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AngeloMontonati
EL EVANGELIO
DE LA SONRISA
Hna. Irene Stefani
Misionera de la Consolata
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Prólogo
“Se necesita fuego para ser apóstoles. Quién no
arde, no incendia". Es una de las expresiones
características del Beato José Allamano, fundador de los
misioneros y de las Misioneras de la Consolata. Es
también una de las más expresivas del ideal misionero a
ellos propuesto.
La Iglesia "es por naturaleza misionera. "Nace
como tal el día de Pentecostés. Asume un fuerte impulso
de expansión, especialmente con el apóstol Pablo, quien,
más que nadie, percibe la urgencia de llevar a cualquier
lugar del mundo el anuncio del evangelio, porque "Dios
quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento
perfecto de la verdad". Por eso no pone límites a su
pasión por el anuncio del evangelio, se hace todo a todos,
y busca todos los medios para que este llegue al mayor
número de personas. Lo considera un acto de culto, una
auténtica "liturgia", de la que se encargan,
particularmente quienes de un modo más explícito y
directo consagran toda su vida. Esta es la forma
prioritaria de la Misión.
Pero la Iglesia continúa interrogándose sobre su
naturaleza, sobre los métodos más apropiados, cuáles son
las características del misionero. Lo hace también hoy, y
en un modo aún más contundente, ante los nuevos
escenarios del mundo, en el encuentro de pueblos y
religiones, en la profunda reflexión sobre la Iglesia y su
misión en el mundo.
La urgencia de comunicar el evangelio se ha
extendido a Países tradicionalmente evangelizados, a
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situaciones, concepciones, hábitos de vida impermeables
a los ideales evangélicos. Incluso en países considerados
“tradicionalmente cristianos” es tiempo de misión, de
nueva evangelización, de audacia y ardor misioneros,
expresiones estas muy habituales, y repetidas en el
lenguaje eclesial. Para que esto suceda, los obispos de
estos países proponen la Misión como "paradigma",
punto de referencia y de propuesta. Exhortan a "abrir el
Libro de las misiones" para: poder inspirarse, conocer,
aprender, y acoger la acción del Espíritu siempre presente
y activo en el mundo.
Esto presupone encontrarnos con aquellos que
tienen la misión en el corazón, que hacen de ella la razón
de su vida, que asumen un compromiso permanente por
la promoción integral de la persona. Así ha vivido la
hermana Irene Stefani, una de las primeras Misioneras de
la Consolata. En la vigilia de su consagración para la
Misión la colmaba este deseo: "¡Oh Jesús! Si tuviera mil
vidas las gastaría por ti". Tuvo una sola, y más bien
breve, 39 años, pero ha sido toda entregada en el servicio
a los demás y en el anuncio del evangelio. La "pasión por
las almas "fue la gran preocupación de toda su vida,
revelada también en el delirio de la agonía.
Los testimonios más valiosos sobre ella surgieron
de labios de testigos oculares: africanos que la
conocieron desde los comienzos de la evangelización de
Kenia, donde
ella desarrolló su actividad y que
entendieron "que era el amor de Dios lo que la
impulsaba", lo que la hacía saltar como un resorte cuando
sabía que alguien la necesitaba, Comprendieron también
que no fue la peste contraída por socorrer a un
moribundo la causa de su muerte, sino el amor. Sus
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correrías subiendo y bajando por las colinas del Kikuyu,
se han vuelto proverbiales, dejando un recuerdo que el
pasar del tiempo no ha logrado borrar. "Secretaria de los
pobres", "ángel de caridad", "ángel de los pobres",
"mamá toda misericordia", "hermana que amaba a
todos", "ágil”... etc, etc: es una letanía que sintetiza el
vivo recuerdo que ha dejado, sus características, su
corazón. Y por encima de todo revela cuál es la primera y
verdadera motivación de la vocación misionera y de su
dinamismo: el "fuego" interior del amor a Dios, por el
cual se arde por el deseo de hacerlo conocer, y por los
hermanos más necesitados, a quienes -como repetía el
Beato Allamano- “se llega a amarlos más que a la propia
vida y a darlo todo por ellos”. Esto lo confirman los
testigos oculares: "Se veía que era el amor a Dios lo que
la empujaba. “Ella misma lo manifiesta en las
dificultades: "Si tuviese en cuenta a mi voluntad no lo
haría, pero por amor a Dios, sí."
El autor de esta nueva, ágil y atractiva biografía,
enmarcada en el ambiente eclesial de la Brescia del
ochocientos, donde nació la Beata, y el africano de
principios del novecientos, la capta desde una actitud
suya muy expresiva que caracteriza su personalidad, su
relación con los demás, su actividad: la sonrisa.
Ya desde el primer encuentro que tuvo con la
hermana. Irene, cuando esta llegó a la primera casa de las
Misioneras de la Consolata, la superiora se sintió atraída
por su "hermosa sonrisa", que "fue siempre inmutable."
De otros nace espontáneo el recuerdo de una persona
feliz “alegre y ágil."
Sonrisa que muestra la intensa alegría, que nunca
decreció, de dedicar toda su existencia a la Misión,
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convirtiéndose así en un impulso, en un compromiso
incansable, sin ahorrarse ningún tiempo para sí, de día y
de noche. Para ella, todo lo que se refiere a su persona
pasa a un segundo plano, para ser "toda de Dios" y de los
más necesitados.
Sonrisa que expresa “dulzura”, "mansedumbre", a
pesar de todo; actitud tan recomendada por su Padre
fundador que llegó a ser como una consigna dada a los
misioneros que partían; considerada indispensable para
quien debe relacionarse con los demás y llevarlos a
Cristo..
Sonrisa reveladora de un amor respetuoso y
compasivo, abierto y benévolo con todos, sin ningún
impedimento, capaz de vencer todos los obstáculos,
romper todas las barreras, aliviar la tristeza.
El evangelio comunicado con la sonrisa es el
medio más potente de comunicación y de conquista de
los corazones, es la "medicina" más eficaz que cualquier
fármaco, tiene algo de celestial. De ahí la admiración, el
asombro y la fuerza de atracción que esta pequeña, gran
misionera, todavía suscita, junto a la confianza en su
ayuda de "Nyaatha", "madre toda misericordia."
Gottardo Pasqualetti, IMC
Postulador
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Introducción
Revirtiendo los cánones tradicionales y por
extraño que parezca, he pensado, que esta historia, debe
empezar a contarse veintiséis años después de la muerte
de su protagonista. Esto me ha ayudado a entender al
personaje de quien se habla y a medir su grandeza
espiritual típica de los santos.
Me explico: en el año 1956, la hermana Juana
Paula Mina, misionera de la Consolata, fue encargada por
la Dirección General de su Instituto, de recopilar noticias
que, sumadas a un sustancioso dossier compilado desde
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el año 1930 por una de sus hermanas, habrían servido
para redactar una biografía de la hna. Irene Stefani, de
quien se hablaba en la congregación como de una
religiosa ejemplar.
Había muerto con sólo 39 años de edad, y durante
quince había desarrollado su misión en Kenia. ¿Por qué
entonces –además de escuchar a las hermanas que la
habían conocido– no escuchar también a los africanos,
entre los que ella había vivido y trabajado? Óptima idea:
después de todo, cualquier persona que quiera describir
fielmente a un personaje debe escuchar todas las
campanas. Así, la hermana Juana Paula en enero de 1956
realizó lo que ella llamaba una "Visita exploratoria" a
Gikondi, en busca de testimonios directos entre los
ancianos kikuyu. Puedo intuir que al partir, ella no se
haría ilusiones de que se encontraría con muchos de
ellos, sobre todo porque las Misioneras de la Consolata,
debido al proceso de africanización, en 1940 habían
dejado la misión de Gikondi.
Quien escribe sobre los santos,
ciertamente no tiene ambiciones literarias aunque su
primera preocupación sea la de ser leído. Le puedo
asegurar por lo tanto al lector, que aquí no hay nada de
ficción: todo es verdad, aunque a veces la narración
confine con lo extraordinario (algo normal, sin embargo,
para aquellos cristianos a quienes la Iglesia eleva al
honor de los altares).
Dicho esto, me pregunto: ¿qué cosa pueda añadir
de suyo un cronista sobre todo lo que ya se ha dicho
sobre esta misionera, especialmente desde que se ha
iniciado el proceso de canonización? Probablemente
poco; sin embargo, cuando se me ofreció la oportunidad
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de escribir una nueva biografía, acepté, estando
profundamente convencido de que en el mundo de hoy,
donde la gente parece interesarse primordialmente de
multimillonarios jugadores de fútbol o de estrellas de la
pantalla de televisión, sienta una gran nostalgia por
modelos alternativos. Desde hace varios años estoy
haciendo una experiencia directa al preparar para Radio
María, el primer domingo de cada mes, una columna
titulada Los siempre jóvenes, en esta, durante 75 minutos
se narran las historias de los santos, beatos y siervos de
Dios. Los otros 45 minutos de llamadas telefónicas del
público y, sobre todo, las cartas procedentes de toda Italia
y también del exterior (especialmente de Malta y la Suiza
italiana) me confirman que estas crónicas son gratísimas
a los oyentes, porque no sólo serenan los ánimos sino que
también tienen un importante valor cultural, ofreciendo
una imagen de la Iglesia y del Catolicismo para muchos
desconocida: la de miles y miles de vidas ofrecidas al
Señor en los distintos continentes en el servicio a los
pobres y a los marginados de todo tipo; un servicio
realizado con sacrificio, sin reservas, sin prejuicios de
raza o de religión, viendo en cada persona únicamente el
rostro de Cristo. Eso es exactamente lo que hizo la
hermana Irene con ese toque de perfección evangélica
que nosotros llamamos santidad, y que las mentes
simples y de aquellos africanos han descubierto al verla
actuar.
He aquí la mejor respuesta a esta malentendida
"globalización" en la que el beneficio es la guía y la
persona es sólo un instrumento.
Esta narración, finalmente quiere ser una
contribución a la difusión del conocimiento de la Beata,
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con la esperanza de que sean siempre más numerosas las
personas que recurran confiadamente a su intercesión:
creo que la hermana Irene no espere otra cosa,
acostumbrada como estaba a escuchar las peticiones de
sus asistidos, y también porque desde el cielo, donde se
encuentra, todo le es más fácil. Mientras tanto, nosotros
nos auguramos que pronto la Iglesia reconozca su
santidad.
ANGELO MONTONATI
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Capítulo I
«Ha muerto por el trabajo de
Dios»
A la muerte de la hermana Irene Stefani su
superiora de entonces, la hermana Ferdinanda Gatti,
recogió entre las hermanas, los Misioneros de la
Consolata, los parientes y amigos de la fallecida, noticias
y testimonios acerca de ella. En 1931 los habría
compilado en un opúsculo de uso interno para la
congregación - Las suaves memorias de la llorada
Hermana Irene - a este le siguió, en 1942 una
recopilación más amplia intitulada: Memorias
biográficas. Pero no pensó en ampliar su investigación a
la gente entre los cuales la hna. Stefani había trabajado;
contaba solo con el testimonio de un seminarista. No era
suficiente para elaborar verdaderamente una biografía.
Así que, la hermana Juana Paula Mina, a quien se le
confió la tarea de escribirla, decidió ir a Gikondi para ver
si alguien de allí recordase algo que pudiese serle útil.
Con ella estaban el padre Carlos Andrione y la hermana
Rosalía Carrera.
Era el mes de enero de 1956. Ya habían pasado 26
años desde la muerte de la hermana Irene. Además, en
1940 las Misioneras de la Consolata se fueron de
Gikondi, después de que Italia (el 10 de junio) había
declarado la guerra a Francia y a Gran Bretaña (Kenia era
una colonia británica: se habría independizado sólo en
1963).
Los tres se dieron cuenta de que aterrizaron en un
país muy diferente al que habían dejado las hermanas: en
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el lugar en el que antes había sólo un bosque virgen,
ahora existía una agricultura más racional; las chozas
redondas de las aldeas se estaban reemplazando
gradualmente por casas de ladrillo; en la misión de
Nuestra Señora de la Divina Providencia, ubicada en la
cima de la colina, una hermosa iglesia de piedra había
ocupado el lugar de aquella con techos de zinc. Además,
-un dato significativo y reconfortante- los 715 cristianos
de entonces se habían convertido en seis mil: la Acción
Católica bien estructurada y organizada, había
comenzado a dar vocaciones, mientras que en el territorio
de la parroquia, las escuelas de los misioneros eran
frecuentadas aproximadamente por tres mil estudiantes.
Había que buscar. Pero, ¿cómo? ¿Por dónde
empezar? No se necesitó mucho tiempo para pensar ya
que la empresa resultó ser mucho más simple de lo
esperado. Cerca de la iglesia de la misión, la hermana.
Juana Paula, detuvo a un hombre de unos sesenta años:
su nombre era Martín Wang'ondu y le preguntó si había
oído hablar de una cierta hermana Irene que había
trabajado en Gikondi treinta años antes. Los ojos del
anciano brillaron de alegría: él había conocido bien a esa
misionera, más aún, a menudo la había acompañado en
sus giras por las villas para curar a los enfermos.
Recordaba también algunos detalles preciosos: por
ejemplo, cuando fue a ver al maestro Julius Ngare,
contagiándose de la enfermedad que la llevaría a la
tumba, él estaba con ella.
Habían
encontrado
al
hombre que necesitaban. Con él como guía, otros cinco
ancianos fueron consultados y comenzaron las sorpresas.
Ellos competían para ver quien hablaba primero. ¿Se
acordaban de la hermana Irene? en el pueblo aún estaba
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viva su memoria e incluso muchos que no la habían
conocido oyeron hablar de ella con admiración y mezcla
de nostalgia. Hasta algunos que no eran cristianos,
decían: "¿Cuándo tendremos una religiosa como la
hermana. Irene?".
Después de este primer contacto, la hermana
Juana Paula fijó en el papel lo que había escuchado,
haciendo luego una pequeña antología de las frases más
significativas. Se las proponemos tal y como la religiosa
las confió al archivo de su congregación. Estas palabras,
por sí solas, constituyen una biografía esencial, y sobre
todo son la confirma de una difusa fama de santidad. Son
palabras ligadas a hechos concretos, muchos de los
cuales son ya conocidos por las hermanas de la hermana
Irene: sin embargo, oírlas rememorar allí, en esa tierra,
después de tantos años, no por sus connacionales, sino
por la gente del lugar, adquirían un sabor extraordinario.
"Nosotros la recordamos bien, y toda la gente
también la recuerda todavía. Su trabajo consistía en
cuidar y asistir a los enfermos".
"Si había algún enfermo, la hermana Irene iba
inmediatamente a verlo, y de ella, todos aceptaban ser
bautizados". Para un misionero, junto a la promoción
humana y al servicio de la caridad, no puede faltar al
deber de la evangelización.
"Si se trataba de un enfermo, ella no hacia
distinción si era de día o de noche". Su compromiso era
total, ella había puesto su vida a disposición por y para
ellos.
"Nadie podía resistirse a su elocuencia". Veremos
más tarde que la hermana Irene no había hecho estudios
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trascendentales, pero ninguna palabra es más eficaz que
el ejemplo.
"Los domingos reunía a los cristianos y les
hablaba, entreteniéndose con ellos." Era un modo eficaz
de santificar el día del Señor.
"Todos los que se convirtieron aprendiendo el
catecismo de ella, se mantuvieron fieles, especialmente
las mujeres, incluso durante el período de la emergencia
de los Mau Mau". Esta nota es extremadamente
significativa, porque en los años 1952 a 1955, mientras
arreciaba el movimiento nacionalista, liderado por Jomo
Kenyatta (que más tarde se convirtió en el primer
presidente del Kenia), todo lo que viniera del extranjero,
incluyendo a los misioneros, fue arrasado y sus
enseñanzas, fuertemente combatidas.
"Si ella estaba almorzando y alguno la llamaba,
salía inmediatamente". Siempre disponible, siempre lista
para acudir al encuentro de las necesidades de la gente.
"Andando a las aldeas, poblados, caminaba
rezando con el rosario en la mano."Es típico de los santos
ser contemplativos en la acción y la oración es el sostén
de cualquier empresa, incluso de las más arduas.
"Sabía que podía contagiarse de la peste, pero ella
se acercaba y tocaba a los enfermos, con tal de
ayudarlos." En cosas así no hay necesidad de
comentarios.
“Ha muerto por el trabajo de Dios... Estamos
convencidos de que ella no está muerta, sino que
descansa de sus fatigas."
"No puede estar en otro lugar más que en el
paraíso."
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"Todo en ella era bello, desde el rostro hasta los
modales, y el corazón", dijeron en coro, agregando que
nunca habían oído decir que alguien "tuviese algo contra
ella... Pasó haciendo el bien a todos indistintamente y
amando a todos con el mismo amor".
Todo esto confirma el altísimo concepto que la
gente de Gikondi había conservado de la hermana Irene.
Pero esto no termina aquí: animada por este
primer acercamiento, en 1961 la hermana Juana Paula
decidió
hacer
otras
búsquedas
deteniéndose
primeramente en Nyeri -donde la hermana Irene había
iniciado su actividad como misionera- y posteriormente a
Gikondi. Le acompañaba la hermana Verónica Puricelli,
quien conocía muy bien la lengua Kikuyu. Estos
testimonios fueron muy valiosos. La hermana Mina habló
con cinco hombres, dos mujeres y dos religiosas nativas.
Pero el mayor avance se realizó en 1982-83, cuando por
encargo de la Superiora General de las Misioneras de la
Consolata, madre Chiaretta Bovio, se efectuaron
investigaciones con el fin de poder confirmar la fama de
santidad, en vista del proceso canónico que se abriría en
1984. En dos meses aproximadamente, gracias también a
la cordialísima respuesta de los ancianos del país, fueron
identificadas y escuchadas 103 personas, de las cuales 95
eran testigos oculares y 8 auriculares, que informaron
sobre lo que habían sabido de otros. Entre estos últimos
estaba también el obispo de Nyeri, Mons. César Gatimu.
En general, se trataba de alumnos de la hermana Irene,
algunos de los cuales habían sido preparados por ella
misma para el bautismo, o bien de maestros y
colaboradores, catequistas, cristianos de confianza que
acompañaban a la Beata en sus visitas a los poblados,
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paganos asistidos por ella, trabajadores, personas de
servicio de la Misión.
La proverbial memoria de los africanos, incluso
de personas de edad muy avanzada, incluyendo a un par
de ellas que tenían 97 años, ha permitido conocer algunos
detalles muy curiosos: "La hermana Irene - declaró por
ejemplo Pancracio Gathirwa, un campesino que también
era catequista en el pueblo - era una extraordinaria
predicadora (del Evangelio). Íbamos juntos todo el día.
Venía también una chica llamada Cecilia; a cualquier
persona que encontrábamos la hacíamos rezar, le
explicábamos "las cosas de Dios", y la curábamos si
estaba enferma. Cuando encontrábamos a alguien muy
enfermo, le preguntábamos si estaba de acuerdo en
recibir la bendición de Dios. (Porque si le hubiésemos
dicho: "Te bautizo" hubiera pensado que sería
envenenado").
Y un "contemporáneo", Francis Wambugu, del
pueblo de Mathari, afirmó no sin un toque de humor: "A
la hermana Irene la llamábamos ‘hiuko” (quien que
camina velozmente) por la manera como saltaba para ir
adonde había enfermos o cuando se la llamaba desde
cualquier parte".
De las páginas que siguen, el lector se dará cuenta
que recuerdos tan excepcionales sólo podían ser
provocados por una mujer igualmente excepcional.
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Capítulo II
Un sábado de agosto
Antes de comenzar a escribir estas páginas, debo
decir que nos hemos trasladado a Anfo, en la provincia
de Brescia, lugar donde nació nuestra Beata. Será por
deformación profesional (soy periodista desde el lejano
1958), y no soy capaz de hablar de un personaje sin haber
visto al menos los lugares donde este ha vivido.
Anfo, sobre todo hoy, es un lugar encantador para
pasar las vacaciones: se encuentra a 400 metros sobre el
nivel del mar, en la parte inferior de la Val Sabbia cerca
de la desembocadura del torrente Re y en la ribera del
lago de Idro (el antiguo Eridio), un espejo de agua
sugestivo que se asemeja a un fiordo noruego, rodeado
de montañas empinadas. Ofrece un atractivo turístico
gracias al “fuerte” erigido por la República Véneta en el
año 500 y desmantelado en 1796 por orden de Napoleón,
que lo reemplazó por otro entre los años 1802 y 1805.
Garibaldi lo usó para preparar su campaña en el Tirol, y
en los años sucesivos fue ampliado y enriquecido con
nuevos bastiones. La razón era simple: allí terminaba el
Reino de Italia y comenzaba el Imperio Austro-Húngaro.
Obviamente, después de la guerra de 1915 al 1918, la
fortaleza perdió su importancia. En 1975 fue evacuada.
El fuerte hoy es un objeto de curiosidad para los
veraneantes que, costeando las laderas del monte Censo
hasta el límite extremo de las fortificaciones, disfrutan
del espléndido panorama sobre el lago y sobre el valle.
En la época en que la fortaleza estuvo
funcionando la escoltó un regimiento de “bersaglieri”
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cuerpo especial de la infantería del ejército real (en
invierno) o de Alpinos (en verano), pero cuando se
efectuaban los adiestramientos, ésta se encontraba
custodiada por una aglomeración de soldados. Al mirarla,
espontáneamente vienen a la mente escenas del
buzzatiano Desierto de los tártaros (obra maestra de
Dino Buzatti). Incluso en tiempos normales este puesto
fronterizo también brindaba a los pobladores de Anfo un
cierto bienestar económico a motivo del comercio que
rondaba en torno al mismo y a las ventajas de tener
asistencia médica y farmacéutica gratuita; pero este
bienestar era muy relativo ya que el pueblo se estaba
volviendo cada vez más pobre.
Antonio Fappani, gran estudioso de las realidades
de Brescia, en su libro titulado Anfo África Almassiguiendo las huellas de Irene Stefani, nos informa que,
junto a una agricultura más bien escasa y a la pesca, en el
pasado lo que sostuvo a la economía fue la elaboración
del hierro. Posteriormente, a finales del siglo XIX, con el
cierre de las últimas fraguas (1888), el abandono de la
cría del gusano de seda y el cese de la actividad en la
última fábrica textil, a los habitantes de Anfo no les
quedó otra alternativa que volver a dedicarse a la pesca,
o bien como hicieron muchos, cruzar la frontera para
trabajar en el exterior como jornaleros temporales en
Alemania, Suiza y Francia, o probar suerte cruzando el
Océano, en América…
El 26 de noviembre de 1884 se unieron en
matrimonio Juan Stefani y Anunciación Massari: con 27
años, él nativo de Anfo, ella con 21, originaria de
Treviso Bresciano, un pueblito situado sobre la montaña
en posición panorámica, en el que la religión tenía
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todavía un lugar de honor, influyendo en todos los
aspectos de la vida privada y social. La ceremonia
nupcial se celebró allí, en la iglesia parroquial.
También el novio pertenecía a una familia
sinceramente practicante: su padre, Antonio Stefani,
desde 1883 había sido uno de los primeros terciarios
franciscanos. Quien guió espiritualmente a Juan fue un
párroco de gran valor, el Padre Francisco Mabellini.
(Eran tiempos difíciles para los católicos italianos). En un
informe sobre el "status", parroquial escrito a motivo de
la visita pastoral se lee que “la catequesis era “poco
frecuentada" que “en el pueblo se habían verificado dos
casos de separación (él los llama "divorcio"), que había
quienes blasfemaban y que no faltaban individuos
sospechosos de herejía".
Hay que recordar que en 1866 la zona y los valles
circundantes habían sido recorridas por tropas
garibaldinas durante la campaña que había visto a
Garibaldi inútilmente victorioso en Monte Suello y en
Bezzecca, habiéndosele luego ordenado evacuar el
Trentino después del armisticio de Cormons y a las
candentes derrotas sufridas por los italianos en Custoza y
Lissa. Estos acontecimientos no estuvieron exentos de
fuertes repercusiones en el tejido social: pues
efectivamente, los voluntarios, no miraban solamente a la
batalla, sino más bien estas eran vistas en el contexto de
una lucha que pretendía lograr la unificación de Italia
llevando y difundiendo también las nuevas ideas liberales
y el anticlericalismo de estilo masónico, que fuertemente
se arraigaban en ciertas zonas culturalmente más débiles.
Además, por primera vez, al paso de los camisas rojas, la
gente de Anfo y de Ponte Caffaro tuvo que reforzar las
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cerraduras de las casas para proteger la seguridad de sus
mujeres.
Por otra parte, a fomentar y acrecentar la
confusión en campo religioso en esta zona, contribuyó
mucho un sacerdote barnabita - el boloñés Alejandro
Gavazzi (1809-1889) - que, reducido al estado laical y
expulsado de su orden, había seguido a Garibaldi en las
diferentes campañas, intentando luego dar vida a una
"Iglesia libre cristiana en Italia", sosteniendo sus
principios con una intensa actividad publicitaria,
Afortunadamente el núcleo duro del catolicismo
local había resistido bien al impacto de la ola liberal. La
reacción no tardó mucho en hacerse sentir en Val Sabbia,
ya en los años 80, gracias al incansable celo del citado
Padre Mabellini, quien después de haber ocupado el
cargo durante más de medio siglo murió en concepto de
santidad; y de su sucesor, el Padre Andrés Pelizzari,
quien también tendrá un papel importante en la evolución
espiritual de la futura hermana Irene.
Dotado de un discreto bagaje cultural que
actualizaba periódicamente con estudios serios, el padre
Pelizzari siguió las huellas de su predecesor demostrando
ser un sacerdote en toda regla: buen predicador,
prestigioso confesor, sabía animar también a los laicos,
animándolos a participar en el servicio parroquial e
insertándolos en las llamadas "congregaciones" (en Anfo
habían dos: la del SS Sacramento y la de las Madres
cristianas). Por otra parte, el oratorio completaba la
formación religiosa de los jóvenes y de las chicas,
mientras se iba consolidando la Obra de los Congresos
precursora de la Acción Católica, que ya en 1883 se
había establecido también en la parroquia de Anfo: de
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hecho, bajo el impulso de este movimiento, se organizó
en el pueblo una biblioteca circulante y se fundó s la
Sociedad Obrera del Mutuo Socorro
Otras manifestaciones importantes de esta
reacción fueron las generosas donaciones para el '"Óbolo
de San Pedro" y la recolección de firmas de protesta
contra el proyecto de introducción del divorcio. La
masonería continuaba su batalla contra la Iglesia, pero
esto precisamente alentaba a los católicos a reunirse "en
una compacta falange", como sugería hacer el abogado
José Tovini (beatificado por Juan Pablo II en 1998),
incitando a "la laboriosidad para el triunfo de la Iglesia y
de sus sacrosantos derechos". Es justo decir que también
quienes influyeron en la religiosidad de las comunidades
parroquiales de Brescia fueron algunas grandes figuras de
obispos: primero el obispo Jerónimo Verzeri, a quien
León XIII había definido como "una de las joyas más
brillantes del Episcopado italiano", y desde 1883 su
sucesor, Mons. Santiago Corna Pellegrini Spandre, quien
apenas elegido empezó su visita pastoral, celebró un
Sínodo (1889) y se dedicó apasionadamente al seminario
y a su clero, con resultados tangibles. En pocos años,
bajo su liderazgo, aumentaron las vocaciones
sacerdotales y se renovaron los instrumentos
tradicionales de evangelización y formación cristiana: las
confraternidades, las terceras órdenes, las escuelas de
doctrina cristiana, la devoción al Sagrado Corazón, el
culto Eucarístico y la piedad Mariana.
La Iglesia de Brescia en ese período vio aflorar a
personalidades de excepcional relieve: obispos,
sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, hombres y
mujeres de todas las edades y profesiones. De muchas de
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ellas está en curso el proceso de canonización. Todas
expresiones -como ha señalado acertadamente la
hermana Mina- de una "espiritualidad de acción, una
espiritualidad de compromiso que responde muy bien al
temperamento bresciano; se pueden encontrar
contemplativos entre los brescianos, pero son muchos
los hombres y mujeres que se arremangaron la ropa y
empezaron a trabajar". Es la valoración positiva del
trabajo comprendido cristianamente. Decía el Tovini:
"Cada golpe del martillo, de azada, de hacha, si se hace
para complacer al Señor, es un premio, una corona en el
cielo. ¡Ánimo, por lo tanto; amen el trabajo!".
El 31 de enero de 1891 se supo, de la renuncia de
Francisco Crispi, un convencido defensor de la expansión
colonial italiana en África: pocos meses antes, un
decreto real había reunido los territorios de Asmara,
Cheren y otros ya ocupados por las tropas italianas en
aquella que fue llamada Colonia Eritrea. También en
Anfo se hablaba entonces de África, sin imaginar que
precisamente allí empezaría una extraordinaria historia
destinada a concluirse en ese continente.
No sólo eso: Felipe Turati (1857-1932)
exactamente en ese mismo año, junto con Ana Kuliscioff
habrían fundado la revista Crítica Social, destinada a
acercar el mundo obrero, a ciertos grupos moderados de
la burguesía, y al año siguiente en Génova, con algunos
amigos habrían dado vida al Partido Socialista Italiano.
Pero el evento más importante de aquel 1891 destinado a
tener repercusiones fundamentales en el mundo católico,
fue sin duda la encíclica Rerum Novarum, de León XIII,
publicada el 15 de mayo, que trataba todos los problemas
discutidos en el ámbito del catolicismo social: reafirmaba
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el derecho de propiedad, pero subrayaba al mismo tiempo
su función social; afirmaba el valor humano del trabajo y
el principio del salario suficiente para garantizar un nivel
de vida humano; condenaba la lucha de clases, pero
reconocía el derecho de los obreros a reunirse en
asociaciones, abriendo así la vía al nacimiento del
sindicalismo.
Una familia cristiana
Juan Stefani provenía de una familia
discretamente próspera: además de poseer una granja - la
Carpeneda - a unos dos kilómetros aproximadamente del
pueblo en la zona más fértil de Anfo, y varias cabezas de
ganado, se había dedicado al comercio del vino, logrando
encargarse de los suministros de las tropas residentes en
la fortaleza. Algunos años más tarde, en 1906, habría
obtenido de la municipalidad, una licencia para
administrar una hostería - "El Caballito" – gracias a la
cual hubo consolidado aún más su posición económica.
Juan había adquirido del Comando Militar una
linda casa de dos plantas en el centro urbano, en las
cercanías de la iglesia, dotada de muebles rústicos y de
bodega que él mantenía escrupulosamente limpia: la
hermana Mina nos hace saber de noticias recogidas
personalmente en Anfo, indicando que hasta los cilindros
de los barriles, tenían que ser pulidos con Sidol, y los
barriles cuidadosamente barnizados, al punto que su
bodega parecía un salón.
Le gustaba la música y en su casa tenía un piano:
desde joven había ido a las clases del organista de un
pueblo cercano y luego se perfeccionó en Brescia con el
maestro Isidoro Capitanio, quien impresionado por el
22
talento de este muchacho de quince años, un día lo invitó
a tocar el órgano en la iglesia de San Alejandro. La sólida
fe y profunda piedad vivida en su familia lo encauzaron
pronto hacia la parroquia, de la que se convirtió en un
activo colaborador, obviamente, también como organista.
El padre Mabellini luego hizo el resto, como así también
su sucesor el padre Andrea Pelizzari.
Juan ponía a Dios en primer lugar en su vida
cotidiana. Su oración favorita era el Ángelus, a causa de
aquel Fiat pronunciado por la Virgen, en obediencia a la
voluntad divina. Hacer la voluntad de Dios se había
convertido para él en una especie de jaculatoria, así como
el Agimus, la breve fórmula con la que se agradece a
Dios por sus beneficios. Por lo tanto oraciones antes de
las comidas, rezo vespertino del rosario que guiaba él
personalmente, concluido con el ritual Alabado sea
Jesucristo, al cual todos respondían Siempre sea alabado
eran acciones -o costumbres- cotidianas.
Con tales antecedentes, también al programar su
matrimonio Stefani había elegido bien: Anunciación
Massari resultó ser la mujer ideal. Un cuñado de la Beata,
Juan Zecchini, ha confirmado: "Es natural que un hombre
inspirado por la fe como fue el padre de la hermana Irene
eligiera una compañera de incuestionable moral y de
profunda fe religiosa. Así era la buena señora
Anunciación quien, a estas cualidades, unía un carácter
jovial y alegre incluso en las inevitables dificultades de la
vida. Prueba evidente de su profundo sentimiento
religioso es su numerosa prole, a la que se prodigó por
entero, sufriendo especialmente la pérdida de varios
hijos.
23
Con el paso de los años, Juan Stefani
desempeñará también en Anfo un papel significativo a
nivel administrativo, de 1902 a 1916, como miembro de
la Comisión de Supervisión de las escuelas municipales;
en 1905 será elegido concejal en el municipio,
continuando en ese puesto hasta ocupar el cargo de
intendente en 1921.
Mercedes, llamada "Cede"
El 22 de agosto de 1891, en la casa Stefani, se
hizo fiesta por el nacimiento de una niña. Era un sábado,
día tradicionalmente consagrado a la Virgen. Y, como
siempre se acostumbraba en la familia, cada criatura que
venía al mundo era llevada a la iglesia y consagrada a la
Virgen María. La pequeña fue inmediatamente asentada
en el registro municipal con los nombres de Aurelia,
Jacobina y Cede (diminutivo de Mercedes). En los
registros de la iglesia parroquial donde fue bautizada al
día siguiente, dos de los tres nombres resultaron
ligeramente modificados en Aurelia, Jacoba y Mercedes.
La mamá, Anunciación Massari estaba en el
quinto embarazo. A este le seguirían otros siete con
resultados alternos. María, la primogénita, nació muerta
en 1885; luego vinieron María Rosa (1886), Antonio
(1888), Ema (1889); después de Mercedes llegarían Ester
(1893), Hugo Guido (1894), otra María Rosa (1896),
llamada así porque la primera había volado al cielo a la
edad de siete años, aunque también ella la alcanzaría en
1898); la tercera María Rosa (1898), Antonio (1900),
Antonieta (1901) y Hugo (1903). Como lamentablemente
ocurría en esos tiempos de elevada mortalidad infantil,
una pulmonía truncaría más tarde la vida de Antonio a
24
sus 10 años, y también la del segundo a sólo once meses,
en julio de 1901, al año siguiente habrían fallecido
también Hugo Guido de siete años y medio, y Hugo en
1908. Ningún niñito sobrevivió, y quedaron sólo cinco
niñas en la familia.
Respecto a Antonio, Hugo-Guido y Hugo, el papá
Stefani había soñado algunos proyectos, ya sea para
continuar con la responsabilidad de la posada y del
comercio de vinos, como para tener más tarde al menos
un sustituto sobre el teclado del órgano en la Parroquia.
Antonio, en particular, dotado como era de un gran
talento musical, además de tirar del fuelle durante las
funciones religiosas, estaba aprendiendo a tocar el piano.
Lamentablemente, el Señor dispuso lo inesperado, y en
casa afrontaron esta serie de desgracias a la luz de la fe.
Anunciación se dedicó a la educación de las hijas,
guiándolas con amorosa firmeza, apoyada en esto por su
marido. Las quería siempre a la vista, especialmente en la
Carpeneda donde pasaban la mayor parte de la semana,
sobre todo en verano. Como en las cercanías estaba la
fortaleza con su ir y venir de soldados, a veces, teniendo
que dejarlas solas, las vestía como varones o escondía sus
trenzas bajo amplios sombreros; quien las hubiese visto
trabajar en la huerta o en la viña fácilmente las habría
confundido con jóvenes trabajadores. Sin embargo no era
una fuga de la realidad: las chicas sabían cómo
comportarse también con el rostro descubierto.
Hay una foto de la familia Stefani del año 1904 en
la Carpeneda, en la que se ve todavía al pequeño Hugo en
brazos de su mamá. Mercedes es la primera de la
izquierda, con un vestido de tela igual al de Ester y al de
Emma. En el rostro de la Beata se notan los rasgos
25
delicados de la adolescente de trece años: la mirada
serena y dulce, labios que insinúan una tenue sonrisa. Ya
el solo hecho de posar para una foto, en aquellos tiempos,
significaba un bienestar discreto. Giovanni Juan Stefani
ostenta, de acuerdo con la costumbre de aquella época,
un lindo par de bigotes y aparece en la plenitud de sus
fuerzas, mientras que la expresión fatigada de mamá
Anunciación, le agrega años a sus 41 primaveras (de
hecho morirá sólo tres años después).
26
Capítulo III
La pasta de líder
La mayoría de los testimonios recogidos durante
el proceso de canonización, concuerdan en que: la
pequeña Cede tenía lo que se suele llamar un "carácter
fuerte" tanto que un día, a su madre, ante la vivacidad de
la pequeña, se le escaparon estas palabras "¡Quién sabe
cuánto me hará tribular cuando sea mayor"! Pero la
señora Anunciación tenía instinto de educadora y en
plena sintonía con su marido logró encauzar las energías
de Cede hacia un equilibrado autocontrol. Nos cuentan
un par de "caprichos" de la niña cuando, tenía 5 años de
edad, fue a pasar fue un tiempo con una tía de Saló, que
evidentemente la mimaba demasiado, consintiéndola más
de lo debido. Juan intervino con una corrección enérgica
que enseguida surtió efecto: en casa de los Stefani, las
niñas se acostumbraron a obedecer sin discutir; y es que
para aprender a mandar, no hay mejor modo que
obedecer. El ambiente de fe profunda vivida en su casa y
27
la obra del párroco Padre Pelizzari hicieron el resto,
pronto se vio en esta niña decidida, su pasta de líder.
Sabemos que Mercedes recibió el sacramento de
la Confirmación (de manos del Obispo Corna Pellegrini
el 6 de noviembre 1898 en la parroquia de Idro. Sin
embargo, no sabemos la fecha de la primera Comunión
que debió de recibir unos años más tarde: según la
costumbre de entonces, los niños eran admitidos a la
recepción de este sacramento entre los 10 - 11 años de
edad. De todos modos sabemos a juzgar por un
sorprendente detalle que su hermana Ester nos ha
revelado, que ese fue un encuentro importante para Cede.
Por ejemplo, en el hogar de los Stefani, la música y el
canto no faltaban: Juan practicaba en el piano como lo
hacía en el órgano de la iglesia; Marieta, una de las hijas,
quería aprender a tocar, pero su padre, después de
haberse aconsejado por una religiosa de Saló, decidió que
esto era una pérdida de tiempo para una mujer. Y
además, una mujer en aquellos tiempos difícilmente
hubiera podido sentarse ante el órgano para acompañar
las funciones en la iglesia. Desde entonces, de esto no se
habló más.
Y aquí está el detalle curioso: cuando el papá
tocaba el piano, mientras las niñas lo escuchaban
encantadas, Cede se iba por su cuenta. Ester dijo que la
encontró más de una vez en un lugar apartado, de rodillas
rezando. Y ante la mirada interrogante de su hermana,
respondía: "La música me hace sentir más cerca de Dios;
tú vete tranquila donde está papá, yo me siento más feliz
aquí sola". Maestra de oración era para todos la mamá
que, a pesar de los muchos compromisos de una familia
numerosa, encontraba el modo ir un momento a la iglesia
28
para decir una pequeña oración, para llevar flores a la
Virgen, en fin, para encontrarse cara a cara con el Señor,
como si fuera un vecino de casa. Y las hijas la imitaban
espontáneamente.
Que tenía una capacidad superior a la de sus
coetáneas pronto lo puso de manifiesto en la escuela,
donde demostró poseer una inteligencia extraordinaria.
Su primera maestra, Dominga Pelizzari, era la hermana
del párroco. En el pueblo era muy estimada por todos a
motivo de su ferviente práctica religiosa y sobretodo por
su caridad para con los pobres, lección que Mercedes
asimiló y que seguramente influyó en su vocación
misionera.
La Beata mantendrá siempre una profunda
gratitud, hacia su maestra Pelizzari, como lo atestigua
una carta que la hermana. Irene le escribió desde África
en 1919: "Nunca le olvidaré, le escribe entre otras cosas
la joven misionera - porque el vivo recuerdo de cuanto
usted ha hecho por mí, me da, incluso hoy, mucho ánimo
y me ayuda verdaderamente, reavivando siempre más la
profunda gratitud que le debo. Lamentablemente no
sabiendo cómo retribuirle por esto, siempre la recuerdo
en mis pobres oraciones y hago rezar por usted
pidiéndole al buen Dios que la bendiga abundantemente,
y colme de favores celestiales a usted y a su distinguida
familia". Y en su respuesta, la maestra Pelizzari le
responde cariñosamente así: "Querida hermana Irene,
“cuántas veces me acuerdo de ti; por mi mente pasa tu
fisonomía de muchacha joven y ahora de hermana [...].
Me parece verte aún en mi escuela como alumna muy
aplicada y entretenerme contigo amigablemente en la
parroquia."
29
Una alumna ejemplar
Además
de
las
escuelas
elementales,
lamentablemente no había en Anfo otras escuelas. Juan
Stefani, probablemente aconsejado por el párroco y por la
maestra, ante los excelentes resultados obtenidos por su
hija, decidió hacerle continuar sus estudios. Pero para
inscribirse en las secundarias, debía aprobar un examen
de admisión (entonces técnicamente se llamaba de
"madurez"). Para ello Mercedes fue confiada al Maestro
Francisco Richiedei, que tenía en el pueblo una escuela
privada. He aquí su opinión: "Entre las alumnas de la
escuela que he tenido durante muchos años en el pueblo
[...], la jovencita Stefani Mercedes [...] fue sin duda la
mejor de todas".
Aprobado en Saló el examen con excelentes
notas, sus padres decidieron que continuase sus estudios
para recibir el diploma de maestra privadamente: el papá
pensó que Mercedes sería una maestra ideal. A este fin
acudió a Richiedei, quien como experto educador, en su
testimonio traza un identikit de su alumna que va mucho
más allá del ámbito escolar: Al año siguiente –afirma– yo
la inicié privadamente en los estudios de magisterio, que
fueron luego suspendidos debido a que la jovencita, un
poco después manifestó la idea de hacerse religiosa [...].
A una buena inteligencia, ella unía una encomiable
diligencia y escrupulosa puntualidad, de modo que nunca
se presentó la más mínima necesidad de llamarle la
atención o reprobarle nada respecto al cumplimiento de
sus deberes como alumna. Era de temperamento alegre y
jovial, pero se mostraba, al mismo tiempo, seria y
reflexiva. Humilde y respetuosísima, era por naturaleza
30
tan servicial que, no sólo se mostraba siempre tan
disponible y servicial con el maestro, sino con los
compañeros, con todos, y a menudo se anticipaba a la
necesidad y se ponía a servicio. Su temple, podría decirse
masculino pero muy reservada; la acompañaban siempre
el pudor y la modestia. Más de una vez, ante una
expresión indiscreta o un incidente algo licencioso
surgido por casualidad en la escuela, yo observé a la
niña, pasar repentinamente de una actitud sonriente y
jovial, a mostrarse seria y, bajando los ojos, queriendo
cortar la conversación. Tenía una verdadera, autentica
predilección por los niños: los acariciaba alegre y
espontáneamente, los guiaba, los defendía mostrándoles
un afecto maternal. En los momentos de espera o en el
intervalo entre las clases, cuántas atenciones recibieron
mis hijos de ella, que eran aún muy niños".
Está claro que ya desde entonces en la mente de la
jovencísima Cede se estaba abriendo camino la idea de
una consagración al Señor. Para ella era tan natural
pensar en Dios, que inclusive en la escuela, donde a
menudo estaba encargada de interrogar a sus
compañeras, siempre comenzaba con una pregunta
fundamental: "¿Quién nos creó? Dios". Incluso en familia
el discurso de la fe era continuamente reavivado,
especialmente junto a su madre, de quien se había
convertido en el brazo derecho desde que Ema fue
"asumida" por su papá como contable de la empresa.
Anunciación le hablaba del cielo, del desapego del
mundo, de oración y de sacrificio, de la belleza de hacer
felices a los otros a costo de cualquier privación personal.
Su hermana Antonieta recordará haber encontrado
celosamente guardada como recuerdo, una imagen de
31
Jesús coronado de espinas, gastada, y casi irreconocible
por los muchos besos impresos por Mercedes en el
Rostro sagrado.
El párroco que sucedió al padre Pelizzari, padre
Francisco Capitanio, le había concedido a Mercedes el
permiso de comulgar todos los días; en aquel tiempo esto
era una excepción para pocos, por lo tanto era señal de
una madurez espiritual no común, confirmada también
por su admisión a la Tercera Orden Franciscana y a la
Cofradía del Sagrado Corazón, de cuya devoción y
práctica, los primeros viernes de mes, era una convencida
y entusiasta promotora.
La comunión diaria, con el tiempo, se convirtió en
una cita ineludible para ella; incluso en verano, estando
en la Carpeneda. Desde ahí, no era prudente para una
chica aventurarse sola por la mañana temprano hacia la
iglesia, porque el camino era el mismo que recorrían los
soldados de la fortaleza y se corría el riesgo de
encuentros peligrosos. Por este motivo Juan Stefani les
había prohibido a sus hijas pasar por ese lugar. Entonces
Mercedes, para no perder la comunión, iba a la iglesia de
Ponte Caffaro, por el lado opuesto a la fortaleza, lo cual
significaba recorrer cinco kilómetros a pie. En Anfo,
durante el invierno se levantaba muy temprano, y para no
ir sola a la iglesia, se había puesto de acuerdo con la
viuda Catalina Mabellini, una vecina de casa, que la
acompañaba con gusto. Para despertarse, había ideado un
ingenioso mecanismo: dejaba colgando de la ventana del
segundo piso una cuerda atada a una campanilla
enganchada a la cama; Catalina al pasar, tiraba
suavemente la cuerda, y al sonido de la campanilla
Mercedes se levantaba, se vestía sin hacer ruido para no
32
despertar a los otros que dormían y salía de la casa.
"¡Viva Jesús, viva María!" decía en voz baja Mercedes y
la otra respondía: "Ahora y por siempre". Luego, una del
brazo de la otra, llegaban a la iglesia para la misa.
Mercedes se arrodillaba, y con los ojos fijos en el
sagrario, dialogaba silenciosamente con Jesús, acunando
su sueño en la certeza de que tarde o temprano se haría
realidad.
Su jornada transcurría entre mil ocupaciones, las
más pesadas, porque no se sentía hecha para coser o
bordar; prefería barrer o lustrar los pisos, lavar los platos
y ordenar la cocina y las habitaciones, lavar la ropa o
cortar el césped en el prado de Carpeneda. Si había que
dar una mano, incluso fuera del ámbito familiar, lo hacía
de buena gana. De hecho, cada tanto, la veían junto con
las lavanderas en la ribera del lago.
Además, evidenciaba ese toque extraordinario de
santidad diaria que junto a su madre, (se traducía en
caridad operante) hacia los pobres. Los Stefani, aunque
no eran ricos, ayudaban de buena gana a quien se
encontraba en la necesidad: viudas con hijos, ancianos
solos, personas enfermas. Anunciación, especialmente
con ocasión de las fiestas, preparaba paquetes con víveres
y alguna botella de vino que Mercedes se encargaba de
llevar: lo hacía con discreción, acompañando el gesto con
una sonrisa que les hacía sentirse amigos. A veces se
entretenía en los tugurios más pobres donde había niños:
se ocupaba de ellos, lavándolos, revistiéndolos, y
ordenando el ambiente, llevando la leña y encendiendo la
estufa. Con el tiempo, a este servicio Mercedes le añadió
algunos pequeños sacrificios personales: renunciaba a
una parte de su comida o de la fruta, para darla a alguien
33
que tenía más hambre que ella. Además, en la despensa
había puesto una botella con una etiqueta inédita: "Vino
para los pobres." Cuando estaba llena de sus
"Florecillas", sabía a quién darla. También llegó a
comprar una linda bufanda de lana para una ancianita que
sufría por el frío, utilizando los pequeños ahorros
reunidos con el "dinero" que papá Stefani de vez en
cuando le daba.
Si su madre le daba el ejemplo, la buena maestra
Pelizzari no era menos: ella también generosa con los
pobres, trabajaba como catequista en la parroquia y a las
niñas les enseñaba a bordar los ornamentos para la
iglesia.
A los dieciséis años, Mercedes se había
transformado en una hermosa jovencita: sobre todo
llamaba la atención la dulzura de su mirada y ese cabello
negro que sus hermanas le admiraban. Algún joven habrá
comenzado a fijarse en ella, aunque a ella no le importase
para nada. Se mantenía alejada de los militares y a la
posada iba poco o nada, también porque así lo había
establecido su padre. No es que allí hubieran peligros:
Juan Stefani regentaba el local como un auténtico
cristiano. Tanto es así que durante las festividades
religiosas, cuando las campanas daban la señal de las
funciones, él cerraba el local y los clientes, ya
sabiéndolo, se iban. Muchos lo seguían hasta la iglesia;
de los rezagados se ocupaban dos hombres (i “piccatori”)
que tenían la tarea de recordarles que el domingo es el
día del Señor.
En todo caso, la joven ya había elegido a su
esposo desde hacía tiempo: Ya cuando tenía trece años
aproximadamente, les había confiado a sus padres su
34
deseo de ser misionera. "No tienes todavía la edad para
entrar en el convento", le habían dicho. Pero, mientras
tanto, Cede cultivaba su sueño en el corazón. En cierto
sentido, ya era un poco misionera. En verano, de hecho,
era ella quien reunía a los niños de las casitas vecinas y
dirigía el rosario, mientras en la terraza los grandes tejían
con las agujas o el ganchillo o entretejían cestas de
mimbre. A los niños, que la rodeaban como a una
mamita, les enseñaba las oraciones y las primeras
nociones del catecismo, organizando luego también los
juegos. El párroco, Padre Capitanio la seguía con
particular atención: como religiosa o como laica,
pensaba, la joven seguramente haría muchísimo bien.
Anunciación se va...
La vida en Anfo y alrededores transcurría serena,
marcada por los tiempos del trabajo y de la fe. Pero a la
familia Stefani le estaban esperando pruebas muy duras.
En mayo de 1907, Anunciación cayó en cama con fiebre
alta. Se trataba de una bronconeumonía, una enfermedad
para la que entonces había pocos medios de curación. La
mujer, agotada por doce embarazos y por la asidua
atención a los hijos, pronto se dio cuenta de que no
lograría superarla. A los que estaban a su alrededor
empezó a hablarles del paraíso y de la muerte, cual era el
camino para llegar a él. Decía que allá arriba, junto a la
Trinidad, a la Virgen y a los santos, encontraría a los
siete angelitos que había traído al mundo a quienes el
Señor había llamado a él. Una reflexión de verdadera
cristiana en espera de la "vida del mundo que vendrá."
Si había una sombra, era pensar en el pequeño
Hugo y en las hijas más chicas: María Rosa de nueve
35
años y Antonieta de cinco y medio. Un día Anunciación
llamó a su lado a Mercedes recomendándole que hiciese
de mamá para sus hermanas menores y el hermanito, les
enseñase las cosas que ella había tratado de transmitirles
a todos. Era el mes de María, y Cede a duras penas
contenía las lágrimas al ver a su madre ya marchándose
hacia la otra vida; y oraba fervientemente al Señor para
que le devolviera la salud. Todos oraban en la casa, y
Anunciación se unía a ellos, Quería, de vez en cuando,
escuchar alguna lectura sobre la Virgen. El 12 de mayo,
sintiendo que ya el final estaba cerca, pidió que el
párroco le llevara el santo viático y administrara la
unción de los enfermos. Luego saludó a todos con la
mano y se fue al cielo. Con sólo 44 años había dado todo
por su familia: iba a recibir el justo premio. Podemos
imaginar con cuánta conmoción Juan acompañó con el
órgano la misa de ese funeral. Pero una vez más, de su
boca salía un resignado: "Que se cumpla la voluntad de
Dios".
En la casa se definieron mejor las
responsabilidades: Ema se ocuparía de la casa desde el
punto de vista económico, al lado de su padre, de quien
era ya secretaria, mientras que Mercedes se ocuparía de
Hugo y de las otras hermanas.
Por desgracia, los lutos no habían terminado: al
año siguiente se fue también Hugo, la última esperanza
del papá Stefani como su sucesor en el órgano. Entre
otras cosas, el niño ya había demostrado tener talento
para la música.
En ese momento, Juan, como persona concreta
que era, miró hacia el futuro y se preguntó: ¿sería capaz
de llevar adelante solo toda la tarea? ¿Otra mujer no
36
podría tal vez ayudarlo? Confió esta pregunta al párroco,
el padre Capitanio, quien después de haberlo pensado un
poco, le dio vía libre. Pero, no de inmediato.
Mientras tanto, Mercedes encontraba en la
oración y en el contacto más intenso con Jesús la fuerza
para continuar. Sentía toda la responsabilidad que se le
había confiado. Como afectuosa mamita, trataba de
educar a sus hermanas a tomar conciencia de sus propios
deberes. Las formaba en la modestia y en la obediencia,
testimoniando con su ejemplo: en la calle, caminaba con
los ojos bajos, especialmente cuando se entrecruzaba con
los soldados que la miraban con interés.
Un heredero varón, quién sabe, tal vez... El 22 de
marzo de 1909 Juan Stefani condujo al altar a Marietta
Teresa Savoldi, una mujer de Brescia de 47 años. Pero no
tuvieron hijos. Una vez más, Mercedes fue quien preparó
el evento en la familia: la nueva "mamá" –empiezan a
llamarla así,- debe ser acogida con respeto, obediencia y
caridad, aunque el corazón sufra. Para Cede este período
constituye un aprendizaje importante: aunque haya en la
casa personal de servicio. Ella se elige para sí los trabajos
más pesados, según nos confirma su hermana Marieta,
agregando que: "Sabía hacer de todo y se las arreglaba
para hacer de todo, incluso ocuparse del criado que
teníamos en la Carpeneda quien se ponía contento
cuando estaba Mercedes”.
Apostolado a todo campo
Además de la casa, también se la ve
particularmente comprometida con la Iglesia. La Beata
participa en las diversas actividades parroquiales, sin
venirse a menos, incluso si había que hacer la limpieza.
37
Pero su terreno favorito es el catecismo, también porque
con los niños se encuentra muy a gusto: se reúne todos
los días para dar una lección, y los prepara para recibir
los sacramentos. La testigo María Bondoni afirmó que
como en Anfo no había religiosas, "todas las semanas nos
preparaba ella para las confesiones, de hecho incluso más
a menudo, porque los días festivos de precepto eran más
numerosos que hoy. Ella actuaba como si ya fuese una
religiosa".
Marietta nos cuenta que cuando en el restaurante
había un banquete de bodas, Mercedes "se adelantaba a
saludar a los novios y aprovechaba para hacerles un
breve sermón sobre los deberes conyugales". El suyo fue
verdaderamente un apostolado a todo campo.
A los niños, además de la teoría, también les
enseñaba la práctica, animándoles a hacer "Florecillas",
como por ejemplo, los sábados renunciar a la fruta, o a
los dulces en honor de la Virgen. Ella era una conocedora
de las “florecillas”: por sus pobres había aprendido a
privarse habitualmente del vino, del pan, de la fruta y de
parte de la comida. Robaba las horas al sueño, para ir a
sus casas por la mañana temprano (más tarde no habría
tenido tiempo a causa de los muchos compromisos que la
esperaban). A la caridad no renunciaba. Y en el dar,
siempre sabía agregar una buena palabra, un consejo y, si
fuera el caso, con la discreción, incluso una llamada de
atención ante una conducta contraria a la moral. Uno de
sus primos, Bautista Piccinelli, estaba tomando un mal
camino habiéndose alejado de Dios. Mercedes le habló
con dulzura advirtiéndole sobre los riesgos que se corren
en estos casos, y sobre todo insistiendo en el amor de
Jesús hacia nosotros. Esa conversación sacudió al joven
38
que, poco a poco, volvió a rezar y a frecuentar la iglesia,
reconciliándose plenamente con Dios.
Mercedes pensaba en el cuerpo y en las almas. Sí,
las almas ya eran su clavo fijo, porque sentía siempre
más vivamente el llamado hacia la consagración total
como misionera. Desde hacía algún tiempo, todos los
años se iba a Brescia a la casa de las hermanas
Canosianas para hacer los ejercicios espirituales. Al verla
tan concentrada en la oración, aquellas religiosas la
habían invitado a entrar en su congregación. Pero
Mercedes ya había hecho su elección: quería ser
misionera de la Consolata. Ya lo había pensado la
primera vez cuando tenía tan sólo trece años. Es probable
que el padre Pelizzari, su director espiritual hasta los
quince años, estuviese al corriente de esto y la guiase
gradualmente hacia una decisión más madura y
consciente. Pero también la hermana Dominga hablaba
con frecuencia de las misiones a sus alumnos. En la carta
escrita desde África en 1919, la Beata le dice, entre otras
cosas: "Siempre recuerdo con suma gratitud, su santo
deseo de entretenernos, de hacernos estudiar diálogos,
poesías relacionadas con la niñez abandonada, y así en
nosotras, con el conocimiento del estado miserable de
tantos infelices nos llevaba a querer ayudarlos. Sí, desde
entonces me hizo amarlos”.
39
Capitulo IV
Dos Institutos y una sola misión
40
Tenia clara su meta: ser misionera de la
Consolata. Pero para comprender esto, tenemos que dar
marcha atrás y hablar del Beato José Allamano, fundador
de los Misioneros y de las Misioneras de la Consolata.
Él era piamontés, había nacido en 1851 en
Castelnuovo d'Asti, hoy llamado Castelnuovo Don
Bosco, lugar donde también nació san José Cafasso, tío
del Allamano (su madre era la hermana del que fue
llamado "la Perla del clero italiano").
Ordenado sacerdote en 1880 el Arzobispo Mons.
Gastaldi lo nombró Rector del Santuario de la Consolata.
Allí permanecería hasta su muerte, ocupándose de la
restauración del santuario y llevándolo a su esplendor
actual.
El santuario -muy querido por los turineses-, tiene
una historia que se remonta a la Edad Media. Según la
tradición, en 1104, la Virgen María se apareció a un tal
Juan Ravasio ciego de nacimiento, devotísimo de la
Virgen, que vivía en Briançon (Francia) y quien le
aseguró que volvería a ver si viajaba a Turín con el fin de
rescatar su antiguo icono que había ido a parar bajo los
escombros de un templo en ruinas. Acompañado por una
sirvienta, cruzó los Alpes y llegó a la periferia de Turín, a
una localidad denominada Pozzo Strada. Y allí, frente a
la iglesia de Santa María del Sepulcro, a Ravasio, por
unos instantes se le abrieron los ojos, el tiempo suficiente
para reconocer un alto campanario -el de la iglesia de San
Andrés, lugar que le había sido mostrado por la Virgen
durante la visión- y donde se ocultaba el icono. Éste fue
verdaderamente recuperado gracias a los feligreses que
excavaron justo en ese lugar, el ciego desde ese día
recuperó completamente la visión.
41
Hasta aquí lo que dice la tradición, difícilmente
verificable. Más adelante, contamos con una historia bien
documentada:”, Este lugar de culto -escribe Domingo
Agasso- siglo tras siglo, ha convocado a la gente de
Turín, para orar en momentos de sufrimiento (guerras,
epidemias, calamidades públicas, etc.) y de serenidad.
Generación tras generación hicieron de la iglesia
dedicada a María, con el nombre de la Consolación y
posteriormente Consolata, la iglesia del pueblo turinés.
La expresión popular “Consolata” que gradualmente
ellos fueron adoptando, también puede referirse a la
expresión bíblica: “llena de gracia.
Con el pasar del tiempo, también la Consolata fue
objeto de una larga evolución, moldeándose hasta
alcanzar la forma y dimensiones actuales". Desde el año
1000, cuando estaba atendida por los benedictinos, hasta
el tiempo del Guarini (1679), la iglesia de San Andrés
contaba con tres naves; en el siglo XV se amplió con una
nueva fachada; luego, con la intervención de célebres
arquitectos -además de Guarini, el Juvara (1714) y Ceppi
(1904)- tomó la forma elíptica actual. Pero volvamos a
nuestro canónigo. Ya desde que era un joven seminarista,
había querido ser misionero, pero no contaba con muy
buena salud. Es por eso que, pensó en fundar un Instituto
para las Misiones Extranjeras, que pudiera incorporar a
muchas fuerzas del clero subalpino. Sin embargo, al
principio se encontró con una cierta indiferencia, cuando
no directamente oposición, de parte del arzobispo y de
algunos sacerdotes. Las cosas cambiaron cuando, a la
muerte de Monseñor David Riccardi, en 1897, fue
nombrado para la sede en Turín Mons. Agustín
Richelmy, un compañero de estudios del Padre Allamano
42
en el seminario, con el que mantuvo siempre una relación
muy cercana de amistad. A partir de ahí, el camino quedó
allanado y todo fue más fácil.
Bueno, casi, porque en enero de 1900, el Canónigo se
enfermó gravemente con neumonía doble; para los
médicos estaba desahuciado. En cambio, repentinamente
empezó a recuperarse, como por milagro: "Cuando yo
estaba a punto de morir -dirá más tarde- prometí, que si
me recuperaba, fundaría el Instituto. Me recuperé y se
hizo la fundación. Eso es todo". Y ante las posibles dudas
surgidas sobre su capacidad para llevar adelante esta
gesta, fue el mismo cardenal Richelmy quien lo animó a
hacerlo con un categórico: "Se debe fundar el Instituto y
debes hacerlo tú".
Con la ayuda del canónigo Santiago Camisassa
(que desde 1880 se puede decir era su brazo derecho), el
día 18 de junio de 1901 el padre Allamano inauguraba la
primera casa del Instituto en Turín en la calle Duque de
Génova (ahora calle Estados Unidos), casa que fue
enseguida bautizada con el nombre de "Consolatina".
Después de haber elegido personalmente a los
candidatos, organizó en 1902 la primera expedición
(cuatro misioneros fueron destinados a Kenia). El Papa
Pío X, en su admiración por el "método Consolata",
recomendaba a los misioneros, "Ayuden (a los africanos)
a ser personas, a ser buenos trabajadores y así serán
también buenos cristianos".
El Beato nunca dejó el Piamonte, pasó su vida
ocupándose de la formación espiritual de los futuros
misioneros, dándoles un ejemplo extraordinario de vida
interior, de sacrificio y de laboriosa dedicación.
43
La tercera expedición –de seis sacerdotes - partió
en 1903 con una novedad: al grupito se unieron ocho
hermanas de la Pequeña Casa de la Divina Providencia
(Vicentinas), fundada por san José Benito Cottolengo.
Con el desarrollo de la evangelización en África,
aumentaron los pedidos de personal femenino para
trabajar con los misioneros, necesidad que las hermanas
Vicentinas no podían satisfacer. La única solución
posible era la de tener religiosas propias; además, en
Piamonte varias chicas ya habían llamado a las puertas de
la Casa Madre del Instituto convencidas de que existiese
la rama femenina.
Después de haber escuchado el parecer de la
Congregación de Propaganda Fide, el dicasterio
vaticano que se ocupa de las misiones, el p. Allamano se
convenció de la urgencia de fundar a las hermanas. Pero,
ante su perplejidad, decidió ir a hablar con Pío X.
Durante la audiencia, le presentó con mucha simplicidad
su principal objeción: "Santo Padre, yo no tengo la
vocación de fundar una congregación femenina".Y el
Papa Sarto, a quien nunca le faltó sentido del humor, le
respondió sonriendo: "Si no la tienes, te la doy yo".
¿Se le puede decir “No” al Papa? Regresando a
Turín, el canónigo enseguida se puso manos a la obra. El
29 de enero de 1910, entraban en la "Consolatina", las
hnas. Celestina Blanco y Dorotea Marchisio, dos
religiosas Josefinas, llamadas por el Padre Allamano para
iniciar la obra. Pronto llegaron las primeras postulantes: a
mediados de mayo eran siete, ese mismo año llegaron a
quince y en 1911 ya eran más de treinta. Hubieran podido
ser más, pero el Allamano frenaba los entusiasmos; era
riguroso en la elección de las vocaciones; con su gran
44
intuición entendía al vuelo quién tenía verdadera
vocación y quién no. Él quería que sus hijas recibiesen
sobre todo una sólida formación, y a esta se dedicó
personalmente a través de su presencia asidua y de las
famosas "conferencias", verdaderas charlas formativas
que les daba especialmente los domingos (serán más de
500 las que han sido transcriptas y conservadas).
El 5 de diciembre de 1912, algunas religiosas se
trasladaron de la "Consolatina" al edificio nuevo, más
grande, ubicado en la calle Ferrucci -donde ya se habían
establecido los misioneros en 1909,- convirtiéndose esta
en la Casa Madre de los dos institutos. Las misioneras ya
tenían su propio hábito (la primera toma de hábito se hizo
el 21 de noviembre de 1910), de color gris en lugar del
negro, porque, según el fundador, "en África se mantiene
más limpio."
Se siembra en Anfo
Mercedes tuvo su primer contacto con los
Misioneros de la Consolata en 1905 cuando el padre
Ángel Bellani llegó a Anfo, para dar su último adiós
antes de embarcarse para África. Este, siendo un joven
clérigo, estuvo casi un año haciendo su servicio militar
en la fortaleza, dando vida a la parroquia, al oratorio y a
la Casa Rural, en plena armonía con el padre Pelizzari y
su hermana Dominga. Obviamente, se relacionó mucho
con el organista y su familia. Posteriormente, regresó al
pueblo como diácono invitado por el párroco para
predicar durante el viernes santo, y finalmente como
sacerdote, para celebrar una de sus primeras misas.
La vocación misionera había nacido en él durante
los años del seminario. Esto no debe sorprendernos, ya
45
que en la historia de la católica Brescia emergen figuras
de grandes misioneros: el beato Juan Bautista Zola,
jesuita mártir en Japón en 1626; el padre Julio Aleni
(1582-1645), también jesuita y misionero en China, que
fue llamado el "Confucio Occidental"; y especialmente el
beato Daniel Comboni.
Durante una de sus visitas a Anfo, el padre
Bellani había despertado la vocación misionera en un
joven trabajador del lugar: Bartolomé Liberini. Este,
predicando desde el púlpito, dijo: "Yo voy a ir muy lejos,
para anunciar el Evangelio en África. Voy a ser un
misionero de la Consolata y espero encontrarme pronto
entre las tribus del Kenia". En aquellos días estaba
esperando el permiso del obispo para ingresar en la
congregación, donde empezaría su formación específica.
El 1º de enero de 1905, vigilia de su embarque
para Africa visitó por última vez Anfo. El día después,
viendo al padre Ángel montado en el carruaje, mientras
se dirigía a la estación del tren, le confío su deseo de
marcharse con él. Pero no pudo realizar prontamente
este deseo, porque su padre murió al poco tiempo, y
siendo él, el mayor de los hermanos, tuvo que quedarse
en casa para ayudar en el mantenimiento económico de la
familia. A los veinte años vuelve a intentar otra vez; fue a
hablar con el canónigo Allamano, quien le exhortó a ser
un hermano laico (coadjutor), debido a las necesidades de
las misiones. Partiría para Kenya en 1912.
La predicación del P. Bellani, no había
impresionado solamente a Bartolomé, sino también a
Mercedes, que tenía entonces, poco menos de catorce
años. De todos modos, entre los dos, hubo más de un
intercambio de ideas sobre el proyecto común. El diario
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del padre Bellani sobre el viaje de Turín a África,
publicado por entregas desde agosto hasta diciembre de
ese mismo año 1905 en el semanario diocesano La Voz
del Pueblo, contribuyó en los meses siguientes a
aumentar el entusiasmo en el corazón de los dos jóvenes.
Una parroquia en crisis
En 1907, sucedió en Anfo algo que
inesperadamente provocó mucha confusión en la
parroquia. El 27 de diciembre de 1906 había muerto el
buen párroco padre Pelizzari y para nombrar al sucesor,
en ese tiempo, se usaba una praxis distinta a la actual: se
convocaba una asamblea popular en la que el obispo
presentaba una terna para elegir a uno de los candidatos
propuestos en la misma. La gente indicó al padre Luis
Sandri, quien como coadjutor había demostrado su
capacidad logrando buenos resultados sobre todo durante
la enfermedad del padre Pelizzari. Pero, con gran
sorpresa para todos, el obispo no incluyó en la terna el
nombre del p. Sandri, porque "se había ordenado hacía
poquísimo,", es decir, era demasiado joven todavía.
Esta decisión fue mal vista por la gente de Anfo.
Casi de inmediato, comenzó una especie de “tira y
afloja” en el que se vio involucrada una parte de la
población: administradores municipales, empleados, el
gobernador, el Vicario foráneo y el obispo. La curia
intentó calmar los ánimos, pero sin lograrlo. En parte,
porque había quienes tenían interés en avivar las llamas
de la discordia, sobre todo la prensa laica, especialmente:
El Asno y el periódico socialista ¡Adelante!, esto, en un
momento en que los ataques anticlericales provenientes
del otro lado de los Alpes tenían algunos ecos también en
47
Brescia. Por las calles aparecieron carteles en favor del
padre Sandri, y hasta hubo quien acusaba al arcipreste de
Idro de favorecer el nombramiento de uno de sus
coadjutores, el padre Luis Brosio.
A este punto, el padre Sandri, con la intención de
contribuir a una solución pacífica del caso, se fue
repentinamente de Anfo, dejando a la iglesia
completamente desamparada. Los administradores
eclesiásticos la cerraron, permitiendo su apertura sólo al
sacristán para el rezo del rosario.
No fue suficiente que el p. Brosio retirase su
candidatura. La gente empezó a bajar a la calle: una
veintena de mujeres y grupos de jóvenes exaltados
propinaron una golpiza a base de chancletazos a un
ciudadano considerado allegado a la curia, obligándole a
encerrarse en su casa.
El caso también interesó a la prensa. Después de
haberse celebrado un funeral sin sacerdote, en la
publicación de El Ciudadano de Brescia, en un artículo
bajo el título "Dolor y deshonor", se comentó esta
situación parroquial: “De recuerdos de hombre, -el
cronista que se firmaba: El último ciudadano de Anfoescribió: “nunca se ha encontrado a la parroquia de Anfo
en un estado tan deplorable y vergonzoso como ahora.
Dividida en partidos muy obstinados, nuestra iglesia
cerrada, las funciones sagradas suspendidas, privados de
la Misa, de los sacramentos, y hasta de la asistencia a los
moribundos y a los muertos, y por si fuera poco,
convertidos en el murmullo del Valle. ¡Ah! Pobres y
santos nuestros difuntos párrocos, ¿habrían pensado que
su querido pueblo de Anfo hubiese caído alguna vez en
tan miserable estado? ¡Oh, qué pronto nos hemos
48
olvidado de los continuos ejemplos de mansedumbre que
ustedes nos dieron durante tantos años!".
Pero ni siquiera esta denuncia fue suficiente para
calmar los ánimos. La renuncia "por razones de salud" de
Don Sandri desencadenó nuevos disturbios, mientras en
la torre del pueblo se izaba la bandera roja y el día de la
fiesta patronal (santos Pedro y Pablo) en la plaza una
banda musical interpretó himnos patrióticos.
La iglesia permaneció cerrada por largo tiempo.
Hubo un nombramiento, luego revocado, del padre
Rinaldo Giuliani como ecónomo; finalmente, en
septiembre, se llegó a un acuerdo con el nombramiento
del padre Francisco Capitanio, quien hizo su ingreso en
la iglesia el 29 de junio de 1908. Un óptimo párroco, que
supo allanar las dificultades y unir a la población con una
inteligente pastoral y un contacto constante con todos.
Obviamente, la familia Stefani fue una de las primeras en
asegurar al sacerdote cualquier tipo de colaboración.
La crisis parroquial, sin embargo, no pareció
haber influido en la vida espiritual de Mercedes; sino más
bien le ayudó a intensificar su formación ascética,
preparándose a vivir su elección religiosa, con un estilo
de vida orientado a una gran austeridad: renunciando a la
música, al cuidado de su hermoso cabello, inventando
pequeñas penitencias y mortificaciones, una serie de
"florecillas" que eran signo de su entrega total a Jesús.
Un día, papá Stefani sorprendió a su hija en la
calle, hablando con Bartolomé, que se estaba preparando
para ir a Turín. Esta situación no le gustó, aún sin saber
el motivo de su conversación. Según los cánones de la
época, una chica no debía detenerse a charlar en público
49
con muchachos. Por esta razón, en ese momento dejó
escapar palabras de reproche. Pero este malentendido se
aclaró más tarde pues en ese día Mercedes le pidió a su
padre el permiso para entrar con las Misioneras de la
Consolata. Esta había hablado anteriormente con el padre
Capitanio, quien asumió la tarea de preparar a Stefani
para una separación que le resultaría particularmente
dolorosa.
Su "Regla de vida"
Tenemos también de ese período de maduración
vocacional una "Regla de vida" que Mercedes había
encontrado tal vez en un libro de piedad de la época. Más
allá de algunos detalles que hoy podrían hacernos sonreír,
esta regla nos da una idea de la fuerte espiritualidad de la
joven. Reportamos aquí algunos extractos del largo texto
original, a través de los cuales podremos comprender los
comportamientos de la misionera hermana Irene.
Un alma que cultiva la mortificación de sí misma,
procura vigilar sus sentimientos y por lo tanto con
respecto:
A LOS OJOS
No se pone frente a las ventanas ni a la puerta
por curiosidad.
[...] Recreándose con la vista del campo, de las plantas y
de las flores, pasa a admirar la belleza, sabiduría, el
poder y la bondad de su Dios, al cual se dirige con
jaculatorias, y otras veces se mortifica con no mirar.
En las iglesias no tiene ojos para ver quién entra
o quién sale, las modas, la elegancia la forma de
50
actuar…, sino que los mantiene fijos en el Tabernáculo o
en las imágenes, o de hecho, cerrados.
AL OÍDO
No puede soportar) murmuraciones ni siquiera
ligerísimas o delicadísimas, más bien corrige con
caridad, humildad, sin desprecio hacia quienes hablan, o
directamente se va; y no pudiendo, baja la vista y no
responde palabra...
Lo que por necesidad escucha contra su prójimo,
no lo cree, y se olvida.
[...] No es curiosa en referencia a la vida de los
demás, ni siquiera de cosas del de espíritu, no hablando
jamás, ni siquiera de sí, se nutre en cambio de la palabra
de Dios, a través de los sermones, conferencias y
razonamientos espirituales con alguna persona buena o
amiga.
AL OLFATO
[...] Si entra en jardines y huertas no cortará sus
flores o si otro se las da lo agradece, pero ofrece un
sacrificio al Señor y no las huele ni se las lleva.
[...] )(Cuando visita o asiste) a los enfermos no
muestra externamente ninguna repugnancia ante los
malos olores, pues sabe que Jesús la recompensará con
la suavidad de sus preferidos.
EL GUSTO
(Precede la comida con la bendición y la más
recta intención.
51
[...]Procura con San Jerónimo que el vientre más
bien se lamente por la escasez, que se alegre por la
saciedad, y esto en mérito del alma y la salud del cuerpo.
[...] No pidas nunca la cena, y tal cosa, o
condimento, pero recibe todo lo que te ofrezca) sin queja
alguna.
[...] Los vinos delicados u otros licores no se
beben a no ser que nos sea ofrecido, y siempre con
moderación, sin alabar, criticar, o buscar la calidad, y
sin saborearlos bebiendo a sorbos como quien sirve al
vientre.
Es evidente que hoy ciertas cosas no se pueden
compartir así, al menos en la forma. No obstante,
permanece lo esencial, y es que se llega a la perfección a
través de pequeños gestos cotidianos, de renuncias
secretas, de pensamientos de amor enviados aunque sea
con sólo una jaculatoria. Aquellos que están
familiarizados con las historias de los santos, reconocen
este estilo de vida.
"Misiones al pueblo"
Mercedes, mientras se preparaba para cumplir su
sueño, continuaba su apostolado siempre con mayor
intensidad. Justamente Antonio Fappani define la
actividad de la joven, sobre todo en los meses de verano
en la Carpeneda, como verdaderas y oportunas "Misiones
al pueblo", con resultados concretos, visibles. En este
sentido existe un testimonio muy significativo en su
ingenua frescura: es el de Nina Bondoni, una de aquellas
niñas que oraban con Mercedes en el pajar: "Íbamos a
rezar con ella -ha narrado la mujer en 1986-porque nos
52
daba un pedacito de azúcar; lo daba sólo a los que
rezaban con más devoción y estaban más atentos; a los
otros no. ¡Imaginen lo atentos qué estábamos! Bien
pueden pensar, que hacíamos lo que fuera con tal de
recibir el azúcar. Y en aquel tiempo, los panes de azúcar
eran de aquellos que se rompían con martillo. Ah, sí, sí,
decíamos las oraciones bien ordenados. Yo nunca fui a la
clase de catecismo que la Hermana Irene enseñaba en la
iglesia porque era muy pequeña todavía, pero recuerdo
que nosotros, los Bondoni íbamos todas las tardes a su
henil para rezar. Ella casi siempre estaba allá, en el
establo donde también tenían vacas [...]. Recuerdo que
cuando nos hacía rezar, debíamos recitar todos los
misterios, los mandamientos, los preceptos; después nos
hacía repetir: "Señor te encomiendo mí alma, chéla del
mèbobà, chéladèlamè mama, chéla dei mè fradèi, dèle mè
sorèle, pèo’ a töc; i mé decà e töc; i pecatori” (la de mi
papá, la de mi mamá, la de mis hermanos, la de mis
hermanas y toda mi casa y de todos los pecadores). Nos
hacía recitar oraciones tan largas, que muchas veces nos
adormecíamos [...]., Apenas podía, ella iba a todas las
Misas y parecía un carabiniere (policía italiano) quien
marchaba). Y entonces se caminaba con zuecos y el suelo
estaba lleno de grava Pero la recuerdo alegre y
desenvuelta".
La hermana Juana Paula Mina, que a principios de
los años sesenta se trasladó a Anfo para entrevistar a las
antiguas compañeras de Mercedes pudo constatar con
que entusiasmo y dedicación esta muchacha se ocupaba
de las niñas haciéndoles rezar y preparándolas para la
comunión semanal.
53
Cuando Mercedes saldrá de casa para hacerse
religiosa, su hermana Ester continuará con estas
reuniones. "Pero -escribe la hermana Juana Paula- las
chicas concurrieron dos veces y luego no aparecieron
más. Ester era buena, pero no era Mercedes, comentaron
las jóvenes... ".
Capítulo V
Misionera de la Consolata
La ida a Turín de Bartolomé Liberini le hizo
comprender a Juan Stefani que Mercedes se estaba
preparando para dar el mismo paso. "¡Papá, déjame ir!"
se había vuelto un estribillo cotidiano. Stefani dudaba;
Mercedes no tenía aún veinte años (en ese tiempo la
mayoría de edad se alcanzaba a los 21 años) y él quería
asegurarse de que su vocación era auténtica, y no se
trataba de un entusiasmo pasajero. Quizás, estos
pensamientos no eran más que una excusa para retrasar la
54
despedida de su hija tan querida y cuya falta sufriría
durante largo tiempo.
Sabemos que fue el padre Capitanio quien se
encargó de preparar el terreno, aunque a él también le
apenaba tener que privarse de la mejor colaboradora
parroquial. Pero había una razón que seguramente
convencería tanto al buen Juan como al buen padre
Francisco: ese "fiat" (“que así sea”), que en casa de los
Stefani era la jaculatoria más frecuente y que se había
escuchado tantas otras veces, en circunstancias más
dramáticas, como la muerte de siete niños y de la señora
Anunciación. Así pues, se comenzaron los preparativos
para la partida de Mercedes.
El 5 de mayo de 1911 el padre Capitanio escribió al
canónigo Allamano. Vale la pena leer esta carta, que fue
precedida por una primera petición menos detallada:
“Muy Reverendísimo y Estimadísimo,
Ya estamos listos. La joven Stefani Mercedes de 20
años, de quien ya le había hablado, parece realmente
llamada por el Señor a su Instituto y se prepara con gran
deseo de entrar en él si es aceptada. Ha visto las
condiciones y sobre éstas me permito preguntarle sobre el
N º V y el N º VI. La joven es de familia excelente, pero
económicamente vive del trabajo cotidiano. A la muerte de
su papá, lo que eventualmente quedara podría dividirse
entre cuatro hermanas y la madrastra. Esto es lo que a mí
me consta. Por favor, le ruego que me aclare un poco sobre
estas cuestiones.
En referencia al ajuar que debe preparar: tengo
también una pregunta; ¿Es necesario que tenga todo y de
inmediato? La joven ha estudiado hasta el segundo año de
la escuela técnica y su inteligencia y memoria me parecen
buenas.
55
Disculpe Rvdo. Padre si le molesto tanto: es el
Señor quien me dice de hacer así con el fin de cumplir su
Santa Voluntad en una vocación y para hacerle ganar
siempre más méritos a Ud.
¿Bartolomé sigue bien?
Humildemente, le mando mis saludos, encomendándome
por medio suyo a nuestra Veneradísima Consolata,. (De
usted afectísimo,
Padre Francisco Capitanio".
Podemos imaginar que las pequeñas cuestiones
sobre el ajuar hayan sido resueltas inmediatamente por el
Allamano: él necesitaba personas dispuestas a todo para
salvar almas, considerando las demás cosas como algo muy
secundario.
Los
Stefani
habrían
contribuido
económicamente según sus posibilidades. Solamente faltaba
el permiso del padre. Después de haber mandado la referida
carta, Mercedes intensificó la oración. La veían muy a
menudo, absorta ante el sagrario o ante el altar de la Virgen
en espera de la gracia. Por su parte, el párroco habló
nuevamente con papá Juan quien, el 11 de mayo, tomó
papel pluma exponiendo su parecer con unas breves líneas:
"El abajo firmante padre de la menor Mercedes, aunque de
mala gana, le permite ingresar en el Instituto de las
Misiones Extranjeras de la SS. Consolata en Turín y se
somete a lo que los superiores consideren conforme a la
voluntad de Dios. Atentamente, Juan Stefani. "
Era eso lo que el padre Francisco y Mercedes
esperaban. Ese hombre había resumido su desasosiego
interior en las palabras: “aunque de mala gana”, que
manifestaban el sufrimiento de quien estaba llamado a
aceptar un nuevo sacrificio, y “conforme a la voluntad de
Dios”, con las que respondía como cristiano, a la luz de la
fe, a la llamada divina de su hija. Sus hermanas recibieron
56
la noticia sin entusiasmo; tendrían que trabajar más en casa,
sin el torbellino de Cede. Pero más tarde se dieron cuenta
que su hermana estaba a punto de dar un salto de cualidad
que con el tiempo tendría un impacto positivo incluso en la
familia (Antonieta la seguiría después ingresando en el
mismo Instituto, tomando el nombre de hna. Teófila).
No había tiempo que perder. Al día siguiente, el
padre Capitanio escribió nuevamente al padre Allamano
enviándole una carta “con documentación personal” se
trataba de una ficha” con todos los datos de la joven y el
"certificado médico" de salud. Ahora sólo faltaba establecer
la fecha de su partida.
Cuando se enteraron en el pueblo de la decisión de
Mercedes, no se sorprendieron mucho. Sobretodo, quienes
más sufrieron fueron sus niñas, pues se habían
acostumbrado a ser guiadas por ella. Alguna lloró.
Mercedes les explicó que: cuando Dios llama hay que
responder con generosidad; que hay Almas que salvar,
(siempre escribirá esta palabra con mayúscula) esto es lo
más importante que un cristiano debería hacer; que elegir a
Jesús como esposo, era el regalo más hermoso del mundo,
aunque supusiese sacrificio, que el premio otorgado por este
sacrificio sería grandísimo. Preparándolas para la
despedida, les decía, como nos hace saber la Bondoni: "Ya
no seré yo quien les haga decir las oraciones. Pero ustedes
las van a decir igual, y también por mí, que me voy lejos,
lejos, muy lejos". Pero, “¿adónde se irá tan lejos?", se
preguntaban asombradas. Lo sabrían en su momento.
Aquel 1911 fue un año importante para el mundo de
la ciencia: había sido descubierto el modelo del átomo, por
el famoso físico Ernesto Rutherford, quien fue galardonado
en 1909 con el Premio Nobel, en tanto el explorador
noruego Roald Amundsen Engelbert, el 14 de diciembre
llegó al Polo Sur. Políticamente, para Italia fue un período
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delicado: en septiembre, las tropas italianas ocuparon Rodas
y el Dodecaneso, y más tarde Libia, anexándola, mientras
tanto se iba agudizando la crisis en los Balcanes que
finalmente desembocó en la Primera Guerra Mundial.
Adiós para siempre
El lunes, 19 de junio, vigilia de la fiesta litúrgica de
Nuestra Señora de la Consolata, Mercedes dio el adiós al
pueblo de Anfo y al lago a los que nunca más volvería a
ver. Fue un momento de intensa conmoción para todos los
presentes: desde sus hermanas, inmóviles en la puerta al
lado de la madrastra, a "sus" niñas; desde los parientes hasta
a los vecinos, muchos de los cuales habían compartido con
ella la experiencia de la fe vivida. "Viva Jesús, viva María",
dijo Mercedes abrazando a la viuda Mabellini, quien la
despertaba durante el invierno tirando la cuerdita de la
campana. Y la respuesta fue la misma: "Ahora y siempre."
Para comprender la magnitud del sacrificio de esta
muchacha es necesario retroceder a aquellos tiempos, en los
que cuando se salía de Italia hacia otro continente,
significaba, la mayoría de las veces, no regresar más. Este
era el caso, a veces dramático, de tantos emigrantes. Hoy,
gracias al transporte aéreo, no existen las distancias,
mientras que en aquella época, el adiós era definitivo, sobre
todo con las personas ancianas. Mercedes seguramente
habría pensado en esto, pero en ella la alegría de poder
dedicarse a la misión anulaba todo arrepentimiento.
Después de mirar por última vez a su casa y a la iglesia
cercana, subió en la carreta del papá, sentada entre él y el
padre Capitanio y, agitando el brazo en señal de saludo,
salió para Turín.
Era la primera recluta bresciana del Instituto del
Allamano. La superiora de la comunidad naciente era
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entonces la hna Celestina Blanco de la congregación de las
hnas. Josefinas de Turín. Una experta educadora, exigente y
de mano firme, quizás demasiado, según el fundador. De
todos modos, él dirá más tarde: "De todas las hermanas, ella
es quizá con la que menos hablé, pero a quien conocí
mejor".
Llegaron de noche a Turín. Juan Stefani, atravesado
el umbral de la "Consolatina", fue recibido por la madre
Celestina. Según el relato de la hermana Margarita De
Maria, él se arrodilló delante de la superiora "para confiarle
su tesoro, su amada hija". La hermana también recuerda
haberse cruzado con Mercedes en la escalera que conducía
al primer piso: y "Me hizo una respetuosa reverencia relatócon una hermosa sonrisa. Esa inolvidable sonrisa estuvo
siempre presente en su rostro, como postulante y como
novicia, como profesa y como misionera". En pocos
segundos, la hermana Margarita había percibido una de las
características de la futura Hermana Irene, con la que se
ganaba la simpatía de todos.
Dos días más tarde, los tres pudieron ver
personalmente al fundador. También esta vez Mercedes y
su padre se arrodillaron, como para confirmar un
ofrecimiento que a ambos costaba, pero sabían era
agradable a Dios. El canónigo los bendijo, afirmando que
había sido la Virgen Consolata a mandarle esta joven
precisamente, en la víspera de su fiesta. Después, mientras
Mercedes entraba en la comunidad femenina, donde ya se
había instalado para iniciar el postulantado, él invitó a
almorzar al párroco y a Stefani, a quien regaló un cuadro de
la Virgen Consolata, “puesto más tarde" en la iglesia
parroquial, en cuya sacristía se encuentra todavía en
memoria de la primera misionera de Anfo. En el reverso se
lee: “Recuerdo que me ha sido dado por el Monseñor
Canónigo Rector de la Consolata en Turín el día 21 de junio
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de 1911 con ocasión del ingreso de mi hija Mercedes a la
vida religiosa en el Instituto Misionero de la Consolata ".
Sigue la firma: "Stefani Juan organista."
Las primeras semanas sirvieron a Mercedes para
ambientarse. No le llevó mucho tiempo, porque en seguida
se encontró como en familia. Madre Celestina, experta
conocedora de almas, enseguida quiso tener una idea de
como era la nueva postulante, la hizo llamar para un primer
interrogatorio. Le preguntó si sabía coser, cocinar, qué
estudios había hecho. Mercedes respondió con sencillez
afirmando que sabía hacer "un poco de todo”. La Madre le
hizo ver una campanilla, diciéndole que debía correr a
donde estuviese ella cada vez que la oyera tocar. Era un
modo para poner a prueba la obediencia y la disponibilidad
de la joven, quien, sin embargo, estuvo a la altura de las
expectativas. Donde se encontrase: en el desván, en el
sótano, en el jardín, en la escuela, en la iglesia, donde
hubiera algo que hacer, al oír el sonido de la campanilla,
enseguida salía corriendo. Se preparaba así para las duras
fatigas de la vida misionera. Además, el fundador en una de
sus "conferencias", les había dicho, "Ustedes son y tienen
que ser las columnas del Instituto: columnas sólidas,
fuertes”. “Almas acostumbradas a realizar cualquier
sacrificio, dispuestas a todo. Aquí dentro quiero gente
elegida, de primera calidad, gente que no se busca a sí
misma, sino sólo a Dios y a las almas [...]. Se es santo y se
es útil a la salvación de las almas sólo si se es humilde.
Traten de ser tenidas por nada. No quiero que se hagan las
tontas, pero si los otros no las tienen en cuenta, y ustedes
pueden decir: “nadie se interesa por mi” ¡Oh, qué cosa
hermosa! Sí, hay que reconocerse una nada, considerarse un
trapo, la última de la Comunidad." Es más, les digo: "La
obediencia contiene todas las virtudes. La obediencia
destruye la soberbia, trae la paz, asegura el éxito en el
60
apostolado. La obediencia es la viveza de los santos, un
talismán que dora todas las cosas”
Con sencillez infantil
Mirándolo bien, el haberse impuesto aquella "regla
de vida" había sido para
Mercedes un precioso
entrenamiento: De hecho, ella se adaptó perfectamente a las
órdenes que le venían dadas, incluso a las más
extravagantes y también a los reproches (a veces totalmente
inmerecidos) que la Madre Celestina le dirigía para probar
su carácter. La Hermana Antonina Tessari ha declaró que
cuando no sabía hacer algo por falta de práctica era
amonestada por la Madre, la Beata "se humillaba, pedía
perdón y en penitencia se ponía de rodillas [...]. La Madre le
decía: "Trata de poner más atención, no eres una niña. Aquí
dentro, no aceptamos niñas. "Y ella en su cuaderno anotaba
con gran serenidad: "Sigamos adelante en el camino de la
perfección con la sencillez de un niño, abandonándonos
completamente a la Santa Voluntad de Dios que todo lo
orienta para nuestro bien". Unos veinte años atrás, en el
Carmelo de Lisieux, la hermana Teresa del Niño Jesús y de
la Santa Faz, decía más o menos las mismas cosas,
inaugurando la vía maestra de la infancia espiritual.
En diciembre, Mercedes fue sometida a una visita
médica en Turín por el Dr. GB Boccasso quien la encontró
lo suficientemente sana como para ser admitida en el
Instituto. Al mes siguiente, el 28 de enero de 1912, después
de haber hecho los ejercicios espirituales, recibió
finalmente la tan esperada toma de hábito junto con otras
cinco postulantes. Una vez que el fundador bendijo su
hábito, según la costumbre de entonces (cesada después del
Concilio Vaticano II) Mercedes cambió su nombre por el de
61
hermana Irene. Lamentablemente, ninguno de sus
familiares pudo estar presente en la ceremonia.
Comenzaba así los dos años de noviciado. Aquí se
descubrió que la Stefani no era, después de todo, aquella
campesina con tantas limitaciones que decía ser, incluso
cuando se hacía corregir las cartas que mandaba a los suyos
por compañeras que apenas habían terminado el tercer
grado de escuela primaria.
Madre Blanco le confiaba las tareas más dispares,
pero a veces Irene asumía también las de las demás, en todo
actuaba sin pensar a sí misma y con una obediente
escrupulosidad. Por ejemplo, un día, sintiendo que tenía
fiebre, le pidió permiso a la superiora para no participar en
el paseo habitual de los jueves, que tenía como destino la
villa del padre Allamano en Rivoli, y se recorría a pie una
docena de kilómetros de ida y tantos otros de vuelta. La
Madre le aconsejó meterse en la cama hasta que viniese la
enfermera para darle una medicina. Ocurrió que madre
Blanco recibió una llamada de urgencia para ir fuera de
Turín a realizar un trámite y se olvidó de avisar a la
enfermera. Cuando las jóvenes regresaron de Rivoli,
ninguna de ellas pensó en la compañera, convencidas de
que alguien la habría atendido.
A la mañana siguiente, la hermana Irene rogó a una
compañera que fuese a pedir a la madre una autorización de
levantarse para asistir a la Misa. Finalmente, la enfermera,
llegó y constató que, mientras tanto, y por suerte, la fiebre
había bajado. La superiora no la libró de la acostumbrada
regañina, esta vez por "demasiada obediencia"; le dijo a la
hermana Irene que tenía que haber llamado a alguien para
que avisase a la enfermera y no quedarse día y noche sin un
calmante. La novicia no dijo nada, por el contrario, cuando
había que soportar en silencio una fuerte humillación, hasta
¡parecía feliz! Madre Celestina a veces exageraba
62
demasiado con Mercedes; a motivo de esto, algunas
novicias fueron a hablar con ella para pedirle que exonerase
a la Beata de culpas que no había cometido, y por las cuales
la superiora la había reprendido severamente. La Blanco
respondió así a una de ellas, la hermana Cristina Moresco,:
"Lo sé, no sólo en esta sino en otras muchas ocasiones no
era la culpable; pero es una santa, se convertirá en el
modelo de las demás; y por eso puedo tratarla así; cosa que
no haría contigo, que no eres capaz de soportar que se te
diga nada". Continúa relatando la hermana Cristina: "Irene
estaba tan convencida de ser el trapo de la Comunidad, que
no dejaba de agradecer a quienes le dijeran algo". La
hermana Verónica Puricelli confirma: "Tenía una verdadera
sed de ser la pequeña sierva de sus Hermanas, ella
consideraba como su deber poner orden a todo el desorden
que hubiese en la casa; cosa que le ocasionó muchas
regañinas porque alguna vez llegaba tarde a los actos
comunes".
La metodología de la superiora no estaba en
consonancia con la del fundador, aunque él nunca lo dijo
públicamente. Pero, apenas tuvieron lugar las primeras
profesiones, él eligió) entre las once misioneras a la nueva
superiora: la hermana Margarita De Maria, aquella que
quedó impresionada por la sonrisa de Mercedes. Era el 11
de mayo de 1913. La naciente congregación ya podía
caminar por sí misma. Madre Blanco regresó a su
comunidad de las hermanas de San José: a ella el mérito de
haber encaminado el Instituto del Allamano y de haber
hecho aflorar las virtudes de la Beata, a la que propuso, ya
desde entonces, como un modelo a imitar.
El noviciado es el período más importante para una
religiosa: tiene como finalidad tomar conciencia del carisma
propio del Instituto, experimentar su estilo de vida,
conformar la mente y el corazón, según ese espíritu y
63
verificar la idoneidad de la candidata para su admisión a los
votos. Particular importancia tiene la ascesis, es decir, el
esfuerzo introspectivo constante para conocerse a uno
mismo y seguir mejorándose ayudados por la oración y de
la meditación de la Palabra de Dios.
Un reflejo de este particular fervor en que la
hermana Irene vive se vislumbra ya en las cartas que
escribió a sus familiares.
Veamos, por ejemplo, lo que escribió a Ema el 7 de
diciembre de 1912: "Aquí, donde aprendo más sobre Dios,
donde lo puedo conocer mejor y amarlo siempre más, he
comprendido y te puedo asegurar que la única prueba que
podemos darle de nuestro amor es (la de aceptar, como
Jesús,) todas las cruces, contrariedades, tribulaciones, que
Dios provee a todas sus criaturas en este mísero exilio; y es
en esto que se distingue quienes son los verdaderos hijos de
Dios. Nosotras, las religiosas, gracias a la formación que
hemos recibido, sentimos que son necesarias las cruces para
asemejarnos a nuestro Esposo Celestial, en quien no
encontramos más que consolaciones; podemos decir que la
cruz es como nuestra sombra: si se la sigue, ella no escapa,
y si huimos de ella, nos sigue [...]. De buen ánimo estamos
siempre dispuestas al querer de Dios, anhelantes, muy
felices, es más, quisiéramos poder dar alguna prueba de
amor al buen Jesús que nos está preparando una corona
imperecedera, proporcional a los méritos adquiridos en
nuestro padecer por amor a él, y en cumplir bien su santa
Voluntad". Es la lección paterna que ha encontrado un
terreno fértil en el corazón de Mercedes.
De aquel tiempo no poseemos muchas cartas
dirigidas a los miembros de su familia, pero todas
confirman el fuerte vínculo que tenía con su papá, sus
hermanas y también con su madrastra, con quien no vivió el
tiempo necesario como para conocerla a fondo, pero a quien
64
siempre se dirigió con afectuoso respeto, viendo en ella a la
persona capaz de llenar, al menos en parte, el vacío causado
por su partida.
En cuanto a cómo su trabajo ascético la refinó, lo
evidenciamos en algunas expresiones dirigidas a sus
hermanas, a quienes pide perdón ¡por sus torpezas, y por el
mal ejemplo dado! Durante este tiempo Ema se había
casado, mientras que Ester seguía al lado del papá como
secretaria a tiempo completo y las dos "pequeñas", Mrieta y
Antonieta, estudiaban en un colegio de Brescia. A estas
últimas, la Hermana Irene aconseja de obedecer a las
religiosas que las educan, "Acuérdense que mientras estén
con ellas, nuestros padres les han delegado su autoridad).
Sean dóciles a sus enseñanzas. No olviden nunca la
paciencia y la caridad que usan con ustedes, y pongan la
debida atención para sacar mucho provecho de todas sus
enseñanzas. La hermana Irene aconseja, exhorta, porque en
el fondo se considera todavía su “mamita” espiritual "Sean
agradecidas -insiste- con todas, pero sobretodo con aquellas
que caritativamente las corrigen en sus defectos. ¡Ah, si
comprendieran el verdadero amor de quienes nos ayudan a
conocer lo que nuestra naturaleza por sí sola nunca podrá
convencernos".
Insiste particularmente en dos devociones: a la
Virgen y a los ángeles custodios. En octubre de 1912
escribió a su madrastra recomendándole el rezo del rosario
"al menos una tercera parte todos los días y con verdadera
devoción, meditando seriamente sobre lo que los misterios
nos recuerdan y las excelentes oraciones que repetimos; así
también nosotros podremos gozar de los frutos abundantes
que provienen de ello, especialmente el preciosísimo don de
una santa muerte".
La devoción a los ángeles de la guarda fue inculcada
particularmente por el Allamano a sus misioneras, quienes a
65
veces se veían obligadas a viajar y a trasladarse de aquí para
allá en tierras desconocidas: en las estepas o en el bosque,
el peligro estaba a la vuelta de la esquina, incluso hoy;
imaginémonos como sería en aquel tiempo. La hermana
Irene quedó muy impresionada por una conferencia de
madre Blanco sobre los Ángeles, quien escribe, en
diciembre del mismo año, "A los Angeles nos les ha
confiado Dios, desde el primer momento de nuestra vida
como fieles compañeros, guías y consejeros de nuestras
almas, y nos vigilan constantemente asistiéndonos en todas
nuestras necesidades espirituales y corporales. ¡Ah, si
supieran cuantas gracias nos procuran a cada hora y en cada
momento intercediendo ante el buen Dios! Y esto sin que
nosotros nos demos cuenta".
Irene realiza verdaderamente una catequesis a
distancia, a la que se siente casi obligada a continuar en
virtud de la misión a la que ha sido llamada: si hay que
salvar almas, piensa, debemos empezar por aquellas que
nos son más queridas.
Después de la salida de la madre Celestina, el
fundador se ocupó de la formación de las novicias, ayudado
por el canónigo Camisassa. Cada semana y a veces incluso
más a menudo, él reunía a sus hijas y conversaba con ellas;
a través de sus palabras y con su experiencia no común
como director espiritual (el sobrino del Cafasso era también
Rector del famoso Convicto Eclesiástico, donde se
formaron grandes figuras de sacerdotes) fue delineando
cada vez con mayor claridad el carisma del Instituto, que
luego se fue encarnando en la vida de las jóvenes reclutas.
La hermana Irene, siempre atentísima, anota las palabras
del Allamano en su cuaderno, las relee, las medita,
traduciendo todo en propósitos y en un estilo de vida:
palabras que serán para ella puntos seguros de referencia
hasta la muerte.
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El 28 de septiembre de 1913, a pocos meses de
terminar el noviciado, la Beata recibió de manos del
fundador las primeras Constituciones, aprobadas luego por
el cardenal Richelmy. A las hermanas se las presentó así:
"En la redacción de estas reglas, me dirigía realmente Dios,
he aquí, lo que Él pone en sus manos para hacerse santas;
he aquí el medio para llegar a la mayor perfección". Desde
entonces, comenzó a explicarles los diversos artículos para
que todas comprendieran la letra y el espíritu.
Pero, otro acontecimiento importante se estaba
gestando. El 28 de octubre de ese mismo año, el arzobispo
Richelmy entregaba el crucifijo a las primeras quince
misioneras de la Consolata que partían para África,
precisamente hacia Kenya. El 3 de noviembre zarpaba del
puerto de Génova el grupo encabezado por la hermana
Margarita; a la cual sucedería como guía de la comunidad
de Turín la hermana María de los Ángeles Vassallo. La
hermana Irene miró a sus hermanas con santa envidia, con
la esperanza de que muy pronto le tocase también a ella
embarcarse. Mientras tanto, se iba acercando a la meta
soñada: su consagración a Dios mediante la profesión
religiosa.
Enero de 1914: hace frío, pero el corazón de la
hermana Irene está ardiendo. Después de los ejercicios
espirituales, el 29 de enero hace sus votos en manos del
fundador junto con otras cuatro novicias. Con voz firme
pero emocionada pronuncia la fórmula de "juramento"
(inicialmente el Allamano prefería utilizar este término).
Tampoco esta vez ningún familiar está presente. Unos días
antes, en su cuaderno de notas había escrito estas líneas:
"¡Oh Jesús! Si yo tuviera mil vidas, las gastaría por Ti.
Jesús no es más que amor”.
Más tarde, en una tarjeta resume así su programa de vida:
¡JESUS SÓLO!
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Toda con Jesús
Nada a mí
Toda de Jesús
Nada de mí
Todo para Jesús
Nada para mí
¡HOC FAC ET VIVES!
Ahora ya tiene las ideas claras, hay que ponerse
manos a la obra: "Espíritu de caridad laboriosa, de piedad y
de dulzura. Eso es todo", escribe el 21 de septiembre. Sin
saber que pronto partirá también ella para África.
La Grande Guerra
El 28 de junio, es asesinado en Sarajevo el
archiduque Francisco Fernando, heredero del trono
austríaco; después del ultimátum a Serbia, que fue
rechazado, exactamente un mes después, estalla la guerra
(la gran guerra, como lo había definido Pío X). Austria y
Alemania estaban convencidas de que el conflicto quedaría
circunscrito a pocos países; pero en realidad, tras un
sensacional cambio de alianzas, se desataría una reacción en
cadena que involucraría a las grandes potencias mundiales.
Italia, inicialmente no alineada, tras el rechazo austriaco a
ceder las tierras irredentas por la neutralidad, a su vez entró
en guerra, el 24 de mayo 1915.
Inglaterra y Alemania se enfrentaron también en
África, donde ambas poseían colonias: Kenia y la limítrofe
Tanganika (actual Tanzania, era entonces
colonia
alemana).
El padre Allamano y el padre Camisassa seguían
con preocupación la evolución de los acontecimientos:
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existe el peligro que los misioneros que estaban trabajando
ya en Kenia (vieran esfumarse el fruto de sus sacrificios, si
Alemania resultase victoriosa. En el caso de una
participación italiana en el conflicto, el tráfico marítimo
permanecería bloqueado indefinidamente, aislando a los
misioneros de su Casa Madre. Por esto, después de haber
orado largamente, el fundador decide enviar refuerzos a
Kenia. Dado que el tiempo se acorta, la partida se fija para
el 28 de diciembre. La expedición estaba conformada por
cuatro misioneros y cuatro misioneras; entre éstas últimas el
fundador había elegido también a la hna. Irene, quien
informa de inmediato a su papá y al padre Capitanio.
Desgraciadamente, se ha perdido la carta que envío a su
padre, pero tenemos un borrador (con abreviaturas, de tipo
estenográfico, (texto que transcribimos con palabras
completas para una mejor comprensión) de aquella carta
que va dirigida al párroco; "¿Por qué negarlo -escribe entre
otras cosas-, aún manteniendo la promesa hecha, le escribo
con el corazón temblando aunque en mi alma siento toda la
suavidad de la invitación divina y que con todo el fervor del
que soy capaz eleve a la Virgen Santa el himno de acción
de gracias: Mi alma glorifica al Señor que ha mirado la
humildad de su esclava Verdaderamente experimento en
mí como el trono de la misericordia de Dios es la debilidad
y la miseria humana. Como lo hizo con sus amados
apóstoles, el Divino Salvador también me hizo sentir el
llamado de ir a la Misión. Para disponerme mejor a ella, mis
Venerables superiores no desatendieron ningún cuidado
desde el primer momento en que fui confiada a su sabia y
amorosa Dirección. ¿Cómo exteriorizar los sentimientos de
mi alma en este momento? Ante una gracia tan
incomparable siento más que nunca la necesidad de recurrir
a su paternal bondad para pedirle que me recuerde de una
manera especial en la Santa Misa, para la formación de mi
69
alma, y así responder dócilmente a la gracia Divina. Estos
son momentos en los que mi alma sabe que no tiene q .t.
(¿esos talentos?) que debería poseer, sin embargo, lejos de
mi desconfiar... ".
Casi un testamento
El 14 de diciembre, escribe a Marieta y a Antonieta,
quienes lógicamente, estando en el colegio, todavía no
saben la novedad. El tono es de quien no cabe dentro de sí
por la alegría: "Bueno, ¿ustedes no saben -escribe- la gracia
señalada que el Niñito Celestial me anticipó para las Santas
Fiestas Navideñas? Me apresuro a contársela, para que por
favor la compartan con sus Reverendísimas Directora y
Madres Guadagnino y Bona; pídanle la caridad de tenerme
siempre presente en sus oraciones, para que el queridísimo
Jesús me ayude a corresponder fielmente a una gracia tan
sublime. Sí, el Divino Salvador como ya un día llamó a sus
amados Apóstoles, me hizo sentir el llamado de ir a
comenzar mi misión; y el próximo 28 del cte. mes si nada
obstaculiza las disposiciones de mis Veneradísimos
superiores, un grupo de nosotras Misioneras partirá para
África y yo, su felicísima hermana, aunque si indigna, fui
elegida y privilegiada con una gracia tan sublime".
"Queridísimas mías -continúa- no crean que el profundo
afecto que les tengo no me haga sentir el sacrificio de
alejarme sin volver a verlas. Pero, ¿qué quieren? Es Jesús
quien me lo pide; y quien me llama por medio de la
obediencia ¿y como responder de mala gana a tan anhelada
invitación de mi Celeste esposo? Esta tierra .no es más que
un exilio, nuestra patria es el cielo. Allí nos reuniremos con
todos nuestros seres queridos para no separarnos nunca
más. Allí se nos dará la gracia de disfrutar eternamente las
alegrías de la familia. ¡Cuántas cosas podremos decirnos!,
70
porque allí la palabra es importante. Además, creo que
nuestra alegría será más grande, como si nunca nos
hubiésemos separado. Y el sacrificio que todos vamos a
hacer generosamente, Dios nos lo retribuirá en abundancia.
Las bendecirá también en sus estudios, ya que está muy
claro que es su voluntad que ustedes estudien, ya que las ha
puesto allí, donde recibirán una cuidadosa educación. Por lo
tanto, estudien mucho y de buena gana, aprendan bien
también a trabajar. Todo esto nos obliga a ser muy
agradecidas con nuestros seres queridos y bienhechores que
continuamente sacrifican todo, sin mirar a otra cosa más
que su propio bien. Ciertamente, que estaremos mucho, más
unidas también al Niño Jesús, y si tratamos de hacer todas
nuestras acciones por amor a él, sin perder ni siquiera un
instante, él colmará sus deseos y les concederá gracias
particulares".
Quizás, nosotros, no nos hayamos dado cuenta, pero
este es verdaderamente su testamento: la hermana Irene es
consciente de que nunca más volverá a ver su tierra ni a sus
seres queridos y habla de esta dramática laceración porque
así era para todos desde el escenario de la fe, nos veremos
entonces en el cielo.
Por su, parte, a Juan Stefani, ya se le había
comunicado con tiempo de la salida. La rigidez del clima
(es invierno y el frío se hacen sentir) y los numerosos y
apremiantes compromisos familiares no le permitieron
viajar a Turín con sus hijas para saludar a Mercedes. Por
ello, el 14 de diciembre, escribe una carta a la superiora,
Madre María de los Ángeles en la que le pide que permita a
la hermana Irene volver a Anfo para darle el último adiós.
Lo había hablado con el Canónigo Allamano, quien parecía
estar de acuerdo. Papá Stefani hace, sin embargo todo, con
gran discreción; de su escrito trasluce la angustia de la
71
separación inesperada, la cual él enfrenta, una vez más, con
la resignación de un hombre de fe.
"Reverendísima. Madre -escribe- mi hija, la
hermana Irene, me ha hecho saber que los Reverendísimos
Superiores han fijado el 28 del cte. mes como fecha de su
partida para las Misiones, cumpliéndose así el ferviente
deseo de su vocación. Yo ya la había ofrecido al Señor con
lágrimas y resignación, y desde que es suya, nunca permití
ni permitiré que el dolor de una más larga separación
abrume mi fe; ni tampoco ignoraré el sublime y dignísimo
designio del Altísimo al elegir como su servidora a la hijita
de un pequeño mortal como yo. Sin embargo, aguardaba
con gran esperanza que, como me había mencionado el
Reverendísimo Superior, ella pudiera, antes de partir, venir
a verme, venir a despedirse de sus hermanas y de la madre.
Yo no puedo moverme de aquí ni asumir un viaje en este
tiempo invernal. ¿Verdaderamente, no la voy a poder ver?
¡Se me pide un nuevo sacrificio! Sí, a Dios, al creador y
patrón ninguna cosa se le puede negar, pero mi petición a
Ud. Reverenda Madre es natural para un corazón de padre y
no me arrepiento de mi humilde sumisión. Le ruego, por
tanto, de presentar éste, mi legítimo deseo y tener a bien
concederme una respuesta. A la espera de su contestación,
la saludo devota y respetuosamente y con el más profundo
agradecimiento por su santa obra a favor de la formación
espiritual de mi hija. Su muy agradecido servidor Juan
Stefani".
La respuesta, lamentablemente, fue negativa. No
sabemos cómo le fue comunicada, pero para la familia de la
hermana Irene fue motivo de gran dolor. Sin embargo, Juan
aceptó la decisión y lo hizo con una carta de despedida a su
hija que, al igual que las precedentes, merece ser
cuidadosamente meditada mucho más allá de la forma
72
expresiva. Es la confirmación de un alma profundamente
cristiana. Juan la escribió en la vigilia de Navidad.
"Querida hija -inicia entrando inmediatamente en el
meollo del problema- yo esperaba verte, no porque no
hayas estado siempre presente en mi memoria, ni porque
creyese que voy a reavivar tu afecto por mí. Yo sé que tú
me amas y que siempre has mantenido sagrado el afecto
que el Señor te ha puesto con sangre en el corazón. Lo
deseaba, porque también el verte partir era un sacrificio y al
repetir al Señor el ofrecimiento me hubiera parecido que
haría un poco mejor, la parte de San Job. Él también tuvo
que decir repetidamente: “El Señor me ha dado, el Señor
me ha quitado”; el mismo Señor quería que yo lo repitiese
varias veces, como si quisiera demostrar que las cosas a Él
muy queridas, las quiere repetidas con frecuencia. Que se
haga la voluntad de tus Reverendísimos Superiores esto
para ti recuérdalo siempre representa absolutamente la
voluntad de Dios
“Ellos han hecho tanto en el nombre de Dios para
ti… Ellos merecen tu gratitud; pero quisiera que tú pudieras
mostrarles a ellos también la mía. Ninguna cosa más grande
podrían haber hecho por mí, como lo realizado con tu
preparación para el servicio de aquel Dios amabilísimo, que
piensa en mí, aún mezquino, y piensa en todos, hasta en los
más remotos de la tierra, incluso en esos pobres africanos
abandonados por todos".
Y aquí llegamos al paso más emotivo, donde su
padre deja hablar al corazón: "¿Qué diré yo -se pregunta- al
verte partir? Me parece estar cerca del lecho en que
agonizaba tu Mamá, me parece verte cerca de ella, y quiero
algo que ella y yo hemos deseado siempre: que nuestra
familia fuera del Señor, sirviera al Señor y muriese en el
beso del Señor. ¡Querida! Tengo lágrimas en mis ojos. Pero
esto no es nada. Las lágrimas purifican. Tus hermanas Ema,
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Ester, María, Antonieta y tu segunda mamá lloran conmigo.
¡Oh, pero no de dolor! Se llora porque... porque la
naturaleza creada por Dios, quiere su parte. En el fondo del
alma, se te envidia".
Y entonces la pregunta que tiene el sabor de un
presagio: "¿te volveré a ver? Sí, te volveré a ver: aquí, o
donde sea, o en el cielo, ciertamente te volveré a ver. De
hecho, tú orarás por los que aquí permanecemos en lo más
triste de la tempestad, y Dios que nos separa, nos reunirá.
Cuando tus cuidados casi maternos hacia aquellos seres
queridos, por quienes ya siento el amor que Jesús me ha
enseñado, cuando estés en torno a ellos, acuérdate de
cuando eras pequeña, cuando estábamos tu mamá y yo en
torno a ti, y ruega por nosotros. Te tengo en el corazón, y
porque el beso lo has consagrado al Señor, así te saludo con
mucho amor, Junto a mí, tus hermanas. Adiós, querida. Tu
papá te quiere realmente mucho y te da a Dios.
Afectuosamente papá Juan S.”
En aquel entonces el correo funcionaba bastante
bien. Sin embargo, tal vez debido a las fiestas natalicias o al
frío, la carta llegó a Turín sólo por la tarde del 28 de
diciembre, pocas horas después de la partida de la hermana
Irene a Génova. Ella la leyó varios meses después, y no sin
gran emoción y la guardaría durante toda la vida.
74
Capítulo VI
Tokumie Yesu Kristo!
Hoy hay cola para viajar en naves de lujo, para un
crucero que hace escala en varios puertos. El buque
Puerto Alejandrita, en el que se embarcó la hermana
Irene con el grupo de misioneros y misioneras, era uno de
esos viejos navíos que se zarandeaban constantemente
incluso con el mar en calma, creando serios problemas en
el estómago de los pasajeros. Habiendo dejado Génova el
30 de diciembre hizo escala en Livorno y Nápoles,
después, cruzado el Canal de Suez y Port Said, ancló en
Massawua, Aden y Mogadiscio, para llegar finalmente a
Mombasa el 31 de enero de 1915, tardaron más de un
mes para un trayecto que hoy se realiza en pocas horas de
avión.
Durante la travesía pasó de todo, incluso una
violenta borrasca hizo que la nave inclinarse
peligrosamente de lado bajo la violencia de las olas.
Verdaderamente, era como para tener miedo y aún estaba
muy vivo en la memoria el eco de la tragedia del Titanic,
el súper transatlántico, considerado insumergible incapaz
de hundirse, que en la noche entre el 14 y 15 de abril de
1912 había naufragado después de haber chocado contra
un iceberg, dejando más de 1.500 muertos.
Poco a poco, aprovechando las diversas paradas,
la Hermana Irene pudo empezar a conocer el rostro de
África. Ya desde la escala en Nápoles había comenzado a
volcar sus impresiones del viaje en una especie de “diario
de a bordo, del cual, habría enviado después por carta
algunos fragmentos a las Hermanas de Turín y a Anfo.
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Desgraciadamente, y dadas las dificultades de
comunicación existentes debido a la guerra, (en mayo,
también Italia le había declarado la guerra a Austria).
También éstas habrían llegado con mucho retraso.
De hecho, al encontrarse Anfo, a solamente siete
kilómetros de la línea divisoria con el "enemigo"
exactamente en Puente Caffaro, la primera carta de la
hermana Irene desde la misión de Nyeri, con fecha del 31
de marzo de 1916, fue leída por sus familiares mucho
tiempo después. Contenía la crónica de las diversas
etapas realizadas hacia el vicariato de Nyeri.
"Mis siempre queridísimos -escribe- espero que
sepan perdonar mi largo silencio. Lamentablemente y
muy a pesar mío, no puedo prometerles hacer
diversamente a causa de la guerra. Y Deo Gratias,
porque el buen Dios bendice abundantemente el
sacrificio común de no poder escribirnos con frecuencia,
ustedes tienen bien lo saben. Por mi parte, me haría muy
feliz poder hablarles de las numerosas gracias que Él me
está concediendo.".
De Mombasa a Nyeri
Desembarcada en Mombasa, la comitiva, después
de haber concluido con los trámites aduaneros, tomó el tren
del único ferrocarril existente en Kenya, que une la costa
con los altiplanos. Desde la ventanilla del vagón, se veía
lentamente como el paisaje se iba desplazando, revelando a
los ojos asombrados de las misioneras una flora y una fauna
de la que anteriormente sólo habían oído hablar: palmeras
de coco, euforbios, acacias, gigantescos baobabs, gacelas,
jirafas, avestruces, cebras, búfalos, elefantes, rinocerontes y
así sucesivamente, incluso, quizás, algún león o alguna
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hiena en busca de alimento. Al fondo, verdes selvas y la
cima perennemente nevada del Kilimanjaro, la montaña
más alta de África (de casi 5900 metros de altura).
Los nuestros se bajaron del tren en Limuru, en las
cercanías de Nairobi, donde se instalaron durante algunas
semanas en una de las primeras Misiones de la Consolata.
Fue a recibirlos Mons. Felipe Perlo, vicario apostólico de
Nyeri, su destino final. Limuru, era la sede de la delegación
misionera, considerada como el campo de entrenamiento
para los nuevos misioneros que llegaban a África.
Aquí, del 2 de febrero hasta fines de marzo, la
hermana Irene se dedicó al estudio de la lengua kikuyu,
documentándose sobre los usos y costumbres de esa tribu y
tratando de aprender los métodos de trabajo: una riqueza de
conocimientos que le habrían sido muy valiosos en las
visitas a las aldeas y en el servicio en los dispensarios.
Después de esta formación inicial en Limuru el
grupito continuó su marcha hacia Nyeri, a través de un
sendero trazado en medio del bosque. Caminaban tras los
bueyes que transportaban el equipaje, y lo hacían con
mucho cuidado para no pisar inadvertidamente alguna
serpiente. En Kenia no es raro encontrar la víbora, la pitón,
la cobra, la muy venenosa naia y el mabra, el más temido de
los reptiles porque siempre ataca de repente y desde
posiciones que lo hacen casi invisible.
"Para introducirnos en el Kikuyu -escribe la
hermana Irene- hicimos una caravana de oro. Nos guiaba S.
E. Monseñor Perlo, quien celebró pontificalmente en las
distintas Misiones por las que pasamos. En esas ocasiones
hubieron Bautismos, Matrimonios y administración de la S.
Confirmación. A petición de mis Venerables Superiores, fui
la madrina de muchos neo-cristianos a quienes les fueron
impuestos vuestros inolvidables nombres, oh queridos
míos".
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A lo largo de la travesía, la gente Kikuyu festejaba
al obispo quien conocía bien la región, pero había también
quienes miraban a los extranjeros con expresión
sospechosa. Un primer dato que seguramente impresionó a
la hermana Irene fue la pobreza de la gente, unida a los
signos evidentes de la desnutrición y de las enfermedades,
especialmente en los niños.
En esa época, junto a una economía de tipo europeo
surgida en torno a las modernas empresas de los
colonizadores europeos, las tribus del grupo Bantú, entre
los cuales los kikuyu representan el grupo más dinámico,
preferían una agricultura de tipo familiar, basada en el
cultivo del maíz, sorgo, mijo, frijoles, mandioca y maní, y
la cría de ovinos y bovinos.
Después que los hombres hubieran deforestado los
bosques y labrado la tierra, el trabajo en los campos era
responsabilidad de la mujer. El cuidado de los animales
concernía a los hombres (especialmente a los muchachos),
excepto el ordeñe y la provisión de heno a lo que pensaban
las mujeres. Era una economía de subsistencia, mediada por
un tipo de mercado que tenía lugar cada cuatro días, y en el
que se intercambiaban sus mercancías, ya que esos pueblos
no conocían el valor el dinero. (La moneda fue impuesta
por los colonizadores).
Es necesario subrayar que con el tiempo y gracias a
la importante promoción humana llevada a cabo por los
misioneros, los kikuyu -que son todavía hoy el grupo más
numeroso y representativo del Kenya- se hicieron
intérpretes de la modernización del país y de la misma
independencia.
Siempre en la misma carta del 31 de marzo, escrita
a los suyos, la hermanana. Irene describe así, la Misión de
Nyeri: está conformada por “pequeñas casas circundadas
por árboles, erigidas sobre un enorme altiplano y rodeadas
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por una gran variedad de colinas pequeñas y grandes al lado
del nevado y magnífico Monte Kenya. Está muy cercana a
grandes plantaciones de café, principal producto de aquí. El
clima es muy bueno, porque el calor abrasador del día se ve
atenuado por la frescura de la noche". En pocas pinceladas,
la hermana Irene describió muy sintéticamente el lugar
donde se encontraba.
Durante el período de su preparación, en Turín,
junto con el inglés y las nociones básicas de enfermería,
había recogido también información sobre esas poblaciones.
Pero, una cosa era leer en un libro y otra ver de cerca a las
mujeres con sus característicos tatuajes, cargadas de
brazaletes de hierro, caminar con recipientes llenos de agua
extraída del río; o a los hombres con la piel pintada de ocre
o yeso, armados con enormes lanzas y típicos escudos
ovales de cuero, hablar en su extraña lengua. Ella se dirigía
a todos con la única forma de comunicación de la que era
capaz, pero con la que conquistó los corazones de tantas
personas: la sonrisa.
Le habían enseñado a decir en Kikuyu aquel saludo
tan usado incluso entre los suyos de Anfo: ¡Alabado sea
Jesucristo!, Tokumie YesuKristo. Pero enseguida se dio
cuenta que eran pocos los que podían entender el sentido
del mismo y desde ese momento se sintió misionera a
tiempo lleno: a quien no lo entendiese, ella se lo explicaría.
En la granja, le fue confiada la tarea de ayudar a la hermana
Constanza en la supervisión del personal encargado de la
plantación del café y de otros cultivos, más de trescientas
personas entre hombres y mujeres, la mayoría no cristianos.
Aún sin saber bien su idioma, se puso a trabajar con
ellos, recorriendo sonriente de un campo a otro, sin
preocuparse por la niebla o el barro, ni la humedad durante
la estación de las lluvias (Kenia se encuentra prácticamente
en el centro de la franja ecuatorial, pero con altiplanos que
79
llegan hasta unos dos mil metros de altitud). Su estrategia
estaba orientada a que esta gente sintiese su cercanía, sin
sentirse inferior. A veces le bastaba una mirada para intuir
un problema y luego resolverlo; se ofrecía inmediatamente
cuando alguien necesitaba una ayuda; escuchaba lo que
decían hombres y mujeres, tratando de captar en las
expresiones de sus rostros, al menos parcialmente, el
sentido de sus conversaciones. Todos la recibían con
alegría, no la veían como a un frío "controlador", sino más
bien como a una amiga que caminaba a su lado
compartiendo la fatiga.
En Turín le habían enseñado también como la
evangelización era una ardua tarea que requería mucho
tiempo, pues hay que efectuar una lenta penetración
mediante lo que hoy llamamos "promoción humana" de la
persona y del contexto social. Mons. Felipe Perlo había
escrito en uno de sus informes que "el amor al trabajo, la
educación, y la instrucción son los objetivos a los cuales el
misionero debe mirar para favorecer la estabilidad y el
orden en la vida de cada persona, por sí misma candidata
para a la adopción divina mediante el Bautismo”.
La hermana Irene cuidó con especial atención a los
jóvenes y a las mujeres. Los primeros, al verla, corrían a su
encuentro gritando festivamente. Ella los aceptaba así como
eran, semidesnudos, ignorantes, mal vestidos; veía en ellos
las esperanzas del mañana. En cuanto a las mujeres, apenas
se familiarizó con su idioma empezó a reunirlas una hora,
durante la pausa del descanso, para una pre-catequesis
insistiendo en el concepto de la dignidad humana que debía
ser respetada en cada persona y proponiendo modelos de
mujeres tomadas de la Biblia o de la historia de la Iglesia.
Fue entonces, cuando las oyentes comenzaron a abrirse con
la hermana Irene, confiándole sus problemas.
80
El período de prueba también incluyó algunas
lecciones a los niños de la escuela nocturna. Contrariamente
a cuanto se pensase en Europa, los muchachos africanos
tenían un gran deseo de aprender. Y la hermana Irene se vio
inmediatamente rodeada por ellos. Impresionaba a uno
verles así de desaliñados, pero ella los acogía sonriente, y
con paciencia trataba de iniciarlos en los conocimientos
básicos de lectura y aritmética, y cuando no lograba hacerse
entender, se las ingeniaba como podía. Finalmente, a fuerza
de repetir, algo quedaba en aquellas cabecitas.
Lógicamente tampoco faltaba el tiempo para
practicar en la enfermería, la cual era para los misioneros
importantísima. Bajo la guía de una hermana experta, la
hermana Irene, ayudó en el dispensario (otra estructura que
nunca falta en una misión) con las medicaciones, las visitas
y los controles realizados a de los enfermos. Alguno de
ellos no pudiendo ser curados por el hechicero, quieren
ahora probar la habilidad de las Mware (así llaman a la
hermana los Kikuyu). La hermana Irene, cuenta, también
con una medicina especial, hecha de sonrisas, de palabras
cariñosas que animaban y confortaban infundiendo
esperanza a los enfermos. Frecuentemente, la enfermedad
era para ellos, la antesala de la evangelización y de la
preparación para el bautismo.
Estamos todavía en 1916, un año particularmente
duro también desde el punto de vista sanitario, debido a una
epidemia de viruela negra. El Gobierno había abastecido al
dispensario con vacunas y muchos, que aún no habían
sufrido los síntomas de la enfermedad corrían para
hacérsela colocar.
Pero para comprender en todo su alcance el
verdadero empeño sanitario de los misioneros es necesario
tener en cuenta la cultura particular de estas poblaciones: en
lo que se refiere a la vida todavía pesaban fuertes prejuicios
81
arraigados por las tradiciones. Por ejemplo, si, un niño al
nacer presentaba anomalías, era inmediatamente eliminado
por la mujer que asistía al parto obstruyéndole las narices y
la boca con hierba y tierra antes que emitiese el primer
vagido. Si luego venían al mundo dos gemelos, para uno de
ellos la suerte estaba echada: no pudiendo la madre
amamantar a ambos contemporáneamente, uno era
abandonado en el monte con la boca y la nariz obstruidas,
siendo fácil presa de las hienas y de los chacales. Lo mismo
ocurría al feto de un parto prematuro: después de 24 horas
era abandonado en la selva. Finalmente, la misma suerte
corría el pequeño a quien la madre hubiese muerto antes de
que le salieran los dientes, quien era abandonado al lado del
cadáver materno.
Los enfermos terminales, una vez practicada sobre
ellos la magia del ngan'ga (el curandero, eran abandonados;
nadie podía tocarlos, bajo pena de impureza legal. Estos,
cuando empezaban a agonizar, se les transportaba, a la
sabana, arriesgando de ser despedazados por las fieras
estando aún vivos.
Se puede uno imaginar lo qué significaba cuidar la
vida en este contexto cultural. La hermana Irene
encontraría, a contacto con el sufrimiento, un campo
inmenso para su caridad sin límites. Como verdadera
misionera, en aquellos cuerpos destrozados por el mal, vería
sobre todo almas que salvar; cuando visitaba las aldeas,
antes de despedirse, recomendaba a los familiares del
enfermo, que en caso de agravamiento, la llamasen o
enviasen a algún amigo a avisarla, cuando el pobrecito
hubiese sido abandonado por los suyos. Y como veremos,
gracias a ella, más de uno regresaría a su casa sano y salvo.
Las jornadas transcurrían, intensas y fatigosas. Pero
la hermana Irene no parecía cansarse, al menos a juzgar por
lo que escribe: no terminaba de agradecer al Señor por el
82
gran don de la vocación en la que se sentía plenamente
realizada. Todo lo veía con los ojos de la fe.
La comunidad misionera se reunía después de la
cena para el así llamado "informe nocturno", presidido por
el superior. Allí cada uno presentaba un breve informe de lo
que había hecho, evidenciando las dificultades que habían
encontrado y buscando el modo de superarlas. Esta revisión
cotidiana fue un medio eficaz para consolidar la unión
fraterna y para organizar mejor las tareas asignadas
La "obra maestra" de Monseñor Perlo
En Nyeri -donde tuvo la alegría de encontrarse con
la superiora de las misioneras, Madre Margarita De Maria,
el compaisano Bartolomeo Liberini y el padre Angelo
Bellani, primer inspirador de su vocación- la hermana Irene
pudo admirar lo que podría llamarse la "obra maestra" del
vicario apostólico. Espíritu generoso, multifacético y
dotado de un extraordinario dinamismo, Felipe Perlo fue
uno de los cuatro primeros misioneros que el Allamano
había enviado a explorar el terreno en 1902 para fundar la
misión en Kenia. En una docena de años ya había
implantado y desarrollado alrededor de 24 centros de
evangelización en las regiones Kikuyu y del Meru, es decir
en los nudos vitales del país.
En su proyecto, la Misión central debía contar con
una iglesia, escuelas, una casa para las hermanas,
habitaciones para los misioneros, talleres en los que los
nativos pudieran aprender un oficio, un orfanato, un
dispensario-ambulatorio una fuente de energía eléctrica. En
1915, ya funcionaban en Nyeri una imprenta y un posible
futuro seminario. África, Según él, debía empezar a dar
vocaciones. Monseñor tenía una ventaja: conocía
personalmente a todos los cristianos y catecúmenos del
83
vicariato; por otra parte, sabía estimular a los misioneros y a
las hermanas para trabajar sin descanso.
La hermana Irene se puso a trabajar con ahínco en el
cumplimiento de las responsabilidades que le habían sido
confiadas con un entusiasmo que le brotaba del corazón: se
sentía feliz. ¿El motivo? Lo explicó escribiendo así a sus
familiares: "En la misma casa tenemos a Jesús
Sacramentado: la capilla. Sin duda no es como en sus
iglesias, no hay candelabros ni órgano, pero está el mismo
Jesús omnipotente, misericordiosísimo, el que hace felices a
todos en el cielo y en la tierra. [...] Saluden a todos de mi
parte... Si pueden, una vez más, renueven mi más sincero
agradecimiento al Rev.mo Párroco y asegúrenle que cada
día que pasa soy más feliz."
Por el momento, no hacía ninguna mención, a la
guerra que por primera vez también estaba involucrando a
su lejana Italia. Sin embargo, del 11 el 19 de marzo sobre el
Isonzo se había llevado a cabo una dura batalla la quinta en
esa zona, apoyando la ofensiva aliada en Francia. A causa
de esto, en mayo, el comandante austriaco Conrado habría
comenzado la famosa expedición "de castigo" en el intento
de obligar a Italia a una paz separada.
De todas formas, el conflicto, no había dejado
inmunes a las colonias: Kenia (dominio británico) y
Tanganika (posesión alemana) se enfrentaron con las armas.
Inicialmente la suerte parecía favorecer a los alemanes,
quienes desde hacía tiempo habían entrenado a sus tropas
de color con férrea disciplina teutónica, equipándolos con
armas modernas. Y fueron precisamente ellos -a las órdenes
del legendario coronel Von Lettow Vorbeck- quienes
iniciaron la primera gran ofensiva, tomando por sorpresa a
algunos contingentes británicos estacionados en la zona de
“Voi”, a unos trescientos kilómetros de Mombasa.
84
De Londres llegó la orden de enrolar a nuevos
reclutas para los Exploradores, destinados al KAR
(KenyaAfrican Rifles), el cuerpo de los fusileros nativos, y
el de la caballería ligera (EAMR, East AfricanMounted
Rifles). Pero el mayor problema fue el de los suministros;
no habiendo caminos para el traslado del material bélico,
éste debía ser llevado casi en su totalidad sobre las espaldas.
Para esto, se organizó un nuevo cuerpo, el de los
porteadores nativos (CarriersCorp), formado por gente
proveniente de todas partes, totalmente carente de
preparación para una empresa de este tipo. Se les cargaba
con pesos enormes debiendo transportarlos a marchas
forzadas, abriéndose paso en el bosque o en la sabana.
Además, a muchos de ellos les tocaba armar y desmantelar
las carpas de los campamentos, echar puentes sobre los ríos,
recoger a los heridos y concentrarlos en los hospitalitos de
campo improvisados en chozas de paja con escasos
suministros de medicamentos y de personal especializado.
Un trabajo inmenso, hecho bajo un calor sofocante, en
condiciones higiénicas y sanitarias desastrosas. Debido a las
frecuentes epidemias, muchos caían abatidos por la fatiga,
otros escapaban y, si los reencontraban, eran encadenados
como esclavos y azotados hasta hacerlos sangrar.
Después de los primeros ataques devastadores del
ejército alemán de Von Lettow, los ingleses se
reorganizaron y a principios de 1916 avanzaron en
Tanganyika. Un grupo bajo la guía de un nuevo
comandante, el sudafricano general Smuts y más al sur el
contingente de sudafricanos y rhodesianos dirigidos por el
general Northey. Pero la superioridad numérica del ejército
británico (unos trescientos mil hombres) fue puesta a
prueba por los ataques imprevisiblemente rápidos de los
hombres de Von Lettow, expertísimos en tácticas militares,
con gran pérdida de vidas humanas.
85
La afluencia de muertos y heridos en los hospitales
creados en todos los puntos estratégicos del conflicto, bien
pronto demostró ser muy superior a lo previsto a pesar de la
intervención de la Cruz Roja Internacional. Faltaban sobre
todo enfermeros. Y fue entonces que monseñor Perlo
decidió que el personal de la Misión interviniera.
Capítulo VII
Entre las víctimas de la guerra
Como estaba ocurriendo en Europa, también en
África la guerra continuaba a causar grandes. Estragos. Las
tropas de Von Lettow habían sido obligadas a retroceder
por los ingleses y el cierre de los puertos del Océano Índico
imposibilitaba a estos poder abastecerse. No obstante, con
emboscadas imprevistas, fueron capaces de poner a sus
enemigos, numéricamente más fuertes, en dificultad. Los
más de trescientos mil kenianos reclutados por los ingleses
no sabían lo que significaba la vida militar. Sin disciplina y
sin el más mínimo adiestramiento, llevaron las de perder
durante las rápidas incursiones de los "alemanes"; los que
sufrieron mayormente las consecuencias fueron sobre todo
los carriers, los transportistas. Muchos desertaban por
miedo, desapareciendo en la selva; otros morían por el
agotamiento o enfermedad. A todo esto se sumaba un
servicio sanitario deficiente e insuficiente.
El número de muertos y heridos después de cada
combate, era cada vez mayor. El Comando Militar había
instalado dispensarios improvisados -sería mucho llamarles
hospitales- en Nairobi, Voi, Kisumu, Kisii, Taveta y
Mombasa y en lugares donde era más fácil agrupar a los
86
heridos, pero carecían de medicinas y el personal de
enfermería era muy escaso. Los pocos médicos disponibles
y la Cruz Roja, aún haciendo lo mejor que podían enseguida
se sintieron agobiados por las urgencias incontrolables. A
esto hay que añadir el rechazo de muchísimos reclutas
aterrados por miedo a contagiarse y, sobre todo, por el tabú
que les impedía acercarse a los enfermos graves para no
contraer la impureza y evitar la enemistad con los espíritus,
y es que, cuando el paciente estaba por morir, se le llevaba
a la selva y se le abandonaba a merced de las fieras.
Esta era la situación en 1916: con el avance de los
kenianos, las noticias llegaban más rápidamente a Nyeri.
Mons. Perlo comenzó a preguntarse si no habría llegado el
momento de organizar un task force (grupo de trabajo) para
que pudiese ayudar a esos desdichados. No tenía obligación
de hacerlo ya que la misión estaba lejos del frente. Pero
para él era una cuestión de conciencia. Y así, con gran
sorpresa del Comando militar, a quien le parecía increíble
poder contar con una ayuda tan extraordinaria, con personal
capacitado y más aun gratis. El vicario apostólico, para
organizar una eficiente asistencia sanitaria en las zonas
“calientes”, envió unos cuarenta misioneros entre
sacerdotes, hermanos legos y religiosas, escoltados por
algunos catequistas nativos seleccionados entre los de
mayor confianza. Figuraban todos como voluntarios de la
Cruz Roja.
La superiora, Madre De María, había dado su
aprobación, aún a sabiendas de los riesgos que corrían sus
hermanas. Sea como fuere, el Comando Militar, se
comprometió a garantizar la protección necesaria para todos
los voluntarios.
En agosto de 1916, llegó el turno también a la
hermana Irene, quien fue destinada al hospital de Voi para
reemplazar a la hermana Magdalena Audisio, enferma y
87
necesitada de cuidados. Con ella estaba el padre Pedro
Benedetto, mientras que en Voi ya estaba trabajando, desde
algunos meses, la hermana Cristina Moresco.
El impacto con aquella nueva realidad fue tremendo
para ella. Como alojamiento para las dos hermanas les
habían reservado una cabaña sin puerta, de modo que por la
noche tenían que cerrar la entrada con un baúl vacío
apuntalado con algunos bastones. A poca distancia, en una
cabaña un poco más amplia, había un altar con el sagrario,
donde la lámpara encendida indicaba la presencia de Jesús.
Aquí el padre Pedro celebraba cada mañana y de aquí los
tres sacaban fuerzas para realizar su trabajo.
Voi era uno de los nudos ferroviarios más
importantes del país, a pesar de estar situado en una zona
árida y semidesértica. El “hospital” lo constituían diez
cabañas grandes en las que se albergaban
aproximadamente unas ochocientas personas en
condiciones espantosas. Lo dirigía un médico inglés, el
Dr. Tisbone, quien había tentado organizar los
departamentos separándolos de acuerdo con las
diferentes patologías: malaria, meningitis, neumonía,
disentería, tuberculosis que eran las más comunes, sin
contar con el del agotamiento y las heridas que sufrían
los portadores al trasladar los suministros de guerra al
frente. Ayudaban al director dos, hindúes, un
farmacéutico y un asistente, quienes, sea por miedo o por
prejuicios muy arraigados hacían lo estrictamente
necesario manteniéndose lo más lejos posible de los
enfermos, sobre todo si estos eran terminales.
La hermana Cristina, para levantar un poco el
ánimo de la hermana Irene, le decía que en los últimos
meses las cosas habían mejorado. Sin embargo, apenas la
hermana Irene inició su servicio junto a ella, al atravesar
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el umbral de la puerta de una choza, sintió fuertes arcadas
con ganas de vomitar Todos sus sentidos se
estremecieron ante el espantoso hedor y los continuos
lamentos que elevaban de todas partes aquellos
pobrecitos que yacían semidesnudos y de cualquier
manera, a veces fuera de sí en catres, esteras e incluso
sobre capas de hojas secas: cada uno con su dolor y en
total soledad.
Superado el primer momento de desaliento, la
hna. Irene repensó su vocación, a "por qué" había elegido
ser misionera: para servir a los últimos de los últimos.
Ante ella se encontraba un joven con fiebre, babeando
por la boca y con los ojos hinchados por una infección.
Se arrodilló a su lado y comenzó a medicarlo, a quitarle
el pus de los ojos medio cerrados, a lavarlo; luego lo
sentó sobre el catre y le dio de beber. Nuevamente, sintió
que la náusea le venía a la garganta, pero apretó los
dientes y siguió adelante. La hermana Cristina le explicó
que con el tiempo se acostumbraría, pero se apresuró de
agregar "por el amor de Dios".
Desde ese día, la hermana Irene comprendió que
tenía que donarse sin reservas a esa actividad que
también entreabría espacios a la evangelización directa.
Se sentía enfermera, pero no olvidaba que era también
misionera. En aquellos cuerpos había almas que salvar
con el anuncio de Cristo muerto y resucitado. La mayoría
de esos enfermos no conocían al Dios de los cristianos, o
bien, si eran musulmanes, tenían una idea reducida y no
querían oír hablar de Jesús (pues para ellos era solamente
un simple profeta, no el Hijo de Dios). Pero, ella estaba
allí para testimoniar el amor, sin distinción de credo
religioso o de raza. Más pronto o más tarde alguien le
89
preguntaría por qué hacía lo que hacía o Quien se lo
hacía hacer. Inicialmente su Evangelio era el de la
sonrisa, compartir el dolor de los demás, consolar a los
desesperados, dar la mano a los moribundos. No siempre
fue aceptada: cuando intentaba dar de comer a alguien
que no tenía ganas de hacerlo se encontraba como
respuesta el bocado escupido en su rostro. Y es que, en
ciertos casos, cuando el sufrimiento es muy intenso, se
llega a rechazar cualquier tipo de asistencia pues se desea
ardientemente que todo termine pronto.
Los comienzos fueron particularmente duros,
también porque en los pabellones reinaba la confusión de
lenguas. La hermana Irene envidiaba a la hermana
Cristina, quien ya conseguía hacerse entender en los
diversos dialectos locales. Pero a medida que pasaban los
días, también a su alrededor se fue creando clima de
confianza. Los pacientes, que en un principio habían sido
incapaces de reaccionar resignándose a su suerte ante la
indiferencia de los improvisados camilleros locales, al
verla acercarse a ellos, siguiendo su evolución clínica,
interesándose por sus cosas, poco a poco fueron
recuperando su dignidad sintiéndose seres humanos y no
objetos que hay que tirar porque inservibles. Entonces
ella aprovechaba la ocasión para hablar de una "medicina
para el alma" o "medicina de Dios" (así la llamaba) que
tenían los misioneros: era el inicio de una breve
catequesis de preparación para el bautismo.
Al principio, los camilleros sonreían irónicamente
ante la ternura usada con esos desechos humanos. Luego,
al verla, empezaron a dudar de sus "tabús": Aquella
mujer se acercaba a los enfermos sin ninguna
repugnancia, y no se contagiaba; trataba los cadáveres
90
con delicadeza, colocándolos con respeto, y no pasaba
nada malo; tenía una sonrisa para todos, incluso para
aquellos que le escupían en la cara; y sobre todo, nunca
estaba cansada. Lo cierto es que: por donde ella pasaba,
el lugar cambiaba de aspecto por la limpieza y el orden.
El Dr. Tisbone, el farmacéutico hindú y el asistente se
fueron dando cuenta que esta enfermera de la Cruz Roja
era muy diferente a las otras "Es extraordinaria comentaban- verdaderamente extraordinaria '.
Con un cigarrillo...
Los
improvisados
enfermeros
también
comprendieron la lección. Ganada su confianza, de vez
en cuando la hermana Irene los reunía, y en su precario
lenguaje Kikuyu les hablaba de su Dios, de Jesús, quien
pasó entre las multitudes curando todo tipo de
enfermedades y subrayaba que ella estaba allí por amor a
Él. La suya era una evangelización filtrada por la caridad
practicada donde quiera se encontrase. Además, los
resultados hablaban en su favor: muchos enfermos,
abandonados y resignados a su propia suerte y a la
desesperación esperando la muerte, escuchando sus
palabras recuperaban la confianza, incluso algunos se
curaron después de haber orado juntos al Dios de Mware
Irene.
Una prueba difícil se le presentó cuando llegó al
hospital un joven paciente de la etnia Luo, quien no
hablaba desde hacía un par de meses y últimamente había
iniciado
una especie de huelga de hambre,
alimentándose solo de una mezcla de tierra y paja y
tirando todo cuando le ataban las manos. Un caso
indiscutible de locura que nadie quería enfrentar; más
91
bien auguraban, que el pobrecito muriera pronto, porque
a juicio de los médicos estaba ya en las últimas. La
hermana Irene intuyó que el Señor le lanzaba un nuevo
desafío, y decidió ocuparse personalmente de él. No es
fácil restaurar la esperanza en tales condiciones. La
hermana Irene se puso delante de él con el cuenco,
invitándole a saborear su contenido. Pero él hizo un gesto
negativo con la cabeza. Para asegurarle de que se trataba
de una buena comida y que en el tazón no había ningún
veneno, ella comió una cucharada. Nada que hacer.
San Francisco de Sales decía que se atrapan más
moscas con una cucharada de miel que con un barril de
vinagre. La hermana Irene intentó por todos los medios
convencer al joven y él insistía en su rechazo. Lo intentó
de nuevo con un caramelo, un una galleta, pan, pero sin
éxito. Al día siguiente tuvo una idea: llegó con un
paquete de cigarrillos y le puso uno en la boca; lo escupió
de inmediato; era evidente que no sabía fumar. El día
después encendió ella un cigarrillo, ante el asombro de
los presentes y del enfermo, que la seguían con atención;
luego echó fuera el humo como mejor podía, mientras
que los otros enfermeros reían muy divertidos. A ese
punto tomó otro cigarrillo, y desatándole al joven el
brazo derecho, lo encendió y se lo puso en la boca, éste
finalmente trató de aspirar y echar el humo. Una vez
desbloqueado, no era difícil, después de la fumada,
hacerle sorber un poco de caldo. Desde ese día, comenzó
a comer con regularidad. La hermana Irene de tanto en
tanto le llevaba leche, un poco de té o café, chocolate. El
aceptaba lo que se le diese, pero solo si se lo daba de ella,
aunque insistiendo siempre en su mutismo inexplicable.
92
El joven sabía que para él no había esperanza de
recuperación. Por eso un día, le pidió a la hermana que
no le llevase más nada porque él pronto moriría.
Pronunció aquellas palabras, con voz débil e incierta,
pero finalmente había hablado. Sosteniéndolo en sus
brazos, la hermana Irene le explicó con dulzura que más
allá de la vida de este mundo se abre otra, infinitamente
más bella, y que para entrar es necesario tomar la
"medicina de Dios". El pobre Luo, quien anteriormente
había rechazado todo, confió en la Nware vestida de
blanco, que lo había tratado como un hermano,
hablándole con amor; tal vez -pensó- que era verdad lo
que ella decía. Así, poco antes de morir, pidió ser
bautizado.
La hermana Irene habría podido contar
muchísimas historias como ésta, pero lo hacían los demás
ya que ella permanecía al margen preocupada únicamente
en responder con fidelidad a los desafíos de aquella
miseria cotidiana.
Para ser más eficaz en su acción misionera, en
seguida se dio cuenta, de la necesidad de aprender bien la
lengua kiswahili, la más extendida en África oriental. De
hecho, la gente que acudía al hospital provenía de tribus
muy distintas, eran: Akamba, Luo, Lumbwa, Baganga,
Nyamwezi, Samburu, Wagogo, Wabena, Nyam-Nyam,
reclutados para la guerra en Sud África, en Somalia, en el
Congo, en Nigeria y el kiswahili era la única lengua que,
prácticamente, todos comprendían.
En los primeros tiempos, la hermana Irene fue
ayudada por un intérprete, el neófito Angelo Wang'ondu,
cuyo modo de traducir las cosas no era muy buena. Esto,
en parte era debido a la dificultad existente en traducir el
93
significado exacto de ciertas palabras típicas de nuestra
religión, y también porque resultaba difícil desenredar
una maraña de treinta dialectos diferentes. Así, en los
pocos ratos libres que le quedaban al mediodía o por la
noche, tomaba apuntes, poniendo en un papel palabras y
frases que le serían útiles para comunicarse con aquella
gente. En esto, le ayudó mucho la hermana Cristina, que
contaba con una larga experiencia y quien tenía una
extraordinaria facilidad en el aprendizaje de los
diferentes dialectos. Ciertamente, era necesaria también
la tenacidad de esta joven montañera para seguir ciertos
ritmos. Pero cuando se trataba de abrir las puertas del
paraíso a un alma, la hermana Irene no tenía en cuenta
los sacrificios que eso implicase. Incluso en las rápidas
visitas diarias, ante el sagrario, encontraba el modo de
ejercitarse dirigiéndole a su Jesús algunas frases en
kiswahili, para poder después, sugerirlas a sus enfermos.
Mientras tanto, día tras día el número de pacientes
aumentaba: ya eran más de mil, y no había espacio para
poder recibir a más gente. Los enfermeros no lograban
atenderlos a todos. A veces, dejaban sin atender los casos
más graves, esperando a que la muerte se los quitase de
en medio lo antes posible. Llegó un enfermo con graves
síntomas de meningitis cerebral y extrañas
complicaciones: le salían gusanos por la boca, la nariz,
los ojos y hasta las orejas. Nadie quería atenderlo. Lo
hizo la hermana Irene. Varias veces al día, se arrodillaba
a su lado y le limpiaba la cara con mano suave y experta,
le calmaba la sed y le administraba los medicamentos
apropiados."¡Qué caridad!", exclamó estupefacto el
doctor Tisbone que pasaba por allí con su intérprete. De
acuerdo con el pronóstico, al desgraciado le quedaban
94
sólo pocas horas de vida. En cambio, gracias a los
amorosos cuidados recibidos, vivió aún seis días más; al
bautizarlo, la hermana Irene le puso el nombre de José.
Nada la detenía, ni siquiera un violento ataque de
conjuntivitis purulenta que sufrió, y por el cual el médico
le aconsejó reposo absoluto. Después de un día en la
cama volvió a aparecer en el hospital con los ojos
vendados: "Si no puedo ver -se justificó- puedo al menos
hablar con mis enfermos, prepararlos para el bautismo."
Al día siguiente, ahí estaba otra vez, con su buena venda
negra acompañada por el leal Wang'ondu, asegurándose
de que, en su ausencia, los medicamentos fuesen
distribuidos a todos; y se entretenía con los enfermos más
graves incluso más de los veinte minutos concedidos por
la superiora. Y bautizó a más de uno. Regresando a su
cabaña, sintió agudizarse más el dolor en los ojos, pero
no se detuvo. Durante tres semanas continuó sus
incursiones con los ojos vendados en los distintos
repartos. Se notaba que estaba cansadísima, porque de
noche la conjuntivitis no la dejaba dormir: sentía tener
alfileres perforándole sus pupilas. Sin embargo, se negó a
tomar calmantes; para ella sólo se trataba de "un poco" de
dolor de ojos.
La hermana Cristina Moresco no era menos que la
hermana Irene. El Dr. Tisbone, al ver el empeño de
ambas, ininterrumpido desde la mañana hasta la noche,
les aconsejó tomarse unos días de vacaciones. Tenían
derecho -dijo- y hasta él mismo se concedía de vez en
cuando un poco de ocio para una cacería. A pocos
kilómetros de distancia, había un hospital para europeos,
donde prestaban servicio enfermeras de la Cruz Roja
inglesa. El Dr. Tisbone las invitó a ir a Voi para conocer
95
a las “maravillosas” colegas católicas. Ellas llegaron
trayendo pastas y bebidas. El médico les puso a
disposición su auto para que dieran una vuelta por los
alrededores, pero. las dos Misioneras de la Consolata
declinaron gentilmente la invitación.
Paseaban únicamente el domingo caminando
hacia el campo de los transportistas, distante unos veinte
minutos del hospital: para las dos misioneras era esta una
oportunidad más para evangelizar. Es posible imaginar
en qué ambiente vivían estos pobrecitos provenientes de
los países muy diversos, desarraigados de sus tradiciones
y de los afectos familiares, sometidos a una dura
disciplina militar, decepcionados por una experiencia que
inicialmente para ellos tenía la forma de un sueño
utópico; cansadísimos, mal pagados, custodiados por
centinelas que, en caso de fuga, una vez capturados, le
habrían azotado. Las dos misioneras eran para ellos un
paréntesis de serenidad; a ellas les confiaban sus historias
personales; les pedían noticias sobre la guerra, sabiendo
que eran escuchados con paciencia. De hecho, ambas
sabían encontrar las palabras adecuadas para confortarlos
asegurándoles que habrían vuelto a encontrarlo.
En diciembre de ese año, debido al tremendo
calor en la zona, estallaron las epidemias de tifus y
disentería con treinta a cuarenta víctimas por semana,
presas fáciles para las hienas que no se cansaban de
desenterrar cadáveres, dejando luego los huesos
descarnados en la sabana. En un determinado momento el
Dr. Tisbone se vio obligado a depositar los muertos en
fosas comunes y a quemarlos después de haberlos
rociado con gasolina. Urgía a los misioneros que esos
pobres desgraciados esa pobre gente en desgracia
96
recibieran el bautismo. Y la hermana Irene se quitaba
horas de sueño para prepararles adecuadamente al
sacramento; había que dar un poco de instrucción, sin
imposiciones, y con el debido consentimiento de los
enfermos. Ellos, aunque paganos, pero confortados por
las palabras de la misionera, en ellas vislumbraban un
rayo de esperanza y se confiaban a ese Dios, que era
padre de todos y les abría con amor las puertas de la
felicidad eterna.
Si hubiera dependido de ella, la hermana. Irene se
hubiera quedado en el hospital también durante la noche,
pero la hermana Cristina le obligaba a tener el descanso
necesario. Solamente en los casos más graves los
enfermeros estaban autorizados a llamarla; entonces, la
hermana Irene saltaba del lecho, donde se acostaba casi
vestida, y se apresuraba para ofrecerles los últimos
auxilios. Se aseguraba de verificar la muerte de los
enfermos, con el fin de evitar que fueran quemados
vivos. Luego volvía a tumbarse en el jergón, lista para
recomenzar al amanecer. Si no lograba retomar el sueño,
rezaba por aquellos pobrecitos a quienes había abierto las
puertas del cielo.
A aquellos que habían superado la crisis les
quedaron impresas las palabras de la Mware naciendo en
ellos el deseo de aprender más sobre aquel Dios de quien
la hermana parecía tan enamorada. Con ellos la iniciación
cristiana requería tiempos más largos, pero finalmente
culminaba con el bautismo.
La hermana Irene permaneció en Voi
aproximadamente unos seis meses, hasta fines de febrero
de 1917, cuando le llegó una nueva prueba de
"obediencia". Monseñor Perlo ordenaba al trío que había
97
trabajado tan bien en este hospital que se trasladaran al
de Kilwa Kiwinje, un centro de Tanganyika, ocupado por
las tropas inglesas.
Acostumbrados a obedecer sin discutir, el padre
Pedro, la hermana Cristina y la hermana Irene tuvieron
apenas el tiempo suficiente para pasar las consignas a sus
substitutos (un misionero y otras dos hermanas), preparar
las maletas y a las tres de la mañana del día siguiente
tomar el tren que los llevaría a Mombasa, donde les
darían instrucciones sobre cómo llegar al nuevo destino.
A la carta de Monseñor Perlo se había agregado
una de Madre Margarita De Maria para las dos
misioneras, dando algunas noticias sobre la misión de
Nyeri, donde, además, se trabajaba en forma reducida,
porque la mayoría de los misioneros y de las misioneras
estaban desarrollando su trabajo en el frente de guerra.
Madre Margarita sabía que la nueva misión estaría
igualmente llena de riesgos, pero sabía que podía contar
con dos mujeres tenaces y ya templadas por la dura
“experiencia” de Voi: Las tranquilizó, añadiendo que el
Señor haría el resto.
Una gran tristeza se leía en el rostro del Dr.
Tisbone y de sus colaboradores, más aún de los
centenares de pacientes que habían sido conquistados por
la dedicación y la sonrisa de la hermana Irene. En el
corazón de la noche se dijeron: “hasta la vuelta”, pero sin
mucha convicción; sabían que muy difícilmente se
volverían a encontrar. Pero en el corazón de todos quedó
impreso el recuerdo de una emocionante aventura de
caridad.
98
Capítulo VIII
99
Con el arma de la dulzura
A mediados del mes de marzo, el trío llegó a Kilwa
una ciudad que a primera vista parecía bonita ya que estaba
sumergida en el verdor de la selva tropical. En tiempos
remotos, ejerció como capital de la parte oriental del
Imperio Persa. Posteriormente, a partir del año quinientos,
habría adquirido importancia al convertirse en punto de
confluencia de las caravanas de comerciantes que
fomentaban el mercado de esclavos y de vendedores de
marfil. Pero con la consolidación de Mombasa y Dar-esSalaam, gradualmente fue perdiendo su importancia. Ahora,
en plena guerra, se concentraban allí para ser alistados, los
reclutas enviados por la India, Sudáfrica y Mozambique en
apoyo a las tropas inglesas.
Enseguida se intuyó que la situación aquí era más
difícil que la de Voi. Sobre todo, porque estaban en
territorio "enemigo", en una línea del frente que avanzaba a
medida que las tropas guiadas por los alemanes cedían
terreno, y donde existía una gran perentoriedad. Además, en
este lugar, la población era casi, en su totalidad,
musulmana. En la bienvenida dada a los misioneros, el
oficial encargado de recibirlos, lo hizo con expresiones muy
lisonjeras, demasiadas para no despertar sospechas respecto
a ellos, disculpándose, pues todo estaba aún en proceso de
organización y carecían de las más elementales
"comodidades". El hospital, si podía ser llamado así, era,
efectivamente una estructura móvil sujeta a continuos
traslados que se realizaban según el avance del frente, el
cual no era ciertamente lineal, ya que se combatía a pocos
kilómetros de la ciudad para detener las imprevisibles
incursiones de los áscari, militares indígenas de Africa
100
oriental enrolados como regulares en las fuerzas coloniales
italianas de África de Von Lettow.
Lo que dejó “helados” a los recién llegados, fue
sobre todo, el ambiente, la situación general. En distintos
cobertizos se encontraban amontonados más de mil
enfermos, mientras que en sus cercanías, otros quinientos
fueron ubicados acostados directamente sobre la arena o a
la sombra de las palmeras, sin ninguna subdivisión por
patologías. Demasiados según el capitán médico, quien
siempre estaba con malhumor porque, en su opinión, eran
necesarios al menos una docena de médicos y un equipo de
enfermeros bien preparados profesionalmente; mientras que
él solo podía contar con gente agrupada para esto pero
totalmente impreparada, y sobre todo con poca motivación.
Los pacientes acudían en masa. El médico capitán
llegaba por la mañana, miraba rápidamente a los casos más
graves, y luego desaparecía, dejando todo bajo la
responsabilidad de un joven médico hindú que balbuceaba
un poco el kiswahili. Se puede uno imaginar con que
superficialidad se hacían los diagnósticos y se daban los
tratamientos. El personal, totalmente musulmán, actuaba
con plena autonomía: los enfermos capaces de moverse
estaban encargados de la limpieza del lugar. He aquí un
expresivo "flash" de la hermana Juana Paula Mina tomado
de su libro Las botas de gloria sobre la descripción de aquel
infierno: "Para la comida, habían establecido una dieta
permanente y universal consistente en sopa de mijo por la
mañana y un plato de maíz y alubias hervidas al mediodía.
Los pacientes debían arrastrarse hasta los lugares de
distribución en las horas prescritas, y aquel desgraciado que
no podía llegar hasta allí, se quedaba sin comida todo el día.
Nadie sabía, ni pensaba controlar, cuántos morirían
cotidianamente. Los así llamados enfermeros, pasaban por
los cobertizos o a lo largo de la bahía y cuando se
101
encontraban con muertos, los cargaban en camiones, los
cuales, dos veces al día los transportaban a la playa, para
después abandonarlos allí. La marea alta los sepultaba en
las profundidades abismales del océano, donde
desaparecían para siempre, seguidos solamente por el ojo
misericordioso de Dios"(p. 96).
El impacto del primer encuentro con el médico
capitán se caracterizó por la frialdad y la indiferencia. Para
él, los tres misioneros eran unos intrusos, venidos a
fotografiar una situación más que trágica, y de alguna
manera poder remediarla. En fin, se sentía en parte
implicado Se justificó diciendo que, lamentablemente, la
emergencia no permitía otro tipo de gestión. Como
diciendo: aquí no los necesitamos. Los tres respondieron
con sencillez que estaban allí invitados formalmente por el
Comando militar y que estaban decididos a trabajar con
empeño como lo habían hecho en Voi. El capitán les
advirtió que no debían realizar ningún tipo de proselitismo
en un ambiente tan hostil como aquel musulmán.
Se establecieron en las chozas que les designaron
aisladas del resto del hospital por un recinto, y a poca
distancia del campamento de los transportistas donde día y
noche reinaba un increíble bochinche. En el interior tenían
sólo unos catres de campo. Padre Pedro instaló
provisionalmente una choza como capilla, coronada por una
cruz de madera. Por el momento, no había espacio ni
siquiera para el sagrario.
Inicialmente consensuaron como estrategia, pasar
inadvertidos. Los misioneros eran conscientes de no ser
bienvenidos. A la hermana Cristina, le asignaron la
organización técnica, las cocinas, y la farmacia a cargo de
un árabe, quien la tenía bajo llave. Ella y la hermana Irene
se saludaron con el habitual "Viva Jesús", a lo que cada una
respondió "Viva María", palabras clave de los santos.
102
A la hermana Irene, se le confió la supervisión de
los enfermeros y la asistencia de los enfermos, a las miradas
irónicas de los presentes, respondió, con su habitual sonrisa.
Apenas entró en un cobertizo, fue invadida por la náusea,
como la primera vez en Voi. Por todas partes había
suciedad, un hedor increíble, los enfermos amontonados
uno al lado del otro de cualquier manera. Pero eran
personas y almas a quien salvar.
Apretando
el
crucifijo entre sus manos, la hermana se acercó a los
pacientes preguntándoles por su nombre, procedencia y el
mal que les afligía. Lo hizo con delicadeza, presentándose
por lo que era oficialmente: una enfermera de la Cruz Roja,
que estaba allí para ocuparse de ellos. Pero, las primeras
reacciones fueron, también aquí, indiferencia, cuando no
hasta de desconfianza. A los musulmanes inquietaba e
irritaba aquel crucifijo ostentado lucido por una mujer
blanca. Era para desanimarse, pero interiormente la
hermana Irene rezaba, sabiendo que la oración era el arma
más eficaz.
El día después la misma situación: indiferencia
flagrante por una parte, sonrisa tranquila por otra. Con una
gran novedad, de la que pronto se dieron cuenta los
enfermos esta mujer no sólo se inclinaba sobre ellos
demostrando un vivo interés por como estaban, sino que
también los levantaba, los asistía, los lavaba, les daba la
comida en la boca y los medicaba. No usaba el látigo para
castigar, sino sólo buenas palabras, dichas con dulzura. Los
enfermeros, miraban cada vez con mayor hostilidad a
aquella mujer pues era un reproche viviente ante su inercia.
Después de algunos días, uno de los enfermos comenzó a
hablar: De aquellas declaraciones vino a la luz la desastrosa
realidad de aquello que se obstinaban en llamar un hospital.
Era obvio, que la orden impartida por la dirección era de
dejarlos morir; aquellos tres forasteros se ilusionaban con
103
cambiar algo que no "debía" ser cambiado. La hermana
Irene, ya sabía que tenía en su contra a todos los del “staff”;
si pedía fármacos o alimentos para los pacientes, se los
denegaban; hasta le racionaban el agua con el cuentagotas y
si se la negaban, con tal de no hacer sufrir de sed a uno de
aquellos pobrecitos, ella la sacaba de su ración personal.
Así, tanto del almuerzo como de la cena quitaba algo de su
plato para darlo a quien tenía más necesidad.
Había enfermos que, no teniendo ya más fuerzas se
negaban a barrer el local y eran tratados a latigazos por los
enfermeros. La hermana Irene los levantaba del suelo, los
limpiaba y tomaba ella la tarea de barrer el piso de tierra
apisonada. Después intervenía para evitarles otros castigos.
A sus pacientes daba también la consolación de la fe, la
palabra que salva: muchos, después de su catequesis,
pedían bautizarse. Si estaban en la fase final de su vida, se
quedaba junto a ellos hasta que expiraban.
Allí la muerte realmente causaba estragos: diez,
veinte y más cadáveres por día, mientras que continuamente
otros pacientes llegaban del frente. Los enfermeros
musulmanes, contentaban a la hermana solamente en una
cosa: le avisaban cuando alguno estaba agonizando para
poder asistirlo. Verdaderamente, para ellos, era una tarea
menos. La hermana acudía, más misionera que nunca,
siempre ofreciendo la última y salvadora "medicina de
Dios".
El lobo se vuelve cordero
Ya eran más de dos mil los "condenados" en aquel
infierno. Pero también allí algo comenzó a cambiar
lentamente: el ejemplo de la hermana Irene incomprensible
para aquella gente su paciencia, su absoluta tranquilidad, la
dedicación con que se prestaba a realizar los trabajos más
104
duros, aquella sonrisa serena suya que no obstante todo
irradiaba una felicidad interior, si en un primer momento
habían provocado comentarios irónicos y chistes ofensivos,
ahora producían un efecto contrario. Todos se dieron cuenta
que este desafío le estaba venciendo esta pequeña mujer
blanca. Los enfermos ya no eran maltratados, el látigo
empezó a utilizarse menos, el farmacéutico árabe entregaba
los medicamentos necesarios... Un cierto Alí estaba
acompañando al cobertizo de servicios a un paciente que no
podía caminar; ella le agradeció diciendo: "Dios
recompensará tu caridad." El joven aceptó complacido: el
Dios de los musulmanes es, el Dios de Abraham, el mismo
de los cristianos... Las diferencias comienzan desde Cristo.
Los enormes esfuerzos terminaron por debilitar
incluso la fuerte fibra de la hermana Irene, quien a un cierto
punto se vio obligada a estar en cama debido a una
violentísima fiebre. El capitán médico la visitó y quedó
estupefacto ante la pobreza de la cabaña; sobre el catre no
había un colchón sino una bolsa llena de hojas secas, no
había ni siquiera una almohada (tanto ella como la hermana
Cristina la habían cedido al Padre Pedro, que también
estaba en cama con fiebre alta). Cuando el director hindú le
hablaba de esta hermana, él se encogía de hombros; ahora
empezaba a entender. También los oficiales del campo
expresaron su admiración al verla siempre serena,
disponible a servir a los enfermos. No sabían que la
religiosa veía en ellos a Jesús en persona.
Una vez restablecida, la hermana Irene se dio cuenta
que el clima había cambiado en el modo de relacionarse con
ella y la hermana Cristina "¿Has visto? –comentó la
hermana. Irene a la hermana-. El lobo se vuelve cordero".
La vida del hospital adquirió un ritmo diferente, más
humano; las sugerencias de las Mware fueron) aceptadas, se
distribuía el agua según la necesidad, y lo mismo se hizo
105
con la comida. El farmacéutico le ponía a disposición las
medicinas que necesitase, a ella se le llenaban los ojos de
lágrimas y él también se conmovió. Asimismo, la hermana
Cristina -única sobreviviente de las fiebres y obligada a
trabajar por tres en ese período- había logrado orientar el
servicio de subsistencia, mejorando también las dietas de
los enfermos.
Donde parecía que nada había cambiado era en el
campo de los transportistas, a pocos metros de las chozas de
los misioneros. La guerra comenzó a cansar a estos
pobrecitos, obligados a transportar cargas pesadísimas de
material bélico al frente, cosa que les producía una increíble
fatiga. Y cuando alguno se oponía a esto, enseguida le
propinaban algún castigo: terribles azotes con el látigo
hecho con tiras de cuero. Ya desde la mañana, se
escuchaban gritos de dolor durante la celebración de la
Misa. El comandante de aquel campo era muy rígido y no
soportaba la más mínima infracción. A menudo, después de
este "trato", los que habían sido castigados debían acudir al
médico. La hermana Irene se ocupaba de ellos, les curaba
las llagas, trataba de calmarlos, sugiriéndoles pensamientos
de paz. Pero no todos estaban de acuerdo con este modo de
actuar había quienes pensaban en la fuga como la única
solución a su drama. Algunos lo lograron, pero para quienes
fueron atrapados no se tenía piedad: eran azotados hasta
hacerles sangrar.
La hermana Cristina Moresco en un manuscrito
suyo recuerda el caso de un tal Kariuki, que no logró
escapar. La pena establecida para él fue de cien latigazos.
Lleno de desesperación, el hombre, mientras se encontraba
en el cobertizo, se quitó el cinturón e intentó ahorcarse. La
hermana Irene, habiéndolo encontrado a la mañana
siguiente aún con vida, lo hizo revivir con respiración
artificial, pero Kariuki reaccionó desesperado: ¿no era
106
mejor morir? Ahora le esperaban más latigazos. La hermana
Irene no lo abandonó ni un instante ante el temor que otros
"lo ayudaran" a morir; se sentó a su lado, le habló de Dios,
un tema ya firmemente rechazado por él en los días
precedentes. Con dulzura lo exhortó a perdonar, aunque
Kariuki parecía indiferente y ausente: no es fácil perdonar a
quien te trata como a un perro. Al día siguiente, al
amanecer, la hermana estaba nuevamente allí. El pobrecito
se estaba muriendo: apenas pudo, con un hilo de voz, pidió
el bautismo. Pocos minutos después, moría serenamente,
como cristiano.
El Padre Pedro fue quien puso un poco de orden en
el campo de los carriers, conquistándose la estima del
capitán y de los oficiales. Así, las hermanas Cristina e Irene
pudieron rezar en paz; pues, hasta ese momento, en medio
de aquel bullicio, se veían obligadas a alzar la voz...
El avance de las tropas inglesas en Tanganyika
continuaba, pero a costa de graves pérdidas. Los
irreducibles “Ascari” de Von Lettow tenían una buena
táctica sobre los enemigos, mucho más numerosos,
incendiando la sabana y envenenando los cursos de agua.
Era cada vez más difícil reclutar portadores africanos, tanto
que los ingleses habían traído seiscientos de las islas
Seychelles. Estos últimos, físicamente muy inferiores a los
africanos, después de pocos días caían agotados por la
fatiga yendo a engrosar las filas de los pacientes en Kilwa
Kivinje. Allí, fueron tratados por los enfermeros como una
raza inferior, también porque siendo francófonos no
conocían el inglés ni el kiswahili. En pocos meses murieron
cuatrocientos.
Una vez más tuvo que intervenir la hermana Irene,
quien al ver que muchos de esos muchachos eran católicos
o protestantes, de todos modos siempre cristianos, decidió
prepararlos adecuadamente para la confesión y la
107
comunión. Y como uno de ellos se encontraba en
gravísimas condiciones, pidió que le llevaran el viático. El
padre Pedro había conseguido tener una cabaña decente,
que enseguida había transformado en capilla, donde había
emplazado el sagrario. Era la primera vez que en el hospital
se veía una función de ese tipo. Muchos, como había
sugerido la Mware, al paso de la Eucaristía se arrodillaron,
mientras que el departamento médico había sido reordenado
y limpiado. Incluso los no cristianos parecían cautivados
por el misterio de aquel Pan que acompañaba a los
moribundos a la otra orilla.
Desde Nyeri llegó una novedad sorpresivamente:
Monseñor Perlo llamó al padre Pedro en Kenia para un
período de descanso. En su lugar, mandó para hacer su
primera experiencia en un campo de guerra a un joven
misionero, el Padre Gaudencio Panelatti, el cual sabía
algunas palabras de Inglés y un poco de kikuyu. La hermana
Cristina, acostumbrada a la probada eficacia del padre
Pedro, parecía preocupada por el cambio; la hermana Irene,
sin embargo, pensó que todo ocurría por su culpa y se
apresuró a asegurarle a la hermana que trataría de hacer
cada vez más y mejor. La Moresco se conmovió y todo
terminó en un abrazo verdaderamente fraternal, con el
saludo augural de siempre: ¡Viva Jesús, viva María! ¡Ahora
y siempre! Eran los motores que alimentaban el dinamismo
incansable de las dos misioneras.
Cambio de guardia
Otra sorpresa, esta vez positiva, vino del Comando
militar, que decidió “aliviar” al capitán médico de su
responsabilidad, reemplazándolo con el Mayor Elliot, un
médico meticuloso que, apenas puso pie en el hospital, se
puso a reorganizar todo. Ordenó demoler las viejas cabañas
108
sustituyéndolas por otras nuevas, desinfectó toda la zona y
dividió a los pacientes en departamentos, según su
patología. Pero, sobre todo, intervino con mano dura con el
personal de enfermería, exigiendo disciplina y buenos
modales; despidió a los ineficientes y contrató nuevo
personal profesionalmente preparado. Alguien le habría
debido hablar de la preciosa obra de los misioneros
italianos, porque él demostró en seguida su aprecio,
confiando a las dos hermanas la gestión del hospital.
Por su parte la guerra, continuaba produciendo
víctimas. En julio del 1917 hubo una afluencia récord de
pacientes, que se agravó por la propagación de las
epidemias en la zona: el saldo diario de muertos oscilaba
entre los cuarenta y cincuenta. Pero para la hermana Irene
no existía no tregua: ya había hecho mella en aquella
muchedumbre de personas desesperadas que se aferraban a
ella como a un áncora de salvación. El contacto continuo
con ellos también había agudizado su capacidad de
diagnóstico: intuía rápidamente si alguno podría sobrevivir
o no, dependiendo de esto, regulaba la catequesis en
función de la salvación eterna de esas almas. El bautismo
era la meta que más le urgía junto al de la curación; por esto
no abandonaba a los enfermos terminales hasta que el Señor
no se los hubiese llevado.
Todavía respiraba...
En la rica documentación sobre la hermana. Irene,
se nos habla de un cierto Athiambo, un paciente que ella
debía haber bautizado una mañana, después de haberlo
preparado adecuadamente. Cuando llegó a la sala, vio a otro
paciente en el lugar de Athiambo y le dijeron que este había
muerto repentinamente durante la noche. Ella no lo podía
creer; el corazón o quizás el misterioso instinto de los
109
santos le decía que probablemente aún estaba vivo. Lo
habló con la hermana Cristina, quien le permitió ir a la
playa, donde estaban los cadáveres apilados, para realizar
un control. En todo caso, si lo hubiese podido identificar, lo
bautizaría "bajo condición".
La hermana Irene corrió hacia la playa, donde
yacían decenas de cuerpos desnudos arrojados de cualquier
manera a la espera de que la marea alta se los tragara. A
uno por uno los miró detenidamente, venciendo
instintivamente su repugnancia y rezando por todos.
Reconoció a algunos, a quienes ella había dado el agua
purificadora. Eran muchos: al llegar a los cincuenta, pensó
que quizá no mereciese la pena continuar. Pero quedaban
todavía otros cuatro, valía la pena seguir hasta el final. De
hecho, Athiambo fue el último. Con sorpresa, la hermana
Irene notó que no tenía la rigidez de los otros, era flexible,
es más respiraba aún, no obstante que hubiese permanecido
muchas horas, bajo el peso de la enorme pila de seres
humanos. Lo levantó con dificultad, arrastrándolo lejos del
lugar donde la marea podría llegar, y le practicó la
respiración artificial unos veinte minutos, rezando
intensamente. Finalmente, el pobre hombre abrió los ojos y
emitió un gemido. La Sierva de Dios corrió inmediatamente
al hospital regresando con una camilla y dos portadores.
Athiambo sobrevivió unas horas, justo el tiempo necesario
para recibir el bautismo que él había tanto deseado. Este
episodio, causó sensación en el hospital. Algunas personas
comenzaron a decir que la hermanita blanca resucitaba a los
muertos. Por su parte, ese mismo día, el capitán prohibió
que se llevasen los cuerpos antes de que un médico hubiese
certificado clínicamente su muerte.
Debido al creciente número de pacientes, el trabajo,
se hacía cada día más pesado. Madre De Maria desde
Kenya, de vez en cuando les informaba sobre las
110
actividades de la misión de Nyeri y recomendaba a las dos
misioneras de cuidar bien de su salud, requisito
indispensable para un fecundo apostolado. Un día, les hizo
saber que habría enviado refuerzos a Kilwa Kivinje.: De
hecho, días después llegó Monseñor Perlo en persona
acompañado de otras dos misioneras de la Consolata, la
hermana Dominga Drudi y la hermana Constanza Golzio.
En la visita a los diferentes departamentos, el vicario
apostólico, fue guiado por la hermana Cristina donde pudo
constatar lo capaces que eran aquellas mujeres.
Con la llegada de las nuevas hermanas, el trabajo se
subdividió de manera más razonable. La hermana Irene se
reservó los enfermos de los dos peores repartos: el de los
enfermos mentales y los de disentería. Trabajo suyo, era
también el compilar el registro de la temperatura en la
cartilla de los pacientes: un modo con el que se mantenía en
contacto con todos. Finalmente, consiguió que para las
llamadas nocturnas los enfermeros recurrieran a ella. No le
importaba que la molestasen incluso para casos triviales:
"Es mejor ser llamada por nada -respondió a la hermana
Cristina preocupada por su salud- que arriesgarse a dejar a
alguien sin el bautismo."
Con la llegada de las dos hermanas, a la hermana
Irene le quedaban algunos ratos de tiempo libre que ella
aprovechaba para visitar el campo de los transportistas,
donde se la recibía con respeto y simpatía. Allí se quedaba
para enseñar catecismo; a muchos, que no conocían para
nada la fe cristiana, les gustó la idea de un Dios que ama a
todos, que por amor a los hombres murió después resucitó y
puede ofrecer consuelo y paz, incluso en el dolor. En
particular, les conmovía la figura de la Virgen María, que,
por otra parte era conocida y venerada entre los
musulmanes. La hermana Irene había preparado para ellos
unos rosarios las cuentas indicaban los pequeños sacrificios
111
hechos en su honor. Y cuando pasaba la hermana, algunos
muy contentos le contaban los pequeños sacrificios que
habían hecho. Incluso dentro del campo el ambiente ya era
diferente: menos violencia, más ayuda mutua, más respeto
mutuo, tal como decía la Mware.
De vez en cuando, si un grupo de transportistas era
destinado a otras localidades, los más jóvenes, sobre todo si
católicos, iban a saludar a la hermana haciéndose la señal de
la cruz, y encomendándose a sus oraciones. Ella les
infundía esperanza, diciendo que la guerra terminaría
pronto y los exhortaba a confiar en Dios. Partían con
nostalgia de aquella pequeña mujer sonriente.
En una zona adyacente acampaban también las
familias de los policías africanos, que acompañaban a sus
hombres en los distintos traslados. Eran aquellos
alojamientos precarios donde pululaban niños sobre los
cuales se podía percibir el malestar de la guerra. La
hermana Irene también los visitaba llevándoles medicinas,
los consolaba, los aconsejaba en lo referente a la
alimentación y la salud de los más pequeños, la higiene
personal y la limpieza de la choza. Las madres, sobre todo,
la sentían muy cercana a sus problemas y le confiaban lo
que difícilmente habrían confiado a otros. Si entre ellas
identificaba a mujeres de fe católica, se ponía a rezar con
ellas el rosario y las advertía sobre las supersticiones que en
aquel cúmulo de razas y culturas, y no teniendo una
asistencia religiosa asidua, fácilmente podían influenciar en
la conciencia de las más débiles
Un día advirtió una gran llaga en la pierna de una
joven musulmana que, sin haber recibido la atención debida
había degenerado en gangrena. Nadie quería hacerse cargo
de ella, ni siquiera los familiares debido al hedor
insoportable causado por el pus y los gusanos. Ella la hizo
llevar a una pequeña cabaña aislada de las otras y la curó
112
personalmente. Cada mañana la lavaba quitando la
podredumbre maloliente de las heridas que aparecían cada
vez más devastadoras, la medicaba y le hacía un poco de
compañía. En el rostro de la mujer se podía notar la
desesperación de haber sido abandonada incluso por sus
familiares. La hermana Irene la preparó a morir con la
dulzura y el amor de una hermana, hablándole de su Dios
misericordioso que pronto la habría acogido en su reino de
felicidad; le explicó el significado del bautismo, que fue
solicitado de inmediato por la pobrecita e impartido
directamente con la aprobación de los suyos: un alma más
entregada al Señor. La vieron expirar serenamente. Con el
pasar de los meses, el frente se trasladó al suroeste, en el
interior de Tanganyika; otros hospitales de campaña fueron
instalados sobre las líneas del frente lejos de Kilwa Kivinje,
donde ahora se concentraba solamente a los enfermos
menos graves o convalecientes.
Las cuatro hermanas pidieron ser trasladadas a los
nuevos hospitales, pero Mons. Perlo no consideró prudente
aventurarse en zonas que eran intransitables La hermana
Irene pensaba, sin embargo, en salvar a sus "Almas" y, no
pudiendo ir ella, le encargó a Celestino, un catequista de
Uganda quien contaba con una discreta preparación en
enfermería, que se uniese a la caravana y la substituyese en
esta obra de caridad. Por intermedio del padre Gaudencio le
hizo llegar un boleto, le proporcionó medallas, rosarios y
estampas y lo encomendó al Señor. Sabía, que podía contar
con él, porque la había acompañado en las primeras
"incursiones" en el campo de los transportistas. Después de
algún tiempo, gracias a una caravana que regresaba a Kilwa
la hermana Irene tuvo una primera lista de bautismos
impartidas por Celestino. Esta extraña forma de "delegar"
había funcionado.
113
Pasaron algunas semanas y a fines de octubre de
1917, el hospital se despobló por completo. Se fueron
también los portadores, después de las tropas. El Mayor
Elliot decidió irse del asentamiento; reubicados en otra
parte los últimos pacientes, los cobertizos terminaron en
una gran hoguera.
Las cuatro hermanas y el padre Panelatti recordaban
no sin conmoción al inmenso drama de dolor, de
desesperación, pero también de esperanza que se había
perpetrado en esa franja de tierra. Un drama que nunca
hubiéramos conocido si la hermana Cristina Moresco no
hubiese comprendido de haber vivido al lado de una
hermana excepcional, de la cual se debería hablar después.
Ella que había compartido con la hermana Irene los rigores
de un servicio que puede ser descrito como heroico,
permaneció a propósito en la sombra. Y sin embargo,
también ella tendría muchas cosas que contar
personalmente. La hna. Cristina Moresco, una de las
primerísimas misioneras del Allamano, había llegado a
Kenya en 1913 y fue una de las primeras en partir hacia los
hospitales establecidos a lo largo del frente, donde luego
llegaría la hermana Stefani. En Barge, San Martino, una
ciudad de la provincia de Cuneo en Italia, donde nació en
1889, con toda razón le han dedicado una calle.
114
Capítulo IX
En la cocina entre las ollas
En diciembre, las cuatro misioneras
acompañadas por el Padre Gaudencio fueron enviadas a
otro hospital, en Lindi, donde ya trabajaban dos hermanas
del Cottolengo. Era una réplica de Voi y Kilwa, pero en
115
pequeño. A la hermana Irene le fue confiado el pabellón de
los enfermos de viruela. Aquí el comienzo de la actividad,
fue dramático a causa de una grave bronconeumonía que
llevó a la hermana Cristina, casi al borde de la muerte. Y a
quien insistía para que el padre Gaudencio le llevase el
viático, la hermana Irene respondió tranquilamente que no
era necesario, y añadió que ella moriría antes de la hermana
Cristina. Y sucedió realmente así: en 1958 la hermana
Cristina Moresco, habría muerto en Nyeri a causa de un
tumor, después de 45 años de ininterrumpido servicio
misionero.
Pasado el peligro, la convaleciente fue acompañada
por la hermana Irene a Nairobi, una vez allí, su recorrido
fue diferente: la hna. Cristina regresó a Nyeri a la misión
central del vicariato, mientras que la hermana Irene fue
enviada a Limuru para unas breves vacaciones. Ella
aprovechó esta oportunidad para hacer sus ejercicios
espirituales y escribir su primera carta al Allamano: una
breve reseña de sus tres años de trabajo en Kenia y
Tanganyka, en la que reiteraba la alegría de su elección de
vida.
"Dar asistencia -escribe entre otras cosas- a estos
pobres enfermos, doblemente infelices, es una gran dicha, y
el Señor bendito nos hace ver los prodigios de gracia que
también realiza en las Almas de estos pobres desamparados.
Se encuentran aquellos muy deseosos y dóciles a las
enseñanzas religiosas; algunos son menos ávidos de la
palabra de Dios; otros, por desgracia, no quieren saber nada
y precisamente a mí me tocó atender a éstos últimos. ¡Oh,
sí, en aquellos momentos, pensé que habían llegado para mí
las horas negras, que Ud. Ven.mo Padre, ya entonces nos
vaticinó. Recordaba sus enseñanzas, seguía los ejemplos de
la buena hermana Cristina, acompañando todo con algún
pequeño sacrificio".
116
Del terrible stress de aquellos días, de la extenuante
fatiga soportada ni una palabra. ¿Y de su generoso
prodigarse y las privaciones cotidianas? No eran nada más
que pequeños sacrificios, normales, de todos los días.
Había una cosa que le interesaba sobre todas las
cosas: la admisión "a la gracia sublime de los santos votos
perpetuos". Y le hace el pedido al fundador, quien, sin
embargo, estableció que antes de la profesión perpetua se
cumpliesen dos quinquenios de votos temporales. A ella,
después de la renovación de 1919, le faltaban todavía cuatro
años para llegar a esa meta.
A principios de marzo, la hermana Irene
desembarcó en Dar-es-Salaam para prestar su servicio en
otro hospital. Pero esta vez no como enfermera, sino como
supervisora de la cocina y del personal encargado de los
víveres. Con disponibilidad y con espíritu de humildad y
alegría acogió la nueva misión que se le confiaba. Se trataba
de preparar las comidas para los europeos y para un millar
de nativos.
Cuando hablamos de cocina, ciertamente no nos
referimos a las de nuestras casas, sino, más bien nos a un
cobertizo con techo de chapa, que con el calor se ponía
candente; ardían hornallas rudimentarias hechas de grandes
piedras sobre estas, bidones de gasolina funcionaban como
ollas. Los cocineros, quizás no entendían mucho de arte
culinario, pero eran expertos en hacer desaparecer parte de
las provisiones, que posteriormente, revendían a escondidas
en el mercado negro, eludiendo también la vigilancia de los
agentes de policía que controlaban los suministros. Por
supuesto, quienes pagaban las consecuencias de esto, eran
los enfermos.
Cuando vieron llegar a esta monjita sonriente, los
pícaros pensaron que les resultaría más fácil aligerar el
117
almacén. Se equivocaron grandemente: la hermana Irene
controlaba todo con extrema atención y nadie más tuvo la
osadía de volver a hacerlo. Por si fuera poco, ella tenía un
razonamiento que dejaba a todos perplejos: "Dios también
ve a los ladrones", repetía, "Me pueden engañar a mí, pero a
Él no." Y esto fue suficiente. También aquí, en poco
tiempo, se notó un cambio de tendencia. El servicio mejoró,
cosa que satisfizo mucho a la matron, la directora inglesa
del hospital. ¿El secreto? Estar allí permanentemente,
permaneciendo, en ese cobertizo, incluso cuando el humo le
llenaba los ojos; supervisando cuidadosamente las dosis, los
tiempos de cocción, personalizando las dietas según las
condiciones de los pacientes, regañando con cariño a los
indolentes que no estaban cumpliendo con sus obligaciones.
No se iba de allí hasta que todo el mundo había sido
servido. En su testimonio la hermana Margarita De Maria
relata un detalle curioso; "La escasez de leña, casi siempre
cortada en el día, producía más humo que llama,
consecuentemente la hermana, escrupulosa en la
supervisión del trabajo de esos improvisados cocineros,
tenía siempre los ojos rojos, llorosos. Se le decía
chistosamente, que además de pertenecer a la Red Cross (la
Cruz Roja), pertenecía también a la Red Eyes de los ojos
rojos, a lo que ella sonreía con su habitual amabilidad”.
Por la tarde, la hermana Irene no descansaba; pedía
noticias de los enfermos e iba a visitarlos, eligiendo la cama
de los más graves, para poder consolarlos; y si una hermana
se sentía cansada, ella se ofrecía para reemplazarla. La
atracción por los pabellones era irresistible, porque allí
había otras Almas necesitadas del contacto con Dios. A
veces se le presentaba también la posibilidad de administrar
algunos bautismos "bajo condición" a individuos ya
muertos: quién sabe, pensaba la hna Irene, quizá haya algún
otro Athiambo que todavía respire…
118
El 15 de marzo de 1918, escribió a los suyos desde
Dar-es-Salaam; había recibido de ellos algunas cartas que
llegaron con mucho retraso a causa de la guerra.
Probablemente le hayan informado sobre la retirada de
Caporetto, donde el 17 de septiembre de 1917 los austriacos
habían atravesado el frente enemigo extendiéndose hasta la
línea del Piave. Allí fueron detenidos. En el comando
general, Cadorna fue sustituido por Armando Díaz,
mientras que a las tropas italianas llegó material bélico de
los Estados Unidos.
En su respuesta, la hermana Irene menciona
vagamente la "tristeza de los tiempos en que vivimos", pero
lo que realmente deseaba comunicar era sobre su trabajo
misionero: "Tuve la suerte –escribía- de haber sido
incorporada al número de hermanas enfermeras llamadas a
ofrecer su servicios a una gran cantidad de pacientes
provenientes de diversos hospitales del campo de batalla.
¡Oh, cuantas víctimas! Numerosísimas veces tuve la gracia
de asistirlos en los últimos momentos de su vida, y a
muchos de ellos, que no conocían el cristianismo, pude
prepararlos y disponerlos para que recibieran el Agua
Regeneradora sobre sus frentes, abatidas por el dolor. En
diferentes ocasiones he podido dar a estas Almas elegidas
los queridos nombres de ustedes, el del difunto Sr. Párroco
ya sea el de antes, como del de ahora, el de todos los que ya
he mencionado y no en mi última carta, especialmente los
de todos los parientes. En este momento desolador,
mientras cumplo con mi deber entre estos pobres
desafortunados no me olvido de las actuales y no menos
tristes condiciones de allí, como ustedes me han
recomendado, uno a mis obras y oraciones las intenciones
especiales del Rvdo. Padre de aquí y de las Hermanas para
obtener la paz cuanto antes". En su escrito no hay ninguna
mención a los aspectos patrióticos de un conflicto del cual
119
Italia formaba parte: para ella, no habían "enemigos" que
vencer, sino más bien una paz que se debía alcanzar
"pronto".
Mercedes recuerda también la carta que le escribió
el papá antes de su partida a África; esta le había llegado
con unos meses de retraso, en ella utiliza expresiones de
particular ternura: "Amadísimo papá –añadía- en este mi
vivir continuo en medio de pobres necesitados, al asistirles,
no olvido nunca lo que me decías en tu primera querida
carta, que me has escrito aquí; y bien me recuerdo que
cuando yo era pequeña, eran ustedes papá, y también la
querida difunta mamá, quienes velaban a mi lado, y me
prodigaban continuos cuidados que yo ni siquiera ahora
puedo comprender plenamente, y rezo, rezo mucho por
todos ustedes. Más aún, me siento cada vez más animada a
hacer todo lo mejor posible para ser de verdad una religiosa
misionera santa, como quieren de mi mis Venerables
Superiores, y así mostrarles concretamente la profunda
gratitud que les tengo, y que ustedes de su parte también
nutren hacia ellos, y que querrían, como me han escrito, que
yo se la demuestre con hechos. Es precisamente por esta
fuerte necesidad de mi alma, que yo elevo oraciones, y
confío en la ayuda del Dios Todopoderoso, gracias también
por sus fervientes oraciones de las que no tengo duda.
Amadísimo Papá, queridísima Mamá y hermanas dilectas,
este medio tan eficaz de ayuda mutua con la oración no lo
olvidaremos jamás, ¿no es así? ¡Oh santo vínculo que nos
unirá en la vida futura con muchos méritos!". Un vínculo
que nos mantiene unidos, a pesar de las distancias.” La
hermana Irene confesaba que cuando asistía a los
moribundos, les encomendaba suplicar al buen Dios -una
vez llegados al paraíso- de bendecir a su familia lejana,
“hasta el día bendito en que todos nos reuniremos en la
Patria"; Patria se refiere al Cielo.
120
Mientras tanto la guerra llegaba a su fin: el 24 de
octubre de 1918, las tropas italianas recuperaron el frente
austriaco, el 30 ocuparon Vittorio Véneto y el 3 de
noviembre el comando austriaco firmaba el armisticio de
Villa Giusti, mientras que los italianos entraban en Trento y
a Trieste. A este punto, la fortaleza de Anfo ya no tenía
ninguna importancia estratégica, debido a las nuevas
fronteras con Austria.
En África el conflicto se prolongó todavía por
algunos días: el escurridizo Von Lettow, que se había
trasladado a Mozambique, el 16 de Noviembre se rendía a
los ingleses; salía derrotado, pero con los honores de la
guerra. Los misioneros y las misioneras, a medida que los
hospitales militares se desmontaban, regresaban a las
misiones de donde habían salido. En enero de 1919,
también la hermana Irene se encontró de nuevo entre los
kikuyu. Pero antes, en Nairobi, durante un gran desfile
militar, el gobernador de Kenya agradeció públicamente a
los misioneros y misioneras por el trabajo realizado en los
hospitales de campaña. La hermana Cristina fue
condecorada con la medalla de plata de la Cruz Roja, la
hermana Serafina con la Cruz de Caballero. En los archivos
de las Misioneras de la Consolata se conservan dos de las
tres medallas otorgadas a la hermana Irene: la British War
Medal (Medalla de Guerra británica), en plata, reservada
para aquellos que se habían distinguido en la guerra. En la
cara anterior está reproducida la efigie del rey Jorge V. En
la posterior se incluye la fecha 1914-1918, un soldado con
la espada desenvainada sobre un caballo, y en lo alto el sol
de la victoria. En el borde de la medalla está grabado un
nombre: Sister Irene. La segunda medalla, la Victory Medal
de la Victoria en bronce, fue otorgada a todos los que
trabajaron durante el conflicto: en la retaguardia, rodeada
por una corona de laurel se lee: The great war for
121
civilisation– 1916-1919 (La gran guerra por la civilización 1916-1919); también aquí, en el borde, figura el nombre de
la hermana Irene. La tercera medalla, Royal British Red
Cross (Real Cruz Roja Británica), le había sido conferida
por la Cruz Roja Británica.
Mons. Perlo, haciendo un balance de la acción
apostólica de sus misioneros, registró un total de 26.812
bautismos administrados en ese período: más de tres mil
conferidos por la hermana Irene. De todo esto no se
encuentra mención alguna en la correspondencia de la
Sierva de Dios.
He aquí lo que escribió a los suyos el 2 de junio de
1919: "Amadísimo Papá y Familia, esto me imagino
escuchar con frecuencia de sus labios: ¿Quién sabe dónde
estará y como se encontrará nuestra Mercedes?, y yo
inmediatamente quiero satisfacerles; aunque dudo de la
llegada de mis escritos, enviados en un tiempo tan doloroso
como el pasado. Ahora no les estoy escribiendo desde el
hospital, sino desde nuestras queridas Misiones: Agekoio, a
donde gracias al buen Dios, felizmente regresé, hace
algunos meses. Fue bajo la poderosísima protección de
nuestra común y muy valiosa Mamá la Sma. Consolata,
merced a la exquisita bondad de mis Venerables Superiores
que
me destinaron a los lugares más saludables,
proporcionándome siempre medios eficaces, me mantuve
inmune de enfermedades muy contagiosas, que por doquier
segaron la vida de tantas y tantas personas. A muchas de
ellas tuve la dicha de prestarles asistencia permaneciendo a
su cabecera hasta sus últimos momentos. El trabajo y las
oraciones incesantes y fervientes de mis amados Superiores,
obtuvieron este milagro de preservación, como bien sabían
aquellos que vieron los tantos y graves peligros a que se
exponían a contacto con aquellos pobres enfermos". En fin,
como escribe, pareciera que ella no había hecho nada. Todo
122
el mérito iba a sus superiores, hacia quienes demuestra viva
gratitud invitando a los suyos a hacer lo mismo. Reiterando
que al bautizar a los enfermos les había impuesto los
nombres de los familiares, concluye con un canto de alegría
por la propia vocación: "Oh, mis queridos -exclama-, mi
pensamiento vuela con frecuencia hacia ustedes y mi deseo
es tenerles aquí, participando de mi verdadera y gran
felicidad, que me resulta imposible de explicar".
Después de Nairobi, la primera etapa para la
hermana Irene y sus compañeras fue la misión de Karema.
Debía haber sido para ellas un intervalo de descanso, pero
la zona estaba asolada por un período de sequía que había
destruido los cultivos, obligando a pasar hambre a gran
parte de la población. Como si esto no bastara, estalló una
epidemia de fiebre española que cosechó víctimas
principalmente entre los veteranos de guerra, quienes
estaban debilitados por la fatiga y la tensión continua. En la
Misión se organizó un curso de enfermería y de higiene
elemental para contener el contagio; la hermana Irene sería
la "maestra". Y ella no se limitó a dar instrucciones al grupo
de cristianos y catecúmenos que frecuentaban la Misión,
sino que, desafiando la tradicional desconfianza de los otros
se acercó a las aldeas, entrando en la chozas, deteniéndose
al lado de los enfermos y recomendando una adecuada
profilaxis. Aprovechó también para consolar a las familias
devastadas por la guerra y por la epidemia.
El penúltimo traslado, antes de llegar al lugar
definitivo, fue Nyeri, en un convento donde junto a la
hermana Inés Gallo, le fue confiado el cuidado y la
formación de las cinco primeras candidatas nativas de la
naciente congregación de las Hermanas de María
Inmaculada. No fue una tarea fácil, teniendo en cuenta el
contexto cultural del que provenían, y especialmente la
fuerte oposición de sus padres a una elección que, ante sus
123
ojos, era absurda. Para la mujer africana, la maternidad es
un valor esencial. No era fácil convencer a las jóvenes a una
renuncia así en la que se arriesgaban a ser aisladas del resto
de la tribu, es decir, de su vínculo social más fuerte después
del de la familia. Consecuentemente, muchas de ellas,
después de un período de prueba, volvían a sus casas, a
menudo forzadas también por sus parientes.
La hermana Irene les daba clases, trabajaba y rezaba
con ellas, las catequizaba, y sobre todo les mostraba con el
ejemplo lo que significaba ser religiosa. Cuando hacía frío o
llovía, no tenían ganas de trabajar en el campo o en la
lavandería. Llegaba ella y las invitaba a obedecer
voluntariamente, "porque -solía decir- de ese modo
merecemos las bendiciones del Señor." La hermana Juana
Wambui, una de aquellas jóvenes, dijo: "No habíamos visto
otra hermana como ella [...] La hermana Irene era especial
[...] Nos corregía como una mamá cuando nos
equivocábamos". Y la hermana Jacqueline Gachambi,
destacando la sonriente dulzura de la Sierva de Dios,
añadía: "Viendo su comportamiento las jóvenes
entendíamos lo que significaba ser religiosas".
La hermana Mary BlancaWanjiro, a su vez, recordó
una canción compuesta por la hermana Irene, que decía
algo así: "Soy la esposa de Jesús, / porque Jesús es muy
grande. / Las jóvenes que lo aman / le ofrecen el corazón. /
¡Oh Jesús, no me dejes!, / Te amo tanto."Cuando la boca
habla por la plenitud del corazón, cada palabra se convierte
en poesía.
La Sierva de Dios permaneció en el conventito
exactamente un año, y fue suficiente para dejar un recuerdo
imborrable en quienes la habían conocido.
Su nuevo destino fue la misión "Virgen de la
Divina Providencia" de Gikondi, en la región del Kikuyu al
centro de Kenia, a un centenar de kilómetros de Nairobi, a
124
1.500 metros sobre el nivel del mar, prácticamente sobre la
línea del Ecuador. La misión, fundada en 1903, se extendía
sobre un área muy grande y poblada. Cuando llegó la
hermana Irene, exactamente el 25 de mayo de 1920, sobre
un total aproximado de cincuenta mil habitantes, los
cristianos eran 208. En Gikondi ya estaban presentes desde
la fundación, dos hermanas Vicentinas (fundadas por el
Cottolengo, el santo que confiaba en la Divina
Providencia). Muy pocas en relación con las necesidades,
pero con grandes méritos. Fueron ellas precisamente las
primeras en acompañar a los Misioneros de la Consolata,
llamadas por el canónigo Allamano y estaban en Kenia
desde hacía muchos años. Allí permanecerían hasta 1925.
Ahora, sin embargo, comenzaban a llegar de Italia nuevas
fuerzas de la Casa de Turín de calle Ferrucci, con gran
dicha del responsable de la misión, P. Domingo Gillio. La
hermana Irene apenas contó con el tiempo suficiente para
ambientarse, porque enseguida tuvo que ponerse manos a la
obra. Su desafiante "programa" cotidiano comprendía: por
la mañana la escuela y por la tarde las visitas a los
enfermos, tanto en Gikondi como en las aldeas de la región.
Esto significaba transformarse, de acuerdo con las
necesidades, en enfermera, en obstetra, en asistente social,
en consejera de las mujeres y de los jóvenes, en experta
cocinera o en escribana para garantizar la correspondencia
entre las familias y los jóvenes que emigraban a Nairobi,
Mombasa u otros lugares en busca de trabajo. Y así,
Gikondi sería el escenario desde el cual durante una década
se irradiará su sonriente santidad.
125
126
Capítulo X
Entre los kikuyu para siempre
La hermana Irene ya conocía la lengua kikuyu, pero
en campamentos militares, entre la confusión de tantos
dialectos, nacionalidades y razas, la había olvidado un poco.
Al regresar al pueblo, entre esa gente, entonces la
aprendería mejor.
En cuanto a la cultura, ellos no conocían forma
alguna de escritura. Aquella se condensaba más bien en las
tradiciones orales, en las danzas tradicionales y en un
vestuario en el que abundaban sobre todo las pulseras,
collares y los aretes. Era necesario consolidar la escuela y
luego pensar en la evangelización.
Desde 1916, cuando el padre Gillio fue enviado a
Gikondi, el compromiso prioritario de los misioneros fue
precisamente el sistema escolar, incluso para hacer frente a
la competencia protestante muy activa en la región. No era
fácil en esa etapa, porque el gobierno reclutaba jóvenes
portadores para la ofensiva militar en curso. Terminada la
guerra, en 1919 se comenzó a crear en torno a las misiones,
una red de escuelas sucursales: la primera, tuvo lugar en
Mbioine y fue confiada al maestro catequista Giovenale
Ndegwa; a ésta siguieron después otras.
Uno de los pioneros de la evangelización en Kenia,
el padre Pedro Benedetto con quien trabajó, la hermana
Irene, consideraba a los kikuyu entre los pueblos más
127
perspicaces e inteligentes del África, aunque, por
temperamento, agudos, suspicaces e irritables. Sin embargo
al hablar de ellos, no se debe hacer pensando en las
características actuales. Esta historia está ambientada entre
los años 1915 y 1930. Por esa época, ellos se dedicaban
principalmente a la agricultura y al pastoreo y no conocían
el dinero. Hoy en día, muchas situaciones locales han
cambiado, el progreso técnico ha llegado también allí, si
bien en el interior la estructura social básica es
fundamentalmente la misma.
En la tribu, aún tenía gran influencia la figura del
hechicero médico, que curaba las enfermedades con
sustancias de su propia invención, y cuya presencia estaba
estrechamente ligada a la esfera religiosa.
Los kikuyu creían en Dios -que ellos llamaban Ngaiconcebido como un señor poderosísimo, que creó el mundo
y otorgaba todos los bienes. Su residencia estaba señalada
en el monte Kenia, donde se manifestaba a través de los
fenómenos atmosféricos (sol, luna, estrellas, lluvia,
tormentas, etc). También se lo pensaba en estrecha relación
con algunas plantas que se consideraban sagradas,
especialmente el Mugumu, árbol gigantesco y muy
frondoso, al pie del cual se ofrecían sacrificios (por lo
general, matando cabezas de ganado, mientras se recitaban
en coro cantilenas rituales).
Es interesante notar que éste su Dios era
omnipresente y caminaba por todas partes; era bueno, y tan
cercano a los hombres que se concretizaba su presencia y
sus atributos en los nombres de sus hijos. Se ha observado
que las conmovedoras oraciones dirigidas a él, recuerdan
los salmos hebreos. Enfermedades, desgracias o muerte no
eran atribuidas a Dios, sino a los espíritus malignos
(Ngoma), o bien a los espíritus de los antepasados que
128
yacían en el subsuelo. La vida estaba condicionada por
muchos miedos: de los malos espíritus, de los antepasados,
por el temor de ofender a Ngai. Sólo Cristo revelaba al Dios
bueno y misericordioso, con corazón del Padre.
El culto a los antepasados se fundaba en esta idea: la
muerte no trunca la vida del hombre, por el contrario, el
espíritu se proyecta en un mundo diferente. La creencia de
los kikuyu distinguía tres grupos de espíritus: los del padre y
de la madre, que tenían un rol pedagógico, comunicándose
directamente con sus propios hijos para aconsejar y
reprender; los espíritus de la estirpe, que más o menos
intensamente se interesaban por el bienestar de la misma de
acuerdo con la conducta de cada uno de los miembros
individualmente; y los espíritus de la edad, que seguían las
actividades de cada grupo de coetáneos.
Estos espíritus vagaban por todas partes, aunque
tenían un lugar donde preferían estar: por lo general era la
piedra de hogar, o bien el patio de la casa o un árbol. Aquí
también se celebraban los ritos para el culto a los
antepasados, destinados a fortalecer los lazos de pertenencia
entre los miembros de la tribu y se repetían con mayor
frecuencia en caso de enfermedad, accidentes o
contratiempos.
Al hechicero se le reconocían los poderes de
apaciguar y alejar a los espíritus del mal, curar las
enfermedades y predecir el futuro. Él era quien purificaba
de los "tabú", preparaba amuletos contra las fuerzas ocultas
y, cuando era necesario, también los venenos para las
brujerías, con fórmulas mágicas, rodeadas por un sentido de
misterio y de terror. Ante él se hacían los juramentos
solemnes y se lanzaban las maldiciones.
En este contexto, en la cultura local, era vista y
practicada una especie de medicina tradicional cuya
farmacopea incluía también partes del animal, tales como la
129
grasa y las entrañas, con un significado propiciatorio de
purificación Esto da una idea de cuáles dificultades
encontraba inicialmente la evangelización en el tiempo de
la hermana Irene, a causa también de las relaciones sociales
al interno de las tribus. En ellas existían leyes minuciosas
que atribuían a cada uno tareas e incumbencias precisas a
cumplir; también una moral del miedo a los espíritus de los
antepasados, de los ancianos, de los grupos de edad, a la
invasión de los enemigos. En el caso particular de Gikondi
se debe tener en cuenta un factor que al inicio había
obstaculizado no poco la acción misionera. En la cima de la
colina más alta del país cuando llegó el primer grupo del
Instituto de la Consolata, había un bosque de árboles
seculares donde la gente del lugar acostumbraba a hacer
sacrificios a los espíritus de los antepasados. A su llegada,
los misioneros eliminaron el bosque para construir la iglesia
y los otros edificios previstos. Los kikuyu, por supuesto, se
sintieron muy mal, convencidos de que los espíritus
tomarían venganza por este tipo de sacrilegio. Pasó el
tiempo y no sucedió nada; los misioneros y las misioneras
desarrollaban su acción curando a los enfermos, visitando a
las familias, alfabetizando a los más jóvenes y predicando a
todos el evangelio de Jesús. La gente empezó a pensar que
tal vez estos extranjeros eran capaces de calmar a los
espíritus y, sobre todo, que sus medicamentos eran más
eficaces que los brebajes del hechicero. Poco a poco, a la
desconfianza la sustituyó un creciente interés por las
enseñanzas de los misioneros, si bien tenían dificultades
para entender ciertos puntos que contrastaban con los de su
cultura como los preceptos del perdón y de la monogamia.
La estrategia y el método de evangelización de los
Misioneros de la Consolata habían sido acordados desde
1904 en la así llamada Conferencia de Murang'a, cuyas
decisiones fueron posteriormente aprobadas integralmente
130
por el Allamano. Se comenzaba haciéndose conocer por
todos, dedicando cotidianamente por lo menos media
jornada a los encuentros individuales, yendo de cabaña en
cabaña y, una vez a la semana, un día completo en las
aldeas. La catequesis debía centrarse en las nociones
fundamentales y expresarse en fórmulas breves, de fácil
memorización. El paso fundamental, especialmente en un
contexto de pobreza y de enfermedad, era la inclusión de la
promoción humana, para educar a las familias en los
métodos racionales y más eficaces de trabajo, en la práctica
de la higiene y priorizando la escuela para los jóvenes.
La guerra había dejado huellas dolorosas en todas
partes. A favor de los misioneros jugaba el rol importante
desempeñado en plena hostilidad en los hospitales de
campaña. Por una vez, el europeo no fue visto por los
kikuyu como el explotador colonialista, sino como un
hermano que comprometía su propia vida a favor de ellos,
sin ningún interés que no fuera espiritual. En cada
"estación" misionera se abría un ambulatorio, mientras que
para proveer al sustento se establecieron granjas con
cultivos y cría de ganado.
Las pequeñas escuelas crecen
Llegada a Gikondi, la hermana Irene junto con la
hermana Gabriella reemplazaron a las dos religiosas del
Cottolengo, las hermanas María Carola y Ciriaca, valientes
pioneras de las misiones en Kenia, que fueron transferidas a
Meru.
A la hermana Irene le tocó ocuparse de la escuela.
Tenía los requisitos si bien no poseía un diploma de
habilitación, "Poseía -ha testimoniado el padre Gillio- más
instrucción que la ordinaria en todas las materias escolares.
Además de la lengua nativa de los kikuyu conocía muy bien
131
el kiswahili y discretamente el Inglés. Tenía también
óptimas disposiciones didácticas, una mano velocísima para
escribir y una caligrafía realmente espléndida". Sin
embargo, ella se sentía "totalmente incapaz" y para mejorar
sus conocimientos había participado en un curso de
actualización de tres meses en Nyeri.
Al hablar de escuelas no se piense, al menos
inicialmente, en las escuelas europeas. Y al hablar de
alumnos de la misión, se debe incluir a personas de todas
las edades que estaban interesadas en instruirse. Los más
jóvenes especialmente, una vez que contaran con un título
de instrucción elemental, podrían encontrar un empleo
también en los servicios del gobierno. Sin embargo la
afluencia era escasa, al menos al principio, porque la
desconfianza por parte de los padres hacia algo que no era
el trabajo en los campos era alta. Habían también algunos
que se declaraban dispuestos a enviar a sus hijos a la misión
a cambio de algo de dinero: un centavo al día, un tanto por
semana, y así sucesivamente.
La primera ronda de la hermana Irene por los
pueblos para reunir alumnos fue decepcionante: se habló de
esto durante las reuniones habituales de la noche, pero se
decidió que había que seguir adelante, siendo este uno de
los caminos obligados hacia la evangelización, y de centrar
la acción especialmente en los jóvenes. El padre Gillio
estaba convencido de que, al continuar sembrando, los
frutos llegarían aunque no inmediatamente. A partir de los
informes trimestrales elaborados por la hermana Irene y
enviados al vicariato de INERHI resultó un número bajo de
inscriptos en la escuela: sólo 48 en 1920. Luego llegó a 70 y
posteriormente al número máximo de un centenar, en una
región donde los niños en edad escolar eran varios miles.
Apenas en Gikondise se extendió el rumor de la
llegada de una nueva "maestra", un grupo de jóvenes acudió
132
a la choza que servía como aula para ver qué cara tenía y
cómo se las arreglaría. Intuyeron de inmediato que era una
"principiante"; ella no se dejó influenciar y mirándolos
fijamente a los ojos, trató de buscar ese mínimo contacto
personal que se requiere para establecer una verdadera
comprensión y conocimiento recíproco. Pronto se dio
cuenta de que los obstáculos a superar no eran pocos: en ese
grupo estudiantil se mezclaban, sin orden ni frecuencia
estable, personas mayores, jóvenes y niños, cuyo desarrollo
mental era totalmente diferente y estaba vinculado a
prejuicios tribales. Superado el primer momento de
curiosidad, varios desaparecieron, también porque eran
varios los padres que se oponían por necesitar a los más
jóvenes para el pastoreo (por costumbre confiado a los
chicos); por esto la asistencia correspondía a menudo a la
mitad de los inscriptos. Un día se presentó a la escuela un
solo alumno: la Sierva de Dios permaneció igualmente en
su lugar, convencida de su deber: dar la lección.
Al principio, los horarios eran limitados. La
hermana Irene enseñaba durante una hora en la mañana,
dedicando el resto del tiempo a la catequesis. Luego, como
resultado de nuevas regulaciones del gobierno, la duración
de las lecciones se extendió. Esto obligó a la hermana Irene,
en 1928, a renunciar a las visitas a las villas. Hay datos
estadísticos que ayudan a comprender mejor: en el cuarto
trimestre de 1920, las lecciones dadas por ella fueron 198;
en el segundo trimestre de 1925 se habían elevado a 464
con 8 lecciones por día, para llegar a la cantidad de 722 un
año más tarde, con un promedio de 11 lecciones por día, y
en el tercer trimestre del1928 a un pico máximo de 902, con
una media de quince lecciones diarias.
La jornada de la hermana Irene estuvo marcada por
dos compromisos: la escuela en la mañana y las visitas a las
villas por la tarde para ocuparse de las mujeres, de los
133
enfermos y de los catecúmenos. Por la mañana, después de
las habituales prácticas de piedad, reunía a los chicos y,
hecha la señal de la cruz, comenzaba la "lección". En esa
época, no existían programas gubernamentales para la
educación; la iniciativa quedaba en manos de los
misioneros. Para abrir un centro educativo era suficiente el
consentimiento de los jefes del pueblo, confirmado por la
administración civil. Así era también para la apertura de la
misión cuando, en 1903, monseñor Perlo se puso de
acuerdo con el jefe Wambugu y con el Comisario del
Gobierno inglés, el Dr. Hindle.
Hay que aclarar que la de Gikondi no era la única
escuela cristiana; a una docena de kilómetros de distancia,
en Tumutumu, se encontraba un importante centro
protestante, fundado por la Iglesia presbiteriana escocesa y
animado por la señorita Marion Scott Stevenson, cuya vida
tuvo muchos paralelismos con la de la hermana Irene.
Nacida en 1871, veinte años antes de nuestra Beata, desde
pequeña se había sentido llamada al servicio misionero. A
pesar de haber sufrido durante una década por una
enfermedad contraída en su periodo de estudios, había
llegado a Kenya en 1907 Después de la formación
necesaria, desde 1912 hasta su muerte, se dedicó al
apostolado entre las mujeres, muriendo pocos meses antes
que la hermana Irene, el 14 de junio de 1930. Los africanos
la llamaban "nuestra madre", "nuestra hermana" "Amiga de
las mujeres."
En ese tiempo, aún no se hablaba de ecumenismo;
había más bien emulación que colaboración entre las
diversas denominaciones cristianas. Sin embargo, la
hermana Irene también fue capaz de establecer rápidamente
relaciones cordiales con algunos maestros de la Tumutumu,
entre ellos, la señorita. Dada su larga experiencia en esas
tierras, se podría aprender mucho de ellos sobre los
134
métodos de enseñanza, los problemas educativos y las
dificultades comunes para superar. Con su sonrisa que
inmediatamente inspiraba simpatía, no dudaba en ir a
visitarlos en sus casas, disipando prejuicios y hostilidades.
Los invitaba a visitar la misión; algunos fueron con gusto a
Gikondi, quedándose incluso para asistir a las funciones.
Era la estrategia de la amistad que siempre da frutos. En el
fondo, decía la hermana Irene, todos trabajamos para llevar
almas a Cristo.
Historia de Thirò...
Ejemplar a este respecto es la historia de Thirò, el
hijo del hechicero Mwareri, uno de los más influyentes de
la zona, que lideraba la oposición a los misioneros. Él le
había prohibido terminantemente a su hijo el detenerse a
hablar con la hermana. Según su juicio, ella tenía hechizos
capaces de engañar a la gente con ciertas historias acerca de
un dios que no era el de sus tradiciones. Por lo tanto, Thirò
evitaba cuidadosamente cruzarse con el padre Gillio o con
las hermanas; su aspiración era seguir las huellas de su
padre, aprendiendo los secretos que él, a su vez, había
aprendido de los ancianos de la familia.
Sin embargo, por curiosidad y oculto entre la
vegetación, a menudo se acercaba a la misión para espiar, y
ver qué era lo que estaban haciendo en la escuela. Huía tan
pronto como alguien se acercaba. Un día se cruzó con la
hermana Irene; ella amigablemente le puso una mano en el
hombro y sonriendo le preguntó quién era, dónde vivía y
por qué no iba a la escuela. Thirò, a pesar de la evidente
situación violenta que enfrentaba, explicó la razón por la
que se mantuvo alejado de la misión. La cosa pareció
terminar allí, pero en el niño creció la curiosidad por saber
más sobre esta mujer que lo había acogido con bondad
135
amorosa. Por lo tanto, sin el conocimiento de la casa,
comenzó a asistir a la escuela de Gikondi. Le tomó gusto,
también porque poseía una inteligencia notable y quería
aprender de todo, incluyendo el catecismo que su padre
había demonizado.
Pasó el tiempo y Mwareri descubrió las fugas de su
hijo, que le confiaba la custodia de sus cabras a un amigo
para no perderse ni una lección. Tan pronto el pequeño
regresó, lo castigó a latigazos. Thirò quedó en silencio y
prometió no volver más a Gikondi. Después de algunos
años, la hermana Irene lo encontró casualmente en la calle.
El niño no podía ocultar la nostalgia que desde hacía tiempo
sentía, pero se contuvo por temor a la reacción de su padre.
Volvió a asistir a la escuela, esta vez sin ocultarlo,
desafiando incluso las palizas. Había aprendido a leer y a
escribir, y estaba orgulloso. Mwareri, comprendió que la
fuerza no había sido la solución. Finalmente pensó que,
después de todo, un hechicero con un bagaje cultural sería
más apreciado que uno analfabeto; se resignó, aunque
poniendo al hijo en guardia para no cambiar de religión.
Se acercaba para el joven la ceremonia de la
circuncisión, que lo transformaría oficialmente en un
adulto. Durante un tiempo Thirò no fue a la escuela. Un día
se presentó ante la hermana Irene diciendo que había
decidido viajar a Nairobi en busca de trabajo. Con pesar,
ella vio la interrupción de un camino de catequesis muy
prometedor. No le quedaba otra solución que orar. Así lo
hizo todos los días, con una intención especial para ese
muchacho perdido en la capital. Allá había encontrado un
empleo como almacenero, con un patrón musulmán, que le
veía grandes cualidades; éste lo instaba a abrazar el Islam
con la promesa de grandes ganancias y de una posición
segura.
136
Thiró inicialmente había sido combatido; pero a
veces sin que nadie lo viera, hacía la señal de la cruz y
oraba. Con el tiempo, poco a poco, el ambiente circundante
lo contagió hasta el punto de hacerle olvidar el catecismo.
Ciertamente allí no le faltaba nada, tenía comida, refugio y
ya había ahorrado una buena cantidad de chelines. Un día
recibió una carta de la hermana Irene; no era la primera,
pero al parecer las otras se perdieron. "Thiró
-estaba
escrito- nuestro buen y amado alumno, por favor, lee y
reflexiona sobre esta carta. Tú estás ganando dinero, pero
piensa que después, pese a toda la riqueza, todos moriremos
y compareceremos ante del Señor para ser juzgados por
nuestras acciones. Si nos encontramos siendo sus amigos,
se nos dará el Paraíso con todos sus bienes para toda la
eternidad. De lo contrario, si en la vida hemos despreciado
a nuestro Creador, seremos arrojados al infierno. Lo que
vale es el alma. El cuerpo está destinado a marchitarse. Ten
cuidado; que el diablo no te engañe. El Señor es nuestro
Padre y recompensará a cada uno en proporción al servicio
que le hemos ofrecido. Trata de estar bien y que el Señor te
ayude. Soy yo, hermana Irene mc ".
Tan pronto como leyó esas palabras, Thiró sintió
una profunda emoción. En ese momento recordó todos los
días felices vividos en la misión bajo la guía materna de la
hermana Irene. Se miró en el espejo, casi avergonzado de sí
mismo, y tomó una firme decisión: dejaría el empleo
rentable como comerciante y volvería a Gikondi.
Cumplió su palabra; la familia no entendía cómo
pudo renunciar a un trabajo tan rentable sólo para volver a
la escuela; por ello no le hicieron fiesta a su regreso.
Cuando volvió a ver a la hermana Irene, él se sintió
realmente feliz. A esa carta la guardó siempre entre las
cosas más queridas. Eran las oraciones de la Mware para
salvarlo y él estaba tan seguro de ello que, después de años,
137
dejó el siguiente testimonio, citado por la hermana Juana
Paola Mina en su libro. "La hermana Irene -dice Thiró- hizo
muchas cosas por mí, cuando yo era joven. Pero la carta que
me escribió a Nairobi fue la que me conquistó. Yo tuve el
deseo de ser bautizado, pero me faltaba el celo que me
hiciera buscar el bien antes que ninguna otra cosa. Además,
su continua oración en la iglesia, en la calle y durante el
trabajo, me hizo comprender que el asunto del alma debía
ser algo de gran valor y debería importarme más que las
cabras, el dinero y todo el resto. Entonces empecé a rezar el
rosario fervientemente para que la Virgen María me
ayudase a ser un fiel seguidor del Señor. Quiero secar sus
lágrimas". Concluía hablando de la hermana Irene que se
había preocupado mucho por su destino. Y reconociéndose
"malo" se encomendaba a sus oraciones como a las de una
santa (p. 224).
En la Nochebuena de 1928, Thiró recibió el
bautismo con el nombre de Pío y le confió a la hermana
Irene su deseo de ser sacerdote. En el siguiente mes de
enero entró en el seminario en Nyeri. El camino era largo y
difícil para él, que se empeñó a fondo para recuperar el
tiempo perdido. No era un coloso de salud, y en 1941,
cuando estaba en su primer año de teología, el Señor se lo
llevaba.
… y de Wangui ...
Se llamaba Wangui, la sobrina del gran jefe
Wambogo, residente en el pueblo a los pies de la colina de
Gikondi. Era una especie de "reserva" protegida donde
nadie tenía contacto con los cristianos; quizás debido a
ciertos intereses del jefe con los protestantes, quien quisiera
instruirse prefería ir a Tumutumu. La hermana Irene pasaba
todos los días entre esa gente, saludaba a todos con una
138
sonrisa, sin que ninguno le respondiera a causa de una
orden del jefe que nadie se atrevió a discutir. Wangui se
comportaba igual; aun así, la hermana Irene lograba
sorprenderla y entonces le hablaba de Dios, de Jesús, le
enseñaba el Padre Nuestro.
Pasaron los años y Wangui comenzó la vida de las
jóvenes solteras: fiestas, bailes nocturnos, lindos vestidos,
brazaletes y perlas para un matrimonio que se anunciaba
cercano. La acompañaba una prima, Wanja, a quien amaba
muchísimo. Sucedió que ésta cayó gravemente enferma y
murió. La hermana Irene apenas tuvo tiempo de bautizarla
antes que abandonaran el cadáver en el bosque. Para
Wangui fue una tremenda pérdida; el sólo recuerdo de su
amiga le ocasionaba un llanto interminable.
Un día, habiéndola encontrado, la hermana Irene
trató de consolarla con las palabras de la esperanza
cristiana. Le dijo que Wanja, había muerto pero para ella la
vida continuaba en un lugar donde todos eran felices,
porque había recibido el bautismo. Agregó que ella iba a
rezar al buen Dios para que la confortara y le sugirió que
hiciera lo mismo, por lo menos con la señal de la cruz.
Después de un año, fue Wangui quien se enfermó.
Los suyos decidieron llamar al hechicero para los conjuros
usuales, pero la chica les rogó que buscaran a la hermana
Irene. Era de imaginar la ira de los familiares, en cuya casa
nunca había entrado una monja católica. Pero la enferma se
mantuvo firme y ellos debieron ceder porque, según
razonaron, a los que van a morir no se les niega el último
deseo.
Wanguile pidió insistentemente a la Mware que la
bautizara de inmediato. La hermana dudó, por falta de un
proceso previo de catequesis. Pero la muchacha le rogó,
asegurándole que si se recuperaba, ella iría a la misión
desafiando la hostilidad del tío y de sus familiares. Al final
139
la hermana Irene le administró el bautismo dándole el
nombre de Secondina. Sin los brebajes del hechicero, sólo
con la medicina de los misioneros, se sanó. Fiel a su
promesa se inscribió en el catecumenado desafiando las
maldiciones y la ira de los familiares por lo que ellos
consideraban una "traición". Para demostrar que su elección
era irrevocable, Secondina-Wangui se quitó anillos,
pulseras y collares enterrándolos en un pozo. Estaba
decidida a vivir como cristiana.
La misión se estaba convirtiendo en su casa y
cuando la hermana Irene iba a las villas, ella la
acompañaba. La consideraba como su mamá, porque ella
era huérfana y no había conocido a su madre.
El jefe Wambogo, que durante años había
establecido su residencia en Gatitu y regresaba
ocasionalmente a su aldea, ignoraba todo esto. Cuando se
enteró de la conversión de Wangui al cristianismo, primero
le envió mensajes ordenándole que abandonara la misión.
Como ella no obedeció, fue él en persona a Gikondi.
Mientras la iglesia se preparaba para celebrar la misa, él
ordenó a sus guardias raptar a la pobre chica que se resistía
gritando. De nada sirvieron las corteses palabras de la
hermana Irene para hacerlo desistir. La única arma posible
era la oración. Y la Sierva de Dios oró por mucho tiempo,
como si estuviera al lado de Secondina en su lucha contra
una tradición hostil.
Wambogo, tenía la intención de darle un marido a
su sobrina. Pensó que lo lograría con facilidad, pero al
encontrarse con la terquedad de ella, la hizo encerrar en una
cabaña. En la noche la joven logró escapar. Dos días más
tarde fue encontrada por los guardias y devuelta al jefe, que
la castigó hasta sangrar. Nada se podía hacer. Wangui pidió
ser juzgada por el Consejo de la aldea, comenzando una
huelga de hambre en la llamada "choza sagrada" donde
140
había sido segregada. Fue la suya una jugada inteligente si
la encontraban muerta en esa cabaña, según las creencias
tradicionales el pueblo entero se contaminaría. La joven
pasó toda la noche en oración. Finalmente al alba se acercó
su tía diciéndole que el jefe la dejaba libre de cumplir con
sus deseos. Secondina llegó pronto a la misión, donde la
estaba esperando la hermana Irene; ella también había
pasado la noche rezando. Todo terminó en un emotivo
abrazo.
Secondina recibiría el bautismo junto con Thirò en
la vigilia de Navidad de 1928, y luego entraría en el
convento de las Hermanas africanas de María Inmaculada
para no salir nunca más. Al confiar esa decisión a su
"mamá", le prometió que rezaría con ella ante el altar
pidiendo al Señor la gracia de llegar a ser "como la hermana
Irene".
141
Capítulo XI
Pedagogía del amor
142
El lector se habrá dado cuenta de lo que significaba
dar clases a un grupo tan heterogéneo de alumnos. Era
necesaria la paciencia de la hermana Irene, que centraba
toda su acción, y por lo tanto también la pedagógica, en el
amor. El Padre Gillio ha sintetizado el método de la
hermana con la expresión: "máxima dulzura, siempre
dispuesta a prestar su ayuda a los alumnos para que puedan
superar sus pequeñas dificultades, para decirles una palabra
de aliento. Sin ser débil, sabía compadecerse de sus
defectos, pasaba por sobre sus inevitables caprichos,
perdonaba sus faltas [...]. Rarísimamente recurría a los
castigos, aunque nunca severos, y apenas veía que el
culpable estaba sinceramente arrepentido, perdonaba
rápidamente, con la única intención de ganarse los
corazones y la confianza de los alumnos."
Los testimonios han permitido descubrir muchos
episodios ocultos que muestran esta pedagogía del amor. En
cierta ocasión, por ejemplo, en la despensa de la Misión, al
parecer la fruta disminuía misteriosamente. La hna. Rosalía,
encargada de recogerla, escondiéndose para pasar
inadvertida, sorprendió in fraganti a algunas muchachitas
que estaban robando las granadas. Fue inevitable una fuerte
reprimenda. Ante el riesgo, de no ver más a las niñas en la
Misión, la hermana Irene intervino. Explicó que la hermana
había hecho bien en vigilar y reprenderlas, pero también era
necesario garantizar que los ladrones no robaran más. Pudo
persuadirlas con dulzura, midiendo las palabras,
haciéndoles entender que siempre uno puede corregirse.
Otra noche, ella sorprendió a un chico entrando
furtivamente en la casa de las hermanas, mientras los otros
recitaban el rosario en la iglesia. Al oír pasos, el intruso se
escondió debajo de la cama. La hermana Irene lo sacó y lo
143
reconoció: era Wanjao, un alumno de la escuela que fue
recibido gratuitamente en la Misión, donde también había
encontrado un trabajo. Le expresó su profunda decepción,
pero al mismo tiempo lo exhortó al arrepentimiento
conduciéndolo a la presencia del padre Gillio para
disculparse. Sin embargo, el misionero consideró mejor
someter a una severa lección al ladrón y lo sancionó
dándole tres semanas de trabajo en los campos de la Misión,
suspendiéndolo de la escuela y del catecismo.
Wanjao salió del lugar destruido; decidió volver a
su pueblo para siempre. La hermana Irene, tomándolo del
brazo, lo retuvo y le aconsejó aceptar el castigo; el joven se
dejó convencer a condición, sin embargo, de ser readmitido
en la escuela. Como el padre Gillio se mantuvo firme en el
no, por una vez, la misionera -generalmente obedientísimase permitió objetar. Si uno está verdaderamente arrepentido,
fue su argumento, ¿por qué no darle otra oportunidad? El
sacerdote finalmente cedió. El joven continuó con provecho
la escuela, más tarde fue bautizado y siempre se comportó
bien.
La hermana Mina cuenta en su libro, otras muchas
historias, la de Njowe, un joven de Embu, una localidad
ubicada a unos 100 kilómetros de distancia. llegado a
Gikondi tras un largo vagabundear. Había cumplido los
dieciocho años sin arte ni parte, y además con pocas ganas
de trabajar. Su historia de persona sin familia conmovió a la
hermana Irene que, para ayudarlo, lo contrató como
lavaplatos en la cocina. A Njowe le gustaba el catecismo,
pero no tanto lavar los platos. Por eso, en la cocina, todos se
quejaban de él. Pero la hermana Irene le dio confianza y
después de un período de asistencia a la escuela bien
superado, lo presentó a la Escuela para catequistas de Nyeri.
El joven se quedó allí un par de años, a menudo haciendo
perder la paciencia a sus maestros, hasta que un día se fue,
144
uniéndose a una caravana de musulmanes. ¡Nada que ver
con ser catequista!, ironizaban en la Misión. Solamente la
hna. Irene no perdía la esperanza, centrándose en los
aspectos positivos de Njowe. Ella lo había visto rezar en la
iglesia y parecía realmente sediento de Dios. De cualquier
modo él seguía siendo para ella un alma que debía salvarse.
Algunos años más tarde, el vagabundo volvió a
presentarse en la Misión, desgarrado y extremadamente
pobre, con aires de un hijo pródigo decepcionado y
arrepentido de sus elecciones. Le confesó a la hermana que
había perdido todo, habiendo conservado siempre sólo una
cosa: el librito del catecismo recibido en Gikondi. Al
sacarlo fuera de un bolsillo, ya muy ajado, dijo que lo había
leído y releído muchas veces y esas palabras, junto con el
recuerdo del amor de la hermana Irene, lo impulsaron a
regresar. Algún tiempo después recibió el bautismo con el
nombre de Miguel.
He aquí el secreto de la Beata: valorar la más
insignificante cualidad positiva de aquellos jóvenes. Los
seguía con amor materno (por esto muchos la llamaban
"mamá"), escuchaba sus confidencias, los ayudaba a
levantarse después de las inevitables caídas, demostrándoles
siempre que creía en ellos, a pesar de las apariencias
contrarias. Y si su estrategia parecía no funcionar en
algunos casos, recurría a la oración: horas y horas delante
del tabernáculo, o recitando el rosario durante las caminatas
hacia y desde las villas. Y el Señor la contentaba, era sólo
cuestión de tiempo.
Esta actitud continua de amor hacia la gente que
encontraba se destaca constantemente en todos los
testimonios. Podían hacerla llamar incluso por cosas de
poca importancia que ella iba contenta y de inmediato. No
fue por nada que en Gikondi la llamaban: Mwaremwendi
ando, "la hermana que ama a todos."
145
Entre la gente de las villas
Hasta que el horario escolar se limitó sólo a la
mañana, la hermana Irene destinaba la tarde a la visita a las
familias, en las villas. Por fortuna era una excelente
caminante, siempre con sus botas de montañesa. El jueves,
día de vacaciones, aprovechaba para llegar a los centros
más lejanos de Gikondi. Al llegar a su destino, se detenía
para conversar con las mujeres, las animaba a enviar sus
hijos a la escuela, escuchaba con paciencia los
acontecimientos alegres o tristes, las confortaba con
palabras amigables y con alguna broma graciosa. "No
pienses que vamos dando vueltas para contar chistes o
charlar un rato -le explicó a una hermana que había llegado
recientemente a la Misión- hago así para empezar el
discurso y ganar la confianza de la gente, sobre todo si la
veo reticente o cerrada". Siempre, en primer lugar,
preguntaba si había algún enfermo grave porque sabía que
las personas en estado terminal eran llevadas al monte por
los parientes.
En ese período, especialmente a partir del año 1923,
la peste bubónica y pulmonar cobraba muchas víctimas
entre los kikuyu. El Departamento de Salud enviaba
enfermeras para vacunar y cantidades de suero a las
misiones, pero era difícil detener el contagio. Lo favorecían
la falta de higiene, la imposibilidad de aislar a los afectados,
su estado de debilidad, además de los ratones llenos de
pulgas infectadas que andaban por las cabañas y por los
alrededores. En ese período la hermana Irene multiplicó las
visitas, dio instrucciones precisas sobre cómo protegerse de
la enfermedad, y especialmente se preocupó de que sus
parientes la hicieran llamar si alguno se agravaba. En fin,
todos la conocían y hasta los paganos pedían que ella
146
estuviera a su lado a la hora de la muerte. La hermana Irene
les hablaba de Jesús, del Cielo que les esperaba a los que
sufren, de la certeza de la otra vida; su sola presencia era un
gran consuelo.
Así también para las mujeres que daban a luz, la
Stefani había perfeccionado la riqueza de sus conocimientos
extendiéndolos al sector de enfermería obstétrica. De esta
manera logró salvar muchas vidas, venciendo supersticiones
duras hasta las que obligaban a matar, incluso entre los
cristianos. Una mujer llamada Marta, recientemente
bautizada, que había dado a luz a gemelos, fue tentada
fuertemente para eliminar a uno; pero la hermana Irene
tomó en sus brazos a las dos criaturas, y oró, diciendo: "Te
doy gracias, Señor, porque has bendecido dos veces a esta
casa y a esta madre. Gracias por haberme dado la alegría de
ver a estas criaturas que son seres preciosos, muy queridos
por Ti, porque con el Santo Bautismo se convertirán los dos
en hijos tuyos. Te doy gracias porque las has destinado a ser
la consolación de Marta en su vejez". La madre lloró de
alegría abrazando sobre su pecho a los dos bebés. Esa
oración tanto les gustó a todos que, con el tiempo,
sustituyeron las tradicionales fórmulas no cristianas.
No piense, sin embargo, el lector que siempre fue
tan fácil. A veces la misionera era vista como una intrusa,
una extraña que terminaría destruyendo las tradiciones de la
tribu. Había que crear un ambiente nuevo, pero era
necesario dejar pasar tiempo. Mientras tanto, el contacto
humano directo y prolongado favorecía una mayor
cordialidad en las relaciones, también porque a menudo
eran las mujeres quienes iban en busca de la hermana Irene
a Gikondi, al ambulatorio de la Misión donde se distribuían
los remedios, se medicaban las heridas, se vacunaba a niños
y adultos. Ya se estaba difundiendo la convicción creciente
147
de que los remedios de la Mware eran mucho más eficaces
que los tradicionales.
Secretaria de los pobres
Esto no era suficiente. A un cierto punto, habiendo
entrado en confianza con ella, muchos padres empezaron a
pedirle que les escribiera a sus parientes emigrados a
Nairobi, a Kisumuo, a Mombasa en busca de trabajo. En la
década entre 1920-1930, se verificó un éxodo masivo de
trabajadores del interior hacia la ciudad. También los
cristianos y catecúmenos de Gikondi partían en grupos de
dos, tres y cuatro a la vez. Al saludarlos, la hermana Irene
los ponía en guardia aconsejándoles que supieran
defenderse de las malas compañías, del abuso de bebidas
alcohólicas y del riesgo de las grandes ciudades.
De vez en cuando, ellos escribían a sus casas para
informar a los suyos sobre su nueva condición; pero
muchos parientes no sabían leer ni escribir y preferían que
fuera la hermana Irene quien les descifrara esas líneas (de
otros confiaban menos...). Como después había que
responder, seguía siendo ella, la "Mamá", la que
comunicaba a los parientes lejanos las noticias que los
familiares les daban.
No fue poco el trabajo; antes tenía que escuchar sus
historias, después sintetizarlas por escrito y luego leérselas
a los interesados antes de enviar la carta. ¡Cuántas horas
después de la cena pasó, la hermana Irene así, curvada
sobre su mesita, para actuar como "secretaria" de esa pobre
gente! Para ella, esta tarea también era una oportunidad
para su apostolado. Como conocía también a los
destinatarios de esa correspondencia, nunca dejaba de
añadir alguna recomendación, un saludo, una exhortación a
comportarse como buenos cristianos y a no olvidar las
148
oraciones. A veces, si llegaba a saber que alguno se había
desviado, lo regañaba y suplicaba. Una particularidad
importante: de cada carta, la hermana Irene preparaba
siempre el borrador, para asegurarse que las palabras fueran
las correctas, que no ofendieran al interlocutor, aun cuando
le ponía el dedo en la llaga. Siempre era la pedagogía del
amor la que guiaba su pluma.
El 7 de mayo de 1929, por ejemplo, partió una carta
firmada por Lucy Wambui, una mamá cristiana que tenía a
su hijo lejos. Vale la pena gustarla en toda su frescura y
calidez humana:"Andrea, hijo mío amadísimo, alabado sea
Jesucristo! Recibí tu carta; no tuve tiempo para responderte
antes, porque por desgracia, sigo con las habituales
tribulaciones. Ahora estoy enferma y deseo que tú ores a
Dios por mí lo más que puedas. Si luego pudieras enviarme
lo que me dijiste, yo realmente lo necesito".
Hasta aquí las noticias. Pero más adelante se
advierte la mano de la hermana Irene: "Querido hijo mío,
persevera en nuestra santa religión; difúndela ya sea con la
buena conducta como con las palabras. Me dijeron que
estás trabajando como picapedrero y estoy contenta. Ofrece
tu fatiga a Dios con fervor cada día, de modo que no seas
sólo un buscador de dinero. En este mes de Mayo reza con
frecuencia el Rosario y esfuérzate en no cometer ni el más
leve pecado. Permanece en el Corazón de Jesús donde yo te
dejo. Yo, Lucy Wambui, tu madre en el Señor"
A sus exalumnos la hermana les escribía
directamente, esperando con ansia sus respuestas; sabía por
experiencia que si se interrumpía la correspondencia, el
interlocutor lejano estaba perdido. Sus cartas a veces eran
solo unas pocas líneas, pero siempre eficaces. ¿Alberto
había tardado en enviar sus noticias después de su partida?
Ella lo seguía con expresiones preocupadas, pero
afectuosas, "Si supieras -le escribe- cómo te han buscado
149
tus seres queridos, cuánto han rezado al Señor y cómo están
de afligidos todavía. Ten cuidado de no volver a hacerlo
otra vez; escribe a menudo e infunde ánimo a tus sus
familiares. Sé sabio, piensa en tu alma, porque no sabemos
en qué momento Dios nos llamará. Mi querido Alberto,
compórtate bien. Trata de contentar a tu padre y así
alegrarás el Corazón de Dios".
Inmediatamente después de las preguntas
esenciales, la hermana Irene introducía un pensamiento
sobre la fe. A Mothoni que llegó a Nairobi, le recuerda lo
que le había repetido muchas veces: "Muchos van a
Nairobi, giran de aquí para allá y no pueden encontrar
trabajo. ¿Qué están buscando? ¿Dónde duermen? Mira al
Cielo y recuerda que solo allá tendrás el premio o el castigo
según tus obras... ".
Se le informa que tal persona, se está perdiendo a
causa de las malas compañías y de la obsesión por el
dinero: "He oído decir, -le escribe- pero tal vez se trata de
una calumnia, que estás perdiendo tu alma y que pones en
riesgo también la de tus hijos [...]. Quiero que vuelvas antes
de que sea demasiado tarde, antes de que pierdas todas las
gracias de las que Dios te ha colmado. Tú buscas la fortuna
y pones en peligro las almas de tus seres queridos. La
alabanza y la gloria que nos pueden venir de los hombres no
sirven para nada aquí en la tierra, y mucho menos para el
cielo. Sólo las buenas obras son nuestra gloria y nuestro
gozo".
Un maestro de catecismo había dejado de asistir a la
iglesia. La hermana le dice: "Estos tus malos ejemplos no
están bien. Te ruego que te detengas. Recuerda que tú eres
un maestro. Tus muchachos te están observando. Cuando
después tu debas darles algún consejo, no te escucharán
más porque sabrán que tú también haces lo mismo, y
150
perderán la fe". Le aconseja que ore a la Virgen
asegurándole que también ella lo hará.
¿Hay algún otro que aún trabajando con empeño
encuentra dificultades? Ella lo exhorta a no ceder, y añade:
"Ahora no pruebas el gusto en el trabajo, pero persevera y
disfrutarás más tarde. Recuerda que la semilla de la Palabra
de Dios nunca se pierde. Ruega por mí... ".
La hermana Laura Paita, en su libro presenta a la
hermana Irene también como un modelo de "asistente
social". -Verdaderamente en su tiempo no se hablaba
todavía del servicio social como una profesión reconocida
oficialmente. El trabajo realizado por la hermana Irene
estaba en función de su apostolado misionero específico, y
precisamente por esto adquiría un realce mayor aún. Pasaba
entre la gente como una portadora de esperanza. A quienes
se encontraban en la necesidad o en el sufrimiento, ella les
abría un mundo de bellezas desconocidas, les hacía entrever
las alegrías de una nueva vida, la posibilidad de una
elevación material y moral, de un futuro diferente. En esto
le era de gran ayuda la fe: ancianos abandonados cuando la
enfermedad no daba tregua; jóvenes que sentían cercana la
muerte y tenían la desesperación en sus ojos; madres a
quienes las tradiciones ancestrales y el círculo de los
parientes las obligaba a deshacerse de los recién nacidos
porque venían con alguna discapacidad, o uno de los dos
era gemelo. Todos, teniéndola a ella cerca, encontraban una
razón de esperanza.
Las visitas domiciliarias en las aldeas eran un medio
cansador, pero muy valioso para comprender el ambiente e
identificar las necesidades. Sólo hablando con la gente cara
a cara, la hermana Irene podía hacer conocer los servicios
ofrecidos por la Misión: la escuela, el dispensario, un centro
profesional, la instrucción religiosa.
151
Quién la conocía intuía de inmediato el sentido de
su donación total al prójimo; es lo que la hacía resistente a
las fatigas más duras, a las oposiciones más tenaces, y
siempre todavía era capaz de sonreír y esperar. Ninguna
circunstancia atenuante la hacía evadir de sus empeños. No
rechazó jamás a nadie, convencida de que todas las
personas merecen respeto, incluso el escolar presuntuoso, la
enfermera indolente, los cocineros ladrones o perezosos, las
niñas más o menos atrevidas; sabía "caminar con ellos",
intuyendo las razones de sus debilidades, siempre tendiente
a valorizar los aspectos positivos y a darles confianza.
Escondidos en sus defectos, ella siempre veía un alma que
salvar.
A regañadientes Superiora
En 1922, la hermana Irene fue nombrada
"asistente", es decir, superiora de la comunidad. El término
no debe inducir a error; para dirigir la Misión estaba el
padre Gillio, de quien las hermanas dependían
singularmente en el ejercicio de sus funciones específicas,
ya veces incluso en asuntos privados y personales.
El único servicio que le pesaba a la hermana Irene
era el de la autoridad, por su humildad y su delicadeza de
conciencia. Justamente eso de considerarse como "la última
de todos" a veces podía ser interpretado como
incertidumbre que, según el padre Gillio, "le daba
posibilidad a las más audaces de tomar la primacía." En
otras palabras, según el parecer algunas hermanas, no tenía
pulso. Además carecía de capacidad de organización.
Apretada como estaba por miles de empeños y queriendo
cumplir con todos, le ocurría que no siempre llegaba
puntual a las prácticas de piedad o a la mesa. En realidad, si
se le presentaba una emergencia, ella no sabía decir que no
152
y tal vez se olvidaba de dejar las llaves del depósito del
agua potable u otra distracción, siendo luego reprendida.
De cualquier modo, siempre se comportó con gran
caridad con las hermanas. La hermana De Maria ha
afirmado: "Siempre me hablaba con veneración de las
hermanas que tenía con ella y a todas las encontraba
buenas. Manifestaba que recibía mucho bien y continuo
buen ejemplo de ellas. Con todas siempre estaba dispuesta a
humillarse, a pedir perdón, aun cuando no tuviera ninguna
razón para hacerlo". Y la hermana Agatha Baroni, que
estuvo con ella tres años en Gikondi, ha declarado:
"Corregía a las otras hermanas con gran respeto cuando se
equivocaban, especialmente cuando veía que murmuraban
contra otras hermanas u otras personas." Y si tenía que
corregir, lo hacía "con buenos modales -dijo la hermana
Gabriella Margarino- antes alababa a la persona por alguna
cosa buena y después decía el error en el momento
apropiado; no se podía dudar de que corregía por amor [...].
Tenía caridad con todos, empezando por más cercanos que
éramos nosotras; estaba siempre dispuesta, siempre atenta a
prestar servicios, sin querer ser observada, mejor, aún, sin
ser vista". Juicio sintético, pero extraordinariamente
expresivo de la hermana Cornelia Grassi: "Trataba a todos
como si viese en cada persona a Nuestro Señor".
Algo que la hermana Irene no podía soportar: que se
hablara a espaldas de alguien. La hna. Verónica Puricelli
confirmó una opinión generalizada en Gikondi: que durante
los años de servicio de la hermana Irene en esa misión, "no
se murmuró jamás". Según se puede ver, es un coro
unánime el que subraya la generosidad, el altruismo, la
humildad y la caridad, tan extensiva a todos, que atraía la
confianza. Sin embargo, la realidad de entonces no era tan
idílica en la Misión. A alguna no le gustaba ese continuo
acudir de la Sierva de Dios entre la gente por motivos de
153
apostolado o de caridad; se lo consideraba excesivo, en
detrimento de la comunidad. Se la definía como una
"exagerada", un adjetivo que se repite a menudo en la vida
de los santos que están constantemente tendiendo hacia la
perfección, quienes sin pretenderlo, se constituyen en
“modelos” para una comparación incómoda o un reproche
indirecto a los otros.
No faltaron algunos problemas en la vida
comunitaria por la diversidad de caracteres y de
sensibilidad de algunas hermanas. Una de ellas un día le
hizo llegar a la hermana Irene una tarjeta con algunas
insinuaciones para poner atención en reordenar el
apartamento del superior; atenciones no diferentes de las
que la hermana Irene tenía para con todos, siempre y sólo
de acuerdo con las normas establecidas por el reglamento.
Hubo un intercambio de cartas entre las dos religiosas. Y
ésta fue la reacción de la Sierva de Dios, que, después de
haber explicado el motivo por el que se iba a menudo a
airear la terraza del superior que no se sentía muy bien y
sufría de mareos, añadió: "Amadísima hermana, yo siento
que debo agradecerle mucho su bondad al ayudarme con su
escrito para recordar lo que nos fue inculcado en la Casa
Madre: cuando el deber nos lleva a tratar con los RR.PP.
(Reverendos Padres) recordar que somos como un brasero
ardiendo o que se está como sobre añicos de vidrio
cortantes... Querida hermana, si llega a ver en mí algo más
que no esté bien, le ruego el favor de utilizar conmigo esta
grande caridad de advertirme inmediatamente. ¿Acaso no es
esto lo que nos inculcó tanto nuestro Veneradísimo Padre
Fundador: la corrección fraterna? ¡Son verdaderos
beneficios incomparables! Ánimo, pues, mi querida:
recemos mucho una por la otra para que el buen Jesús nos
ayude a esperar con perseverancia nuestra santificación, que
es la garantía de la salvación de tantas almas, que esperan
154
precisamente de nosotras la ayuda eficaz para su salvación.
En Jesús y María. Afectuosísimamente hermana Irene".
Hay que decir que, años más tarde, esta hermana
dejó testimonios conmovedores de la santidad de la
hermana Irene. No fueron, sin embargo, sólo éstas las
amarguras de esos años. Otras circunstancias pusieron a
dura prueba la humildad de la Sierva de Dios, pero no
lograron quitarle la serenidad que emanaba de su rostro.
Dos motivos de alegría
Afortunadamente no le faltaron, motivos de alegría:
el 29 de enero de 1924 la hermana Irene hizo su profesión
perpetua, que tanto deseaba. Le dio la noticia a su papá con
esta carta en la que le decía entre otras cosas: "No puedo
callar la inmensa gracia que el buen Dios me dio. Tuve la
ventura de hacer los Santos Votos Perpetuos. Fui llamada
por mis Venerables Superiores para ir al Vicariato de Kenya
y después de unos diez días de SS. Ejercicios Espirituales,
pronuncié en presencia de ellos este solemne juramento,
ante el Santísimo Sacramento expuesto. Me es imposible
expresar la viva consolación y perfecta felicidad por esta
gracia tan sublime, que se me fue concedida por pura
misericordia de Dios. En ese momento solemne, le supliqué
al Divino Esposo que ante todo los bendiga copiosamente a
ustedes, querido papá, y que te conceda todo lo que deseas.
Que a mí me ayude a ser una perfecta Misionera y que
también todas tus hijas, mis queridas Hermanas, se ocupen
cotidianamente y con verdadero amor de progresar y
santificarse cada una en el estado en el que son llamadas.
Le prometí incluso que en este mi deber de
escribirles a ustedes más a menudo, seré más diligente.
Desde luego no he olvidado a la querida mama; no
vi ni siquiera una sola palabra escrita por ella excepto en el
155
día memorable de su peregrinación a Caravaggio. ¿Cómo
está, se encuentra bien? Salúdenmela de una manera
particular. Por favor entrégale a Ester y Marieta la carta que
les incluyo aquí. ¿Cómo pasaste este invierno? ¿De nuevo
con los dolores? Espero que se encuentren realmente bien
como le pido a Dios de corazón. Amadísimo papá, recibe
también infinitos agradecimientos de parte de los Rev.
Misioneros por la ayuda económica tan oportuna que me
enviaron, el buen Dios los recompensará con abundancia,
sean siempre compasivos con estos pobres tan necesitados
de todo, inculcándoles también a otros de allí esta gran
caridad de enviar algunas ayudas.
Te deseo Padre amadísimo, mis más sinceros
augurios de abundantes bendiciones y saludos filiales muy
cariñosos. En el Sagrado Corazón de Jesús, tu siempre
aficionadísima hija. Hermana Irene M. C ".
La otra buena noticia fue que el 30 de septiembre
del mismo en 1924, también la hermana menor de la
hermana Irene, Antonieta, entraba entre las Misioneras de la
Consolata asumiendo con la toma del hábito, el nombre de
Hermana Teófila. También a ella, la Sierva de Dios le
escribió el 10 de octubre 1925 una larga carta, pero
tratándola de usted, como lo requería, entonces el
reglamento del Instituto. "Estoy sumamente contenta, -le
dice entre otras cosas- por la noticia consoladora de que
también Usted tuvo la gran ventura de hacer la Toma de
hábito. ¡Qué bondadoso es nuestro Esposo Divino con
nosotras! Incluso le fue elegido un nombre envidiable por
su gran significado, y es de esperar que ayudada por el buen
Dios, pueda llevarlo dignamente. Me siento aún más
animada a orar, para que lluevan sobre usted toda clase de
bendiciones! [...] ¡Cuánta tranquilidad y alegría disfrutamos
nosotras hermanas aquí, aún en medio de múltiples
ocupaciones de la Misión, cuando se busca cumplir cada
156
uno de nuestros deberes como es nuestra intención!" Luego,
como se acerca la época de Navidad, añade: "Pidamos
mucho al Divino Niño que nos ayude eficazmente en el
trabajo continuo que debemos hacer sobre nosotras mismas,
para adquirir las preciosas virtudes de la obediencia y la
humildad, de las cuales nos da ejemplos luminosísimos en
el Pesebre. Y decir que si realmente queremos avanzar en la
perfección, su poderosa ayuda, no nos faltará jamás.
Ánimo, entonces, crezcamos siempre más en la buena
voluntad, en la generosidad y estemos alegres. ¿No somos
acaso hijas de la SS. Consolata? Y además, tampoco el
demonio puede hacer nada en las almas alegres".
Más adelante se extiende contando que un domingo
ha bautizado a una mujer moribunda, dándole el nombre de
Teófila, y concluye: "Oh, mi querida, vea la exquisita
caridad de los Superiores; le han asegurado un nuevo Ángel
protector desde el cielo, que ciertamente la ayudará
intercediendo ante el buen Dios para avanzar en el camino
de la perfección".
A través de estas cartas se trasluce, como siempre,
la gran alegría de su elección de vida, a pesar de los
sacrificios que ésta implicaba. La hermana Irene se sentía
plenamente realizada en su vocación de misionera y estaba
feliz de que su hermana la hubiese seguido en el mismo
camino.
157
Capítulo XII
Terremoto en el Instituto
El 16 de febrero de 1926 José Allamano moría
santamente en Turín, en el Santuario de la Consolata. La
dirección y el gobierno de los dos Institutos quedaron a
cargo de Monseñor Perlo, quien ya en 1922 en ocasión del
primer Capítulo General, fue elegido vice superior general
con derecho a sucesión.
158
Para evitar cualquier duda, se debe reconocer que
representaba una gran figura de misionero, con indiscutibles
méritos en el desarrollo del Instituto. Él acariciaba desde
hacía tiempo la idea de integrar los dos institutos masculino y femenino- bajo un mismo superior general
legítimo, con plenos poderes. Su principal preocupación era
la de proporcionar personal idóneo y abundante, para la
vida de la Misión. Sin embargo, con el tiempo este
dinamismo causó la impresión de un alejamiento de las
intenciones y de los métodos del fundador, en deterioro de
algunas de las prioridades esenciales para el Instituto, tales
como la formación, la santidad, el "bien hecho bien y sin
ruido". En fin, se corría el riesgo de apuntar más a la
cantidad que a la calidad de los miembros del Instituto.
Y había más. En la comunidad de las hermanas se
fue creando una cierta desazón que puso en crisis las
conciencias formadas en un firme espíritu de obediencia a
los superiores. Surgieron dudas y divergencias entre las que
seguían convencidas la línea de Monseñor Perlo y otras que
hubieran deseado una mayor autonomía de gestión, un
mínimo de libertad. Fue inevitable una confrontación entre
dos líneas diferentes.
El malestar fue advertido especialmente por los
misioneros que trabajaban en el campo de misión, algunos
de los cuales lo señalaron a la Santa Sede, pidiendo la
intervención directa para resolver la cuestión. El prefecto de
la Congregación de Propaganda Fide, el cardenal Van
Rossum, nombró de inmediato a dos visitadores
apostólicos: para Italia, monseñor Luca Hermenegildo
Pasetto, un capuchino que, después de haber sido nombrado
predicador apostólico, fue consagrado obispo con la tarea
de visitar a las instituciones religiosas, universidades
pontificias, seminarios, curias y diócesis en Italia y en el
exterior. Para África, fue elegido monseñor. Arthur Hinsley,
159
futuro Arzobispo de Westminster y cardenal. Dos
personajes prominentes, que indagaron a fondo y luego
informaron a Roma.
Mons. Hinsleypor un lado, expresó su viva
satisfacción por el gran trabajo realizado por los misioneros
y por los frutos reconfortantes que se obtuvieron; sin
embargo, no podía dejar de destacar la excesiva
dependencia de las hermanas a la autoridad de Mons. Perlo,
que era contraria al espíritu del fundador, quien siempre
había querido que las misioneras disfrutaran de "la santa
libertad que les corresponde”. Por otra parte, ya en una
carta del 30 de mayo de 1920, el padre Camisassa había
escrito a la Madre Margarita De Maria, comentando una
carta del fundador: "Es la intención del Padre que ustedes,
Consolatinas sean una comunidad distinta e independiente
de los Misioneros'.
En su informe, mons. Hinsley concluía: "de acuerdo
con los criterios y la decisión del Visitador Apostólico, las
hermanas tienen que tener su propio dinero, administrado
de acuerdo con sus propias Constituciones. Además, cada
hermana en las Misiones debe tener su propio alimento y
ropa, sin ninguna dependencia de los Padres allí
destinados".
No fue muy diferente, aunque con tonos más
ásperos, la relación enviada a Roma por Monseñor Pasetto
después de haber visitado la Casa Madre de las Hermanas
en Turín, su noviciado en Sanfré (Cuneo) y otras casas. "Es
Mons. Perlo -se lee- quien nombra las Superioras de las
diversas casas y estaciones, es él quien elige a las hermanas
que deben ser enviadas a una misión, es él quien detiene en
Italia a aquellas que pueden servir mejor a sus planes [...].
Las hermanas viven muy dependientes del Instituto de los
Misioneros, sin un régimen propio, sin administración
propia, sin la facultad de elegir a la Madre General, sin una
160
sola casa para su uso exclusivo, y dependiendo en todo y
para todo de Mons. Perlo".
El tono de las conclusiones fue muy duro; Mons.
Perlo ciertamente era muy centralizador, pero también
había hecho mucho por el Instituto, tanto es así que en el
Capítulo General había sido indicado como el sucesor del
padre Allamano. En Propaganda Fide, por extraño que
parezca, no se consideró la necesidad de escuchar también
sus fundamentos. Con un decreto del 2 de enero de 1929
que estalló como un rayo a cielo sereno, el Dicasterio del
Vaticano para las misiones, suspendió a Mons. Perlo de su
cargo junto con sus consejeros, el secretario, el tesorero y el
procurador del Instituto transfiriendo el gobierno
directamente a manos de Monseñor Pasetto. En cuanto a las
misioneras, se nombró como superiora General "pro
tempore" a Madre Felicita Fauda, Hija de María
Auxiliadora, bajo la dependencia directa del visitador y
ayudada por dos hermanas.
Mons Perlo, cuya buena fe estaba fuera de toda
discusión, a pesar del golpe recibido, demostró ser un digno
hijo de la Iglesia. En noviembre de 1930, siempre por
invitación del cardenal Van Rossum dejó el Instituto y se
retiró a Roma con su hermano Mons. Gabriel, también
obispo. Soportó en silencio, con gran dignidad, sin
polemizar, esta prueba de excepcional dureza, dando un
ejemplo de fe y obediencia, y sobre todo, sin dejar de
ayudar a las misiones. Hacia el final de su vida, tuvo el
consuelo de verse reintegrado en el Instituto. Murió en
Roma el 4 de noviembre de 1948.
Las medidas adoptadas por Roma crearon
desconcierto en la periferia. Era difícil comprender la
radicalidad de semejante intervención, ya que las visitas no
habían detectado ninguna relajación en la disciplina
religiosa por parte de los misioneros y misioneras. Por el
161
contrario, la actividad de evangelización desarrollada podía
incluso ser destacada por la generosidad y la calidad de
desempeño en todas las áreas (la hermana Irene era el mejor
ejemplo). Los problemas eran principalmente de carácter
organizativo y económico.
La intervención causó desconcierto sobre todo en la
rama masculina del Instituto, también por el carácter
particularmente duro del visitador Mons. Pasetto. Las
hermanas en cambio encontraron en madre Fauda una guía
inteligente Explicó el sentido de su presencia entre ellas; no
dio demasiada importancia a lo acaecido, considerándolo
como un paso necesario para dar a la congregación una
organización estable. Con sus frecuentes cartas circulares y
también a través de la correspondencia privada, alentó y
sostuvo a las misioneras, que fueron escuchadas por ella
personalmente, una por una, en las diversas casas del
instituto.
Hermana Irene: la vida es bella...
En Gikondi, los eventos que habían sacudido a las
autoridades de la congregación no tuvieron repercusiones
de relieve. Las hermanas continuaron su obra de
evangelización y de promoción humana, fieles al carisma
del fundador. La llegada de Mons. Hinsley al vicariato de
Nyeri fue considerada como un gesto de estima hacia la
Misión. Sin embargo el prelado nunca pudo llegar a
Gikondi porque la noche anterior a su visita una lluvia
torrencial inundó toda la región, haciendo imposible
cualquier desplazamiento. Fueron los misioneros y
misioneras quienes se desplazaron algunos días más tarde, a
Fort Hall, después de una larga marcha por senderos
fangosos. Allí la hermana Irene permaneció casi una
semana en espera del visitador. Éste, bloqueado por las
162
lluvias, tardó en llegar entre los matorrales de Meru. Ella
aprovechó la oportunidad para escribir a los suyos
diciéndoles que "estaba de vacaciones".
Mons. Hinsley recomendó potenciar al máximo la
escuela y ella se alegró. Ese año enseñaba en tercer y cuarto
grados de la escuela elemental, donde sin embargo, el
ambiente había cambiado; alguien estaba sembrando cizaña
y descontento, insinuando que la hermana no estaba a la
altura de las expectativas. Un maestro recién llegado se
presentaba en la clase con traje y corbata y hablando en
inglés; inspiraba temor, contrariamente a la hermana, que
era toda humildad y hasta evitaba ser llamada "maestra". La
crítica encubierta aumentaba contra ella, pero se guardaba
la pena en el corazón, mostrándose siempre sonriente.
Hubiera podido reaccionar expulsando a alguno de la clase,
pero se contenía pensando que algún alma se perdería.
Mejor callarse e intensificar la preparación de las lecciones
y el estudio; para esto pedía ayuda a sus hermanas.
Tiempo después cuando faltó el maestro de las dos
primeras clases elementales, el padre Gillio decidió asignar
estos alumnos a la Hermana Irene, llamando al vicepárroco,
el Padre Sestero para reemplazarla en tercero y cuarto. El p.
Sestero era un tipo extremamente brillante; lograba
entusiasmar a los jóvenes porque sabía tocar el acordeón y
jugar al fútbol. Aquellos que murmuraban volvieron a
asistir a las lecciones, atraídos por la novedad del personaje.
El cambio duró poco porque el padre Sestero fue
llamado para cumplir otras tareas; la hermana Irene volvió
de nuevo con los grandes. Ellos la recibieron mal,
haciéndole entender que querían al maestro de las dos
primeras clases, según ellos más preparado. El padre Gillio
intervino con una conferencia solemne, defendiendo a la
hermana Irene.
163
Ellos volvieron al ataque nada menos que ante el
Vicario Apostólico Mons. Perrachon Joseph, que llegó a
Gikondi para las Confirmaciones. Después de la ceremonia,
estaba programada una reunión del Consejo parroquial para
discutir varios temas del orden del día, entre ellos la
situación de la escuela. En un determinado momento un
grupo de jóvenes se puso de pie y acusó públicamente a la
hermana Irene por falta de preparación y por incapacidad,
diciendo que no sabía dibujar ni hacer gimnasia, que
conocía poco el Inglés, y así sucesivamente. Admitieron
que era un ángel de bondad, pero la consideraban más
adecuada para los pequeños. La hermana recibió la
humillación sin parpadear frente al estupefacto vicario.
Aquí, él cortó la discusión dejando que los hechos hablaran
por sí mismos: las clases de la hermana Irene -dijo entre
otras cosas- dieron resultados brillantes en los exámenes; si
alguno había sido aplazado, como ocurre en todas partes, la
culpa no era ciertamente de la maestra.
El episodio tuvo sus secuelas. El padre Gillio
exhortó a la hermana a ocuparse totalmente de la escuela,
disminuyendo las visitas a las villas, y el cuidado de los
enfermos. Ella, en su humildad, se sintió tentada a dar la
razón a esos muchachos. Por ello habló con la superiora
regional, la hermana Ferdinanda Gatti, pidiéndole ser
destinada a otras tareas. Por el contrario, se le ordenó
continuar y ella como siempre obedeció. Con sus alumnos,
ni siquiera habló del incidente; siguió tratándolos como
antes, sin culpar ni castigar a nadie; dio la única respuesta
que saben dar los Santos. Solamente admitió, al hablar con
una hermana, que la escuela estaba convirtiéndose en "su
cruz".
Por lo demás, su vida era la de siempre; nadie
parecía darse cuenta de su drama interior, porque ella lo
vivía a la luz de la fe sufriendo en silencio. A los sacrificios
164
ya estaba acostumbrada desde pequeña y nada de la Misión
le pesaba. Comía cualquier cosa que le pasaban desde la
cocina; tal vez hacía un bis con la sopa, para darle el
segundo plato a sus hermanas más jóvenes; fuera de las
comidas nunca bebía, ni siquiera cuando el sol estaba alto y
se acentuaba la sed; al sueño le dedicaba unas pocas horas.
Como la superiora le insistía en descansar un poco por la
tarde, se "adormecía” durante unos minutos sentada en una
silla; algunas veces ofreció también su propia cama a las
hermanas que estaban de paso, durmiendo ella sobre una
estera o sobre una tabla. Si una hermana sufría el frío (en
esa zona, la diferencia de temperatura entre el día y la
noche a veces es muy notoria), ella le regalaba su bufanda
de lana. En cada ocasión, si no había lugares libres, cedía
voluntariamente el suyo a otro. Además, bastaba ver cómo
estaba vestida: siempre limpia, pero con el vestido gastado,
todo remendado, casi tenía vergüenza de pedir uno de
repuesto. Si una hermana le dejaba en el cuarto su ropa
limpia y planchada, le agradecía diciendo: "He hecho un
voto de pobreza, los pobres no tienen servidores que les
ayuden; cuando vuelven a casa del trabajo, deben pensar en
todo, aún si están cansados".
La pobreza, en la Misión, se podía tocar con la
mano. La casita donde vivían las hermanas era de madera,
con piso de tierra apisonada. La hermana Irene dormía en
una camita que tenía como colchón una bolsa llena de hojas
de maíz. En el techo de la sala los murciélagos y ratones
eran los amos, perturbando el sueño. El dormitorio, con una
ventana que daba al patio interno, tenía como muebles una
mesita, un pequeño armario, dos sillas de madera, las
imágenes del Sagrado Corazón y de Nuestra Señora de la
Consolata, además de un retrato del fundador. Sin embargo,
en ese contexto la hermana Irene vivió sin problemas; aún
más, se preocupaba por ganarse el pan -como si no hiciese
165
nada- con el trabajo manual, como hacen los pobres. "A
menudo -decía la hermana Ferdinanda Gatti, su superiora
regional- en la cosecha del café, durante la tarde, en lugar
de ir a dormir, como tenía una habitación aparte porque el
dormitorio común era muy restringido, se llevaba cerca de
la cama un balde lleno de granos de café que descarnaba y
limpiaba de noche trabajando muy despacio para evitar
molestar a las hermanas. Tan convencida estaba de no hacer
nada, que con ese trabajo pensaba haber cumplido mejor la
jornada y así no comer el pan sin ganarlo".
El desapego de sí misma, de los bienes, de los
afectos, la impulsaría directamente a pedir el permiso de
ofrecer su vida al Señor. Al obtenerlo, la hermana
Ferdinanda diría que su rostro brillaba con una "felicidad
inusual".
Cada tanto, la hermana Irene enviaba a Anfo
noticias de su trabajo, por lo general lleno de su “leitmotiv:”
la felicidad. El 8 de junio de 1930 escribió así a los padres:
"Mis queridos y amados papá y mamá, aquí llego
nuevamente a ustedes, oh queridos padres, porque la
distancia material que nos separa no hace más que reavivar
su recuerdo, que llevo tallado en mi corazón. ¡Si me fuese
dada la posibilidad de hacerles participar un poco "de la
suma felicidad que me da la bella vida de la Misión!
Lamentablemente no me es posible. Pero gozo sin embargo,
al pensar que ustedes, tendrán indudablemente una
recompensa generosa porque cooperan con tanta fuerza en
la obra del Apóstol. El buen Dios sabe con cuánta
generosidad nos facilitaron el logro de nuestra vocación
religiosa, y "más aún ahora ayudan a nuestra querida gente
con otras contribuciones económicas”.
Sigue una mención velada de las dificultades que
encuentra, pero sin referencias explícitas ni al cambio de
gobierno en los vértices del Instituto ni a las humillaciones
166
que la han afectado, "Oh todo, todo –escribe- les será
retribuido por el Señor Dios con medida desbordante. Pero
ya lo saben mejor que yo, y yo misma lo constaté cuando
estaba todavía con ustedes, que Dios Omnipotente, en sus
inescrutables designios, muestra preferencias a sus hijos
más amados, visitándolos con tribulaciones y cruces. El
buen Jesús nos enseñó con el ejemplo ser éste el camino
real para llegar con él, a las alegrías eternas. A veces nos
deja sentir nuestra debilidad, pero no olvidemos entonces
que el poder y la misericordia de Dios son infinitos;
recurramos con confianza a su bondad paterna.
Ánimo entonces, queridos míos. Recordemos que
estamos en este breve y mísero exilio para ganarnos la
Patria Bienaventurada con la continua buena voluntad en el
desempeño fiel de nuestros deberes. La dulcísima Madre
Nuestra Consolata nos proteja en todo momento con su
validísimo patrocinio. Aquí, en la Misión, ¡qué
poderosamente nos ayuda y consuela! Recurramos entonces
a menudo a ésta, nuestra potente Mediadora, y siempre
seremos fortalecidos y consolados".
Tribulaciones... cruces... nuestra debilidad...
desempeño fiel de nuestros deberes... fortalecidos y
consolados: en estas palabras está todo dicho, como en un
código, que nadie entonces hubiera podido interpretar.
La carta continúa después con tonos de gran
serenidad. La hermana Irene se dirige en primer lugar a su
padre: "Querido papá, ¿cómo estás? ¿Cómo decirte ahora de
esta bella vida de Misión que me hace correr el tiempo a
vertiginosa velocidad? Estoy siempre rodeada por tantos
rostros negros de una elocuencia inexplicable. Mis chicos,
puede decirse, son el telégrafo inalámbrico. No hay noticias
que ignoren, que no propaguen. ¡Su deseo entonces es tener
también las de Europa! A menudo me preguntan cómo es
que no vuelvo a visitar a mis parientes y cómo es que ellos
167
no vienen aquí para verme. Me dicen: si vinieran ellos,
nosotros iríamos a visitarlos a menudo, nunca los
dejaríamos solos; los tendríamos alegres y cultivaríamos un
campo de maíz sólo para ellos. No llevaríamos lejos a todas
nuestras vacas para que tengan la leche; les conseguiríamos
también los huevos. Escríbeles y diles que vengan, que
deseamos mucho conocerlos. Los aman y oran por
ustedes... Bauticé imponiendo varias veces los queridos
nombres de ustedes oh mis queridos padres. Siento no tener
el tiempo suficiente para hablarles más ahora. Todas mis
venerables y amadas hermanas les envían sus saludos
asegurándoles también sus oraciones. Reciban mis sinceros
y filiales saludos mis queridos, dejémonos bajo la
protección maternal de la Sma. Consolata que nos bendiga
y conforte en cada momento de nuestra vida. Su inolvidable
y cariñosa hija hermana Irene M.C”
Sin saberlo, la Sierva de Dios había escrito la última
carta a su familia.
Durante el verano, después de las decisiones de
Roma, Mons. Perrachon tuvo que regresar a Italia, como así
también el padre Gillio. Este último, como superior regional
de la Misión, preparó un informe detallado sobre el estado
disciplinar y organizativo: unas cuarenta páginas de doble
ancho, de las cuales la Hermana Irene con su clara escritura
hizo tres copias, trabajando sin descanso durante varias
noches.
En el lugar del padre Gillio fue enviado a Gikondi el
padre Carlos Andrione. Para decir adiós al superior, se
organizó una fiesta, donde lógicamente prevaleció la
incertidumbre y la melancolía. El padre Gillio bendijo
conmovido a la hermana Irene, quien había trabajado a su
lado durante casi una década. Él había entendido todo sobre
ella, aun conociendo sus debilidades y limitaciones; tanto es
así que, ante el pedido de una misionera sobre noticias de la
168
hermana Irene, él le respondió con una frase profética: "Ella
no sólo corre, sino que vuela en el camino de la perfección".
Con el nuevo cambio de guardia en la comunidad de
los misioneros se filtraron otras noticias acerca de la
sustitución de Mons. Perlo y del gobierno central. Eran
inevitables los comentarios. La Hermana Irene nunca se
puso del lado de ninguna de las dos partes, pensando sólo
en obedecer a los superiores que les asignaran. También
esta vez la suya era una opción de fe.
Su obediencia ciega y radical, ha sido
unánimemente confirmada. El Allamano, en la formación
religiosa de sus misioneros y misioneras, les había
inculcado la práctica de la obediencia "pronta, cordial y
universal" como una virtud fundamental para un instituto
misionero. "Obedecer siempre” -solía decir- “Recuerden
que no es el mucho hacer sino el hacer con obediencia lo
que es querido por Nuestro Señor [...]. ¡Ay de quien se pone
a razonar sobre la obediencia! No se atrae las gracias. Si
hay obediencia hay todo".
Y la hermana Irene anotaba en sus apuntes
espirituales: "Cuanto más te dejes manejar libremente por la
obediencia, en esa medida te conviertes en un instrumento
más hábil para hacer grandes cosas para Dios".
Permítanme ofrecer...»
Aquellos que la conocieron, dijeron unánimes,
usando una imagen muy eficaz, que "cuando se trataba de
obedecer, volaba". Esto lo confirma con autoridad la
hermana Ferdinanda Gatti: "Obedecer bien fue el programa
de toda su vida [...]. Su obediencia fue extraordinaria [...].
La hermana Irene tenía el culto de los superiores. No hacía
distinción ni de personas, ni de inteligencia, ni de habilidad.
En los superiores veía a Dios y basta. Su obediencia era
169
perfecta en todos los sentidos [...]. ¿El Superior había
hablado? No había más duda, no existían más dificultades,
lo dicho debía cumplirse. Y no era una obediencia forzada,
sino alegre, rápida, amable, ciega".
No es de extrañar entonces, que hubiera aceptado
sin discutir también la repentina partida de Monseñor
Perrachon y del P. Gillio, así como lo había hecho en
ocasión de los cambios repentinos de una clase a otra en la
escuela. Solamente una vez le manifestó a la superiora
regional su sufrimiento por los acontecimientos del Instituto
y por las medidas adoptadas por Roma. En particular, le
había impresionado la llamada repentina del vicario
apostólico. No sabiendo qué más podía hacer para ayudar a
mejorar la situación, se sintió impulsada a ofrecer al Señor
“su pobre e inútil vida".Se podría pensar que estas palabras,
“ofrecer la vida”, fueran como una expresión habitual en la
espiritualidad religiosa. En el fondo, el cristiano rezando
cada día, ofrece a Dios la propia jornada. Sin embargo la
hermana Irene, con su vocación misionera y trabajando a
tiempo completo para la evangelización, concretamente ya
había ofrecido la propia existencia al Señor. En este caso su
solicitud es específica y estamos agradecidos a la hermana
Ferdinanda Gatti que nos ha explicado el origen.
En septiembre de 1930, la hermana Irene hizo los
ejercicios
espirituales
en
Nyeri,
concentrándose
especialmente en la oración. Como siempre, se prestó para
los servicios más humildes en el comedor, en la cocina, en
la iglesia. Tenía una intención muy especial para rezar: la
situación crítica del Instituto y de las misiones. Como solía
hacer en estas ocasiones, anotó en sus apuntes los puntos de
la meditación que más la habían incentivado. Se referían al
pecado que crucifica a Jesús. ("Mejor mil muertes que un
solo pecado."); la muerte ("hacer cada acción a la luz de la
vela encendida por la agonía, y hacerla tan bien como
170
quisiera que fuera hecha la última"); el Juicio Final ("me lo
hará Jesús mismo"); el infierno ("no ver más a Dios por
toda la eternidad"). Luego leemos algunos slogan típicos de
la ascética de todos los tiempos, valiosos también para los
cristianos de hoy:
- Olvidar todo... vaciarnos de nosotros mismos.
- Tibieza, la verdadera muerte del alma.
- Meditación, alma del alma.
- El amor: aquello que nunca se sacia del sacrificio.
- Misionero = Apóstol, Virgen Mártir.
- Humildad: quien se considerara superior o se estimase
más que cualquier otro, aunque fuera uno solo, sería un
gran soberbio
- Precisión en los ejercicios de piedad: hacerlos a todos,
todos, todos...
- El tiempo vale cuanto las Almas...
- Cualificarme en todo lo que puede servir para el
apostolado, sobre todo para la escuela. Perfeccionarme lo
más que pueda. ...
En estas pocas líneas se refleja la imagen de la hermana
Irene como nos fue descrita por quienes la conocieron.
Impresiona la frase “sobre todo para la escuela” que
también se encuentra en la lista de propósitos presentados
por ella a la superiora, al final de los ejercicios.
Llevan la fecha del 20 de septiembre de 1930. Aquí
están:
1 Amar las prácticas de piedad con amor intenso, y
esforzarme por hacerlas con atención, unida al buen Dios.
2 Recibir cualquier acontecimiento, incluso el más
doloroso, de las manos del buen Dios. Soportarlo con
generosidad, alegría, y muchas veces en el día examinarme:
¿Qué unión tengo con Dios? Tratar de unirme a él
frecuentemente, cada día.
171
3 Gran caridad y sobre todo mucha compasión, mucha
compasión. Dulzura, dulzura, afabilidad grande, mucha
paciencia.
4 Prepararme bien para la escuela. Es el medio más
importante, el único, para la evangelización.
El instituto y la Misión atravesaban un momento
delicado, difícil; estaba en juego el futuro de una obra
importante para la Iglesia, aunque el punto crítico podría
decirse que estaba superado ya que el 15 de mayo de 1930,
con decreto de la Congregación de Propaganda Fide, el
Instituto de las Hermanas Misioneras de la Consolata fue
erigido canónicamente en congregación de derecho
pontificio Al día siguiente, eran aprobadas las nuevas
Constituciones. Posteriormente, en octubre, serían
designadas las primeras consejeras generales de Madre
Fauda, primer paso hacia la sistematización definitiva del
Instituto.
El 7 de octubre, llegó a Gikondi la hermana
Ferdinanda para entregar a las hermanas las nuevas
Constituciones. La hermana Irene comentó: "Con tantas
gracias que el Señor nos da, ¡ay de nosotras si no nos
hacemos santas!".La superiora, después de haber entregado
personalmente los libretos a todas las hermanas de la
región, regresó a Gikondi a los ocho días. A la mañana
siguiente, el cielo amenazaba lluvia y el camino hacia Nyeri
no habría sido fácil (entonces las distancias se cubrían a
pie). La hermana Irene, sorprendentemente, se ofreció para
acompañar a la superiora en un tramo. Generalmente,
dejaba este privilegio a las otras hermanas, pero esta vez
tenía algo importante que decirle a la hermana Ferdinanda,
que así contó el diálogo con la hermana. "En un momento
dado, su rostro se inflamó y con humildad convincente
exclamó: "Ve cómo soy inútil, yo no hago nada, más bien
soy sólo capaz de echar a perder las cosas. Las hermanas, sí
172
lo hacen bien, en cambio yo me enredo". Se refería
especialmente a los ataques hechos contra ella por los
jóvenes-y en parte compartidos por el mismo padre Gillio
de acuerdo con su informe correspondiente al segundo
trimestre de 1929–por su modo de enseñar. Luego, la
hermana Ferdinanda continuó "después de una pequeña
pausa pregunta: "¿Me permite sacrificar la vida por la
hermana...? Una hermana, que estaba enferma, cuánto bien
podría hacer si se sana". "No creo que sea el caso", le
respondí yo... "Entonces permítame sacrificarla por esta
otra hermana,.la hna..., ella también enferma, para que se
sane". "No creo que sea el caso", le respondí igualmente. La
hermana se quedó en silencio. Pasó un cuarto de hora,
mientras la conversación giró hacia los eventos de la
comunidad: el doloroso llamado [...] de nuestro Pastor S. E.
Mons. Perrachon en Italia, ocurrido durante ese mes.
Mientras se habla de la sumisión a la Santa Voluntad de
Dios, y sobre todo cuando más cuesta ella, como inspirada
me dice: "Deje, oh déjeme ofrecer mi vida por Mons...".
Con Monseñor estaban comprometidos los intereses de esta
Vicaría y en consecuencia los de la Comunidad. Miré a esta
hermana generosa y un escalofrío recorrió mis venas;
comprendí que Jesús esta vez habría aceptado la oferta.
Balbuceé…" Oh, hermana Irene, yo no puedo decir que
no... pero que se haga la voluntad de Dios". "¿La voluntad
de Dios?" Repitió con valentía la querida hermana, "oh!
Deo Gratias! Deo Gratias" (Gracias a Dios). Jesús había
aceptado el ofrecimiento. Jesús había aceptado el sacrificio
generoso de su sierva ... [...] Cuando llegó a casa, me
dijeron las hermanas que era feliz, con una felicidad inusual
".
173
Capítulo XIII
Encuentro con la muerte
La escuela retomó su actividad habitual y no se
habían registrado importantes novedades. La Hermana Irene
había intensificado su empeño, convencida en su humildad,
que quienes la criticaban después de todo no estaban
equivocados. Un nuevo maestro, Marcos, llevaba adelante
los dos primeros grados de la escuela elemental, pero la
174
hostilidad que venía arrastrando la hermana Irene no
disminuía, sobre todo después de la partida del padre Gillio.
.
Un día antes de comenzar la lección, Marcos le dijo
que mientras ella estaba de visita en una villa, había venido
un nuevo maestro que la iba a reemplazar en las dos clases
superiores, pero no le reveló el nombre. Mientras tanto,
padre Andrione, el sucesor del padre Gillio, callaba. La
noticia no perturbó la tranquilidad habitual de la hermana;
ya le había ocurrido en otra ocasión haber tenido que
“bajar” por una nueva designación y había aceptado sin
pestañear. Tal vez, pensó, el nuevo maestro sería su hijo
espiritual, Julius Ngare.
Aquí hay que dar un paso atrás. Este Julius era un
joven protestante que enseñaba en una escuela presbiteriana
de Kahumbu, un pueblo no muy lejos de Gikondi. Cuando
la hermana Irene pasaba por aquella parte, como era su
costumbre, saludaba a todos con la misma sonrisa. A Julius
le gustaba una chica de Gikondi, Lidia, pero que más tarde
se casó con otro. Un día en que la Hermana Irene lo invitó a
la fiesta de la escuela, él se presentó a la Misión, asistiendo
educadamente a las actuaciones programadas. Conquistado
por la gracia y la dulzura de aquella hermanita, había
regresado varias veces a visitarla. Esta comunicación abrió
el ánimo de Julius. Después de una catequesis apropiada, se
convirtió al catolicismo, pasando a enseñar en la escuela de
Gathukimundu situada en una colina frente Gikondi.
Su buena preparación atrajo de inmediato a un
montón de muchachos, incluso salidos de las clases de la
hermana Irene. Ella no se preocupaba por esta
"competencia", porque ese maestro cada domingo por la
mañana reunía a todos los alumnos de las escuelas de la
zona para hacerlos jugar. Su método lograba una especie de
oratorio festivo que podría llevar a otros bautismos. Entre
otros antecedentes, fue él precisamente quien convirtió al
175
catolicismo a su colega Marcos, titular de las dos primeras
clases de primaria.
Su creciente popularidad entre los jóvenes llevó a
algunos de ellos a ejercer presión para que a Julius se le
confiaran las clases de los grandes, dejando a la hermana
Irene entre los más pequeños. Fueron los mismos que,
delante de Mons. Perrachon, habían acusado a la hermana
de su incompetencia.
Después de un tiempo se supo que detrás de esta
"conspiración" estaba el mismo Julius quien creyó saber
enseñar mucho mejor que la Stefani". La hermana Irene dijo la hermana Ferdinanda Gatti- después de tantas
fatigas... después de años de trabajo intenso, vio
desintegrarse casi totalmente a su escuela; vio la ingratitud
donde hubiera tenido que recoger reconocimiento y
precisamente en los momentos de su última grave
enfermedad. Pero la hermana Irene era santa y no se quejó
de nada”.
El domingo 19 de octubre, Julius, después de
reunirse como de costumbre con sus muchachos, sintió un
extraño malestar que lo obligó a regresar a su casa de
inmediato. Le dijo a la hermana Irene que estaba muy
resfriado, y ella le dio algunas píldoras. En realidad, ellos
no lo percibieron, pero se trataba de algo mucho más grave.
En Gikondi se estaba propagando una epidemia de peste
pulmonar que ya había contagiado a tres ayudantes de
cocina de la Misión.
Ese día tampoco la hermana Irene se sentía bien. A
la mañana siguiente advirtió una fuerte sensación de
náuseas y arcadas seguidas de vómitos. Como se
conmemoraba la fiesta litúrgica de Santa Irene, los
Misioneros y las Misioneras que la felicitaban en el día de
su onomástico, notaron una palidez inusual en su rostro,
pero no le prestaron mucha atención porque, como de
176
costumbre, ella se estaba preparando para ir a visitar a la
gente en las villas.
.
El miedo al contagio no la asustaba. Sucedió que
uno de los tres muchachos de la cocina, un joven de quince
años, convencido de estar en los últimos momentos de su
vida, fue a esconderse en un brezal (zona de brezos o
arbustos altos y resistentes) para morir. La Hermana Irene
lo había descubierto y después de alcanzarlo lo curó
amorosamente; después de unos días su tremenda
"inflamación" desapareció devolviéndole nuevamente las
fuerzas.
Esa mañana, la hermana salió hacia Gathuita en
compañía de la hermana Margarita María Durando.
Después de casi un cuarto de hora de camino, llegó
corriendo un joven diciendo que Julius Ngare estaba en
cama con una fiebre alta y quería ver a la hermana Irene.
Aquí las dos misioneras se separaron: la primera tomó la
dirección de Kahumbu donde encontró al paciente luchando
con una neumonía grave. Ella prometió volver pronto. Al
dirigirse a Gathuita, donde la estaba esperando la hermana
Margarita, algunos transeúntes le informaron que una mujer
había sido atacada por la peste. Fue también a verla y llegó
justo a tiempo para bautizarla. Luego, todavía en aquel
sendero, otros le contaron que un anciano a quien ella
conocía bien se estaba muriendo, también por la peste.
Nuevo desvío, aunque la hermana Irene lo consideraba un
caso casi sin esperanzas; el hombre había obstaculizado con
todas las fuerzas la recepción del bautismo de su hijo. Tan
pronto como la hermana llegó hasta él, dijo que quería
morir como sus antepasados, sin "el agua de Dios". Ésta
ciertamente no lo había curado de la peste, como no había
curado a su hijo Kamau, víctima unos días antes de la
misma enfermedad. La hermana Irene a pesar de todo,
permaneció por un tiempo al lado suyo, rezando; luego,
177
después de haberle atizado el fuego, se fue, pero dejó
encargado a un vecino de casa que la llamaran en caso de
agravarse.
Después de alcanzar a la hermana Margarita en
Gathuita, rechazó el alimento por las continuas arcadas de
vómito que sentía. En el camino de vuelta a Gikondi, con la
hermana Margarita María habló de Dios, de la eternidad, de
la necesidad de darse a los otros con caridad, teniendo la
meta de llevar almas al Señor. Era la conversación común
entre dos hermanas, pero en ese contexto le causó una
impresión particular a la hermana que caminaba a su lado.
Hacia la tarde llegaron a la Misión. Apenas
arribaron, el vecino del viejo reincidente le avisó a hermana
Irene que el hombre estaba en agonía. Ella volvió a verlo.
Le habló de la alegría que el hijo fallecido había probado al
recibir el bautismo. "Pronto -le susurró al oído- te
encontrarás de nuevo con Kamau esperándote en el cielo".
Logró convencerlo. El pobre hombre, conmovido, mientras
la hermana Irene le hablaba de Jesús, recibió el agua que lo
convirtió en un hijo de Dios. Murió poco después.
La hermana Irene, acompañada por el catequista
Ciriaco, regresó a Gikondi destruida por la fatiga y la fiebre
que comenzaba a aumentar. Ella, sin embargo, estaba feliz;
no podría haber celebrado mejor su día onomástico.
Seguramente, a la salida de esa cabaña toda transpirada y al
contacto con el frío de la noche, sus pulmones se hayan
afectado seriamente.
A la mañana siguiente salió para su última visita a
las aldeas. Pasó también por Kahumbu entreteniéndose en
la cabecera de Julius, cuyas condiciones habían empeorado,
lo preparó amorosamente para recibir los sacramentos y
para cumplir la voluntad de Dios. Un testigo africano ha
declarado que "entrando en la cabaña donde estaba Ngare y
viéndolo en ese estado tan reducido, lo tomó, lo levantó, lo
178
sostuvo. Desde ese momento ella también se contagió de la
peste". Al día siguiente, de hecho, se agravó también ella y
no pudo tomar alimento debido al vómito continuo. Sin
embargo, no renunció todavía a la visita a los enfermos en
las villas más cercanas. Después de haber visto a Julius,
hizo llamar al padre Andrione para que lo confesara. El
jueves 23, a las dos de la mañana, el sacerdote llevaba el
viático al enfermo, mientras la hermana Irene lo sostenía.
Lo exhortaba a ofrecer sus sufrimientos a Jesús por la
conversión de su gente y por la unidad de los cristianos. De
rodillas sobre la estera, estrechándolo entre sus brazos como
lo haría una madre, lo confortó con tiernas palabras: las
palabras que sabía encontrar para cada ocasión y que iban
directamente al corazón. Julius murió poco después en sus
brazos.
La hermana Margarita María agrega un dato
particular: " Nadie quería cavar la fosa; comenzó ella a
hacerlo y prácticamente la terminó”. Dar sepultura a aquel
cadáver ponía de nuevo en aprietos a la familia de Ngare
porque aún pesaba sobre ellos el temor a la contaminación,
no obstante que el gobierno, desde hacía cinco años, había
impuesto el entierro a los muertos.
Al regresar a su casa la hermana Irene, no aceptó
una bebida que le habían preparado las hermanas,
explicando que prefería estar en ayunas para poder
comulgar al retorno del padre Andrione. Ya casi no se
sostenía en pie, cuando le informaron que la madre de
Julius también había sido contagiada por la peste. Hubiera
querido acudir, pero ya no tenía fuerzas. En su lugar acudió
la hermana Rosalía, quien bautizó a la mujer bajo
condición.
Había que informar a la madre Fernanda sobre la
muerte de Julius y esa misma tarde, la hermana Irene
escribió la que sería su última carta.
179
"Reverendísima Madre Superiora -afirmaba- ahora
vengo del lecho de muerte de Julius Ngare, nuestro maestro
del outschool de Gathukimundu. Se enfermó el domingo 19
del corriente mes y desde el lunes todos los días, mañana y
tarde, lo visitamos con regularidad, curándolo como se
podía... Parecía mejorar, pero esta noche se agravó y fue él
mismo quien envió a dos jóvenes, a las dos de la mañana,
para llamar al Padre pidiéndole que le llevase el Santo
Viático. Yo también fui acompañada por varios cristianos,
y tuve la satisfacción de verlo recibir los últimos
sacramentos
con
buenas
disposiciones.
Sufrió
inmensamente, porque él se había contagiado de pleuropulmonía; respiraba con mucha dificultad y tenía dolores
agudos. Acompañaba con pleno conocimiento las
jaculatorias que se le sugerían, y él mismo trataba de decir
las más breves. Repetidamente besó el crucifijo. Cuando el
padre se vio obligado a regresar a casa para la celebración
de la Santa Misa, permanecí con él, con uno de nuestros
cristianos hasta que expiró en paz. Se lo encomiendo a la
caridad de sus oraciones. Le agradecería que le
comunicaran esto a Fausto en el colegio, porque es uno de
sus primeros alumnos, ganados en nuestra Misión. Tenemos
varios enfermos de peste pulmonar. Qué el buen Jesús,
tenga piedad de estas pobres almas. Confiamos en sus
oraciones. Respetuosos saludos y gracias por parte de todas
nosotras. Muy agradecida hija, Hermana Irene, MC."
Domingo, 26 de octubre, fiesta litúrgica de Cristo
Rey, La Sierva de Dios guió las oraciones y los cantos de la
misa, pero tan pronto terminó la celebración fue a tirarse a
la cama, exhausta, mientras la fiebre subía aún más. La
hermana Rosalía le dio un trago de fernet pensando que le
ayudaría a detener el vómito, pero fue en vano. El
termómetro señalaba 41 grados.
180
El Padre Andrione se dirigió en motocicleta hasta
Nyeri para informar a Madre Ferdinanda sobre las
condiciones de la misionera. Acompañada por la asistente
hermana Carolina, la superiora acudió de inmediato a
Gikondi con medicamentos. Apenas quedó sola con la
enferma, ésta le dijo: "Yo no me sanaré más, yo no me
sanaré más". Y ella respondía: "Debe sanar, hermana
Irene". Respuesta: "¿Pero no es mejor hacer la voluntad de
Dios?". En ese momento madre Ferdinanda recordó la
entrevista mantenida unas semanas antes sobre el "permiso"
que le había arrancado con insistencia.
El vómito no cesaba, imposible hacerle tragar
cualquier cosa. Una inyección de aceite alcanforado parecía
aliviarla un poco. Sus labios oraban continuamente, tanto
que la superiora tuvo que exhortarla a no hacer esfuerzos
con la voz y a orar con el corazón. La hermana Irene sonrió
levemente, y obedeció una vez más.
El lunes, la fiebre bajó un poco, deteniéndose en 40
grados. Después de la cena Madre Ferdinanda madre le
preguntó si quería confesarse. "También ahora", respondió.
Después el padre Andrione le impartió la bendición de la
Consolata. La noche transcurrió bastante tranquila, aunque
la temperatura se mantuvo igual. Se mandó a llamar a un
médico en Nyeri, quien en la tarde le puso a la enferma una
inyección de estricnina y una de quinina; era el médico
hindú que había trabajado con la hermana Irene en los
hospitales de los carriers (portadores) durante la guerra.
Después de haberla visitado, dijo que estaba afectado sobre
todo el lóbulo pulmonar izquierdo, pero que en su opinión,
no era algo grave: "Siempre y cuando Dios no disponga lo
contrario”, agregó con precaución. Recomendó,
particularmente, que la enferma no tomara aire.
Se registró una leve mejoría. Sin embargo, cuenta
Madre Ferdinanda, "la enferma continuaba diciendo que iba
181
a morir. Pasó la noche tranquilamente; la fiebre bajó a 39°.
Por temor a molestarme, estaba quieta y fingía estar
dormida; para darle un poco de la bebida tenía que
llamarla". A fin de facilitar la digestión, compró algunas
botellitas de soda, pero logró tomar sólo una.
El miércoles por la mañana, un pequeño grupo de
cristianos, especialmente niños, se acercaron a la ventana de
la habitación de la hermana Irene; querían saludarla y
augurarle que se sanara pronto. Como se acercaba la fiesta
del Superior, ella le pidió a una hermana que le escribiera
un breve saludo en inglés para que lo leyera un alumno de
la escuela. Parecía realmente que su estado de salud estaba
mejorando, excepto durante la noche en que la enferma
comenzó a divagar. No se le dio mucha importancia a esto,
pensando que fuera un efecto de la fiebre.
Madre Ferdinanda, tuvo que viajar a Nyeri, y se
despidió, prometiéndole que volvería a verla. "Pero no sabe
que yo voy a morir", comentó simplemente la enferma. Y la
Superiora, "Hermana Irene, usted tiene que sanarse".
"¿Tengo que sanarme?" respondió sonriendo. Como la
Madre le había recomendado poner en la oración sus
intenciones, añadió: "todas mis intenciones las pongo en sus
manos". Mientras tanto hacía correr entre sus dedos la
corona del rosario.
Se preocupaba no de sí misma, sino de
compromisos que no podía cumplir al estar clavada en la
cama. Fue entonces cuando la superiora decidió liberarla de
toda responsabilidad. Le dije -recuerda Madre Ferdinandaque no pensara más ni en los cristianos, ni en la escuela, ni
en los enfermos, ni en nada, sino que estuviese tranquila.
Una sonrisa celestial se dibujó en sus labios. Me agradeció
feliz. Siento todavía ahora el gozo de haberle dado ese
último consuelo a la humilde hermana. Por su delicadeza de
conciencia y su humildad, a la hermana Irene le pesaba
182
mucho la responsabilidad. Le dije también que no pensara
más en dirigir a sus enfermeras, la hermana Rosalía y la
hermana Margarita María. Más aún la Hermana Rosalía se
tomaría esas responsabilidades y pensaría cuanto antes en lo
que le correspondía a ella. La hermana Irene la miró y
sonrió con gran amabilidad a la hermana Rosalía y exclamó
como si hablara para sí misma: "Obedecer sí, pero obedecer
bien. Ya ¿no voy a tener que mandar más?”, preguntó con
impaciencia. A mi respuesta afirmativa, dijo: "Deo Gratias!
Gracias a Dios."
La prueba suprema
A pesar de la enfermedad, no descuidó las prácticas
de piedad habituales: la meditación y la lectura espiritual,
que Madre Ferdinanda leía mientras ella escuchaba
apretando en su mano el crucifijo; las oraciones
establecidas en el horario de la comunidad; la hora de
adoración a las once de la noche, con la vista puesta en la
imagen del Sagrado Corazón. Después de la medianoche,
comenzaba a prepararse para la comunión que el Padre
Carlos le traería a la mañana. Estaba tranquila, se iba hacia
la muerte con una sonrisa, casi como pregustando ya el
Paraíso.
Pero las pruebas para ella aún no habían terminado.
En la tarde del jueves, de repente ocurrió algo sorprendente.
Empeoró en forma drástica y repentina, siendo presa de
fuertes delirios, hasta la noche. La hermana Irene hizo
entender que deseaba recibir los últimos sacramentos; el
padre Andrione, después de haberle impartido la unción de
los enfermos, le trajo la comunión, pero la enferma no logró
tragar la hostia, a causa de un nuevo ataque de delirio;
durante el mismo hablaba de Dios como si estuviera
hablando a los catecúmenos, instándolos a abrazar el
183
catolicismo. Algunos de los presentes atribuyeron el hecho
a una presencia diabólica; realmente, al ver de nuevo al
sacerdote acercarse con el cáliz, la enferma comenzó a
agitar los brazos como si quisiera protegerse de algo o de
alguien que veía entre ella y el Santo Viático. ¿La última
tremenda ofensiva del diablo, al que la hermana le había
arrebatado tantas almas? Hipótesis que no hay que excluir.
A menudo el diablo se enoja con los santos que destruyen lo
que él construye. La hermana Irene durante su servicio en
los hospitales militares había administrado alrededor de tres
mil bautismos, y más de mil en Gikondi. Ellos eran su
constante preocupación. En el curso de su delirio también
se le escuchó expresar dolor por las muchas almas que se
perdían.
La dura prueba, sin embargo, fue superada por la
enferma; apretando el crucifijo, repetía: "Soy toda de Jesús
y de María y de San José, ahora y siempre por toda la
eternidad... Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo
ahora siempre y por toda la eternidad, así sea”. Fueron sus
últimas palabras. El 31 de octubre a las 22.30, vigilia de la
festividad de Todos los Santos, la hermana Irene dejó caer
suavemente la cabeza en los brazos de la hermana Rosalía,
que la sostenía.
En un instante se propagó la noticia de su muerte en
toda la zona, en parte, porque fuera de la habitación de la
hermana Irene, desde hacía algunos días había un gran
número de personas que pedían noticias sobre su salud y
rezaban por ella. Eran alumnos de la escuela, catecúmenos,
padres y madres de familia a quienes ella visitaba
regularmente.
En la mañana del 1 de noviembre, festividad de
Todos los Santos, el padre Andrione comenzó su
predicación con estas palabras: "Vuestra hermana Irene está
muerta". Y sucedió entonces algo increíble. Muchos
184
estallaron en un fuerte llanto. Los kikuyu habitualmente no
lloran por la muerte de alguien; gritan sin derramar
lágrimas. Particularmente los adultos circuncidados no
lloran en público, pero esta vez eran lágrimas reales incluso
entre los hombres. Al final de la celebración, se formó una
larga peregrinación delante de su ataud. "Un desfile que no
terminaba más", dirían algunos textos. Esto también era
sorprendente en un ambiente donde los muertos se
consideraban "tabú", ya que acercarse a un cadáver
provocaba una contaminación personal y tribal. Para
purificarse de ella era necesario un proceso largo y costoso,
con sacrificios en productos naturales y en ganado.
En las manos, la hermana Irene tenía el crucifijo y
el rosario; la expresión serena de su rostro la hacía parecer
viva.
La noticia de su muerte llegó a Nyeri a las cinco de
la mañana. El padre Fassino durante la Misa, les advirtió a
los fieles que iban a oír funcionar las máquinas del
aserradero a pesar de ser domingo, porque se estaba
preparando el cajón para el cuerpo de la hermana. Por
coincidencia fortuita, justo ese día, la hermana Ludovica, de
la misión de Tetu, había enviado dos grandes tablas de
madera de alcanfor un material que emana una delicada
fragancia- que serviría para un trabajo destinado a la
escuela. Se utilizaron en cambio para construir el ataúd de
la hermana Irene.
“Ha muerto una santa”
A Gikondi llegaron en un coche la hermana
Ferdinanda Gatti y la hermana Carolina Crespi,
acompañadas por el padre José Maletto. Mientras tanto, los
hermanos coadjutores de Nyeri comenzaron a cavar la fosa
en el cementerio local. La quisieron muy profunda, dijo la
185
hermana Martina Silvestri, "porque la idea era preservar los
restos de la hermana Irene para el futuro". La gente ya
hablaba de ella como de una "santa". Fueron necesarias
varias horas para completar la excavación, debido a una
capa rocosa que presentaba dificultades; dieron una mano
también algunos muchachos de Gikondi que estudiaban en
la escuela de Nyeri. Terminaron hacia las dos de la mañana,
pero ninguno de ellos quiso tomar alimento para poder
comulgar al día siguiente en la Misa de sufragio por el alma
de la difunta. Un gesto de amor hacia quien muchos de ellos
llamaban "mamá".
El ataúd fue colocado en un camión, protegido por
dos neumáticos para que no se moviese demasiado durante
el camino; era la temporada de las lluvias y los pozos en el
barro obstaculizaban la marcha. La primera parada fue en el
hospital en Nyeri, donde el médico hindú tuvo que expedir
el certificado de la muerte. Estaba sorprendido y
decepcionado, también porque se había equivocado en el
diagnóstico y, como suele suceder, se las arregló diciendo
que la Hermana Irene no había muerto de peste sino ¡por
demasiado trabajo!
En la casa de las hermanas, la cámara ardiente
recibió la salma, rodeada por ramos de lirios blancos, y
empezó una interminable procesión: "Padres, Hermanas,
Hermanos -dijo madre Ferdinanda-, seminaristas y
Hermanas de María Inmaculada, alumnos, catequistas,
maestros y muchos cristianos grandes y chicos se
detuvieron para rezar, más que en sufragio, convencidos de
la santidad de la hermana [...]. Muchas imágenes y medallas
pasaron entre sus manos. Luego se cerró el ataúd y ese
querido rostro se ocultó de nuestra vista entre las
abundantes lágrimas de todos En todos los corazones quedó
la certeza que más tarde o más temprano, se reconocería su
persona por las gracias y milagros que la querida hermana,
186
desde el cielo, haría llover para gloria de Dios, por tantas
virtudes practicadas por ella en la tierra y como consolación
de nuestro Instituto”.
Entre las hermanas, presurosas por dar su último
saludo a los restos mortales, fueron también las hnas.
Eulalia Mabellini y Maria Teresa Liberini, representando a
las familias del pueblo de Anfo.
El 2 de noviembre, en la Iglesia del seminario se
celebraron los solemnes funerales, con la presencia de una
extraordinaria multitud de personas. Se estaba tomando
conciencia de lo que había significado esta pequeña
mujercita para tanta gente. El cortejo se trasladó hasta el
cementerio donde, después de la última absolución, el
féretro fue bajado a la tumba y cubierto de tierra.
En Anfo se conoció la muerte de la hermana Irene
recién a mediados de diciembre. Por amarga coincidencia,
en el número del periódico Missioni Consolata
correspondiente al mes de noviembre, que se preparaba un
par de meses antes, Madre Ferdinanda había escrito algunos
episodios relacionados con las actividades de la Hermana
Irene en Gikondi. Estas páginas habían despertado tanto
entusiasmo en el pueblo, que el papá Stefani tomó lápiz y
papel y, de su propia mano como hacía raramente, escribió
esta carta a su hija:
"hija querida, en el boletín Misiones Consolata, por
primera vez después de diecinueve años de tu ausencia del
hogar, he oído hablar de ti, y me congratulo por tu
preocupación para estos pobres africanos: el Altísimo te
recompensará. Acuérdate de nosotros en tus oraciones,
porque nosotros te encomendamos a la Sma. Consolata tres
veces al día, con la oración del Angelus. Fervientes deseos
de una Feliz Navidad y Feliz Año Nuevo. Tu cariñosísimo
papá. Agimus tibi Gratias...". El escrito se incluyó en una
carta fechada el 9 de diciembre que Marieta enviaba a su
187
hermana, signo de que hasta esa fecha, nadie en el pueblo
sabía todavía que la hermana Irene había fallecido.
En Anfo las campanas sonaron a muerte y una vez
más al organista de la parroquia le tocó acompañar con
lágrimas en los ojos la Misa por un ser querido. Llegó
también un signo reconfortante desde el cielo: una madre
que tenía a su hijo enfermo desde hacía varios días, no
podía ir a la iglesia para rezar; esa misma tarde le pidió a la
hermana Irene la gracia de la salud de su hijo. Durante la
noche el niño sanó. Juan Stefani le escribió a madre
Ferdinanda unas pocas líneas, con el lenguaje de la fe; a la
Madre sólo le pedía el poder tener como recuerdo el
crucifijo de misionera llevado por su hija. Se lo enviaron de
inmediato, asegurándole que la tumba de la hermana Irene
estaría bien cuidada por las hermanas y siempre rodeada de
flores.
La Superiora había intuido que en la hermana Irene
había una santidad auténtica. Escribió en su informe de
fecha 3 de noviembre de1930: "Murió una santa." De
inmediato empezó a recoger todo lo que le había
pertenecido a la Sierva de Dios: prendas de vestir, el casco
colonial protagonista de tantas fotos, el reloj, las
condecoraciones de guerra, las famosas botas, sus apuntes,
las cartas recibidas de su casa y los borradores de las que
ella enviaba. Fue ella quien acercó a los restos mortales de
la misionera, imágenes y objetos que luego se convertirían
en reliquias valiosas. También consideró que debía ser
recopilado de inmediato todo lo relacionado con ella. Para
esto invitó a las hermanas que la habían conocido o
trabajado con ella, a escribir su testimonio; y ella misma
comenzó a volcar en un cuaderno los recuerdos personales.
Verdaderamente se le debe a Madre Ferdinanda, el conocer
fehacientemente ciertos detalles que arrojaron nueva luz
sobre la muerte de la Sierva de Dios. Los resultados de su
188
investigación se reunieron ya en agosto de 1931, como se
dijo al principio del libro, en un manuscrito titulado Suaves
memorias de la Hermana Irene, luego enviado a la Casa
Madre. Al año siguiente fue llamada a Italia y nombrada
secretaria general del Instituto. Esto le permitió ponerse en
contacto con diversas personas, además de los misioneros y
misioneras, en condiciones de proporcionar otro material
informativo sobre la Stefani. Por ejemplo, el maestro
Richiedei, sus hermanas de sangre, Antonieta (Hna.
Teófila), que se encontraba en Komto (Etiopía), Marieta,
Emma y Ester. En 1942 se unificó todo en una biografía
mecanografiada bajo el título: Hermana Irene, misionera de
la Consolata. Memorias.
Faltaba, por extraño que parezca, el aporte del
hermano Bartolomé Liberini, que había reunido en un bloc
de notas sus recuerdos personales sobre su compaisana.
Desafortunadamente, durante la segunda guerra le había
preguntado a su superior, el padre Pedro Quaglia, qué uso
debía hacer de esos apuntes y él, en tono de broma, le
respondió: “tirarlos por la borda”. Él, como obediente
religioso, había destruido el manuscrito. Cuando leyó las
Memorias escritas por madre Ferdinanda afirmó que se
reconocía plenamente en esas páginas. “Quiero decir añadió- que tanto las hermanas carnales, como las de
religión han dicho más bien menos que más; yo sólo podría
repetir lo que han escrito [... ]. Muchas cosas íntimas, sólo
el Señor las habrá de escribir; las leeremos un día, en el
Cielo. [...] Para mí, la hermana Irene es una gran protectora
en el cielo. Conservo en mi corazón cada una de sus
palabras; éstas y el ejemplo de su gran generosidad me
sirven de estímulo y de ayuda en la vida misionera”
189
Capítulo XIV
Respuesta a pregunta
Los manuscritos escritos por la Madre Ferdinanda
permanecieron mucho tiempo en los archivos de la
congregación. Transcriptos en varias copias fueron
enviados a todas las comunidades de las Misioneras de la
Consolata, a sus familiares y a los que habían conocido
personalmente a la hermana Irene. Sin embargo, una
verdadera y propia publicación destinada a llegar a un
público numeroso, se decidió sólo en los años sesenta
190
pensando en la recuperación definitiva de la figura de la
Sierva de Dios.
La decisión de recopilar datos entre los kikuyu,
donde esta misionera había trabajado, se debe a la iniciativa
de la Hermana Juana Paula Mina, entonces misionera en
Kenya. Ya en 1956 ella había redactado un texto
mecanografiado de 273 páginas titulado Las botas de
gloria, preludio de la hermosa biografía que se conoce.
Dicha publicación, al momento de realizar este nuevo
trabajo de investigación, y luego de su primera edición en
1964, se encontraba en su quinta reimpresión. El nuevo y
decisivo elemento fue precisamente ese viaje a Gikondi,
entre los ancianos que habían conocido a la hermana y que
albergaban tan vivísimos recuerdos.
Como las Misioneras de la Consolata habían dejado
la misión, siendo reemplazadas por las hermanas nativas de
María Inmaculada, se podía pensar que de la hermana Irene
se hubiese perdido prácticamente la memoria. Sin embargo,
como se ha dicho al comienzo de estas páginas, esa pequeña
hermana hizo una gran diferencia, los Kikuyu habían
aprendido a distinguir entre los blancos de la Misión y los
blancos del gobierno. No fue fácil, porque la gente veía en
los blancos sólo usurpadores insaciables de sus tierras y
temían que los misioneros fueran los "ladrones" de sus
almas, es decir, de aquello que constituía su patrimonio
cultural y espiritual. La total dedicación de la pequeña
misionera de Anfo, su continuo prodigarse para aliviar sus
necesidades materiales y espirituales pusieron en evidencia
su verdadero y desinteresado amor.
El padre Alberto Trevisiol escribió, con motivo del
55º aniversario de la muerte de la Sierva de Dios: "A cada
uno de los misioneros, los africanos le atribuían un apodo
que difícilmente el interesado llegaría a conocer […].En las
visitas a los pueblos la Hermana Irene tuvo el de "Nyaatha",
191
que significa "mamá toda misericordia". Entiendan cómo
este apodo en África correspondía a una descripción
psicológica, extremadamente precisa, del misionero.
También estaba en relación con lo que realmente era la
hermana Irene. Efectivamente la misericordia resumía los
dos valores para ella esenciales: las personas y las Almas.
Ella no sólo amaba a los africanos, los necesitaba como una
madre necesita a sus hijos, no por lo que recibía de ellos,
sino por lo que sentía que debía darles. Enteramente mujer,
la hermana Irene siempre tenía que dar: daba lo poco que
podía, todo de lo que disponía, ella daba especialmente
aquello que era. No reconocía límites, ni siquiera tenía lo
que otros pueden llamar "sentido común". Daba tanto que la
gente perdía todo temor y hasta alguna vez el respeto hacia
ella, como les ocurre a las madres. Se acostumbraron a
disponer de ella más que de sus propias cosas. Ellos dijeron,
por supuesto, que después de la hermana Irene no llegó a
Gikondi otra hermana como ella. […]. Su nombre resonaba
de boca en boca a cada paso, en las villas. Por conocerla,
algunos protestantes se gloriaban de llamarse amigos de la
misión. En tiempos de dificultad, los habitantes de Gikondi
recurrían por instinto, inmediatamente, a ella.
Nyaatha es un vocablo que proviene de la
contracción de dos palabras: "Nyina watha," Madre toda
misericordia, Madre piedad, diríamos nosotros hoy. Los
africanos de hace sesenta años habían acuñado para la
hermana Irene el nombre más bello.
Para entender a fondo esta "maternidad" basta leer
las cartas escritas por ella en lengua Kikuyu a jóvenes y
ancianos, a catecúmenos y cristianos, a seminaristas y
simpatizantes, a convertidos indecisos y a las personas en
búsqueda. Se encuentran allí los puntos básicos de nuestra
doctrina. Ciertamente, algunas expresiones son claramente
antiguas, pero la sustancia es la misma de siempre. La
192
hermana Irene recuerda que Dios ha amado a todas las
personas, hasta el punto de dar a su Hijo para nuestra
salvación; que creer significa darse a él con la mente, con
el corazón y con las obras; que la única riqueza que hay que
cuidar es el alma; que el único mal que hay que temer es el
pecado, porque envía el alma a la ruina; que el diablo
existe, y debemos rechazar las seducciones; que la muerte
es un pasaje a la vida verdadera, el ingreso feliz a la casa de
Dios o la trágica caída en el tormento del infierno. Todo
ello con un lenguaje imbuido de ternura. La hermana Irene
escribía como hablaba. Y también por eso en su tumba
siempre había flores.
Con el tiempo, también en Italia se comenzó a
recurrir a su intercesión. Y las respuestas llegaban puntuales
y a veces con los contornos de un verdadero milagro. Se
podría escribir otro libro sobre las gracias obtenidas de Dios
a través de su intercesión. Las revistas: Andare alle genti,
órgano del Instituto de las Misioneras de la Consolata, y
Continuando il cammino, servicio informativo del Centro
de Estudios de la hermana Irene, dan noticias con
regularidad.
Mamás preocupadas por el mal camino que está
tomando alguno de sus hijos; matrimonios, también parejas
jóvenes que durante años esperan un niño que no llega;
desempleados que no pueden encontrar trabajo y viven en la
pobreza; enfermos que, según los médicos, tienen pocas
posibilidades de sobrevivir a ciertos males que no
perdonan; pacientes en coma considerado irreversible;
mujeres cuyos embarazos se presentan llenos de incógnitas:
todos recurren a la hermana Irene y la situación cambia
repentinamente. Llegan a la redacción fotografías vehículos
destrozados por un accidente y con sus ocupantes
milagrosamente ilesos después de invocar a la pequeña
hermanita.
193
Los informes ahora llegan de todas partes del
mundo: en Montepuez (Mozambique), una joven madre que
esperaba un hijo había sido atacada por el cólera,
permaneciendo en coma durante varias semanas, durante las
cuales en su estado de inconsciencia dio a luz a un bebé de
tan sólo 1.300 gramos. La comunidad de las hermanas oró
con fervor invocando la intercesión de la hermana Irene y
ahora la mamá y el bebé se encuentran bien.
En Nyeri un niño, que ya tiene 11 años ha recibido
la gracia de la detención de la gangrena en el pie derecho,
evitando la amputación; con el crecimiento y la falta de
controles clínicos, se encontró con una seria atrofia de los
nervios y con la pierna derecha más corta. Cuando los
médicos ya habían decidido la amputación de la tibia, el pie
y la pierna volvieron a su lugar. Las hermanas de la
Consolata habían obtenido la gracia de la hermana Irene
precisamente en la misma tierra donde ella había pasado su
vida haciendo el bien.
En Padua, una mujer que sufría de un aneurisma
abdominal, después de dos operaciones para extirpar las
formaciones cancerosas, terminó en cuidados intensivos a
causa de una grave crisis respiratoria y una fuerte caída de
la presión. Cuando toda esperanza parecía perdida, de
pronto recuperó la salud. Su hermana había invocado la
intercesión de la Sierva de Dios.
En Corea, a un bebé le encontraron una grave
malformación congénita en la garganta, que no le habría
permitido sobrevivir. La noche en que vino al mundo, los
médicos dijeron que no iba a llegar a la mañana. Pero el
bebé resistió y se decidió una cirugía en la garganta, que, a
pesar de las complicaciones, tuvo un resultado positivo. A
los padres se les había dado una imagen de la hermana Irene
que desde el cielo respondió inmediatamente.
194
En Giaveno (Turín), un niño, a tres días del
nacimiento, había sufrido numerosas y violentísimas
convulsiones y muchas hemorragias a causa de un difuso
daño cerebral. Después de 30 días de coma barbitúrico, los
médicos dictaminaron que el niño no podría tener una vida
normal. La mamá, aunque era católica, no sabía lo que
significaba rezar. Pero muchas personas “amigas” de la
hermana Irene estaban orando por el bebé. Después de unos
meses, ante la sorpresa de los médicos, todos los síntomas
del retraso mental habían desaparecido.
Otras gracias hablan del retorno a la fe perdida, de
conversiones inesperadas, de familias pacificadas, de
aventuras dramáticas como la vivida en Mozambique por el
padre Giuseppe Frizzi, un misionero de la Consolata,
durante la guerra que ensangrentó el país. Es digna de ser
contada porque caer en las manos de los guerrilleros era
como ser condenado a muerte. Nipepe, una misión distante
aproximadamente a unos 500 kilómetros de la diócesis de
Lichinga, en pleno bosque, por un lado era cercada por las
tropas gubernamentales del Frelimo (Frente de Liberación
de Mozambique) y del otro, por las incursiones de Renamo
(Resistencia Nacional Mozambicana). El 10 de enero de
1989, mientras todos estaban en la iglesia para la misa,
fueron atacados, secuestrados y retenidos como rehenes por
la RENAMO durante cuatro días. Toda negociación con la
guerrilla fue inútil. Pero así es como el mismo padre Frizzi
evoca el episodio: "Cuando ya era evidente que teníamos
que partir todos con los guerrilleros, me acordé de la
hermana Irene y la invoqué con tres catequistas pidiéndole
que nos obtuviese la gracia de permanecer, pero sobre todo
que salvase a los catequistas” Al día siguiente llegó la orden
de partir en masa; yo no sé por cuál inspiración particular
me opuse, y sentándome simplemente en el suelo, me negué
resueltamente a seguirlos. Aunque se llevaran todo, y me
195
hicieran todo lo que querían, yo no pensaba moverme hasta
obtener la liberación para todos. Eran las 9 de la mañana.
Me levanté sólo alrededor del mediodía, cuando finalmente
los líderes de la guerrilla lograron ponerse en contacto por
radio con los dirigentes del movimiento, consiguiendo la
posibilidad de hacernos algunas concesiones. Ya era una
buena gracia. Animado, empecé a discutir; tras otras largas
negociaciones, conseguí que al menos dieciséis catequistas
y sus familias se quedaran en Nipepe, con la promesa de
liberación, tan pronto fuera posible, para los restantes (más
de ciento veinte personas) [...]. Y llegó lo increíble por la
misericordia de Dios y la intercesión de Nyaatha. Después
de sólo una semana, aparecieron los dos primeros
catequistas con sus esposas y sus hijos... Redoblamos la
oración y he aquí que después, cada semana, o como
máximo cada quince días, veíamos llegar en grupos más o
menos numerosos, también a los otros secuestrados [...].
Otro detalle extraordinario: La noche antes del ataque,
todos nosotros estábamos encerrados en la iglesia sin
alimentos. Y aunque parezca increíble, la poca agua de la
pila bautismal, que estaba en la excavación de un tronco de
árbol, no se terminó; poco después los catequistas me lo
contaron maravillados Una madre comenzó a sentir los
dolores del parto. Mientras un catequista y yo vigilábamos
la puerta para que los de la Renamo no molestaran a las
mujeres, la señora dio a luz una niña hermosa. Por supuesto,
recibió el nombre de Irene: paz, fue la palabra clave en
aquellos días de extrema desolación”.
La causa de beatificación
Con la propagación de la fama de santidad de la
hermana Irene y las gracias obtenidas por su intercesión,
comenzaron también las conmemoraciones oficiales. La
196
primera se celebró en octubre de 1982, en el 52º aniversario
de su muerte, en Turín y en Kenia. En noviembre, la figura
de la hermana Irene era presentada por la agencia "Fides";
fue una emanación directa de la Pontificia Congregación de
Propaganda Fide, mientras algunos perfiles de la Sierva de
Dios aparecieron también en el Giornale di Brescia
periódico de Brescia) y en el boletín de la parroquia de
Anfo, Damphus.
Un año más tarde (noviembre de 1983), el Consejo
de la Comuna de Meru (Kenia) dedicaba a la hermana Irene
el Sister Irene Nyaatha, un centro artesanal para chicas no
videntes. El 3 de ese mismo mes, en Turín, la Superiora
General del Instituto nombraba como postulador de la causa
de la hermana Irene al padre Gottardo Pasqualetti,
misionero de la Consolata. Justamente ese día se evocaban
los 70 años de la partida de las primeras quince misioneras
del Instituto para el Kenya. En la Casa General de
Grugliasco, en el mes de diciembre, se constituyó el
"Centro de Estudios Hermana Irene Stefani", un preludio
del inicio del proceso canónico.
El 30 de marzo de 1984, el obispo de Nyeri, Mons.
César Gatimu, iniciaba la investigación diocesana sobre la
vida y virtudes de la Hermana Irene, señalándola como
modelo para "vivir una vida cristiana más sincera, más
valiente, más auténtica." Casi contemporáneamente, la
misma investigación era abierta en Turín por el Arzobispo
Cardenal Anastasio Ballestrero.
Se comenzó a hablar más en "todas partes de esta
misionera. En julio de ese mismo año, la municipalidad de
Anfo le dedicaba a su compatriota una calle. El 31 de
diciembre en la misión de Gikondi, , un grupo de personas
de Anfo, guiadas por el párroco, padre Rutilio Nabacino, se
encontraron con muchos ancianos que habían conocido a la
hermana Irene. Al día siguiente, todos fueron en
197
peregrinación a rezar ante la tumba de la Nyaatha, dejando
una pequeña lápida de mármol negro con la inscripción "Tu
pueblo de Anfo en Italia con amor."
Uno puede preguntarse:¿por qué se ha tardado tanto
tiempo para introducir la causa de beatificación? Las
razones son diferentes. En primer lugar, cuando la Hermana
Irene murió, el Instituto se encontraba en pleno abocado a la
visita apostólica. La principal preocupación de entonces era
llegar a una adecuada sistematización jurídica del mismo.
Además se prefería dar prioridad al fundador (que fue
beatificado en 1990).
Desfilando testigos
La investigación diocesana de Nyeri terminó el 13
de febrero de 1987. Monseñor Gatimu, ya enfermo del mal
que lo llevaría a la tumba en ese mismo año, firmó la
conclusión. Él había deseado ardientemente viajar al lugar
del nacimiento de la hermana Irene para investigar sus
raíces familiares y culturales. Como la muerte se lo impidió,
en su lugar fue un sacerdote keniano, el padre Donato
Mathenge, quien llegó a Anfo en abril de 1987. Kikuyu de
pura sangre, él pertenecía a una cultura en la que,
tradicionalmente, las características espirituales y los
comportamientos ancestrales se ven reflejados en los hijos.
Es la misma cultura que impulsó a la gente de Gikondia a
pedir a la hermana Irene noticias de sus padres, de sus
hermanas y de sus parientes, porque ante sus ojos, solo así
se podía explicar el extraordinario testimonio de tanta
bondad de la hermana.
El Padre Mathenge pudo hablar con Marieta Stefani
en la casa donde la Sierva de Dios había vivido hasta la
realización de su llamada misionera; entró en la iglesia
donde Mercedes solía acercarse a la Eucaristía y a orar;
198
visitó la fortaleza que en aquel tiempo estaba llena de
soldados, y también habló con la gente. De este modo en su
mente se fue delineando el "identikit" del padre y de la
madre que vivieron su fe como cristianos auténticos,
practicaban la caridad, no con palabras, sino con hechos y
se ganaban el pan con el duro trabajo cotidiano. Así como
había hecho en su momento la hermana Irene entre los
kikuyu.
En la indagación de INERHI fueron escuchados 29
testimonios, con una particularidad: en lugar de ser
interrogados con el sistema tradicional, se les dejó que
hablaran libremente, haciéndoles de vez en cuando algunas
preguntas de explicación o integración Prácticamente todas
fueron personas ancianas, muy simples, que habían
conocido a la hermana Irene en los últimos años de su
apostolado. Del archivo de sus recuerdos, emergía un vivo
retrato de la Sierva de Dios, formado por muchos pequeños
“flashes”. Proponemos algunos, todos igualmente
significativos.
"Cuando iba a visitar a los enfermos tenía el rosario
entre los dedos, incluso mientras hablaba con las personas
[...]. Amaba a todos y no hacía preferencias [...] hacía
muchos sacrificios, si le regalábamos comida, se la daba a
cualquier otro [...]. Era única en amar a todas las personas
de la misma manera [...]. Nunca he oído que la hermana
Irene haya insultado a alguien; sólo se escuchaba hablar de
su misericordia [...]. Iba a visitar a la gente a sus hogares sin
quejarse nunca por el cansancio. [...]. Iba siempre
caminando por todas partes [...]. No tenía otra medicina
fuera de la oración [...]. La hermana Irene andaba de
acuerdo con todos [...]. Era una sierva buena que amaba a
toda la gente [...]. Hacía el bien a todos: por eso la gente la
amaba [...]. Cuando se enfermaba una chica, la hermana
Irene velaba rezando cerca de su cama día y noche [...]. La
199
amaban porque ella tenía un corazón magnánimo y también
porque amaba a todas las personas [...]. Incluso cuando era
insultada, no dejaba de ir a visitar a la gente [...]. Cuando se
negaban a ser bautizados, la hermana con perseverancia los
persuadía hasta que lo lograba [...]. Curaba a los enfermos,
visitando en las aldeas a los que estaban en cama,
bautizando a los moribundos... No tenía miedo de ninguna
enfermedad [...]. La hermana Irene era alegre. Era muy
acogedora con todas las personas y las ayudaba. No tenía
repugnancia por las llagas o la suciedad de cualquier tipo...
amaba a todos, no odiaba a nadie [...]. La mayor virtud de la
hermana Irene fue su compasión [...]. Pienso que ahora está
en el paraíso. Yo le pido que me ayude, porque creo que
está en el paraíso por su bondad [...]. Le rezo, porque sé que
es mi madre. En mi corazón yo hablo con la hermana
Irene”.
Habla la única compañera superviviente
¿Qué más se puede agregar? Hace unos meses, a
quien escribe se le ofreció la oportunidad de encontrarse en
la casa de Grugliasco, con la única hermana que ha
conocido personalmente a la Sierva de Dios y vivía todavía:
se llamaba Antonieta Cordero y era la única sobreviviente
de aquellos años en Gikondi. Ella había superado
felizmente los cien años de edad con plena lucidez mental,
y aceptó gustosa responder a varias preguntas; escuchar en
vivo su testimonio fue verdaderamente una fortuna para
todos.
La hermana Antonieta, nació el 22 de febrero 1902
en la provincia de Cuneo, a los 19 años entró en el Instituto
en Turín, donde recibió su formación. En 1926, dos meses
después de la muerte del fundador, partió para el Kenia y,
200
después de un corto período de ambientación en Nyeri, fue
destinada a Gikondi, permaneciendo allí hasta 1928.
"Por casi dos años -recuerda-, tuve la buena suerte
de estar con nuestra querida hermana Irene. Noté en ella
todas las virtudes en grado tan elevado como para poder
decir con toda sinceridad: era una santa. Éramos jóvenes
hermanas enviadas a Gikondi para familiarizarnos con la
lengua y las costumbres de los kikuyu. Para nosotras, la
hermana Irene fue verdaderamente una "maestra" completa.
Considero que esos meses transcurridos junto a ella fueron
una verdadera gracia, porque encontrábamos en ella la
práctica concreta de las enseñanzas del Fundador. Su
edificante recuerdo me acompañó durante toda la vida.”
"Santa" es una palabra fuerte, intensa, convincente,
pero la hermana Antonieta no tenía ninguna duda en usarla.
"Bastaba verla rezar -dijo-; era un ángel, toda de Dios; vivía
en continua unión con Él; la oración para ella era como el
pan. Muy observante en las prácticas de piedad, se veía que
las hacía con gusto, con amor. Si por alguna razón de
caridad o de apostolado no podía estar presente con la
comunidad en el horario establecido, las hacía en otra hora,
tal vez con sacrificio, pero con libertad de espíritu, como
una libre hija de Dios. Ocurrió alguna vez que la vinieron a
llamar para ir a visitar a un enfermo grave y ella, ante el
temor de llegar tarde, partíó inmediatamente, incluso antes
de la Misa. Estaba convencida de dejar a Dios por Dios. La
Comunión la tomaba al volver a casa, tal vez tardísimo, y
todavía en ayunas".
Éste, su “estar siempre lista para otros”, se explica
por un celo que la hermana Antonieta define "sin medida...
Vivía para la salvación de las almas. Alguien le señalaba
que se ocupaba demasiado del apostolado y no lo suficiente
del orden de la casa. Era cierto, porque tal vez no estaba
hecha para este tipo de trabajo. En mi opinión, ella tenía
201
muy claro en su mente que el apostolado, la salvación de las
almas, era la cosa más importante, y se justificaba
anteponer la a todo lo demás. Ella no lo decía, pero con su
comportamiento demostraba que estaba convencida de estar
en África, en primer lugar y sobre todo, para anunciar al
Señor. Todo el resto pasaba a segundo plano. Reservaba el
trabajo personal y también los de la casa para la noche,
cuando estaba oscuro. Alguna hermana no veía esto con
buenos ojos. Recuerdo que madre Margarita decía: "En
Gikondi no encuentro orden, pero encuentro la caridad".
Era no solo una observación justa, sino también un elogio.
En cualquier caso, yo no recuerdo haberla visto quieta ni un
solo día; estaba en continuo movimiento, desde la mañana
hasta la noche ocupada en bien de los demás. Nunca tomaba
un poco de descanso por la tarde, "a no ser, que la venciera
el cansancio; y lo hacía sólo durante pocos minutos. Si
alguien llamaba de noche por algún enfermo, era siempre la
hermana Irene quien corría hacia él. No me permitió nunca,
en los dos años que pasé a su lado, levantarme de la cama
para esto; siendo ella la mayor, hacía valer su autoridad".
Sobre el carácter de la Stefani, la hna. Antonieta
concuerda con todos los demás en innumerables
testimonios: "Era de finos modales -añade- y trataba a todos
con mucha delicadeza. Ninguna vulgaridad se observaba en
ella. Y además tenía siempre la sonrisa en sus labios; nunca
un arrebato, una impaciencia, pese a que las oportunidades
no faltaban. Además, siempre estaba deseosa de poner paz
en todas partes, de no alimentar discordias, de revelar el
lado bueno de las cosas y de las personas. No se podía
criticar a alguien en su presencia, que justificaba todo y a
todos, ya se tratara de africanos como de europeos. Para ella
todos eran hermanos".
¿De que hablaban entre sí las hermanas? La
hermana Irene, habría tenido episodios para contar... Dice la
202
Hermana Cordero: "A causa de su profunda humildad,
considerándose a sí misma como la última de todos, nunca
hablaba de sí misma, de su pasado como misionera, de lo
que había hecho durante la guerra. Pienso que haya
realizado lo dicho por los santos 'olvidar, olvidar, ser
olvidado". Y esto habitualmente. Cuando yo le contaba algo
sobre la hermana Teófila, su hermana de sangre a quien ella
había dejado cuando tenía sólo diez años y no la había visto
más, ella estaba contenta. Sin embargo, sobre las anécdotas
de su casa no decía nada, a pesar de saberse que era
afectuosísima con su padre y sus seres queridos. En cambio
pedía con insistencia, especialmente a las hermanas recién
llegadas de Italia, que le hablaran del Fundador de lo que
les había dicho, de lo que teníamos que hacer. Era ávida de
vivir el espíritu".
El bajo concepto que tenía de sí misma, la
impulsaba a asumir las cargas más pesadas. "Para ella
siempre elegía la mayor fatiga, el lugar más incómodo, el
más desagradable. En la mesa, reservaba los mejores
alimentos para las hermanas, diciendo: "A mí me basta sólo
un poco de polenta; gracias a Dios estoy bien; cualquier
cosa me hace mucho bien". Igual actuaba con respecto a la
pobreza. Su atuendo era muy pobre y cuando la invitaba a
pedir lencería nueva, se disculpaba, diciendo: "Es justo que
sienta un poco la falta, después de haber gastado demasiado
rápido la ropa". Lo afirmaba convencida, con sufrimiento, y
no sin humillación. No desperdiciaba una hebra de hilo ni
un trozo de papel. A veces, al volver de las visitas a las
villas, llegaba al comedor con sed y tomaba con ganas un
poco de café, pero muy diluido". Con tal que esté caliente repetía- me viene bien aunque sea liviano” Lo mismo para
las famosas botas, que se habían endurecido de tanto
caminar en el barro. La hermana Irene sufría de callos en
los pies y esas botas le provocaban dolores agudos. Sin
203
embargo, al verla caminar hacia las villas o a la cabecera de
un moribundo, parecía tener alas en los pies; caminaba tan
rápido que nadie hubiera imaginado el sufrimiento. El
secreto de esta fuerza misteriosa era el celo por las almas
que la devoraba.
Por esta razón, la Iglesia debería beatificarla. Me
pregunto si yo tendré la suerte de ver ese día; estaría
realmente muy contenta. Aunque estoy dispuesta tanto a
quedarme aquí como a irme, lo que quiera el Señor. En mis
oraciones siempre pido a la hermana Irene que me ayude a
conocer y a cumplir la voluntad de Dios".
Miremos juntas una de las fotografías de la
hermana, con el infaltable casco colonial. "Lo tenía siempre
en la cabeza -explica la hermana Antonieta- incluso cuando
no había sol. Un día le pregunté el motivo y me dijo que
Mons. Perlo le había ordenado llevarlo siempre. Y como ya
ve, en todas las fotos está esa inconfundible sonrisa que
ilumina el rostro. Sí, de verdad, la hermana Irene
evangelizaba con la sonrisa".
¿Qué más añadir a este coro de voces? Ahora es el
tiempo de la espera y de la esperanza en una rápida
conclusión de la causa, para poder celebrar e invocar a la
hermana Irene Stefani en la gloria de los beatos.
204
205
Cronología esencial
1891
22 de agosto. Nace en Anfo (provincia y diócesis de
Brescia -Italia) de Juan Stefani y Maria Annunciación
Massari. Se inscribe en el anagrafe con los nombres de
Aurelia, Jacqueline, Cede (diminutivo de Mercedes).
23 de agosto. Fue bautizada en la iglesia parroquial de
Anfo con los nombres de Aurelia, Jacoba, Mercedes. En
casa y en la escuela es llamada Mercedes.
1898
6 de noviembre. Recibe la confirmación de Mons.
Giacomo Corna Pellegrini, obispo de Brescia, en la
iglesia parroquial de Idro. No se conoce la fecha de la
primera comunión.
Estudios elementales en Anfo: tiene como maestros a
Francisco Richiedei y a Dominga Pelizzari, hermana del
párroco.
Las escuelas técnicas (de nivel medio) con exámenes de
admisión al magisterio en Salò.
1907
2 de mayo. Muere la mamá, Maria Anunciación Massari.
1908
14 de junio. Muere su hermano Hugo.
1909
206
22 en marzo. El padre va a su segundo matrimonio con
Teresa Savoldi.
1911
19 de junio. Entra en el instituto de las Hermanas
Misioneras de la Consolata, acogida por el fundador,el
canónico José Allamano.
1912
28 de enero. Toma el hábito religioso. Recibe el nombre
de hermana Irene.
1914
29 de enero. Primera profesión religiosa (denominada
Juramento) por 5 años.
28 de diciembre. Destinada a la misión de Kenia, parte de
Turín con otras tres hermanas. Este es el segundo envío
del instituto.
1915
Enero. Llega a Mombasa y continúa el viaje por
ferrocarril hacia los altiplanos kikuyu.
Febrero-marzo. Permanencia en la Misión-Fiscal de
Limuru. Marzo-abril. Llega a Nyeri desde Limuru con
una caravana a pie guiada por el Vicario Apostólico
Mons. Felipe Perlo.
Abril 1915- agosto 1916 Práctica misionera en Nyeri,
sede central de la vicaría y residencia de la superiora de
las Hermanas. Sucesivamente trabaja en el orfanato y de
la granja agrícola de Mathari.
Agosto. Durante la Primera Guerra Mundial, que también
se luchó en África, la Hermana Irene es enviada a los
207
hospitales militares de campaña para los Carriers Corp,
(los portadores nativos). Antes a Voi (a 300 kilómetros
de Mombasa, 600-800 enfermos). Al ayudar a los
enfermos, contrajo una conjuntivitis purulenta dolorosa, a
pesar de lo que continuó su servicio.
1917
Febrero. Desmantelado el hospital, de Voi es destinada al
nuevo y más concurrido centro de Kilwa Kivinje a orillas
del Tanganica.
Abril. Se ve afectada por altas fiebres maláricas, después
de las cuales reanuda el servicio.
Diciembre. Desmantelado el hospital en Kilwa, es
destinada al hospital de Lindi sobre la extrema costa sur
de la actual Tanzania.
1918
Febrero. Breve período de descanso en Limuru.
Marzo. Pasa al hospital de Dar-es-Salaam.
1919
22 de enero. Terminada la guerra, regresa a la Misión
central de Nyeri.
29 de enero. Renueva la la profesión por el período de un
año, de acuerdo con las disposiciones de los Superiores
por las misioneras que se encontraban en Kenia.
Marzo. En Nairobi participa en el desfile militar durante
el cual recibe las medallas conmemorativas y una de
plata de la Royal Cruz Roja Británica.
Mayo. Es designada como primera asistente del primer
convento nativo de hermanas en Nyeri. .
208
1920
29 de enero. Renueva los votos religiosos por cuatro
años.
25 de mayo. Es destinada a la misión de Gikondi donde,
donde junto con algunas hermanas de su comunidad,
reemplaza a las Hermanas del Cottolengo que son
trasladadas a otra parte. Aquí permanecerá
ininterrumpidamente hasta su muerte.
6 de mayo de 1922. Participa en Nyeri en un curso de
tres meses de actualización para hermanas maestras y
luego regresa a Gikondi.
1924
29 de enero. Emite los votos perpetuos.
30 de septiembre. Antonieta Stefani, la hermana menor
de la hermana Irene, entra en el Instituto de las
Misioneros de la Consolata y recibe el nombre de
Hermana Teófila.
1927- 17 de febrero. La hermana Ferdinanda Gatti asume
el cargo de superiora de las Hermanas de la Vicaría de
Nyeri, sucediendo a la hermana Margarita De Maria,
trasladada a Meru.
1928 - diciembre. Participa en la asamblea general de los
Misioneros y de las Misioneras de la Consolata en Fort
Hall, convocada por el visitador apostólico Mons.. Arthur
Hinsley.
1930
14 a 21 de septiembre. Últimos ejercicios espirituales de
la Hermana Irene en Nyeri.
209
Octubre. Visita a Gikondi de la superiora hermana
Ferdinanda Gatti que entrega las nuevas Constituciones
el instituto.
20 de octubre. Última visita de la Hermana Irene a las
villas más distantes. Comienza a no sentirse bien. En los
días siguientes, aún estando delicada de salud, continúa
las visitas a los enfermos y a los apestados.
26 de octubre. Después de la misa dominical va a la cama
con fiebre altísima que persiste incluso en los días
siguientes. No se puede recibir la comunión todos los
días, hasta el 30 de octubre.
30 de octubre. Se le lleva el Santo Viático y recibe la
Unción de los enfermos.
31 de octubre. Después de una jornada con horas alternas
de delirio y postración física, muere a las 22:30.
1984
Marzo. Inicio del proceso diocesano en Nyeri.
Octubre. Inicio del proceso rogatorial de asistencia
judicial en Turín.
1986 - noviembre. Conclusión del proceso diocesano en
Nyeri.
1988-30 de octubre. Conclusión del proceso rogatorial de
asistencia judicial en Turín.
1993-29 de enero. Decreto sobre la validez de los dos
procesos.
.
Índice
Prólogo
Introducción
210
I. “HA MUERTO POR EL TRABAJO DE DIOS "
II. UN SÁBADO DE AGOSTO
Una familia cristiana
Mercedes-llamada "Cede"
III. LA PASTA DE LÍDER
Una alumna ejemplar
Annunciación se va...
Apostolado a todo campo
IV. DOS INSTITUTOS, UNA SOLA MISIÓN
Se siembra en Anfo
Una parroquia en crisis
Su "regla de vida"
"Misiones a la gente"
V. MISIONERA DE LA CONSOLATA
Adiós para siempre
Con simplicidad infantil
La Grande Guerra
Casi un testamento
VI. TOKUMIE YESU KRISTO!
Des Mombasa a Nyeri
La "obra maestra" de Monseñor. Perlo
VII. ENTRE LAS VÍCTIMAS DE LA GUERRA
Con un cigarrillo ...
VIII. CON EL ARMA DE DULZURA
El lobo se vuelve cordero
211
Cambio de guardia
Todavía respiraba ...
IX. ENTRE OLLAS EN LA COCINA
X. ENTRE LOS KIKUYU PARA SIEMPRE
Las escuelas pequeñas crecen
Historia de Thirò ...
Y Wangui ...
XI. PEDAGOGÍA DEL AMOR
Entre los habitantes de las villas
Secretaria de los pobres
A regañadientes Superiora
Dos motivos de alegría
XII. TERREMOTO EN EL INSTITUTO
Hermana Irene: La vida es bella ...
"Permítanme ofrecer la ...»
XIII. ENCUENTRO CON LA MUERTE
La prueba suprema
"¡Ha muerto una santa!"
XIV. RESPUESTAS A PREGUNTAS
La causa de beatificación
Desfilan los testigos
Habla la única compañera sobreviviente
Cronología esencial
212
213