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I
UN PROCESO QUE HIZO DE LA VANGUARDIA
UN FENÓMENO COTIDIANO
Quizá sea la española la única vanguardia artística en el mundo que enseguida fue del dominio público. Dejando al margen la soviética, implantada como terapia regeneradora tras una sangrienta revolución, el resto
de las vanguardias artísticas europeas tuvo ecos populares minoritarios y
elitistas, como corresponde a los movimientos iniciáticos: apenas un eco
de periódico para el futurismo, un eco de café para el dadaísmo, un eco de
revista para De Stijl o un eco pedagógico para la Bauhaus. Así que, si las
vanguardias son ante todo rupturas, las más accesibles a las masas son
aquellas que acompañan a las rupturas sociales, es decir, las que caminan
sencillamente con su tiempo.
A Joan Brossa, a quien la palabra vanguardia no le gustaba porque tenía
para él un significado militar, le colgaron el sambenito de vanguardista
durante cincuenta largos años. Él decía que “se limitaba a ser un hombre
de su tiempo”, empresa ciertamente difícil, ayer y hoy. De modo semejante, el diseño gráfico español de los años treinta se limitó a acompañar la
formidable ruptura social que se produjo en España y, con su impertinente experimentalismo, fue a un tiempo vanguardista y popular, desempeñando una función estética tan benéfica como insólita. Como un milagro, la vanguardia se hizo popular, porque ambos conceptos son
antagónicos por naturaleza.
En todo caso, aquellas imágenes rupturistas ilustran a la perfección lo
que Ortega y Gasset llamó “un proyecto colectivo sugestivo”. La energía
positiva que emanó de la sociedad española fue de tal intensidad que el
diseño llamado de vanguardia brotó con fluidez de fuentes muchas veces
anónimas y de jóvenes nada diestros en la profesión. Como dice Gilles
Lipotevsky a propósito de la publicidad: “Son los estilos de vida y los
valores que adopta la sociedad civil aquello que transforma la comunicación publicitaria. La publicidad acompaña el cambio social, pero no lo
determina”. De modo que cuando el cambio social es tan potente, la comu15
nicación se transforma para ponerse a su altura. Fue como un milagro
sociológico que podemos comprender medianamente bien los ciudadanos
que vivimos la transición española de la dictadura a la democracia, así
como los barceloneses y sevillanos que en 1992 experimentamos las respectivas euforias colectivas generadas por los Juegos Olímpicos y la Expo,
con sus cien mil voluntarios, los mismos que propuso durante
la guerra civil una célebre campaña de carteles para llevar más combatientes al frente.
Pero, muy por encima de juegos olímpicos y exposiciones universales, la
etapa republicana española, inteligente y brillante, fue “el triunfo de la
voluntad de todo un pueblo unido por una misma intención; y se comprende que quien lo viviera se adhiriese y lo encontrase brillante”.*
Seguramente se adhería y lo encontraba brillante por pura empatía, porque si atendemos exclusivamente al diseño gráfico y consideramos a sus
representantes uno a uno, veremos que no hay nada que permita pensar
en un grupo coherente, una tendencia o un colectivo que compartiese una
inquietud programática y experimental común, como ha sido norma en la
formación de las vanguardias artísticas del siglo XX.
Por ejemplo, la proclamación de la República pilló al valenciano José
Renau con veinticuatro años y una victoria esperanzadora en su primera
participación en un concurso de carteles convocado por el Instituto
Nacional del Vino. Fue un diseñador superdotado (de joven, se autocalificaba “pistolero del aerógrafo” por su extraordinaria habilidad con un instrumento del que su hermano escribió un tratado, y más tarde llegó a “rey
del fotomontaje” gracias, según decía, a guardar desde los siete años recortes de revistas extranjeras con fotografías que años después comparaba
entre sí encontrando nuevas asociaciones entre ellas) y un joven comprometido con esa década prodigiosa de los años treinta españoles, sirviendo
sucesivamente al gobierno desde cargos de altísima responsabilidad en las
direcciones generales de Bellas Artes, Patrimonio Artístico Nacional y
Propaganda Gráfica del Comisariado General del Estado Mayor, respectivamente.
El barcelonés Josep Sala tuvo un talento descomunal para el diseño gráfico y la fotografía publicitaria y editorial y, no obstante, lo mantuvo
escondido hasta 1928 en el cuerpo de un joven de veintinueve años que
* Gabriel Jackson, La República española y la Guerra Civil.
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hacía de profesor de baile y pintaba toreros y manolas. Sólo unos pocos
clientes apreciaron su talento, entre ellos el joyero Roca (aficionado al arte
moderno y cuya tienda más emblemática proyectó en 1933 Josep Lluís
Sert, el arquitecto racionalista que en el exilio fue decano de Harvard) y
la revista D’Ací i d’Allà, un magazine un tanto cursi que, de repente, en la
primavera de 1932, apareció con un aspecto de una formidable modernidad gráfica, obra de Sala. También el Comisariado de Propaganda de la
Generalitat de Catalunya solicitó, durante la guerra civil, sus originales
servicios para la revista Nova Ibèria.
El tarraconense Pere Català Pic salió de su Valls natal para completar su
formación de fotógrafo en Barcelona a los treinta y dos años, en cuanto se
proclamó la República. A pesar de vivir en una ciudad agraria, era vecino
del músico Robert Gerhard, que en ocasiones había llevado allí a sus amigos, entre ellos Arnold Schönberg. Fue el primer fotógrafo publicitario de
España, escribió excelentes artículos en revistas especializadas, dirigió en
tiempos de guerra las modernas publicaciones del Comisariado de
Propaganda de la Generalitat de Cataluña y sostenía provocativamente
—como el Dalí de aquellos años— que “era en la comunicación publicitaria
y en la documentación científica donde se podían contemplar obras fotográficas de verdadero espíritu y pureza”.
El gallego-argentino Luis Seoane tenía veintiún años, y aunque fue un
notable pintor, aquí le citamos por su dedicación al diseño editorial y al
cartelismo, anteriores ambos a su periplo americano. Su salida de La
Coruña hacia Buenos Aires, huyendo de la guerra civil y la persecución,
retrasaron la explosión de modernidad que llevaba dentro y que estalló en
el cartel de Cinzano de 1956, en su delicada y coherente contribución a la
renovación del diseño editorial y, sobre todo, en su interesante personalidad artística.
El algecireño Ramón Puyol tenía veinticuatro años. Fue pintor y diseñador, y a mediados de los años veinte se estableció en Madrid, donde diseñó modernísimas cubiertas de libro para las editoriales progresistas del
momento: Cenit, Historia Nueva, Ulises y Zeus. Durante la guerra civil
diseñó carteles e ilustraciones antes de ser encarcelado y condenado a
muerte, aunque por fortuna la ejecución nunca llegó a consumarse.
El jienense Antonio de Lara Tono tenía treinta y cinco años. Humorista y
dibujante, en los años de la vitalidad republicana fue diseñador de cubiertas de libro y más tarde, en los años de la guerra, director artístico de publicaciones como La Ametralladora y Vértice, la revista de lujo de la Falange,
para la que hizo sorprendentes compaginaciones, aunque su máxima popu17
laridad coincidió con la etapa posterior, como director de la popular revista humorística La Codorniz.
La proclamación de la República sorprendió al leridano Enric CrousVidal con veintiocho años y haciendo caligrafía. Entre 1933 y 1934 dirigió la revista de arte iconoclasta Art, para la que diseñó una cabecera
espectacular (fig. 1) y unos anuncios personalísimos para Codorníu y Anís
Infernal, entre otros. Se exilió a Francia para siempre, y en París dirigió un
movimiento tipográfico que llamó “grafía latina”, creando una serie de
tipos de gran éxito comercial a pesar de su impenitente experimentalismo
—más propio de un pintor de letras que de un diseñador de tipos— y de la
curiosísima visión que de sí mismo tenía: “Soy un anarquista conservador,
un cristiano anticlerical y un pacifista militar de oficio”.
Al barcelonés Antoni Clavé le halló con dieciocho años cumplidos, cuando ya llevaba cinco trabajando en un taller de pintura decorativa para
mantener a su madre, anciana y viuda. A los veintiún años pintaba cinco
o seis carteles a la semana de 1 x 2 m, y en 1933 el patrón le recomendó
a un arquitecto racionalista, Sixto Yllescas (miembro de los grupos de vanguardia G.A.T.C.P.A.C. y ADLAN y amigo de Sert), que se ocupaba de la
dirección artística de algunos cines barceloneses de la plaza de Cataluña,
el paseo de Gracia y la rambla de Cataluña. En tres años hizo un catálogo espectacular de carteles originales pintados a mano, condenados a desaparecer puesto que sólo se usaban para decorar las fachadas de las salas
mientras duraban las proyecciones y no para ser impresos. Su exilio a
Francia le brindó la oportunidad de la tan ansiada práctica artística, en la
que ha destacado a nivel internacional.
El también barcelonés Salvador Ortiga tenía veintiún años y poseía uno
de los mayores talentos en ciernes para el diseño gráfico español, pero
murió antes de cumplir los treinta en un maldito campo de concentración
perdido en La Guardia (Pontevedra). Partiendo del cubismo y el collage,
lograba unas composiciones muy originales para el tipo de audiencia que
menudeaba, con un 50% de analfabetos en su variopinta composición.
El barcelonés Ricard Giralt Miracle rozaba los veintiún años y antes de
la guerra civil era uno más en el estudio de dibujantes de la industria gráfica Seix y Barral Hnos., a pesar de los magistrales diseños que hacía. Pero
fue después de la guerra cuando “explotó” con una personalidad propia
“que pisaba textos con grabados y grabados con grabados; mezclaba collages insólitos, como hacía Max Ernst; combinaba tipografías disonantes,
como hicieron las parole in libertà de Marinetti; mezclaba cromos con mariposas y señoras con miriñaque y árboles de grabado setecentista con
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máquinas ochocentistas y dibujos de naturalista. Todo estaba fuera de
lugar, de color, de función y de medida, y todo aparecía rubricado por la
brutalidad de unas líneas furiosas, rápidas, desgarradas, con raspaduras y
barbas; unas espirales torcidas, unas estrellas asimétricas, unos campos de
color como cortados por un cuchillo y unas superficies manchadas y salpicadas”, según la inspirada descripción del crítico Cirici Pellicer.
El barcelonés Joan Miró, en fin, contaba ya treinta y ocho años. Pintaba
con un estilo surrealista muy personal, y con cierta frecuencia rotulaba
letras en sus cuadros. En 1929 se inspiró en un anuncio de publicidad para
su cuadro La reina Luisa de Prusia y a veces proyectaba sus cuadros sobre la
textura tipográfica del papel de periódico. Los grafismos del particular
universo mironiano culminaron en 1940 con la serie “Constelaciones”,
hecha en un estado de pesimismo motivado por la invasión nazi de
Francia. Pero, tres años atrás, en París, pintó con técnicas de diseñador el
pochoir o viñeta con el genial miliciano que clamaba “Ayuda para la España
republicana”.
El también barcelonés Santiago Marco era un hombre maduro cuando se
proclamó la República: tenía cuarenta y seis años. Decorador formado en
“La Lonja” (Escuela de Artes y Oficios), fue presidente del FAD durante
veintisiete años, trabajando para la clientela más selecta de Barcelona. Una
de sus obras, el Publi Cinema, inaugurado en 1932, fue de una modernidad remarcable y junto a los plafones decorativos bien pudo haber diseñado también el sugestivo símbolo y el logotipo que presidían la entrada
del local, a modo de arco de triunfo.
El belga Esteban Trochut Bachmann rondaba ya los cincuenta y regentaba una industria gráfica en Barcelona que recibía encargos de Francia y
Bélgica. Era un impresor creativo y la novedad de las figuras geométricas
de los años veinte significó para él un campo de pruebas donde experimentó una obra teórico-práctica divulgada, en primer lugar, mediante la
edición de catálogos de modelos tipográficos compuestos con formas geométricas circulares, cuadradas, rectangulares y triangulares que llamó
Adam (Archivo Documentario de Arte Moderno) y en segundo lugar, en la semilla que germinó en su hijo Joan.
El barcelonés Joan Trochut Blanchard era un jovencito de diecisiete años
cuando empezó la guerra civil. Algunos años después, en 1942, logró convencer a la Fundición José Iranzo para producir el Super Tipo Veloz, un
conjunto esencial de catorce formas tipográficas con las cuales se componían alfabetos —hasta cincuenta tipos distintos—, viñetas y dibujos. La
depauperada industria gráfica de la posguerra agradeció la ayuda y asu19
mió con la mayor naturalidad un experimento vanguardista, y al mismo
tiempo funcional, que cayó como agua de mayo en los talleres tipográficos
más modestos de la geografía española, contribuyendo en gran medida a
hacer cotidiana la vanguardia. Los tipos Bisonte y Juventud (Muriel en
Francia) le acreditan también como el mejor diseñador de tipos de “grafía
latina” del país. Paradójicamente, lo que el español Crous-Vidal hacía en
Francia el francés Trochut lo hacía en España.
De esta relación informal se omiten deliberadamente ilustradores y cartelistas que ya habían destacado —y mucho en algunos casos— en los años
precedentes: Penagos, Bartolozzi, Ribas, Segrelles, Galí, Obiols, Morell, etc.
Por otra parte, quedan casos marginales, como Enric Moneny y Evarist
Mora (con veintiocho y veintisiete años, respectivamente), que aunque
explotaron profesionalmente en los treinta no modificaron sustancialmente
su filiación novecentista como para considerarlos vanguardistas de nueva
planta (ver la lámina que ilustra el mes de noviembre de 1932). Fue, en
cualquier caso, un mosaico de personalidades diversas, entrecruzadas e
incompatibles —la mayoría sin cuajar— que se formaron espontáneamente
atendiendo la llamada de la inteligencia y la modernidad, reproduciendo en
los sectores más juveniles del gremio de la comunicación gráfica las sensaciones que el hispanista Gabriel Jackson detectó en el grueso de aquella
sociedad idealista: “La Segunda República se vivió desde el principio con
una mezcla de euforia, incredulidad y ansiedad”.*
Asimismo, hay que tener en cuenta la aportación de los diseñadores
extranjeros, en algunos casos decisiva. El polaco Mauricio Amster se estableció en Madrid en 1929, a los veintidós años, huyendo de la amenaza
nazi en compañía de su amigo Rawicz. Había estudiado composición tipográfica en Berlín con un condiscípulo madrileño hijo de un impresor que
le animó a ir a Madrid, y enseguida trabajó para diversas editoriales, en
especial para Fénix. El mismísimo Federico García Lorca le pidió que diagramara la primera edición de su Poema del cante jondo y también diseñó las
revistas Cruz y Raya, Diablo Mundo, Catolicismo y Revista de Occidente. Durante
la guerra civil trabajó para los ministerios de Instrucción Pública y
Propaganda.
Por su parte, su compatriota y amigo Mariano Rawicz se estableció en
Madrid a los veintitrés años, y como los pícaros personajes cervantinos de
* Gabriel Jackson, op. cit.
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Rinconete y Cortadillo, “presintió que tendría un buen campo de acción en
España” al advertir “el atraso de veinte años de la gráfica editorial” española desde su primer empleo en una imprenta madrileña para la que diseñaba propaganda comercial, sobre todo para Nitrato de Chile, el más fiel
cliente de la empresa.
Del checo Karel Cerny, el escritor Pere Calders nos cuenta que a principios de los años treinta partió de su país con un amigo para recorrer a pie
Europa. Pero el compañero se enamoró en Turquía de la hija de un carnicero y allí se quedó, mientras Cerny siguió solo y decidió establecerse en
Barcelona, trabajando de peón en la construcción del “metro”. Un día
pasó frente a un taller mecánico y decidió que podía hacer aquel trabajo y
le aceptaron. Casualmente, allí trabajaba el hijo del gran dibujante
Eduardo Jener, que hacía la publicidad de la perfumería Myrurgia, y un
día, en su estudio, decidió que lo suyo era el diseño. Jener le admitió de
aprendiz y al poco estableció su propio estudio al lado del maestro. Dada,
pues, su condición de mercenario, no es extraño que en sus primeros tiempos el superdotado Cerny plagiara ostensiblemente el cartel de Charles
Loupot para Fourrures Canton en el que diseñó para las peleterías
Tapbioles y Pirretas, ni que en los años que trabajó en la empresa de cartonajes Francisco Sans disputara encarnizadamente los encargos de
Molfort’s, de Mataró —uno de los principales clientes de la casa—, al célebre cartelista José Morell, arrebatándole algunos.
El suizo Frisco fue el compaginador de la revista D’Ací i d’Allà cuando la
dejó Josep Sala tras el primer número, y el eminente crítico de arte
Alexandre Cirici Pellicer decía de ella, sin pelos en la lengua, que “era la
revista mejor diseñada del mundo en su época”.
El alsaciano Franz Schuwer se estableció en Barcelona procedente del
prestigioso estudio parisino Draeger Fréres. En 1929 diseñó la cabecera
del periódico La Vanguardia y el insigne impresor Juan Seix dijo de él que
fue el primer compaginador que trabajó en Barcelona con el nuevo concepto de diseñador gráfico, inédito en aquel tiempo.
El alemán Will Faber se estableció en Barcelona en 1932 huyendo de la
amenaza nazi. El libro del té figura como pieza cumbre de su dedicación al
diseño de libros y trabajó para diversas editoriales, como Catalònia, Luis
de Caralt, Janés, Juventud, Noguer, Apolo y López Llausás.
Ciertamente, el catorce de abril de 1931 se inauguró en España una
etapa política inédita, apenas esbozada —si acaso— en los once meses de la
Primera República, de 1873 a 1874. En efecto, como es bien sabido, unas
elecciones municipales que se consideraban anodinas significaron a la vez
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el triunfo de la izquierda y la aparatosa caída de un sistema monárquico
secular. Y por primera vez en la historia de España un gobierno democrático republicano, con la relativa colaboración de socialistas y marxistas y
la aquiescencia de los anarcosindicalistas —representantes todos de un
vigoroso movimiento obrero—, tuvo la oportunidad de programar la
modernización definitiva de un país tan atrasado que, en un símil ferroviario claramente despectivo, llamaban “el farolillo rojo de Europa”.
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Figuras 1-2-3-4. Para muestra del interés y curiosidad que despertó el diseño gráfico entre los
jóvenes artistas, veamos algunas de sus colaboraciones: Enric Crous-Vidal, a la sazón artista iconoclasta, diseñó la cabecera de la revista Art; Ángel Ferrant quizá tuviera alguna intervención
en el diseño de la cubierta del libro La nueva España, tras obtener el tercer premio en el concurso de carteles del coñac Barbier (Luis Muntané ganó el segundo con su camarero descorchador y Alexandre Galí el primero); y Will Faber diseñó anuncios vanguardistas para la zapatería más popular de Barcelona, con algún eslogan ¿en esperanto?
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Figuras 5-6. En aquellos años, la resistencia a la innovación quedó reducida a cero. Desde la
fábrica de turrones y dulces Francisco García, de Jijona —en cuyo anuncio el frutero ochocentista
se encuentra sitiado por geometrías y tipografías estrictamente vanguardistas—, al de la lencería
Bonet, de Palma de Mallorca —donde la textura tradicional de los bordados a mano (en este caso,
y según el anuncio, “de fama mundial”) se inscribe en un territorio tipográfico igualmente vanguardista—, la mezcla estrepitosa de los conceptos tradición y modernidad, ingredientes básicos de
tantos productos estéticos, denota la elección de un pueblo ante el dilema de renovarse o morir.
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