1 Indice Prólogo Nagyrèv (Hungría) 1918 DIEGO Los huesos — Diciembre de 2009 SANTOS Instituto Medicina Legal — mayo de 2010 SANTOS (FECHA CAMBIADA MIRAR CAPITULO) Coordinación del equipo - junio de 2010 SANTOS (FECHA CAMBIADA MIRAR CAPITULO) El Retrato — Sábado 26 de junio de 2010 ALBA _:_:_:_:_:_:_:_:_:_:_ Huida a Argentina 1918 DIEGO La identidad de los huesos — 1 abril de 2010 SANTOS La tienda de María Kardos 1938 DIEGO Primeras indagaciones — 4 de Julio de 2010 ALBA Primer encuentro Santos con Loperena — 30 junio 2010 SANTOS Muerte del padre y viaje a Galicia DIEGO Un nuevo elemento —6 de julio de 2010 ALBA Más retratos — 7 a jueves 8 de julio ALBA La Ermita — 14 julio 2010, Cerdanyola SANTOS Primer encuentro Alba / Raúl — Viernes 9 de Julio ALBA Iniciación sexual — 1964 DIEGO Confesión de Alba — 12 julio 2010 ALBA Judit es la de la fotografía 19 julio 2010 SANTOS Rojo de Cinabrio — 19 Julio 2010 ALBA Muerte de la madre DIEGO Primer interrogatorio – 23 julio 2010 SANTOS Entrevista 2 alba con Raúl 27 de julio de 2010 ALBA Un año encerrado DIEGO Software de reconocimiento facial 27 y 28 de Julio de 2010 SANTOS 2 En Oviedo, con Quintana (28 y 29 julio) ALBA Los retratos tienen correspondencia (30 de julio??) SANTOS Oscar viaja a Oviedo y Segundo interrogatorio Yuri Edna (31 de julio ) SANTOS Periplo hasta Catalunya DIEGO _:_:_:_:_:_:_:_:_:_:_ La huida y el vehiculo SANTOS Búsquedas del automóvil y de Alba SANTOS La Nave de Rubí (Lunes 2 de agosto de 2010) SANTOS Entrevista con Judit Bellmirall (lunes 2 de agosto de 2010) SANTOS El nombre está en la otra página (martes 3 de agosto de 2010) SANTOS Desenlace3 de agosto de 2010 TODOS La síntesis finales septiembre 2010 3 4 Prólogo La iglesia estaba cerrada y la luz que se filtraba por los vitrales daba un aspecto fantasmagórico a la sala vacía. En el primer banco podía verse a una niña y a un sacerdote. Apenas hacía media hora que ella había llamado a la puerta que daba a la sacristía y él, tras abrirla y cerciorarse de no encontrar miradas incómodas, la había hecho pasar. Ahora la niña estaba sentada y el sacerdote, de rodillas frente a ella, la sujetaba por los hombros y la mantenía tan cerca de su cara que sentía su aliento provocándole arcadas. Hubiera deseado apartarse, pero el respaldo no le permitía alejarse más de aquellas manos que la agarraban como tenazas. No debes decírselo a nadie o el niño Jesús te castigará, le susurraba el sacerdote, Esto solo debemos saberlo tú, el buen Dios y yo. Es nuestro secreto... Ahora vete a jugar, anda, y no hagas enfadar a tus padres. La acompañó a la puerta y repitió el mismo ritual de la entrada. La niña salió corriendo. Él, sin dejar de mirarla con un cierto desprecio, cerró la puerta con parsimonia y volvió adentro, cabizbajo. Se plantó frente al altar, se arrodillo y le habló a la cruz: Perdona Señor a este pecador, sabes que soy débil y ella, con esa falsa inocencia, despierta en mí mis más bajos instintos. **** Inicio 5 6 Nagyrèv — 1929 Si tuviera que decidir en qué momento empezó todo creo que escogería cuando María Kardos, mi abuela, decidió asesinar a su amante, a su marido y a su hijo de veintitrés años, cambiando de manera irremediable este presente en el que nos encontramos. La pobre jamás debió ser consciente de que sus acciones provocarían la caída de una primera pieza de dominó que arrastraría tras ella al resto de generaciones de nuestra familia, hasta abocarnos a este momento. Creo que la palabra que mejor lo define es hado, aunque muchos preferirán nombrarlo como destino o fatalidad. Ya ves cómo se desarrollan algunas historias. La que comenzó con ella terminará en mí. Un periplo de cerca de cien años concluirá en la nada más absoluta y habrá sido estéril, salvo mi legado, ese, permanecerá. ¿Te sorprende mi confesión? Yo he pensado mucho en ello y no es tan sorprendente si conoces cómo se desarrolló todo. Mi madre me lo contó infinidad de veces, tantas, que llegó a convertirse en un cuento, igual que esos que memorizamos de pequeños y luego nos acompañan el resto de la vida sin caer en el olvido. Pero yo no deseaba que mi historia se quedara en un cuento, por eso, después de que ella muriera, indagué y pude constatar que todo era cierto. Ni un ápice de lo escuchado fue fruto de su invención, lo único que había añadido fue un hilo narrativo adaptado a mi mente infantil de entonces. Una mujer sabia mi madre. Todo comenzó al principio de la primera guerra mundial, en un pueblo llamado Nagyrèv que se encuentra a unos cien kilómetros de Budapest, en la región de Tisza Zug. Sucedió durante lo que conocemos como primera guerra mundial, en un tiempo en que los hombres debieron marchar al frente a defender al Imperio Austrohúngaro, dejando a sus mujeres solas. Eso, que en otros lugares hubiera significado una terrible desgracia, no lo fue para ellas, porque al 7 poco tiempo de andar sin ellos cayeron en la cuenta de algo que jamás habían podido disfrutar: De repente no había padres, hermanos ni maridos que les dijeran qué debían hacer y hacia dónde debían dirigir sus pasos. De un día para otro se vieron con una libertad que no habían conocido jamás en aquel primitivo mundo rural. Al estar solas tuvieron que encargarse de trabajar el campo, cierto, pero también gestionaron por primera vez los beneficios que aquel les proveía. Sin repartirlo con nadie, sin que ningún hombre se lo quedara para sí. Su economía, rural y sencilla, dependía solo de ellas. Y por si esto fuera poco, al poco tiempo y cerca de allí, construyeron unos campamentos de prisioneros que disfrutaban de una relativa libertad. Soldados jóvenes que se acercaban a pueblo y a los que muchas de ellas fueron convirtiendo en amantes. Te das cuenta, por primera vez en sus vidas eran ellas las que decidían con quién, cuándo y dónde; y si no cumplían sus expectativas, le daban puerta y a por otro. El paraíso, ¿no crees?, Unas mujeres que habían nacido para no ser nada, maltratadas la mayoría de las veces por los padres y después por sus maridos, se veían dueñas de sí mismas. Mujeres a las que se les habían concertado matrimonios, sin posibilidad de divorcio, atadas irremediablemente a aquel que les hubiera tocado en suerte; disponían, de repente, de trabajo, compañía y dinero sin haber de aguantar un simple golpe. Pero terminó la guerra. Y lo que para la mayoría de europeos fue una bendición, para las pobres mujeres de Nagyrèv fue la vuelta al infierno. Los hombres que volvían lo hacían mucho peor que antes de partir. Nunca se vuelve entero de una crueldad tan extrema. Hasta los de ánimo más inquebrantable sucumben al horror y, o bien perecen, o terminan mal. Los que volvieron a aquel pueblecito lo hicieron peor que antes de partir, regresaban ciegos, mutilados, más alcoholizados tras las barbaridades vividas en la guerra. Para ellas, aquella era una 8 situación insostenible tras la libertad de la que habían estado disfrutando. He pensado muchas veces en aquellas pobres mujeres, en María Kardos, buscando una solución definitiva, hablando entre ellas de la añorada libertad perdida, de los nuevos golpes, las nuevas humillaciones, del trabajo agotador para que ellos dilapidaran el dinero en la taberna y devolvieran el favor con insultos y desprecio. Si no has conocido más que el dolor no dispones de otra situación para contrastar tu vida, pero ellas habían conocido el cielo y volvían a encontrarse en el Infierno. ¿No te las imaginas, cuchicheando en los lavaderos mientras lavaban la ropa? Envalentonándose cada vez más con su palabras. Expresando en voz alta sus deseos: «Si yo pudiera le…» mientras golpeaban sábanas como si fueran los cráneos de sus amos. Un día y otro día, semana tras semana. Hasta que alguna añadiría un tiempo condicional del verbo “matar” a lo que habían sido puntos suspensivos; y sus rostros comenzarían por expresar sorpresa y algo después interrogación «¿Por qué no?» Se preguntarían, y aquellos golpes dados a las sábanas con saña tomarían un significado más metafórico. Mucha gente piensa que acciones como las que se planteaban esas mujeres se frenan por barreras morales heredadas de la religión o por conceptos éticos básicos de convivencia. No te lo creas, no era eso. Desde nuestras atalayas de bienestar tendemos a creer que el resto de Humanidad vive como nosotros: ni siente ni padece. La realidad es otra, en sociedades rurales y en épocas de extrema dureza era normal el abandono de ancianos, enfermos o discapacitados. Si se dan las condiciones adecuadas un grupo social hace lo que hace porque es necesario hacerlo, a pesar incluso de que las decisiones individuales puedan parecer horrendas, existe un bien colectivo que está por encima de todo y mandaba sobre aquellas gentes. Un mecanismo cerebral que nos guía como especie para perdurar en la lucha por la supervivencia. 9 El animal que somos manda por encima de los aspectos racionales a los que tanto peso damos. Porque a pesar de haber llegado a la luna, de haber escrito el Quijote, compuesto sinfonías; a pesar del David que nos legó Miguel Ángel o las variaciones Goldberg, el ser humano sigue siendo manejado por un cerebro de un millón de años; una mente primitiva y básica que las más de las veces le convierte en monstruo aún sin saberlo. Pero no divaguemos, volvamos a nuestra historia. Nuestras protagonistas, entre las que se encontraba mi abuela María, necesitaban una solución completa a ese mal que se había vuelto a instaurar. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo terminar con todo sin que nadie notara nada? Estas eran las preguntas que se hacían. Las entiendo, por fuerza física era prácticamente imposible que ninguna de ellas consiguiera terminar con el animal que tenían en casa. La ley tampoco las hubiera apoyado, si cualquiera de ellas hubiera conseguido terminar con alguno hubiera dado con los huesos en la cárcel. Para colmo eran pobres ¿Cómo debían hacerlo, pues? ¿Cómo crees que consiguieron la solución a sus problemas? Fácil. En todas partes hay almas caritativas, gente con recursos. En Nagyrèv ese ángel salvador se llamó Julia Fazekas, la comadrona. Una mujer que había llegado al pueblo unos tres años antes y que se encargaba, además de los partos, de cubrir las necesidades médicas de aquella miserable población. En aquel entorno rural las comadronas eran consideradas mujeres sabias y Julia Fazekas no iba a ser menos. Además se había ganado la confianza de muchas familias solucionando los problemas de los hijos no deseados. La buena de la comadrona. Debería haber más mujeres como ella, créeme. Pues bien, la buena de Julia, conocedora de los males que aquejaban a todas esas mujeres que confiaban en ella, dio con la solución —Solución que encima le podía reportar una pequeña fuente de ingresos extra, la solidaridad y el altruismo pueden convivir 10 sutilmente con la economía—. Tomó tiras de papel atrapamoscas, de ese que antiguamente todavía podías ver en algún pueblo, aunque creo que tú, por edad, no habrás llegado a conocerlos. Da lo mismo. La cuestión es que cogía esas tiras y las hervía hasta separar el arsénico que contenían. De ese modo tan económico apareció el producto que terminaría con los males de muchas. No sé realmente como debieron hacerlo todas aquellas mujeres. Por lo que he indagado puedo explicarte, al menos, el orden de asesinatos que siguió María Kardos. El primero fue el amante, un joven que debió pensar que sus atributos masculinos eran suficiente capital como para someter a una mujer como mi abuela. El pobre solo pudo golpear una vez, al poco tiempo se estaba pudriendo bajo tierra. El siguiente fue mi abuelo, al igual que los demás volvió con más sed de alcohol de la debida y con un alma sádica mejor aprendida. A pesar de la infinita paciencia de María se lo puso tan fácil que tuvo que hacerlo. De mi tío abuelo no sé nada, todo lo más puedo imaginar que se le pondría la mosca tras la oreja con la muerte tan repentina de su padre y la cantidad de óbitos que se producía a su alrededor, aunque la otra opción, tal vez la más fiable, fuera que al verse como el cabeza de familia pretendiera propasarse con mi madre o comenzara a repartir los golpes que entendía como su legado. Sea como fuere terminó como los otros, con sus huesos bajo tierra. Imagino que mi madre se salvó por ser mujer y porque María había tenido tantos partos malogrados hasta que llegó ella que la sintió un regalo del cielo al que no podía destruir. Y fin, esa es la historia total y completa de la actuación de mi abuela en los crímenes. Imagino que no debió diferir demasiado con las del resto de asesinas. En general somos más previsibles de lo que nos pensamos. Igual te estás preguntando por qué razón de te estoy contando todo esto. Tienes razón, dudo mucho que tu curiosidad en lo relativo a mi pasado sea la misma que la mía, pero ya me conoces. Hay detalles, 11 momentos, retratos de ciertos instantes que me encanta guardar. Además, considero que esta parte de la historia es interesante, y sería necesario que no se perdiera, aunque ambos sabemos que al final se perderá. Da lo mismo. A Julia la ayudaba una de sus auxiliares, “tía Susi” la llamaban, y se encargaba de terminar de convencer a las indecisas de la bondad de su líquido y de la distribución del mismo. Con esa red tan sencilla las mujeres compraban el arsénico, lo utilizaban y eliminaban de raíz problemas que, de otro modo, hubieran ido degenerando hasta lo insoportable. Cómo he admirado siempre a esa comadrona, una mujer de escasa cultura y parcos medios que montó un negocio tan simple, útil y necesario. Piensa que por tener, incluso tenía organizadas las coartadas. Parece ser que cuando a algún funcionario se le ponía la mosca tras la oreja al ver aquella cantidad de óbitos, Julia tenía un primo que se encargaba de presentar los certificados de defunción. Un maravilla. Limpiar el pueblo de padres ancianos que ya no servían para nada, maridos mutilados y alcohólicos, hijos sobrantes. Pero ya te imaginarás que, al igual que el resto de las acciones humanas, esta también adoleció de defectos, al menos tuvo uno. Por lo que sé, llegó una carta anónima al editor de un periódico local en que se acusaba a las mujeres de acabar con los familiares mediante envenenamiento. Ya ves, las buenas almas pensarán que aquel ser anónimo era una criatura con moral cristiana y deseosa de terminar con tamaña ignominia. ¡Bah! No te lo creas. Lo más probable es que aquel anónimo lo escribiera alguien llevado por la envidia o por la venganza, las fuerzas más poderosas que mueven a la Humanidad junto con los celos. Como podrás figurarte, las altas autoridades, ahora sí, tomaron cartas en el asunto. Se presentaron en el pueblo, exhumaron los 12 cadáveres y los forenses confirmaron las altas dosis de arsénico que había en los cuerpos. Y como supondrás, las pesquisas llevaron a la policía a detener a Julia Fazekas. Pero ella se mantuvo firme y negó una y otra vez los cargos de los que era acusada. Por fin las autoridades decidieron dejarla en libertad aunque siguieron sus movimientos. Fue en ese punto cuando se vio la ignorancia y la inocencia de aquella criatura ¿Qué piensas que hizo? Lo previsible, se fue casa por casa a alertar a los ocupantes del interrogatorio al que había sido sometida y a decirles que cerraba el suministro de arsénico para todo el mundo. Hay que ser estúpida, pobre mujer, se puso en evidencia y encima señaló a cada una de sus clientes. Como habrás deducido, a partir de ese momento comenzaron las detenciones. Treinta y siete se hicieron. De esas hubo al menos veinte que fueron a juicio, entre ellas mi abuela, María Kardos. De las confesiones que se hicieron las hubo incluso hasta divertidas. Hubo una que reconoció que había terminado con su esposo porque era “aburrido” ¿Te lo puedes creer? Otra mató a su marido, ciego de guerra, porque se quejaba de que traía demasiados amantes a casa; como si eso fuera un acto censurable dado su estado. La que más gente eliminó creo que fueron cuatro, y mi abuela, que como ya te dije hace un rato eliminó a tres. Ante ese panorama y viendo la posibilidad de ser condenada a muerte, cosa que sucedería más tarde, decidió entregar a su única hija, María, mi madre, a una pareja que iba a emigrar a América huyendo de la miseria de la guerra. Cuando partió en el barco con sus nuevos padres en dirección a Buenos Aires, a mi madre le faltaban dos meses para cumplir diez años y apenas un mes para la primavera de 1930. Había vivido su infancia en medio de un infierno y sus marcas, invisibles a los ojos de todos, determinarían mi futuro. Ahora descansa. Espero que te sientas cómoda y que todo esté a tu gusto. 13 **** Inicio 14 Los huesos Cerdanyola del Vallès — Diciembre de 2009 —¡Jefe, jefe! —¿Qué coño pasa ahora, Benito? —Unos huesos, jefe. Unos huesos ahí arriba, al lado de la valla. —¿Huesos, qué huesos? —¡Venga jefe, venga corriendo, un muerto! Los huesos de un muerto. Al final de la valla. El capataz salió de la garita y fue tras el peón que corría como si fuera Usain Bolt reducido. En cambio a él los años le pesaban tanto como la barriga y cuando llegó donde se encontraba la pala excavadora, estaba al borde del infarto. Respiró varias bocanadas de aire manteniendo una mano en alto hasta recuperar el resuello. Hizo otra larga pausa mirando al cielo, se encendió un pitillo, miró hacia donde estaban todos y exclamó: —¡Qué, ya tenemos la faena hecha y podemos rascarnos la entrepierna! —Que no jefe, mire allí. —dijo el peón mientras su dedo señalaba a un lugar inconcreto donde la pala de la retroexcavadora había mordido la tierra húmeda. El capataz se acercó mascullando improperios adonde estaban todos arrodillados y se unió a ellos. Otro dedo, sucio de tierra, le señalaba la parte interna de la pala en la que se podía ver lo que parecía una calavera humana y algunos huesos cortos y gruesos, tal vez vertebras. Se quedó blanco, después, con ayuda de una par de operarios, se levantó, dejó ir un sonoro «mecagoendios»; Sacó el teléfono y llamó a su jefe mientras se alejaba del lugar. —Paco, tenemos un problema de la hostia. —No me jodas, Miguel, ¿qué ha pasado ahora? 15 —Ha aparecido un muerto al final de la valla del Sincrotrón, Paco. Igual es un cementerio de los romanos estos que hay por aquí y se nos jode toda la obra. —No digas tonterías, Miguel. Eso ni lo nombres. Con el retraso que llevamos solo nos faltará un yacimiento de huesos y que todo se vaya a la mierda a punto de inaugurar. La conversación todavía continuó donde nadie escuchaba. Hablaron de no decir nada y volver a cubrirlo todo, pero lo había visto demasiada gente como para que nadie se fuera de la lengua. Se lamentaron por su desgracia, que de haber estado cinco metros más arriba el marrón se lo hubiera comido otro y de que fuera como fuera estaba dentro de los límites de la parcela y no había más remedio que excavar para hacer la canalización de agua. Al final decidieron que no había otra salida que llamar a la guardia urbana, pasarles el problema y rogar al cielo para que aquello fuera una broma de mal gusto y no algo peor. El capataz volvió a acercarse a donde estaban todos cuchicheando y dio las órdenes pertinentes. —A moverse todo dios, ¡cojones! Levantad y sacad la pala con cuidado para que no destroce más el muerto ese o lo que sea. Después apartad la retroexcavadora, cubridlo todo con plásticos o lonas y esperad a que la policía, o quien venga, saquen todo eso de aquí. Y por Dios, que nadie toque nada, no la jodamos todavía más. Cuando terminó se fue a su cubículo para llamar a la policía. Comenzaba a lloviznar, pero él apenas se daba cuenta. Solo pensaba en la posibilidad de que todo aquello terminara afectando a la obra y, de rebote, a él. El sincrotrón del Parc de l’Alba había sido un trabajo complejo. Se inició como proyecto en el ya lejano 1994 en unos terrenos pertenecientes a Cerdanyola del Vallès y cercanos al histórico castillo de Sant Marçal. Su construcción había dado comienzo en el año 2003 y ahora ya estaba acabado. Habían sido años de lucha en los despachos, 16 buscar la ubicación idónea, preparar al equipo que dirigiría «esa joya de la tecnología», según decían todos; convencer a los políticos que invertir en ciencia era un bien para el país; solventar los miles de problemas: maquinarias complejas y delicadas, inmensos bloques de hormigón para cubrir las zonas críticas, los distintos laboratorios de experimentación...él lo había vivido casi todo, desde el mismo momento de la colocación de la primera piedra. Ahora solo quedaban los interminables detalles de última hora para que pudiera ser inaugurado en algo más de tres meses. Solo quedaba eso y rezarle al cielo para que esa calavera no fuera una de muchas. Mientras marcaba el número de la policía local la cabeza del capataz no podía dejar de pensar: «Vendrán las grandes personalidades del país, todos los que cortan el bacalao para separar las raspas y echárnoslas para que hagamos caldo con ellas. Y esos huesos no casan con el pescado y nos van a joder a todos». —Buenos días —dijo cuando le atendieron—, llamo desde las obras del Sincrotrón, soy el encargado… y resulta que al ir a excavar para unas canalizaciones han aparecido unos huesos humanos… —Perdone, ¿huesos humanos ha dicho usted? —interrumpió la voz del otro lado. —Sí, humanos, de persona. —¿Cómo sabe que son huesos humanos? —Porque me recuerdan a mi tía Angustias… ¡Coño, porque son iguales que los que salen en las películas de la “Bones”! Yo qué sé. Porque parecen humanos. —Vale, bien, tranquilícese. Ha dicho usted en las obras del Sincrotrón, ¿verdad? —Sí. —Ese edifico raro que está en la carretera de Sant Cugat a Cerdanyola, ¿cierto? —Sí. Muy cerca del Castillo de Sant Marçal. 17 —Ahora mandamos una patrulla ¿Por quién deben preguntar? —Que pregunten por mí, Miguel, Miguel Trinquete, el encargado de la obra. Al cabo de media hora había llegado el primer coche de la policía local, y antes de la noche la valla oeste del perímetro del sincrotrón parecía una discoteca al aire libre: varios coches de los mossos d’esquadra, de la policía local, ambulancia, bomberos. Los forenses trabajaban, iluminados por potentes focos, desenterrando lo que parecía ser un esqueleto completo del que solo el cráneo y las tres primeras vértebras cervicales habían sido movidos de su posición original. Los restos de ropa que cubrían los huesos no dejaban lugar a dudas de que no se trataba de ningún resto arqueológico, algo que alegraría al encargado y permitiría dulces sueños a la plana mayor responsable de la obra. Una vez descubierto el cuerpo se planteaban dos opciones: Sacar hueso a hueso como si fuera un puzle o intentar llevárselo integrado en la porción de tierra que lo rodeaba. Se decidieron por la primera opción. El juez no deseaba alargar aquello ni una hora más, sacarían los huesos y recogerían lo que pudieran encontrar de ropa, tejidos o cualquier otro indicio que no perteneciera al terreno en cuestión. Más tarde, ya en el Anatómico Forense, que los responsables hicieran lo necesario. :::: De madrugada, cuando los mirones más resistentes se habían ido a casa hartos de pasar frío, llegaba el juez para proceder al levantamiento del cadáver. Se habían hecho gran cantidad de fotografías, se habían recogido muestras y los restos partían en ambulancia hacia el instituto anatómico forense. Después se cercó la 18 zona de la inhumación y se dio orden de que no se tocara nada hasta que la policía lo autorizara. Durante los siguientes cinco días hubo infinidad de llamadas telefónicas. Todas tenían que ver con un único problema: La Navidad estaba encima y el próximo 23 de marzo sería la inauguración de un complejo por el que se llevaba luchando desde 1990 y las agendas de los altos mandatarios no permitían ser modificadas bajo ningún concepto. Desde presidencia hasta el jefe de la comisaría de los Mossos d’esquadra de Cerdanyola la cadena de órdenes fue concisa: debía desaparecer todo vestigio de lo que allí se había encontrado. Los periodistas ya se habían hecho eco, la opinión pública tenía algo más de carnaza para entretenerse y eso era todo. El miércoles tres de marzo de 2010 se recibió orden de terminar ese parche, el último, que quedaba pendiente. Lo que había sido una tumba se cubrió de encofrado y sobre él se pusieron las últimas canalizaciones que desviarían el agua de lluvia y se terminó la valla metálica que delimitaba las instalaciones. Nada puede detener a la máquina de la política, ni siquiera unos pobres huesos sin nombre. **** Inicio 19 Instituto de Medicina Legal Barcelona — Febrero de 2010 Desde su hallazgo los huesos sufrieron un complicado periplo plagado de errores: la madrugada que se recuperaron se llevaron al departamento de Medicina Legal y Forense de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Barcelona, edificio “M” de Bellaterra. Era el lugar más cercano y, a quien correspondiera, le pareció la mejor decisión dada la hora del evento y la urgencia por limpiar la zona de trabajo. Pasados unos días alguien preguntó por ellos y por la actuación que debía hacerse. Nadie sabía nada. Tras algunas indagaciones se decidió que fueran enviados al Instituto de Medicina Legal de la Ciutat de la Justicia de l’Hospitalet. Una vez allí debieron esperar hasta que alguien cayó en la cuenta de que existían y ocupaban un espacio. Si un cadáver no viste corbata o no está envuelto en la importancia que se crea al salir en los grandes medios de comunicación, no es noticia para nadie y es fácil que sucedan estas cosas. De haber sido un caso reciente, mediático, de esos que ocupan todas las parrillas de noticias, el análisis de los restos se hubiera realizado con prontitud. Todo el que hubiera podido se hubiera puesto una medalla y los políticos de turno hubieran aparecido sacando pecho y alardeando de cuan necesarios son para que las aguas no se salgan del cauce. Pero se trataba de unos huesos olvidados por todos y no reclamados por nadie, y les tocó pagar el precio del abandono. ¿Quién se encarga de este caso?, preguntaba la doctora Miravet a la pantalla del ordenador mientras buscaba la información sobre el contenido de las bolsas, encontrada por casualidad al abrir una de las neveras. Nadie. No se sorprendió, la gente no se cansaba de morir o de matarse pero los recursos del instituto continuaban tan mermados como siempre, a pesar incluso de haber estrenado unas instalaciones envidiables. 20 Leyó el informe preliminar que acompañaba el registro de alta. En él se decía que eran unos restos óseos hallados en las obras del Sincrotrón del Parc de l’Alba de Cerdanyola del Vallès, que según las primeras apreciaciones parecía tratarse de un varón joven de entre veinte y treinta años que pudo haber muerto entre diez y veinte años atrás. No especificaba mucho más. Normal. Quién iba a mojarse con aquéllos despojos en los que ni siquiera quedaba algo de carne sobre la que hurgar. Quien iba a pensar en ellos si lo único importante era el lugar del hallazgo y los eventos triunfalistas que se producirían en él antes de un mes. Que todo quede aséptico para los políticos, se decía a sí misma, no vayan a encontrar cosas poco agradables para sus excelencias. Menudo atajo de impresentables. Seguían una serie de fotografías del lugar, un croquis del sitio exacto de la aparición y otra serie de fotografías del enterramiento hechas según se iban extrayendo los restos. Al final estaba el nombre del juez, del encargado forense que los extrajo, de algunos policías y las firmas de todos ellos. Había, por último, un documento en el que aparecía como responsable del caso un tal Alberto Marquina, comisario jefe de la comisaría de los Mossos d’Esquadra de Cerdanyola del Vallès. Bingo, aquí está el irresponsable del caso, se dijo con una sonrisa. A la doctora Miravet el hecho de que todo el caso se centrara en Cerdanyola le resultaba atractivo, ella y su hermana habían vivido durante unos años en la zona de Serra Parera y eso los convertía en algo cercano, casi familiar. Cercanía sentimental al margen, tenía muy claro que estaba más que harta de abrir cadáveres: por orden del juez, por petición de la familia o por posibles negligencias. A estas alturas de su profesión se sentía más carnicera que doctora. Esos huesos podían ser el reto que necesitaba para dar sentido a una vida que se le escurría entre las manos como arena seca. 21 Con esa idealización se plantó ante su superior, le explicó que llevaba el trabajo al día y que le hacía ilusión encargarse de ese rompecabezas. Qué hay más agradable para cualquier jefe que la aparición de un voluntario cuando lo que se tiene por ofrecer no es más que porquería; y esta parecía emitir un tufo considerable. —Por supuesto, es tuyo. —Respondió escondiendo la alegría que le corría por dentro. —Lo único que pido es que todo el politiqueo con los uniformados la gestione usted, jefe. Anselmo Cifuentes calibró la posibilidad de sacar tajada política con el caso y llamó al comisario Marquina. La doctora aprovechó la charla jabonosa para salir del despacho. Mientras se levantaba y salía escuchaba a su jefe: ya se sabe, este tipo de casos; y con toda la movida que se nos viene con el presidente, la seguridad; créame que le comprendo, nosotros también estamos hasta arriba, ya sabe, la falta de recursos; pero la voluntad de nuestro personal puede con todo; y nuestra gestión, comisario, no olvide nuestra responsabilidad en todo… Núria Miravet llevaba en su mano un papel con el teléfono del inspector encargado de la investigación del caso y con la total libertad para llevar el tema según creyera conveniente. Quedó en que le llamaría y concretaría una entrevista para entregarle todo lo que pudiera averiguar y las conclusiones a las que llegara. Estaba contenta. Mientras preparaba la mesa para reconstruir el esqueleto intuía que aquello podía ser el primer éxito real de su carrera; tampoco le importaba haber de trabajar de manera exhaustiva, no le esperaba nadie en casa, su pareja llevaba tiempo huyéndole y lo hacía realmente bien. Aún y así, se negaba a aceptar que el trabajo se hubiera convertido en su refugio, el lugar donde esconderse para huir de ella misma y no haber de afrontar una relación tocada y casi 22 hundida. Apartó esos pensamientos y se centró en el trabajo. De todos es sabido que la vida de los vivos no interesa a los muertos. Abrió la bolsa. Dentro de ella había otra más pequeña en la que encontró lo que antes había sido ropa y una bolsita transparente con los objetos cosechados alrededor de los restos. Apartó las bolsas pequeñas y se centró en su cometido, recomponer el puzle óseo hasta darle forma humana. Eran las seis de la tarde, casi de noche en esa época pero todavía le apetecía trabajar unas horas más. Comenzó a limpiar los huesos de cabellos, pelos, algún resto blando adherido… (FALTA OMPLIR AMB DADES DE LA CELINE) Al día siguiente, a mediodía, tenía resuelta la primer parte del rompecabezas. Ahora tocaba buscar qué pudo llevar a su propietario a terminar tan lejos del camposanto. Durante la limpieza y colocación había percibido algunas lesiones extrañas que podían haberse producido por la acción de golpes y en la parte posterior del cráneo, en la base del hueso occipital había visto una lesión mucho más grave, probable causante de la muerte. A pesar de la hora decidió empezar una necropsia exhaustiva que determinara lo acertado o no de sus valoraciones iniciales. Hizo fotografías de todo y comenzó a buscar con cuidado por los restos de ropa. Nada en la chaqueta, nada en lo que una vez fueron los bolsillos delanteros del pantalón. Al tantear la culera notó un pequeño relieve en uno de los bolsillos traseros. Lo abrió con sumo cuidado y sacó los restos de una especie de tarjetero que había sido transparente. Todo en su interior estaba soldado a su envoltorio plástico. No se atrevió a sacarlo, podía contener información importante y era necesario preservarlo. Desde fuera se adivinaba una especie de tarjeta azulada en la que solo se apreciaban manchas producto de la humedad y los fluidos de la muerte, en la otra cara podía verse una especie de cartón alargado y doblado y entre las dos cartulinas parecía haber un papel plegado. Era evidente que con los medios de los que disponía 23 sería imposible sacarlo. Esa tarea debería hacerla personal más especializado en ese tipo de materiales. Cogió el teléfono y llamó al número que le había dado su superior. :::: Habían pasado apenas tres días desde el inicio del trabajo y el informe final estaba sobre la mesa de su despacho. Lo cogió, se sentó, invitó a su acompañante a hacer lo mismo, se lo entregó y esperó a que éste lo hojeara. Mientras él estudiaba el informe, Núria Miravet lo estudiaba a él: «unos cincuenta años, de constitución delgada, cabello cuidado, sin pelos en las orejas ni en la nariz y barba rala; combina con elegancia un chino con un jersey de cuello redondo y lleva los zapatos limpios. Se nota la mano de una mujer» —Confirma usted que todas las lesiones que ha encontrado son producto de una paliza. —Preguntó el inspector Santos Márquez. —Pondría la mano en el fuego por casi todas ellas a excepción de una lesión anterior en los huesos carpianos de la mano derecha y una rotura anterior en el radio del brazo derecho. El resto son características de una paliza. Lo puedo confirmar por la experiencia previa que tengo en tratar y verificar lesiones a mujeres maltratadas por sus amados esposos. —Perdone —se excusó el inspector—, no quiero que entienda que pongo en duda su profesionalidad, doctora Miravet, pero es que partimos totalmente de cero y necesito que cada cosa que sepamos sea una certeza absoluta que nos permita avanzar en algo en esta mierda de caso, y perdone por mis palabras. —No se preocupe por el lenguaje, Santos, sé lo que significa trabajar con mierda porque lo hago demasiado a menudo. En cuanto a las lesiones no tengo duda alguna, ni en el hecho de que debieron 24 utilizar objetos contundentes para golpearle ni en el hecho de que dudo mucho que quisieran matarlo. Eso sacó al inspector del hechizo que le producía la mirada de la doctora. Sus ojos, grandes, brillantes y de un marrón oscuro que parecían absorber a quien los mirara, le habían impactado desde el mismo momento de darle la mano. —¿Dice usted que no querían matarlo? Pues la paliza que relata en su informe parece indicar todo lo contrario. —A pesar de la paliza estoy segura de que no querían matarlo. —Ilústreme, por favor. —Verá, según yo lo veo, a ese joven le golpearon al principio con las manos y cuando se cansaron cogieron lo que tuvieran cerca, alguna barra fina de metal, algún palo o mango de alguna herramienta y siguieron golpeándole. Dudo mucho que estuviera maniatado porque aparecen lesiones en las zonas anteriores y posteriores de las extremidades ¿Cree usted que de haberle querido matar no le hubieran golpeado directamente en la cabeza o hubieran usado cualquier tipo de herramienta cortante? Si lee el informe verá que en la cabeza solo hay dos lesiones, una muy leve en la zona parietal izquierda y la que le provocó la muerte en la zona occipital. Santos permanecía callado, con la cabeza incrustada en las páginas del informe. No tanto para confirmar las palabras de la doctora como para huir el influjo de aquellos ojos. Cuando se armó de valor para volver a enfrentarse a ellos respondió: —Tiene toda la lógica del mundo, debo reconocerlo. Un golpe aislado, dado por alguien diestro, impacta en la parte izquierda de la cabeza y la víctima, al perder el equilibrio, cae de espaldas provocándose la herida que termina con su vida. Al margen de eso, ¿deseaban los ejecutores dar una lección a otros? Dicho de otro modo, ¿podríamos entender que esas lesiones que usted ha hallado no son las típicas de una paliza y sí las de una tortura ejemplar? 25 —En absoluto. Ya se lo dije antes. No soy experta en torturas, para eso debería buscarse a otro forense, pero sí soy experta en violencia de género y puedo decirle que esa lesiones coinciden con las que los maltratadores infligen a sus víctimas. Para mí es una paliza dada con la rabia momentánea, por al menos dos personas y que tiene un desencadenante no buscado, al menos a priori, que lleva a la lesión que provoca la muerte. La pregunta subsiguiente podría ser: ¿hubo negligencia u omisión de auxilio después del golpe mortal? Estoy segura que sí, por pequeña que fuera la lesión cerebral, si no se auxilió en el momento, provocó la muerte del muchacho. —¿Podríamos determinar contra qué golpeo el cráneo del joven? La doctora Miravet cogió una fotografía con un primer plano de la herida: —Si me hubieran traído un cadáver fresco podría haber hecho muchas más pruebas sobre las lesiones cerebrales asociadas, los hematomas, las hemorragias… pero solo dispongo de hueso y esto, como comprenderá, nada tiene que ver con las instalaciones de las series americanas ni yo soy esa heroína narcisista que tan complicados casos resuelve. Esto es Barcelona y yo una simple médico forense con más problemas de los deseados y con menos recursos de los requeridos. A Santos se le escapó una sonrisa. También conocía la sensación de ser cuestionado por la gente de la calle al no parecerse a los maravillosos agentes del CSI americano. No le importaba. En realidad le preocupaba más la trivialización que esas series hacían de la violencia y cuan sutilmente predeterminaban quiénes eran los malos y quiénes los buenos que pueblan el mundo. —Perdone doctora —dijo—, conozco esa sensación y puedo garantizarle que a ese nivel nos movemos en un universo parecido. 26 Solo era una pregunta genérica, por si pudiéramos centrarnos en alguna pista o eliminar otras superfluas. Núria Miravet lo miró con una cierta complicidad y habló de nuevo: —Poco puedo decirle salvo que fue un objeto romo, una arista. Pero demasiado redondeada para ser la esquina de una mesa. Tal vez una superficie de mármol de una cocina, aunque debería ser muy redondeada. Dudo que le sirva de mucho. —Pues entonces creo que esto es todo de momento... —Solo una cosa más, inspector. Entre los cabellos y mezclado con lo que quedaba de sangre reseca encontré algo a lo que no di importancia pero que ahora, hablando, igual a ustedes pueda servirles. Venga que se lo enseñe. Le llevó a la sala donde estaban los restos, abrió un cajón de un mueble anexo y sacó una bolsa de plástico. En ella había un diminuto fragmento de plástico verde. Se lo entregó. —Perdone si no le di importancia. Lo cierto es que pensé que era contaminación de la zona del enterramiento. Sé, por el informe preliminar, que por allí pasó media Catalunya antes de que se cercara y se aislara el lugar. No sé, igual es importante. Santos miraba aquella minucia, no mayor que un cuarto de uña de dedo meñique, y se planteaba los millares de objetos que debían tener algo de plástico verde en alguna de sus piezas. De todos modos, lo que le quedaba de pensamiento positivo también le decía que ahora podría descartar todos los objetos que no fueran romos con una pieza de plástico verde incrustada en ellos. Por deferencia al trabajo de la cautivadora doctora Nuria Miravet, le habló desde ese punto de vista. —Creo que ha sido un gran trabajo por su parte, doctora, a la mayoría de personas les hubiera pasado desapercibido un hallazgo como este. Y muchas veces, el detalle más trivial es el que nos lleva a dar con el culpable. Ahora la tarea es buscar a la persona que vistió 27 este esqueleto, darle nombre y reconstruir su vida para saber qué pudo llevarle a una fosa en medio del campo. La doctora le entregó las bolsas con todo lo que debía ser procesado por el grupo de científica y se despidieron. Ella se quedó pensando en por qué no había sido capaz de proponerle comer juntos y ahorrarse un ápice de soledad. Él, tal y como salió a la calle recuperó una imagen de Maite, su esposa. **** Inicio 28 29 Coordinación del equipo Comisaría de Cerdanyola del Vallès — 24 de marzo de 2010 ¿Cómo es posible que todas las mierdas me caigan siempre a mí? se preguntaba el inspector Santos Márquez mientras recordaba las palabras que hacía una semanas le había dicho un sonriente comisario Marquina: «Ánimo, Márquez, este es uno de esos casos que solo puede resolver usted y un equipo como el suyo. Póngase a ello y, sobre todo, manténgame informado». Lo había soltado con esa labia que tenía para dar palmadas al ego mientras hincaba su afilada falsedad en la espalda. Según constaba en el informe preliminar realizado a pie de fosa, el cadáver se encontraba enterrado en decúbito supino a más de un metro de profundidad. Los responsables se habían preocupado, y mucho, para que el cadáver no apareciera; algo que, a tenor de las circunstancias de la inhumación les había funcionado hasta que la casualidad quiso devolverlos. Por otra parte la autopsia determinaba una paliza contundente, a causa de la cual la víctima se golpea en el cráneo y muere. Punto final. Como colofón las pruebas de las que disponían eran poco menos que nada: un pedacito de plástico verde y una carterita de plástico transparente con algún papel en su interior. Y ahora, con este alud de indicios y pruebas, averiguamos qué llevo a no sabemos quién a la tumba. El inspector Santos salió de sus cavilaciones y gritó: —Si existen los fantasmas, hay uno que nos va a estar soplando la nuca hasta que le dejemos descansar en paz ¿Cómo van las cosas por ahí fuera? La pregunta, lanzada a los cuatro vientos, tenía un destinatario: Conchi, la voz femenina del equipo y la persona destinada a servir de enlace con el laboratorio para tratar de acelerar el proceso al máximo. A pesar de que en el equipo no prevaleciera un machismo diletante, a nadie se le escapa la fuerza que pueden tener una voz suave, sutil y sensual y un escote inteligente. De la complejidad que pudiera suponer 30 dicho proceso nadie era consciente en la brigada. Solo sabían que era básico extraer alguna información de entre los restos de un cartón azulado, un abono de transporte y lo que parecía ser un folio doblado varias veces y totalmente oscurecido por el barro y la humedad; las únicas pistas de las que disponían. Desde la lejanía se escuchó una voz femenina: —Estoy en ello pero me están dando largas. Parece ser que hay posibilidades de recuperar algo pero es muy complicado. El inspector Ortiz me ha dejado entrever que si queremos urgencias que le llame usted personalmente. Santos salió del despacho y se acercó a la mesa de su subordinada gritando: —¿Y eso no era posible decírmelo en su momento, Conchi? ¿Ha sido necesario que yo preguntara para enterarme de que el inspector Ortiz del laboratorio ha dejado dicho que le llame? Este equipo parece estar formado por incompetentes que no tienen ni puta idea de cadenas de mando, ni prioridades, ni leches… Conchi, sonrojada como si tuviera prohibido respirar, aprovechó la inspiración de su superior para responder con un hilo de voz: —Cuando usted preguntó, inspector, acababa de hablar con él. Apenas he tenido tiempo de colgar. Lo siento... Santos dejó ir un sorpresivo y apagado «¡Ah!» y se quedó callado. El subinspector Elías se levantó de su mesa y se acercó a su superior. —¿Podemos hablar a solas inspector? —dijo con voz tranquila. —¿Ya vienes a joderme de buena mañana? Dame unos minutos que hable con Ortiz y después charlamos tú y yo —respondió Santos. Entró en el despacho, cerró la puerta y marcó el número de Ortiz. 31 Por lo general la relación entre el grupo de científica y la policía de asfalto era falsamente cordial. El personal del laboratorio se sentía culturalmente superior mientras los otros sabían que les necesitaban para encontrar y verificar muchas de las pruebas. Era una simbiosis extraña pero eficaz. Entre ambos mundos y como catalizador humano habitaba Ortiz, policía con años de experiencia que se dedicó a hacer másteres de criminología forense hasta conseguir cambiar el uniforme por una bata blanca. —Hombre, Santos, que agradable escuchar tu voz, a pesar de la mala leche que parece que destilas hoy. —Se escuchó al otro lado de la línea. —Perdona Juan. Estoy histérico con este caso. Sabes que no había nadie con tragaderas para encargarse de esta mierda y después de Nadie siempre encuentran a Santos ¿Puedes darme una buena noticia? —Primero querría pedirte disculpas por la tardanza y por toda la serie de malentendidos que nos han retrasado en un par de meses la investigación. —Tranquilo Juan, de verdad. Creo que ninguno de los de a pie tenemos responsabilidad en esto, a pesar de que la mierda nos la comeremos enterita y sin gota de aceite. Si estoy de mala hostia es por esta espera, sin tener nada a lo que nos podamos agarrar para tirar de algún hilo. Me saca de quicio. Ya sabes cómo son este tipo de casos. El inspector era consciente de cómo desaparecen las pistas a medida que pasa el tiempo. Cuando aparece un cadáver reciente el asesino apenas ha tenido tiempo de planificar sus estrategias, existen móviles claros: celos, venganza… asuntos viscerales que fuerzan a actuaciones poco precisas que siempre dejan migas de pan, indicios claros que la policía solo debe seguir sin salirse del camino para llegar al asesino. Pero ese caso, ¿quién podía saber nada ahora? Eso pertenecía a la arqueología policial; una ciencia en la que jugaban 32 elementos distintos a los habituales y en la que no cabía la posibilidad de encontrar otro cadáver a mil quilómetros que permitiera compararlos y determinar la veracidad de las teorías propuestas. No, aquí solo cabía contar con la suerte, y hasta el momento, esa, no había tomado parte. Por no saber no sabían ni lo más básico, un simple nombre; y por no conocer, no conocían ni la cara que cubrió aquella calavera. El inspector Ortiz volvió a hablar de nuevo. —Para eso estamos los que no salimos a las calles, para facilitaros un poco el trabajo. Te cuento… Mientras el experto de científica le suministraba detalles Santos permanecía callado. Dejaba ir monosílabos para que el otro supiera que la línea seguía abierta. Le comentó que ya tenía terminado un primer informe con los papeles de la carterita. Se deshizo en halagos profesionales con el gran trabajo realizado por la forense con la cara de la víctima. Confirmó que no tenían ni idea de qué podía ser o de dónde podía provenir aquel trozo de plástico y concluyó recordándole el día del mes: —Ayer se hizo la inauguración, Santos. Vinieron los pesos pesados de la política española, se hicieron las fotos para la historia, se repartieron medallas y méritos, se dieron mutuos lametones en el ego y se largaron a hacer caja con alguna otra obra pública. Eso hizo soltar un exabrupto y tomar la palabra al inspector Márquez —Entonces igual debería llamar al juez y que nos dé una orden para volver a excavar y buscar más trozos de plástico. De encontrarlos igual tendríamos un indicio del que poder empezar a tirar. —No te preocupes, Santos. Mi mujer ya le ha ido calentando la cabeza a la mujer del Juez Sugrañés y tendremos la orden. Era otra de las cosas que debía decirte. Prepara a tu equipo para mañana que vamos a ir de destrozar parte del Sincrotrón para intentar encontrar cosas que se quedaran despistadas con las prisas. Aunque no te hagas 33 ilusiones, de quedar alguna prueba, puede haber desaparecido para siempre. —De acuerdo, Juan. Mañana nos veremos allí a las diez de la mañana. Por cierto, dale las gracias a tu mujer por su tenacidad. —¡Los cojones! —Fue la respuesta del capitán—, solo faltaría que le diera las gracias, ya me amarga bastante el trabajo como para agradecérselo. Ahora te mandaré las imágenes de todo lo que hemos podido recuperar. Y antes de que me olvide, aunque te lo añado en el informe preliminar que te mando, te lo apunto ahora. Le comentó que del contenido del envoltorio plástico ya habían podido tratar el bono de transporte. Correspondía al año 1991 y afirmaba que el último viaje se había hecho durante el mes de septiembre. Santos se sonrió, aquello ya eran buenas noticias. Si sabían el mes y el año podían mirar denuncias por desaparición realizadas después de esa fecha y cotejarlas con las fotos de la reconstrucción facial hecha por la doctora Miravet. Santos agradeció la información y confirmó de nuevo la hora para el día siguiente. Tras colgar, Santos se sintió algo mejor. Tenían muy poca cosa para empezar, pero ese poco era infinitamente mejor que nada. Sin levantarse de la mesa hizo tres señales al subinspector Elías: los dedos, índice y medio, levantados en forma de uve; los dedos pulgar e índice en acto de agarrar una taza imaginaria acercándose a la boca y un suave manotazo al aire invitándole a ir a su mesa. Pasados unos minutos un vaso de plástico se plantó sobre su mesa y por encima de él el rostro serio del subinspector Elías esperando permiso para sentarse. Un gesto del inspector le invitó a ello y tal y como lo hizo comenzó a hablar sin esperar a que Santos le autorizara: —Mira, yo no sé si los de arriba te han puesto mirando a Cuenca ni si esta noche querías mojar y tu santa se dio la vuelta, pero creo que no es manera de tratar a la gente, Santos. 34 —Sí, veo que vienes a joderme de buena mañana. Qué es lo que no hago bien, Elías. Dime. —No es una cuestión de hacer o de no hacer. Es solo el cómo se piden las cosas. Las formas, inspector, las formas. —Venga ¡Joder! ¿Tú sabes la mierda de caso que nos han endilgado? Y encima hemos de andarnos con ojo para que la prensa no empiece a joderlo todo inventándose lo que no está escrito. —Yo no te discuto eso. Solo digo que nos han encargado el caso hace poco y sabes de qué tipo de mierda se trata. Nadie te va a poner una pistola en el pecho si no resolvemos nada. En nuestro trabajo el “tiempo” es el “oxígeno activo” que limpia indicios y hace desaparecer pruebas, y este lleva los suficientes años muerto como para que nadie se extrañe si continúa así unos meses más. ¿Qué ahora no tenemos nada? Pues ya aparecerá algo, si es que ha de aparecer. Solo quiero que entiendas que la gente, por más que les grites no van a avanzar más de lo que avanzan ¡Coño, Santos, que esto viene de hace dieciocho años y no le importado una mierda a nadie! Y ¿Ahora crees que vendrán a tocar los huevos; ahora, porque existe peligro de que todo se haga público y peligre alguno de los sacrosantos culos de los de arriba? Que se vayan todos a la mierda. Si quieren milagros que alquilen la Sagrada Familia y se echen unas misas, ¡joder! —Parece que cobres comisión de alguna multinacional del detergente con tanta limpieza, pero tienes razón. Es que me pone de mala hostia ver lo mal que se ha llevado este caso; los huesos paseando arriba y abajo, la mierda de las obras, los presidentes y honorables a los que no se puede agraviar con nada. Y con todo eso, que ahora nos lo endilguen a nosotros como si fuéramos la puta de todas las comisarías. Pero es igual, volvamos al tema. Ortiz me acaba de dar una buena noticia, puede que haya algo donde agarrarnos. Repasemos lo que tenemos hasta ahora a ver si, mientras, llega un correo que ha prometido mandarme. 35 Santos cogió la carpeta con la documentación y dio comienzo el ejercicio de suposiciones que tantas veces les había llevado a caminos coherentes. Comenzó el inspector: —Sabemos que hace entre quince y veinte años, siempre según los forenses, alguien entierra el cadáver de un joven, de unos veinte a veinticinco años, en unos terrenos cercanos al “Castell de Sant Marçal”. Y lo hace en un lugar relativamente accesible, cerca de la carretera que une Cerdanyola con Sant Cugat. Dicha carretera, aún sin tráfico excesivo, casi siempre está transitada por algún vehículo. Y encima en esa época funcionaba, justo a su lado, una tejería. —También cae cerca la carretera de Horta que enlaza con Barcelona. Sin olvidar que además enlaza con otra que va a Bellaterra la cual enlaza a su vez, y eso ya es más jodido, con la AP-7 — Interrumpió Elías. —Qué quieres decir, que le pudieron traer desde cualquier parte de Catalunya... —No lo descartes, Santos. Si yo matara a alguien no lo enterraría al lado de casa. —Ni yo, pero tampoco me llevaría mucho tiempo el cuerpo de paseo por autopistas o carreteras de montaña. De todos modos hay que tenerlo en cuenta. Lo mismo que la cercanía con la Universidad. Algún lío entre jóvenes: mal rollo con una venta de droga, celos por alguna chavala… —La paliza podría apuntar a ambas cosas —siguió Elías—. El típico chulo putas al que un guapetón roba la novia y se siente herido en su orgullo o un ajuste de cuentas con acuse de recibo por quedarse con droga que no fuera suya. Yo tengo el pálpito de que es lo segundo. De haber sido lo otro dudo que hubieran tenido tanta sangre fría como para un enterramiento tan pulcro. Y perdona la expresión. El inspector calló unos segundos y prosiguió 36 —Una paliza ejemplar que se pasa de frenada y termina dejando morir al chaval como un perro. Me casa, Elías. Un ajuste de cuentas sería una vía más que probable. El típico camello del tres al cuarto que se queda con más de lo que le corresponde o corta el material más de lo conveniente. Los dos sabían que todo eran meras suposiciones. Sin pruebas, hasta las evidencias más claras no son más que eso. Tan válidas eran sus conclusiones como imaginar que una pandilla le había dado una paliza al salir de un partido de fútbol. Un aviso sonoro indicó al inspector que acababa de recibir un correo. Lo abrió, era el informe que esperaba. En él podían verse diversas fotografías del abono de transporte: era el formato anterior al de las tarjetas que se utilizaron a partir de la Olimpiadas de 1992. Alargado, de color rojizo, con al menos las mitad de los viajes consumidos, en uno de los cuales, Ortiz, había marcado con un círculo una zona en la que podía leerse (porque él lo había resaltado) “Sep…” y algo muy parecido a un “91”. Una llamada a transportes verificaría la veracidad de los datos. Por si eso fuera poco, en el reverso aparecía un anuncio de una conocida cadena internacional de Fast food que todavía podía leerse. En él decían que la entrega de aquel título de transporte, una vez consumido, daba derecho a la consumición de una hamburguesa en su local de las Ramblas de Barcelona. “Válido hasta el 22 de diciembre de 1991, podía leerse”. Tenían un punto de partida. Junto a esta había un retrato que parecía hecho a un maniquí, era la reconstrucción hecha por Núria Miravet. —Elías, ya tenemos los primeros clavos a los que agarrarnos. Te reenvío lo que me ha mandado el inspector Ortiz. Dale órdenes a Conchi para que busque las denuncias por desaparición que haya sin cerrar en los diez meses posteriores a octubre de 1991. Ella sabrá mover cielo y tierra para conseguirlo todo. 37 —A sus órdenes, jefe. El subinspector se levantó y salió a poner en marcha la maquina policial, la de verdad, no la de las series televisivas. Sabía que ese trabajo es diferente en un mundo real de ladrones y asesinos. Está formado por mucho papel empolvado, muchas horas de paciente búsqueda, preguntas sin respuesta, respuestas sin salida, una buena carga de eso que se llama intuición y un porcentaje de suerte. Imprimió las hojas adjuntas al correo que le había reenviado Santos, las añadió a la carpeta del caso sin nombre y se acercó a darle las órdenes oportunas a Conchi, un valor en alza en el grupo. Aprovechó también para disculparse en nombre de su superior. Una mentira piadosa para mantener la cohesión del grupo con el mínimo de fisuras. Santos hizo una impresión de la probable cara de sus huesos. Era un trabajo excelente, al menos a nivel morfológico. Más allá de eso era imposible darle más vida a algo que no dejaba de ser la cara de un madelman a tamaño real. Cómo se le podía insuflar vida a algo sin saber el color de los ojos y cómo podía ser su mirada; o cómo podía dársele una expresión sin saber cuál era el balance de su vida, ¿era feliz, sonreía, había hecho el amor la noche antes de morir? Era imposible. El trabajo realizado por la doctora Miravet era perfecto en sus limitaciones y con él deberían lidiar. Llamó a Conchi a su despacho y le transmitió lo que pensaba en relación a la posible cara. Deberás ser muy cuidadosa cuando compares. Intenta aislar primero todos los casos que cuadren por edad, género y zona geográfica, le dijo. Ella le confirmó que ese era el proceso que pensaba seguir, pero que había pocas posibilidades de encontrar a nadie solo con aquel rostro inerte. —Además, si he de buscar esto “bien”, lo que no podré hacer es buscarlo “deprisa” ¿lo tiene claro, jefe? 38 Santos la tranquilizó y le dijo que, en la medida de que a él le dieran libertad, así se la daría a ella. «Pero si los de arriba empiezan a tocar los cojones…». Antes de ordenarle que saliera aprovechó para disculparse personalmente. Conchi salió del despacho con una sonrisa. :::: 25 marzo 2010 Sincrotrón del Parc de l’Alba A partir de las nueve de la mañana habían empezado a llegar unos y otros y a las diez volvía a estar montado el circo de tres pistas. Los trabajadores de la fábrica de ladrillos del otro lado de la calle no paraban de hacer corrillos y los encargados no paraban de soltar insultos hacia donde se encontraba el origen de la baja productividad de su personal. Primero extrajeron un trozo considerable de canalización, después, con martillos neumáticos y buenas dosis de paciencia fueron levantando el lecho de hormigón de la zona donde se encontró el cadáver. Cerca de la una del mediodía ya volvía a haber descubierta una parcela el doble de grande del agujero que se hizo la primera vez. Les tocaba ahora a los expertos. La tarea entrañaba más dificultad que la primera vez por el posible desplazamiento, incluso desaparición, del objeto plástico que andaban buscando. Al margen de ese material debían tamizar en distintos cedazos toda la tierra revuelta hasta alcanzar algo más de profundidad de la originaria en la que se encontró el cadáver. Aunque parecía una tarea ardua no lo fue gracias al interés del capataz por hacer desaparecer de una vez por todas a los mossos de la obra. Les suministró la ayuda inestimable de un operario por cedazo, seis en total, y de ese modo los mossos encargados de la búsqueda solo debían dedicarse a analizar los restos no filtrados por el tamiz. El subinspector Elías coordinaba todo a pie de fosa y Santos Márquez, 39 junto con Juan Ortiz y el juez, se mantenía en un segundo plano ejerciendo de jefe que deben estar al lado del aparato legal para darle valor al evento. Nada, un clavo oxidado que fue a parar la una bolsa de pruebas. Esta vez nadie quería pecar de dejadez, si había que llenar un furgón con material, lo harían. Comenzaba a ponerse el sol y solo habían aparecido unos trozos de cordón de las botas y algún que otro jirón de ropa. Cuando todos daban por sentado que tocaría posponer la búsqueda para el día siguiente aparecieron unos restos de cabello apelmazado con otro trozo del mismo plástico y de un tamaño similar al encontrado por la doctora Miravet. Ni uniendo los dos pedazos llegaban a tener un trozo lo suficientemente sustancial como para llamarle “prueba”. Por lo que pudiera suceder se decidió dejar montada una guardia hasta que concluyeran que no era necesario buscar nada más. La idea partió del subinspector Elías cuando vio a un par de periodistas que hacían fotos y preguntas desde el otro lado de la valla. —Con todos esos publicando historias, solo faltaría que el asesino se hubiera puesto alerta y viniera esta noche a pillar alguna cosa que se nos pueda haber pasado. Lo hablaron y decidieron dejar un retén de policías que cubrieran las 24 horas de los siguientes días. La crisis afectaba a todos, pero los mossos d’esquadra todavía podían permitirse algún pequeño lujo, y con la que estaba cayendo, tampoco faltarían voluntarios que desearan cobrar pluses por nocturnidad. Un sonoro «mecagoendios» pronunciado a voz en grito por el capataz de la obra dejó claro cuál era el parecer de los del otro lado. **** Inicio 40 El retrato — 23 de junio de 2010 23 de junio de 2010 Hacía apenas dos semanas del cambio de armario. Una actividad que no me satisface a pesar del encanto que muchas le atribuyen: recuperar la ropa olvidada en cajas durante meses, reencontrarse con ese vestido negro que tan bien sentaba, imaginarse con él puesto mientras lo pones en la percha y lo cuelgas... una prenda tras otra, hasta que recuerdo y realidad estropean la magia. Así lo confirmaba yo, Alba Garcés Clermont: plantada ante el espejo, enfundada en el mismo vestido de dulce recuerdo e incapaz de reconocerme. Ni en las piernas blancas, ni en los gemelos de escalador, ni en los tobillos de elefante, ni, por supuesto, en un torso que recordaba un magro de carne mal atado y culminado en una piel lechosa que iba desde el escote hasta el cabello. A parte de mi depresión pre veraniega podría decirse que a mediados del 2010 me encontraba en un momento cómodo de mi vida. Disfrutaba de la soledad, el orden, las lecturas, los paseos y mis rutinas. Se podría decir que me sentía bien en lo profesional y en lo económico y mi salud era más que aceptable. Pero a pesar de eso estaba incómoda y molesta, ¿la causa?, Germán Lavie, un anticuario despreciable a quien debía favores desde hacía muchos años, y con quien me había comprometido a realizar el trabajo de restauración que iba a comenzar ese mismo dia. De nada servían las lamentaciones. Sustituí el vestido por una camiseta y unos jeans, di un último repaso a lo que me llevaba y salí. El curso escolar había terminado y eso había reducido de manera considerable el tráfico matutino de la ciudad. Cogí el coche y salí en dirección a Sant Cugat, mi nuevo destino. Mientras conducía por los túneles de Vallvidrera me dejaba acompañar por un CD a la carta con obras de Fauré y pensaba en la planificación del trabajo que me esperaba. 41 Era la primera vez que iba a realizar la restauración de una obra sin haber tenido ante mí la pieza a tratar. Sucedió a mediados de abril. Germán Lavie, un anticuario para quien trabajaba, me llamó a su despacho para explicarme los pormenores. Es una talla románica, carísima, dijo, matizando mucho el superlativo, y los propietarios no permiten que vaya nadie su casa mientras ellos estén, ni permiten tampoco que la pieza salga de allí. No quise indagar en ello, estoy acostumbrada al comportamiento de muchos de sus clientes y sé de las rarezas de los nuevos ricos. Él, como si esa actitud fuera la norma, me plantó ante la cara un puñado de fotografías de la obra hechas desde todos los ángulos imaginables. Las miré, le pedí que me las prestara y le prometí un presupuesto cerrado para finales mes. Aceptó. —Piensa que es para un cliente importante, esmérate pero no te pases. —Concluyó antes de que saliera de su despacho. Una vez en casa me puse a estudiar el fajo de fotografías y un par de hojas con anotaciones manuscritas de medidas y materiales. Se trataba de la talla era un Cristo románico del siglo XI, integrada en una hornacina ribeteada en filigrana de oro y flanqueada por dos columnas salomónicas talladas en madera de ébano. No era un trabajo atractivo: me disgustaba no disponer del objeto y me disgustaba más que fuera arte románico. La solución era obvia, hacer un presupuesto lo suficientemente inflado como para no perder dinero en el caso de que salieran más complicaciones de las previstas y, de salir bien, Alba Garcés terminaría el verano un poco más rica de lo previsto. Me sacó del ensimismamiento una cálida voz de mujer avisándome de que había llegado a mi destino. Para quien es capaz de perderse en el sórdido secretismo de un mapa, el invento del GPS vale tanto como la Imprenta o la rueda, aunque algunas echemos de menos una voz masculina como la de Constantino Romero. Estaba en una zona residencial entre Sant Cugat y Valldoreix, en un paseo del mismo nombre y frente a una gran casa de obra vista 42 protegida por una valla de piedra y láminas de acero oxidado que debían costar más que mi piso. En el contrato que había firmado constaba que no habría nadie en la casa, que podía disponer de todas las zonas comunes de la planta baja, incluidos jardín y piscina y que debía dejarlo todo libre antes del sábado cuatro de septiembre ya que de no cumplirlo habría penalizaciones. Lo típico. En el presupuesto había previsto algo más de mes y medio de trabajo, pero si no aparecían sorpresas podía tenerlo todo acabado en un máximo de tres semanas. Eso significaba que dispondría de más de un mes para vivir como una princesa y a gastos pagados. Aprovecharía para ponerme morena y hacer balance de mi vida y posibles vías de futuro. Aparqué el coche frente a la entrada de servicio y traspasé la verja. Un camino de piedra, delimitado por un alto seto, me guio hasta una entrada situada cerca de la parte trasera. Tras cruzar su puerta me encontré en una cocina inmensa. Dejé la primera carga de bolsas, entré el resto de paquetes y cerré la puerta. La nueva geografía era envidiable para quien dispusiera de servicio, para cualquier mujer normal aquella cocina era el castigo que Dios impuso a Eva. Sobre la mesa de la cocina había un bulto envuelto en sábanas, subí las persianas que había a la izquierda y la estancia se llenó de luz. Aquel podía ser el lugar idóneo para trabajar. No me lo pensé dos veces, aparté el bulto con cuidado, dejándolo sobre la gran isla central, cubrí la mesa con el plástico grueso que había llevado conmigo y lo fijé con cinta adhesiva, sobre éste puse un gran fieltro y para terminar dispuse, ordenados, los diferentes enseres y herramientas que serían necesarios. Con todo preparado volví a coger el paquete y lo dejé de nuevo sobre la mesa. Puse en marcha mi equipo de música portátil y llené la cocina con las notas de la Hammerklavier. El brillo de la sonata era un complemento perfecto a la luz que entraba de fuera. Desembalé 43 la figura y comparé las fotografías con la talla real. Respiré hondo, mi valoración había sido más que correcta y podía permitirme trabajar con plena libertad y calma. La cuestión económica no me preocupaba en absoluto y no tenía nada en la agenda hasta mediados de septiembre. La envolví de nuevo y me preparé una tetera de rooibos especiado a la que añadí hielo pasados dos minutos. Me sentía relajada. Con una taza en la mano me puse a curiosear. Abrí la corredera de aluminio y salí a una amplia terraza semicubierta flanqueada a la izquierda por una inmensa barbacoa y un horno. El centro lo ocupaba una preciosa mesa cuadrada revestida de azulejo y rodeada de sillas. A la derecha, un murete, ofrecía intimidad a los bañistas cuando los hubiere. Sorteándolo, se accedía a un gran porche que debía hacer de cenador en las noches de verano y un jardín a juego con el resto de la casa. Impresionante, pensé. Un campo de concentración rodeado lujos. Me senté en uno de los cómodos silloncitos que vestían el porche. Desde la cocina me llegaba, lejano, el sonido del scherzo que, mezclado con el sonido del agua que caía a chorro en la piscina, convertían aquel espacio en una franquicia del Paraíso. Cerré los ojos y me dispuse a degustar la paz del lugar. ::::: Abril de 1992 Mi mente viajó a Madrid. Recordé cómo Almudena insistía en presentarme a una persona importante para mi futuro profesional y cómo yo le daba largas siempre. A pesar de ser consciente de que si no quería volver a encontrarme con un pasado indeseable, debía buscar soluciones. Una de ellas consistía en aceptar ese encuentro. Por lo que me había comentado Almudena, Germán era lo que podía llamarse un tipo con suerte. De origen francés, de la zona bretona, había emigrado a España con veinticinco años, en plena 44 agonía de Franco. Hablar castellano le facilitó la tarea de encontrar trabajos de temporada en la costa gerundense. Así, durante los primeros cinco años, no le faltaron playa, sol ni mujeres. Su falta de ética y ciertos contactos le permitieron entrar en círculos algo alejados de la legalidad. Gracias a ellos descubrió la riqueza románica de las ermitas pirenaicas y la facilidad con la que se hacían negocios con su contenido. En todas partes había gente adinerada dispuesta a adquirir, sin preguntar demasiado, cualquier talla, vitral, retablo, arco, piedra labrada o pintura. De ahí al cielo. Durante los siguientes diez años montó su tienda de antigüedades, aprendió lo mínimo del negocio y se hizo un hueco dentro del mundillo. Nadie puso objeción a sus métodos, incluso aquellos a los que arruinó; ni jamás fue imputado en ningún caso de expolio. A ojos de todos, era la honestidad en persona. Ese era Germán Lavie. Había aceptado al fin. Quedamos en un bar de Colón. Con más de un cuarto de hora de retraso llegó Germán, respirando como Darth Vader y moviéndose como si vistiera armadura. Era un individuo chaparro, barrigón y de aspecto aseado. Vestía traje negro, que en su cuerpo desmerecía la cuidada confección, y una corbata que negaba la posibilidad de mirar para otro lado. De su cara, lo más destacable, eran sus ojos de ratón. —Perdonadme, chicas, siempre ando tan liado que se me pasan las horas en un suspiro… tú debes ser mi guapa restauradora catalana, ¿ça va? Almudena hizo las presentaciones. Germán, esta es Alba Garcés; Alba, este es Germán Lavie, el anticuario del que te hablé. El francés se me lanzó encima, me agarró con más manos de las que corresponden a un ser humano y me estampó dos besos húmedos rozándome las comisuras de los labios. 45 Quedé en shock. En mi cabeza se repetía el Mi guapa restauradora catalana, en la cara la sensación húmeda de un caracol y en el cuerpo la impronta de unos manotazos. Nos sentamos. Él frente a nosotros, piernas abiertas en plan ofrenda y mirando con chulería. Habló unos minutos con Almudena y después se dirigió a mí. Se dedicó a hacerme preguntas referentes a mi preparación académica, triviales en exceso. Entremezcladas con ellas, miradas y comentarios relativos a lo saludable de mi cuerpo, mi edad y mi estado amoroso. Las soltaba como si tuviera toda la potestad para ello, a mí me llegaban como escalpelos en manos de un loco. Al rato el insulto visual y verbal era superior a lo que me veía capaz de soportar, me levanté de golpe y di por zanjado el encuentro con un Debo marcharme, hasta otra. Mientras me alejaba todavía escuché gritar a Germán: Hemos de quedar otro día, catalana, que tengo muchos trabajos para ti en Barcelona. Creo que solo levanté una mano y la hice oscilar en el aire. ::::: Sant Cugat, 23 de junio de 2010 Un Buenas tardes pronunciado por una voz de hombre me sacó de mis pensamientos sobresaltándome. Levanté la mirada y vi a un desconocido al lado de una arqueta cercana en la que no había reparado. Sentí miedo. Por lo que yo sabía, allí no debía haber nadie más que yo. Tampoco tenía idea de cómo había entrado. Me aferré a la taza, me recompuse, esbocé un amago de sonrisa y respondí con otro Buenas tardes. El desconocido se excusó por haberme asustado, se presentó como el jardinero que venía a mirar la depuradora y no esperaba encontrar a nadie allí. Mientras trajinaba dentro del hueco me explicó que siempre entraba por una puertecita lateral al fondo del 46 jardín y que al darse cuenta de que no estaba solo ya era tarde para dar media vuelta, pensando si esa actitud me haría desconfiar todavía más. Parecía realmente turbado, eso me tranquilizó. Le respondí que no se preocupara, que estaba pensando en mis cosas y por esa razón había dado el respingo. Él se animó a continuar la charla. Mientras lo hacía, levantó la compuerta y comenzó a manipular en su interior. Yo volví a responder con tópicos. Me explicó que pensaba que no habría nadie en la casa. Eso al menos le habían dicho en la empresa para la que trabajaba, que se pasara cada tarde, sobre las seis y repasara la piscina; que viniera también algunas las mañanas para controlar el riego del jardín. Y ya que estoy aquí aprovecho para mirar los filtros y niveles de la piscina y así no tengo que venir por la tarde, terminó. Le resumí mi situación diciéndole que yo estaba allí para hacer un trabajo que me habían encargado. No era necesario extenderse más. Después me presenté y le tendí la mano. Él se acercó los pasos que nos separaban y me la estrechó con un Encantado de conocerte. Yo soy Oscar. Si vas a estar aquí unos días ya iremos coincidiendo. Intercambiamos unas pocas frases más, pero se hacía tarde y necesitaba ponerme con la talla. Me excusé. Mientras recogía mis cosas de la mesa él entró en la arqueta y se dejó engullir definitivamente por ella. ::::: Los primeros días transcurrieron entre el calor, la tranquilidad y la comodidad del trabajo. También, y de manera apenas consciente, los contactos con Oscar se incrementaron. Había algo en él que me hacía sentir cómoda, tal vez su modo de tratarme, como a una igual; y eso era una sensación desconocida y agradable para mí. La restauración tampoco se desviaba del plan previsto, salvo la dificultad que me encontré en los clavos. Mi primera intención había 47 sido reparar las extremidades sin extraerlos y evitar así una situación irreversible; pero tras perder dos días vi que era inevitable separar la imagen de la cruz si deseaba un trabajo bien hecho. Esto incrementaba la posibilidad de que se rompiera alguna de las frágiles extremidades de la figura. Aun así, decidí arriesgarme. Jugaban a mi favor los años de experiencia, un buen repertorio de música y elevadas dosis de paciencia. Después, una vez conseguido, había repasado las ralladuras y ahora estaba limpiándola para recuperar la policromía de los ropajes. Por las mañanas llegaba muy temprano y me permitía dar un largo paseo antes de entrar en la mansión siempre me ha gustado aprovechar esas horas cuando el verano apenas se insinúa. Su luz me recuerda a la época impresionista, uno de los periodos pictóricos que más admiro. Fue al volver de uno de esos paseos y acceder por la entrada principal que caí en la cuenta de una pequeña puerta camuflada que me había pasado desapercibida. Estaba situada a la izquierda del recibidor, al lado de un antiguo mueble balaustrado que hacía las veces de expositor de arte. La curiosidad me llevó a cruzarla. Se trataba de un saloncito que en tiempos de mayor formalismo debió destinarse a sala de espera y ahora se había reconvertido en lo que parecía una pequeña y acogedora biblioteca. Desde la puerta, al fondo, había una mesita de escritorio y tras ella una ventana con las cortinas corridas que la dejaban en penumbra. Me acerqué y las descorrí. La estancia se inundó de luz y un amor por los libros cercano al vicio me llevó a curiosear los que tenía más cerca. Muchos de ellos parecían escritos en ruso, al menos las grafías parecían cirílicas. También había libros en alemán, en inglés y en italiano. Todos parecían ejemplares valiosos. Me fui desplazando a lo largo de la estantería hasta llegar de nuevo al lado de la puerta, donde terminaba el mueble. Allí había un pequeño apartado con ediciones antiguas en castellano. Uno de los libros captó mi atención: un Ulises de Joyce. Lo cogí y 48 empecé a hojearlo. Resultó ser una primera versión completa en castellano fechada en 1976. Con él en las manos fui hacia el ventanal como una polilla, moviéndome con parsimonia y hundiéndome poco a poco en sus palabras. La ventana era baja, lo suficiente como para apoyarme en el saliente inferior y usarlo a modo de asiento. Me acomodé. No daba el sol y la estancia era fresca. Me dediqué a pasar las hojas con parsimonia, releyendo aquí y allá párrafos que recordaba. Así, sumida en ese acto litúrgico que todo lector entiende, llegué y me dejé atrapar en el monólogo interior de Stephen cuando relata su etapa de estudiante en Paris y la muerte de su madre. En uno de los parpadeos levanté la mirada. Tras el estruendo del libro al golpear la tarima todo quedó en silencio. Escuchaba a mi corazón bombeando sangre y notaba cómo una fuerza invisible me presionaba el pecho hasta el dolor. Sentía que mis pulmones exigían aire y no era capaz de dárselo. Estaba petrificada. En unos segundos interminables una nube de pensamientos asomaron desde el olvido para devolverme a un pasado que creía cerrado. Frente a mí, llenando el espacio vació de la pared de enfrente, se encontraba un retrato de mi hermana, desaparecida hacía dieciocho años. **** Inicio 49 Huida a Argentina — 1918 Hoy no llueve, es casi seguro que tengamos sol y podamos tomarlo un rato. A ambos nos irá bien. Antes me quedé contándote que mi madre emigró a Buenos Aires. Sí, los designios del destino, dicen. Por eso me gustará tanto indagar en el pasado. Me costó años entender por qué razón mi madre odiaba tanto a los hombres y temía de aquel modo a las mujeres. Por suerte, siempre dispuse de mucho tiempo y buena memoria. La segunda me sirvió para no olvidar todas las historias que ella me explicó, los cuentos de los que ya te he hablado, y la primera para contrastar sus relatos y coserles un vestido de realidad que sirviera a mi mente adulta. No he sido sincero del todo. Parte de su infancia, la que va desde la huida hasta su adolescencia en Argentina, no se me quedó tan grabado como podría haberte hecho creer. Imagino que me las debió contar menos veces, o me las debió contar siendo yo demasiado niño, o igual yo prestaba menos atención de la debida. En la niñez la mente es una bandada de pájaros en la que cada cual vuela hacia donde quiere. A ti te habrá sucedido. Esas tardes en el colegio, mientras una maestra luchaba por introducir la mecánica de la división en las tiernas cabezas, nosotros las abríamos de par en par al giro perfecto de una peonza, al baile inquieto de una cometa, a los tres cromos que nos faltaban para terminar la colección o a Queco, el maldito niño que te hunde la infancia entre golpes. Me ha sucedido de nuevo. Mira que intento contártelo todo de manera ordenada para que puedas entenderme, pero ni modo. Es inevitable que me vaya por las ramas con recuerdos estúpidos. Para colmo este verde no es el verde. Siempre lo mismo con los verdes. Están en mi cabeza. Siempre claros, siempre nítidos, exactos, perfectos. Después no, después huyen ante mis ojos y cambian. 50 Maldito verde. Algo más de amarillo, un punto de azul cobalto. Enseguida termino, ten paciencia. Ya está, mejor. Sigo. El viaje por tierra fue interminable y duro. Pasar por poblaciones derruidas, muertos amontonados sin enterrar. Viajar en carro, a pie, en algún camión desvencijado que se apiadara de aquella pobre gente. Piedad en medio del Infierno. Ni siquiera el Dios más cruel hubiera planificado el mundo de un modo tan cínico. Los pobres y desarraigados de aquella Europa destruida, a pesar incluso de no fiarse los unos de los otros, buscaban agruparse por las noches. Es el miedo. Tendemos a pensar que si el miedo se comparte se reducirá a nivel individual, que ilusos. Como si el miedo fuera una magnitud divisible. Pero a ellos les servía, las más de las veces. En un pajar, en una cueva, alejados de los caminos y fuera de la vista de los que todavía vivían infestados de la locura de la guerra, grupos que se habían despojado de toda humanidad y actuaban como perros salvajes hasta que alguna autoridad, o un grupo más fuerte los abatía. En esas noches, al calor de algún fuego, si era posible encenderlo, se contaban historias que cada uno había vivido en medio de aquella barbarie que cambiaría el mundo para siempre. En esas noches de duerme vela se enteró mi madre de lo que les gustaba hacer a los hombres. Porque lo que ella había conocido en casa no era ni de lejos lo que sucedió en otros pueblos cuando entraba en él el enemigo. Mujeres y niñas violadas. Niñas de 8, 10, 12 años. Nada frenaba los afanes de conquista de los vencedores. La mujer es el mejor receptáculo para la violencia ¿Sabes? Siempre ha sido así, dura y resistente para los golpes y elástica para entrar en ella. La Historia nos lo demuestra. Y a pesar de que la hipocresía nos lleve a creer que un acto tan deleznable como la violación ha prescrito en el cerebro de los hombres buenos, es mentira. Todo es una absoluta y completa mentira. La tortura sigue siendo la 51 mejor moneda con la que comprar el miedo, y el miedo es el arma más poderosa que poseemos. Ni el amor, ni el deseo, ni la envidia. Ningún pecado ni ninguna virtud superan el poder y la fuerza del miedo. La gran herramienta de los poderosos. Con ella se instiga al odio entre iguales, con ella se forjan guerras y se mantiene a los pueblos callados y sumisos. ¿Sabías que en el siglo XII los cruzados violaban sistemáticamente en nombre de la religión? Que poco debía importar Dios a aquella gente y que poco debemos importarle a Dios ninguno de nosotros. ¿Sabías que en el siglo XVIII los soldados ingleses violaban sistemáticamente a las mujeres escocesas? Así siempre, o un bando o el otro o ambos. En la primera guerra mundial les toco el papel agresor a los alemanes y en la segunda fueron los soviéticos quienes les pagaron con la misma moneda. Y todos y cada uno de aquellos actos estaba tan alejado del sexo como podía estarlo de la virtud. Eran actos de fuerza, de supremacía, de dominación. El acto último de humillación en el que el enemigo se reproduce en el vientre de la víctima regalándole la mitad de un enemigo, un ser que será amado y odiado por igual. En tiempos de locura colectiva el salvajismo va a más, siempre. Nunca existen límites a la monstruosidad humana. Pero mejor no hablemos más de eso. Imagino que no hará falta que te cuente todo el trayecto hasta conseguir embarcar en Barcelona. Imagino también que te será sencillo imaginar cómo aquel cerebro infantil fue infectándose de odios y miedos a partes iguales. Cada vez entendía más y más los actos de las mujeres de su pueblo. A buen seguro le era más ajeno el respeto y la tolerancia que se prodigaban sus padres adoptivos que todo el odio del que día a día se alimentaba. Te voy a confesar algo que igual te parece extraño, pero a mí siempre me ha parecido difícil odiar. Claro que también me ha parecido difícil amar, al menos en el sentido que relatan los libros o lo cuentan las personas con las que he tratado. Ya me conoces, a mí lo 52 que me gusta es la vida apacible rodeada de mis libros, escuchando música y, por encima de todas las cosas, degustar la pintura. La única de las artes capaz de aislar lo hermoso. Del viaje me contó muy pocas cosas. Sé que la seguridad de barco, al menos la que podía decidir entre la vida y la muerte, les relajó bastante; tanto, que fue entonces cuando se dio cuenta de que a Peter Bodo, el que sería su padre adoptivo, le gustaba dibujar. Durante los interminables días del viaje se dedicó a hacerle retratos, a ella y a otra niña de la que tras desembarcar ya nunca más sabrían. Ahora te hablaré de ella, es importante. Pero también fue importante la afición de su padrastro. Con toda probabilidad, si no hubiera sido por ella, por el dibujo y la pintura, jamás hubiéramos llegado, como ya te apunté ayer, a este momento. Mamá tuvo suerte con Peter Bodo. A pesar de ser como la mayoría de hombres: de mano fácil e intenciones lascivas, siempre supo manejarle y jugar con él. Y él, llevado por la curiosidad y predisposición hacia el Arte, de ella, se amoldó a la mayoría de sus designios. Con Peter Bodo aprendió mi madre, que hasta los seres más anodinos son capaces de copiar lo hermoso. Con diez años recién cumplidos sus ojos captaron los primeros esbozos de lo que es capaz el ser humano cuando desea atrapar el mundo para esclavizarlo en un papel o un lienzo. Mientras su madre adoptiva cosía o hablaba con otras mujeres, su padrastro retrataba todos y cada uno de los momentos que consideraba dignos de ello, y mamá, entre juegos y carreras, se sentaba a su lado para maravillarse con el contenido de aquellos cuadernos Te he prometido que hablaríamos de su compañera de viaje. Se llamaba María, como ella, y era un par de años mayor. Esa diferencia le daba un poder que mi madre todavía no tenía pero cuya utilidad pudo apreciar en toda su plenitud. La otra niña le enseñó el potencial del cuerpo femenino cuando se desea conseguir cosas. A pesar de que la mayoría de veces salía de caza ella sola, alguna que otra vez permitía a 53 mi madre que la acompañara y aprendiera lo que podía conseguir una mujer de un hombre simplemente jugando. En aquella inmensidad de barco había niños, jóvenes e incluso hombres mayores que estaban dispuestos a tocar y dejarse tocar por aquella púber. Los unos por curiosidad, los otros por necesidad y los últimos por pura lascivia, estaban dispuestos a pagar el precio por acariciar unos incipientes pechos que apenas se insinuaban y la sedosidad de un sexo tan ávido como curioso. Era lista aquella niña. Por lo que decía mamá nunca le faltó pan, chocolate, algunas monedas. Después le contaba a mi madre lo que sentía, le explicaba cómo era la anatomía de los hombres, todas sus diferencias y sus igualdades. Mi madre llegó a confesarme que aquella niña fue el único ser humano por el que sintió envidia. También me dijo que fue la que le dio la mejor lección que pudo aprender: “la facilidad con que los hombres hacen cualquier cosa por acariciar un pedazo de carne femenina”. En el transcurso de ese viaje entendió que todo era violencia, todo era abuso, pero a pesar de ello, si sabía jugar bien sus cartas, podría protegerse y sacar provecho de ellos. En el transcurso de ese viaje tomó consciencia de que los hombres podían ser unos asesinos despiadados pero, al mismo tiempo, capaces de dibujar la serenidad de un rostro infantil. La monstruosidad y la ternura contenidas bajo la misma piel. Brutal dicotomía. Tras días de navegación, nunca supimos cuantos, llegaron a Buenos Aires. Durante las primeras horas llegaron a dolerle los ojos. Se negaba a parpadear, me dijo. Había tantas cosas desconocidas que se agolpaban. Edificios de piedra, plazas tan grandes como su aldea. Multitud de personas andando por las inmensas avenidas. El tranvía, los coches, el subterráneo, la tiendas, las plazas... De allí se trasladaron a la ciudad cercana de Valentín Alsina. Era uno de los destinos de los muchos campesinos y obreros húngaros que llegaron a aquel país huyendo de los desastres de la primera gran guerra. 54 En ese lugar crecería. Hasta los doce años con muchas penurias, después, quiso la suerte que todo cambiara. Peter Bodo encontró trabajo como albañil en la construcción del puente que atravesaría el Riachuelo, uniendo ambas ciudades para siempre. Por cómo me lo contó, creo que fueron años felices para ella. Pudo ir a la escuela, algo impensable en Hungría. Pudo compaginar el colegio con la ayuda a Julia Szabó, su madrastra, costurera de buenas manos. Has de saber que la necesidad de poner un plato de comida en la mesa aguza el ingenio. Eso es algo que ni tú ni yo hemos conocido. Para nosotros todo ha sido fácil, pero para aquella gente y en aquellos tiempos era complicado vivir. Sí, la necesidad, todos necesitamos algo, todos adolecemos de algo. Por cada necesidad resuelta, aparece otra necesidad nueva. Hoy en día nos falta conformismo. Hemos perdido la aceptación de la fatalidad que tenía aquella gente. Nos hemos vuelto excesivamente hedonistas. Bien, la necesidad, te decía, obligó a Julia a espabilar para poner un plato en la mesa mientras Peter no tuvo un trabajo estable. Su calidad como costurera se había extendido entre las mujeres de los obreros y el boca a boca le mandaba un goteo continuo de mujeres que necesitaban arreglos. Girar un cuello, o una chaqueta entera; aprovechar un par de retales para extraer de ellos algún vestidito de niña; parchear sobre parcheado. Siempre llegaba alguna vecina o la amiga o la cuñada de alguien. Poco a poco mejoraba la economía de aquellos míseros inmigrantes, pues al igual que Peter, muchos otros encontraron empleo en la construcción del puente. Ahora, con su marido trabajando, pensó que no debía renunciar a lo conseguido. Eso la llevó a montar un pequeño taller en la habitación más grande de la casa. Si hasta entonces había efectuado trabajos para otros que eran igual que ellos, las obras del puente también trajeron trabajadores cualificados; ingenieros, hombres que venían con sus familias a dejar hasta seis años de sus vidas en aquella 55 gran obra. En poco tiempo se corrió la voz de que la señora Bodo tenía unas manos excelentes, como ya te dije. En poco tiempo, algunas se decidieron a probar suerte en su pequeño taller y corrieron aún más la voz. En poco tiempo acudían a su casa esas mujeres de clase media que podían permitirse algún que otro vestido para ellas o para sus hijas casaderas. Y de ellas aprendió mi madre cómo debe comportarse una señorita. Entre pespuntes e hilvanes su oído captaba el modo de hablar y comportarse de aquellas, y después, en la soledad de su habitación practicaba hasta convertir cada ademán y cada entonación en algo suyo. A los quince años su cuerpo era hermoso, insolente. Había aprendido a manejar a los muchachos, a provocar a los hombres y a mantener su cuerpo sin mácula visible, pero capaz, por sí mismo, de hechizar a media humanidad. Cuando, a veces, el marido, el novio o el amante de alguna cliente aparecía por la tienda para recogerla, mi madre ponía en marcha lo aprendido. Me consta que debía arrebatar miradas de lascivia a aquellos pobres tipos. Contoneándose, atusándose el cabello, mirándoles desde sus ojos oscuros con esa mezcla de inocencia y lujuria que tanto excita a los machos básicos. Jugaba. Los llevaba al límite de la incomodidad, o así al menos me los imagino yo. Lo mejor de todo, y esto sí que me lo confirmó ella, era que nadie se daba cuenta, ni Julia ni las pobres imbéciles que vivían en un sueño de príncipes azules y amores de folletín. Ninguno se daba cuenta de nada y terminaban entrando al trapo para que ella los desechara o para regalarles simplemente un breve contacto, un beso arrebatado el la mejilla o una tenue y superficial caricia. Es evidente que los odiaba. Odiaba a todos los que arruinaron la vida de tantas mujeres de su aldea, incluida su madre. A todos los que había encontrado en su huida por Europa, a todos aquellos a los que no conocía más que por sus atrocidades. Con Peter era distinto, a pesar de que lo despreciaba por sus borracheras y por su falta de 56 personalidad, era consciente de la dicotomía brutalidad-sensibilidad que se producía en él. Pero incluso eso lo aprovechaba para mejorar y aprender. No te imaginas lo que le debo de mis conocimientos de Arte. Pero de eso igual hablamos en otro momento. Ahora ya se va haciendo tarde y casi he terminado. De lo que te contaba de mamá apenas queda nada reseñable de aquella época. Nada al menos hasta los dieciocho años. Entonces sucedió algo que dio un giro más hacia este presente. Luego te contaré. 57 La identidad de los huesos Cerdanyola del Vallès - 1 de abril de 2010 —Te estoy preparando el informe. Lo recibirás por correo en un rato. De momento te adelantaré lo que hemos conseguido. Quien hablaba era Ortiz, Santos escuchaba sin dejar de darle vueltas a la cabeza. Con lo que tenían hasta la fecha, Conchi, apenas había podido preparar una lista de cinco candidatos cuyos expedientes, una vez leídos, se descartaron. Las piezas de plástico seguían siendo un callejón sin salida. Demasiado pequeñas para hacerse una mínima idea de a qué podían pertenecer y de una composición que podía formar parte de millares de lugares distintos. La única conclusión a la que habían llegado, dado que unidas formaban una diminuta arista roma, era a que podían pertenecer a algún tipo de timbre, pulsador o botón. Todo demasiado genérico como para disponer de una línea de investigación. Por no contar con que los dichosos plásticos bien podían ser lo que se pensó al principio: simple contaminación del lugar por parte de las muchas personas que patearon la zona del hallazgo. Bien poco de donde ir tirando, pensaba Santos asentía con monosílabos sin salir del todo de sus cavilaciones. Tomaba alguna anotación y emborronaba la hoja de una libreta. Hasta que algo captó su atención. Ortiz le detalló que los restos azulados de cartón pertenecían al carnet de alguna biblioteca de Barcelona y que tras algunos tratamientos se habían podido recuperar las letras de algunas palabras. La hoja de papel ya era otro cantar. Por el momento se había podido separar cada una de las dobleces. Tras ello habían recuperado seis pedazos de los ocho en los que estaba doblada la hoja. Después de plastificarlos con sumo cuidado se escanearon y, a través de procesos informáticos, habían reconstruido el 75% de una hoja tamaño DIN A4. Ahora el problema era hacer legible lo que parecía estar escrito en él. Los había mandado a unos expertos en 58 recuperación de textos antiguos y estaban a la espera de ver qué podía obtenerse de ellos. Aunque todo el mundo era pesimista en cuanto al resultado final. Tras colgar se recostó en la silla y se dispuso a terminarse el café frío que tenía delante de las narices desde primera hora de la mañana. Solo eso, no necesitaba nada más: cinco minutos de silencio para ponerse en paz consigo mismo y barrer un poco la confusión mental que sentía cada vez que comenzaba un caso y no había líneas claras de investigación. :::: Tal y como recibió el correo de Ortiz descolgó el teléfono y llamó a Elías: —Ha llegado lo que te comenté. Vente para acá mientras imprimo el archivo adjunto. Lanzó una orden de impresión, dos copias, recogió las dos hojas y le dio una al subinspector que ya estaba sentado frente a él. En el papel se podía ver la magia que el personal del laboratorio había hecho con los restos del cartón. De un pequeño retazo azulado, en el que originariamente no aparecía nada más que moho y suciedad, ahora podían leerse las letras “odoreda”, “Z” y “Jul”. —¡Coño, jefe, han aparecido letras! ¿Qué hacemos ahora con esto? Santos, haciendo caso omiso al tono de sorna del subinspector, esbozó una sonrisa y habló: —¿Tienes carnet de la biblioteca, Elías? —No, tengo carnet del Caprabo, del SME, del Barça; pero lo de las bibliotecas no lo toco demasiado bien. Pero me gusta leer ¡Eh! No me vengas ahora con paridas. Que en el centro comercial siempre tienen libros estupendos. 59 —Entonces entiendo el retintín con las letras y que no veas la maravilla que te he puesto ante los ojos, pero no te preocupes, usaremos el mío. Sacó su carnet de la biblioteca y lo puso en la mesa junto a la hoja impresa. —Mira y compara. Si te fijas, por la posición de las letras vemos algunos detalles que nos pueden ir muy bien: las letras “odoreda” forman parte del nombre de la biblioteca, si miras mi carnet verás que es la primera línea sobre la fotografía; el resto de letras que aparecen más a la derecha y abajo pertenecen: la “Z” a uno de los apellidos, y en la siguiente línea, la que corresponde al nombre, es donde leemos “Jul” ¿Lo ves? Al subinspector, que se le había ido iluminando la cara, respondió: —Entonces eso significa que podemos encontrar la biblioteca, a los socios, ver cuales coinciden con nuestras letras y que llevan años sin coger ningún libro ¡Cojonudo, inspector, eres un genio! En el lapso de tiempo que llevaban reunidos, el par de cafés que había llevado Elías habían pasado a mejor vida y la crispación inicial daba paso a una bocanada de alegría. La reunión se prolongó durante un rato más y a su término hicieron entrar a los miembros del equipo para ponerles en antecedentes. La tarea del carnet recayó en Conchi, como siempre. El proceso que utilizó fue la simplicidad ligada a unos buenos conocimientos de bases de datos y de lenguaje SQL. Con la lista de bibliotecas creó una tabla y sobre ella pidió una selección cuyo nombre contuviera la partícula “odoreda”. El ordenador le devolvió un solo nombre: Biblioteca Mercè Rodoreda. Teniendo la biblioteca solo tenía que crear otra tabla con los nombres de los socios y repetir una consulta similar a la primera con el nombre de todos ellos. El hecho de que la letra que pertenecía al apellido fuera una zeta tenía ventajas y desventajas: por una parte 60 simplificaba mucho la búsqueda, pero por otra había muchos apellidos españoles que terminaban con ella, de los cuales, la inmensa mayoría, eran los más comunes del país. Las letras del nombre, en cambio, le permitían simplificar mucho más el problema. Con el comienzo “Jul” no había mucho dónde escoger, buscó en el santoral nombres que empezaran por esas tres letras y solo encontró “Julio” y “Julián” y sus variantes catalanas “Juli” y “Julià.. La consulta SQL que lanzó pedía apellidos que terminaran con zeta, cuyos nombres comenzaran por “Jul” y que llevaran más de diez años sin pedir un libro en préstamo. Con la lista devuelta se fue a pedir sus fichas. Pasados un par de días habían resuelto ambos enigmas. La biblioteca Merçè Rodoreda pertenecía a la zona de Horta-Guinardó y en ella constaba un carnet, archivado como baja, de un tal Julián López cuya fotografía confirmaba el excelente trabajo realizado por la forense. Después se buscaron casos cerrados en dicha comisaría. Había una denuncia de 1992 por la desaparición de un joven llamado Julián López y tramitada por sus padres que vivían en la calle Olvido, del barrio del Guinardó. El caso constaba como cerrado pero en la carpeta no había foto alguna con la que contrastar las otras dos. A pesar de eso, todo lo demás cuadraba. Elías salió al encuentro de su superior. —Bingo, Santos, nuestros huesos ya tienen un nombre. —Siéntate y cuéntame. Le explicó los hallazgos y le dejó sobre la mesa la desgastada carpeta. Santos se recostó en su, felicitó a Elías, con la orden de que la extendiera al resto del equipo, y le pidió quedarse a solas. Abrió la carpeta y comenzó a leer. :::: El caso lo había llevado el Inspector Jesús Loperena de la comisaría de Horta-Guinardó. El expediente apenas constaba de cuatro 61 o cinco hojas explicativas con las pesquisas realizadas, todas ellas en un intervalo de no más de dos meses, después un salto de más de un año y una hoja en la que se archivaba el caso por falta de pruebas. Increíble. Primero aparecía la denuncia, típico papel folio de la época, escrito a máquina: “Hoy, en fecha lunes, 13 de enero de 1992, a las 16'40 horas se efectúa la denuncia por desaparición de Julián López. Varón, nacido el 15 de febrero de 1972. Dicha denuncia la tramitan sus padres: Julián López y Manuela Albalate, vecinos del barrio del Guinardó de Barcelona. En el momento de su desaparición el susodicho vestía pantalón estilo tejano, camiseta negra con las mangas cortadas, chaqueta del mismo tipo que el pantalón y botas camperas. Luce, además, un par de aros en las orejas...” Seguía con la poca información que pudieron aportar sus padres: ni amigos conocidos ni lugares frecuentados. Ningún dato singular que hubiera podido servir. En aquella época todavía muchos padres pagaban su incapacidad de aceptar que los tiempos habían cambiado, la Dictadura, muerta hacía años pero pendiente de ser enterrada, había dado paso a un deseo por parte de los jóvenes de olvidarse de la política y reconvertirla en hedonismo. España era otra, Barcelona se engalanaba para unas olimpiadas y muchos ni se daban cuenta del cambio. Después de la somera lectura de la única hoja de la denuncia pasó a la siguiente. Era una hoja manuscrita y de buena caligrafía que parecía haber sido realizada por alguien en los años cuarenta de la posguerra. Hacía juicios de valor con lo encontrado en la habitación del desaparecido; cuestionaba de forma fascista el haber encontrado un libro de Marcuse y con todo ello decidía que la tribu urbana a la que pertenecía era la de los punkis. Lo único aprovechable de aquel caos 62 de texto era el hecho de que el muchacho había comentado que deseaba viajar a Francia con un grupo de amigos; algo que desaprovechaba después pues no había otra referencia a quiénes pudieron ser los artífices de dicho viaje. Terminaba dando por sentado que la desaparición había sido voluntaria y zanjaba el caso sin despeinarse. Santos no pudo evitar un sentimiento de desprecio por un compañero de profesión tan desastroso. «Lo lejos que moriste de Francia, Julián», se dijo para sí mientras terminaba de leer el cúmulo de despropósitos. El borrador, o las notas personales, ya que aquello no podía formar parte del dossier de la investigación, lo firmaba un tal subinspector Joaquín Hita. Tras esa primera minuta había otras con resúmenes de la búsqueda infructuosa por parte de los agentes en todos los lugares escogidos por el inspector Loperena. Había un par más con las pesquisas hechas en probables bares en los que se reunían los jóvenes pertenecientes a tribus urbanas cercanas a la que pensaban que pertenecía el muchacho y después de un salto temporal, otra en la que el subinspector explicaba que ante la ausencia de pruebas que permitieran abrir cualquier línea de investigación se entendía que el tal Julián, como persona mayor de edad, había decidido desaparecer de manera voluntaria. Razón por la cual no se consideraba necesario continuar con el caso abierto, a pesar de lo cual no se daba por cerrado a la espera de que pudieran aparecer más pruebas que permitieran su re-apertura. Hasta eso último había sido un despropósito ya que la carpeta con todo su contenido se había encontrado en el archivo de casos cerrados. Por otra parte, tanto el inspector Loperena como el subinspector Hita constaban como baja en el cuerpo. Del segundo pudieron averiguar que había fallecido por una cirrosis fulminante poco antes de jubilarse; del primero que se había jubilado antes de la edad 63 reglamentaria, y tanto la dirección como el teléfono que constaba en la base de datos no estaban actualizados. Lo único que restaba ahora era ir a dar la mala noticia a los pobres padres si es que todavía vivían, tarea que recaía directamente en el inspector Santos Márquez y de la que rara vez delegaba. :::: 2 de abril de 2010 Al día siguiente y antes de ir a comisaría tomó el tren para acercarse a Barcelona, una vez allí cogió el metro y llegó a la dirección que constaba en la documentación del cadáver. Pulsó el timbre y cuando estaba a punto de marchar escuchó por el interfono una voz masculina: —Sí, dígame, ¿Quién es? —¿El señor Julián López? —Preguntó el inspector. —Sí, ¿Quién es usted? —Soy el inspector Santos Márquez, de los mossos d'escuadra de Cerdanyola del Vallès. Necesitaría hablar con usted por favor. Tras un largo silencio la puerta emitió el sonido característico del sistema de desbloqueo y Santos cruzó el umbral. Era un cuarto piso sin ascensor. Subió tomándose su tiempo, como si el hecho de prorrogar el encuentro fuera a minimizar en algo el golpe que representa dar una noticia de esa índole. Jamás se acostumbra uno a este tipo de cosas, jamás, se decía mientras llegaba a la última planta. Cuando llegó al rellano se encontró a un anciano enjuto y triste que le tendió la mano: —Buenos días inspector... Perdone, ¿Cómo dijo que se llamaba? —Santos, llámeme Santos, señor Julián. 64 —Le han encontrado ¿verdad? Después de tantos años mi mujer tenía razón, ¿verdad? Al menos se ha ahorrado lo que vendrá ahora. La pobre. No pudo con el sufrimiento ¿Sabe? Aguantó hasta el año pasado debatiéndose entre un corazón, cada vez más débil, que le decía que nuestro hijo estaba bien, y una cabeza que le repetía constantemente que algo malo le había sucedido. Hablaba para sí mismo. Lo hacía mientras avanzaba por el largo corredor que les llevaría a un lugar más cómodo, dejaba ir su letanía como si hacerlo deshinchase la pena y mitigase el dolor acumulado por la incerteza. Santos le seguía sin atreverse a abrir la boca. La experiencia dictaba tacto, calma y hablar lo justo salvo que el otro lado deseara saber más. Cuando llegaron a un pequeño comedor y Julián le invitó a sentarse se decidió hablar: —Créame que lo siento, de verdad. Pero sepa que todavía no tenemos la certeza de que sea su hijo, señor Julián. Hemos encontrado unos restos, pero deberá acercarse usted al anatómico forense para confirmar, si es que puede hacerlo, que la ropa que encontramos pudiera pertenecerle a él. Si eso nos falla podemos intentar hacer una prueba de ADN, si usted lo autoriza. También necesitaríamos una fotografía para nuestros archivos, la que debía estar en el dosier del caso parece ser que se perdió. Santos hablaba y no dejaba de mirarle a la cara. A pesar de estar profundamente triste y abatido daba la sensación de que en su cabeza se apagaba la incertidumbre tras tanto tiempo de lucha entre la aceptación y la negación. Estuvieron charlando durante un rato. Uno preguntando, y el otro mintiendo y disculpándose: «No sufrió...», «No sabemos con certeza que sucedió pero murió al instante...», «Sentimos mucho que haya tardado tanto tiempo en saber la noticia...», «Si no hubiera sido por unas obras realizadas en Cerdanyola jamás le hubiéramos encontrado...». La última disculpa fue por la poca profesionalidad de los 65 encargados de la investigación. El trabajo casi inútil del subinspector Hita y la dejadez del inspector Loperena por no destinar el más mínimo esfuerzo en tratar de resolver el caso. Esas últimas frases cambiaron el semblante del anciano, que interrumpió a Santos: —¿Que el inspector Loperena no se esforzó? Creo que andan ustedes muy errados. El otro sí, el tipo cojo que apestaba a taberna sí que se comportó de forma despreciable, pero no hable mal de Jesús. Él no tuvo la culpa de lo que le sucedió. A Santos le cambió el semblante, de la seriedad inicial pasó a otra entre la incredulidad y la sorpresa. En medio del silencio apenas acertó a preguntar: —¿Qué quiere usted decir con eso, qué sabe del inspector Loperena? Por lo que hemos podido saber, el suyo fue su último trabajo y tras él se jubiló antes de la edad que le correspondía. El anciano se quedó pensativo y volvió a hablar: —Me parece, señor, que ustedes no saben demasiadas cosas. Y no se lo tome a mal. ¿Dispone de tiempo señor Santos? Ante la respuesta afirmativa por parte del inspector le propuso preparar una cafetera y desembrollar aquel lio. Se levantó y salió hacia la cocina a preparar lo prometido. Santos, por su parte, mandó un correo al subinspector resumiéndole lo que estaba sucediendo e indicándole que, a ser posible, no le molestaran con llamadas; para otras cosas le podían mandar correos. El borboteo característico de cafetera Oroley le hizo salivar. Aún estaba en ayunas y conocía de sobras la capacidad de muchas cafeteras de ese tipo para hacer un café que en nada envidia a los de esas cápsulas de nombres rimbombantes que han puesto tan de moda. Mientras andaba en esos pensamientos apareció Julián con una bandeja. Tras depositarla en la mesa y servir unos olorosos cafés con leche, se dispuso a hablar. 66 —Le voy a explicar lo que yo recuerdo. No olvide que hace muchos años de esa desgracia, y aunque gracias a Dios tengo la cabeza bien, los disgustos habrán hecho sus cambios en ella para mitigar el sufrimiento. Le cuento. El día que pusimos la denuncia nos atendió un agente de los que estaban allí de guardia. Simplemente nos dijeron que en un par de días alguien de la brigada o de qué se yo se pondría en contacto con nosotros. »Así fue, cuando todavía no había pasado una semana apareció por casa aquel policía cojo, ni siquiera recuerdo su nombre. Creo que jamás lo supe, o no quise aprenderlo, o me obligué a olvidarlo. La cuestión es que llegó y sin apenas mediar palabra nos pidió mirar la habitación. Lo revolvía todo como si no le importara encontrar o no encontrar nada. Recuerdo también que mi mujer se dio cuenta de que faltaban más cosas de las que se apreciaban a simple vista y se lo dijo, y él le respondió que de eso ya se podía haber dado cuenta antes, al ir a poner la denuncia. Un impresentable, de verdad. Nosotros no habíamos mirado nada porque Julián era muy suyo. Entiéndame, era muy buen muchacho, pero a esa edad se tienen más secretos que vergüenza y nosotros, en nuestro interior, teníamos la necesidad de pensar que se habría ido a casa de alguien y que volvería como si tal cosa. Nos han pasado tantas cosas por la cabeza... El inspector se mantenía callado. Se había recostado en el pequeño sofá con las piernas cruzadas, la libreta en la mano izquierda, apoyada sobre la pierna y el bolígrafo en la derecha. De tanto en tanto asentía al anciano para hacerle saber que continuaba atento y que todas sus palabras eran importantes para la investigación. Julián siguió hablando. —Bien, no sé qué sucedería en la comisaría, pero pasadas tres semanas en las que, si no me falla la memoria apareció el mismo impresentable otras tantas veces, soltando cada vez comentarios insultantes contra la juventud y la falta de autoridad de los padres; 67 pasadas unas tres semanas, le decía, apareció el inspector Jesús Loperena. Lo cierto es que nos llamó para que fuéramos a comisaría, pero mi mujer no se sentía con fuerzas. La pobre, siempre le faltó salud ¿sabe? La cuestión es que nos dijo que se pasaría él y así lo hizo. Recuerdo que vino dos veces: la primera, la que le estaba contando, vino simplemente a pedir perdón por el comportamiento de su subordinado. No entró en demasiados detalles pero tampoco hizo falta, aquel impresentable era un rescoldo de la peor policía del franquismo que tuvimos que aceptar tras la muerte del dictador. Una herencia que nos tuvimos que comer sí o sí. Pero creo que me desvío de lo que quería decirle. Perdone. Eso, que la primera vez vino a disculparse en nombre propio y del cuerpo y a decirnos que tomaba él las riendas, “de manera personal”, nos dijo. Y después volvió a hablar con nosotros de los hábitos, amigos, lugares, de todo lo que supiéramos de nuestro hijo ¿Sabe usted lo poco que sabemos de los hijos? Los criamos, los educamos, y de repente llega un día en el que se convierten en unos completos desconocidos... Le saltaron unas lágrimas. Esa breve interrupción permitió a Santos servir otro par de cafés, encenderse un pitillo, tras el permiso del anciano. El pitillo pareció despertar de nuevo a Julián que siguió: —Debe dejar de fumar señor Santos. Eso es lo peor que puede hacer usted. Uno de tantos pitillos como ese fue el que terminó con la carrera de Jesús. —¿Qué quiere decir? —Lo que iba a terminar de contarle. Jesús fumaba como un suicida a cámara lenta. Esa segunda vez, tras hablar un buen rato, tomarse casi una cafetera y fumarse un buen puñado de pitillos se marchó y no volvimos a verle. Pasados unos días volvió a aparecer el policía cojo y nos contó que a Jesús le había dado un infarto. Pero... ¿Usted no sabía nada de todo esto? 68 —Pues no, señor Julián. No sabíamos nada en absoluto. En la documentación que nos llegó solo constaban los nombres de los dos policías que usted conoce y ambos han causado baja en el cuerpo y no están localizables. —Qué me va usted a contar. El cojo está muerto desde hace, al menos, diez años. —Espetó el anciano. Santos se sorprendió. —¿Y cómo sabe usted esto? Si me permite la pregunta. —Porque he seguido viendo a Jesús, al inspector Loperena. Pensaba que ustedes estarían al tanto, al menos de cómo le andaban las cosas en la actualidad. Cada vez más perplejo, Santos volvió a preguntar: —¿Está usted en contacto con Jesús Loperena? —Sí, es lo que le estoy diciendo ¿No le ha dicho él que viniera usted a darme el disgusto? —No, en absoluto. Ha sido algo mottu propio por la razón que le comenté al principio. ¿Cómo es que usted sigue viendo a Jesús Loperena, cómo contacta usted con él? —Nos llamamos por teléfono. Él, a pesar de no estar activo en el cuerpo ha seguido investigando por su lado. Aquello se había convertido de repente en un diálogo de besugos. Tras un buen rato clarificando todos y cada uno de los despropósitos pudieron dar por terminada la entrevista. Santos se iría a comisaría con un número de teléfono para contactar con Jesús Loperena y quedaba con Julián para el día siguiente en el Anatómico Forense. El inspector se había liberado del peso de la mala noticia y el anciano del de la incertidumbre. Se dieron un apretón de manos y salió. **** 69 Inicio 70 La tienda de María Kardos — 1938 Hablábamos de la infancia y la adolescencia de mi madre. No sé si te molestó que me extendiera tanto. Quiero que entiendas que es necesario. Es necesario que te cuente todo para que puedas comprender que lo que nos sucede tiene un sentido. A ninguna otra le he contado jamás lo que te estoy confesando a ti. Espero que comprendas que es porque ninguna otra ha representado lo que representas tú, salvo mamá. Lo que son las cosas, cuánto la echo de menos a veces. No, no me hagas caso, son solo momentos y tal como llegan se van. Permíteme que siga. Bien, en 1938, cuando terminaron las obras del puente sobre el Riachuelo, ella había cumplido los dieciocho años y Peter se quedó sin trabajo. Por suerte para la familia los esfuerzos de Julia, su esposa ¿Recuerdas?, habían conseguido ahorrar lo suficiente para trasladarse a Buenos Aires y realizar su sueño: montar su propio taller de costura. Un pequeño local a pie de calle que le permitiera habilitar un pequeño escaparate en el que exponer algunas de sus prendas y una puerta con visillos y avisador de campanilla tras la que recibiría a las clientas. Que fáciles son los sueños de los humildes. Aquellos que nunca han tenido nada, jamás empiezan por pedir la Luna. No sé si por el hecho de que conocen de antemano lo inalcanzable de algunas cosas o porque desconocen su existencia o su precio. Pero por norma general es así. Lo mismo que también puede suceder que al poco tiempo su propia ignorancia y su sed de venganza por toda la miseria pasada les conviertan en egoístas patológicos capaces de terminar con todo lo bueno que pueda rodearles, incluidos ellos mismos. Pero no es de psicología ni de comportamiento humano de lo que estamos hablando ¿Cierto? Es esta estúpida manía que tengo de irme por las ramas, haciéndome una pregunta tras otra, analizándolo todo. No importa, a estas alturas ya sabrás perdonar estas elucubraciones. Al fin y al cabo casi siempre hablo yo. Al menos ahora, con tantas cosas por 71 contarte. Seguiré. La cosa iba de un nuevo cambio y con él, la vida de mi madre volvía a tomar un rumbo inevitable. Durante esos años que te he contado Peter Bodo fue un buen padre. Entiéndeme, todo lo buen padre que podía ser un hombre con sus orígenes. Los sábados y algunos domingos acostumbraba a llegar tarde y oliendo a sexo, humo y alcohol. Al igual que a tantos otros esa bebida lo trasmutaba en bestia que gustaba de golpear a los que tuviera más cerca y fueran más débiles que él. A parte de eso, si estaba sobrio, era un buen hombre. Le gustaba pasar tiempo con mi madre, creo que ya te lo dije en otro momento. La dibujaba, hacía dibujos para ella, le enseñaba técnicas básicas de perspectiva. ¿Sabes que de aquella época todavía conservo un par de libros con los que mi abuelo enseñaba Arte a mi madre. Mi pobre abuelo falso, enamorado de la perspectiva y del Renacimiento. Para un hombre como él lo peor que podía sucederle era quedarse sin trabajo, la única cosa que le convertía en hombre. Bien, te contaba del traslado a Buenos Aires y de Julia, que pudo montar un taller en un pequeño local con vivienda. Para los tres no necesitaban mucho más. La publicidad de la época, el boca a boca, había continuado extendiéndose. La voz que decía “la húngara tiene unas manos de ángel” podía escucharse en las colas de las tiendas de los mercados y de ese modo, la señora Szabó, se fue haciendo con una clientela sencilla pero fiel. Pasado algún tiempo la situación había ido cambiando: las clientas eran cada vez más adineradas y Peter andaba cada vez más borracho. Lo primero, fue del todo punto, lógico, lo otro, lo de Peter, a poco que te lo plantees, también tuvo su explicación. No debemos olvidar que aquellos tipos habían crecido en una cultura como la que te conté al principio: siendo los amos y señores de lo que nosotros llamamos familia. La cuidaran más, como había hecho él, o fueran unos energúmenos, como muchos otros, para ellos, los integrantes de la 72 familia eran una propiedad a su cargo y bajo su yugo. Y el hecho de no tener trabajo, de darse cuenta de que su esposa era cada día más autosuficiente, el hecho de haber de aceptar que era ella y solo ella la que ponía la comida en la mesa le fueron enfermando; y él, pobre criatura, se dedicó a tomar la única medicina que conocía: el alcohol de las tabernas. Si había clientas en la tienda la tarea de calmar y controlar a Peter, si llegaba bebido y agresivo, recaía en mi madre. Nunca supo explicarme porqué pero aquel hombre tenía debilidad por ella. Por lo que sé, salvo que estuviera muy borracho nunca le levantaba la mano. Tras un tiempo la suerte se puso de su lado, del de ellas, quiero decir. A Peter lo atropelló un tranvía y se lo llevó al infierno. Eso les representó la salida del otro infierno, del real, del que se vive en la tierra día tras día para socavar el ánimo y la capacidad de las personas. Pero ya sabes el dicho: “Muerto el perro se acabó la rabia”. A partir de ahí mi madre pudo ayudar a Julia a tiempo completo y aprender de las clientas de más categoría. Fue por esa época, nunca he sabido su edad exacta, que a través de la hija casadera de una clienta importante empezó a tomar clases de piano. Nunca me dijo el nombre de aquel profesor de música, aunque años más tarde descubrí que había sido el pianista Jorge Villegas, el primer y último hombre que le rompió el corazón. Para ella nunca dejo de ser “mi profesor”. Has de saber que en aquel grupo social de nuevos ricos, simples clases medias con ínfulas de nobleza y con unos roles de género tan marcados, una señorita debía saber tocar el piano. Un insulto al Arte como cualquier otro. Y para la mayoría de aquellas ignorantes el hecho de aporrearlo ya era suficiente para sentirse acreedoras de cualidades artísticas y de pertenencia a una clase que se reía de ellas. Mi madre no, no podía aceptar esa cortedad de miras. No sé si por el hecho de haber adquirido una gran sensibilidad artística con 73 la pintura, pero para ella tocar el piano, la música en general, significó mucho más que lo perseguido por todas aquellas ingenuas y estúpidas que llenaban la tienda de su madrastra. Esto último es algo que no hizo falta que me detallara demasiado, lo deduje años más tarde mientras me hacía estudiar ese mismo instrumento y me hablaba de sensaciones, de la vibración del cuerpo, del sonido en la punta de los dedos, de tocar desde el escroto. Sí, es difícil de entender para los no dotados del gen del genio. Complicado, de verdad... A pesar de tener esa capacidad para sentir la música no se convirtió en una gran pianista. Lo supo al poco tiempo de comenzar a estudiar. El sacrificio terrible que necesita un instrumento, y todo para darse cuenta de que lo sentido en la cabeza no es necesariamente lo que podrá extraerse de los dedos, es una crueldad por la que muchos no desean pasar. Por contra, esa capacidad sensitiva, ese monstruo que a veces anida dentro para modificar la realidad, fue la que la hizo rendirse a su profesor, unos diez años mayor que ella. Ya te dije que apenas me habló de él, lo que sé lo sé a través de lo que me contaba mientras estábamos ante el piano en las largas tardes de invierno. Un artista con billete para genio no mezcla bien con el amor. En el interior de esos individuos arde una llama que solo ilumina su egolatría y su capacidad creadora. Hablan del amor, crean para el amor, interpretan desde el más profundo amor: al sonido, al color o a la palabra; pero son incapaces de amar otra cosa que no sean ellos mismos y su obra. Eso le sucedió a la pobre María. Él, un pianista con un ego mayor que su técnica, la engatusó desde Chopin, utilizando a Mozart, envenenándola con Bach y adormeciéndola con Tchaikovsky. Ella, demasiado sensible, hubiera podido resistirse al hombre y a su encanto, pero fue incapaz de resistirse a la fuerza de Kachaturian, la sensibilidad de Ravel o la sensualidad de Satie. Puedo imaginarme la escena. La alumna ante cualquiera de las Gnossienne sin saber cómo enfrentarse a la ausencia de compás; 74 sola ante una fila de notas sin marca rítmica alguna y él, crecido ante la joven cautiva, explicándole desde sus dedos sobre el teclado el significado de las anotaciones que acompañaban las figuras: “Sur la langue”, “Du bout de la pensée”, “Conseillez-vous Soigneusement”... Mientras las manos de él acariciaban el teclado sobre cada uno de los comentarios, ella debía sentirse acariciada a su vez... “Porter cela plus loin”, “Seul, pendant un instant”... Y él contándole la historia. Explicándole, con voz melosa y siseante, lo que perseguía Satie: la evocación de la Creta minoica y el laberinto de Knossos, el minotauro, la fuerza y virilidad de ese semihombre-semitoro suavizada por la sensualidad de las notas de la Gnossienne. Pobre mama, como la entiendo. Fue incapaz de resistirse. Sucumbió. Caídas las murallas, todo quedó a disposición del enemigo. María, la mujer que hasta entonces había controlado a todo hombre que se interpusiera entre ella y sus deseos, cayó rendida como lo hacían el resto de chiquillas con ansias de mujer. Que yo sepa, ella le amó con locura, y él, a su modo, también debió amarla, al menos durante un tiempo, el suficiente para que otra flor se interpusiera en el camino de ambos y destruyera todas las ilusiones de mamá. Mi madre siempre me contó muchas anécdotas de su vida, me hizo retazos más o menos extensos de diferentes momentos, personas, situaciones, pero creo que nunca me habló realmente de lo que sentía. Sus sentimientos eran algo enterrado muy dentro de ella a lo que nadie pudo acceder jamás. A pesar de ello, por lo que la conocí, siempre me he atrevido a imaginármelos, intentando creer que me parezco tanto a ella que puedo sentir esa empatía. Una ilusión, quizás, pero permíteme que me la atribuya y me sienta sabedor sus sentimientos más íntimos. Sé que tras el abandono sintió más dolor en su orgullo que en su corazón. Seguro. Una mujer que desde niña había jugado con los hombres pagaba ahora el precio de ser un juguete, y Por qué, por haber bajado la guardia, por haber pensado que el amor existía y sería 75 amada. Tengo muy claro que debió derramar las lágrimas justas, eliminó el recuerdo de la música de aquel tipo, el catalizador causante de su debilidad, y comenzó a trazar el castigo que le infligiría. Esto último es de mi cosecha ¿Sabes? Nunca he tenido la certeza de que le hiciera pagar por el daño hecho, pero me ilusiona pensar que aquel pobre tipo se llevó lo que le correspondía por haber jugado con ella. Pero yo hice mis deberes. Mucho tiempo después busqué en libros, hemerotecas, incluso en la Red para reconstruir retazos sueltos que me contaran y respondieran preguntas sobre mí y encontré algunas cosas. La primer noticia que encontré, una breve reseña fechada en 1942, explicaba que en el rio Negro, muy cerca de Neuquén, una población del centro de Argentina, había muerto ahogado el pianista Jorge Villegas. Tras el titular se rasgaban las vestiduras por la gran carrera que se había truncado con su muerte y la desaparición del nuevo Rubinstein argentino. En reseñas posteriores supe que tras realizarse la autopsia se determinó que había sido un accidente al encontrarse altas dosis de alcohol en sangre. Con esa información la policía deducía que tras beber en demasía y mientras andaba paseando en plena noche agarrado a la botella debió caer accidentalmente por algún puente con el subsiguiente ahogo y la aparición de su cadáver en un remanso cercano a un parque a las afueras de la ciudad. Poco más o menos así sucedió la cosa. Me dirás que esto podría ser totalmente casual y que esa ciudad está muy lejos de Buenos Aires. Cierto, y yo seguí mis indagaciones. Descubrí que estaba prometido con una señorita, no recuerdo su nombre, cuya familia vivía en el mismo barrio donde Julia tenía su tienda de costura. Demasiada casualidad ¿No crees? Da lo mismo, en mi fuero interno prefiero pensar que mamá se vengó de aquel imbécil del único modo que sabía. Siempre me ha gustado pensarlo así. 76 Lo que sí es una certeza es que después de aquello se centró en la tienda, sobre todo en aprender de las clientas y hacerse amiga de sus hijas. El tiempo libre lo dedicaba a tocar el piano, leer y aprovechar de ellos aquello que mereciera la pena. Está claro que debió jurarse no caer nunca más en algo tan estúpido como el amor. ¿Quién lo necesita cuando tiene lo que aquel puede ofrecer sin necesidad de sentimiento alguno? Pasados unos años el negocio andaba bien. Julia tenía algunas costureras que le hacían los trabajos más sencillos mientras ella se reservaba los de más responsabilidad y mi madre era la encargada de distribuir y recoger la ropa entre los distintos domicilios. En el trayecto hacia la casa de una de ellas pasaba por la avenida Belgrano y frente al Centro gallego de Buenos Aires. Ya sabes lo que les sucede a la mayoría de los hombres cuando ante ellos tienen a una hembra sensual que se contonea, algo que mama dominaba a la perfección, nuestro cerebro primitivo manda la sencilla orden de intentar cubrirla, y después de eso nuestro cerebro racional nos hace cometer estupideces en las más diversas formas sin ser conscientes de que ella, la mujer causante de tanto revuelo, ya ha escogido incluso antes de que nos percibamos de ello. Pero ¿Qué te voy a contar verdad? Eso lo sabes tú mejor que nadie. Sí, mama pasaba por allí los jueves, casi todos. Y ya desde el principio se había dado cuenta de que desde la puerta de ese edificio la miraba un hombre. No quiero entrar en detalles de los días, las miradas, el primer acercamiento, la primera palabra, el primer sonrojo ni la primera cita. La síntesis de todo aquello es que aquel hombre estaba allí porque su mujer, enferma desde hacía unos años, estaba recibiendo curas paliativas mientras venía a recogerla la Parca; él, un viudo en ciernes, se sentía atenazado por la soledad y porque su esposa jamás pudo darle un hijo. Imagínate el resto. Pasaron algunos meses y aquel hombre enviudó por fin. Ya sin lastre alguno estuvo cortejando a mi 77 madre; primero con el ánimo en contra de Julia que no entendía que una joven, todavía casadera, quisiera ser esposa de un hombre de cerca de sesenta años; pero más tarde con todas las bendiciones, y es que ser rico abre puertas en el Cielo y en el Infierno al mismo tiempo. Al igual que sucede siempre, una vez casada, las cosas cambiaron: el elegante, dadivoso y caballeroso gallego pasó a ser un viejo amargado que se moría de celos si su esposa salía sola a la calle. No dejaba de ser como la mayoría de los de su clase: él podía salir a putañear con unas y con otras; él podía coger a su esposa y lucirla en aquellos eventos donde hubiera ojos lascivos como los suyos; pero en casa, en la intimidad del hogar y cuando estaban a solas, era un bruto que apenas podía cabalgarla con un mínimo de dignidad, algo que me confesó ella misma. Esa frustración le hacía temer que lo abandonaría, le hacía imaginársela en los brazos de mil hombres distintos; no entendía que mi madre ya no perseguía eso, que ella solo necesitaba un mínimo de respeto, libertad para poder leer lo que se antojara, tocar en el piano lo que le apeteciera e ir a museos a alimentarse de la pintura que tanto añoraba. No tenía nada de eso. Su marido le controlaba las lecturas, las salidas, no toleraba la música y entendía en arte por su valor económico. No encontró la felicidad mi madre, con él tampoco. María era demasiado libertaria para aquella época y aquel lugar. A una mujer como ella siempre le estaría vedado el amor de un hombre. Pero a pesar de todo sí que consiguió algo que añoraba. Consiguió quedar encinta y tras una gestación tranquila y sin sobresaltos nací yo, Diego. Pero eso mejor dejarlo para otro día. Se nos acaba la luz y debemos dejar secar. Ahora descansa. Inicio 78 79 Primeras indagaciones Sant Cugat — 4 de julio de 2010 ¿Qué hacía Judit en ese retrato? Tras años de búsqueda, de haberme peleado con todos; después de dieciséis años sin haberla olvidado, me encontraba ahora ante una prueba irrefutable de mi error. La evidencia me decía que apenas a veinte kilómetros de casa, mi hermana había decidido posar para un pintor, y por la edad que aparentaba en el lienzo eso había sucedido en la época de nuestros últimos encuentros. No entendía nada. No podía concentrarme. «¿Tan grande fue el daño que mi estupidez de entonces te causó al no querer darme cuenta de la realidad? Yo era incapaz de ver. Y tú, mientras yo sufría por no saber nada de ti, posabas para un retrato al otro lado de la montaña ¿Estarás todavía en Sant Cugat, Judit? Te puedo imaginar felizmente casada y con un par de niños. Sería la tía Alba. Me da rabia, Judit. Si has hecho esto no tienes perdón de Dios. Yo, preocupada durante tantos años y tú viviendo al otro lado del Tibidabo. Qué te hubiera costado tomar el tren para venir a decirme Alba, estoy viviendo a un tiro de piedra con los ferrocarrils de la Generalitat. No, ésta es una opción imposible, impropia de ti ¿O sí? En nuestro último encuentro te dejé claro que no creía en ti. Te dejé como una mentirosa a pesar del daño que te habían hecho. Me negué a aceptar las barbaridades que me contaste ¿Quién iba a pensar aquello? ¿Tan difícil era darse cuenta?» Los recuerdos se agolpaban entremezclados y ella era la protagonista de todos ellos. Recuerdos tristes que pugnaban por volver a los ojos una vez más. :::: Comisaría de Horta-Guinardó - Diciembre de 1991 80 Veía frente a mí al subinspector Hita, un policía desaseado y carente de modales. Mientras sus ojos se movían entre sus papeles y mis ojos, un cigarro babeado y retorcido lo hacía a su vez entre sus labios, hurgándole la boca con habilidad de dentista. Empezó a hablarme. A pesar de la distancia que me proporcionaba la mesa, su aliento de cazalla, tabaco y poca higiene bucal, consiguió instalarse en mi nariz. Sentí un profundo asco pero me mantuve estoica. Por lo que hemos indagado y por lo que me ha contado tu padre, tu hermana… Judit —el nombre lo dijo después de buscar entre las hojas de papel—, ha sido siempre un poco casquivana y muy desobediente. También hemos preguntado en el barrio y en su círculo de amistades. Todos vienen a decir lo mismo: es una joven que desde siempre ha vivido su vida sin importarle demasiado nada ni nadie, dicen que está descontenta con todo y con todos, sobre todo con la familia, que siempre habla de marcharse y que, junto con unos amigos, estaba planificando un viaje a Francia. Tampoco hemos encontrado nada que haga pensar que estuviera metida en trapicheos con drogas, salvo ser consumidora de muchas de ellas. Y esto es buena una buena cosa para todos. Bien, como puedes ver la conclusión es clara: Judit no quiere saber nada de vosotros porque no le importáis y ha decidido darse el piro. Es mayor de edad y tiene todo el derecho del mundo a hacer lo que mejor le parezca. Así de claro y así de simple. La cuestión es que vamos a cerrar el caso hasta que aparezca algún indicio de dónde pueda estar. La Policía no puede dedicar más tiempo ni recursos a una desaparición voluntaria. Yo no daba crédito. Intenté hablar de lo que ella me había confesado pero una mirada de mi padre primero y la mano alzada del policía después me detuvieron. He hablado largo y tendido con tu padre, habló de nuevo, y me ha dicho lo mentirosa que era la niña. No te dejes llevar por lo que te haya contado tu hermana, hay quien nace 81 con buenos instintos y quien no. Ella se ha pasado la vida inventándose cosas. Y nada de lo que me dijiste tiene suficiente base como para seguir investigando. Terminó explicándonos que, al igual que ella, los otros tres amigos con los que andaba planificando el viaje, habían desaparecido. Y concluyó con la manida frase del Blanco y en botella… Mis padres permanecían callados a mi lado. Su silencio, sumado a la palabrería barata del policía y a que en mi interior seguía albergando todo tipo de dudas, provocaban una rabia que apenas podía canalizar. Dudaba de mi hermana, cierto, pero también dudaba de mis padres por negarlo todo desde su absoluto dogmatismo que no dejaba resquicios a la duda. Lo único que me quedaba era la confesión de una joven de pasado más que imaginativo y díscolo frente a las palabras de un policía que aceptaba como dogma cada frase que decía mi padre, mientras a mí me miraba como si fuera marciana. Así que, como ya te he dicho antes, si no aparece nada más, daremos el caso por cerrado, sentenciaba impertérrito el subinspector, Desde que nos gobiernan los socialistas este país es un barco a la deriva en el que todo se va a la mierda. La juventud perdida, drogada, sin ningún respeto ni vergüenza por nada. De seguir todo como tiempos del generalísimo ya les aseguro yo que a la niña ni se le hubiera ocurrido largarse de esa manera. Mis padres escuchaban aquellas palabras como si las dictara el mismo dios, y asentían como dóciles siervos. Al salir de la comisaría volvimos a casa en silencio. Mi padre un par de metros por delante nuestro, altivo, firme, orgulloso. Detrás, nosotras: mi madre, acomplejada, diminuta, encogida; como un escudero siguiendo a su Señor. Yo cerrando la marcha, pensativa, rabiosa, con preguntas sin respuesta y hechos que no encontraban confirmación. Para mí no había nada cerrado. Todo dependía de que mis padres reconocieran de una vez por todas las causas que habían 82 motivado que Judit se fuera de casa, su continua desobediencia, sus respuestas fuera de tono. Al llegar a casa explotó todo. Me enfrenté a mi madre y le exigí la verdad. Tú no eres nadie para exigirle nada a tu madre, gritó él sin darle tiempo a abrir la boca. Pues respóndeme tú, papá, se valiente por una vez en tu vida y habla, grité. Primera bofetada, mamá llorando e intentando interponerse en la pelea. Empujón y caída. Me abalancé a gritos sobre mi padre, No le pongas la mano encima, cerdo. Segunda bofetada. No me dolían, estaba fuera de mí y le seguía gritando como nunca lo había hecho, Eso es todo lo que sabes hacer, ¿verdad? Tenía razón Judit. Tenía toda la razón. Tú estás en el ajo. Y tú también mamá, con esa carita de buena y con tu silencio te has comportado con la misma bajeza que él. Hasta yo soy responsable. Tengo tanta culpa como vosotros, por no haberla creído, por haber pensado que erais personas y ella una cabeza loca. Y resulta que es la única normal de todos nosotros. Imagino que os importará menos que nada, pero los tres somos responsables de todo lo que suceda. De todo. Mañana vendré a buscar mis cosas, después no volveréis a verme. Lo solté a bocajarro y casi sin respirar. Ellos se quedaron allí escuchando sin creerlo. Yo, la dócil Alba, ¿hablaba de salir a vivir la vida? Imagino que entonces no me creyeron. Cuando callé me sentía Sísifo liberado de su penitencia. Me encerré en mi habitación, preparé mis pocas posesiones, esperé hasta que la casa se envolvió en el silenció y salí. Pero me iba todavía con una pregunta en los labios, una pregunta cuya respuesta llegaría por voz de mi madre algún tiempo después. :::: Sant Cugat - 4 de Julio de 2010 83 Salí de mis pensamientos. No era momento de dejarme arrastrar por las emociones. «Primero la razón, después el corazón», me decía sin apartar los ojos del retrato. Si deseaba volver a encontrarla debía centrarme en lo único que tenía: el retrato. Estaba claro que no tenía posibilidades de preguntar a la gente de la casa, ni me apetecía desnudar mi alma frente a Germán, eso, lo último. Conociéndole, buscaría sacar tajada de mi debilidad, y deberle favores al francés era convertirme en un nuevo Fausto. La única baza de la que disponía era encontrarla a través del artista. Ese sería mi camino. Me relajé y me centré de nuevo en el lienzo. Me di cuenta de que había algo extraño, algo no encajaba en aquella obra. La cara de mi hermana estaba integrada en una pintura que era incapaz de reconocer. El retrato era un elegante pastiche entre una obra famosa y la cara de Judit adaptada en ella. A primera vista se apreciaba que quien la hubiera pintado debía conocer muy bien la técnica. Era una obra luminosa, de pinceladas amplias, claramente impresionista. Un torso de mujer con vestido azul de tirantes, muy escotado, que en el lado derecho luce un par de claveles. El codo del brazo derecho descansa sobre una mesa y la mano sujeta la barbilla entre los dedos pulgar e índice que se hallan invertidos. Pero el rostro era el de Judit. Una extraña dicotomía que me impedía determinar cuál era la obra a pesar de haberla visto y reconocer ese torso y ese fondo rojo anaranjado ¡francés!, fue mi primera deducción objetiva. Repasé la lista de autores: Degas, Pissarro, Manet, Monet, Cézanne… ¿Caillebotte, tal vez?, tampoco, Renoir... Recordé el cuadro de los Remeros: una cara femenina al fondo, un brazo descansando en la barandilla y sobre éste la cara apoyada en él de forma muy parecida. Podía ser. La técnica y el colorido recordaban muchísimo a Auguste. Salí a toda prisa hacia la cocina. Abrí el portátil y esperé lo que fueron horas. Busqué información sobre Auguste Renoir y por fin 84 apareció un enlace con bastantes fotografías. La encontré. Se trataba del retrato de Jeanne Samary de 1877. Al no disponer de impresora ni cámara fotográfica salí corriendo hacia la salita, portátil en mano, con la imagen más nítida que pude encontrar. Los comparé y me quedé maravillada. Parecían idénticos. Pero no podía confirmarlo con unos recursos tan limitados. Necesitaba una pantalla de más resolución y buenas fotografías, pero sobre todo calma y recursos, orden y método. No era el momento, pero sería necesario acercarme a casa y traer todo mi equipo. Ahora debía trabajar con lo puesto, por limitado que fuera. Volví a centrarme en el retrato. Medidas del original: cincuenta y seis por cuarenta y seis centímetros. Grosso modo, tomando mi mano como referencia, confirmé que era casi del mismo tamaño. La copia, algo mayor, pero no demasiado. La calidad de los detalles, excelente: el difuminado del vestido, las pinceladas del fondo, el trazado y longitud de cada una de ellas; la misma luminosidad y los labios y ojos omnipresentes. Parecían pintados por la misma mano. Solo los colores se veían distintos, aunque eso era algo normal, los estaba comparando con fotografías tomadas de la Red. Para determinar la exactitud de los mismos y su textura sobre el lienzo, hubiera sido necesario tener el original, algo imposible. De esa exactitud solo diferían dos elementos: La cara de Judit y la firma: lo que parecía ser la letra griega “Fi” donde debería encontrarse el nombre del autor ¿A quién se le ocurre firmar un lienzo de ese modo? Pensé, y mientras lo estaba observando vino a mi memoria otro círculo igual. No era la primera vez que veía un círculo como aquel. Puedo tener problemas con las relaciones humanas pero no con mi memoria. Lo había visto en otro trabajo, estaba segura. Una urgencia feroz por terminar la restauración del Cristo románico se instaló en mi interior. Algo, a todas luces, contraproducente, pues el más mínimo error podría echar a perder la pieza y mi carrera. Debía imponerme un plan de trabajo coherente. Los 85 plazos son sagrados, y más con clientes adinerados que no acostumbran a aceptar que nada se tuerza del camino trazado y ordenado por ellos. No podía evitar sentirme como esos grandes felinos enjaulados que repiten una y otra vez los mismos movimientos de manera enfermiza. Igual que ellos, mis pasos me llevaban continuamente de la cocina al retrato y de este a la cocina. Era evidente que no podía continuar de ese modo. Necesitaba disponer de todo mi tiempo y la mejor forma de no desperdiciarlo era ahorrarme el que perdía en atravesar Barcelona y la montaña. Decidido, me trasladaría al palacete y me instalaría en la pequeña habitación anexa a la cocina. Lo único que necesitaba era algo de ropa, unos recursos informáticos mejores y mi cámara de fotos. Sin pensarlo más cogí el coche y salí. Mientras cruzaba Barcelona pensé de nuevo en Judit. :::: Barrio de Guinardó - abril de 1991 Habíamos quedado en un bar cercano a la casa de nuestros padres. Desde que marchó de casa, el mismo día que cumplía la mayoría de edad, Judit se había mantenido apartada. En nuestra charla telefónica me había comentado que había necesitado tomar distancia para poder destilar el odio hasta que no le cubriera el corazón. No la entendí, pero creí necesario vernos cara a cara. El encuentro se produjo sin palabras. Judit, la punki contestataria, apareció con una luz en los ojos que no le recordaba. Mi hermana puercoespín dejó caer sus púas y se lanzó a mis brazos susurrándome al oído un cálido te echaba de menos. Si quedaba algún arma alzada, la rendimos en ese abrazo. Nos sentamos. Ese día nos costó mucho enlazar las palabras y construir frases, hablaron más las manos y los ojos. Transcurrido un buen rato, sin 86 apenas más frases que las necesarias para saber la una de la otra, nos tocaba volver a nuestras vidas. Me quedan cosas que hacer antes de ir a casa, fue mi excusa. No le digas nada de esto a tus padres, por favor, pidió Judit. Nos despedimos con un nos vemos y cada cual marchó a su vida. :::: Sant Cugat - 4 de Julio de 2010 Ya en la casa dejé la bolsa con la ropa en la habitación de servicio. En un sencillo escritorio que había en ella, monté el ordenador de sobremesa, la impresora láser color e instalé un dispositivo inalámbrico de acceso más rápido a Internet. Lo había comprado antes de salir de Barcelona y comprobé que la vendedora no me había tomado el pelo. Con todo organizado, imprimí una de las fotografías que había guardado de la Red, saqué la cámara fotográfica y me fui con ambas cosas a la habitación. La intención era hacer un estudio comparativo con la obra real antes de descolgar el retrato para analizarlo y para ello con las fotografías ya tenía suficiente. En la medida de lo posible quería evitar al máximo la manipulación. No deseaba tener más problemas de los estrictamente necesarios. Me acerqué al lienzo y comencé mi tarea. Con una cinta métrica confirmé que la copia era algo mayor: setenta y dos por sesenta centímetros. No era un calco, era una copia perfectamente realizada tomando todos y cada uno de los puntos de referencia que daba la obra original. Tras esa confirmación hice unas ligeras raspaduras en diferentes colores del cuadro, incluido el extraño rojo de la firma. Cada una de las muestras la metí en unos pequeños recipientes de cristal en los que iba etiquetando un número asociado a otro idéntico que escribía en la foto y 87 que relacionaba con un círculo para saber, del modo más exacto posible, a qué parte de la obra correspondía cada uno de ellos. Después los mandaría analizar para determinar los tipos de pintura hasta donde fuera posible y si con ellos podía conseguir alguna cosa más. Terminado eso me puse a disparar la cámara y recordé el vinilo que jamás le entregué. :::: Barrio del Guinardó - Junio 1991 Fue en nuestro segundo encuentro cuando afloraron todas las palabras no dichas en el primero. Recuerdo que le dije que tenía preparado un disco para su aniversario. No me digas, respondió, sorprendida. Esa vez me lo había preparado bien. No actué como una pardilla. Hablé yo. Le conté que me había ido un par de semanas antes a la calle Tallers y había preguntado, como la neófita que era, qué disco podría gustarle a una chica punki. Imagínate la cara de aquellos tíos, le conté. No se echaron a reír de milagro. Juraría que Judit me escuchaba con admiración. Era consciente de cuánto esfuerzo debía haber hecho su hermana, la estirada, al salir del barrio de los papás y acercarme a esas calles de ciutat vella que me parecían la antesala del infierno. Me preguntó por el resultado. Le respondí que conseguí entrar en un local en el que un vendedor prefirió ver una futura acólita en vez de un bicho raro y me vendió lo que según él era un disco muy influyente grabado entre no sé qué años y me disertó sobre los músicos y yo que sé cuántas cosas. Mira, es este, le dije mientras sacaba un vinilo de dentro de una bolsa y se lo ponía delante. Judit lo cogió como si fuera un objeto de culto y leyó en voz alta: el “Walk among us” de Misfits. Me encanta Alba ¡Joder, que detalle! Le recriminé el lenguaje y 88 ella, a diferencia de cuando vivía en casa se excusó y me dio las gracias por el regalo. Le expliqué que había estado a punto de romperlo, que no se imaginaba el enfado que cogí cuando llegué a casa el día de su aniversario y me encontré a mamá llorando y a papá que me contó que habías decidido irte de casa. No entendía nada, Judit, ¿qué te habíamos hecho nosotros para que huyeras de aquel modo? No paraba de pensar en el pasado, en todos los enfados que habíamos tenido. Sigo sin entenderlo, de verdad. Papá es un poco carca y chapado a la antigua, pero si se le sabe llevar es dócil; y mamá es una mujer de las de antes, con sus manías, su casa, su marido, su preocupación por que seamos buenas y encontremos novio y nos casemos. Hasta yo me he portado mal contigo, lo sé. Las veces que salía con mis pandillas y aparecías tú con aquellas pintas, porque ibas muchísimo peor de lo que vas ahora, ¿sabes? ¿Qué querías que hiciera?, a mí me interesaban aquellos chicos, me lo pasaba bien con ellos. Y si aparecías tú no era lo mismo. Ahora, al no tenerte, se me ha pasado en enfado, pero durante años me caíste fatal. Pero quería que resolviéramos los problemas, por eso me pareció buena idea buscarte una cosa que sabía que te gustaría. Y cuando vi el título me pareció genial: “Camina entre nosotros”. Lo entendí como una manera de integrarte de nuevo en la familia. Y tú vas y desapareces. Pero da lo mismo, ahora nos hemos vuelto a encontrar y todo se solucionará. Judit me escuchaba sin decir nada, como si no entendiera. Le había cambiado la cara y me soltó un ¿No te quieres enterar o es que realmente no te enteras de nada, Alba? Le respondí que no sabía de qué me estaba hablando y ella, por toda explicación, me dijo que yo solo me enteraba de lo que me convenía y hacía oídos sordos a lo que no me interesaba. Volvía a las andadas. Con un volumen más alto de lo que aconsejaba el lugar le pedí que me contara lo que fuera que no sabía. Ella, mirándome fijamente a los ojos me dijo que se lo preguntara 89 a nuestro padre, que te lo cuente él que es el señor de la casa y el amo de todo lo que hay en ella ¿Qué te ha hecho papá para que siempre estés así con él? Grité. Ella se levantó, apoyó las manos sobre la mesa, acercó su cara a la mía y me dijo que le preguntara por su amigo, que a ver si tenía cojones de responderme. Después, con una carita triste que se me quedó grabada para siempre, se marchó. Esa fue la última vez que la vi. :::: Sant Cugat 4 de Julio de 2010 Todavía hoy me pregunto cómo pudieron ser tan hipócritas mis padres. Aunque tengo claras un par de cosas: que alguien te regale el cincuenta por ciento de su código genético no garantiza que vayan a ser buenos padres y buenas personas. Más allá de vínculos y relaciones, las personas solo son lo que son. Pero eso, ahora, no era importante. Tenía bastantes fotografías para comenzar a trabajar. Volví a la habitación pasé las fotografías de la cámara a una carpeta del ordenador y busqué por la red las que mejor definición pudieran darme. Con todo preparado decidí que era hora de ir a dormir, estaba cansada y aquella tarea necesitaba de calma y buen ojo, algo que a esas alturas me faltaba. A pesar del agotamiento sabía que enfrentarme a una cama nueva, pequeña, con una almohada que no era la mía y en una casa cuyos ruidos desconocía me dificultaría el conciliar el sueño. Me equivoqué, apenas tuve el tiempo justo de planificar mi estrategia. ::::: Sant Cugat - 5 de julio de 2010 Ese lunes me levanté temprano. El plan que me había trazado antes de dormir tenía dos fases: una matinal: trabajar en la talla hasta 90 el mediodía sin descansos y otra vespertina: centrarme en el retrato. En ambas quedaba patente que las entretenidas charlas con el jardinero se reducirían. Siguiendo esas simples normas terminaría el trabajo sin problemas, podría buscar al pintor, estudiar el cuadro y hablar con quien pudiera suministrarme alguna pista; cualquier cosa que me llevara hasta mi hermana. La primera tarea de la tarde, no obstante, era buscar en la base de datos de mis trabajos anteriores la obra en la que había visto un símbolo idéntico. Después de una frugal ensalada de frutas me senté con mi té helado entre las manos y comencé a calibrar los hechos. Si Germán me había mandado allí, cabía la posibilidad de que fuera consciente de la existencia del retrato. Pero él no sabía nada acerca de mi hermana. Podía ser que los dueños de la mansión sí la conocieran, y si eso era así cabía la posibilidad de que ella hubiera hablado de mí. Aunque eso era imposible, cuando Judit y yo nos separamos todavía no me dedicaba al mundo de la restauración. No me dedicaba a nada, más bien. No podía ser casual que me tocara realizar un trabajo con unas condiciones tan específicas y que en ese mismo lugar apareciera un retrato de Judit. Igual en algún momento había hablado de ella con Germán. Y si era eso, ¿Qué interés tendría él en que yo la descubriera de ese modo, qué pretendía ganar con ello? Todo se me hacía extraño. El caos mental me impedía aplicar correctamente el principio de la navaja de Ockham. Ninguna de las soluciones me parecía bastante sencilla salvo la simple casualidad. Sin salir de mis pensamientos, comencé a buscar el extraño símbolo rojo en otro de mis trabajos. Soy consciente de tener una buena memoria visual y eso me animaba a pensar que no andaba errada. Empecé a abrirlos uno a uno. Más de 10 años de fotos y notas en un disco externo casi lleno. La sola idea de lo que me esperaba me trajo a memoria el comentario de uno de mis antiguos amantes: «con 91 todo ese material deberías hacerte una buena base de datos. Yo puedo echarte una mano», había dicho hacía ya más de un año. Sentí haberle dado puerta demasiado pronto. De no haberlo hecho, ahora no estaría mirando documento a documento. Sonriéndole a la pantalla me dije que tenía alma de meretriz. Serían cerca de las 9 de la tarde cuando lo encontré por fin. Se hallaba en un trabajo fechado tres años antes (Ya se verá lo del tiempo sería más creíble que solo fueran 2 añitos. Es primer asesinato con símbolo). La restauración pertenecía a un secreter de madera labrada y el retrato, la mayor parte de él más bien, simplemente se había colado en dos de las fotos al estar colgado sobre la pieza restaurada. En las notas solo constaba que había restituido una parte de marquetería del sobre de escritura así como la limpieza y recuperación del color de un paisaje pintado e integrado en él. Pero el cuadro existía. Mi memoria no había fallado. Tomé la parte de la foto en la que estaba el cuadro, la corté y pegué en un documento gráfico nuevo y maximicé la zona de la firma sin perder el mínimo de resolución. Sí, allí estaba claramente el símbolo. Era rojo, igual que el de Judit, pero la forma era distinta. En lugar del simple círculo que había guardado en mi memoria, este estaba cruzado por dos diámetros perpendiculares entre sí “ ” (NOTA T-9). Lo atribuí a algún capricho del pintor, a una modificación voluntaria de su firma. No veía otra razón en ello. Lo dejé de lado y me centré en la imagen del retrato. Al igual que el de Judit, este también mostraba el torso de una figura femenina. Recordé porqué la guardé en la memoria: era una copia de una obra de Singer Sargent, pintor que a mí me gustaba bastante, pero mi fotografía no recogía toda la parte superior y no se llegaba a apreciar toda la cara. La sensación de desasosiego persistía. Abandoné las fotos y continué leyendo las notas. El golpe de suerte, si es que podía llamarlo así, era el hecho de que en aquel trabajo coincidí por primera vez con Anabel Armendáriz, 92 una reputada periodista gráfica de una de esas revistas que muestran hermosas casas inaccesibles. Aquel trabajo también había sido un encargo de Germán. No sé por qué, pero no me sorprendí, casi esperaba que fuera así. Una alarma interior alimentaba cada vez más la certeza de que el anticuario tenía que ver con todo aquello. Me lo decía la intuición y siempre había confiado en ella. Pero preferí centrarme en Anabel, una mujer con la que me sentía totalmente cómoda. Sí, era imprescindible quedar con ella y ver qué información podía suministrarme sin entrar en demasiados detalles. Estaba cansada pero no tenía sueño. Decidí darme una ducha y acostarme. Mi cabeza jugaba un extraño partido de tenis entre Germán y Anabel. Del primero desconfiaba y tenía la seguridad de que sabía algo que podría llevarme a encontrar a Judit. De la otra tenía la completa seguridad de que pondría todos los recursos a su disposición pero difícilmente sabría algo de ella. Apenas había terminado el primer set me quedé dormida. **** Inicio 93 Primer encuentro Santos Loperena Cerdanyola del Vallès - 30 de junio de 2010 o 5 de julio 2010 Santos llamó al teléfono que le había dado el padre de Julián. Al otro lado de la línea, y en contra de lo que esperaba, había una voz resuelta y firme. Era lunes cinco de julio, quedaron para el martes a primera hora. A la mañana siguiente, apenas entró Santos a la comisaría, se le dio aviso de que estaba esperándole el inspector jubilado Jesús Loperena. Háganle pasar en diez minutos, ordenó. Después se encerró en su despacho. Pasado el intervalo fijado se abrió la puerta y un policía invitó a entrar a la visita. Quien la cruzó no era precisamente alguien con la fisonomía que Santos había construido en su cabeza. Se trataba de un hombre que podía rondar los setenta y pocos años, con delgadez de gueto pero erguido, casi altivo, lo que le daba la apariencia de ser más alto; muy cuidado, tanto en su ropa como en su cara y manos; en su mirada se adivinaba una inmensa curiosidad y, disimulado tras ella, un terrible cansancio. Santos se levantó y rodeó su mesa para saludarle: —Buenos días, inspector Loperena. Mi nombre es Santos, Santos Márquez. Tome asiento por favor. —Buenos días, inspector Márquez. Gracias por otorgarme el rango de “inspector”. No le diré que no me hace ilusión y me recuerda los viejos tiempos, pero yo ya estoy jubilado. De verdad, se lo agradezco, pero casi mejor llámeme Jesús. Santos confirmó la invitación con un gesto de la mano diciendo —De acuerdo, renunciaré al protocolo si usted me llama también por mi nombre de pila. —Con mucho gusto. Santos, entonces. 94 El inspector volvió a rodear su mesa y se sentó de nuevo. Ambos se quedaron mirándose unos instantes. Loperena rompió el silencio. —Usted dirá. Su llamada de anoche no dejó traslucir demasiadas cosas, aunque tengo una intuición de cuál pueda ser la causa de su invitación. —¿Y cuál piensa usted que es? —No me andaré con rodeos. Ayer, tras su llamada, recibí otra de Julián López, en ella me puso en antecedentes de su hallazgo. Entre lágrimas me explicó que habían encontrado los restos de su hijo. Imagino que habrán reabierto el caso que me ha tenido en vilo los últimos años y se habrán encontrado con mi nombre en los papeles de ese caso. El inspector Márquez se lo miraba con un cierto desprecio. Cuando el anciano terminó de hablar empezó él: —Parto de la base de que todavía no está confirmado al cien por cien que los restos sean los de Julián. Falta el reconocimiento de los efectos personales por parte del padre y unas pruebas de ADN que lo certifiquen todo al cien por cien. Dicho esto, yo tampoco quiero andarme con rodeos, Jesús. Por eso le diré que no me cuadran las cosas ¿Sabe? No me cuadra que usted haya estado investigando por su cuenta encontrándose fuera del cuerpo. Al igual que a la mayoría, no me gusta hacer el ridículo y ayer, en casa de aquel pobre hombre, lo hice, un ridículo espantoso, y puse en entredicho la eficacia y profesionalidad del cuerpo al que represento. Julián no quiso contarme nada. Según me dijo, prefería que fuera usted mismo quien me iluminara en todo este despropósito. Imaginará que eso no me hizo ninguna gracia… A medida que el inspector soltaba su perorata podía observar cómo aumentaba la inquietud del anciano. Cuando calló, Jesús respiró profundamente varias veces y respondió: 95 —No tengo ni idea de a qué se está refiriendo, inspector. Lo que tengo claro es que aquí debe haber algún tipo de confusión y no está en mi cabeza. ¿Me permite que ahora me explique yo? Con el escepticismo vistiendo su cara, Santos hizo un ademán invitando a hablar a Loperena. —No me extenderé demasiado inspector, creo que más tarde habrá tiempo para hablar, pero imagino que usted no está al tanto de todo y ha prejuzgado sin saber; cosa que, y no le sepa mal que se lo diga, sí parece demostrar una cierta falta de profesionalidad. Santos, desde el otro lado de la mesa, apenas mantenía la compostura. Jesús continuó. —Hace unos dieciocho años, apenas comenzada la investigación de un joven desaparecido, tuve que pararle los pies a un subinspector impresentable que me asignaron en esa época, Chimo Hita, se llamaba. Un legado de la dictadura franquista que venía de la desgraciadamente famosa Dirección General de Seguridad. Pero ya sabe cómo entramos en la Democracia: por la puerta de atrás y tragando mucha mierda. Por esa razón, alguno de arriba que añoraba “sus tiempos mejores” me lo colocó me gustase o no. No deseo aburrirle con detalles de su trabajo, imagino que habrá visto el expediente del caso y le habrá sucedido lo que a mí, que cuando vi el modo en que había llevado las primeras pesquisas, sobre todo con los padres de aquel pobre muchacho, y leí algunas de sus notas personales decidí apartarle de la calle y tomar yo las riendas. »Empecé de cero. Volví a ver a aquel matrimonio para intentar solucionar el despropósito que aquel impresentable había montado. Deseaba ir poco a poco, a pesar de que en mi interior pensaba que aquel muchacho, al igual que tantos otros, se había ido voluntariamente; quería, al menos, cerrar el caso con la conciencia tranquila. Todo iba bien, pero ¿Sabe que me pasó? Que tras la segunda o tercera visita me dio un infarto. Que putada ¿Verdad? 96 »A partir de ahí estuve un tiempo convaleciente y, algo más tarde, mi esposa me obligó a pre jubilarme bajo amenaza de abandono. A dónde podía ir un guiñapo que no sabía ni vestirse sin la supervisión de su esposa... Lo que sucedió en el tiempo que estuve convaleciente nunca lo he sabido con certeza. Tuve que esperar a que faltara mi pobre mujer, que Dios la tenga en la gloria, para liberarme de su yugo protector y moverme libremente. »Como comprenderá, cuando volví a pasar por comisaría ya no existía mi equipo, los habían destinado a diferentes puestos y lo único que saqué en claro fue que el caso se había cerrado. Se me fueron las ganas de buscar más, pero el azar me llevó a dejarle mi piso a mi hijo, el mayor, y a alquilarme uno mucho más pequeño en una zona no demasiado alejada de donde vivían los padres del muchacho. Desde entonces no he dejado de visitarles, primero como penitencia, aunque fuera ajena, y después por una extraña amistad originada en el hijo ausente. Esa es la historia, ahora ya está al tanto de todo y puede juzgar los hechos de una forma menos subjetiva. Santos había escuchado en silencio. A medida que Jesús hablaba se incrementaba su sentido de culpa. Ahora, con el anciano en silencio, apenas sabía que decir salvo enseñarle la carpeta con los papeles en los que estaba estampada su firma. Mientras lo hojeaba, la cara de Loperena iba pasando por todos los colores de la indignación. La mayoría de aquellas firmas eran falsas. Hizo partícipe de ello a Santos, así como de la bajeza moral del falsificador. Hablaron del pasado: de la creencia de que aquella desaparición había sido voluntaria, de las indagaciones hechas por todos los lugares frecuentados por el joven, de las preguntas hechas a toda la gente de cada uno de esos lugares y de las conclusiones de todo ello: que era un muchacho introvertido, amante de los Sex Pistols y seguidor de algunas teorías anarquistas; que perseguía marchar de España para establecerse en Francia o en algún otro país europeo. 97 Ningún trabajo serio, solo aprendizajes en algún taller mecánico, mozo en una tienda de jardinería y comercial en una editorial. De las pesquisas realizadas en esos lugares tampoco se sacó nada en claro salvo que le habían echado de todos ellos por reiteradas faltas de puntualidad. —Por su parte, ¿Han avanzado en algo su investigación, Santos? —preguntó Loperena. —No, en absoluto. A parte del lugar en el que se hallaron los restos, descubrir su identidad gracias a los restos restaurados de un carnet de biblioteca y tener indicios de que debió ser torturado, nada más. —¿Torturado, dice? —Sí; las lesiones halladas en los huesos así lo determinan. —¿Quién querría torturar a un chaval de diecinueve años y para qué? —No lo sabemos, tal vez averiguó algo que no debía, algún secreto de alguien, o haría de camello para otro al que le habría hecho la pirula con la mercancía. Ya le digo, estamos en blanco. Y usted ¿Ha encontrado alguna cosa en las indagaciones que me consta ha estado haciendo por su cuenta. El anciano, con la cara más apesadumbrada que al principio habló de nuevo. —No, tampoco he encontrado nada. Si he de serle sincero hacía ya mucho tiempo que había aceptado la teoría de su desaparición voluntaria y dejé de indagar, imagino que por salud. No conseguía nada y no me quedaban contactos a los que recurrir, ni dentro ni fuera del cuerpo. Mire, le enseñaré la única pista que atesoro y la verdadera causa de que me haya decidido a venir a verle. Sacó la cartera de su bolsillo, la abrió, extrajo una fotografía y se la entregó a Santos. Después siguió hablando. 98 —Es una fotografía que apareció tiempo después. En ella se ve a tres jóvenes ante una ermita románica. Si le da la vuelta verá que hay un breve texto. Santos dejó de mirar al anciano y se concentró en la foto. Como fondo se veía un paisaje de postal que enmarcaba una pequeña ermita románica. Por delante de ella y algo más abajo una serie de vehículos aparcado en batería en lo que debía ser el parking de visitantes. En primer plano se veía a los tres jóvenes. Estaban apoyados sobre la parte delantera de un vehículo de color amarillo que podía ser un Citroën mehari. Alrededor de los vehículos de la parte superior se podía ver a un par de chiquillos que parecían jugar y por los alrededores de la iglesia apenas se distinguían ya a una pocas personas. Le dio la vuelta y vio el texto que contenía. Lo leyó en voz alta. —«1992, Ermita de Santa Margarida. Después de la aventura. JG1, JG2, JL y JM. El póquer de jotas. Foto para el recuerdo» ¿Y esto es todo, una ermita, una aventura y unas siglas? ¿Pudo usted averiguar algo sobre todo eso? —Apenas nada, ya le he dicho antes que no tenía recursos para encontrar nada ni nadie me hacía el menor caso al indagar sobre un caso que estaba cerrado y olvidado. Para colmo, mi movilidad es reducida. Lo único que pude averiguar fue que la ermita es una de las muchas que hay por la Vall de Bohí; “JL” corresponde a las iniciales de Julián López y “JM” a las de un tal Juan Martínez, amigo de Julián el cual, según me contaron sus padres, se marchó a Francia por las fechas de la desaparición y murió por sobredosis unos años más tarde. —¿Y las otras siglas? —Nadie ha sabido decirme nada. Imagino que pertenecerán a dos muchachas, la de la foto y la que debió hacerla, pero nadie la vio nunca con ellos. —¿Y los números? 99 —Ni idea. Solo se me ocurre que al tener las mismas iniciales se llamen igual y, al menos yo lo había usado de joven, se les dé un número de orden. Santos se levantó de la silla, se disculpó con Loperena y salió del despacho. Entregó la foto a Conchi para que la escaneara por ambos lados, intentara ampliarla el máximo sin que perdiera nitidez y la adjuntara al dossier, y que una vez hecho eso buscara donde hiciera falta y con la máxima urgencia cualquier referencia a esa ermita. Terminó pidiendo al aire que alguien le entrara un café y un par de botellas de agua y volvió a encerrarse con el anciano. —Bien, Jesús, los sistemas informáticos de hoy en día son más ágiles que cien de nosotros hurgando por los archivos, al menos en algunos aspectos. He pedido que nos busquen información de la ermita. He pensado que eso de la “aventura” no fuera algún acto de profanación, una misa negra o alguna reunión de brujos. —¿Brujería? —No descartemos nada, pero por lo poco que sé, todas esas ermitas que pueblan el camino de Santiago se construyeron en lugares altamente energéticos de la Tierra. Por aquellos tiempos, religión y paganismo andaban muy de la mano, muchos de sus monjes tenían mucho de zahories o druidas y eran receptivos a las fuerzas naturales de la Tierra. No sería de extrañar que alguna secta o algún pequeño grupo pirados hubieran hecho un sacrificio con el pobre chaval. La entrada de un joven policía con las bebidas les interrumpió. —Para usted no he pedido café —volvió a hablar el inspector—, al decirme lo del corazón di por supuesto que no tomaba… —Ha hecho bien, es demasiado pronto para mí. Y por lo general no tomo, no se piense; pero no vaya a creerse que vivo pendiente del tic-tac de la patata. Cuando murió mi esposa, que Dios la tenga contenta allí donde esté, decidí que dejar de vivir para no morir era algo tan absurdo como un cuchillo de plastilina. 100 »Desde entonces me prodigo algún purito los fines de semana, algún cafelito de tanto en tanto y algún que otro extra con la comida. Las únicas cosas que he abandonado son el alcohol, que nunca me reportó nada especial y las mujeres, que para serle sincero, ya no sabría ni qué hacer con ellas. Conchi llamó a la puerta y cortó las risas. —¿Se puede, inspector? —Pasa, Conchi, pasa. Permíteme que te presente. Este es el inspector retirado, Jesús Loperena. Jesús, esta es la sub inspectora Concepción Vidal, la persona más importante de este departamento aunque nunca lo reconoceré en público para no desatar envidias. El anciano se levantó y le tendió la mano a la joven. Ella, a su vez, se sacudió algo de importancia con falsa modestia y dejó una hoja de papel sobre la mesa. —No sé si será importante, pero tras indagar un poco he encontrado esto —dijo. Santos la invitó a sentarse, tomó la hoja y la leyó. La ermita formaba parte, junto con otras, de una investigación de la BPH, la Brigada de Patrimonio Histórico, dependiente de la UDEV. Se investigaba la desaparición de diversas tallas románicas, un antiguo arcón, un pequeño vitral y algunos capiteles y frisos. Era su primera pista. «Robo y asesinato son como ginebra y tónica, acostumbran a ir unidos», pensó en voz alta. Dejó el papel sobre la mesa y le pidió a la sub inspectora que llamara a algún contacto y hurgara en esa investigación, sobre todo que buscara quién estaba al cargo. El inspector retirado estaba entusiasmado y así se lo transmitió a Santos. Le parecía casi mágico que en unos minutos pudieran recabar toda esa información. Éste, tras sonreír, le dijo —Han cambiado los tiempos, ¿verdad? Hace solo diez años todavía andaríamos arriba y abajo trajinando papeles. Pero no se vaya 101 a pensar, aún hoy hay casos que no han sido informatizados y debemos echar mano de archivadores polvorientos. —A pesar de todo a mí me parece pura magia. —Para nosotros también, Jesús. Cuando viene algún informático y nos pone en marcha algún programa nuevo es como si me estuviera hablando un marciano. Pero funciona, usted lo ha visto. Y cambiando de tema, ¿Me permite una pregunta? —Por supuesto. —¿Cómo apareció esta fotografía, cómo es que nunca estuvo en el expediente del caso? —Por casualidad, como todo —respondió el anciano—. Mientras vivió la madre, la habitación del hijo hubo de permanecer intacta a la espera de su vuelta. Imagino que esa sería la última ilusión que se reservó aquella buena mujer para no sucumbir a la pena. Pero bueno, a lo que vamos. Cuando murió, su marido pensó que era necesario derribar mausoleos y decidió desmontar la habitación. Puso la ropa en cajas, vació cada cajón de su contenido y sacó todos los libros que hubiera en cada uno de los rincones. Uno de ellos se le cayó de las manos y escupió esta fotografía. Como imaginará, me llamó, me hizo partícipe de todo y me la entregó por si podía serme de ayuda. La sub inspectora llamó de nuevo. —Permiso. Habemus nombre, inspector. —¡Ya! Joder qué eficiencia. Imagino que no habrás comprometido tu honra para conseguirlo. —Inspector —respondió la sub inspectora sonriendo —, por mucho que lo intentara creo que la honra la malgasté hace años en una noche loca. Pero reconozco que esta vez no habré de acostarme con nadie para tenerte contento. Mi amiga Nati ha accedido gustosamente a suministrarme un teléfono y un nombre, aquí los tienes. Le dejó un papel manuscrito sobre la mesa, él le lanzó un gracias Conchi y ella les dejó solos de nuevo. 102 —Jesús, si no le importa, a partir de ahora preferiría estar solo para reorganizarlo todo. La aparición de su fotografía ha abierto una línea de investigación que antes no teníamos y ahora debemos analizar lo que podamos extraer de ella. —Lo comprendo, inspector. Lo comprendo. De todos modos, ¿Me podría hacer usted un favor? —No se preocupe, Jesús. Con lo que saquemos en claro le mantendré informado. Y no solo eso, si le apetece pasarse por aquí, daré orden de que le abran las puertas. Eso sí, antes de venir llámeme por si he de salir. No querría que hiciera el viaje en balde. Al anciano le brillaron los ojos hasta rejuvenecer veinte años. Agradeció la deferencia y se despidieron con un cálido apretón de manos. Cuando se quedó solo, Santos marcó el número de teléfono y esperó hasta que descolgaron. —Buenos días, le habla el inspector Santos. ¿Hablo con el inspector Oscar Laguardia? —Sí. Dígame inspector. —¿Está usted al cargo de un caso de expolio de patrimonio de unas ermitas románicas del Pirineo? —Sí ¿Por qué me lo pregunta? —La verdad es que sería muy largo para comentarlo por teléfono. ¿Le importaría a usted que nos viéramos, no importa el lugar, yo me adaptaré a su agenda? —¿No puede hacerme un mínimo resumen para saber a qué atenerme? —Se trata del cadáver de un joven que murió hace unos dieciocho años y que apareció en las obras del Sincrotrón de Cerdanyola del Vallès. —No entiendo qué pueda tener que ver yo en un caso como ese. —Nosotros tampoco, pero una de sus ermitas está vinculada a nuestro cadáver. Por favor, quedemos y lo hablamos. 103 Quedaron en la comisaría de Cerdanyola. Oscar no puso ninguna objeción, estaba muy cerca del lugar en el que se hallaba infiltrado. ***** Inicio 104 105 Muerte del padre y viaje a Galicia Antes, cuando charlábamos, nos quedamos en mi nacimiento. Y no sé si te comenté que al poco tiempo de cumplir yo los tres años nos trasladamos a España, algunos meses después de morir mi padre. Como podrás imaginar para mí, mi padre, es como si jamás hubiera existido. Nunca he tenido ese referente paterno que se considera tan importante para el desarrollo del individuo. Es más, estoy seguro de que, de seguir vivo, mi vida no hubiera estado vinculada al Arte como lo ha estado. Y eso que él, por la herencia que he recibido, me consta que era un amante de las artes y letras; pero aun y así, dudo que hoy fuera pintor, que amara la música y que disfrutara de la lectura como lo hago. Es casi seguro que sería uno de esos ejecutivos que se pasa la vida empolvándose la nariz y atesorando poder sobre los débiles. Sería la extensión del que siempre he imaginado como mi padre. Pero como te he dicho, tuvo a bien morir dejándonos solos a mamá ya mí. Lo poco que sé de él es a través de las historias y anécdotas que me contaba mi ella mientras me enseñaba fotografías. Por ella sé que era un hombre controlador, inseguro y con un elevado sentido de la posesión; lascivo fuera de casa y manso en ella; y sé que su amor por los libros y la música se contradecía con la poca sensibilidad con la que trató siempre a su esposa. Estaba claro que no era la persona que uno desearía tener a su lado. De aquella época hay infinidad de fotografías, incluso películas de súper 8. Pero no las tengo aquí. De tenerlas, te enseñaría algunas para que vieras lo guapa que era ella. No solo guapa, entiéndeme, su belleza iba mucho más allá de la propia concepción de la palabra. Era una diosa, sublime, etérea y culta como pocas... Maldito verde. De nuevo el verde. Verde, verde... Todo un planeta plagado de verde y yo soy incapaz de dar con él, de doblegarlo y matizarlo como es debido. Siempre igual, la misma porquería hasta 106 que consigo lo que quiero. Cada vez que debo usarlo es como si lo aprendiera por primera vez, no sé mezclarlo, nunca sale como es debido, y rompe siempre el ritmo de trabajo. Solo me sucede con él, los demás colores es como si fluyeran ya preparados de los tubos, como si mis dedos supieran qué presión es la necesaria en cada caso para que la mezcla produzca el tono exacto al del deseo. Pero con el verde no, con él es distinto. No sé, no puedo evitarlo, es mi obsesión. Lo mismo que lo fue el amarillo para Van Gogh. Los famosos amarillos de Van Gogh, los conoces ¿Verdad? La increíble luz que llegaba a extraer de ellos cuando irradiaban desde sus obras: Sus noches estrelladas, sus cafés nocturnos, los campos de trigo... Y a pesar de esa luminosidad ¿Te has fijado, al mirar esas obras, que sus amarillos son casi marrones? Seguro que sí, una criatura que percibe el Arte como tú lo haces es receptiva a esos detalles. Perdona, déjame retocar un poco aquí, sí, así es, un poco más... Sí, ahora, mejor. Ya está... Y sabrás también que aplicaba colores más o menos brillantes con la intención simbólica de representar distintos estados de ánimo. Creo que además fue pionero en ello. Pero como te decía antes, mirando su obra, nos damos cuenta de que la mayoría de sus amarillos son amarronados y algo apagados. Y uno se pregunta ¿Cómo puede ser que se utilice un color tan vivo para amortecerlo, qué intención podía llevarle a ello? ¿No te lo habías preguntado nunca? Da lo mismo, te respondo. Resulta que es pura y simple química: es el efecto de la luz solar en los cuadros y la culpa la tiene la reacción que los rayos ultravioleta producen en el cromo que llevaban los pigmentos de aquella época, especialmente el amarillo. Ya ves, años y años devanándonos los sesos con teorías estéticas, psicológicas y artísticas para que la 107 Química nos los resuelva de un plumazo y resulte ser una trivialidad más, explicada al margen de cualquier teoría filosófica. Lo he conseguido. Piensa que me puede pero no, siempre termino llevando el color a mi terreno. Siempre... Sigo. Mi madre, además de ser guapa, también sabía resolver sus problemas. Ella debió pensar que yo era muy inocente, pero créeme, estoy casi seguro de que a mi padre no se lo llevó ninguna enfermedad. Ella debió actuar como sus ascendientes de Nagyrèv. Una infancia en medio de aquel lugar tuvo que marcarla lo suficiente, por eso he creído siempre que para ella mi padre no debía merecer seguir vivo y lo eliminó. ¡Bah! Tampoco es importante. Jamás le he echado de menos. Creo que de haber continuado vivo hubiera representado un problema, seguro. Un problema que, tarde o temprano, hubiéramos debido subsanar. Pobre papá al que jamás conocí, mi pobre, viejo e inútil padre. Descanse en paz... Un retoque... Así, sí. Ya está. Bien, cuando yo todavía no tenía memoria nos trasladamos a España, a un pazo que mi padre tenía cerca de una pequeña aldea de Galicia, una de las pocas propiedades que mi madre conservó. De mayor he entendido que lo hiciera de ese modo, es un lugar maravilloso al que siempre deseo volver. Un gran espacio solitario, rodeado de verdor, diáfano; mañanas de atmósfera blanquecina en Otoño y siempre silencioso salvo por la compañía del canto de los pájaros y el sonido del viento; lejanía trémula en verano y nítida en primavera. La Maravilla para un paisajista; lo Necesario para un músico y el Cielo para un solitario. Sí, el cielo terrenal. Te decía que mi madre lo vendió casi todo: casas, bienes y la mayoría de empresas; todo lo que la mantenía unida a un pasado que deseaba enterrar y olvidar. Además estaba yo, su hijo, el cincuenta por ciento de su código genético y el probable camino a su inmortalidad. De todos los bienes solo se quedó con unos pocos muebles, la excelente 108 biblioteca, el Bechstein de media cola y todos y cada uno de los cuadros que adornaban las tres casas. Lo hizo traer a España y un tiempo después vinimos nosotros. Desde que tengo memoria hay dos lugares especialmente importantes que permanecen en ella y ambos pertenecen al pazo de Galicia: la biblioteca y la sala de música y pintura. Unas grandes estancias separadas por una imponente doble puerta corredera que permitía aislarlas o comunicarlas al gusto. A ti te gustarían, seguro que te gustarían. Ocupaban toda la superficie de la planta superior. Dos inmensos ventanales triangulares abiertos en ambas caras de la casa y otras seis entradas de luz, tres en cada una de las vertientes del tejado, acaparaban todo el sol del invierno. En verano, se cerraban las de arriba y solo quedaban abiertas las triangulares, de ese modo se mitigaba el calor. No te imaginas la de recuerdos que tengo de aquellos años de infancia vividos en ellas: mamá tocando el piano; enseñándome las primeras lecciones de los cuadernos Czerny; yo en sus brazos mientras hojeaba láminas o libros de Arte y me los explicaba y si no, novelas e historias dispares que me leía primero ella a mí y más tarde yo a ella... Horas, días, meses... Una eternidad para muchos, pero yo lo recuerdo como algo maravilloso. Tardes otoñales en las que ella ponía alguna música en el giradiscos: “La historia de una soldado”, tal vez; ponía ante mí láminas de Picasso y me decía que intentara ver más allá de la mirada. Después se sentaba a leer hasta que volvía el silencio... “¿Qué has visto mi cielo?”, me decía. Y yo le contaba que no entendía esa huida de la realidad, que no comprendía porqué Picasso, Braque y Gris hubieron de inventar el cubismo. Ella, entonces, se vestía con alma infantil y me contaba con palabras inteligibles para un niño que a veces es necesario romper con todo para rehacerlo de un modo nuevo, lo mismo que hizo Schoenberg con la música; me hablaba del mito del Fénix, de los renacimientos necesarios para reinventar la 109 belleza desde otras perspectivas... Y más tarde sus preguntas ya no eran esas, me preguntaba sobre sensaciones, sobre el dolor físico de mezclar el Guernica y Messiaen, sobre el valor de una lágrima derramada durante la “Pavana para una infanta difunta”. Qué nivel de sensibilidad tan grande ¿Cómo iba a ser yo entonces, si por genética y educación he sido alimentado de lo sublime? Imposible vivir las cosas salvo del modo en que lo he hecho ¿No crees? Bien, por hoy ya casi he terminado, me quedan solo unos pocos retoques, apenas una hora y habré culminado otra parte. Sí, suave, aquí, un poco más, ya está... Continúo. Salíamos poco de casa. Ella me decía que era para protegerme, y nunca le faltó razón; que para conocer el mundo nos bastaban los libros y la imaginación; que para alimentar el alma nos bastaba el Arte, nuestra música, nuestra pintura, nuestros libros. He tardado años en entender que aquello fue una sutil prisión engalanada, con sus horas de soledad infinita enfrentado a mí mismo, mientras ella me moldeaba para que to me moldeara después hasta llegar a ser ese resultado final en quien me reconozco y al que acepto... Sí, salíamos poco de casa: o paseábamos por las tierras aprendiendo de la Naturaleza, o viajábamos a Madrid o a París o a Roma o a Barcelona o a alguna otra ciudad para visitar sus museos, acudir a conciertos y conocer las maravillas arquitectónicas que pueblan Europa; pero incluso en esos viajes nos manteníamos muy al margen del resto de la gente. A ella no le gustaba relacionarse con nadie y yo no tenía suficiente libertad como para dar rienda suelta a mi curiosidad infantil. Solo eran viajes de absorción: del sonido, del color, de la forma. Texturas sonoras o plásticas; colores pictóricos o sonoros; formas musicales, arquitectónicas o esculturales. Apenas ninguna relación humana que no fuera estrictamente necesaria a los deseos de mi madre. Pero no me quejo, no vayas a creerte. Sé que gracias a aquellos años se forjó mi concepto estético y se amplió mi visión del 110 Mundo y sus contenidos hasta permitirme degustarlo del modo que lo he hecho. Sí, visto de ese modo no puedo albergar más que agradecimientos para ella. Tampoco iba al colegio. Bueno, miento, no fui hasta los once años. Antes de esa edad tenía tutores que venían a casa a darme clases. Grandes profesores a los que mamá supervisaba siempre y muchos de los cuales se quedaban en régimen interno mientras duraban sus contratos. Imagino también que mi madre debió comprar a unos pocos funcionarios para que se me convalidara la enseñanza primaria en base a los informes de mis tutores. Lo cierto es que era un niño aplicado, obediente y listo. Según mi madre, claro, ¿Qué iba a decir una madre? No sé, tal vez; nunca me he podido comparar realmente con nadie, pero de lo que fui consciente al cabo del tiempo fue de la incompetencia de aquellos pobres profesores provincianos. Por lo que te he contado hasta aquí, podría parecerte que mi infancia fue cómoda y maravillosa; pero adolecía de algo importante: mi relación con otros niños. A pesar de que la casona estaba alejada del pueblo era normal ver y escuchar a la chiquillería cuando pasaban de camino al río durante el verano; o coincidir con ellos en alguna fiesta patronal, cuando por nuestro apellido debíamos hacer acto de presencia en algún evento. Mi madre siempre evitó que me entremezclara con ellos ¿Sabes? Pero yo era un niño. A pesar de ser diferente seguía siendo un niño deseoso de saber qué pensaban y hacían mis iguales. La curiosidad infantil, la necesidad de pertenecer a la tribu, imagino; algún rito ancestral de obediencia a ese cerebro primario que nos guía más allá de nuestra propia voluntad. Sí, como te decía, esa era mi intención. Pero solo la mía. Y lo intenté al principio, después ya no me quedaron demasiadas ganas. Para ellos yo era el “americano”. A pesar de hablar un correcto gallego, a pesar de mi castellano sin acento, ellos me veían, primero como un extranjero, y después como un niño diferente. Y ya sabes lo 111 que sucede en la infancia con el que es distinto... Mi curiosidad pronto transmutó en miedo, más tarde en desprecio y al final en puro odio. Ellos eran crueles y tendían a solucionarlo todo arrinconándome y regalándome golpes, insultos y salivazos. Ellas no eran mejores, no te creas, con sus risitas y cuchicheos. Hasta en los mayores lo percibía, como si aquello fuera una demostración de clase y yo fuera merecedor del castigo; simplemente echaban vistazos de soslayo y dejaban hacer a sus retoños. No te vayas a creer que no me vengué. Nunca he sido violento ni lo suficientemente tonto como para enfrentarme a golpes contra todos aquellos energúmenos. Eso se lo dejaba a sus limitadas mentes cándidas. No era ese mi método, ni tampoco tenía prisa. Nada de lo que se hace con prisas puede salir bien. Pero con el paso del tiempo me fui vengando de cada uno de ellos. El hecho de saber ser casi invisible y analizar hasta la obsesión muchas de sus pequeñas manías y movimientos me permitió conseguir ciertos éxitos: que uno se clavara un gran clavo oxidado en la planta del pie, que otro se cayera de la rama de un árbol y se rompiera una clavícula y el húmero... Hasta una noche conseguí quemarle el cuello a otro con un poco de ácido lanzado con una jeringuilla. Sí, reconozco que fallé, mi intención era desfigurarle la cara. Pero hube de conformarme con verle esconder las marcas que le acompañarían durante el resto de sus días. Así fui yo de niño, primero, humillado por todos; pero más tarde, a solas, mientras degustaba el preludio del primer acto del Oro del Rin y a medida que me llenaba de su potencia sonora, pensaba en las marcas del cuello, en la cojera, en los problemas para volver a levantar el brazo, el las marcas en la cara... Sí, si yo había de vivir con ese dolor interior que me prodigaron, ellos vivirían toda su vida con las marcas externas que mis sucesivas venganzas fueron extendiendo como un simple juego de niños. 112 Fue en esa época que tomé conciencia: yo no era violento, pero tenía claro que nunca nadie me haría más daño del que yo fuera capaz de infligir; nunca. Y de ese modo, a medida que crecimos, ellos fueron viendo que cada uno de nosotros jugaba en niveles de crueldad distintos. Por fin me dejaron y yo me quedé tranquilo con mis diferencias, mi soledad, mi Arte y mi madre. Inicio 113 Un nuevo elemento. Encuentros con Anabel y Germán Martes 6 de julio de 2010 — Sant Cugat y Barcelona No había dormido lo suficiente y las horas de sueño habían estado plagadas de pesadillas. Tras levantarme y tomarme un café bien cargado me permití un baño en la piscina. Necesitaba un cuerpo en orden para llamar a Germán y quedar con él. Marqué su número, después de algunos tonos descolgó y tras identificarme me soltó un: cuantos días sin saber de ma petite. Con esa voz melosa que parecía que te tocara. Le aclaré que prefería nadar entre tiburones antes que ser su petite y le dejé continuar. Como era habitual se puso a la defensiva y sin cambiar el tono de voz me preguntó cómo está la gran profesional que trabaja para este humilde anticuario. Le respondí que estaba bien y él siguió sus indagaciones, No habrá ningún problema ¿Verdad? Sabes cuánto confío en ti, dijo. Le calmé relatándole el estado de la restauración y diciéndole que necesitaba pedirle otras cosas. Cuéntame preciosa, dijo en tono interrogativo. Con voz neutra le dije que estaría bien quedar para hablar sobre la imagen, las posibles técnicas a usar en distintas fases de la restauración y aclarar algunos aspectos relativos al cliente. Como no podía ser de otro modo me propuso quedar para cenar ese mismo día. Hice oídos sordos y le ofrecí la posibilidad de tomar un café esa misma tarde o buscar cualquier otro momento de un incierto futuro. Tras un silencio aceptó quedar sobre las seis de la tarde en un bar cercano a su local. Le respondí con un seco de acuerdo y colgué. No podía evitarlo, hablar con Germán me agotaba lo mismo que limpiar los cristales de casa. Una vez repuesta de la charla telefónica mandé un escueto correo a Anabel en el que le preguntaba si le iría bien que nos viéramos para comer y charlar un rato. Ya que había de desplazarme al centro y no me apetecía estar tantas horas sola, quería aprovechar la posibilidad de matar dos pájaros de un tiro. Pasados unos minutos me llegó su 114 respuesta: «OK, quedamos a las 12 en portal de l'Àngel, plaça Catalunya (Banco España). Nos vemos.» Esa era Anabel. Parca por correo pero apasionada habladora. Podíamos estar meses sin vernos y al encontrarnos todo se volvía presente sin fisuras. Le confirmé lugar y hora y cerré el portátil. Dediqué el tiempo que me quedaba a adelantar trabajo y a cavilar cómo enfocaría lo que deseaba decirle a Germán. Debía ser cauta, él podía ser inculto como militar chusquero, pero también era listo como el hambre. :::: Me relajé. Los pensamientos me llevaron a calibrar las ventajas que representaba tener a una persona como Anabel dentro del grupo amigas. A medida que pasaban los años se hacía más difícil quedar con el resto de amigas de manera improvisada. Algo fácil de entender: yo seguía siendo una soltera vocacional de cuarenta años, sin hijos y que vive totalmente al margen de la mayoría de las de su género. Ellas, madres de niños de las más diversas edades, habían renunciado de manera voluntaria a ese espíritu libertario y vivían atadas a la crianza y educación de esas subjetivas joyas de la genética que iban mejorar la especie humana. Vista esta realidad ¿qué conversaciones podría tener con ellas, caso de encontrar un hueco entre sus apretadas agendas de súper mujeres? Versarían sobre la prole, los maridos, los ex o los futuribles. En cualquiera de los tres primeros casos yo era una completa neófita y en el último prefería no hincar el diente ya que mi manual de uso masculino podía ser moralmente censurable por cada una de ellas. En cambio con Anabel no sucedía nada de eso, ambas manejábamos un mismo orden vital que nos eximía de la maternidad y nos daba licencia para andar con quien nos apeteciera sin haber de dar explicaciones a nadie. 115 Ninguna de las dos fue puntual aunque yo llegué primero y me permití deambular haciendo tiempo. Observando a mi alrededor podía ver una Barcelona que había perdido la alegría de antaño. Una ciudad que pujó fuerte por ser cosmopolita y moderna y perdió, convirtiéndose en la ciudad provinciana, triste y gris que era ahora. Andaba en esas elucubraciones que apareció ella. Prevalecía su pacto con el Diablo que la mantenía envidiablemente guapa y elegante. Después de los besos y abrazos de rigor decidimos ir a comer a un vegetariano cercano. Tras sentarnos y pedir los primeros, paella vegetal para ambas, hicimos un somero repaso a lo sucedido durante el tiempo que llevábamos sin vernos. Durante el segundo plato nos reímos de las peculiaridades amatorias de algunos de nuestros amantes y en los postres bromeamos sobre una lejana vejez que cada mañana acechaba a nuestra espalda mientras nos mirábamos en el espejo. Terminada la comida era el momento de hablar en serio. Le dije que necesitaba pedirle un favor. Su cara me devolvió una sonrisa y su voz me regaló un tú dirás. Saqué las fotografías y le enseñé primero las del retrato de Judit, explicándole qué obra era, de quién era la cara que sustituía a la original y lo extraño de aquella letra «Fi» como firma. Le participé también mi desazón en lo referente a la pintura y su ubicación y la dejé mirándolas. Lanzó una exclamación, hizo una alabanza al retrato y terminó diciendo lo guapa que parecía mi hermana. En esa época lo era, le respondí. Por el modo en que vestía no te lo hubiera parecido, pero con dieciocho años era una preciosidad. Pero no era de Judit de quien quería habla necesitaba otra información, así que le volví a pedir su opinión, al margen de la calidad del retrato y su contenido. Según ella estaba haciendo un castillo por nada. Divagamos un rato sobre las razones que podían haber llevado a Judit a terminar expuesta en la salita de un palacete. Ella desmontó las mías y las cambió sin esfuerzo por otras triviales, sencillas y simples. Una afilada navaja de Ockham mataba de un plumazo mi pesimismo y 116 una gran parte de mí se sentía totalmente ridícula, y aunque esa voz que siempre nos alerta continuaba repitiéndome que no era lugar para Judit, decidí dejar el tema de lado. La intención de la reunión no era hacer más apuestas sobre el pasado de mi hermana sino recabar información sobre el pintor sin nombre. Le planté las otras dos fotos que llevaba del otro cuadro, el que se hallaba sobre el secreter, Este es otro cuadro que contiene una firma muy parecida a la del primero. Pertenece al trabajo en el que coincidimos por primera vez, hace un par de años, ¿Lo recuerdas?, le dije. Lo confirmó comentándome que aquel fue su primer monográfico para la revista. Recordaba, además, que estaba cubriendo una retrospectiva, algo sobre un tipo que la amargó durante meses. Puse cara de curiosidad, no recordaba que me hubiera hablado de nada de eso. Será porque no me gusta regodearme con la porquería y tiendo a olvidar, te cuento, dijo mientras llegaban los cafés y comenzábamos a fumar. Entrabamos en ese momento de la sobremesa que invita a la charla distendida y ella lo aprovechó para contarme lo que yo no sabía. Me enteré de que la revista deseaba hacer unos monográficos sobre viviendas de nuevos adinerados a los que había adecentado sus palacetes un decorador, cuyo nombre comenzaba a sonar entonces en el mundillo, alguien llamado Raúl Ouso. Para ello, y aprovechando la soberbia de aquellos advenedizos, Anabel se dedicó a hacer un recorrido por algunos de sus clientes, gente que abría de par en par sus puertas buscando una fama efímera en papel satinado que terminaría en algún mercado de viejo, apilada junto a tantas otras, a precio de saldo. La intención era seleccionar a cinco de ellos y sacarlos en sendos números. Precisamente la casa en la que coincidimos debía ser el último espacio antes de entrevistarle a él personalmente. Dicha entrevista iría en un sexto número con el que se cerraría un año de la revista, de publicación bimensual. 117 En la revista, basándose en el hecho de que todo el mundo es narcisista, a nadie se le ocurrió pedir autorización a la persona objeto de aquél trabajo, el decorador. Y ese fue el error, porque cuando estaba terminando el trabajo fotográfico en la última casa se presentó Raúl en ella, se las tuvo con la dueña y después, de mala manera, exigió a Anabel que abandonara el proyecto, más de dos meses de trabajo. A continuación se entrevistó con la dirección de la revista, habló con la mayoría de clientes entrevistados y consiguió que casi todo el proyecto se anulara. Para empezar no hubo la entrevista prevista: se negó a ser fotografiado y solo aceptó unas pocas preguntas elegidas por él mismo. Después, de todo el trabajo fotográfico, echó por tierra más del cincuenta por ciento y obligó a que se repitieran de nuevo, pero esta vez bajo su supervisión directa. El resultado final fueron los reportajes de cuatro casas para sendos números; maravillosos, eso sí, pero con un coste final que superó con creces lo previsto inicialmente por el editor. Anabel le cogió un odio visceral al pobre decorador. Le pregunté por todo el material que había acumulado y me confirmó que había tenido que entregárselo, pero como buena profesional y gran mentirosa, tenía copias de todo, así que lo que estaba impreso lo amontonó, lo metió en una caja junto con un par de lápices de memoria conteniendo las copias digitales y lo guardó en una estantería. Y es que una nunca sabe cuándo va a necesitar información para un refrito. Cosas que antaño fueron un desecho pueden convertirse en joya y viceversa. En nuestro oficio somos más traperas de lo que cabría imaginar. Respiré. Parecía que podría recuperar alguna imagen entera del cuadro en cuestión y le pedí por favor si podría suministrarme alguna información. Ningún problema, Alba, dijo. Me mandaría todo el material que guardaba, incluidas las cuatro revistas, para que yo pudiera coger lo que me pudiera servir y una tarjeta del decorador, con su número de teléfono, que estaba segura de guardar en algún tarjetero ¿Qué te parece? Concluyó. 118 Qué me iba a parecer. Buscaba una simple fotografía y me encontraba, gracias a una buena amiga, con la posibilidad de tener mucha más información de la prevista. Le agradecí la ayuda y la compañía y comenzamos la ceremonia de las despedidas. Se me venía el tiempo encima para mi siguiente entrevista. Menos agradable que la que terminaba ahora. :::: Cuando llegué me senté en una terraza cercana a la tienda de Lavie y le llamé para no perder demasiado tiempo, no me apetecía en absoluto que se me hiciera de noche con ese tipo cerca. Mientras esperaba, el recuerdo de Judit se sentó conmigo. Por qué mi hermana posaría para un retrato. Ella, la que veía en cualquier detalle de bienestar un claro signo burgués. Y si había decidido posar, por qué había permitido que su retrato terminara en un lugar tan antagónico al de su modo de entender la vida como ese palacete de nuevo rico. La díscola, la difícil de tratar si algo no encajaba con su modo de pensar. Ya fuera en casa, en el colegio o con las niñas de la calle, nunca se dejaba moldear por nada ni por nadie. ¿Y hablar? No, Judit no era demasiado habladora, ni tampoco tímida; solo que prefería el silencio receptivo a la verborrea del resto de chiquillería. ¿Cómo no la iban a llamar la rara? Con ese carácter callado, poco participativo e independiente. Y todo eso me iba afectando a mí. ¡Joder! Que poca cuenta me daba entonces de las cosas. No me gustabas, Judit, ni tampoco me gustaba yo, mendigando cariño de unos y otros. Necesitaba agradar, formar parte de la tribu ¿Y tú? Tú te codeabas con punkis y radicales, y te alimentabas de Adorno y Marcuse. Ahora, al cabo de los años, tras incontables desencantos y haber llegado a una posición personal que me permite ser totalmente consciente de mi 119 vacío, te entiendo hermanita. Te entiendo y poco a poco me doy cuenta de que tenías mucha más razón que la que te di. Como era habitual en él apareció tarde. Soltó una tópica excusa entre resoplidos que clamaban infarto y se abalanzó sobre mí intentando estampar dos babosos besos tan cercanos a los labios como le fuera posible. Conocedora de sus intenciones me puse de pie tan rápido como pude, convertí las manos en topes de tren e hice oscilar mi cabeza a ambos lados hasta verme ambos hombros. Conseguí frenarle, su cara me transmitió el fracaso. Le pregunté si deseaba tomar un café. Yo estaba terminándome el mío y me iría bien tomar otro. Lo aceptó, pero acompañándolo de un wiski de malta, ya que invitas tú, matizó. Alabé su caballerosidad con toda la ironía de la que fui capaz y él respondió un Tu me connais. Si hubiéramos salido a cenar te hubiera invitado. Pero para un café vespertino... Mejor me invitas. Así era él. Yo, para no ser menos, le respondí que podía permitirme ciertos lujos económicos que además irían incluidos en la factura final. Intentó responder pero lo interrumpí diciéndole que solo velaba por mis intereses económicos, igual que hacía él, lo que no nos hacía tan distintos como pudiera parecer. A Germán había de hablársele sin darle demasiada tregua, si no se le cortaban ciertos comentarios se crecía y terminaba tratándote como a cualquier subordinado. Seguí manteniendo una conversación cordialmente fría mientras él se tomaba su primera copa y pedía otra. Cuando la segunda llegaba a su fin preví que podía atacar de nuevo, pero se me adelantó preguntándome de qué quería que habláramos. Soy una persona ocupada con mil cosas en la cabeza, me dijo. Hube de recordarle que habíamos quedado para hablar de la restauración y de la gente de la casa. Lo confirmó con un par de monosílabos y continué explicando que no había ningún problema, la imagen era una maravilla y me gustaría 120 saber cómo eran sus propietarios. Más que nada para que no pudieran ponerle pegas a la hora de cobrar. ¿Era eso? Yo pensaba que una experta como tú no necesitaba más que la obra para llevar una restauración a buen término. Me espetó con una cierta chulería. Y es que Germán era listo. Siempre metido en su trinchera de desconfianza. Buscando que fuera el otro el que diera información o cayera en la trampa de sus provocaciones. Debía manejarme con la máxima cautela. Volví a la carga. Cierto, solo con la obra tengo suficiente. Pero no me negarás que el cliente juega una baza importante. Piensa que ahora estoy sustituyendo el pan de oro deteriorado, le dije. Me volvió a interrogar con un gesto. Por su modo de actuar, continué. Hasta ahora sabemos que este cliente de Sant Cugat es delicado. Puede suceder que al terminar el trabajo argumente que la obra ha perdido autenticidad para no pagar. Qué se yo, puede haber mil historias raras con la gente de dinero. Tú lo sabes. Me noté que flaqueaba. Siempre me sucedía en algún momento cuando estaba ante aquel tipo. Pero como él iba por la tercera copa pensé que era el momento de preguntar directamente por los dueños de la casa. Tomé aire y le solté un Mira, Germán, necesitaría que me facilitaras información de los propietarios. Le cambió la mirada. En su interior pensaba que todos íbamos a robarle los clientes. Atrincherado en su estrecha zanja mental me soltó: Merde ça ¿Y para qué coño quieres saber tú nada de los propietarios de la casa? Mira, corazón, nuestra relación es clara: yo te ofrezco un trabajo, tú puedes aceptarlo o no; en caso de aceptarlo me haces un presupuesto previo, firmamos un contrato, haces tu trabajo y aquí paz y después gloria. Pero en el caso de ese crucifijo... acerté a decir. Ni crucifijo ni pollas, continuó él. A ti te importa una mierda quienes puedan ser mis clientes. Ese acuerdo es como un dogma bíblico entre nosotros. Más allá de esto, nada te importa una mierda. Pero en este caso sabes que casi me obligaste a cogerlo. Creo que 121 tengo derecho... acerté a decir. Él, cada vez más irritado, siguió: ¡Coño, Alba! no me salgas ahora con que te obligo a nada. Tú haces el trabajo porque te conviene y punto. Por otro lado los derechos que tú tienes me los paso por los cojones. Y si no estás conforme, tenemos un contrato firmado. Llamamos a los abogados y en cuatro días te hago desaparecer del gremio. ¿Te queda claro? Algo debió leer en mí que le alertó de que se había sobrepasado. Tras un pesado silencio tomó aire y comenzó a hablar de nuevo de manera mucho más relajada. Mira Alba, a ambos nos conviene seguir siendo amigos y es mejor no cabrearnos. Te diré una cosa. No tengo ni la más remota idea de quién pueda ser el propietario de la casa ni de la imagen. Ni, la, más, re, mo, tai, de, a. Me lo quedé mirando. Incrédula. Con voz neutra y controlada le di la razón como a los locos con un Vale Germán, no hace falta que me montes una escena de Calderón de la Barca. Ya me has dejado claro cuál es el lugar de cada uno en la película. Me miró con cara de sorpresa para decirme que no entendía qué me pasaba. Te digo que no te entrometas y te jode; te suelto la verdad para que sigamos siendo amigos y no te la crees. Te juro que es cierto. Ese trabajo me vino a través de su decorador. Me sorprendió. Tanto por el hecho de que se pusiera confesional como por la aparición de un elemento ya conocido y con el que no había contado: el decorador ¿Quieres decir entonces que no conoces a nadie de los que viven allí? Pregunté más calmada. Les conozco igual que la cría del ornitorrinco en la costa Brava. Solo sé que se trata de un empresario de origen georgiano que hace años se estableció aquí, Yuri Edna creo que se llama y en esa casa no he estado en la vida. ¿A qué tanto interés? Le mentí diciéndole que me habían impresionado la cantidad de objetos antiguos que habían en ella y lo raro que se me hacía que él no hubiera tenido que ver en la venta de todos ellos. Además, la casa está muy bien restaurada: los 122 esgrafiados de la fachada, las ventanas de vidrieras emplomadas y la carpintería interior. Y tú eres un gran amante del Arte. Concluí dándome cuenta que me había pasado de adulación. ¿Amante del Arte? preguntó él dándose cuenta de mi error. Tengo el pálpito de que me escondes alguna cosa, Alba. Espero por tu bien que esté equivocado. Por mucha debilidad que tenga contigo sabes que mi negocio está por encima de todo. Si se te ocurre actuar por tu cuenta, si por tu culpa pierdo una venta o la comisión de cualquier cosa que hagas en esa casa voy a ir a por ti. ¿Te queda claro? Y tanto que lo tenía claro. Lo mismo que tenía cada vez más claro que no sabía nada. No era tan buen actor. Lo único que temía era perder dinero. No era más que un pobre avaro que vendería a sus hijos si eso le reportara algún beneficio. Me relajé y desde la más completa sinceridad le respondí que parecía no conocerme. Con la de tiempo que llevamos trabajando juntos. Nunca me he dedicado a llevarme nada que no fuera mío. ¿Crees que estaría donde estoy en mi profesión si no hubiera actuado así? Probablemente no. Contestó más relajado. Yo seguí explicándole que desconfiaba demasiado de la gente. No se puede ir de ese modo. Imagino que del decorador tampoco te fiarás demasiado. ¿Cómo de dijiste que se llamaba? No te lo he dicho, respondió. Podía parecer bebido, pero nunca bajaba la guardia. ¿Por qué quieres conocerle? preguntó a su vez. Seguí en mi mentira dándole lo que deseaba escuchar, que nunca estaba de más ganar algún contacto que pudiera pasarme trabajos en otro momento. Ese era su terreno, el del puro negocio y los contactos. Se relajó y respondió. Como no quiero que me puedas responsabilizar jamás de que te vayan mal los negocios te lo diré. Se llama Raúl Ouso. Es un tipo que vendrá a tener mi edad, buena apariencia, educado, culto, refinado; 123 vamos, más maricón que Flash Gordon y el Capitán Trueno Juntos. A partir de ahí, ma cherie, si quieres más información deberemos prepararnos para ir a cenar que ya va siendo hora. Hasta ese momento no había caído en la cuenta, pero tenía razón. El frescor de la tarde había vencido al calor del mediodía. Ahora era cuestión de salir de allí lo más deprisa posible y para ello debía sacármelo de encima. Le solté una excusa: lo siento Germán, hoy no va a poder ser, he quedado con mi madre y se está haciendo tarde. Lo dejamos para otra vez ¿De acuerdo? Siempre serás la misma, respondió desencantado ¿Nunca has pensado lo bien que te irían las cosas si fuéramos un peut plus amies? Por supuesto Germán, dije yo firme. Y créeme, soy consciente de todo lo que me pierdo por ser una amiga tan... digamos, distante. Pero por otro lado soy de gustos sencillos y puedo vivir con poca cosa. Conformismo creo que le llaman. Lanzó una sonrisa lasciva, típica en él y dijo que se arrepentía de haberme dado tanta información. Pero si no me has dado nada. Ni siquiera me has dado un número de teléfono. le espeté. Su respuesta fue escueta y puso fin a la charla: Si lo quieres ya sabes, gánatelo... Me levanté de la silla con una mueca por sonrisa y adelanté dos lejanos besos antes de que él pudiera levantarse y tomar la iniciativa. Me excusé diciendo que debía pagar la cuenta y lo planté en la mesa. :::: Me marchaba con la idea de que no todo había ido tan mal como había pensado. En el tren de vuelta a casa iba anotando mis conclusiones en una libreta: «Situación. 124 - Aparece un retrato de mi hermana. Estudiarlo más a fondo y aparcar obsesión por símbolo, no parece que vaya a llevarme a nada. No es más que una forma estúpida de estampar la firma. (Con lo sencillo que hubiera sido poner el apellido y facilitarme la cosas). - Trabajo aparece a través de Germán. Con este no me atrevo a dar nada por hecho. Pero siempre sabe más de lo que dice... “desconfiar”. Le saco un nombre: Raúl Ouso. - Aparece un segundo retrato y tiene símbolo parecido (No aparcar símbolo). Me lleva a Anabel y ella a Raúl Ouso de nuevo. - El nexo de unión entre los retratos parece ser el tal Raúl: decorador y “maricón” en palabras de Lavie. Buscar en la red lo que pueda de ese tipo. No me suena ni recuerdo haberlo visto jamás. - La solución pasa por Anabel. Ella es el punto de partida ya que sabe cosas del decorador y tal vez teléfono. Contactar con Raúl será prioritario a partir de que llegue su información. Importante. Importante. Importante» Tras leer lo garabateado la conclusión era obvia, en las reuniones había aparecido un nuevo elemento. Eso no solo no respondía a ninguna pregunta sino que planteaba de nuevas. Me sentía cansada y sola. De los amigos con los que me relacionaba no podía contar con ninguno, al menos para confesiones; llamar a mis padres quedaba descartado; ir a la policía me parecía tan estúpido como lo fue la primera vez; de los compañeros de profesión tampoco podía esperar nada que no fuera algún consejo técnico y de los implicados en el entorno de la casa solo había podido hablar con Germán, y eso solo me había aportado un nombre. 125 Cuando levanté la vista de la libreta el tren entraba en el andén de Sant Cugat. La primera charla con Anabel había despertado mi libido; y para colmo, la de Germán, no había conseguido adormecerla de nuevo. Eso, y los nervios, me planteaban serias dudas sobre la posibilidad de conciliar el sueño. ¿No me había dicho a mí misma que todo era una mierda? Pues a la mierda con todo. Cogí el teléfono y marqué el número de Pablo, uno de esos amigos que casi nunca fallan a ningún nivel. ¡Hola Alba! Soltó ilusionado, hacía tiempo que pensaba en llamarte para ver que tal estabas. Era genial, mentía con convencimiento y una cierta gracia. Bromeé por el hecho de haberme adelantado y, con voz de fémina necesitada de cariño, le pregunté si tenía la noche libre de compañías. Me dijo que por liado que estuviera, si le llamaba yo, hacía de Houdini. Después me preguntó qué era lo que me apetecía. Eso era lo que más me gustaba de él. Su decisión y su capacidad de convencimiento a pesar de saber que todo eran mentiras. Pero esos halagos habían incrementado más mi deseo que cien cazadores musculados de discoteca. Le propuse una cena y abrí la puerta a continuar con «cualquier cosa que nos venga bien a ambos». Planteé el problema de encontrarme en Sant Cugat ¿Te va bien acercarte y buscamos un lugar para cenar y un hotelito para charlar? Concluí. Su respuesta no se hizo esperar: Cariño, dame la dirección que mi GPS de voz sensual me pondrá ahí en media hora. Le di los datos y colgamos. Para mitigar la espera me di una ducha. Repasé y eliminé con urgencia mis desatendidas pilosidades. Me puse ropa cómoda y dediqué mi tiempo a encontrar unas bragas que me parecieran lo suficientemente sugerentes, aún a sabiendas de que lo que menos le importaba a Pablo era el envoltorio. Como buen amante era de los que iba a por el contenido; y con gran destreza, a qué negarlo. 126 :::: Eran las ocho de la mañana y Pablo me había dejado cenada, satisfecha, relajada, desayunada y frente al palacete. ¿Qué más se podía pedir, salvo una repetición? Me preparé un café y puse música. La noche no solo me había relajado el cuerpo, también me había suavizado el ánimo, y es que no hay como una buena dosis de buen sexo para eliminar impurezas de espíritu y diluir fantasmas. Necesitaba un día de simple y tedioso trabajo. Solo eso, si Judit había estado desaparecida durante dieciocho años no pasaría nada por esperar un día más. Me entregué de lleno a la pobre víctima de un padre indecente y vil: el Cristo de madera. **** Inicio 127 Más retratos Más retratos — miercoles 7 a jueves 8 de julio, Sant Cugat Tras las reuniones del martes y su agradable noche, dediqué la mañana del miércoles a la talla: limpiándole las columnas salomónicas y reparando algunas partes doradas con nuevo pan de oro. Por la tarde, y mientras esperaba que apareciera Oscar, abrí el portátil y entré en la Red. De entre todos los correos, había uno de Anabel: “Tal como llegué a casa busqué lo que hablamos. Lo encontré y te lo mando por mensajero. Lo recibirás el jueves antes de las doce, no te muevas de ahí. Me debes una salida nocturna, copas incluidas. Te adelanto el teléfono que tengo del decorador: 610 532 282 Ya me contarás. Besos, Anabel” Si alguien era fiel a su palabra ésa era Anabel. Me felicité por tenerla como amiga y me di fiesta el resto de la tarde. La noticia lo merecía. Aproveché para servirme una copa de vino, acercarme al retrato de mi hermana y dejarme envolver por la soledad de su compañía. :::: Mientras veía aquel hermoso trabajo realizado sobre la obra de Renoir pensaba en cómo para muchos el Arte actual parece alejarse de lo que debería ser su fin último: la Belleza; concepto estético que cambió totalmente a finales del siglo XIX. Pero juzgar bella alguna cosa, aceptar esa belleza por parte de la mayoría, siempre ha necesitado de la complicidad del Tiempo. 128 Juzgar bello un cuadro de Miró puede ser un insulto para algunos o un adjetivo acertado para otros. Pero en general, y aunque no sea para todos igual, ¿Por qué nos gusta Velázquez, al mismo tiempo nos sobrecoge una pintura de Jackson Pollock o sentimos la fuerza de “El grito” de Munch? Confucio decía que cada cosa tiene su belleza, aunque no todos puedan verla. A la mayoría les es más sencillo sucumbir a la maravillosa luz de las Meninas que percibir las manchas fractales de Pollock, aunque ambas pueden desencadenar sensaciones similares en distintos individuos. Si eso era así, ¿existe más de una forma de belleza, es algo tan sujeto a la moda que puede convertir lo hermoso en horror y viceversa? Está claro que cada época ha marcado unos cánones específicos. Lo que no ha cambiado jamás es la capacidad del artista para generar sensaciones. Desde Van Gogh, por el que ahora se pagan indecentes cantidades de dinero, hasta Bach, el dios del Contrapunto apenas aceptado por la gente de su tiempo y que tuvo que esperar setenta años a ser resucitado por Mendelssohn; siempre han existido individuos que se han arriesgado a salirse de los cánones establecidos. Éstos son los grandes de entre los grandes. Esa es la marca que distingue el genio, su capacidad técnica para jugar con el receptor de su arte, su conciencia de que una pincelada, una mezcla determinada de colores, un línea melódica o un acorde específico va a tener una respuesta determinada por el observador o el oyente, incluso a veces, indeseada. Vaya disertación Judit, cuánto me hubiera gustado hablar de estos temas entonces, pero no lo hicimos. Y en cambio, todavía hoy, sigo teniendo las mismas dudas. Me debato entre si el Arte es un hecho formal construido desde los conocimientos técnicos del autor o si, por el contrario, contiene un componente de genio que solo unos pocos disfrutan a lo largo de la Historia. Más de uno me ha mirado con cara de Alba está loca por compartir estos pensamientos. Pero ahí están, Judit, aún siguen siendo mis dudas. 129 ¿Tú crees que pueda haber alguien que no se sienta subyugado ante la visión del Guernica? Su tamaño sobrecogedor, la dureza de sus grises, el dolor de la madre con el hijo muerto o el cuerpo desmembrado ¿Tú piensas que puede haber alguien que no se sobrecoja al escuchar a Bach? sus variaciones Goldberg, su capacidad de extraer lo más bello de entre el contrapunto más complejo o sus arriesgados ejercicios armónicos. Si ambos genios lo eran por su técnica ¿Por qué, entonces, solo hay un Picasso y un Bach? Porque la técnica se aprende, solo son conocimientos, y solo el verdadero artista es capaz, a partir de ella, de establecer los mecanismos necesarios para generar las sensaciones que les convertirán en únicos e irrepetibles. No puede ser de otro modo. ¿Sabes que a Bach le preguntaron una vez cómo era posible que tocara de una forma tan maravillosa?, y él respondió: «Yo solo toco las notas en orden, como están escritas. Es Dios el que hace la música». ¿Te das cuenta? Dios, esa otra sustancia, inmaterial para muchos, que se mueve por el Universo y que se ubica quién sabe dónde ¿Cómo va a ser dios el que decide que un acorde menor generará tristeza o una disonancia provocará desazón hasta que se resuelva. Y en pintura, ¿no provocan las mismas sensaciones las tenues pinceladas de veladura de Leonardo que los trazos gruesos conseguidos directamente con la paleta; ni provoca la misma sensación un interior de Caillebotte que algunos cielos nocturnos de Van Gogh? Sí, lo sé, parecerán tonterías, pero al imaginar esas obras me sucede lo mismo que al mirar tu retrato, las siento en las vísceras, y no sé si es porque eres tú la que está ahí, mirándome, o porque el retrato irradia esa fuerza maravillosa que tan bien supieron captar los impresionistas al atrapar la luz y que nuestro desconocido pintor es capaz de reproducir. Por eso me cuesta tanto entender que alguien que pinte de ese modo no sea conocido y se niegue a firmar su obra. De todos modos sabemos que el hecho de que un artista sea bueno no es 130 premisa suficiente para que alcance el éxito. Eso es algo que otorgan los que mueven los hilos: galeristas, marchantes, gente de dinero y con poder. Ellos son los que encumbran o hunden a su conveniencia. La Pintura, al igual que todo lo demás, se ha corrompido en nombre de algo tan mundano como la inversión, la especulación o el blanqueo. En eso se ha convertido la Belleza en la Pintura, en una puta de lujo al alcance de muy pocos. Me siento sola, Judit. Sobre todo desde sé que estás tan cerca. :::: 8 de julio de 2010 El jueves me levanté con un gran nerviosismo, el mismo que me había mantenido insomne hasta la madrugada. Mi intención era distraerme con el trabajo mientras esperaba la llegada del paquete. Según lo que encontrara probaría suerte con el número de móvil. Hasta entonces, prefería reservarme esa posibilidad. Retomé las columnas y comencé a reparar las resquebrajaduras. De nuevo la abstracción fue tal que el timbre me sobresaltó. Abrí, era lo esperado. A las once de la mañana tenía en mi poder dos lápices de memoria, un sobre grande con una buena cantidad de fotografías, algunas de ellas con anotaciones al dorso, y cuatro números atrasados de la revista “Viste tu Casa”. No me resistí y eche un vistazo a cada uno de los dispositivos mientras copiaba su contenido en el PC. Seis gigas de material gráfico, demasiada información para ir con prisas. Preferí hojear las revistas y echar un vistazo a las fotos. En ellas no había nada de lo que esperaba encontrar. No quería desanimarme; tenía el teléfono, el trabajo me había serenado y pensé que era un buen momento para llamar. Lo hice. Cuando descolgaron escuché un claro Sí, dígame, tras el cual hice mi presentación y una pregunta, la respuesta fue una afirmación. Quedar 131 con el decorador apenas me había llevado tres minutos. Cuando colgué estaba sorprendida. La imagen de Raúl que me había hecho tras hablar con él no tenía nada que ver con la que me había dibujado Germán hacía un par de días. Quien había respondido era un ser afable y sumamente correcto. Una persona a la que no le sorprendió mi llamada aunque sí le chocó que lo hiciera tan pronto —El anticuario ya le había puesto en antecedentes de que una colaboradora le buscaba—. Y él se ofreció para lo que necesitara. De manera educadísima me preguntó por mi trabajo e incluso comentó algunos que le había mostrado en alguna ocasión el anticuario. El ego me rebosaba por los poros, a quién no, después de escuchar halagos por parte de alguien cuyos trabajos eran verdaderas obras de arte; los de las revistas al menos. Lo que no noté, al menos por la voz y la entonación, era esa homosexualidad descrita por el anticuario. Claro que, tratándose de Germán, todo hombre que no estuviera gestionándose continuamente la entrepierna y aderezando el acto con algún exabrupto, demostraba síntomas claros de serlo. No puso ningún reparo en que nos viéramos al día siguiente. Quedamos en un bar de la plaza del Sortidor, en el barrio de Poble Sec, a las cinco de la tarde. El lugar y la hora las propuse yo, geográficamente estaba cerca de casa por lo que pudiera suceder y el horario estaba lo suficientemente alejado de la cena como para evitarla, en cualquier otro caso. Me sentía satisfecha y decidí darme el lujo de una buena comida tras la cual me centré en el material. Las fotografías de las revistas eran una amplia selección de entre las mejores tomas y los textos compartían el valor económico de aquellas maravillas con alguna breve reseña histórica. Se podían admirar desde una hermosa biblioteca victoriana del siglo XIX y un par de sofás Chesterfield, a lámparas, cómodas, aparadores, espejos, paragüeros, percheros y hasta el 132 precioso secreter restaurado por mí. Pero en ninguna de ellas aparecían pinturas como las que yo buscaba. Lo aparté todo y cogí el ordenador, lo abrí y me dirigí a la carpeta en la que había copiado el contenido de los lápices de memoria. Anabel era un encanto; todo dividido en subcarpetas, una para cada número, más otra llamada “extras” en la que podía leerse un documento de texto con información de la casa objeto del monográfico, desde la dirección hasta comentarios suyos. Abrí la primera, puse el visor de ventana en “iconos grandes” y empecé a ojearlos. Cuando aparecía una con un cuadro la abría, si eran retratos de mujeres, lanzaba una orden de impresión y la adjuntaba a los de Judit y la desconocida. Cuando el parpadeo de los ojos comenzó a llamarme la atención y la pila de impresiones era considerable, decidí hacer una pausa, me abrí una cerveza y salí con todo el material a la terraza anexa a la cocina. La tarde era agradable. Di un refrescante sorbo y comencé a mirar las fotos. Una de ellas llamó mi atención. Era otra obra conocida. Amplié la foto en la pantalla, busqué en el ángulo superior izquierdo y ahí estaba, esta vez una “O” mayúscula del mismo color rojo. Ya no me sorprendió ese extraño juego de círculos, casi esperaba que fuera así y me lancé a una búsqueda exhaustiva. Mi cabeza andaba como loca. La voz que hubiera deseado escuchar la tarde anterior sonó cuando menos la esperaba. Buenas tardes, artista, dijo, asomando tras el murete de la piscina. Le devolví el saludo y viendo lo acalorado que llegaba le ofrecí una cerveza. Mientras se sentaba entré en la cocina a buscar un par de botellas. Las abrí y al salir me lo encontré curioseando las fotos sin apenas tocarlas. Toma, ya puedes mirarlas si te apetece, le dije acercándole su cerveza. Me lo agradeció con un gesto y comenzó a pasarlas una a una. Mientras las observaba y sin levantar los ojos de ellas, me confesó que no era un entendido en Arte, que había algunas 133 que le parecían bonitas y otras no. Decía no entender que se pudiera poner a alguien de perfil y le amontonaran las orejas y los ojos como si le hubiera pasado un camión por encima; ni que cuatro rayas, que podría dibujar un niño, se considerasen una obra maestra. Le parecía una tomadura de pelo. Sonreí. Le di una somera explicación de la sustitución de la perspectiva renacentista por una perspectiva múltiple que permitía enseñar todo un objeto desde un único plano, para hacerle ver el cubismo. Le intenté explicar que el arte abstracto perseguía huir de lo figurativo en un intento de ir a lo más esencial del arte: forma, color, textura... Él me devolvió ese mohín que ponen los niños cuando se obliga a atender sin ganas. Apartó lo que no era figurativo al uso y siguió a lo suyo mientras yo trataba de convencerlo. Apareció la primera fotografía del retrato de Judit y entonces caí en la cuenta de que no las había apartado del resto. No deseaba compartirlas con nadie. No, al menos, de momento. No me sentía preparada. Le di una mala excusa, me acerqué con todo el disimulo que me fue posible y se las arrebaté literalmente de las manos. Él se quedó confuso. Perdona, acerté a decir. Es que esa obra no está preparada para que la vea nadie, todavía debo hacerle unos retoques para terminar su restauración, terminé mintiendo. Eran cerca de las diez de la noche y todo se aceleró. Me dijo que debía marcharse, se despidió con un hasta mañana y me quedé sola. Había vuelto a suceder, y esta vez lo había espantado yo sola. Qué me sucedía con ese hombre: si le esperaba no aparecía; cuando necesitaba soledad hacía acto de presencia; sin saber cómo, terminaba contándole intimidades cuando apenas sabía nada de él, y cuando parecía que todo comenzaba a relajarse sucedía algo que le hacía huir ¿Qué sentido tenían nuestras charlas? Daba la sensación de que lo utilizaba como un “sparring” para disfrazar mis soliloquios de diálogos. Y ¿qué sacaba yo de ellas? Nada. 134 Decidí apartarlo de la cabeza, era mejor prepararme un té y terminar con las fotografías. Mientras infusionaba, tecleé el nombre del georgiano y esperé. El resultado fue fructuoso, doscientos cincuenta y ocho mil resultados. Indagando en las primeras páginas me enteré de que era socio y gerente de una empresa familiar de apuestas y que dicha empresa, así como algunas otras del mismo gremio, estaba asociada a una empresa de jardinería. Averigüé que en todas ellas participaba otro hermano llamado Berto. Apuestas y jardinería... Si hubieran añadido un restaurante, Scorsese hubiera podido dedicarles una película. No me gustaba nada la sensación que me daba ese tipo. Retomé las fotos, todavía había unas cuantas por mirar y necesitaba verlas todas. No recuerdo qué hora sería exactamente, sé que terminaba un cuarteto de Bartok cuando apareció un cuadro más. Pero éste, a diferencia de los otros tres, no contenía ningún círculo, la firma era una especie de eme o de doble uve, no me quedaba claro. Eso rompía todas mis teorías, el círculo no era una firma, de serlo, lo era en un sentido distinto al que un artista se reconoce en su obra. Me acosté, estaba agotada. Necesitaba dormir y pulverizar el récord de las ocho horas de rigor. **** Inicio 135 136 La ermita 8 de julio de 2010 - Ermita. Encuentro Santos, Oscar Laguardia La comisaria del mossos d'escuadra de Cerdanyola se encuentra al final de la carretera que llega de Sant Cugat, en la rotonda que la bifurca en dos de las entradas a la ciudad y en los límites del parque empresarial: “Parc Tecnològic del Vallès”, una apuesta para aglutinar a empresas del sector tecnológico e informático. Su entorno es hermoso: disfruta de vistas al Parc de Collserola, el pulmón verde de Barcelona; puede verse también el “Castell de Sant Marçal” y, más cercana, la iglesia que protege al cementerio. La distancia entre ambas ciudades no excede los cinco kilómetros y los márgenes de la carretera que las separa han sido reconvertidos en un paseo ampliamente utilizado por sus habitantes. Dado que vendría de Sant Cugat, Oscar decidió que el mejor método para ir a ver al inspector Márquez era la bicicleta. Habían quedado a las ocho y media de la mañana, a esa hora el calor aún sería soportable. Llegó temprano. A pesar de que le invitaron a esperar, prefirió disculparse y aprovechar para dar un paseo por la zona. “Volveré en veinte minutos”, le dijo al recepcionista. Salió, caminó a través del Parque Tecnológico, llegó al puente sobre el descuidado parque urbano que da paso a la ciudad y volvió a la comisaría. “El inspector ha llegado, espere un momento que le aviso de que ya está usted aquí”, le dijo el muchacho de recepción nada más verle. Tras un par de minutos de espera, siguió las indicaciones que le hacía el policía y entró en el despacho donde le recibió Santos. —Gracias por venir. Pasa y siéntate por favor. —Lo cierto es que era imposible resistirse a su invitación. La aparición de cualquier información que me ayude a avanzar en mi investigación es bienvenida. 137 Oscar acumulaba tanta curiosidad que se movía en la silla como quien tiene cortezas de pan en los calzoncillos. Santos, por el contrario, daba la imagen de superioridad del que se sabe poseedor de un secreto apetecible. —Usted dirá inspector Márquez. —Urgió Oscar. —Tutéame por favor, no soy amante de protocolos ni jerarquías. Sobre todo ahora que nos están igualando en miseria y recortes salariales. Porque yo no sé tú, pero lo que es a mí, mi mujer me tiene hasta los cojones con lo de que apunte la pipa hacia los de arriba, y con que los ladrones no son los que encerramos y con lo de que las vecinas nos ponen a parir y con razón. Hasta arriba, la verdad. —Soy soltero y no lo vivo de manera tan intensa, pero sí, vivimos tiempos jodidos para nuestra profesión. Nos han convertido en los malos de la película y tampoco faltan razones para ello. Esa confesión mutua, entendida por ambas partes, relajó el ambiente. Santos volvió a hablar. —Dicho esto ¿Qué puedes decirme de la ermita de Santa Margarida, en la Vall de Bohí? Oscar ni se lo pensó, su respuesta fue rápida y concisa. —Es una de tantas iglesias románicas expoliadas en los últimos años, forma parte de una investigación que estamos llevando a cabo la brigada de patrimonio vinculada con otro operativo de la brigada de blanqueo de capitales de la UDEF. La hemos bautizado como operación “Suizo”. —¿Operación “Suizo”? —Sí, comenzó como una broma, pero creo que pronto oirás hablar de ella. La empezamos a llamar así porque los primeros objetos robados venían de ermitas de montaña y, evidentemente, porque su utilidad principal es el blanqueo. —¿Blanqueo de dinero, es que está la Mafia metida en los templos? Pensaba que eso solo sucedía con el Vaticano y su banco. 138 —No lo sabemos al cien por cien. Andamos con pies de plomo precisamente porque no tenemos claro su alcance y no querríamos meter en la trena a un par de julais y que el resto se fueran de rositas por algún absurdo legal. —¿Y cómo lo tenéis, hay nombres, detenciones, alguna cosa clara? Oscar le puso en antecedentes sobre Germán, su tapadera con las antigüedades, los expolios y el blanqueo; le habló de Yuri, Berto, del resto de socios y de la empresa de jardinería que utilizaban de tapadera para las demás; de su camuflaje como jardinero en la casa del mafioso; de los avances que había hecho a través de su amistad con Alba y de todo lo relativo a ella y a la talla, también robada, que estaba restaurando. —¿Puede ser que esa Alba tenga que ver con el mafioso y con la familia? —Preguntó Santos. —Lo dudo, me he ganado su confianza y me ha contado que mientras el georgiano y su familia están fuera, ella debe realizar el trabajo; parece ser que hasta le han dado permiso para instalarse allí si le apetece. Claro que no me extraña, dudo que esa pieza pase lo bastante desapercibida como para sacarla a pasear. Y creo que si ella estuviera en el ajo no me hubiera dado tanta información. Se quedaron en silencio y tras unos instantes habló Oscar de nuevo: —Y ese cadáver, ¿me puedes hacer un resumen? No veo qué relación pueda haber con mi caso. Santos le detalló los pormenores de los que disponía: primero las fotografías del hallazgo de los huesos, la copia de la autopsia y después la aparición de Jesús Loperena con la prueba que ahora le ponía delante. —Esta es la fotografía que podría ser el vínculo de las dos investigaciones y la razón de que nos pusiéramos en contacto contigo. 139 Tras dos cafés y una hora de charla estaban en dique seco. Santos deseaba cerrar aquel caso lo antes posible y proponía que se citara a alguno de los que tenían controlados, que se le metiera miedo y se le apretaran las tuercas. Oscar no veía suficientes indicios como para echar a perder un operativo que podía desmontar una trama mafiosa de considerable importancia, y tenía claro que esa gente no era de las que se manchan las manos, para eso mandan a lacayos prescindibles. Al final habló Santos: —Una buena opción sería traer a la que está restaurando el Cristo, apretarle un poco y ver cómo reacciona. —No, ella no tiene nada que ver en toda esta trama. —¿Cómo estás tan seguro? —Es por lo que te he dicho antes, su forma de hablar y de contarme las cosas. Es demasiado abierta. Y a pesar que intuyo que esconde algo, dudo que sea otra cosa que el hecho de estar trabajando con material robado. Yo pondría la mano en el fuego por ella. —Una tía que está restaurando una pieza robada, suministrada por el mismo anticuario que después le encarga el trabajo y ¿no está metida en el ajo? Y hablando de meter, ¿no estarás metiendo algo que te meta en algún lío, Oscar? —En absoluto. Santos sentenció un «lo que tú digas» y tras una pausa breve pausa, preguntó de nuevo: —¿Y qué es eso que dices que esconde? Ilumíname para que podamos discutirlo. —Verás, tiene una serie de fotografías que me mostró sin reparos hace unos días. Mientras las ojeaba imagino que cayó en la cuenta de algo y me escondió algunas antes de que pudiera verlas. El pasado viernes, me colé en la casa para buscarlas pero no pude encontrarlas porque casi me pilla, suerte de los compañeros del “K” que me avisaron de que llegaba. Déjame tres o cuatro días para ver si 140 consigo sonsacarle alguna cosa o puedo hacerme con su material. Pero debo evitar que salte la liebre con cualquier error. —Queda en tus manos. Pero mantenme informado, por favor. El sonido del teléfono interrumpió la conversación. De ella, Oscar escuchó un nombre: Jesús, y una invitación: «pásese ahora si le apetece». Imaginó que era el policía retirado del que Santos le había hablado al principio y pensó que esa visita daba por terminada la suya. Cuando colgó el teléfono, Oscar declinó la invitación de quedarse con ellos y saludar al anciano. Prefería volver y mantener sus horarios; en la medida de lo posible deseaba evitar cualquier tipo de sospecha. —Llévate una copia de la fotografía y los datos que tenemos del cadáver. Cuenta con nosotros para lo que necesites. —Dijo Santos mientras tendía la mano. —Cierto, me irá bien. Yo también te haré llegar una lista con los nombres más relevantes y lo que sabemos de ellos. Y bien, yo también quedo a tu disposición inspector. —respondió Oscar tendiendo la suya. —Si me disculpas, no te acompaño. :::: No hacía demasiado calor y el trayecto por la carretera lateral del sincrotrón que lleva hasta el campus de la Autónoma era lo suficientemente cómodo como para que se planteara dar un rodeo por Bellaterra. Ir en bicicleta y sin prisas le relajaba la mente y le permitía pensar con más claridad. Y ahora un cadáver, un cadáver frente a una de mis ermitas expoliadas. Una casualidad, no veo la conexión entre el anticuario y un cadáver. Dieciocho años después ¿Qué clase de vinculación pueden tener? Confirmar la fecha del robo. Si coincide en el tiempo tendríamos cogido al anticuario por los huevos. Ha quedado chula esta zona nueva 141 del Sincrotrón del Parc de l’Alba, ¡Fíjate, como ella! Y ella ¿qué pinta ella en todo esto? ¿Qué me escondió el otro día? Ni idea. Los huesos ¿Qué sabemos de ese chaval? Nada, estudiante normal, estética punki, nada entre sus amistades, ningún trabajo fijo salvo unos pocos contratos de prácticas… Se detuvo tras pasar la autopista, frente a las columnas de Andreu Alfaro que presiden la entrada a la Universidad. Sacó su teléfono con urgencia y se puso a teclear como un loco. Al texto que iba escribiendo le añadía una sonrisa. Hacía falta estar idiota como para no ver un vínculo tan claro, se decía. Un vínculo que, de confirmarse, convertía a los hermanos Edna en el eslabón más débil de la cadena. :::: El golpeteo en la puerta, seguido de una autorización verbal, dio paso a la entrada del rostro sonriente de Jesús Loperena. El anciano le tendió una mano cordial y se sentó. Hablaron durante unos minutos. Santos se excusó por no haber podido retener a Oscar. Me hubiera gustado que le conociera, le comentó. Trivializaron un poco con la obsesiva crisis y el hecho de que aquello no pintaba nada bien para casi nadie. Tras otro café, esta vez el anciano tomó uno descafeinado, le resumió lo que habían hablado. —Así están las cosas, amigo Jesús. Seguimos sin poder avanzar todavía. Loperena estaba ante él y permanecía como ausente, como si estuviera rumiando en su interior toda la información que le había suministrado el inspector. Un leve pitido del ordenador y un “¡Coño, ya me manda un correo!” rompió el silencio y Santos centró su atención en la pantalla y en la pre visualización del elemento entrante. Pudo leer que el asunto rezaba: “Importante, Santos. Somos tontos” y fue suficiente para que la curiosidad le hiciera abrirlo y leerlo. Cuando 142 terminó, sus ojos iluminaban todo el despacho, y desde una media sonrisa dijo —¡La hostia! Jesús, no se va a creer lo que me está contando Oscar. —Si no ando errado, imagino que le pide que busque si existe una relación entre la empresa de jardinería y uno de los trabajos que tuvo Julián como empleado de jardinería. Santos puso cara de imbécil, más para sí mismo que como una ventana al mundo, y le confirmó el acierto de sus palabras. —Muchas veces, cuando uno está obsesionado con algo, en este caso los huesos de Julián, tiende a bloquear la mente con un número limitado de opciones, cerrándose la posibilidad de que penetren ideas nuevas en ella —dijo Jesús—. A mí me pasó muchas veces, como a todos ¿Sabe lo que hacía entonces? Se lo contaba a alguien, a un compañero, a mi esposa o al canario, de no haber nadie más. Lo dejaba ir todo e intentaba vaciarme. Una vez limpio, puedo garantizarle que la mayoría de las veces entraban ideas nuevas y todo volvía a funcionar. No se preocupe Santos, de verdad. Lo único que le ha sucedido a usted es que permanece dentro de la mierda, mientras que los demás hemos asomado la cabeza y vemos las florecillas del campo. El inspector lo escucho con la atención del que escucha al sabio. Después, tras un silencio, llamó a su inestimable Conchi para que indagara por los entresijos de la Red y mandó a Elías a indagar en la empresa de jardinería. La capacidad del suboficial para sembrar nerviosismo y su intuición para detectar mentiras y falsedades entraba en el mundo de lo esotérico. El día no había ido tan mal. ***** . Inicio 143 Primera entrevista con Raúl Ouso 9 de Julio de 2010 Como nueva. Levantarse a las diez harta de dormir, darse una ducha tranquila y prodigarse un completo desayuno, quitan años y recargan el ánimo. A pesar de ello me sentía algo incómoda. Aunque no era el mismo desasosiego de la mañana anterior, lo de hoy era curiosidad por conocer algo del enigmático pintor sin firma. Con aquel estado de ánimo no me apetecía trabajar, así que abrí una hoja de cálculo, tomé los cuatro cuadros sin firma de que disponía y me puse a organizarlos y darles, si no nombre, algún sentido. Tras algunas búsquedas de confirmación pude preparar una tabla con todos los elementos de que disponía: Símbolo Lugar Obra - autor Notas Círculo Sant Cugat Jeanne Samary Retrato de Judit diámetro Renoir vertical Círculo Barcelona diámetros en Etta Durham trabajo Anabel Singer Sargent cruz Círculo ¿”M”,”W”, línea Zaragoza Logroño Gabrielle Cot Monográfico Bouguereau Anabel La bella Monográfico Sorolla Anabel quebrada? ¿Qué tenían en común esos retratos? Mi hipótesis inicial de que los círculos eran la firma se había esfumado. Tanto por las diferencias entre ellos como por esa última letra extraña: Una eme de ¿Miguel?, una doble uve de... ¿Washington? Podría tratarse de dos pintores, era difícil saberlo sin contar con los originales que permitieran estudiarlos a 144 fondo. Por otro lado, los originales en los que se basaban eran de artistas diferentes, de estilos diversos y aparecidos en lugares distintos. El único vínculo que fui capaz de encontrar fue que los artistas eran casi coetáneos, a caballo entre los siglos XIX y XX. Nada, seguía sin tener nada. Esperaba que el tal Raúl arrojara algo de luz en ello. Era momento de pedir ayuda y envié una serie de correos a varios colegas. Acompañaba la escueta nota con fotografías de los retratos y ampliaciones de los detalles de los símbolos por si alguien hubiese visto otros iguales o parecidos. A más gente buscando, más probabilidades de encontrar alguna otra obra, pensé, nadie podía determinar que no existieran más cuadros y consiguiéramos llegar hasta el pintor por otra vía. Para la entrevista con el decorador decidí ponerme vestido: uno negro con falda de vuelo por la rodilla; a la hora que quedábamos ya no haría demasiado calor y era lo suficientemente sobrio. Zapato sin apenas tacón, quería andar cómoda y no parecer una saltadora de esquís en pleno vuelo. Con todo decidido y preparado me tomé una ensalada, me di una breve ducha refrescante, una buena dosis de crema hidratante y me vestí. Como complementos, me puse unos pendientes de plata con un detalle esmaltado en rojo y un collar de semillas rojizas como toque de color al vestido. Me miré al espejo, no daba una imagen que pudiera llevar a nadie engaño y me veía viendo femenina. Salí hacia la estación, no me apetecía bajar en coche, y más en un barrio como Poble Sec. Cuando llegué a la plaza la terraza ya estaba sombreada. De las siete mesas había dos libres y de las otras, una en la que se veía un hombre solo. Faltaban cinco minutos para la hora y deduje que el solitario debía ser él. Me quedé observándole desde la esquina. En ese momento me pareció notarle un cierto amaneramiento, tanto en el modo llevarse la botella de agua a los labios como en la forma que tenía de 145 pasar las páginas del libro que estaba leyendo. Lo que era indudable, a pesar de la distancia, era su atractivo y su elegancia de movimientos. A la hora en punto decidí acercarme y confirmar el acierto de mi intuición. ¿Raúl Ouso?, le pregunté cuando estuve frente a él. Me lo confirmó con una afirmación, una sonrisa y diciendo mi nombre. Asentí, le tendí la mano y me senté. Por un instante me pareció que se turbaba, como si hubiera visto a alguien a quien distinta de lo que esperaba. Le sonreí y él hizo lo mismo. Mientras buscaba al camarero moviendo la cabeza de un lado a otro le sometí a un repaso visual: atractivo, simétrico, de facciones angulosas, delgado pero de aspecto saludable. Podía andar cerca de los sesenta años muy bien llevados, vestía de un modo más juvenil de lo exigible a esa edad; los complementos a la vista parecían tan sobrios como caros y elegantes y sus manos, de dedos larguísimos, estaban muy cuidadas. Pero lo más impactante eran sus ojos: verde grisáceo, de mirada profunda y absorbente. Para romper el hielo le hablé de lo Interesante que era la novela que tenía a su lado, un ejemplar de “La muerte en Venecia”. —Es una relectura. —Respondió acariciando la tapa con mimo. Le confesé haberlo leído demasiado joven y no haberlo valorado de forma justa, y el haber sucumbido a la obra homónima de Luchino Visconti. —Un monumento a la belleza —dijo—. Una película construida con una fantástica sensibilidad que habla de lo bello y que se acompaña de unas bellísimas páginas de Mahler. Creo que es uno de esos pocos casos en los que el cine iguala en calidad a la obra literaria de la que proviene. Claro que dejar un tema como ese en manos de Visconti es como regalarle una hermosa melodía a Bach. Asentí. —Tienes razón en lo de la elección de Mahler para la banda sonora, Creo que le dio un valor extra al conjunto. 146 Sin dejar de mirarme, se tomó unos segundos para responder. —Es que el adagietto de su quinta sinfonía, según lo veo yo, define a la perfección toda la desesperanza del protagonista. Y ese final, con el músico agonizando en la playa mientras la orquesta desgrana nota a nota las páginas de Mahler. Es algo difícilmente superable. Mientras le escuchaba revivía la débil mano de Aschenbach intentando alcanzar a un Tadzio lejano e imposible, poseedor de esa belleza insolente que otorga la juventud. Tras un breve silencio dejó ir un tú dirás casi edulcorado cuya respuesta interrumpió el camarero al traernos las bebidas: té con hielo para mí y café solo y una copa de brandy para él. Cuando se hubo marchado me apoyé en mi mejor sonrisa y respondí que estaba interesada en el trabajo realizado por él en la mansión de Sant Cugat donde ahora estaba restaurando una talla románica. —Y ¿qué deseas saber? —Ante todo querría saber si te encargaste de la decoración, de la planta baja, al menos. Germán me ha dicho que es cliente tuyo Lanzada la pregunta nos quedamos en silencio. Yo, mirando sus parsimoniosos movimientos mientras se llevaba la taza a los labios. Él, como entregado a una breve ensoñación mirando al vacío. Me miró de nuevo y mientras sus manos parecían dirigir un imaginario adagio comenzó a hablar. —Sin mirar las carpetas que guardo de mis trabajos me es casi imposible saberlo. Lo más probable es que sí, la mayoría de mis clientes depositan su confianza en mí y me dan manga ancha para hacer y deshacer a mi antojo. Pero no puedo confirmarlo al cien por cien hasta no revisar mis notas. Si se confirma que me encargué de decorarla podrías decirme qué te interesa de ese trabajo. Mientras esperaba mi respuesta, dirigió la mirada a la pernera de su pantalón de lino y lanzó la mano contra él como si espantara un insecto de la cara de un bebé. 147 —Me gustaría saber si te encargaste de suministrar los distintos cuadros que visten las paredes. —A eso creo que puedo responderte de manera afirmativa. Recuerdo que la familia tenía ya algunos de cierto valor, me los habían enseñado para pedirme la opinión, y me ofrecieron la oportunidad de añadir algunos más para vestir algunas paredes. Si no recuerdo mal, los distribuimos entre el comedor principal, el vestíbulo y las habitaciones superiores. —¿Uno de ellos no sería un retrato sin firma que cuelga en una salita que hay anexa al recibidor? Se quedó callado y serio, como acabara de encontrar algo en su memoria. Pero su respuesta fue una negativa ¿Es alguna obra conocida?, preguntó. —Una copia del retrato de Jeanne Samary, versión 1877, de Renoir. Se removió en la silla, nervioso, como si no encontrara en la memoria lo que le estaba pidiendo. —Lo siento, no soy capaz de recordarlo. Habré de mirar la documentación del cliente. Pero ¿por qué te interesa ese cuadro en especial? —Sinceramente, porque considero a quien lo pintara alguien digno de elogio y me gustaría saber quién es. Su técnica es excelente, tanto, que parecería pintado por el mismo Renoir. —Créeme que lo siento, si es como dices debería recordarlo, pero no hay manera. De todos modos ambos sabemos por nuestro oficio que la técnica no es significativa si no va acompañada de la personalidad que sea capaz de aportar el artista. Y esa es una verdad que, a pesar de no compartir de forma absoluta, no debemos dejar de tener en cuenta porque se cumple la mayoría de las veces. Técnica y Arte, ¿Cómo no caer de bruces ante esa dicotomía? Tras prometerme de nuevo que buscaría en sus archivos y me llamaría 148 para darme la información, nos dejamos llevar por ella y nuestra charla cambió de forma radical. Discutimos sobre el peso de la técnica en disciplinas como la Pintura, la Literatura y la Música; yo defendiendo la genialidad a partir de las capacidades artísticas del individuo y él, mucho más desapasionado, manteniendo que la mera técnica hacía aflorar lo mejor del Arte pues desde ella se podía alcanzar lo más hermoso sin salir del aspecto formal. Nuestros argumentos eran encontrados, pero él me ganaba en conocimientos y en la visceralidad y valentía para defenderlos. Y a pesar de ello no me sentía mal en absoluto, porque aquella charla era lección magistral de estética. Hablamos de Bach y Kühnel, repasamos Picasso, Rembrandt, Recordamos a Stravinski y nos acercamos a Velázquez. Cuando anocheció nosotros seguíamos defendiendo nuestras posturas, ahora ya basadas en la fe de cada cual. Cenamos en la misma plaza y la conversación se nos fue diluyendo en vino. Era curioso, a pesar de nuestras posturas contrarias en el modo de entender el arte, me sentía a gusto, tanto, que casi me sentí dolida cuando dijo que debía marcharse. Sería la una de la madrugada. Nos despedimos con un frio apretón de manos que rompió la calidez de la charla y se marchó recordándome que en unas horas me mandaría la información prometida. Estaba demasiado cansada para volver a Sant Cugat y no me apetecía pasar la noche sola en casa. Por suerte, dos horas antes y en previsión de este final, había enviado un WhatsApp a mi tía alertándola de que no se asustara si escuchaba la llave en la puerta, sería yo que me quedaba a dormir. Me dirigí a su casa. Tal como crucé la puerta me di cuenta de lo estúpido de mi sigilo. «Buenas noches cariño, no te preocupes que estoy viendo la tele», fue su recibimiento. Entré en el pequeño comedor, nos dimos dos besos, me puso en antecedentes de hechos familiares que desconocía, me regaño por no hablar nunca con 149 los papás, que ellos se preocupan por ti; y tras un vaso de leche nos acostamos. :::: 10 de Julio de 2010 El sábado me levanté de buen humor, después de desayunar unas magdalenas sin remordimientos me despedí de mi tía con excesos de efusión y salí de nuevo para mi hogar ficticio. Durante el trayecto le daba vueltas a Raúl, su magnetismo, la fuerza con la que defendía su punto de vista, los amplios conocimientos que desplegaba y cómo contrastaban con la timidez con la que parecía mirarme ¿Cabía la posibilidad de que me sintiera herida en mi orgullo? Estaba hecha un lío aderezado con estrógenos. Metida en esos pensamientos llegué a mi destino. Bajé del tren y me dirigí a la mansión. La verja de la casa me devolvió a la realidad. Abrí el bolso Mary Poppins, y comencé la ingente tarea de buscar las llaves en él. Las encontré, las saqué y antes de abrirla para entrar grité sorprendida: —¡Qué haces tú aquí! Era Oscar que había abierto la puerta en el mismo instante que yo iba a meter la llave en la cerradura. Se sorprendió y, de forma algo entrecortada, me explicó que el viernes había olvidado mirar los niveles de cloro de la piscina y si se quedaba dos días sin depurar y aparecían algas en el agua podía darse por despedido. ¿Y has venido con ropa de calle a trabajar? Pregunté. Me contestó que sí, que para cinco minutos que había de llevarle la faena no le apetecía cambiarse. Seguíamos bajo el arco de la entrada, como una pareja de adolescentes entregados a su eterna despedida. Decidí mover ficha y le pregunté si le apetecía ir a dar una vuelta por la ciudad y tomar un aperitivo. Aceptó. 150 Tras un paseo con más silencios que palabras decidimos sentarnos en una terraza cercana al Monasterio, pedimos bebida y charlamos. Me preguntó por mi ausencia y le mentí sin pudor; me preguntó por mi trabajo y le detallé los últimos avances; me preguntó sobre mi posible “jefe”, me sentó mal y se lo transmití con un seco: «Yo trabajo por mi cuenta». Después de su disculpa y su sonrisa le hice un retrato personal del francés. Llevábamos un buen rato de charla insustancial, me miró seriamente y preguntó. —¿Puedo decirte algo? —Puedes decirme lo que te apetezca, el cómo yo me lo tome será otro cantar. —Tienes razón. Se quedó callado —Pero ¿No me lo vas a decir? —tuve que insistir. —¡Ah! Pensaba que... No, nada, solo quería decirte que estás guapísima con ese vestido negro. Alba acababa de salir del sótano de la autoestima. Me puse en mi papel, le quité importancia y lo complementé con un cuidado cruce de piernas. Comenzamos a mezclar vermut con confidencias, continuamos en la comida con charla distendida sobre lo divino y lo humano, terminamos el vino entre risas y continuamos regalándonos caricias y besos hasta que caí en la cuenta del error que aquello podía suponer. Nos miramos como dos adolescentes temerosos de dar el paso y entendí que debía salir huyendo de aquella situación. Tenía bajas las defensas del deseo y eso me quitaba objetividad de género. Por otra parte, lo último que necesitaba era complicarme la vida con alguien a quien apenas conocía y a quien estaría obligada a ver todavía durante un tiempo. Tenía claro que no deseaba continuar más allá. Le pedí disculpas por los estragos que podía causar un buen vino y nos despedimos allí mismo. Ni siquiera me giré cuando salí a toda prisa. 151 :::: Mientras desandaba el camino hasta la casa me sentí extraña por primera vez en mucho tiempo. En realidad, ¿qué me ha hecho huir de Oscar? Alba no es una puritana que renuncia a un posible encuentro amoroso si le apetece ¿Me apetecía? Por supuesto, el jardinero es un tipo encantador, tiene una sonrisa que podía tumbar un árbol y solo el contacto de sus manos me ha puesto a varios metros de la realidad ¿Entonces? Entonces es que te gusta, te Gusta con mayúsculas. Y claro, no es el momento, ni le conozco lo suficiente como para dejarme llevar por desarreglos hormonales. Qué tonterías dices, Alba, cuándo no ha sido el momento si te ha apetecido realmente estar con un hombre ¿Me estaré volviendo clasista? Porque él solo es el encargado de mantenimiento, y ni siquiera sé si está casado. En algún momento ha dicho que no, seguro. Pero claro, qué me iba a decir si es un hombre al que mando señales tan claras que puede percibirlas a varios metros. Pero por qué me noto esta cara de imbécil. Si al lado de mis amigos él es de lo más normalito ¿Habíamos bebido mucho cuando ha empezado la tontería? No, Alba, no. Tú estabas sobria, un poco achispada tal vez. No, no es excusa. A ver que pasará el lunes. Ahora déjalo correr, te acuestas, duermes como las niñas buenas y te olvidas de todo. :::: Al entrar en la casa bajé definitivamente de la nube y miré el móvil, nada. No me apetecía en absoluto acostarme. Preferí abrirme una cerveza, después me arrellané en una butaca de la terraza y encendí el portátil. Seis correos nuevos: cinco fueron directos a la papelera, el otro era de Raúl. En él me explicaba lo bien que se lo había pasado la tarde anterior y me detallaba lo que deseaba saber: El cuadro 152 lo había suministrado él, cierto. Según me contaba, en un primer momento, al comentar yo que era un cuadro sin firmar, le había confundido. Ya en casa, al mirar sus notas, había visto que lo de la firma era incierto, el retrato se firmaba con un círculo dividido. De haber conocido ese detalle me hubiera puesto en antecedentes esa misma tarde. Ese cuadro, junto con otro retrato y una serie de bodegones, pertenecían a un pintor por quien él había querido apostar unos años atrás. La inversión no había sido tal ya que el pintor, no solo no triunfó, sino que desapareció de un día para otro sin dejar ningún rastro. De toda aquella compra, todavía le quedaban los bodegones, estos firmados, y ninguno de los retratos: el primero, una copia de John Singer Sargent a un cliente que se encaprichó; y el que había visto yo en la casa de Yuri, que interesó al cliente porque los colores del cuadro hacían juego con los tapizados de los silloncitos y las telas de las cortinas. Los bodegones los firmaba como Diego, el mismo nombre por el que él le había conocido. Esa era toda la información que podía suministrarme. **** Inicio 153 Galicia Iniciación sexual con la madre — 1964 Hola, ¿Has descansado? Imagino que sí. No, no hace falta que hables, relájate. ¿Sabes cuál ha sido la peor crisis de la Historia? La que se derivó de la caída del Imperio Romano. Mil años tardamos en recuperar el orden social y el Humanismo perdidos. Según lo veo yo, la culpa la tuvo el auge del Cristianismo, su famosa Ciudad de Dios y Ciudad del Hombre; sus órdenes morales; su desprecio de la carne. Pero qué te cuento, tú sabes de sobras todas estas cosas. Aunque no me apetece en absoluto hacer ninguna disertación teológica o filosófica. Solo pretendía introducirte la idea de que la Iglesia es la gran responsable de muchas de las cosas que nos han sucedido y suceden, solo eso. En realidad quería hablarte de otra cosa. Mira, yo considero que cuando los sentimientos son limpios no deberían ser escondidos, pero a pesar de ello me quedaron grabadas las palabras de ella, que siempre me decía que yo no debía hablar con nadie y que aquello solo nos pertenecía a nosotros. Qué quieres, cuando otros muchachos habían madurado yo seguía siendo un crio con miedos, con dieciséis años albergaba una timidez que me clavaba al suelo y una madre que siempre estaba a mi lado para todo lo que necesitaba. Imagino que alguna marca debió quedarme. Ahora ya ha pasado mucho tiempo, tengo una cierta edad a pesar de no ser un anciano, yo no me lo considero. Pero mis años comienzan a pesarme demasiado y me siento bastante cansado de todo. Igual esa sea la razón de mi confesión, de este resumen somero de mi vida que nunca había contado a nadie y que me está sentando tan bien, mucho más de lo que pensé en un principio, cuando decidí que debías saber de mí. Es como si cada pequeña etapa compartida abriera un poco más mis pulmones y me liberara poco a poco de mí mismo y de mí pasado. 154 Pero hoy será distinto, lo sé. Hasta este momento nunca había puesto sobre la mesa nada tan personal como lo que te contaré mientras termino los ojos, lo más esencial de un rostro y lo que delimita todo lo que es uno, incluso a su pesar. Pero imagino que sabrás que la dificultad no estriba en los ojos, sino en poder captar su mirada. En sí, unos ojos no son más que pozos muertos; bolas líquidas y gelatinosas. Materia inerte. Si solo los viéramos así sería lo mismo que mirar un zombi o alguno de los seres desesperanzados del tercer mundo. Cuando hablamos de ojos bonitos, con su color, el enmarcado de sus párpados; cuando hablamos de todo eso, en realidad de lo que hablamos es de la sustancia vital que emana de ellos. Una sustancia parecida a la que impregna lo hermoso y que hay que saber robar para regalársela al lienzo, a la piedra, a la partitura o la hoja en blanco. Esa, exclusivamente esa y no otra es la cualidad que determinará la belleza, el enigma, la risa, la pena... La vida, en suma. Pero ¿Qué voy a contarte a ti que tú no sepas? A pesar de que te engañes. Pero no era de ojos de lo que iba a hablarte. Ellos, ahora, solo son un medio en mis manos; objetos inanimados que saltarán desde la punta de mis dedos hasta pervivir fuera de ti. Sí, es un momento crucial que deberá ser acompañado de mi confesión. Pero de algún modo te la debo. Te debo que puedas entenderme, que sepas cómo cada detalle vivido me ha ido construyendo. O destruyendo, porque ahora ya, tras el bagaje de mi vida, no tengo claros muchos conceptos. Pero sí, siempre es del mismo modo, para construir se destruye. Se parte de la destrucción para construir algo nuevo. O igual son excusas. Maneras de convencer a mi cerebro de que el sinsentido que me ha rodeado siempre, tenía una razón superior. Aunque al menos sí ha tenido una: evitar que me suicidara y permitirme, de ese modo, degustar lo hermoso que subyace en cada objeto, en cada ser. Me importa poco que no me entiendas, que nadie me entienda. Me importa muy poco que pongas esa cara. Es así como soy. Es así 155 como se desenvolvió todo para que yo fuera yo y no otro. Dejémoslo, no me apetece divagar más ni buscar más excusas para evitar la confesión que voy a hacerte. Verás, a mi madre le gustaba mucho darse largos baños en la gran bañera que había en su habitación. Le gustaba hacerlo cuando todo el servicio se había ido. Porque no sé si te lo había contado antes, pero hacía ya tiempo que por las noches nos quedábamos solos ella y yo. En la casa solo manteníamos al personal de día. Lo había decidido así para tener más intimidad, aunque el argumento esgrimido fue: “lo innecesario de pagarle al servicio por unas horas en las que dormía”. Incluso cuando hubo maestros para mí, a tiempo completo, les hacíamos dormir en una casita anexa a la casa grande en la que podían tener privacidad fuera de las horas lectivas. Te decía que le gustaba darse largos baños relajantes. Y mientras ella estaba inmersa en el agua caliente tomándose, a veces, una copa de vino, yo, sentado a su lado, le leía novelas, poesía, biografías, clásicos. No te pienses que leíamos libros enteros, no, la gran mayoría los habíamos leído ya y solo repetíamos pasajes que nos hubieran gustado en lecturas anteriores. Lo que ella hacía simplemente era tomar un libro al azar de la biblioteca y me lo entregaba para que yo decidiera o buscaba ella lo que le apeteciera en ese momento. Después, ponía alguna música que nos gustase a ambos, se despojaba del albornoz y se introducía en el agua. Para mí eso nunca había tenido ninguna importancia. Ya en esa época oscura de esta España oscura nosotros veíamos nuestra propia desnudez como algo normal y no la cubríamos de la suciedad que el pecado incrusta en el sistema límbico. Nosotros no éramos así. Bien, en esa época yo andaba por los dieciséis años, creo que te lo había comentado ya, y comenzaron a sucederme cosas que entonces no sabía explicar pero que lo cambiaron todo. Solo sé que de 156 un día para otro no pude evitar mirarla de un modo distinto. También me miraba a las otras chicas, las del colegio que había al lado del mío, pero ya te dije que era muy tímido. Así como a los otros no les costaba acercarse a ellas a mí me era prácticamente imposible. Además estaba ella, que siempre me alertaba de las mujeres y de las cosas que eran capaces de hacer. Y se ponía ella misma o a mi abuela de ejemplo,. Como comprenderás a mi timidez debía sumarle una buena dosis de miedo. Es lo que me alimentaba día a día. Pero es lo de siempre, yo, tan listo para casi todo, entonces no sabía nada ni entendía nada. Lo único que sentía era un desasosiego terrible por dentro. No podía dejar de mirar a las chicas, cómo iban cambiando. Todavía ahora me quedan recuerdos nítidos de algunas: Balbina, lo que había crecido y lo largas que tenía las piernas; Mara, que en unos meses había adquirido unas redondeces que traían a los muchachos de cabeza. Pero qué te voy a contar de pubertades y adolescencias. Todos las hemos pasado, de mejor o peor forma. Tal vez eso sea otro condicionante en mi vida, el hecho de haber pasado también por esa etapa del peor modo posible. Aunque ¿cómo se puede determinar lo bueno o lo malo cuando no se conoce otra cosa que lo vivido? Sabemos mesurar en la medida que tenemos experiencias comparativas. Un agua está fría o muy fría en función de que al lado exista otra que mantenga una temperatura superior. Porque si alguien viviera toda su vida en el Tíbet, sin posibilidad de tener información alguna del resto del mundo, ¿Tendría una idea real de la altura a la que se encuentra, tendría capacidad de pensar en una planicie o en el mar? Lo dudo. Por esa razón prefiero pensar que las cosas fueron como fueron porque no tuve oportunidad de poner mi mano en otras aguas ni conocí más geografía que aquella. Recuerdo de un modo nítido la primera vez. Le había comenzado a leer, no recuerdo qué. Y lo que son las cosas, recuerdo en cambio la música que sonaba, la puedo escuchar nítida en mi 157 cabeza, formaba parte de la obra pianística de Claude Debussy. La conoces ¿Verdad? Seguro que sí. La luminosidad de sus arpegios, esas notas sostenidas que llenan cualquier estancia hasta terminar resbalando por las paredes. En ese escenario, iluminado además por algunas velas, repitió lo vivido tantas otras veces: una vez desnuda se plantó ante el espejo para mirarse y después anduvo de un lado al otro terminando de preparar lo necesario para su liturgia del agua. Me quedé extasiado, absorto; tanto, que hubo de recordarme que no le estaba leyendo. No podía leerle. Ese día me era imposible. Mis ojos no andaban sobre el papel. No podía apartarlos de la geometría que hasta ese momento no había existido y que hoy, como debió sucederle a Adán, se me aparecía diáfana. Por primera vez tomaba consciencia de la delimitada perfección de su pubis: triángulo bruno, perfecto en sus aristas superiores y redondeado en la inferior, desde la que caía una línea recta que parecía ir más allá de la simple unión de sus muslos; un imaginario cáliz sobre el que se encontraba la exquisita redondez abovedada de su barriga, cúpula de vida, la mía, y cuya piedra de clave era el ombligo. Sobre aquella, las esferas insolentes de sus pechos y en el centro de una equilibrada aureola, las puntas romas que fueron en su día la fuente de mi primer alimento. Había más, no te engañaré. Había una espalda, unos brazos, unos muslos; pero yo, puber inexperto, sucumbí sobre todo ante las maravillosas diferencias. En ese mismo instante mi madre había dejado de ser mi madre. Por algún hechizo proveniente del brillo de los acordes de Debussy, se había convertido en mujer... Su voz me sacó del embeleso y continué leyendo, pero María, la mujer, se había percatado del sutil cambio de statu quo. No dijo nada, no hacía falta, solo con el modo de mirarme tras entrar en la bañera noté que ella se había dado cuenta. Por suerte, al estar sentado, no 158 pudo percibir hasta qué punto la visión de su cuerpo me había impactado. Me pidió que dejara de leerle y empezó a hablarme. No te puedo repetir sus palabras, no esas, no las recuerdo, tal era mi azoramiento. Pero sí puedo contarte que me preguntaba, indagaba sobre las otras chicas, lo que yo pensaba cuando las veía, mis sentimientos ante los cambios de ellas y los cambios propios. Sí recuerdo que me dijo “Hemos de hablar más de eso, mi pequeño”. Me habló, ante mi enrojecimiento, de la importancia de no caer en vicios solitarios, de controlar los deseos y del peligro que entrañaban esas niñas ya que cada una de ellas escondía un monstruo en potencia. Mi madre era así, me amaba tanto que intentaba protegerme de todo mal que pudiera venirme: de ellos, por la vacuidad y agresividad que esgrimían y que tan bien conocía, y de ellas, porque eran, decía, intrínsecamente malas. Malas, ¿Te imaginas? Unas formas tan perfectas contenían la maldad. ¿Eran entonces como esos animales de colores tan vivos, que cuando los ves, y a pesar de saber que esconden los peores venenos, deseas cogerlos? Sí, así debía ser si ella lo afirmaba. Así debía ser, seguro. Te decía que ese día no leímos. Mientras hablábamos me pidió que le frotara la espalda como había hecho tantas veces. Pero cuando le estaba pasando la esponja por los hombros se echó para atrás, reclinándose, ofreciéndose, y me pidió que le frotara el pecho. Recuerdo que yo estaba arrodillado frente a la bañera, muy cerca de ella para esconder lo que me incomodaba y avergonzaba, cuando puso ante mí parte de la geometría que momentos antes me había llevado a aquel estado. Dudé. Tenía mi mano asida a la esponja y ésta casi rozando uno de sus pechos. Estaba absorto en la perfección de aquellos breves círculos rosáceos cuyas torres me llamaban a gritos. Volvió a sacarme de mi ensimismamiento. Tomó la mano paralizada y la acercó a su carne enseñándole cual era el trazado correcto para 159 navegar por su cuerpo. Desde la distancia que representaba el grosor de la esponja comencé a imaginar las diferentes cualidades táctiles de la mujer relativas a formas y texturas. Ella, por su parte, me miraba desde una media sonrisa interrogadora, viendo como todo yo seguía los movimientos de su mano y de mi mano y de la esponja frontera. Si cierro los ojos puedo revivirlo una vez más. Otra. Cuando su mano llegó a la cúspide del pubis abrí los ojos y me estremecí. Tuve que apartar la mirada y dirigirla a su cara. Ella había cerrado los ojos echando la cabeza hacia atrás. Al mismo tiempo, había entreabierto un poco sus piernas convirtiéndolas en trampa efectiva para mi incauto brazo pues lo aferró al sentir que se enterraba en la sima de su sexo. Volvió a abrir los ojos y me susurró un “no pasa nada” al ver mi cara de miedo. Sacó su mano libre para tomar la mía y convertirla en exploradora. Allí estaba yo, con un brazo enterrado entre sus muslos y con la otra mano aprendiendo su cuerpo como un ciego aprendería una flor. Recordar ahora es fácil, el tiempo lima las aristas de los recuerdos y todo se vuelve más dulce, más llevadero. Te estoy confesando esto y pudiera parecer que estaba en el cielo. Imagino que pudiera ser así para muchos mortales, pero yo ya era distinto entonces. La turbación que sentía superaba con creces el propio placer del descubrimiento. La idea del mal, inculcada año tras año, vencía con creces las sensaciones que se producían en mi bajo vientre. Ella no dejaba de sonreírme y de hablarme desde lejos. Esa era, al menos, la sensación que percibía yo, viendo como movía los labios, sonriéndome, pero sin escuchar otro sonido que el de mi propia sangre bombeada por mi cuello y por mi sexo. Estaba tan aturdido que apenas fui consciente de la mano que me desabrochaba el botón del pantalón, ni de los dedos que bajaban sutilmente la cremallera, ni de esos mismos dedos, grandes exploradores, introduciéndose entre el tejido de algodón y aferrando tiernamente mi hombría. Calmándola (si ese 160 fuera el verbo) de un modo tan sutil que apenas permitía un mínimo de juicio a mi conciencia. Estallé. Irremediablemente volqué frente a mí y sobre sus manos mucho más que las ansias contenidas. Después, pasados unos segundos, mi mente me hizo verme a mí mismo y sentí una vergüenza infinita. Tanta, que recompuse mi ropa en un arrebato, me levanté de un salto, salí corriendo y me escondí en mi habitación. Desde allí la podía oír, sonaba lejana, ajena, repetía mi nombre con ternura, con calma, como si nada hubiera sucedido ¿Cómo podía ser que yo me sintiera avergonzado y ella me llamara como cuando, de pequeño, jugábamos al escondite. Sentía como se iba acercando, y con cada leve incremento en el volumen de su voz yo me tranquilizaba más y más. Por fin entró en mi cuarto. Yo permanecía de espaldas a la puerta y podía percibirla pero no verla. Noté cuando se sentó a mi lado. Sentí sus dedos acariciando mi cabello. Percibí su olor cuando se acercó a hablarme tiernamente diciéndome que aquello que habíamos hecho no estaba mal. Dedicó tiempo a contarme lo necesario de descargar al cuerpo de ciertas ansias, y lo terrible de caer en las garras de las malas mujeres que habían a nuestro alrededor; porque todas, todas ellas, podían comportarse como mi abuela, como las mujeres de la lejana aldea húngara, como mi propia madre. Solo que ella jamás me haría daño a mí, a su único y amado hijo. Me contó también que se sentía sola, en una cama inmensa donde los fantasmas la acechaban por las noches. Me confesó que también temía a los hombres, al daño que pudieran hacernos. No recuerdo exactamente cómo estaba procesando aquello mi cerebro. Sentía miedo, ella intentaba calmarme y yo, pequeño lascivo solo veía el vello de su pubis y sentía sus caricias en los genitales. Pero ella tenía razón. Mamá siempre tenía razón. Si ella decía que aquello era por el bien de ambos yo debía aceptarlo. ¿Qué otra mujer me amaría del modo que ella era capaz? En ese momento estaba seguro 161 de que ninguna. No deseaba pensar en otra cosa que no fuera en ella ni aceptar otra propuesta que la ofrecida por ella. La abracé de nuevo, la acaricié toscamente y me dejé acariciar otra vez por ella. La dejé hablándome mientras su voz se alejaba poco a poco. Así, escuchándola, me dormí. Creo que con una placidez como hacía tiempo no conocía. Todavía recuerdo que era sábado. Y ya está, ya te lo he confesado. Me he sacado otro secreto del interior. Antes de dejarte descansar quiero confesarte otra cosa. Es maravilloso que tus ojos no sean verdes. Eso hubiera representado un problema. Descansa. En un rato volveré. 162 Confesión de Alba a Oscar Laguardia 12 julio 2010 Llevaba toda la mañana entregada a la talla. Necesitaba liberarme de un par de pensamientos que invadían mí mente y el trabajo es de esas cosas que consiguen abstraerme del mundo. Pero ni por esas. No era lógico en mí darle tantas vueltas a lo de la otra tarde con Oscar ¡Y con lo de mi hermana! ¿Era mi problema que hubiera desaparecido tras la bronca que tuvimos? Sí, lo era. Y tenía razones para sentirme mal por ello. Razones tan crueles que durante dieciocho años me habían llevado a intentar borrarla varias veces de mi mente sin conseguirlo. Estaba angustiada, incómoda y me era imposible concentrarme lo suficiente en el trabajo. Así que volví a las fotos, repasé por enésima vez todos y cada uno de los detalles de los que disponía, a pesar de no haber recibido noticias de nadie. Me sentía como un animal girando en una noria y viendo siempre las mismas imágenes. Como otras veces, apareció Oscar para sacarme de aquel bucle inútil. Nos saludamos con un hola más frio de lo que había llegado a ser habitual. Pero no me extrañó, es difícil retomar la cordialidad después de un malentendido como el que provoqué. Hice como si no hubiera sucedido nada y permanecí sentada frente a la piscina mirando las fotografías mientras él hacía su trabajo cotidiano moviéndose de un lado al otro. Cuando dio por terminada su tarea se acercó a la mesa con su temible sonrisa y me pidió si podía sentarse e invitarle a una cerveza. Asentí, no pude negarme. Fui a buscar un par de cervezas frías. Cuando volví estaba ojeando de nuevo las fotos sin tocarlas. Le invité a cogerlas. ¿Son todas visibles o también me las quitarás en algún momento?, me preguntó con cinismo. Las cogí e hice una selección con las de Judit. Tiré las rechazadas a un lado y le entregué la selección diciéndole que aquellas eran las fotografías que le había escondido la 163 vez anterior. Las esparció en arco sobre la mesa y se entretuvo mirándolas. —Debe gustarte mucho ese cuadro, debe ser especial o valioso a juzgar por la cantidad de fotografías que has hecho de él. —Dijo acompañando las palabras con un lento movimiento de torero sobre el abanico. No sé si sería por la sensación de deberla algo, pero entendí que aquel era un buen momento y un buen interlocutor para hablar. Necesitaba sacarme toda la porquería que se me pudría por dentro y quién mejor para ello que un jardinero al que veía a ratos muertos, con el que me sentía tan cómoda y con quien había estado tan cerca de intimar. Le respondí que a pesar de no poder cuantificar su valor real para mí tenía un alto valor simbólico. —¿Qué quieres decir? —Que el rostro que aparece en todas ellas es el de mi hermana. Puso cara de sorpresa, levantó su botella, la acercó a la mía y dijo: —¡Qué bien! Una hermana modelo, algo de lo que no puede alardear todo el mundo. Brindo por ello. Entrechoqué la mía con desgana y nos quedamos callados. Mi ausencia o mi seriedad debían ser muy evidentes ya que se disculpó por si me había molestado de algún modo. —No, no te preocupes, Oscar, no es nada de lo que hayas dicho tú, en serio. Pero es que ese cuadro ha despertado una serie de fantasmas que llevaban años adormecidos. :::: Le conté la discusión que tuvimos la última vez que vi a Judit, cuando no quise aceptar lo que me contó que le había estado haciendo durante mucho tiempo mosén Mercadal, un amigo de la familia que 164 venía a menudo por casa. Los tocamientos que le hacía y lo que la obligaba a hacerle. Me habló de la vergüenza que sentía, el asco, el miedo, el placer y la culpa. Algo que yo era incapaz de entender entonces ¿Cómo imaginar esas agresiones cuando vives dentro de una comedia romántica al estilo Doris Day y Rock Hudson? Estaba tan lejos de la realidad como de Plutón. No la creía, y ella, con un hilo de voz y sin mirarme, continuaba diciéndome que pensaba que yo lo sabía todo y que nuestro padre también me había obligado a callármelo. Qué iba a saber yo, Oscar, si era una niñata estúpida e inmadura que esperaba a un príncipe azul tras otro metida en mi mundo de muñecas. Yo no sabía nada, Judit, le decía una vez tras otra, mientras en mi interior pensaba que no podía ser posible tanta crueldad por parte de ellos. Y ella no dejaba de repetir con un hilo de voz: Alba, ¿por qué no me crees ahora? Pero sé que Judit es fuerte, muy fuerte, siempre lo fue... Da igual… lo cierto es que después de confesarme todo aquello, de limpiarse el alma y dejar pasar un largo silencio se levantó, me dijo que iba a estar un par de meses de viaje por España, que tendría noticias suyas a través del correo y al volver hablaríamos de nuevo. No te guardo rencor, tú nunca podrás ser de otro modo, me dijo. Después me dio dos besos mezclados con lágrimas y se marchó. Pasados unos días, recibí una postal sin remitente desde Murcia y algo más tarde otra desde Castellón contándome que estaba bien. Era el final del verano de 1991, fue lo último que supe de ella. Hasta ahora que ha aparecido pintada en un retrato, en una casa cercana a Barcelona y a través de un trabajo que me ofreció un francés que me gusta menos que comer caracoles. Oscar permanecía mudo, atento. Desde su mirada me pedía que continuara hablando. Yo seguí. Le expliqué que aquel mismo día, cuando volví a casa ya muy tarde, mis padres estaban dormidos, pero los desperté; no podía esperar mientras se pudrían en mi interior todas 165 las preguntas. Mi padre se levantó ofendido y tras él, silenciosa, mi madre ¡Qué quieres! ¿Por qué me despiertas?, soltó en su papel de amo dominador. El muy cerdo me preguntaba qué quería, Oscar. Yo solo necesitaba saber, necesitaba tomar partido de una vez por todas, me sentía desbordada por una situación que era incapaz ni de imaginar. Le pregunté si lo que me había contado Judit era cierto y me respondió que mi hermana siempre había sido una niña muy imaginativa y el mosén un hombre de Dios. Esa confirmación me golpeó en todo el estómago. Intenté enfrentarme a él, pero no solo no tenía argumentos, es que era la primera que dudaba de la confesión de Judit. Y mi madre, allí, callada, ¿qué mujer permitiría una cosa como esa de manera consciente? Por esa razón me fui encogiendo mientras él se crecía. Me gritó que jamás volviera a hablarle de aquel modo. No paraba de gritarme y de culparnos a Judit y a mí de todas las cosas. No sabía cómo defenderme, yo no era Judit, así como ella maduró a los trece años, yo todavía era una fruta vana a los veintiuno y no fui capaz de nada más. Mientras vomitaba toda mi rabia, Oscar siguió callado. Después de un necesario silencio me preguntó qué hice cuando Judit dejó de dar señales de vida. Que me preocupé, dije yo, si me había mandado dos postales contándome que estaba bien y que nos íbamos a ver pronto, no era normal que dejara de tener noticias suyas ni viniera a verme. Pasados un par de meses de la última postal decidí, en contra de la opinión de mi padre, poner una denuncia, pero fue como culpabilizarla de nuevo. Los policías son todos unos cerdos, unos incompetentes que pasean la pistola como si fueran sus ridículas hombrías. El que vino a casa me ignoró y obvió cada palabra que dije. Solo le hizo caso a mi padre mientras mi madre hacía el papel de eco repitiendo algunas de las sandeces de su marido. Cuando aquel tipo salió de casa, Judit era más puta que santa y tanto el cura como mi familia ascendían peldaños hacía la beatificación. Al año siguiente, en el 92, me marché a Madrid a 166 estudiar un máster en el Prado y hasta ahora: olvidando siempre que me es posible. Callé, durante la charla había refrescado y entramos en la casa. Ya dentro me preguntó dónde había encontrado el retrato. Le respondí que allí mismo. Puso cara de incredulidad y me preguntó por el lugar. Le pedí que me siguiera y andamos hasta la salita de la entrada. Abrí la puerta y le invité a entrar. Incuso con luz artificial el rostro del retrato resplandecía como si hubiera vida en él. Miré a Oscar y vi que también debía sentir algo parecido, parado a un metro y medio del retrato estaba como hipnotizado. Recuerdo sus halagos hacia la obra, comentarios que denotaban conocimiento del Arte por el modo como estaban hechos. Habló de encontrar a Judit a través del pintor, lo hizo desde el mismo argumento que me había planteado yo: una técnica como aquella debía haber interesado a mucha gente. Le puse en antecedentes de la problemática de la firma y volvimos en silencio a la cocina. Mientras terminábamos la copa de vino que hacía rato había sustituido a la cerveza, le expliqué que cabía la posibilidad de encontrarlo a través del decorador de la casa, un hombre llamado Raúl Ouso, también vinculado al anticuario. Rellenó las copas mientras me miraba con ternura. El silencio que nos envolvía y el hecho de tenerle allí a mí lado me reconfortaban. Acerqué mi mano hasta posarla sobre la suya y la mantuve así sin que él apartara la suya. Sin mirarme, me preguntó si podía dejarle alguna fotografía del cuadro. Ya no era ningún secreto, le podía dejar todas las fotografías aunque no pude evitar preguntarle para qué las quería. Me respondió que su intención era ayudarme a encontrar a mi hermana. Le intenté hacer ver que si yo, una persona introducida en el mundo del Arte, no era capaz de encontrarla, ¿qué le hacía pensar que él tendría más 167 suerte? Tras un silencio en el que debía estar meditando lo que deseaba decirme respondió, de eso también me acuerdo claramente: —El hecho de que trabaje de jardinero no me convierte en necesariamente en ignorante. Yo mentí haciéndole ver que mi intención no había sido menospreciarle. Tomé tres de las mejores fotografías y se las entregué. Le dije que yo todavía no había conseguido nada y si necesitaba alguna cosa más, lo que fuera con tal de volver a abrazarla. Me preguntó si había sucedió alguna otra cosa relevante después de lo que le había contado. Si recordaba algún suceso, algún comentario de mis padres, un descubrimiento. Según él cualquier cosa podía ser importante. No era demasiado tarde y me aceptó abrir otra botella de vino. Para lo que iba a contarle necesitaba otra copa. Nos servimos y empecé a hablar. :::: Octubre de 1995 Apareció como una breve reseña de no más de diez líneas en la columna derecha de una de las páginas de local de “el Periódico”. Hablaba de que Josep Mercadal, sacerdote de la parroquia del barrio, había sido apartado de sus feligreses por las presiones vecinales provocadas por la aparición de denuncias que le acusaban de pederastia: ocho de niñas y dos de niños. Me quedé como el hielo. Y emprendí un viajé hacia el pasado para reconstruir escenas que nunca tuvieron sentido y ahora cobraban forma. Fue como comprender el simbolismo de un cuadro y entender de repente toda la pintura de una época determinada. Un día, sé que fue en la primavera del año de la masacre del estadio de Heysel, entré de sopetón en el comedor de casa. Lo 168 recuerdo porque iba al patio trasero a buscar alguna cosa que necesitaba para jugar. Ni pasé por la cocina, donde estaba mi madre. Si intento hacer un ejercicio de memoria veo un comedor iluminado con la pobre luz natural que entraba por la doble cristalera que daba al patio y a Judit sentada sobre las piernas de mosén Mercadal. Frente a ellos había un libro y a mí me pareció que aquel hombre le leía, lo mismo que hubiera hecho mi padre. Hoy sé que debí sorprenderle, dio un respingo en la silla y mi hermana saltó al suelo y corrió a ponerse a mi lado. Otro día, ese ya no tengo referencia temporal, Judit estaba en cama porque no se encontraba bien y llegó el amigo de papá. Preguntó por ella, por mí no recuerdo que preguntara jamás, y le dijeron que estaba en cama. Él comentó que era una pena, que le traía un tebeo y que le hubiera hecho mucha ilusión dárselo de su propia mano. No recuerdo que mi madre estuviera, aunque de estar tampoco hubiera abierto la boca. Pero sí recuerdo a mi padre que le dio permiso para subir verla a la habitación. Despareció por un tiempo indeterminado, imposible tener una percepción de cuánto; pero cuando todos nos habíamos olvidado de ambos, escuchamos a la niña que gimoteaba y llamaba a mi madre. Tal y como ella subía las escaleras, mosén Mercadal las bajaba, se sentaba al lado de mi padre y se ponía a charlar con él. Otra vez escuché una discusión de mis padres. La recuerdo porque no era algo habitual en ellos, sucedía solo cuando mi madre se atrevía a replicarle alguna decisión, tras lo cual siempre era él quien gritaba y ella la que se empequeñecía. Guardo retazos de frases sueltas en las que mi padre hablaba del mosén como de un hombre de Dios, de lo imaginativa y mentirosa que era la niña y de que las puertas de casa siempre estarían abiertas para su amigo. Cada cosa iba cobrando sentido y a medida que lo razonaba, el corazón se me llenaba de la última mirada incrédula de Judit, de aquellos ojos recriminatorios con los que se despidió en nuestra última 169 cita. Yo pensaba que tú lo sabías… pobre Judit, cuánto daño debí hacerle. Cuánto daño y durante tanto tiempo para que además el colofón fuera mi incredulidad. Recuerdo que el frío que había sentido momentos antes se convertía ahora en calor, una rabia ardiente que se me formaba dentro a medida que entendía la falsedad que me había rodeado durante toda mi vida. Cogí el periódico y me fui a casa de mis padres. Por el camino notaba cómo un odio sin aristas me rodeaba por dentro; hacia mi padre, sobre todo; por mí madre sentía algo más parecido a la pena y por mí, un absoluto desprecio. Cuando llegué me quedé plantada en la puerta, hacía cuatro años que no les veía. Llamé, abrió mi madre, me miró y tras la primera sorpresa se puso a llorar. Fue inevitable, me lancé a sus brazos y nos fundimos en un abrazo largo y sincero, interrumpido por la voz del amo que preguntaba quién estaba llamando a esas horas. Nada había cambiado, el mundo entero debía moverse su conveniencia. Me separé de mamá y entré blandiendo el periódico por la página de la reseña. Le solté si había leído las noticias. Él se quedó perplejo, solo unos instantes, su superioridad le rehízo y cuestionó mi poca educación por entrar en su casa sin decir ni hola y después de tanto tiempo de no haber dado señales de vida. Le dije de nuevo si había leído la noticia. Me miró con desdén y, con todo el cinismo, preguntó por qué noticia en particular. Mi madre miraba desde lejos, todavía en un patio de butacas anímico. Le planté la página delante de las narices a mi padre y golpeé sobre la noticia como si fuera el corazón de aquel monstruo. La leyó de soslayo, como con asco, y después insinuó que todos se ponían en contra de la Iglesia y que nada de lo que pudieran decir unas… —odio repetir la palabra que utilizó—, iban a manchar el buen nombre del mosén. Yo estaba cada vez más nerviosa y me lancé a relatarle todos y cada uno de los recuerdos que habían vuelto a mi cabeza. Le grité en la 170 cara cómo en el último encuentro con mi hermana me había contado los tocamientos, las persecuciones, el asco y la vergüenza... Mientras le iba desglosando todo lo que guardaba dentro, podía ver a mi madre, ahora sentada, con las manos clavadas en los brazos del silloncito. Pero él seguía impertérrito, callado, sin decir nada. En mis palabras había culpas para todos, para mí la primera, por creer más a unos desalmados que se hacían llamar padres que a una pobre chiquilla violada por un cerdo miserable, vete a saber desde cuándo; culpaba a mi madre por su absoluta ceguera, por su completa inacción, por su estupidez infinita al haber renunciado a vivir la vida y convertirse en el juguete mecánico de un tipo como aquél; y a él por la cooperación, plenamente consentida, en la violación sistemática de una de sus hijas. Permanecía callado sin abrir la boca, pero seguía mirando con la superioridad propia del que se siente un peldaño evolutivo por encima de los demás. Sin decir palabra nos estaba gritando que él era el Dios, el amo y señor de los enseres de aquella casa y que nosotras solo éramos mobiliario y como a tal nos trataría siempre. He perdido a mi hermana por tu culpa, cerdo; le dije. Perdí a mi hermana por creeros más a vosotros que a ella, le dije. Y él saltó y me respondió «pues poca credibilidad debía tener Judit cuando tú tampoco te la creíste». Creo que fue en ese momento que mi madre despertó de su letargo de manera definitiva. Estoy segura de que fue después de esa frase cuando se levantó gritando que qué hija se imaginaría a sus propios padres aceptando de buen grado que su otra hija fuera violada. Después ya todo fueron insultos. Se le abalanzó encima y comenzó a golpearle. Él se dejaba hacer, solo levantaba los brazos para protegerse la cara. Mi madre seguía golpeando pero ya sin fuerza, toda ella se derramaba a través de unas lágrimas que lo humedecían todo. No aguanté más. Me acerqué, la separé de él y la abracé para que se desahogara en mi hombro. Mientras la rodeaba con los brazos 171 podía ver a mi padre, herido en su orgullo. Más dolido por la humillación de haber de aceptar lo que le estábamos haciendo que su propia responsabilidad en lo sucedido con Judit y su posterior desaparición. Más serena, mi madre se sentó frente a él y le preguntó si iba a hacer alguna cosa al respecto o iba a seguir con la misma actitud de siempre. No contestó. Ni siquiera se dignó a responderle. Se mantenía firme en su mundo moral de saldo y nadie le sacaría de ahí. A pesar de que pudiera anidar en su interior un ápice de duda, o incluso si esa duda pudiera transformarse en certeza, jamás daría su brazo a torcer. Mi padre era de esos hombres que mueren apenas niños a pesar de que sus corazones latan cien años. Le dejamos solo y acompañé a mi madre a su habitación. Me pidió por favor que la acogiera en mi casa hasta que pudiera rehacer su vida fuera de aquél lugar y lejos de ese hombre. Yo le hablé de las dificultades, de su edad, del hecho de haber dependido durante tantos años de su marido, no podrás mantenerte, no has cotizado nunca y la única paga es la de tu marino... Nada. Cualquier problema al que tuviera que enfrentarse le parecía mejor que pasar una sola noche más al lado de mi padre. Todo ha acabado, si ahora me quedo con él terminaré matándole o él deberá matarme a mí, me decía. Tuve que aceptar que una espoleta dormida había estallado en mi madre derribando los muros de dependencia que había mantenido hasta entonces. Ya buscaríamos la manera de conseguir dinero. Mientras llorábamos entre palabras, iba llenando una maleta de tamaño acorde con la poca vida que metió en ella, pero dudo que mamá deseara llevarse mucho más de allí dentro. La cerró, miró la habitación mientras se secaba las últimas lágrimas y salimos. Yo pensaba que iríamos directos a la calle para huir de allí, pero se detuvo en el pasillo, dejó la maleta en el suelo y entró en el comedor donde él continuaba convertido en estatua. 172 Me voy, comenzó a decirle, jamás volverás a verme, aunque no te olvidarás de mí. Te he entregado toda mi vida y ahora voy a cobrarme todo lo que pueda de ese regalo que te hice. Habrás de vender la casa, o comprármela, me da lo mismo, la adquirimos una vez casados y tengo derecho a la mitad de su valor, así que dámelo lo antes posible. Voy a luchar por conseguir parte de tu paga, será lo mínimo después de tantos años de dejarme la vida para ti. Se quedó en silencio, el otro no decía nada a pesar de enrojecer cada vez más. La que había sido mi madre, una mujer ahora desconocida, continuó hablándole serenamente. Te auguro un corto futuro, nunca has sabido hacerte un café con leche ni un huevo frito. Dudo que sepas incluso cómo abrir el frigorífico. Conociéndote, sé que la vida te va a ser difícil de sobrellevar, con lo que te morirás pronto. Será lo mejor para todos, tú dejarás de estorbar y a mí me quedará una viudedad que me habré ganado a pulso. Mi padre saltó de la silla y se enfrentó a ella. Con los ojos enrojecidos le dijo que se marcharía solo cuando a él le diera la gana. Mi madre estaba arrinconada en la pared cercana al vano de la puerta donde me encontraba yo, expectante y muerta de miedo. Él, a pesar de estar cerca, parecía asustado, como si leyera en los ojos de su esposa que el animal dócil se había vuelto rabioso. Pero cómo iba a renunciar a la cuota de poder ejercido durante tanto tiempo sin luchar. Levantó una mano al aire y gritó que solo saldría de esa casa con los pies por delante. Yo estaba a punto de llorar de nuevo, pero un destello iluminó la sala y un cuchillo se enfrentó al cuello de él, por debajo de la barbilla, mientras una voz decía: tócame, tócame una sola vez más y regálame un tiempo de paz en cualquier prisión. Los tres nos quedamos quietos. Pasados unos segundos saqué fuerzas, no sé de donde, y me acerqué a mi madre diciéndole que no valía la pena, que todo estaba bien, que él nos dejaría marchar sin problemas ¿Verdad, papá? Le iba repitiendo a la figura de cera 173 mientras apartaba a mi madre y le quitaba el cuchillo de las manos. Lo guardé en uno de los bolsillos de mi chaqueta y abandonamos al que había sido mi padre en el comedor. Abrí la puerta de la calle, dejé salir a mi madre, salí yo y la cerré. Era tarde, un aire fresco, casi frío, nos dio en la cara y nos devolvió a la realidad. Bajamos en silencio hacia el Paseo de Maragall y nos dirigimos a la parada del metro de Camp de l’Arpa. Mientras esperábamos en el andén recuerdo que le pregunte de dónde había sacado el cuchillo y si se lo hubiera clavado. Ella, desde la hipnosis, me dijo que no sabía que hubiera pasado de no acercarme. El desencadenante había sido escuchar la palabra «puta» de boca del propio; esa única palabra había sido la espoleta que la había hecho despertar por fin y mientras yo seguía discutiendo con él, ella había ido a la cocina llevada por el odio liberado y había cogido el cuchillo más afilado que tenía. Recordaba que se lo había puesto en el bolsillo de la bata y ya en la habitación, después de cambiarse, se lo había guardado en el bolsillo de la chaqueta sin que yo me diera cuenta ¿Matarle? No sé si hubiera podido matarle, Alba, lo más probable es que se lo hubiera clavado en el cuello y tantas veces como le hubieran permitido mis fuerzas, aunque eso ya no lo sabremos jamás. Aunque gracias por haberlo evitado. Antes de subir al tren todavía le pregunté qué había pasado para que saltara de ese modo si siempre se había mantenido de su lado. Su respuesta fue clara y escueta: —Porque estaba muerta y con aquella simple palabra he resucitado. Solo eso, hija, nada más. La entendía. Yo también había estado muerta hasta hacía poco tiempo. El trayecto hasta Poble Sec transcurrió en otro silencio, mitigado solamente por el contacto de las manos entrelazadas. 174 :::: 12 julio 2010 (CONTROLAR EL SALTO TEMPORAL CON CAP.SIGUI) Cuando terminé de contarle nos quedamos un buen rato sin decir nada. Al final se decidió a coger las fotografías que habían quedado abandonadas al lado de la botella, me dio un beso en la mejilla y con toda la seriedad del mundo me respondió: —No soy alguien importante, Alba, pero tengo mis contactos. Confía en mí. Después salimos por la puerta de la cocina. Mientras le veía andar hacia la verja exterior estuve tentada de llamarle y proponerle salir a cenar; me detuve al verle sacar el móvil del bolsillo y comenzar a mover los pulgares. Estará quedando con alguien, pensé, otra vez será, Alba, casi mejor así. **** Inicio 175 Judit es la de la fotografía 19 de julio de 2010 Apenas pasadas las nueve de la mañana Oscar leía su correo y confirmaba que Santos había leído el suyo de la noche anterior. Le citaba hoy a las cuatro de la tarde, preveía tener, si no toda, buena parte de la información pedida. Tal como llegó a la comisaría le acompañaron al despacho, estrechó la mano a Santos y éste aprovechó para pedir unos cafés y llamar a Conchi y al subinspector Elías. Hechas las presentaciones oportunas, se sentaron todos en la pequeña mesa de reuniones habilitada en un rincón del despacho. Las pesquisas de Conchi concluían que Julián había trabajado durante casi un año con contratos de prácticas en la empresa de jardinería propiedad de los georgianos. Acompañaba sus palabras con la documentación correspondiente, cuatro copias. Cuando terminó de hablar y se disponía a salir, Santos la invitó a quedarse. Después, el subinspector, resumió su visita a dicha empresa el día anterior. No quedaban demasiados supervivientes de aquella época. “Todo en Jardinería” era un ir y venir de personas a las que se pagaba un sueldo de miseria para trabajos de baja o nula cualificación. A parte de los dos hermanos, los supervivientes de aquella época eran: una gerente, un mozo de almacén, un jardinero, una contable y la recepcionista, hermana de esta última. De todos ellos solo había podido hablar con los tres primeros, el resto habían desaparecido cuando salió de la reunión. Ésta había tenido lugar en una inmensa y lujosa sala de juntas, más digna de un banco que de una pequeña empresa como lo parecía aquella. —¿Qué te parecieron esos tres, Elías, qué sensación que provocaron?, que tú tienes mano de santo para calar la “hijoputez”. — Interrumpió Santos. 176 —¡Coño, jefe, que no soy Merlín, no me jodas! Que qué me parecieron, dices. A ver: la gerente va de cordial y colega pero me da más mal rollo que un rapado con un bate de beisbol, no me digas porqué. El hermano mayor, el tal Yuri, creo, es un tío estirado, que se mueve como si fuera una marioneta, solo responde con evasivas y apenas mira a los ojos; yo creo que tiene tantos complejos como miedo. El otro, el tal Norberto o Rigoberto, o como coño se llame, ese estaba más nervioso que yo en la final de Wembley del 92. En ese momento pensé que podía ser canguelo o problemas de nariz. Por si acaso y basándome en mi intuición, lo mandé seguir. Tal y como salió, serían las ocho de la tarde, se fue con uno de los curritos a un piso de la Zona Franca para que le pillara farlopa, lo que confirmaría mi segunda teoría, y después acabó en un amarre del puerto de Sitges, en un barco. Ni puta idea de porqué acabó ahí. Era tarde y le dije a Carlos que podía marcharse a casa que tiene un chiquillo de meses y una mujer convertida en madre mala hostia. —¿En qué te basas para lo de la cocaína? —Preguntó Elías. —En que es un piso del que tenemos controlado al propietario y en lo que me contó Carlos. Parece ser que tal y como bajó el julai le pasó algo al trajeado y se piró a pie. Blanco y en botella… —¿Has mandado a alguien a vigilar a los otros? —preguntó Santos. —Sí jefe, y yo he vuelto esta mañana a tocar un poco los cojones por los bares de la zona. También he hablado con Conchi para que nos busque a gente que hubiera trabajado allí por aquel entonces, a ver si pillamos a alguien que recuerde alguna cosa o tenga ganas de hablar. Lo que tengo claro es que esos esconden más mierda que un concejal de urbanismo. Si quieres mi opinión, yo me los traería aquí y les apretaría un poco. De verdad te lo digo, ahí hay mierda del año que la pidas. 177 Santos no le quitó razón, pero dejo claro que era necesario tener alguna cosa más. Solo con conjeturas e intuiciones no se doblegaba a gente como aquella y era importante no levantar más liebres de las necesarias, solo la que tuviera que ver estrictamente con el cadáver. No obstante preguntó a Elías a cuál de ellos invitaría a pasar primero por comisaría para enseñarle las fotos de los restos. La respuesta del subinspector fue tajante: «A Yuri». Según él era el más cobarde de todos. Estaba seguro de que sacado fuera de su pequeño mundo, donde controlaba a sus lacayos para que actuaran de brazo secular, no sería nadie. Otra opción que proponía era llamar primero a la gerente, una tía que haría cualquier cosa por salvar el culo, y sonsacarle lo que fuera. Eso sí, mintiendo si llegaba el caso. Nadie más pensó que esa fuera una buena opción. La siguiente en opinar fue Conchi. Según ella lo mejor sería buscar a alguno de los que trabajaron en la empresa por la época del asesinato, tal y como le había pedido el subinspector Elías. La gente que se ha ido, o ha sido despedida de las empresas, acostumbra a ser un buen filtro para sacar porquería. Dijo. Habrá alguno dispuesto a largar cualquier trapo sucio o situación incómoda que los que permanecen allí no se atreven a comentar. Después, con alguna información más y mínimamente contrastada, sí que podríamos traer a alguno de la plana mayor y ver hasta qué punto miente o es sincero. Esa fue la opción escogida. Santos confirmó a Conchi las órdenes de Elías y le reiteró que removiera lo que fuera menester para buscar personal descontento y si lo encontraban, sonsacarle cosas del muchacho y los sucesos que provocaron su marcha. El primer tema estaba en marcha. :::: 178 Oscar, que hasta el momento había permanecido callado, se dirigió a Santos: —De aquello que te dije ayer, ¿sabes alguna cosa? —Amigo Oscar, lo mejor siempre se deja para el final ¿Has traído lo otro, Conchi? La eficiente policía le entregó una carpeta raída y Santos se la pasó a Oscar. —Échale un vistazo y después dime si esto no es como para ir a ponerle un cirio a “Santa Chiripa de los dos milagros”. Mientras Oscar leía el expediente de la denuncia por desaparición de Judit, confirmaba cuánta razón tenían las palabras de su compañero. Desaparición tramitada en comisaría de Horta-Guinardó. Inspector al cargo: Joaquín Hita, inspector en funciones; un par de hojas manuscritas con comentarios misóginos hablando de la desaparecida, ninguna fotografía y un carpetazo tras haber hecho cuatro indagaciones de estar por casa. Tras una somera lectura dijo lo que todos esperaban: —¡Increíble! Son prácticamente idénticos. —Salvo porque el de la chica está fechado un par de meses después. A pesar de todo, coincidencias como ésta dudo que sucedan dos veces en la vida. —Tampoco hay dos meses de diferencia, Santos. Piensa que la denuncia por desaparición de esta chica se produjo bastante tiempo después de no dar señales de vida. Os cuento la historia tal como me la ha transmitido a mí la restauradora. Oscar puso en antecedentes de lo que sabía al resto de asistentes, incluido el retrato. Hubo caras de asco por parte de Conchi, exabruptos por parte de Elías y llamadas al orden por parte del superior alegando que no era el primer caso de un hijo de puta toqueteando a una chiquilla. Cuando terminó de hablar puso las fotografías sobre la mesa. 179 —Este es el retrato que cuelga en una de las paredes de la casa del georgiano. Una pieza más de un puzle que no tenemos ni idea de cómo empezar a montar. Tras ojear las fotografías, Santos agradeció a sus subordinados el trabajo hecho y les dio permiso para que continuaran con lo suyo. —¿Dónde crees que encajará esta muchacha? —preguntó cuando se quedó a solas con Oscar. —No tengo ni idea, Santos. Para mí no pinta nada. Es una mujer que después de lo que le tocó vivir se marchó para Francia o se quedó ahí mismo, nadie lo sabe, pero no sé qué relación pueda tener. Pienso que es como la restauradora, una casualidad. Lo que confluye en esa casa es su propietario, Yuri Edna, y el hecho de que la víctima del sincrotrón trabajara para él. —Sin olvidar al francés, el tal Germán, para quien está trabajando tu restauradora y que, para colmo, está metido, según tú, en las operaciones de blanqueo de dinero del georgiano. Ni al tipo este que amuebla las casas, que no sé cómo se llama. —Raúl. —Eso, Raúl. Uno más en la tragedia griega… ¿Cómo encauzamos esto, Oscar? Es necesario que movamos alguna ficha. Yo, de momento, me he esperado porque me hablaste el operativo en el que estás metido y no quiero que demos un mal paso que lo joda todo, pero debemos hacer algo. Porque lo de la bala no nos ha llevado a nada. Al menos hasta ahora. Mientras le daban vueltas a las distintas posibilidades sonó un golpeteo en la puerta acompañado por la cara de Conchi que pidió permiso para entrar. Santos se lo concedió. Ella, todavía de pie, dijo: —Perdonen, pero desde que me he marchado hay una cosa que me da vueltas en la cabeza y si no la digo reviento ¿Me permite ver de nuevo esas fotografías del retrato, inspector Laguardia? 180 Oscar asintió con cara de extrañeza y se las acercó al otro lado de la mesa. Santos, conocedor de los golpes ocultos de la muchacha, la invitó a sentarse con un «tú dirás». Se sentó, cogió la fotografía que mostraba todo el retrato y dijo: —¿No se han dado cuenta, no ven el parecido? No, ninguno de los dos había visto nada extraño en las fotografías. Sus caras lo reflejaban. Conchi puso sobre la mesa una hoja en el que había impreso otra fotografía y la mostró a ambos inspectores junto con la del retrato. —¿No notan que el parecido es extraordinario? Allí estaba, la cara del retrato se parecía muchísimo a la de la chica de la ermita. Santos saltó de la silla y cogió la foto original que todavía guardaba en un cajón de su mesa. —Mírala por detrás —dijo, entregándosela a Oscar—, hay unas siglas: jota, ge, con unos números, un uno y un dos. Judit Garcés, jota, ge, ha ser ella ¿Puedes conseguir una fotografía de esa muchacha, Oscar, y así lo confirmamos al cien por cien? Asintió. Se la pediría a Alba. Le mentiría de nuevo contándole que tenía un amigo que estaba en el cuerpo de policía y que, a cambio de unas cervezas, se había comprometido a echar un vistazo en las bases de datos, pero para eso necesitaba una foto de la desaparecida además de la del retrato. Sí, parecía convincente, la llamaría ahora mismo. —No, tranquila, no tienes que darme las gracias —mentía a su teléfono móvil—, he aprovechado un contacto e intentará ver que puede hacer… ¿Tienes entonces una copia electrónica de alguna foto que puedas mandarme al teléfono?... De acuerdo entonces, Alba, mándamela ahora que estoy con él y mañana ya te diré lo que se puede conseguir… Para ti otro. 181 Tras colgar, Santos rompió el silencio: —¿Te manda la fotografía? Oscar respondió de manera afirmativa mientras continuaba con los ojos pegados al móvil. Su cara mostraba al mundo su descontento, a pesar de ser consciente de que si alguien podía encontrar a Judit, era él o los integrantes del equipo. —La mentira es una parte importante de nuestro trabajo— habló Santos—. Si no fuera por la mentira, ninguno de nosotros estaríamos trabajando en esto. Sé que jode mentir a los que tienes cerca. Ya sean la parienta, un amigo, amiga en este caso, o cualquier otro colega Oscar escuchaba sin atender, ya se la sabía esa lección. Él mismo la había impartido más de una vez. “Pero es como todo”, pensaba para sí, “de ser tuyas a ser mías, cuántas te comerías”. —Parece que te interesa mucho esa mujer… ¿Me equivoco? —Continuó Santos— Eso es lo más jodido, que se te meta alguien ahí en la cabeza y no puedas coger ningún borrador mágico que te la limpie… No puedo aconsejarte, a mí, como a la mayoría, me ha pasado algo parecido en algún momento. Lo único que te digo, y por tu bien, es que no pierdas de vista el trabajo. Es lo que estaba primero y es lo primero que debes resolver. Lo demás puede esperar, si merece la pena seguirá ahí, te lo aseguro. Santos le hablaba al aire, todas y cada una de sus palabras andaban esparcidas por el despacho. Oscar seguía pendiente de la pantalla y de su boca apenas había salido algún que otro “sí”, coletillas para llenar los silencios producidos entre las frases de su compañero. La llegada de un correo rompió lo estúpido del momento. —Aquí la tenemos, Santos. Te la reenvío y la imprimes. Mientras esperaba a tener el papel en las manos se entretuvo en leer las palabras que acompañaban a la fotografía. Un agradecimiento, una disculpa por la imagen de prepotencia de la tarde 182 anterior, una palabras cargadas de ternura que nacían en Judit y terminaban en él. “Una mierda”, pensaba, solo faltaba que los sentimientos se convirtieran en alergia; ahí metidos, molestos, sin pañuelo que los elimine; solo el trabajo como antihistamínico. —Ya está impresa, Oscar. Y sí, es la misma muchacha, no hay duda mira. ¿Qué hacemos? Ella también puede estar muerta, del mismo modo que su compañero. —¿Cabe la posibilidad de que pudiera haber otro cuerpo donde hallasteis el primero? —Preguntó Oscar a su vez. —Lo dudo muchísimo. Piensa que no solo estuvimos nosotros buscando por los alrededores, allí trabajan a diario máquinas que están moviendo tierras y, de haber otros huesos, ya nos hubieran llamado antes o después. No, yo pienso que esa muchacha vio lo que le sucedió a su compañero y puso tierra de por medio. Lo que está claro es que ella sabe cosas que el resto desconoce, salvo el o los asesinos ¿Sabes que deberías hacer? Deberías llamar a Germán a comisaría y hablarle claramente de dos cadáveres, no de uno. Métele miedo de una vez por todas. Si os quedáis todos esperando, lo único que conseguís es darles más y más tiempo de maniobra, ¿qué te parece? Oscar también veía claro que debían mover alguna ficha. Ahora, con un cadáver y una mujer desaparecida, ambos vinculados a un lugar que, a su vez, estaba relacionado con el francés, era evidente que se podía permitir sentarle en comisaría y hacerle unas cuantas preguntas. No descartaba tampoco hacer coincidir a Yuri y que se vieran las caras antes de hablar con cada uno de ellos. Se lo comunicó a Santos y le invitó para que tomara parte. Llamó a la comisaría y dio orden de que citaran a ambos para el miércoles a las nueve de la mañana. Colgó y le habló a Santos. —Ya sé que te puteo bastante haciéndote bajar tan temprano, pero también es una hora asquerosa para ese tipo de gente, 183 acostumbrados a moverse cuando las calles están más vacías. Eso les pondrá de bastante mala leche. Santos asintió con una sonrisa. Para él no representaba ningún sacrificio madrugar. Bajaría con RENFE y ya se buscaría la vida para acercarse a comisaría. Terminó con un «pasado mañana te toca invitar a café» y un apretón de manos. Inicio 184 185 Rojo de Cinabrio 19 de julio de 2010 (igual debería ser mayor el salto temporal) Era lunes 19 de Julio. Hacía algunos días que había terminado el trabajo pero me negaba a abandonar la casa. Hacerlo sería aceptar que abandonaba de nuevo a Judit y esta vez no me podía ir sin ella. Ya eran demasiadas las veces que la estupidez nos había separado. A estas alturas de la vida Alba Garcés Clermont había decidido no dar marcha atrás ni huir de nuevo. Había enterrado el cuerpo del avestruz y me sentía una mujer nueva. Llevaba todo el fin de semana encerrada. Durante los días anteriores había recibido correos de tres compañeros en los que me adjuntaban cuatro retratos más. A diferencia de los que ya obraban en mi poder, éstos eran desnudos. Dos de ellos habían aparecido en Asturias, uno en Gijón y otro en un pueblecito costero; los otros dos estaban, uno en Soria y el otro en Zaragoza. A ninguno de mis contactos quise preguntarle qué artimañas habían utilizado para conseguir toda la documentación fotográfica que me adjuntaban, así como los datos de cada uno de los lugares; preferí pensar que sus dotes sociales superaban en mucho las mías y eso les habría abierto puertas que para mí hubieran permanecido selladas. De los cuatro retratos, solo uno me había llegado con un nombre: “La Ola” de Bouguereau. Quien me mandaba el correo era, lo mismo que yo, un enamorado del artista, cuyo error fue no abrazar el impresionismo cuando todos lo hicieron, terminando prácticamente olvidado. Ahora, con mi libro de Excel actualizado con las ocho obras, los datos tenían otro aspecto: Símbolo Lugar Obra - autor Notas Círculo Sant Cugat Jeanne Samary - Renoir Retrato de diámetro Judit vertical 186 Círculo Barcelona diámetros Etta Durham - Singer trabajo Anabel Sargent en cruz Círculo Zaragoza Gabrielle Cot - Revista Anabel Bouguereau ¿”M”,”W”, Logroño La bella - Sorolla Revista Anabel Triángulo Gijón La Ola - Bouguereau E-Mail “E” Llanes Desnudo - Zuloaga E-Mail Soria Maja moderna – Daniel E-Mail línea quebrada? Invertida “F” Invertida “L” Sabater Logroño Maja - Enrique Pertegás E-Mail Ahí terminaba todo, pero era mucho más de lo que pensé que podría llegar a tener de un pintor desconocido y escurridizo. A pesar de no tener los originales para poder analizarlos e intentar datarlos de algún modo, disponía de tres fechas. Según lo dicho por los propietarios, el retrato de Llanes colgaba de las paredes desde finales de 1980, el de Gijón desde mediados de 1982 y el de Logroño, desde 1985 o 1986. Del hallado en Soria nadie sabía nada. Para terminar y basándome en su juventud, yo suponía que el retrato de Judit debió pintarse sobre 1992, poco tiempo después de dejar de dar señales de vida. Si seguía esa cronología podía marcar un itinerario geográfico no exento de una cierta lógica que se movía de Oeste a Este: Gijón, Llanes, Logroño, Zaragoza y Barcelona. Ahí terminaba todo de nuevo. Necesitaba volver a ver a Raúl y no dejarme seducir por esa fuerza que desprendía cuando se hablaba de estética. Esta vez, cuando nos viéramos, debía preguntarle abiertamente por el pintor y hacer lo imposible para sonsacarle algo de lo que yo pensaba que escondía. Le 187 llamé y quedamos al día siguiente en el mismo lugar de nuestro primer encuentro. A media mañana me llegó por e-mail el informe con el análisis de las pinturas del retrato. Todo era normal excepto el rojo de la firma que estaba hecho con cinabrio, algo poco habitual ya que en la actualidad se utiliza rojo de cadmio. De todos modos no era tan extraño, el rojo cinabrio, a pesar de su contenido de sulfuro de mercurio, sabía que todavía podía encontrarse. Lo extraño era la anotación que seguía a esa línea, en la que detallaba que ese color se había conseguido utilizando técnicas del siglo XV o XVI y podía compararse con los utilizados por Velázquez. Como capricho no estaba mal: un deseo de imitar a Velázquez. Pero ¿quién en la actualidad se dedicaría a machacar un mineral hasta conseguir un pigmento lo suficientemente puro y lo mezclaría con aceites para pintar un vulgar símbolo? Eso era propio de restauradores pero no de pintores. No lo entendía, pero me iba perfecto, me era más fácil de encontrar proveedores de pigmento de cinabrio que proveedores de tubos con pintura preparada, de los primeros había pocos y mi trabajo me había puesto en contacto con unos cuantos a lo largo de mi carrera. Comencé la tarea de mandar correos y hacer llamadas, mi estado de excitación no me permitía un descanso. Los correos los mandé a aquellos con los que tenía más confianza. Les pedía si podían suministrarme información de alguien conocido como Diego, no perteneciente al gremio de la restauración, y que hubiera hecho pedidos pequeños en los últimos quince años. Tras la petición me deshacía en halagos sobre su profesionalidad, loaba su gran capacidad organizativa por poder suministrarme dicha información; les pedía, caso de no poder ofrecérmela ellos, que la hicieran extensiva a otros colaboradores y terminaba confesando lo personal de dicha petición y suplicando que me respondieran a la mayor brevedad posible. A los contactos menos 188 directos preferí llamarles. Repetí el mismo guion que en el correo pero todavía más edulcorado con calificativos de alabanza. Pasadas dos horas había terminado con mi extensa agenda. Como resultado había obtenido buena disposición y promesas condicionales de aquellos a los que había telefoneado; de los correos, las pocas respuestas que había recibido eran negativas y excusas. Pero no era para desesperarse, lo que les estaba pidiendo requería tiempo, y ese es un bien preciado en un mundo en el que se valora como dinero y no como vida. Allí sentada no hacía nada, era mediodía y tenía hambre. Me preparé una ensalada con restos que encontré por la nevera, la aderecé con una vinagreta de anchoas, me abrí una botella de Cabernet y comí con toda la calma de la que fui capaz. A esas alturas me había construido un mantra: ¿es necesario correr ahora si ha esperado tantos años? En absoluto. A las cuatro de la tarde estaba dormitando a la sombra del porche. Soñaba que estaba allí mismo, en la piscina, con Judit y con Oscar; sintiendo un inmenso estado de paz interior. Ella estaba en el agua y tenía dieciocho años de nuevo. Me la miraba con ternura y Oscar me miraba a mí. Yo giraba la cabeza y ambos nos sonreíamos. Él me decía ¿ves cómo he cumplido mi promesa? Y yo le cogía la mano tiernamente y se la apretaba entre las mías en un acto de agradecimiento. En el agua flotaban lienzos de retratos con caras desfiguradas por el agua. Judit los esquivaba mientras uno tras otro se iban hundiendo hasta volver a quedar ella sola chapoteando. En mi sueño cerré los ojos y entre el ruido del agua escuché a Judit que me llamaba, pero no era su voz, era diferente y repetía mi nombre una y otra vez. Desperté. Tenía a Oscar a pocos metros de mí que descargaba herramientas. Cuando conseguí salir del letargo y la confusión, me comentó que había entrado por la puertecita lateral y 189 había comenzado a llamarme para no asustarme; sabía que esa hora no era la habitual en él, pero no tenía nada mejor que hacer y había decidido pasarse. No tenía claro si era por efecto del sueño vivido, pero me reconfortó tenerlo ahí. Ahora incluso su modo de mirarme me enternecía. Alba estaba cambiando. Por primera vez a Alba se le caían capas de esa cebolla imaginaria con la que nos tapamos para evitar que nos dañen, y al igual que le sucedía a una cebolla real, comenzaban a aparecer las capas más tiernas. Le ofrecí terminarnos el vino. No era lo idóneo a esa hora, pero no me apetecía desprenderme de ese momento gatuno yendo a preparar infusiones o cafés. Aceptó, entró él mismo a buscarse una copa y lo sirvió. Antes de que pudiera preguntarle me comentó que hasta el momento no habían podido decirle nada, pero me preguntó si recordaba a alguna amiga de Judit, si me había comentado en algún momento de algún viaje al Pirineo. Hubiera jurado que sabía alguna cosa pero se la estaba callando. Le miré y le pedí que no me engañara —A estas alturas de la vida no me tomes por tonta Oscar, si sabes alguna cosa, si te han dicho algo que deba saber, por malo que sea, dímelo, por favor. Me dio explicaciones, sí: que si pensaban… que si creían… que si podía ser que existiera una amiga de aquella época… Había algo que no me contaba, estaba claro; aunque cabía la posibilidad de que él estuviera tan engañado como yo. Le dije que en ese momento no recordaba nada, demasiados años como para tener fijada otra cosa que no fuera mi última pelea con ella. El móvil comenzó a reptar sobre la mesa rescatándonos de una situación incómoda. Me disculpé y miré el correo entrante: “Hola Alba, 190 Típico de ti poner a prueba a los amigos. Los maños hemos hecho los deberes y además, de prisa. Nosotros, directamente, no hemos encontrado nada pero nos hemos movido a través de conocidos y uno de ellos, un tallercito de restauración de Oviedo, podría ser que tuviera algo. Tengo aquí su teléfono, pero solo te lo daré de viva voz que la confianza da asco y quiero oírte un “gracias” bien fuerte. Besicos desde Zaragoza, Juan Monleón” Cuando dejé el móvil en la mesa Oscar me preguntó si había recibido buenas noticias. No era rara la pregunta, mi cara debió reflejar tanto la ilusión por tener una nueva pista como por el hecho de que con Juan Monleón había compartido, años atrás: salidas por “el Tubo”, bocadillos de calamares, cervezas y amaneceres relajados y sudorosos en su desastrado apartamento. A Oscar solo le conté lo de la analítica, el rojo de cinabrio y esa nueva pista de una ciudad con dos coincidencias: un posible proveedor del pigmento en desuso y la cercanía de dos retratos: el de Llanes y el de Gijón. Después le confesé lo que me apetecería salir a cenar si me daba un par de horas para hacer unas llamadas y arreglarme un poco. Agradecí su “sí”, que me sonó ilusionado, y quedamos a las nueve frente al Palau de la Música Catalana. Cuando me quedé a solas llamé a Juan. Recordamos viejos tiempos, él con interés por revivirlos y yo con algo de nostalgia. Pregunté por su hermano y por cómo les iba el negocio. Después de ponernos al día me dio la información que necesitaba. Me remitió al casco antiguo de Oviedo donde todavía existía un taller de restauración especializado en libros antiguos e incunables, algo a lo que yo no me he dedicado nunca. El local se ubicaba en la calle Mon, cerca del museo de Bellas Artes y estaba regentado por los hermanos Quintana. Mi amigo maño había hablado con el hermano 191 menor, Manuel Quintana, y para sonsacarle le había contado una serie de mentiras relacionadas con el oficio y la posible intromisión de su cliente entre su clientela de Zaragoza y, probablemente, la de una compañera de Barcelona, yo. El asturiano no había sido parco en palabra ni explicaciones. Por lo que me transmitió mi amigo Juan, era de esos enamorados de su trabajo que no duda en regalar clases magistrales solo por el placer de contar. Después de colgar tenía una dirección, un teléfono y una mentira construida para superar otro escollo que me llevara hacia Diego. El maño era un verdadero encanto. Ahora podía darme una ducha, preparar el cuerpo para lo que pudiera suceder y, ya vestida, ir al encuentro de Oscar. :::: Llegué temprano, algo habitual en mí. Odio esperar y eso me lleva a adelantarme a la hora concertada la mayoría de las veces. Pero, siempre que el otro sea puntual, no es algo que me moleste demasiado, pues ese tiempo lo aprovecho para leer o para pasear. Aunque allí, plantada ante el Palau de la Música Catalana, no era necesaria ninguna de esas opciones. Sentía un apego especial por aquella maravilla modernista. Y no solo por el hecho su buena acústica, sino porque lo entendía como un monumento a la solidaridad humana sufragado con fondos procedentes de una suscripción popular. Una construcción realizada con materiales tan humildes como las gentes a las que iba destinado: ladrillo rojo, trencadís de azulejos, yeso, vidrio… un espacio que nunca tendría el boato del Liceu pero sí mucha más dignidad que aquel, tanto por su continente como por su contenido pues estaba destinado a ser el lugar 192 desde el que la Música alimentaría las almas de los más desfavorecidos. Ese fue su verdadero origen e intención; en la actualidad solo era una pieza más desde la que perpetrar expolios que mitigaran las enfermedades incurables de una casta política tan incompetente y corrupta como avariciosa, egoísta y narcisista… la tan cacareada Marca España que escupía vergüenza hacia todos los rincones del planeta. Mientras andaba en esas cavilaciones vi venir a Oscar desde Vía Layetana, iluminando la calle con su sonrisa y el andar desatento del que mira mucho en su interior. Se me abrió una sonrisa involuntaria. Era evidente que me estaba sucediendo algo extraño, desde la adolescencia nunca me había sentido tan estúpida. Cuando estuvo a mi lado y tras su hola Alba, se acercó a darme un beso en la mejilla poniéndome las manos en los hombros; yo, por mi parte, me lancé a besarle en la suya y darle un buen abrazo. Nunca sabré si lo hicimos de manera involuntaria, pero ambos buscamos el mismo lado y el resultado fue un chocar de narices con mejillas y barbillas con labios. La fortaleza de Alba tenía flancos débiles. Dimos una vuelta por el Palau, me sentía incómoda con aquél silencio que se nos había instalado en medio. Necesitaba conversar, hacerle ver que estaba allí, a su lado, con él. Llevada por el poder del espacio en el que nos hallábamos le hablé de algunas anécdotas de conciertos a los que había asistido. La de una Consagración de la Primavera en la que la entrada de fagot no acertó una sola nota, al de los timbales se le escaparon las baquetas y el director, Antoni RosMarbá, estoico, luchó por dignificar el desastre. La de un inolvidable Carmina Burana que hizo pequeño el escenario y el Palau entero. palabrería para llenar el incómodo silencio. Hablaba yo sola, Oscar me escuchaba, casi atento, aunque sin lograr disimular que una parte de él andaba en otro presente paralelo al nuestro. 193 Si te preocupa algo de lo sucedido el otro día olvídalo, no sucedió nada ni estamos obligados a recordarlo como lo harías dos adolescentes. A estas alturas de la vida nos habremos metido en jardines mucho peores. Lo dicho, por mi parte todo está olvidado y enterrado. La amistad, lo primero. Él permanecía callado y ensimismado. Me asusté. —No serás de esos que tiene pareja y ahora te sientes culpable y te entran todas las dudas y necesitas hablar con ella. Espero que no vaya por ahí la cosa. Te juro que me encanta que nos entendamos tan bien, pero no quiero saber nada de triángulos ni de historias de ese tipo. Él me miró, escondido tras una media sonrisa, y me respondió: —No hay nadie, Alba. Puedes estar segura. Es que estoy en un momento extraño de mi vida. Hay cosas, pero no las puedo compartir contigo. Me gustas mucho, de verdad. Me encantaría ser algo más que tu amigo. Créeme. O no me creas, da igual. Pero es la verdad. Solo te pediría que tuvieras un poco de paciencia, pero ni sé cuánto tiempo será ese “poco” ni puedo compartir sus causas contigo. Cuando antes me has dicho de quedar, el corazón se me ha disparado, y ha sido una sensación nueva para ambos: para él y para mí. Pero no puedo dejarme llevar por ella, de verdad. Te pido paciencia, solo un poco de paciencia, por favor. Fue un soliloquio, en el más puro sentido de la palabra. Oscar hablaba, convincente; yo escuchaba como desde un patio de butacas, a la espera de ver bajar un telón que jamás caería. Asentí a todo, le miré con ternura mientras hablaba e incluso no recuerdo si debí prometerle comportarme como aquellas doñas que esperaban a sus cruzados. Igual lo hice, pero mientras su voz fluía desde algún rincón de la Falsedad, yo me volvía a tapar con mis capas de cebolla, las más espesas y duras. Fuimos a cenar. Que me sintiera ridícula por dentro no quitaba la utilidad que el jardinero seguía teniendo para mí; toda carta es buena si 194 llega el momento de jugarla. Y eso era ahora Oscar, una posible carta que debía mantener hasta que perdiera su utilidad. Hablamos mucho. Romper las ansias a veces libera y eso nos sucedió. Por mi parte, me explayé en rememorar de nuevo algunos conciertos vividos en la sala cercana. Más anécdotas de amigos llegando tarde, un niño de diez años que una vez me hizo ver el error del solista de guitarra en una versión del Concierto de Aranjuez. Los increíbles cuartetos de Bartok. Él, por su parte, se remitió a las cercanías de mi casa y me habló del maravilloso concierto de Peter Gabriel en el Palau Sant Jordi, del concierto de The Cure en el denostado Palau d’Esports. Del irrepetible The power to belive de King Crimson en el Poble espanyol. Éramos muy distintos, estaba claro. Mi sexta sinfonía de Beethoven contra su Don’t Give Up; mi Fortuna imperatrix mundi contra su Indiscipline… Y a pesar de todo, tenía claro que esa diferencia era la que, de algún modo, nos complementaba. Porque si yo era capaz de apasionarme hablando del Adagismo de Mahler él hacía lo propio con el Rock progresivo de King Crimson. Todo sin alardes, sin necesidad de demostrarnos nada que no fuera la propia visceralidad y el respeto mutuo. Terminada la cena nos despedimos, qué otra cosa cabía sino. Ni Oscar intentó forzar la situación ni a mí me quedaban las más remotas ganas de intimar con nadie esa noche. Nos dimos unos besos en la mejilla, esta vez con acierto; nos deseamos buenas noches y terminamos con un hasta mañana. Allí, tiradas por el suelo, dejaba una vez más mis ilusiones de adolescente incurable y una buena porción de orgullo. Pero me iba a casa mucho más fuerte y consciente de que el amor de pareja me estaba negado. 195 Conseguí dormirme en seguida. No hay como tener las cosas claras para desligarse de eso que conocemos como “malos rollos”. Pero eso no hizo que me levantara de buen humor. El café con leche del desayuno es una de las liturgias más agradables que conozco. Lo es a pesar del estado de ánimo y de las horas de sueño. Preparar la cafetera —odio el café enjaulado que nos vende un actor, por simpático que parezca—, calentar la leche, escuchar el borboteo del agua mientras escupe su oro negro, percibir por fin el olor maravilloso del café recién hecho. Y si la liturgia de la preparación es hermosa, no lo es menos la de tomarlo: taza cilíndrica entre las manos —odio las formas raras y los vasos transparentes—, soplar el exceso de temperatura, sorber primero la crema superficial, beberlo después a sorbos breves y lentos compaginados con la lectura de la prensa —hoy sustituida por las distintas opciones que nos ofrece la Red—. Todo hecho sin prisas, deteniendo el tiempo al máximo para degustarlo a tope. Una vez repasados los titulares de algunos periódicos, leído algunos artículos de opinión, mirado las distintas entradas de mi muro de Facebook y consultados algunos blogs de referencia ya estaba informada: el miserable mundo que teníamos ayer no había cambiado un ápice y su única certeza era que una Crisis de proporciones bíblicas estaba empobreciendo a la mayoría para que florecieran unos pocos millonarios más. Eran las diez de la mañana, buena hora para llamar a Oviedo. Me desplacé hasta el cuartito de Judit, me senté frente a ella y marqué. —Hermanos Quintana, dígame. La voz era aguda y algo ronca, pero sonó tan agradable que sin querer la ubiqué en la imagen del Gepetto de la película Pinocho de Disney. Me presenté y pregunté por Manuel Quintana. La voz, ya asociada a la imagen del padre de Pinocho, confirmó que era él y que esperaba mi llamada. El amigo maño había realizado su trabajo a la 196 perfección, tanto, que me había allanado el camino de entrada al corazoncito del anciano. Como experta en restauración sé que la mejor manera de ganarse a alguien del oficio es apelar al narcisismo del oficio. Por esa razón mi primera pregunta fue genérica sobre su trabajo. Manuel se explayó durante un buen rato sin hacerse pesado en absoluto. Su pasión al hablar de los libros, les daba una vida que la mayoría de mortales no sabemos atribuirles. Hablaba de algunas operaciones a vida o muerte a las que había sometido a algunos y de cómo la mayoría de ellas los había devuelto a las estanterías de donde salieron: la limpieza superficial de las hojas, las distintas pruebas hasta determinar que tintas, colores y pigmentos no son sensibles a solventes que puedan afectarlas; el recosido del libro. Después de que explayara y confirmáramos que muchos de los pasos dados en la mayoría de obras de arte eran casi idénticos a los que él realizaba en su taller o en museos, bibliotecas o monasterios, creí llegado el momento de preguntarle por el rojo de cinabrio. —Ahí, Alba, hablamos de otro tipo de trabajos —comenzó de decir—, hablamos de lo que se conoce como miniar, “colorear en rojo” ¿sabes?, que viene de Minium, que así llamaban al cinabrio en la Edad Media. Aquí solo lo usamos cuando nos llega algún trabajo realmente delicado en algún pergamino medieval, alguna miniatura, sobre todo; por eso utilizamos un pigmento muy puro, nos costaría muy caro estropear según qué documento, por no decir del prestigio de la familia; que ahora ya nos relevan los hijos y una sobrina. También a veces, con mi hermano, igual nos da por repetir alguno de los que nos gustaron, usando las técnicas de antaño. No dejan de ser prácticas para mejorar el oficio… ¿Sabes cómo se preparaban los pergaminos para facilitar la aplicación de tintas? —Era una pregunta retórica, no me dejó responder—. Preparaban la superficie pasándole bilis de buey mezclada con clara de huevo, suena asqueroso ¿verdad? Aunque 197 también lo frotaban con una solución diluida de cola con miel, es la que usamos nosotros en la actualidad. Pero vamos, lo interesante, si es que te apetece conocer mejor las técnicas, sería que te pasaras un par de días por nuestro taller. Oviedo es muy bonito al final del verano, y por las noches se duerme sin pasar los calores de Barcelona. Le tomé la palabra. Le dije que con toda seguridad terminaría acercándome, pero ahora necesitaba alguna información sobre el hombre que les había comprado pigmento de cinabrio. —Sí, claro —se lanzó a hablar de nuevo—, es un antiguo cliente nuestro. Que ahora que lo digo, hace una eternidad que no pasa por aquí. Será que ya no tiene nada para restaurar y no habrá necesitado más pigmento para las pruebas que dijo que haría. Sí, le gustaba pintar y lo hacía bien. Eso aparte de tener una biblioteca excelente ¿sabes? ¡Era un cliente! Ese dato no lo esperaba. Ni tampoco esa confirmación tan clara de que era pintor. El corazón me iba a mil. Le pregunté por su nombre y dirección. Me respondió que esa información no me la podía suministrar, sus clientes eran gente con bastante posición y su taller no se había hecho un nombre dando los suyos. Le pedí disculpas, tenía toda la razón. En mi interior imaginé que si me acercaba a ellos y les daba suficientes explicaciones podría sonsacarles algo más. Antes de dar por terminada la charla me atreví a preguntarle cómo sabía que le gustaba pintar. —Porque tenemos colgado un excelente cuadro suyo en el taller. —Fue su respuesta. Le prometí que en breve me iba a pasar por su taller y que llamaría antes para confirmar día y hora. Le agradecí la deferencia hacia mí y las extensas explicaciones que me había dado de su trabajo. Nos despedimos y colgué. En Oviedo había otro cuadro de Diego, y éste también podría verlo in situ. 198 Inicio 199 Muerte de la madre 1967 Hola, espero que hayas descansado bien. Te ayudo a prepararte y seguimos con el trabajo. Mira, anoche, cuando me marché, seguí pensando en lo que te había explicado. ¿Recuerdas de lo que hablamos? Sí, te contaba mi relación íntima con mamá. Como imaginarás eso era algo que no podía compartir con nadie. Ella me lo tenía prohibido y yo no era tonto. Sabía que muchas de aquellas cosas que hacíamos no estaban bien. Pero estaba perdidamente enamorado de María. Amaba a mi madre por lo que era, pero también amaba a María por la misma razón. Lo terrible era que ambas convivían en la misma mujer. Es muy duro darte cuenta de que moral y lujuria habitan en apartamentos distintos a pesar de que el edificio sea el mismo. Y es muy triste hacer coincidir timidez y deseo dentro de una misma cabeza. Eso primero me sucedía a mí dentro de casa. Pensar en María, conseguir apartar de mis ojos su referencia como madre, desataba una lujuria incontrolable en mi mente adolescente. Y mi educación católica me revolvía por dentro cuando conseguía apartar las redondeces de María para enaltecer a mi madre; entonces el peso del pecado, la losa de la moral me martilleaba. A pesar de que las enseñanzas que intentó inculcarme ella y los distintos profesores que tuve fue laica, era inevitable no absorber aquella enfermedad infecciosa que corroía españa y que llenaba las almas de pecado. Y no solo me sucedía esto que te cuento. Entendía que esas pulsiones sentidas en el bajo vientre eran normales; lo único que no era normal era el vehículo escogido, María, Entonces entraba en juego la timidez; la timidez y la educación tan especial recibida por mamá. Qué mal lo pasaba. Para las otras muchachas yo solo era un objeto de burla, pero no podía evitar excitarme al verlas y a medida que crecía, crecía más y más mi desasosiego. 200 Es probable que, de haber llevado una vida normal, como la del resto de muchachos, hubiera llegado a superar mis problemas. O tal vez no, eso ya nunca lo sabremos. Lo que sí llegó a ser una certeza es que mi madre nunca me dejaba en paz con sus «debes volver a casa sin entretenerte con nadie». Llegar tarde suponía un interrogatorio cargado de reproches: Con quién has estado… dónde has estado… qué has hecho… por qué me das estos disgustos… tú ya no me quieres… cualquier día me dejarás sola… y qué iba a hacer yo. Ante las muchachas me quedaba plantado en el suelo, como un Cristo grotesco al que solo le han desclavado las manos, balbuceando; mientras ellas se cerraban en corrillo y se reían de mí, venciendo incluso el miedo que me tenían. Ante mi madre se obraba el milagro de la transubstanciación y desaparecía ella para convertirse en María. No tenía escapatoria. Para colmo en casa tampoco tenía intimidad alguna, ninguna habitación tenía pestillo y ella se permitía entrar en la mía sin pedir permiso. “quien no tiene nada que ocultar puede vivir sin puertas”, decía siempre. Es gracioso, se jactaba de ello cuando nosotros éramos los primeros en vivir a escondidas… ¿Te lo podrás creer? Nunca había caído en eso. Se lo podría haber dicho entonces. Sí, se lo podría haber dicho, y ¿sabes qué hubiera significado? Un disgusto. Todo le disgustaba. Solo cuando estábamos en la biblioteca, ella tocando el piano o leyéndome y yo pintando, se respiraba una verdadera paz, cuando los pinceles proyectaban mis sueños sobre el lienzo y ella se mantenía al margen dentro de las fronteras de su mundo estético, prolongación inevitable de su misma belleza. También tenía prohibido recibir a nadie en casa; nuestro hogar era un castillo inexpugnable para los ojos de los demás: nadie del colegio, nadie del Instituto, nadie de mi edad, ni hombre ni mujer. Nadie que no fuera necesario. Solo ella y yo. Y para mí, solo ella, siempre ella, nadie más que ella. Aquello era cada vez más terrible ¿Sabes? Porque 201 sí, yo tenía la timidez, me volvía loco por María, pero por qué debíamos vivir de ese modo. Qué hubiera sucedido de poder salir más a la calle, de forma más libre, sin tanto control en una edad en la que deberíamos enfrentarnos a todo lo nuevo. Qué se yo, imagino que nada hubiera cambiado, los acontecimientos hubieran sucedido del mismo modo, con más o menos circunloquios. Era mi destino, el destino de toda mi escueta familia. ¿Quieres que descansemos? Parece que estás incómoda. Relájate un rato. Muévete un poco y ahora seguiremos. Mientras, continúo mi relato. Ya ves que vida, diecisiete años y me sentía totalmente solo. Sólo tenía a mi madre para suministrarme las caricias, el cariño y la compañía que pudiera necesitar. Pero lo terrible, lo que de verdad comenzó a ser insoportable, y hoy lo veo más claro aún que entonces, es que esa actitud no eran más que pueriles ataques de celos. Infundados, por supuesto, ¿Con quién la hubiera engañado si la idolatraba? ¿Con quién podía haberme ido si apenas me atrevía a mirar a las demás mujeres? No sé cuándo debieron comenzar esos celos. Igual los había sentido siempre y yo no había sido capaz de verlos. O igual comenzaron cuando ella percibió que mis ojos acariciaban otros cuerpos. Pero a mí me llenaba de tristeza verla de ese modo ¿sabes? Cuando se ponía ante mí y comenzaba a interrogarme y a gritarme, a decirme que no le haría caso cuando fuera una vieja, yo que he vivido únicamente para ti y tú te irás con cualquier hembra que se abra de piernas, me decía. “Hembras” las llamaba cuando deseaba menospreciarlas. Me decía que con cuarenta y seis años ya no era deseable, las arrugas, la vejez, la decrepitud. Y yo tenía diecisiete. A esa edad no eres consciente de ese tipo de cosas. Yo no me daba cuenta de nada, de verdad. Y qué podía hacer yo si me excitaban las mujeres, si no podía impedirle a mis ojos que las miraran ni a mi 202 cerebro que las desnudara y las comparara con María. Ni podía impedir eso ni podía impedir temerlas. Ni siquiera me imaginaba tocándolas ni en cualquier otra actitud sexual con ellas, pero eso a mí madre parecía no importarle cuando trataba de explicárselo, decirle que solo pensar en esas cosas ya me aterrorizaba: aquellas mujeres niñas que se habían reído de mí desde la niñez, aquellas niñas mujeres que todavía ahora me miraban como si fuera un enfermo. Aquellas “hembras”, como las llamaba ella, que no buscarían otra cosa que no fuera hacerme algún daño; tanto físico como moral. Yo se lo intentaba explicar pero ella no escuchaba. Yo le decía que por más que me atrajeran jamás habría otra que no fuera ella. Yo le explicaba y ella no aceptaba. Yo le explicaba y ella no quería entender. Poco a poco fue estrechando el cerco sobre mí: los horarios, los interrogatorios, la exigencia continua de caricias y halagos. Si llegaba a casa algo mas tarde de lo normal percibía el odio de su mirada, si le negaba alguna caricia porque deseaba hacer cualquier otra cosa, lo mismo. Me estaba convirtiendo en un objeto que podía usar a su antojo. Si se lo decía, estallaba en llantos enumerándome cuánto había hecho por mí, toda la vida dedicada a mi niño; he renunciado a todo para protegerte del mundo e incluso de ti mismo. Era de locos. A veces, mientras estábamos en el estudio y yo pintaba, la descubría observándome, con una mirada recriminatoria que daba hasta miedo. Yo lo sentía, al menos. A medida que pasaban las semanas y los meses se incrementaba su neurosis, se fue encerrando más y más en ella misma. Recuerdo que yo, ya ves, un pobre adolescente sin ninguna experiencia, le preguntaba qué te pasa mamá. Recuerdo que le decía una y otra vez: tú eres la más bella y yo nunca te abandonaré, mamá. De corazón se lo decía, de verdad. Porque ya entonces había aceptado que no habría otra más que ella, y ¿sabes que me respondía? Que 203 todas las mujeres eran malvadas salvo ella. Y me gritaba: “ninguna de aquellas zorras te dará el cariño que yo te doy, ninguna”. Cada vez más y más a menudo. La quise tanto a mamá… Espera, déjame que rectifique esto… Un momento… Ya está. Si no lo repaso ahora después es peor. Este tipo de trabajos son muy delicados. Te ayudo a ponerte como antes… Así, eso es ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Comencé a tener claro que aquella situación no podía continuar por más tiempo, debía solucionarlo de algún modo. Podía aceptar que mi vida transcurriera con mayor o menor libertad, solo su amor y su hermosura colmaban de sobras mis necesidades. Pero o podía permitir que ella pasara por aquel calvario que día a día iría a peor. A medida que la vejez la envolviera perdería su altivez, su garra, y esa fuerza que la convertía en alguien invencible. Cada año, cada arruga, cada pequeño detalle de decrepitud iría destruyendo de forma irremediable el carácter orgulloso de aquella fiera de cabellera negra que había sido, una mujer capaz de comerse el mundo. Lo que te he dicho no es cierto, no me bastaban su amor y su hermosura, por maravilloso que fuera aquello se estaba convirtiendo en una cárcel y yo no me veía capaz de continuar allí encerrado, renunciando a todo un mundo que había fuera aunque las chicas se rieran de mí, de mi timidez, de mi no saber hacer; a pesar de que los chicos y hasta el resto del mundo me dejaran de lado. Qué mala es la adolescencia ¿Verdad? Cuanto caos había entonces en mi cabeza. Lástima que estas cosas las veamos cuando los años nos han desgastado hasta hacernos más sabios pero más cobardes. Lástima… Tracé un plan. Lo primero era convencerla de que posara para mí y pudiera hacerle un retrato. Me costó meses convencerla. Meses de súplicas, días y días de enseñarle láminas y decirle que eran prácticas. Necesitaba hacer pruebas para pintar la “Venus andaluza” de George 204 Owen Apperley, a pesar de que lo único que deseaba era plasmarla en un lienzo con la cara y el cuerpo que todavía podía enseñar con toda la insolencia. Después de muchas súplicas accedió, por fin pude comenzar a pintarla y a integrarla en aquel hermoso desnudo. Tardé algunas semanas más en terminar el retrato. Horas y horas trabajando cada pincelada, retocando los trazos una y otra vez hasta sentirme contento con el resultado. Y mientras avanzaba era más y más consciente de que atrapaba la hermosura de mi madre e impregnaba con ella aquella tela vacía y sin vida. Sí, sé que esto te debe recordar a Wilde, pero no, date cuenta de que mi logro era a la inversa. Tampoco lo conseguido por JeanBaptiste Grenouille se acercaba a mi logro; él, al fin y al cabo, solo perseguía lo único que era capaz de reconocer: el olor; y para conseguir un atisbo de lo que yo lograba desde el poder de mis manos, debía utilizar los cuerpos exprimiéndolos como si fueran extraños frutos. No, en absoluto, mi Arte, mi capacidad de arrebatar lo hermoso de aquel cuerpo superaba con creces lo que otros autores habían intentado plasmar en sus maravillosas novelas. Mi realidad, mi verdad, superaba cualquier ficción, cualquier idea venida de mentes mucho más limitadas que la mía. Mi madre podría envejecer, pero su retrato, mi homenaje a su hermosura perduraría por los tiempos. No sé en qué momento debió producirse. Apareció como uno de esos pensamientos diáfanos que te llenan todos los rincones de la mente. Algo parecido a lo que debe ser encontrar a Dios, pero caí en la cuenta de que no podía permitir que mi madre pasara por la decrepitud de la vejez. Jamás sería tan hermosa como atrapada en mi retrato. Lo más hermoso, contenido en lo sublime. Ella, en una obra cumbre de la Pintura. Me sentí Dios. Y esa misma noche, mientras dormíamos, acabé con su vida… 205 No me pongas esa cara de desaprobación, ya me da lo mismo, todo da lo mismo. Hemos llegado hasta aquí y ya no me importa si me juzgas o cuestionas. Esa ha sido mi vida y de nada sirve esconderse ni mentir más. La desnudez debe ser absoluta, total, veraz. Hacerlo de otro modo sería engañarnos… Tengo aquella noche grabada en mi mente como una secuencia de fotografías en blanco y negro. Una película lenta en la forma del expresionismo de Fritz Lang de los años 30, con planos forzados, con contrastes de luz y aquellas sombras alargadas y deformes. El mismo blanco y negro de otras obras maestras como “Ciudadano Kane” o “El tercer hombre”. Ella dormida, desnuda, a mi lado. Yo, mirándola como quien idolatra a una diosa. Ella, hermosísima en la penumbra de aquella alcoba inmensa. Yo levantándome, y cogiendo el cojín de una butaquita cercana a la ventana. Ella respirando, relajada, con la tranquilidad del que se sabe seguro. Yo mirándola, desde una lejanía irreal. Ella más y más cerca. Yo sin llegar nunca. Ella delante de mí por fin, y yo tapándole la cara con el cojín, cerrando los ojos y apretando fuerte, cada vez más y más fuerte. Ella moviéndose, clavándome las uñas en la bata, dando fuertes sacudidas, pataleando, golpeándome con las rodillas. Yo aguantando, convertido en losa de granito. Ella, con los brazos en cruz, entregada a su destino, espaciando los espasmos, disminuyendo el arco de las acometidas de sus extremidades, resistiéndose cada vez menos. Yo anclado sobre ella, convertido en piedra por el miedo, agarrotado por la excitación. Ella, ya casi sin fuerzas, apenas dejaba ir algún temblor involuntario de los antebrazos y los pies. Cada vez menos… un casi imperceptible temblor de su mano izquierda y ya nada, solo una sensación de líquido caliente mojándolo todo. Después silencio. Quietud. Me dolían las manos, los brazos, la espalda, los ojos. Al rato de no percibir ningún movimiento aparté el cojín. Lo que encontré 206 debajo ya no era mi madre. Ella había sido sustituida por una mueca grotesca de su cara: una boca abierta persiguiendo un último hálito de vida; una lengua torcida, grande, hinchada, semejante a una babosa; unos ojos muy abiertos, incrédulos al enfrentarse a la muerte; los cabellos, rayos blandos huyendo de aquella careta horrible; restos de maquillaje esparcidos por las mejillas, la frente, las orejas… Pobre y patético payaso ridículo. No, mi madre ya no vivía en ese cuerpo. Ahora viviría por siempre, en su retrato. Como una nueva Venus mejorada que hubiera causado la envidia del mismo Owen Apperley. Ya calmado y algo más recuperado del cansancio dediqué el resto de la noche a preparar el escenario de un suicidio. Primero tuve que secar la humedad del colchón hasta que desapareció el olor a orín, después cambiar la ropa de cama. Terminado de recoger todo el entorno, vestirla, trenzar una soga suave, colgarla, dejar una banqueta tirada, dar un tirón, escuchar el crujido del cuello, el balanceo, el silencio. La nada. Después me acosté. Y ¿sabes lo mejor? Me dormí. Alguna cosa se liberó en mi interior y me dormí como hacía tiempo que no hacía. Esa noche aprendí que es fácil matar… aunque cansado. Me despertaron los gritos de Berta, la mujerona que venía por las mañanas y nos arreglaba la casa. En un primer momento me pareció que despertaba de un sueño que hubiera hecho las delicias de Freud, pero poco a poco la realidad se hizo hueco y recuperé el recuerdo de mi liberación. A partir de ahí puedes imaginarte. Policía, forense, notario. Gente que nos conocía y respetaba. Buenas personas que hicieron menos preguntas de las que hubieran sido normales en cualquier otro caso, pobres inútiles. Pero claro, a mí me hicieron un favor. 207 No recuerdo ya cuanto tiempo duraría aquello: unas pocas semanas. Poco si contamos con que al final se certificó el suicidio y todo pasó a mis manos. Y después de todo aquello llegó un momento en el que la realidad se plantó ante mí de nuevo. Una realidad que me enseñó que nada era como había previsto. Inicio 208 209 Primer interrogatorio 23 de julio de 2010 Viernes 23 de julio, las nueve de la mañana y ya empezaba a hacer calor. Desde el despacho de Santos podían ver la recepción y en ella, sentados en dos de las sillas, un par de hombres poco habituales en aquel entorno: uno, escaso de cabello, algo tripón y cliente de solárium. El otro, bajo, escuchimizado de cuerpo y moreno de piel. Ambos embutidos en sendos trajes de lino: beige el uno y marrón el otro. Se habían sentado bastante separados, tenían claro que no les convenía que se supiera que se conocían y lo disimulaban; pero no evitaban echarse miradas interrogativas el uno al otro. Se les había citado a las ocho y cuarto de la mañana. Que además fuera un viernes de finales de julio tenía una clara intención: agriarles el estómago tanto como fuera posible para que la visceralidad superara a la razón. Los que están acostumbrados a hacer las cosas cómo y cuándo les place, no toleran demasiado bien que les retrasen o les corten las vacaciones, les hagan moverse al día que comienzan su fin de semana, les hagan madrugar y, para colmo, les tengan sentados cuarenta y cinco minutos sin darles explicación alguna y en una sala carente de aire acondicionado. Desde su posición privilegiada Oscar veía como el nerviosismo se apoderaba de la pareja, sobre todo del escuchimizado. Le observaba pinzarse las pieles de una mano con las uñas de la otra y mordisqueárselas después. Sintió una extraña mezcla de sensaciones: asco, desprecio y contento; esta última al confirmar que conseguían su propósito. Germán, por el contrario, daba la imagen de estar sumamente relajado, aunque le delataba el hecho de sudar a mares. Aún y así no se despojaba de la americana. Debía ser el sustituto de una coraza. Aprovechó la imagen del francés para comentarle algo en voz baja a su compañero. Santos levantó el teléfono y ordenó que subieran 210 un par de grados la temperatura del aire acondicionado de la recepción y que los distintos miembros del equipo dieran una vuelta por la sala; sonrientes, pero sin dar explicación alguna. A las nueve y veinte hicieron pasar a Germán a una salita anexa y le dejaron solo. Cinco minutos después hicieron lo propio con Yuri Edna. Cada uno podía ver al otro a través de la cristalera que se había dejado con las persianas recogidas a tal efecto. En ambas salas se había apagado el aire acondicionado. La incomodidad acelera los impulsos, pensaba Santos. Lo había aprendido de las modernas tiendas de ropa en las que un ruido ensordecedor y machacón que llaman música obliga a los visitantes a tomar decisiones rápidas y, las más de las veces, equivocadas. Llegada la hora, Santos entró en la salita donde se encontraba el georgiano acompañado de Oscar. —Buenos días señor, Edna. Yuri Edna, si no me equivoco —Dijo el inspector sentándose. —Sí, ¿alguien podría decirme para qué se me ha llamado y por qué razón me han tenido esperando casi una hora? Soy una persona muy ocupada y para según qué cosas ya tengo a mis abogados. Santos le interrumpió. —Le pido disculpas por la espera, señor Yuri, un tema de la máxima urgencia nos ha retrasado con lo suyo —mintió para continuar—. Nadie duda que tenga a todo un gabinete de abogados a su disposición y le felicito por ello, señor Edna, pero en este caso era de la mayor importancia su presencia. Imagino que sus mismos abogados le habrán aconsejado que se presentara usted solo y alguno de ellos debe estar paseando por las inmediaciones por si acaso ¿Cree usted que necesita la presencia de un abogado señor Edna? Negó con la cabeza y Santos continuó las presentaciones: —Nos acompaña en esta entrevista en inspector Oscar Laguardia. 211 Oscar saludó con un seco: buenos días y hundió la cabeza en una carpeta. Hechas las presentaciones Santos se levantó de la silla. —Ahora nos disculpará un momento, pero debemos ir a la otra sala. Allí hay un caballero cuyas respuestas a nuestras preguntas pueden sernos de gran ayuda en lo que deseamos saber. Le dejamos solo unos minutos. Yuri puso cara de no entender. :::: Entraron en la otra sala y esta vez habló Oscar. —Buenos días señor Lavie. Germán Lavie, si no me equivoco. El francés asintió y antes de que pudiera preguntar nada habló de nuevo el inspector: —Es curioso, ¿sabe que existe un método de guitarra escrito por un músico con su mismo apellido, Fernando Fernández Lavie, se llama? —Imagino que no me habrán traído aquí para tener una charla sobre, música… C’est… increíble, yo tengo mil cosas que hacer, señores. Le dejó explayarse para que se relajara un poco. Cuando calló le puso delante la fotografía de la ermita y una hoja con la descripción del material expoliado. —Tiene toda la razón señor Lavie, si le hemos traído aquí ha sido por esta ermita que aparece en la foto ¿la ve? Si le hemos traído aquí es porque lo que hay en ese papel es la lista de todo lo robado en dicha ermita ¿ve la hoja? Si le hemos traído aquí es porque tenemos pruebas de que usted es el responsable de ese robo. Lo sabemos, llevamos mucho tiempo siguiéndole, no ponga cara de sorpresa, y lo único que debemos hacer es empezar a tocar los timbres de las puertas de sus clientes con órdenes judiciales y comparar el catálogo de esta 212 hoja de papel con lo que ellos tengan en casa ¿Sigue con su cara de suficiencia, señor Germán? Mire. Si le hemos traído aquí es porque ese muchacho que aparece en esa foto se convirtió en esto otro al cabo de poco tiempo. Oscar había ido in crescendo a medida que repetía el adverbio “aquí”. Al plantarle delante la fotografía de la fosa con el esqueleto su voz se convirtió en un susurro. —Pero… Pero… Pero —Repetía el anticuario, con la cara casi albina. Oscar dejó que mirara un poco más la fotografía de la fosa con los restos y después le hizo un resumen diciéndole que podía entenderlo: el muchacho se metió a hurgar, les pilló mientras vaciaban la iglesia y después seguro que fue a pedir un trozo del pastel y le amenazó con sacarlo todo a la luz. Sí, son unos hijos de puta esos chavales que van por ahí sin pegar golpe y encima quieren llevarse los beneficios de un trabajo, digamos… “honrado” ¿Qué hizo Germán, le golpeo para que cantara el nombre de los compañeros de la foto y que no quedaran cabos sueltos? Seguro que sí, y una vez conseguido lo eliminó y lo hizo enterrar. O igual no cantó y se le fue la mano a alguien ¿Qué sucedió amigo Germán? Sáqueselo de encima, hágase un favor. Sino, lo hará algún otro antes que usted y le tocará comerse toda la mierda. Y de verdad, a nadie le gusta comerse los marrones de los demás, se lo garantizo. No se imagina la de julais valientes que han estado delante de mí sin abrir la boca para no delatar a un compañero… ¿Sabe cómo han terminado? Como putitas de algún compañero de trena mientras sus colegas se pegaban la vida padre y se partían la caja riéndose del que se achantó. Germán escuchaba con los ojos enrojecidos, sin acabar de comprender y sudando a mares. Oscar le invitó a sacarse la chaqueta y se ofreció a ir a buscarle un vaso de agua. Era el momento de relajar un poco el ambiente, dejarle pensar y evaluar posibilidades. 213 :::: Yuri no podía esconder su nerviosismo. A pesar de la calma que deseaba mostrar le delataban las manos. Los dos policías habían entrado de nuevo y estaban en el rincón cuchicheando. una mancha rojiza apareció en uno de sus pulgares. —¿Sabe por qué está usted aquí señor Edna? —Preguntó Santos sin moverse del rincón. —Pues no, nadie me ha dicho absolutamente nada. Solo sé que me vinieron a buscar a mi propia casa, como si yo fuera un delincuente, y me citaron aquí, textualmente porque necesitaban que respondiera a unas preguntas en relación a un caso. Ya me dirá usted si eso es modo de tratar a una persona de bien. —En nombre del departamento, y al igual que lo hizo antes el inspector Laguardia, le ruego que nos disculpe. Quiero que sepa también que intentamos causarle las menores molestias posibles y si fuimos a su casa fue precisamente por eso, porque nos pareció más oportuno que presentarnos en su empresa; además, por lo que yo sé, fueron agentes de paisano, con la intención de minimizar al máximo el atentado a su intimidad que esto supone. Sepa que no actuamos así con todo el mundo. Creo que nos debería estar agradecido, pero es libre de pensar lo que desee. Dicho esto se calló. Se sentaron frente al georgiano, abrieron sus carpetas y se sumieron en una fingida lectura de los papeles mientras el otro, ahora sí, sudaba de manera evidente. Se le notaba nervioso, no dejaba mirar a la otra salita para ver cómo cambiaba el semblante del anticuario, ni de intentar ver qué había en aquellos papeles que Santos tenía delante. Comenzaba a estar a punto de caramelo. 214 —¿Recuerda usted que el otro día fue un subinspector de mi equipo, Elías, se llama, a preguntarle por un joven que había trabajado en su empresa? —Sí. —¿Recuerda usted lo que le dijo? —Sí, que no recordaba haber tenido contratado a nadie como él. Pero por mi empresa pasan cientos de personas, yo no voy a recordar a cualquier mozo de almacén ni a cualquier aprendiz. Ni es mi trabajo ni me importan lo más mínimo ese tipo de gente. Para eso ya tengo a otros que cobra un buen dinero. —Mire esta fotografía, es el muchacho por el que le preguntó mí compañero. Santos le plantó delante una fotografía con la cara del joven y dejó que se le cayeran algunas del hallazgo de los huesos. Pidió perdón y las recogió con la suficiente lentitud como para que pudiera echarles un buen vistazo. Yuri, que las había mirado con cierto asco, miró a los ojos del inspector y sacó fuerzas para lanzar una pregunta: —¿Qué quiere decir esto? —Discúlpeme, esas ahora no vienen al caso ahora. Mire solo esta. Este muchacho trabajó en su empresa durante éste periodo de tiempo que pone aquí —le plantó delante una hoja con la vida laboral y apartó el resto de fotografías—, y después fue despedido. ¿No recuerda usted cual pudo ser la causa, si se granjeó enemigos o hizo algo, digamos, ilegal? No es que sea demasiado importante, estamos contactando con gente que trabajó allí durante ese periodo y parecen tener mejor memoria que sus trabajadores actuales. Pero si usted supiera alguna cosa nos ahorraría tiempo, un dinero valioso para el erario público y un agradecimiento por mi parte que tal vez no tenga si no desea colaborar. 215 —Le repito lo que ya dije: no tengo ni idea de quién puede ser ese chico. Y creo que voy a llamar a mi abogado. No sé quién se cree que es para amenazarme. —Siento que usted entienda mis palabras como una amenaza, nada más lejos de mi intención. Llámele. Hágalo si cree que lo necesita, pero sepa que no está detenido. Solo le hemos llamado para ver de clarificar la secuencia de unos hechos que tuvieron lugar hace dieciocho años. Estamos en una charla distendida y cordial, a no ser que usted considere que ha de ser de otro modo, digamos… Más formal. :::: Oscar había dejado solo a Santos, pasó por la máquina, sacó dos botellas de agua y entró de nuevo a la sala donde estaba el anticuario. Ofreció una a Germán, se sentó y volvió a hablar de manera relajada. —¿Más tranquilo señor Lavie? Debo reconocer que me encanta el cine americano, con esos asesinos despiadados. Igual le he pintado una película más exagerada de lo que debió ser en realidad ¿Qué le parece a usted, he exagerado demasiado? Tal vez prefiera darme una versión más realista del asunto. De película italiana o española ¿Qué me dice? Germán, algo más recompuesto, habló de nuevo. —Ne sais pas, no sé qué pretende usted con esto, la verdad. No negaré que algunas de mis transacciones pueden estar al filo de la legalidad: yo no pregunto y la otra parte no me da más información de la necesaria. Hasta ahí puedo aceptar lo que sea responsabilidad mía, pero si se piensa que yo he tenido nada que ver con lo que sea que le ha pasado a ese… a ese chico, quien sea, está muy equivocado. Es la primera vez que veo a los de la fotografía, y ni siquiera sé qué capilla es 216 esa. Si va a cargarme ese muerto podemos zanjar la entrevista, me llama de nuevo por los canales legales y vendré con mi abogado, o me encierran y vendrán mis abogados. Pero le aseguro que yo no trabajo así ¿Se cree que estoy loco? Yo soy un empresario respetable que solo aspira a un retiro digno en el sur de Francia. —¿Insinúa usted que no sabe de lo que le estoy hablando? —No lo insinúo, lo afirmo. —Y me dirá que tampoco sabe nada de las piezas robadas. —Tampoco. No sé de qué me habla. —Bien entonces. Eso quiere decir que si comparamos las huellas que encontramos en esa ermita después del robo, no coincidirán con nadie de su entorno ni con usted mismo. —Eso deberá hablarlo usted con mi abogado. —Hablaremos, señor Lavie. Hablaremos. Lo de hoy solo han sido los entrantes. Todavía nos quedan los distintos platos de la degustación y le garantizo que puedo convertir esta salita en el “Bulli” de los interrogatorios. Le tengo en el punto de mira y voy a ir a por usted. —¿Es una amenaza? —En absoluto. La Policía no amenaza, la Policía cumple órdenes. Puede usted marcharse. —Tendrán noticias de mis abogados. Buenos días. Sin moverse de su asiento Oscar gritó: “Paco, acompaña a este señor a la salida” :::: Yuri Edna seguía cuestionándose el hecho de llamar al abogado. Hacerlo era reconocer su implicación en lo que fuera que quisieran imputarle y terminaría en una sala de interrogatorios de verdad. Si mantenía el tipo, todo quedaría en una charla amistosa sin ningún peso legal. Dirigió un: «Pregunte usted lo que quiera» a Santos y éste asintió 217 con una media sonrisa y le invitó a un café. Cuando los trajeron volvió a hablar. —En vista de que no puede recordar nada del muchacho, tal vez tengamos más suerte con esta joven. El empresario miró la fotografía de Judit que Santos le había puesto delante y negó de nuevo. —¿Ha mirado bien la fotografía? Míresela con detalle, por favor. Yuri la tomó entre las manos, la miró de nuevo, alzó la cabeza y con mirada interrogativa respondió: —No la he visto en mi vida ¿Debería conocerla? Le juro que es la primera vez que la veo. Al muchacho, igual si miro de nuevo su fotografía, tal vez pueda recordarlo. Pero puedo jurarle que a esa joven no la he visto jamás. —¿Se conoce usted bien su casa, señor Edna? —Sí, por supuesto. —La cara del empresario era todo un poema. —¿Sabe que tiene un retrato de esta chica colgando de una de sus paredes? —Imposible. Eso es imposible. —Pues cuando vuelva a casa le aconsejo que repase todas las paredes. Le garantizo que en una de ellas cuelga un retrato con el rostro de esta mujer. Y no solo eso, lleva desaparecida el mismo tiempo que el muchacho que trabajó en su empresa. Sume usted. Ahora puede marcharse, nosotros le agradecemos su colaboración, tanto, que voy a obsequiarle con un consejo: no se fie demasiado de los que le rodean. Tal vez usted no recuerde, prefiera olvidar o solo mienta de forma descarada, pero hay otros que preferirán salvar su culo antes que salvarle a usted. Piénsese bien lo que nos dirá la próxima vez que hablemos, porque lo de hoy ha sido un pequeño anticipo. Le tengo en mente, señor Edna. Los huesos esos que ha visto antes necesitan descansar en paz después de dieciocho años. Me he comprometido a 218 ello, y no se llega a imaginar lo que me jode faltar a mí palabra. Ahora le acompañarán a la salida, buenos días. Santos se levantó, salió e indicó al policía que acompañara al señor Edna hasta la salida. Después fue a reunirse con su compañero. :::: —¿Cómo te ha ido? —dijo Oscar nada más verle. Santos se lo explicó. Le contó la maniobra de las fotos y cómo había podido percibir un cambio en su cara cuando tuvo la fotografía de Julián entre las manos. La intuición le decía que Yuri sabía mucho más de lo que aparentaba. En cambio, con lo de la chica, Judit, su cara de extrañeza no parecía falsa, ese tipo tenía colgado un retrato en su casa pero no tenía ni idea de ello. —Seguro que hoy le preguntará a la parienta sobre el tema. Y a ti, ¿cómo te ha ido con el gabacho? Oscar hizo su resumen. Le explicó la maniobra de acoso y derribo y la cara que se le había puesto al francés. —Yo diría que el anticuario no tiene nada que ver. Es casi seguro que si le apretamos un poco más cantará las excelencias de todo el románico pirenaico y hasta algún detalle de Mérida, si viene al caso; pero tengo mis dudas de que esté metido en el asesinato. Se lo he tirado prácticamente a la cara y dudo que sea tan buen actor como para disimular del modo que lo ha hecho. —¿Les has mandado seguir? —Por supuesto. —Oscar, me apuesto un menú en cualquier bar que decidas, de que esos se ven antes de la hora de comer. ¿Almorzamos? —Almorcemos. La espera será más llevadera. **** 219 Inicio 220 221 Segunda entrevista de Alba con Raúl 27 de julio de 2010 (pero debe ser posterior) Era el último martes de julio. A las cinco de la tarde el calor seguía asediando Barcelona y yo me encontraba de nuevo en la Plaça del Sortidor protegida por la sombra y acompañada de un té con hielo. Esta vez era yo la que esperaba a Raúl. Ante mí tenía una carpeta con las impresiones de los retratos, la tabla de tiempos y lugares que me había hecho y, por si todo eso no fuera suficiente, la información de los hermanos Quintana, restauradores asturianos de libros que vestían una de las paredes de su taller con un cuadro de Diego. Viendo aquello estaba claro que el desconocido pintor dejaba tanto rastro como los caracoles, y si yo, después de escarbar un poco, tenía toda aquella información a mi alcance, era evidente que el decorador debía tener mucha más si había estado colgando lienzos suyos por diversos lugares. Un «Buenas tardes» me sacó del ensimismamiento. Era él, nos dimos la mano y se sentó. Pedimos la bebida y nos quedamos callados. Mientras esperábamos no pude evitar ponerme nerviosa. Se había quedado allí, ante mí, mirándome, escrutándome más bien, sin decir nada. No aguanté más, ¿tengo algo en la cara?, le solté. Hizo el mohín de un niño pillado en falta. Me pidió perdón y se excusó diciendo que tenía unas facciones casi perfectas y un rostro tan simétrico... Como mujer me sentí halagada, como Alba, no. Continuó hablando de la geometría de mi rostro y de hasta qué punto formaba parte de un equilibro en el mundo Estético. No me gustaba ese halago tan directo, no parecía sincero en absoluto. Sin apenas darme cuenta derivó la conversación hacia el Arte y olvidé sus parabienes; pasó de éste a la Pintura y olvidé la incomodidad. Me dejé llevar, me interesaba que hablara, deseaba su confianza para poder mostrarle mis hallazgos de manera más cómplice 222 con la clara intención de que compartiera de una vez lo que sabía del pintor pero que se empecinaba en esconder. Aunque dejarle hablar entrañaba otro peligro, si no me andaba con ojo corría el riesgo de que llevara la conversación a su terreno y fuera él el que consiguiera información de mí. Esta vez no estaba dispuesta a caer en sus garras. Forcé que la conversación cambiara hacia el Retrato en la Pintura y una vez allí le pregunté por su opinión sobre los retratistas flamencos. Hablamos de su técnica mixta cuando debían enfrentarse a una tabla. La utilización de pintura al temple como base y el uso del óleo sobre aquél, la aplicación de veladuras hechas de pintura muy diluida, casi transparente, cuya intención era iluminar, su modo de sombrear de forma ligera y tenue o matizar los colores de fondo. Me embelesaba la erudición que demostraba Raúl. Hablar de cualquier faceta relacionada con la estética, los materiales, la época histórica, el simbolismo, le volvían cercano. Y poco importaba de qué habláramos, bien fuera Música, Pintura, de cualquier escuela o de las distintas técnicas utilizadas a lo largo de la Historia; nada le era ajeno ni desconocido. Ahí residía su peligro para conmigo, al hecho de que me era casi inevitable sucumbir a sus conocimientos y a la pasión que ponía al hablar de ellos. Lo que nos diferenciaba, la única cosa sobre la que teníamos sentimientos encontrados en nuestras charlas era lo relativo al “genio” y la capacidad de éste para captar la belleza y reenviarla de nuevo al receptor. Para él todo era Técnica, para mí siempre existía algo que iba más allá, que no sabía definir y que conocía como “Genio”. Llegados a ese punto hablábamos de dogmas, yo no podía convencerle a él y él no lo lograba conmigo. Llevábamos un buen rato hablando del arte holandés de los siglos XV y XVI, él más que yo y se calló, puso ambas manos en posición de oración, esbozó una sonrisa y me pidió disculpas, 223 —Había olvidado el propósito de nuestro encuentro, creo que nos apasionamos demasiado al hablar. Continuó explicando que había hecho los deberes, hablar de los flamencos le había devuelto a la realidad, asociar el hecho de que muchos de aquellos pintores no firmaran sus obras le había traído a Diego a la memoria. Si me lo permites, te contaré todo lo que sé de é”, sentenció. Le pedí que lo hiciera, pero había una teatralidad extraña en el modo de sacar el tema. Salvo cuando hablábamos de Arte el resto parecía un guion barato de película de serie B. Mantuve la compostura, él habló de Diego. Había llegado a España a través de Hendaya proveniente de Irlanda, a donde llegó unos años atrás después de quedarse huérfano. Su origen no estaba claro, pero Raúl pensaba que podía provenir de algún lugar de Sudamérica. Se había establecido en Zaragoza, lugar en el que se conocieron. A Raúl le gustaban las variaciones que hacía el pintor de obras maestras de la pintura y se las iba comprando con la idea de que llegarían a tener un valor en un futuro no demasiado lejano. Según sus palabras, Diego era una persona poco comunicativa que jamás permitió que fuera a visitarlo a su taller. Del mismo modo que siempre negó la posibilidad de pintar bajo demanda e integrar el rostro de ninguna clienta en alguna obra que esta pidiera. La respuesta era siempre negativa y las explicaciones nulas. Raúl no recordaba apenas las obras vendidas ni los lugares donde se encontraban. Yo sí, era mi comodín, pero de momento prefería mantenerlo dentro de la carpeta. Me estaba repitiendo, con más profusión de adornos, lo mismo que ya me mandó por correo la primera vez. Su verborrea apenas aportaba nada nuevo salvo el carácter esquivo del pintor. Mi sensación era que o me estaba mintiendo o me escondía alguna cosa o sencillamente me estaba dando coba. Por qué lo hacía. Yo no dejaba de pensar que mentía porque conocía a Judit y ella le había dicho que 224 lo hiciera. Esa era al menos mi última tesis: mi hermana no deseaba verme y él era el encargado de mantenerme alejada. —… y en el año, creo que 93, le perdí la pista y no he vuelto a saber de él. Nos quedamos en silencio. Él, como siempre, mirándome como lo harían dos Leica encañonándome; yo, calibrando la posibilidad de tirarle las fotografías a la cara y contarle mi versión de los hechos. Me decidí ¿No era la nueva Alba, no me había reencarnado?, pensé ¿Callar no era de cobardes?, me dije. Abrí la carpeta con la calma de Sam Spade, saqué las fotografías ordenadas y la hoja cronológica que me había hecho, le miré y le planté en las narices toda la colección que él parecía querer olvidar. —Esto es todo lo que he podido recabar hasta el momento y espero que me llegará alguna cosa más en los próximos días. Le expuse lo increíble que me parecía que yo dispusiera de más información que él sobre sus propios trabajos y le hice notar las diferencias cronológicas y geográficas entre la versión que me había soltado y la que yo había construido. Permanecía inmutable. Callado, pero percibí que su rostro dejaba entrever admiración. Qué poco sabía yo entonces. Imaginaba, especulaba, pero me era imposible afirmar nada con rotundidad. Estaba sola y sola debía defenderme y atacar. Tocaba ataque. Le expliqué lo de la analítica y cómo ésta me había llevado a un taller de Oviedo donde colgaba una obra suya y se le ensombreció la cara. Le solté a bocajarro que hablara con Judit y su rostro expresó sorpresa. Le detallé lo que rondaba en mi cabeza: que estaba segura de conocía a mi hermana y que le había hablado de una mujer que preguntaba por su retrato, que ella habría preguntado cómo era esa mujer y él me describiría y ella le suplicaría que no hablara, que no deseaba saber nada de mí. Raúl permanecía impasible, observador, analista. No conseguía nada. Callé, no sabía que más decirle y no 225 estaba dispuesta a suplicar. Alba Garcés no le suplicaría ni al mismo Dios, y no por orgullo, sino por principio. Ambos nos quedamos allí mirándonos, el tiempo no pasaba. Al final habló de nuevo. —Estás totalmente equivocada, Alba, no sé de donde puedas haber sacado esa estúpida idea, y perdona la palabra; no conozco a tu hermana ni la he visto jamás. Créetelo o no te lo creas, no me importa en absoluto. Hablaba con desencanto, de forma mecánica. Como si un vínculo imaginado por él se hubiera roto sin remedio. Toda la decisión y la pasión vivido minutos antes pertenecían a una persona que parecía haber desaparecido. —No debería contártelo, lo cierto es que hice una promesa — continuó—. Pero está claro que tus obsesiones han de ser satisfechas de algún modo porque si no es así jamás saldrá de tus fantasías. Mira, por lo poco que sé cabe la posibilidad, y hablo solo de posibilidad, de que tu hermana y el pintor se conocieran, no te lo discuto. Pero créeme si te digo que Diego me pidió que le dejara en paz, que deseaba desconectar de todo y de todos. No me preguntes por qué porque no lo sé, pero ¿y si fuera verdad eso que me atribuyes a mí, y si tu hermana está con él y ni el uno ni el otro desean saber nada de nadie? ¿Qué ganas ahora con remover el pasado, qué sentido tiene que en Oviedo cuelgue una obra suya? Deja a la gente en paz. Eres demasiado buena como para andar hurgando en pasados que todo el mundo ha olvidado, ¿no te das cuenta? Tienes una gran sensibilidad, acumulas unos conocimientos de arte envidiables y eres la mejor en tu oficio, ¿no te basta con eso? No te compliques más la vida ni se la compliques a los demás. Permanecí en silencio. Mientras un Raúl desapasionado me soltó su discurso yo no abrí la boca. Y no lo hice porque una gran parte de Alba estaba de acuerdo con él ¿Qué ganaba yo ahora revolviendo el pasado? Tenía razón, pero el resto de mí, aquella cabeza de avestruz 226 que estuvo tanto tiempo enterrada, me decía que no. Nadie debía convencerme si no yo ni nadie sabía qué sentimientos albergaba yo como para intentar castrarlos. Se lo hice saber. Raúl puso cara de enfado. No lo entendí, ¿por qué se enfadaba, en qué le incumbía a él si yo me iba a Oviedo o viajaba al Taj Mahal? Su voz sonaba sincera, pero de tanto en tanto, como ahora, sentía que en algo me engañaba y que sabía más de lo que decía. Pero me lo callé. No alargamos más la velada. Yo sabía que, a pesar de que las charlas con aquel hombre eran lecciones magistrales de Arte, ya no era útil a mis propósitos e intuía que después de aquella tarde jamás volveríamos a vernos. Él permaneció callado, ausente, mohíno. Se había vaciado como un globo y parecía envejecido. Al despedirnos me dio la mano, igual que siempre, pero esta vez la sentí como muerta. Le dije un adiós sin énfasis y él me devolvió otro que quise que sonara a despedida. En cierto modo era un final. Ni Oscar ni Raúl ni nadie. Nadie, salvo mis amigos de siempre, a los que ahora no deseaba ver en absoluto. Eran las nueve, tenía el corazón como una locomotora pero no me veía capaz de pasar la noche sola. Necesitaba marcharme, no podía quedarme en Barcelona. Fui a casa, preparé una bolsa con ropa interior, un par de pantalones y un par de jerséis. Cogí el coche y salí hacia Asturias. Cuando llevaba un par de horas de camino me di cuenta de que estaba cometiendo una tontería. Nada de lo que se hace con las vísceras sale bien, salvo que sea un acto apasionado; y la búsqueda de Judit no podía serlo, había de actuar con la calma necesaria. Me paré en una gasolinera y llamé a Juan, el amigo maño que me había suministrado el teléfono del taller de Oviedo. Le dije que estaría en Zaragoza sobre la una de la madrugada y le pedí si podía hacerme sitio en su casa; deseaba que me dijera que no, necesitaba 227 una excusa para huir de la mujer que ya no deseaba ser, pero no quería estar sola en una habitación de hotel, ni me veía capaz de conducir toda la noche para llegar a una ciudad que no conocía en absoluto. —Pues claro que puedes venir a mi casa, catalanica. Está hecha un asco, como siempre, pero imagino que a estas alturas eso no te va a sorprender. No me dio la excusa que necesitaba. La parte cobarde de mí se sintió contenta por ello. Le agradecí el asilo y tomé el coche de nuevo. Una vez allí vería como superar la noche. :::: A medida que me acercaba a su casa volvían gratos recuerdos. Juan siempre se portó de forma maravillosa conmigo: un cómodo compañero en la intimidad, un gran acompañante de copas, un divertidísimo hablador y un atento oyente. Ahora, pasado el tiempo, no sabía que iba a encontrarme ni cómo iba a comportarme yo. Aparqué no lejos del rio y lo más cerca que pude de la Plaza de Europa, él vivía en la calle de San Agustín y esa plaza siempre había sido mi referencia para no perderme. Llame al interfono y se escuchó su voz: ¿Te subes o tienes cuerpo para salir a tomar un vino por ahí?, me dijo. Desde la calle y cargada con la bolsa le contesté que ya no eran horas. Tú no eres Alba, tu eres la madrastra de Blancanieves ¡Joder! No sé si abrir, fue su respuesta. Pasados unos segundos de silencio la vibración del cierre de la puerta me invitó a entrar. Mientras subía en el ascensor me miré al espejo. Por la voz parecía que Juan no hubiera cambiado, pero yo no me reconocía al verme. Llegué a su rellano y encontré su puerta entornada, él no estaba. Abrí y entré. ¿Hay alguien?, pregunté sin atreverme a entrar. 228 —Pasa, catalanica, estoy en la cocina recogiendo un poco la porqueriza. Era difícil olvidar la distribución de aquel pisito, dejé la bolsa en el suelo y me dirigí a la mini cocina. —¡Estás igual Juan, has hecho un pacto con el diablo! —Le dije nada más verle. Me tomó de las manos y me alejó. —Pues tú no, Alba. ¿Te has hecho algo en la cara? Le miré, sorprendida. — Tú estás mucho mejor. Estás… no sé, guapísima debería ser la palabra. Pero es algo más. O quizás es que la memoria de un tío no es como la de las mujeres y nos olvidamos de los detalles que no sean lascivos. Regálale un abrazo al maño, ¡joder! No seas catalana hasta en eso. Nos dimos un fuerte abrazo y Juan se lanzó a charlar. Mientras preparaba unos platos con quesos y embutidos de Teruel abrió una botella de vino y me cantó las excelencias de la denominación Somontano. Estar allí era como rejuvenecer diez años, ¿de dónde sacaba esa vitalidad si tenía casi mi edad? Me dejé conducir al reducido comedor, seguía siendo tan acogedor como recordaba. Nos sentamos y comenzó la puesta al día. ¿Estas con alguien? No, ¿y tú? Tampoco. ¿Cómo te va el trabajo? Bien, ¿y a ti? No me quejo… Rememoramos con grata complicidad nuestras fiestas de antaño, le conté lo que había de explicable en mi búsqueda y la vinculación de Oviedo, nos confesamos que los “ahora” nos ponían a una cierta distancia y terminamos dejándonos adormecer por el vino. Eran las cuatro de la mañana y a pesar de que ninguno de los dos tenía obligación de madrugar consideramos que para unos cuarentones esa era una hora prudente para retirarse. 229 —Puedes dormir en el sofá, Alba. De todos modos, por lo vivido y basándome en la confianza, quiero que sepas que puedes dormir en mi cama si valoras la comodidad. —Juan, lo nuestro terminó, ¿recuerdas? —No te confundas, catalana, te invito a mi cama, no al uso y disfrute de mi cuerpo. O es que ahora me dirás que nunca hemos dormido como amigos. Borrachos, sí, pero como amigos. Me pilló. Tenía toda la razón, ¿qué nueva norma moral me impedía compartir la cama con un buen amigo? A la mierda. Se acostó él primero. Después entré yo en el baño, me lamenté del mal gusto a la hora de escoger la ropa interior del viaje y tras hacer mis abluciones me acosté a su lado. La cama era inmensa y muy cómoda, algo que ya no recordaba. Mientras esperaba a un sueño que había vuelto a escapar oí su voz que preguntaba si podía abrazarme. Lo dijo con tanto cariño que no supe negarme y le dije que sí. Noté como su pecho tocaba mi espalda, sentí su brazo que pasaba por debajo del mío, le tomé la mano, y la apreté contra mí. Al momento estábamos dormidos. Me despertó el ruido característico de la cafetera cuando escupe su negro néctar y un vozarrón que llamaba a la catalanica a desayunar. Me levanté, me puse la ropa de la noche anterior y seguí el rastro aromático que le indica a una donde despertar. —¿Cómo has dormido, Alba? —me dijo con la cara luminosa de un niño feliz. Bien, le dije. Le agradecí el abrazo. Él me lo agradeció a mí y ambos pensamos que ya era suficiente. No sé cuál sería su debilidad, pero era consciente de la mía y de las causas de ese abrazo: simplemente nos dimos algo que se nos niega a menudo a los que vivimos en soledad: un poco de cariño. Después de comer, nadie en su sano juicio llamaría a aquello desayuno, decidí que era hora de salir para Asturias. Según mis 230 cálculos me quedaban entre cuatro y cinco horas de viaje. Eran casi las diez de la mañana. Sin conducir deprisa podía estar allí sobre las tres. Llamé a Manuel Quintana y le propuse que nos viéramos al día siguiente, jueves. Aceptó. Hecha esta tarea mande un WhatsApp a Oscar, en él le decía que estaba en Zaragoza camino de Asturias, que había algo allí que reclamaba mi presencia y que nos volveríamos a ver el domingo, uno de agosto. Me despedí de Juan con un cálido abrazo y un hasta pronto y partí. **** Inicio 231 Galicia Un año encerrado — 1969 Si mal no recuerdo nos quedamos en mi encierro y te apunté que nada sucedió como yo hubiera deseado. Sí, fue duro. Creo que la palabra que mejor definiría la sensación que se apoderó de mí fue la de “vacío”. Sentí un vacío inmenso, sólido, de hielo. Y tal vez algo de vértigo. Pero vayamos por partes. Perdona, un inciso; si quieres moverte puedes hacerlo, hoy no es necesario que estés inmóvil. Puedo hablarte y seguir haciendo el trabajo sin tenerte ahí esclavizada. Te cuento. Pues bien, al principio pensé que me sobrevendría la culpa de un momento a otro. Es lo que acostumbra a suceder ¿Verdad? No, claro, dudo que jamás hayas sentido la culpa a la que me refiero, tú no. Hablo de la culpa con aristas, insoportablemente dolorosa; la que lleva a confesar, a terminar con la vida porque gangrena por dentro, la que le postra a uno ante una pieza de imaginería religiosa... a esa me refiero. Creo que llegó un momento que me levantaba esperándola. Días y días en los que tras despertarme me hurgaba por dentro, en un burdo intento de oír eso que llaman conciencia para escucharla. Pero nadie me hablaba, ninguna vocecita me hacía el más mínimo “toc toc” en el corazón. Lo más que llegué a sentir fueron los latidos. Nada más, solo aburrimiento, tedio, lentitud… claro que encerrado solo y en una casa inmensa, el tiempo transcurre de otro modo, y por eso nunca tuve ninguna certeza de cuánto tiempo debió pasar, solo sé que nunca sobrevino ¿sabes? Tras tantos días esperándola, después de haberme obsesionado con ella, un día, sin venir a cuento, caí en la cuenta de que nunca la sentiría. Era inútil buscarla, perder el tiempo persiguiendo una culpa inexistente que me era imposible simular. Eso me llevó a concluir que algún gen dentro de mí había nacido años atrás en Hungría, había 232 viajado con mi madre a América y se me había instaurado en algún rincón del alma. Era capaz de vivir con esa carga y no sentir nada. Podía continuar haciendo las mismas cosas pero sin el peso de la incertidumbre, ni la responsabilidad del mal. Era totalmente libre. Podía pasarme las horas sentado, escuchando música y mirando su retrato y mis manos. Me daba cuenta de cuan hermosa era María allí, aprisionada en mi lienzo, para siempre. Y después miraba mis largos dedos, los apéndices encargados de transmitir mi poder a la tela a través de los pinceles y me admiraba mi capacidad para captar la sutil sensualidad de su mirada, la humedad de sus labios, la perfección de su cara. Sí, era eso, era así de simple, le había robado su belleza antes de que la vejez, los achaques o la enfermedad los borraran de su rostro. Me sentía bien, pleno, limpio... Pero al cabo del tiempo me asaltó otra duda ¿Cabría la posibilidad de repetir aquello? ¿Podía suceder que ese cuadro hubiera sido una casualidad derivada de mi admiración y de mis sentimientos hacia María? Debía probar de nuevo. Era necesario volver a experimentar otra vez. Pero no podía salir de casa, una fuerza invisible me mantenía sujeto a ella. Algo que me impedía dormir por las noches, una sensación que me llevaba a no desear asearme ni a sentir hambre. Solo esa obsesión que ocupaba todo mi tiempo y mi cabeza pero no podía cumplir en modo alguno. A veces sonaba Bach, a veces Poulenc, a veces era Sor o Wagner quienes llenaban la inmensa estancia de sonido. Todo luz, todo belleza; como si la vibración de aquella música en las moléculas de aire las reordenara hasta convertirlas en algo nítido y brillante, un cristal blando que se podía atravesar sin destruirlo. ¿Qué tenía aquel sonido que era capaz de modificar mi estado de ánimo? No, no era solo el 233 sonido. No era en sí la música lo que reajustaba cuerpo y espacio, era un poder que emanaba de las lejanas almas de aquellos genios. Era un conocimiento ancestral solo al alcance de unos pocos elegidos. Una matemática cósmica ordenada en frecuencias cuya cualidad física era intuida por mí y por ellos: una sub partícula vibrante dentro de cada átomo que contenía la primigenia conjunción de aquellos sonidos tal y como los ordenó su autor… Con la pintura sucedía lo mismo, exactamente lo mismo. Las maravillas de Bouguereau, los retratistas flamencos, los seres atormentados de Lucien Freud o el dolor del Guernica… Caía en la cuenta de que la luz que entraba por el ventanal del cuadro de las Meninas, una luz que ya me aturdió de niño, era aún más real que la que debió entrar por los ventanales de palacio. Lo mismo que la tremenda luz que salía del viejo café de Arlés iluminando toda la noche del cuadro, aquella luz no era un reflejo, era más que eso, era esa substancia escondida solo manejada por el genio creador y reconocida por aquellos capaces de captarla y reproducirla de nuevo. Sí, Velázquez y Van Gogh también estaban tocados del Don; lo mismo que Picasso, capaz de expresar desde el dolor más terrible hasta las hermosas sutilezas de su época azul. O Caillebotte, Cezanne, Tchaikovsky, Neruda, August Kühnel, Tagore… Si ellos podían, si ellos sabían, si ellos formaban parte de los pocos elegidos, ¿Por qué no iba a ser yo uno de ellos? Tenía claro que la vía del sonido me estaba vetada; la ingratitud de la Música para con algunos amantes es conocida, las cualidades que exige son terribles. Entiéndeme, no quiero decir con ello que la pintura, la escultura, la escritura o cualquier otra representación artística estén por debajo de aquella, no; en absoluto. Es que yo solo sabía captar... No, captar no es el verbo; atrapar. Sí, atrapar, esa es la palabra… Yo solo sabía atrapar la Belleza a través del color, la forma y la textura. Y el retrato de mi madre era la prueba. 234 Tampoco tengo conciencia de cuántos días, o semanas, debieron pasar. Pero una mañana me levanté y una actividad frenética se apoderó de mí: asearme, acercarme al pueblo a buscar un equipo de gente que viniera a limpiar la casa, ir a la ciudad a comprar lienzos, pinturas, pinceles... Debía repetir lo conseguido. Necesitaba ponerme a prueba de nuevo. Pero terminé fracasando. El primer problema era evidente ¿Qué belleza debía atrapar, la de qué, la de quién, de qué modo? Nada ni nadie de los que me rodeaban, incluyendo a las gentes del pueblo, contenía la menor muestra de la cualidad de lo hermoso. Ellas eran horribles: pintadas de aquel modo, vestidas de aquella manera, hablando con aquel lenguaje. No sentía tampoco ningún vínculo con animal alguno, incluidos ellos; todos me parecían o feos o estúpidos. El bosque era hermoso, eso sí lo recuerdo; pero su velocidad de cambio era demasiado lento para lo que necesitaba experimentar ¿Qué hacer? Al fin se me ocurrió que podría pintar bodegones. Sí, prepararía frutas, flores, alguna ave muerta; todo ello con fondos neutros y con diferentes enfoques de luz. Me lancé como un poseso, mezclaba técnicas, buscaba diferentes luces del día e incluso de la noche; con velas, lámparas y hasta la luna llena. Cada semana debía hacer algún viaje a la ciudad a reponer lienzos, tablas, pinceles, colores. Cuando me sentía demasiado agotado repasaba de nuevo los trabajos hechos y los comparaba con sus originales, pero nada. La fruta se pudría, las flores se marchitaban y los animales eran colonizados por millares de seres. Sí, claro que les arrebataba lo que contuvieran de hermoso, pero no era esa la finalidad que yo perseguía. No se trataba de alargar la vida de una flor, efímera en sí misma. Ninguna flor, ningún fruto, nada de lo que me rodeaba se acercaba a María. Ningún ser vivo irradiaba lo que ella. Opté entonces por recordarla. Me dediqué a imaginarla de nuevo: saliendo del baño, cepillándose el pelo, leyendo y mirando su contraluz. La intenté repetir sin conseguirlo. 235 Pensé entonces que tal vez fuera mi memoria, la pobre memoria de un necio, incapaz de guardar en su interior un nítido recuerdo de lo sublime. Si no tienes memoria, me dije, habrás de acudir a fotografías. También lo hice. Una, dos… cinco… pruebas tras pruebas para no conseguir nada. Lo único que acumulaba eran telas emborronadas, tablas pintadas, montones de tubos vacíos o semivacíos conviviendo conmigo en aquella estancia inmensa, ahora atestada. Volvía a caer en la desesperación. Cogí casi todo lo que había hecho y lo quemé. Mientras ardía, no dejaba de pensar que entre aquel humo ascendía al cielo toda la invisible substancia que mis manos habían desaprovechado. Entre el olor a aceites quemados se encontraba la luz que no había sabido retener, la textura de las frutas que no supe atrapar o la verosimilitud de las finas barbas que formaron parte de una pluma. Todo se quemaba, todo lo que no había sabido repetir. Todo subía de nuevo hacia el Sol para ser regenerado por algún extraño Dios. Me estaba volviendo loco ¿Significaba eso que el principio y el fin de mi capacidad creadora comenzaba y terminaba el María? ¿Nunca más sería capaz de repetir el experimento con la “Venus andaluza” y ella? Me negaba a reconocerlo. Miraba el cuadro una y otra vez, hora tras hora, y cada vez tenía más claro que aquello no había podido ser un acto aislado. No, a mí no podía sucederme eso. Debía volver a la calle, moverme, ampliar mi mundo más allá de las paredes de lo que se había convertido en una cárcel. Preparé la motocicleta que apenas había cogido hasta entonces y partí hacia ningún lugar. Durante días me dediqué a moverme por distintas ciudades, primero costeras, y más tarde del interior. Intuía que estaba buscando alguna cosa, pero no tenía certeza alguna de qué era aquello que deseaba encontrar. Llegaba a lugares en los que todo era anodino, desde el cielo hasta las calles, desde el alumbrado hasta sus gentes y huía de prisa. Otras ciudades, en cambio, me invitaban a 236 quedarme; bien porque me recibieran desde una hermosa alameda, por el cuidado de sus calles o el pintado de sus casas. Si en cualquier lugar existía alguna cosa, de por sí, hermosa, demoraba mi itinerario, buscaba un hotel y me quedaba un tiempo a pasear, a observar, a pensar qué otras cosas hospitalarias podían ser absorbidas por mí. Como imaginarás lo que menos me interesaba era la gente. Ni ellos ni ellas, ni jóvenes ni viejos. Las personas no tenían nada que ofrecerme, la mayoría de ellas al menos. Por eso acostumbraba a sentarme solo y ser un simple observador. Y aprendí cómo se movía la gente, el modo en el que se relacionaban, las estupideces que ellos eran capaces de cometer por acceder a una mujer, los sacrificios de ellas para gustar. Sí, a medida que pasaban los días me sacudía más y más motas de provincianismo. Lugar tras lugar veía cuantos errores había cometido María conmigo; tan encerrados en aquella aldea claustrofóbica. A pesar de estar aprendiendo: a moverme, a mirar, a estar sentado tomando un café; a pesar de ello, no era más que un “oyente”. Alguien sentado en la última fila, dedicado a escuchar lo que dicen los demás pero sin participar. Debía vencer mi timidez si deseaba relacionarme. Pero ¿cómo hacerlo? Habían sido años de intimar solo con María y de mantener un trato defensivo con aquel grupo endogámico y enfermo que nos rodeaba. Era difícil. Mis andanzas me llevaron hasta León y de allí terminé en Soria. Digo terminé porque fue en esa hermosa ciudad donde me llegó otro regalo, en forma de una joven perfecta, morena como María y de su misma estatura. Pudiera haber sido ella con veinte o veinticinco años. La conocí mientras comía un plato de escabeches en un pequeño restaurante. Era la camarera que servía el grupo de mesas de la terraza. Me quedé prendado de ella, desde el primer momento. A medida que entraba y salía yo veía más y más a María, incluso debo confesarte que sentí una punzada de lujuria, pero la abandoné por 237 aquel rostro, aquella sonrisa, aquel cabello perfectamente ondulado y el hecho inevitable de que no era María, nadie tenía su sensibilidad ni su conocimiento estético como para poder hacerle la menor sombra. No deseo entrar ahora en detalles de cómo logré convencerla, me costó unos cuantos días y muchas promesas falsas. Tuve que mentirle en todo, desde mi edad —mis facciones me permitían sumar casi una decena de años si me lo proponía—, hasta un probable enamoramiento. Sí que te contaré que era una pobre solitaria que había huido de un pueblo de Zamora porque un embarazo, después malogrado, había llevado a sus padres a echarla de casa. Cosas maravillosas que tiene esta España que me acogió en su seno. Tenía ante mí a una mujer a la que no buscaba nadie, necesitada de cariño, terriblemente fácil de convencer, y la convencí. Le hablé de la casona de Galicia. Le hablé de la posibilidad de ir allí y pintarla; «soy pintor» le tuve que repetir muchas veces; «Mira estos esbozos», tuve que enseñarle, sencillos bocetos que había hecho a lápiz mientras ella servía mesas. En el fondo no era más que una pobre estúpida ignorante buscando caricias, un perrito abandonado que se hubiera marchado con cualquiera que le hiciera una caricia… Pero era perfecta para mi primer propósito: repetir lo que había dado por irrepetible. Ya convencida nos trasladamos a Galicia y me lancé a pintarla. Disponíamos de todas las horas del día pues la condición que le puse fue que viviera en la casa conmigo. Parece mentira lo que pueden conseguir una cama y un plato de comida. Pero ¿sabes qué es lo malo de la confianza?, que la parte en la que la depositas se lo toma como un regalo que no requiere contrapartida. Eso le sucedió a aquella pobre estúpida, le había dado confianza y ella se pensó que todo estaba permitido. Ahora verás por qué. 238 Cuando ya me faltaban apenas una semana para terminar el cuadro decidí que era el momento de enseñárselo. Se trataba de una copia de “La maja moderna de Daniel Sabater, seguro que conoces el original. Ella lo miró como quien mira una pared, puso cara de despreció y se atrevió a decirme que el cuerpo que debía pintar era el suyo. Mi cuerpo merece ser pintado mil veces antes que esta porquería, repetía. Yo, como imaginarás, ni siquiera le hice caso, cómo iba a destrozar una obra maestra con la vulgar carne de aquella criatura, qué tenía su cuerpo que desmereciera al que pintó Sabater. Se lo hice saber. Le dije que era yo y no ella quien decidía qué y cómo debía pintarse. Montó en cólera. Se desnudó ante mí y me mostró su cuerpo como si en él debiera ver el de alguna ninfa. ¿Cómo se atrevía a mostrarse de eso modo, acaso intentaba demostrarme que era más hermosa que María? Ninguna. Jamás. Fue entonces que comencé a darme cuenta de cómo la fealdad se apoderaba de su rostro. Prefirió hacer caso omiso a mi petición de que se vistiera. Desde ese instante comenzó a pasearse desnuda o semi desnuda por la casa, sentándose frente a mí en posturas obscenas, mirándome de un modo que me asqueaba ¿Qué pretendía? No lo entendía, yo no buscaba nada en ella, solo la necesidad de plasmar su rostro en un retrato. La situación empeoró hasta culminar en la noche antes de terminar el retrato, cuando apenas me quedaban unos retoques en los labios y los ojos. Se coló en mi habitación y se metió en mi cama restregándose contra mí del modo más lascivo. ¿Qué debía hacer yo, qué esperaba aquella mujer de mí, de alguien que seguía enamorado de María? Me quedé allí, en silencio, dejándole hacer hasta que aceptara su fracaso. Pero su reacción no fue la que yo esperaba. Si había imaginado que tras desistir se marcharía, convencida de lo inútil de sus intenciones, lo que hizo fue montar en cólera. Se puso de pie sobre mí gritando que los hombres, los hombres de verdad, matizó, se 239 perdían por acariciarle los pechos y penetrarla de manera salvaje, «¿qué clase de hombre eres tú que ni siquiera me miras el sexo?» me repetía una y otra vez mientras con los dedos se separaba los labios del suyo sobre mí. Después, sin mediar palabra se giró, se puso sobre mí a horcajadas y aferró el mío con su boca y sus manos. En esa posición yo tenía el suyo sobre mi cara y me ahogaba. Sentía un profundo asco mientras la oía reír a lo lejos sacudiendo mi pene como si fuera un tallo blando a punto de quebrarse. No podía más. No podía tolerar que aquel rostro tan hermoso, aquella belleza que mis manos habían sabido captar de nuevo, se convirtiera en una bestia lasciva capaz de las mayores bajezas por satisfacer sus bajos instintos. Saqué fuerzas, el miedo y el odio las proporcionan aún sin uno saberlo. La empujé lanzándola directamente al suelo. Seguía riéndose de mí y de mi incapacidad para satisfacerla. La levanté sin miramientos y la lancé sobre la cama. Entonces calló. Algo debió ver en mis ojos que era nuevo para ambos. Me puse sobre ella y abrió los ojos sorprendida. Cerré mis manos sobre su cuello y comencé a apretar. Ella golpeaba, arañaba, pataleaba; y yo apretaba más y más. De su garganta no salía risa alguna, solo el sonido gutural de quien no sabe lo que habrá al otro lado de la vida. Igual que sucedió con María también sus movimientos espasmódicos fueron reduciéndose, a medida que se apagaban las últimas luces del día también la de los ojos de aquella pobre infeliz dieron paso a la noche eterna que la acompañaría en breve. Cuando todo terminó me eché a su lado y cerré los ojos. Los de ella permanecían exageradamente abiertos y no me apetecía recordarla de ese modo. Con los dedos de una mano comencé a repasar las facciones de aquella pobre estúpida, y mientras lo hacía reconstruía 240 detrás de mis párpados el retrato ya terminado, y sobre él solapaba el rostro de María en su retrato. Poco a poco le iba devolviendo la hermosura que momentos antes se había echado a perder. Recuerdo que después me levanté, cavé una fosa en un rincón de la gran parcela que rodeaba la casa y eché en ella el cadáver. Lo cubrí de tierra y entré. Todavía hoy recuerdo de manera nítida que lo que necesitaba quitarme de encima en aquellos momentos no eran la suciedad, el polvo ni el sudor, sino aquel fuerte olor a sexo que me había dejado después de restregarse contra mí. Me metí en la bañera con la guitarra de Yepes interpretando a Kühnel y con el retrato de la pobre pueblerina ante mí. La conjunción del sonido y el silencio reinante fueron devolviendo la hermosura perdida de la criatura que descansaba en mi jardín. A medida que degustaba la pureza de cada acorde, mientras contemplaba el rostro de la joven malograda, le devolvían su belleza y la acercaban más y más a María; a pesar, incluso, de pensar que jamás ninguna llegaría a ser ella. Sentí una excitación desconocida hasta el momento. No sentía ningún tipo de culpabilidad. Extrañamente, no. Me sentía igual. Tal vez, quizás, un poco más poderoso. Había determinado que todo lo sentido durante mi encierro era verdad. Me lo confirmaba el hecho de haber enterrado a una criatura perversa y de una gran bajeza moral de la que quedaría un retrato perenne de su belleza robada por mí. El milagro de María se había repetido de nuevo. Inicio 241 Qué hacer con retratos. Software de reconocimiento Barcelona — 27 de julio de 2010 Es sencillo ser objetivo con los problemas de los demás, e incluso con aquellos que no nos afectan de forma directa al sentimiento, pero cuando dicho problema nos atañe de una manera profunda, cómo podemos determinar que no la perdemos. Esa sensación de pérdida la estaba sintiendo Oscar después de leer el WhatsApp que le acababa de mandar Alba. Mientras se lo respondía pidiendo información de manera sutil notaba un cosquilleo extraño en las vísceras que le avisaba de que esa mujer no se lo había contado todo. Y si eso era así, qué escondía y por qué. No obtuvo ninguna respuesta hasta las ocho de la tarde cuando recibió un escueto correo de ella: “Oscar, salgo de Zaragoza camino de Oviedo. La temperatura es agradable. Tomaré una habitación en un hotel sencillo del centro y saldré a pasear para hacer tiempo. Mañana tengo una entrevista a las diez que puede darme alguna información del pintor. Imagino que antes del mediodía te mandaré noticias con lo que sepa. No me llames, voy a tener el móvil apagado, necesito pensar y ordenarme la cabeza; demasiados cambios en tan poco tiempo como para digerirlos sin calma. Hasta pronto, Alba”. Eso era todo ¿Tenía razón Santos al insistir en que estaba implicada? La pregunta bailaba en su cabeza. Tampoco paraba de imaginar guiones de cine negro. En el más recurrente la veía concretando su futuro con algún enlace del norte y huyendo después a través de Hendaya hasta que se perdiera la pista en algún país del sur de américa o incluso en algún otro de la antigua Unión Soviética. Prefirió no decir nada a nadie y continuar con su trabajo de tapadera. Se acercó a echar un vistazo al jardín y la piscina. Pasado un 242 tiempo prudencial entró en la casa y se dirigió a la salita del retrato, todo seguía igual. Se acercó a la escalera que subía a la planta superior pero había cámaras: una que apuntaba a la escalera y otra, en el descansillo superior, que cubría todo el distribuidor. Imposible subir, si las cámaras estaban en funcionamiento echaría a perder los operativos y las pruebas que pudiera encontrar podrían invalidarse. Volvió a la cocina y entró en la habitación donde Alba tenía todo el material y el portátil. No se lo pensó, debía encontrar pruebas que la incriminaran o la exculparan de forma definitiva. Una cosa era no poder sacársela de la cabeza, pero pensar, además, que podía haber estado tomándole el pelo ya sería algo intolerable, como policía y como hombre que ha vivido las hieles del amor. Cogió todo lo que había en la mesa: carpetas con fotografías, correos impresos, papeles varios y el portátil. Cuando llegó a comisaría lo llevó a Informática. —¿Me podéis piratear un ordenador de manera que nadie sepa que hemos estado metidos en él? Se lo preguntaba a Makoki, pseudónimo por el que se conocía al jefe del departamento, un treintañero friki del que ya nadie recordaba su nombre real. —Puedo hacer lo que me dé la gana compañero, ¿te crees que estoy en la policía solo por amor a la patria y para defender la Ley? Estoy aquí porque tengo recursos que no tendría fuera y hago cosas que en cualquier otro lugar me llevarían a la trena. Hablaba con una cierta prepotencia. Pero es diáfano, pensó Oscar —¿Me lo puedes hacer o he de humillarme? —Déjamelo un rato. Lo que haré, a parte de pillarle los passwords será clonarlo por si se jode alguna cosa, que todo puede suceder. ¿Me traes más cosas para que te mire o eso es todo? Iba a decir que no, pero le vino a la mente la asociación que había hecho Conchi días atrás con las fotografías de la ermita y la del 243 retrato de la hermana de Alba. Sí, es una posibilidad, pensó, lo peor que puede ocurrir era que me mande a la mierda. Plantó ante el informático las fotografías de los retratos de Alba que había cogido de la casa. —A partir de estas imágenes ¿se podría seleccionar de entre los expedientes de personas desaparecidas las fotografías que más se parecieran? Makoki las cogió y se las miró detenidamente. Durante un minuto estuvo hablando consigo mismo y farfullándole palabras incomprensibles a la inmensa pantalla que ocupaba el poco espacio libre que quedaba en su mesa —¿Te urge mucho, jefe?, dijo sin apartar la cara del monitor. —Hombre, un poco, ¿por qué lo dices, te he pedido un imposible? —No, no, que va, pero no te lo tendré hasta dentro de un par o tres de días. Y eso contando con que las fotografías que tenemos escaneadas de los casos de desaparición sean suficientemente buenas, que no haya grandes diferencias entre la edad en la que se hizo la fotografía y la que represente el retrato o, incluso, que tengamos foto y que no esté estropeada. No te garantizo que salgan todas, pero imagino que un par o tres sacaremos —¿Insinúas que antes de que termine la semana ya tendrás asociados los retratos con sus correspondientes desapariciones, si es que son desapariciones? —¡Hombre, claro! De qué nos iba a servir un programa de reconocimiento facial sino para eso —respondió el informático mirando a Oscar como si fuera marciano —, pero debes tener claro que necesito que las fotografías, de haberlas, sean lo mejor posibles. Entiéndeme, mejores en cuanto a la posición de la cara. No sé qué saldrá si comparamos una imagen de perfil y otra de frente del mismo rostro. 244 Pero tranqui, tú déjame hasta mañana. Y si te esperas unos minutos más esto también estará. Oscar no podía creérselo. Era cierto que sus conocimientos del mundo del software no iba más allá de manejarse con programas ofimáticos, conocer más o menos todas las maravillas vinculadas a eso que se llamaban Redes Sociales y los Santos Buscadores. Eso, para él, ya era suficiente magia. Jamás hubiera imaginado que contrastar y descubrir caras fuera algo tangible más allá de las series policiacas americanas en las que el laboratorio de los protagonistas tiene el mismo presupuesto que todo el ministerio de Defensa español. También aprendió otra cosa, que el mundo de los policías y el de sus informáticos vivía demasiado separado, era necesario tomar buena nota y plantear a las jerarquías la posibilidad de hacer más cursos de acercamiento a esas maravillosas herramientas. —Aquí tienes el portátil —le dijo Makoki, sacándole del ensimismamiento. —¿Ya está? —No sé qué te debías pensar, jefe. La mayoría de palabras de paso son tan simples que se hackean rápido con cualquier programita de los que corren libres por la Red y clonar el disco no tiene mérito. De momento te he dejado vía libre a su disco. Tendrás archivos, agenda… por lo que me ha parecido ver tiene programa de correo residente en la máquina, o sea que no tendremos que escarbar en la Red… Pero tú, de momento, te coges la máquina y si necesitas alguna cosa me vienes a ver, yo me pondré con el tema de las caras que le tengo ganas. Tal y como terminó de hablar se incrustó en su pantalla y abandonó el mundo de los simples mortales. Oscar entendió que la entrevista había terminado y se marchó con el portátil. Dedicaría el día a recabar información que le permitiera seguir los pasos de Alba y sus posibles implicaciones en el entramado del expolio y el blanqueo. 245 Pidió que nadie le molestara a no ser que hubiera un golpe de estado o una subida salarial del diez por ciento y se encerró en su despacho. Apartó todo lo que tenía sobre la mesa, se preparó algunos separadores de colores, abrió el portátil, lo conectó a la impresora y empezó a trabajar. A las siete de la tarde, después de haber comido un bocadillo de embutido sintético sin levantarse de la mesa, disponía de: una carpeta con correos que podían estar vinculados al viaje; una carpeta con los nombres, direcciones y algunas fotografías de todo el contenido de la agenda; otra con fotografías de todos y cada uno de los retratos así como documentación anexa que había encontrado en la casa; la tabla de tiempos y lugares y un montón de correos, estos en carpeta aparte, entre Germán, el francés, y ella. Lo cogió todo y se marchó. Antes de salir dejó aviso de que al día siguiente se quedaría en casa a estudiar el caso y ya no volvería hasta el lunes. Las normas para llamadas al móvil fueron las mismas de horas antes. 28 de julio de 2010 (HA DE SER MÄS TARDE) Al día siguiente, a las ocho de la mañana, después de una noche inquieta y bajo un calor sofocante, estaba en la mansión, arrellanado en uno de los sillones de la terraza y ordenando lo que sabía, la información de la que disponía y la que imaginaba desde la documentación de la restauradora. Lo repasó todo de nuevo: Alba no tenía ninguna relación con la gente de la casa. Sí se confirmaba la relación con el francés que se perdía en el tiempo, desde mucho antes de todo lo que ahora llevaba entre manos. Eso, unido al contenido de los correos, apuntaba a que existía complicidad entre ellos; Alba era demasiado inteligente como para no darse cuenta de lo que manejaba aquel tipo. También se notaba un incremento en el volumen de correos enviados y recibidos poco tiempo después de su entrada en la mansión, al aparecer el 246 retrato de Judit y comenzar ella su búsqueda. Dichos correos, enviados a un buen puñado de personas, le habían reportado una serie de información: la mayoría relativa a retratos aparecidos en distintas zonas geográficas; los últimos eran de un colega de oficio que vivía en Zaragoza y que le suministraba detalles de alguien de Oviedo. Se detuvo y anotó, «por lo que parece todo apunta a que el viaje es solo para encontrar un tipo de pigmento que se usa para obtener un color determinado. Sigue obsesionada con el pintor desaparecido del que nadie sabemos nada. Preguntas: ¿Liado con la hermana?, ¿desliado de la hermana y casado con alguna esnob?, ¿la habrá palmado de sobredosis?». Era mediodía y todavía no había recibido las noticias prometidas para la tarde anterior. No le quiso dar más importancia. Se preparó unos bocadillos con pan de molde y algo de embutido, lo único que quedaba en el frigorífico, y comenzó a planificar los movimientos que haría. Lo primero, llamar a Santos. Después, indagar los símbolos, algo que estaban dejando de lado y debía tener algún sentido. Para terminar, coger a Alba, sentarse con ella y clarificar las cosas, esta vez como policía y sospechosa; de cualquier otro modo la pérdida de perspectiva le llevaría al fracaso profesional y lo que era peor, recibir una buena paliza en su orgullo. Antes de la llamada escribió un correo y se lo envió a Makoki. Ya que había tenido la deferencia de ofrecerle ayuda y darle su dirección no veía razón para no utilizarlo. En el asunto añadió una imagen escaneada con los símbolos dibujados a bolígrafo tal y como él los veía, y en el texto le pedía si aquellos garabatos podían significar algo o podía decirle dónde buscarlos. Al ser dibujos estaban tratados como imágenes y era imposible pedírselo a cualquier buscador. Cuando terminó llamó a Santos y le transmitió información y sensaciones: 247 —Creo que debo darte la razón, Santos, ella está implicada. Y tengo tantos correos del uno y del otro que se nos ha abierto una autopista de cargos contra el francés. Ahora se trataría de convencer al juez para que autorizara el acceso legal a los correos y convencerla a ella para que testificara a cambio de la reducción a dos años de su posible condena, siempre que sus delitos no fueran más allá del encubrimiento, y así evitar su ingreso en prisión. Comentó también lo del programa de reconocimiento facial y la espera de resultados que debía enviarle el informático. Santos, por su parte, le transmitió que habían podido ponerse en contacto con un grupo de gente, ex trabajadores de la empresa de jardinería, que habían hecho una interesante reseña histórica de aquellos años. —Según sabemos ahora —comenzó a relatar Santos—, Julián López entró a trabajar en la empresa a finales del año noventa o principios del noventa y uno. No tenía demasiada cualificación para el trabajo, pero sí simpatía y un cierto encanto; cualidades que le dieron el puesto al caerle en gracia a la famosa adjunta a gerencia, ¿recuerdas? Solo que en esa época todavía era jefa de contabilidad y personal. Al poco tiempo esas mismas cualidades le convirtieron en el predilecto de las mujeres y el envidiado del grupo masculino. Según versión de una de las ex trabajadoras, que tuvo una buena amistad con él y desea permanecer al margen, la adjunta a gerencia lo intentó camelar. Le invitaba a comer, le llamaba continuamente a su despacho para comentarle intimidades y le hablaba de sus novios. El muchacho no parecía atender a las indirectas y cayó en desgracia ante ella, algo que allí parece ser lo peor que puede sucederle a cualquiera. Yo no descartaría a esa mujer, Oscar, todo el mundo dice que es muy peligrosa por la facilidad con la que manipula a los gerentes: Yuri y Berto. »No obstante, a pesar de eso, su gran error fue que se colgó por la hijastra de Yuri Edna y ella por él. La joven, de nombre Judit Vallès, 248 ¿te suena?, era hija de un tal Frederic Vallès y Lidia Guimeraes, la actual mujer de Yuri. Una niña bien, bastante díscola, que jamás fue del agrado de nuestro georgiano. La cuestión es que cuando la noticia llegó a oídos del padrastro montó en cólera, la clase es la clase, y él no iba a permitir que un simple obrero se pasarse por la piedra a una chiquilla de tan alta cuna. La cuestión es que prohibió a la joven que viera más a Julián y a este parece ser que dio orden de que le echaran a la calle. »Una vez despedido Julián seguía quedando con los ex compañeros y con la hijastra. En una de las salidas, ella no iba esa noche, comentó a los compañeros que tenía preparado un negocio que le permitiría marcharse a Francia con ella y liberarla de su padrastro. Por lo que sabemos, ese fue el último día que le vieron. Y la muchacha también desapareció. Parece ser que la mandaron a estudiar a un internado Inglés o algo por el estilo. Ahora tenemos a la Interpol buscándola, parece ser que dejó de tener relaciones con la familia y se buscó la vida por su lado. Terminado el resumen y viendo toda esa nueva información de la que disponían, decidieron que era hora de reunir de nuevo a los dos sospechosos para un nuevo interrogatorio. :::: Tras otra noche de calor pegajoso y extrañas sensaciones Oscar se levantó. Estaba preocupado y de mal humor. Miró el móvil. Nada. Seguía sin tener noticias. Por vueltas que le daba no le cuadraba que aquello fuera una huida, ella no podía sentirse tan acorralada como para desaparecer de ese modo y, esa era una percepción subjetiva, caso de tener problemas graves se los hubiera confesado a él. La mala sensación, somatizada en malestar físico, fue sustituyendo al mal humor. Llamó a un contacto de la DGT y le pidió que indagara accidentes que se hubieran producido en las últimas veinticuatro horas por las zonas donde debía encontrarse ella y en las 249 que estuviera implicada o se hubiera accidentado una mujer de sus características. Pasada media hora recibió un escueto SMS en el que le decían que no había nada de lo que preocuparse. No conseguía liberarse del desasosiego. Si era una desaparición voluntaria ya era una mala cosa, pero en cualquier otro caso, que no estuviera dando señales de vida, con la clase de individuos con los que se relacionaba, podía ser peor. ¿Cabía la posibilidad de que, llevados por la presión policial, estuvieran haciendo limpieza? Se asustó, a pesar de ser consciente de que estaba perdiendo toda objetividad. O solucionaba lo de Alba o sería incapaz de continuar de manera coherente con el caso del anticuario. Decidió guardarse las intuiciones y esperar, si Alba no había dado señales de vida en un par de días hablaría con Santos, le transmitiría lo que conocía y después se iría a repetir el periplo hasta Oviedo, dar con ella y aclarar las cosas. Por ahora tenían lo que tenían: Yuri, como padrastro; Germán, como ladrón de Arte y la adjunta a gerencia en el papel de mujer despechada; tres actores protagonistas dando vueltas al cadáver de Julián y a la posible desaparición de la hermana de Alba. Y, por otro lado, la otra Judit de la fotografía que había desaparecido al mismo tiempo, o al menos eso parecía, que el muchacho. Era prioritario encontrarla y era necesario someter a toda esa gente a un interrogatorio más exhaustivo. Ella podría aclarar muchas cosas relativas a la foto y a las intenciones de Julián, y los otros escondían tanta mierda que les asomaba por debajo de los zapatos. Un escueto correo de Makoki le volvió a la realidad. En él decía que se pasara lo antes posible por el laboratorio. El programa había funcionado mejor de lo previsible y todos los cuadros tenían una correspondencia preocupante. Un repentino estado de nerviosismo le atenazó el estómago. Guardó el móvil en el bolsillo e intentó calmarse. Hoy no podía ir, debía preparar un informe con todo lo que había confirmado del caso del francés para hacérselo llegar a Santos por la 250 tarde y usarlo al día siguiente durante el interrogatorio. Makoki debería esperar al menos hasta el día siguiente. Mandó un correo a Santos para decirle que pospusiera el interrogatorio previsto con Germán: “Santos, además de la relación de obras robadas que te mandaré luego ha aparecido algo más jodido y que tal vez tenga relación con tu caso de los huesos. Primero me pasaré por informática y cuando tenga lo que me han preparado quedamos para vernos” Una vez enviado y sin esperar respuesta, mandó otro al informático para decirle que iría a primera hora. Más calmado, se metió de lleno a trabajar en la catalogación de todo lo que incriminaba a Germán. **** Inicio 251 En Oviedo con Quintana (TIEMPO) Oviedo — 28 de julio de 2010 Llegué a Oviedo pasadas las cuatro. Mis cálculos al salir de Zaragoza habían sido más optimistas de lo previsible. Busqué un hostal sencillo cerca de donde sería la reunión. No me apetecía hipotecar la comodidad de poder moverme a pie a cambio del lujo impersonal de la gran mayoría de hoteles. Acomodé en la habitación las pocas cosas que llevaba y salí a dar una vuelta para tomar contacto con el lugar donde me reuniría al día siguiente. Eran las siete de la tarde y hacía buen tiempo, la temperatura a esa hora ya empezaba a ser agradable y las calles se iban llenando de gente en busca de terracitas donde tomar un helado o un refresco. Mientras andaba me daba cuenta de las grandes ventajas de las ciudades pequeñas sobre las del tamaño de Madrid o Barcelona. Cierto que los grandes conciertos, las mejores obras de teatro, las óperas; los grandes eventos no acostumbran a llegar a ellas, pero quién va después a verlos, quién puede permitirse el lujo de ir al Liceo, salvo una minoría cada vez más reducida. En cambio Oviedo regalaba una calma desconocida, espacios tranquilos y limpieza. Todo un lujo para mí. Claro que siempre deseamos aquello que no tenemos. Seguro que muchas de aquellas personas a las que envidiaba envidiaban a su vez lo que mi ciudad podía ofrecerles. Nunca nos conformamos con lo que tenemos, es la condición humana. En esas cavilaciones llegué a mi destino. Estaba cerrado. Era un local con una entrada angosta, delimitada a ambos lados por escaparates de fondo cerrado y una puerta entre ambos; la mitad de inferior de madera y la superior de cuarterón acristalado. No tenía ninguna persiana metálica que impidiera asomarse a echar un vistazo. Lo hice, entré a mirar los escaparates. Una vez en el pequeño vestíbulo pude notar ya un conocido olor a cuero, colas y tinta. Con él en la nariz miré los contenidos. En el de la izquierda había libros desvencijados y a 252 al lado de cada uno de ellos otro libro igual pero completamente nuevo. Un rótulo colgado más arriba rezaba: “Los libros, como las personas, necesitan mimos y cuidados”. El de la derecha era distinto. En él se apreciaba una colección de libros, tal vez de valor: uno con hojas que parecían de pergamino y tapas de madera la trasera y de piel la delantera; otro con unos aparatosos nervios acordes a su grosor; otro, puesto de pie y con las tapas algo abiertas, presentaba en el tejuelo unas preciosas letras doradas: “La Divina Comedia”, rezaba. Me acerqué a la puerta y miré a través de los cristales biselados. El tiempo y la falta de cuidados y limpieza les habían quitado gran parte de su transparencia original. Aún y así intenté vislumbrar algo del interior. Una pequeña luz permitía hacerse una idea de la antigüedad de todo lo que allí había y ese entorno reafirmaba mi imagen de Gepetto. No pude ver nada en las paredes que me indicara un posible marco o tela colgada. Estaba claro que hasta el día siguiente no habría manera de confirmar nada. Necesitaba paciencia, me acerqué a una librería próxima que todavía estaba abierta, me compré la edición de bolsillo de un conocido best-seller y me uní a los que buscaban refugio en los bares. Ya anochecido cené algo en el mismo bar y después me fui a dormir. El libro ayudó mucho. :::: A las once de la mañana volvía a estar frente a la tiendecita. Respiré hondo y entré. El olor del día anterior, esta vez más intenso, me llenó la nariz y un regusto amargo del olor del metal se me instaló en la boca. Ante mi tenía a un par de jóvenes inclinados sobre un gran mostrador y parecía que estuvieran descifrando códigos secretos. Les interrumpí. —Perdón, buenos días, el señor Manuel Quintana, por favor — pregunté. 253 La chica no se movió un ápice de su postura. Fue el joven quien levantó la cabeza, salió de la concentración en la que debía encontrarse, me mostró su perfecta dentadura al sonreír y me preguntó un educado «de parte de quien». Le acerqué una tarjeta mientras le decía mi nombre completo y le hacía saber que tenía concertada una entrevista con Manuel. — ¡Ah! Usted es la restauradora que quedó con mi tío —dijo—. La está esperando. Aguarde un momento por favor, le aviso. El muchacho desapareció por un pasillo a la derecha de la mesa de trabajo. Por suerte no vio el mohín que se me puso en la cara al escuchar ese «usted» ¿Qué podía ser, quince años más joven que yo?, tenía amantes de su misma edad. Le quité importancia pensando que lo había hecho como cortesía al tipo de clientela que debía moverse por aquel lugar, no deseaba revolverme en mi crisis de los cuarenta. Cuando miré vi que la chica parecía recobrar la vida. Levantó la cabeza de la mesa de trabajo, me sonrió y me dijo un educado Buenos días. Le pedí permiso para acercarme a mirar y ella me invitó con un gesto de la mano. Estaba con un libro que parecía valioso, lo trataba con el mimo y cuidados con se cuida a un recién nacido. Me indicó que acababa de encolar la lomera de piel y ahora estaba procediendo a marcar los nervios. Ante mi cara de asombro se disculpó por los tecnicismos y me repitió la explicación en lenguaje para legos; había acabado de encolar la piel que cubría el lomo del libro y ahora procedía a apretarla sobre el cosido de las páginas para que quedara el relieve que tanto embellecía los libros antiguos. A pesar de lo delicado del trabajo seguía hablando. Me enteré de que había estudiado restauración en Florencia, que todo había sido financiado por su tío y su padre, que estaba contenta con su trabajo… una voz conocida interrumpió su soliloquio. —Buenos días, Alba. Encantado de conocerla personalmente. 254 Me giré y confirmé que el parecido con el padre de Pinocho se quedaba en el entorno, la voz y en las gafas sin montura. Tenía ante mí a un hombre recio, calvo y sin bigote, más joven de lo que había imaginado. Me tendió sus grandes manos y tomó la que yo le ofrecía como saludo, en vez de rompérmela, que hubiera sido lo previsible, la trató con un extraño equilibrio entre delicadeza y firmeza. —Veo que Luisa ya le ha estado mostrando una pincelada de lo que hacemos aquí. Pero no vaya a creerse, las cosas no van como antes. Ya no hay amor por los libros. Ahora todo va demasiado rápido, un libro solo es papel que se tira y se compra de nuevo. Nadie piensa en primeras ediciones, en traducciones, en la calidad del objeto, en la belleza que los hace únicos. Hablaba rápido y de manera apasionada, pero debió ver que mis ojos se iban hacia el rincón donde asomaba el objeto que había ido a ver y se calló de golpe. —Perdóneme —continuó—, imagino que hablo demasiado y de cosas que solo a mí me interesan. Me disculpé por mi falta de atención y le dije que su comentario no era cierto, me gustaba lo que hacía, a pesar de que no era un campo al que me dedicara, formaba parte del mismo oficio. Mientras hablábamos me indicó que le siguiera y fuimos hasta donde se encontraba el lienzo, el segundo lienzo del desconocido Diego que tenía la suerte de poder admirar de cerca. Esta vez, al no existir vínculo alguno con el rostro del lienzo, pude admirar el trabajo con otros ojos. Además, tuve la colaboración inestimable del encantador librero. Me había preparado un par de hojas: una con un resumen de información sobre la obra y otra con una fotografía del original de muy buena calidad. Se lo agradecí cuando me las entregó y centré mis ojos en ella. Mientras yo miraba y admiraba aquel trabajo me contó que cuando le regaló el lienzo, Diego, le dijo el título y el autor copiado. No le di ninguna importancia entonces, me dijo, 255 pero tuve la precaución de anotarlo por detrás ya que ni el uno ni la otra le eran conocidos. Había sido un acierto pues tampoco yo conocía aquella maravilla. Se trataba de una obra titulada “Desnudo recostado” y su autor era Gustave Brisgand. Se trataba de un desnudo femenino de cuerpo entero. Una mujer recostada sobre su lado derecho, con la pierna derecha estirada y la otra apoyada sobre ésta hasta la rodilla. El brazo izquierdo, algo elevado, se apoyaba en una especie de cojín cuadrado y el derecho, estirado hacia arriba, formaba un ángulo en el codo para que la mano, reforzada por el antebrazo, sirviera de apoyo a la cabeza. Quedé fascina por el modo que la cara original había sido sustituida por otra desconocida. Y no solo la cara, también el cabello, algo que no había hecho en el retrato de Judit. En éste, la modelo del original, lucía una hermosa cabellera pelirroja que captaba la atención del observador hasta acercarle a la sensual mirada de la modelo. En la copia, la cabellera no era tal, era una media melena morena y rizada; y los ojos, el rostro entero, habían perdido la carga erótica del primero. También caí en algo en lo que no había reparado antes. Para confirmarlo le pedí a Manuel una regla y una cinta métrica. Cuando las tuve hice las comprobaciones. Tomé la hoja de papel y con la regla tracé dos líneas diagonales desde los vértices del rectángulo que delimitaba la obra; el pubis de la modelo se encontraba el centro exacto del lienzo. Tomé la cinta métrica y, con la ayuda de Manuel Quintana, repetí la operación sobre la copia colgada. La vista no me había engañado, el pubis estaba ligeramente desplazado hacia abajo, la mitad superior era unos cinco centímetros más grande que la mitad inferior. ¿Por qué ese cambio?, me pregunté, ¿por qué alguien que imita hasta la más tenue pincelada de una obra tergiversa la posición de lo que contiene? No tenía ningún sentido. Anoté en mi libreta que debía comparar las copias de las que disponía con los originales para ver si eso se cumplía otras veces. 256 Manuel se había marchado. Con un educado «te dejo que tengo cosas que hacer», me había dejado allí con mis cavilaciones. Y en ese momento no eran pocas. Si se cumplía que Diego manipulaba siempre la posición de la modelo y si lo hacía cuando el original convertía el sexo de la modelo en epicentro de la obra, ¿significaría que ese tipo escurridizo tenía algún tipo de problema con las mujeres? Aunque no tenía sentido, por qué, entonces, la pintaba desnuda. No, la comprobación debía hacerla solo con las fotos de los desnudos Después de un buen rato dándole vueltas a la idea la dejé de lado. Volví a la navaja de Ockham y supuse que la copia estaba de aquel modo porque al pintor no le había dado la gana pintar tanta tela azulada como en el original. Me acerqué de nuevo al viejo Quintana, me disculpé y le ofrecí invitarle a un café. Lo aceptó. Una vez en la terraza del bar retomamos la charla. —¿Hace tiempo que no ve al autor? —Le pregunté. —No sabría decírtelo de forma exacta, pero al menos unos cinco o seis años. La verdad es que ya ni me acordaba de él. Hasta la pintura había pasado a formar parte del mobiliario y nadie reparaba en ella hasta que nos llamaste. Le pregunté si recordaba algo en él que le caracterizara. Nada. Diego era un hombre de mediana edad, de algo más de metro setenta y cinco de estatura y complexión media. Poco hablador, aunque afable y muy educado. Algo que definía tanto a alguno de mis tíos como a cualquier vecino o al mismo Oscar. No avanzaba demasiado. Me contó que todos los pagos hechos por los distintos trabajos habían sido realizados en metálico y nunca había pedido factura alguna. Manuel Quintana solo sabía su nombre de pila y que venía de algún lugar de Galicia. 257 —Manuel, le juro que es importante para mí encontrarle. No me esconda ninguna información, por favor. —Casi le suplique de nuevo. Él me juró que no escondía nada. —Si piensas que no quiero darte la información estás equivocada, no te la quise dar por teléfono porque no sabía quién pudieras ser. Pero ahora, al tenerte cara a cara puedo asegurarte que no te escondo nada, Alba, lo mismo que creo que no te esconde nada ese decorador del que me has hablado. Este pintor, por la razón que sea es un misántropo que no desea ser reconocido. »Pues no habré visto yo personas raras traspasar la puerta del taller. Cada cual tiene sus pequeñas manías, sus celos, timideces. Quien más quien menos guarda esqueletos en el armario, ¿no se dice así? Pienso que deberías aceptar eso y dejarlo correr. »Y eso que me has contado de tu hermana, pues no sé qué decirte. Quién puede ponerse en la mente de los demás. Igual lo que para ti no tuvo importancia para ella fue suficiente como para abandonarlo todo y no desear que os vierais de nuevo. No puedo ayudarte, y créeme que lo siento. Se hizo el silencio. Imagino que el pobre Manuel no tendría preparada ninguna otra frase de consuelo. Estaba decepcionada. Tenía a Judit tan cerca que sentía que casi podía tocarla. Pero siempre aparecía algo que la alejaba de nuevo de mi lado. Me negaba a aceptarlo. Le pedí de nuevo a Manuel que me contara alguna cosa que recordara de las veces que había ido Diego a su taller. Me repitió lo que ya sabía de nuestra charla telefónica y poco más. Me habló de la primera vez que apareció. Llevaba un par de volúmenes con obras de Nietzsche, primeras ediciones, no recordaba cuales; solo que habían sido editadas en Argentina. Eso confirmaba lo que me había dicho Raúl sobre su origen. De esa primera vez Manuel también recordaba su timidez: plantado en medio del taller, aferrado a sus libros y a la espera de que alguien se dirigiera a él. Según el librero 258 eso fue porque le impactó la presencia de Isabel, una chica que tuvieron contratada hasta que dijo que había encontrado un trabajo mejor y les dejaba. —Ahora, con todo lo que hemos hablado no sé si puede ser importante —siguió—. La marcha de la muchacha coincidió con la última vez que apareció el pintor por el taller, apenas dos semanas después. Y recuerdo, sí, seguro; recuerdo que estuvieron hablando un buen rato en la calle. Se pararon ahí, en la misma entrada y con la puerta abierta. Si la memoria no me falla, él hablaba y ella respondía con monosílabos… —¿Parecía una pelea, hablaban más fuerte de lo normal? — Interrumpí —No, todo lo contrario. De hecho cuando él se marchó y ella entró lo hizo con una sonrisa. Al rato me pidió ir al despacho y, una vez allí me dijo que dejaba el trabajo, que había encontrado algo mejor. Visto ahora y conociendo la historia de tu hermana, qué se yo, igual se enamoró y se fue con él porque le prometió la Luna. Hablamos un rato más, de trivialidades. Me encargué de derivar la conversación a temas mundanos de la actualidad. La famosa crisis, los gobiernos títeres, lo mal que andaba todo… no deseaba que el pintor se convirtiera en un tornillo pasado de rosca. Ya estaba bien de darle vueltas a lo mismo sin conseguir otra cosa que mi desasosiego. Me despedí de él con un sincero deseo de volver a verle y salí a la calle. Necesitaba ordenarme la cabeza. :::: Salí a la calle. Llevaba mis muestras de pigmentos, una serie de fotografías de la nueva obra y la maleta de la incertidumbre algo más llena. Si lo miraba de un modo lógico, el viaje solo me había servido para perder tres días valiosos y para darme cuenta de que mi pintor no 259 era más que el fantasma esquivo de Casanova que ahora no deseaba dejarse ver por nadie. Un misterioso pintor que aparta el sexo femenino del centro de una obra y que, por otra parte, parece tener mucho éxito con las mujeres. Claro que si su origen es la tierra del tango no es de extrañar, hablando de esa manera tan melosa y con ese cepillo bucal que restriegan una y otra vez; es normal que muchas caigan rendidas ante su verborrea. Y yo sabía de lo que hablaba. ¿Le habría sucedido lo mismo a Judit? Me parecía sumamente extraño. Si me hubiera sucedido a mí no, porque yo era la boba que se dejaba engañar por cualquiera que me diera unas palmaditas en la cabeza, ¡pero Judit! Ella no era así, en absoluto. A ella no pudo comprarla con cuatro frases bonitas y arrastrando las elles hasta convertirlas en un siseo ¿Qué te vendió Judit? Qué clase de cielo, qué promesas. Igual te habló de la fama al ser su musa, pero tú jamás mostraste el más mínimo interés por ella. Y si te enamoró y caíste en sus brazos, ¿dónde estás ahora? :::: Escuchó que una voz la llamaba y se sobresaltó. Giró la cabeza hacia todos lados buscando a Manuel o a su sobrino hasta que cayó en la cuenta de que la voz venía del interior de un automóvil aparcado a su lado —¿Qué haces tú aquí? —preguntó sorprendida. —Tengo una información que te interesará. Sube. **** Inicio 260 261 Los retratos tienen correspondencia Barcelona — 29 de julio 2010 A primera hora de la mañana estaba esperando al informático. Éste, tal como llegó al laboratorio y después de un rápido saludo le guio hasta un despacho anexo y le puso ante un gran tablero sobre el que había, colocadas en fila, una serie de fotografías con la ampliación de las caras de cada uno de los retratos que guardaba Alba. Debajo, en otra fila, las de unas mujeres casi idénticas. Terminaba una última fila con anotaciones en las que podían leerse fechas y los símbolos. Todo ordenado de izquierda a derecha según la cronología de la que disponían. Imagino que te quedarás de piedra, como me ha pasado a mí, comenzó a hablar Makoki, porque no sé si lo tuyo es intuición o ya sabías algo cuando me entregaste las fotos, Oscar, pero para cada retrato he encontrado un expediente sin resolver que están acumulando polvo desde hace años. No sé qué puedas pensar tú, colega, pero yo diría que tienes algo muy grande y muy jodido entre manos. Oscar permanecía ausente. Plantado ante el tablero y admirando el gran parecido de cada cara con su foto original. La más antigua, “la Maja” de Daniel Sabater, databa de 1972; la desaparición estaba fechada en 1970. La siguiente “Maja”, de Enrique Pertegás, lo tenía datado Alba en 1975; la desaparición correspondía al año 1973. Y así seguían todas y cada una de ellas hasta llegar al hermoso retrato de Judit, un Jeanne Samary de una perfección exquisita. Tras el primer shock procesó las últimas palabras de su compañero y acertó a responder. —No tengo ni idea de lo que está pasando, nunca me he encontrado con un caso como éste. Ni como éste ni parecido ¡Si soy de la unidad de Patrimonio, joder! Después del grito calló y empezó a mascullar sin apartar la vista de las fotografías. Dónde andas metida Alba, qué tienes entre manos, 262 qué está pasando aquí y qué vinculación tiene esto con el caso de Santos. Makoki permanecía callado. Al final, incómodo, habló de nuevo: —Solo me queda por resolver el enigma de los símbolos. Eso me trae de cabeza porque no son símbolos reconocibles como texto y san Google no es capaz de devolverme nada con sentido. Pero no estoy parado, por ahora he pasado copia a una serie de colegas de confianza: compañeros de facultad y algún que otro hacker que conozco. Más allá de eso, no sé qué puedo hacer yo, Oscar. Pero si crees que hay algo donde meter las narices o si piensas que hay que destripar un poco más el portátil, no sé, cualquier cosa que necesites dímelo y me pondré de lleno. Oscar negó con la cabeza. Ya has hecho suficiente, le dijo. Nunca hubiera pensado llegar tan lejos con la información de la que partíamos. Si te necesito de nuevo no dudes que acudiré a ti. A toda esta magia que haces con los ordenadores habremos de sacarle más partido. Te garantizo que después de esto no te va a faltar trabajo. Mientras terminaban de hablar recogía todo el material de la mesa y lo guardaba de forma ordenada en una carpeta. Después cogió el portátil, el resto de documentación, se despidió del informático y salió a la calle. Seguía con Alba en la cabeza. La falta de noticias, un silencio demasiado extraño en ella. Y ahora, con la información aparecida, esos pensamientos desembocaban en una idea horrible, si había ocho mujeres desaparecidas sin dejar rastro, qué impedía que ella pudiera ser la novena. La teoría de la huida la había eliminado; pero por otro lado, qué conexión tenía ella con todo aquello, la única con sentido era la de Germán: él estaba vinculado a los hermanos Edna y, a través de ellos, a los huesos del sincrotrón; él estaba vinculado a Alba a través de las restauraciones del material románico robado y, también a través de él, (Modificar primer encuentro de Alba con Lavie. En él decimos que es 263 un cliente de Raúl y eso no nos interesa. En subtrama Alba ya está marcado en rojo), al dueño de la mansión en la que estaba trabajando. Todo se entrelazaba con el francés y los georgianos. No podían ser casos distintos. Y la foto de la ermita era el pegamento que lo unía todo. Tenía argumentos suficientes como para encerrar a Germán y echar la llave. Era necesario reunirse con Santos y su equipo lo antes posible. Sacó el teléfono, llamó al inspector y quedaron en la comisaría de Cerdanyola. —Mandó buscar al gabacho para interrogarle —le dijo Santos—, ahora debo salir a ver al comisario, si cuando llegas no estoy espérame, por fin tenemos a ese cabrón cogido por los huevos. :::: Cuando nos sobreviene el desasosiego es difícil esconderlo a los demás. El tiempo transcurre de modo diferente, la opresión en el pecho llega a ser constante y hasta los objetos se escurren de las manos. Algo que constató Oscar cuando se le cayó el café que acababa de sacar de la máquina. Para sí mismo se argumentó que el sistema de recogida de vasos de las cafeteras estaba diseñado con el culo; pero superado el auto engaño hubo de aceptar el hecho de que la falta de sueño y la dispersión mental vuelven a las manos blandas. Mientras recogía los restos del café su mente permanecía con Alba y con los descubrimientos del informático. Así, con la mirada perdida y los dedos quemándole, lo encontró el inspector Santos cuando llegó. — ¡Coño, Oscar! ¿Has venido a ensuciarme la comisaría? Tranquilo, déjalo, ahora ordeno que lo limpien un poco. Pasa al despacho y cuéntame eso tan interesante. Pasados quince minutos, sobre la mesa del inspector había toda la secuencia de fotografías, retratos y fechas. Alrededor de ella Oscar, Santos, Conchi y el subinspector Elías. Silencio. Nadie se atrevía a 264 decir en voz alta lo que pensaban todos. Aquello sobrepasaba en mucho a su cadáver olvidado, la importancia de los nuevos datos convertía en prioritario saber qué había sucedido con esas mujeres. El inspector dio las órdenes oportunas al equipo para que revolvieran cielo y tierra hasta conseguir las carpetas de cada uno de los casos. Lo hacía más por rabia que con intención de conseguir algo tangible, después de tanto tiempo los expedientes habían acumulado una pátina de olvido tan grande que sería prácticamente imposible desempolvarla. Pero no podían darse por vencidos. Una vez a solas los dos, Oscar le detalló la mala sensación que sentía al no tener noticia alguna de Alba. Cómo estás, preguntó Santos intentando quitarle importancia, te ves capaz de entrar conmigo al interrogatorio. Oscar asintió pero delegó el peso del mismo a su compañero. —No me veo capaz de hablar con ese tipo, Santos, quiero saber qué puede ofrecernos el francés, pero solo de pensar que pueda haberle hecho algo a ella me dan ganas de… —No te preocupes, mantente al margen y déjame a mí, con toda la mierda que le voy a echar encima nos va a cantar la Verbena de la Paloma y hasta nos regalará un par de bises. :::: Mandó a un agente para que acompañara a Germán y a su abogado a una pequeña sala de juntas. Transcurridos otros diez minutos entraron los policías. Habló Santos dirigiéndose ambos ellos. —Buenos días señor Lavie. Buenos días letrado. El abogado saludó con cortesía y sin esconder una pretendida superioridad. Germán balbuceó apenas un buenos días sin mirar a la cara de ninguno de ellos. Santos habló de nuevo. 265 —Inspector Márquez, una pregunta ¿Está detenido mi cliente? —intervino el abogado. —Pues verá letrado, ¿ve está carpeta tan llena que traigo?, son números de la rifa para unas largas vacaciones a gastos pagados que le han correspondido a su cliente. Ahora veremos si ha sido agraciado o no ¿Le parece bien? El abogado hizo un mohín de asco, asintió con la cabeza y tocó de forma suave el antebrazo de su cliente para tranquilizarle. Santos se sentó frente a ellos y puso la carpeta sobre la mesa. Oscar permanecía de pie en un rincón de la sala, mirando fijamente al francés. Habló Santos: —Parece que tenemos mucha más tela para cortar de la que pensamos en un principio, amigo Lavie. Mire, le voy a contar una historia y usted me dice si le gusta como guion de película o no. Se acomodó en la silla con gran teatralidad y continuó: —Verá, nuestro protagonista, al igual que usted, gusta de coleccionar arte románico, es caprichoso el muchacho. Pero en vez de ir al mercado como haríamos el resto de los mortales, prefiere colarse en las ermitas y coger directamente lo que le gusta sin pasar por caja. Hasta aquí no pasa nada, quien más quien menos tiene sus pequeñas debilidades, ¿verdad señor Germán?, y total, es una película, solo ficción. Se calló un instante, se irguió y le puso delante un buen número de fotografías de objetos desaparecidos y direcciones de los lugares donde se encontraban. Siguió hablando. —En nuestra película tenemos una serie de secundarios de esos que traicionan siempre al bueno. Son los malos que le pasan la culpa al tonto de la historia para que pague por ellos. No dejan de ser tipos como los que uno puede encontrar en cualquier sitio, seguro que usted debe conocer a más de uno y más de dos. Mire usted, mire, por favor… 266 Ahora le ponía delante varias declaraciones de clientes suyos que reconocían haberle comprado obras de arte para blanquear dinero. Dado que nadie hablaba, Santos siguió. —Pero qué sería de una película como la que le cuento sin algún que otro muerto, señor, Lavie. Es por esa razón que aparecen unos chavales y van a hacerle chantaje a nuestro protagonista… Le puso delante la fotografía de la ermita y siguió hablando aumentando un poco el volumen inicial de su voz. —Es en ese momento cuando él siente que su gran negocio se tambalea y considera llegado el momento de empezar a sacarse de encima a esos tábanos molestos que amenazan con picarle. —No sé de qué me está hablando —interrumpió el francés. —¡Le hablo de esta ermita que usted expolió! Aquí tiene una hoja con la copia de lo sustraído y donde han sido encontradas muchas de las piezas, con declaraciones juradas de sus propietarios en las que le incriminan. Todo ello gentileza de mi compañero, Oscar la Guardia. »Le hablo de los restos del muchacho de la foto, aquí lo tiene con su apariencia actual, mucho más delgado. Le hablo de esta muchacha, esta es su fotografía, que desapareció en las mismas fechas que el otro, ¿los ve Germán? una ermita robada por usted y su panda de mangantes, cuatro jóvenes frente a ella y, cosas de la vida, uno de ellos muerto, otra desaparecida y del resto todavía no sabemos nada. Y ahora, para colmo de males, resulta que hay unas cuantas mujeres desaparecidas que parecen tener relación con esa joven de la fotografía, Judit Garcés, se llama. Créame, amigo mío, es mejor que hable y se saque de encima toda la culpa que le está agriando el estómago. Su abogado le dirá que le conviene no empeorar las cosas, ¿verdad, letrado? Esto último lo había dicho en un tono más que imperativo, pero ninguno de los dos abría la boca. Germán porque parecía estar en 267 shock, y el abogado porque parecía no conocer nada en absoluto de casi todo lo que había escuchado. Después de un incómodo silencio habló el abogado, pidió que le dejaran a solas con su cliente. Santos recogió con parsimonia todo lo que había esparcido sobre la mesa mientras Germán seguía sin levantar la mirada de la mesa, ahora limpia de papeles. El inspector se levantó, hizo una señal a Oscar y ambos salieron. Desde fuera podían ver a los dos, abogado y sospechoso, hablando en un tono que casi era audible desde fuera. Uno no hacía más que preguntar y el francés no paraba de hacer grandes aspavientos con las manos y movimientos negativos con la cabeza. Estuvieron así más de quince minutos. Santos mandó a un agente para que les ofreciera algo de beber y así calmarlos un poco. Si el abogado estaba intentado convencer al francés para que confesara era mejor que ambos estuvieran hidratados y tranquilos. Les llevaron unas botellas de agua y los dejaron de nuevo a solas. Volvieron a hablar, ahora más calmados. Santos los miraba en silencio y Oscar permanecía ausente, pero ninguno de los dos parecía desear comunicarse. Pasada más de media hora vieron como el brazo del abogado se levantaba y hacía signos para que entraran. Una vez dentro volvió a hablar Santos. —Ustedes dirán. Germán, sudando a mares a pesar de vestir de sport, permanecía en silencio. Habló su abogado. —A mi cliente se le están intentando imputar delitos que no ha cometido y de los que ustedes no tienen más pruebas que unas fotografías. Pero lejos de aferrarse a su inocencia está decidido a colaborar. El señor Lavie está en condición de ayudarles a ustedes. Mi cliente, a cambio, pide dos cosas: protección por parte de la Policía y que se tenga en cuenta su cooperación y buena voluntad cuando el 268 juez deba emitir la sentencia que proceda por los delitos que reconozca haber cometido. Santos se levantó e hizo ademán de marcharse. No hay trato, sentenció mientras iba hacia la puerta. Desde su rincón Oscar le hizo una seña para que se detuviera. Se acercó a su compañero y hablaron en voz baja. Cambiaron los papeles y ahora fue Oscar quien se acercó a la mesa. —Mire señor Lavie, A diferencia del inspector Márquez yo no estoy acostumbrado a ver la maldad que él ve. Yo me dedico al Arte, vivo rodeado y disfrutando de todo lo hermoso, lo mismo que le sucede a usted. Y a pesar de que le guste apropiarse de lo que no le pertenece, me consta que es un espíritu sensible que no cuadra con tanta violencia. Será por eso que me cuesta creer que tenga una relación directa con todas esas muertes. Abogado y acusado escuchaban sin rechistar, sin moverse si quiera. —Pero en cambio estoy seguro de que usted sabe cosas que nos pueden ser útiles a nosotros pero no se atreve a contárnoslas. Ambos somos conscientes de qué tipo de individuos son esos con los que usted se relaciona. Que pida nuestra protección lo dice todo. Esos hermanos Edna, su empresa tapadera de jardinería, las empresas de máquinas, las apuestas, sus socios y amigos. A esa calaña de individuos no les tiembla el pulso cuando alguien no sigue sus dictados o habla de más. Germán parecía calmarse por momentos. Su abogado mantenía la mano apoyada en el brazo de su cliente. Santos, viendo la estrategia de su compañero, intercambió las posiciones y se fue al rincón manteniéndose al margen. —No puedo decirle que mi unidad archivará todo lo que tenemos contra usted, señor Lavie. Son muchos años y mucho expolio el suyo. Eso debe entenderlo. Pero sí que podemos hablar con la unidad de 269 delitos fiscales y actuar con una cierta, digamos, bondad, para que ellos tengan algún tipo de deferencia para con su caso. Si sumamos todo eso estoy seguro de que un juez, al que por supuesto le haríamos partícipe de toda la colaboración que usted nos ofrece, no le condenaría a más de cinco años. Cinco años que se convertirían en tres, de los que más de la mitad ya me encargaría yo de que fueran en régimen de tercer grado. Un chollo, amigo Germán. Un chollo al que debería aferrarse. Pero claro, eso solo sucederá si nos gusta lo que escuchamos. Debe darnos una gran historia para terminar con gracia la película que le contaba mi compañero. El francés miraba a Oscar y parecía calibrar todas y cada una de sus palabras. El resto permanecía en silencio. Pasado un tiempo habló: —Deben garantizarme seguridad. Esa gente irá a por mí cuando se den cuenta de que he hablado. —Por nuestra parte tiene todas las garantías —quien volvía a hablar era Santos—, y no solo eso, mientras esté en prisión tendrá a su lado a presos que le protegerán. Hable, pero no olvide que debe contarnos cosas que nos permitan desentrañar este lío. :::: El francés les explicó el entramado que tenían organizado los hermanos Edna y cómo usaban las obras robadas para hacer aflorar dinero que venía de la prostitución, las máquinas tragaperras, usura y fraude fiscal. Todo ello lo podía corroborar con documentos de todos lo que habían hecho algún tipo de negocio con él. Les repitió lo que ya sabían hasta que añadió el capítulo que les faltaba. Una escena que se produjo en el despacho de Yuri al poco tiempo de despedir a Julián. —Estábamos Yuri y yo en su despacho. Le mostraba fotografías de un material interesante para un socio de Barcelona que se estaba haciendo una mansión en Collserola, cuando entró Berto fuera de sí 270 contando que había pillado a su sobrina intimando con Julián en una de las mesas de un bar de la zona. Yuri estalló, algo no habitual en él, y menos estando presente alguien ajeno a la familia, pero esta vez no se controló. Hasta a mí me sorprendió y me dio algo de miedo. A los policías les cambió la cara. Parecía que se preguntaran qué podía dar miedo del georgiano. El francés los sacó de dudas. —No pongan esa cara. Creo que antes de seguir les conviene saber cómo es Yuri. Es un tipo acomplejado y muy cobarde, sí; siempre escudado tras la mesa de su despacho manteniendo una estúpida imagen de gánster de Chicago, cierto; pero desde que le conozco ha sabido rodearse de gente sin escrúpulos que le hacen el trabajo sucio, su adjunta es una de ellas, y creo que alguno de sus trabajadores cobra más nómina por realizar alguna especialidad que por replantar geranios. Un gesto de Santos le invitó a continuar. —Bien, volviendo a aquel día. Empezaron a gritarse el uno al otro en su idioma, yo allí sentado sin saber qué hacer, petrificado. Cuando se calmaron un poco Yuri se dirigió hacia mí y me soltó que si yo o alguno de los míos podíamos solucionarle el problema. Como comprenderán ese no es mi negocio, ni estaba dispuesto a comerme la merde de nadie. Me excusé argumentando que era una persona honrada y que tal vez podía extralimitarme a la hora de conseguir según qué material me pidieran, pero eso estaba muy lejos de aceptar cometer ningún otro tipo de delito. «Ahora nos sale puritano el gabacho», dijo Berto con su habitual chulería. Yo preferí hacer oídos sordos e intenté excusarme para largarme de allí. «No te vayas, hombre», dijo Yuri, «¿te vas a asustar ahora porque queramos darle una lección a un imbécil que no sabe cuál es su lugar en la vida? Te hacía más hombre, Germán». Yo permanecí callado. Me gusta el dinero como a cualquiera, ¿saben?, pero también me encanta dormir por las noches. 271 —¿Cómo terminó aquello? —intentó apresurar Santos. —Me dijeron que me largara, que mantuviera la boca cerrada y que ya se encargarían ellos de solucionar su problema. Comprenderán por qué no he abierto la boca hasta ahora. Yo no quiero la merde que no es mía, señores. Mais, mon Dieu, denme protección. Con lo que les he contado he puesto mi vida en sus manos. Santos ponía cara de creerle y le echó una mirada a Oscar. Ni el uno ni el otro pensaban que aquel tipo pudiera tener la más mínima ética, pero no era momento de entrar en disertaciones filosóficas con un delincuente confeso. —¿Y qué sabe de las mujeres y de esos cuadros? —preguntó ahora Oscar. —La única que me parece recordar es esta de aquí —dijo señalando el rostro de Judit—, no pondría la mano en el fuego, ha pasado demasiado tiempo, pero creo que alguna vez la vi plantada en la calle antes de la hora de salida. Pero de todas las demás les juro que no sé nada, absolutamente nada. Yo no trabajo con mujeres. Los que deben tratar con mujeres deben ser ellos. No sé qué más quieren de mí. Pero les juro que no tengo nada que ver con lo que pueda haber pasado. Nada, de verdad. El abogado, que hasta entonces había permanecido en silencio, dio una palmada sobre la mesa —Creo que mi cliente ha colaborado con ustedes más allá de lo que yo hubiera deseado. Les aconsejo que le dejen en paz y vayan a interrogar a los verdaderos responsables de todos esos delitos. Mañana por la mañana les traeremos toda la información relativa a lo que concierne al caso del señor Germán. Solo esperamos que cumplan con lo prometido. La vida de mi cliente está ahora en sus manos. —De acuerdo abogado. Señor Lavie. Ahora vendrá una agente para terminar de concretar los temas de cara a mañana. Buenas tardes. 272 Santos llamó a Conchi. Él y Oscar salieron fuera y se encerraron en el despacho del primero. :::: Acabado el interrogatorio estaba claro cuál era la pieza que debían mover. Tocaba presionar, y mucho, a los dos hermanos. El caso ya no era solo un tema de blanqueo y otro de expolio, ahora había mujeres desaparecidas, ocho al menos y un cadáver confirmado que les apuntaba con su delgada falange. Oscar deseaba salir lo antes posible a repetir el periplo realizado por ella. Si hacía su mismo trayecto y hablaba con quienes la habían visto cabía la posibilidad de reconstruir su viaje y confirmar lo sucedido después. Santos tenía claro que ahora podía encargarse él solo de los interrogatorios. Si el tema iba de desapariciones y cadáveres podía prescindir de Oscar. —Tiene una llamada de Jesús Loperena. Se la paso— les interrumpió Conchi hablando desde la puerta. Santos enseñó a Oscar la palma de la mano en señal de espera y descolgó. Qué tal todo Jesús, Dijo. Tras un silenció habló de nuevo, vamos a apretarle las tuercas a dos de los sospechosos, ¿dice que tiene algo importante que le gustaría contarme?, perfecto, ¿le gustaría pasarse por aquí mañana y, ya de paso, ver cómo hacemos ahora las cosas? Silencio. Intentaré que sea mañana, de todos modos le llamo después para confirmarle la hora exacta. Hasta luego. —Era Jesús. Dice que cree tener algo interesante que contarnos. Le he invitado a que venga mañana y nos lo cuente. Mientras hablaba, Oscar leía la pantalla del móvil y le cambiaba la cara. — ¿Qué te pasa Oscar, te encuentras mal, tienes cara de haber visto un fantasma? 273 Con la cara desencajada le explicó lo que decía el correo de Makoki. Lo que pensaban que eran las firmas de los retratos no eran firmas, eran letras. Según les confirmaba el informático después de haberlo contrastado con expertos, eran letras del alfabeto fenicio. —No sé si es una puta broma del cabrón que pinta a mujeres desaparecidas, pero parece ser que la letra del último retrato, el de la hermana de Alba, correspondería a una “Q” de nuestro alfabeto que correspondería, a su vez, a la letra diecinueve del fenicio ¿Te das cuenta, Santos? Eso parece un número de orden que nos deja un asesino múltiple. No son ocho las mujeres desaparecidas, son diecinueve. Fue como un mazazo. Cayeron en la cuenta de que la muerte de Julián y la desaparición de Judit podían no tener nada que, podían ser una trágica coincidencia. Después de un largo silencio Oscar dijo: —Si eso es así me temo que incluso Alba podría ser la siguiente. Tengo un mal presagio, Santos. Creo que debería ir a buscarla. Sigue sin dar señales de vida. Santos le dijo que se marchara a toda prisa. Él y el resto del equipo se encargarían del tema de Julián. Del anticuario se encargaría la policía nacional. —Estamos en contacto. —Se despidió Oscar. **** Inicio 274 275 Oscar viaja a Oviedo Autopista A2 hacia Zaragoza – 31 de julio de 2010 Antes de partir hacia Zaragoza llamó a algunos contactos de la policía nacional de Asturias para ponerles en antecedentes. Les pidió discreción absoluta con las indagaciones. No deseaba que el entorno del caso se llenara de agentes uniformados haciendo preguntas. La razón para tanta sutileza era que si aparecía Alba él debía ser el primero y el único en hablar con ella para poner esclarecer de una vez por todas las verdades a medias. Conducir a solas y de noche por una autopista mientras se escucha el álbum “Kid A” de Radiohead invita a la introspección. Óscar no paraba de darse vueltas a sí mismo sin salirse del carril. A pesar de saber cuál era el sentimiento se negaba a aceptarlo. Un policía, entregado de manera absoluta a su trabajo no es buen aliño para eso que llaman amor; sobre todo si el otro ingrediente de la ensalada es alguien que podría estar implicada hasta arriba en un caso de expolio de patrimonio. Sonaba el brutal “The National Anthem” y no dejaba de autoanalizarse y hacerse preguntas: ¿Sentía algo parecido al amor?, ¿haberse dado cuatro magreos de adolescente y haber sentido ese castillo de fuegos artificiales en el estómago era el sentimiento del amor? No, era ir salido como un mandril en Laponia «…everyone, everyone around here, Everyone is so near, It’s holding on, It’s holding on». Se veía ridículo. Pasada la cuarentena, después de una vida de fracasos de pareja, a unos minutos de empezar el declive masculino se sentía como un adolescente. Y qué cosa define a un adolescente, que adolece de raciocinio. Con qué estás pensando Oscar, se decía, con la cabeza del sombrero o con la del condón. Esto tiene que ser la puta crisis de los cuarenta; la fiesta previa a la bajada de la testosterona que precede a la bajada de todo lo que subía; desde la cola hasta los músculos.El cansancio iba haciendo mella y el CD pasaba al siguiente corte: “How to Disappear Completely”. Como una premonición irreal, 276 Thom Yorke le decía casi al oído: «I’m not here, This isn’t happening, I’m not here, I’m not here…» Pero no era verdad. Seguía estando allí, seguía sufriendo por ella y seguía dudando de ella. Todo entremezclado con imágenes de Alba desnuda en la piscina. Cansancio. Pasaban las doce de la noche y quedaba poco para llegar a su primer destino. Una leve punzada en el estómago le recordó que no había comido en todo el día, tan solo los innumerables cafés que llevaba tomados desde primera hora de la mañana. Aprovechó que debía repostar y entró en el área de servicio, pidió un bocadillo, una botella de agua y se sentó en una de las innumerables mesas vacías. Antes de atacar el exiguo jamón que se escondía entre el pan gomoso mandó un correo a Makoki. Contaba con que lo leyera al día siguiente y se lo respondiera con el resto de información. Apenas había dado el primer sorbo y comido el primer bocado vibró su móvil. «Llámame si quieres, estoy despierto», leyó. A estas alturas no le extrañó que el informático estuviera disponible a esa hora, lo imaginaba más como un personaje biomecánico de Asimov que como un ser humano con sentimientos y pasiones que no fueran las estrictamente digitales. No lo pensó dos veces, buscó el número en la libreta de direcciones y le llamó. Hablaron durante un buen rato. Así se enteró de que el descubrimiento lo había hecho otro compañero, de Madrid dijo que era, al que le enamoraba la historia antigua de la península Ibérica y los distintos alfabetos y sistemas numéricos usados hasta llegar al nuestro. —Cuando colguemos te mandaré un documento que recoge el alfabeto fenicio y su correspondencia con el nuestro. —Te lo agradeceré, compañero, de verdad. —¿Habéis averiguado algo nuevo? —No demasiado, quien pensábamos que estaba metido en esto ha inculpado a otros. El inspector Santos se encargará mañana de 277 apretarles un poco a ver que saca en claro. Por lo demás no sé qué decirte… no sé qué pensar de todo esto, la verdad. —Mira, Oscar, sé que no me concierne ni tengo experiencia alguna en este tipo de casos, pero ya viste que la letra del último retrato, ese que me dijiste que era de la hermana de tu amiga, corresponde a la posición diecinueve. ¡Diecinueve, Oscar! Oscar le explicó que por esa razón le estaba hablando desde un área de servicio cercana a Zaragoza. Había salido a repetir el periplo de la restauradora porque temía que pudiera ser la víctima número veinte de un posible asesino. Recordó a su compañero que le mandara la información prometida y se despidió de él con la excusa del cansancio. El teléfono vibró mientras se pedía otro café con leche. Se sentó en la mesa y abrió el archivo. Allí estaba, el secretismo de los símbolos reducido a unas letras desconocidas y feroces. Un ordenamiento que podía ser una broma de mal gusto por parte del pintor o, llevado por la paranoia, algo mucho peor que evitaba pensar. Sin importarle la hora ni el lugar sacó la información que tenía, su cuaderno, los papeles robados a Alba y empezó a cuadrar unos con otros. Si respetaba el orden del alfabeto fenicio tenía como equivalencia las letras D, E, T, J, L, M, O y Q; o lo que era lo mismo, las posiciones 4, 5, 9, 10, 12, 13, 16 y 19. Intentó ordenarlas por si se tratara de un acróstico que diera una pista nueva. Nada, solo el miedo de que sus peores pensamientos se hicieran realidad, un cansancio blando mermándole capacidad de razonamiento y el nerviosismo latiéndole en las sienes y apretándole el cráneo. Necesitaba recogerlo todo, llegar a su destino, aparcar lo más cerca posible de su primer contacto e intentar dormir aunque fuera un par de horas. :::: 278 A las ocho de la mañana la cara de Juan Monleón podía ser cualquier cosa menos amigable y escuchaba a Oscar con un evidente desprecio. El policía permanecía ajeno a ello, tampoco él había podido dormir más que a trompicones y con pesadillas. Su cara delataba cansancio. —Siento haberle despertado tan temprano. Créame que si no fuera por la urgencia no me hubiera presentado de este modo en su casa. —Usted dirá —. Fue la seca respuesta de Juan. Oscar comenzó a hacer una cronología de lo sucedido desde la marcha de Alba de Barcelona. Se calló lo relativo a los cuadros y al pirateo del portátil. Mientras hablaba, el otro asentía con cara de no entender la necesidad de que alguien le contara lo que ya sabía. Hasta que comentó lo de la desaparición y de si sabía alguna cosa que pudiera ser útil para encontrarla. A Juan le cambió la cara. —Qué quiere decir con que ha desaparecido, eso es imposible. Ella salió de aquí para encontrarse con un conocido mío que tiene un taller en Oviedo. Incluso he hablado con él y me comentó que tuvieron una charla muy amigable y que igual algún día se convertía en su cliente ¿Qué le ha sucedido a Alba? —Eso estoy intentando descubrir. Cuando vino a su casa ¿la notó nerviosa, le comentó algo que a usted le pareciera extraño, notó que pudiera estar huyendo de algo o de alguien? —No. Ni estaba nerviosa ni me pareció que huyera de nada. Sé que últimamente andaba muy interesada por un pintor al que no hay manera de encontrar… —Estoy al tanto de ello. —Pues si conoce el tema no sé qué más pueda aportar yo. Continuaron hablando. Oscar se debatía en la necesidad de hablar de las mujeres desaparecidas para que el otro entendiera el alcance del problema. Hacerlo, no obstante, representaba abrir una 279 puerta demasiado grande en una investigación abierta, sin contar con el hecho de que desconocía la vinculación del zaragozano en todo aquello ¿Y si el pintor, con esa cara de pocos amigos, era él? Desechó la idea, al menos hasta que hubiera hablado con el tal Quintana en Oviedo. Juan, por su parte, intentaba sonsacar algo que explicara por qué razón podía estar preocupada la policía por el hecho de que Alba no diera señales de vida. Como si fuera la primera vez que decide cambiar su ruta y largarse unos días a descubrir algún rincón o admirar alguna exposición, se dijo. No iba a ser él el que pusiera a su amiga en problemas. Si había decidido desaparecer tendría sus razones. A la Policía ni los buenos días, recordó que habían comentado alguna vez en algún rincón del Tubo. Tras tomar nota de toda la cronología que le desglosó Juan, Oscar se levantó, le estrechó la mano y se despidió. —Imagino que si sabe alguna cosa de ella me lo hará saber, inspector. —Lo mismo le digo, señor Monleón, lo mismo le digo. :::: Comisaria mossos de Cerdanyola (31 de julio) A pesar de la ausencia de Oscar, Jesús Loperena se postulaba como un buen sustituto, pensaba Santos mientras hacían entrar al anciano policía. —Buenos días, inspector. —Dijo Santos estrechando la mano del anciano. —Lo mismo para usted, inspector. —respondió Loperena. —Hoy asistirá a un interrogatorio que debería esclarecer un poco más la muerte de Julián López. 280 —De eso quería hablarle, Santos. Igual lo que le diré es una tontería de viejo chocho, pero hay una idea que no me abandona y necesito hacerle partícipe de ella. —A nuestro sospechoso todavía le falta algo de horno para que lo tengamos a punto. Cuénteme usted eso que tiene en mente, por favor. El anciano le explicó un episodio de su vida del que no se sentía orgulloso. Tras la muerte de su esposa pasó por un estado anímico casi destructivo. La soledad y el vacío le hicieron buscar una salida rápida de un mundo que no sentía como suyo y empezó a frecuentar bares. Lo hizo durante un corto periodo de tiempo. El suficiente, no obstante, para ver de cerca las puertas del infierno. Unas puertas luminosas y cantarinas que escondían un demonio voraz que cada día le exigía más y más atención. Tanta que casi dilapidó los pocos ahorros que su difunta esposa había podido atesorar después de años de sacrificio. —Fue terrible, Santos. No se imagina lo que es caer en las garras de las tragaperras. Pero me sucedió, y durante más de un año fui hundiéndome más y más en una espiral estúpida en la que muy pocas veces caté la victoria del premio. Un premio que volvía a su lugar de origen al día siguiente o incluso a la hora siguiente. —Gracias por confiarme todo eso, Jesús —interrumpió, Santos—, pero no sé qué pueda tener que ver… —¿Recuerda los trocitos de plástico que me enseñó, los encontrados junto a los huesos? —Sí. —¿No tiene esa gente una empresa que se dedica precisamente a la mierda de las máquinas? —Sí. —Pues muchas máquinas recreativas, sobre todo las más antiguas, tienen el botón de jugada de ese color. Lo sé porque los he pulsado miles de veces. 281 Santos puso ojos de buho y llamó a Conchi. Cuando entró en el despacho no la dejo ni hablar. —No tenemos demasiado tiempo, así que busca aunque sean indicios. Lo que se tenga que confirmar los haremos después con tiempo. Coge los plásticos que teníamos del enterramiento del sincrotrón y mira si concuerdan con alguno de los pulsadores de tragaperras que estaban en uso en las fechas de la desaparición del muchacho. Lo que consigas me lo traes. Aunque esté interrogando al tipo ese. Date toda la prisa que puedas. Coge a todos los que estén disponibles y buscad por todas las páginas de fabricantes, coleccionistas, explotadores. Allí donde haya una foto que muestre un pulsador, solo con que se le parezca, lo daremos como bueno. Venga, va, corre. Conchi salió como si huyera y los dejó solos de nuevo. Santos miraba al anciano de reojo y creía estar viendo a un adolescente atrapado en el cuerpo de un anciano. Y es que Loperena parecía un estudiante antes de entrar al examen. Ahora que había contado su idea parecía no darle mayor importancia. Había cogido la carpeta del caso y no cesaba de remover las hojas de la declaración del francés. —Cuando se la sepa de memoria se la preguntaré. Absorto como estaba, La voz de Santos hizo dar un respingo al anciano. —Perdone, inspector, es que me parece tan increíble que hayan llegado ustedes tan lejos ¿Cree que realmente son estos mafiosos los responsable de la muerte del pobre Julián? Santos, le transmitió la importancia de cada una de sus aportaciones haciéndole ver que si estaban allí era gracias a él. Después, y con una buena carga de escepticismo, le habló de los mafiosos y de que no podía poner la mano en el fuego por ninguno en 282 especial, pero de haberse de decantar por alguien sería por el hermano mayor. —Estoy casi seguro de que Berto, el hermano menor, es un don nadie con problemas de nariz —continuó Santos viendo la cara interrogativa de Loperena—. Un pobre payaso que jamás ha tenido que buscarse la vida. Si hasta me contó Elías que para conseguir la farlopa echa mano de algún empleado que le preste al camello. Créame, ese solo sire para pasear cojonazos y dárselas de lo que no es. — ¿Piensa interrogarle? —No. —Pero lo ha detenido. —Está implicado igual que su hermano y, al menos por el momento, ninguno de ellos está detenido. Nuestra intención es tomarles declaración y luego, de salir las cosas como pensamos, ponerlos a disposición judicial. Claro que en función de cómo se comporte el hermano mayor veré que hago. Igual le apretamos las tuercas que lo dejamos seguir con su vida mientras lo vigilamos. Pasaban las diez de la mañana y Santos pidió que llevaran a Yuri a la sala de interrogatorios donde él le esperaría. Loperena se quedó en el despacho como simple observador. Creyó más aconsejable verlo por el circuito de televisión. Yuri entró en la sala con ropa de deporte que parecía sacada de un catálogo de moda de mediados de los setenta. Así, con barba de un día, sin su americana y su corbata y con cara de no haber dormido, era un muñeco de lana lavado a noventa grados. Su voz aflautada y miedosa incrementaba su imagen escuchimizada. Santos le pidió por favor que se sentara, lo mismo que al abogado que le acompañaba. —Imagino que sabe por qué está usted aquí, señor Edna. Yuri no abrió la boca. Su abogado contestó por él. —Mi cliente no piensa responder a ninguna pregunta. 283 Santos se echó hacia atrás en la silla y habló con calma: está en su derecho. Puede usted estar callado y declarar ante el juez o incluso no abrir la boca ni para beber agua. Aunque tal vez le interesen algunos detalles más sobre la causa de su detención. Mire señor Edna, nos hemos enterado de todos y cada uno de los tejemanejes que se llevan a cabo en su empresa. Conocemos sus negocios vinculados al juego y tenemos información de sus contabilidades que está en manos de la UDEF; estamos al tanto de cómo funciona su red de blanqueo y conocemos todo el montaje de compraventa de obras robadas por parte de sus socios y amigos, desde Barcelona hasta Murcia. Y sí, tiene todo el derecho del mundo a estar callado. Aunque yo, de usted, me lo pensaría de nuevo. Abogado y empresario se miraban sin hacer ni una mueca. El inspector siguió hablando: tal y como están las cosas le podemos echar mierda encima hasta ahogarle y todavía nos sobrará. Y si piensa salir de aquí y desmontar la parada, o darle las órdenes oportunas a su abogado para que lo haga él, ya le digo aquí y ahora que llega tarde. Tenemos el operativo montado y mientras estamos hablando nuestros muchachos han entrado en sus oficinas y requisado todo su sistema informático para, digamos, darle legalidad a todo el material del que ya disponíamos. Y si no lo han hecho ya, otro grupo selecto de policías irá a visitar a unos pocos clientes y socios para darles recuerdos suyos y requisar todo el material robado. ¿Cómo lo ve ahora señor Edna? No sé usted, pero hoy no le veo tan feliz como la anterior. Ni hace los gestos de amenaza que le hizo al amigo francés cuando salieron de aquí el otro día ¿Qué se pensaba, que no íbamos a seguirles, que no íbamos a encontrar nada, que todo el mundo callaría sus trapicheos? Para serle sincero ha sido todo de lo más fácil. No se imagina la locuacidad de la gente a la que ha ido despidiendo a lo largo de los años; incluso aquellos que dejaron su empresa para ir a empleos mejores ¿Quiere un consejo?, haría bien en 284 darse cuenta que toda la gente que le rodea está hasta lo cojones de usted. Haría bien en darse cuenta de que no solo no le respeta nadie, también le han perdido el miedo. Es lo que sucede siempre con las ratas y lo del barco que se hunde. Y por favor, no se lo tome como algo literal, era solo una metáfora. Santos calló y se sumergió en el contenido de la carpeta que le acompañaba. Al fin el georgiano se decidió a hablar. Miró a Santos y dijo: —El gabacho de mierda ha hablado, ¿verdad? Sin apartar los ojos de la carpeta respondió: Como comprenderá, si esa información fuera cierta yo la negaría. Sí puedo decirle, en cambio, que mi compañero de la brigada de patrimonio de la UDEV lleva más de dos años siguiéndole los pasos y la documentación que nos faltaba para tenerle cogido por los cojones nos ha caído del cielo hace unas horas. Y, ¿sabe otra cosa? De usted nos ha hablado todo el mundo. Se lo he dicho antes. La gente no olvida. Las personas ,de tanto estar jodidas, a la que pueden, joden. —El gabacho de mierda se ha cagado encima. Habrá que limpiar toda la mierda. Lo dijo sin mirar a nadie. Pero estaba claro que era una orden y se la daba a su abogado. Santos prefirió no escuchar. Piense lo que le venga en gana. Dijo. Vivimos en un país libre. Pero como imaginará, a usted ya le ha caído encima tanta mierda que vaya por donde vaya resbalará en ella y se pringará entero. :::: Desde el despacho Loperena no perdía detalle del interrogatorio. Ahora nadie hablaba y eso le ponía de los nervios. No entendía tanta educación y delicadeza. En su época las cosas sucedían de otro modo. Sin haber sigo amante de sacar confesiones a golpes, sabía lo poco 285 fiables que eran, sí entendía la necesidad de apretarle las clavijas a los detenidos; aunque fuera con un par de gritos o alguna amenaza directa. —Con todo lo que tiene encima —habló de nuevo el inspector Márquez—, no le he contado lo mejor. Ya sabe, el postre para el final. Sacó la fotografía de Julián y le repitió la historia que habían construido a partir de los retazos contados por las distintas personas con las que habían hablado: la relación del joven con su hijastra, la negativa de dejar esa relación a pesar de las amenaza, la envidia de la secretaria de gerencia por la negativa del joven a tener relaciones sexuales con ella y la famosa reunión con Germán Lavie en la que pidió que eliminaran al trabajador molesto. Yuri seguía callado. Antes de que el inspector volviera a hablar entró Conchi, llamó a su jefe y ambos salieron de la sala. Si alguien hubiera podido ver las manos del georgiano podría haber pensado en una penitencia del OPUS para ganarse el cielo. Apenas habían pasado cinco minutos y el inspector entró de nuevo y se sentó en la silla pidiendo perdón por la interrupción. Plantó ante Yuri una bolsita con dos trozos de plástico y las fotografías en las que podía verse su origen. Tras un tiempo prudencial explicó que esos trocitos de plástico pertenecían al pulsador de jugada de una Cirsa mini guai como las que se comercializaban en la época en la que desapareció Julián. —Como puede ver tenemos el móvil: que Julián se beneficiaba a su hijastra; y tenemos el arma, una de sus maquinitas cantarinas. Le vamos a imputar la muerte de ese muchacho señor Edna. Han hablado suficientes personas y hay suficientes indicios como para que un juez lo admita a trámite y le cueste a usted muchísimo dinero evitar la cárcel, si es que la evita. Su abogado puede confirmárselo. —Perdóneme que difiera —habló el abogado—, pero usted tiene solo palabras y pruebas circunstanciales. Palabras dichas por personas descontentas con mi cliente y que mentirán para hacer daño. Y unos 286 trozos de plástico que, caso de que se demuestre que pertenece a una máquina de ese modelo, podría haber formado parte de cualquiera de las miles de máquinas que hubo en cien operadores distintos. Santos se tomó un pequeño respiro y habló de forma pausada: —¿Solo palabras, dice usted? Le juro por Dios que dedicaré todos los esfuerzos y lo que me quede de vida para enjaular a su cliente. Cada vez que vaya a echar un polvo tendrá que mirar antes que no haya ocupado su lugar. De momento, señor Edna, sepa que hemos encontrado a su hija en Francia y parece ser que no conocía el destino de Julián ni la desaparición de Judit, su amiga. La cara de Yuri Edna cambió de color. Acababa de tocar una zona sensible y Santos aprovechó para explicar lo poco que sabía en relación al posible encuentro con la hijastra. —Según me han dicho tiene bastantes ganas de hablar con nosotros y de preguntarle a usted por las mentiras que le contó después de que sus amigos dejaran de dar señales de vida. A Yuri Edna le había cambiado el semblante. Miraba al abogado y veía como también comenzaba a dudar. Santos seguía inmerso en la carpeta. El abogado se acercó al oído de su cliente y Yuri estalló con un Claro que te lo he contado todo, ¡Joder! —Mi cliente no tiene nada que esconder —dijo el abogado dirigiéndose a Santos—, y si nos deja a solas unos minutos creo que podremos intentar llegar a un acuerdo favorable para todos. El inspector hizo caso omiso y habló de nuevo. Solo cabe un acuerdo, que confiese la autoría de ese asesinato y que diga dónde está la otra chica chica y estas otras mujeres, que diga dónde trabajan y las tienen escondidas o lo que hayan hecho con ellas. Porque esto ya no es una broma. Hablamos de mucha gente desaparecida. Mientras lo decía le plantó delante una fotografía de Judit, la fotografía de la ermita y abrió a su lado un abanico con las fotos de las desaparecidas. Esta vez a Yuri Edna no solo le cambió la cara, se le 287 desató la lengua. Pero qué clase de broma es esta, inspector, dijo, ¿me toma usted por uno de esos asesinos americanos tan famosos? Le he dicho mil veces que solo soy un empresario que busca ganarse la vida con sus negocios. Doy empleo a muchas personas y pago mis impuestos, que no son pocos. Solo en el sector del recreativo… —Señor Edna, sepa que me importan una mierda sus finanzas o lo que le paga al fisco. —Interrumpió Santos—.Lo único que necesito es que confiese. —No tiene ningún derecho a tratar de ese modo a mi cliente. — interrumpió a su vez el abogado. Tiene razón, abogado. Respondió Santos con una sonrisa. Me he dejado llevar por la rabia. Perdóneme señor Edna. Al fin y al cabo solo queremos charlar de un modo distendido, resolver esas pequeñas dudas que nos quedan y marcharnos al juzgado para que todo termine. Yuri Edna estaba lívido. Santos veía cumplirse las palabras del subinspector Elías, bajo la fachada aquel tipo no era más que un cobarde. Tenía cerca una confesión. Siguió en su papel de policía comprensivo. Explíquemelo todo señor Edna. No le gustaba ese tipo para su hija, lo entiendo. Quién no se deja llevar a veces, mire lo que me acaba de pasar a mí. Pero es así, somos temperamentales y a veces uno tiene un mal día, ese muchacho se pone a tontear con la niña de nuestros ojos. Después resulta que el muchacho no atiende a razones. Después resulta que se le dan unos golpes para que desista pero él no se doblega y se le sigue golpeando sin que atienda a razones. Y la sangre que se sube a la cabeza nos ciega. Créame, a mí me hubiera pasado lo mismo de tener una hija. Yuri seguía mirando las fotografías. Como si intentara revivir de nuevo una escena del pasado. Pero la otra muchacha, la de la foto de la ermita, qué le hizo esa muchacha. Y las otras mujeres, qué clase de sádico es usted señor Edna, ¿o es que encubre a alguien? 288 :::: Yuri habló un momento en voz baja con su abogado y éste se dirigió al inspector. —El señor Yuri desea hablar pero también desea dejar claro que no es una confesión. Será una charla distendida de un padre de familia con un policía. Santos negó con la cabeza. Si desea charlar como un padre de familia que pida un cura cuando terminemos y le confiese sus pecados. Aquí estamos para esclarecer unos hechos y para determinar el grado de implicación de su cliente ¿Lo ha entendido señor Edna o le mando abajo para que se piense bien sus palabras mientras cuenta los barrotes de la celda? Se me están empezando a hinchar los cojones. —Quiero hablar. —Le escucho. En los siguientes minutos el georgiano desgranó lo sucedido años antes, poco tiempo después de entrar a trabajar Julián en la empresa, cuando su hijastra empezó a realizar las prácticas que necesitaba para sus estudios. A pesar de no ser mi hija la he tratado siempre como si lo fuera. Continuó. Y una de las cosas que uno quiere para sus hijos es que no se mezclen con chusma ¿Qué era aquel niñato, qué futuro tenía preparado para ella? Era un don nadie que pensaba que podría entrar en mi familia por la puerta grande. Mientras hablaba cogió la fotografía de la ermita. No tengo ni idea cuando se hizo esta foto ni por qué. Están mi hija; el que hizo la foto, un desgraciado, amigo de ella, que murió en Francia, en un accidente; una amiga de Julián que siempre la acompañaba y él. La volvió a dejar en la mesa y se quedó pensativo unos segundos, como si necesitara hacer un esfuerzo para revivir el pasado. 289 La primera vez le llamé al despacho y le dije que dejara de ver a mi hija, continuó, él me miró con gesto chulesco y me dijo que en todo caso podía prohibirle a mi hija que saliera con él y que ella decidiera. Cómo lo ve inspector, chuleándome un niñato de mierda. Después de otro intento opté por despedirle, pero ¿desapareció?, no, el muy idiota venía cada tarde con los otros tres a buscar a la niña. Estaba harto, a mí no me chulea nadie. Necesitaba imponer mi autoridad. Le mandé a un par de mis recaudadores de confianza para que le tocaran un poco la cara. Pero era idiota. Se lo contó a la niña y tuve un disgusto con ella. Después, al cabo de un tiempo, volvió a plantarse ante la puerta, a contarles historias a mis trabajadores y a entretenerse otra vez con mi niña. Era una provocación continua y necesitaba ponerle fin. Necesitaba darle un escarmiento definitivo y sacar a mi hija de en medio. Sabía que era de esos imbéciles que se cree lo del diálogo y la comprensión. Así que le propuse vernos en una nave vacía que teníamos cerca de Badía del Vallès. La excusa fue que íbamos a vernos los tres para resolver el tema de una vez por todas. Pero yo no aparecí. no me apetecía saber los medios que iban a utilizar y tampoco me gusta ensuciarme las manos, para eso tengo a mi personal, para que me ahorren problemas y me ofrezcan soluciones. Volví a mandar a los mismos recaudadores, solo que esta vez les exigí que fuera la última. Eso es todo lo que sé. Al cabo de unos días de no aparecer convencí a la niña de que su amigo la habría sustituido por otra y la mandé con su madre a Francia. La conozco y sabía que si le daba un caramelo nuevo no tardaría en olvidar al otro idiota. Después de aquel día nunca volví a saber de ese muchacho hasta que apareció el otro policía y empezó a hacer preguntas, concluyó el georgiano. Si alguien sabe lo que sucedió son mis dos recaudadores, ellos son los que se han estado sacando un buen sobresueldo haciendo lo que más les gusta, que se coman su mierda. Yo ya estoy harto de pagar por ello. 290 —Y de las mujeres, ¿no me cuenta nada? —preguntó Santos. De eso no tengo ni idea, tartamudeó Yuri Edna. A la única que conocí, y ni siquiera personalmente, fue a la joven de la foto porque era inseparable de mi hija. No tengo idea de qué ermita es esta, señaló la fotografía, ni sé qué pudieron ir a hacer allí, ni la relación que ese lugar pueda tener conmigo. No tengo ni idea de nada de lo que me ha estado contando. Ya no sé cómo decírselo inspector. Confieso que he blanqueado algo de dinero con el gabacho de mierda, tanto mío como de mis socios. Confieso que di órdenes de que apartaran a ese chico de mi hija, y nada más. No sé nada más, se lo juro. Ni tampoco di orden alguna de que lo mataran ni tuve nada que ver con lo que le pudiera ocurrir a esa joven y a todas esas otras de las fotografías. Los únicos que pueden saber algo son los recaudadores. Uno, Miguel, es un sociópata con un gran complejo de inferioridad que mataría a su madre por hacer una gracia o conseguir algo de dinero; el otro sé que tiene la mano fácil con las mujeres, una vez alardeaba delate de todo el mundo de la multa que había pagado por golpear a una mujer y lo a gusto que se había quedado. Si desea saber realmente qué sucedió y cómo, búsqueles a ellos. Yo, solo firmaré lo que he confesado. Juro por Dios que no tengo nada que ver en todo lo demás. Santos miraba a Yuri sin pestañear. La intuición que dan los años de experiencia le decía que no mentía. Era un cobarde de manual que se las daba de gánster pero en el fondo seguía siendo el niño débil al que todos golpean en el patio de la escuela. Sintió una profunda pena por él, pero la demostró con una imperceptible sonrisa. Quien sí sonreía era Loperena. Veía tan cerca la posibilidad de cerrar su Caso, sentía por dentro cómo se le curaba aquel tendón de Aquiles que siempre pensó que moriría con él. Mientras lo hacía observaba de nuevo la fotografía con los cuatro jóvenes y pensaba en lo injusta que es la vida. Maldecía a Dios por permitir que se arrebatara la vida de unos pobres muchachos cuyo único delito fue enamorarse 291 mientras otros cerdos campaban a sus anchas. Una lágrima incontrolada le sacó del ensimismamiento al caer sobre la fotografía y ser absorbida por ésta. **** Inicio 292 293 Periplo hasta llegar a Barcelona Al igual que me sucedió la primer vez, esta tampoco tuve ningún remordimiento. Ni siquiera me paré a esperarlo, supe al instante que no lo tendría y con ello confirmé de forma irrevocable que yo no era como los demás. Tenía un poder, una cualidad solo al alcance de unos pocos, que me situaba en un plano moral distinto al de las criaturas mundanas. Como comprenderás, al principio, se me hacía imposible comportarme con las personas del modo como lo hace todo el mundo. Si mi madre me había enseñado a mantenerme alejado de ellas, si en la niñez y en la pubertad viví en mis carnes una crueldad por parte de mis teóricos iguales que me llevó a aislarme, ahora confirmaba la razón de todo ello: era mi poder, algo que debía ser mantenido en secreto. Pues nada otorga más culpa que la diferencia y yo era distinto. También conocía las consecuencias de vivir aislado: terminaría loco. Decidí pues que debía aprender a disimular, a moverme entre las personas como uno más; reír sus gracias aunque me sonaran ridículas e infantiles. Debía aprender a pasar desapercibido entre ellos, copiando sus gestos y soltando, incluso, sus banalidades. Cuanto más normal fuera mi vida menos notable sería mi diferencia. Reconozco que a medida que mejoraba mi aprendizaje me sentía más y más cómodo. Salvo con las mujeres. De tanto en tanto, por el hecho de mirarlas y de sentirlas cerca se desataba la incontrolable bioquímica del sexo, ese odioso órgano compartido que nos anula hasta volvernos estúpidos. Y ahí sí residía mi mayor problema, cuando debía establecer relaciones con ellas. Porque no superaba… no, no deseaba superar mi amor por María ni mi maravillosa relación con ella; eso no podría suceder jamás. Por esa razón, cuando me era imposible controlar la excitación acudía a mercenarias. Putas de la calle a las que ni siquiera miraba… (Eres la primera persona a la que confieso algo tan íntimo) 294 …putas, decía, a las que dejaba hacer con sus manos y sus bocas mientras mi imaginación volvía a la adolescencia, a las caricias de María, a la excitación del recuerdo potente e inolvidable de aquel tiempo de luz con ella. No puedo decir que me sienta orgulloso de ello, pero en este momento de desnudez interior no deseo dejarme nada en el tintero. A estas alturas de las circunstancias ya nada importa. O sería mejor decir casi nada, ¿sabes?, porque siempre me ha dolido pensar que otros puedan creer que soy un asesino despiadado. Sí, a pesar de lo que pueda parecer, tengo un alma y me duelen ciertas cosas. Veo por tu mirada que también tú empiezas a creerlo. Me sabe mal que pienses así. Mucho. Pero hablemos de ello. ¿Qué es un asesino? Por definición es evidente que lo soy. Si buscas en un diccionario verás que el verbo «asesinar» tiene como acepciones la de matar a alguien con premeditación, cosa que he hecho, o causar aflicción, cosa que también se habrá cumplido para aquellos allegados de mis víctimas. Pero por lo que te he contado sabrás que en ningún caso me movió el hecho de desear hacerles daño ni ninguna de ellas fue escogida para menoscabar mi ideal femenino, todo lo contrario. Bajo mi prisma ético considero que cada muerte fue necesaria. Al fin y al cabo lo que hice, las más de las veces, fue adelantar algo que iba a producirse en un tiempo más o menos corto. Pero sigamos, ¿qué es un asesino? O mejor, ¿quién es un asesino? Los banqueros, por poner solo un ejemplo fácil de entender, son asesinos con mayúsculas; los presidentes de las grandes superpotencias, el trio que inventó las armas de destrucción masiva, todos ellos son terribles asesinos, grandes criminales, promotores y legalistas del crimen. Ninguno de ellos tiene una ética mejor de la que tuvieron Hitler o Stalin. Y la gran mayoría, salvo alguna excepción, son 295 gentes respetables que tienen una familia, que dan un beso de buenas noches a sus hijos y que incluso son capaces de acariciar a sus parejas con ternura, caso de tenerla. ¿Te has parado a pensar alguna vez lo sencillo que puede ser matar para alguien con dinero? No, claro. Tú, al igual que el resto de occidentales, vivís en vuestros pequeños paraísos mundanos donde os sentís seguros, orgullosos y donde nada ni nadie os importa. Es el noble arte de mirar hacia otro lado y sentiros moralmente superiores. No, la mayoría de criaturas humanas no sois mejores que los monarcas que viven tras los muros de sus palacios, ajenos a lo que les sucede a sus súbditos. No sois capaces de superar el narcisismo del que os alimentáis y que os ha convertido en individualidades vanas y vulgares que viven de espaldas a una realidad incómoda… Perdona, lo siento, me dejo llevar. Creo, y te lo digo de corazón, que tú no eres así. No debí generalizar de ese modo Te pareces demasiado... espera, no te muevas, quédate así un momento. Perfecto. Es que te está dando la luz de un modo que realza el brillo grisáceo de tu cabello. Vale la pena aprovecharlo. Sí. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí!, te decía lo sencillo que resulta matar para alguien que tiene dinero. Al igual que la mayoría de cosas que no son de su agrado, lo delegan. Saben lo barato que resulta comprar la dignidad de los simples. Y no se equivocan. Si ellos son capaces de hacer cualquier cosa por dinero, la razón principal de su éxito, saben que hay criaturas con alma servil y sin dignidad que se comportarán como ellos a cambio de unas pocas monedas. ¿Sabes lo barata que puede resultar una vida? Porque a pesar de que vivamos en un extraño “estado de derecho”, este mundo es cruel. El Vicio triunfa por encima de la Virtud, el Mal sobre el Bien, la Crueldad sobre la Humanidad. Es así como somos, como hemos sido siempre. 296 ¿Sabes lo barata que resulta una vida?, te decía. Para cualquiera sin escrúpulos es sencillo raptar a alguien y venderlo. Sí, hablamos de lo mismo, de seres humanos; pero estos, convertibles en carne. Transformables en economía, oferta y demanda. ¿Cuánto está alguien dispuesto a pagar por una niña, un joven, una caucásica, un negro, un riñón o cualquier otro órgano sano? Todo, absolutamente todo tiene un precio que alguien está dispuesto a pagar y alguien está dispuesto a aceptar. Incluso hoy en día puedes encontrar padres que te vendan a un hijo o una hija por no más de cuarenta euros, en África sucede. Todo un continente convertido en una despensa barata de materia prima y carne humana. ¿Se extraña alguien por ello, ponemos el grito el cielo cuando nos llega alguna noticia aberrante como ésta? No. Miramos para otro lado. Nos extasiamos con nuestro «gadget» manzana de última tecnología y nos auto-eximimos de nuestra responsabilidad para con ellos como unos hipócritas narcisistas. Pero no nos alejemos de esa minoría que trafica con seres humanos. Me consta que la gran mayoría de ellos llegan a sentirse Dioses. Dioses que deciden cuánto sufre el otro, durante cuánto tiempo y por qué causa. Igual que les sucede a los torturadores de cualquier servicio secreto, policía o ejército. Criaturas que se ven a sí mismas como el emperador romano que preparaba su pulgar para decidir qué se hacía con la vida del perdedor en la arena del Circo. No, ellos y yo no somos iguales en absoluto. Yo no soy como ellos. Los he conocido, he trabajado para ellos, incluso le he obsequiado con alguna de mis obras, pero no soy como ellos. Nunca he perseguido lo que ellos persiguen. La muerte, para mí, no es un medio de conseguir placer, o fortuna, o el silencio, como te contaré luego. Cuando he matado lo he hecho como la culminación del acto previo de pintar, de arrebatar lo bello que habitaba en aquellos rostros, cada pequeño detalle o facción que contuvieran 297 algo de María, del recuerdo de María. Tú percibes la belleza. Tú deberías entenderme mejor que nadie… Hasta ahora te he hablado de María y de la pobre camarera lasciva. Pero debes saber que no fueron las únicas. Mi periplo por España me llevó a encontrar a otras mujeres hermosas. Mujeres que por alguna razón albergaban algún rasgo físico que me recordaba a María: el color de la piel, la mirada, la forma de la boca, incluso algún gesto. Hoy sé que he dedicado mi vida a buscarla de manera infructuosa, dejando a mí paso un reguero de cadáveres. No entiendas que lo digo desde el alarde o porque me arrepienta. Dudo que se pueda alardear de ello. Lo mismo que dudo de que el arrepentimiento pueda servir de liberación. Me educaron para ser responsable de mis actos y jamás he cometido ninguno que me haya llevado a la postración del arrepentimiento. Si te lo comento con ese tono es porque pienso, ahora, pintándote, con la edad que tengo y este cansancio que me sobreviene más de lo deseable, que podría haberte encontrado mucho antes. Porque tal vez contigo las cosas podrían haber sido distintas… pero claro, eso jamás lo sabremos, los condicionales, los trillados “y si…”, “si hubiera echo tal en vez de cual…”, son un arma de los simples para exculparse de los errores cometidos desde su libre albedrio. Aunque de conocernos antes tampoco te hubiera encontrado a ti. Me habría enfrentado a alguien que fuiste, alguien distinto. No con tu valentía, no con el arrojo que ahora tienes. Porque sé que has cambiado, lo noto. Ya ves, lo mire desde el plano que lo mire, nada hubiera cambiado un ápice. Ni tú eras tú ni el momento hubiera sido el idóneo. Lo que te decía al principio, nada puede salirse del guion que se escribió para mi vida. Sé que estoy predestinado. Nada ni nadie 298 hubieran podido evitar que me encontrara con ellas y sucediera lo que sucedió en cada caso.. Porque en todos los caso fue de ese modo. Aparecían. Cada vez que salía de casa y retomaba mi periplo por el norte de España, aparecía alguna mujer. Muchas, incluso, se acercaban a mí de manera voluntaria, imagino que atraídas algún tipo de encanto que parece ser que tengo sin saberlo. Aunque seguro que heredado de María. La inmensa mayoría, no obstante, no me interesaban en absoluto. Su coquetería, su sensualidad barata, sus escotes excesivos o sus faldas chabacanas; esas horribles rodillas que muchas se empecinaban en presentar como atributo de hermosura. No, eso puede estar bien para la mayoría de los hombres, pero no para mí. Yo necesitaba de una elegancia de movimientos que muy pocas podían ofrecer. Yo necesitaba una calidez en la mirada que se alejara de la lascivia barata. Yo buscaba una complementación entre sujeto, objeto y movimiento difíciles de conseguir. Qué debía hacer, entonces, cuando la suerte ponía ante mí a alguna muchacha o alguna mujer que cumplía esos requisitos. Revivía entonces, apenas mirándolas, la única época feliz de mi vida. Y sentía la necesidad de sacar los lápices y hacer esbozos y repetir la única verdad que había conocido. Y sentía la necesidad de pintarlas, de acariciar de nuevo a María a través de los pinceles y del filtro que mis ojos repetían en ellas reconvirtiéndolas en la suprema hermosura. Al final, terminado el trabajo, se excedían en la curiosidad o en el equívoco que las hacía verme como a un hombre más. Claro que eso no sucedió con todas. Hubo una que debió morir por otra causa, fue en Barcelona, pero te lo contaré más tarde. Ahora descansa. **** Inicio 299 La huida y el vehículo Trayecto de Zaragoza a Oviedo — 1 de agosto de 2010 Mientras se dirigía a Asturias, Oscar cuadraba la información cronológica que le había dado el maño con la que él tenía de las llamadas y mensajes de Alba. No se apartaba un ápice. No le había mentido. Es necesario que deje las obsesiones y me centre de forma exclusiva en los hechos, se iba diciendo. Era consciente de que en su trabajo, perder la objetividad, podía llevarle a uno a lugares confusos. Era consciente, además, de que no estaba en su ambiente. Las desapariciones a las que estaba acostumbrado eran inanimadas: un cáliz, una pintura, columnas, arcos, capiteles, vitrales… ninguno de esos objetos tenía criterio propio ni decidía por sí mismo. Ahora, en cambio, buscaba a una persona, a una mujer con carácter y decisión propia que podía decidir dónde ir y dónde quedarse. Alguien con quien se sentía vinculado solo porque había compartido un par de caricias fugaces. Decidió apartar toda subjetividad para mirar el caso de manera fría ¿Sentía algo por ella? Sí, ¿lo sentía ella? Solo ella lo sabía, ¿estaba metida en la mierda del francés? Ahora sabía que sí, pero quedaba bastante claro que también estaba sujeta a presiones, ¿Había desaparecido de manera voluntaria? Por terrible que pudiera parecer, deseaba que así fuera. Cualquier cosa antes que una cara más en un cuadro. Buscó entre la música enlatada que llevaba y encontró The Power to belive de King Crimson, puso en el CD en el reproductor y redujo el mundo a la carretera en la que se encontraba, al maravilloso sonido y al lejano recuerdo del concierto en el Poble español. Adrian Belew cantaba con la voz sintetizada: She carries me through days of apathy She washes over me 300 She saved my life, in a manner of speaking When she gave me back the power to believe. Aquella letra parecía cobrar ahora un significado distinto: «Ella me consuela en los días de apatía, ella me refresca. Ella salvó mi vida de alguna manera cuando me hizo recuperar el poder de la fe». Sin ser literal sí debía reconocer que Alba le había hecho recuperar algo de sí mismo que pensaba perdido: la fe en que su trabajo tenía algún sentido más elevado del que había imaginado. Este caso le había vinculado con gente que daba otra dimensión a su profesión, y por encima de todo estaban las preciosas charlas con Alba y su mundo estético. El CD llegaba al momento en el que la batería sintetizada de Pat Mastelotto y la stick guitar de Trey Gunn acompañaban de manera perfecta la hermosa cadencia que Fripp desglosaba con su guitarra. Un par de lágrimas asomaron a sus ojos. Casi siempre le sucedía cuando escuchaba esas notas. Hoy con más razón. :::: Había anochecido cuando llegó a Oviedo. Buscó un hostal asequible por el centro, pidió una habitación y se encerró en ella. Tenía el estómago tan atenazado que se veía incapaz de cenar. Sin siquiera desnudarse se echó en la cama, se puso los auriculares y comenzó a buscar música en su juguete más preciado; un aparato diminuto que permitía llevar cientos de canciones en formato digital ¡Pura magia! Buscó hasta que encontró otro álbum con Soundscapes de Robert Fripp. Para Alba, Mahler podía ser un dios del sonido, pero donde estuviera el Pie Jesu del líder de King Crimson, la mal llamada Música culta podía descansar en paz. Dio al botón del Play y se 301 sumergió en las larguísimas notas que le regalaba el flemático inglés. No tardó en dormirse. Después de una noche plagada de fantasmas se despertó como si no hubiera descansado en absoluto. Era tarde. Se dio una ducha rápida, se vistió y salió. Mientras tomaba un café miró por enésima vez el móvil, solo un correo de Santos. Decidió que lo leería más tarde y salió a encontrarse con el restaurador de libros. Una vez en el taller repitió el guion de Zaragoza: si había hablado con Alba… a qué hora había llegado… de qué habían hablado. A diferencia de Juan Monleón, Manuel Quintana lo miraba con ojos de quien está en paz consigo mismo y con el mundo. Se desvivió de nuevo enseñándole el cuadro que colgaba en sus paredes y Oscar pudo ver de cerca la cara de una de las jóvenes desaparecidas. Mientras Manuel le hablaba de lo bien que le había caído la joven catalana, él pensaba que en otro tiempo esas pinceladas fueron un rostro de carne y hueso, la cara de una muchacha que sonrió, que lloró, sintió, habló. Un ser que tuvo amigos, quién no los tiene. El silencio del librero le sacó del ensimismamiento y del último pensamiento:¿Dónde estaba esa muchacha, y las demás, y Alba? En su repaso mental la cronología seguía cuadrando. Solo fallaba a partir del momento en que Alba abandonaba el taller. Por desgracia seguía sin tener nada. Se dirigió de nuevo al viejo Quintana: — ¿Le dijo Alba si se dirigía a algún otro lugar o le dio usted alguna información sobre otro taller, casa o museo donde ella hubiera podido ir al salir de aquí? El anciano respondió con una negativa y con otra pregunta. Oscar le dijo que habían quedado en que le llamaría para contarle lo que hubiera encontrado de nuevo. Pero desde que salió del taller no había tenido ninguna noticia de ella. Y me parece muy extraño, concluyó. 302 Manuel Quintana preguntó lo obvio, si había llamado a los hospitales y a la Guardia Civil por si hubiera tenido un accidente. Oscar respondía a todo de forma automática, nadie mejor que él sabía lo que debía preguntar, a quién y cómo. No sacaba nada en claro. Hasta que una voz nueva los sacó a ambos de la conversación. —Perdone que les moleste, pero ¿ha intentado ponerse en contacto con su operadora móvil para saber la ubicación geográfica de su teléfono? Quien había hablado era la sobrina del librero. Después se hizo el silencio. La joven y el anciano miraban expectantes a un Oscar totalmente paralizado. Cómo era posible que no hubiera caído en lo más obvio. Qué clase de policía estúpido podía vivir tan alejado de la realidad tecnológica que le envolvía. —Amigo Oscar, ¿le sucede algo? —dijo el anciano. —Debo marcharme —respondió Oscar—, no sé cómo he podido ser tan estúpido de no caer en la cuenta de algo tan evidente. —Gracias por tu clarividencia, mi cerrazón no me dejaba ver lo obvio. —El agradecimiento iba dirigido a la sobrina de Quintana que la respondió con una sonrisa. Los dos hombres se dirigieron a la salida. —Reitero mi agradecimiento, Manuel, cualquier cosa que recuerde o si Alba apareciera de nuevo, éste es mi número. No dude en llamare, por favor, es importante. Le dio una tarjeta. Manuel Quintana la cogió y la guardó en el bolsillo. El hombre se daba cuenta de que en aquella búsqueda se escondía algo más que lo estrictamente policial. Intentó darle ánimos con unas cuantas frases manidas que Oscar agradecía desde una media sonrisa incrédula, el malestar en la boca del estómago ya no le daba para más. Al salir al exterior recibió una bocanada de aire cálido, algo necesario en ese momento. Miró a ambos lados de la calle y le preguntó al anciano si recordaba que sentido de la calle había tomado Alba. 303 —Pues ni derecha ni izquierda —respondió—, al salir la estaba esperando un coche ahí en frente. Habló un minuto con el conductor, se subió en él y se marcharon. — ¿En un coche, qué coche? —Preguntó sorprendido Oscar. —Pues tiene suerte, si hubiera sido uno de esos coches modernos no podría responderle, todos me parecen iguales, ¿sabe?, pero se trataba de un Mercedes Benz de color oscuro, creo que negro; un modelo de los años setenta que fue la envidia de toda españa. —¿Vio al conductor? —No. — ¿Vio usted la matrícula? —Tampoco. A pesar de las dos negativas era una bocanada de optimismo. Seguro que no habría demasiados coches con esas características en circulación y podía buscar la ubicación de Alba a través del teléfono móvil. Era muchísimo más de lo que tenía apenas una hora antes. Le dio la mano a Manuel Quintana y se marchó. :::: Volvió a la habitación del hotel y leyó el mensaje de Santos en el que le pedía que llamase. Se puso en contacto, era momento de poner en común las cosas que sabían y buscar cualquier vínculo que pudiera haber entre ellas. Santos le habló de la confesión de Yuri y de que ahora tenía a Elías incentivando a los dos recaudadores a base de técnicas poco ortodoxas. Se están pasando la mierda los unos a los otros, le decía. La parte positiva, sobre todo para ti, es que el georgiano reconoce todos los hechos salvo haber tocado al chaval, de eso dice que se encargaron los que tenemos en interrogatorios, reconoce también los delitos 304 fiscales y de blanqueo, pero se cierra en banda con el tema de las mujeres. —Y tú qué opinas. —Le preguntó Oscar. —Para mí que dice la verdad. Elías lo caló de lleno, es un pamplinas con mucha fachada pero no tiene cojones para hacer nada por sí mismo. Y tú, ¿has averiguado algo? Oscar le repitió el periplo de su viaje hasta Zaragoza y Oviedo, le confirmó que cuadraban todas las cronologías y le hizo un somero retrato de los dos personajes: su percepción de que no tenían nada que ver en la posible desaparición de Alba. Había descubierto que al salir del taller de los hermanos Quintana se había montado en un mercedes oscuro, un modelo antiguo del que nadie había podido ver la matrícula. Después de eso, nada. —Ahora iré a que me echen una mano para ver si somos capaces de ver el posicionamiento de su móvil —concluyó. —¿Te quedarás ahí o te volverás para Barcelona? Oscar le respondió que no pensaba marcharse hasta encontrar a Alba. Estoy muy preocupado con lo que descubrió Makoki. Además, por lo que vamos averiguando, cada vez está más claro que la muerte del muchacho y las desapariciones de mujeres son casos distintos. —Tengo una muy mala sensación con todo esto. Y temo por Alba, a pesar de su implicación en los delitos de expolio, estoy seguro de que jamás hubiera huido. Ha debido pasarle algo y en ese automóvil ha de estar la clave. —Nosotros tenemos más recursos que tú ahí, Oscar, déjanos lo del coche a nosotros y te evitaremos pedir más favores de los necesarios. Cualquier cosa que averigüemos te la haremos saber. Oscar respondió con un gracias y se despidieron. :::: 305 Tras colgar, Santos se quedó mirando al vacío. Loperena, que seguía con atención las evoluciones de los interrogatorios, le preguntó por la conversación. Santos repitió lo dicho por Oscar. —Y ahora resulta que Alba, la restauradora, cuando salió de su última visita se subió a un Mercedes Benz antiguo y no se ha sabido nada más de ella. —¿Un mercedes antiguo? —preguntó el anciano dando un respingo. —No me diga que sabe algo de un mercedes oscuro. —Creo que sí, podría equivocarme, claro, pero creo que no es la primera vez que aparece ese mercedes oscuro en este caso. Pidió que le trajeran la fotografía de los cuatro muchachos y si alguien podía dejarle una lupa. La eficiente Conchi fue la encargada de los suministros. Jesús Loperena tomó la fotografía entre los dedos y se puso a buscar entre ella con la lupa ante los ojos. Al cabo de un minuto interminable habló: —Sabía que no me engañaba la memoria. Miren ustedes y juzguen. Puso la fotografía en la mesa y pidió a la joven agente que mirara con la lupa entre el brazo en jarras Julián. No demasiados metros por detrás de él podía apreciarse parte del radiador y el símbolo inconfundible de la marca, y sobresaliendo del brazo, el doble faro derecho de un mercedes Benz que podía ser de 1970 o poco más. Un poco más abajo y casi tapada, aparecían las dos primeras letras de la matrícula. **** Inicio 306 307 Búsquedas del automóvil y de Alba Cerdanyola del Vallès 1 de agosto de 2010 ES DOMINGO Volvían de nuevo a la fotografía y con ella a especular con la implicación de los georgianos, descartados unas horas antes. Aquello parecía una serpiente engullendo su propia cola. De los interrogatorios a los recaudadores tampoco terminaban de sacar agua clara, hablaban como una sola cabeza y ninguno de los dos reconocía la autoría del asesinato ni se la atribuía al otro. Tenían la lección aprendida ¿Le habían golpeado? Sí ¿Lo habían hecho con saña y con ánimo de matar? No ¿Lo habían hecho cumpliendo órdenes de Yuri Edna? Sí. Nada nuevo bajo el sol. Y después de dieciocho años nadie podría confirmar ni desmentir su confesión porque, aun disponiendo de la prueba del pulsador, cualquier abogado la desmontaría por la imposibilidad de ubicarla en ninguna máquina existente. Se hacía necesario quebrar la voluntad de aquellos dos y engañarles del modo que fuera. Para eso era necesario separarlos, mentirles hasta que la duda hiciera mella en ellos y esperar a que se delataran. Esa tarea corría a cargo del subinspector Elías y un par de compañeros que ahora estaban entregados al agotamiento anímico de los interrogados. A Conchi le habían asignado la tarea de buscar el automóvil. Ampliando al máximo la fotografía llegó a aislar las dos primeras letras de la matrícula, una “O” y una “R”. Se trataba de una matrícula de Orense de la época preconstitucional. Con esa información pidió un listado a la DGT con los automóviles mercedes Benz matriculados en Orense antes de 1975 y que no estuvieran dados de baja. La previsión era que dicho listado no podía ser muy extenso y le permitiría gestionarlo desde la comisaría. :::: 308 Oviedo 1 de agosto de 2010 Recibir la ampliación que había preparado Conchi, acompañada del texto de Santos, causó sensaciones encontradas en el ánimo de Oscar. Disponer de parte de la matrícula era una buena noticia, confirmaba que la zona geográfica en la que se encontraban era correcta; pero volver a la fotografía era reincidir en el hecho de que los georgianos tuvieran que ver con las desapariciones de mujeres. Y un tipo que se dedica al crimen ¿va a ser tan tonto como para colgar la cara de una de las desaparecidas en su propia casa?, se preguntaba Oscar. Una mente criminal puede hacer desaparecer a una persona encerrándola, escondiéndola, llevándosela al extranjero; pero hacer lo mismo con diecinueve mujeres, eso no es algo al alcance de cualquiera, salvo que hayan sido eliminadas. Ese era su miedo: la posibilidad de que a Alba pudiera sucederle algo y no haber sabido evitarlo. Lo mejor para evitar los pensamientos negativos es salir de ellos. Oscar prefirió pensar en la rapidez con la que los compañeros de Asturias estaban actuando: en pocas horas habían conseguido una orden para que la operadora de telefonía pusiera todos los recursos a su alcance hasta darles la última posición conocida del móvil de Alba. Correspondía a una gasolinera cercana a Ponferrada. Cuando llegaron al lugar y después de una batida, lo encontraron descargado, tirado a unos veinte metros del límite de la gasolinera. No parecía roto, lo habrían dejado para que se perdiera la pista. A Oscar le asomó de nuevo la duda de si aquello era una maniobra de Alba o de su posible secuestrador cuando cayó en la cuenta de esa posibilidad. Deseaba por todos los medios que fuera la primera opción. Siempre sería mejor que Alba hubiera entrado voluntariamente al coche de su cómplice y hubieran puesto tierra de por medio que dejarse llevar por los pensamientos que tanto le machacaban el cerebro. 309 Pidieron las grabaciones de las cámaras al encargado de la gasolinera. En ellas podía verse como bajaba del mercedes negro un individuo que llevaba una gorra con visera y que en ningún momento levantó la cabeza del suelo. Se suministró combustible y entró a pagar. En el interior sucedió lo mismo, no levantó la mirada del mostrador. Pagó y salió. Se alejó por detrás del edificio, probablemente a deshacerse del teléfono, volvió, subió al coche y partió. Nada más. En ningún momento de la grabación pudo confirmarse la presencia de Alba. Ni siquiera un brazo o una mano asomando por la ventanilla ¿Cabía la posibilidad de que ya estuviera en algún lugar seguro y que su cómplice fuera a repostar para poder huir durante la noche?, cierto, pero también era posible que la tuviera secuestrada porque hubiera descubierto algo relativo a su hermana y al resto de mujeres. La persona encargada de la caja tampoco supo decir más de lo que ya sabían. Su descripción del sujeto apenas difería de la que le había aportado Manuel Quintana. Hablaban de un ser tan anodino que hubiera podido pasar desapercibido hasta en una boda. Si los nervios se premiaran Oscar ya tendría una medalla. La buena noticia llegó de una de las patrullas de la guardia civil que habían estado de guardia el día antes. Una de ellas recordaba haber visto un mercedes antiguo de color oscuro cerca del atardecer. El lugar: la carretera nacional 536 cerca de O barco en la provincia de Ourense. Coche con matrícula de Orense que se mueve por esa provincia. Esa buena noticia quedaba oscurecida por el hecho de que debilitaba la de la huida. Aunque cabía la posibilidad de que intentaran llegar a Portugal. Una vez allí podrían intentar tomar un barco o un avión hacia cualquier parte del mundo. De ser así, la ventaja que llevaban no era tan grande como para no poderles cercar de algún modo antes de que salieran de España. Era hora de llamar a Santos y compartir conocimientos. 310 :::: Cerdanyola del Vallès 1de agosto de 2010 La confirmación de la ubicación geográfica le decía al equipo de Santos que el camino escogido era el correcto. Conchi había acabado de recibir un listado con los pocos vehículos que seguían dados de alta y le habían abierto la entrada en el programa de la DGT para que pudiera consultarlos personalmente. Estaba entregada a imprimir la información de todos y cada uno de ellos para ver las coincidencias que pudieran llevarles a una ubicación. Elías, por su parte, ablandaba a los dos lacayos de Yuri Edna. —No eres más julai porque no practicas. Tu jefe te ha vendido y tu colega, ese por el que harías cualquier cosa, te está echando carretadas de mierda encima. Silencio. —¿No te das cuenta de que te lo vas a comer todo tu solo? Al menos si cantas la podréis repartir entre todos e incluso nosotros podemos ser colegas y decirle al juez la labia que tienes y lo mal que te sienta la sombra. Continuaba el silencio. —¿Sabes lo que hará tu jefe cuando estés en la trena comiéndotelo todo? ¿Qué te piensas, que te esperará afuera con los brazos abiertos para agradecerte tu lealtad? El lacayo apenas hizo un imperceptible movimiento de hombros, permanecía atento. Sobre todo cuando Elías le hizo caer en la cuenta de lo fácil que sería para su jefe pagar dinero a alguien que eliminara cualquier atisbo de arrepentimiento futuro y ganas de hablar. —Los días son muy largos en la trena, y uno piensa y piensa y le entran las ganas de salir y le entran las ganas de explicar lo que uno se calló y eso llega a oídos del tipo al que se protegía… ¿Sabes los que le 311 costaría eliminar a un julai como tú a tu jefe? Haz números y dime si no es para planteárselo. Esta vez le cambió el semblante. Parecía que se hubiera activado un pensamiento no tenido en cuenta. El tipo pidió agua. Elías dio orden de que le trajeran una botella y cuando se la puso delante le dejó solo para que recapacitara. Al otro le habían dedicado el mismo guion, pero era algo más duro y se mantenía estoico y provocador. Era cuestión de retorcer un poco más al otro, al llamado Miguel Ángel. Elías imaginó que con cinco minutos más estaría tan blando como la masa de las croquetas. Esperó fumándose un pitillo y mirando por el falso espejo. :::: Ponferrada 1 de agosto de 2010 Oscar andaba de un lado para otro como alma en pena. Todos los efectivos susceptibles de poder indagar alguna cosa dedicaban esfuerzos en rastrear la provincia gallega, pero se enfrentaban a un problema: la zona no tenía una gran densidad de población ni estaba constituida por grandes pueblos y ciudades; todo lo contrario, muchas aldeas pequeñas, muchas casas desperdigadas y pocos efectivos como para realizar búsquedas fructíferas en el poco intervalo de tiempo del que creían disponer. Todo ello mermaba la capacidad analítica y la paciencia de Oscar. Decidió llamar a Santos y preguntar por los avances. La información que le transmitió, lejos de calmarlo le puso más y más nervioso. —¡Cómo que la dirección pertenece a una empresa de Sant Cugat! Santos se limitaba a repetir todos y cada uno de los avances, del modo frío y metódico necesario para avanzar en la investigación. El 312 nerviosismo que le llegaba desde Galicia no cuadraba con esa norma. Tienes que calmarte y analizar las cosas tal y como son, Oscar. Le decía a su compañero. Creo que estás dando palos de ciego y alguien de arriba te va a poner firmes por pasarte las normas por el forro. Dicen que la fe es un conjunto de creencias y estas dan por hecho como verdaderas cosas que no tienen por qué serlo. La firme convicción de Oscar de que Alba estaba en el norte de España necesitó de una exposición de hechos para ser contrarrestada. Santos hubo de explicarle que Conchi había encontrado un vehículo matrícula de Orense con dirección en Sant Cugat, una nave industrial cerca de la entrada de la ciudad, y a nombre de una empresa llamada: “Nitratos argentinos”. De momento hemos pedido una orden de registro, pero hoy es domingo, que estemos todos trabajando no significa que también le apetezca al juez hacer el esfuerzo de cursarla. Por la hora que es yo te aconsejaría que descansaras y esperaras a mañana. Imagino que antes del mediodía podré confirmarte algo. Colgaron. Oscar seguía inmerso en sus creencias. Alba debía estar en Orense, a Alba le había sucedido algo y todo ello estaba vinculado con las mujeres desaparecidas. Seguiría el consejo de su compañero, cierto, esperaría; pero no lo haría descansando. Sabía que el último lugar donde había sido visto el automóvil fue en O Barco. Iría allí y se dedicaría a recorrer la zona preguntando a todo el mundo hasta dar con el lugar donde se encontrase. :::: Cerdanyola del Vallès 1 de agosto de 2010 Era tarde, hacía calor, todo el mundo estaba cansado y hasta mañana no habría forma de acceder a la dirección del vehículo. Era necesario tomarse un respiro y esperar al día siguiente. Santos les dijo 313 a todos que se marcharan excepto al subinspector Elías, a él le pidió que se quedara. —Cómo van esos dos, Elías —Se van ablandando, si podemos aguantarles esta noche uno de los dos nos cantará Doña Francisquita. —¿Salimos a tomar algo? Nos damos un paseo hasta Sant Ramón, buscamos algo abierto y nos aireamos un poco. Así hablaremos más a gusto. Elías lo agradeció. Necesitaba ver algo de luz antes de que anocheciera y necesitaba fumarse un par de cigarrillos mientras se tomaba una cerveza bien fría. Después de un par de sorbos casi litúrgicos habló Elías. Explicó los pormenores del interrogatorio y lo bien aprendida que tenían la lección. Expuso sus dudas, ahora ya muy asentadas, de que aquellos dos desgraciados fueran los artífices materiales de la muerte de Julián. —No me preguntes porqué, pero tengo muchas dudas de que fueran ellos. Nos falta alguna pieza, te lo digo yo… Una llamada interrumpió la conversación. Era la hijastra de Yuri Edna. Llamaba para confirmar que había llegado a España, permanecería en ella tres días y quería hablar con él para explicar su versión de lo sucedido y enterarse de todas las mentiras que le había contado su padre en relación con la desaparición de Julián. Quedaron el martes a las siete de la tarde en la terraza del Sidecar, en la plaza Real. Santos colgó y envió una sonrisa cómplice a su compañero. —Elías, mañana tenemos otra oportunidad de esclarecer las cosas. —Dios te oiga, porque este caso es como ir cachondo y no resolver. Ya duele. —Hablando de ese tema, ¿te sobra una cama en casa? —A ti hasta te cedo la mía ¿Por qué? 314 —Porque si sigo con estos horarios mi mujer cambiará la cerradura. —Salud. —Salud. Se entregaron de lleno a degustar las cervezas. El mundo podía estar al borde del colapso, pero ese instante, esa metáfora de la felicidad debía seguir su curso hasta el final. **** Inicio 315 La nave de Rubí Cerdanyola del Vallès — Lunes 2 de agosto de 2010 Hasta las once de la mañana no estuvo preparada la orden judicial para poder proceder al registro. Salvo Elías, ocupado en ablandar almas, según sus propias palabras, iba a ir todo el equipo más un grupo de intervención de apoyo. Debían proceder con la máxima cautela ya que contaban con la probabilidad de que hubiera personas secuestradas. Situarían dos vehículos, uno a cada punta de la calle, para evitar cualquier huida; el resto de personal iría de paisano y se distribuiría de manera que quedaran cubiertas todas las posibles entradas y salidas sin llamar la atención. Santos y un oficial de intervención, acompañados de dos mossos con el ariete, irían a llamar a la puerta y, si lo consideraran necesario, la reventarían. Del buen funcionamiento de todo el operativo podía depender la vida de las mujeres allí retenidas. Al mediodía partieron hacia el lugar. Allí se encontraron frente a una nave más pequeña de lo que esperaban y situada en una calle cerrada que permitía un solo acceso. Con la mitad de efectivos hubieran tenido más que suficiente, pensó Santos, pero el mal ya estaba hecho. Mejor que sobrara gente que la posibilidad de estropear el dispositivo por no haberlo previsto todo. El edificio tenía dos entradas: el portón frontal, cerrado, y una entrada lateral que parecía dar a unas oficinas, cerrada también. Cuando estuvo rodeado, el mismo Santos llamó a la puerta. Nada. Pasaron una pequeña cámara por debajo del portón y vieron que todo estaba en penumbra y vacío. Pasaron otra por debajo de la oficina con el mismo resultado. El oficial dio la orden y el ariete reventó la puerta lateral. Entraron y se fueron distribuyendo por el cubículo de la oficina y, después, por el resto de la nave. 316 Nada, totalmente vacía. Viendo el polvo acumulado era fácil pensar que por allí hacía tiempo que no pasaba nadie. Miraron en los lavabos y en un altillo que se encontraba al fondo. Trajeron un par de perros especialistas para que buscaran algún tipo de zulo en el suelo. Nada en absoluto. El vacío de la nave de Rubí contrastaba con el peso del fracaso que Santos sentía sobre sí. Con cara de pocos amigos dio la orden de que se buscara hasta el último rincón cualquier cosa que pudiera ser una pista. —Me recogéis hasta papel higiénico a medio usar si lo hay. Cualquier cosa que nos sirva para coger de los huevos al hijo de puta que se nos está riendo en la cara. Ni siquiera eso, en las oficinas solo quedaba una mesa sobre la que languidecía un teléfono sin línea y un par de archivadores vacíos. Ni un papel, ni una factura o albarán que pudieran dar una pista que seguir. Lo único que podían hacer era volverse a Cerdanyola con el rabo entre las piernas y pedir información de la línea de teléfono, mirar el registro de la propiedad para ver quién era el dueño, posible contrato de alquiler. Era necesario revolver cielo y tierra hasta dar con un nombre y una dirección de verdad. :::: Orense — Lunes 2 de agosto de 2010 Oscar llevaba todo el día moviéndose por las carreteras secundarias y caminos rurales cercanos a O Barco. Cada cierto tiempo se detenía y pedía información a algún compañero o a la guardia civil, pero nadie sabía nada ni nadie había visto ese coche de nuevo. Aquello parecía Sicilia. Era como si la Omertà hubiera montado una sucursal cerca de Finisterre antes iniciar viaje hacia los Estados Unidos. ¿Quién coño eres? Se preguntaba como si esperara la respuesta de un cielo que lucía tan gris como su ánimo. No eres 317 ninguno de los elementos conocidos, todos están en Barcelona y no pueden ni mear sin que yo me entere. Pero de un modo u otro tienes que estar vinculado a alguno de ellos. Y tú, Alba, cada hora que pase será más difícil encontrarte. Tampoco puedo hacer otra cosa que esperar. Y a pesar de lo inútil de dar vueltas y más vueltas a un espacio habitado por ciegos, sordos y mudos, no puedo detenerme y pensar. No sé quién puede ser el que te invitó a subir al coche. Es evidente que lo conocías, claro, pero apenas dispongo de información que me permita delimitar quién. No nos conocemos todavía lo suficiente para ello. Solo hemos averiguado que el coche al que te subiste está a nombre de una empresa que tiene sede en Barcelona. Y si es así qué hacía aquí en Orense, igual viniste con él y yo ando por aquí haciendo el canelo. Una empresa, una empresa de mierda que me recuerda a un tango cutre: Nitratos… Detuvo el vehículo, acababa de caer en la cuenta de algo que había encontrado entre los papeles de Alba, algo que además ella le había confesado en algún momento. Debía buscarlo. Arrancó de nuevo y se dispuso a buscar el primer bar que hubiera en medio de aquel páramo. Necesitaba luz, una mesa y calma. :::: Cerdanyola del Vallès — Lunes 2 de agosto de 2010 Si comisario Marquina, se escuchaba a un cabizbajo Santos, tiene toda la razón… pero los indicios apuntaban a la nave… tiene razón comisario, hay que contrastar… tiene razón comisario, pero entienda que hay mujeres desaparecidas y era importante… sí comisario Marquina… a sus órdenes comisario... no volverá a repetirse bajo ningún concepto. A sus órdenes. Si el teléfono sobrevivió a la acción de colgar fue un milagro. Santos se levantó y salió a la sala. Miró las caras de sus subordinados 318 y pensó que ellos no se merecían vivir lo mismo que el teléfono, ni tampoco era su responsabilidad la metedura de pata. Optó por la empatía: —Señores, señorita, ni puto caso a lo que han escuchado. Sigan buscando a ese mamón, todavía no sabe con quien se juega los trastos. Ánimo, me juego un Wok para todos si conseguimos pillarle. Así que, al tajo. Se escuchó cómo ln aire ventilaba de nuevo algunos pares de pulmones. Ya en el despacho se sentó y volvió a darle vueltas a lo obvio. Si allí no había nadie significaba que Oscar no andaba tan desencaminado como habían pensado en un primer momento. Tocaba llamarle y darle la noticia, y eso era algo que no le apetecía en absoluto. Primero porque significaba que la intuición del otro policía, un animal de despacho, triunfaba sobre la lógica de las pruebas, por no decir que algo no andaba bien encaminado; y segundo porque a tantos kilómetros era imposible que le pudieran echar una mano si las cosas se complicaban. Le llamó. Detalló lo sucedido, lo que habían encontrado y el tiempo de espera previsto hasta saber si aparecía algún nombre conocido entre los distintos documentos a tener en cuenta. Por su parte Oscar también había hecho los deberes: —Santos, cuando me hablaste de la empresa, eso de que en su nombre apareciera el gentilicio de Argentina ¿Recuerdas que me lo comentaste? —Sí. —Pues estuve mirando de nuevo todas las notas que tenía de Alba y descubrí algo que no sé si tendrá que ver. Según palabras del decorador Raúl Ouso, el pintor desconocido es originario de ese país. Sería importante encontrarlo. Piensa que Raúl decoró la casa de Yuri Edna; en esa casa hay colgado un cuadro con la cara de la hermana 319 desaparecida de Alba y, siempre según notas de Alba, ese cuadro fue pintado por el pintor desconocido de nombre “Diego”. El decorador conoce al pintor argentino. Todo eso ha de estar relacionado de algún modo. Santos tomó nota de todo ello y quedaron en que seguirían indagando desde Barcelona mientras Oscar continuaba su periplo por los alrededores del último lugar donde había sido visto el automóvil. —Te cuelgo, Oscar, ahora tengo una entrevista con la hijastra de Yuri. Hablamos mañana con lo que haya de nuevo :::: Ya les han entrado ganar de cantar, jefe. Dijo el subinspector Elías desde el quicio de la puerta. Póntelo por la tele o vente conmigo y lo vives desde detrás del espejo. Un dedo golpeando el reloj de pulsera y una negación con la cabeza indicaron al subinspector que debería terminar la faena sin ayuda. Santos salió como una exhalación gritando a los cuatro vientos que llegaba tarde y que no estaría para nadie salvo para lo que todos conocían: que hubiera un golpe de estado o una subida salarial del diez por ciento. Elías bajó de nuevo y antes de entrar en la primera sala miró desde detrás del espejo. Hacía mala cara el muchacho, era una certeza. Y había quedado demostrado una vez más que todo julai tiene un límite en la mierda que es capaz de digerir y este ya necesitaba el bicarbonato de la confesión para quitarse el peso del estómago. Para llegar ahí había demostrado ser tonto, pero lo bueno, o lo malo, según se mire, que tienen algunos tontos, es que a veces te salen tan listos que son capaces de hundir lo que les rodea. Ese tonto iba a joderle la vida a alguien que se sentía tan seguro como el dinero negro en un banco suizo. Decidió entrar. 320 Mira Miguel, te he traído un refresco para que te relajes y puedas contarnos lo que sabes con toda tranquilidad. La voz de Elías se había suavizado tanto que sonaba hasta relamida. Le ofreció un cigarrillo al detenido y le invitó a hablar. La nueva confesión apenas cambió en su contenido. No sustancialmente hasta llegar al tramo final en el que añadió al tercero en discordia que había permanecido siempre al margen. El día de los hechos le habían dado una buena paliza a Julián, tanto él como Juanxo se habían despachado a gusto, le tenían ganas y hasta había sido divertido, pero consideraron que ya estaba bien. Cuando le desataron para meterlo en una de las furgonetas de reparto y tirarlo en algún recodo de la carretera de Horta, apareció el hermano de Yuri, Berto. Estaba muy puesto de cocaína, hablaba de una manera entrecortada y tenía los ojos muy abiertos. Comenzó a gritar que aquel cerdo iba a arruinarles la vida, que no podían permitirlo, cómo se le ocurría a una mierda como aquella amenazarles con ir a la policía a explicar los tejemanejes con el blanqueo de dinero. En medio de todo el griterío se abalanzo sobre el muchacho golpeándole y dándole empujones, con tan mala suerte que Julián tropezó y se dio un fuerte golpe con una máquina recreativa que estaba en el suelo para ser destruida. Berto seguía fuera de sí, zarandeando el cuerpo inerte del muchacho que ahora parecía un muñeco de trapo. Se asustaron, consiguieron separar a su jefe e intentaron calmarle. Llamaron a Yuri y le contaron lo que había sucedido y qué debían hacer con todo aquel desastre. Les dijo que esperaran hasta que el llegara. Una vez allí les dijo dónde podían enterrarle, que no se preocuparan por nada que él sabría agradecer los favores prestados para defender el futuro de la empresa. De allí se fueron a buscar un lugar cercano, lo más aislado posible, y enterraron al pobre Julián. Hasta ahora. Elías intentó disimular el contento. Ahora sí que los tenemos a todos cogidos por los huevos, se dijo para sí. Tenía bastante claro que 321 no les sería difícil apretar las tuercas de los hermanos. Necesitaban paciencia y un poco de suerte. Tenían la confesión de uno de los tipos, ahora solo era cuestión de ofrecérsela al otro con cuentagotas hasta que se pusiera a largar. Lo siguiente sería reunir a Yuri Edna y que explicara el tipo de trabajo que hacían algunos de sus asalariados como para cobrar los sobresueldos que cobraban así como los pisos en los que vivían. Hacer hablar al hermano menor sería lo más sencillo, a la que necesitara empolvarse la nariz saltaría él mismo y lo largaría todo. Hecho su resumen mental solo quedaba saber dónde estaban las mujeres desaparecidas, comenzando por Judit Garcés. —Te has portado Miguel, te has sacado un puñado de años de cárcel de encima y me has demostrado que tienes más cabeza de lo que creí al principio. La espalda del lacayo parecía la madera de un arco. Se le veía agotado pero liberado. Habló de nuevo Elías: —Solo te queda explicarnos lo que sepas de esta chica y, ya puestos y con lo que te gusta explicar historias, nos cuentas lo que recuerdes de todas estas otras. Miguel apenas irguió la espalda, medio levantó la cabeza y miró al sub inspector con cara de no entender. Elías prefirió seguir por el camino de las flores y siguió hablándole con suavidad. El otro no cambió un ápice su gesto, pero volvió a hablar: —No sé de qué me habla, jefe, de verdad. Estoy tan cansado que confundiría hasta la dirección de mi casa, pero le juro por Dios que no tengo ni puta idea de lo que pasó con esas mujeres. El agotamiento hizo mella en el pobre diablo, después de un breve silencio empezó a sollozar como un niño y a confesar a los cuatro vientos sus problemas con las mujeres, el desprecio que todas le tenían, sus experiencias como putero del tres al cuarto y la envidia que le tuvo a Julián hasta el día de su muerte. Entre lágrimas también juró 322 que era capaz de reconocer hasta el asesinato de Carrero Blanco, pero jamás confesaría que tuviera nada que ver con aquellas mujeres. Era hora de descansar, poca cosa iba a sacar ya de aquel guiñapo. Le dejarían dormir y apretarían las tuercas del otro, el machorro de prostíbulo. El martes acababa de comenzar. **** Inicio 323 Entrevista con Judit Bellmirall Barcelona, Plaza Real, Sidecar — Lunes 2 de agosto de 2010 Judit Bellmirall no se parecía en nada a su padrastro. Era atractiva. Sin ser delgada mantenía un perfecto equilibrio de formas. Cabello negro, teñido, algo ondulado y unos ojos marrones muy vivos que competían con unos labios perfilados sin ser carnosos en exceso. Vestía de manera casual y sin ningún abalorio que pudiera dar fe de su posición social. —Buenas tardes, ¿Judit Bellmirall? —Se Presentó Santos. —El inspector Santos Márquez, Supongo. Hicieron las presentaciones de rigor mientras se tanteaban mutuamente. Pidieron de beber y la mujer apeló al sentido práctico. —No dispongo de demasiado tiempo, inspector. Deseo irme de España lo antes posible. No me siento cómoda aquí ¿Puede contarme lo sucedido? Él le detalló lo que sabían: la implicación de su padrastro en la paliza y posterior muerte de Julián, quiénes habían sido el brazo secular que evitó que las manos de Yuri Edna se mancharan de sangre, el lugar donde encontraron los huesos, la fotografía que los relacionó a todos y la desaparición de Judit Garcés cuyo retrato colgaba de una de las paredes de la casa de su padrastro. Ella había permaneció callada, estoica. Y aunque por un momento pareció que iba a dejarse llevar por la tristeza, supo apretar los dientes y contenerse. Fue al enterarse de la desaparición de Judit que interrumpió a Santos: —¡Cómo que Judit desapareció! Pensaba que solo había sido Julián ¿Quiere decir que Yuri también ordenó matarla? —Ahí es donde tenemos el escollo, señora Bellmirall. No lo sabemos. Lo único que hemos averiguado es que la desaparición de Judit Garcés puede estar relacionada con una serie de desapariciones 324 de mujeres a lo largo de varios años ¿Sabe si su padrastro se dedicaba o pudiera dedicarse a la trata de mujeres? Judit Bellmirall se quedó pensativa, parecía hacer balance de su vida en común con Yuri para poder emitir una sentencia dictada por la razón y no por la víscera. —Mire, inspector Márquez, de Yuri puede uno esperar cualquier cosa, pero casi pondría la mano en el fuego de que ese no es un negocio para el que sirva. Es, ¿cómo le diría?, demasiado cobarde para enfrentarse a las mujeres. En cambio su hermano sí que está suficientemente enfermo como para que pueda hacer cualquier cosa. Se quedaron en silencio. Ella mirando a la fuente de la plaza y a un grupo de turistas que cantaban un canción acompañados de una guitarra solidaria con su nivel etílico; él, garabateando en su libreta. Cuando la cerró habló de nuevo. —¿Podría hacerme un pequeño resumen de aquella época, del grupo de amigos y lo que hacían en esa fotografía? Judit Bellmirall tomo aire, hizo un flashback de casi veinte años y después como si de un fundido en negro se tratara habló. :::: Mi padre murió cuando yo tenía dieciséis años. Una mala edad para dejar sola a una hija, sobre todo porque quedaba en manos de una madre inmadura y caprichosa acostumbrada a ser más florero que mujer. Estaba muy mal acostumbrada. Debe saber que mi padre fue un reconocido notario. Se ganaba muy bien la vida y nos mantuvo con un alto nivel económico hasta su muerte. Mi madre solo se dedicaba a ella y a sus caprichos, si yo quería algo debía pedírselo a mi padre. Era incapaz de negarme nada. Yo también era una niña caprichosa, la verdad. 325 Como podrá imaginar, al faltar mi padre, las cosas comenzaron a cambiar. Primero porque ella dilapidaba el dinero como si se lo fabricaran por las noches y segundo porque era una mujer incapaz de estar sola. Eso comportaba que muchas noches no estuviera en casa o, peor aún, que apareciera algún que otro desconocido en casa al levantarme. Mi primer refugio fue la casa de mi abuela paterna, pero al cabo de un tiempo tampoco me satisfacía. No sabría cómo definirlo, pero me sentía una paria en medio del mundo. Eso me llevó a comulgar con el movimiento punki, ¿qué tontería verdad? Pero entonces ese me parecía el único espacio en el que tenía cabida. Fue allí donde conocí A Judit y nos hicimos amigas. Ella, a diferencia de mí, había tomado una conciencia más política y se movía entre grupos anarquistas y gente del movimiento Okupa, muy en auge en aquella época. Mi madre hacía casi un año que se había casado en segundas nupcias con ese tipo que ya conoce. Si a ella le había ido bien a mí me representó un descenso a los infiernos. Yuri era, imagino que sigue siéndolo, un ser dogmático metido en su pequeño mundo de avaricia e ignorancia y pretendía que los demás fuéramos satélites del opaco sol que imaginaba ser. Debe ser algo intrínseco de los apocados, cuando sienten la más mínima superioridad subyugan a su pobre víctima y eso, si a mi madre le parecía idóneo, ya que le evitaba hasta pensar, a mí me corroía por dentro. Pero le necesitaba, no tenía dinero y, para qué le voy a engañar, soy un producto de clase pudiente que nunca ha sabido vivir con esfuerzo. Lo odiaba, sí, pero necesitaba mis caprichos y mi buena vida. Incluso le necesité a la hora de hacer las prácticas del módulo profesional en el que andaba metida (ya ni me acuerdo de qué era). Empecé a trabajar en su empresa de jardinería, un lugar inmundo donde tenía que ver a Yuri más a menudo de lo deseable y estar al servicio de su jefa contable, una inútil que había hecho carrera 326 aprovechándose de todo y de todos. Debía aguantar además los comentarios misóginos de algunos de los trabajadores. Pero también fue allí donde conocí a Julián y, a través de él, a su amigo del alma, Juan. Pobre Juan, ¿sabe que terminó en Marsella muerto de sobredosis? Fue un daño colateral más de la implantación de la heroína en España para frenar el auge de la izquierda. Pero imagino que eso ahora no es importante. Usted necesita saber de los otros dos. Me quedé perdidamente colgada de Julián. Teníamos dieciocho años y éramos como unos ornitorrincos metidos en una exposición canina, qué podía esperarse sino. Al poco tiempo conseguí convencer a Judit, de ese modo podíamos ser dos parejas, lo que nos permitía a Julián y a mí hacernos más arrumacos sin que quedara un tercero en discordia. Hay que ver cuanta tontería, que tiempos tan absurdos los de la adolescencia, nos sentimos como dioses griegos cuando en realidad somos carne de cañón a la que se engaña con cualquier juguete. Pero usted no ha venido aquí a hacerme terapia, ¿verdad? Santos hizo un leve signo de asentimiento y la invitó a continuar. A partir de aquí ya debe saber pate de la historia: venían Juan Y Judit a buscarnos a la salida y acostumbrábamos a ir a un bar cercano al que llamábamos “el francés” por la nacionalidad de los que lo regentaban. Yo era feliz entonces. Creo que es el único tiempo que recuerdo con una sonrisa en la cara. Con ellos aprendí mucho, aprendí a desprenderme de las cosas, a valorar las necesidades reales; me enseñaron a ser persona y a valorarme como mujer. Cómo no iba a estar perdidamente enamorada de Julián… Un día apareció con la cara hinchada y algunos cortes y con diversos moretones por todo el cuerpo. Él le quitó importancia. Solo me dijo que había tenido problemas con un grupo de neonazis de los que nos tenían ganas. Si lo hubiera sabido… si me lo hubiera contado… pero así era Julián. Yo le creí, estaba tan enamorada que le hubiera creído aunque me hubiera contado una pelea con molinos de viento. 327 Visto ahora imagino que a todos nos debió contar el mismo cuento, porque de no ser así Judit me lo hubiera dicho. Seguro. Al final todo se olvidó. Durante un tiempo la relación de los cuatro volvió a ser la de siempre. Yo me iba apartando cada vez más de mi madre y de Yuri. Pasaba más y más tiempo en casa de mi abuela. Ella era la única a la que podía confesarle lo enamorada que estaba y también era la única que me decía que jamás renunciara a mis sueños siempre que no entraran en contradicción con mi libertad, qué abuela le dice eso a su nieta. Como contrapartida las broncas con mi madre iban en aumento. La pobre solo era una cascara vacía con forma femenina, pero deseaba tenerme allí para convertirme en ella y eso no podía aceptarlo. Los días que me quedaba en casa, debía escuchar a Yuri hablando pestes de la clase obrera, de la inutilidad manifiesta que tenían los trabajadores para hacer nada que no fuera obedecer. Como si su origen fuera de alta cuna. Al final todo lo terminaba resumiendo en que Julián acabaría yéndose con otra cuando le surgiera la oportunidad. «No olvides jamás la clase a la que perteneces tú y la clase a la que pertenece él. Nunca podrá darte lo que te mereces», sentenciaba. Yuri no cejaba en su empeño de separarnos. Una vez le llamó al despacho e intentó comprarle. Me lo contó él después, que le había amenazado, que le había ofrecido dinero, que le había dicho que se olvidara de mí porque jamás permitiría nuestra relación. Después le empezó a hacer la vida imposible en la empresa. A través de la jefa de contabilidad, “hombre” de confianza de Yuri, le encargaba los peores trabajos. Incluso el Miguelín se metía continuamente con él con ánimo de provocarle. Pero no conseguían nada. Al final Yuri decidió echarle a la calle y, de eso me enteré después, le prohibió aparecer por la empresa bajo amenazas. Pero nada nos detenía. Nos veíamos cada día y cada día arrebatábamos más horas al reloj. Fue entonces que decidimos huir los cuatro a Francia y empezar allí una nueva vida, la que fuera, pero sin las ataduras y las pesadillas 328 que vivíamos diariamente en España. Pensábamos que de ese modo podríamos renacer en otros… como si eso fuera posible. ¿Sabe cuándo lo pensamos, eso, lo de huir a Francia? El mismo día que hicimos esa fotografía que me enseñó antes. No sé quién había comentado algo de esa ermita, lo bonita que era, y decidimos ir a pasar un fin de semana. El último fin de semana que salimos, porque al cabo de un par de semanas Julián dejó de venir. Vinieron Judit y Juan, pero ninguno supo decirme nada. Los primeros días no quise darle demasiada importancia, lo atribuí a alguna acción okupa de la que habría preferido mantenernos al margen, también pensamos que igual estaba organizando fechas y lugares para el inminente viaje. Él era el más decidido y organizado de los cuatro. Pero al cabo de una semana seguíamos sin saber nada y eso ya no era normal ni para él. Pasado casi un mes las palabras de Yuri se me aparecían de nuevo por la cabeza ¿Habría encontrado una sustituta a la tonta de Judit? Menuda mierda es la inseguridad a esa edad. Tiene una la autoestima del monstruo de Frankenstein. Empecé a esta mal y veía cómo todo mi pequeño mundo se rompía: Juan, no estando su amigo del alma, también empezó a faltar a la cita diaria. Solo Judit parecía ser fiel a nuestra amistad, hasta que también ella dejó de venir y me quedé sola. Seis meses más tarde Yuri me convencía de que marchara a Francia a estudiar y así lo hice. No me fue mal, no crea. Conocí al que ahora es mi marido, he tenido dos hijos preciosos con él y mi vida es una balsa de aceite. Era, más bien, enterarme de todo lo que me ha contado me ha desmontado lo que creí una certeza. Y eso es todo hasta ahora. :::: 329 Santos había ido tomando notas. Mientras, se había superado ya la hora mágica de las tardes de agosto en la que la Plaza Real enciende sus farolas. Tocaba pedir otra cerveza e intentar explotar al máximo la información que el dolor de aquella mujer pudiera ofrecer. Aceptada la segunda ronda Santos preguntó: —Verá, señora Bellmirall, entiendo que con lo que le decía su padrastro aceptara la desaparición de Julián, pero ¿no le extrañó la desaparición de Judit, el hecho de que dejara de venir de un día para otro? —No sé cómo sería usted de adolescente, pero yo era una princesa de dibujos animados y con su misma limitación mental. Se tomó un respiro y continuó —¿sabe que pensé? Se va a reír, los imaginé juntos y riéndose de mí. Convertí en certeza la absurda idea de que habían estado viéndose a mis espaldas y habían decidido huir a otro lugar, acorde con su estatus. Ese fue el pensamiento que se quedó a vivir en mi cabeza. Imagino que Yuri y mi madre tendrían algo que ver. No sé. Pero ese es el estúpido epílogo de una estúpida historia de amor vivida por una cría tan estúpida como sus pensamientos. Ahora fue Santos quien dejó que los ánimos se relajaran. Tomó un sorbo de su jarra de cerveza, sacó un pitillo, ofreció otro a su acompañante, los encendió y, después de un par de caladas prosiguió: —¿Recuerda usted alguna cosa extraña de esos últimos días, algo que saliera de lo habitual, cualquier cosa nos serviría? —Por parte de Julián no, no recuerdo nada extraño. Tal vez que esos dos, el Miguelín y su inseparable, se metían más con él, pero no me extrañó, Julián era muy distinto de aquellos energúmenos. Piense que uno de ellos llegó a alardear de lo barato que salía pegarle a una mujer. Parece ser que había abofeteado a alguna, ésta le había denunciado y le tocó pagar una cantidad de dinero ¿Quién, en sus 330 cabales, se acercaría a tipos como esos? No, siempre tuvo problemas con ellos. —Y de Judit Garcés, ¿recuerda alguna cosa? —En eso estaba pensando, mientras hablaba me ha venido a la mente algo que había olvidado. Unos días antes de desaparecer me confesó que alguien le había propuesto pintarle un retrato y ella había declinado la oferta. Es increíble, cómo no me había dado cuenta, el cuadro... A Santos le había cambiado el semblante —¿Dijo algún nombre, era alguien del entorno de su padre o de la empresa? No lo recordaba, pero le sonaba a corto y contundente. Tampoco recordaba demasiado de aquella conversación. Le vino a la memoria que Judit Garcés le había hablado de un hombre delgado y elegante pero muy anodino, sin nada en especial, alguien que se había fijado en ella al verla cada tarde plantada allí fuera, en la calle, esperando. No podía recordar si era alguien del personal, algún socio de su padrastro o alguien de fuera. Hablaba dando circunloquios, como si el hecho de repetir fuera a mejorar su memoria. Y algo de eso hubo, porque de repente recordó una cosa que había dicho Judit Garcés, había visto a ese hombre hablando con alguno de los socios en plena calle. ¡Bingo! pensó Santos. Sacó su teléfono y se puso a teclear lo más aprisa que podía. Le estaba mandando un correo a Elías para que al día siguiente indagara por todos los canales que tuvieran abiertos quién era, donde vivía y hasta la talla de pantalón que usaba el pintor invisible. —¡Darío! —Gritó Judit Bellmirall— Creo que dijo que se llamaba Darío. —¿No sería Diego? —inquirió a su vez Santos. —Eso es, Diego. Diego me dijo. Seguro. 331 El pintor desconocido había aparecido al fin ubicado en la misma empresa de Yuri Edna. Una vuelta más de tuerca al imaginario garrote vil que se iba cerrando alrededor del cuello del georgiano. Santos pidió a la mujer que se quedara un par de días por si fuera necesario volver a hablar con ella. Aceptó y se despidieron con un apretón de manos. **** Inicio 332 333 El nombre está en la otra página Cerdanyola del Vallès — Martes 3 de agosto de 2010 Santos apenas había dormido. Primero porque llamó a Oscar y le explicó la versión de la hijastra de Yuri comparándola con toda la información que tenían, después porque discutió con su mujer que le echó en cara el abandono conyugal, a todos los niveles, al que la tenía sometida. Todo ello lo sumió en un estado de vigilia controlada por cientos de pensamientos que se negaban a darle descanso. Ni los programas de tele-venta, capaces de dormir a un búho, hicieron mella en él. Optó por el sistema del vaso de leche y lectura, salvo que la leche la sustituyó por orujo casero en vaso largo y dos cubitos de hielo, y la lectura por una puesta sobre el papel de todo lo que tenían en relación a los distintos casos. De Julián sabían que Yuri había ordenado el escarmiento, con lo que esa merienda se la comería él solo; sabían quiénes habían propinado la paliza y solo faltaba saber cuál de aquellos individuos había asestado el golpe mortal para llevarse el bingo de los huesos. Debía hablar con Elías y buscar el modo, el que fuera necesario, de aquellos tipos cantaran. Del caso de Oscar relativo al expolio y la consiguiente vinculación de la UDEF en el blanqueo de dinero, no debían preocuparse. Eso seguía su curso y estaba en manos de la policía nacional. Quedaba lo de las mujeres: la desaparición de Judit y ahora la posible desaparición de Alba. Todo ello aliñado en una ensaladera en la que había, además, un pintor llamado Diego al que solo había visto 334 Raúl y otras dieciocho mujeres pintadas y desaparecidas del mismo modo. A las cinco de la mañana Santos tenía claras dos cosas: la primera que debía coger a Yuri Edna y hacerle reconocer que conocía al pintor y que sabía dónde encontrarle; la segunda que habían de buscar a Raúl y llevarlo a comisaría para que explicara de nuevo su versión de los hechos. A las seis de la mañana, después de otra breve discusión matutina con su mujer, Santos salía hacia su lugar de trabajo. Había refrescado, pero el calor de la rabia alimentaba su cuerpo hasta hacerle sudar. Cuando llegó se preparó un café y se echó en un sillón del despacho, a los pocos minutos dormía como un niño. :::: Le despertó Elías, eran las nueve y tenían esperando a Yuri Edna. Mientras se despejaba un poco y se aseaba con una botella de agua situada sobre la papelera le pidió a su subordinado que le diera buenas noticias. Elías fue tan escueto como claro: la pareja de matones habían terminado confesando y. ambos habían acabado acusando a Berto, el hermano menor de nariz delicada. Ahora solo quedaba arrancarle a él la confesión, y eso podía ser algo más laborioso. El cansancio de Santos desapareció detrás de una gran sonrisa. —Fantástico, Elías, eres el mejor. —Gracias, jefe, es bueno recibir un flor de tanto en tanto, sirve de bálsamo para tanta patada en los cojones. —¡Qué insinúas, que puteo al personal! —Jamás se me ocurriría, pero a veces te pasas tres pueblos. 335 El inspector obvió las palabras de su amigo, prefirió resumirle lo explicado por Judit Bellmirall y contrastarlo con la confesión del lacayo. Todo cuadraba a la perfección, tanto, que encajaban todas las piezas del puzle y les sobraban diecinueve. —Esto no me cuadra en absoluto Elías. Cómo puede ser que todos, de forma invariable, nieguen toda relación con Judit Garcés. —Sí jefe, y la otra pregunta es: ¿tiene algo que ver realmente el pintor en todo esto o es una puñetera casualidad? Santos creía tanto en las casualidades como en la Trinidad, el cajón que el cerebro reserva a la fe él lo había llenado con pruebas y esas pruebas le decían que la casualidad es algo tan improbable como poner cualquier canal de televisión y que no esté dando publicidad. Se repartieron el trabajo, Él se encargaría de Yuri, Elías y sus palmeros de preparar a Berto. A Conchi la mandarían a charlar con una par de ex trabajadoras para ver si podía averiguar algo del pintor por canales externos. A pancho lo pondrían con el tema del automóvil para ver qué podía sacar de nuevo. Les quedaba el tema del decorador, pero de eso quería encargarse personalmente. Tenían su teléfono y decidió que le llamaría durante la sesión con el georgiano para citarlo en comisaría. —Inspector, está aquí Jesús Loperena, que si puede pasar a verle. Quien había hablado desde la misma puerta era el propio Pancho. Santos aprovechó para darle las órdenes pertinentes y le pidió que hiciera entrar al anciano. Tal y como entró, Jesús se disculpó por llegar de aquél modo y dio una explicación del porqué. Sé que debería haber avisado y no presentarme de este modo, pero se me llevan los demonios en casa y tenía el presentimiento, o el pálpito, llámenlo como quieran, de que está a punto de suceder algo malo. Igual solo es la maldita vejez, pero tengo 336 muy mal cuerpo y eso siempre me ha sucedido cuando las cosas pintan bastos. Santos le tranquilizó dándole las buenas noticias, pero ni siquiera el hecho de que su caso iba a cerrarse, por fin, le liberó del mal estar. Pidió que le trajeran un café. —Mire Jesús, ahora tenemos que conseguir que ese par de criminales firmen una confesión. Con eso su caso se habrá cerrado por fin y podrá estar tranquilo. Incluso le dejaremos que sea usted el que dé la noticia al padre. Pero ahora quédese aquí con su cafelito, le abriré el monitor para que pueda seguir los interrogatorios y, si también le apetece, puede echar un vistazo a todas las novedades del caso que están en estas carpetas. Le alcanzó dos carpetas, una no demasiado gruesa con la información relativa a Julián; y otra más gruesa con lo relativo a las diecinueve desapariciones. Después le dejaron solo. :::: Orense — Martes 3 de agosto de 2010 Cuando nos sobreviene el desasosiego es difícil esconderlo. El tiempo transcurre de modo diferente, la opresión en el pecho llega a ser constante y las cosas huyen de las manos. Esto último lo constató Oscar cuando se le cayó el café que acababa de prepararse en la máquina. Se encontraba en la comisaría de policía de General Yagüe, en Oviedo, lugar en el que se había establecido visto el nulo resultado de andar dando vueltas por Orense. Lo recogió todo como pudo, se preparó otro y pidió, por enésima vez si alguien sabía algo del Mercedes oscuro. Repitiendo los movimientos de cualquier felino enjaulado sacó el teléfono y miró en los 337 distintos canales de comunicación. Nada. Se acordó de familiares de Santos que llevaban años enterrados y llamó a la comisaría. —¿No hay manera de que pueda ponerse al teléfono? —Le gritaba al vacío. Las distintas negativas de la encargada de la centralita no servían de bálsamo alguno para el estado de nervios en el que andaba sumido. —Es que tengo órdenes de no interrumpirle bajo ningún concepto. —le decía la voz femenina. Fue repasando cada uno de los nombres de los integrantes del equipo pero ninguno se encontraba en la comisaría o podía ponerse. La última oferta que hizo la joven, visto el desespero de su interlocutor, fue la de pasar la llamada al despacho donde se encontraba Jesús Loperena. Oscar aceptó. —Hombre amigo Oscar, ¿qué tal le va todo? —Mal Jesús, de mal en peor. Estoy seguro de que a Alba Garcés le ha pasado algo pero no tengo forma de saber dónde puede estar. Llamaba por el tema de la matrícula. Sé que han ido a una nave industrial pero no han encontrado nada ¿Sabe usted alguna cosa, le ha dicho algo el inspector Márquez? El anciano le escuchaba mientras hojeaba los distintos papeles. —Espere un momento, el inspector me ha dejado las carpetas con los casos. Déjeme buscar a ver que puedo encontrar. Oscar esperaba al otro lado pero no se sentía capaz de alargar aquello por mucho tiempo. Le dijo a Jesús que no era necesario que se preocupara y que ya llamaría él de nuevo más tarde. —Qué le sucede, amigo Oscar. Usted no acostumbra a estar en ese estado. Cuando terminó de contar su teoría y lo que pensaba que podía haberle sucedido a Alba la línea se quedó en silencio. —¿Puedo confesarle algo? —habló por fin Loperena. 338 —Si sabe algo no se lo calle, por favor. —Mire, siempre que he tenido la intuición de que algo malo iba a suceder lo he sentido como algo físico, y ahora noto esa sensación. Por eso vine a comisaría. Ante el silencio de Oscar siguió hablando. —Pero también debe saber algo, Oscar, solo cuando esa sensación pasa es que ha sucedido lo irremediable. Oscar acertó a agradecerle sus palabras pero deseaba colgar el teléfono lo antes posible. Se despidió de Jesús y colgó. :::: Cerdanyola del Vallès — Martes 3 de agosto de 2010 Jesús era consciente de su poco tacto al hablar con Oscar, también era consciente de que su última mentira no había surtido efecto alguno. Y para colmo seguía la sensación de ansiedad que no marchaba de ningún modo. No podía hacer nada que no fuera seguir moviendo papeles y esperar a que alguien viniera con alguna buena noticia. Los interrogatorios seguían el curso normal a aquella altura de los acontecimientos: Yuri Edna cada vez más acorralado y su hermano mostrando síntomas de necesitar meterse algo en el cuerpo. Era cuestión de tiempo que Berto saltara y se enterrara definitivamente en la mierda, confirmando la total implicación de su hermano. Mientras escuchaba el vozarrón de Elías apareció el papel de identificación de vehículo suministrado desde la consulta de la DGT. Jesús lo empezó a leer: datos de matriculación, datos técnicos, matriculación temporal, datos del titular, domicilio de notificaciones… sí, allí estaba, la dirección de la nave de Rubí. Y al final de la página el domicilio fiscal del vehículo. Giró la hoja. Nada. 339 No le costó darse cuenta, aquella información estaba incompleta. Por charlas ahora casi olvidadas con policías de otros cuerpos sabía que mucha gente pone una dirección fiscal y otra para las notificaciones, es como si intentaran esconderse del largo brazo de la Administración. No podía ser algo tan estúpido. Salió a ver si encontraba a alguien pero allí no había nadie conocido a quien pedir que buscara de nuevo la información. Él, por otra parte, no tenía el más mínimo conocimiento de esos ordenadores que tan buen trabajo hacían, a pesar de que pudieran generar olvidos tan terribles como aquél. Salió a la recepción y pidió a la muchacha que estaba de guardia que le acompañaran a la sala de interrogatorios. Era necesario que hablara con el inspector Márquez porque había encontrado algo lo suficientemente importante como para poderle interrumpir. La muchacha marcó una extensión interior y habló: —Inspector, perdone que le moleste de nuevo, he estado llamado a los teléfonos que me dio, los de un tal Raúl Ouso, y no hay manera de que lo coja… sí, ni en el fijo ni en el móvil. El primero suena hasta saltar el contestador y el otro me dice que no está disponible. Sí, seguiré llamando… No, hay otra cosa, el inspector jubilado que estaba en su despacho me dice que es urgente que hable con usted. Sí, se lo paso. —Santos, igual es una estupidez, pero el papel con los datos del vehículo ese que parece que andáis buscando... —Sí. —Resulta que solo hay impresa la mitad de la información. Alguien olvidó darle la vuelta a la hoja o como funcione eso de las computadoras, pero estoy seguro de que falta la información fiscal del vehículo…sí, le espero en el despacho. 340 Apenas dos minutos más tarde aparecía Santos en su despacho y cogía el papel que Jesús Loperena le había dejado apartado de los demás. Es imposible que pueda ser algo tan estúpido. Es imposible que seamos tan idiotas. Mientras se flagelaba el ánimo entraba en la página de consultas de la DGT e imprimía de nuevo la información del Mercedes Benz. Allí estaba, diáfana y clara, la información que necesitaban para encontrar el posible paradero de la restauradora desaparecida. Dijo un solemne «gracias», primero a algún dios y después al anciano y marcó un número de teléfono. —Oscar, soy Santos. No tengo tiempo de explicarte los pormenores de cómo la hemos encontrado, pero tenemos nueva información del coche que buscas. Es una dirección de Orense. No te lo creerás cuando lo leas. Tenías toda la razón. Sí, te lo estoy mandando todo por WhatsApp. No te entretengas. No dejes de llamar. Jesús había cogido el papel y lo ojeaba como si se tratara de un objeto nunca visto. Santos fue a hablar pero le interrumpió. —Si va a darme las gracias mejor guardarlas. Le van a hacer más falta a Conchi que a mí cuando se entere del error. No sea duro con ella, ambos sabemos que es una gran policía. Goethe, el hombre más inteligente de todos los tiempos decía que «el único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada», y ella ha aportado muchos aciertos a este caso. —Lo tendré en cuenta, Jesús, de todos modos, gracias. Tal vez acabe de salvar una vida. **** Inicio 341 Enlace con la novela Ourense — 3 de agosto de 2010 16 Horas Las coincidencias, las malditas y estrañas coincidencias… ¿Sabes?, ya había decidido retirarme. Tengo demasiados años y empiezo a notarme cansado. Creía llegado el tiempo de entregarme a mis cosas y olvidar todo el pasado. Vender mis empresas de fertilizantes y deshacerme de la empresa de importaciones. Me sobra el dinero y nunca he necesitado demasiado para satisfacer mi sencilla vida. Tengo esta hermosa casa y mi mundo solo debía circunscribirse a ella y a su contenido. Tengo toda la música que necesito, puedo releer todos y cada uno de los libros que me marcaron, tengo mi pintura. Y si necesito algo del mundo exterior dispongo de la maravillosa tecnología que ofrece Internet, con lo que apenas debo alejarme de estas paredes para conseguirlo. Soy un misántropo que solo aspiraba a acabar su vida en compañía de María. Leerle poemas, ponerle los cuartetos o las sonatas para piano de Beethoven y dejarnos hundir en ese universo irrepetible. Mi íntimo deseo era pasear por los prados para captar su luz, reinventar para de nuevo y solo para mí el maravilloso Impresionismo: preparar los lienzos, construir la paleta de colores y plasmar la luz de una mañana de otoño, un mediodía de invierno, un atardecer de verano o la media tarde de una primavera preñada de colorido. En eso estaba hasta hace muy poco, dedicado a reorganizar mi vida, planear el retorno definitivo para hacer lo que te he comentado. Dejar que mi alter ego, muriera de manera definitiva y retirarme de un mundo que me llena de asco para ser solo Diego. Y cuando ya lo tenía organizado y apenas me faltaban unos meses para abandonar Barcelona, recibí la llamada que me puso en contacto contigo. Ya ves, un pequeño favor que quise regalar. Pero nada salió como debía. Al verte, una analepsis mental me trajo de nuevo a María, el olor de María, la belleza de María y su mismo concepto estético, todo 342 sublimado en ti. Como una reencarnación inevitable, un ave Fénix renaciendo del fuego de la casualidad para sentir el ayer de nuevo. Eres tan parecida a mi madre: tienes la misma edad que tenía ella cuando murió, eres una amante visceral del Arte y de la belleza y te planteas el genio del mismo modo que yo lo hago... ¿por qué razón tuviste que aparecer y trastocar todos mis planes? Después de verte creí que me volvía loco. Pero recapacité, no era locura, era un error pensar que yo estuviera loco. Jamás pierdo el control ni disfruto haciendo daño. No, no era locura, era lo que te he dicho, ese espejo temporal que repetía lo sublime. Pero no, tampoco era eso… Lo tenía muy fácil ¿Sabes? Solo debía continuar mis planes y marchar. Pero no me dejaste Alba, porque como dije, la Casualidad pidió carta y ganó. Tuviste que encontrar el maldito cuadro con el retrato de tu hermana. ¿Qué probabilidades puede haber de que alguien termine en alguna de las casas en las que Diego colgara alguno de sus homenajes? Pocas, Alba, pocas. Solo la Casualidad, improbables circunstancias que trastocan toda una vida simplemente porque alguien cruzó una calle u otro no escuchó el despertador. O porque simplemente nació en Nagyrèv. O encontró una pintura olvidada que el narcisismo de un genio dejó colgada en una pared de una habitación de una casa ubicada en una ciudad pequeña a la que jamás debiste llegar. Y con todo, las cosas todavía se podían haber detenido allí. Tú podías haber encontrado el retrato, soltar unas lágrimas y deducir que la vida toma rumbos que no controlamos. Así de simple. Pero no, tú querías más y más. Estabas empecinada en una cruzada contra el mundo. Te empezaste a comportar como un personaje arquetípico a lo Gary Cooper en “Solo ante el peligro”. Y al igual que les sucede a la mayoría de héroes, te comportaste como una estúpida. Pudiste detenerte después de hablar con Raúl la primera vez. Entonces todavía barajaba la idea de desaparecer y borrarte de mi mente. Todavía no 343 había terminado de aceptar los parecidos ni tenía claro su significado. Pero tú habías de buscar más retratos. Hurgar en una tierra endurecida por el paso de los años y olvidada por todos. Habías de encontrarte de nuevo conmigo, habías de preguntar una y otra vez por el extraordinario pintor. Así lo llegaste a definir, a definirme, en puridad. Eso me dio tiempo, un tiempo precioso para conseguir que todo se volviera diáfano. Y estos días he podido confirmarlo. No fue tu curiosidad lo que te trajo aquí. Si solo hubiera sido eso tengo claro que me hubiera desecho de ti mintiéndote o lanzándote a búsquedas infructuosas… ¿Sabes que es lo que ha traído aquí conmigo? No ha sido esa casualidad que te dije antes. Una casualidad francamente improbable. Tanto, que es imposible que no esté planificada por algún ente superior, llámale Destino si así lo entiendes. Si la primera vez que te vi lo intuí, cuando te traje aquí estuvo claro: tú apareciste porque mi periplo no estaba terminado, como yo creía. Tu parecido con mi madre era una señal que me exigía cerrar ese círculo extraño que nunca supe ver. Un periplo circular que comenzó con ella y terminará contigo. Ahora ya lo sabes. Ahora ya nos conoces a todos. Conoces a Raúl, el falso esteta amante de lo bello y a Diego, el que va un paso más allá, el visionario, el genio incomprendido. Dudo que con las dosis de lorazepam y escopolamina hayas tenido demasiada conciencia de lo que estaba sucediendo. Entiende que era necesario ya que te negabas a poner de tu parte y yo te necesitaba a mi lado para hacerte inmortal en el lienzo. Quiero que sepas que durante los últimos cinco días he estado plasmando tu cara en una copia de las obras de Sorolla dedicadas a su mujer, Clotilde que estuve preparando para ti. Es nuestra última y definitiva tarea para con el mundo. —¿Qué vas a hacerme? –Balbuceó Alba mientras salía poco a poco de la ensoñación en la que había estado inmersa. 344 Veo que se te está pasando ya el efecto de los fármacos. Ya no te voy a dar más, no me es necesario. Tampoco es necesario que grites, la habitación en la que estamos está insonorizada. Te pido disculpas, pero lo que no puedo hacer todavía es desatarte. Espero que lo entiendas, Alba. Me preguntas qué va a pasarte... ¿Qué crees tú que va a pasarte? Ya te he plasmado. Ya he tomado de tu rostro aquello que merece la inmortalidad. Me queda ubicarte al lado del retrato de María Kardos. La primera y la última maravilla de la naturaleza inmortalizada por mi genio. Así perduraréis juntas mucho más allá de mi propia existencia. Ninguno de nosotros somos ya necesarios, Alba. Si te dejara ahora te sucedería lo que al resto. La sustancia que te convierte en la diosa que eres marchará, te abandonará dando paso a la decrepitud, la fealdad, la vejez. Tú debes entender que lo hago por ti, para evitarte ese sufrimiento. Tu modo de entender la Belleza ha de darme la razón. :::: —¿No te das cuenta de tu locura? Solo eres un monstruo, un megalómano engreído. —¿Cómo se te ocurre insultarme de ese modo? Mira el resultado de mi genio. Mírate plasmada en este lienzo ¿Es esta la obra de un engreído o es la obra de un genio? Diego parecía no entender. Estaba herido en su orgullo y eso le dolía, pero el mayor dolor venía de que ella, no siendo como las demás, no viera lo que escondía aquel lienzo. Alba, cada vez más repuesta del vapor de las drogas, respondió con rabia: —Sí, en tu cabeza enferma es la obra de un genio. Él seguía en silencio y ella sabía que no podía quedarse callada y sumisa. Continuó hablándole: 345 —Ya sabes que desde que nos conocemos te he reconocido lo bien que pintaba Diego, pero de lo que no te das cuenta es de que se puede pintar bien sin que exista alma en ello, y eso es lo que te sucede a ti, y te sucede porque tú tampoco la tienes ¿No te das cuenta?, no eres más que un vulgar copista que no aporta nada al Arte. Nada de lo que haces tiene la menor pincelada tuya, todas y cada una de ellas son repetidas. Pintas como Leonardo, como Sorolla, como Renoir o como Bouguereau; pero eres incapaz de pintar como Diego, o como mierdas te llames. Y eres incapaz de pintar como tú, porque tú no eres nada, ni artista, ni pintor, ni siquiera eres un hombre; eres una vulgar fachada andamiada con técnica y revestida de conocimientos tras la que solo existe el vacío. La cara de Diego, lejos de mostrar algún sentimiento, permanecía impertérrita, aunque sus ojos se iban inyectando en sangre. Alba se dio cuenta de que el camino de su salvación no pasaba por provocar a aquel loco ni por decirle las verdades que era incapaz de ver. Necesitaba ganar tiempo. Necesitaba reconducir aquella locura hacia un terreno que maleara al pintor. —Perdóname —dijo—, debes entenderme, Diego. Son muchos días aquí encerrada y mi cabeza es incapaz de pensar con claridad. Creo que he dicho cosas que no son del todo ciertas. Él no se movía. Tal vez sus ojos parecían expresar sorpresa. —Creo que lo que me sucede tiene que ver con eso y con el hecho de que apenas he tenido la oportunidad de disfrutar de tu obra de manera objetiva. Has hablado del retrato de María, ¿podrías mostrármelo? Vio cómo cambiaba su cara y un esbozo de sonrisa se dibujaba en ella. —No sé si a ella le gustaría. Siempre ha estado arriba solo para mí. Ya sabes que a mamá nunca le gustó que la gente extraña se inmiscuya en nuestra vida. 346 —Pero yo no soy nadie extraño. Entre tú y yo hay una comunicación especial que ella sabría apreciar… Diego dudaba. No sabía si debía entregarse a su narcisismo enfermizo y a la admiración que sentía por María, la amante, o si, como hijo, debía respetar los deseos de su madre y mantener su belleza robada fuera del alcance de otros ojos que no fueran los suyos. —No irás a decirme que los halagos que me has hecho hace un rato no eran ciertos. Creo que, por los méritos que me has atribuido, debería poder contemplar a aquella que acompañaré cuando ya no estemos. Las murallas del pintor se reblandecían. Un rayo de esperanza cruzó frente a Alba. Continuó deshaciéndose en halagos hacia su captor. Necesitaba reponerse, recuperar fuerzas después de tanto tiempo sin moverse. Era consciente de que cada segundo de tiempo que le arrebatara a aquel monstruo significaba tener mayor esperanza de seguir viva. Sabía que la estaban buscando. Lo sabía más como un deseo que como una realidad, pero le era necesario pensar de ese modo para no entregarse como lo haría Isaac al monstruo de Abraham. Lucharía, y lo haría hasta el último hálito de vida que le quedara. Jamás la rendición, no ésta Alba. Ahora tocaba ganar tiempo. A medida que se reducía el sopor tomaba mejor conciencia del entorno en el que se encontraba. Era una estancia sin ventanas. Aquel loco había comentado que el retrato de su madre estaba arriba, eso significaba que debían estar en una especie de sótano o una antigua bodega. Miró a su alrededor buscando unas escaleras. Las encontró justo a su derecha. Las ataduras eran otro cantar, si no conseguía que el pintor la desatara estaba perdida. Debía camelarle, la vía de la adulación daba mejores resultados que la de la confrontación. Debía seguir alimentando su ego como si fuera la caldera de un tren de vapor, era la 347 manera de mantenerlo en una marcha acorde con sus pretensiones. Habló de nuevo. —¿Puedo preguntarte una cosa? Ante el silencio del pintor, absorto en el lienzo, continuó hablando. —¿Cómo tienes la completa seguridad de que existe una física de la belleza? Quiero decir, ¿qué demostración empírica te ha llevado a esas deducciones, fue después de pintar a María? —Para qué contar nada, sé que no me crees. La voz sonaba desencantada: lejana y sin matiz alguno. —Todo lo contrario, después de haber admirado algunas de tus obras desearía ver cómo fue tu primera obra maestra. La que te hizo descubrir tu poder. Creo que tengo derecho a verla. El pintor dudaba, Alba podía sentirlo. Se levantó de la silla y empezó a deambular por la sala. Se movía de manera anárquica y cambiaba de dirección como llevado por espasmos. Subía parte de las escaleras y después las bajaba. Era la danza ritual de un loco moviéndose entre la realidad y su fantasía. La única y potente luz que moría a medida que se alejaba del caballete confería un aspecto fantasmagórico a las sombras que producía Diego al moverse. El sonido tétrico de la quinta sinfonía de Shostakovich daba un significado distinto a la palabra miedo. —Puedes bajarlo aquí si no deseas desatarme. Lo entenderé, temes que pueda estar engañándote y todo sea una maniobra para escapar. Anda, bájame el retrato de María, por favor. La voz conciliadora de Alba tuvo un efecto calmante en la mente de Diego. Sin mediar palabra se paró en seco, la miró, miró al techo y murmuró palabras inteligibles. Se acercó a la escalera y empezó a subirla como si accediera al cadalso. Desapareció tras la puerta, ella se quedó a solas. 348 Debía pensar, debía desatarse, buscar una salida, un teléfono, algún ser humano bastante cuerdo como para ayudarla a salir de su más que probable tumba. Si bajaba la pintura cómo debería actuar. Piensa Alba, qué será lo más coherente. Debes alabar su obra, hacerle hablar, convencerle de que así, atada, te es imposible valorar en todo su esplendor el retrato que te traiga. Piensa Alba, piensa. Imposible desatarse, tampoco gano nada tirándome hacia atrás o hacia cualquier lado, en las películas sí, Indiana Jones saldría de rositas, pero esto es la puta realidad, Alba. Esto es lo que debiste pasar tú Judit. La misma locura, el mismo miedo, la misma silla. Qué daño hicimos para terminar de este modo. La sacó de sus pensamientos el sonido de la puerta al abrirse. Era el pintor cargado con un lienzo enmarcado. A Alba se le antojó la imagen de Sir Lancelot du Lac portando su escudo y yendo a salvarla, una prueba de que su ente no funcionaba al cien por cien. El pintor llegó a su lado llevando el retrato vuelto. Lo dejó apoyado con todo cuidado en una silla. Giró el caballete en el que se encontraba el retrato de Alba y paralelo a aquel montó otro sobre el que puso el retrato de María, movió la fuente de luz hasta situarla delante de ambos lienzos y se apartó. Alba pudo contemplar por primera vez su parecido con María Kardos. Era más que evidente. Ayudaba el hecho del envoltorio de cada uno de los rostros. En el caso de María se trataba de una obra de George Apperley llamada Enigma y en el suyo se trataba de una obra de Sorolla, un retrato de cuerpo entero de su esposa Clotilde sentada en un sillón. Los dos se quedaron en silencio. El pintor en su mundo de alucinaciones y Alba calibrando qué decir que le permitiera alargar su vida hasta que llegara alguien. Primero pensó en alabar la calidad artística de ambos lienzos. Eso suponía moverse en un universo de certezas pues la genialidad de Diego a la hora de copiar a cualquier 349 pintor era manifiesta. Pero se decantó por la comparación entre María y ella, eso podía permitirle envolver a Diego en su espacio de locura y hacerle hablar de nuevo para ganar tiempo. —Tenías toda la razón, me parezco mucho a María. A pesar de que ella sea mucho más guapa que yo. Habló en presente, congelando el tiempo para que nada afectara la mente del pintor. Él pareció no darse cuenta, como tampoco se dio cuenta de que la alabanza de Alba iba dirigida a alimentar su ego enfermo. Comenzó a hablar de nuevo, a sumergirse en su universo de fantasía donde la estética adquiría masa y la muerte se convertía en trámite asumible. Hablaron durante un buen rato todavía. Alba apenas conocía la obra de Apperley pero, como buena mediterránea amaba los colores de Sorolla desde siempre. Qué maravilla los cuerpos mojados de los niños. Qué fuerza en los blancos contrastando con el mar. Quién no se enamora de la luz de su obra. Qué prefieres, la luz del Mediterráneo o la que pintó en el Cantábrico. Él parecía relajado y hablador. Llevaba la mirada de los cuadros a Alba y viceversa, pero la locura convierte la mente en una frágil porcelana que en algún momento se estrella contra la realidad devolviéndolo todo a su instante de muerte. Se calló, cogió una cuerda y caminó lentamente hasta situarse en la espalda de Alba —No alarguemos más lo inevitable. Adiós de nuevo María. Este es el fin. :::: Oviedo / Ourense — 3 de agosto de 2010 17:30 Horas No había esperado a nadie. No le importaban los dispositivos ni la seguridad ni el hecho de que pudiera peligrar su vida. Ahora solo existía una meta: encontrar a Alba con vida. Cuando todavía se estaba acabando de organizar el dispositivo con la policía de Ourense, Oscar 350 salía de Oviedo saltando los radares. Volvía de nuevo a las cercanías de O Barco, a una velocidad poco prudente y atenazado por una rabia que le hacía lamentarse a gritos dentro del automóvil. Podía haberme esperado cualquier cosa, había desconfiado de todo el mundo. Me he estado moviendo entre gente sin el menor escrúpulo, pero al más peligroso de todos ellos no le he hecho caso. Diego Raúl Ouso Kardos, un único loco con dos personajes: el amanerado decorador al que todo el mundo conocía como Raúl y un desconocido y escurridizo pintor con alma romántica al que él mismo se refería como Diego. Cómo hemos podido ser tan estúpidos como para no meterlo en el saco de los sospechosos. Un tipo que se relacionaba tanto con Germán como con los georgianos. Siempre con esa pinta de no haber roto un plato. Claro que hemos sido estúpidos, todos le hemos querido ver como el amanerado que describió Germán. Llegó ya anochecido. Eso le daba una ventaja mientras se moviera por el exterior. Buscó por donde entrar, todo estaba cerrado. La única opción que encontró fue un ventanuco lateral que parecía dar a un aseo. Debía romper el vidrio haciendo el menor ruido posible. Se protegió la mano con unos pañuelos de papel. Antes de asestarle un puñetazo pudo escuchar el sonido de una orquesta, no conocía qué estaba tocando, pero le pareció que venía de debajo de la casa, se movió a lo largo de la interminable pared lateral y descubrió otra pequeña ventana a pocos centímetros del suelo. Estaba cegada, en vez de cristal tenía madera. Allí la música era algo más fuerte Volvió a la primera ventana y ahora, más seguro, le asestó un puñetazo que reventó el frágil cristal. Sacó con las manos los restos de vidrio que quedaban y saltó al interior. Ahora el sonido de la música se percibía más atenuado. Abrió la puerta y salió. Estaba en una amplia estancia de techo altísimo y protegida por grandes librerías. Era una biblioteca. Buscó en la penumbra guiándose por el tenue sonido. Salió a un comedor, pasó por una cocina, llegó al recibidor frente a la entrada 351 principal de la casa. Volvió sobre sus pasos y esta vez, superada la biblioteca se encontró en un amplio pasillo donde la música sonaba algo más fuerte. Había tres puertas situadas a su lado izquierdo. Puso la oreja en cada una de ellas y la última fue la que le devolvió un sonido más fuerte y lo que parecían ser unas voces lejanas: la de un hombre y la de una mujer. Es Alba, está viva, pensó mientras escuchaba con más atención. No parecía haber nadie más en aquella inmensidad. Solo las dos voces. Giró la maneta de la puerta. Estaba abierta. Bajó el primer tramo casi a oscuras, se encontró un descansillo y vio que la escalera continuaba hacia la derecha, donde la fuente de luz era mayor. Las voces cada vez eran más distinguibles, a pesar de la gran reverberación que devolvía aquella cámara. No se percibía ningún signo de que ella estuviera allí de manera involuntaria. La pareció extraño. De repente se hizo el silencio. La música paró y las voces callaron. Se quedó quieto. No quería hacerse visible y darle ninguna ventaja al tipo que estaba con ella. Pasados unos segundos interminables pudo escuchar una frase de la que entendió solo un nombre: María. A partir de ahí gritos. Se lanzó escaleras abajo. Lo que vio le aterrorizó, era Raúl estrangulando a Alba. Sacó su pistola. Apuntó pero se dio cuenta de que no tenía un tiro limpio. Corrió entre los barriles que se amontonaban hasta casi la mitad de la bodega, hasta llegar al espacio abierto que parecía el taller de un pintor. Alba se movía de forma convulsa. Él apenas podía ver cegado por la rabia. Sin pensar en nada más que no fuera ella levantó el arma y disparó. Tras un grito de dolor el cuerpo de Raúl cayó al suelo. Alba estaba inmóvil. Los ojos cerrados y la lengua asomando por la comisura de los labios por entre los que caía la saliva. De lejos se escuchaban las sirenas. Se acercó al pintor y vio que seguía vivo. Se abrazó a Alba y se echó a llorar 352 :::: —Hay que llevar a esta mujer al hospital lo más rápido posible. Era la voz del médico que la acababa de atender. Había pasado casi media hora desde que terminó todo. Ahora informaba a Oscar que más allá de las posibles lesiones físicas habría que esperar que no se hubieran producido daños cerebrales. El estado del hombre también era grave, una herida de entrada y salida con perforación del pulmón derecho y gran pérdida de sangre. Cuando acabaron los de científica pidió quedarse a solas. Se quedó plantado delante de los dos retratos. Admirando, si es que aquel era el verbo, las dos obras del pintor loco. Antes de salir de allí se acercó a tocar el rostro de la madre. Intentaba hacerse una idea de qué era lo que había sucedido en aquella casa. Pero eso no lo sabría hasta pasadas algunas semanas. **** Inicio 353 La síntesis Cerdanyola del Vallès — 3 de septiembre de 2010 Apenas pasaban diez minutos de las nueve de la mañana. Santos tenía reunido a todo el equipo, les acompañaban Oscar Laguardia y Jesús Loperena. Todos iban uniformados. Esperaban al comisario Marquina que había convocado una rueda de prensa. Tocaban las fotos y el reparto de éxitos. Ante las cámaras y personal de la prensa escrita aparecería un insustituible comisario Marquina, aspirante a cargo político y coordinador de todo el trabajo realizado para el esclarecimiento de los sórdidos crímenes que habían sacudido el país durante un número indeterminado de años; a su izquierda el comisario de la policía nacional, Julen Aranguren, como responsable del desmantelamiento de toda una trama mafiosa de expolio de arte medieval y al lado de este, Pau Nonell, Jefe de la unidad provincial de la UDEF encargada de la trama de blanqueo de dinero. Santos Márquez y Oscar Laguardia harían de figurantes junto a sus jefes, sonrientes y sin derecho a la palabra. El resto del equipo humano que había llevado a cabo la mayor parte del trabajo sucio permanecería en la discreta reserva de los que son prescindibles. Nada que se alejara de la realidad de España. La gloria para quienes casi nunca la merecen y para el resto el olvido. A las doce todo había terminado. Las pocas flores que los altos mandos habían lanzado a sus subordinados mientras lucían dentadura ante las cámaras, se habían convertido en polvo cuando, terminada la entrevista, se marcharon sin mediar palabra alguna con ninguno de ellos. Jesús Loperena aprovechó el desprecio para decir una frase que atribuyó a Groucho Marx: “Los jefes son como las estanterías, cuanto más arriba están, para menos sirven”. Fue la manera de romper la sensación de olvido dejada por los personajes públicos. Rieron. Todo el mundo preguntó, necesitaban información veraz y no la novela que 354 saldría mañana en los periódicos. Santos y Oscar e encargaron de hacer el resumen de todo lo sucedido. Primero lo que unos y otros habían vivido en mayor o menor medida. Que el francés Germán Lavie debería enfrentarse a los cargos derivados del expolio de arte románico que llevaba realizando durante más de veinticinco años y que había representado solo la recuperación de unas pocas piezas, ya que la gran mayoría, varios cientos, parecían haberse evaporado. Los hermanos Edna se enfrentarían a la Justicia por los delitos de blanqueo de dinero y Berto, además, debería responder por un delito de asesinato. Los dos trabajadores de la empresa de jardinería deberían responder por un delito de lesiones. Tras el somero resumen dado por Santos le tocaba el turno a Oscar. Primero se dirigió a Jesús Loperena agradeciéndole la perspicacia de saber ver que en la hoja de la DGT faltaba información crucial. Gracias a eso había podida rescatar a Alba Garcés con vida. Después, dirigiéndose a una cabizbaja Conchi, le agradeció su capacidad de observación al darse cuenta de la relación entre el retrato de Judit y la fotografía. —De no ser por ti tal vez no hubiéramos buscado nunca a ninguna de las mujeres desaparecidas. Incluida la mujer a la que acabo de nombrar. Siguió explicando lo que se había encontrado en aquel sótano, sus sensaciones mientras vivió aquellos últimos minutos de angustia y después habló de lo que realmente deseaban saber los allí reunidos. Alba Garcés había acabado evolucionando de manera favorable. Pasada una semana ya tuvo fuerzas para hablar y contó lo que recordaba de la autobiografía del pintor. Desde su abuela húngara hasta el reguero de muertes dejado a lo largo de los años. Tampoco la vida de Raúl Ouso corría peligro. El pulmón había quedado algo dañado y el brazo derecho perdería parte de su movilidad, pero evolucionaba favorablemente. Hacía apenas tres días 355 que le habían tomado declaración en el hospital y no solo había confirmado lo dicho por Alba, sino que lo había adornado con todo lujo de detalles. Había confesado cada una de las desapariciones y cada uno de los asesinatos, incluido el de su madre. Por lo que había podido saber Oscar, se mostraba feliz, confesar los crímenes le hinchaba el ego, sentía como si todo aquello representara su salto final a la fama y a la inmortalidad. Algo que, de algún modo, era cierto, aunque lo hiciera en las páginas de la crónica negra y entre monstruos de la talla de “el arropiero” y “el matamendigos”. Ahora, una unidad especial estaba excavando en los terrenos del caserón y habían encontrado los diecinueve cadáveres de mujeres, todos ellos en distintos estados de descomposición. Todavía habría que esperar a su completa exhumación y a las autopsias para determinar si correspondían a las mujeres desaparecidas. Pero todo parecía indicar que así sería. Quedaban todavía muchos detalles por resolver. Confirmar cuál de aquellos restos pudiera ser el de Judit Garcés, trabajo para el que se había ofrecido la Doctora Núria Miravet. Esperar a los juicios y ver las penas que les caían a unos y a otros. Ir a declarar unos y otros en las diferentes causas. —Todavía queda mucho trecho, caballeros —interrumpió Santos—. Hoy es fiesta, nos daremos un homenaje en el Wok, yo invito, pero mañana será otro día. Es lo bueno que tiene nuestro trabajo, que jamás nos faltará faena. :::: A las diez de la noche salían del local. Apenas había refrescado. Santos se llevó a un aparte a Jesús y a Oscar. Al primero le pidió disculpas por los errores iniciales, le agradeció personalmente la 356 profesionalidad que había demostrado y le invitó a pasarse por comisaría siempre que lo deseara. —Se lo agradezco, Santos, de corazón, pero creo que ahora me tomaré unas vacaciones. Ya le dije como me andaba esta patata que me tocó como corazón y necesito descansar. De todos modos le tomo la palabra. Se dieron la mano. Después se la estrechó a Oscar y con un hasta luego les dio la espalda. Apenas andados unos metros se paró y se dio la vuelta y dijo: —Amigo Oscar, llámeme entrometido, pero yo de usted no dejaría de intentarlo. Creo que esa mujer ha de ser todo un reto. Desapareció dejándole con la palabra en la boca. Oscar se quedó pensativo. —¡Tanto se me nota! —Preguntó a Santos. —Creo que no, pero ese viejo es como Nostradamus, ve el pasado, el presente y el futuro. —No sé qué hacer, la verdad. La he estado engañando desde el primer día… Santos le interrumpió: —Párate ahí, Oscar. Para consultorios sentimentales no soy el más indicado. Lo demuestra el hecho de que mi mujer está a punto de mandarme a la mierda ¿Si quieres quedamos un día y nos pillamos una buena taja? Pero ahora, si no quiero encontrarme una cerradura nueva, el único consejo que puedo darte es que hagas lo que te salga de los cojones. Los golpecitos en el hombro que le había estado dando Santos mientras hablaba le sirvieron de despedida. Se marchó dejándole de nuevo con la palabra en la boca. El resto del grupo, a unos pocos metros de él, discutía la posibilidad de ir a casa de Conchi a tomar la última. Le llamaron y le hicieron la propuesta. Lo cierto es que nadie le 357 esperaba, ni se sentía con ánimos de acercarse al hospital para hablar con ella. Mañana sería otro día. —Venga, a por esa copa. FIN Cerdanyola del Vallès 1 de noviembre de 2015 Inicio 358
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