,
así, pintores de museo (algo de ello hay también en Paul Cézanne), fieles al
clasicismo anacrónico, ya que eluden las condiciones espacio-temporales y
los estados anímicos determinados por el mundo de la vida que transcurre
ante nuestros ojos. Hay que vivir la sensación y encarnarla, eternizarla, “sin
por ello volver a una construcción estática de los cuerpos”. Se trata, en fin,
de superar el impresionismo en vez de negarlo (cubismo). Boccioni propone
el “objeto-ambiente”, u objeto atravesado por la atmósfera, como “unidad in­
divisible”, vale decir, “la solidificación de la impresión sin amputar el objeto
o aislarlo del único elemento que lo nutre: la vida, o sea, el movimiento. De
esta manera evitaremos caer en lo que ha sido la pintura hasta el presente:
una enumeración de objetos recortados sobre un fondo”. Retengamos este
primer balance: “Si para los impresionistas el objeto es un núcleo de vibra­
ciones que aparecen como color, para nosotros, los futuristas es, además, un
núcleo de direcciones [líneas-formas-fuerza] que aparecen como forma.”
Volviendo al cubismo (Qué nos separa del cubismo), reiteraremos que
Boccioni lo acusa de ser racional y científico en exceso, y de estar presto a
aniquilar las posibilidades dinámicas del color y los empujes dinámicos de
las formas. La simultaneidad fragmentada del cubismo analítico de Picasso,
por poner un ejemplo supremo, se muestra incapaz de vivir –entiéndase– los
objetos en “su acción” y unidad inescindible=simultaneidad futurista. “En
consecuencia, lo que se extrae son sus elementos muertos, con los que jamás
se logrará componer algo vivo (…) Por tanto, Picasso destruye la emoción
al paralizar la vida del objeto.” El cubismo equivaldría a una disección de
cadáveres: “Fabrican un ser muerto, embalsamado.” Falta lo que falta (El
estado de ánimo plástico): las relaciones de las fuerzas interactuantes que
definen el objeto-ambiente, o mejor, la sensación y la simultaneidad de la
vida dinámica, moderna, en el objeto. Por si fuera poco, el cubismo peca de
pasadista, de arcaico; demasiado arte negro, egipcio…, demasiado culto a
62
modernolatría futurista
lo pre-moderno: “Ninguno de nosotros, pintores y escultores futuristas, pa­
dece de ese arcaísmo que comporta una inmovilidad hierática de solemne
antigüedad que nos repugna.” Ajuste de cuentas mediante el cual Boccioni
hace frente a los críticos de arte que asocian, sin más, el futurismo con el
cubismo, perdiendo, en consecuencia, la diferencia del primero. “Queremos
buscar en las necesidades incesantes de la vida, en la forma en que éstas
se manifiestan, las leyes de una nueva –¡absolutamente nueva!– conciencia
plástica.”
Para acoger “el devenir dinámico”, Boccioni propone apresar el objeto
en los dos movimientos que lo constituyen, el relativo y el absoluto. Con
“movimiento absoluto” hace referencia al movimiento intrínseco que todo
objeto tiene por sí, idea inspirada por cierto en Seurat; al respecto, repárese
en que el cuadro Riña en galería recrea el divisionismo del pintor francés
elevado a principio formal encaminado a dotar de uniformidad la superficie
de la tela. Resumamos así: Los objetos tienen una sensación propia (“hálito
o palpitación del objeto”) e irreductible a la proyección de subjetividad al­
guna. El divisionismo o puntillismo acogería tal sensación. Empero, cada
época histórica descubre o atiende determinada particularidad de la cosa
misma, la modernidad cumple la regla concentrándose en las fuerzas diná­
micas inscritas en este o aquel objeto. Dinamismo que, a juicio de Boccioni,
representa una parte alícuota del dinamismo universal que preside el mun­
do (no en balde en la obra de madurez buscó aunar el movimiento cósmico
y el movimiento mecánico), potenciado en la modernidad. De ahí el canto
de batalla: todo se mueve eternamente, el reposo no existe. Y complemen­
tando el movimiento absoluto, tendríamos el movimiento relativo, tocante al
desplazamiento del objeto en el espacio. Hoy por hoy, cabe hablar también
de desplazamientos dinámico-acelerados. Se trataría, en suma (Dinamismo), de
acoplar el dinamismo interno de los objetos y el dinamismo desatado en sus
desplazamientos.
Este acoplamiento ha de realizarlo una “forma única capaz de expresar
la continuidad del espacio”, cosa muy diferente de lo que hacen los compa­
ñeros de viaje de Boccioni, Giacomo Balla o Severini, e incluso el Marcel
Duchamp del Desnudo bajando la escalera, al recrear el movimiento –ins­
pirándose en la cronofotografía– mediante la repetición de figuras plenas
63
jorge juanes
(“piernas, brazos”) que se multiplican manteniendo, sin embargo, la integri­
dad del personaje o el objeto, para dar lugar a una coexistencia incongruente
de inmovilidad y movimiento. Al igual que la mayoría de las propuestas de
vanguardia, el complementarismo dinámico de Boccioni alude, sí, a la cuarta
dimensión: “Porque la forma dinámica es una especie de cuarta dimensión
en la pintura y en la escultura.” Cuarta dimensión que exige participar de
aquello que los cubistas desdeñan: la intuición. “Por eso no podemos pre­
sentar una cierta dimensión medida y finita, sino una proyección continua
de las fuerzas y de las formas intuidas (yo subrayo) en su infinita evolución.”
Conforme al dinamismo propio de la civilización industrial, el futurismo “ex­
presa nuestra época de velocidad y simultaneidad”, en lo que cabe incluir
el choque de fuerzas, el estruendo. Líneas fuerzas radiantes, formas fuerza
radiantes, colores radiantes, que de modo contundente revientan las formas
plenas y cerradas del arte del pasado. Lo cual no significa que se pierda la
“cohesión unitaria” del cuadro o de la escultura; por el contrario, se potencia
al extremo. El siguiente balance de Boccioni (Líneas-fuerza) era de esperar­
se: “De modo que los planos y los volúmenes de un ambiente y de un objeto
ya no son elementos aislados y absolutos, inscritos en otros tantos espacios
regidos por una sucesión perspectiva, sino que se compenetran al conjugarse
para formar una nueva individualidad, para construir el organismo autónomo
(cuadro) que el artista ha de crear.”
Metido en obra, trabajando incansablemente sin dejar de reflexionar,
Boccioni encuentra en la espiral un aliado de sus propuestas dinámico-evo­
lutivas (Vladimir Tatlin había llegado a la misma conclusión en su célebre
Monumento a la III Internacional). Espiral concebida como interjuego de
lo cóncavo y lo convexo, que implica una evolución continua y progresiva
tendida al infinito, viene a resumir la dialéctica de los movimientos relativos
y absolutos. Como ejemplo de ello tendríamos la escultura Desarrollo de una
botella en el espacio. A tenor de volver sobre el asunto, quisiera advertir que
Boccioni no desdeña la realidad situándola “frente a nosotros”; al contrario,
la vive desde “adentro” acogiendo “su expansión, su fuerza, su manifesta­
ción”. Tal vivencia tiene su rigor, sus formas de manifestarse y desplegarse.
El nuevo protagonista de la historia proviene de la visión simultánea propi­
ciada por la velocidad, por el espectáculo de la vida urbana impulsada por
64
modernolatría futurista
el poder de la máquina, por la simultaneidad de las comunicaciones y los co­
nocimientos, por los estados de ánimo sometidos a convulsiones perpetuas.
Convencido de que el futurismo dista de ser una mera copia del cubis­
mo, Boccioni resume, a su manera, sus aportaciones: “La expansión de los
cuerpos en el espacio como estilización de los impresionistas, así como la si­
multaneidad y la consciente compenetración de los planos, el dinamismo en
pintura y escultura, las líneas–fuerza y la ebriedad religiosa hacia las nuevas,
profundas e inquebrantables certezas de la modernidad son ideas nuestras,
creadas por nosotros, salidas de nuestra pura e inagotable genialidad latina.”
Podría agregarse el tratamiento de la atmósfera como mediación física en­
tre el sujeto y el objeto, la creación de las formas surgidas de las líneas-fuer­
za inscritas en la propia realidad; o la sensación relativa y absoluta de los
objetos… Propuestas, encuentros y desencuentros con las formas buscadas;
trabajo incansable que religa creación y emoción, fidelidad a la causa futu­
rista. Tales son los ejes sobre los que giran las propuestas de Boccioni.
La obra
Boccioni construye siempre sus obras a partir de sus concepciones plásticas.
Y a pesar de que entre 1910 y 1911 no tiene todavía claridad sobre el camino a
seguir, intenta poner la prédica futurista en obra en el cuadro Riña en la ga­
lería, dado a conocer en diciembre de 1910. Esta prédica se vale, en lo formal,
del auxilio del divisionismo de Seurat, pero animado emocional y vitalmente,
o sea, tomando distancia de la analítica objetiva, estática y clasicista, fría
y científica, del notable pintor francés. Cabe destacar su uso profuso de los
colores complementarios. Me atrevo a afirmar que el divisionismo representa
para Boccioni la primera influencia, asimilada de manera heterodoxa, de los
modos plásticos provenientes de Francia. (Ya había sido utilizado en Italia
por Giovanni Segantini, Gaetano Previati y Giuseppe Pellizza.) Lo que com­
parten sus compañeros de viaje, según leemos en La pintura futurista. Mani­
fiesto técnico, de 1910, firmado por Boccioni, Carrà, Russolo, Balla y Severini:
“La pintura no puede sobrevivir sin el divisionismo. El divisionismo, sin em­
bargo, no es, en nuestra opinión, un medio técnico que se puede aprender y
aplicar metódicamente. Para el pintor moderno, el divisionismo debe ser un
65
jorge juanes
complementarismo congénito, que nosotros
juzgamos esencial y necesario.”
Los futuristas tienen razón en esto: las
técnicas sólo tienen sentido en función de
las problemáticas pictóricas encaradas por
el artista. Pero sigamos en lo nuestro. El tra­
tamiento divisionista sirve aquí, en Riña en
la galería, para unificar en su conjunto la su­
perficie del cuadro: formas, colores, empu­
jes dinámicos, líneas-fuerza participan, en
consecuencia, de un aire de familia percep­
tible a simple vista. El cuadro alude, según
parece, a una carga de las fuerzas del orden
contra la multitud, traducidas en formas que
se corresponden con las fuerzas enfrentadas.
Lo que explica los puños prestos a golpear,
los jaloneos, las gesticulaciones, en que participan por igual hombres y mu­
jeres. En la animada escena flamean los colores cálidos en plena danza con
verdes, azules, violetas. Volúmenes y formas pierden aquí en plenitud lo que
ganan en energía dinámica. Los personajes revelan, en sus actos, el poten­
cial energético puesto en acción mediante determinadas líneas-fuerza-diná­
micas y masas de color contrastantes con la estática de la caja de muros que
sirve de delimitación espacial.
Respecto al tratamiento formal de los colores complementarios tratados
a la manera divisionista, Riña en la galería se asemeja a un cuadro realizado
en la misma época, La ciudad se levanta (1910-1911), consagrado a la conmo­
ción producida por el vértigo fabril (la obra primero se tituló Trabajo) que
posee a las grandes urbes modernas. La liga estrecha entre divisionismo uni­
formizador y simultaneidad de planos coexiste, a la vez, con deformaciones
dinámicas y desmesuradas de formas provenientes del realismo tradicional.
La ciudad se levanta muestra, en concreto, en primer plano y de manera
vibrante y expresiva, ondulante y curvilínea, a unos trabajadores que tratan
de meter en cintura a un caballo de tiro encabritado (reiterado en muchas
parcelas del cuadro, de cerca y de lejos, a derecha e izquierda), cuya energía
66
modernolatría futurista
expansiva y multiplicada (torbellino del progreso que trasforma al caballo en
un rocín alado) impregna el conjunto de la obra. Todo ello en el marco de un
contexto urbano y tumultuoso en donde edificios en construcción coexisten
con chimeneas y postes telegráficos.
Podemos afirmar que lo plasmado en La ciudad se levanta cristaliza la
sensación o experiencia de que “todo se mueve”, además de que retiene y
potencia la energía en el sentido moderno del término. Así como se ha dicho
que aquello que da aliento a la Victoria de Samotracia es el viento del Me­
diterráneo, podemos afirmar ahora que aquello que da aliento a La ciudad se
levanta proviene del encuentro del hombre y la técnica mecánica, puesto de
manifiesto en la transfiguración del cuello del caballo en una hélice dadora
de movimiento. Ahora bien, a diferencia de Riña en la galería, La ciudad
se levanta muestra un mayor énfasis tocante a la unidad general del cuadro,
gracias al primer plano desmesurado que no sólo permite concentrar la ac­
ción en la superficie del lienzo sino que, por ello mismo, evita que la mirada
se adentre en un más allá (como sucedía en Riña…) que pudiera debilitar o
dispersar la energía pictóricamente desplegada.
Un lienzo de 1911, La risa, resuelve de un modo más moderno y convin­
cente la preocupación de Boccioni por unificar la superficie del cuadro. No
creo equivocarme al pensar que este cuadro acusa ya una cierta presencia
plástica del cubismo post-picassiano (el lienzo fue corregido tras el segundo
viaje del artista a París, en el otoño de 1911, acompañado de Carrà y Russolo).
Puede ser que las lecturas que Boccioni hace de la obra de Henri Bergson
influyan en el cuadro. Lo que no ofrece duda es que éste obedece al deseo de
los futuristas de explorar todas las facetas de la vida moderna, incluida la vida
nocturna de las grandes ciudades. En el Manifiesto de los primeros futuristas
(1910), leemos: “¿Acaso podemos permanecer insensibles ante la frenética
actividad de las grandes capitales, ante la psicología novísima de la vida noc­
turna [noctambulismo], ante las figuras febriles del viveur, la cocotte, el golfo
y el alcohólico?” De eso trata La risa, del noctambulismo. De allí que la pro­
tagonista de la escena sea la figura monumentalizada de una mujer de la vida
airada que, sacada de la poética expresionista y tocada con amplio sombrero,
sonríe y festeja en el ámbito de un restaurante-bar junto a compañeras del
oficio, y en donde no faltan el vino, los borrachos habituales y los vejetes en
67
jorge juanes
busca de placeres fáciles. Sobre La risa, el propio Boccioni expresa, en el
libro Futurismo, que “la escena tiene lugar en torno a una mesa en un res­
taurante donde el ambiente es alegre. Los personajes están estudiados desde
todos los lados y tanto los objetos de frente como los que no lo están han de
poder verse, pues todos están presentes en la memoria del pintor”.
El orden arquitecturado de La risa es, en efecto, insólito, pues se en­
cuentra dislocado por líneas-fuerza activas y animado por colores rutilantes
y expresivos, propios de la luminosidad artificial del restaurante-bar que
define el espacio. Tenemos, por ejemplo, que el rostro de la cocotte, lejos
de corresponder al rosa natural de la piel, duplica el maquillaje chirriante
propio de la ocasión. “¿Cómo se puede ver aún rosáceo un rostro humano
–consúltese Pintura futurista. Manifiesto técnico– en tanto que nuestra vida
se ha desdoblado sin ninguna duda en el noctambulismo? El rostro humano
es amarillo, es rojo, es verde, es azul, es violeta” (el retrato de mujer El ídolo
radicaliza, si cabe, lo aquí señalado).
Aprovecho para destacar que los cuadros analizados muestran que Boc­
cioni toma cierta distancia del expresionismo a lo Munch, todavía presente,
por ejemplo, en Luto, obra que recrea los sucesivos momentos que suscita
la muerte, protagonizados por una mujer que se repite a lo largo y ancho del
lienzo, con gestos adoloridos, teatrales, muy rebuscados. Al respecto, conside­
ro que el conjunto de las pinturas deudoras del expresionismo nórdico no casa
con el temperamento latino de Boccioni, quien tampoco comulga, a decir
verdad, con el esteticismo francés.
Para reforzar argumentos sobre el paso a una morfología sólida y rigu­
rosa, bien vale examinar otros cuadros de 1911 en que la dinámica urbana
está presente: por ejemplo, Visiones simultáneas y La calle entra en la casa.
En ellos puede observarse el interés de Boccioni por los modos constructi­
vos forjados por Picasso y Georges Braque… Aunque, en rigor, al italiano le
interesan sobre todo las derivas del segundo cubismo, que ya están de moda
en el París de 1911 (muy publicitados, entre otros, por Apollinaire). Me vie­
nen a la memoria Robert Delaunay, Fernand Léger, Jean Metzinger, Albert
Gleizes… De las obras citadas, existe un párrafo de Los expositores al público
(1912) firmado por Boccioni y sus compañeros de combate, en que casi se nos
ofrece una descripción literal de lo realizado en el momento que nos ocupa:
68
modernolatría futurista
Al pintar a alguien en un balcón, no limitamos la escena a lo que el marco de la
ventana permite ver, sino que nos esforzamos por reflejar el conjunto de sensacio­
nes visuales que ha recibido esa persona desde el balcón: el bullicio soleado de
la calle, la doble hilera de casas que se extienden a su derecha y a su izquierda,
los balcones floridos, etc. Esto es: la simultaneidad ambiental y, en consecuencia,
la dislocación y el desmembramiento de los objetos, la dispersión y la confusión
de los detalles, libres de la lógica usual e independientes unos de otros.
De Visiones simultáneas quisiera empezar por destacar la repetición de
una misma figura –algo también presente en La ciudad se levanta–, el rostro
duplicado de una mujer que aparece una vez de frente (al surgir de la calle),
mirando hacia las alturas, y otra de perfil (asomada a la calle desde un bal­
cón), mirando hacia abajo, donde reside el centro de los acontecimientos.
Boccioni logra unificar, así, dos momentos, el adentro (mujer en el hogar) y
el afuera (mujer en la cotidianidad), que tienen por marco común el urba­
nismo moderno. Sobra advertir que lejos de representar tan solo algo que se
ve, Boccioni busca reconstruir sintéticamente “lo que se recuerda y lo que
se ve” en personajes colmados de sensaciones ante las vivencias que pro­
picia el titanismo moderno. Sensaciones cristalizadas en formas, colores y
líneas-fuerza que forman parte intrínseca del yo; podríamos hablar de la re­
lación insoslayable de cada uno con su circunstancia. Observad con cuidado
y descubriréis, sí, el inevitable automóvil en marcha.
Problemática del adentro y el afuera como parte de lo Uno que se repite
en La calle entra en la casa. De nuevo el tema de la mujer (aunque ahora
se trata de tres mujeres) asomada a la ventana, participando de la absorbente
agitación cotidiana, productiva y tumultuosa, que comprende también los
edificios circundantes e inclinados que, inspirados en el simultaneismo de
Delaunay –cuadros como La Torre Eiffel roja (1910) o Ventana sobre la ciudad
(1911)–, hacen las veces de armazones fijados al centro y a ambos lados del
cuadro para cerrar y concentrar la escena. Nada escapa a los humores del nuevo
espectáculo arrebatador (piénsese que Boccioni todavía no abandona del
todo lo anecdótico) propiciado por el nuevo protagonista de la historia, la
modernidad avasallante y su gran aliada: la ciudad cosmopolita. Boccioni
hablará de “desparramamiento y fusión de detalles”, de “simultaneidad de
ambiente”, de poner al espectador en el centro del espectáculo y no frente
69
jorge juanes
a cosas distanciadas. Modernidad en curso, acogida como se debe por una
visión pictórico-dinámica, sin que falte el uso de perspectivas múltiples, la
fragmentación de las formas o la simultaneidad de visiones y recuerdos au­
nados a propuestas constructivas sintético-integrales que permiten conjugar,
en un mismo movimiento, lo espacial y lo temporal.
Resaltemos que en las obras comentadas los haces de luz tienen tam­
bién un papel constructivo, sin perder su carácter energético. El hecho es
que Boccioni no logra superar por completo la matriz estática del cubismo,
pues usa, aun en demasía, líneas y formas estáticas. Habrá que radicalizar
los empujes dinámicos. Boccioni acomete la empresa en el tríptico que da
inicio al futurismo maduro y lleva por título Estados de la mente, obra en
que conjuga influencias expresionistas y cubistas. Y de eso tratan los cua­
dros, de los diversos estados de ánimo y mentales a la hora de la partida o
la llegada de los trenes (metáfora de la modernidad) en las estaciones de
ferrocarril. Se trata, sí, de una emoción moderna surgida del encuentro del
hombre y la energía maquínica. Los títulos que dan nombre a la diferencia
de estados delatan las intenciones del artista: I. Las despedidas; II. Los que
se van; III. Los que se quedan. Puede advertirse sin gran esfuerzo que cada una
de las emociones consideradas recibe un tratamiento pictórico específico,
cual corresponde a las diferencias de temple. Boccioni pone de manifiesto,
además, la relación estrecha e inescindible entre la dinámica circundante
y la dinámica interna de sus personajes. Basten estos datos escénicos para
comprender que los colores y las formas utilizados participan o, mejor, ex­
presan de modo concreto y diferenciado los sentimientos suscitados entre los
que parten y los que despiden: “No he repetido en el cuadro de la llegada –le
comunica Boccioni a Apollinaire– una sola línea del otro.”
Respecto al planteamiento formal, vale adelantar que Boccioni pinta dos
versiones de Estados de la mente, una antes del ansiado viaje a París y, otra,
tras haberse empapado de las revoluciones formales que estaban aconte­
ciendo en la cuna de las vanguardias. En la primera versión, el planteamien­
to plástico se vale de un juego protagonizado por un agitado despliegue de
colores que se desplazan libre, sinuosa y curvilíneamente por la superficie
de la tela, al margen de rigideces o cortapisas, como si los estados de la mente
encarnaran en estado bruto y no se sometieran a orden morfológico-cons­
70
modernolatría futurista
tructivo alguno, en espontánea entrega a los dictados irresistibles de la vida
actual. La segunda versión acusa ya la impresión del cubismo post-picassiano
hibridado, en efecto, con una poética del color deudora de proyecciones emo­
cionales condicionadas por la circunstancia vivida. Un híbrido, sin duda, en
donde lo morfológico-constructivo pierde por completo su carácter estático
y baila al compás de las nuevas energías dinamizadoras. Las despedidas,
empecemos por ahí, representa la anatomía de una locomotora vista desde
ángulos diversos: anatomía conjugada con personajes que se abrazan en una
atmósfera humeante por efecto de los vapores de la máquina número 6943.
Los que se van es, por su parte, un cuadro dominado por azules sordos y
líneas-fuerza oblicuas, dinámicas, fluidas y filamentosas (Boccioni: “líneas
horizontales, fugitivas, rígidas y convulsas suscitan la emoción que causa quien
parte”), todo encuadrado por un tren en marcha cuyos pasajeros contemplan
los edificios que salen al paso como entes que desaparecen al mismo tiempo
que cobran presencia, justo a consecuencia de la velocidad indetenible del
móvil mecánico. Eso, formas dinámicas y fragmentarias, nunca plenas y es­
táticas. De Los que se quedan cabe destacar los trazos de color-fuerza estático
verticales = lo detenido, que entretejen un tupido entramado de colores ver­
dosos, tras el que pueden entreverse melancólicos personajes anclados en el
pasado, que ven partir el tren que anuncia los tiempos nuevos. De relevante
puede calificarse la forma en que Boccioni dota cada pasaje del tríptico de
una dinámica específica (estático-dinámico en Los adioses, vertiginosamente
dinámico en Los que se van, estático en Los que se quedan). Destaca también
la manera en que los seres humanos son subsumidos (diseñados) por las
líneas-fuerza que expresan la unidad de sus estados internos (presencia y
memoria) con la expresividad de la dinámica civilizatoria. Concluiré con la
siguiente cita, entresacada de la proclama futurista Prefacio a la exposición
de París (febrero de 1912): “Como podréis ver, en nosotros no está sólo la
verdad, sino el caos y el choque de ritmos absolutamente opuestos que re­
ducimos a una armonía nueva. Llegamos así a lo que llamamos la pintura de
los estados de ánimo.”
La preocupación creciente por potenciar lo dinámico conduce a Boc­
cioni, en 1912, a tomar partido por lo curvilíneo. Esta nueva deriva le debe
mucho al manifiesto de Carrà titulado La pintura futurista de los sonidos, de
71
jorge juanes
los ruidos y de los colores (11 de agosto de 1913), del cual extraemos algunos
párrafos decisivos que denotan, a su vez, la influencia del cubismo de Léger:
“[Prescindir] del uso de la horizontal pura, de la vertical pura y de todas las
líneas muertas. El ángulo recto, que llamamos apasional. El cubo, la pirámi­
de y todas las formas estáticas. [Pugnar, en cambio, por el uso de la] esfera,
la elipse que remolinea, el cono al revés, la espiral y todas las formas diná­
micas que la potencia del genio del artista sabrá descubrir (…) El cono in­
vertido (forma natural de la explosión), el cilindro oblicuo y el cono oblicuo
(…) La línea en zigzag y la línea ondulada.” ¡Tan simple y tan contundente!
Boccioni toma nota.
La geometría curvilínea llega para quedarse y se manifesta en cuadros
como Dinamismo de un futbolista (1913), Dinamismo de un ciclista (1913) o en
Dinamismo plástico, caballo + casas (1914), por nombrar algunos ejemplos.
Cuadros depurados de lastres anecdóticos o simbólicos, en busca de que la for­
ma se baste a sí misma y se manifieste sensu estricto en las líneas que deter­
minan su tensión dinámica. Formas logradas mediante planos encabalgados
cóncavo-convexos, inspiradas en el entrecruzamiento de planos del cubismo
(reconstrucción de las múltiples facetas de las cosas), dinamizadas mediante
la mentada geometría curvilínea puesta al servicio de abombamientos forma­
les, empujes rotativos, elipses, conos invertidos… Planteamiento pictórico
extremo cristalizado en infinitud de combinaciones e intercambios dinámi­
cos que dan cumplimiento al sueño del shock energético futurista. Todo se
desarrolla como si el vértigo dinámico desatado formara parte de un complot
insurgente en donde la sensación de lo moderno derrocaría, vale afirmarlo, a
la sensación pasiva de épocas deudoras de lo inerte, presentes incluso en el
mismísimo Picasso, atrapado en lo museístico. “Picasso es un analista de la
inmovilidad (…) copia el objeto en su complejidad formal a través de la des­
composición y la enumeración de sus aspectos. Con ello crea la incapacidad
de vivirlo en su acción (…) Lo que se extrae del objeto son sus elementos
muertos.”
Acerquémonos ahora a la extraordinaria escultura cubo-futurista For­
mas únicas de la continuidad en el espacio (1913), moldeada en escayola, y de la
que se hicieron algunos vaciados en bronce. Pocas obras como ésta ejempli­
fican lo que Boccioni entiende por “forma única en su infinito sucederse”,
72
modernolatría futurista
forma compacta que, en efecto, integra el movimiento interno y espacial del
cuerpo considerado. Tal forma nada tiene que ver con una suma o mero agre­
gado de fragmentos. La escultura representa el caminar decidido de una espe­
cie de cíborg vigoroso –configurado por formas aerodinámicas– que avanza
a cuerpo desnudo, sin rostro ni brazos, seguro de sí, de manera acelerada e
irresistible, por el espacio. Pensemos en el hombre post-humano o antina­
tural cuyo poder proviene de la tecnociencia moderna. De entrada, llama la
atención que el pedestal –equivalente en la escultura tradicional al marco en
la pintura– funja como un peso muerto incapaz, sin embargo, de detener la
marcha a grandes zancadas del hombre nuevo. Creo, más bien, que el pedes­
tal sirve de contrapunto comparativo para enfatizar la diferencia de la plás­
tica futurista respecto a los viejos modos. No resisto aquí el deseo de citar
el puntual análisis de Renato Barilli (El arte contemporáneo. De Cézanne a
las últimas tendencias) sobre Formas únicas de la continuidad en el espacio:
Nótese cómo el desarrollo del organismo humano en el espacio se produce por
líneas plagadas, cóncavas o convexas, definiendo concreciones sólidas de com­
plicadas curvas algebraicas. Cada “positivo” engancha y atrae en remolino un
“negativo”, cada lleno es solidario con un vacío que podría a su vez concretarse.
El artista acierta en el difícil problema de asegurar la consistencia maciza y el
encerramiento del cuerpo, y al mismo tiempo abrirlo, fundirlo con el ambiente
circundante. Además logra proteger la plenitud psíquica de la presencia huma­
na, que no se degrada al nivel del robot, como ocurriría probablemente en una
experiencia cubista análoga, sino que mantiene un espesor patético, proponien­
do una especie de sistema único, de continuum psicofísico.
Recalando en la escultura sobre el mismo principio dinámico-morfológi­
co de Formas únicas de la continuidad en el espacio, destaquemos la sobria
y rigurosa pieza Desarrollo de una botella en el espacio, o propuestas ex­
tremadamente dinámicas como Músculos en velocidad, Síntesis de dinamis­
mo humano o Cabeza cara más luz. Por si fuera poco, Boccioni da un salto
adelante inspirado en algo que ocupa a Picasso y a Braque, a Duchamp y a
Tatlin: considerar que el arte puede hacerse con cualquier material, eso, el
polimaterialismo. La mejor prueba de lo afirmado es la escultura multimate­
rial Construcción dinámica de un caballo, 1915 (no se confunda con la pintura
Dinamismo plástico, caballo + casas, 1914). Lo expuesto da muestras de un
73
jorge juanes
Boccioni al tanto de las derivas vanguardistas de la época. Sin embargo, en
lo que podemos considerar su última época, toma partido por formas con­
vencionales, retroceso inexplicable del que es buena muestra el Retrato del
maestro Ferrucio Busoni (1916). Compárese con los notables retratos, Materia
y Construcción horizontal, consagrados al tema de la madre, en que Boccioni
resalta en primer plano unas robustas, volumétricas, táctiles y contundentes
manos entrelazadas.
Hemos seguido a grandes rasgos la trayectoria de un artista plástico que,
rebasando en un momento dado las influencias del arte atrasado que se ha­
cía en Italia (época romana, 1901-1906), se entrega a una reflexión progresiva,
siempre polémica, sobre las vanguardias. En esta aventura (que oscila entre
el simbolismo y el expresionismo) se encuentra siempre acompañado por Se­
verini, Balla y Carrà. A finales de 1911 percibe que el cubismo encarna el
referente con que es necesario cotejarse para acceder a los nuevos tiempos
artísticos. Y lo hace, no sin tomar distancia. Sus incursiones en la escultura
son, a nuestro entender, más radicales y futuristas que las propuestas pictóri­
cas. Hay que reiterar, por lo demás, que el futurismo proclamado por Mari­
netti representó para Boccioni la gran sacudida. Aunque, como se ha señalado,
Boccioni se desmarca del culto a la violencia proclamado por aquél, justo en
el momento de experimentar en carne propia el carácter destructivo de la gue­
rra. Piensa que en adelante se consagrará sólo al arte y, poco antes de morir,
presiente que lo que hace puede ser anacrónico, que quizás el arte del pre­
sente-futuro deba empezar por romper, de hecho, con las artes heredadas e
intentar propuestas inéditas y conformes a la época actual. Oigamos sus palabras.
“Tal vez llegará un tiempo en que el cuadro ya no baste [y se pregunta]: ¿Lle­
gamos a la destrucción del arte tal como se ha entendido hasta el presente?”
giacomo balla , el dinamismo abstracto
y la reconstrucción futurista del universo
Con la distancia analítica que da el trascurrir del tiempo, hoy en día se recono­
ce, por fin, que Balla (1871-1958), el artista de mayor edad entre los futuristas,
ocupa un lugar fundamental dentro del movimiento encabezado por Marinetti.
Y no sólo porque fue maestro de Boccioni y Severini, sino debido a ciertas
74
modernolatría futurista
aportaciones pictórico-formales que van más lejos que los aportes del propio
Boccioni. Concuerdo con el balance. Como hemos hablado ya mucho del
ideario político del futurismo vía Marinetti, compartido en sus puntos car­
dinales por Balla; vamos a entrar aquí de lleno a los aspectos propiamente
artísticos del pintor nacido en Turín pero cuya obra se realizó, en gran parte,
en la ciudad de Roma.
Como les sucedió a la mayoría de los artistas de la época, sea cual fuere
la nacionalidad de partida, Balla viaja a París en 1900 con motivo de la Ex­
posición Universal, para conocer de manera directa los logros de los impre­
sionistas y los neoimpresionistas. Si algo le llama la atención, son las enormes
posibilidades pictóricas inscritas en la técnica divisionista y el uso de com­
plementarios. Con tal bagaje, tras residir siete meses en París, en marzo de
1901 regresa a Roma y pone en práctica lo aprendido. Entre 1902 y 1905, pinta
cuadros realista-divisionistas muy convencionales, centrados en mujeres in­
mersas en paisajes naturales o, de plano, en recreaciones de la naturaleza
(entre los que la obra cumbre cristaliza en el panel-políptico Parque de los
gamos, de 1910). Ya desde 1902 da muestras de solidaridad con los obreros (Tra­
bajo, 1902; La jornada del trabajador, 1904…), y a partir de 1905 se acerca a los
expulsados de la sociedad: mendigos, locos, marginales en general (véase el
Políptico de los vivos), en lo que podemos considerar una crítica a las injus­
ticias de la sociedad capitalista.
Pero, para lo que aquí nos importa, tenemos que Balla firma, junto a
Boccioni, Carrà, Severini y Russolo, el Manifiesto de los pintores futuris­
tas –como se había ya indicado en otra parte de este texto–. No hay vuelta
atrás. Al igual que sus correligionarios, Balla afronta la tarea compleja de
enfocar los logros técnico-científicos y las sensaciones del mundo moderno
–dinámica extrema, velocidad desbordada, desatamiento de energías antes
desconocidas– en el plano del arte. A propósito, llama la atención Lámpara
de arco (1909-1911), que puede considerarse una premonición de la plástica
futurista, pues toma nota de los logros y efectos de la iluminación eléctrica
que al entender de los pro-modernos viene a ocupar, ventajosamente, el sitio que
otrora ocupaba la luz de la luna.
Me detendré en el cuadro en cuestión, frente al que se siente uno tenta­
do a rebautizar, conforme al texto de Marinetti, Asesinemos el claro de luna.
75
jorge juanes
Si algo le interesa aquí a Balla es atender, antes que las virtudes técnicas, las
posibilidades plásticas de la nueva fuente de luz. La organización morfológi­
ca de la obra responde a una rítmica animada por sucesivos arcos de luz cuyo
esplendor y fosforescencia opaca o eclipsa, en efecto, a la luz de la luna. Tal
rítmica patentiza, además, la interacción de los colores y la luz eléctrica. El
choque que produce en el tratamiento del color es de tal magnitud que se
puede hablar de un antes y un después en la relación pintura-color. Por lo
demás, no podemos pasar por alto la presencia reiterada de formas triangu­
lares brillantes e inciertas que surgen entre tinieblas, tratadas con base en
el color y en ausencia de dibujo alguno, y que –según advierten ciertos estu­
diosos como Íñigo Sarriugarte Gómez en el Futurismo esotérico de Giacomo
Balla– tienen un sentido hermético, sabida la estrecha relación de Balla con
la sabiduría hermética en general, desde la teosofía al espiritismo, pasando
por las sabidurías iniciáticas provenientes de Oriente o de la misma Grecia.
Para él, para decirlo pronto, el triángulo representa el símbolo por esencia
de la luz o, a lo Pitágoras, de la sabiduría.
Manifiesto futurista: Fuera de la atmósfera en que nosotros vivimos sólo hay ti­
nieblas.
Marinetti (Asesinato a la luz de la luna): Que llegue finalmente el reino de la
divina luz eléctrica a liberar a Venecia de su venal calor de luna de habitación
amueblada.
Prosigamos, sí, pero teniendo una pista qué seguir: el posible encuentro
de los descubrimientos de la nueva ciencia –la teoría de la relatividad a la
cabeza– y las sabidurías herméticas. Todo ello en referencia a una dimensión
primordial, la energía. Pero no adelantemos prendas. Inquieto como pocos,
Balla da vueltas y más vueltas sobre la posibilidad de encarnar pictóricamen­
te el movimiento, la energía dinámica. Y fija su mirada, era de esperarse, en
los experimentos cronofotográficos (antecedente del cine) de Muybridge para
captar el movimiento, llevados a cabo con animales (de preferencia caballos) y
seres humanos. De ahí los célebres cuadros realizados en 1912: Dinamismo de
un perro con una correa, Las manos del violinista o Niña corriendo por el bal­
cón, son el mejor ejemplo extraído de la lección cronofotográfica. Dinamismo
de un perro con una correa encarna el movimiento mediante la duplicación
76
modernolatría futurista
seriada y reverberante de las patas de
un grácil perro, los pies de la dueña del
animal y el juego oscilante de la correa.
Niña corriendo por el balcón exacerba el
divisionismo y traslada a la pintura las
aportaciones de la cronofotografía. Balla
resalta aquí, de manera rigurosa, el con­
traste entre las líneas estético-verticales
de los barrotes y la dinámica de la figura
que avanza de barrote en barrote.
Lugar aparte merece Las manos del
violinista. Este cuadro se basa en la reitera­
ción en abanico de los miembros (brazo
y mano) del intérprete a la hora de pulsar
su instrumento. Lugar aparte, puesto que Balla preanuncia ya, aunque tí­
midamente, algo que va a definir su siguiente deriva pictórica: la desma­
terialización de la figura (imagen, cuerpo…). Empero, ni la multiplicación
de las piernas de una determinada persona, ni la multiplicación del collar de
un perro, ni la multiplicación de las manos de un violinista o de perfiles y
contornos ni, en suma, la reiteración de sucesivas secuencias temporales,
bastan para superar la reiteración sucesiva de lo estático. El movimiento está
sugerido en dichas obras, ni quién lo dude, pero se trata sólo del movimiento
en el espacio. Faltaría acometer el movimiento interno de los cuerpos. Si le
otorgáramos la palabra a Boccioni, nos diría que Balla oscila entre lo está­
tico, el cuerpo que siempre permanece igual a sí mismo, y lo dinámico = el
desplazamiento del cuerpo en el espacio.
El debate dentro del futurismo se encuentra en un momento decisivo.
Balla acentúa posturas morfológicas en torno a la relación entre movimien­
to, color y desmaterialización en la serie Compenetraciones iridiscentes, que
consta de unas cuarenta propuestas en donde toma decididamente partido
por lo abstracto-geométrico-analítico-dinámico. Lo novedoso de la serie es­
triba en que incluye, mediante entramados geométricos inscritos en un plano
bidimensional, el movimiento óptico del espectador como parte de la obra.
Pensemos en una especie de adelanto del op art. Para lograrlo, las formas
77
jorge juanes
geométricas configuradas por Balla (triángulos, rombos, hexágonos…) mediante
colores inspirados en el arco iris, con predominio de la repetición rítmica de
triángulos luminosos, ocupan toda la superficie plana del lienzo y obligan,
así, a que se lo recorra con la mirada. La mirada activa del espectador propi­
cia, en consecuencia, una variación de perspectivas de observación, dando
así lugar a una diversidad de ángulos visuales que actualizan la dinámica
latente en la mayoría de estas obras. No faltan analistas de Compenetraciones
iridiscentes que advierten la influencia de frisos o de tejidos; algo hay de ello,
aunque éstos están tamizados por la sensación de lo moderno.
Y aunque Balla da el gran salto a la abstracción, puede decirse que
sus obras aún carecen, estricto sensu, de la vibración, el dinamismo o la
energía universal que ocupan intrínsecamente todos los cuerpos. Tan tiene
conciencia de tal carencia que, en el mismo año de 1912, y sobre todo a partir
de 1913, revoluciona por completo el futurismo, acogiendo en sus lienzos la
energía universal, previa demolición de los cuerpos compactos en aras del
abstraccionismo dinámico. Esta revolución deja atrás los modos de Boccioni
que persisten en mantener en pie lo figurativo. Ahora es lo de ahora. Balla
emprende la empresa de la desmaterialización pictórica penetrando en el
trasfondo de las líneas-fuerza dinámicas del móvil moderno-útil por excelen­
cia: el automóvil. Y la serie consagrada a la velocidad del automóvil (19131914) pone en marcha el nuevo juguete recreando en su pureza la inmanencia
energética que mueve a la máquina. El resultado de la empresa revulsiva es
fantástico. Lo estamos viendo. Las líneas-fuerza operan en la superficie de
los cuadros sin cortapisas, se multiplican y expanden por doquier, liberadas
de cualquier compromiso con configuración figurativa alguna.
Líneas-fuerza curvas, elípticas, que propician una geometría dislocada
ocupada en tejer una tupida red de direccionales dinámicas que lo mismo
obedecen a empujes centrípetos concentrados en determinado punto que, por
el contrario, a empujes que se propagan radialmente al infinito. Todo apunta
a poner de manifiesto la integridad dinámico-energética específica que sub­
yace en todo móvil concreto: el automóvil, en nuestro caso. Esta aprehensión
de la simultaneidad de líneas-fuerza posibilita, en los tiempos modernos, el
cambio, la velocidad, el desplazamiento acelerado en el espacio, incluidas
las luces y los rumores de la calle. La mirada que espera de la pintura las tra­
78
modernolatría futurista
dicionales formas “realistas” o “verosímiles” o, en términos vanguardistas,
disecciones anatómicas de personas o de objetos (cubismo), a fin de cuentas
reconocibles, sucumbe ante el vértigo desatado de fuerzas inmateriales.
Confieso que resulta difícil o, más bien, imposible, reproducir en pala­
bras aquello que es dado contemplar en la pintura. Sin embargo, no quisiera
pasar por alto que la dinámica liberada por sí-para sí rebasa el marco de los cua­
dros, es decir, no cabe en el espacio de la pintura, exige otro espacio, clama –en
su propio movimiento expansivo– por dar el salto de la pintura a otras posibili­
dades del arte. Y aunque Balla pone de manifiesto el límite de la pintura, sigue
atrapado en sus fronteras. Buena muestra de ello son las obras consagradas
al planeta Mercurio (1914): Mercurio pasando frente al sol. Tales obras, según
informan algunos analistas, ofrecen testimonio de un acontecimiento astro­
nómico sucedido en la misma fecha de la recreación pictórica. Para Íñigo
Sarriugarte, por ejemplo, la serie aludida tiene carácter hermético y alude
a “La mente y la inteligencia [que] rige a las personas que trabajan con su
mente o con su ingenio”. Recordemos aquella sentencia de Leonardo: “el arte
es asunto mental”. Sin negar la veta hermética de Balla, lo importante para
nosotros reside aquí en comprobar que el pintor continúa explorando, de
manera siempre original y creativa, la relación de la luz, el color, los planos
y las fuerzas dinámicas.
luigi russolo . la rebelión musical de los ruidos
Quien quizá lleva al extremo la rebelión futurista es el pintor-músico Luigi Rus­
solo. Al extremo, pues consuma las posibilidades abiertas por el futurismo en
el marco de la relación arte-vida. Podemos adelantar que sus planteamientos
musicales, cercanos al Marinetti del Manifiesto técnico de la literatura futu­
rista, permiten establecer una división entre el futurismo conservador y el
futurismo radical.
Pero antes de examinar los planteamientos de Russolo, es necesario
destacar las proposiciones de su amigo, el músico Balilla Pratella, inscritas
en el Manifiesto de los músicos futuristas.2 Partiendo de que la música italia­
2
En F. T. Marinetti, Op. cit.
79
jorge juanes
na está en decadencia y carece de compositores relevantes, Balilla Pratella
reconoce, de entrada, aquello que debe ser superado: la dependencia del
conservadurismo musical, enquistada en “la atmósfera mefítica” de conser­
vatorios y academias, en complicidad con editores, promotores y “críticos”;
el desmesurado culto a la música “bien hecha” o a “la música popular”; la
intransigencia de la “horda ignota de moribundos y oportunistas”.
En términos técnico-musicales, arremete contra la ópera basada en cons­
trucciones históricas (míticas, religiosas, literarias…), puestas escénicas
trasnochadas, vestuarios pasados de moda y sometimiento de los músicos a
dramaturgias que les son ajenas. La ruptura de Pratella con la herencia musi­
cal petrificada se complementa con planteamientos afirmativos propios: romper
con la armonía y la tonalidad en favor de lo inarmónico sostenido en mi­
crointervalos musicales y un “sistema cromático atonal”, buscando siempre
“combinaciones y acordes musicales inéditos”; realizar una música que aco­
ja los sonidos de la vida en su conjunto (las múltiples voces de la naturaleza
y de la sociedad): “Tendríamos así creado el océano polifónico con todos los
ritmos, todos los acentos liricos y oratorios expresando el alma humana final­
mente emancipada”; pugnar porque el compositor sea también dramaturgo
y apueste, desde luego, por “el verso libre”: “Un poema escrito por otro co­
locaría al músico en la deplorable necesidad de recibir de aquél el ritmo de
su propia música.” Y lo más importante: “Expresar el alma musical de las
multitudes, de los grandes centros industriales, de los trenes, de los trasa­
tlánticos, de los acorazados, de los automóviles y de los aeroplanos. Unir, en
fin, a los grandes motivos dominantes del poema musical, la glorificación de
la máquina y el reinado victorioso de la electricidad.”
También Russolo defiende lo inarmónico. Pensemos que toma nota pun­
tual de Pratella aunque, eso sí, radicaliza posiciones en el notable El arte de
los ruidos, dedicado justamente a Pratella, “gran músico futurista”. Russolo
destaca, antes que nada, la omnipresencia del ruido en la era de la máquina:
“Hoy, el ruido triunfa y domina soberano sobre la sensibilidad de los hombres.”
De allí deduce que la música de vanguardia puede afirmarse, ponerse en juego
y apostar por lo nuevo siempre y cuando tome partido sin cortapisas por el
“sonido-ruido” polivalente e inagotable, desbancando, en consecuencia, el so­
nido tradicional exiguo y monótono: “Hay que romper el círculo restringido
80
modernolatría futurista
de sonidos puros y conquistar la variedad infinita de los sonidos-ruidos.” Rus­
solo invita a los compositores a huir de “los hospitales de sonidos anémicos” y a
escuchar los ruidos disonantes, extraños, ásperos, de los “motores de explosión”
y de las “muchedumbres vociferantes”. Hay que dejar por la paz, entiéndase,
a los Beethoven y a los Wagner. Modernidad es eso: ruido, ruidos infinitos,
ruidos por doquier (incluso cuando la ciudad duerme). Ruidos que pueden
clasificarse en los siguientes seis rublos: estruendos, truenos, explosiones…;
silbidos, bufidos…; susurros, murmuraciones, rumores…; estridencias, chirri­
dos, crujidos, crepitaciones…; ruidos obtenidos por percusión sobre metales,
maderas…; voces de animales y hombres…; gritos, alaridos, risotadas…
Y si bien el vanguardismo atonal pone en crisis el tonalismo heredado,
no da el gran salto al ruido como tal. El salto significa encarar la actualidad
cotidiano-vital-industrializada en curso e integrar la música en ello. Como era
de esperar, Russolo no se limita a proponer una música centrada en los rui­
dos (“la riqueza rítmica ilimitada que tienen las máquinas”) sino que, he ahí
el reto, crea instrumentos para encauzar musicalmente los ruidos utilizados
en cada composición: en particular el entonarruidos y sus derivados: crepita­
dor, zumbador, frotador… Armado de tales instrumentos, crea una orquesta
capaz de poner en práctica el “sonido-ruido”. Se atreve, además, a componer
piezas sostenidas en “el ruido musical” (El despertar de una ciudad, Co­
miendo en la terraza del hotel, Cita de automóviles y aeroplanos). Potenciar,
sacarles partido a los ruidos existentes en la naturaleza y en el aquí y ahora
urbano. Y, ¿por qué no?, “los ruidos de la guerra”. Ahora bien, el empeño en “crear
oídos futuristas” no prosperó, pues lo único que hicieron los escuchas convocados
fue contribuir al desencadenamiento de los ruidos con sus vociferantes gritos
y agresivos pataleos, a lo que se agregan los puñetazos proferidos por los
propios futuristas. No obstante, “la nueva voluptuosidad acústica” llega para
quedarse y nada ni nadie la detiene, prueba de ello es el sinnúmero de com­
positores, no necesariamente futuristas, que se inspiran en la música-ruido:
P. Schaffer, J. Cage; Karlheinz Stockhausen… Bravo por Russolo.
recorrido , agotamiento , balance final
Llegados aquí, pensamos que cuando se trata de la plástica los creadores de
81
jorge juanes
lo ¡absolutamente nuevo! no dejan de ser incongruentes: el primer futurismo,
o “futurismo heroico”, representado paradigmáticamente por Boccioni, sigue
sujeto a la pintura de caballete, a las técnicas artesanales y a la escultura. Lo
moderno consistiría, para ellos, en asumir –previa crítica realizada desde las
energías dinámicas que presiden la modernidad– la estructura constructiva
bidimensional-reticular del “cubismo” atenido, como se ha señalado, a la
sensación estática premoderna, con el consecuente desdén por la sensación
(estado de ánimo plástico-energético-dinámico) que impone la nueva tempo­
ralidad histórica, resumible en la triada de energía, velocidad y dinamismo.
Poner entre comillas las sensaciones del artista y de la cosa equivale a des­
deñar las fuerzas dinámicas propiamente contemporáneas, constitutivas de
las relaciones de los hombres con las cosas y de éstas entre sí.
Pero ahí se detiene el primer futurismo: en la trasformación morfológica
consistente en superar la fragmentación analítica del cubismo para asumir
las formas correspondientes a la energía de la era de la movilidad desafora­
da, presente tanto en el plano del artista como dentro, y no fuera, del objeto.
Los Severini y los Boccioni lo hacen: centran el objetivo de sus obras en
la atención jerarquizada de las líneas-fuerza dinámicas, contenidas en las
cosas. Un caso extremo es Balla (y Severini en menor medida), quien al ab­
solutizar las líneas y los planos dinámicos termina por aniquilar cualquier
referencia estática y objetual (figurativa, representativa…), con el resultado
de que lo pintado acaba desbordando el marco: señal de que la pintura de
caballete no puede contener la fuerza desbordante de los nuevos tiempos. Y
tenemos que, con la publicación del manifiesto Reconstrucción futurista del
universo3 el futurismo se propone, por fin, insertar el arte en la vida desde las
propias propuestas futuristas.
Términos como “obra de arte total” o “abolición de los géneros” pasan,
así, a un primer plano en el susodicho Manifiesto, donde leemos: “Se tiende
a una apertura excitada hacia todos los aspectos de la vida”, previo abando­
no “de la pintura de caballete o, más exactamente, previa disolución de ésta
en el espacio de la realidad”. Realidad en la que subyacen –a modo de refe­
Fortunato Depero y Giacomo Balla firman el 11 de marzo de 1915 el manifiesto “Recons­
trucción futurista del Universo” (Ricostruzione futurista dell’universo).
3
82
modernolatría futurista
rente último– las fuerzas dinámicas o energías potenciales, visibles sólo por
sus efectos, que mueven el mundo moderno. Se trata, en fin, de dotar de “carne
y hueso lo invisible”. Eso. Ocupar todos los territorios del mundo de la vida
y utilizar todos los materiales y formas existentes en favor de “reconstruir
el universo y alegrarlo”. Ahora entendemos que el propósito abrigado en el
abstraccionismo dinámico de Balla pugnaba por encontrar las líneas-fuerza
que pudieran cimentar la reconstrucción futurista del universo: “Encontra­
remos equivalentes abstractos de todas las formas y todos los elementos del
universo, después los combinaremos según el capricho de nuestra inspira­
ción, para construir conjuntos plásticos que pondremos en movimiento.”
De allí que el futurismo post-Boccioni, o segundo futurismo (Balla, De­
pero…), ponga mayor atención en encontrar las analogías materiales, for­
males y dinámicas que puedan unificar el arte y la física del mundo, con
miras a una ulterior trasformación plástico-futurista de la sociedad en escala
universal y en todos los aspectos de la vida. El segundo futurismo abre las
puertas, en consecuencia, a lo polimatérico y, de un modo semejante al de
los constructivistas ruso-soviéticos, busca influir en el diseño de los espa­
cios urbanos y los objetos cotidianos. Para el segundo futurismo, la cultura
moderna tiene que rendirse al proyecto de configuración artística de la vida
comandada y proyectada, casi en exclusiva, por los artistas: podemos pensar
en una artecrazia que sostiene que el potencial político del arte reside en el
propio arte y, no tanto, en la ciencia. “El arte mecánico: creando composi­
ciones que se valen de cualquier medio expresivo e incluso de verdaderos
medios mecánicos… coordinados por una ley lírica original y no una ley
científica aprendida.”
El futurismo propositivo sigue en pie al menos hasta finales de los años
veinte. Me refiero, en esencia, al alejamiento definitivo de Balla del futuris­
mo justo por esas fechas. Resumamos ahora los aportes de futurismo a la cul­
tura. De entrada, destaquemos que éstos no se limitan a las artes plásticas,
pues el futurismo deja hondas huellas en la literatura, la música, la fotogra­
fía y el cine, el teatro y la arquitectura. La literatura le debe una escritura
liberada del yugo del meta relato, de la narración lineal y de los nexos causa­
les. De los futuristas proviene el ruidismo (ruidos de la calle, de la máquina,
de los aviones y los trenes…), antecedente de la música concreta. En cuanto
83
jorge juanes
al teatro, puede considerárseles (a la par que a los dadaístas) como los crea­
dores de la performance interartística y provocadora (actos fragmentarios de
corta duración realizados mediante improvisaciones acompañadas de gestos
anómalos e imprevisibles, palabras en libertad, ruidos y juegos de luces ar­
tificiales). Cabe agregar aquí el teatro de la sorpresa y la improvisación, y no
olvidemos tampoco que Marinetti es el primero en utilizar robots en escena
(Muñecos eléctricos, 1909).
Los futuristas comprenden, además y pronto, el poder de la fotografía
para captar el dinamismo, y reparan también en las posibilidades que el cine
y la radio ofrecen al arte contemporáneo (Vida futurista, 1916): por ejemplo,
las emisiones basadas en ruidos y silencios. Por otra parte, apuntalan y de­
sarrollan muchos de los principios constructivos de la arquitectura llamada
internacional. Recordemos que, para los futuristas, la arquitectura del siglo
xix no saca las consecuencias que ofrece la Revolución Industrial (dejo de
lado aquí, lo trataré en otro lugar, el examen de la relación acrítica del futu­
rismo respecto a la tecno-ciencia moderna, ya que no basta con desmarcarse
del principio de razón y encumbrar la intuición o la irracionalidad) y se rego­
dea más de la cuenta en la esterilidad neoclásica, en el abuso del fachadismo
ornamental y en el monumentalismo trasnochado. Tal crítica puede hacerse
extensiva al culto profesado a la ciudades antiguas (las aborrecibles Roma y
Venecia). Para el defensor principal de la casa y la ciudad futuristas, Sant’
Elia, la única arquitectura que cuenta es la que se vale de los materiales
modernos (concreto armado, hierro, cristal, etc.) y torna visibles los elemen­
tos esenciales de propuestas que deben apuntar a lo funcional, lo audaz y lo
urbano: ascensores en lugar de escaleras, diseño basado en simplificaciones
geométrico-dinámicas, rascacielos…
Quizás algunos lectores se extrañarán de que no haya considerado en
extenso la obra de Carrà. La causa es simple y llana: si bien Carrà adelanta
propuestas plástico-futuristas en Nadadoras (1909) y, sobre todo, en Funera­
les del anarquista Galli (1911), sin olvidar ciertas incursiones cubo-futuristas
–Ritmos de objetos (1911), La galería de Milán (1912) o el decisivo Manifestación
intervencionista (1914), tratado con base en el collage, o en el plano teórico,
el manifiesto La palabra de los sonidos, los ruidos y los olores (11 de agosto
de 1913)––, el hecho es que, tras coincidir con De Chirico en un hospital
84
modernolatría futurista
militar a principios de 1916, toma partido –como teórico y practicante– por la
pintura metafísica. Es allí donde examinaremos sus logros. Sobre su rechazo
a los excesos vanguardistas vayan, mientras tanto, las siguientes palabras
extraídas de Pintura metafísica:4 “Hoy todo se ha vuelto bárbaro, y es casi
un mérito especial atenerse a la rudeza y usar actos y maneras ásperos y des­
corteses con la insana ilusión de que así se puede triunfar mejor, por lo cual
incluso la antigua usanza de hacer arte puro la toman los propios pintores
por escasa sensibilidad hacia lo moderno.”
Algo más sobre el segundo futurismo. Se ha dicho que sus protagonistas
(Fortunato Depero, Enrico Prampolini, Gerardo Dottori, Fillia, Farfa, etc.)
son simples rentistas de los procederes de Giacomo Balla, aunque me parece
preferible hablar de influencias. Lo que sí resulta un despropósito es consi­
derarlos, como a veces se hace, meros epígonos del fascismo ya que, a dife­
rencia de éste, repudian la renacida estética del Novecento. Subrayo, además,
que Prampolini rechaza con vehemencia las consideraciones de Hitler sobre
el “arte degenerado”. Como muestra, baste un botón (“El futurismo, Hitler y
las nuevas tendencias”, en El futurismo y el dadaísmo):
El s.o.s. lanzado en varias ocasiones por Hitler para salvar el arte alemán del fu­
turismo, el cubismo, etc., como de otros tantos peligros nacionales, son absurdos
en la medida en que muestran su temor a no poder resistir la fuerza innovadora,
o su miedo a las influencias extrañas (…) Decididamente, el Führer, con sus pre­
tensiones de hipotecar el tiempo y los acontecimientos, corta los puentes con el
porvenir y con las aspiraciones de las generaciones jóvenes ansiosas de libertad
espiritual.
Ya encarrerados en el segundo futurismo, estoy en que la Aeropintura.
Manifiesto futurista (1929), firmado por Benedetta Marinetti, Balla, Prampolini,
Depero, entre otros, representa el último intento propositivo por demostrar la
vigencia del movimiento. Como el título lo indica, se trata de comprender
la realidad desde la perspectiva marcada por el vuelo del avión: “Cada ae­
ropintura contiene, simultáneamente, el doble movimiento del avión y de la
mano del pintor que maneja el pincel o el difusor.” El objetivo, que denota
la influencia espiritualista de Balla, es alcanzar “una nueva espiritualidad
4
En 1919, Carlo Carrà publica el libro Pintura metafísica.
85
jorge juanes
plástica extraterrestre”. La visión limitada a las “velocidades terrestres”
debe ser sobrepasada, por ende, por la visión aérea: el dinamismo plástico
queda, así, por fin completado: “El aeroplano que planea, cae, se encabrita,
etc., crea un observatorio hipersensible suspendido en cualquier parte del
infinito, dinamizado, además, por la misma conciencia del movimiento que
altera el valor y el ritmo de los minutos y los segundos de visión sensación.”
Enterados. Aunque, caray, los futuristas siguen empecinados en poner todas
las cartas en “la mano del pintor” y los pinceles.
¿Cuándo concluye el futurismo como movimiento vivo? Depende del
enfoque. Para los seguidores de Boccioni, todo concluye con su muerte. Para
otros, la entrada de Marinetti a la Academia es el punto final. Podría agre­
garse la defección conservadora de algunos futuristas relevantes. El hecho
es que el futurismo, como todo movimiento de vanguardia, muere por el ago­
tamiento de sus premisas subversivas. Sea. Por lo que a mí atañe, quisiera
concluir retornando al principio de estas notas: la relación futurismo-fas­
cismo. Decir fascismo equivale a decir corporativismo totalitario (unidad
partido-Estado-conjunto de los sectores sociales, todo bajo la guía de un líder
carismático), culto a la violencia “justificada”, nacionalismo desmesurado,
estetización de lo político… y, en términos artísticos, restauración del pasa­
do insuperable, culto a la Roma imperial, anti-vanguardismo, apuesta por el
neoclasicismo. Lo que no ocurre con el futurismo, cuyas propuestas artísti­
co-vanguardistas chocan, en rigor, con su ideario político pro-fascista. No deja
de ser una paradoja que defensores de la creación y la libertad, cuyo hacer
básico se concreta en obras emancipadoras, sean a la vez defensores de posi­
ciones opresivo-excluyentes. Y en el pecado llevan la penitencia: la política
de los políticos terminará devorándolos. Habrá que aprender la lección.
86
Tres poemas
I ngrid V alencia
el amarillo del trigo sucio
En la gota
o el papel
en lo que cae
en su horizontalidad
viene el eco
de las cosas hechas
lo anterior
a la pisada, al golpe
¿escuchas?
es la hierba de los ojos
meciéndose.
87
el color del vino
El vaho del trigo
expulsa sangre
y flores
es la voz de los muertos
¿la miras?
se agita
como un pájaro ebrio
lleno de piedra
que hunde
sus alas
hacia el fondo
del mediodía.
del río de las dos veces
Nací al mirar las noches
que cabalgaban
88
sobre un valle
de cuerpos azules
nací entre mercancías
bajo palabra
nací al ser visto y
bailé sobre basura
en el río
de las dos veces
con la risa higiénica
con la boca llena de sed
y esquinas.
89
Diario*
E dmond
y J ules de G oncourt
Traducción de Armando Pinto
1863
de junio
Toda la lista de la oposición pasó en París. ¡Pensar que seríamos un pueblo
ingobernable si toda Francia fuera tan ilustrada como París! Todo gobierno
que disminuye el número de iletrados va contra su príncipe.
1
La anglomanía en el siglo xviii era el frac, los modales, las carreras de ca­
ballos. Hoy es la tesis doctrinaria, las novelas de Dickens, las lecciones de
literatura inglesa de Villemain y de Taine.
3 de junio
El barrio de Saint-Sulpice es el barrio de París donde los abarroteros venden
cirios.
Vi el cuadro del Couronnement de Joséphine, de David. No, los peores pinto­
res de feria no habrían hecho jamás una pintura tan grotesca y tan tonta. La
tribuna en el fondo es un bloque que desborda cualquier idea. Esas cabezas
de hombres de la corte son monstruosas.
Delante de ella Napoleón se descubrió y dijo: –¡David, te saludo! –La
venganza de este reino es ese cuadro. ¡Oh, qué no muera nunca! ¡Qué per­
* Segunda parte, correspondiente a junio-agosto de 1863.
90
diario
manezca, qué subsista para mostrar el
arte oficial del Primer Imperio –tela
de feria frente a la apoteosis del gran
saltimbanqui!
Los creyentes le reconocen a Dios el
darle a los órganos genitales de la mu­
jer viva el olor que no le da al camarón
sino ocho horas después de su muerte.
El carácter de la literatura antigua es
la de ser una literatura de présbita,
es decir, de conjunto. El carácter de la
literatura moderna –y su progreso– es
la de ser una literatura de miope, es de­
cir, de detalles.
Después de un aguacero, el asfalto bri­
lla, lavado, lleno de reflejos blancos,
de resplandores, de sombras alargadas
edmond y jules de gouncourt
como bajo el agua; una luz suave don­
de todo se distingue, pero nada brilla. El cielo es de un blanco transparente.
La parte alta de las casas y de los edificios chispea de rosa. Los tejados de
pizarra, los troncos de los árboles de los paseos, las aceras, todo de una gama
violeta.
El matrimonio es la cruz de honor de las putas.
Comida en Saint-Gratien con la princesa.
Llega ese Ésopo de Chaix d’Est-Ange, cuyo ingenio es como mordiscos
de mono: –¡Oh, usted –le dice a Sainte-Beuve–, le daría el buen Dios sin
confesión... pues no se lo podría dar de otra forma! En la noche, fumando en
el parque, este viejo procurador general, este iniciado en todos los secretos de
familia, nos dice que, en el fondo, no hay más que hipocresía en la sociedad
91
edmond y jules de goncourt
y que es necesario fomentarla puesto que, por poco que uno penetre en la vida
íntima de la gente, uno siempre descubre no sólo adulterios sino incestos, etc.
8 de junio
Al salir de una discusión violenta con Magny, que me dejó con el corazón
palpitante en el pecho y la lengua y la garganta secas, tuve la convicción
de que toda discusión política se reduce a: “yo soy mejor que tú”; toda dis­
cusión literaria a: “yo tengo mejor gusto que tú”; toda discusión artística a:
“yo veo mejor que tú”; toda discusión musical a: “yo tengo mejor oído que
tú”. ¡Es espantoso ver cómo, en todas las controversias, estamos solos y no
hacemos prosélitos! También Dios nos hizo dos: tal vez por eso.
Algo curioso: todas esas inteligencias que se volvieron contra nosotros esta
noche niegan todas las bellas o grandes o buenas cosas del pasado y se remiten
furiosamente al 89, al 93, al régimen actual, al sufragio universal, ¡que hace la
apoteosis de Proudhomme, y de Havin, el hombre más nombrado de Francia!
En esta comida, Sainte-Beuve contó que el 24 de febrero de 1848 él tenía
una cita con una lavandera: “¡Pues sí, señores, con una lavandera!” Y no
pudo cruzar los puentes, detenido por el pueblo que gritaba: “¡Viva la línea!”
Y que desde la casa de la lavandera vio pasar una batería de artillería: “¡Yo
hubiera dado a todos los doctrinarios por una batería de artillería, los daría
todavía!” Por fin encontró una habitación en un pequeño hotel donde no
hacían más que preguntar por M. Autran. Eran todos sus amigos de Marsella
que venían a ver su obra representada en ese momento en el Odéon.
Entre nosotros, en las discusiones políticas, no hay más que silencio de parte
de Gautier, completamente indiferente a esas cosas que considera inferiores,
y rehúsa absolutamente recordar que Sainte-Beuve lo encontró después de
1830 en una procesión conmemorativa por los cuatro sargentos de La Rochelle.
13 de junio
Me he enterado hoy de lo que cuesta una elección en la que no se triunfa.
Le ha costado a mi amigo Louis Passy un franco por voto; 8 000 votos: 8 000
francos. Ganar sale más caro... donaciones a los municipios, bebidas a los
bomberos. A su feliz competidor, M. D’Albuféra, le costó 60 000 francos.
92
diario
de junio
Los dos estados más felices de la vida –el sueño de la mañana, la pipa des­
pués de la comida– son dos estados de inacción consciente.
17
Leí el Souvenir de Solférino, del médico suizo Dunant. Me transporta de emo­
ción. Hay descripciones sublimes que tocan la fibra a fondo. Es más bello,
mil veces más bello que Homero, que la retirada de los Diez Mil y que todo.
Sólo algunas páginas de Ségur, en la retirada de Rusia, se le aproximan. ¡La
verdad sobre lo vivo, lo amputado, sobre esas cosas, descritas y pintadas con
elegancia desde el comienzo del mundo!
Veo que en las últimas guerras, de Alexandre de Rusia y de Napoléon
de Francia, nos horrorizamos de los campos de batalla. ¡Síntoma nuevo! Sólo
Napoléon, el primero, nacido y crecido soldado podía asistir apacible a esas
cosas del siglo xix.
Uno sale de ese libro con horror, como de una ambulancia, maldiciendo
la guerra.
18
de junio
Este gobierno, les Invalides de La Palférine.
de junio
Unas veces Dios me parece un terrible y siniestro verdugo, un atormenta­
dor, un Sade de las alturas. Otras, un farsante y un embaucador que, como
aquellos que te cortan la crin de tu lecho, emponzoña todos los paraísos del
mundo, los climas bellos, los países cálidos, con las fiebres, las enfermeda­
des, los reptiles, los insectos, etc.
19
21 de junio
Gramont-Calderousse, después de que vendió el préstamo en la Bolsa, la
Bolsa bajó. ¡Jamás un hombre había sido tan conocido por ser el amante de
la mujer de un ministro!
Charles Edmond es un simpático ejemplo de comedia. El quejumbroso, el
llorón –y más doliente a medida que menos desafortunado es: “Dios mío, sí,
93
edmond y jules de goncourt
dice con un tono de crucificado, tengo un puesto de seis mil francos; y tengo
todo, hospedaje, luz, calefacción... tengo un departamento de catorce pies.”
Y parece beber, mientras dice eso, el cáliz hasta las heces.
Y si un niño coge su sombrero y juega con él: “¡Vete –dice con una voz
de Cristo–, ve allá adentro...! ¡Hubo un tiempo en que estuve acostumbrado
a todo, ahora!”
Me dicen que es una de las características nacionales del polaco.
La princesa es tan rococotière que a veces decide ir en coche de punto, con
Girard, a ver a los vendedores de curiosidades. Es una habitual de Vidalenc y,
como dice, al entrar en la pequeña pieza, donde hay una estufa y el gran sillón
de la madre Vidalenc, “una íntima”. Ha querido comprarle el encaje de su gorro;
pero la madre Vidalenc nunca quiere y le dice que se lo dejará en su testamento.
Aquí es cuando uno comprueba el poder de lo impreso y el efecto del
golpe de pluma: el mínimo rasguño a la administración del museo de Louvre
forma llaga.
Ella ha querido tener aquí a Sainte-Beuve, le ha ofrecido la casa a la
entrada del parque, para él y su servicio. ¡Él había aceptado, pero las muje­
res de su casa se opusieron! Además, habría significado para Sainte-Beuve
dejar las calles de París, las lavanderas, las prostitutas.
22
de junio
En casa de Magny.
gautier: ¿Los burgueses? Sucede cada cosa con los burgueses. He en­
trado a algunos interiores; es para taparse la cara. El lesbianismo es el esta­
do normal, el incesto es permanente y el bestialismo…
taine: Yo conozco a los burgueses, yo soy de una familia burguesa…
Además, ¿qué entiende por burgués?
gautier: Gente que tiene de quince a veinte mil libras de renta y que
es ociosa.
taine: ¡Y bien, yo le nombraría quince mujeres de burgueses que yo
conozco que son puras!
edmond: ¿Qué sabe usted? ¡Dios mismo lo ignora!
taine: Mire, en Angers, las mujeres son tan vigiladas que no hay ni una
que haga hablar de ella.
94
diario
: ¿Angers? ¡Pero está llena de pederastas! Los últimos pro­
saint-victor
cesos...
: ¡Ellos hundieron el puente!
sainte-beuve: Mme Sand va a escribir algo sobre un hijo de Rousseau,
durante la Revolución... será sobre todo lo que hay de generoso en la Revo­
lución... sólo piensa en su tema. Me ha escrito tres cartas, estos días... es de
una organización admirable.
soulié: Hubo un vaudeville de Théaulon sobre los hijos de Rousseau...
renan: ¡Mme Sand, la más grande artista de este tiempo y la más auténtica!
la mesa: ¡Oh!... ¡Ah!... ¡Hi!...
saint-victor: ¡Es curioso, ella escribe en papel carta!
edmond: Ella perdurará... ¡como Mme Cottin!
renan: Por cierto, ¡yo no entiendo el realismo!
sainte-beuve: ¡Bebamos... yo, yo bebo! Vamos, Scherer...
taine: ¿Hugo? Hugo no es sincero.
saint-victor: ¡Hugo!
sainte-beuve: ¡Cómo, usted, Taine, pone a Musset arriba de Hugo! ¡Pero
Hugo hace libros! Él se ha apropiado, en las narices de este gobierno que es
tan poderoso, del mayor éxito de este tiempo. Él llega a todas partes... Las muje­
res, el pueblo, todo el mundo lo ha leído... Él trabaja a marchas forzadas de
las ocho a mediodía... Yo, cuando leí sus Odes et ballades, le llevé todos mis ver­
sos... La gente del Globe le llamaba bárbaro... Pues bien, todo lo que he escrito
me lo ha hecho escribir él. En diez años la gente del Globe no me aceptó nada.
saint-victor: Todos descendemos de él.
taine: ¡Permítanme!, Hugo era en ese tiempo un gran acontecimiento,
pero...
sainte-beuve: ¡Taine, no hable de Hugo! ¡No hable de Mme Hugo! Usted
no la conoció... Sólo dos aquí, Gautier y yo... ¡Pero es magnífico!
taine: Creo que ahora ustedes llamarán poesía a describir un campana­
rio, un cielo, a hacer ver las cosas. Eso no es poesía, es pintura.
saint-victor: ¡Yo la conozco!
gautier: ¡Taine, usted me da la impresión de caer en el idiotismo burgués
a propósito de la poesía, la de exigirle sentimentalismo! La poesía no es eso.
Es una gota de luz en un diamante, palabras radiantes, el ritmo y la música
jules
95
edmond y jules de goncourt
de las palabras. ¡Ella no prueba nada, no cuenta nada, una gota de luz! ¡Así
el comienzo de Ratbert, no hay en el mundo poesía como esa, tan elevada!
¡Es la cumbre del Himalaya!... ¡Toda la Italia blasonada está ahí! ¡Y nada
más que nombres!
nefftzer: ¡Hay ahí una idea, si fuera buena!
gautier: ¡No hables! Tú te has reconciliado con el buen Dios para hacer
un diario, te has colocado junto a los viejos.
taine: Vea, por ejemplo, a la mujer inglesa…
sainte-beuve: ¡Oh! ¡La mujer francesa, no hay nada más encantador! ¡Una,
dos, tres, cuatro, cinco, seis mujeres, es delicioso! ¡Tienen una gracia, son
tan amables!... ¿Ha regresado nuestra amiga? ¡Y pensar que por nada al final
uno tiene una multitud de encantadoras, de estas infelices! Pues el salario de
las mujeres... He ahí algo en lo que personas como Thiers no piensan nunca.
Es necesario renovar el Estado por eso. Son asuntos...
veyne: Es decir que si hubiera una Convención...
saint-victor: No hay forma para que una mujer viva. La pequeña Tal,
del Gymnase, con cuatro mil francos por año, me dijo ayer...
gautier: La prostitución es el estado ordinario de la mujer, lo he dicho.
jules: ¡Pero queremos acabar con todo el comercio de lujo!
alguien: Entonces, ¡regresemos a Malthus!
charles edmond: ¡Malthus es una infamia!
taine: Pero me parece que no debe uno traer niños al mundo más que cuan­
do está uno seguro de su sustento… Las muchachas que parten para ser insti­
tutrices en Rusia, ¡es horroroso!
eudore soulié: ¡Cómo! ¡Es la principal inmoralidad! Quiere usted limi­
tar... Pues bien, si los niños mueren, que mueran; pero hay que hacerlos…
se oye una voz: “¡Corte el pabilo!”
otra voz: Es egoísmo.
edmond: ¿Cómo, egoísmo? ¡No disparar!
charles edmond: ¡Sí!
gautier: ¿Su amante es estéril?
charles edmond: ¡Sí!
Risas.
saint-victor: ¡Dios mío, es la naturaleza, es el gran Pan!
96
diario
: Y la naturaleza se venga cuando…
Aquí, a Sainte-Beuve se le ponen las orejas como cerezas. ¡Un espectácu­
lo! Vamos a la cuestión de la propiedad literaria:
gautier: Hice un discurso tan bueno en la comisión que poco faltó para
que hiciera pasar el principio de retroactividad.
sainte-beuve: ¡Cómo! ¡Eso no tiene sentido! Yo estoy, en principio, con­
tra toda propiedad. Yo vendo todos los años una pequeña cantidad de volú­
menes. Eso me sirve para darles algunas pequeñas cosas a las damas... Los
regalos de fin de año, son tan gentiles, que uno no puede…
El nombre de Racine se suelta desde un asiento.
nefftzer a gautier: Tú, tú has hecho hoy una infamia. Has alabado esta
mañana, en tu folletín del Moniteur, el talento de Maubant y el de Racine.
gautier: Es cierto, Maubant tiene mucho talento... pedí una medall…
Mi ministro tiene la idea idiota de creer en las obras maestras. Entonces,
menciono a Andromaca. Por lo demás, de Racine, que hace versos como un
cerdo, no he dicho una sola palabra elogiosa de ese ser...
Se habla de una cierta Agar en ese género de diversiones...
A partir de este momento, Gautier no se dirige a Saint-Beuve más que
como mi tío o el tío Beuve.
scherer (espantado, mirando la mesa desde lo alto de sus quevedos): Seño­
res, los encuentro de una intolerancia... proceden por la vía de la exclusión.
En fin, ¿qué es lo que hay que hacer? Reformar, combatir sus opiniones instin­
tivas. El gusto, eso no es nada, no hay más que juicios. Es necesario juzgar...
jules: ¡El gusto, por el contrario, y nada de juicios! El gusto es el tem­
peramento.
saint-victor (tímidamente): Yo debo reconocer que tengo debilidad por
Racine.
edmond: ¡Eh! Bien, eso es lo que siempre me ha sorprendido. Que a uno
le guste la ensalada con mucho vinagre y al mismo tiempo la ensalada con
mucho aceite, Racine y Hugo.
Barullo final.
una voz: ¡No se oye!
gavarni: ¡Se oye demasiado!
Exeunt.
una voz
97
edmond y jules de goncourt
Miércoles 24 de junio
Visita a Feydeau, en la parte alta de la rue Clichy. Un departamento de dami­
sela y artista, un lujo de chucherías infectas, una artistería de especulador,
por decirlo así, con un no sé qué que suena a falso y parece turbio, que huele
a hombre-puta. Sobre un mueble de Boulle, todo carmesí, los libros de Fey­
deau, levantados en gran in quarto, como para engrandecerse por el formato.
Feydeau en chaquetón rojo, sentado en un sofá, los pies extendidos sobre
una silla, durmiendo. Lo sacudimos, se despierta. Se ha puesto, el mismo día
en que ha terminado su última novela, a escribir otra. Naturaleza de buey; se
levanta a las cuatro de la mañana.
Su esposa entra, su hijo con su nodriza. Su mujer, la cabeza pequeña
que ha pintado Ricard. Un acento de Polonia que parece un acento creole del
Norte, una suerte de gorjeo en el habla. Esta acogida familiar y encantadora al
extraño te hace entrar de inmediato, como de la mano, a la intimidad de su vida.
Y henos ahí, hablando amablemente, seductoramente, del aburrimiento de
estar casada con un hombre que se acuesta a las ocho; se lamenta de no haber
salido en diez años al mundo en la noche; de sus veladas frente a la lámpara en
el comedor, sin poder recibir, con su marido acostado en el diván en la sala.
Hay una camarera, rubia, amarilla, sosa, una especie de Herodías mos­
covita, que atraviesa todo con la impasibilidad de las muchachas que sirven
en el vicio, de los muchachos del café que atienden los excusados –algo de
automático, de insensible y cruel.
Una hora después estamos en el parque de Saint-Gratien. Al final de
una alameda, la princesa en un vestido de fular pajizo, con las manos de­
trás de la espalda a la Napoléon, en la penumbra que provoca la luz detrás
de alguien, habla con el prefecto de la policía. Un perro pequeño la sigue,
sobre cuatro patas como alambres, con dos ojos saltones –perro de princesa,
arrogante y susceptible, ladrando con la familiaridad a la gente que lo mira.
–¡Y bien, aquí de nuevo! ¡Ah!, extraño a Rouland... le he escrito... ¿Qué
es de M. Duruy, Monsieur Giraud? –le pregunta al antiguo ministro de la Ins­
trucción pública. Giraud inicia el elogio de Duruy y cita las palabras de su
rechazo a la plaza de inspector general, rechazada por Duruy como si pidiera
un favor muy grande.
–¡Vamos, está bien! Siempre nos sentimos emocionados por sus bellas
98
diario
palabras. ¡Ahora, el reverso de la medalla! ¿Cómo será en la Academia?... ¡Ah!,
he aquí a Saint-Beuve. ¡Vamos, Sainte-Beuve, infórmenos, rápido! ¿Qué sabe
usted de M. Duruy?
–Bueno –dice Sainte-Beuve, con una sonrisa vaga–. Él es muy amable,
está bien físicamente, lo que no tiene consecuencias.
–¡Vamos, vamos, queremos más. No eso!
Sainte-Beuve retoma el punto.
–Pues bien, él ha escrito los compendios que ustedes conocen...
–Yo creo, ustedes recordarán, que hablamos de eso en la comida... Yo com­
pré diez...
–¡Ah, bien –dice alguien–, eso lo hará quedar bien con él!
–¡Pero vayamos al lado malo, ahora!
–Pero, princesa, no hay nada malo en eso… hay una mujer…
–¿De qué nos habla? ¿De su mujer?
–¡Ah, princesa, perdón! Una mujer que él conoció, creo que de la época
de su primer marido… Ella ha permanecido bella, es agradable… Y bien, creo
que le ha servido algo... Y además creo que ha ayudado un poco al empera­
dor en su César.
–Sí, sí –dice la princesa–. Recuerdo que un día el emperador me pre­
guntó si yo conocía a alguien que pudiera remplazar a Mocquard: “Él se
fatiga muy rápido, ahora, Mocquard... yo tengo a M. Duruy...” En fin, ¡era un
cambio extraño! Yo aprendí de esa manera, ayer al regresar de Versailles,
donde me he divertido mucho... La Valette cayó en mi casa toda enharina­
da. Me hizo una escena porque no me trepé en el cambio del ministerio...
¡Ah! los hombres políticos... ¡ya tengo suficiente! ¡Todos ellos me aburren! Y
además, encuentro que siempre cambian los hombres y para nada las cosas.
Aquí yo me escapo. –Y subiendo la escalinata: “¡No miren, no tengo calzón!”
Comemos, después charlamos mientras fumamos. Sainte-Beuve se que­
ja de ser viejo, le decimos que él jamás ha sido joven. “Es verdad –dice la
princesa–. Él ha roto ya con un montón de tonterías, de ideas tristes... Me
gusta más lo que hace ahora… Bueno, es verdad, sus artículos ahora son de
una libertad… él chapotea en la verdad.” Un poco ruborizado por el elogio:
“Dios mío –dice Sainte-Beuve–, la crítica, es decir, todo lo que le pasa a uno
por la cabeza, no es más que eso.”
99
edmond y jules de goncourt
La puerta del fondo se abre, Nieuwer­
kerke aparece, viene de Fointainebleau.
–¿Ha comido?
–No, perdón, princesa, ¡me fui como un
ladrón!
–Vaya rápido a comer y vuelva a con­
tarnos las noticias.
Nos sentamos en la escalinata, fuman­
do bajo las damas. Boitelle nos dice:
–Vengan aquí, porque para fumar es
necesario tener la espalda apoyada, es muy
importante. Se trata de estar bien, es la vida.
A partir de ahí regresamos a esa idea, de
estar bien, de beber bien, de comer bien, de beber y comer religiosamente,
porque beber con distracciones...
–¡Sí –digo–, no oímos el buen vino!
–¡Oh!, por supuesto, todas las personas inteligentes salen con eso.
Y veo liberarse la pose, la sonrisa sensual, las palabras, la filosofía de ese
prefecto de policía, que no ama del arte más que lo gracioso y a todos los bri­
bonzuelos de la pintura, soltar la filosofía de una parte de los hombres de este
gobierno, el epicureísmo, y que puede ser, después de todo, su única gracia.
Nieuwerkerke comió.
–¡Y bien, cuéntenos lo que ha visto! ¿Qué hay allá?
–Pues, en primer lugar, sus tres primas. Y también la princesa Co­
lonna... ¡Ella tenía un trapo de cocina sobre la cabeza! Figúrense que esta
mañana llegó media hora tarde al desayuno. El emperador se paseaba y se
retorcía el bigote: no está de buen humor cuando tiene hambre. Y cuando la
emperatriz le dijo “La princesa Colonna, que usted conoce”, él le contestó:
“Bien, pero vamos a desayunar.” ¡El éxito la echa a la juerga!
–¡Oh –dice la princesa–, no me sorprende! Y es una que se viste... Tiene
la afición de ponerse un montón de cosas feas... Y, además, sus cabellos son
falsas coletas. Ella tenía, el otro día, una que se había desprendido, que le
colgaba sobre el cuello. Yo me dije: “¡Bien, ve, la mostrarás toda la velada!”
–¡Se desprenden de mucho por abajo, en Fontainebleau, princesa!
100
diario
Una voz:
–¿Qué dice Vaillant?
–Vaillant no sabe nada. La ópera lo turba mucho, este hombre que deja
caer siempre sus tirantes… Tiene miedo de recibir en cualquier momento
la visita del cuerpo de baile… y luego, él que ha tenido la emoción... Sabéis
que pretende que para hablar con el emperador ¡tiene que usar un pantalón
forrado con tela encerada!
–¡Ah, dejémoslo entonces! Además, todo eso me da igual, aunque ahí esté
parte de mis enemigos... Encontré a Walewski de una estupidez asombrosa...
Me molesta que por esta pobre Agar, a quien le han hecho ya un montón de
cosas desagradables... Pero, vean, ¡le diré que trate de seducir al mariscal!
–Vaya, es una idea... Yo me paseaba alrededor del estanque con mi pa­
trón, a las once. Y entonces la emperatriz viene a llevárselo en su calesa,
con sus ponis. Estuvieron en el bosque, yo no sabía qué hacer... charlamos
sobre eso... Él tuvo que ir a un rincón lejano para fumar ¡en Fontainebleau!
–Y el emperador, ¿fuma? –dice Saint-Victor.
–¿El emperador? ¡Pero él no es un hombre –le responde alegremente
Boitelle–, es un dios!... En eso que ustedes acaban de decir podría distin­
guirse algo sedicioso. ¡Es la anarquía! Hay un comienzo de instrucción ahí...
Regresamos al salón.
–Oh, su Vie de Jésus –le dice a Sainte-Beuve–, ¡nos ha molestado a Mme
Fly y a mí!
Le dije:
–¡No me lea más! Eso me ha impedido pintar… ¡Vamos, es fastidioso!
–Pero princesa…
–Dejémoslo, ¡está usted encaprichado con ese libro! Es fascinante lo
que dijo sobre él Sacy esta mañana. ¡Ah!, fui a ver a Sacy a Eaubonne y
cuando estaba a punto de hablar del libro de Renan, me dijo muy bajito:
“¡No delante de mi mujer!” ¡Ah, pues! ¿Entonces es una dama delante de la
cual no se puede hablar?... En fin, este Renan no sé qué quiere.
–Por Dios, princesa… –retoma Sainte-Beuve.
–¡Ese libro es muy malo!
–Un día que hablaba con Renan, me dijo que cuando uno llega al punto
de las grandes preguntas se enfrenta uno a una duda inquebrantable.
101
edmond y jules de goncourt
–¡Vaya! Él quiere fundar la duda inquebrantable. ¡Eso es lo que quiere
su M. Renan! ¡No tiene sentido común!
–Una de dos –dice Girardin–. O a Renan le falta lógica o le falta sinceridad.
–En fin, para mí, ¿quieren saber lo que creo? ¡Él ha elegido la duda, eso
es todo! ¡No, no me gusta ese libro!
de junio
El tabaco, una providencia en un siglo de actividad febril, de prodigiosa
productividad. Es el láudano del sistema nervioso.
25
de junio
Al salir de Mabille, escuchamos en una calle lateral de los Campos Elíseos:
–¡Es un peligro, amárralo!
Es un cochero que siete agentes de policía, con mucho esfuerzo, tratan
de llevar al cuartelillo del Palais de l’Industrie. Él se debate, se endurece, da
patadas furiosas, embiste y patea por más atado que esté. Su voz es terrible
por la cólera, la rabia, la agonía:
–¡Pedazo de cerdo! ¡Pedazo de animal! ¡En guardia!
En el cuartelillo le dice al centinela:
–¡Presente armas! ¡Cierre el ventanillo!
Me doy cuenta de que envejezco: estoy moralmente en contra del hom­
bre arrestado por la policía.
28
El despacho del prefecto de policía, esta gran pieza donde flotan tantas cosas
temibles, estos muros marcados por tantos secretos repelentes o terribles, está
lleno de Boucher, de pinturas amorosas del siglo xviii, de desnudos pícaros,
de indecencias alegres que cubren no solamente los paneles, de un horrible
papel imperial con abejas de oro, sino también los sillones, las sillas, ates­
tándolo todo.
–Sí –nos dice Boitelle–, cuando vemos, como yo, todo el día muebles
feos, es agradable mirar de tanto en tanto una figura bonita.
Él nos muestra todo eso gentilmente, bonachonamente –incluso su des­
orden–, llena con sus cuadros y sus lienzos una casa de jardinero en la es­
quina de su pequeño jardín. Ahí una palangana, una esponja, sus cigarros; y
102
diario
ése es su ocio y su distracción, volver a ver y revivir los colores enmugreci­
dos de enigmáticas telas anónimas.
Al salir quiere que nos llevemos, como recuerdo de nuestra vista, un
dibujo de Lépicié, de quien él es un gran coleccionista.
París, el verdadero ambiente para la actividad del cerebro humano.
1 de julio
Tal vez describir, en las Actrices, una de las relaciones forzadas a la Dennery;
de esos hombres que pueden tener a las mujeres más bellas de París y las
hacen marchar derecho por un papel, una influencia, comenzar una carrera
de dama –y que están remachados a una vieja mujer que descarga sobre
ellas la desesperación de los cuarenta años, les infringe castigos humillantes
y las hace salir cuando sus amantes entran.
El consumidor hace al que le sirve a su imagen.
Los agentes de Bolsa, las putas, comparten su humor, su insolencia con
los meseros de los cafés de los bulevares. A la altura del bulevar Saint-Mar­
tin, hay infiltraciones de malos comediantes y de improvisadores en un me­
sero que te ofrece un melón con simpatía.
En Palais-Royal, frecuentado por los ricos provincianos y los tranquilos
vividores del orleanismo, el mesero proporciona el servicio humilde, discre­
to, silencioso de los hombres que se requieren para servir en los ministerios.
de julio
Me encuentro en lo alto de un autobús, al lado de un alcantarillero que
le cuenta al cochero los peligros de su profesión: cuántos mueren por año,
ahogados en las cloacas por las tormentas, cuyos cuerpos arrastrados por
las aguas se descubren en el Jardin des Plantes. Él, una vez, se mantuvo
dos horas aferrado con los brazos. ¡Qué de gente muere así allá abajo, en la
sociedad!
2
lunes 5 de julio
Cuando hablamos en casa de la princesa de la belleza de Mme de Mainte­
103
edmond y jules de goncourt
non, ella deja escapar su carácter en esta frase: “¡En principio, si alguien no
me cae bien, lo encuentro feo!”
lunes 6 de julio
En casa de Magny.
Sainte-Beuve ha entregado su dimisión como miembro de la comisión
del Dictionnaire de la Académie, es decir, a 1200 francos por año, por escribir
su artículo de esta mañana sobre Littré. ¡Hay pasión en el odio!
Él exige esta noche, enérgicamente, menos agentes de policía de las
costumbres en las calles y se subleva fuertemente, como por pro domo sua,
contra la arbitrariedad que rige a las damiselas. Demanda que un hombre
honesto suba a la tribuna del Cuerpo legislativo para defenderlas y proteger­
las; y M. Thiers y los otros no tendrán nada que objetar.
Encuentro por primera vez, en la Opéra, a Vacquerie. El hombre es, como
su talento mismo, una mezcla de Don Quijote y de Seringuinos.
Scholl, en el foyer, con una condecoración de oficial de una orden extranjera
en el ojal, la desempeña perfectamente, al punto de confundirse con un oficial de
la Legión de honor. Es en ese momento el gascón en plena explosión. Le nain jaune
le reportará doscientos mil francos. En Bélgica funda un periódico político para
el sur. Será el representante del periódico L’Europe en París. En pocas palabras,
nos dice que él no puede vivir con menos de cien o doscientos francos por día.
8 de julio
Veo, en casa de Palizzi, sus acuarelas, muy luminosas, muy exageradas, muy
brillantes. Me dice que les proporciona su último brillo con pinturas chinas,
de las cuales tiene un recipiente, y que le dan a sus tonos como un glacis de
frescor y de riqueza, desconocido en nuestras pinturas de Europa.
La tarde, en casa de la princesa, a propósito de una defensa de la pure­
za de Daphnis et Cloe por Giraud, el antiguo ministro de instrucción pública
acaba de darle un ejemplar a la princesa, quien se vuelve hacia él y con sus
labios dibuja, más de lo que ellos dicen: “Es usted un viejo puerco.”
12 de julio
Al leer el Voyage dans l’Inde, de Soltykoff, me da tal gana de exotismo ¡que
corro a comprar una piña!
104
diario
de julio
Tocan. Un propio trae una carta de Sainte-Beuve, quien, sufriente, nos ruega
ir a su casa para hablar de su artículo sobre Gavarni.
Después de algunas palabras de la biografía, pasamos a las litografías,
a la imagen. Y es grande nuestra estupefacción al verlo leer las leyendas a
contra sentido, estropeándolas, sin comprender nada, con gran ignorancia
de todos los parisianismos de París. Nos pregunta qué es le plan, pide que le
expliquemos ma tante, que él ignora, tanto como le clou.
En el dibujo mismo, él no ve nada, no percibe nada, no entiende la
escena, no distingue quién habla ni a los dialogantes de la leyenda. Casi
toma la sombra de un personaje por un personaje y tiene por un momento la
testarudez cómicamente rabiosa de ver tres individuos en escena.
Y, sobre todo, necesita las explicaciones, que bebe, que anota. Se aferra
a la mínima palabra que soltamos, la escribe en una hoja de papel donde hil­
vana su artículo con señales y lo bosqueja como un ciempiés. Se informa de
otros pintores de costumbres. Nosotros le decimos: “¡Abraham Bosse!” Y él:
–¿De qué época?
–Freudeberg
–¿Cómo dices?
–Freudeberg
–¿Cómo se escribe?
Y así con todo. Agarra, recoge, traga de prisa, engulle al vuelo tus ideas.
Nosotros nos quedamos espantados, molestos, con esta profunda inteligencia
latente en el fondo de este hombre. No aprecia nada por sí mismo, siempre
informándose –un chupador de conversaciones, un escritor de artículos al
vuelo para el periódico, recurriendo a la ayuda de especialistas, de amigos,
de familiares.
Van a buscarnos un coche y nosotros esperamos en su salón, frente a
su pequeño jardín desolado de trapense. Sobre la mesa hay una escultura
en yeso estearina de Carpeaux del busto de la princesa, carnosa y viva, a la
Houdon.
Nos habla del mundo que lo rodea, de la necesidad que tiene del ve­
cindario en su casa, de la animación en las comidas, que se desprende de
la soledad que tanto le gustaba en el pasado y que ahora le horroriza. Nos
13
105
edmond y jules de goncourt
habla de sus tristezas de estar solo, sus tristezas de los domingo en la tarde
de antes: “Yo conozco bien a las damas de la vida, pero mis domingos en la
tarde, ¿es qué ellas se ocupan de ellos?”
de julio
Vino Levallois para decirnos que Guéroult nos esperaba para convenir la
publicación de Mademoiselle Mauperin en L’Opinion.
Vamos a las oficinas del diario, a ese gran falansterio de diarios de la
rue de Coq. Un despacho blanco, donde hay gente muy ocupada en mangas
de camisa, que abre las puertas, y una caricatura de Le Charivari en el muro:
alemanes celebrando el aniversario de Waterloo y un soldado francés entrea­
briendo la puerta y diciéndoles que hagan menos ruido.
Acordamos con Guéroult. Se parece asombrosamente, físicamente, a
Robert Macaire.
En la noche, la princesa nos cuenta que vio al duque d’Hamilton la
víspera de su muerte: caminaba, hacia su departamento, con la cabeza floja,
sin sentido, como un muerto que marchase dando maquinalmente apretones
de mano. ¡Esa vida sin alma, ese movimiento de un cuerpo sin pensamientos,
algo espantoso!
Al regresar con Gautier. Como hablamos del tipo de la mujer de mundo
actual, de su estilo: “¿Admite que la emperatriz es una mujer de mundo?
–dice–. Pues bien, ¿sabe que me dijo en Compiègne, al mostrarme pinturas
de Chaplin en su recámara?... ‘¡Yo me pongo en mi casa!’”
15
La mirada de la mujer, ese silencio que dice todo, ¡qué misterio! Escribir un
día dos o tres páginas sobre eso.
Una tal Mlle Thureau, la hija de un antiguo marchante de madera muy rico,
que se casó con el hijo de Benoît-Champy, decía sobre las proposiciones de
matrimonio: “No importa quién, siempre que me saque al mundo todas las
noches.”
En el tren, en un rincón de nuestro vagón, hay un anciano con el botón de la
Legion d’Honneur, una linda cabeza de viejo militar. Tiene un crespón en su
106
diario
sombrero. Es triste, de esa tristeza desgarradora, abstraída, que sigue al en­
tierro de una persona muy querida. La sentimos, es como la corriente eléctri­
ca de su gran dolor. Le preguntamos si no le molesta el tabaco. Al principio
no entiende; luego, al comprender, hace con la mano un signo de indiferen­
cia suprema, como si todo le diera igual y ya nada le fuera apreciable.
Lo vemos tragar sus lágrimas, sentir en sus manos la agitación y ner­
viosidad del pesar.
En Batignolles desciende, se levanta con esfuerzo, a sacudidas. He lle­
vado sobre mí todo el día la sombra de su duelo de viejo. Y por ella, por esa
visión, hemos permanecido tristes. Él nos ha hecho indignarnos contra Dios,
que causa la muerte y el dolor de los vivos, contra Dios, malvado, y que hace
incluso más mal que el hombre. El hombre, ¿qué ha hecho de malo, de tor­
cido, de cruel? La guerra y la justicia, eso es todo. Pasa no sólo por la muerte,
sino además por la enfermedad, el sufrimiento, los pesares, ¡por todas las
torturas de la vida! ¡Ser todopoderoso y haber hecho esto! Sus ideas han
proseguido sin refutarse entre nosotros.
He aquí lo que el hombre encontró en la tierra: el coito, las frutas y los ani­
males salvajes. Todo lo demás es de su invención.
En la comida, en casa de Véfour, frente a mí, una pequeña mujer nervio­
sa, febril, inquieta, con los gestos del mono que mira desde el fondo de su
refugio –mujer rara, sin clasificar, con la gracia de un animal exótico; una
señorita que viene no sé de dónde, de algún Pamplemousses cualquiera. Pa­
rece escapada del Jardin des Plantes y de Paul et Virginie: el ideal del mono,
como la mujer de Watteau, es algunas veces el ideal de la cerda.
Hay una fealdad de abyección y degradación, de raza inferior, que es estig­
ma de los millonarios: vea a Rotschild, Pereire…
Gautier me contaba, el otro día, que Soltykoff, extenuado por el opio, pasa su
agonía tocando, palpando, con guantes, pequeños granos, polvos de sándalo,
toda suerte de cosas pequeñas de allá. Murió en olor de oriente como otros
mueren en olor de santidad.
107
edmond y jules de goncourt
Voy a usar esta tarde mis guantes de Saint-Gratien en la Closerie des Lilas.
Uno encuentra ahí todavía –ahí solamente– el tipo físico de la mujer
de Gavarni, la pequeña rata de París. Hay alegría burda, los calzones rosas
que muestran completamente al levantar la pierna. La barahúnda, los gritos;
damas que piden casualmente alfileres para arreglarse; risas verdaderas, es­
tudiantes que como propina dan un apretón de manos al mesero, y la música
de la orquesta repetida a coro por los danzantes.
viernes 17 de julio
En casa de Gautier, en Neuilly
Son las ocho y media. Lo encontramos sentado a la mesa. No come sino
hasta las ocho. A su alrededor su hijo y sus dos hijas, con los brazos un poco
desnudos, haciendo crujir, con gestos graciosos, los cangrejos de un gran
plato puesto en medio de la mesa. Y cuando los roen, exasperadas por los
carapachos, los rechazan como gatas, volviéndose hacia ti, desplazan sus
cabezas para hablar una sobre la otra, escalonando sus mohines y sus risas
te hablan del chino con el que comieron ayer, van a buscar el zapato chino
que les dio, farfullan las palabras chinas que les dijo. A esas vivarachas y
menudas orientales de París, que tienen en sus gestos un no sé qué de tierna
suavidad, en el talle un balanceo de harem, esa dulzura familiar de lindos
animales, elegidas por la mano del rajá de Lahore en la visita que le hace el
príncipe Soltykoff, eso les parece como un perfume de Oriente. Ellas pare­
cen, por momentos, un poco las hijas de la nostalgia de Oriente de su padre.
En medio de eso, de ellas, aportamos recetas de cocina cosmopolita
–espinacas sobre las que se apilan almendras de albaricoques, un zabayon–.
Gautier, feliz, disfruta comer, hablar, bromear, cómicamente bonachón inter­
pela a las criadas con una solemnidad graciosa, florece como un Rabelais
en familia.
Nos levantamos de la mesa y pasamos al salón. Las chicas te conducen
suavemente, graciosamente, con ademanes de confianza a pequeños rinco­
nes de sombra y de intimidad. La mayor deletrea una gramática china, va a
buscar su escultura, L’Angelique de Ingres, esculpida en un nabo todo arru­
gado, y uno no ve nada. ¡Es de risa!
Durante ese tiempo, la señora regresa con una amiga, una vieja actriz, y
108
diario
su marido, un oficial del que se hizo
esposar. Y entonces una gran conver­
sación culinaria se entabla... La actriz es
fuerte, fuerte como una de esas mujeres
galantes de Balzac, que saben todo y co­
cinan buenos platillos para el amante.
Se discute, sobre todo, la cocción de
los cangrejos. Hacemos comparecer a
la cocinera y corregimos su tradición.
Es como una conferencia a la Jordaens,
en la que Gautier sostiene que uno pue­
de comer bien en todas partes, incluso
en España, con un puchero de jamón
y huevos.
Y después de eso, caemos en el
libro de Renan. Hemos compartido con
Gautier nuestro desprecio por el talen­
to literario del libro, nuestra antipatía
por el autor, nuestro horror por su fal­
so gusto y la vaguedad de la tesis sostenida, la falta de sinceridad, la confu­
sión de ese Dios que no es Dios y es más que Dios.
–Un libro sobre Jesucristo, he aquí como tenía que hacerlo –dice Gautier.
Y se pone a esbozar un Jesús hijo de una perfumera y un carpintero.
“Un mal sujeto que abandona a sus padres, que manda a paseo a su madre,
que se rodea de un montón de canallas, de gente tarada, de enterradores y
de mujeres de la mala vida, que conspira contra el gobierno establecido, y
que hicieron bien, muy bien en crucificar, más bien en lapidar. Un socialis­
ta, un Sobrier de ese tiempo, que destruye todo, aniquila todo, la familia, la
propiedad, furioso contra los ricos, que recomienda abandonar a los hijos o,
mejor, no hacerlos, que disemina las teorías de la Imitation de Jésus-Christ,
ocasionando en el mundo todos esos horrores, un río de sangre, las Inquisi­
ciones, las persecuciones , las guerras religiosas; trayendo la noche a nuestra
civilización al comienzo del día que era el politeísmo; destruyendo el arte,
estropeando el pensamiento, de tal suerte que todo lo que le siguió no es más
109
edmond y jules de goncourt
que mierda, al punto que tres o cuatro manuscritos, traídos de Constantino­
pla por Lascaris, y tres o cuatro pedazos de estatuas, encontradas en Italia,
durante el renacimiento, son para la humanidad como el cielo recobrado...
Por lo menos, es un libro. Puede ser falso, pero el libro tiene su lógica... Tiene
incluso la tesis totalmente contraria, que igual le atribuye… ¡Pero yo no
entiendo un libro entre esto y aquello!”
Lunes 20 de julio
En casa de Magny. A propósito del libro de Mme Hugo y la época de Her­
nani, Gautier dice que no era un chaleco rojo lo que llevaba, sino un jubón
rosa: risas...
–¡Pero es muy importante! El chaleco rojo habría indicado una inclina­
ción política, republicana. No había nada de eso. Éramos simplemente me­
dievales... Todos, Hugo tanto como nosotros... Un republicano, no sabíamos
qué era eso... No había más republicano que Pétrus Borel... Todos estábamos
contra la burguesía y a favor de Marchangy... Éramos el partido matacán, eso
era todo… Hubo una escisión cuando celebré la antigüedad en el prefacio
de la Maupin... Matacán y nada más que matacán... El tío Beuve, lo reconoz­
co, siempre ha sido un liberal… Pero Hugo, en ese tiempo, estaba a favor de
Luis XVII. ¡Se los aseguro!
–¡Oh!, ¡oh!
–¡Sí, por Luis XVII! Cuando me vienen a decir que Hugo era liberal y
pienso en todas esas farsas de 1828... Él no se metió sino hasta después de
esas marranadas... Fue el 30 de julio de 1830 que comienza su regreso... En
el fondo, Hugo es pura y simplemente medieval… Jersey estaba lleno de sus
condecoraciones. Era el vizconde Hugo. Tengo doscientas cartas de Mme
Hugo firmadas vicomtesse Hugo.
–Gautier –dice Sainte-Beuve–, ¿sabes cómo pasamos la jornada del
estreno de Hernani? A las dos, estábamos con Hugo, de quien yo era su fiel
compañero, en el Théâtre-Français. Nos trepamos a un cupulino y miramos
pasar la fila, las tropas de Hugo... Hubo un momento en que tuvo miedo al
ver pasar a Laissailly, a quien no le había dado un boleto. Lo tranquilicé: “Yo
respondo.” Y después fuimos a cenar a lo de Véfour, abajo, creo; pues en ese
tiempo Hugo no tenía notoriedad pública...
110
diario
–¿Desea partir? –Le dice una voz a Renan.
–Sí. –Salgo para Saint-Malo.
–Vea usted –me dice Saint-Beuve, llevándome a un aparte–, le tengo ojeriza.
Tiene un montón de muchachas tan lindas, que uno no pediría más... ¡Y qué
pasa! A fuerza de sermones y opio, él las hace morir vírgenes sin haber he­
cho nada, pues él, ese canalla de Dupanloup, tenía la dirección de la casa.
–Yo admiro a Jesucristo sin reservas –dice Renan.
–Pero, en fin –dice Sainte-Beuve–, hay en esos Evangelios un montón
de cosas estúpidas: “Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la
tierra.” ¡Eso no tiene sentido, no es verdad!
–¿Y Cakia-Mouni? –dice Gautier–. ¿Bebemos un poco a la salud de
Cakia-Mouni?
–¿Y Confucio? –Dice alguien.
–¡Oh, es un pelmazo!
–¿Pero qué hay más estúpido que el Corán?
–¡Ah! –me dice Sainte-Beuve, inclinándose hacia mí–. Es necesario
haber recorrido todo y no creer en nada. No hay nada más verdadero que una
mujer... La sabiduría, Dios mío, es la sabiduría de Sénac de Meilhan, que
formuló en L’émigré.
–Evidentemente –le digo–, un escepticismo afable es todavía el sum­
mum humano… No creer en nada, tampoco en sus dudas... Las convicciones
son estúpidas... ¡como un papa!
–Yo –dice en esos momentos Gautier al doctor Veyne– jamás he tenido
un deseo excesivo de esa gimnasia íntima. No es que esté menos bien dotado
que otros. Soy un hombre, he hecho diecisiete hijos, y todos muy bellos: se
pueden ver las muestras… he trabajado por encargo. Me han ofrecido diez
mil francos por hacer uno… Pero coger una vez por año –les aseguro– es
suficiente. Lo hago con la mayor frialdad... Podría hacer operaciones mate­
máticas... Y me parece humillante que una zorra pueda creer que uno tiene
necesidad de caerle encima… Vea, cuando cogí con Ozy, ella tenía 18 años
¡y le aseguro que valía la pena! Bien, yo tenía una pieza en la habitación del
portero. Encontré, al regresar, a las dos de la mañana, un recado suyo en
el que me rogaba pasar inmediatamente a verla. Desperté a los porteros y
111
edmond y jules de goncourt
pasé. Ella me dijo que quería saber si yo dormía en mi cama, si no dormía
con alguna bella bailarina. Le dije que bien veía que no, pero por la hora
que era me resultaba muy difícil irme y despertar nuevamente a los porteros.
Ella me señaló un diván; después, al cabo de media hora, pretextando que
yo podía tener frío, me hizo un lugar en su cama y me dijo: “Dios mío, yo lo
conozco tan poco...” Me indignó que pudiera creer que le iba a caer encima,
que tuviera ganas de eso. Le di la espalda y me dormí. A la mañana del día
siguiente me golpea la espalda y me dice: “¿Se da cuenta de que los dos la
hemos pasado como si nada?” Le dije: “Francamente, sí.” Hubo un tiempo
en que ella no disfrutaba más que la segunda cogida, la cogida de la mañana,
a las 6:45, porque a las 7 llegaba el duque de Montpensier: eso la excitaba… a
menudo encontraba al príncipe en la escalera.
–¿Cómo está nuestra amiga?
–Muy bien.
–Nos reíamos mucho en España.
En 1849, cuando Sainte-Beuve tenía que dar cursos en Liège, a conti­
nuación de numerosos escritos, rápidos y esforzados, tuvo eso que los médi­
cos llaman el calambre del escritor, que le paralizó los músculos del brazo
derecho, lo que provocó que después no escribiera más que notas y dictara
sus cartas si eran un poco largas.
Al levantarnos para irnos, Gautier se dirige a Scherer, el personaje más
mudo de la sociedad, y le dice:
–¡Espero que por una vez se comprometa, pues nosotros nos comprome­
temos y no es justo que usted se mantenga ahí, sólo mirándonos!
24 de julio, en Grez, cerca de Fontainbleu
Henos aquí, en un albergue de campesinos, la pensión a 3.50 francos por día,
en cuartos blanqueados con cal, durmiendo en colchones de plumas, bebiendo
el vino de su cosecha, comiendo muchos omelets, caras amables de dueños
de pequeños cafés, un río a dos pasos donde uno ve en el agua clara peces,
botes, líneas; unas ruinas a un lado.
Tenemos como compañero a un hermano del pintor Palizzi y a un joven
hombrecillo de Saint-Omer, M. de Monnecour, que comienza a hacer pintu­
ras de aficionado.
112
diario
Es sorprendente cómo el pintor sufre poco, o más bien no sufre por la
falta de comodidades. El lecho tiene pulgas, el taburete es de paja, el vaso
de vidrio común, el tenedor de fierro, la palangana de loza, todo lo que hace
sufrir al civilizado, al parisino, parece como si fuera un placer para él, como
las costumbres de una patria recobrada. Se diría que mientras los literatos
son empujados naturalmente a alcanzar los placeres de la aristocracia, los
pintores, liberados ellos mismos, vuelven con amor a lo que son, el pueblo.
de julio
Después de diez años volvemos a Marlotte, cerca de aquí, que habíamos visto
diez años antes cuando vinimos con Peyrelongue, el marchante de cuadros,
su señora, Murger y su querida, etc.
Encontramos el pueblo, pero rebuscado, con una especie de casas bur­
guesas pobres, edificaciones esforzadas, tentativas de cafés –¡incluso un uri­
nario! Hay ahora un castillo con una verja con corona, construido por un joven
barón para asombrar a los artistas, castillo a medias terminado y abandona­
do, ¡por falta de dinero!
Todo es pose y mentira. Son siempre los mismos campesinos misera­
bles, con su vino que hace mal y sus jergones con chinches, lo pintoresco
soportable solamente a los 20 años y a los paisajistas.
Al volver a una casucha, en la cual está colgado un mal cuadro de natura­
leza muerta, letrero de taberna, y de donde salen risas y estallidos de voces,
un viejo campesino coloradote, granujiento, desdentado, con la sonrisa de
oreja oreja, una figura a la père la joie crapuloso, los pies a pelo en sus babu­
chas, viene a estrechar la mano de nuestro compañero Palizzi: es Antony, el
hospedero de los pintores de abajo.
La casa está sucia de pintura, los antepechos de las ventanas son pa­
letas; sobre el yeso hay como manos de pintores de brocha gorda que se
habrían limpiado en él. De la sala de billar, metemos la nariz en el comedor,
todo pintarrajeado con caricaturas de cuerpos de guardia y caricaturas de
Murger. Hay allí tres o cuatro hombres en chaquetón, entre el canoero, el
peluquero y el pintorcillo, con el aspecto de obreros mal encarados, desayu­
nando a las tres con las mujercillas de la casa, que vienen sin sombrero y en
pantuflas del Barrio Latino y se regresan igual.
28
113
edmond y jules de goncourt
Uno no sabe muy bien si son pintores o es una escuela de paisajes. Pare­
ce que en el albergue de Antony hay, todo el día y toda la noche, una juerga
de barra y de Closerie des Lilas, músicos de guitarra, sillas que se lanzan a la
cabeza, y algunas veces una cuchillada. El bosque es ralo y, en consecuen­
cia, abandonado. No he visto más que dos paraguas de artistas en la Mare
aux Fées, en ese paisaje de granito, de verdor intenso, de robusta majestuo­
sidad, de brezos rosa en lugar de este taller que hay aquí, al aire libre, con
las señoras que cosen y remiendan a la sombra de los caballetes de campo.
Al regresar nos muestran la casa de Murger, a la entrada del bosque;
después el amigo de Murger, Lecharron, un marchante de vinos que nos dice
en tono enternecedor:
–¡Ah, el pobre Murger! –Sepan que era yo quien le hacía a menudo un
omelet! Él pasaba todo el tiempo aquí... –Y luego agregó con un suspiro–:
¡Yo perdí mucho dinero con él! En lugar de hacerle una tumba bonita –la fui
a ver cuando estuve en París– debieron haber pagado sus deudas. ¡Eso sería
más honroso para los artistas!
¡Murger, Antony! Ese muerto y este albergue. Todo me parece ir junto.
Marlotte, ahora, con sus falsos artistas y sus garibaldis postizos en blusas
rojas y azules. ¡Me parece hecho para la invocación del santo Murger! Su
memoria insolvente flota aquí con un regusto a ajenjo.
Vamos a cenar a otro albergue, el de Saccault, este hombre que durante
diez años, con Ganne, ha mal hospedado y mal alimentado a todas las glorias de
nuestro paisaje moderno. La casa ahora es lúgubre. La mujer tiene neuralgia
y está toda fajada, desesperada como los campesinos sin fuerza. El hombre
fermenta su vino y la bancarrota. La hija, convertida en señorita después de
un viaje de tres años a Rusia, ha recaído sobre la espalda de sus padres y le
sirve a los viajeros por el amor del buen Dios. Cenamos ahí, un mal conejo
salteado, con Nanteuil, ya triste, y que este mesón no alegra.
29 de julio
Aquí, día a día, crece en nosotros una alegría tonta, en la que los órganos
y sus funciones tienen como alborozo. Sentimos el sol en la piel; y en el
huerto, bajo los manzanos, recostados sobre la paja de los recipientes de las
lavanderas toma cuerpo en nosotros un embrutecimiento dulce y feliz, como
114
diario
el rumor del agua que escuchamos en los barcos, en los juncos, junto a uno,
al salir de una esclusa.
Es una sensación deliciosa de pensamientos coagulados, de miradas
perdidas, de ensueños sin horizonte, de días a la deriva, de ideas que siguen
el vuelo de las mariposas blancas en la col.
Abajo, en la cocina, en la campana de la chimenea está pegado un gran
afiche que quedó de las elecciones: El único candidato recomendado por el
gobierno es M. el barón de Beauverger.
¡Se podría decir pegado por orden de la policía, pues el comisario obli­
gó a los hosteleros a ponerlos so pena de clausurarlos!
Estuvo aquí, estos días, un actor de vodevil, Munié, haciendo paisajes inge­
nuos de la naturaleza. Se hospedaba con el maestro de escuela y utilizaba
como taller el gran salón del ayuntamiento.
Pintar en Fontainbleau, para los artistas, el paraíso de un Pouthier. Para co­
menzar, los placeres de un chulo: se viste como un cerdo, con la camisa man­
chada, etc. Después, gozar de los animales: pollos, niños, etc. Después, sobre
todo, el placer de la sociedad de los campesinos, a los que se cree superior
y que él honra con un apretón de manos; el placer de esta vida de campo y
de taberna, compañerismo de la botella, tú, a ti, con todos; estrechar la mano
al hospedero, al cafetero, al picapedrero; la familiaridad con el hombre que
no conoce sino desde hace un cuarto de hora; la intimidad en camisa con el
pueblo más bajo que uno. En una palabra, la realización de todas sus aspira­
ciones hacia la crápula y las costumbres del obrero. La fraternidad de la copita.
El gusto de regresar al pueblo; el gusto de ponerse una camisa de obrero, que
es como regresar a su piel.
1 de agosto
La Mare aux Fées, peñascos grises, suelos de ceniza, brezales rosas. Las
raíces como serpientes; bloques de granito como lomos de hipopótamo enlo­
dados; robles crispados y magníficos. Algo como un bosque de druidas sobre
un volcán extinto.
115
edmond y jules de goncourt
4
de agosto
No falta casi nada aquí, excepto una amante, un amigo y un mono.
Arreglar el rompecabezas, expresión de campesino por “tomarse la mo­
lestia”.
Las siete de la tarde. El cielo azul pálido, de un azul casi verde, como una es­
meralda fundida. Ahí arriba marchan suavemente, en una marcha armoniosa
y lenta, masas de pequeñas nubes, barridas, desguazadas, desgarradas, de
un violeta tierno, como vapores bajo un sol que se pone. Cada una de sus
cimas son rosas como cumbres de glaciares de un rosa iluminado.
Delante de mí, en la ribera de enfrente, líneas de árboles, cuyo verdor
amarillo, y aún caliente por el sol, es templado y bañado por el calor y el pol­
vo con tonos vespertinos en esfumados de oro que envuelve el verdor antes
del crepúsculo. El gris del tronco de los árboles, de grandes álamos de follaje
inmóvil, adquiere tonos cálidos y rosas. Abajo, una línea de juncos traza un
surco de ceniza verde.
En el agua rizada por una gavilla de paja, que un hombre moja, a un
lado de mí, para liar la avena, se refleja casi con solidez y más denso que allá
arriba, el azul más verde, el verde más intenso, el violeta más oscuro, más
profundo, más cavernoso, casi junto a mí, donde se vuelve negro y adquiere
ya las sombras de la noche. El viejo puente de piedra gris, los pilares salien­
do de entre los carrizos oscuros, las líneas de nenúfares, conservan del cielo
una reverberación de rosa y de violeta. Y bajo el último arco, cerca de mí,
del arco de su sombra, se destaca la mitad de una vaca rojiza, que bebe con
lentitud y, cuando ha bebido, eleva su morro blancuzco, roñoso y goteante
de agua.
Palizzi, el menor de la familia –son cuatro pintores–, es una muestra curiosa
de la raza napolitana. Es el napolitano mismo. Es la pasión y el machaqueo
del niño por las menores cosas de la vida. Esta pasión es a la vez redoblada
por una prudencia infinita de lo que él llama la política, un miedo horroroso
a la policía, al gendarme, al campesino, al hospedero, a todo el mundo –una
raza que parece salir de los terrores de la inquisición–. En la calle, ve a un
borracho que duerme sobre un banco, se te aproxima rápidamente y te dice
116
diario
misteriosamente: “¡No hay que decir que vimos a este hombre, no sabe uno
nunca lo que puede suceder!” Y siempre, a causa de esta política, están los
apretones de manos a los campesinos, las amabilidades, mil cálculos que a
la sensibilidad de las razas del norte repugna. –¡Y con ella, la Italia de Ga­
ribaldi, el patriotismo de Polichinela!
de agosto
En la mañana, medio dormido, el frotamiento de los carruajes de heno contra
los muros me da la impresión de una mujer que, sentada al pie de mi cama,
se pusiese sus medias de seda.
5
“Vino y ejército...” Así resumió Palizzi, el otro día, a Francia. ¡La frase tenía
que ser dicha por un italiano!
de agosto
En Marlotte, en casa de Antony. Falansterio innoble del harem autorizado
por Murger, que va tirando en los escalones de los sótanos botellas de agua
blanca y botiquines de inyecciones.
Al tomar el pan y el queso en el comedor, observo lo que ensucia la cal de
los muros, pinturas y dibujos infectos de estudiantes, algo horrible de mirar
como el chulo Macabro, la apariencia de dibujos hechos en el lugar durante
una juerga. En medio de eso una caricatura abominable y estúpida de Mur­
ger en camisa de obrero, un fusil bajo el brazo, arriba una corona de espinas
como aureola, los ojos supurando –¡un Cristo de ajenjo en su borrachera!
8
Aquí dicen: “Todo el mundo en la paja”, por “Todo el mundo duerme”.
11 de agosto
Saint-Victor viene a alcanzarnos aquí. Por la tarde, en la comida, hablamos
de la pequeñez de Roma, de sus monumentos, tan grandes en el recuerdo, de
sus arcos del triunfo que pasarían por abajo de l’Étoile, de su Foro, grande
apenas como nuestras prefecturas, de su Coliseo, cuyo anfiteatro no tiene
más que ciento cincuenta pasos, menos que el Hipódromo. En el fondo, no
hay grandeza ni en Grecia ni en Roma.
117
edmond y jules de goncourt
Transcurren las horas fumando pipa y mi­
rando bajo los arcos del puente, en la parte
luminosa de su sombra, el hormigueo, el
hilillo restante de luz, que provoca rever­
beraciones en el agua clara.
Dicen que el hombre físico se renueva cada
siete años. ¿El hombre moral no se renue­
va más a menudo? ¡Y cuántos hombres no
mueren en un hombre antes de su muerte?
Escucho esta noche a unos hombres en la
taberna hablar de Charles IX según La rei­
ne Margot. Alexandre Dumas ha sido ver­
daderamente el maestro de historia de las masas.
Lo que nosotros amamos en todas las cosas es el exceso: el exceso en las
opiniones políticas, el exceso de bienestar o de malestar, del lujo y de la rus­
ticidad, el exceso de los ejercicios físicos. En todo somos enemigos innatos
del justo medio.
¿Musset? El jockey de Lord Byron.
En el campo siento que me es imposible trabajar. Me siento árbol, agua,
hoja; no siento que piense.
de agosto
Saint-Victor me contó que el verdadero favorito de Morny es el libretista de
sus operetas. Halévy es redactor en la Cámara y cuando M. de Morny calla
a algún orador de la oposición, cuando, por ejemplo, le dice a Jules Favre:
“Monsieur: yo doy total libertad a las discusiones, pero el presidente de la
Cámara no puede permitir...”, etc., le hace una seña a Halévy, quien sube
a su escritorio: ¡Vamos!, si en la tercera escena el cómico entrase por un
armario en lugar de entrar por la puerta... –Sí, Monsieur le duc, eso sería
12
118
diario
divertido, dice Halévy... ¡El hombre: debajo de la Opereta Buffa parisina un
hombre de Estado!
Regreso a la Mare aux Fée. Pues bien, considerándolo todo, no siento para
nada el paisaje. Siento un placer cien veces más grande cuando estoy en mi
recámara en medio de mis dibujos, hojeando un catálogo de Techener o de
Aubry.
Un hombre con 50 000 libras de renta se diría: “Hay algo ruinoso en la vida:
la propiedad. Casi todos los fastidios de la vida vienen de ese sentimiento
del hombre, que no quiere considerarse propietario vitalicio, sino eterno, de
cosas y criaturas. Pues bien, ese sentimiento, el primero y más fuerte del
hombre, yo lo eliminaría de mí y tendría todo sin la propiedad de nada, casa
rentada por año, coche por mes, mujeres ídem. Sería usufructuario de todos
los placeres de la vida.”
A desarrollar en un libro o una obra.
15 de agosto
Transitando entre el gentío en la fiesta del emperador. El pueblo, siento, no
parece disfrutar más que de las alegrías colectivas. El hombre que no es
pueblo tiene necesidad de alegrías para él, adecuadas a su ser.
Noto en la muchedumbre una especie de procesión pasiva, no de agra­
do, ni de ruido, ni de tumulto. El tabaco, ese estupefaciente, la cerveza, del
adormecimiento y el sueño, ¿entumece el espíritu o el carácter nacional?
No sé por qué pienso aquí en un buen programa de un gobierno borbón,
en el que nadie pensó en 1815 y que nadie realizará jamás. Un gobierno de
la aristocracia pura, que le habría quitado a los liberales y a los socialistas
todas sus cuentos del liberalismo; que, en lugar de frases, hubiera tocado en
verdad a la auténtica miseria; habría dado en los hospitales a los enfermos la
mejor hospitalización; habría creado un ministerio del sufrimiento público;
habría abolido la inmunda fosa común, le habría dado a cada uno el lugar y
el tiempo para pudrirse, con un impuesto suntuario a la riqueza, a los coches;
habría, ayudándose de las distinciones honoríficas, etc., alumbrado la cari­
dad y la habría repartido a manos llenas; habría hecho la justicia gratuita,
119
edmond y jules de goncourt
creado el honor del abogado de los pobres, como los grandes médicos de los
hospitales; habría dado a la Iglesia la igualdad completa para el nacimiento,
el matrimonio y el entierro.
Leí todos estos días sobre la Revolución, sobre el Tribunal revolucionario.
¡Pensar que Carrier hizo masacrar a millares de personas que habían tenido
padres, hermanos, hijos, maridos, sin que ninguno de los que sobrevivieron
lo matase! ¡Es triste para la vehemencia de los afectos humanos! En el único
asesinato de un verdugo de la época, un asesinato por mano de mujer, fue la
cabeza y no el corazón lo que condujo la mano.
domingo 16 de agosto
Me enteré allá de las contrariedades y reveses de la expropiación de la casa
de Gavarni. Cuando llegué, Mlle Aimée me dijo:
–Sabe usted, él está muy enfermo. Cuando le comunicaron el veredicto
del jurado, le brotó una mancha en el ojo, como una gota de sangre. Desde
entonces está enfermo.
Al entrar, encontramos a Gavarni en su gran salón-taller, en la semi
penumbra de las persianas cerradas, sentado, sin poder dormir, pálido, aba­
tido por el agobio de la opresión, tiene apenas la fuerza de darnos un cálido
apretón de manos, su voz estrangulada por la angina, trata de hacernos sus
antiguas bromas bonachonas, pero vemos el esfuerzo.
Nos dice:
–Es siempre la misma cosa... ese soplo del fuelle que no marcha... Ten­
go frío en mi cama... tendrían que meterme un veter en el cuello o hacerme
un hoyo en la garganta... Pero Veyne no quiere, me da cosas para beber: no
me hacen nada. ¡Vean, no es agradable beber esto! –Y casi sonrió–. Dios
mío, todo el resto está bien, los pulmones, el pecho: me ha auscultado. Tengo
bien el corazón, un poco pequeño... ¡pero la laringe!
Le hablamos de una consulta a la que no se resiste demasiado.
Salimos de ahí con el más triste presentimiento, porque junto a una en­
fermedad de pecho o de corazón de la que Veyne no quiere admitir la grave­
dad, vemos en el hoy una anemia provocada por los largos sufrimientos y tal
vez, incluso, por tantos años de una alimentación insuficiente, cuando esta
120
diario
inteligencia pura no quería comer, se negaba a comer, le parecía un fastidio
comer, un agotamiento, una aniquilación, una gran fatiga de la vida: y luego
tanta delgadez que uno siente en su casa llena de recursos bajo su gabán,
bajo los dos o tres pares de calcetines en sus pies.
Esta expropiación, sus decepciones, sus preocupaciones, su congestión,
sus penas, esta caída del sueño de la casa de Tamburini en Bas-Meudon,
casi comprada, todo eso, tengo miedo de que no termine y que los burgueses
del jurado de expropiación, de los constructores al por mayor, de los techa­
dores, etc., no se sientan bien vengados al matar a este inmortal bromista de
la burguesía.
Lunes 17 de agosto
En casa de Magny. Al salir de la soledad del pensamiento y de la palabra de
Grez, caemos con placer en la sala de visitas de Magny.
Es del entierro de Eugène Delacroix de donde partimos, esa muerte
oscura, oculta, velada, como la muerte de un perro en su escondrijo, sin que,
después de seis meses, sus amigos supieran nada ni lo hubieran visto. Ha­
blamos de ese secuestro cometido por la vieja criada, una especie de Mme
Évrard, de los legados absurdos de ese moribundo. Y ya el misterio y la
controversia versan sobre la historia de esta muerte reciente. Unos sostienen
que ha muerto como un infante; los otros, que ha muerto furioso pensando
en nuevos medios y nuevos procedimientos de realización de su genio, des­
pojado en su agonía de todo lo que se prometió hacer, de todo lo que sentía
al alcance de la mano.
Saint-Victor esbozó con una frase esta figura nerviosa y achacosa, que
yo vi pasar un día en la calle, con un cartapacio bajo el brazo:
–Se parecía al boticario de Tippoo-Saëb.
Luego lo juzgamos y decimos:
–Él descendía de Rubens...
–¡Sí, por el marchante de vinos!
Después es Saint-Victor quien palidece frente a su sopa:
–¡Somos trece!
–¡Bah! –dice Gautier–. ¡Son los cristianos los que cuentan y no hay más
que ateos aquí!
El racionalista Scherer no puede creerlo y, pasmado, sin poder reco­
121
edmond y jules de goncourt
brarse, mira, desde lo alto de sus quevedos y de la razón, al hijo de Magny a
quien llamamos para que haga el catorce.
Se comienza a hablar, delante del chiquillo, de las copulaciones de Hugo:
–Era un toro –dice alguien.
–A mí –dice Gautier–, Mme Hugo me dijo que era una virgen.
–Todo lo que yo puedo decir –dice Sainte-Beuve– es que estuvimos
juntos en un burdel, con Mérimée, Musset, Antony Deschamps: Hugo, que
tenía sus condecoraciones y sus galones, no subió. Las muchachas decían:
“Es un joven oficial que tiene una irritación.”
Martes 18 de agosto
Desayunamos en el Louvre, con Nieuwerkeke, quien nos hace ver las nuevas
salas del Museo Napoleón III. Durante los postres, Gautier cuenta que des­
pués de la cantata a la emperatriz recibió una carta firmada, La Marianne
con el triángulo igualitario, en la que le decía que estaba destinado a pasar
en la primera lista a la guillotina.
Miércoles 19 de agosto
–Comerán con uno de sus enemigos –nos había dicho la princesa al invitar­
nos el domingo en la noche.
Encontramos con ella, hoy, a un tal M. Caro, profesor de filosofía, críti­
co literario de la France, favorito de la emperatriz, el ejemplo de esa horri­
ble raza, el universitario guapetón, un pedante bromista, encima afeado por
la apariencia de sustituto presumido. Parece que ha comenzado su camino
haciéndose premiar por la Academia por sus injurias y ultrajes a la novela
moderna y sus acusaciones a la inmoralidad de Balzac.
Habla, mariposea, caracolea, habla en la nariz de la princesa. Es exu­
berante, florido, hace bromas de profesor, sostiene paradojas de la École
Normale, se adorna, se las da de importante. Es pesadamente cínico, desver­
gonzado, sin gracia. Dice:
–Es necesario que me abra camino. –Y agrega–: Iré a ver a M. Duruy y
le diré: “Deme su plaza anterior o su plaza actual.”
Hay en toda su persona no sé qué hedor bajo y repulsivo de intrigante
provinciano.
122
diario
La princesa, que lo trata con desprecio y un poco avergonzada de él
frente a nosotros, se escapa un momento de él y viene a encontrarnos en el
fumador de la veranda para decirnos:
–Hay que hacerle la vida difícil... Fue a ver a Duruy, como uno de mis
amigos íntimos, para pedirle una plaza de inspector… lo he visto cuatro ve­
ces. ¡A ese señor yo no lo conozco!
Hablamos del tacto y de los infortunios de cortesano de Nisard. Del
tacto, citamos su frase a Champfleury: “¡Pero me habían dicho que tenía
usted el aspecto de un ropavejero! ¡Yo no lo veo!” Y como éxito, junto al em­
perador que le habla de César, de una opinión que no tiene sentido común:
¡es del emperador! Y después de las palabras del emperador, que se ha re­
ferido al interés de sus famosos artículos justificando la campaña de Rusia,
contra Thiers, en el Moniteur: “¡Se ve que él no es militar!” Y la ejecución
de Nisard acaba con la frase que expresó con motivo del nuevo ministerio y
de la bajeza que tuvo al ir a excusarse y desentenderse ante Duruy: “Fue el
ministro Boichot!”
La charla, en la noche, recae en Mme Sand. Discutimos la cuestión de
los amores de Mme Sand, y todos están de acuerdo en atribuirle un carácter
poco femenino y un fondo de frialdad que la hace escribir con sangre fría
de sus amantes, casi acostada con ellos. Mérimée, un día, al levantarse del
lecho, puso su mano sobre un papel que ella le arrebató: era su retrato.
No se vestía como hombre más que en la época de Sandeau, para ir al
patio de butacas del teatro y a un pequeño restaurante que tenía un hombre
de apellido Pinson, quien decía ingenuamente: “¡Es gracioso, cuando ella
está de hombre, yo la llamo Madame, y cuando está de mujer, la llamo siem­
pre Monsieur!”
Sainte-Beuve la vio una sola vez de hombre y he aquí cómo: Llamado a
casa de Buloz, no casado entonces, en un entresuelo. Un pequeño joven, al
entrar salta de un diván hacia él: “Buenos días, querido amigo, Musset sabe
todo... ¿Quiere usted llevarme con el abad de Lammennais?” Era Mme Sand,
en medio de su ruptura con Musset, a su regreso de Venecia.
–¡Lammennais, pueden creerlo –dice Saint-Beuve–, era aún sacerdote
en esa época! Era invierno. Y, además, él permanecía todavía en Bretaña...
Acabó por llevarla, no con Lammennais sino con Musset, quien estaba dis­
123
edmond y jules de goncourt
puesto a una reconciliación... Y en la puerta, cuando él le hace señas de si
debía esperarla, ella desenvainó su bastón de estoque y le dijo: “Gracias.”
Él se despidió y la dejó.
Vemos en todos los relatos de Sainte-Beuve su papel de entonces, un
papel de oreja de bidet, de confesor de desavenencias, intermediario de re­
conciliaciones, siempre rozándose con los secretos de las mujeres. Puede ser
ya la curiosidad y la inquisición del hombre que toma bajo las camas notas
para sus memorias.
Cabourg 25 de agosto
Henos aquí en un sitio singular, un balneario de mar hecho para la gente de
teatro, un balneario de mar en donde el alcalde es Dennery. En la playa, a
un lado de los baños, sobre una pancarta impresa, el reglamento de pudor
de los bañistas comienza: “El alcalde de Cabourg, caballero de la Legión de
Honor, comendador de la orden de Charles III…”, y termina con el nombre
de Dennery.
Preguntamos:
–¿De quién es ese chalet?
–De Cogniard.
–¿Y ese otro?
–De Clairville.
–¿Y ese otro que están construyendo?
–De Matharel de Fiennes.
Todo parece construido en billetes de autor, en derechos de autor, en
críticos de teatro, en canciones de vodevil. Los chalets parecen decoracio­
nes, las escaleras, practicables, el mar, la atmósfera de fondo de La muette
de Portici y las olas parecen agitadas por las cabezas de los figurantes en el
tercer foso.
En medio de los chalets se levanta un castillo, un castillo de circo,
pintado de chocolate con cuatro torrecillas. Es de Billion, el antiguo director
de circo; y las cuatro torrecillas son como excusados a la inglesa. Se parece
a un castillo de feria, en una comedia en la que Lebel exclamaría con su voz
estentórea: “¡Ya basta, que tengo cólicos!”
Y por todas partes, en esta villa proyectada, donde los letreros prome­
124
diario
ten calles, aquí y allá, alguna casa encierra algún viejo nombre de teatro.
Allá, Franconi; aquí, la viuda de Adam; allá, Rosalie la saltadora del Hi­
pódromo. Es como los Invalides y la Sainte-Périne de los bastidores; en las
cajas, los hoteles dejan ver viejas putas, cuyas voces te recuerdan viejas
voces olvidadas del teatro. Y el gran café del lugar es de un viejo amigo de
director y actores, podrido de malas actuaciones. Pasma a los burgueses con
sus bromas y chistes de café de variedades.
La noche de nuestra llegada, al borde del ruido del mar, Gisette expe­
rimenta la necesidad de confesarse y nos despliega su vida, sus amores, sus
amantes, por lo menos a los que ella reconoce: “Dennery, nos dice, ¿creen
que me ama?” ¡Yo reactualizo sus palabras y eso es todo! Y cuando le ha­
blamos de sus últimas elecciones, hombres indignos de ella: “¿Pero qué
quieren que haga cuando llueve y yo me aburro?”
¡Qué simpática historia me contó en los bulevares, antes de partir, ese ato­
londrado que ha pasado a través de tantas cosas: Claudin! El joven príncipe
Bibesco, de eso hace años, al conocer a Claudin se dirige a él para saber
el medio de hacer valer sus derechos al trono de Valaquia. Claudin le dice
que eso le costará bastante dinero, pero que para un asunto como ese no
había que temer los anuncios. Bibesco le dijo que estaba bien y que había
un hombre que haría los artículos, con el cual lo pondría en relación. Llega
entonces a la buhardilla de Claudin un Monsieur que había sido pasante de
Bibesco. Era Duruy, el actual ministro. Forjaron entre ellos dos el artículo.
Claudin va a buscar a Delamarre y le pregunta si está dispuesto a apoyar los
derechos de Bibesco e insertar el artículo. Delamarre no hace ninguna obje­
ción ni pone ninguna condición. El artículo aparece a la mañana siguiente,
y Claudin recibe del cajero un pagaré por 1800 francos por la inserción del
artículo. Duruy, quien contaba con que costaría 80 francos, pega un brinco,
convence a Bibesco de renunciar a los artículos y confiar en los folletos que
él escribirá. Elabora de inmediato un folleto con Claudin. Claudin está intri­
gado porque no lo ve aparecer. Interroga a Duruy, quien le dice que él tiene
mucha propaganda, que está con el hombre que puede lanzarla mejor y le da
la dirección. Para pasmo de Claudin: estaba con un marchante de blancos,
rue Rimbauteau, en el segundo.
125
edmond y jules de goncourt
–¿Pero cómo es usted depositario de esto? –le dice Claudin
–Cuando envío un paquete a Trieste agrego siempre dos o tres folle­
tos…
Lo que prueba que los anuncios pagados en los diarios no comienzan
en la página cuatro, sino en el Premier Paris y que la gente hace muchas
pequeñas cosas antes de arribar a los lugares importantes.
¡Un matiz de coquetería es indispensable a la animalidad de la mujer!
Esta noche, en mi cama, escucho en el muro el reloj de péndulo y, en el ho­
rizonte, el mar que sube. Me parece escuchar al mismo tiempo el pulso del
tiempo y la respiración de la eternidad.
Lo que Gisette tiene en un grado superior en su cinismo es la prontitud de
comprensión. Le confío que Gafe está muy enamorado de Mlle Vernon: “¡Ah,
ya vio el negocio!”
Los hombres aman a las mujeres menudas; las mujeres aman a los hombres
grandes.
Hay mujeres cuyo encanto singular está hecho como de una suspensión de la
vida, de una irrupción de la presencia del espíritu, de ausencias soñadoras.
Temo que dentro de poco el lugar, el paisaje donde estamos, no se nos pre­
sente más que a través de la sociedad, de la gente, del rostro de quienes nos
atendieron; que no habrá un lugar para nosotros de felicidad, de sol, más que
ahí donde haya una muchedumbre complaciente, agradable, divertida, un
regocijo para el ojo y para el alma.
No hay nada mejor que las cosas exquisitas.
En los balnearios marítimos, las damiselas parecen mujeres honestas y si­
mulan ese parecido. Tienen, como ellas, el mismo neceser, la misma ves­
timenta, niños que pasear y a los que parecen amar. En ese juego ellas se
126
diario
olvidan y se contienen, son menos familiares. Juegan a la mujer de mundo y
parecen casadas… su maternidad, sobre todo, es un triunfo.
Y lo triste es que no hay nada que distinga la maternidad de una dami­
sela de la de otra mujer. Al verlas las creeríamos puras.
Vi a Touques, en un albergue, una sirvienta grande, enorme. Creí ver a la
mujer de la edad media del Norte, de una raza descendiente de los nibelun­
gos por la Patagonia. Tenía también la belleza espantosa de una reina escan­
dinava.
¡Uf! Lo ruin es la detestable raza de estos normandos, con su parquedad, su
sonrisa de campesino que te atrapa, su tez ingenua que parece escarchada,
sus cejas blancas, sus ojos de azulejos, sus ancianas con humor de ogro, su
rapacidad sin la gracia o las pantomimas del Midi, sus miradas agrias como
sus manzanas, ¡su espíritu intrigante, horroroso sin pausa, profundo y frío!
127
Como quien quita la piel a un fruto
A dolfo C astañón
Si eres fruta
come los labios que te comen
y dibujan rombos entre dos lenguas
que se trenzan en su bóveda boca
Al adentrarme en ti
me abro y estrellas
al ir hacia tus brasas yelo
Mis ojos te oyen ulular
mientras te agito como una bandera
tiembla en su fuego:
tus dientes se hacen ojos
Soy polvo bailando
al compás de tu soplo
cicatriz enamorada
llaga cantarina
128
De tanto que muero muerdes
Caigo desaliento
de tanto subirte
(El placer juega
a los palos chinos)
Nos ahogamos uno al otro
Delfines surcando espumas
ángeles de hielo en vilo
espejismos entre rocas
riscos altaneros
Apenas cierro los ojos
llega tu eco quitándose
la piel como una fruta
Este alfabeto se escribe
y lee desde ambos lados del espejo
sus letras rasguñan instantes entredientes
No hay pausa no
Dime que ya no
129
El profesor inflado
R icardo C artas
a Indira, que está creando su escuela
Esto no es un juego, Abelardo, le dijo su madre en la oficina de la señora
directora. Debes de pensar en la familia del profesor, en los niños que tiene.
¿Te has puesto a pensar qué va a ser de ellos? Abelardo intentó explicarle a
su madre que él no había tenido nada que ver, pero tampoco quiso acusar a las
niñas ciegas. Sabía muy bien que ellas eran capaces de escuchar a través de
las paredes. Después llegó la policía.
La madre de Abelardo sabía cómo actuar en esos casos. No era la primera
vez que su niño atacaba de esa forma a un profesor. La madre recitó algunos
artículos de la carta magna y, después de una infantil discusión, Abelardo
y su mamá salieron caminando de la mano hacia su casa. El chico preguntó
por la comida y la madre le dijo que había cerdo en salsa.
Ese guisado siempre le trae malos recuerdos, sus estancias en el hos­
pital por veinticuatro horas. Después pensó en la escuela y en su regreso al
mismo escenario con el profesor de brazos peludos. Borró todo de su memo­
ria y Abelardo le advirtió a su mamá que el cerdo en salsa le hacía daño. La
mamá sonrió, aclarándole que el cerdo en salsa roja era lo que le enfermaba,
pero que en esta ocasión lo ha hecho en verde. Abelardo se sentó a la mesa.
Su mamá le sirvió un vaso de agua de sandía.
–¿No crees que todo lo rojo me haga daño? –le preguntó a su mamá. Y
la mamá volvió a sonreír, disimulando las ganas de echarle el agua en los
ojos. En una hora con cuarenta y cinco minutos, Abelardo estaba otra vez en
el hospital, con una lavativa.
130
el profesor inflado
–Todo lo rojo le hace daño,
es una extraña alergia –le dijo el
doctor–. Por lo menos no serás
comunista, ni trabajarás como
Santa en Navidad –dijo, mientras
le apretaba los cachetes rosas.
Treinta y seis horas después
estaba de regreso en la escuela. A
pesar de todo, Abelardo amaba
las aulas, disfrutaba su estancia
de pocos minutos antes de ver
reventar al profesor. Ahora lo haría
de una forma distinta, lo infla­
ría de ego.
–Amado profesor –le de­
cía–, es usted un genio, querido
profesor, tiene usted ojos tan grandes, querido profesor, habla tres idiomas,
profesor, ¿de dónde sabe todo esto, profesor?
Y entonces las niñas ciegas que siempre se sentaban adelante esperaron
el momento, sonriendo como hienas, nerviosas, murmurando: morboso, azul,
perfecto, cerdo, dios. Una de las chicas ciegas se acercó para decirle: ¿nunca
le habían dicho que siempre soñamos con usted? El profesor, con cada una
de esas palabras, se hacía más y más grande hasta que los botones de la ca­
misa salieron volando y entonces una de las niñas ciegas se puso a gritar. La
Señorita Directora llegó para cachar con sus dientes el hígado del profesor.
–Lo siento –le dijo la señorita directora a la mamá–, lo tenemos que dar
de baja inmediatamente. No podemos dejar que esto siga pasando.
Y entonces la mamá sacó su libro rojo con el escudo del país y le recor­
dó que correr a un niño con esas características, además de ser anticonstitu­
cional, era un acto de discriminación. La señora directora mandó a limpiar
el aula y sacaron los restos del profesor en una cubeta amarilla.
Abelardo y su mamá se fueron a la casa caminando, sin hablarse, toma­
dos de la mano. La madre sentía el pulso turbio de su hijo, como una mani­
festación de una jauría furiosa que iba corriendo por sus venas.
131
ricardo cartas
–Tienes que dejar de hacer eso –le dijo su madre con calma, intentando
ocultar el miedo que le daba su propio hijo–. Abelardo no alzó la cabeza,
pero lo único que le contestó fue que tenía mucha hambre.
La madre le dijo que la comida ya estaba preparada, que sólo había que
caminar unas cuadras para llegar a la casa, pero prométeme algo –lo encaró
su madre, mirándolo a los ojos–. Abelardo sonrió, mostrando los ojos a la
mamá. –No lo puedo dejar de hacer –le contestó.
Se sentaron a la mesa y, aunque había algunas elementos rojos, Abe­
lardo cuidó de no comer ninguno, después se puso su pijama roja y también
terminó en el hospital por veinticuatro horas más. Por ser la tercera ocasión,
ya no sintió ningún enojo. Él mismo llamó al taxi y se fue solo al hospital. Al
doctor no le provocó ninguna sorpresa verlo, lo saludó con familiaridad y le
comentó que lo veía más tarde en la habitación.
214. Pabellón de enfermedades incomprensibles. Ése era el lugar en
donde iba a pasar la noche. Una enfermera le hizo señas para que se fijara
en el número de la puerta. En la habitación había cuatro camas, pero sólo una
estaba ocupada por el profesor inflado que aún se estaba recuperando, mien­
tras la señora inflada y los niños le lloraban alrededor.
–Buenas tardes –dijo Abelardo.
Toda la familia dejó de llorar para contestar el saludo. Se quitó la ropa
para quedarse con la bata blanca. Entonces prendió la tele y esperó la llega­
da del doctor, mientras escuchaba el llanto de la mujer inflada. Tenía ganas
de decirle que no debería de llorar tanto, que todo se trataba del destino, que
la cosas en este mundo así eran, todos teníamos que asumir el destino. No
llore, señora, todo saldrá bien, tan bien que en unas horas estaré reventando
a su marido otra vez.
La familia inflada y Abelardo pasaron la tarde viendo películas; el úni­
co que no le ponía atención eran el profesor, que siempre se la pasó leyendo.
El libro no tenía ningún título, pero daba la impresión de ser un libro impor­
tante, gordo y con las tapas en rojo. Era claro que el profesor inflado tenía
aspiraciones intelectuales, así que eso le dio una idea a Abelardo.
Al lado de su cama había una jaula con palomas que no dejaron de moles­
tar toda la noche, pero cuando Abelardo despertó ni el profesor, ni la familia,
ni las palomas estaban presentes en la habitación. Siempre se adelantan
132
el profesor inflado
–pensó Abelardo, que en ese momento vio entrar a su madre con ojeras de
árabe. No le sonrió, sólo le comentó que ya estaban a punto de darle el alta.
Abelardo se puso feliz, empezó a recoger las pocas cosas que había llevado.
En unas horas ya estaba entrando a la escuela sin que nadie lo advir­
tiera. Se instaló en su salón aunque faltara media hora para que iniciaran
las clases, tenía que colocarse en el mejor lugar. Las cinco niñas ciegas
habían llegado y saludaron a Abelardo con gusto, sin preguntarle cuál sería
la técnica del día. A pesar de todo, preferían la sorpresa. Después llegaron
los jugadores de americano, los de ajedrez, las chicas de danza clásica y, con
eso, el salón ya estaba lleno.
Ya habían pasado cinco minutos y el profesor aún no se presentaba en
el salón. Era muy fácil deducir que la tardanza se debía a que alguien había
hecho estallar al profesor apenas hace unas horas y aunque la medicina ha­
bía avanzado de forma sorprendente en los últimos años, no se podían entender
que en cuarenta y ocho horas el profesor hubiera aguantado dos trasplantes
de hígado.
–Buenos días, querido profesor.
Le dijo una de las chicas ciegas al percibir su presencia. El profesor
comenzó su exposición recitando un poema de Homero. En el tercer verso,
la mitad del salón estaba durmiendo. Sólo las chicas ciegas y Abelardo le
ponían atención. Al terminar su recital, el profesor comenzó a llorar. Le ha­
bía conmovido tanto el poema como una canción de José Alfredo Jiménez en
época de vacas flacas. Era el momento de llenar las vacas, de alimentar esos
siete estómagos hasta reventarlos, pero entones una de las chicas ciegas, a
la que además le hacían falta los dedos pulgares, comenzó a gritar para que
todos los chicos despertaran. Su timbre fue tan intenso que, de forma inme­
diata todos, sin excepción, despertaron. La niña intentó recitar otro poema,
pero el profesor la interrumpió y la hizo que se sentara en sus piernas. Des­
pués sacó de su portafolios de piel una caja dorada en donde venían unos
hilos rojos que fue enredando en los dedos meñiques de la niña, de tal forma
que en un par de días esos dedos desaparecieran.
El profesor sonrió y comenzó a dar la clase. Dibujó una vaca en el pizarrón
y dijo que era un mapa de la literatura en el mundo. Dio unos nombres que
estaban en las ubres, otros que estaban en el ano y otros que descansaban
133
ricardo cartas
en las patas junto a la mierda y
la mugre. Todos los demás es­
tán como bichos viviendo en el
lomo de la vaca. Otros viven de
las muelas, alimentándose de la
cadaverina que se va quedando
entre los dientes, pero también
hay los que se quedan a vivir en­
tre los dedos de los pies, otros
en las uñas enterradas, en los
ojos de pescado, sin que falte
el que le gustan los pelos de la
nariz, en la vagina curiosamente
no hay tantos, casi todos los es­
critores de este mundo prefieren
los malos olores para vivir. El
profesor fue explicando cada una de las zonas de la vaca y sus pobladores
hasta que de tanto odio comenzó a inflarse.
La señorita directora, al escuchar el escándalo, fue al salón y como
siempre, a la hora de abrir la puerta, le cayó el tercer hígado en la cara.
–¡Estoy harta! –dijo la señorita directora.
Sobre su escritorio cayó el profesor recién inflado, apenas desinflado,
escurriéndose, y Abelardo junto a él.
–El profesor inflado por tercera vez en el hospital y yo igual al ver su
sangre. Somos destino –dijo Abelardo, ya completamente resignado.
La primera es tragedia, la segunda farsa, la tercera es una costumbre
que se repite sin pasar por el terreno de la duda. Toda costumbre es una his­
toria sin sorpresas. Y como si se tratara de un amoroso matrimonio, Abelardo
y el profesor estaban acostados, cada quien en su cama de hospital, viendo
maratones de películas de adolescentes pervertidos. No cruzaron palabra
durante la tarde, hasta que la luz en todo el hospital se fue. De inmediato se
comenzó a escuchar el correr de las enfermeras, las sirenas anunciando que
algo no estaba saliendo bien en el hospital. Ahí fue donde Abelardo por fin
se dirigió al profesor:
134
el profesor inflado
–¿Crees que éste sea el final de la costumbre?
El profesor intentó sentarse sobre la cama, pero la mascarilla de oxíge­
no se lo impidió.
–¿Crees que si se cayera en este momento el hospital te podría dejar
de reventar?
La gente corría por los pasillos, preguntaban por los enfermos que no
podían caminar, los de la cama 20, 30, 40, y entonces, como topos, se daban
contra las paredes, entre ellos, contra lo que tuvieran enfrente, con tal de
sacar a los enfermos antes de que algo pasara en el hospital.
La luz llegó en ese momento junto con el doctor y un grupo de enferme­
ras que tenían cara de haber contemplado el fin del mundo.
–Los quieren a ustedes –dijo el doctor.
–¿De qué está usted hablando? –le preguntó Abelardo, mientras miraba
al profesor para descubrir algún secreto que guardara en su rostro.
–Los hombres que están allá afuera dicen que si no salen ustedes dos
van a volar todo el hospital.
El profesor se asomó por la ventana y vio a cinco hombres con sotanas
negras, obesos, pobremente armados, cubiertos de la cara.
–¿Son terroristas? –preguntó Abelardo al doctor.
–¡Son unos locos de quinta! Lo que quieren es joder a la gente. Imagínate,
dicen que tú y el profesor son los males del destino, que si logran matarlos el
destino deja de serlo y entonces ya nada quedará escrito. ¿Puedes creer eso?
Entonces el doctor abrió la puerta de la habitación para que el profesor
inflado y Abelardo salieran al encuentro con los hombres de las sotanas. Los
enfermos de vih, los de cáncer, junto con las enfermeras, hicieron una valla
para despedir a los hombres que se sacrificarían por ellos. La enfermera que
los atendía les dio un abrazo y les dijo que no los iba a olvidar nunca.
Salieron del hospital. Los hombres apuntaron hacia el profesor y Abe­
lardo como si fueran a fusilarlos. El chico estaba muerto de miedo, mientras
que el profesor se reía, sabiendo que su hígado podía recuperarse otra vez.
Los hombres de negro los hicieron subirse a un auto amarillo y, sin
amarrarles las manos, los metieron al asiento trasero.
–¿Van cómodos? –les preguntó el chofer mientras les ordenaba taparse
los oídos. Vamos a reventar el hospital en este momento.
135
ricardo cartas
Abelardo y el profesor obedecieron, pero no hubo forma de evitar que
percibieran el estallido.
–Ya pasó. Sencillo, ¿no? Ahora le hemos ahorrado a la ciudad mucho
dinero y malas compañías.
–Oiga –le dijo el profesor–, ¿no se supone que nos estaban buscando a
nosotros?
–Ustedes son importantes, los demás eran basura. No hay razón por la
cual preocuparse por la basura.
–¿Y los doctores, las enfermeras?
–No se preocupen, créanme que también les hemos hecho un gran favor.
Los tres hombres se destaparon los rostros. Se trataba de los tres padre­
citos que resguardaban la iglesia de San Fray Servando y eran tan parecidos
como si los hubieran hecho con el mismo molde, caras de cerdo y cuerpos de
huevo en donde apenas les habían alcanzado a dibujar piernas y brazos, con
unos cuantos mechones de cabello.
–¡Ustedes son un milagro! ¡Por eso tuvimos que salvarlos de toda esa
turba de enfermos!
El profesor de inmediato pensó en su hígado, que se rehacía cada se­
mana después de que su alumno Abelardo lo hacía reventar. Sin embargo, al
entender el significado del milagro –claro que él estaba (o su hígado) en el
mismo nivel de “Levántate y anda” o el mismo nacimiento de Jesús–, le hizo
sentir tan bien que, en lo que iba cerrando los ojos, se infló de manera estre­
pitosa hasta reventar frente a los padrecitos y Abelardo. Fue una explosión
seca, sin mucho ánimo, como un mero trámite. Cuando se abrió la primera
puerta, uno de los padrecitos salió vestido de rojo para después hincarse
frente al auto. El párroco se echó a correr pidiendo perdón a Dios, mien­
tras el tercero salía con algunos pedazos del hígado del profesor en la boca,
intentando parar al padrecito uno que no dejaba de besar ni un instante el
rosario que llevaba colgando en el cuello.
Abelardo estaba con la conciencia tranquila, no había hecho nada en esta
ocasión para reventar al profesor. Así que decidió sacar el cuerpo y arrastrarlo
hasta la banqueta en lo que alguna ambulancia llegaba. Pero antes de la am­
bulancia llegó la policía. Los gorilones se pusieron muy contentos al descubrir
que los terroristas habían sido los padrecitos que los habían bautizado.
136
el profesor inflado
–¡Llévense a los padrecitos te­
rroristas! ¡Uno se escapó! ¡El profe­
sor está desinflado! ¿Y ése quién es?
Los gorilas se acercaron a Abe­
lardo.
–¿Es él?
–Sí, creo que es él.
–¿Lo metemos con los padre­
citos?
–Vamos a esperar la ambulancia.
–Pero ya no hay hospital y la
ambulancia estaba adentro.
–Y tampoco hay doctores ni
enfermeras. Todos se quedaron en
el hospital.
–¿Entonces qué hacemos?
Los gorilas simularon pensar por horas sin que ninguna idea les llegara
a la cabeza. Mientras tanto, los padrecitos estaban encerrados en la patrulla
y Abelardo estaba sentado en el piso esperando a que el profesor terminara
de desinflarse.
–Creo que es la última vez que me inflo.
–No digas eso, ¿te has dado cuenta que aún estás vivo?
–¿Y mi hígado?
–Creo que se lo comió uno de los padres.
–¿Pensó que lo iba a hacer inmortal? ¡Pobre! No sabe lo que le espera.
–Tú no puedes morir, eres un milagro. Así lo dijeron los padrecitos terro­
ristas. Por eso nos sacaron del hospital.
–¿Tenemos una misión especial?
–Sí, pero ¿cuál es nuestra misión especial?
–¿Somos especiales?
–No, para nada, somos un milagro.
–¿Como una especie de fenómenos?
–Nunca lo había pensado. ¿Ser un fenómeno es algo negativo, no crees?
–Como los gorilas
137
ricardo cartas
Abelardo y el profesor se quedaron platicando por horas, intentando
saber cuál era su misión especial. Los gorilas se fueron a un oxxo por unas
cervezas y se la pasaron contando sus anécdotas violentas, de cuando ma­
taron a un grupo de prostitutas después de una redada y cosas de ésas. Se
pasaron el tiempo suficiente hasta acabar ahogados en alcohol sin ni siquiera
voltear a verlos. Después durmieron la mona, minutos después apareció el
padrecito terrorista prófugo.
–Tenemos que huir –les dijo en voz baja.
Les hizo señas para que subieran a su auto.
–¿Me ayudas a cargar al profesor?
Entre los dos llevaron el amasijo hacia el asiento trasero del auto.
–¿Estás bien, profe?
–Todo bien. Me siento a mis anchas.
El padrecito encendió el auto y manejó toda la noche hacia el monaste­
rio. Ahí los estaba esperando toda la congregación, vestida con sus mejores
sotanas para recibir los milagros.
Abelardo, cuando escuchó la palabra “monasterio”, se imaginó un edi­
ficio medieval oscuro, con tipos monstruosos resguardándolo, pero cuando
el auto se detuvo frente a una casa común y corriente, de dos pisos y con
un par de palmeras en la banqueta, la imagen de “monasterio” se disolvió.
El padrecito tocó tres veces el claxon y el portón se abrió automáticamente.
También el profesor estaba desilusionado por la arquitectura corriente de
la casa; sin embargo el malestar les duró poco porque apareció una chica
en minifalda, con un letrero colgado del cuello que decía: “Prohibido usar
frases halagadoras frente a los milagros. Por ejemplo: Es usted muy hermoso.
Es usted el milagro más sexy de la comarca etc., etc., etc.” El detalle lo hizo
sentirse especial, como siempre, pero después se acordó de la posibilidad
de reventar una vez más y entonces se concentró para lograr la humildad
adecuada.
–Pasen por aquí –les dijo la chica, mientras el padrecito sonreía al
verle las nalgas.
–Ella es la hermana María, tiene 19 años y está aquí porque cree en Dios
y en los milagros. Hoy le pusimos un vestido especial para recibirlos, aun­
que está un poco triste por la muerte del hermano Jonás y Tobías. Tenían una
138
el profesor inflado
relación muy cercana: Tobías fue su confesor desde que ella era niña. ¿Me
ayudas a sacar al profesor?
El profesor había quedado sin ningún tipo de consistencia, pero eso les
hacía pensar en la efectividad de su perfil milagroso.
–Tenemos todo preparado –dijo el padrecito–. Me imagino que deben
de tener un poco de hambre. Antes ayúdame a que el profesor esté un poco
más cómodo. Llamó a María y le pidió que trajera el frasco.
–¿Vamos a meter al profesor en un frasco? –le preguntó Abelardo.
–¿Crees que esté incómodo?
–No sé, sería mejor que le preguntaras a él.
–Pensamos que ahí se podría conservar más tiempo, así nos lo sugirió
el cocinero.
–Oye, pero no te lo vas a comer, ¿o sí?
–No, no, para nada. Sólo pensamos que sería bueno mantenerlo en con­
serva. Quizá sería bueno dejarlo para otra ocasión. Mejor ya no hay que
preguntarle nada.
Tendieron un colchón en el centro de la sala y ahí lo acomodaron. Las
hermanas fueron apareciendo y se sentaron alrededor del profesor milagro.
Después salieron algunos padrecitos con el mismo color de sotana para tam­
bién sentarse.
–¿Qué ritual es éste? –le preguntó Abelardo al hermano terrorista.
–El de la cena. Aquí todos nos sentamos al centro de nuestro alimento.
–¿En verdad se quieren comer al profesor?
El terrorista sonrió, después llamó al cocinero para que trajera la cena.
Dos hombres vestidos de cocineros llegaron con unas charolas repletas de
carne, las cuales fueron acomodadas a los extremos del profesor, quien hasta
ese momento estaba dormido.
–Pero no lo despiertes, así es mejor. ¿Me ayudas?
El padrecito terrorista y Abelardo sirvieron a cada uno de los asistentes
una buena porción de carne, mientras observaban el cuerpo del profesor
milagro. Cuando terminaban de servir una primera ronda, los primeros re­
clamaban otra porción hasta que la comida se acabó.
–Estuvo increíble –dijo una de las hermanas.
–¡No puedes decir eso! –le dijo el padrecito terrorista, pero su llamado
139
ricardo cartas
tuvo el efecto contrario. La comida las había llenado de placer y valentía.
Las demás hermanas no pudieron contener el deseo de pronunciar muy des­
pacio los adjetivos que despertaron al profesor con una sonrisa.
–Ésta puede ser la última –advirtió Abelardo.
Pero en lugar de reventarse, el profesor comenzó a elevarse lentamente
como un globo aerostático, con una belleza insospechada, hasta topar con el
techo. Las hermanas estaban excitadas por haber sido testigos del milagro,
mientras que los hermanos se mostraban preocupados por el futuro de su
invitado milagroso. Lo primero que le ordenó a las hermanas fue que no de­
jaran de expresar esos adjetivos que tanto le gustaban al profesor. Aunque
las hermanas estaban dispuestas a repetir toda la vida las palabras con tal de
asegurar la presencia del profesor milagroso, la verdad es que las mujeres no
expresaron ninguna de esas palabras al profesor inflado. Con ese físico tan
descuidado y reventado, ninguna mujer con cierta sinceridad le podría decir:
rico, quiero más, o papi qué buena carne. ¿Están de acuerdo? Pero como la
carne estaba junto, el profesor creyó que las palabras eran para él y el resul­
tado ustedes lo tienen frente a sus ojos: un profesor de 37 años de edad, sin
hígado y milagrosamente esquinado en un techo como globo en día de reyes.
Las mujeres no pararon ni un segundo. Su éxtasis elevaba al profesor,
que buscaba por dónde ascender. Los hermanos entendieron que el destino
del profesor era volar. Dos cocineros subieron a la azotea para hacer un bo­
quete. Las hermanas salieron del monasterio para ver cómo se elevaba hasta
que el sol lo engulló. Abelardo salió por la puerta principal: tenía que llegar
a comer con su mamá, hacer tarea y regresar a clases. Era el destino.
140
Cinco movimientos en un gesto de aire
R ocío C erón
12:56
Sobre pliegues la edad, curso de tiempo que anticipa: la vida, lo que se
estabiliza, lo que se desestabiliza (en la contracción ya se anuncia una
historia, realidad que será ficción: ficción plegada a piel/ a pulso). El
lugar del muslo, un nudo donde se guarda una constelación, universo
donde se cierne toda la vestidura de la epidermis. Cantata.
Lunar, sinfonía de lunares en brazo izquierdo. Partitura de
signos donde se craquela la fe. Gesto y roce donde los cuerpos se amparan
mutuamente.
141
13:07
El contorno de la espalda, la llama de las sombras donde se guarda
una caricia. Cuerpo con memoria, con cada dedo (sentidos del otro en
cuerpo ajeno) el contorno relata la curvatura propia. Enunciar desde
la proximidad la nomenclatura del deseo. Canciones, murmullos, los
senderos que se establecen entre las grietas de las corvas. Hendiduras
de tiempo, inclinación gestual donde se precipita la muerte. Huecos,
musculatura, grasa en cráteres entre los huesos y la nervadura sanguínea
que se niega a hablar: sílabas etéreas –susurro–: el sonido /torcedura/
de cada pliegue.
142
13:28
La circularidad de un pensamiento. Lo que el cuerpo acarrea en las
venas (metáfora). Lo líquido de las bahías y cauces interiores. ¿Se es­
conde entre las corvas? Mirada perdida en horizonte exacto: liquen.
Fragilidad de la costa en un punto ciego. Atajo o viento que cubre el
vuelo de cierta palabra. La mano cruza, toca el rostro apenas, apuntando
hacia el sitio donde hay murmullos, sólo murmullos. La exactitud de
un balbuceo interior donde la manera verdadera de las voces del padre
se acumulan detrás del oído izquierdo. La blancura de la mano de
Eudora, que recorre los contornos de un elefante imaginario. Y esa
sonrisa, esa media sonrisa de la comisura de su boca.
143
13:40
Se confunden el surco donde los cardos han dejado marcas. Rebalse.
Cardumen de peces agitándose entre piernas. Ebullición de sangre en
ramificaciones. Abrasiva. La marcha sobre el muslo se expande. Cada
centímetro es inicio. Toda división, inexacta. Rebalse. Las hojas de los
árboles caían encima de sus hombros. Entonces callaba el mundo.
13:53
La irregularidad de la postura, los pesos del cuerpo se acomodan de­
pendiendo de la vulnerabilidad. Cada herida sobrepasa y extiende un
aura. Contrapesos. La sensibilidad del ombligo; el recuerdo del vien­
144
tre, la acuosidad de la palabra madre. Los pesos restituyen el fracaso
de la mente. En silencio se acomodan pliegues, hendiduras, estancias.
Rebalse.
Granito y tabaco sobresalen. Paisaje. Manos anudan
en el aire una sonata –cuando el viaje instituye el horizonte, el tiempo
gravita sobre el ojo. Liquen. Mata de arbustos, desierto donde se agrie­
tan los labios por no decir tu nombre.
145
El novelista frente a la democracia liberal*
P ablo S ánchez
Podría empezar con una cita de Borges, como hacen tantos, pero como últi­
mamente da miedo desafiar la ira de María Kodama, empezaré con una anéc­
dota trivial que no por trivial deja de ser sintomática. Hace poco tiempo
vi en las calles de esa ciudad –para algunos mágica y, para mí, aburridísi­
ma– llamada Sevilla, el anuncio de una previsible película estadunidense
de tema sobrenatural, con fantasmas y ese tipo de seres fantásticos. No vi la
película porque creo que no hacía falta perder el tiempo y el dinero, y ni si­
quiera recuerdo el título, porque seguramente no merece ser recordado, pero
sí guardo en la memoria el muy sutil eslogan publicitario que acompañaba
la imagen: “basado en hechos reales”. Sí, como lo oyen: basado en hechos
reales. Ni más ni menos. Suficiente para que no hubiera dudas de que no
valía la pena ver la película ni piratearla, cosa que, por cierto, tampoco
hice. ¿Hablamos de fantasmas reales, verificados ante notario o controlados
en laboratorio de acuerdo a alguna partida presupuestaria? ¿Hablamos de
viajes al más allá, comprobados con tarjeta de embarque? ¿O de zombies
clínicamente diagnosticados e incluso con documento de identidad y dere­
cho al voto? Quién sabe. Sin embargo, después del estupor inicial, empecé
a pensar en la cantidad de veces que se recurre hoy a ese truco publicitario,
y se me ocurrió que quizá valdría la pena reflexionar sobre cómo esa burda
mercadotecnia cinematográfica se ha extendido, por ejemplo, a la literatura,
y en particular a la novela española más o menos actual.
*
Texto leído en el coloquio “New Voices in 21st Century Spanish Fiction”, celebrado en
la Universidad de St. Andrews el 8 de mayo de 2015.
146
el novelista frente a la democracia liberal
Por supuesto, no es mi intención
hacer aquí un balance objetivo y meto­
dológicamente fiable de esa parte con­
creta de la literatura española, porque
hablo aquí como creador y no como
profesor o historiador, y esa elección,
que siempre es resultado de una leve
esquizofrenia previa, implica una dosis
importante de arbitrariedad. En el fon­
do, uno escribe las novelas que quisie­
ra leer, y por eso también defiende las
novelas que quisiera escribir o leer y
aún no ha escrito ni leído. Teniendo en
cuenta esa premisa, me gustaría, en todo caso, contribuir a un posible de­
bate sobre las fuerzas que dominan hoy la novela española y que afectan a
creadores, profesores, críticos y, por supuesto, lectores. Mis expectativas no
pueden aspirar a ser norma ni tabla de valores; son más bien una modesta
poética y, como mucho, podrían llegar a germinar en forma de polémica. Pero
aparte de mis expectativas más o menos caprichosas y desde luego subjetivas,
también hay, creo, algo objetivo: unas reglas dominantes que han funcionado
de forma decisiva en la literatura española de la democracia y muy particu­
larmente en el terreno de la narrativa. Unas reglas que pueden ser mejores
o peores, según los bandos, pero que hemos asimilado y naturalizado de
manera sospechosa y que empiezan a adquirir el contorno férreo del dogma.
En ese sentido, no hace falta ser muy perspicaz para advertir que, en
lo que llevamos de siglo, la narrativa española, y en buena medida también
la latinoamericana, ha experimentado un importante aumento de la dosis
de hechos reales en sus diferentes variantes, desde el periodismo novelado
hasta la autobiografía o la reconstrucción histórica evasionista. La fiesta del
chivo y Soldados de Salamina podrían ser, en los albores del nuevo siglo,
los modelos más influyentes. El drama de la Guerra Civil sigue siendo un
negocio floreciente, a diferencia del comunismo, que fue tan esencial en esa
misma guerra, pero a ello hay que sumar múltiples buceos aparentemente
originales en episodios históricos que, aunque se constituyen como novelas,
147
pablo sánchez
juegan de manera muy evidente con lo referencial y verificable, creando una
especie de neopintoresquismo de parque temático que a menudo funciona
como tranquilizador de conciencias. Tenemos también las diversas autofic­
ciones y toda la suma de perdices mareadas a las que lleva el confusionismo
deliberado entre lo ficcional y lo no ficcional: relatos reales y otras zaranda­
jas. Por supuesto, la producción novelística española es enorme –ya sabemos
que en el fondo nadie lee porque todo el mundo escribe–, y debe de haber
muchas excepciones, pero no me parece aventurado considerar que el creciente
peso de la factualidad, de lo empírico o lo verificable, sea un rasgo hegemónico,
bien amparado por algunos críticos, bastantes editores y no pocos lectores, y
no muy lejano de otras formas masivas de la cultura actual como la telerrea­
lidad. Se diría que los novelistas españoles han encontrado una respetable
bicoca en esta forma, algo espuria, de suspender la incredulidad: parece que
la credulidad del lector está bien garantizada si hay hechos reales en el tras­
fondo, y con ello el negocio funciona bien y aparentemente lectores, autores,
críticos y editores tienen una armonía que presume de ser homóloga de la
paz social de los tiempos democráticos.
Lógicamente, la novela no pude estar del todo al margen de lo histórico,
y la tradición novelística ha jugado de muy diversas maneras con ese refe­
rente, por lo que el tema es interminable. No es lo mismo el uso que hace
García Márquez de la matanza de la compañía bananera en 1928 que la tras­
lación terrorífica que Bolaño hace de los crímenes de Ciudad Juárez en 2666,
por poner dos ejemplos célebres de la narrativa en lengua española, aunque
en ambos casos la manipulación artística implica una complejidad de la que
yo creo que está fuera la mayoría de las novelas españolas que operan con
conciencia de intérprete histórico, que son muchas. Lo que me interesa es
llamar la atención sobre cómo el exceso de referencialidad, y muy a menudo
de pasatismo, significa elusión de eso que llamamos presente; más exacta­
mente, significa evitar el reto de ficcionalizar el presente, es decir, de crear
ficciones que nos ayuden a entenderlo y quizás a desvelarlo. Ésa no es, des­
de luego, la obligación ineludible de todo novelista, pero creo que tampoco
nos iría mal un mirador novelístico para el presente y, desde luego, es lo que
a mí personalmente me interesa como creador y como lector.
Sí, el presente, tan precario y lábil que parece inexistente, inasible,
148
el novelista frente a la democracia liberal
impreciso. No es de extrañar que la permanente mutación social y tecnoló­
gica del mundo global dificulte el análisis y genere más obsolescencia que
lucidez. Si eso le sucede a un sociólogo y aun a un gramático, cómo no le va
a suceder a un novelista. Hace catorce años caían las Torres Gemelas y hoy
parece que ha pasado muchísimo desde entonces. Los amagos del Apoca­
lipsis se suceden, la ansiedad apenas se disimula y el desconcierto se torna
crónico. En ese sentido, no debe sorprender la mirada habitual del novelista
hacia algo empírico para dotar a la ficción de una seguridad o credibilidad
en medio de la vorágine de sucesos y cambios. Si a eso le añadimos el propio
cambio en los hábitos de lectura y consumo con el auge de la nueva cultura
electrónica, tiene sentido que el recurso a lo verificable, en mayor o menor
medida, sea una estrategia habitual para satisfacer la demanda lectora y
mantener el ritmo de producción novelística. Y aún habría que sumar otro
factor nada desdeñable: la hipertrofia de discursos, teorías y contrateorías,
pensamientos débiles o no tan débiles, que desde la crisis posmoderna han
creado una intemperie profunda que podría interpretarse, dependiendo de
los gustos, como plena libertad o como pleno desorden. Es fácil, admitámos­
lo, perderse en esa selva de discursos, y quizá por ese motivo es normal re­
visar el pasado mientras nos damos tiempo para pensar y digerir el presente.
El novelista, y en particular el español, se desenvuelve en ese campo de
juego y no parece que haya muchas opciones de alterar esas reglas. O quizá sí
se está haciendo, pero desde posiciones minoritarias, marginales, fuera del
gran mercado, y no llegan a los círculos que podrían conferirles legitimidad
o reconocimiento. En ese sentido, podemos simplemente dejarnos llevar por
la libertad de ese gran mercado y aceptarlo como orden ya casi natural, o re­
plantear el punto de partida, volviendo a discutir, como se hacía en los tiem­
pos heroicos, para qué escribimos novelas. Claro que establecer absolutos,
órdenes prioritarios, principios y máximas parece un rasgo propio del cadu­
co siglo xx y las intransigencias de la modernidad, incompatibles con la duc­
tilidad y ambivalencia de nuestro mundo actual. Nada está más lejos de mi
intención que simular una melancolía decadentista por el fin del humanismo
elitista y erudito; pero me parecen simétricas la jovialidad y la santurronería
con la que algunos aceptan hoy los nuevos tiempos como una especie de
exuberancia cultural seudoilustrada, una sociedad de la abundancia y las
149
pablo sánchez
oportunidades en la que todos somos
cultos e inteligentes y nos reímos con
las ironías ajenas siempre y cuando
reconozcan la gracia de las nuestras.
Creo que, entre tanta tendencia
al cambio y tanta engañifa cultural eti­
quetada como oferta para la libre elec­
ción, estamos bajando el listón de la
exigencia, amparados en el argumen­
to, inicialmente válido, de que hace
mucho que ya no tiene sentido escribir
como Dostoievski o Proust u Onetti.
Muy bien, eso nadie lo duda. Supon­
go que tampoco vale la pena pensar la novela en términos de Bajtin o Lukacs,
sino que es mejor imaginar rizomas y sujetos subalternos a los que salvar, o
jugar con más de un género como quien juega con más de una baraja. Lo que
me llama la atención es que hayamos aplicado, conscientemente o no, a la
novela la misma sentencia que ahora es el nuevo evangelio socioeconómico:
el fin de la utopía.
Vivimos en un mundo posutópico y parece que la novela se ha vuelto
posutópica. Todavía hay suelto algún inocente que habla de novelas totales
como en los tiempos del boom hispanoamericano y más de uno sueña con
escribir en español la gran novela centroeuropea, pero en líneas generales
hemos desacralizado el género y bajado las ínfulas. Sabemos que la novela
ya no es el tesoro exquisito y venerable de antes, sino una práctica común
(insoportablemente común, diría yo). Hemos aprendido que la novela tam­
poco va a ser el Mesías que complete la tarea titánica de los filósofos. Admi­
tamos que esto es así y que es el signo de los tiempos. Pero, ¿no resultaría
de ahí una, digamos, sospechosa correspondencia, casi determinista, entre lo
social y lo literario, que deberíamos meditar un poco al menos? ¿No será que a
lo mejor ahora que el marxismo está en descrédito resulta que más que nunca
la literatura es reflejo de los aspectos materiales de la sociedad y que la mejor
victoria de la ideología dominante radica precisamente en pasar inadvertida?
No hace falta tampoco ser muy marxista para aceptar que el capitalismo
150
el novelista frente a la democracia liberal
se ha hecho natural y que esa infiltración profunda ha creado un correlato
político, la democracia liberal, que, con sus necesarias imperfecciones, se
ha ido imponiendo como modelo de gestión de las diferencias sociales. Ése
es, desde 1989, el tema de nuestro tiempo, la unidad sustancial detrás de las
apariencias, lo que permanece entre tanta ley del cambio, la raíz de hierro
que resiste los embates y los óxidos. Por supuesto que sigue habiendo res­
coldos del mundo previo y nostálgicos de los grandes relatos, pero el hombre
rebelde de Albert Camus, en cualquiera de sus versiones, empieza a ser
un ejemplo lejano y museístico, ajeno al ciudadano de hoy, en España y en
Escocia, hiperconsumidor de todo, incluso de cultura, cliente de todo lo que
puede, y accionista de todo lo que interesa, sean empresas, bancos, países
o trayectorias literarias. Lo demás son distracciones; árboles que no dejan
ver el bosque. Un bosque que quizá sea más misterioso de lo que pensamos.
Desde luego, un novelista puede escribir de lo que quiera, y no nece­
sariamente será mejor ni peor por insistir en que el capitalismo es bueno o
malo, ya que cualquier insistencia lo delatará y volverá previsible, como si,
en el fondo, su novela, por muy izquierdista que fuera, tuviera un manual
de instrucciones y una garantía comercial como cualquier otro producto. Me
parece que hemos pasado ya esa fase crítica, y ahí radica precisamente el
reto hoy: en captar el pulso enigmático y recóndito del presente, el pulso,
acelerado en algunas cosas y falto de adrenalina en otras, del fin de la his­
toria, que como el mismo Fukuyama dijo será un tiempo muy triste y quizá
incluso aburrido por su falta de idealismo y su exceso de medianías, por el
desprestigio de lo radical y el predominio de la inmediatez.
No parece fácil la tarea de problematizar la realidad actual en sus fuer­
zas y directrices centrales, más allá de sus múltiples siglas y sujetos, más
allá del dato periodístico siempre sospechoso y manipulado, para tratar de
encontrar y representar ese plasma social que al novelista, en principio, de­
bía interesarle, si atendemos a una cierta concepción clasicista del género (y
es que quizá lo clásico no siempre sea rechazable, y si tengo tiempo volveré
sobre ello). Creo que reflexionar sobre la victoria del capitalismo es una
tarea apasionante y nada fácil, porque esa victoria tiene muchas consecuen­
cias sutiles, tanto cognitivas como morales, que se suman y solapan a las que
ya lleva acumuladas desde el siglo xix.
151
pablo sánchez
Me permito enumerar algunas que se me ocurren y que quizá merece­
rían soluciones novelísticas: por ejemplo, la multiplicación de ambivalen­
cias y aporías, que conduce a lo que algunos llaman relativismo moral; un
neohedonismo consumista, que es el perfecto aliado para desterrar al que
quizá sea el último enemigo del capitalismo, el nihilismo; la naturalización
de la desigualdad, convertida en algo renegociable pero siempre desde la
lentitud y la modestia de las ambiciones por parte de los de abajo; y, por últi­
mo, la tiranía numerocrática que convierte en bueno lo masivo conduciendo
a una perversa tautología que afecta directamente al arte. Una tautología
según la cual lo masivo es lo bueno, y lo bueno acaba siendo masivo, como
ocurre en las leyes, tan utópicas, por cierto, de la libre competencia.
Pero el capitalismo de hoy, en apariencia poskafkiano, ha consumado
sobre todo el triunfo de la democracia liberal, en la que se nos dice que los
conflictos pueden siempre negociarse y por tanto solucionarse por vías más
o menos conciliadoras, o como mínimo pueden atenuarse de manera signi­
ficativa. Esa es la seudoutopía de la democracia: es decir, todo aquello que,
por poner un ejemplo rápido y pop, NO está presente o escasea en el mundo
medieval pero no teocéntrico de Juego de tronos: derechos, conductas, otre­
dades, códigos, percepciones, renuncias y garantías que han glorificado la
democracia como el mal menor.
Lo más interesante es que criticar la democracia así en abstracto es
francamente difícil, a riesgo de parecer totalitario, anacrónico, epatante, pa­
leomarxista o sociópata. ¿Quién que es puede estar en contra de la democra­
cia y de respetar el bien común o las decisiones mayoritarias? Sin embargo,
como demuestran casos como el del movimiento independentista actual en
Cataluña, hay muchas maneras de entender el concepto democracia, y algu­
nas de ellas pueden ser francamente contradictorias. Por otro lado, la idea
de que la democracia de libre mercado es más o menos irreversible al menos
a medio plazo no significa en absoluto que sea paradisiaca: a nadie se le
escapa que abunda la desigualdad y que la miseria ética, que es intrínseca
al capitalismo, se ha suavizado sólo de manera mínima. No es mi intención
ofrecer un panorama idílico según el cual vivimos en una Arcadia en la
que no tiene sentido quejarse y en el que todos los egos están convenien­
temente satisfechos. El problema, y me parece que esto es crucial para los
152
el novelista frente a la democracia liberal
ciudadanos pero también para los novelistas, es cómo enfocar la injusticia:
desde dentro, desde la constructividad del propio orden democrático-liberal
o desde algún tipo de, digamos, afuera, sea un lugar en el que predomine la
redención o uno en el que predomine la desesperanza. No es fácil encontrar
la vulnerabilidad de la democracia, que sabe encauzar las quejas aunque ya
sabemos que casi nunca se resuelven. Por eso tal vez el libro de reclamacio­
nes sea la metonimia más adecuada de la nueva ortodoxia: todos podemos
quejarnos de todo y casi nada se soluciona en realidad.
En mi opinión, el novelista no debería rehuir el reto de enfrentarse a
esa específica hechura que la injusticia ha adquirido en nuestro tiempo.
Porque, me pregunto, ¿puede haber, en realidad, novela sin injusticia? No
digo injusticia únicamente en sentido legal, sino en sentido amplio, como
problematización o conflictividad de la existencia. Naturalmente, para llegar
ahí debemos recuperar una poética de la novela que entienda el género no
sólo como imaginación predispuesta a la razón, como diría Steiner, sino a
una razón crítica o polémica, con vigor epistemológico más allá de cualquier
función lúdica. No tanto una novela pretenciosa y sedienta de absolutos, sino
consciente de que debe proyectar una imagen abarcadora y explicativa del
mundo. Y el modelo social con más poder explicativo ahora mismo es sin
duda el que nos proporciona el marco de la democracia liberal y la llamada
sociedad abierta, con sus diferentes grados y modulaciones, con sus incli­
naciones y vaivenes, pero con cierta estabilidad general. Una estabilidad
basada en la economía de libre mercado y en el prestigio de la negociación y
la tolerancia para crear y moderar la convivencia entre sujetos individuales
y colectivos, atenuando los antagonismos y los conflictos. Un modelo plan­
teado curiosamente como utópico mal menor después de los horrores del
siglo xx.
Es cierto que a la novela de hoy no le faltan crímenes y opresiones,
denuncias sociales y planteamientos críticos, pero creo que en su mayoría se
plantea desde la lógica del siglo xx y con sus soluciones artísticas. Tenemos
narcotraficantes, asesinos, torturadores, psicópatas, delincuentes y cruelda­
des de todo tipo. Lo que pasa es que el marco democrático puede tener un
efecto amortiguador, y muchas de esas denuncias encajan hoy en el espectro
de lo decible y lo defendible, sobre todo si tienen el respaldo del mercado.
153
pablo sánchez
Además, tal vez muchos de esos personajes y situaciones son exorcismos de
esa propia sociedad para no enfrentarse a su autodiagnóstico. Por otro lado,
si cualquier conflicto presentado en una novela es solucionable a corto o me­
dio plazo por la propia presión interna de la sociedad democrática, en cierto
modo la novela se vuelve tibia, cómoda, aceptable. Pensemos que muchas
categorías sociales, psicológicas o morales del siglo xx están en franco pro­
ceso de revisión o amalgama: la locura, la culpabilidad o la responsabilidad,
la identidad, la nación, ya no son lo que eran, como no lo es el obrero o la
clase trabajadora, ni siquiera el feminismo o la sexualidad. El adulterio en el
siglo xix y la homosexualidad en el siglo xx fueron útiles resortes novelísti­
cos para crear mundos problemáticos de ficción. Hoy el sexo ya difícilmente
puede aportar algo nuevo que sorprenda nuestras generosas y polivalentes
expectativas.
Lo mismo pasa con modelos como el policiaco, que a pesar de que se
consume de forma masiva ha perdido su agresividad: la democracia nos dice
a todas horas que seguirá habiendo delitos y policías para resolverlos pero
que nunca se resuelve del todo la maraña del crimen precisamente porque
la sociedad es muy compleja y la libertad humana nunca nos hará perfectos.
En ese sentido, fuera del entretenimiento básico, la novela policiaca puede
mostrar corruptelas, pero ya no funciona como impugnador del sistema, por­
que, al fin y al cabo, todos somos en cierto modo corresponsables y el riesgo
cero es imposible en la sociedad posutópica del fin de la historia. Del mismo
modo, así como el realismo mágico es una huella del subdesarrollo y está en
disolución a medida que se moderniza y se seculariza la sociedad, el realis­
mo social de corte marxista difícilmente puede funcionar en una sociedad
multiestratificada en la que los trabajadores se aburguesan con facilidad y
los flujos migratorios crean relaciones nuevas entre ricos y pobres. Además,
hoy en día hasta los propios trabajadores empiezan a interiorizar la fábula
según la cual el empresario ya no es un explotador sino que es, ni más ni
menos, un generador de riqueza.
¿Y el poder? ¿Qué pasa con el poder? El poder, por supuesto, existe y es
muy visible y efectivo, pero en democracia parece más difícil desenmascarar
sus dispositivos, porque muchas veces se presentan como naturales, legíti­
mos y transparentes, y de ahí la abundancia de teorías conspiranoicas que
154
el novelista frente a la democracia liberal
parecen muy críticas y que en cambio
son profundamente inofensivas. ¿Nos
queda entonces la violencia? Por su­
puesto, sigue existiendo, a todas horas,
pero en gran medida es una violencia
heredada del siglo xx y, por tanto, ya
múltiples veces representada. Como dice
el mismo Fukuyama: que haya terrorismo
en el fin de la Historia no es en reali­
dad relevante, a pesar de su sentido
dramático, porque se trata de residuos
nostálgicos del mundo histórico.
Llegados a este punto, el lector me
podrá decir, con toda la razón, que estoy creando la vaga y quijotesca hipóte­
sis de una novela ideal e irrealizable, y que por tanto debería yo aceptar con
más humildad la oferta actual, que sin duda es diversa y contiene múltiples
tipos de análisis de la realidad, la mayoría respetable y elaborada. Sabemos
que ir en contra de las tendencias dominantes de la historia es la mejor ma­
nera de asegurarse un olvido rápido o de caer en la caricatura. Pero también
es cierto que la resistencia tiene su encanto y quizás en este caso incluso su
honor.
En realidad, mi planteamiento general no pretende tener alcance –di­
gamos– global, puesto que mi conocimiento sobre otras literaturas actuales
es, lo confieso, escaso; quizás a donde yo quería llegar era precisamente al
caso español y concentrarme en él. Porque el caso español es muy revelador
de los méritos y defectos del nuevo orden socioliterario, y de cómo es útil
mantener un cierto grado de crítica para no aceptar con pusilanimidad los
diagnósticos eufóricos y la beatería que tanto han abundado en los últimos
tiempos literarios. En el campo de la cultura española, la imposición del
modelo democrático y mercantil no ha sido una natural y feliz consecuencia,
un milagro espontáneo, sino que tiene tanto de campechanía como esa que
durante tantos años le atribuyeron los ingenuos y bobos al rey Juan Carlos I.
Pensar que lo que es bueno para la economía es también bueno, de ma­
nera automática e inevitable, para la cultura y, por tanto para la literatura,
155
pablo sánchez
ha sido la premisa codiciosa de una élite que ha hecho un denodado esfuerzo
por persuadirnos de ello durante décadas, para justificar así sus posicio­
nes sociales indiscutiblemente ventajosas que a menudo adornaban con el
altruismo de una sedicente socialdemocracia. En ese sentido, el caso de
la literatura española es perfecto para ejemplificar cómo la lógica que ha
llevado al punto actual es perfectamente explicable en términos sociales, y
que el triunfo de este modelo no es resultado de ningún fluir natural ni de un
factor congénito. No quiero hacer así un ajuste de cuentas vengativo, porque
sin duda esa élite lo ha hecho de manera legal y aun legítima; lo que me
espanta es que su triunfo adultere los discursos historiográficos omitiendo la
existencia de una red de intereses que más o menos todos conocemos pero
que estamos aceptando como parte natural de las estrategias de sublima­
ción que el capital lleva a cabo con tanta eficacia y que en España han sido
especialmente significativas. Como afirma uno de los pocos impugnadores
del modelo, Gregorio Morán, son muchos en la España reciente los que han
antepuesto los intereses a las ideas, aunque éstas vayan antes en el diccio­
nario. Ocultar esas complicidades bajo la apariencia liberal, o disimularlas
bajo la máscara de la naturalidad, es un truco muy ventajoso y que es muy
difícil de rebatir sobre todo cuando la posible alternativa crítica debía salir
de instituciones tan corruptas y mediocres como las universidades españo­
las, verdadera escuela de vasallaje y oportunismo.
Pero ahora que la crisis económica y la evidencia de la putrefacción del
sistema político nos han bajado de nuestros sueños posolímpicos de grande­
za y bienestar a la manera de la Europa que nos gusta, que es la de los ricos
y las potencias, ahora que empezamos a comprobar de manera ya inocultable
nuestros déficits democráticos y las abundantes fallas de nuestra particular
fiesta del fin de la Historia, debería ser un buen momento para pensar qué he­
mos hecho como ciudadanos pero también como lectores. Porque si el triunfo
de la democracia liberal se está extendiendo de manera inevitable a nivel in­
ternacional, también es cierto que no siempre lo hace con la misma eficien­
cia y, en el caso de España, con una democracia reciente y un pasado nefasto
de siglos, parece que ha habido mucha manipulación y mucha impostura, y
que la insignia posutópica quizá se lució con excesiva precipitación.
En España, el triunfo del capitalismo y de la democracia liberal se ha
156
el novelista frente a la democracia liberal
realizado con una muy evidente premeditación, como parte de un proceso de
modernización que seguramente tiene como fecha decisiva el año 1982. Du­
rante años parecieron evidentes los éxitos de ese proceso, por el salto econó­
mico y sobre todo en derechos cívicos que el país vivió en el fin de siglo xx,
hasta el punto de convertirse en muchos aspectos en un espacio modélico y
envidiado, por ejemplo, para otros países con escaso currículo democrático.
Hoy en día, el fin de la utopía europeísta nos está revelando el precio que
se pagó desde, al menos, el tratado de Maastricht, y nos está enfrentando a
la evidencia de que la competitividad y la productividad no eran un camino
fácil y gozoso como alguna vez nos hicieron creer. Quizá nadie puede, a
pesar de todo, negar los beneficios globales de toda esta época; pero me per­
mito dudar sobre la conveniencia de aplicar los ideales de competitividad
y rentabilidad a la literatura, cosa que se hace de forma sistemática desde
plataformas muy influyentes.
La mercantilización mediática de la literatura, que tuvo su primer hit en
el famoso exabrupto televisivo de Francisco Umbral, ha seguido creciendo
hasta llegar a extremos grotescos, como el de la escritora que participó hace
poco en un reality show, aunque no habría que pasar por alto otros casos muy
significativos, como el de algunos escritores muy prestigiosos que han llega­
do a participar en campañas publicitarias de bancos, o el de la columnista
de izquierdas que creía haber resuelto los problemas económicos del mundo
y metió la pata por no saber hacer sin calculadora una sencilla división.
Qué duda cabe de que en España ya nadie se toma en serio la meta­
física desde que el inolvidable grupo musical Siniestro Total cantó en los
ochenta aquello de “¿De dónde venimos? / ¿A dónde vamos? / Estamos solos
en la galaxia o acompañados”, pero la posmodernidad ha sido especialmente
enfática, sobre todo para arrinconar (de manera pacífica pero implacable) los
discursos más o menos comunistas. El proceso de sublimación de la literatu­
ra como producto de mercado ha sido una lenta operación paralela al triunfo
general de un modelo socialdemócrata que en realidad siempre ha sido más
liberal, o neoliberal, quién sabe, de lo que quería reconocer. No nos enga­
ñemos: es el modelo centrado en el poder mediático del periódico El país y
su grupo empresarial, que ha sido determinante durante veinte años y que
aún ahora, a pesar de su evidente decadencia, conserva un equipo potente
157
pablo sánchez
de artistas, críticos cómplices e intelectuales. Eso que algunos llaman hoy
“la casta”.
Pero no seguiré con la pataleta, para no parecer uno de esos resentidos
extravagantes como Manuel García Viñó. Todos sabemos que la literatura ha
funcionado secularmente como espacio de lucha y que ganadores y perdedo­
res son inevitables, así como las élites y las vanguardias. Lo que me preocupa
es la claudicación de la voluntad crítica, la asimilación a veces taimada de la
lógica capitalista aplicada a un terreno en el que su presencia no necesariamente
es bienvenida, una lógica que además es cómplice de tantos procesos de pri­
vatización y rentabilización que se han llevado a cabo en otros campos de la
sociedad. Los promotores del negocio cultural son los primeros interesados
en conseguir desacreditar a cualquiera que esté contra las leyes del mercado
para estigmatizarlo casi como castrista o chavista, o como aristócrata insoli­
dario. Es cierto que no existe la pureza absoluta ni la ejemplaridad perfecta
desde la que ejercer la crítica, pero quizás haya que recordar que no siempre
el que vence convence. Y algunos seguimos creyendo, seguro que trasnocha­
damente, en cierta inquietud esencial e inevitable que comporta la actividad
literaria, y que no tiene nada que ver con el romanticismo sino con la capa­
cidad de la palabra novelesca para replicar a los discursos hegemónicos y
su racionalidad parcial e interesada y para evitar así que nuestra visión del
mundo se vuelva automática y previsible.
Por fortuna, ya hace algún tiempo que la novela española, con el lide­
razgo más o menos aceptado de Rafael Chirbes, ha reaccionado de forma vi­
sible contra las versiones edulcoradas y optimistas de la sociedad española y
contra la tibieza ideológica. Los nombres de Isaac Rosa, Rafael Reig, Javier
Pérez Andújar, Belén Gopegui y algunos más que sin duda hay, han abierto
un frente destacado que funciona bien como alternativa, por ejemplo, a los
muchos anglófilos que tenemos sueltos por las librerías y los suplementos
literarios. Pero tengo la intuición de que las buenas intenciones del realismo
crítico de hoy corren riesgos serios de ser neutralizados por la propia espon­
josidad del sistema. Aun así, me parece que ese realismo es absolutamen­
te necesario más que nunca desde una perspectiva ideológica, aunque sea
como contrapeso y como higiene moral, como demostración de que la única
forma de lograr un mínimo democrático es precisamente expresar y hacer
158
el novelista frente a la democracia liberal
público lo que muchos no pueden decir y lo que unos pocos no quieren que
pensemos. Pero no sólo hay detrás razones políticas, sino también estéticas,
si es que aún se puede utilizar esa palabra: creo que la fuerza crítica, como
operación creativa, es un valor artístico en sí mismo, a diferencia del consu­
mo industrial.
Eso sí, admitamos que tampoco se trata de que todas las novelas sean
realistas y críticas, porque eso probablemente sería también tedioso y monó­
tono. Quizá sea el momento de explorar nuevos caminos, de adelantarse y
arriesgar con nuevas fórmulas, lo cual no significa apegarse puerilmente a
las nuevas tecnologías o volverse hipervanguardista, sino ampliar nuestra pers­
pectiva comprendiendo los difíciles retos políticos y literarios de nuestro
tiempo más allá del recetario habitual de unas voces –políticos, críticos, pro­
fesores– cada vez más desautorizadas. ¿Cómo? Desde luego, yo no lo sé, o no
estoy seguro, pero creo que en cualquier caso se empieza por el principio, es
decir, por una toma de posición. Una muestra de convicción, al menos, que
ponga entre paréntesis algunos conceptos demasiado repetidos. Sí, quizá no
hay ya verdades y sólo hay simulacros, quizá no hay ideales sino intereses,
pero tal vez la lucha no ha terminado y la ficción está en condiciones de
recuperar algo de su energía relumbrante. Algunos creemos en esa modesta
ilusión. Nuestra única ventaja es que la realidad nos va a dar, seguro, más de
una sorpresa. Aunque quizá tengamos otra ventaja, porque mientras tanto,
mientras porfiamos y luchamos, la Tragedia, la eterna Tragedia, que hoy pa­
rece escondida y menospreciada, sigue en su sitio, esperando su infalible turno.
159
Trizemas
J osu L anda
Las aristocracias bananeras de este lado del Atlántico y del
Pacífico están condenadas a un pedigree tardío, torvo, snob.
Los barnices de cultura con que disimulan esto no engañan
a los pocos humanistas incómodos que todavía quedan por
ahí ni a las viejas aristocracias europeas y orientales.
Si lo políticamente correcto es un prurito, una máscara,
para no herir a nadie, es obvio que fracasa de antemano en
el empeño: siempre habrá muchos que lo interpreten como
políticamente incorrecto.
Irónica, seductora, sardónica, amarga, afable, ácida, cruel,
diabólica, inocente, estúpida, astringente, postiza, hipócri­
ta...: toda sonrisa es según cómo descubre la calavera de­
trás del telón de nuestros labios.
Ahogarse en un vaso de agua... ¿Por qué no? Si el espíritu
es de los que caben ahí, dependerá del estado del agua y de
si sabe flotar o no.
Industria de los perros: convertir en tinta el agua que
beben.
160
Cada vez más, lo que se escribe y publica, en estos tiempos,
es puro pasto para analfabetas funcionales.
Está bien: no podemos vivir sin ilusiones: tememos y rehuimos
la verdad, pero eso no nos exime de responsabilidades, a la
hora de elegir las ilusiones, porque las hay de primera, de
quinta y aún peores.
Opción para analfabetas, ágrafos y grafófobos: transmutar
las imágenes mentales, las ideas y las figuras de lenguaje en
mariposas. En lugar de escuelas y bibliotecas, mariposarios
y, en vez de alfabetización, entrenamiento en la caza y trato
adecuado de lepidópteros. Proliferarán los Nabokov de la
anti-palabra.
El problema con los cerdos es su aparato de interpretación.
Para ellos, el lodo es como agua cristalina y la mierda, ambrosía.
¿Quién puede asegurar que están peor que nosotros?
Se supone que la ciencia y la tecnología han de ser los
santos nuevos que hagan los milagros que los santos viejos
tienen tiempo sin hacer. El problema surge cuando a los
milagros de ahora se les exige algo tan prosaico y ajeno al
Espíritu como el certificado de calidad.
En estos dos siglos de progresos y revoluciones, la esperanza
se ha erosionado más rápido y hondamente que en todos los
milenos anteriores.
En su caída, hasta el agua más mansa se embravece.
Dudar sólo hasta donde el dogma pueda hacer su entrada
triunfal: el gran truco cartesiano: la simulación de un
escepticismo tragable para la Modernidad burguesa.
161
“El que se enoja pierde”, le enseñaron. Cambió de táctica
–ay– y siguió perdiendo.
Progreso verdadero: antes era “La última gota de agua en
el desierto”; ahora es “La última coca-cola en el desierto”.
El ninguneo es un invento de la física: consiste en dejar
flotando, para siempre, la voz de la víctima temida en un
aire muerto.
Qué prejuicio, qué capricho: suponer que el fondo del abismo
debe de guardar algo extraordinario. Bastaría con remediar
nuestra miopía para superarlo.
El colmo de una secularización defectuosa: la degeneración
del viejo panteísmo: reducir a Dios a una partícula y ponerla
a bucear en el mundillo subatómico.
El Tiempo es mera imagen de la Eternidad... Muy bien Platón:
¿pero de qué es imagen la Muerte? No es pregunta para
relojeros suizos. Acaso para sepultureros de la filosofía.
¿Que la carne es débil? Pues ¿qué esperan?: fortalézcanla.
Aclaración (Fragmento final): “En fin, señoras, señores,
admitan de una buena vez que es esa gente desquiciada la
que se me monta encima y perturba mi sueño permanente,
de manera harto arbitraria y violenta. En vista de lo cual, en
absoluto se justifica que achaquen a la suscrita los descalabros
resultantes de ese abuso, que en ningún momento he propiciado
ni, mucho menos, permitido. Atte.: La Cuerda Floja.”
Quienes se burlan del Tigre de Papel o lo subestiman, se
olvidan de lo que es capaz el papel.
162
No conformes con el oportunismo hipócrita con que, a
duras penas, vivimos en sociedad, marchamos ciega y
aceleradamente a sumirnos en la Densidad.
Morir bien, bellamente... Después de como se nos obliga a
vivir, todavía exigirnos eso...
Gajes de la secularización: ahora sí es verdad que nadie
sabe por quién doblan las campanas.
El Día Menos Pensado: felizmente libre de la tiranía del
Tiempo, a causa de la negligencia de la razón.
Cioraniana: Si pensar es existir, mejor no pensar nada.
En el laberinto de la Densidad, uno encuentra de todo: sutiles
ramificaciones del odio, gran intercambio de mierda, esperanza
en ebullición, suaves terrores a la piel del Otro-a, hartos
parásitos que nunca se hartan, grandes vaivenes del amor,
demasiado miedo a la soledad... sosteniendo tan abigarrada
retorta. Todo, menos el Minotauro.
La mala hierba es mala por querer crecer junto a la buena
con sus mismos nutrientes. Cuánta sociología en esa vulgar
caraterización botánica.
El horizonte siempre está a tus pies. El que no repares en
ello indica algo más que problemas de la vista.
Arte conceptual: amor imposible: el aceite de la concupiscencia
estética con el vinagre de la luz maniática de la razón. Si
siguen revolviéndolos, conseguirán algo como una mayonesa
políticamente correcta.
163
En la fila del Progreso, el que llega más tarde ocupa el primer
lugar.
Filósofo de punta: En su última reencarnación, a Sócrates
le vinieron con la misma consigna: “Conócete a ti mismo.”
Pero esta vez pensó en acudir al Instituto de Neurofisiología
y al de Psiquiatría Experimental.
“El infierno son los otros”. ¡Genial, M. Sartre! Pero ¿qué tal
un mundo sin ningún otro? ¿Sería un paraíso?
Calavera con epitafio en plan de magisterio ético: “Es obvio
que fue canibalizado y, sin embargo, sonríe.”
Algún dios perverso decidió que los sentimientos fuesen la
moneda con que debemos pagar nuestro roce con los otros
y con las cosas. La usura, las falsificaciones y todo eso ya
son cosa nuestra.
¿Hay alguna palabra que no signifique nada? Cuidado:
tampoco en el lenguaje hay “enemigos pequeños”.
La mayoría de los milagros son como salvavidas en medio
de algún naufragio. Pero ojo: sólo se benefician de ellos los
náufragos dotados de un crédito especial llamado “fe”.
Ya entrados en años, el punto está en envejecer con dignidad
y juventud.
El respeto al valor ajeno es la paz.
164
La vigilia de la aldea
El arte de la sumisión
F ernando M ontenegro
Michel Houellebecq, Sumisión, Anagrama, España, 2015, 288 p.
¿Qué es en el fondo el Corán sino un
inmenso poema místico de alabanza?
De alabanza al creador y de sumisión
a sus leyes.
Michel Houellebecq, Sumisión
En 1911 Oswald Spengler se propuso es­
cribir un tratado histórico-filosófico que
pudiera entender los difíciles tiempos
que le tocaron vivir a Europa a princi­
pios de ese siglo. Sólo once años des­
pués pudo completar el segundo volumen
de la obra que le haría ganarse su puesto
(menor) en la historia de la filosofía, y,
más aún, en la consideración de los al­
tos políticos del Tercer Reich: La deca­
dencia de Occidente. Según un famoso
prólogo de Ortega y Gasset, esta obra
vendió más de cincuenta mil ejemplares
en su edición de 1923. Aunque hoy ha
caído en el olvido y es casi despreciada
por los círculos intelectuales académicos
europeos, La decadencia de Occiden­
te irrumpió en su momento como una
obra profética que tuvo gran influencia
en el espíritu de la Alemania nazi. En
1934, no obstante, Spengler, quien has­
ta el momento había sido muy próximo
al régimen de Hitler (muy considerado,
además), rompió todo tipo de relaciones
con él al suscitarse la llamada “noche
de los cuchillos largos”, donde su ami­
go y co-ideario, Gregor Strasser, fue
asesinado por las SS. A decir verdad,
el propio Spengler tenía serias dudas
del proyecto nacionalsocialista mucho
antes de aquel 30 de junio de 1934, sa­
biéndose más afín –incluso más entu­
siasta– al programa del líder italiano
Benito Mussolini.
Il Duce ofrecía una reconstitución del
imperio romano, que era el horizonte
165
mítico con el que el propio Spengler
trabajaba. Quizás este último entendía,
o preveía, que aquel régimen alemán
liderado por Hitler encarnaba el ocaso
de la civilización occidental (por ser
una especie de radicalización de esa
idea) y prefería ese movimiento cíclico
propuesto desde la Italia fascista. Por
extraño que parezca, Mohammed Ben
Abbes, el presidente ficticio que Michel
Houllebecq instaura en la Francia de su
última novela, Sumisión, tiene el mismo
proyecto de Mussolini: “Pero su gran
referencia, como salta a la vista, es el
imperio romano, y para él [Ben Abbes]
la construcción europea no es más que
un medio para hacer realidad esa mile­
naria ambición. Salvo que Ben Abbes,
líder de la Hermandad Musulmana (un
partido también ficticio), busca reempla­
zar los valores del decadente y putre­
facto Occidente por los de su histórico
rival: el islam. No lo hace a través de
un régimen de terror, como un lector más o
menos paranoico podría suponerlo, sino
haciendo uso de una herramienta más
sutil y poderosa: la clase intelectual. El
narrador de la novela, François, es un
intelectual de la Universidad de París
(Sorbona) que ha dedicado su carrera
casi en exclusividad a la lectura del es­
critor francés decimonónico J. K. Huys­
mans, pero que ante los acontecimientos
recientes se ve obligado a entender el
mundo que le tocará vivir, mientras ob­
serva cómo esa idea, que parecía eterna
y universal (Europa/Occidente), sucum­
be ante las huestes políticas del islam:
166
“A mi regreso a la facultad para dar mis
clases, tuve, por primera vez, la sensa­
ción de que podría hacer algo; que el
sistema político en el que estaba acos­
tumbrado a vivir desde mi infancia se
resquebrajaba visiblemente desde ha­
cía bastante tiempo y quizá iba a esta­
llar de golpe.”
Como en las anteriores novelas de es­
te célebre escritor francés, el personaje
principal es un sujeto solitario que di­
vaga entre los debates intelectuales
más sofisticados y el circuito sexual li­
beral de una ciudad como la París de
nuestro tiempo. Es decir, goza de lo
que podríamos llamar la conquista más
elevada de la estética occidental: la
bús­queda del placer. Hablo de placer y
no de hedonismo, aunque bien pudiera
utilizar este último término para carac­
terizar los personajes planteados por
Houellebecq en gran parte de su obra. La
comida, las mujeres, los viajes, la lectura,
la música, son todos objetos de placer en
el sentido más freudiano de la palabra.
El hedonismo, y no el pesimismo, es la
principal característica en este autor,
como se dice con tanta insistencia entre
la crítica (es el pesimismo una forma de
placer intelectual, por supuesto). Y lo
es porque, como sabemos, la búsqueda
frenética de los placeres (especialmente
carnales) es un síntoma inequívoco de
cierto decadentismo, como hemos po­
dido averiguar que era el caso de los
altos mandos nazis ante la debacle del
Tercer Reich antes de 1943. En este senti­
do, François es un clásico producto de la
cultura occidental, tan acostumbrada a
privilegiar los llamados pequeños pla­
ceres de la vida (el voyerismo, acaso el
más placentero de ellos, un término que
bien pudo ser inventado por Sade en
el siglo xix). El nuevo régimen no-oc­
cidental que se impone abruptamente
en la capital del amor desbarata esta
estructura de control de la sexualidad
(que es ejercido a través, justamente, de
la incitación) que Foucault vio tan bien
en La historia de la sexualidad. Así ob­
serva esta debacle el narrador de la nove­
la (el propio François): “Como cualquier
otro centro comercial el Italie 2 atraía
desde siempre una cantidad notable de
mangantes: habían desaparecido por
completo. Y la vestimenta femenina se
había transformado; el número de velos
islámicos apenas había aumentado, no
se trataba de eso, y me llevó casi una
hora de vagabundeo comprender, de gol­
pe, qué había cambiado: todas las muje­
res llevaban pantalones. La detección
de los muslos de las mujeres y la pro­
yección mental reconstruyendo el coño
en su intersección, proceso cuyo poder
de excitación es directamente propor­
cional a la longitud de piernas desnu­
dadas, eran en mí tan involuntarias y
maquinales, genéticas en cierta forma,
que no había tenido conciencia de ello
inmediatamente, pero ahí estaban los
hechos: los vestidos y las faldas habían
desaparecido.”
El pasaje anterior es una buena mues­
tra de cómo opera la mente de François,
que casi replica el gesto del que la li­
teratura francesa (y tal vez la occiden­tal),
desde Baudelaire, no puede desha­cerse:
el del voyeur. Excepto que Baudelaire
mantenía una relación crítica con la
mirada, entendía la perversidad en ella
imbuida y los orígenes de esa perversión.
François, por su parte, lamenta que el cam­
bio de régimen no le permita regocijarse
con las piernas desnudas de las muje­
res, con la insinuación de su sexualidad.
Pero no es sólo eso: François sabe, con
ello, que esta realidad implica el cata­
clismo del hombre moderno, del sujeto
cartesiano, del libre pensador occiden­
tal, flâneur de su propia existencia, con­
vencido y entregado a sus libertades. Es
de este modo como observamos que el
Estado francés, que proclamó los valores
republicanos que subsisten hasta nuestros
días, es ensombrecido por una teocra­
cia que moverá rápidamente sus fichas
para instaurarse como poder dominante
en Europa. El momento más decisivo a
los ojos de este personaje (aparte de la
desaparición de las minifaldas, por su­
puesto) llega cuando conoce que el co­
razón de su civilización, La Sorbona, es
rápidamente transformada en una insti­
tución con valores islámicos, donde sus
profesores son obligados a convertirse
para poder ejercer la práctica académica.
Después del trauma, y de una suerte
de nihilismo que lo acongoja, François
se ve abordado por el nuevo rector de
la Universidad de París (Rediger) a la
que alguna vez perteneció, su alma ma­
ter. Este rector, como es de esperarse,
es un intelectual afiliado al programa
167
político de la Hermandad Musulmana
y quien ahora podía recoger su cosecha
en un cargo público altamente recono­
cido. En sendas conversaciones con este
personaje, el héroe de la novela en­
cuentra no sólo una manera de insertar­
se en esta nueva sociedad, de un modo
más bien cómodo y privilegiado, sino
un alivio ante la sensación de zozobra
absoluta de su individualidad (que in­
clusive lo hace pensar en el suicidio):
“y también yo sentía disolverse mi in­
dividualidad, al hilo de mis ensoñacio­
nes más prolongadas ante la virgen de
Rocamadour”. En este último pasaje,
François se encontraba visitando una
iglesia en el sur de Francia, a donde
había escapado como consecuencia de
la paranoia que trajo consigo la nueva
coyuntura política. La noción de indi­
viduo había dejado de tener sentido en
un mundo como el que le ha tocado vi­
vir, y sin él la experiencia humana en
su conjunto y complejidad antes cono­
cidas y, en apariencia, inconmovibles,
tampoco podrían funcionar. Ésta es la
razón por la que François (cuyo nombre
es, por supuesto, muy decidor) decide
transformarse al islam.
Es en este punto donde el hermético
Joris-Karl Huysmans podría darnos algu­
nas respuestas. Es a través del propio
narrador que sabemos de él. Se trata de
un escritor que vivió plenamente el siglo
xix, una figura más bien amarga, pesi­
mista, que escribió una novela hacia
1884, considerada la cumbre del deca­
dentismo decimonónico: A contrapelo.
168
Resulta interesante decir, aunque sea
de pasada, que este término (a contra­
pelo) es también utilizado por Walter
Benjamin en su Tesis sobre la historia, y
lo convierte en un concepto clave para
emprender una crítica de la moderni­
dad (también muy pesimista). El propio
Huysmans parecía ser un incrédulo de
la idea de la modernidad que en esos
tiempos empezaba a ser un problema
filosófico central. Es esta sensación de
angustia ante la disolución del indivi­
duo (o ante su desbordada afirmación),
arguye François, la que llevó a Huys­
mans a tomar la decisión más radical de
cualquier escritor de su tiempo, excep­
tuando quizás a Rimbaud: retirarse a un
convento benedictino donde vivió sus
últimos días como un místico
El propio François, experto en Huys­
mans, intenta repetir el confinamiento
del escritor, retirándose por una noche
al mismo monasterio benedictino en el
que pasó sus últimos años. Sin embargo, no
pudo sobrevivir más de una noche. A
ojos del narrador, la cristiandad es incapaz
de ofrecer las respuestas que estaba
buscando. Es la propia cristiandad, su
estructura, digamos, narrativa, la que
propició las categorías filosóficas con
que se erigió la idea de Occidente. No
hay que ir muy lejos en la historia para
recordar cómo los conceptos de cris­
tiandad y Occidente conformaron una
suerte de piedra angular sobre la cual
se levantó el discurso detrás de las dic­
taduras militares en el sur de nuestro
continente. Se trata de una relación muy
íntima y en el fondo incestuosa. La
misma idea del individuo, del sujeto
cartesiano, le debe enormemente a la
teología cristiana que, de la mano de
Bartolomé de las Casas, se había pre­
guntado por las libertades del hombre
(en tanto individuo) allá en el siglo xvi.
De hecho, éste es un tema muy presen­
te en toda la cristiandad, siendo el Je­
sucristo de Marcos quizás el texto que más
discuta este hecho. El islam, por su par­
te, ofrece otra lógica para relacionarse
con el misterio de Dios y del hombre.
Mahoma, a diferencia de Jesucristo, no
es el hijo de Dios, no forma parte de la
misma entidad teogónica: es su siervo,
como ya lo canta la oración más impor­
tante del Islam, la shahada: “Existe un
solo Dios y su profeta, Mahoma.”
Hacia el final de la novela, una vez
que observamos cómo Francia se ha
transformado en un estado islámico,
Rediger, el rector de la Universidad de
París, le plantea a François la siguien­
te reflexión sobre el islam: “Es la sumi­
sión –dijo en voz alta Rediger–. La
idea asombrosa y simple, jamás expre­
sada hasta entonces con esa fuerza, de
que la cumbre de la felicidad humana
reside en la sumisión más absoluta. Es
una idea que no me atrevería a exponer
ante mis correligionarios, que quizá la
juzgarían blasfema, pero para mí hay
una relación absoluta entre la absolu­
ta sumisión de la mujer al hombre, tal
como la describe la Historia de O, y la
sumisión del hombre a Dios, tal como
la entiende el islam.”
Más adelante se dice que la propia
palabra islam, en lengua árabe, significa
sumisión, y que este principio resulta
más adecuado ante las nuevas circuns­
tancias históricas de Europa. Lo que
habría fracasado, en primer lugar, es
el proyecto emancipatorio de 1968 que
inauguraba, por decirlo de alguna ma­
nera, la última etapa de la Modernidad:
el gran sueño de la Ilustración. Como
sabemos, la Ilustración se sostiene en
algunos supuestos filosóficos, entre los
cuales el sujeto cartesiano, como una
suerte de héroe mesiánico laico, ocu­
pa el lugar central en la historia. Es el
individuo una entidad autosuficiente,
ontológicamente constituida, el origen
y el final, la causa y el efecto, de nues­
tra experiencia en el mundo. Aunque
surgieron de la protesta pública, los
intelectuales del 68 volvieron a consa­
grar los metarrelatos de la modernidad,
pero trataron de darles sepultura.
Para Walter Mignolo, Occidente es la
metáfora más poderosa que el sujeto
moderno pudo elaborar como la base
cultural que soporta al sistema-mundo
moderno. Argumenta, sin embargo, que
la propia idea de Occidente no es más
que una historia o mito local (la de Euro­
pa occidental) que después se exportó
hacia los océanos (para usar un térmi­
no, aunque pertinente, desafortunado)
y trató de establecerse como “diseño
global” una vez que los grandes impe­
rios europeos (España en el siglo xvi,
Holanda en el xvii, Inglaterra y Francia
desde el xviii) construyeran el sistema
169
colonial, cuyas repercusiones llegan has­
ta nuestros días. Una de esas repercu­
siones, la más clara para Houellebecq,
es la cada vez más fuerte presencia de
inmigrantes musumalmenes (del Ma­
greb, en especial) en las ciudades más
importantes de Europa. En Lanzarote
(2000), Houellebecq ya anunciaba esas
eventuales fricciones entre musulma­
nes y occidentales, incluso antes del 11
de septiembre de 2001. Su obra poste­
rior mantiene esta posición pesimista,
que muchos han tildado de xenofóbi­
ca, asunto que lo ha puesto en el ojo
del huracán, sobre todo después del
atentado a las oficinas del semanario
francés Charlie Hebdo en enero de este
año. Es conocido que Houellebecq se
proponía presentar su nueva novela,
Sumisión, el mismo día del atentado.
Como consecuencia, huyó, al igual que
François, a un paradero desconocido,
con el objetivo de refugiarse de un po­
sible atentado contra su persona.
En abril de 2002, Houellebecq escri­
bió un artículo llamado “Salir del si­
glo xx” que empieza con el siguiente
enunciado: “La literatura no sirve para
nada. Si sirviera para algo, la chusma iz­
quierdista que ha monopolizado el debate
intelectual de todo el siglo xx ni siquiera
habría podido existir.” Emitió una opi­
nión similar cuando se le preguntó por
las implicaciones que pudieran haber
tenido sus obras, especialmente la úl­
tima, en la avanzada del radicalismo
musulmán en los países europeos. Su
respuesta también fue negativa. Sin em­
170
bargo, vale la pena replantearnos estas
preguntas desde otro punto de vista. En
ese mismo artículo, Houellebecq ar­
gumenta que el siglo xx no ha hecho
ningún aporte real, especialmente en
asuntos políticos y filosóficos, secues­
trados estos ámbitos por una corriente
intelectual que considera embarazosa
(por decir lo mínimo) y que, sin embar­
go, ha sido motivo de orgullo para las
grandes corrientes europeas del pensa­
miento: el humanismo. El único aporte
verdadero que, a su entender, se pue­
de rescatar del siglo xx, porque fue en
este siglo donde se la trabajó mejor, es
la ciencia ficción.
Es indudable que la ciencia ficción
juega un trabajo muy importante en la
obra del francés, empezando por el he­
cho de que la novela está instalada en
el 2022, repitiendo el gesto de Kubrick,
Asimov y tantos otros autores cuya pre­
ocupación principal es el futuro. Qui­
zá la máxima influencia detectable en
Houellebecq (y él mismo rescata este
nombre en el artículo mencionado) sea
la de Phillip K. Dick, especialmente por
su obra maestra, El hombre en el castillo.
En la novela se cuenta la historia de una
tienda de antigüedades norteamerica­
nas, ubicada ésta en un San Francisco
ocupado por los japoneses (los nazis ha­
bían ganado la guerra). En cierto sentido,
Dick propone una reflexión sobre lo que
sería un mundo post-occidental, en la
cual los valores con que se constituyó
la idea de Occidente fueron cimentados.
Allí se observa cómo los sistemas de
valores orientales los van sustituyendo.
El ejercicio es interesante, porque la anti­
gua civilización Occidental que ya sólo es,
por un lado, un recuerdo representado en
aparatos muy norteamericanos como una
tostador y, por otro, un rumor contenido
en una novela que cuenta cómo los alia­
dos ganaron la gue­rra. Occidente apare­
ce allí como un re­lato fantástico. Algo
como lo que Borges postula sobre Tlön,
en su “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”.
A su modo, Houellebecq propone una
estrategia análoga en la Francia del 2022.
Quizás el asunto nos pudiera resultar
más próximo por los eventos acaecidos
en la última década y media: los aten­
tados en Nueva York, Londres, Madrid
y París y su apabullante difusión en la
prensa internacional. Sin embargo, la sen­
sación de amenaza del mundo musulmán
es mucho más antigua que la propia
idea de Occidente. Edward Said, como
sabemos, sugiere otro camino: que la
noción de Occidente fue construida en
relación con Oriente y, casi exclusi­
vamente, en yuxtaposición al mundo
musulmán. Es como si el islam operara
como un espejo terrible, como uno de esos
espejos mágicos que, al mismo tiempo,
revelan el pasado, el presente y el futu­
ro. No en vano Miguel de Cervantes, y
quizás el propio Don Quijote, guardaba
una secreta pero profunda admiración
por esa cultura, al punto que la propia
historia que se cuenta, como es sabi­
do, tiene un texto subyacente en árabe.
El propio Rimbaud, abandonado al no
poco interesante oficio de traficar con
esclavos, se convirtió al islam, quizá fru­
to de su desdén ante la grotesca y nada
heroica cultura occidental.
En la serie de televisión Homeland,
protagonizada por Claire Danes y Damian
Lewis, emitida desde 2011, se explora el
asunto de la conversión, en medio de la
cada vez más creciente amenaza de un
atentado por parte de Al-Qaeda, en suelo
estadunidense. Nicholas Brody (Damian
Lewis) es un soldado norteamericano que,
tras haber sido presumiblemente asesi­
nado en la invasión a Irak, vuelve casi
diez años después alegando haber sido
prisionero de radicales de Al-Qaeda. La
agente de la cia, Carrie Mathison, es
la única que sospecha que el soldado
Brody planea llevar a cabo un acto te­
rrorista. Muy temprano en la serie sa­
bemos que Brody se ha convertido al is­
lam. Como en Sumisión, la conversión al
islam por parte de Brody está relacio­
nada, por un lado, con la supervivencia
dentro de un ambiente rigurosamente
musulmán (Brody es prisionero de gue­
rra y François un prisionero político) y,
por otro, con la búsqueda de un sen­
tido en un mundo donde la capacidad
de agencia del individuo, la base filo­
sófica con la que funciona Occidente,
es inútil, árida, como un desierto árabe
que atravesara Rimbaud. No existe allí
existencialismo, decadentismo, misticis­
mo (con base cristiana) que los pueda
salvar, únicamente sumisión.
En 1955, Aimé Cesáire, quien cono­
cía muy bien el Magreb al ser éste te­
rritorio colonial francés, escribió: “Una
171
civilización que se muestra incapaz de
resolver los problemas que su funcio­
namiento suscita, es una civilización de­
cadente.” A diferencia de Spengler y,
aparentemente, de Houellebecq, Cesai­
re entendió que la causa de muerte (de
suicido, dice Houellebecq) de la civili­
zación occidental estaba contenida en
su voracidad colonial. Como Franz Fa­
non, Cesaire intuía que los llamados con­
denados de la tierra, muchos de ellos fieles
del islam, eventualmente iban a reac­
cionar ante los sistemas terriblemente
sangrientos que sufrían las colonias fran­
cesas. Ni Cesaire ni Fanon vivieron lo
suficiente para observar cómo, en efec­
to, la migración proveniente del norte de
África iba a transformar decisivamen­
te el mapa geopolítico de Europa. La
fuerza que ha adquirido el Estado Islá­
mico en los últimos años, cuyo proyec­
to es formar una entidad política que
reconstituya el antiguo imperio otoma­
no (desde el Magreb hasta Turquía),
puede ser una muestra de ello. Pero la
mayor fuerza del mundo musulmán ra­
dica en su religión (y tal vez también
su mayor debilidad). En todo caso, los
escenarios venideros nos son todavía lo
suficientemente borrosos como para aven­
turar algo. Spengler creía que los pasos
circulares de los intelectuales no sólo
no podían vislumbrar los cataclismos
futuros (convencidos ellos de que el co­
nocimiento abstracto podía pensar la ma­
terialidad de la experiencia) sino que
eran el síntoma mismo de la decadencia.
Por eso se propuso escribir una histo­
172
ria universal que no respondiera a los
preceptos fundamentales de la filosofía
occidental, siempre tan autorreferencial.
Quizás éste es el papel de la literatura
en la actualidad, y sobre todo de estas
ficciones políticas que, como El hombre
en su castillo, se acercan de tal modo a
la realidad que, aunque no logran ex­
plicarla, la incomodan, le recuerdan que
es también parte de una ficción, en este
caso la ficción es Occidente: ofrecen algo
más que el llamado placer de la lectura.
En este sentido, Houellebecq no pare­
ce tan hedonista o tan incrédulo ante
el papel de la literatura en el mundo o,
al menos, así lo deja ver casi al princi­
pio de su novela: “Muchas cosas, de­
masiadas cosas quizás se han escrito
sobre literatura (y, como universitario
especializado en la cuestión me siento
más capacitado que otros para hablar
de ello). Sin embargo, la especificidad
de la literatura, ‘arte mayor’ de ese Oc­
cidente que está llegando a su fin ante
nuestros ojos, no es difícil de definir. Al
igual que la literatura, la música pue­
de determinar un cambio radical, una
conmoción emocional, una tristeza o un
éxtasis absolutos; al igual que la lite­
ratura, la pintura puede generar asom­
bro, una nueva mirada ante el mundo
Pero sólo la literatura puede proporcio­
nar esa sensación de contacto con otra
mente humana, con la integridad de esa
mente, con sus debilidades y sus gran­
dezas, sus limitaciones, sus miserias, sus
obsesiones, sus creencias: con todo cuanto
la emociona, interesa, excita o repugna.”
Nueva visita a López Velarde
A lejandro S ilva S olís
Fernando Fernández, Ni sombra de disturbio,
Auieo/Taller Ditoria, México, 2015, 192 p.
La más reciente recopilación de ensa­
yos de Fernando Fernández es un libro
jugoso, fruto infrecuente de un investi­
gador, escritor y editor diestro. Gracias
a esta combinación, la prosa de FF (co­
mo nombraré de aquí en adelante al
dos veces fricativo autor de Ni sombra
de disturbio) refresca al lector y lo in­
teresa en aspectos clave de la poesía
de Ramón López Velarde vistos desde
perspectivas novedosas.
¿Cuáles? La reevaluación de los pri­
meros poemas del vate de Zacatecas; el
rastreo de los datos del poeta asturiano
a quien López Velarde dedicó el poema
“Aguafuerte”; el seguimiento filológico
de las relaciones entre La Celestina y la
obra de nuestro bardo a propósito de la fra­
se “arpadas lenguas”, que se encuentra
en “Para el zenzontle impávido”; así
como la lectura, esclarecedora, de “El
sueño de los guantes negros”, y des­
lumbrada de “El candil”.
Fernando Fernández no sólo basa sus
argumentos en bibliografía secundaria,
que conoce y cita (Octavio Paz, Allen
Philips, Guillermo Sheridan, Marta Can­
field, Luis Mario Schneider, José Luis
Martínez…) sino que bebe de las fuen­
tes primarias. Las quiere probar por sí
mismo para decidir si lo que dicen de
ellas es verídico, porque FF nos da su
opinión y no la de otros. Además, FF
se apoya en especialistas cuando sabe
que sus conocimientos son insuficien­
tes para disipar sus dudas.
Antes de entrar en materia, debo men­
cionar que no soy experto en Ramón
López Velarde; y añadir que eso no me
impidió disfrutar la lectura de Ni som­
bra de disturbio, como había pensado
cuando vi el volumen en la librería del
Palacio de Bellas Artes. De inmediato
me llamó la atención porque los libros
de la editorial Auieo, y de la colección
Autoria, a la que pertenece el de FF,
me gustan por su diseño y cuidado edi­
toriales; pero decidí no comprarlo por­
que se dedicaba a estudiar la obra de
López Velarde, poeta cuya obra se me
ha revelado escurridiza, como un pez
que se escabulle de la mano. Así que
mantuve ese prejuicio hasta que obtu­
ve Ni sombra de disturbio para escribir
esta reseña. Entonces me di cuenta de
que había estado equivocado, ya que FF
se esfuerza porque el lector no especializa­
do se interese y comprenda lo que escribe.
Ahora sí, vayamos a la materia textual.
En el capítulo uno, FF enfrenta el di­
lema de los primeros poemas del zaca­
tecano –aquellos escritos entre 1905 y
1912–, el cual consiste en considerarlos
“insoportables”, en palabras de Octavio
Paz, o asignarles un valor literario similar
a los de La sangre devota. Y FF toma una
postura: “Desde mi punto de vista no
sólo hay continuidad entre las ‘prime­
ras poesías’ y los poemas de La sangre
173
devota sino que algunos de ellos podrían
intercambiarse sin mayor problema.”
Poeta y editor con experiencia, FF
revela diversas erratas relacionadas con
los primeros poemas de López Velarde.
Algunas jocosas, como aquella que (a
causa de un error en la transcripción
de la dedicatoria del poema “Tus ven­
tanas”) inventó un hermano, llamado
Antonio, al escritor y diplomático Ar­
temio de Valle-Arizpe, a quien el poe­
ma originalmente está dedicado. Esta
errata, nos informa FF, se originó en el
libro Ramón López Velarde. Álbum, de
Luis Mario Schneider y Elisa García
Barragán, y llegó hasta la edición de­
finitiva de las Obras de Ramón López
Velarde, elaborada por José Luis Mar­
tínez, “quien escribe cosas como que
‘Antonio de Valle-Arizpe, hermano de
Artemio, a quien el poema está dedica­
do…’ y ‘este lindísimo poema –opina
Antonio de Valle-Arizpe…’.”
O esta otra errata de transcripción,
la cual, nos dice FF, surgió al revisar la
fuente original de “Al volver”, pues FF
se percató de que había versos distintos
del original en todas las ediciones que se
han hecho de López Velarde: “Y es que
los dos primeros versos de la quinta es­
trofa, (…) y que en todas las ediciones
aparecen como: ‘Haces bien en reír de
mis locuelas / ilusiones, ¡ay Dios!, de ha­
certe mía’, en realidad dicen: ‘Haces
bien en reír de las locuelas / ilusiones
pretéritas de un día [cursivas mías para
resaltar las discrepancias]’.” Divergen­
cia de origen incierto y que hacen a FF
174
preguntarse, ¿cuántos de los poemas de
López Velarde, cuyos originales o manus­
critos se “encuentran en diarios o revistas
y que no están reproducidos editorialmen­
te” podrían tener este problema?
No me extiendo en las erratas que
señala FF para desprestigiar a alguna edi­
ción, pues sé que estos erráticos duen­
decillos siempre hallan maneras de regresar
a la patria del texto, sino porque ilus­
tran el enfoque material desde el que
FF escribe sobre un autor tan estudiado
como López Velarde, y porque realzan
la lectura cuidadosa que el poeta FF
hace de los primeros textos del vate
zacatecano. Por ejemplo, al analizar el
poema “Muerta”, FF escribe: “Pero la
repetición de la frase ‘corazón en fiesta’
hábilmente colocada aquí y allá como
una suerte de estribillo informal de apa­
rición irregular (…) da a ‘Muerta’ una
configuración rítmica que es en cierto
modo nueva en el conjunto de ‘primeras
poesías’ y nos deja prepara­dos para en­
trar a su primer libro en forma.”
Me he detenido en algunas de las
erratas que desentierra FF más de lo
que escribiré sobre los demás capítulos
porque, contagiado del espíritu detec­
tivesco de FF, intenté localizar erratas
en Ni sombra de disturbio y creí haber
hallado unas situadas en el índice y en
los títulos de cada capítulo debidas a la
falta de acentuación. Dos ejemplos: en
la página sin foliar del índice, el título
de esta sección es “indice”, así, sin tilde;
y, en la página 7, el título del inicio del
capítulo uno es: retrato del primer lo-
, pero su subtítulo es: pri“inepcias poéticas”: sí, “lopez”
sin acento pero “poéticas” con tilde. ¿Por
qué dejar en la misma página unas ver­
sales sin acento y otras con él? ¿Por qué
no acentuar los títulos de los capítulos
listados en el índice, ni estos mismos
títulos cuando aparecen en su página
respectiva dentro del texto?
Pregunto retóricamente lo anterior
porque supongo que es un criterio es­
tablecido por los editores: el de no acen­
tuar las versalitas, ya que está presente
en los otros libros de Auieo, Autoria, que
revisé. Criterio cuya finalidad puede
ser la de establecer la jerarquía entre el
título y los subtítulos de cada capítulo.
De este modo, el único descuido edi­
torial que hallé en Ni sombra de disturbio
es la errata de la página 95, que consis­
te en escribir el nombre del criado de Ca­
listo, en La Celestina, sin la “r” que lleva
entra la “p” y la “o”, así: “Semponio”; esto
nada más la segunda vez que aparece
en esa misma página, ya que en su pri­
mera escritura sí leemos “Sempronio”.
En el segundo capítulo, FF intenta res­
catar de un olvido, a su parecer injusto,
al poeta asturiano Alfonso Camín, ami­
go de López Velarde. Y lo logra, toda
vez que siembra en el lector el deseo de
conocer más sobre aquel pariente le­
jano del autor de La guerra de Galio.
Al menos eso ocurrió conmigo, pues en
los días que leía Ni sombra de disturbio
tuve la suerte de encontrarme, en una
librería de viejo cerca del metro Via­
ducto, un libro de Alfonso Camín: Los
pez velarde
meras
poemas del destierro y Nuevo romance­
ro asturiano, con el que pude corrobo­
ra las afirmaciones de FF sobre Camín:
“poeta indudable, autor de algunas me­
morables páginas con sabor de época y un
puñado de poemas que lo hacen ‘acreedor
al menos de una generosa nota a pie de
página en la historia de la literatura es­
pañola’.” FF retoma esta cita de Alfonso
Camín, un poeta modernista, de José
María Cacheo, autor de uno de los po­
cos trabajos que sobre el asturiano se
han publicado, texto donde se describe a
Camín como un modernista trasnochado.
Por cierto, FF nos comenta que Al­
fonso Camín fue víctima de otra errata, y
es que en Minutos velardianos, “la edi­
ción conmemorativa de los cien años
del nacimiento de López Velarde hecha
por la Universidad”, se afirma que su
retrato es el de José Vasconcelos.
En el tercer capítulo, FF relata que
en una librería de viejo encontró dos
ediciones de La Celestina que lo lleva­
ron a escribir sobre este libro y acerca
de puntos de encuentro entre López Ve­
larde y la obra de Fernando de Rojas,
textos que FF vincula por “la podero­
sísima fuerza de su lenguaje [y por su
gran] capacidad de conmover”. Virtu­
des que FF localiza en La Celestina y
que tal vez influyeron en los poemas de
López Velarde. Por ejemplo, la frase
“arpadas lenguas” de “Para el zenzon­
tle impávido”: “No cabe duda que el
prisionero / sabe cantar. Su lengua es
como aquellas otras / que el candor de
los clásicos llamó lenguas arpadas.” La
175
cual se inspira en ésta de La Celestina,
en la que Pármeno contesta a Sempro­
nio la razón por la que Celestina es tan
ruin, y dice que lo es a causa de la ne­
cesidad, el hambre y la pobreza: “Que
no hay mejor maestra en el mundo, no
ay mejor despertadora e aviuadora de
ingenios. ¿Quién mostró a las picaças
e papagayos ymitar nuestra propia ha­
bla con sus harpadas lenguas, nuestro
órgano e boz, sino ésta?”
Éste es el capítulo menos vinculado
con el poeta jerezano, pero no el menos
atractivo para alguien como yo que pre­
fiere, muy a su pesar, tener libros que
leerlos. Veamos el comienzo y el final
de este capítulo, originado por la lectu­
ra que FF hizo de dos ediciones de La
Celestina: “[Ediciones cuyos títulos el lec­
tor interesado deberá buscar en el libro
de FF] Estaban en perfecto silencio, a
unos metros una de la otra, juntas en
una librería de la calle Donceles, en el
corazón de la Ciudad de México, como
no estaban ni siquiera por separado en
ninguna de las demás (...) Dos auténticas
joyitas.” Y ahora, el cierre del capítulo:
“cada vez que volteo a mirarlas (...) jun­
tas como las tengo desde que las adqui­
rí, y las leí, y escribí sobre ellas, tengo
la impresión de que ambas ediciones
prosiguen su altercado complementa­
rio calladamente”.
He dicho que la lectura que FF hace
de “El sueño de los guantes negros”,
en el capítulo cuatro, es esclarecedo­
ra, añadiré que lo es porque no cierra
su sentido a una interpretación sino que
176
respeta la ambigüedad innata del poe­
ma. Este capítulo nos muestra la lectu­
ra de poeta que FF hace de los poemas
de López Velarde, razón por la cual FF
transcribe entero “El sueño de los guan­
tes negros” al principio del capítulo.
Para lograr una lectura más informa­
da de este poema, FF recurre a diversos
especialistas. De este modo, al revisar
el original de “El sueño de los guantes
negros” (escrito a lápiz y en una hoja
de Excélsior, conservado ahora en la
bi­blioteca de la Academia Mexicana de
la Lengua), fue con la maestra Marie
Vander Meerer, restauradora del Insti­
tuto Nacional de Antropología e Histo­
ria (inah), a quien FF pidió ayuda para
“hacer un diagnóstico del estado actual
del documento” y quien hizo revelacio­
nes inquietantes sobre el poema. De igual
modo, para tener una mirada más cer­
cana de la perspectiva católica de éste,
FF recibió ayuda del doctor Molina Ayala,
“Lector culto, conocedor de las Escritu­
ras, empapado de un espíritu religioso
como el que podría haber tenido Ramón”.
Los resultados a que llegó FF, con
y sin el apoyo de los especialistas (en­
tre los que se encuentra Juan Almela),
son tanto interesantes cuanto particu­
lares, razón por la cual no profundizaré
en ellos y sólo enumeraré el ámbito en
que se centraron los empeños de FF
por esclarecer “El sueño de los guan­
tes negros”: la inquietante consulta del
manuscrito del poema, acompañado de una
especialista; los procedimientos poéticos
que producen el ritmo del poema; la
forma en que “El sueño de los guantes
negros” puede verse como una síntesis
de la poesía de Velarde; el fetichismo
y la necrofilia en el verso que muchos
han considerado la clave del poema:
“¿Conservabas tu carne en cada hue­
so?”; el aspecto católico de ese texto;
la ilustración que Fermín Revueltas
hizo del poema; ¿quién es –o quiénes
son, si se trata de una fusión de dis­
tintas mujeres– la dama de los guantes
negros?; y la evaluación objetiva de los
añadidos con los que “un colaborador
anónimo” sustituyó los puntos suspensivos
de “El sueño de los guantes negros” en
la edición definitiva de las Obras de
López Velarde, elaborada por José Luis
Martínez en 1990.
La lectura que FF hace de “El can­
dil” es, más que deslumbrante, deslum­
brada, pues el objeto que lo originó, el
candil de cristales situado en la iglesia
de San Francisco, San Luis Potosí, le
sugirió estas líneas: “Cuando (…) levan­
té la vista hacia la bóveda, y mis ojos
(…) lo reconocieron inmediatamente.
Fue uno de esos momentos en los que
la realidad física de las cosas, una vez
que damos con ellas, con su elocuente
materialidad y la revelación toda de su
existencia comprobada, nos impide sa­
ber si estamos despertando de un sue­
ño o si acabamos de entrar en él.”
Por supuesto, no estoy de acuerdo
con todas las afirmaciones de FF. Como
la interpretación que hace de la frase
“más bien” en los versos iniciales del
primer cuarteto de “El sueño de los
guantes negros”: “Soné que la ciudad
estaba dentro / del más bien muerto de
los mares muertos.” Pues FF dice que
dicha locución “que utilizamos de ma­
nera coloquial para matizar una apre­
ciación que teníamos previamente, otorga
al escenario una ambigüedad de la que
va a contagiarse todo el poema (…) Pa­
rece indicar que la naturaleza de ese ‘mar
muerto’ no es segura”. No obstante, me
parece lo contrario. El sentido de más
bien es enfatizar el carácter muerto del
mar: no hay mar mejor muerto que ése.
Sí, sé que López Velarde no cometería
el error de ignorar que más bien puede
sustituirse por mejor, sin embargo pue­
de tomarse esa licencia poética para
resaltar lo muerto del mar. Y, por otro
lado, el significado que FF da a la locu­
ción más bien parece, más bien, situado
en el siglo xxi que en el xix. Claro que
puedo estar equivocado. Pero, incluso si
no lo estuviera, es un detalle que no le
resta méritos a Ni sombra de disturbio ni
disturba el gozo que provoca su lectura.
El infierno sobre la tierra
L eonarda R ivera
Joaquim Amat-Piniella, K.L. Reich, Libros
del Asteroide, España, 2014, 289 p.
El llamado cine del holocausto o de la
memoria nos ha acostumbrado que al
177
escuchar “campos de concentración” o
“genocidio nazi” pensemos en los mi­
llones de judíos que fueron victimados
por el régimen nazi. Pero no debemos
olvidar que en los campos de concen­
tración había personas de muchas na­
cionalidades, entre ellas españoles. Según
datos oficiales, fueron cerca de ocho
mil españoles los que ingresaron a los
campos de Mauthausen, situados en te­
rritorio austriaco. Sobrevivió menos de
la tercera parte.
La pregunta es: ¿y cómo llegaron esos
españoles a los campos de exterminio?
La vida del escritor Joaquim Amat-­
Piniella, autor de la novela testimonial
K. L. Reich, responde muy bien a esta
pregunta. Como muchos escritores republi­
canos, durante los años treinta, Amat-Pi­
niella participó en diversas actividades
culturales y políticas en favor de la
Segunda República Española. Tras su
caída tuvo que salir al exilio y huyó
hacia Francia, donde fue capturado e
internado en los campos de concentra­
ción. Muchos españoles republicanos
corrieron con la misma suerte: fueron
internados, primero como prisioneros de
guerra, mezclados con los franceses, lue­
go conducidos como apátridas indesea­
bles a los campos de exterminio.
Libros del Asteroide ha hecho una
excelente apuesta al reeditar este clá­
sico de la literatura concentracionaria.
K. L. Reich es una novela, no un libro de
memorias. En ella su autor transfiere
sus experiencias y sufrimientos a los
personajes que van desfilando por ese
178
infierno en la tierra. Francesc y Emili
son dos personajes inolvidables, dos ex
soldados republicanos que en el exilio
comienzan a trabajar para el ejército fran­
cés. Cuando éste se rinde ante la comi­
tiva nazi, son capturados y deportados
a los campos de Mauthausen junto con
otros exiliados españoles.
Emili, el joven protagonista de la his­
toria, es un dibujante que logra sobrevi­
vir haciendo estampas pornográficas para
el SS jefe del Kommando en turno. Sus
dotes artísticas le ayudan a sobrevivir
en los distintos Kommandos por los que
va pasando: “Cuando la existencia de
un dibujante fue conocida, Emili se
ahorró muchos días de trabajo a la in­
temperie. El comandante, por ejemplo,
un sargento de las SS algo maduro, le
encargó la reproducción de las fotogra­
fías de su mujer y de los siete hijos que
tenía, concediéndole permiso especial
para que se quedara en el campo hasta
terminar el trabajo.” Pero no todos los
españoles corrieron con la misma suer­
te, muchos vivieron el horror que repre­
sentaba Mauthausen, donde los pre­sos
morían por el agotamiento del trabajo
en cantera o en las ejecuciones, tortu­
ras, falsos suicidios, experimentos mé­
dicos mortales, etcétera.
Estructurado en dieciocho capítulos,
el libro es la crónica del horror coti­
diano de los campos de concentración.
En K.L. Reich, como en el infierno, el
tiempo parece estancado en su propia
eternidad y más que avanzar se estira
hasta casi reventar los propios límites
del campo. A veces las noticias llegan
(“los norteamericanos están cerca o el
ejército ruso avanza”), pero eso parece
afectar poco la vida de los internos.
En los campos de concentración tam­
bién había jerarquías. Había una dife­
rencia abismal entre los que tenían patatas
para la sopa del domingo y los que no;
entre los que tenían para fumarse un
cigarro, los que eran amigos del kapo,
etc. Entre las páginas de K. L. Reich po­
demos encontrar desde la historia de una
“casa de putas” hasta las historias de
los jóvenes españoles esforzándose para
salir con el Kommando de las novias,
mujeres que manejaban las máquinas
y que, en su mayoría, eran francesas
“voluntarias” y ucranianas, arrancadas
violentamente de sus países y someti­
das a la más vergonzosa esclavitud.
En su novela testimonial, Amat-Pi­
niella también nos deja ver la horren­
da red de corrupción en el interior de
Mauthausen, las distintas clases de re­
clusos, los accidentes y suicidios in­
ducidos: “los blockältester empezaban
por explorar qué enfermos llevaban pie­
zas de oro en la boca. Con mucho tacto
y siempre según de quien se tratase,
procuraban acelerar la decadencia y la
muerte de las víctimas escogidas. Un
enfermo con dientes de oro duraba muy
poco. En el crematorio se los arranca­
ban en un santiamén”. La organización
tenía un cerebro rector, en el que participa­
ban desde miembros de la SS hasta inter­
nos que se habían ganado cierta confianza.
Entre ellos aparecía el oficial con una
posición única para crear las más favo­
rables condiciones para el negocio. Él
era quien repartía a las víctimas entre
los Kommandos más duros y organiza­
ba, en algunos casos, los “accidentes
fortuitos”, enlazaba las fases de la ope­
ración y tenía la información precisa
ante la alarma.
Pero la novela testimonial de Amat-Pi­
niella no sólo muestra el horror de los
campos de concentración, sino también
la esperanza y la solidaridad que había
entre los presos españoles. Hay páginas
muy emotivas en las que Amat-Pinie­
lla logra trasladar la solidaridad entre
hombres nacidos en un mismo suelo, una
especie de hermandad dentro de la her­
mandad de los vencidos.
K. L. Reich fue escrita casi al mismo
tiempo que Si esto es un hombre, de Pri­
mo Levi, aunque se publicó hasta 1963,
y es menos conocida que la obra de Levi.
Pero las dos hablan del mismo infierno,
las dos forman parte de ese infierno que
se estableció en la tierra. De hecho, po­
dríamos decir que casi toda la literatura
testimonial sobre el holocausto reitera
una sentencia de Primo Levi: “El in­
fierno ha acontecido”, y cada una de las
obras son ventanas que nos permiten mi­
rar el horror escenificado en ese lugar
donde parecía que el tiempo, al igual
que en el infierno, se había detenido.
179
Viaje entre dos lenguas
R odolfo M ata
Luis Aguilar (selección y traducción), Qué será
de ti / Cómo vai você: Poesía joven de Brasil,
Vaso Roto Ediciones/Universidad Autónoma de
Nuevo León, Barcelona/Monterrey, 2015, 408 p.
Emprender la elaboración de una anto­
logía de cualquier índole es una tarea
complicada y espinosa. La necesidad de
criterios de selección y su articulación
oscilan entre la sobriedad de una in­
tención panorámica, el capricho de las
preferencias personales y los callejones
sin salida de empresas demasiado am­
plias. En el caso de ¿Qué será de ti?/
Como vai você? Poesía joven de Brasil,
selección y traducción del poeta regio­
montano Luis Aguilar, nos encontramos
con veintiséis poetas, nueve mujeres y
diecisiete hombres, nacidos en siete de
los veintiséis estados del territorio bra­
sileño (con excepción de una poeta que
nació en Suiza), estados que enumero de
acuerdo a su importancia dentro de la
antología: São Paulo, Río de Janeiro,
Minas Gerais, Río Grande do Sul, Mato
Grosso, Mato Grosso do Sul y Pernam­
buco. No hay duda de que los orígenes
definen parte de la vida de un artista,
pero esto cambia con la migración. En
tal caso, podemos decir que estos poe­
tas escriben desde tres estados del país
–São Paulo, Río de Janeiro y Minas Ge­
rais– y que radican en su mayoría en lo
que se conoce como eje Río-São Paulo,
180
es decir, las dos metrópolis donde se
concentran las principales actividades
culturales. Los afanes por descentrali­
zar la cultura del país tienden a com­
batir estos fenómenos, pero los avances
son lentos, como sucede aquí en México.
No obstante, la reducción que acabo
de realizar es engañosa, ya que los terri­
torios culturales son complejos y paradó­
jicos, y en las antologías el fantasma de
la representatividad suele comportarse
como un falso aguafiestas o un colado
incómodo. Luis conoce esta situación
perfectamente y prefiere no enfrascarse
en trazar un “mapa poético de Brasil”.
Por ello, en la brevísima “Nota intro­
ductoria” al volumen, se limita a expli­
car los tres ejes principales que lo han
auxiliado en su selección. Primero, to­
dos los poetas tenían menos de 40 años
antes del inicio del trabajo de recopi­
lación, que se infiere fue el 2010, ya que
el poeta de mayor edad nació en 1971 y el
más joven en 1986. Segundo, todos ha­
bían recibido para entonces al menos un
reconocimiento público y, tercero, todos
habían publicado al menos dos libros
en editoriales establecidas. Luis hace tres
precisiones más que me parecen im­
portantes: excluye a las voces que se
han manifestado preferentemente en la
llamada poesía performática, pues ubi­
ca a este género como más vinculado al
arte teatral; subraya su intención de ale­
jarse del canon histórico, al considerar
que el concretismo está agotado y seña­
lar que las preocupaciones acerca de las
evoluciones del modernismo están fuera
de su pauta; y apunta que incluye cinco
poemas de cada poeta para dar una idea
más clara de las voces elegidas.
Brasil tiene un territorio enorme, ocho
millones de kilómetros que equivalen
a cuatro veces la superficie de México.
Luis lo ha visitado alrededor de siete ve­
ces, a partir de 2001, y ha transitado por
sus diversas geografías. Sin embargo, su
viaje inicial fue literario y lingüístico.
Por allá de 1998, cuando era estudiante,
al percatarse de la ausencia de traduc­
ciones suficientes de la obra de Clarice
Lispector, ávido de más escritura de esta
notable narradora, con un diccionario
en mano se puso a trasladar algunos de
sus cuentos al español. Después de esta
arrebatada inmersión, vino una etapa de
formalización, con un curso de portugués
en Monterrey. Entonces, la pasión literaria
y la degustación lingüística se transforma­
ron en el rigor crítico-creativo que trae el
ejercicio de la traducción. Comparto
con Luis este amor por el portugués y me
viene ahora el recuerdo de mi iniciación
en esta lengua, cuando sentí el extraña­
miento de leer y tro­pezar con las con­
tracciones de preposición más artículo;
con la lluvia de los gerundios, tan con­
denados en español; con la proclividad
del portugués a enredarse en barrocas
oraciones compuestas; con los ãos y los
ões, los acentos circunflejos y los gra­
ves; con los tiempos verbales que no se
usan igual y guardan sus sutilezas, como
aquella del infinitivo personal, un infi­
nitivo que se conjuga; y con los falsos
amigos, palabras que son casi idénticas
y que significan cosas muy diferentes,
como el clásico esquisito vs exquisito.
Sé que Luis pasó por estos lugares y los
reconocerá con una sonrisa, pues la ex­
periencia del “diccionario en mano” es
un maravilloso portal de entrada y no hay
nada como esos primeros viajes, equívo­
cos y complicados, a través de la apa­
rente proximidad del portugués con el
español. Viajes poéticos, sin duda, que
contribuyen a fomentar la magia perso­
nal que uno encuentra en el idioma de
Camões, “última flor do Lácio inculta e
bela”, como dijo elogiosamente el poeta
parnasiano brasileño Olavo Bilac. Ahora
Luis se dedica a seleccionar y traducir
una antología del poeta paulista Roberto
Piva, fallecido hace un par de años, uno
de los pocos surrealistas brasileños de
corazón, traducción que le plantea di­
lemas y enigmas interesantes, que con
alegría ha compartido conmigo.
Antes de pasar a comentar detalles
de la selección, quiero detenerme en
algunas observaciones generales. ¿Qué
será de ti?/Como vai você? es un título
curioso pues, siendo una antología afor­
tunadamente bilingüe, plantea un falso
paralelismo. ¿Qué será de ti? pasaría al
portugués como O que será de você? Y,
en sentido contrario, la traducción al espa­
ñol de Como vai você? sería ¿Cómo estás? o
¿Cómo te va? Habría entonces que pregun­
tarnos qué esconde Luis tras este detalle.
Los traductores somos malas personas
porque la obsesión frecuentemente nos
persigue, a la vera del refrán: tradutto­
re/traditore. Por ello, obedeciendo el lla­
181
mado del vicio, revisé algunas de las
versiones de Luis y las encontré dife­
rentes, con un toque de personal auda­cia,
pero no erróneas. Si en algunas solucio­
nes discordo de él, en otras lo congra­
tulo por sus hallazgos. Entre traductores,
no nos leemos la mano. ¿Entonces qué
hay detrás del título? Las expresiones
juntas “¿Qué será de ti?” y “¿Cómo te
va?” plantean una añoranza seguida de
un saludo que parecen escritos en una
carta dirigida a alguien, que hace mu­
cho tiempo que no vemos. Es una carta
hipotética y, por ello, apunta hacia el futu­
ro. Toda antología es eso, aún más si se
trata de un conjunto de voces jóvenes
que se están abriendo camino hacia la pos­
teridad, si es que eso existe en nuestros
veloces días. Ése es el sentido que le
encontré al título en un principio y que
coincide con la intención manifestada por
Luis, en su “Nota introductoria”, cuando
anuncia con un espíritu profético no
infundado, que las voces aquí reunidas
“marcarán el devenir inmediato de la
poesía de Brasil”. No obstante, más tar­
de tropecé con otra explicación: la cé­
lebre canción de Roberto Carlos, “Como
vai você?”, lanzada en 1972, fue traducida
como “¿Qué será de ti?” para la interpre­
tación de Thalía, en 2009. La simplicidad
de esta referencia es aparente porque
lo que en realidad pone de relieve es la
libertad asumida en el proceso de tra­
ducción, actitud que, como señalé antes,
está presente en el trabajo de Luis.
Las selecciones de poemas vienen
apoyadas con notas biobibliográficas, re­
182
unidas al final del volumen, las cuales
dan cuenta de las trayectorias vitales
de cada poeta y de sus libros. Lamenté
no encontrar la referencia específica
de la proveniencia de cada poema para
tratar de entender si en esos cinco poe­
mas de cada poeta se pueden percibir
variaciones de estilo y transformacio­
nes personales. Conozco bien el pano­
rama poético tras la antología de Luis
porque elaboré con Regina Crespo otra
antología que atiende al periodo anterior.
Alguna poesía brasileña incluye poetas
nacidos entre 1935 y 1967 y producción
lanzada entre 1963 y 2007. Por ello cele­
bro ver en ¿Qué será de ti?/Como vai
você? voces que llamaban mi atención
desde entonces, pero que no pudimos
incluir por los criterios que elegimos,
voces como las de Eduardo Sterzi, An­
nita Costa Maluf, Paulo Ferraz, Pádua
Fernandes, Sergio Cohn, Marília Gar­
cia y Fabiano Calixto, entre otros.
Con la selección de Marília Garcia y
Annita Costa Maluf comprobé las vir­
tudes del verso largo, a veces versícu­
lo, y la dicción narrativa, que muestra
meandros muy interesantes en los que
se entretejen los eventos cotidianos con
los subterráneos afectos. “Plan b” de Ma­
rília y “Poemas” de Annita son exce­
lentes ejemplos. Pádua Fernandes figura
con esa mirada que apunta hacia la
crudeza de la vida urbana, con sus mo­
mentos de ferocidad impía y mezquina,
punto de vista que comparte en ciertos
momentos con Fabiano Calixto. Paulo
Ferraz y Tarso de Melo tocan otra lí­
nea muy presente en Brasil: la poesía que
disecciona la realidad hasta volverla ex­
traña y que pone en juego una carga de
ironía, echando mano a veces de meca­
nismos formales. El poema “Ready-ma­
de”, de Tarso de Melo, construido con
posibles encabezados de noticias sobre
la modelo Naomi Campbell, o “Alba”
de Paulo Ferraz, poema escrito desde
la observación posible entre el sueño
y la vigila, hilvanando esos dos mundos
con encabalgamientos hechos cortando
palabras, pueden ser buenos ejemplos.
Eduardo Sterzi también acude a este
extrañamiento entre el cuerpo y el es­
píritu con su magnífico poema “Prosa
de domingo”, al que añade la gracia del
dominio de la forma, es decir, la forma
armoniosamente trenzada a la sensación
intelectualizada pero sin hacerla perder
su frescura. Ubicaría también en esta
línea la poesía de Sergio Cohn, cuyo
poema “Aproximaciones, encantamien­
tos: la noche”, interroga a la noche, la
vuelve un higo o el envés de una flor,
y contiene unos versos que repito con
placer: “noche // no sustantivo / sino ver­
bo”. Pero los poetas que hasta ahora he
mencionado son sólo siete de los vein­
tiséis. Sigamos adelante.
Dos poetas incluidos que conozco
podrían inscribirse en una línea más, la
cual aspira a la proximidad con el lec­
tor y a cierta llaneza a veces engañosa.
Me refiero a Fabricio Carpinejar, cuya
“Décima elegía” forma parte del libro
Terceira sede, en que el autor simula ser
un viejo que contempla la vida con el
desapego propio de sus años. El otro
poeta es Fabricio Corsaletti quien, por
ejemplo, en “Poesía y realidad”, hace
la reseña cotidiana de la desaparición
de un abuelo, desde la proyección de
la voz a un ominoso futuro, con un hi­
potético alcoholismo que terminará en
la indigencia.
Debo a Luis el haberme llamado la
atención sobre Mariana Ianelli, poeta
cuyos libros había visto en las estante­
rías paulistas, pero que no me habían
convencido. Deberé revisar su produc­
ción con más cuidado pues en la se­
lección de Luis se muestra como una
voz sobria, económica y con sustratos
religiosos que sabe mantener un equi­
librio admirable en poemas como “Flor
de oficio”, que comienza: “Emboscada
en el silencio / Preparo una rosa inútil /
Con las horas que rescaté del desperdi­
cio” y termina “Un salmo guardado / En
el desierto esperó / Casi dos mil años /
Para recuperar su melodía / –¿Yo no te
esperaría?”
Márcio-André viene a romper un poco
las intenciones de Luis, pues las hue­
llas de la experimentación lingüística
del concretismo, con permutaciones y jue­
gos en la página, son evidentes. Renan
Nuernberger también continúa en otra
veta importante de la poesía brasileña,
que hace referencias constantes a la tra­
dición. Por ejemplo, el poema “Canción
del exilio” alude a un poema del poeta
romántico Gonçalves Dias, vuelto a visitar
paródicamente también, tanto por Oswald
de Andrade como por Murilo Mendes.
183
No me es posible comentar a los vein­
tiséis poetas y las vertientes poéticas
que veo que los atraviesan. Una última
observación me parece necesaria y se
refiere a las ausencias de Ricardo Do­
meneck y Angélica Freitas, dos poetas
que tienen una trayectoria destacada.
Sin embargo, aquí entra el bien pondera­
do refrán mexicano de “no están todos
los que son ni son todos los que están”.
Si en gustos se rompen géneros, en anto­
logías se rompen expectativas, reglas,
apuestas, suposiciones, cánones y demás
criaturas que se juzgan imperecederas,
universales, evidentes y otras ficciones
propias de este mundo frágil. Lo que no
podemos negar es que leer ¿Qué será
de ti?/Como vai você? es un viaje a dos
voces: portugués brasileño y español mexi­
cano, mediados por la poesía, lenguaje
universal.
El diálogo diacrónico
de los poemas
F elipe V ázquez
Luis Vicente de Aguinaga, El pez no teme
ahogarse. Lecturas de poesía mexicana
Arlequín, Guadalajara, 2014, 144 p.
Poesía y crítica fueron un binomio in­
disoluble en los poetas modernos. El
poeta no podía ser moderno si no era,
al mismo tiempo, crítico. En el ocaso
184
del discurso estético de la modernidad,
la poesía crítica y el poeta crítico han
estado en continua retirada, pero quizá
esos atributos de la modernidad litera­
ria perduren de manera definitiva en
la práctica poética, pues los poetas del
siglo xxi no pueden omitirlos a riesgo
de proponer una poesía sin capacidad
profética, es decir, una poesía sin ca­
pacidad para inscribirse en su tiempo,
sin fuerza para decir algo que sólo pue­
de decir el poema, sin la tensión nece­
saria para articular ese más allá verbal
que anida en todo poema verdadero; y
–por otra parte– a riesgo de proponer
una crítica incapaz de evaluar los atri­
butos de un poema e incapaz de seña­
lar dónde está la poesía.
Escribo este deslinde a propósito del
libro de crítica El pez no teme ahogarse.
Lecturas de poesía mexicana, de Luis Vi­
cente de Aguinaga, donde el autor ja­
lisciense aborda la poesía de Francisco
González León, Enrique González Mar­
tínez, Ramón López Velarde, Octavio Paz,
Juan José Arreola, Eduardo Lizalde, David
Huerta, Jorge Esquinca, Raúl Bañuelos,
Javier Sicilia, Luis Armenta Malpica,
Antonio López Mijares, Víctor Cabrera,
Rubén Gil, Claudia Santa Ana y Fernan­
do Carrera, así como algunas reflexiones
sobre generaciones literarias y ciertas
consideraciones sobre algunas antologías
de poesía (se asoma de paso a la intrinca­
da historia de la “guerra de las antologías”).
Más que un recorrido por estancias di­
versas de la poesía mexicana que abar­
ca alrededor de un siglo, el autor de El
agua circular, el fuego (1995) establece
un tejido sincrónico y diacrónico de re­
laciones entre la tradición lírica y las
obras, entre poetas que coinciden en
ciertos puntos aunque sean opuestos
en su visión del mundo o en la forma de
concebir la forma poética.
El lector de El pez no teme ahogarse
–y lo mismo puedo decir de Sabemos del
agua por la sed. Puntos de reunión en la
poesía latinoamericana y española, otro
libro suyo de crítica publicado también
en 2014– asiste a la tejedura de una red
donde los poemas, incluso distantes entre
sí por siglos, dialogan, se responden, se
contra-dicen o se carnavalizan: a veces
un poema es la respuesta de otro poe­
ma, a veces uno es pre-texto del otro, a
veces dialogan mediante la figura de un
palimpsesto, a veces son ecos que vienen
desde el fondo de un laberinto lírico que
abarca lenguas, épocas y concepciones
estéticas diversas, y a veces el diálogo
se abisma en la forma de la sátira o de la
ironía. Y aunque De Aguinaga no lo re­
fiere respecto de los poemas que anali­
za, podríamos agregar a sus reflexiones
intertextuales, parafraseando a Borges,
que hay poemas que inventan a sus poe­
mas predecesores, hay poemas que in­
ventan una tradición que nadie había
descubierto.
Además de este diálogo, el autor de
Adolescencia y otras cuentas pendientes
(2011) entreteje la crítica como punto de­
cisivo en la continuidad del diálogo lí­
rico: la reseña de un libro de poesía,
por ejemplo, puede dar pie –décadas
después, en otro país e incluso en otra
lengua– a la creación de un poema, a la
reformulación de un motivo, de un tópico.
Poesía y crítica establecen un espejeo
dialéctico, se retroalimentan.
Más allá del trabajo erudito de esta­
blecer un entramado de relaciones y de
que el levantamiento intertextual incluya
recursos como la cita explícita e implíci­
ta, la paráfrasis, la parodia, la imitación,
la alusión, el plagio, etc., el aporte cen­
tral de las reflexiones de El pez no teme
ahogarse y de Sabemos del agua por la
sed radica en el tejido fino, en la ob­
servación minuciosa para percibir un
diálogo, muy elusivo a veces, entre dos
poemas. Es necesario ser un lector sa­
gaz para descubrir una tradición (toda
tradición es un diálogo) en una serie
de poemas separados por épocas, por
idiomas o por ideologías. De Aguinaga
lee y escribe crítica desde una posición
privilegiada: es poeta, y todo poeta es
un lector de múltiples recursos y em­
plea múltiples recursos para transmitir
o sugerir, mediante el discurso crítico,
la emoción lírica, el lugar de la poesía.
Si agregamos que De Aguinaga con­
cibe la tradición como una posibilidad
de lectura y creación inéditas, pues no
concibe la historia de la poesía como un
mapa fijo, como un territorio de estratos
petrificados, sino como un espacio en
continua reconfiguración y resignifica­
ción; y en esta perspectiva, concibe el
poema –sea cual fuere la época cuyas
circunstancias lo hicieran emerger en
el tiempo– como un devenir: el poema
185
es siempre el advenimiento de otro poe­
ma. A veces da la idea extrema de que
un poema es creado por varios poetas a
lo largo de siglos o milenios: se necesi­
tan varias vidas para hacer un poema;
de esta manera, todo poema es un work
in progress: está siempre inacabado y
está siempre por ser completado.
¿Cómo lee un poeta a otro poeta? Y
aun: ¿cómo lee un poema a otro poema?
Y si suponemos la existencia de poe­
mas que son una suerte de rompecabe­
zas que requiere el concurso de varios
poetas para completarse, ¿cómo se va
configurando la galaxia de un poema
que ha requerido la imaginación de va­
rios autores? Éstas son las preguntas
centrales que De Aguinaga trata de res­
ponder en El pez no teme ahogarse y en
Sabemos del agua por la sed. Cualquier
crítico académico trataría de responder
esas preguntas a partir de las teorías
de la recepción (incluida la teoría de
la ansiedad de las influencias de Ha­
rold Bloom) o a partir de terminologías
abstrusas. El autor de Fractura expues­
ta (2008) tiene la misma actitud que
Alfonso Reyes y Antonio Alatorre a la
hora de abordar un poema: comentar­
lo a partir de una lectura razonada, de
una erudición conversada, y no a partir
de esquemas áridos de interpretación.
Los tres comparten el tono de la con­
versación en sus estudios críticos, la
andadura lúdica del ensayo que no de­
sea agotar un tema sino descubrir un
horizonte de posibilidades lectoras. Con
Alatorre además comparte la disposi­
186
ción a la polémica, al debate sobre te­
mas contemporáneos, ya se trate de
la producción poética en el marco de la
“industria cultural”, de la guerra de las
antologías o sobre postulados equívo­
cos de la literatura actual.
Sobre este último punto cabe desta­
car el ensayo “Nota sobre la ‘prosa de
Guadalajara’”, perteneciente a El pez
no teme ahogarse, ejemplo magistral de
la argumentación rigurosa, prudente,
iró­nica y sin concesiones. El autor de
Reducido a polvo (2004) reflexiona sobre
un término de catalogación literaria
acuñado por el poeta Mario Bojórquez
y luego defendido por Alí Calderón: la
“prosa de Guadalajara”, tendencia lí­
rica de un grupo de poetas que, según
Bojórquez y Calderón, ha sido más no­
civa que benéfica para la tradición poé­
tica mexicana. De Aguinaga rastrea el
origen de ese término, evalúa su cali­
dad teórica, confronta esa teoría con la
escritura de los acusados de practicar
la “prosa de Guadalajara”, y sus con­
clusiones son devastadoras: “La ‘prosa
de Guadalajara’ es comparable a una
proyección psicológica. (...) Bojórquez
elabora un adversario hiperbólico para
concederse la ocasión de combatirlo:
a grandes molinos de viento, grandes
quijotes.” Y párrafos adelante conclu­
ye: “lo que hacen Bojórquez y Calderón
es identificar los rasgos de una posible
tendencia y exagerarlos para formar, a
su exacta medida, un monstruo que lue­
go tendrán la heroica puntería de liqui­
dar con sus propias manos”.
La erudición conversada, la lectura
de alta precisión, la agudeza para dilu­
cidar redes de sentido en las tradicio­
nes literarias, la visión personal y no
acartonada (académica) de la poesía,
la honradez crítica y la reflexión lúdi­
ca son los atributos de El pez no teme
ahogarse y de Sabemos del agua por la
sed, libros que me han dado, sobre todo
este último, una curiosa sensación de
felicidad literaria.
Desde el exilio
A lejandro B adillo
Francisco Laguna Correa (comp.), Casa
de locos. Narradores latinoamericanos que
estudian un doctorado en Estados Unidos,
Paroxismo, Estados Unidos, 2015, 294 p.
Parece un ejercicio frecuente la publica­
ción de antologías literarias, en particular
de poesía y de cuento. Una de las razo­
nes de este auge es que ambos géneros
son poco atendidos por las grandes edi­
toriales que están enfocadas en la nove­
la. De esta forma los apoyos –cada vez
más escasos– del gobierno, institucio­
nes culturales, además de uno que otro
proyecto independiente, tienden a apo­
yar estos esfuerzos no solamente con la
producción de libros sino promoviendo
concursos y premios. Uno de los aspec­
tos que me gustan de las antologías es
que permiten acercarse a una gran di­
versidad de autores cuya obra puede no
cumplir con los estándares de las gran­
des editoriales pero que cuenta con la
calidad suficiente para trascender en el
lector y, así, contribuir a la diversidad.
Reseñar una antología de cuentos,
en esta ocasión Casa de locos. Narra­
dores latinoamericanos que estudian un
doctorado en Estados Unidos, es partir
de varios puntos: el criterio de selec­
ción, la justificación del compilador y,
por supuesto, las virtudes y defectos de
los cuentos participantes. Desde hace
mucho tiempo la palabra “antología” lle­
va implícito el establecimiento de un
canon, es decir, fijar una postura, con­
formar un grupo literario o firmar una
propuesta que separa lo valioso de lo pres­
cindible. Con el paso de los años y la difi­
cultad de encontrar grupos de escritores
cohesionados en torno a un manifiesto
o estética, las antologías se han trans­
formado en reuniones de amigos que no
tienen intereses ni poéticas comunes.
El único criterio de encuentro, en el
mejor de los casos, es la cercanía ge­
neracional. Por estas razones muchas
antologías recientes han buscado con­
trarrestar esta dispersión seleccionan­
do los cuentos por temas o subgéneros:
cuentos de amor, policiales, de ciencia
ficción, terror y un largo etcétera.
Casa de locos es un libro que com­
parte algunos rasgos con esta tendencia.
Publicado en Estados Unidos por Edi­
torial Paroxismo, un proyecto indepen­
diente que busca dar espacio a autores
latinoamericanos que radican en ese país
187
y que escriben en español, el ejercicio se
acerca más a una experimentación que
a la dinámica tradicional de las antolo­
gías de cuento que se publican en lati­
noamérica. El compilador eligió como
tema la vida académica, en particular los
estudios de posgrado en humanidades en
Estados Unidos. Otra singularidad es que
los autores convocados son estudiantes
o graduados de doctorado en universi­
dades como Texas A&M, Pennsylvania,
Nueva York, Pittsburgh, entre otras. Es­
te criterio, que algunos desdeñarían, me
parece atractivo. A menudo se hace una
separación entre el mundo creativo y
el académico. Incluso, la misma críti­
ca literaria que se publica en revistas
culturales a menudo es vista como un
mero ejercicio de glosa, un comentario
que sólo pondera dejando de lado la
creatividad, la imaginación y demás valo­
res que se le atribuyen, per se, a la escritu­
ra creativa. Sin embargo, a pesar de esta
percepción, un simple vistazo a las bio­
grafías de muchos escritores del siglo
xx y contemporáneos nos indica que, a
la par de sus trabajos en la ficción, se
desempeñaron en la academia, ya sea
por necesidad o por vocación. Queda
pendiente el análisis, para los críticos
y la historia literaria, la relación entre
el trabajo académico y la escritura de
ficción. ¿Cómo se influyen? ¿Qué herra­
mientas comparten? ¿Un escritor que se
mueve con soltura en una tesis puede,
al mismo tiempo, enfrentar otro tipo de
escritura y generar un discurso atracti­
vo para un lector diferente?
188
Entrando en materia, Casa de locos
es un libro de cuentos disparejo en ca­
lidad y maneras de abordar la temática
que propone el editor: escribir acerca de
la vida de un estudiante de doctorado
en el área de humanidades en Estados
Unidos. Esta característica me parece
valiosa porque, en primer lugar, se aleja
de los temas tradicionales en las com­
pilaciones temáticas y, además, refleja
una gran diversidad de opiniones y
puntos de vista de los autores sobre
su contexto universitario. En este li­
bro hay cuentos de corte confesional,
anécdotas íntimas sobre la vida de un
estudiante de doctorado y, en el otro
extremo, historias que tienen su ancla
en un territorio imaginativo que toma
la vida académica como mero pretexto
para elaborar un discurso con intereses
más amplios. De los trece cuentos que
integran el libro selecciono unos cuan­
tos que, creo, pueden ser ilustrativos
para el lector y que trazan un arco que
va de textos rudimentarios, sin mucha
malicia en su estructura y apuesta, has­
ta cuentos que cumplen bastante bien
con lo que puede exigir un lector ave­
zado. “Taller literario”, de Jorge A. Tapia
Ortiz, es uno de los textos más pobres
de Casa de locos y su título. De hecho,
parece una confesión anticipada que
esboza apenas referencias que podrían
ser el germen de un ejercicio más de­
sarrollado si se aplicaran las lecciones
aprendidas en un taller de escritura.
Escrito en primera persona, “Taller li­
terario” no crea una historia sino que
acumula una serie de reflexiones sobre
la decisión de estudiar un posgrado: los
retos escolares y la patria que se deja
atrás cuando se viaja al extranjero, en­
tre otras inquietudes. Estos elementos
no se concretan en hechos narrativos,
pues el autor confía en que éstos sean
interesantes por sí mismos y por eso sólo
los nombra. “Llamada”, de Pedro Pablo
Salas Camus, es un texto de factura si­
milar. Aquí, el autor también emprende
una recolección de pensamientos sobre
las ventajas y desventajas de estudiar
un doctorado en Estados Unidos. No hay
una idea narrativa, descripciones ni histo­
ria a seguir. Algo que exhibe la falta de
oficio en estos dos autores es la inge­
nuidad con la que abordan sus trabajos.
Parece que para ellos resulta suficiente
nombrar experiencias sin rodearlas de
una atmósfera, diálogos, planos narra­
tivos, secuencias, entre muchos otros
elementos.
Hay otro grupo de cuentos que rom­
pe la estructura clásica del género. El
menos logrado de ellos, aunque intere­
sante en la propuesta, es “God fearing
country”, de Betina González, que en
la portada del libro se anuncia como
un “epílogo” aunque sea, en realidad,
un texto más que cierra la compilación.
Este cuento, que tiene mucho de cróni­
ca o artículo de revista, es una pequeña
radiografía de la cultura norteamerica­
na. Desde la voz del extranjero que
ya se ha aclimatado a su nuevo hogar
aunque sin perder una dosis saludable
de extrañeza, se describen las ambigüe­
dades del american dream para, inme­
diatamente después, ofrecer una serie
de noticias excéntricas ocurridas en
diversas partes de Estados Unidos: un
gato que predice quién va a morir en
un asilo de ancianos; una mujer de 92 años
que dispara a la casa de su vecino porque
le negó un beso. El texto funcionaría
mejor si la parte ensayística fuera más
extensa o se justificaran de mejor manera
los hechos raros que enlista. Otro cuento
experimental es “Guisantes y gasolina”,
de Dayana Fraile: para mi gusto, el me­
jor de la selección. Sin recurrir a una
historia lineal sino ofreciendo trazos e
instantáneas de sus vidas, la autora plantea
la relación entre dos mujeres. Usando el
devaneo y el recuerdo, se eslabona un
discurso ágil e imaginativo que crea una
atmósfera seductora.
Otro cuento detacado es “Pensando
en Prado”, de Ulises Gonzales. Quizás,
de todo el conjunto, es el más tradicio­
nal en cuanto a lenguaje y estructura.
Con una prosa directa, se cuenta la his­
toria de un estudiante peruano que, des­
pués de trabajar como asesor de Prado,
un personaje influyente en Lima, viaja
a Estados Unidos. Mediante los recuer­
dos del estudiante, nos enteramos de
su malograda relación con una joven
cuando aún vivía en Perú y el descu­
brimiento final que revela una faceta
distinta de su tutor. Con el mismo ta­
lante se desarrollan las historias “La
ola”, de Liliana Colanzi, y “Flores en
las ventanas”, de Joseph Avski. Ambos
cuentos, desde distintas facetas del rea­
189
lismo, tocan esperanzas, sinsabores y
fracasos relacionados con la vida aca­
démica.
Más allá de las virtudes y yerros de
la selección, me parece que Casa de
locos es un primer intento valioso por
reunir la narrativa en español que se
escribe en Estados Unidos. Como co­
menté al comienzo de esta nota, desde
hace tiempo hay una migración cons­
tante de escritores latinoamericanos a
ese país, ya sea para estudiar o para im­
partir cátedra o conferencias. Sin embar­
go, el contexto de su creación raras veces
parte desde el papel del migrante. Otro
factor digno de tomarse en cuenta es
que tales obras tienen muy poca reper­
cusión en el extranjero aunque sean
traducidas. El escritor latinoamericano,
para ser tomado en cuenta, necesita
asimilarse con su entorno, escribir en
inglés y buscar desde ahí a los editores
que lo “descubran”. A contracorriente
de este fenómeno, tenemos nuevas ge­
neraciones de escritores que, ya sean
recién llegados o miembros de familias
hispanas asentadas en Estados Unidos,
conservan el interés en el castellano no sólo
como lengua cotidiana sino como me­
dio de expresión artística. El segmento
académico que participa en Casa de lo­
cos es otro buen síntoma de la vitalidad
que posee su lengua materna en norte­
américa. Poco a poco, y no con pocas
dificultades, los lectores en español van
encontrando textos literarios que, además
de abordar la problemática de la mino­
ría latinoamericana, son una reflexión
190
necesaria sobre su papel en Estados
Unidos.
Delgada línea de frontera
J udith C astañeda S uarí
Gabriel Bernal Granados, Murallas,
conaculta, 2015, 88 p.
A lo largo de las poco más de ochenta
páginas que componen el libro de Ga­
briel Bernal Granados flotan con insis­
tencia varias preguntas: ¿quién narra?
¿Cuál es el hilo que une los seis relatos?
¿Se trata de cuentos, de una novela breve?
Me parece que a cada una de ellas
corresponde la misma respuesta: la so­
litaria palabra de tres sílabas que da
título a la obra, Murallas. Aunque no se
trata de esas enormes paredes cons­
truidas para defensa de un fuerte, de
una ciudad; más bien imagino dichos
muros como un conjunto de derrumbes,
como algo muy endeble que se presen­
ta frente a los posibles lectores para
colapsarse. Y creo que ésa es la inten­
ción del autor: a través de un puñado
de relatos que requieren de la comple­
ta atención de quien se asome a ellos y
de una relectura, a veces, mostrarnos que
las separaciones no existen, que muchas
ocasiones es imposible una clasificación.
El primer muro que Gabriel Bernal
se propone derribar es el de la voz na­
rrativa. Desde el comienzo hay un juego
entre una primera persona y una ter­
cera. De esta manera va armándose la
narración, completándose, como si de
un rompecabezas se tratara. Pero no se
quedan nada más en eso los cambios
de punto de vista; hacia el final esa voz
se posiciona a ambos lados de la fronte­
ra que es el papel. “Juan tiene el alma
de un pájaro que sobrevuela las cosas y
atraviesa las paredes con la agudeza de
sus ojos verdes. Centinelas permanen­
tes de todo lo que es. Y de todo lo que no.
Camino por las calles de sus dibujos como
si caminara por las calles de una ciudad
desconocida, orientado por los trazos.
Una rama excede el perímetro del papel
que la contiene y se rompe”, escribe
Gabriel Bernal Granados en “90”, el
texto que cierra su libro, haciéndonos
sospechar que las páginas anteriores
quizás hayan salido de la mano de ese
Juan, quien adopta la primera persona
en varios momentos y en otros se con­
vierte en Miguel o en G. (¿Gabriel?),
quien, libre del impedimento que sería
encontrarse al otro lado de una muralla
en pie, se permite la libertad de entrar
y salir de sus textos, de asomarse por
un segundo y hablarle al lector de ma­
nera directa, como ocurre en “P”, rela­
to de un viaje a Paracho en el cual G,
el recién llegado, y Luis, hermano de
Porfirio, amigo que le ofrecerá hospe­
daje a G, charlan sobre pintura. Por las
pinceladas iniciales con las que el au­
tor nos presenta a Luis –pelo negrísimo,
hirsuto, una boca parlante que saluda
con un gruñido al viajero proveniente
de la ciudad, que “debió decirle bato,
morro, o algo por el estilo”–, por el he­
cho de que este joven de quince años
no ha salido nunca de Paracho, parece
incoherente que después, en un viaje
al campo, a bordo de una carcacha azul
llamada Buñuelo, se exprese con pala­
bras como “¿Pero qué me dices de la es­
cena del sillón color cereza que aparece
en medio de la selva y que supuesta­
mente corresponde a Pierre Loti?” Al
lector le extraña, pero no sólo a él. Dos
muchachos doctos, conversando sobre
pintura y alucinaciones en medio del
campo, nos aclara más adelante el na­
rrador entre paréntesis; una frase con
tintes de burla, tal vez, un toque de hu­
mor. Pero ésta no es la única ocasión
en que el narrador se asoma a su pro­
pio texto: “cada quien con su guadaña,
los dos muchachos eran invisibles a la
distancia, vistos desde el cielo; pero a
medida que el objetivo de una cámara
–nuestra cámara– los busca y los enfo­
ca…”, escribe Bernal Granados dentro
del mismo viaje a Paracho, y con ese par de
sílabas, además, el autor está invitándo­
nos al texto, incluyéndonos no nada más
como uno de sus lectores, sino convirtién­
donos en algo parecido a un espía que,
al igual que él, sigue muy de cerca los
pasos de esos dos jóvenes en el campo.
Una segunda frontera que Gabriel
Bernal Granados rompe con este puñado
de textos es la de los géneros. ¿Qué es
Murallas? ¿Novela? ¿Una serie de cuen­
tos? Es un libro atípico; los relatos que
191
lo componen forman un todo, nos dice
la cuarta de forros. Relatos, cuentos. Sí,
pues hay unidad en cada uno de los textos.
Pero existe un nexo entre varios de ellos,
más allá de que el narrador sea el mis­
mo pero enmascarado o de la intención
de reducir las murallas a un montón de
escombros: los personajes. Varios apa­
recen en más de un relato, lo que po­
dría convertir los textos en capítulos de
una novela corta. Está Rodrigo, compa­
ñero de salón del narrador en primera
persona de “7:19”, el texto que abre el
volumen, aparece también en el segun­
do, “Ventana al mar”. En ambos casos
se trata de alguien mayor, que merece
la admiración de los otros pues tiene,
junto a Lisandro, Alina y Jimena, “dos
o tres años más que el resto del grupo y
eso, en la adolescencia, abre un abismo
de dimensiones radicales”. Esto porque
se trata de un personaje al que ya no le
interesa estar en el patio, como los de­
más, sino la literatura y el sexo opuesto:
en “7:19” escucha la adaptación al espa­
ñol de “Annabel Lee”, de Edgar Allan
Poe, en una grabadora, en torno a ella
como si fuera una fogata nocturna, y en
“Ventana al mar”, dentro de los recuer­
dos del narrador, lo vemos entre los que
juegan a la botella: “Rodrigo estaba ahí,
entre los miembros de la rueda. Le tocó
hacer girar la botella, que apuntó a Re­
neé, una muchacha de pecas y melena
ensortijada.”
La barrera entre ficción y no ficción
es otra barrera que se ve reducida a des­
pojos en las páginas de Murallas: entre
192
la narración hay reflexiones acerca de
la pintura o de los símbolos. En dichas
ocasiones, el libro necesita del lector no
sólo su atención, sino cierta base de re­
ferencias que le permitan comprender lo
que se despliega bajo su mirada o, en
su defecto, la curiosidad para acudir a
otras fuentes a fin de resolver las dudas
que surjan durante la lectura.
Un ejemplo de lo anterior se da en
la misma escena del juego de la bote­
lla. Rodrigo besa a Reneé, una Virgen
en palabras del narrador, quien ve la
boca de su compañero “abrirse y dejar
salir de en medio de sus mandíbulas
dentadas un dragón enorme y asquero­
so que penetró la boca de Reneé”. La
“Dama ultrajada por la monstruosidad
del dragón”, sus rodillas temblorosas y
el rubor que se extiende sobre sus me­
jillas, hacen que el testigo se imagine
con una lanza, embistiendo a Rodrigo y
así vengue el honor de la joven.
De san Jorge y el dragón, de la lanza
como un símbolo fálico –lo que quizá
podría hacer del narrador no alguien
que defiende sino una especie de rival
del dragón frente a la doncella–, las re­
flexiones de Gabriel Bernal Granados se
desplazan hacia la pintura. Van Gogh,
Rousseau, el Aduanero. Es en el caso
del segundo que algunos lectores nece­
sitamos acudir a una fuente de informa­
ción; enciclopedias de historia del arte,
imágenes en la red. Entonces se com­
pleta el paisaje que describe el autor
en el viaje de G a Paracho: “las hierbas
que crecían a la orilla del camino eran
más altas que los árboles, y el marco
exterior de las plantas estaba pintado
de un negro mate profundo, que las ha­
cía parecer de un plástico irreverente
y atigrado”. Entonces nosotros también
vemos la imagen que Gabriel Bernal
quiere entregarnos. Tal vez la exacta,
la de gruesas pinceladas de óleo vivísi­
mas, amararillísimas en contraste con
el ultramar del cielo, instantánea don­
de la mano firme y rápida del pintor
holandés predomina sobre la de Rous­
seau, donde también hay sitio para las
imágenes ocre de Van Gogh: “La es­
cena del desayuno en la cocina de la
familia Álvarez, en el poblado fantas­
magórico de Paracho, Michoacán, es
un cuadro pintado por Van Gogh. Si no
en términos de composición, sí en los
términos del modelado de las figuras.
Y el color. Son colores terrestres, que
apostillan las frentes y las manos de
los personajes como si fuesen tallas en
una madera muy noble, la madera del
campo en un tiempo remoto, olvidado,
necesariamente ficticio.”
Ficticio, necesariamente. No del todo;
en Murallas existen un par de eventos
que unen el libro con nuestra realidad:
el primero de ellos, al cual alude el tí­
tulo del texto inaugural, es el terremoto
del 19 de septiembre de 1985; 7:19 es la
hora en la que se registró el movimien­
to telúrico que los nacidos en la década
de los setenta recordamos todavía, jun­
to a aquella sensación distinta al mie­
do, pues algo semejante no habíamos
experimentado y en consecuencia no
había antecedentes sino un ahora don­
de correr por un pasillo, zigzagueando
sin tener esa intención, poseía ciertos
tintes divertidos. El segundo evento lo
constituyen las elecciones presidencia­
les de 1988 en México, cuando valiéndo­
se de un fraude, de la supuesta caída
del sistema, la dictadura priista se pro­
longó un sexenio más y, con ella, la si­
tuación que define a la sociedad hasta
nuestros días: “las cosas nunca cambian;
el poder nunca cambia de manos, los más
ricos se hacen más ricos y los más pobres
siguen siendo progresivamente pobres”.
Entremezcladas con este oleaje de
referencias y voces que nos hablan des­
de una primera persona, desde una terce­
ra, se encuentra una serie de fotografías
que asombran y se saborean, tan envol­
ventes que podrían llegar a nublar lo que
está narrándose, como la piel de na­
ranja que es el asfalto granuloso don­
de el sol de la tarde va a fundirse o un
par de montañas cercanas, inminentes,
iguales a energúmenos que vigilaran la
actividad de una hilera de hormigas. Y,
por debajo de todo, se mueven eventos
sencillos: una caída en bicicleta, por
ejemplo; un corte de cabello, un alum­
no enamorado de su maestra o asombra­
do por lo interesantes que parecen los
muchachos mayores. Diminuto, podría
decirse de cada uno de estos aconte­
cimientos, pero con la densidad sufi­
ciente para contener el material del
que abrevan la reflexión y la literatura.
193
194
195
196