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Indice
Prólogo
Nagyrèv (Hungría) 1918 DIEGO
Los huesos — Diciembre de 2009 SANTOS
Instituto Medicina Legal — mayo de 2010 SANTOS (FECHA
CAMBIADA MIRAR CAPITULO)
Coordinación del equipo - junio de 2010 SANTOS (FECHA
CAMBIADA MIRAR CAPITULO)
El Retrato — Sábado 26 de junio de 2010 ALBA
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Huida a Argentina 1918 DIEGO
La identidad de los huesos — 1 abril de 2010 SANTOS
La tienda de María Kardos 1938 DIEGO
Primeras indagaciones — 4 de Julio de 2010 ALBA
Primer encuentro Santos con Loperena — 30 junio 2010 SANTOS
Muerte del padre y viaje a Galicia DIEGO
Un nuevo elemento —6 de julio de 2010 ALBA
Más retratos — 7 a jueves 8 de julio ALBA
La Ermita — 14 julio 2010, Cerdanyola SANTOS
Primer encuentro Alba / Raúl — Viernes 9 de Julio ALBA
Iniciación sexual — 1964 DIEGO
Confesión de Alba — 12 julio 2010 ALBA
Judit es la de la fotografía 19 julio 2010 SANTOS
Rojo de Cinabrio — 19 Julio 2010 ALBA
Muerte de la madre DIEGO
Primer interrogatorio – 23 julio 2010 SANTOS
Entrevista 2 alba con Raúl 27 de julio de 2010 ALBA
Un año encerrado DIEGO
Software de reconocimiento facial 27 y 28 de Julio de 2010 SANTOS
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En Oviedo, con Quintana (28 y 29 julio) ALBA
Los retratos tienen correspondencia (30 de julio??) SANTOS
Oscar viaja a Oviedo y Segundo interrogatorio Yuri Edna (31 de julio )
SANTOS
Periplo hasta Catalunya DIEGO
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La huida y el vehiculo SANTOS
Búsquedas del automóvil y de Alba SANTOS
La Nave de Rubí (Lunes 2 de agosto de 2010) SANTOS
Entrevista con Judit Bellmirall (lunes 2 de agosto de 2010) SANTOS
El nombre está en la otra página (martes 3 de agosto de 2010)
SANTOS
Desenlace3 de agosto de 2010 TODOS
La síntesis finales septiembre 2010
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Prólogo
La iglesia estaba cerrada y la luz que se filtraba por los vitrales
daba un aspecto fantasmagórico a la sala vacía. En el primer banco
podía verse a una niña y a un sacerdote.
Apenas hacía media hora que ella había llamado a la puerta que
daba a la sacristía y él, tras abrirla y cerciorarse de no encontrar
miradas incómodas, la había hecho pasar.
Ahora la niña estaba sentada y el sacerdote, de rodillas frente a
ella, la sujetaba por los hombros y la mantenía tan cerca de su cara que
sentía su aliento provocándole arcadas. Hubiera deseado apartarse,
pero el respaldo no le permitía alejarse más de aquellas manos que la
agarraban como tenazas. No debes decírselo a nadie o el niño Jesús te
castigará, le susurraba el sacerdote, Esto solo debemos saberlo tú, el
buen Dios y yo. Es nuestro secreto... Ahora vete a jugar, anda, y no
hagas enfadar a tus padres.
La acompañó a la puerta y repitió el mismo ritual de la entrada.
La niña salió corriendo. Él, sin dejar de mirarla con un cierto desprecio,
cerró la puerta con parsimonia y volvió adentro, cabizbajo. Se plantó
frente al altar, se arrodillo y le habló a la cruz: Perdona Señor a este
pecador, sabes que soy débil y ella, con esa falsa inocencia, despierta
en mí mis más bajos instintos.
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Inicio
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Nagyrèv — 1929
Si tuviera que decidir en qué momento empezó todo creo que
escogería cuando María Kardos, mi abuela, decidió asesinar a su
amante, a su marido y a su hijo de veintitrés años, cambiando de
manera irremediable este presente en el que nos encontramos.
La pobre jamás debió ser consciente de que sus acciones
provocarían la caída de una primera pieza de dominó que arrastraría
tras ella al resto de generaciones de nuestra familia, hasta abocarnos a
este momento.
Creo que la palabra que mejor lo define es hado, aunque
muchos preferirán nombrarlo como destino o fatalidad. Ya ves cómo se
desarrollan algunas historias. La que comenzó con ella terminará en mí.
Un periplo de cerca de cien años concluirá en la nada más absoluta y
habrá sido estéril, salvo mi legado, ese, permanecerá.
¿Te sorprende mi confesión?
Yo he pensado mucho en ello y no es tan sorprendente si
conoces cómo se desarrolló todo. Mi madre me lo contó infinidad de
veces, tantas, que llegó a convertirse en un cuento, igual que esos que
memorizamos de pequeños y luego nos acompañan el resto de la vida
sin caer en el olvido. Pero yo no deseaba que mi historia se quedara en
un cuento, por eso, después de que ella muriera, indagué y pude
constatar que todo era cierto. Ni un ápice de lo escuchado fue fruto de
su invención, lo único que había añadido fue un hilo narrativo adaptado
a mi mente infantil de entonces. Una mujer sabia mi madre.
Todo comenzó al principio de la primera guerra mundial, en un
pueblo llamado Nagyrèv que se encuentra a unos cien kilómetros de
Budapest, en la región de Tisza Zug. Sucedió durante lo que
conocemos como primera guerra mundial, en un tiempo en que los
hombres debieron marchar al frente a defender al Imperio Austrohúngaro, dejando a sus mujeres solas. Eso, que en otros lugares
hubiera significado una terrible desgracia, no lo fue para ellas, porque al
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poco tiempo de andar sin ellos cayeron en la cuenta de algo que jamás
habían podido disfrutar: De repente no había padres, hermanos ni
maridos que les dijeran qué debían hacer y hacia dónde debían dirigir
sus pasos. De un día para otro se vieron con una libertad que no habían
conocido jamás en aquel primitivo mundo rural. Al estar solas tuvieron
que encargarse de trabajar el campo, cierto, pero también gestionaron
por primera vez los beneficios que aquel les proveía. Sin repartirlo con
nadie, sin que ningún hombre se lo quedara para sí. Su economía, rural
y sencilla, dependía solo de ellas.
Y por si esto fuera poco, al poco tiempo y cerca de allí,
construyeron unos campamentos de prisioneros que disfrutaban de una
relativa libertad. Soldados jóvenes que se acercaban a pueblo y a los
que muchas de ellas fueron convirtiendo en amantes. Te das cuenta,
por primera vez en sus vidas eran ellas las que decidían con quién,
cuándo y dónde; y si no cumplían sus expectativas, le daban puerta y a
por otro.
El paraíso, ¿no crees?, Unas mujeres que habían nacido para no
ser nada, maltratadas la mayoría de las veces por los padres y después
por sus maridos, se veían dueñas de sí mismas. Mujeres a las que se
les habían concertado matrimonios, sin posibilidad de divorcio, atadas
irremediablemente a aquel que les hubiera tocado en suerte; disponían,
de repente, de trabajo, compañía y dinero sin haber de aguantar un
simple golpe.
Pero terminó la guerra. Y lo que para la mayoría de europeos
fue una bendición, para las pobres mujeres de Nagyrèv fue la vuelta al
infierno. Los hombres que volvían lo hacían mucho peor que antes de
partir. Nunca se vuelve entero de una crueldad tan extrema. Hasta los
de ánimo más inquebrantable sucumben al horror y, o bien perecen, o
terminan mal. Los que volvieron a aquel pueblecito lo hicieron peor que
antes de partir, regresaban ciegos, mutilados, más alcoholizados tras
las barbaridades vividas en la guerra. Para ellas, aquella era una
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situación insostenible tras la libertad de la que habían estado
disfrutando.
He pensado muchas veces en aquellas pobres mujeres, en
María Kardos, buscando una solución definitiva, hablando entre ellas de
la añorada libertad perdida, de los nuevos golpes, las nuevas
humillaciones, del trabajo agotador para que ellos dilapidaran el dinero
en la taberna y devolvieran el favor con insultos y desprecio. Si no has
conocido más que el dolor no dispones de otra situación para contrastar
tu vida, pero ellas habían conocido el cielo y volvían a encontrarse en el
Infierno.
¿No te las imaginas, cuchicheando en los lavaderos mientras
lavaban la ropa? Envalentonándose cada vez más con su palabras.
Expresando en voz alta sus deseos: «Si yo pudiera le…» mientras
golpeaban sábanas como si fueran los cráneos de sus amos. Un día y
otro día, semana tras semana. Hasta que alguna añadiría un tiempo
condicional del verbo “matar” a lo que habían sido puntos suspensivos;
y sus rostros comenzarían por expresar sorpresa y algo después
interrogación «¿Por qué no?» Se preguntarían, y aquellos golpes dados
a las sábanas con saña tomarían un significado más metafórico.
Mucha gente piensa que acciones como las que se planteaban
esas mujeres se frenan por barreras morales heredadas de la religión o
por conceptos éticos básicos de convivencia. No te lo creas, no era eso.
Desde nuestras atalayas de bienestar tendemos a creer que el resto de
Humanidad vive como nosotros: ni siente ni padece. La realidad es otra,
en sociedades rurales y en épocas de extrema dureza era normal el
abandono de ancianos, enfermos o discapacitados. Si se dan las
condiciones adecuadas un grupo social hace lo que hace porque es
necesario hacerlo, a pesar incluso de que las decisiones individuales
puedan parecer horrendas, existe un bien colectivo que está por encima
de todo y mandaba sobre aquellas gentes. Un mecanismo cerebral que
nos guía como especie para perdurar en la lucha por la supervivencia.
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El animal que somos manda por encima de los aspectos racionales a
los que tanto peso damos. Porque a pesar de haber llegado a la luna,
de haber escrito el Quijote, compuesto sinfonías; a pesar del David que
nos legó Miguel Ángel o las variaciones Goldberg, el ser humano sigue
siendo manejado por un cerebro de un millón de años; una mente
primitiva y básica que las más de las veces le convierte en monstruo
aún sin saberlo.
Pero no divaguemos, volvamos a nuestra historia. Nuestras
protagonistas, entre las que se encontraba mi abuela María,
necesitaban una solución completa a ese mal que se había vuelto a
instaurar. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo terminar con todo sin que nadie
notara nada? Estas eran las preguntas que se hacían. Las entiendo, por
fuerza física era prácticamente imposible que ninguna de ellas
consiguiera terminar con el animal que tenían en casa. La ley tampoco
las hubiera apoyado, si cualquiera de ellas hubiera conseguido terminar
con alguno hubiera dado con los huesos en la cárcel. Para colmo eran
pobres ¿Cómo debían hacerlo, pues? ¿Cómo crees que consiguieron la
solución a sus problemas? Fácil.
En todas partes hay almas caritativas, gente con recursos. En
Nagyrèv ese ángel salvador se llamó Julia Fazekas, la comadrona. Una
mujer que había llegado al pueblo unos tres años antes y que se
encargaba, además de los partos, de cubrir las necesidades médicas
de aquella miserable población. En aquel entorno rural las comadronas
eran consideradas mujeres sabias y Julia Fazekas no iba a ser menos.
Además se había ganado la confianza de muchas familias solucionando
los problemas de los hijos no deseados. La buena de la comadrona.
Debería haber más mujeres como ella, créeme.
Pues bien, la buena de Julia, conocedora de los males que
aquejaban a todas esas mujeres que confiaban en ella, dio con la
solución —Solución que encima le podía reportar una pequeña fuente
de ingresos extra, la solidaridad y el altruismo pueden convivir
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sutilmente con la economía—. Tomó tiras de papel atrapamoscas, de
ese que antiguamente todavía podías ver en algún pueblo, aunque creo
que tú, por edad, no habrás llegado a conocerlos. Da lo mismo. La
cuestión es que cogía esas tiras y las hervía hasta separar el arsénico
que contenían. De ese modo tan económico apareció el producto que
terminaría con los males de muchas.
No sé realmente como debieron hacerlo todas aquellas
mujeres. Por lo que he indagado puedo explicarte, al menos, el orden
de asesinatos que siguió María Kardos. El primero fue el amante, un
joven que debió pensar que sus atributos masculinos eran suficiente
capital como para someter a una mujer como mi abuela. El pobre solo
pudo golpear una vez, al poco tiempo se estaba pudriendo bajo tierra.
El siguiente fue mi abuelo, al igual que los demás volvió con más sed
de alcohol de la debida y con un alma sádica mejor aprendida. A pesar
de la infinita paciencia de María se lo puso tan fácil que tuvo que
hacerlo. De mi tío abuelo no sé nada, todo lo más puedo imaginar que
se le pondría la mosca tras la oreja con la muerte tan repentina de su
padre y la cantidad de óbitos que se producía a su alrededor, aunque la
otra opción, tal vez la más fiable, fuera que al verse como el cabeza de
familia pretendiera propasarse con mi madre o comenzara a repartir los
golpes que entendía como su legado. Sea como fuere terminó como los
otros, con sus huesos bajo tierra. Imagino que mi madre se salvó por
ser mujer y porque María había tenido tantos partos malogrados hasta
que llegó ella que la sintió un regalo del cielo al que no podía destruir. Y
fin, esa es la historia total y completa de la actuación de mi abuela en
los crímenes. Imagino que no debió diferir demasiado con las del resto
de asesinas. En general somos más previsibles de lo que nos
pensamos.
Igual te estás preguntando por qué razón de te estoy contando
todo esto. Tienes razón, dudo mucho que tu curiosidad en lo relativo a
mi pasado sea la misma que la mía, pero ya me conoces. Hay detalles,
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momentos, retratos de ciertos instantes que me encanta guardar.
Además, considero que esta parte de la historia es interesante, y sería
necesario que no se perdiera, aunque ambos sabemos que al final se
perderá. Da lo mismo.
A Julia la ayudaba una de sus auxiliares, “tía Susi” la llamaban,
y se encargaba de terminar de convencer a las indecisas de la bondad
de su líquido y de la distribución del mismo. Con esa red tan sencilla las
mujeres compraban el arsénico, lo utilizaban y eliminaban de raíz
problemas que, de otro modo, hubieran ido degenerando hasta lo
insoportable.
Cómo he admirado siempre a esa comadrona, una mujer de
escasa cultura y parcos medios que montó un negocio tan simple, útil y
necesario. Piensa que por tener, incluso tenía organizadas las
coartadas. Parece ser que cuando a algún funcionario se le ponía la
mosca tras la oreja al ver aquella cantidad de óbitos, Julia tenía un
primo que se encargaba de presentar los certificados de defunción. Un
maravilla. Limpiar el pueblo de padres ancianos que ya no servían para
nada, maridos mutilados y alcohólicos, hijos sobrantes.
Pero ya te imaginarás que, al igual que el resto de las acciones
humanas, esta también adoleció de defectos, al menos tuvo uno. Por lo
que sé, llegó una carta anónima al editor de un periódico local en que
se acusaba a las mujeres de acabar con los familiares mediante
envenenamiento. Ya ves, las buenas almas pensarán que aquel ser
anónimo era una criatura con moral cristiana y deseosa de terminar con
tamaña ignominia. ¡Bah! No te lo creas. Lo más probable es que aquel
anónimo lo escribiera alguien llevado por la envidia o por la venganza,
las fuerzas más poderosas que mueven a la Humanidad junto con los
celos.
Como podrás figurarte, las altas autoridades, ahora sí, tomaron
cartas en el asunto. Se presentaron en el pueblo, exhumaron los
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cadáveres y los forenses confirmaron las altas dosis de arsénico que
había en los cuerpos.
Y como supondrás, las pesquisas llevaron a la policía a
detener a Julia Fazekas. Pero ella se mantuvo firme y negó una y otra
vez los cargos de los que era acusada. Por fin las autoridades
decidieron dejarla en libertad aunque siguieron sus movimientos. Fue
en ese punto cuando se vio la ignorancia y la inocencia de aquella
criatura ¿Qué piensas que hizo? Lo previsible, se fue casa por casa a
alertar a los ocupantes del interrogatorio al que había sido sometida y a
decirles que cerraba el suministro de arsénico para todo el mundo. Hay
que ser estúpida, pobre mujer, se puso en evidencia y encima señaló a
cada una de sus clientes. Como habrás deducido, a partir de ese
momento comenzaron las detenciones. Treinta y siete se hicieron. De
esas hubo al menos veinte que fueron a juicio, entre ellas mi abuela,
María Kardos. De las confesiones que se hicieron las hubo incluso
hasta divertidas. Hubo una que reconoció que había terminado con su
esposo porque era “aburrido” ¿Te lo puedes creer? Otra mató a su
marido, ciego de guerra, porque se quejaba de que traía demasiados
amantes a casa; como si eso fuera un acto censurable dado su estado.
La que más gente eliminó creo que fueron cuatro, y mi abuela, que
como ya te dije hace un rato eliminó a tres.
Ante ese panorama y viendo la posibilidad de ser condenada a
muerte, cosa que sucedería más tarde, decidió entregar a su única hija,
María, mi madre, a una pareja que iba a emigrar a América huyendo de
la miseria de la guerra. Cuando partió en el barco con sus nuevos
padres en dirección a Buenos Aires, a mi madre le faltaban dos meses
para cumplir diez años y apenas un mes para la primavera de 1930.
Había vivido su infancia en medio de un infierno y sus marcas, invisibles
a los ojos de todos, determinarían mi futuro.
Ahora descansa. Espero que te sientas cómoda y que todo esté
a tu gusto.
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Inicio
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Los huesos
Cerdanyola del Vallès — Diciembre de 2009
—¡Jefe, jefe!
—¿Qué coño pasa ahora, Benito?
—Unos huesos, jefe. Unos huesos ahí arriba, al lado de la valla.
—¿Huesos, qué huesos?
—¡Venga jefe, venga corriendo, un muerto! Los huesos de un
muerto. Al final de la valla.
El capataz salió de la garita y fue tras el peón que corría como si
fuera Usain Bolt reducido. En cambio a él los años le pesaban tanto
como la barriga y cuando llegó donde se encontraba la pala
excavadora, estaba al borde del infarto. Respiró varias bocanadas de
aire manteniendo una mano en alto hasta recuperar el resuello. Hizo
otra larga pausa mirando al cielo, se encendió un pitillo, miró hacia
donde estaban todos y exclamó:
—¡Qué, ya tenemos la faena hecha y podemos rascarnos la
entrepierna!
—Que no jefe, mire allí. —dijo el peón mientras su dedo
señalaba a un lugar inconcreto donde la pala de la retroexcavadora
había mordido la tierra húmeda.
El capataz se acercó mascullando improperios adonde estaban
todos arrodillados y se unió a ellos. Otro dedo, sucio de tierra, le
señalaba la parte interna de la pala en la que se podía ver lo que
parecía una calavera humana y algunos huesos cortos y gruesos, tal
vez vertebras. Se quedó blanco, después, con ayuda de una par de
operarios, se levantó, dejó ir un sonoro «mecagoendios»; Sacó el
teléfono y llamó a su jefe mientras se alejaba del lugar.
—Paco, tenemos un problema de la hostia.
—No me jodas, Miguel, ¿qué ha pasado ahora?
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—Ha aparecido un muerto al final de la valla del Sincrotrón,
Paco. Igual es un cementerio de los romanos estos que hay por aquí y
se nos jode toda la obra.
—No digas tonterías, Miguel. Eso ni lo nombres. Con el retraso
que llevamos solo nos faltará un yacimiento de huesos y que todo se
vaya a la mierda a punto de inaugurar.
La conversación todavía continuó donde nadie escuchaba.
Hablaron de no decir nada y volver a cubrirlo todo, pero lo había visto
demasiada gente como para que nadie se fuera de la lengua.
Se
lamentaron por su desgracia, que de haber estado cinco metros más
arriba el marrón se lo hubiera comido otro y de que fuera como fuera
estaba dentro de los límites de la parcela y no había más remedio que
excavar para hacer la canalización de agua. Al final decidieron que no
había otra salida que llamar a la guardia urbana, pasarles el problema y
rogar al cielo para que aquello fuera una broma de mal gusto y no algo
peor. El capataz volvió a acercarse a donde estaban todos
cuchicheando y dio las órdenes pertinentes.
—A moverse todo dios, ¡cojones! Levantad y sacad la pala con
cuidado para que no destroce más el muerto ese o lo que sea. Después
apartad la retroexcavadora, cubridlo todo con plásticos o lonas y
esperad a que la policía, o quien venga, saquen todo eso de aquí. Y por
Dios, que nadie toque nada, no la jodamos todavía más.
Cuando terminó se fue a su cubículo para llamar a la policía.
Comenzaba a lloviznar, pero él apenas se daba cuenta. Solo pensaba
en la posibilidad de que todo aquello terminara afectando a la obra y, de
rebote, a él.
El sincrotrón del Parc de l’Alba había sido un trabajo complejo.
Se inició como proyecto en el ya lejano 1994 en unos terrenos
pertenecientes a Cerdanyola del Vallès y cercanos al histórico castillo
de Sant Marçal. Su construcción había dado comienzo en el año 2003 y
ahora ya estaba acabado. Habían sido años de lucha en los despachos,
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buscar la ubicación idónea, preparar al equipo que dirigiría «esa joya de
la tecnología», según decían todos; convencer a los políticos que
invertir en ciencia era un bien para el país; solventar los miles de
problemas: maquinarias complejas y delicadas, inmensos bloques de
hormigón para cubrir las zonas críticas, los distintos laboratorios de
experimentación...él lo había vivido casi todo, desde el mismo momento
de la colocación de la primera piedra. Ahora solo quedaban los
interminables detalles de última hora para que pudiera ser inaugurado
en algo más de tres meses. Solo quedaba eso y rezarle al cielo para
que esa calavera no fuera una de muchas.
Mientras marcaba el número de la policía local la cabeza del
capataz
no
podía
dejar
de
pensar:
«Vendrán
las
grandes
personalidades del país, todos los que cortan el bacalao para separar
las raspas y echárnoslas para que hagamos caldo con ellas. Y esos
huesos no casan con el pescado y nos van a joder a todos».
—Buenos días —dijo cuando le atendieron—, llamo desde las
obras del Sincrotrón, soy el encargado… y resulta que al ir a excavar
para unas canalizaciones han aparecido unos huesos humanos…
—Perdone, ¿huesos humanos ha dicho usted? —interrumpió la
voz del otro lado.
—Sí, humanos, de persona.
—¿Cómo sabe que son huesos humanos?
—Porque me recuerdan a mi tía Angustias… ¡Coño, porque son
iguales que los que salen en las películas de la “Bones”! Yo qué sé.
Porque parecen humanos.
—Vale, bien, tranquilícese. Ha dicho usted en las obras del
Sincrotrón, ¿verdad?
—Sí.
—Ese edifico raro que está en la carretera de Sant Cugat a
Cerdanyola, ¿cierto?
—Sí. Muy cerca del Castillo de Sant Marçal.
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—Ahora mandamos una patrulla ¿Por quién deben preguntar?
—Que pregunten por mí, Miguel, Miguel Trinquete, el encargado
de la obra.
Al cabo de media hora había llegado el primer coche de la
policía local, y antes de la noche la valla oeste del perímetro del
sincrotrón parecía una discoteca al aire libre: varios coches de los
mossos d’esquadra, de la policía local, ambulancia, bomberos.
Los forenses trabajaban, iluminados por potentes focos,
desenterrando lo que parecía ser un esqueleto completo del que solo el
cráneo y las tres primeras vértebras cervicales habían sido movidos de
su posición original. Los restos de ropa que cubrían los huesos no
dejaban lugar a dudas de que no se trataba de ningún resto
arqueológico, algo que alegraría al encargado y permitiría dulces
sueños a la plana mayor responsable de la obra.
Una vez descubierto el cuerpo se planteaban dos opciones:
Sacar hueso a hueso como si fuera un puzle o intentar llevárselo
integrado en la porción de tierra que lo rodeaba. Se decidieron por la
primera opción. El juez no deseaba alargar aquello ni una hora más,
sacarían los huesos y recogerían lo que pudieran encontrar de ropa,
tejidos o cualquier otro indicio que no perteneciera al terreno en
cuestión. Más tarde, ya en el Anatómico Forense, que los responsables
hicieran lo necesario.
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De madrugada, cuando los mirones más resistentes se habían
ido a casa hartos de pasar frío, llegaba el juez para proceder al
levantamiento del cadáver. Se habían hecho gran cantidad de
fotografías, se habían recogido muestras y los restos partían en
ambulancia hacia el instituto anatómico forense. Después se cercó la
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zona de la inhumación y se dio orden de que no se tocara nada hasta
que la policía lo autorizara.
Durante los siguientes cinco días hubo infinidad de llamadas
telefónicas. Todas tenían que ver con un único problema: La Navidad
estaba encima y el próximo 23 de marzo sería la inauguración de un
complejo por el que se llevaba luchando desde 1990 y las agendas de
los altos mandatarios no permitían ser modificadas bajo ningún
concepto. Desde presidencia hasta el jefe de la comisaría de los
Mossos d’esquadra de Cerdanyola la cadena de órdenes fue concisa:
debía desaparecer todo vestigio de lo que allí se había encontrado. Los
periodistas ya se habían hecho eco, la opinión pública tenía algo más
de carnaza para entretenerse y eso era todo. El miércoles tres de marzo
de 2010 se recibió orden de terminar ese parche, el último, que
quedaba pendiente. Lo que había sido una tumba se cubrió de
encofrado y sobre él se pusieron las últimas canalizaciones que
desviarían el agua de lluvia y se terminó la valla metálica que delimitaba
las instalaciones. Nada puede detener a la máquina de la política, ni
siquiera unos pobres huesos sin nombre.
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Inicio
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Instituto de Medicina Legal
Barcelona — Febrero de 2010
Desde su hallazgo los huesos sufrieron un complicado periplo
plagado de errores: la madrugada que se recuperaron se llevaron al
departamento de Medicina Legal y Forense de la Facultad de Medicina
de la Universidad Autónoma de Barcelona, edificio “M” de Bellaterra.
Era el lugar más cercano y, a quien correspondiera, le pareció la mejor
decisión dada la hora del evento y la urgencia por limpiar la zona de
trabajo. Pasados unos días alguien preguntó por ellos y por la actuación
que debía hacerse. Nadie sabía nada. Tras algunas indagaciones se
decidió que fueran enviados al Instituto de Medicina Legal de la Ciutat
de la Justicia de l’Hospitalet. Una vez allí debieron esperar hasta que
alguien cayó en la cuenta de que existían y ocupaban un espacio.
Si un cadáver no viste corbata o no está envuelto en la
importancia que se crea al salir en los grandes medios de
comunicación, no es noticia para nadie y es fácil que sucedan estas
cosas. De haber sido un caso reciente, mediático, de esos que ocupan
todas las parrillas de noticias, el análisis de los restos se hubiera
realizado con prontitud. Todo el que hubiera podido se hubiera puesto
una medalla y los políticos de turno hubieran aparecido sacando pecho
y alardeando de cuan necesarios son para que las aguas no se salgan
del cauce. Pero se trataba de unos huesos olvidados por todos y no
reclamados por nadie, y les tocó pagar el precio del abandono.
¿Quién se encarga de este caso?, preguntaba la doctora Miravet
a la pantalla del ordenador mientras buscaba la información sobre el
contenido de las bolsas, encontrada por casualidad al abrir una de las
neveras. Nadie. No se sorprendió, la gente no se cansaba de morir o de
matarse pero los recursos del instituto continuaban tan mermados como
siempre, a pesar incluso de haber estrenado unas instalaciones
envidiables.
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Leyó el informe preliminar que acompañaba el registro de alta.
En él se decía que eran unos restos óseos hallados en las obras del
Sincrotrón del Parc de l’Alba de Cerdanyola del Vallès, que según las
primeras apreciaciones parecía tratarse de un varón joven de entre
veinte y treinta años que pudo haber muerto entre diez y veinte años
atrás. No especificaba mucho más. Normal. Quién iba a mojarse con
aquéllos despojos en los que ni siquiera quedaba algo de carne sobre la
que hurgar. Quien iba a pensar en ellos si lo único importante era el
lugar del hallazgo y los eventos triunfalistas que se producirían en él
antes de un mes. Que todo quede aséptico para los políticos, se decía a
sí misma, no vayan a encontrar cosas poco agradables para sus
excelencias. Menudo atajo de impresentables.
Seguían una serie de fotografías del lugar, un croquis del sitio
exacto de la aparición y otra serie de fotografías del enterramiento
hechas según se iban extrayendo los restos. Al final estaba el nombre
del juez, del encargado forense que los extrajo, de algunos policías y
las firmas de todos ellos. Había, por último, un documento en el que
aparecía como responsable del caso un tal Alberto Marquina, comisario
jefe de la comisaría de los Mossos d’Esquadra de Cerdanyola del
Vallès. Bingo, aquí está el irresponsable del caso, se dijo con una
sonrisa.
A la doctora Miravet el hecho de que todo el caso se centrara en
Cerdanyola le resultaba atractivo, ella y su hermana habían vivido
durante unos años en la zona de Serra Parera y eso los convertía en
algo cercano, casi familiar. Cercanía sentimental al margen, tenía muy
claro que estaba más que harta de abrir cadáveres: por orden del juez,
por petición de la familia o por posibles negligencias. A estas alturas de
su profesión se sentía más carnicera que doctora. Esos huesos podían
ser el reto que necesitaba para dar sentido a una vida que se le
escurría entre las manos como arena seca.
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Con esa idealización se plantó ante su superior, le explicó que
llevaba el trabajo al día y que le hacía ilusión encargarse de ese
rompecabezas.
Qué hay más agradable para cualquier jefe que la aparición de
un voluntario cuando lo que se tiene por ofrecer no es más que
porquería; y esta parecía emitir un tufo considerable.
—Por supuesto, es tuyo. —Respondió escondiendo la alegría
que le corría por dentro.
—Lo único que pido es que todo el politiqueo con los
uniformados la gestione usted, jefe.
Anselmo Cifuentes calibró la posibilidad de sacar tajada política
con el caso y llamó al comisario Marquina. La doctora aprovechó la
charla jabonosa para salir del despacho. Mientras se levantaba y salía
escuchaba a su jefe: ya se sabe, este tipo de casos; y con toda la
movida que se nos viene con el presidente, la seguridad; créame que le
comprendo, nosotros también estamos hasta arriba, ya sabe, la falta de
recursos; pero la voluntad de nuestro personal puede con todo; y
nuestra gestión, comisario, no olvide nuestra responsabilidad en todo…
Núria Miravet llevaba en su mano un papel con el teléfono del
inspector encargado de la investigación del caso y con la total libertad
para llevar el tema según creyera conveniente. Quedó en que le
llamaría y concretaría una entrevista para entregarle todo lo que pudiera
averiguar y las conclusiones a las que llegara.
Estaba contenta. Mientras preparaba la mesa para reconstruir el
esqueleto intuía que aquello podía ser el primer éxito real de su carrera;
tampoco le importaba haber de trabajar de manera exhaustiva, no le
esperaba nadie en casa, su pareja llevaba tiempo huyéndole y lo hacía
realmente bien. Aún y así, se negaba a aceptar que el trabajo se
hubiera convertido en su refugio, el lugar donde esconderse para huir
de ella misma y no haber de afrontar una relación tocada y casi
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hundida. Apartó esos pensamientos y se centró en el trabajo. De todos
es sabido que la vida de los vivos no interesa a los muertos.
Abrió la bolsa. Dentro de ella había otra más pequeña en la que
encontró lo que antes había sido ropa y una bolsita transparente con los
objetos cosechados alrededor de los restos. Apartó las bolsas
pequeñas y se centró en su cometido, recomponer el puzle óseo hasta
darle forma humana. Eran las seis de la tarde, casi de noche en esa
época pero todavía le apetecía trabajar unas horas más. Comenzó a
limpiar los huesos de cabellos, pelos, algún resto blando adherido…
(FALTA OMPLIR AMB DADES DE LA CELINE)
Al día siguiente, a mediodía, tenía resuelta la primer parte del
rompecabezas. Ahora tocaba buscar qué pudo llevar a su propietario a
terminar tan lejos del camposanto. Durante la limpieza y colocación
había percibido algunas lesiones extrañas que podían haberse
producido por la acción de golpes y en la parte posterior del cráneo, en
la base del hueso occipital había visto una lesión mucho más grave,
probable causante de la muerte. A pesar de la hora decidió empezar
una necropsia exhaustiva que determinara lo acertado o no de sus
valoraciones iniciales.
Hizo fotografías de todo y comenzó a buscar con cuidado por los
restos de ropa. Nada en la chaqueta, nada en lo que una vez fueron los
bolsillos delanteros del pantalón. Al tantear la culera notó un pequeño
relieve en uno de los bolsillos traseros. Lo abrió con sumo cuidado y
sacó los restos de una especie de tarjetero que había sido transparente.
Todo en su interior estaba soldado a su envoltorio plástico. No se
atrevió a sacarlo, podía contener información importante y era
necesario preservarlo. Desde fuera se adivinaba una especie de tarjeta
azulada en la que solo se apreciaban manchas producto de la humedad
y los fluidos de la muerte, en la otra cara podía verse una especie de
cartón alargado y doblado y entre las dos cartulinas parecía haber un
papel plegado. Era evidente que con los medios de los que disponía
23
sería imposible sacarlo. Esa tarea debería hacerla personal más
especializado en ese tipo de materiales. Cogió el teléfono y llamó al
número que le había dado su superior.
::::
Habían pasado apenas tres días desde el inicio del trabajo y el
informe final estaba sobre la mesa de su despacho. Lo cogió, se sentó,
invitó a su acompañante a hacer lo mismo, se lo entregó y esperó a que
éste lo hojeara.
Mientras él estudiaba el informe, Núria Miravet lo estudiaba a él:
«unos cincuenta años, de constitución delgada, cabello cuidado, sin
pelos en las orejas ni en la nariz y barba rala; combina con elegancia un
chino con un jersey de cuello redondo y lleva los zapatos limpios. Se
nota la mano de una mujer»
—Confirma usted que todas las lesiones que ha encontrado son
producto de una paliza. —Preguntó el inspector Santos Márquez.
—Pondría la mano en el fuego por casi todas ellas a excepción
de una lesión anterior en los huesos carpianos de la mano derecha y
una rotura anterior en el radio del brazo derecho. El resto son
características de una paliza. Lo puedo confirmar por la experiencia
previa que tengo en tratar y verificar lesiones a mujeres maltratadas por
sus amados esposos.
—Perdone —se excusó el inspector—, no quiero que entienda
que pongo en duda su profesionalidad, doctora Miravet, pero es que
partimos totalmente de cero y necesito que cada cosa que sepamos
sea una certeza absoluta que nos permita avanzar en algo en esta
mierda de caso, y perdone por mis palabras.
—No se preocupe por el lenguaje, Santos, sé lo que significa
trabajar con mierda porque lo hago demasiado a menudo. En cuanto a
las lesiones no tengo duda alguna, ni en el hecho de que debieron
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utilizar objetos contundentes para golpearle ni en el hecho de que dudo
mucho que quisieran matarlo.
Eso sacó al inspector del hechizo que le producía la mirada de la
doctora. Sus ojos, grandes, brillantes y de un marrón oscuro que
parecían absorber a quien los mirara, le habían impactado desde el
mismo momento de darle la mano.
—¿Dice usted que no querían matarlo? Pues la paliza que relata
en su informe parece indicar todo lo contrario.
—A pesar de la paliza estoy segura de que no querían matarlo.
—Ilústreme, por favor.
—Verá, según yo lo veo, a ese joven le golpearon al principio
con las manos y cuando se cansaron cogieron lo que tuvieran cerca,
alguna barra fina de metal, algún palo o mango de alguna herramienta y
siguieron golpeándole. Dudo mucho que estuviera maniatado porque
aparecen lesiones en las zonas anteriores y posteriores de las
extremidades ¿Cree usted que de haberle querido matar no le hubieran
golpeado directamente en la cabeza o hubieran usado cualquier tipo de
herramienta cortante? Si lee el informe verá que en la cabeza solo hay
dos lesiones, una muy leve en la zona parietal izquierda y la que le
provocó la muerte en la zona occipital.
Santos permanecía callado, con la cabeza incrustada en las
páginas del informe. No tanto para confirmar las palabras de la doctora
como para huir el influjo de aquellos ojos. Cuando se armó de valor
para volver a enfrentarse a ellos respondió:
—Tiene toda la lógica del mundo, debo reconocerlo. Un golpe
aislado, dado por alguien diestro, impacta en la parte izquierda de la
cabeza y la víctima, al perder el equilibrio, cae de espaldas
provocándose la herida que termina con su vida. Al margen de eso,
¿deseaban los ejecutores dar una lección a otros? Dicho de otro modo,
¿podríamos entender que esas lesiones que usted ha hallado no son
las típicas de una paliza y sí las de una tortura ejemplar?
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—En absoluto. Ya se lo dije antes. No soy experta en torturas,
para eso debería buscarse a otro forense, pero sí soy experta en
violencia de género y puedo decirle que esa lesiones coinciden con las
que los maltratadores infligen a sus víctimas. Para mí es una paliza
dada con la rabia momentánea, por al menos dos personas y que tiene
un desencadenante no buscado, al menos a priori, que lleva a la lesión
que provoca la muerte. La pregunta subsiguiente podría ser: ¿hubo
negligencia u omisión de auxilio después del golpe mortal? Estoy
segura que sí, por pequeña que fuera la lesión cerebral, si no se auxilió
en el momento, provocó la muerte del muchacho.
—¿Podríamos determinar contra qué golpeo el cráneo del
joven?
La doctora Miravet cogió una fotografía con un primer plano de la
herida:
—Si me hubieran traído un cadáver fresco podría haber hecho
muchas más pruebas sobre las lesiones cerebrales asociadas, los
hematomas, las hemorragias… pero solo dispongo de hueso y esto,
como comprenderá, nada tiene que ver con las instalaciones de las
series americanas ni yo soy esa heroína narcisista que tan complicados
casos resuelve. Esto es Barcelona y yo una simple médico forense con
más problemas de los deseados y con menos recursos de los
requeridos.
A Santos se le escapó una sonrisa. También conocía la
sensación de ser cuestionado por la gente de la calle al no parecerse a
los maravillosos agentes del CSI americano. No le importaba. En
realidad le preocupaba más la trivialización que esas series hacían de
la violencia y cuan sutilmente predeterminaban quiénes eran los malos
y quiénes los buenos que pueblan el mundo.
—Perdone doctora —dijo—, conozco esa sensación y puedo
garantizarle que a ese nivel nos movemos en un universo parecido.
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Solo era una pregunta genérica, por si pudiéramos centrarnos en
alguna pista o eliminar otras superfluas.
Núria Miravet lo miró con una cierta complicidad y habló de
nuevo:
—Poco puedo decirle salvo que fue un objeto romo, una arista.
Pero demasiado redondeada para ser la esquina de una mesa. Tal vez
una superficie de mármol de una cocina, aunque debería ser muy
redondeada. Dudo que le sirva de mucho.
—Pues entonces creo que esto es todo de momento...
—Solo una cosa más, inspector. Entre los cabellos y mezclado
con lo que quedaba de sangre reseca encontré algo a lo que no di
importancia pero que ahora, hablando, igual a ustedes pueda servirles.
Venga que se lo enseñe.
Le llevó a la sala donde estaban los restos, abrió un cajón de un
mueble anexo y sacó una bolsa de plástico. En ella había un diminuto
fragmento de plástico verde. Se lo entregó.
—Perdone si no le di importancia. Lo cierto es que pensé que
era contaminación de la zona del enterramiento. Sé, por el informe
preliminar, que por allí pasó media Catalunya antes de que se cercara y
se aislara el lugar. No sé, igual es importante.
Santos miraba aquella minucia, no mayor que un cuarto de uña
de dedo meñique, y se planteaba los millares de objetos que debían
tener algo de plástico verde en alguna de sus piezas. De todos modos,
lo que le quedaba de pensamiento positivo también le decía que ahora
podría descartar todos los objetos que no fueran romos con una pieza
de plástico verde incrustada en ellos. Por deferencia al trabajo de la
cautivadora doctora Nuria Miravet, le habló desde ese punto de vista.
—Creo que ha sido un gran trabajo por su parte, doctora, a la
mayoría de personas les hubiera pasado desapercibido un hallazgo
como este. Y muchas veces, el detalle más trivial es el que nos lleva a
dar con el culpable. Ahora la tarea es buscar a la persona que vistió
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este esqueleto, darle nombre y reconstruir su vida para saber qué pudo
llevarle a una fosa en medio del campo.
La doctora le entregó las bolsas con todo lo que debía ser
procesado por el grupo de científica y se despidieron. Ella se quedó
pensando en por qué no había sido capaz de proponerle comer juntos y
ahorrarse un ápice de soledad. Él, tal y como salió a la calle recuperó
una imagen de Maite, su esposa.
****
Inicio
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Coordinación del equipo
Comisaría de Cerdanyola del Vallès — 24 de marzo de 2010
¿Cómo es posible que todas las mierdas me caigan siempre a
mí? se preguntaba el inspector Santos Márquez mientras recordaba las
palabras que hacía una semanas le había dicho un sonriente comisario
Marquina: «Ánimo, Márquez, este es uno de esos casos que solo puede
resolver usted y un equipo como el suyo. Póngase a ello y, sobre todo,
manténgame informado». Lo había soltado con esa labia que tenía para
dar palmadas al ego mientras hincaba su afilada falsedad en la espalda.
Según constaba en el informe preliminar realizado a pie de fosa,
el cadáver se encontraba enterrado en decúbito supino a más de un
metro de profundidad. Los responsables se habían preocupado, y
mucho, para que el cadáver no apareciera; algo que, a tenor de las
circunstancias de la inhumación les había funcionado hasta que la
casualidad quiso devolverlos. Por otra parte la autopsia determinaba
una paliza contundente, a causa de la cual la víctima se golpea en el
cráneo y muere. Punto final. Como colofón las pruebas de las que
disponían eran poco menos que nada: un pedacito de plástico verde y
una carterita de plástico transparente con algún papel en su interior. Y
ahora, con este alud de indicios y pruebas, averiguamos qué llevo a no
sabemos quién a la tumba. El inspector Santos salió de sus
cavilaciones y gritó:
—Si existen los fantasmas, hay uno que nos va a estar soplando
la nuca hasta que le dejemos descansar en paz ¿Cómo van las cosas
por ahí fuera?
La pregunta, lanzada a los cuatro vientos, tenía un destinatario:
Conchi, la voz femenina del equipo y la persona destinada a servir de
enlace con el laboratorio para tratar de acelerar el proceso al máximo. A
pesar de que en el equipo no prevaleciera un machismo diletante, a
nadie se le escapa la fuerza que pueden tener una voz suave, sutil y
sensual y un escote inteligente. De la complejidad que pudiera suponer
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dicho proceso nadie era consciente en la brigada. Solo sabían que era
básico extraer alguna información de entre los restos de un cartón
azulado, un abono de transporte y lo que parecía ser un folio doblado
varias veces y totalmente oscurecido por el barro y la humedad; las
únicas pistas de las que disponían.
Desde la lejanía se escuchó una voz femenina:
—Estoy en ello pero me están dando largas. Parece ser que hay
posibilidades de recuperar algo pero es muy complicado. El inspector
Ortiz me ha dejado entrever que si queremos urgencias que le llame
usted personalmente.
Santos salió del despacho y se acercó a la mesa de su
subordinada gritando:
—¿Y eso no era posible decírmelo en su momento, Conchi?
¿Ha sido necesario que yo preguntara para enterarme de que el
inspector Ortiz del laboratorio ha dejado dicho que le llame? Este
equipo parece estar formado por incompetentes que no tienen ni puta
idea de cadenas de mando, ni prioridades, ni leches…
Conchi,
sonrojada
como
si
tuviera
prohibido
respirar,
aprovechó la inspiración de su superior para responder con un hilo de
voz:
—Cuando usted preguntó, inspector, acababa de hablar con él.
Apenas he tenido tiempo de colgar. Lo siento...
Santos dejó ir un sorpresivo y apagado «¡Ah!» y se quedó
callado. El subinspector Elías se levantó de su mesa y se acercó a su
superior.
—¿Podemos hablar a solas inspector? —dijo con voz tranquila.
—¿Ya vienes a joderme de buena mañana? Dame unos
minutos que hable con Ortiz y después charlamos tú y yo —respondió
Santos.
Entró en el despacho, cerró la puerta y marcó el número de
Ortiz.
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Por lo general la relación entre el grupo de científica y la policía
de asfalto era falsamente cordial. El personal del laboratorio se sentía
culturalmente superior mientras los otros sabían que les necesitaban
para encontrar y verificar muchas de las pruebas. Era una simbiosis
extraña pero eficaz. Entre ambos mundos y como catalizador humano
habitaba Ortiz, policía con años de experiencia que se dedicó a hacer
másteres de criminología forense hasta conseguir cambiar el uniforme
por una bata blanca.
—Hombre, Santos, que agradable escuchar tu voz, a pesar de la
mala leche que parece que destilas hoy. —Se escuchó al otro lado de la
línea.
—Perdona Juan. Estoy histérico con este caso. Sabes que no
había nadie con tragaderas para encargarse de esta mierda y después
de Nadie siempre encuentran a Santos ¿Puedes darme una buena
noticia?
—Primero querría pedirte disculpas por la tardanza y por toda la
serie de malentendidos que nos han retrasado en un par de meses la
investigación.
—Tranquilo Juan, de verdad. Creo que ninguno de los de a pie
tenemos responsabilidad en esto, a pesar de que la mierda nos la
comeremos enterita y sin gota de aceite. Si estoy de mala hostia es por
esta espera, sin tener nada a lo que nos podamos agarrar para tirar de
algún hilo. Me saca de quicio. Ya sabes cómo son este tipo de casos.
El inspector era consciente de cómo desaparecen las pistas a
medida que pasa el tiempo. Cuando aparece un cadáver reciente el
asesino apenas ha tenido tiempo de planificar sus estrategias, existen
móviles claros: celos, venganza… asuntos viscerales que fuerzan a
actuaciones poco precisas que siempre dejan migas de pan, indicios
claros que la policía solo debe seguir sin salirse del camino para llegar
al asesino. Pero ese caso, ¿quién podía saber nada ahora? Eso
pertenecía a la arqueología policial; una ciencia en la que jugaban
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elementos distintos a los habituales y en la que no cabía la posibilidad
de encontrar otro cadáver a mil quilómetros que permitiera compararlos
y determinar la veracidad de las teorías propuestas. No, aquí solo cabía
contar con la suerte, y hasta el momento, esa, no había tomado parte.
Por no saber no sabían ni lo más básico, un simple nombre; y por no
conocer, no conocían ni la cara que cubrió aquella calavera.
El inspector Ortiz volvió a hablar de nuevo.
—Para eso estamos los que no salimos a las calles, para
facilitaros un poco el trabajo. Te cuento…
Mientras el experto de científica le suministraba detalles Santos
permanecía callado. Dejaba ir monosílabos para que el otro supiera que
la línea seguía abierta.
Le comentó que ya tenía terminado un primer informe con los papeles
de la carterita. Se deshizo en halagos profesionales con el gran trabajo
realizado por la forense con la cara de la víctima. Confirmó que no
tenían ni idea de qué podía ser o de dónde podía provenir aquel trozo
de plástico y concluyó recordándole el día del mes:
—Ayer se hizo la inauguración, Santos. Vinieron los pesos
pesados de la política española, se hicieron las fotos para la historia, se
repartieron medallas y méritos, se dieron mutuos lametones en el ego y
se largaron a hacer caja con alguna otra obra pública.
Eso hizo soltar un exabrupto y tomar la palabra al inspector
Márquez
—Entonces igual debería llamar al juez y que nos dé una orden
para volver a excavar y buscar más trozos de plástico. De encontrarlos
igual tendríamos un indicio del que poder empezar a tirar.
—No te preocupes, Santos. Mi mujer ya le ha ido calentando la
cabeza a la mujer del Juez Sugrañés y tendremos la orden. Era otra de
las cosas que debía decirte. Prepara a tu equipo para mañana que
vamos a ir de destrozar parte del Sincrotrón para intentar encontrar
cosas que se quedaran despistadas con las prisas. Aunque no te hagas
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ilusiones, de quedar alguna prueba, puede haber desaparecido para
siempre.
—De acuerdo, Juan. Mañana nos veremos allí a las diez de la
mañana. Por cierto, dale las gracias a tu mujer por su tenacidad.
—¡Los cojones! —Fue la respuesta del capitán—, solo faltaría
que le diera las gracias, ya me amarga bastante el trabajo como para
agradecérselo. Ahora te mandaré las imágenes de todo lo que hemos
podido recuperar. Y antes de que me olvide, aunque te lo añado en el
informe preliminar que te mando, te lo apunto ahora.
Le comentó que del contenido del envoltorio plástico ya habían
podido tratar el bono de transporte. Correspondía al año 1991 y
afirmaba que el último viaje se había hecho durante el mes de
septiembre. Santos se sonrió, aquello ya eran buenas noticias. Si
sabían el mes y el año podían mirar denuncias por desaparición
realizadas después de esa fecha y cotejarlas con las fotos de la
reconstrucción facial hecha por la doctora Miravet. Santos agradeció la
información y confirmó de nuevo la hora para el día siguiente.
Tras colgar, Santos se sintió algo mejor. Tenían muy poca cosa
para empezar, pero ese poco era infinitamente mejor que nada. Sin
levantarse de la mesa hizo tres señales al subinspector Elías: los
dedos, índice y medio, levantados en forma de uve; los dedos pulgar e
índice en acto de agarrar una taza imaginaria acercándose a la boca y
un suave manotazo al aire invitándole a ir a su mesa.
Pasados unos minutos un vaso de plástico se plantó sobre su
mesa y por encima de él el rostro serio del subinspector Elías
esperando permiso para sentarse. Un gesto del inspector le invitó a ello
y tal y como lo hizo comenzó a hablar sin esperar a que Santos le
autorizara:
—Mira, yo no sé si los de arriba te han puesto mirando a Cuenca
ni si esta noche querías mojar y tu santa se dio la vuelta, pero creo que
no es manera de tratar a la gente, Santos.
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—Sí, veo que vienes a joderme de buena mañana. Qué es lo
que no hago bien, Elías. Dime.
—No es una cuestión de hacer o de no hacer. Es solo el cómo
se piden las cosas. Las formas, inspector, las formas.
—Venga ¡Joder! ¿Tú sabes la mierda de caso que nos han
endilgado? Y encima hemos de andarnos con ojo para que la prensa no
empiece a joderlo todo inventándose lo que no está escrito.
—Yo no te discuto eso. Solo digo que nos han encargado el
caso hace poco y sabes de qué tipo de mierda se trata. Nadie te va a
poner una pistola en el pecho si no resolvemos nada. En nuestro
trabajo el “tiempo” es el “oxígeno activo” que limpia indicios y hace
desaparecer pruebas, y este lleva los suficientes años muerto como
para que nadie se extrañe si continúa así unos meses más. ¿Qué ahora
no tenemos nada? Pues ya aparecerá algo, si es que ha de aparecer.
Solo quiero que entiendas que la gente, por más que les grites no van a
avanzar más de lo que avanzan ¡Coño, Santos, que esto viene de hace
dieciocho años y no le importado una mierda a nadie! Y ¿Ahora crees
que vendrán a tocar los huevos; ahora, porque existe peligro de que
todo se haga público y peligre alguno de los sacrosantos culos de los
de arriba? Que se vayan todos a la mierda. Si quieren milagros que
alquilen la Sagrada Familia y se echen unas misas, ¡joder!
—Parece que cobres comisión de alguna multinacional del
detergente con tanta limpieza, pero tienes razón. Es que me pone de
mala hostia ver lo mal que se ha llevado este caso; los huesos
paseando arriba y abajo, la mierda de las obras, los presidentes y
honorables a los que no se puede agraviar con nada. Y con todo eso,
que ahora nos lo endilguen a nosotros como si fuéramos la puta de
todas las comisarías. Pero es igual, volvamos al tema. Ortiz me acaba
de dar una buena noticia, puede que haya algo donde agarrarnos.
Repasemos lo que tenemos hasta ahora a ver si, mientras, llega un
correo que ha prometido mandarme.
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Santos cogió la carpeta con la documentación y dio comienzo el
ejercicio de suposiciones que tantas veces les había llevado a caminos
coherentes. Comenzó el inspector:
—Sabemos que hace entre quince y veinte años, siempre según
los forenses, alguien entierra el cadáver de un joven, de unos veinte a
veinticinco años, en unos terrenos cercanos al “Castell de Sant Marçal”.
Y lo hace en un lugar relativamente accesible, cerca de la carretera que
une Cerdanyola con Sant Cugat. Dicha carretera, aún sin tráfico
excesivo, casi siempre está transitada por algún vehículo. Y encima en
esa época funcionaba, justo a su lado, una tejería.
—También cae cerca la carretera de Horta que enlaza con
Barcelona. Sin olvidar que además enlaza con otra que va a Bellaterra
la cual enlaza a su vez, y eso ya es más jodido, con la AP-7 —
Interrumpió Elías.
—Qué quieres decir, que le pudieron traer desde cualquier parte
de Catalunya...
—No lo descartes, Santos. Si yo matara a alguien no lo
enterraría al lado de casa.
—Ni yo, pero tampoco me llevaría mucho tiempo el cuerpo de
paseo por autopistas o carreteras de montaña. De todos modos hay
que tenerlo en cuenta. Lo mismo que la cercanía con la Universidad.
Algún lío entre jóvenes: mal rollo con una venta de droga, celos por
alguna chavala…
—La paliza podría apuntar a ambas cosas —siguió Elías—. El
típico chulo putas al que un guapetón roba la novia y se siente herido
en su orgullo o un ajuste de cuentas con acuse de recibo por quedarse
con droga que no fuera suya. Yo tengo el pálpito de que es lo segundo.
De haber sido lo otro dudo que hubieran tenido tanta sangre fría como
para un enterramiento tan pulcro. Y perdona la expresión.
El inspector calló unos segundos y prosiguió
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—Una paliza ejemplar que se pasa de frenada y termina dejando
morir al chaval como un perro. Me casa, Elías. Un ajuste de cuentas
sería una vía más que probable. El típico camello del tres al cuarto que
se queda con más de lo que le corresponde o corta el material más de
lo conveniente.
Los dos sabían que todo eran meras suposiciones. Sin pruebas,
hasta las evidencias más claras no son más que eso. Tan válidas eran
sus conclusiones como imaginar que una pandilla le había dado una
paliza al salir de un partido de fútbol. Un aviso sonoro indicó al inspector
que acababa de recibir un correo. Lo abrió, era el informe que
esperaba.
En él podían verse diversas fotografías del abono de transporte:
era el formato anterior al de las tarjetas que se utilizaron a partir de la
Olimpiadas de 1992. Alargado, de color rojizo, con al menos las mitad
de los viajes consumidos, en uno de los cuales, Ortiz, había marcado
con un círculo una zona en la que podía leerse (porque él lo había
resaltado) “Sep…” y algo muy parecido a un “91”. Una llamada a
transportes verificaría la veracidad de los datos. Por si eso fuera poco,
en el reverso aparecía un anuncio de una conocida cadena
internacional de Fast food que todavía podía leerse. En él decían que
la entrega de aquel título de transporte, una vez consumido, daba
derecho a la consumición de una hamburguesa en su local de las
Ramblas de Barcelona. “Válido hasta el 22 de diciembre de 1991, podía
leerse”. Tenían un punto de partida. Junto a esta había un retrato que
parecía hecho a un maniquí, era la reconstrucción hecha por Núria
Miravet.
—Elías, ya tenemos los primeros clavos a los que agarrarnos. Te
reenvío lo que me ha mandado el inspector Ortiz. Dale órdenes a
Conchi para que busque las denuncias por desaparición que haya sin
cerrar en los diez meses posteriores a octubre de 1991. Ella sabrá
mover cielo y tierra para conseguirlo todo.
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—A sus órdenes, jefe.
El subinspector se levantó y salió a poner en marcha la maquina
policial, la de verdad, no la de las series televisivas. Sabía que ese
trabajo es diferente en un mundo real de ladrones y asesinos. Está
formado por mucho papel empolvado, muchas horas de paciente
búsqueda, preguntas sin respuesta, respuestas sin salida, una buena
carga de eso que se llama intuición y un porcentaje de suerte.
Imprimió las hojas adjuntas al correo que le había reenviado
Santos, las añadió a la carpeta del caso sin nombre y se acercó a darle
las órdenes oportunas a Conchi, un valor en alza en el grupo.
Aprovechó también para disculparse en nombre de su superior. Una
mentira piadosa para mantener la cohesión del grupo con el mínimo de
fisuras.
Santos hizo una impresión de la probable cara de sus huesos.
Era un trabajo excelente, al menos a nivel morfológico. Más allá de eso
era imposible darle más vida a algo que no dejaba de ser la cara de un
madelman a tamaño real. Cómo se le podía insuflar vida a algo sin
saber el color de los ojos y cómo podía ser su mirada; o cómo podía
dársele una expresión sin saber cuál era el balance de su vida, ¿era
feliz, sonreía, había hecho el amor la noche antes de morir? Era
imposible. El trabajo realizado por la doctora Miravet era perfecto en sus
limitaciones y con él deberían lidiar.
Llamó a Conchi a su despacho y le transmitió lo que pensaba en
relación a la posible cara. Deberás ser muy cuidadosa cuando
compares. Intenta aislar primero todos los casos que cuadren por edad,
género y zona geográfica, le dijo. Ella le confirmó que ese era el
proceso que pensaba seguir, pero que había pocas posibilidades de
encontrar a nadie solo con aquel rostro inerte.
—Además, si he de buscar esto “bien”, lo que no podré hacer es
buscarlo “deprisa” ¿lo tiene claro, jefe?
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Santos la tranquilizó y le dijo que, en la medida de que a él le
dieran libertad, así se la daría a ella. «Pero si los de arriba empiezan a
tocar los cojones…». Antes de ordenarle que saliera aprovechó para
disculparse personalmente. Conchi salió del despacho con una sonrisa.
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25 marzo 2010 Sincrotrón del Parc de l’Alba
A partir de las nueve de la mañana habían empezado a llegar
unos y otros y a las diez volvía a estar montado el circo de tres pistas.
Los trabajadores de la fábrica de ladrillos del otro lado de la calle no
paraban de hacer corrillos y los encargados no paraban de soltar
insultos hacia donde se encontraba el origen de la baja productividad de
su personal.
Primero extrajeron un trozo considerable de canalización,
después, con martillos neumáticos y buenas dosis de paciencia fueron
levantando el lecho de hormigón de la zona donde se encontró el
cadáver. Cerca de la una del mediodía ya volvía a haber descubierta
una parcela el doble de grande del agujero que se hizo la primera vez.
Les tocaba ahora a los expertos.
La tarea entrañaba más dificultad que la primera vez por el
posible desplazamiento, incluso desaparición, del objeto plástico que
andaban buscando. Al margen de ese material debían tamizar en
distintos cedazos toda la tierra revuelta hasta alcanzar algo más de
profundidad de la originaria en la que se encontró el cadáver.
Aunque parecía una tarea ardua no lo fue gracias al interés del
capataz por hacer desaparecer de una vez por todas a los mossos de la
obra. Les suministró la ayuda inestimable de un operario por cedazo,
seis en total, y de ese modo los mossos encargados de la búsqueda
solo debían dedicarse a analizar los restos no filtrados por el tamiz. El
subinspector Elías coordinaba todo a pie de fosa y Santos Márquez,
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junto con Juan Ortiz y el juez, se mantenía en un segundo plano
ejerciendo de jefe que deben estar al lado del aparato legal para darle
valor al evento.
Nada, un clavo oxidado que fue a parar la una bolsa de pruebas.
Esta vez nadie quería pecar de dejadez, si había que llenar un furgón
con material, lo harían. Comenzaba a ponerse el sol y solo habían
aparecido unos trozos de cordón de las botas y algún que otro jirón de
ropa. Cuando todos daban por sentado que tocaría posponer la
búsqueda para el día siguiente aparecieron unos restos de cabello
apelmazado con otro trozo del mismo plástico y de un tamaño similar al
encontrado por la doctora Miravet. Ni uniendo los dos pedazos llegaban
a tener un trozo lo suficientemente sustancial como para llamarle
“prueba”.
Por lo que pudiera suceder se decidió dejar montada una
guardia hasta que concluyeran que no era necesario buscar nada más.
La idea partió del subinspector Elías cuando vio a un par de periodistas
que hacían fotos y preguntas desde el otro lado de la valla.
—Con todos esos publicando historias, solo faltaría que el
asesino se hubiera puesto alerta y viniera esta noche a pillar alguna
cosa que se nos pueda haber pasado.
Lo hablaron y decidieron dejar un retén de policías que cubrieran
las 24 horas de los siguientes días. La crisis afectaba a todos, pero los
mossos d’esquadra todavía podían permitirse algún pequeño lujo, y con
la que estaba cayendo, tampoco faltarían voluntarios que desearan
cobrar pluses por nocturnidad. Un sonoro «mecagoendios» pronunciado
a voz en grito por el capataz de la obra dejó claro cuál era el parecer de
los del otro lado.
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Inicio
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El retrato — 23 de junio de 2010
23 de junio de 2010
Hacía apenas dos semanas del cambio de armario. Una
actividad que no me satisface a pesar del encanto que muchas le
atribuyen: recuperar la ropa olvidada en cajas durante meses,
reencontrarse con ese vestido negro que tan bien sentaba, imaginarse
con él puesto mientras lo pones en la percha y lo cuelgas... una prenda
tras otra, hasta que recuerdo y realidad estropean la magia. Así lo
confirmaba yo, Alba Garcés Clermont: plantada ante el espejo,
enfundada en el mismo vestido de dulce recuerdo e incapaz de
reconocerme. Ni en las piernas blancas, ni en los gemelos de
escalador, ni en los tobillos de elefante, ni, por supuesto, en un torso
que recordaba un magro de carne mal atado y culminado en una piel
lechosa que iba desde el escote hasta el cabello.
A parte de mi depresión pre veraniega podría decirse que a
mediados del 2010 me encontraba en un momento cómodo de mi vida.
Disfrutaba de la soledad, el orden, las lecturas, los paseos y mis rutinas.
Se podría decir que me sentía bien en lo profesional y en lo económico
y mi salud era más que aceptable. Pero a pesar de eso estaba
incómoda y molesta, ¿la causa?, Germán Lavie, un anticuario
despreciable a quien debía favores desde hacía muchos años, y con
quien me había comprometido a realizar el trabajo de restauración que
iba a comenzar ese mismo dia.
De nada servían las lamentaciones. Sustituí el vestido por una
camiseta y unos jeans, di un último repaso a lo que me llevaba y salí. El
curso escolar había terminado y eso había reducido de manera
considerable el tráfico matutino de la ciudad. Cogí el coche y salí en
dirección a Sant Cugat, mi nuevo destino. Mientras conducía por los
túneles de Vallvidrera me dejaba acompañar por un CD a la carta con
obras de Fauré y pensaba en la planificación del trabajo que me
esperaba.
41
Era la primera vez que iba a realizar la restauración de una obra
sin haber tenido ante mí la pieza a tratar. Sucedió a mediados de abril.
Germán Lavie, un anticuario para quien trabajaba, me llamó a su
despacho
para explicarme los pormenores. Es una talla románica,
carísima, dijo, matizando mucho el superlativo, y los propietarios no
permiten que vaya nadie su casa mientras ellos estén, ni permiten
tampoco que la pieza salga de allí. No quise indagar en ello, estoy
acostumbrada al comportamiento de muchos de sus clientes y sé de las
rarezas de los nuevos ricos. Él, como si esa actitud fuera la norma, me
plantó ante la cara un puñado de fotografías de la obra hechas desde
todos los ángulos imaginables. Las miré, le pedí que me las prestara y
le prometí un presupuesto cerrado para finales mes. Aceptó.
—Piensa que es para un cliente importante, esmérate pero no te
pases. —Concluyó antes de que saliera de su despacho.
Una vez en casa me puse a estudiar el fajo de fotografías y un
par de hojas con anotaciones manuscritas de medidas y materiales.
Se trataba de la talla era un Cristo románico del siglo XI,
integrada en una hornacina ribeteada en filigrana de oro y flanqueada
por dos columnas salomónicas talladas en madera de ébano. No era un
trabajo atractivo: me disgustaba no disponer del objeto y me disgustaba
más que fuera arte románico. La solución era obvia, hacer un
presupuesto lo suficientemente inflado como para no perder dinero en
el caso de que salieran más complicaciones de las previstas y, de salir
bien, Alba Garcés terminaría el verano un poco más rica de lo previsto.
Me sacó del ensimismamiento una cálida voz de mujer
avisándome de que había llegado a mi destino. Para quien es capaz de
perderse en el sórdido secretismo de un mapa, el invento del GPS vale
tanto como la Imprenta o la rueda, aunque algunas echemos de menos
una voz masculina como la de Constantino Romero.
Estaba en una zona residencial entre Sant Cugat y Valldoreix, en
un paseo del mismo nombre y frente a una gran casa de obra vista
42
protegida por una valla de piedra y láminas de acero oxidado que
debían costar más que mi piso.
En el contrato que había firmado constaba que no habría nadie
en la casa, que podía disponer de todas las zonas comunes de la planta
baja, incluidos jardín y piscina y que debía dejarlo todo libre antes del
sábado cuatro de septiembre ya que de no cumplirlo habría
penalizaciones. Lo típico.
En el presupuesto había previsto algo más de mes y medio de
trabajo, pero si no aparecían sorpresas podía tenerlo todo acabado en
un máximo de tres semanas. Eso significaba que dispondría de más de
un mes para vivir como una princesa y a gastos pagados. Aprovecharía
para ponerme morena y hacer balance de mi vida y posibles vías de
futuro.
Aparqué el coche frente a la entrada de servicio y traspasé la
verja. Un camino de piedra, delimitado por un alto seto, me guio hasta
una entrada situada cerca de la parte trasera. Tras cruzar su puerta me
encontré en una cocina inmensa. Dejé la primera carga de bolsas, entré
el resto de paquetes y cerré la puerta. La nueva geografía era
envidiable para quien dispusiera de servicio, para cualquier mujer
normal aquella cocina era el castigo que Dios impuso a Eva.
Sobre la mesa de la cocina había un bulto envuelto en sábanas,
subí las persianas que había a la izquierda y la estancia se llenó de luz.
Aquel podía ser el lugar idóneo para trabajar. No me lo pensé dos
veces, aparté el bulto con cuidado, dejándolo sobre la gran isla central,
cubrí la mesa con el plástico grueso que había llevado conmigo y lo fijé
con cinta adhesiva, sobre éste puse un gran fieltro y para terminar
dispuse, ordenados, los diferentes enseres y herramientas que serían
necesarios. Con todo preparado volví a coger el paquete y lo dejé de
nuevo sobre la mesa. Puse en marcha mi equipo de música portátil y
llené la cocina con las notas de la Hammerklavier. El brillo de la sonata
era un complemento perfecto a la luz que entraba de fuera. Desembalé
43
la figura y comparé las fotografías con la talla real. Respiré hondo, mi
valoración había sido más que correcta y podía permitirme trabajar con
plena libertad y calma. La cuestión económica no me preocupaba en
absoluto y no tenía nada en la agenda hasta mediados de septiembre.
La envolví de nuevo y me preparé una tetera de rooibos especiado a la
que añadí hielo pasados dos minutos. Me sentía relajada.
Con una taza en la mano me puse a curiosear. Abrí la corredera
de aluminio y salí a una amplia terraza semicubierta flanqueada a la
izquierda por una inmensa barbacoa y un horno. El centro lo ocupaba
una preciosa mesa cuadrada revestida de azulejo y rodeada de sillas. A
la derecha, un murete, ofrecía intimidad a los bañistas cuando los
hubiere. Sorteándolo, se accedía a un gran porche que debía hacer de
cenador en las noches de verano y un jardín a juego con el resto de la
casa. Impresionante, pensé. Un campo de concentración rodeado lujos.
Me senté en uno de los cómodos silloncitos que vestían el
porche. Desde la cocina me llegaba, lejano, el sonido del scherzo que,
mezclado con el sonido del agua que caía a chorro en la piscina,
convertían aquel espacio en una franquicia del Paraíso. Cerré los ojos y
me dispuse a degustar la paz del lugar.
:::::
Abril de 1992
Mi mente viajó a Madrid. Recordé cómo Almudena insistía en
presentarme a una persona importante para mi futuro profesional y
cómo yo le daba largas siempre. A pesar de ser consciente de que si no
quería volver a encontrarme con un pasado indeseable, debía buscar
soluciones. Una de ellas consistía en aceptar ese encuentro.
Por lo que me había comentado Almudena, Germán era lo que
podía llamarse un tipo con suerte. De origen francés, de la zona
bretona, había emigrado a España con veinticinco años, en plena
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agonía de Franco. Hablar castellano le facilitó la tarea de encontrar
trabajos de temporada en la costa gerundense. Así, durante los
primeros cinco años, no le faltaron playa, sol ni mujeres. Su falta de
ética y ciertos contactos le permitieron entrar en círculos algo alejados
de la legalidad. Gracias a ellos descubrió la riqueza románica de las
ermitas pirenaicas y la facilidad con la que se hacían negocios con su
contenido. En todas partes había gente adinerada dispuesta a adquirir,
sin preguntar demasiado, cualquier talla, vitral, retablo, arco, piedra
labrada o pintura. De ahí al cielo. Durante los siguientes diez años
montó su tienda de antigüedades, aprendió lo mínimo del negocio y se
hizo un hueco dentro del mundillo. Nadie puso objeción a sus métodos,
incluso aquellos a los que arruinó; ni jamás fue imputado en ningún
caso de expolio. A ojos de todos, era la honestidad en persona. Ese era
Germán Lavie.
Había aceptado al fin. Quedamos en un bar de Colón.
Con más de un cuarto de hora de retraso llegó Germán,
respirando como Darth Vader y moviéndose como si vistiera armadura.
Era un individuo chaparro, barrigón y de aspecto aseado. Vestía traje
negro, que en su cuerpo desmerecía la cuidada confección, y una
corbata que negaba la posibilidad de mirar para otro lado. De su cara, lo
más destacable, eran sus ojos de ratón.
—Perdonadme, chicas, siempre ando tan liado que se me pasan
las horas en un suspiro… tú debes ser mi guapa restauradora catalana,
¿ça va?
Almudena hizo las presentaciones. Germán, esta es Alba
Garcés; Alba, este es Germán Lavie, el anticuario del que te hablé. El
francés se me lanzó encima, me agarró con más manos de las que
corresponden a un ser humano y me estampó dos besos húmedos
rozándome las comisuras de los labios.
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Quedé en shock. En mi cabeza se repetía el Mi guapa
restauradora catalana, en la cara la sensación húmeda de un caracol y
en el cuerpo la impronta de unos manotazos.
Nos sentamos. Él frente a nosotros, piernas abiertas en plan
ofrenda y mirando con chulería. Habló unos minutos con Almudena y
después se dirigió a mí. Se dedicó a hacerme preguntas referentes a mi
preparación académica, triviales en exceso. Entremezcladas con ellas,
miradas y comentarios relativos a lo saludable de mi cuerpo, mi edad y
mi estado amoroso. Las soltaba como si tuviera toda la potestad para
ello, a mí me llegaban como escalpelos en manos de un loco. Al rato el
insulto visual y verbal era superior a lo que me veía capaz de soportar,
me levanté de golpe y di por zanjado el encuentro con un Debo
marcharme, hasta otra. Mientras me alejaba todavía escuché gritar a
Germán: Hemos de quedar otro día, catalana, que tengo muchos
trabajos para ti en Barcelona. Creo que solo levanté una mano y la hice
oscilar en el aire.
:::::
Sant Cugat, 23 de junio de 2010
Un Buenas tardes pronunciado por una voz de hombre me sacó
de mis pensamientos sobresaltándome. Levanté la mirada y vi a un
desconocido al lado de una arqueta cercana en la que no había
reparado.
Sentí miedo. Por lo que yo sabía, allí no debía haber nadie más
que yo. Tampoco tenía idea de cómo había entrado. Me aferré a la
taza, me recompuse, esbocé un amago de sonrisa y respondí con otro
Buenas tardes. El desconocido se excusó por haberme asustado, se
presentó como el jardinero que venía a mirar la depuradora y no
esperaba encontrar a nadie allí. Mientras trajinaba dentro del hueco me
explicó que siempre entraba por una puertecita lateral al fondo del
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jardín y que al darse cuenta de que no estaba solo ya era tarde para dar
media vuelta, pensando si esa actitud me haría desconfiar todavía más.
Parecía realmente turbado, eso me tranquilizó. Le respondí que
no se preocupara, que estaba pensando en mis cosas y por esa razón
había dado el respingo. Él se animó a continuar la charla. Mientras lo
hacía, levantó la compuerta y comenzó a manipular en su interior. Yo
volví a responder con tópicos. Me explicó que pensaba que no habría
nadie en la casa. Eso al menos le habían dicho en la empresa para la
que trabajaba, que se pasara cada tarde, sobre las seis y repasara la
piscina; que viniera también algunas las mañanas para controlar el
riego del jardín. Y ya que estoy aquí aprovecho para mirar los filtros y
niveles de la piscina y así no tengo que venir por la tarde, terminó.
Le resumí mi situación diciéndole que yo estaba allí para hacer
un trabajo que me habían encargado. No era necesario extenderse
más. Después me presenté y le tendí la mano. Él se acercó los pasos
que nos separaban y me la estrechó con un Encantado de conocerte.
Yo soy Oscar. Si vas a estar aquí unos días ya iremos coincidiendo.
Intercambiamos unas pocas frases más, pero se hacía tarde y
necesitaba ponerme con la talla. Me excusé. Mientras recogía mis
cosas de la mesa él entró en la arqueta y se dejó engullir
definitivamente por ella.
:::::
Los primeros días transcurrieron entre el calor, la tranquilidad y
la comodidad del trabajo. También, y de manera apenas consciente, los
contactos con Oscar se incrementaron. Había algo en él que me hacía
sentir cómoda, tal vez su modo de tratarme, como a una igual; y eso era
una sensación desconocida y agradable para mí.
La restauración tampoco se desviaba del plan previsto, salvo la
dificultad que me encontré en los clavos. Mi primera intención había
47
sido reparar las extremidades sin extraerlos y evitar así una situación
irreversible; pero tras perder dos días vi que era inevitable separar la
imagen de la cruz si deseaba un trabajo bien hecho. Esto incrementaba
la posibilidad de que se rompiera alguna de las frágiles extremidades de
la figura. Aun así, decidí arriesgarme. Jugaban a mi favor los años de
experiencia, un buen repertorio de música y elevadas dosis de
paciencia. Después, una vez conseguido, había repasado las ralladuras
y ahora estaba limpiándola para recuperar la policromía de los ropajes.
Por las mañanas llegaba muy temprano y me permitía dar un
largo paseo antes de entrar en la mansión siempre me ha gustado
aprovechar esas horas cuando el verano apenas se insinúa. Su luz me
recuerda a la época impresionista, uno de los periodos pictóricos que
más admiro.
Fue al volver de uno de esos paseos y acceder por la entrada
principal que caí en la cuenta de una pequeña puerta camuflada que
me había pasado desapercibida. Estaba situada a la izquierda del
recibidor, al lado de un antiguo mueble balaustrado que hacía las veces
de expositor de arte. La curiosidad me llevó a cruzarla. Se trataba de un
saloncito que en tiempos de mayor formalismo debió destinarse a sala
de espera y ahora se había reconvertido en lo que parecía una pequeña
y acogedora biblioteca. Desde la puerta, al fondo, había una mesita de
escritorio y tras ella una ventana con las cortinas corridas que la
dejaban en penumbra. Me acerqué y las descorrí.
La estancia se inundó de luz y un amor por los libros cercano al
vicio me llevó a curiosear los que tenía más cerca. Muchos de ellos
parecían escritos en ruso, al menos las grafías parecían cirílicas.
También había libros en alemán, en inglés y en italiano. Todos parecían
ejemplares valiosos. Me fui desplazando a lo largo de la estantería
hasta llegar de nuevo al lado de la puerta, donde terminaba el mueble.
Allí había un pequeño apartado con ediciones antiguas en castellano.
Uno de los libros captó mi atención: un Ulises de Joyce. Lo cogí y
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empecé a hojearlo. Resultó ser una primera versión completa en
castellano fechada en 1976.
Con él en las manos fui hacia el ventanal como una polilla,
moviéndome con parsimonia y hundiéndome poco a poco en sus
palabras. La ventana era baja, lo suficiente como para apoyarme en el
saliente inferior y usarlo a modo de asiento. Me acomodé. No daba el
sol y la estancia era fresca. Me dediqué a pasar las hojas con
parsimonia, releyendo aquí y allá párrafos que recordaba. Así, sumida
en ese acto litúrgico que todo lector entiende, llegué y me dejé atrapar
en el monólogo interior de Stephen cuando relata su etapa de
estudiante en Paris y la muerte de su madre.
En uno de los parpadeos levanté la mirada.
Tras el estruendo del libro al golpear la tarima todo quedó en
silencio. Escuchaba a mi corazón bombeando sangre y notaba cómo
una fuerza invisible me presionaba el pecho hasta el dolor. Sentía que
mis pulmones exigían aire y no era capaz de dárselo. Estaba
petrificada. En unos segundos interminables una nube de pensamientos
asomaron desde el olvido para devolverme a un pasado que creía
cerrado. Frente a mí, llenando el espacio vació de la pared de enfrente,
se encontraba un retrato de mi hermana, desaparecida hacía dieciocho
años.
****
Inicio
49
Huida a Argentina — 1918
Hoy no llueve, es casi seguro que tengamos sol y podamos
tomarlo un rato. A ambos nos irá bien. Antes me quedé contándote que
mi madre emigró a Buenos Aires. Sí, los designios del destino, dicen.
Por eso me gustará tanto indagar en el pasado.
Me costó años entender por qué razón mi madre odiaba tanto a
los hombres y temía de aquel modo a las mujeres. Por suerte, siempre
dispuse de mucho tiempo y buena memoria. La segunda me sirvió para
no olvidar todas las historias que ella me explicó, los cuentos de los que
ya te he hablado, y la primera para contrastar sus relatos y coserles un
vestido de realidad que sirviera a mi mente adulta.
No he sido sincero del todo. Parte de su infancia, la que va
desde la huida hasta su adolescencia en Argentina, no se me quedó tan
grabado como podría haberte hecho creer. Imagino que me las debió
contar menos veces, o me las debió contar siendo yo demasiado niño, o
igual yo prestaba menos atención de la debida. En la niñez la mente es
una bandada de pájaros en la que cada cual vuela hacia donde quiere.
A ti te habrá sucedido. Esas tardes en el colegio, mientras una maestra
luchaba por introducir la mecánica de la división en las tiernas cabezas,
nosotros las abríamos de par en par al giro perfecto de una peonza, al
baile inquieto de una cometa, a los tres cromos que nos faltaban para
terminar la colección o a Queco, el maldito niño que te hunde la infancia
entre golpes.
Me ha sucedido de nuevo. Mira que intento contártelo todo de
manera ordenada para que puedas entenderme, pero ni modo. Es
inevitable que me vaya por las ramas con recuerdos estúpidos. Para
colmo este verde no es el verde. Siempre lo mismo con los verdes.
Están en mi cabeza. Siempre claros, siempre nítidos, exactos,
perfectos. Después no, después huyen ante mis ojos y cambian.
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Maldito verde. Algo más de amarillo, un punto de azul cobalto.
Enseguida termino, ten paciencia. Ya está, mejor. Sigo.
El viaje por tierra fue interminable y duro. Pasar por poblaciones
derruidas, muertos amontonados sin enterrar. Viajar en carro, a pie, en
algún camión desvencijado que se apiadara de aquella pobre gente.
Piedad en medio del Infierno. Ni siquiera el Dios más cruel hubiera
planificado el mundo de un modo tan cínico.
Los pobres y desarraigados de aquella Europa destruida, a
pesar incluso de no fiarse los unos de los otros, buscaban agruparse
por las noches. Es el miedo. Tendemos a pensar que si el miedo se
comparte se reducirá a nivel individual, que ilusos. Como si el miedo
fuera una magnitud divisible. Pero a ellos les servía, las más de las
veces. En un pajar, en una cueva, alejados de los caminos y fuera de la
vista de los que todavía vivían infestados de la locura de la guerra,
grupos que se habían despojado de toda humanidad y actuaban como
perros salvajes hasta que alguna autoridad, o un grupo más fuerte los
abatía.
En esas noches, al calor de algún fuego, si era posible
encenderlo, se contaban historias que cada uno había vivido en medio
de aquella barbarie que cambiaría el mundo para siempre. En esas
noches de duerme vela se enteró mi madre de lo que les gustaba hacer
a los hombres. Porque lo que ella había conocido en casa no era ni de
lejos lo que sucedió en otros pueblos cuando entraba en él el enemigo.
Mujeres y niñas violadas. Niñas de 8, 10, 12 años. Nada frenaba los
afanes de conquista de los vencedores.
La mujer es el mejor receptáculo para la violencia ¿Sabes?
Siempre ha sido así, dura y resistente para los golpes y elástica para
entrar en ella. La Historia nos lo demuestra. Y a pesar de que la
hipocresía nos lleve a creer que un acto tan deleznable como la
violación ha prescrito en el cerebro de los hombres buenos, es mentira.
Todo es una absoluta y completa mentira. La tortura sigue siendo la
51
mejor moneda con la que comprar el miedo, y el miedo es el arma más
poderosa que poseemos. Ni el amor, ni el deseo, ni la envidia. Ningún
pecado ni ninguna virtud superan el poder y la fuerza del miedo. La
gran herramienta de los poderosos. Con ella se instiga al odio entre
iguales, con ella se forjan guerras y se mantiene a los pueblos callados
y sumisos.
¿Sabías
que
en
el
siglo
XII
los
cruzados
violaban
sistemáticamente en nombre de la religión? Que poco debía importar
Dios a aquella gente y que poco debemos importarle a Dios ninguno de
nosotros. ¿Sabías que en el siglo XVIII los soldados ingleses violaban
sistemáticamente a las mujeres escocesas? Así siempre, o un bando o
el otro o ambos. En la primera guerra mundial les toco el papel agresor
a los alemanes y en la segunda fueron los soviéticos quienes les
pagaron con la misma moneda. Y todos y cada uno de aquellos actos
estaba tan alejado del sexo como podía estarlo de la virtud. Eran actos
de fuerza, de supremacía, de dominación. El acto último de humillación
en el que el enemigo se reproduce en el vientre de la víctima
regalándole la mitad de un enemigo, un ser que será amado y odiado
por igual. En tiempos de locura colectiva el salvajismo va a más,
siempre. Nunca existen límites a la monstruosidad humana. Pero mejor
no hablemos más de eso.
Imagino que no hará falta que te cuente todo el trayecto hasta
conseguir embarcar en Barcelona. Imagino también que te será sencillo
imaginar cómo aquel cerebro infantil fue infectándose de odios y miedos
a partes iguales. Cada vez entendía más y más los actos de las mujeres
de su pueblo. A buen seguro le era más ajeno el respeto y la tolerancia
que se prodigaban sus padres adoptivos que todo el odio del que día a
día se alimentaba. Te voy a confesar algo que igual te parece extraño,
pero a mí siempre me ha parecido difícil odiar. Claro que también me ha
parecido difícil amar, al menos en el sentido que relatan los libros o lo
cuentan las personas con las que he tratado. Ya me conoces, a mí lo
52
que me gusta es la vida apacible rodeada de mis libros, escuchando
música y, por encima de todas las cosas, degustar la pintura. La única
de las artes capaz de aislar lo hermoso.
Del viaje me contó muy pocas cosas. Sé que la seguridad de
barco, al menos la que podía decidir entre la vida y la muerte, les relajó
bastante; tanto, que fue entonces cuando se dio cuenta de que a Peter
Bodo, el que sería su padre adoptivo, le gustaba dibujar. Durante los
interminables días del viaje se dedicó a hacerle retratos, a ella y a otra
niña de la que tras desembarcar ya nunca más sabrían. Ahora te
hablaré de ella, es importante. Pero también fue importante la afición de
su padrastro. Con toda probabilidad, si no hubiera sido por ella, por el
dibujo y la pintura, jamás hubiéramos llegado, como ya te apunté ayer,
a este momento. Mamá tuvo suerte con Peter Bodo. A pesar de ser
como la mayoría de hombres: de mano fácil e intenciones lascivas,
siempre supo manejarle y jugar con él. Y él, llevado por la curiosidad y
predisposición hacia el Arte, de ella, se amoldó a la mayoría de sus
designios. Con Peter Bodo aprendió mi madre, que hasta los seres más
anodinos son capaces de copiar lo hermoso. Con diez años recién
cumplidos sus ojos captaron los primeros esbozos de lo que es capaz el
ser humano cuando desea atrapar el mundo para esclavizarlo en un
papel o un lienzo. Mientras su madre adoptiva cosía o hablaba con
otras mujeres, su padrastro retrataba todos y cada uno de los
momentos que consideraba dignos de ello, y mamá, entre juegos y
carreras, se sentaba a su lado para maravillarse con el contenido de
aquellos cuadernos
Te he prometido que hablaríamos de su compañera de viaje. Se
llamaba María, como ella, y era un par de años mayor. Esa diferencia le
daba un poder que mi madre todavía no tenía pero cuya utilidad pudo
apreciar en toda su plenitud. La otra niña le enseñó el potencial del
cuerpo femenino cuando se desea conseguir cosas. A pesar de que la
mayoría de veces salía de caza ella sola, alguna que otra vez permitía a
53
mi madre que la acompañara y aprendiera lo que podía conseguir una
mujer de un hombre simplemente jugando. En aquella inmensidad de
barco había niños, jóvenes e incluso hombres mayores que estaban
dispuestos a tocar y dejarse tocar por aquella púber. Los unos por
curiosidad, los otros por necesidad y los últimos por pura lascivia,
estaban dispuestos a pagar el precio por acariciar unos incipientes
pechos que apenas se insinuaban y la sedosidad de un sexo tan ávido
como curioso. Era lista aquella niña. Por lo que decía mamá nunca le
faltó pan, chocolate, algunas monedas. Después le contaba a mi madre
lo que sentía, le explicaba cómo era la anatomía de los hombres, todas
sus diferencias y sus igualdades. Mi madre llegó a confesarme que
aquella niña fue el único ser humano por el que sintió envidia. También
me dijo que fue la que le dio la mejor lección que pudo aprender: “la
facilidad con que los hombres hacen cualquier cosa por acariciar un
pedazo de carne femenina”. En el transcurso de ese viaje entendió que
todo era violencia, todo era abuso, pero a pesar de ello, si sabía jugar
bien sus cartas, podría protegerse y sacar provecho de ellos. En el
transcurso de ese viaje tomó consciencia de que los hombres podían
ser unos asesinos despiadados pero, al mismo tiempo, capaces de
dibujar la serenidad de un rostro infantil. La monstruosidad y la ternura
contenidas bajo la misma piel. Brutal dicotomía.
Tras días de navegación, nunca supimos cuantos, llegaron a
Buenos Aires. Durante las primeras horas llegaron a dolerle los ojos. Se
negaba a parpadear, me dijo. Había tantas cosas desconocidas que se
agolpaban. Edificios de piedra, plazas tan grandes como su aldea.
Multitud de personas andando por las inmensas avenidas. El tranvía,
los coches, el subterráneo, la tiendas, las plazas... De allí se trasladaron
a la ciudad cercana de Valentín Alsina. Era uno de los destinos de los
muchos campesinos y obreros húngaros que llegaron a aquel país
huyendo de los desastres de la primera gran guerra.
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En ese lugar crecería. Hasta los doce años con muchas
penurias, después, quiso la suerte que todo cambiara. Peter Bodo
encontró trabajo como albañil en la construcción del puente que
atravesaría el Riachuelo, uniendo ambas ciudades para siempre. Por
cómo me lo contó, creo que fueron años felices para ella. Pudo ir a la
escuela, algo impensable en Hungría. Pudo compaginar el colegio con
la ayuda a Julia Szabó, su madrastra, costurera de buenas manos.
Has de saber que la necesidad de poner un plato de comida en
la mesa aguza el ingenio. Eso es algo que ni tú ni yo hemos conocido.
Para nosotros todo ha sido fácil, pero para aquella gente y en aquellos
tiempos era complicado vivir. Sí, la necesidad, todos necesitamos algo,
todos adolecemos de algo. Por cada necesidad resuelta, aparece otra
necesidad nueva. Hoy en día nos falta conformismo. Hemos perdido la
aceptación de la fatalidad que tenía aquella gente. Nos hemos vuelto
excesivamente hedonistas.
Bien, la necesidad, te decía, obligó a Julia a espabilar para poner
un plato en la mesa mientras Peter no tuvo un trabajo estable. Su
calidad como costurera se había extendido entre las mujeres de los
obreros y el boca a boca le mandaba un goteo continuo de mujeres que
necesitaban arreglos. Girar un cuello, o una chaqueta entera;
aprovechar un par de retales para extraer de ellos algún vestidito de
niña; parchear sobre parcheado. Siempre llegaba alguna vecina o la
amiga o la cuñada de alguien. Poco a poco mejoraba la economía de
aquellos míseros inmigrantes, pues al igual que Peter, muchos otros
encontraron empleo en la construcción del puente.
Ahora, con su marido trabajando, pensó que no debía renunciar
a lo conseguido. Eso la llevó a montar un pequeño taller en la
habitación más grande de la casa. Si hasta entonces había efectuado
trabajos para otros que eran igual que ellos, las obras del puente
también trajeron trabajadores cualificados; ingenieros, hombres que
venían con sus familias a dejar hasta seis años de sus vidas en aquella
55
gran obra. En poco tiempo se corrió la voz de que la señora Bodo tenía
unas manos excelentes, como ya te dije. En poco tiempo, algunas se
decidieron a probar suerte en su pequeño taller y corrieron aún más la
voz. En poco tiempo acudían a su casa esas mujeres de clase media
que podían permitirse algún que otro vestido para ellas o para sus hijas
casaderas. Y de ellas aprendió mi madre cómo debe comportarse una
señorita. Entre pespuntes e hilvanes su oído captaba el modo de hablar
y comportarse de aquellas, y después, en la soledad de su habitación
practicaba hasta convertir cada ademán y cada entonación en algo
suyo.
A los quince años su cuerpo era hermoso, insolente. Había
aprendido a manejar a los muchachos, a provocar a los hombres y a
mantener su cuerpo sin mácula visible, pero capaz, por sí mismo, de
hechizar a media humanidad. Cuando, a veces, el marido, el novio o el
amante de alguna cliente aparecía por la tienda para recogerla, mi
madre ponía en marcha lo aprendido. Me consta que debía arrebatar
miradas
de
lascivia
a
aquellos
pobres
tipos.
Contoneándose,
atusándose el cabello, mirándoles desde sus ojos oscuros con esa
mezcla de inocencia y lujuria que tanto excita a los machos básicos.
Jugaba. Los llevaba al límite de la incomodidad, o así al menos me los
imagino yo. Lo mejor de todo, y esto sí que me lo confirmó ella, era que
nadie se daba cuenta, ni Julia ni las pobres imbéciles que vivían en un
sueño de príncipes azules y amores de folletín. Ninguno se daba cuenta
de nada y terminaban entrando al trapo para que ella los desechara o
para regalarles simplemente un breve contacto, un beso arrebatado el
la mejilla o una tenue y superficial caricia.
Es evidente que los odiaba. Odiaba a todos los que arruinaron la
vida de tantas mujeres de su aldea, incluida su madre. A todos los que
había encontrado en su huida por Europa, a todos aquellos a los que no
conocía más que por sus atrocidades. Con Peter era distinto, a pesar
de que lo despreciaba por sus borracheras y por su falta de
56
personalidad, era consciente de la dicotomía brutalidad-sensibilidad que
se producía en él. Pero incluso eso lo aprovechaba para mejorar y
aprender. No te imaginas lo que le debo de mis conocimientos de Arte.
Pero de eso igual hablamos en otro momento. Ahora ya se va
haciendo tarde y casi he terminado. De lo que te contaba de mamá
apenas queda nada reseñable de aquella época. Nada al menos hasta
los dieciocho años. Entonces sucedió algo que dio un giro más hacia
este presente. Luego te contaré.
57
La identidad de los huesos
Cerdanyola del Vallès - 1 de abril de 2010
—Te estoy preparando el informe. Lo recibirás por correo en un
rato. De momento te adelantaré lo que hemos conseguido.
Quien hablaba era Ortiz, Santos escuchaba sin dejar de darle
vueltas a la cabeza.
Con lo que tenían hasta la fecha, Conchi, apenas había podido
preparar una lista de cinco candidatos cuyos expedientes, una vez
leídos, se descartaron. Las piezas de plástico seguían siendo un
callejón sin salida. Demasiado pequeñas para hacerse una mínima idea
de a qué podían pertenecer y de una composición que podía formar
parte de millares de lugares distintos. La única conclusión a la que
habían llegado, dado que unidas formaban una diminuta arista roma,
era a que podían pertenecer a algún tipo de timbre, pulsador o botón.
Todo demasiado genérico como para disponer de una línea de
investigación. Por no contar con que los dichosos plásticos bien podían
ser lo que se pensó al principio: simple contaminación del lugar por
parte de las muchas personas que patearon la zona del hallazgo. Bien
poco de donde ir tirando, pensaba
Santos
asentía con monosílabos sin salir del todo de sus
cavilaciones. Tomaba alguna anotación y emborronaba la hoja de una
libreta. Hasta que algo captó su atención. Ortiz le detalló que los restos
azulados de cartón pertenecían al carnet de alguna biblioteca de
Barcelona y que tras algunos tratamientos se habían podido recuperar
las letras de algunas palabras. La hoja de papel ya era otro cantar. Por
el momento se había podido separar cada una de las dobleces. Tras
ello habían recuperado seis pedazos de los ocho en los que estaba
doblada la hoja. Después de plastificarlos con sumo cuidado se
escanearon y, a través de procesos informáticos, habían reconstruido el
75% de una hoja tamaño DIN A4. Ahora el problema era hacer legible lo
que parecía estar escrito en él. Los había mandado a unos expertos en
58
recuperación de textos antiguos y estaban a la espera de ver qué podía
obtenerse de ellos. Aunque todo el mundo era pesimista en cuanto al
resultado final.
Tras colgar se recostó en la silla y se dispuso a terminarse el
café frío que tenía delante de las narices desde primera hora de la
mañana. Solo eso, no necesitaba nada más: cinco minutos de silencio
para ponerse en paz consigo mismo y barrer un poco la confusión
mental que sentía cada vez que comenzaba un caso y no había líneas
claras de investigación.
::::
Tal y como recibió el correo de Ortiz descolgó el teléfono y llamó
a Elías:
—Ha llegado lo que te comenté. Vente para acá mientras
imprimo el archivo adjunto.
Lanzó una orden de impresión, dos copias, recogió las dos hojas
y le dio una al subinspector que ya estaba sentado frente a él. En el
papel se podía ver la magia que el personal del laboratorio había hecho
con los restos del cartón. De un pequeño retazo azulado, en el que
originariamente no aparecía nada más que moho y suciedad, ahora
podían leerse las letras “odoreda”, “Z” y “Jul”.
—¡Coño, jefe, han aparecido letras! ¿Qué hacemos ahora con
esto?
Santos, haciendo caso omiso al tono de sorna del subinspector,
esbozó una sonrisa y habló:
—¿Tienes carnet de la biblioteca, Elías?
—No, tengo carnet del Caprabo, del SME, del Barça; pero lo de
las bibliotecas no lo toco demasiado bien. Pero me gusta leer ¡Eh! No
me vengas ahora con paridas. Que en el centro comercial siempre
tienen libros estupendos.
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—Entonces entiendo el retintín con las letras y que no veas la
maravilla que te he puesto ante los ojos, pero no te preocupes,
usaremos el mío.
Sacó su carnet de la biblioteca y lo puso en la mesa junto a la
hoja impresa.
—Mira y compara. Si te fijas, por la posición de las letras vemos
algunos detalles que nos pueden ir muy bien: las letras “odoreda”
forman parte del nombre de la biblioteca, si miras mi carnet verás que
es la primera línea sobre la fotografía; el resto de letras que aparecen
más a la derecha y abajo pertenecen: la “Z” a uno de los apellidos, y en
la siguiente línea, la que corresponde al nombre, es donde leemos “Jul”
¿Lo ves?
Al subinspector, que se le había ido iluminando la cara,
respondió:
—Entonces eso significa que podemos encontrar la biblioteca, a
los socios, ver cuales coinciden con nuestras letras y que llevan años
sin coger ningún libro ¡Cojonudo, inspector, eres un genio!
En el lapso de tiempo que llevaban reunidos, el par de cafés que
había llevado Elías habían pasado a mejor vida y la crispación inicial
daba paso a una bocanada de alegría. La reunión se prolongó durante
un rato más y a su término hicieron entrar a los miembros del equipo
para ponerles en antecedentes.
La tarea del carnet recayó en Conchi, como siempre. El proceso
que utilizó fue la simplicidad ligada a unos buenos conocimientos de
bases de datos y de lenguaje SQL. Con la lista de bibliotecas creó una
tabla y sobre ella pidió una selección cuyo nombre contuviera la
partícula “odoreda”. El ordenador le devolvió un solo nombre: Biblioteca
Mercè Rodoreda. Teniendo la biblioteca solo tenía que crear otra tabla
con los nombres de los socios y repetir una consulta similar a la primera
con el nombre de todos ellos. El hecho de que la letra que pertenecía al
apellido fuera una zeta tenía ventajas y desventajas: por una parte
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simplificaba mucho la búsqueda, pero por otra había muchos apellidos
españoles que terminaban con ella, de los cuales, la inmensa mayoría,
eran los más comunes del país. Las letras del nombre, en cambio, le
permitían simplificar mucho más el problema. Con el comienzo “Jul” no
había mucho dónde escoger, buscó en el santoral nombres que
empezaran por esas tres letras y solo encontró “Julio” y “Julián” y sus
variantes catalanas “Juli” y “Julià.. La consulta SQL que lanzó pedía
apellidos que terminaran con zeta, cuyos nombres comenzaran por “Jul”
y que llevaran más de diez años sin pedir un libro en préstamo. Con la
lista devuelta se fue a pedir sus fichas.
Pasados un par de días habían resuelto ambos enigmas. La
biblioteca Merçè Rodoreda pertenecía a la zona de Horta-Guinardó y en
ella constaba un carnet, archivado como baja, de un tal Julián López
cuya fotografía confirmaba el excelente trabajo realizado por la forense.
Después se buscaron casos cerrados en dicha comisaría. Había una
denuncia de 1992 por la desaparición de un joven llamado Julián López
y tramitada por sus padres que vivían en la calle Olvido, del barrio del
Guinardó. El caso constaba como cerrado pero en la carpeta no había
foto alguna con la que contrastar las otras dos. A pesar de eso, todo lo
demás cuadraba. Elías salió al encuentro de su superior.
—Bingo, Santos, nuestros huesos ya tienen un nombre.
—Siéntate y cuéntame.
Le explicó los hallazgos y le dejó sobre la mesa la desgastada
carpeta. Santos se recostó en su, felicitó a Elías, con la orden de que la
extendiera al resto del equipo, y le pidió quedarse a solas. Abrió la
carpeta y comenzó a leer.
::::
El caso lo había llevado el Inspector Jesús Loperena de la
comisaría de Horta-Guinardó. El expediente apenas constaba de cuatro
61
o cinco hojas explicativas con las pesquisas realizadas, todas ellas en
un intervalo de no más de dos meses, después un salto de más de un
año y una hoja en la que se archivaba el caso por falta de pruebas.
Increíble.
Primero aparecía la denuncia, típico papel folio de la época,
escrito a máquina:
“Hoy, en fecha lunes, 13 de enero de 1992, a las 16'40 horas se
efectúa la denuncia por desaparición de Julián López. Varón, nacido el
15 de febrero de 1972.
Dicha denuncia la tramitan sus padres: Julián López y Manuela
Albalate, vecinos del barrio del Guinardó de Barcelona.
En el momento de su desaparición el susodicho vestía pantalón
estilo tejano, camiseta negra con las mangas cortadas, chaqueta del
mismo tipo que el pantalón y botas camperas. Luce, además, un par de
aros en las orejas...”
Seguía con la poca información que pudieron aportar sus
padres: ni amigos conocidos ni lugares frecuentados. Ningún dato
singular que hubiera podido servir. En aquella época todavía muchos
padres pagaban su incapacidad de aceptar que los tiempos habían
cambiado, la Dictadura, muerta hacía años pero pendiente de ser
enterrada, había dado paso a un deseo por parte de los jóvenes de
olvidarse de la política y reconvertirla en hedonismo. España era otra,
Barcelona se engalanaba para unas olimpiadas y muchos ni se daban
cuenta del cambio.
Después de la somera lectura de la única hoja de la denuncia
pasó a la siguiente. Era una hoja manuscrita y de buena caligrafía que
parecía haber sido realizada por alguien en los años cuarenta de la
posguerra. Hacía juicios de valor con lo encontrado en la habitación del
desaparecido; cuestionaba de forma fascista el haber encontrado un
libro de Marcuse y con todo ello decidía que la tribu urbana a la que
pertenecía era la de los punkis. Lo único aprovechable de aquel caos
62
de texto era el hecho de que el muchacho había comentado que
deseaba viajar a Francia con un grupo de amigos; algo que
desaprovechaba después pues no había otra referencia a quiénes
pudieron ser los artífices de dicho viaje. Terminaba dando por sentado
que la desaparición había sido voluntaria y zanjaba el caso sin
despeinarse.
Santos no pudo evitar un sentimiento de desprecio por un
compañero de profesión tan desastroso. «Lo lejos que moriste de
Francia, Julián», se dijo para sí mientras terminaba de leer el cúmulo de
despropósitos.
El borrador, o las notas personales, ya que aquello no podía
formar parte del dossier de la investigación, lo firmaba un tal
subinspector Joaquín Hita. Tras esa primera minuta había otras con
resúmenes de la búsqueda infructuosa por parte de los agentes en
todos los lugares escogidos por el inspector Loperena. Había un par
más con las pesquisas hechas en probables bares en los que se
reunían los jóvenes pertenecientes a tribus urbanas cercanas a la que
pensaban que pertenecía el muchacho y después de un salto temporal,
otra en la que el subinspector explicaba que ante la ausencia de
pruebas que permitieran abrir cualquier línea de investigación se
entendía que el tal Julián, como persona mayor de edad, había decidido
desaparecer de manera voluntaria. Razón por la cual no se consideraba
necesario continuar con el caso abierto, a pesar de lo cual no se daba
por cerrado a la espera de que pudieran aparecer más pruebas que
permitieran su re-apertura.
Hasta eso último había sido un despropósito ya que la carpeta
con todo su contenido se había encontrado en el archivo de casos
cerrados. Por otra parte, tanto el inspector Loperena como el
subinspector Hita constaban como baja en el cuerpo. Del segundo
pudieron averiguar que había fallecido por una cirrosis fulminante poco
antes de jubilarse; del primero que se había jubilado antes de la edad
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reglamentaria, y tanto la dirección como el teléfono que constaba en la
base de datos no estaban actualizados. Lo único que restaba ahora era
ir a dar la mala noticia a los pobres padres si es que todavía vivían,
tarea que recaía directamente en el inspector Santos Márquez y de la
que rara vez delegaba.
::::
2 de abril de 2010
Al día siguiente y antes de ir a comisaría tomó el tren para
acercarse a Barcelona, una vez allí cogió el metro y llegó a la dirección
que constaba en la documentación del cadáver. Pulsó el timbre y
cuando estaba a punto de marchar escuchó por el interfono una voz
masculina:
—Sí, dígame, ¿Quién es?
—¿El señor Julián López? —Preguntó el inspector.
—Sí, ¿Quién es usted?
—Soy el inspector Santos Márquez, de los mossos d'escuadra
de Cerdanyola del Vallès. Necesitaría hablar con usted por favor.
Tras un largo silencio la puerta emitió el sonido característico del
sistema de desbloqueo y Santos cruzó el umbral. Era un cuarto piso sin
ascensor. Subió tomándose su tiempo, como si el hecho de prorrogar el
encuentro fuera a minimizar en algo el golpe que representa dar una
noticia de esa índole. Jamás se acostumbra uno a este tipo de cosas,
jamás, se decía mientras llegaba a la última planta.
Cuando llegó al rellano se encontró a un anciano enjuto y triste
que le tendió la mano:
—Buenos días inspector... Perdone, ¿Cómo dijo que se
llamaba?
—Santos, llámeme Santos, señor Julián.
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—Le han encontrado ¿verdad? Después de tantos años mi
mujer tenía razón, ¿verdad? Al menos se ha ahorrado lo que vendrá
ahora. La pobre. No pudo con el sufrimiento ¿Sabe? Aguantó hasta el
año pasado debatiéndose entre un corazón, cada vez más débil, que le
decía que nuestro hijo estaba bien, y una cabeza que le repetía
constantemente que algo malo le había sucedido.
Hablaba para sí mismo. Lo hacía mientras avanzaba por el largo
corredor que les llevaría a un lugar más cómodo, dejaba ir su letanía
como si hacerlo deshinchase la pena y mitigase el dolor acumulado por
la incerteza. Santos le seguía sin atreverse a abrir la boca. La
experiencia dictaba tacto, calma y hablar lo justo salvo que el otro lado
deseara saber más. Cuando llegaron a un pequeño comedor y Julián le
invitó a sentarse se decidió hablar:
—Créame que lo siento, de verdad. Pero sepa que todavía no
tenemos la certeza de que sea su hijo, señor Julián. Hemos encontrado
unos restos, pero deberá acercarse usted al anatómico forense para
confirmar, si es que puede hacerlo, que la ropa que encontramos
pudiera pertenecerle a él. Si eso nos falla podemos intentar hacer una
prueba de ADN, si usted lo autoriza. También necesitaríamos una
fotografía para nuestros archivos, la que debía estar en el dosier del
caso parece ser que se perdió.
Santos hablaba y no dejaba de mirarle a la cara. A pesar de
estar profundamente triste y abatido daba la sensación de que en su
cabeza se apagaba la incertidumbre tras tanto tiempo de lucha entre la
aceptación y la negación.
Estuvieron charlando durante un rato. Uno preguntando, y el otro
mintiendo y disculpándose: «No sufrió...», «No sabemos con certeza
que sucedió pero murió al instante...», «Sentimos mucho que haya
tardado tanto tiempo en saber la noticia...», «Si no hubiera sido por
unas
obras
realizadas
en
Cerdanyola
jamás
le
hubiéramos
encontrado...». La última disculpa fue por la poca profesionalidad de los
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encargados de la investigación. El trabajo casi inútil del subinspector
Hita y la dejadez del inspector Loperena por no destinar el más mínimo
esfuerzo en tratar de resolver el caso.
Esas últimas frases cambiaron el semblante del anciano, que
interrumpió a Santos:
—¿Que el inspector Loperena no se esforzó? Creo que andan
ustedes muy errados. El otro sí, el tipo cojo que apestaba a taberna sí
que se comportó de forma despreciable, pero no hable mal de Jesús. Él
no tuvo la culpa de lo que le sucedió.
A Santos le cambió el semblante, de la seriedad inicial pasó a
otra entre la incredulidad y la sorpresa. En medio del silencio apenas
acertó a preguntar:
—¿Qué quiere usted decir con eso, qué sabe del inspector
Loperena? Por lo que hemos podido saber, el suyo fue su último trabajo
y tras él se jubiló antes de la edad que le correspondía.
El anciano se quedó pensativo y volvió a hablar:
—Me parece, señor, que ustedes no saben demasiadas cosas. Y
no se lo tome a mal. ¿Dispone de tiempo señor Santos?
Ante la respuesta afirmativa por parte del inspector le propuso
preparar una cafetera y desembrollar aquel lio. Se levantó y salió hacia
la cocina a preparar lo prometido. Santos, por su parte, mandó un
correo al subinspector resumiéndole lo que estaba sucediendo e
indicándole que, a ser posible, no le molestaran con llamadas; para
otras cosas le podían mandar correos. El borboteo característico de
cafetera Oroley le hizo salivar. Aún estaba en ayunas y conocía de
sobras la capacidad de muchas cafeteras de ese tipo para hacer un
café que en nada envidia a los de esas cápsulas de nombres
rimbombantes que han puesto tan de moda. Mientras andaba en esos
pensamientos apareció Julián con una bandeja. Tras depositarla en la
mesa y servir unos olorosos cafés con leche, se dispuso a hablar.
66
—Le voy a explicar lo que yo recuerdo. No olvide que hace
muchos años de esa desgracia, y aunque gracias a Dios tengo la
cabeza bien, los disgustos habrán hecho sus cambios en ella para
mitigar el sufrimiento. Le cuento. El día que pusimos la denuncia nos
atendió un agente de los que estaban allí de guardia. Simplemente nos
dijeron que en un par de días alguien de la brigada o de qué se yo se
pondría en contacto con nosotros.
»Así fue, cuando todavía no había pasado una semana apareció
por casa aquel policía cojo, ni siquiera recuerdo su nombre. Creo que
jamás lo supe, o no quise aprenderlo, o me obligué a olvidarlo. La
cuestión es que llegó y sin apenas mediar palabra nos pidió mirar la
habitación. Lo revolvía todo como si no le importara encontrar o no
encontrar nada. Recuerdo también que mi mujer se dio cuenta de que
faltaban más cosas de las que se apreciaban a simple vista y se lo dijo,
y él le respondió que de eso ya se podía haber dado cuenta antes, al ir
a poner la denuncia. Un impresentable, de verdad. Nosotros no
habíamos mirado nada porque Julián era muy suyo. Entiéndame, era
muy buen muchacho, pero a esa edad se tienen más secretos que
vergüenza y nosotros, en nuestro interior, teníamos la necesidad de
pensar que se habría ido a casa de alguien y que volvería como si tal
cosa. Nos han pasado tantas cosas por la cabeza...
El inspector se mantenía callado. Se había recostado en el
pequeño sofá con las piernas cruzadas, la libreta en la mano izquierda,
apoyada sobre la pierna y el bolígrafo en la derecha. De tanto en tanto
asentía al anciano para hacerle saber que continuaba atento y que
todas sus palabras eran importantes para la investigación. Julián siguió
hablando.
—Bien, no sé qué sucedería en la comisaría, pero pasadas tres
semanas en las que, si no me falla la memoria apareció el mismo
impresentable otras tantas veces, soltando cada vez comentarios
insultantes contra la juventud y la falta de autoridad de los padres;
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pasadas unas tres semanas, le decía, apareció el inspector Jesús
Loperena. Lo cierto es que nos llamó para que fuéramos a comisaría,
pero mi mujer no se sentía con fuerzas. La pobre, siempre le faltó salud
¿sabe? La cuestión es que nos dijo que se pasaría él y así lo hizo.
Recuerdo que vino dos veces: la primera, la que le estaba contando,
vino simplemente a pedir perdón por el comportamiento de su
subordinado. No entró en demasiados detalles pero tampoco hizo falta,
aquel impresentable era un rescoldo de la peor policía del franquismo
que tuvimos que aceptar tras la muerte del dictador. Una herencia que
nos tuvimos que comer sí o sí. Pero creo que me desvío de lo que
quería decirle. Perdone. Eso, que la primera vez vino a disculparse en
nombre propio y del cuerpo y a decirnos que tomaba él las riendas, “de
manera personal”, nos dijo. Y después volvió a hablar con nosotros de
los hábitos, amigos, lugares, de todo lo que supiéramos de nuestro hijo
¿Sabe usted lo poco que sabemos de los hijos? Los criamos, los
educamos, y de repente llega un día en el que se convierten en unos
completos desconocidos...
Le saltaron unas lágrimas. Esa breve interrupción permitió a
Santos servir otro par de cafés, encenderse un pitillo, tras el permiso del
anciano. El pitillo pareció despertar de nuevo a Julián que siguió:
—Debe dejar de fumar señor Santos. Eso es lo peor que puede
hacer usted. Uno de tantos pitillos como ese fue el que terminó con la
carrera de Jesús.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que iba a terminar de contarle. Jesús fumaba como un
suicida a cámara lenta. Esa segunda vez, tras hablar un buen rato,
tomarse casi una cafetera y fumarse un buen puñado de pitillos se
marchó y no volvimos a verle. Pasados unos días volvió a aparecer el
policía cojo y nos contó que a Jesús le había dado un infarto. Pero...
¿Usted no sabía nada de todo esto?
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—Pues no, señor Julián. No sabíamos nada en absoluto. En la
documentación que nos llegó solo constaban los nombres de los dos
policías que usted conoce y ambos han causado baja en el cuerpo y no
están localizables.
—Qué me va usted a contar. El cojo está muerto desde hace, al
menos, diez años. —Espetó el anciano.
Santos se sorprendió.
—¿Y cómo sabe usted esto? Si me permite la pregunta.
—Porque he seguido viendo a Jesús, al inspector Loperena.
Pensaba que ustedes estarían al tanto, al menos de cómo le andaban
las cosas en la actualidad.
Cada vez más perplejo, Santos volvió a preguntar:
—¿Está usted en contacto con Jesús Loperena?
—Sí, es lo que le estoy diciendo ¿No le ha dicho él que viniera
usted a darme el disgusto?
—No, en absoluto. Ha sido algo mottu propio por la razón que le
comenté al principio. ¿Cómo es que usted sigue viendo a Jesús
Loperena, cómo contacta usted con él?
—Nos llamamos por teléfono. Él, a pesar de no estar activo en el
cuerpo ha seguido investigando por su lado.
Aquello se había convertido de repente en un diálogo de
besugos. Tras un buen rato clarificando todos y cada uno de los
despropósitos pudieron dar por terminada la entrevista. Santos se iría a
comisaría con un número de teléfono para contactar con Jesús
Loperena y quedaba con Julián para el día siguiente en el Anatómico
Forense.
El inspector se había liberado del peso de la mala noticia y el
anciano del de la incertidumbre. Se dieron un apretón de manos y salió.
****
69
Inicio
70
La tienda de María Kardos — 1938
Hablábamos de la infancia y la adolescencia de mi madre. No
sé si te molestó que me extendiera tanto. Quiero que entiendas que es
necesario. Es necesario que te cuente todo para que puedas
comprender que lo que nos sucede tiene un sentido.
A ninguna otra le he contado jamás lo que te estoy confesando
a ti. Espero que comprendas que es porque ninguna otra ha
representado lo que representas tú, salvo mamá. Lo que son las cosas,
cuánto la echo de menos a veces. No, no me hagas caso, son solo
momentos y tal como llegan se van. Permíteme que siga.
Bien, en 1938, cuando terminaron las obras del puente sobre el
Riachuelo, ella había cumplido los dieciocho años y Peter se quedó sin
trabajo. Por suerte para la familia los esfuerzos de Julia, su esposa
¿Recuerdas?, habían conseguido ahorrar lo suficiente para trasladarse
a Buenos Aires y realizar su sueño: montar su propio taller de costura.
Un pequeño local a pie de calle que le permitiera habilitar un pequeño
escaparate en el que exponer algunas de sus prendas y una puerta con
visillos y avisador de campanilla tras la que recibiría a las clientas.
Que fáciles son los sueños de los humildes. Aquellos que
nunca han tenido nada, jamás empiezan por pedir la Luna. No sé si por
el hecho de que conocen de antemano lo inalcanzable de algunas
cosas o porque desconocen su existencia o su precio. Pero por norma
general es así. Lo mismo que también puede suceder que al poco
tiempo su propia ignorancia y su sed de venganza por toda la miseria
pasada les conviertan en egoístas patológicos capaces de terminar con
todo lo bueno que pueda rodearles, incluidos ellos mismos. Pero no es
de psicología ni de comportamiento humano de lo que estamos
hablando ¿Cierto? Es esta estúpida manía que tengo de irme por las
ramas, haciéndome una pregunta tras otra, analizándolo todo. No
importa, a estas alturas ya sabrás perdonar estas elucubraciones. Al fin
y al cabo casi siempre hablo yo. Al menos ahora, con tantas cosas por
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contarte. Seguiré. La cosa iba de un nuevo cambio y con él, la vida de
mi madre volvía a tomar un rumbo inevitable.
Durante esos años que te he contado Peter Bodo fue un buen
padre. Entiéndeme, todo lo buen padre que podía ser un hombre con
sus orígenes. Los sábados y algunos domingos acostumbraba a llegar
tarde y oliendo a sexo, humo y alcohol. Al igual que a tantos otros esa
bebida lo trasmutaba en bestia que gustaba de golpear a los que tuviera
más cerca y fueran más débiles que él. A parte de eso, si estaba sobrio,
era un buen hombre. Le gustaba pasar tiempo con mi madre, creo que
ya te lo dije en otro momento. La dibujaba, hacía dibujos para ella, le
enseñaba técnicas básicas de perspectiva. ¿Sabes que de aquella
época todavía conservo un par de libros con los que mi abuelo
enseñaba Arte a mi madre. Mi pobre abuelo falso, enamorado de la
perspectiva y del Renacimiento. Para un hombre como él lo peor que
podía sucederle era
quedarse sin trabajo, la única cosa que le
convertía en hombre.
Bien, te contaba del traslado a Buenos Aires y de Julia, que
pudo montar un taller en un pequeño local con vivienda. Para los tres
no necesitaban mucho más. La publicidad de la época, el boca a boca,
había continuado extendiéndose. La voz que decía “la húngara tiene
unas manos de ángel” podía escucharse en las colas de las tiendas de
los mercados y de ese modo, la señora Szabó, se fue haciendo con
una clientela sencilla pero fiel.
Pasado algún tiempo la situación había ido cambiando: las
clientas
eran cada vez más adineradas y Peter andaba cada vez más
borracho. Lo primero, fue del todo punto, lógico, lo otro, lo de Peter, a
poco que te lo plantees, también tuvo su explicación. No debemos
olvidar que aquellos tipos habían crecido en una cultura como la que te
conté al principio: siendo los amos y señores de lo que nosotros
llamamos familia. La cuidaran más, como había hecho él, o fueran unos
energúmenos, como muchos otros, para ellos, los integrantes de la
72
familia eran una propiedad a su cargo y bajo su yugo. Y el hecho de no
tener trabajo, de darse cuenta de que su esposa era cada día más
autosuficiente, el hecho de haber de aceptar que era ella y solo ella la
que ponía la comida en la mesa le fueron enfermando; y él, pobre
criatura, se dedicó a tomar la única medicina que conocía: el alcohol de
las tabernas.
Si había clientas en la tienda la tarea de calmar y controlar a
Peter, si llegaba bebido y agresivo, recaía en mi madre. Nunca supo
explicarme porqué pero aquel hombre tenía debilidad por ella. Por lo
que sé, salvo que estuviera muy borracho nunca le levantaba la mano.
Tras un tiempo la suerte se puso de su lado, del de ellas, quiero decir.
A Peter lo atropelló un tranvía y se lo llevó al infierno. Eso les
representó la salida del otro infierno, del real, del que se vive en la tierra
día tras día para socavar el ánimo y la capacidad de las personas. Pero
ya sabes el dicho: “Muerto el perro se acabó la rabia”. A partir de ahí mi
madre
pudo ayudar a Julia a tiempo completo y aprender de las
clientas de más categoría.
Fue por esa época, nunca he sabido su edad exacta, que a
través de la hija casadera de una clienta importante empezó a tomar
clases de piano. Nunca me dijo el nombre de aquel profesor de música,
aunque años más tarde descubrí que había sido el pianista Jorge
Villegas, el primer y último hombre que le rompió el corazón. Para ella
nunca dejo de ser “mi profesor”.
Has de saber que en aquel grupo social de nuevos ricos,
simples clases medias con ínfulas de nobleza y con unos roles de
género tan marcados, una señorita debía saber tocar el piano. Un
insulto al Arte como cualquier otro. Y para la mayoría de aquellas
ignorantes el hecho de aporrearlo ya era suficiente para sentirse
acreedoras de cualidades artísticas y de pertenencia a una clase que se
reía de ellas. Mi madre no, no podía aceptar esa cortedad de miras. No
sé si por el hecho de haber adquirido una gran sensibilidad artística con
73
la pintura, pero para ella tocar el piano, la música en general, significó
mucho más que lo perseguido por todas aquellas ingenuas y estúpidas
que llenaban la tienda de su madrastra. Esto último es algo que no hizo
falta que me detallara demasiado, lo deduje años más tarde mientras
me hacía estudiar ese mismo instrumento y me hablaba de
sensaciones, de la vibración del cuerpo, del sonido en la punta de los
dedos, de tocar desde el escroto. Sí, es difícil de entender para los no
dotados del gen del genio. Complicado, de verdad...
A pesar de tener esa capacidad para sentir la música no se
convirtió en una gran pianista. Lo supo al poco tiempo de comenzar a
estudiar. El sacrificio terrible que necesita un instrumento, y todo para
darse cuenta de que lo sentido en la cabeza no es necesariamente lo
que podrá extraerse de los dedos, es una crueldad por la que muchos
no desean pasar. Por contra, esa capacidad sensitiva, ese monstruo
que a veces anida dentro para modificar la realidad, fue la que la hizo
rendirse a su profesor, unos diez años mayor que ella. Ya te dije que
apenas me habló de él, lo que sé lo sé a través de lo que me contaba
mientras estábamos ante el piano en las largas tardes de invierno.
Un artista con billete para genio no mezcla bien con el amor.
En el interior de esos individuos arde una llama que solo ilumina su
egolatría y su capacidad creadora. Hablan del amor, crean para el
amor, interpretan desde el más profundo amor: al sonido, al color o a la
palabra; pero son incapaces de amar otra cosa que no sean ellos
mismos y su obra. Eso le sucedió a la pobre María. Él, un pianista con
un ego mayor que su técnica, la engatusó desde Chopin, utilizando a
Mozart, envenenándola con Bach y adormeciéndola con Tchaikovsky.
Ella, demasiado sensible, hubiera podido resistirse al hombre y a su
encanto, pero fue incapaz de resistirse a la fuerza de Kachaturian, la
sensibilidad de Ravel o la sensualidad de Satie.
Puedo imaginarme la escena. La alumna ante cualquiera de
las Gnossienne sin saber cómo enfrentarse a la ausencia de compás;
74
sola ante una fila de notas sin marca rítmica alguna y él, crecido ante la
joven cautiva, explicándole desde sus dedos sobre el teclado el
significado de las anotaciones que acompañaban las figuras: “Sur la
langue”, “Du bout de la pensée”, “Conseillez-vous Soigneusement”...
Mientras las manos de él acariciaban el teclado sobre cada uno de los
comentarios, ella debía sentirse acariciada a su vez... “Porter cela plus
loin”, “Seul, pendant un instant”... Y él contándole la historia.
Explicándole, con voz melosa y siseante, lo que perseguía Satie: la
evocación de la Creta minoica y el laberinto de Knossos, el minotauro,
la fuerza y virilidad de ese semihombre-semitoro suavizada por la
sensualidad de las notas de la Gnossienne. Pobre mama, como la
entiendo. Fue incapaz de resistirse. Sucumbió.
Caídas las murallas, todo quedó a disposición del enemigo.
María, la mujer que hasta entonces había controlado a todo hombre que
se interpusiera entre ella y sus deseos, cayó rendida como lo hacían el
resto de chiquillas con ansias de mujer. Que yo sepa, ella le amó con
locura, y él, a su modo, también debió amarla, al menos durante un
tiempo, el suficiente para que otra flor se interpusiera en el camino de
ambos y destruyera todas las ilusiones de mamá.
Mi madre siempre me contó muchas anécdotas de su vida, me
hizo retazos más o menos extensos de diferentes momentos, personas,
situaciones, pero creo que nunca me habló realmente de lo que sentía.
Sus sentimientos eran algo enterrado muy dentro de ella a lo que nadie
pudo acceder jamás. A pesar de ello, por lo que la conocí, siempre me
he atrevido a imaginármelos, intentando creer que me parezco tanto a
ella que puedo sentir esa empatía. Una ilusión, quizás, pero permíteme
que me la atribuya y me sienta sabedor sus sentimientos más íntimos.
Sé que tras el abandono sintió más dolor en su orgullo que en
su corazón. Seguro. Una mujer que desde niña había jugado con los
hombres pagaba ahora el precio de ser un juguete, y Por qué, por haber
bajado la guardia, por haber pensado que el amor existía y sería
75
amada. Tengo muy claro que debió derramar las lágrimas justas,
eliminó el recuerdo de la música de aquel tipo, el catalizador causante
de su debilidad, y comenzó a trazar el castigo que le infligiría.
Esto último es de mi cosecha ¿Sabes? Nunca he tenido la
certeza de que le hiciera pagar por el daño hecho, pero me ilusiona
pensar que aquel pobre tipo se llevó lo que le correspondía por haber
jugado con ella. Pero yo hice mis deberes. Mucho tiempo después
busqué en libros, hemerotecas, incluso en la Red para reconstruir
retazos sueltos que me contaran y respondieran preguntas sobre mí y
encontré algunas cosas.
La primer noticia que encontré, una breve reseña fechada en
1942, explicaba que en el rio Negro, muy cerca de Neuquén, una
población del centro de Argentina, había muerto ahogado el pianista
Jorge Villegas. Tras el titular se rasgaban las vestiduras por la gran
carrera que se había truncado con su muerte y la desaparición del
nuevo Rubinstein argentino. En
reseñas posteriores supe que tras
realizarse la autopsia se determinó que había sido un accidente al
encontrarse altas dosis de alcohol en sangre. Con esa información la
policía deducía que tras beber en demasía y mientras andaba
paseando en plena noche agarrado a la botella debió caer
accidentalmente por algún puente con el subsiguiente ahogo y la
aparición de su cadáver en un remanso cercano a un parque a las
afueras de la ciudad. Poco más o menos así sucedió la cosa. Me dirás
que esto podría ser totalmente casual y que esa ciudad está muy lejos
de Buenos Aires. Cierto, y yo seguí mis indagaciones. Descubrí que
estaba prometido con una señorita, no recuerdo su nombre, cuya
familia vivía en el mismo barrio donde Julia tenía su tienda de costura.
Demasiada casualidad ¿No crees? Da lo mismo, en mi fuero interno
prefiero pensar que mamá se vengó de aquel imbécil del único modo
que sabía. Siempre me ha gustado pensarlo así.
76
Lo que sí es una certeza es que después de aquello se centró
en la tienda, sobre todo en aprender de las clientas y hacerse amiga de
sus hijas. El tiempo libre lo dedicaba a tocar el piano, leer y aprovechar
de ellos aquello que mereciera la pena. Está claro que debió jurarse no
caer nunca más en algo tan estúpido como el amor. ¿Quién lo necesita
cuando tiene lo que aquel puede ofrecer sin necesidad de sentimiento
alguno?
Pasados unos años el negocio andaba bien. Julia tenía
algunas costureras que le hacían los trabajos más sencillos mientras
ella se reservaba los de más responsabilidad y mi madre era la
encargada de distribuir y recoger la ropa entre los distintos domicilios.
En el trayecto hacia la casa de una de ellas pasaba por la avenida
Belgrano y frente al Centro gallego de Buenos Aires. Ya sabes lo que
les sucede a la mayoría de los hombres cuando ante ellos tienen a una
hembra sensual que se contonea, algo que mama dominaba a la
perfección, nuestro cerebro primitivo manda la sencilla orden de intentar
cubrirla, y después de eso nuestro cerebro racional nos hace cometer
estupideces en las más diversas formas sin ser conscientes de que ella,
la mujer causante de tanto revuelo, ya ha escogido incluso antes de que
nos percibamos de ello. Pero ¿Qué te voy a contar verdad? Eso lo
sabes tú mejor que nadie.
Sí, mama pasaba por allí los jueves, casi todos. Y ya desde el
principio se había dado cuenta de que desde la puerta de ese edificio la
miraba un hombre. No quiero entrar en detalles de los días, las miradas,
el primer acercamiento, la primera palabra, el primer sonrojo ni la
primera cita. La síntesis de todo aquello es que aquel hombre estaba
allí porque su mujer, enferma desde hacía unos años, estaba recibiendo
curas paliativas mientras venía a recogerla la Parca; él, un viudo en
ciernes, se sentía atenazado por la soledad y porque su esposa jamás
pudo darle un hijo. Imagínate el resto. Pasaron algunos meses y aquel
hombre enviudó por fin. Ya sin lastre alguno estuvo cortejando a mi
77
madre; primero con el ánimo en contra de Julia que no entendía que
una joven, todavía casadera, quisiera ser esposa de un hombre de
cerca de sesenta años; pero más tarde con todas las bendiciones, y es
que ser rico abre puertas en el Cielo y en el Infierno al mismo tiempo.
Al igual que sucede siempre, una vez casada, las cosas
cambiaron: el elegante, dadivoso y caballeroso gallego pasó a ser un
viejo amargado que se moría de celos si su esposa salía sola a la calle.
No dejaba de ser como la mayoría de los de su clase: él podía salir a
putañear con unas y con otras; él podía coger a su esposa y lucirla en
aquellos eventos donde hubiera ojos lascivos como los suyos; pero en
casa, en la intimidad del hogar y cuando estaban a solas, era un bruto
que apenas podía cabalgarla con un mínimo de dignidad, algo que me
confesó ella misma. Esa frustración le hacía temer que lo abandonaría,
le hacía imaginársela en los brazos de mil hombres distintos; no
entendía que mi madre ya no perseguía eso, que ella solo necesitaba
un mínimo de respeto, libertad para poder leer lo que se antojara, tocar
en el piano lo que le apeteciera e ir a museos a alimentarse de la
pintura que tanto añoraba.
No tenía nada de eso. Su marido le controlaba las lecturas, las
salidas, no toleraba la música y entendía en arte por su valor
económico. No encontró la felicidad mi madre, con él tampoco. María
era demasiado libertaria para aquella época y aquel lugar. A una mujer
como ella siempre le estaría vedado el amor de un hombre. Pero a
pesar de todo sí que consiguió algo que añoraba. Consiguió quedar
encinta y tras una gestación tranquila y sin sobresaltos nací yo, Diego.
Pero eso mejor dejarlo para otro día. Se nos acaba la luz y debemos
dejar secar. Ahora descansa.
Inicio
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79
Primeras indagaciones
Sant Cugat — 4 de julio de 2010
¿Qué hacía Judit en ese retrato? Tras años de búsqueda, de
haberme peleado con todos; después de dieciséis años sin haberla
olvidado, me encontraba ahora ante una prueba irrefutable de mi error.
La evidencia me decía que apenas a veinte kilómetros de casa, mi
hermana había decidido posar para un pintor, y por la edad que
aparentaba en el lienzo eso había sucedido en la época de nuestros
últimos encuentros.
No entendía nada. No podía concentrarme.
«¿Tan grande fue el daño que mi estupidez de entonces te
causó al no querer darme cuenta de la realidad? Yo era incapaz de ver.
Y tú, mientras yo sufría por no saber nada de ti, posabas para un retrato
al otro lado de la montaña ¿Estarás todavía en Sant Cugat, Judit? Te
puedo imaginar felizmente casada y con un par de niños. Sería la tía
Alba. Me da rabia, Judit. Si has hecho esto no tienes perdón de Dios.
Yo, preocupada durante tantos años y tú viviendo al otro lado del
Tibidabo. Qué te hubiera costado tomar el tren para venir a decirme
Alba, estoy viviendo a un tiro de piedra con los ferrocarrils de la
Generalitat. No, ésta es una opción imposible, impropia de ti ¿O sí? En
nuestro último encuentro te dejé claro que no creía en ti. Te dejé como
una mentirosa a pesar del daño que te habían hecho. Me negué a
aceptar las barbaridades que me contaste ¿Quién iba a pensar aquello?
¿Tan difícil era darse cuenta?»
Los recuerdos se agolpaban entremezclados y ella era la
protagonista de todos ellos. Recuerdos tristes que pugnaban por volver
a los ojos una vez más.
::::
Comisaría de Horta-Guinardó - Diciembre de 1991
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Veía frente a mí al subinspector Hita, un policía desaseado y
carente de modales. Mientras sus ojos se movían entre sus papeles y
mis ojos, un cigarro babeado y retorcido lo hacía a su vez entre sus
labios, hurgándole la boca con habilidad de dentista.
Empezó a hablarme. A pesar de la distancia que me
proporcionaba la mesa, su aliento de cazalla, tabaco y poca higiene
bucal, consiguió instalarse en mi nariz. Sentí un profundo asco pero me
mantuve estoica.
Por lo que hemos indagado y por lo que me ha contado tu
padre, tu hermana… Judit —el nombre lo dijo después de buscar entre
las hojas de papel—, ha sido siempre un poco casquivana y muy
desobediente. También hemos preguntado en el barrio y en su círculo
de amistades. Todos vienen a decir lo mismo: es una joven que desde
siempre ha vivido su vida sin importarle demasiado nada ni nadie, dicen
que está descontenta con todo y con todos, sobre todo con la familia,
que siempre habla de marcharse y que, junto con unos amigos, estaba
planificando un viaje a Francia. Tampoco hemos encontrado nada que
haga pensar que estuviera metida en trapicheos con drogas, salvo ser
consumidora de muchas de ellas. Y esto es buena una buena cosa para
todos. Bien, como puedes ver la conclusión es clara: Judit no quiere
saber nada de vosotros porque no le importáis y ha decidido darse el
piro. Es mayor de edad y tiene todo el derecho del mundo a hacer lo
que mejor le parezca. Así de claro y así de simple. La cuestión es que
vamos a cerrar el caso hasta que aparezca algún indicio de dónde
pueda estar. La Policía no puede dedicar más tiempo ni recursos a una
desaparición voluntaria.
Yo no daba crédito. Intenté hablar de lo que ella me había
confesado pero una mirada de mi padre primero y la mano alzada del
policía después me detuvieron. He hablado largo y tendido con tu
padre, habló de nuevo, y me ha dicho lo mentirosa que era la niña. No
te dejes llevar por lo que te haya contado tu hermana, hay quien nace
81
con buenos instintos y quien no. Ella se ha pasado la vida inventándose
cosas. Y nada de lo que me dijiste tiene suficiente base como para
seguir investigando.
Terminó explicándonos que, al igual que ella, los otros tres
amigos con los que andaba planificando el viaje, habían desaparecido.
Y concluyó con la manida frase del Blanco y en botella…
Mis padres permanecían callados a mi lado. Su silencio,
sumado a la palabrería barata del policía y a que en mi interior seguía
albergando todo tipo de dudas, provocaban una rabia que apenas podía
canalizar. Dudaba de mi hermana, cierto, pero también dudaba de mis
padres por negarlo todo desde su absoluto dogmatismo que no dejaba
resquicios a la duda. Lo único que me quedaba era la confesión de una
joven de pasado más que imaginativo y díscolo frente a las palabras de
un policía que aceptaba como dogma cada frase que decía mi padre,
mientras a mí me miraba como si fuera marciana.
Así que, como ya te he dicho antes, si no aparece nada más,
daremos el caso por cerrado, sentenciaba impertérrito el subinspector,
Desde que nos gobiernan los socialistas este país es un barco a la
deriva en el que todo se va a la mierda. La juventud perdida, drogada,
sin ningún respeto ni vergüenza por nada. De seguir todo como tiempos
del generalísimo ya les aseguro yo que a la niña ni se le hubiera
ocurrido largarse de esa manera. Mis padres escuchaban aquellas
palabras como si las dictara el mismo dios, y asentían como dóciles
siervos.
Al salir de la comisaría volvimos a casa en silencio. Mi padre un
par de metros por delante nuestro, altivo, firme, orgulloso. Detrás,
nosotras: mi madre, acomplejada, diminuta, encogida; como un
escudero siguiendo a su Señor. Yo cerrando la marcha, pensativa,
rabiosa, con preguntas sin respuesta y hechos que no encontraban
confirmación. Para mí no había nada cerrado. Todo dependía de que
mis padres reconocieran de una vez por todas las causas que habían
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motivado que Judit se fuera de casa, su continua desobediencia, sus
respuestas fuera de tono.
Al llegar a casa explotó todo. Me enfrenté a mi madre y le exigí
la verdad. Tú no eres nadie para exigirle nada a tu madre, gritó él sin
darle tiempo a abrir la boca. Pues respóndeme tú, papá, se valiente por
una vez en tu vida y habla, grité. Primera bofetada, mamá llorando e
intentando interponerse en la pelea. Empujón y caída. Me abalancé a
gritos sobre mi padre, No le pongas la mano encima, cerdo. Segunda
bofetada. No me dolían, estaba fuera de mí y le seguía gritando como
nunca lo había hecho, Eso es todo lo que sabes hacer, ¿verdad? Tenía
razón Judit. Tenía toda la razón. Tú estás en el ajo. Y tú también mamá,
con esa carita de buena y con tu silencio te has comportado con la
misma bajeza que él. Hasta yo soy responsable. Tengo tanta culpa
como vosotros, por no haberla creído, por haber pensado que erais
personas y ella una cabeza loca. Y resulta que es la única normal de
todos nosotros. Imagino que os importará menos que nada, pero los
tres somos responsables de todo lo que suceda. De todo. Mañana
vendré a buscar mis cosas, después no volveréis a verme. Lo solté a
bocajarro y casi sin respirar. Ellos se quedaron allí escuchando sin
creerlo. Yo, la dócil Alba, ¿hablaba de salir a vivir la vida? Imagino que
entonces no me creyeron.
Cuando callé me sentía Sísifo liberado de su penitencia. Me
encerré en mi habitación, preparé mis pocas posesiones, esperé hasta
que la casa se envolvió en el silenció y salí. Pero me iba todavía con
una pregunta en los labios, una pregunta cuya respuesta llegaría
por voz de mi madre algún tiempo después.
::::
Sant Cugat - 4 de Julio de 2010
83
Salí de mis pensamientos. No era momento de dejarme arrastrar
por las emociones. «Primero la razón, después el corazón», me decía
sin apartar los ojos del retrato. Si deseaba volver a encontrarla debía
centrarme en lo único que tenía: el retrato. Estaba claro que no tenía
posibilidades de preguntar a la gente de la casa, ni me apetecía
desnudar mi alma frente a Germán, eso, lo último. Conociéndole,
buscaría sacar tajada de mi debilidad, y deberle favores al francés era
convertirme en un nuevo Fausto. La única baza de la que disponía era
encontrarla a través del artista. Ese sería mi camino.
Me relajé y me centré de nuevo en el lienzo. Me di cuenta de que
había algo extraño, algo no encajaba en aquella obra. La cara de mi
hermana estaba integrada en una pintura que era incapaz de
reconocer. El retrato era un elegante pastiche entre una obra famosa y
la cara de Judit adaptada en ella.
A primera vista se apreciaba que quien la hubiera pintado debía
conocer muy bien la técnica. Era una obra luminosa, de pinceladas
amplias, claramente impresionista. Un torso de mujer con vestido azul
de tirantes, muy escotado, que en el lado derecho luce un par de
claveles. El codo del brazo derecho descansa sobre una mesa y la
mano sujeta la barbilla entre los dedos pulgar e índice que se hallan
invertidos. Pero el rostro era el de Judit. Una extraña dicotomía que me
impedía determinar cuál era la obra
a pesar de haberla visto y
reconocer ese torso y ese fondo rojo anaranjado ¡francés!, fue mi
primera deducción objetiva. Repasé la lista de autores: Degas, Pissarro,
Manet, Monet, Cézanne… ¿Caillebotte, tal vez?, tampoco, Renoir...
Recordé el cuadro de los Remeros: una cara femenina al fondo, un
brazo descansando en la barandilla y sobre éste la cara apoyada en él
de forma muy parecida. Podía ser. La técnica y el colorido recordaban
muchísimo a Auguste.
Salí a toda prisa hacia la cocina. Abrí el portátil y esperé lo que
fueron horas. Busqué información sobre Auguste Renoir y por fin
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apareció un enlace con bastantes fotografías. La encontré. Se trataba
del retrato de Jeanne Samary de 1877. Al no disponer de impresora ni
cámara fotográfica salí corriendo hacia la salita, portátil en mano, con la
imagen más nítida que pude encontrar. Los comparé y me quedé
maravillada. Parecían idénticos. Pero no podía confirmarlo con unos
recursos tan limitados. Necesitaba una pantalla de más resolución y
buenas fotografías, pero sobre todo calma y recursos, orden y método.
No era el momento, pero sería necesario acercarme a casa y traer todo
mi equipo. Ahora debía trabajar con lo puesto, por limitado que fuera.
Volví a centrarme en el retrato.
Medidas del original: cincuenta y seis por cuarenta y seis
centímetros. Grosso modo, tomando mi mano como referencia,
confirmé que era casi del mismo tamaño. La copia, algo mayor, pero no
demasiado. La calidad de los detalles, excelente: el difuminado del
vestido, las pinceladas del fondo, el trazado y longitud de cada una de
ellas; la misma luminosidad y los labios y ojos omnipresentes. Parecían
pintados por la misma mano. Solo los colores se veían distintos, aunque
eso era algo normal, los estaba comparando con fotografías tomadas
de la Red. Para determinar la exactitud de los mismos y su textura
sobre el lienzo, hubiera sido necesario tener el original, algo imposible.
De esa exactitud solo diferían dos elementos: La cara de Judit y
la firma: lo que parecía ser la letra griega “Fi” donde debería
encontrarse el nombre del autor ¿A quién se le ocurre firmar un lienzo
de ese modo? Pensé, y mientras lo estaba observando vino a mi
memoria otro círculo igual. No era la primera vez que veía un círculo
como aquel. Puedo tener problemas con las relaciones humanas pero
no con mi memoria. Lo había visto en otro trabajo, estaba segura.
Una urgencia feroz por terminar la restauración del Cristo
románico
se
instaló
en
mi
interior.
Algo,
a
todas
luces,
contraproducente, pues el más mínimo error podría echar a perder la
pieza y mi carrera. Debía imponerme un plan de trabajo coherente. Los
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plazos son sagrados, y más con clientes adinerados que no
acostumbran a aceptar que nada se tuerza del camino trazado y
ordenado por ellos.
No podía evitar sentirme como esos grandes felinos enjaulados
que repiten una y otra vez los mismos movimientos de manera
enfermiza. Igual que ellos, mis pasos me llevaban continuamente de la
cocina al retrato y de este a la cocina. Era evidente que no podía
continuar de ese modo. Necesitaba disponer de todo mi tiempo y la
mejor forma de no desperdiciarlo era ahorrarme el que perdía en
atravesar Barcelona y la montaña. Decidido, me trasladaría al palacete
y me instalaría en la pequeña habitación anexa a la cocina. Lo único
que necesitaba era algo de ropa, unos recursos informáticos mejores y
mi cámara de fotos. Sin pensarlo más cogí el coche y salí.
Mientras cruzaba Barcelona pensé de nuevo en Judit.
::::
Barrio de Guinardó - abril de 1991
Habíamos quedado en un bar cercano a la casa de nuestros
padres. Desde que marchó de casa, el mismo día que cumplía la
mayoría de edad, Judit se había mantenido apartada. En nuestra charla
telefónica me había comentado que había necesitado tomar distancia
para poder destilar el odio hasta que no le cubriera el corazón. No la
entendí, pero creí necesario vernos cara a cara.
El
encuentro
se
produjo
sin
palabras.
Judit,
la
punki
contestataria, apareció con una luz en los ojos que no le recordaba. Mi
hermana puercoespín dejó caer sus púas y se lanzó a mis brazos
susurrándome al oído un cálido te echaba de menos. Si quedaba algún
arma alzada, la rendimos en ese abrazo. Nos sentamos.
Ese día nos costó mucho enlazar las palabras y construir frases,
hablaron más las manos y los ojos. Transcurrido un buen rato, sin
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apenas más frases que las necesarias para saber la una de la otra, nos
tocaba volver a nuestras vidas. Me quedan cosas que hacer antes de ir
a casa, fue mi excusa. No le digas nada de esto a tus padres, por favor,
pidió Judit.
Nos despedimos con un nos vemos y cada cual marchó a su
vida.
::::
Sant Cugat - 4 de Julio de 2010
Ya en la casa dejé la bolsa con la ropa en la habitación de
servicio. En un sencillo escritorio que había en ella, monté el ordenador
de sobremesa, la impresora láser color e instalé un dispositivo
inalámbrico de acceso más rápido a Internet. Lo había comprado antes
de salir de Barcelona y comprobé que la vendedora no me había
tomado el pelo. Con todo organizado, imprimí una de las fotografías que
había guardado de la Red, saqué la cámara fotográfica y me fui con
ambas cosas a la habitación. La intención era hacer un estudio
comparativo con la obra real antes de descolgar el retrato para
analizarlo y para ello con las fotografías ya tenía suficiente. En la
medida de lo posible quería evitar al máximo la manipulación. No
deseaba tener más problemas de los estrictamente necesarios.
Me acerqué al lienzo y comencé mi tarea. Con una cinta métrica
confirmé que la copia era algo mayor: setenta y dos por sesenta
centímetros. No era un calco, era una copia perfectamente realizada
tomando todos y cada uno de los puntos de referencia que daba la obra
original.
Tras esa confirmación hice unas ligeras raspaduras en diferentes
colores del cuadro, incluido el extraño rojo de la firma. Cada una de las
muestras la metí en unos pequeños recipientes de cristal en los que iba
etiquetando un número asociado a otro idéntico que escribía en la foto y
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que relacionaba con un círculo para saber, del modo más exacto
posible, a qué parte de la obra correspondía cada uno de ellos.
Después los mandaría analizar para determinar los tipos de pintura
hasta donde fuera posible y si con ellos podía conseguir alguna cosa
más. Terminado eso me puse a disparar la cámara y recordé el vinilo
que jamás le entregué.
::::
Barrio del Guinardó - Junio 1991
Fue en nuestro segundo encuentro cuando afloraron todas las
palabras no dichas en el primero. Recuerdo que le dije que tenía
preparado un disco para su aniversario. No me digas, respondió,
sorprendida. Esa vez me lo había preparado bien. No actué como una
pardilla. Hablé yo. Le conté que me había ido un par de semanas antes
a la calle Tallers y había preguntado, como la neófita que era, qué disco
podría gustarle a una chica punki. Imagínate la cara de aquellos tíos, le
conté. No se echaron a reír de milagro.
Juraría que Judit me escuchaba con admiración. Era consciente
de cuánto esfuerzo debía haber hecho su hermana, la estirada, al salir
del barrio de los papás y acercarme a esas calles de ciutat vella que me
parecían la antesala del infierno.
Me preguntó por el resultado. Le respondí que conseguí entrar
en un local en el que un vendedor prefirió ver una futura acólita en vez
de un bicho raro y me vendió lo que según él era un disco muy
influyente grabado entre no sé qué años y me disertó sobre los músicos
y yo que sé cuántas cosas. Mira, es este, le dije mientras sacaba un
vinilo de dentro de una bolsa y se lo ponía delante. Judit lo cogió como
si fuera un objeto de culto y leyó en voz alta: el “Walk among us” de
Misfits. Me encanta Alba ¡Joder, que detalle! Le recriminé el lenguaje y
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ella, a diferencia de cuando vivía en casa se excusó y me dio las
gracias por el regalo.
Le expliqué que había estado a punto de romperlo, que no se
imaginaba el enfado que cogí cuando llegué a casa el día de su
aniversario y me encontré a mamá llorando y a papá que me contó que
habías decidido irte de casa. No entendía nada, Judit, ¿qué te
habíamos hecho nosotros para que huyeras de aquel modo? No paraba
de pensar en el pasado, en todos los enfados que habíamos tenido.
Sigo sin entenderlo, de verdad. Papá es un poco carca y chapado a la
antigua, pero si se le sabe llevar es dócil; y mamá es una mujer de las
de antes, con sus manías, su casa, su marido, su preocupación por que
seamos buenas y encontremos novio y nos casemos. Hasta yo me he
portado mal contigo, lo sé. Las veces que salía con mis pandillas y
aparecías tú con aquellas pintas, porque ibas muchísimo peor de lo que
vas ahora, ¿sabes? ¿Qué querías que hiciera?, a mí me interesaban
aquellos chicos, me lo pasaba bien con ellos. Y si aparecías tú no era lo
mismo. Ahora, al no tenerte, se me ha pasado en enfado, pero durante
años me caíste fatal. Pero quería que resolviéramos los problemas, por
eso me pareció buena idea buscarte una cosa que sabía que te
gustaría. Y cuando vi el título me pareció genial: “Camina entre
nosotros”. Lo entendí como una manera de integrarte de nuevo en la
familia. Y tú vas y desapareces. Pero da lo mismo, ahora nos hemos
vuelto a encontrar y todo se solucionará.
Judit me escuchaba sin decir nada, como si no entendiera. Le
había cambiado la cara y me soltó un ¿No te quieres enterar o es que
realmente no te enteras de nada, Alba? Le respondí que no sabía de
qué me estaba hablando y ella, por toda explicación, me dijo que yo
solo me enteraba de lo que me convenía y hacía oídos sordos a lo que
no me interesaba. Volvía a las andadas. Con un volumen más alto de lo
que aconsejaba el lugar le pedí que me contara lo que fuera que no
sabía. Ella, mirándome fijamente a los ojos me dijo que se lo preguntara
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a nuestro padre, que te lo cuente él que es el señor de la casa y el amo
de todo lo que hay en ella ¿Qué te ha hecho papá para que siempre
estés así con él? Grité. Ella se levantó, apoyó las manos sobre la mesa,
acercó su cara a la mía y me dijo que le preguntara por su amigo, que a
ver si tenía cojones de responderme. Después, con una carita triste que
se me quedó grabada para siempre, se marchó. Esa fue la última vez
que la vi.
::::
Sant Cugat 4 de Julio de 2010
Todavía hoy me pregunto cómo pudieron ser tan hipócritas mis
padres. Aunque tengo claras un par de cosas: que alguien te regale el
cincuenta por ciento de su código genético no garantiza que vayan a
ser buenos padres y buenas personas. Más allá de vínculos y
relaciones, las personas solo son lo que son. Pero eso, ahora, no era
importante.
Tenía bastantes fotografías para comenzar a trabajar. Volví a la
habitación pasé las fotografías de la cámara a una carpeta del
ordenador y busqué por la red las que mejor definición pudieran darme.
Con todo preparado decidí que era hora de ir a dormir, estaba cansada
y aquella tarea necesitaba de calma y buen ojo, algo que a esas alturas
me faltaba. A pesar del agotamiento sabía que enfrentarme a una cama
nueva, pequeña, con una almohada que no era la mía y en una casa
cuyos ruidos desconocía me dificultaría el conciliar el sueño. Me
equivoqué, apenas tuve el tiempo justo de planificar mi estrategia.
:::::
Sant Cugat - 5 de julio de 2010
Ese lunes me levanté temprano. El plan que me había trazado
antes de dormir tenía dos fases: una matinal: trabajar en la talla hasta
90
el mediodía sin descansos y otra vespertina: centrarme en el retrato. En
ambas quedaba patente que las entretenidas charlas con el jardinero se
reducirían.
Siguiendo esas simples normas terminaría el trabajo sin
problemas, podría buscar al pintor, estudiar el cuadro y hablar con
quien pudiera suministrarme alguna pista; cualquier cosa que me
llevara hasta mi hermana.
La primera tarea de la tarde, no obstante, era buscar en la base
de datos de mis trabajos anteriores la obra en la que había visto un
símbolo idéntico. Después de una frugal ensalada de frutas me senté
con mi té helado entre las manos y comencé a calibrar los hechos. Si
Germán me había mandado allí, cabía la posibilidad de que fuera
consciente de la existencia del retrato. Pero él no sabía nada acerca de
mi hermana. Podía ser que los dueños de la mansión sí la conocieran, y
si eso era así cabía la posibilidad de que ella hubiera hablado de mí.
Aunque eso era imposible, cuando Judit y yo nos separamos todavía no
me dedicaba al mundo de la restauración. No me dedicaba a nada, más
bien. No podía ser casual que me tocara realizar un trabajo con unas
condiciones tan específicas y que en ese mismo lugar apareciera un
retrato de Judit. Igual en algún momento había hablado de ella con
Germán. Y si era eso, ¿Qué interés tendría él en que yo la descubriera
de ese modo, qué pretendía ganar con ello? Todo se me hacía extraño.
El caos mental me impedía aplicar correctamente el principio de la
navaja de Ockham. Ninguna de las soluciones me parecía bastante
sencilla salvo la simple casualidad.
Sin salir de mis pensamientos, comencé a buscar el extraño
símbolo rojo en otro de mis trabajos. Soy consciente de tener una
buena memoria visual y eso me animaba a pensar que no andaba
errada. Empecé a abrirlos uno a uno. Más de 10 años de fotos y notas
en un disco externo casi lleno. La sola idea de lo que me esperaba me
trajo a memoria el comentario de uno de mis antiguos amantes: «con
91
todo ese material deberías hacerte una buena base de datos. Yo puedo
echarte una mano», había dicho hacía ya más de un año. Sentí haberle
dado puerta demasiado pronto. De no haberlo hecho, ahora no estaría
mirando documento a documento. Sonriéndole a la pantalla me dije que
tenía alma de meretriz.
Serían cerca de las 9 de la tarde cuando lo encontré por fin. Se
hallaba en un trabajo fechado tres años antes (Ya se verá lo del tiempo
sería más creíble que solo fueran 2 añitos. Es primer asesinato con
símbolo). La restauración pertenecía a un secreter de madera labrada y
el retrato, la mayor parte de él más bien, simplemente se había colado
en dos de las fotos al estar colgado sobre la pieza restaurada. En las
notas solo constaba que había restituido una parte de marquetería del
sobre de escritura así como la limpieza y recuperación del color de un
paisaje pintado e integrado en él. Pero el cuadro existía. Mi memoria no
había fallado.
Tomé la parte de la foto en la que estaba el cuadro, la corté y
pegué en un documento gráfico nuevo y maximicé la zona de la firma
sin perder el mínimo de resolución. Sí, allí estaba claramente el
símbolo. Era rojo, igual que el de Judit, pero la forma era distinta. En
lugar del simple círculo que había guardado en mi memoria, este estaba
cruzado por dos diámetros perpendiculares entre sí “
” (NOTA T-9).
Lo atribuí a algún capricho del pintor, a una modificación voluntaria de
su firma. No veía otra razón en ello. Lo dejé de lado y me centré en la
imagen del retrato. Al igual que el de Judit, este también mostraba el
torso de una figura femenina. Recordé porqué la guardé en la memoria:
era una copia de una obra de Singer Sargent, pintor que a mí me
gustaba bastante, pero mi fotografía no recogía toda la parte superior y
no se llegaba a apreciar toda la cara. La sensación de desasosiego
persistía. Abandoné las fotos y continué leyendo las notas.
El golpe de suerte, si es que podía llamarlo así, era el hecho de
que en aquel trabajo coincidí por primera vez con Anabel Armendáriz,
92
una reputada periodista gráfica de una de esas revistas que muestran
hermosas casas inaccesibles. Aquel trabajo también había sido un
encargo de Germán. No sé por qué, pero no me sorprendí, casi
esperaba que fuera así. Una alarma interior alimentaba cada vez más la
certeza de que el anticuario tenía que ver con todo aquello. Me lo decía
la intuición y siempre había confiado en ella. Pero preferí centrarme en
Anabel, una mujer con la que me sentía totalmente cómoda. Sí, era
imprescindible
quedar
con
ella
y
ver
qué
información
podía
suministrarme sin entrar en demasiados detalles.
Estaba cansada pero no tenía sueño. Decidí darme una ducha y
acostarme. Mi cabeza jugaba un extraño partido de tenis entre Germán
y Anabel. Del primero desconfiaba y tenía la seguridad de que sabía
algo que podría llevarme a encontrar a Judit. De la otra tenía la
completa seguridad de que pondría todos los recursos a su disposición
pero difícilmente sabría algo de ella. Apenas había terminado el primer
set me quedé dormida.
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Primer encuentro Santos Loperena
Cerdanyola del Vallès - 30 de junio de 2010 o 5 de julio
2010
Santos llamó al teléfono que le había dado el padre de Julián. Al
otro lado de la línea, y en contra de lo que esperaba, había una voz
resuelta y firme. Era lunes cinco de julio, quedaron para el martes a
primera hora.
A la mañana siguiente, apenas entró Santos a la comisaría, se
le dio aviso de que estaba esperándole el inspector jubilado Jesús
Loperena. Háganle pasar en diez minutos, ordenó. Después se encerró
en su despacho.
Pasado el intervalo fijado se abrió la puerta y un policía invitó a
entrar a la visita. Quien la cruzó no era precisamente alguien con la
fisonomía que Santos había construido en su cabeza. Se trataba de un
hombre que podía rondar los setenta y pocos años, con delgadez de
gueto pero erguido, casi altivo, lo que le daba la apariencia de ser más
alto; muy cuidado, tanto en su ropa como en su cara y manos; en su
mirada se adivinaba una inmensa curiosidad y, disimulado tras ella, un
terrible cansancio. Santos se levantó y rodeó su mesa para saludarle:
—Buenos días, inspector Loperena. Mi nombre es Santos,
Santos Márquez. Tome asiento por favor.
—Buenos días, inspector Márquez. Gracias por otorgarme el
rango de “inspector”. No le diré que no me hace ilusión y me recuerda
los viejos tiempos, pero yo ya estoy jubilado. De verdad, se lo
agradezco, pero casi mejor llámeme Jesús.
Santos confirmó la invitación con un gesto de la mano diciendo
—De acuerdo, renunciaré al protocolo si usted me llama también
por mi nombre de pila.
—Con mucho gusto. Santos, entonces.
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El inspector volvió a rodear su mesa y se sentó de nuevo.
Ambos se quedaron mirándose unos instantes. Loperena rompió el
silencio.
—Usted dirá. Su llamada de anoche no dejó traslucir
demasiadas cosas, aunque tengo una intuición de cuál pueda ser la
causa de su invitación.
—¿Y cuál piensa usted que es?
—No me andaré con rodeos. Ayer, tras su llamada, recibí otra de
Julián López, en ella me puso en antecedentes de su hallazgo. Entre
lágrimas me explicó que habían encontrado los restos de su hijo.
Imagino que habrán reabierto el caso que me ha tenido en vilo los
últimos años y se habrán encontrado con mi nombre en los papeles de
ese caso.
El inspector Márquez se lo miraba con un cierto desprecio.
Cuando el anciano terminó de hablar empezó él:
—Parto de la base de que todavía no está confirmado al cien por
cien que los restos sean los de Julián. Falta el reconocimiento de los
efectos personales por parte del padre y unas pruebas de ADN que lo
certifiquen todo al cien por cien. Dicho esto, yo tampoco quiero
andarme con rodeos, Jesús. Por eso le diré que no me cuadran las
cosas ¿Sabe? No me cuadra que usted haya estado investigando por
su cuenta encontrándose fuera del cuerpo. Al igual que a la mayoría, no
me gusta hacer el ridículo y ayer, en casa de aquel pobre hombre, lo
hice, un ridículo espantoso, y puse en entredicho la eficacia y
profesionalidad del cuerpo al que represento. Julián no quiso contarme
nada. Según me dijo, prefería que fuera usted mismo quien me
iluminara en todo este despropósito. Imaginará que eso no me hizo
ninguna gracia…
A medida que el inspector soltaba su perorata podía observar
cómo aumentaba la inquietud del anciano. Cuando calló, Jesús respiró
profundamente varias veces y respondió:
95
—No tengo ni idea de a qué se está refiriendo, inspector. Lo que
tengo claro es que aquí debe haber algún tipo de confusión y no está en
mi cabeza. ¿Me permite que ahora me explique yo?
Con el escepticismo vistiendo su cara, Santos hizo un ademán
invitando a hablar a Loperena.
—No me extenderé demasiado inspector, creo que más tarde
habrá tiempo para hablar, pero imagino que usted no está al tanto de
todo y ha prejuzgado sin saber; cosa que, y no le sepa mal que se lo
diga, sí parece demostrar una cierta falta de profesionalidad.
Santos, desde el otro lado de la mesa, apenas mantenía la
compostura. Jesús continuó.
—Hace
unos
dieciocho
años,
apenas
comenzada
la
investigación de un joven desaparecido, tuve que pararle los pies a un
subinspector impresentable que me asignaron en esa época, Chimo
Hita, se llamaba. Un legado de la dictadura franquista que venía de la
desgraciadamente famosa Dirección General de Seguridad. Pero ya
sabe cómo entramos en la Democracia: por la puerta de atrás y
tragando mucha mierda. Por esa razón, alguno de arriba que añoraba
“sus tiempos mejores” me lo colocó me gustase o no. No deseo
aburrirle con detalles de su trabajo, imagino que habrá visto el
expediente del caso y le habrá sucedido lo que a mí, que cuando vi el
modo en que había llevado las primeras pesquisas, sobre todo con los
padres de aquel pobre muchacho, y leí algunas de sus notas
personales decidí apartarle de la calle y tomar yo las riendas.
»Empecé de cero. Volví a ver a aquel matrimonio para intentar
solucionar el despropósito que aquel impresentable había montado.
Deseaba ir poco a poco, a pesar de que en mi interior pensaba que
aquel
muchacho,
al
igual
que
tantos
otros,
se
había
ido
voluntariamente; quería, al menos, cerrar el caso con la conciencia
tranquila. Todo iba bien, pero ¿Sabe que me pasó? Que tras la
segunda o tercera visita me dio un infarto. Que putada ¿Verdad?
96
»A partir de ahí estuve un tiempo convaleciente y, algo más
tarde, mi esposa me obligó a pre jubilarme bajo amenaza de abandono.
A dónde podía ir un guiñapo que no sabía ni vestirse sin la supervisión
de su esposa... Lo que sucedió en el tiempo que estuve convaleciente
nunca lo he sabido con certeza. Tuve que esperar a que faltara mi
pobre mujer, que Dios la tenga en la gloria, para liberarme de su yugo
protector y moverme libremente.
»Como comprenderá, cuando volví a pasar por comisaría ya no
existía mi equipo, los habían destinado a diferentes puestos y lo único
que saqué en claro fue que el caso se había cerrado. Se me fueron las
ganas de buscar más, pero el azar me llevó a dejarle mi piso a mi hijo,
el mayor, y a alquilarme uno mucho más pequeño en una zona no
demasiado alejada de donde vivían los padres del muchacho. Desde
entonces no he dejado de visitarles, primero como penitencia, aunque
fuera ajena, y después por una extraña amistad originada en el hijo
ausente. Esa es la historia, ahora ya está al tanto de todo y puede
juzgar los hechos de una forma menos subjetiva.
Santos había escuchado en silencio. A medida que Jesús
hablaba se incrementaba su sentido de culpa. Ahora, con el anciano en
silencio, apenas sabía que decir salvo enseñarle la carpeta con los
papeles en los que estaba estampada su firma.
Mientras lo hojeaba, la cara de Loperena iba pasando por todos
los colores de la indignación. La mayoría de aquellas firmas eran falsas.
Hizo partícipe de ello a Santos, así como de la bajeza moral del
falsificador. Hablaron del pasado: de la creencia de que aquella
desaparición había sido voluntaria, de las indagaciones hechas por
todos los lugares frecuentados por el joven, de las preguntas hechas a
toda la gente de cada uno de esos lugares y de las conclusiones de
todo ello: que era un muchacho introvertido, amante de los Sex Pistols y
seguidor de algunas teorías anarquistas; que perseguía marchar de
España para establecerse en Francia o en algún otro país europeo.
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Ningún trabajo serio, solo aprendizajes en algún taller mecánico, mozo
en una tienda de jardinería y comercial en una editorial. De las
pesquisas realizadas en esos lugares tampoco se sacó nada en claro
salvo que le habían echado de todos ellos por reiteradas faltas de
puntualidad.
—Por su parte, ¿Han avanzado en algo su investigación,
Santos? —preguntó Loperena.
—No, en absoluto. A parte del lugar en el que se hallaron los
restos, descubrir su identidad gracias a los restos restaurados de un
carnet de biblioteca y tener indicios de que debió ser torturado, nada
más.
—¿Torturado, dice?
—Sí; las lesiones halladas en los huesos así lo determinan.
—¿Quién querría torturar a un chaval de diecinueve años y para
qué?
—No lo sabemos, tal vez averiguó algo que no debía, algún
secreto de alguien, o haría de camello para otro al que le habría hecho
la pirula con la mercancía. Ya le digo, estamos en blanco. Y usted ¿Ha
encontrado alguna cosa en las indagaciones que me consta ha estado
haciendo por su cuenta.
El anciano, con la cara más apesadumbrada que al principio
habló de nuevo.
—No, tampoco he encontrado nada. Si he de serle sincero hacía
ya mucho tiempo que había aceptado la teoría de su desaparición
voluntaria y dejé de indagar, imagino que por salud. No conseguía nada
y no me quedaban contactos a los que recurrir, ni dentro ni fuera del
cuerpo. Mire, le enseñaré la única pista que atesoro y la verdadera
causa de que me haya decidido a venir a verle.
Sacó la cartera de su bolsillo, la abrió, extrajo una fotografía y se
la entregó a Santos. Después siguió hablando.
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—Es una fotografía que apareció tiempo después. En ella se ve
a tres jóvenes ante una ermita románica. Si le da la vuelta verá que hay
un breve texto.
Santos dejó de mirar al anciano y se concentró en la foto. Como
fondo se veía un paisaje de postal que enmarcaba una pequeña ermita
románica. Por delante de ella y algo más abajo una serie de vehículos
aparcado en batería en lo que debía ser el parking de visitantes. En
primer plano se veía a los tres jóvenes. Estaban apoyados sobre la
parte delantera de un vehículo de color amarillo que podía ser un
Citroën mehari. Alrededor de los vehículos de la parte superior se podía
ver a un par de chiquillos que parecían jugar y por los alrededores de la
iglesia apenas se distinguían ya a una pocas personas. Le dio la vuelta
y vio el texto que contenía. Lo leyó en voz alta.
—«1992, Ermita de Santa Margarida. Después de la aventura.
JG1, JG2, JL y JM. El póquer de jotas. Foto para el recuerdo» ¿Y esto
es todo, una ermita, una aventura y unas siglas? ¿Pudo usted averiguar
algo sobre todo eso?
—Apenas nada, ya le he dicho antes que no tenía recursos para
encontrar nada ni nadie me hacía el menor caso al indagar sobre un
caso que estaba cerrado y olvidado. Para colmo, mi movilidad es
reducida. Lo único que pude averiguar fue que la ermita es una de las
muchas que hay por la Vall de Bohí; “JL” corresponde a las iniciales de
Julián López y “JM” a las de un tal Juan Martínez, amigo de Julián el
cual, según me contaron sus padres, se marchó a Francia por las
fechas de la desaparición y murió por sobredosis unos años más tarde.
—¿Y las otras siglas?
—Nadie ha sabido decirme nada. Imagino que pertenecerán a
dos muchachas, la de la foto y la que debió hacerla, pero nadie la vio
nunca con ellos.
—¿Y los números?
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—Ni idea. Solo se me ocurre que al tener las mismas iniciales se
llamen igual y, al menos yo lo había usado de joven, se les dé un
número de orden.
Santos se levantó de la silla, se disculpó con Loperena y salió
del despacho. Entregó la foto a Conchi para que la escaneara por
ambos lados, intentara ampliarla el máximo sin que perdiera nitidez y la
adjuntara al dossier, y que una vez hecho eso buscara donde hiciera
falta y con la máxima urgencia cualquier referencia a esa ermita.
Terminó pidiendo al aire que alguien le entrara un café y un par de
botellas de agua y volvió a encerrarse con el anciano.
—Bien, Jesús, los sistemas informáticos de hoy en día son más
ágiles que cien de nosotros hurgando por los archivos, al menos en
algunos aspectos. He pedido que nos busquen información de la ermita.
He pensado que eso de la “aventura” no fuera algún acto de
profanación, una misa negra o alguna reunión de brujos.
—¿Brujería?
—No descartemos nada, pero por lo poco que sé, todas esas
ermitas que pueblan el camino de Santiago se construyeron en lugares
altamente energéticos de la Tierra. Por aquellos tiempos, religión y
paganismo andaban muy de la mano, muchos de sus monjes tenían
mucho de zahories o druidas y eran receptivos a las fuerzas naturales
de la Tierra. No sería de extrañar que alguna secta o algún pequeño
grupo pirados hubieran hecho un sacrificio con el pobre chaval.
La entrada de un joven policía con las bebidas les interrumpió.
—Para usted no he pedido café —volvió a hablar el inspector—,
al decirme lo del corazón di por supuesto que no tomaba…
—Ha hecho bien, es demasiado pronto para mí. Y por lo general
no tomo, no se piense; pero no vaya a creerse que vivo pendiente del
tic-tac de la patata. Cuando murió mi esposa, que Dios la tenga
contenta allí donde esté, decidí que dejar de vivir para no morir era algo
tan absurdo como un cuchillo de plastilina.
100
»Desde entonces me prodigo algún purito los fines de semana,
algún cafelito de tanto en tanto y algún que otro extra con la comida.
Las únicas cosas que he abandonado son el alcohol, que nunca me
reportó nada especial y las mujeres, que para serle sincero, ya no
sabría ni qué hacer con ellas.
Conchi llamó a la puerta y cortó las risas.
—¿Se puede, inspector?
—Pasa, Conchi, pasa. Permíteme que te presente. Este es el
inspector retirado, Jesús Loperena. Jesús, esta es la sub inspectora
Concepción Vidal, la persona más importante de este departamento
aunque nunca lo reconoceré en público para no desatar envidias.
El anciano se levantó y le tendió la mano a la joven. Ella, a su
vez, se sacudió algo de importancia con falsa modestia y dejó una hoja
de papel sobre la mesa.
—No sé si será importante, pero tras indagar un poco he
encontrado esto —dijo.
Santos la invitó a sentarse, tomó la hoja y la leyó. La ermita
formaba parte, junto con otras, de una investigación de la BPH, la
Brigada de Patrimonio Histórico, dependiente de la UDEV. Se
investigaba la desaparición de diversas tallas románicas, un antiguo
arcón, un pequeño vitral y algunos capiteles y frisos. Era su primera
pista. «Robo y asesinato son como ginebra y tónica, acostumbran a ir
unidos», pensó en voz alta. Dejó el papel sobre la mesa y le pidió a la
sub inspectora que llamara a algún contacto y hurgara en esa
investigación, sobre todo que buscara quién estaba al cargo.
El inspector retirado estaba entusiasmado y así se lo transmitió a
Santos. Le parecía casi mágico que en unos minutos pudieran recabar
toda esa información. Éste, tras sonreír, le dijo
—Han cambiado los tiempos, ¿verdad? Hace solo diez años
todavía andaríamos arriba y abajo trajinando papeles. Pero no se vaya
101
a pensar, aún hoy hay casos que no han sido informatizados y
debemos echar mano de archivadores polvorientos.
—A pesar de todo a mí me parece pura magia.
—Para nosotros también, Jesús. Cuando viene algún informático
y nos pone en marcha algún programa nuevo es como si me estuviera
hablando un marciano. Pero funciona, usted lo ha visto. Y cambiando
de tema, ¿Me permite una pregunta?
—Por supuesto.
—¿Cómo apareció esta fotografía, cómo es que nunca estuvo en
el expediente del caso?
—Por casualidad, como todo —respondió el anciano—. Mientras
vivió la madre, la habitación del hijo hubo de permanecer intacta a la
espera de su vuelta. Imagino que esa sería la última ilusión que se
reservó aquella buena mujer para no sucumbir a la pena. Pero bueno, a
lo que vamos. Cuando murió, su marido pensó que era necesario
derribar mausoleos y decidió desmontar la habitación. Puso la ropa en
cajas, vació cada cajón de su contenido y sacó todos los libros que
hubiera en cada uno de los rincones. Uno de ellos se le cayó de las
manos y escupió esta fotografía. Como imaginará, me llamó, me hizo
partícipe de todo y me la entregó por si podía serme de ayuda.
La sub inspectora llamó de nuevo.
—Permiso. Habemus nombre, inspector.
—¡Ya!
Joder
qué
eficiencia.
Imagino
que
no
habrás
comprometido tu honra para conseguirlo.
—Inspector —respondió la sub inspectora sonriendo —, por
mucho que lo intentara creo que la honra la malgasté hace años en una
noche loca. Pero reconozco que esta vez no habré de acostarme con
nadie para tenerte contento. Mi amiga Nati ha accedido gustosamente a
suministrarme un teléfono y un nombre, aquí los tienes.
Le dejó un papel manuscrito sobre la mesa, él le lanzó un
gracias Conchi y ella les dejó solos de nuevo.
102
—Jesús, si no le importa, a partir de ahora preferiría estar solo
para reorganizarlo todo. La aparición de su fotografía ha abierto una
línea de investigación que antes no teníamos y ahora debemos analizar
lo que podamos extraer de ella.
—Lo comprendo, inspector. Lo comprendo. De todos modos,
¿Me podría hacer usted un favor?
—No se preocupe, Jesús. Con lo que saquemos en claro le
mantendré informado. Y no solo eso, si le apetece pasarse por aquí,
daré orden de que le abran las puertas. Eso sí, antes de venir llámeme
por si he de salir. No querría que hiciera el viaje en balde.
Al anciano le brillaron los ojos hasta rejuvenecer veinte años.
Agradeció la deferencia y se despidieron con un cálido apretón de
manos. Cuando se quedó solo, Santos marcó el número de teléfono y
esperó hasta que descolgaron.
—Buenos días, le habla el inspector Santos. ¿Hablo con el
inspector Oscar Laguardia?
—Sí. Dígame inspector.
—¿Está usted al cargo de un caso de expolio de patrimonio de
unas ermitas románicas del Pirineo?
—Sí ¿Por qué me lo pregunta?
—La verdad es que sería muy largo para comentarlo por
teléfono. ¿Le importaría a usted que nos viéramos, no importa el lugar,
yo me adaptaré a su agenda?
—¿No puede hacerme un mínimo resumen para saber a qué
atenerme?
—Se trata del cadáver de un joven que murió hace unos
dieciocho años y que apareció en las obras del Sincrotrón de
Cerdanyola del Vallès.
—No entiendo qué pueda tener que ver yo en un caso como ese.
—Nosotros tampoco, pero una de sus ermitas está vinculada a
nuestro cadáver. Por favor, quedemos y lo hablamos.
103
Quedaron en la comisaría de Cerdanyola. Oscar no puso
ninguna objeción, estaba muy cerca del lugar en el que se hallaba
infiltrado.
*****
Inicio
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105
Muerte del padre y viaje a Galicia
Antes, cuando charlábamos, nos quedamos en mi nacimiento.
Y no sé si te comenté que al poco tiempo de cumplir yo los tres años
nos trasladamos a España, algunos meses después de morir mi padre.
Como podrás imaginar para mí, mi padre, es como si jamás
hubiera existido. Nunca he tenido ese referente paterno que se
considera tan importante para el desarrollo del individuo. Es más, estoy
seguro de que, de seguir vivo, mi vida no hubiera estado vinculada al
Arte como lo ha estado. Y eso que él, por la herencia que he recibido,
me consta que era un amante de las artes y letras; pero aun y así, dudo
que hoy fuera pintor, que amara la música y que disfrutara de la lectura
como lo hago. Es casi seguro que sería uno de esos ejecutivos que se
pasa la vida empolvándose la nariz y atesorando poder sobre los
débiles. Sería la extensión del que siempre he imaginado como mi
padre.
Pero como te he dicho, tuvo a bien morir dejándonos solos a
mamá ya mí. Lo poco que sé de él es a través de las historias y
anécdotas que me contaba mi ella mientras me enseñaba fotografías.
Por ella sé que era un hombre controlador, inseguro y con un elevado
sentido de la posesión; lascivo fuera de casa y manso en ella; y sé que
su amor por los libros y la música se contradecía con la poca
sensibilidad con la que trató siempre a su esposa. Estaba claro que no
era la persona que uno desearía tener a su lado.
De aquella época hay infinidad de fotografías, incluso películas
de súper 8. Pero no las tengo aquí. De tenerlas, te enseñaría algunas
para que vieras lo guapa que era ella. No solo guapa, entiéndeme, su
belleza iba mucho más allá de la propia concepción de la palabra. Era
una diosa, sublime, etérea y culta como pocas...
Maldito verde. De nuevo el verde. Verde, verde... Todo un
planeta plagado de verde y yo soy incapaz de dar con él, de doblegarlo
y matizarlo como es debido. Siempre igual, la misma porquería hasta
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que consigo lo que quiero. Cada vez que debo usarlo es como si lo
aprendiera por primera vez, no sé mezclarlo, nunca sale como es
debido, y rompe siempre el ritmo de trabajo. Solo me sucede con él, los
demás colores es como si fluyeran ya preparados de los tubos, como si
mis dedos supieran qué presión es la necesaria en cada caso para que
la mezcla produzca el tono exacto al del deseo. Pero con el verde no,
con él es distinto.
No sé, no puedo evitarlo, es mi obsesión. Lo mismo que lo fue
el amarillo para Van Gogh. Los famosos amarillos de Van Gogh, los
conoces ¿Verdad? La increíble luz que llegaba a extraer de ellos
cuando irradiaban desde sus obras: Sus noches estrelladas, sus cafés
nocturnos, los campos de trigo... Y a pesar de esa luminosidad ¿Te has
fijado, al mirar esas obras, que sus amarillos son casi marrones?
Seguro que sí, una criatura que percibe el Arte como tú lo haces es
receptiva a esos detalles.
Perdona, déjame retocar un poco aquí, sí, así es, un poco
más... Sí, ahora, mejor. Ya está...
Y sabrás también que aplicaba colores más o menos brillantes
con la intención simbólica de representar distintos estados de ánimo.
Creo que además fue pionero en ello. Pero como te decía antes,
mirando su obra, nos damos cuenta de que la mayoría de sus amarillos
son amarronados y algo apagados. Y uno se pregunta ¿Cómo puede
ser que se utilice un color tan vivo para amortecerlo, qué intención
podía llevarle a ello? ¿No te lo habías preguntado nunca? Da lo mismo,
te respondo.
Resulta que es pura y simple química: es el efecto de la luz
solar en los cuadros y la culpa la tiene la reacción que los rayos
ultravioleta producen en el cromo que llevaban los pigmentos de aquella
época, especialmente el amarillo. Ya ves, años y años devanándonos
los sesos con teorías estéticas, psicológicas y artísticas para que la
107
Química nos los resuelva de un plumazo y resulte ser una trivialidad
más, explicada al margen de cualquier teoría filosófica.
Lo he conseguido. Piensa que me puede pero no, siempre
termino llevando el color a mi terreno. Siempre... Sigo.
Mi madre, además de ser guapa, también sabía resolver sus
problemas. Ella debió pensar que yo era muy inocente, pero créeme,
estoy casi seguro de que a mi padre no se lo llevó ninguna enfermedad.
Ella debió actuar como sus ascendientes de Nagyrèv. Una infancia en
medio de aquel lugar tuvo que marcarla lo suficiente, por eso he creído
siempre que para ella mi padre no debía merecer seguir vivo y lo
eliminó. ¡Bah! Tampoco es importante. Jamás le he echado de menos.
Creo que de haber continuado vivo hubiera representado un problema,
seguro. Un problema que, tarde o temprano, hubiéramos debido
subsanar. Pobre papá al que jamás conocí, mi pobre, viejo e inútil
padre. Descanse en paz...
Un retoque... Así, sí. Ya está.
Bien, cuando yo todavía no tenía memoria nos trasladamos a
España, a un pazo que mi padre tenía cerca de una pequeña aldea de
Galicia, una de las pocas propiedades que mi madre conservó. De
mayor he entendido que lo hiciera de ese modo, es un lugar maravilloso
al que siempre deseo volver. Un gran espacio solitario, rodeado de
verdor, diáfano; mañanas de atmósfera blanquecina en Otoño y
siempre silencioso salvo por la compañía del canto de los pájaros y el
sonido del viento; lejanía trémula en verano y nítida en primavera. La
Maravilla para un paisajista; lo Necesario para un músico y el Cielo para
un solitario. Sí, el cielo terrenal.
Te decía que mi madre lo vendió casi todo: casas, bienes y la
mayoría de empresas; todo lo que la mantenía unida a un pasado que
deseaba enterrar y olvidar. Además estaba yo, su hijo, el cincuenta por
ciento de su código genético y el probable camino a su inmortalidad. De
todos los bienes solo se quedó con unos pocos muebles, la excelente
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biblioteca, el Bechstein de media cola
y todos y cada uno de los
cuadros que adornaban las tres casas. Lo hizo traer a España y un
tiempo después vinimos nosotros.
Desde que tengo memoria hay dos lugares especialmente
importantes que permanecen en ella y ambos pertenecen al pazo de
Galicia: la biblioteca y la sala de música y pintura. Unas grandes
estancias separadas por una imponente doble puerta corredera que
permitía aislarlas o comunicarlas al gusto. A ti te gustarían, seguro que
te gustarían. Ocupaban toda la superficie de la planta superior. Dos
inmensos ventanales triangulares abiertos en ambas caras de la casa y
otras seis entradas de luz, tres en cada una de las vertientes del tejado,
acaparaban todo el sol del invierno. En verano, se cerraban las de
arriba y solo quedaban abiertas las triangulares, de ese modo se
mitigaba el calor.
No te imaginas la de recuerdos que tengo de aquellos años de
infancia vividos en ellas: mamá tocando el piano; enseñándome las
primeras lecciones de los cuadernos Czerny; yo en sus brazos mientras
hojeaba láminas o libros de Arte y me los explicaba y si no, novelas e
historias dispares que me leía primero ella a mí y más tarde yo a ella...
Horas, días, meses... Una eternidad para muchos, pero yo lo recuerdo
como algo maravilloso. Tardes otoñales en las que ella ponía alguna
música en el giradiscos: “La historia de una soldado”, tal vez; ponía ante
mí láminas de Picasso y me decía que intentara ver más allá de la
mirada. Después se sentaba a leer hasta que volvía el silencio...
“¿Qué has visto mi cielo?”, me decía. Y yo le contaba que no
entendía esa huida de la realidad, que no comprendía porqué Picasso,
Braque y Gris hubieron de inventar el cubismo. Ella, entonces, se vestía
con alma infantil y me contaba con palabras inteligibles para un niño
que a veces es necesario romper con todo para rehacerlo de un modo
nuevo, lo mismo que hizo Schoenberg con la música; me hablaba del
mito del Fénix, de los renacimientos necesarios para reinventar la
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belleza desde otras perspectivas... Y más tarde sus preguntas ya no
eran esas, me preguntaba sobre sensaciones, sobre el dolor físico de
mezclar el Guernica y Messiaen, sobre el valor de una lágrima
derramada durante la “Pavana para una infanta difunta”. Qué nivel de
sensibilidad tan grande ¿Cómo iba a ser yo entonces, si por genética y
educación he sido alimentado de lo sublime? Imposible vivir las cosas
salvo del modo en que lo he hecho ¿No crees?
Bien, por hoy ya casi he terminado, me quedan solo unos
pocos retoques, apenas una hora y habré culminado otra parte. Sí,
suave, aquí, un poco más, ya está... Continúo.
Salíamos poco de casa. Ella me decía que era para
protegerme, y nunca le faltó razón; que para conocer el mundo nos
bastaban los libros y la imaginación; que para alimentar el alma nos
bastaba el Arte, nuestra música, nuestra pintura, nuestros libros. He
tardado años en entender que aquello fue una sutil prisión engalanada,
con sus horas de soledad infinita enfrentado a mí mismo, mientras ella
me moldeaba para que to me moldeara después hasta llegar a ser ese
resultado final en quien me reconozco y al que acepto...
Sí, salíamos poco de casa: o paseábamos por las tierras
aprendiendo de la Naturaleza, o viajábamos a Madrid o a París o a
Roma o a Barcelona o a alguna otra ciudad para visitar sus museos,
acudir a conciertos y conocer las maravillas arquitectónicas que
pueblan Europa; pero incluso en esos viajes nos manteníamos muy al
margen del resto de la gente. A ella no le gustaba relacionarse con
nadie y yo no tenía suficiente libertad como para dar rienda suelta a mi
curiosidad infantil. Solo eran viajes de absorción: del sonido, del color,
de la forma. Texturas sonoras o plásticas; colores pictóricos o sonoros;
formas musicales, arquitectónicas o esculturales. Apenas ninguna
relación humana que no fuera estrictamente necesaria a los deseos de
mi madre. Pero no me quejo, no vayas a creerte. Sé que gracias a
aquellos años se forjó mi concepto estético y se amplió mi visión del
110
Mundo y sus contenidos hasta permitirme degustarlo del modo que lo
he hecho. Sí, visto de ese modo no puedo albergar más que
agradecimientos para ella.
Tampoco iba al colegio. Bueno, miento, no fui hasta los once
años. Antes de esa edad tenía tutores que venían a casa a darme
clases. Grandes profesores a los que mamá supervisaba siempre y
muchos de los cuales se quedaban en régimen interno mientras
duraban sus contratos. Imagino también que mi madre debió comprar a
unos pocos funcionarios para que se me convalidara la enseñanza
primaria en base a los informes de mis tutores. Lo cierto es que era un
niño aplicado, obediente y listo. Según mi madre, claro, ¿Qué iba a
decir una madre? No sé, tal vez; nunca me he podido comparar
realmente con nadie, pero de lo que fui consciente al cabo del tiempo
fue de la incompetencia de aquellos pobres profesores provincianos.
Por lo que te he contado hasta aquí, podría parecerte que mi
infancia fue cómoda y maravillosa; pero adolecía de algo importante: mi
relación con otros niños. A pesar de que la casona estaba alejada del
pueblo era normal ver y escuchar a la chiquillería cuando pasaban de
camino al río durante el verano; o coincidir con ellos en alguna fiesta
patronal, cuando por nuestro apellido debíamos hacer acto de
presencia en algún evento. Mi madre siempre evitó que me
entremezclara con ellos ¿Sabes? Pero yo era un niño. A pesar de ser
diferente seguía siendo un niño deseoso de saber qué pensaban y
hacían mis iguales. La curiosidad infantil, la necesidad de pertenecer a
la tribu, imagino; algún rito ancestral de obediencia a ese cerebro
primario que nos guía más allá de nuestra propia voluntad. Sí, como te
decía, esa era mi intención. Pero solo la mía. Y lo intenté al principio,
después ya no me quedaron demasiadas ganas.
Para ellos yo era el “americano”. A pesar de hablar un correcto
gallego, a pesar de mi castellano sin acento, ellos me veían, primero
como un extranjero, y después como un niño diferente. Y ya sabes lo
111
que sucede en la infancia con el que es distinto... Mi curiosidad pronto
transmutó en miedo, más tarde en desprecio y al final en puro odio.
Ellos eran crueles y tendían a solucionarlo todo arrinconándome y
regalándome golpes, insultos y salivazos. Ellas no eran mejores, no te
creas, con sus risitas y cuchicheos. Hasta en los mayores lo percibía,
como si aquello fuera una demostración de clase y yo fuera merecedor
del castigo; simplemente echaban vistazos de soslayo y dejaban hacer
a sus retoños.
No te vayas a creer que no me vengué. Nunca he sido violento
ni lo suficientemente tonto como para enfrentarme a golpes contra
todos aquellos energúmenos. Eso se lo dejaba a sus limitadas mentes
cándidas. No era ese mi método, ni tampoco tenía prisa. Nada de lo
que se hace con prisas puede salir bien. Pero con el paso del tiempo
me fui vengando de cada uno de ellos. El hecho de saber ser casi
invisible y analizar hasta la obsesión muchas de sus pequeñas manías
y movimientos me permitió conseguir ciertos éxitos: que uno se clavara
un gran clavo oxidado en la planta del pie, que otro se cayera de la
rama de un árbol y se rompiera una clavícula y el húmero... Hasta una
noche conseguí quemarle el cuello a otro con un poco de ácido lanzado
con una jeringuilla. Sí, reconozco que fallé, mi intención era desfigurarle
la cara. Pero hube de conformarme con verle esconder las marcas que
le acompañarían durante el resto de sus días.
Así fui yo de niño, primero, humillado por todos; pero más
tarde, a solas, mientras degustaba el preludio del primer acto del Oro
del Rin y a medida que me llenaba de su potencia sonora, pensaba en
las marcas del cuello, en la cojera, en los problemas para volver a
levantar el brazo, el las marcas en la cara... Sí, si yo había de vivir con
ese dolor interior que me prodigaron, ellos vivirían toda su vida con las
marcas externas que mis sucesivas venganzas fueron extendiendo
como un simple juego de niños.
112
Fue en esa época que tomé conciencia: yo no era violento,
pero tenía claro que nunca nadie me haría más daño del que yo fuera
capaz de infligir; nunca. Y de ese modo, a medida que crecimos, ellos
fueron viendo que cada uno de nosotros jugaba en niveles de crueldad
distintos. Por fin me dejaron y yo me quedé tranquilo con mis
diferencias, mi soledad, mi Arte y mi madre.
Inicio
113
Un nuevo elemento. Encuentros con Anabel y Germán
Martes 6 de julio de 2010 — Sant Cugat y Barcelona
No había dormido lo suficiente y las horas de sueño habían
estado plagadas de pesadillas. Tras levantarme y tomarme un café bien
cargado me permití un baño en la piscina. Necesitaba un cuerpo en
orden para llamar a Germán y quedar con él. Marqué su número,
después de algunos tonos descolgó y tras identificarme me soltó un:
cuantos días sin saber de ma petite. Con esa voz melosa que parecía
que te tocara. Le aclaré que prefería nadar entre tiburones antes que
ser su petite y le dejé continuar. Como era habitual se puso a la
defensiva y sin cambiar el tono de voz me preguntó cómo está la gran
profesional que trabaja para este humilde anticuario. Le respondí que
estaba bien y él siguió sus indagaciones, No habrá ningún problema
¿Verdad? Sabes cuánto confío en ti, dijo. Le calmé relatándole el
estado de la restauración y diciéndole que necesitaba pedirle otras
cosas. Cuéntame preciosa, dijo en tono interrogativo. Con voz neutra le
dije que estaría bien quedar para hablar sobre la imagen, las posibles
técnicas a usar en distintas fases de la restauración y aclarar algunos
aspectos relativos al cliente. Como no podía ser de otro modo me
propuso quedar para cenar ese mismo día. Hice oídos sordos y le ofrecí
la posibilidad de tomar un café esa misma tarde o buscar cualquier otro
momento de un incierto futuro. Tras un silencio aceptó quedar sobre las
seis de la tarde en un bar cercano a su local. Le respondí con un seco
de acuerdo y colgué. No podía evitarlo, hablar con Germán me agotaba
lo mismo que limpiar los cristales de casa.
Una vez repuesta de la charla telefónica mandé un escueto
correo a Anabel en el que le preguntaba si le iría bien que nos viéramos
para comer y charlar un rato. Ya que había de desplazarme al centro y
no me apetecía estar tantas horas sola, quería aprovechar la posibilidad
de matar dos pájaros de un tiro. Pasados unos minutos me llegó su
114
respuesta: «OK, quedamos a las 12 en portal de l'Àngel, plaça
Catalunya (Banco España). Nos vemos.»
Esa era Anabel. Parca por correo pero apasionada habladora.
Podíamos estar meses sin vernos y al encontrarnos todo se volvía
presente sin fisuras. Le confirmé lugar y hora y cerré el portátil.
Dediqué el tiempo que me quedaba a adelantar trabajo y a
cavilar cómo enfocaría lo que deseaba decirle a Germán. Debía ser
cauta, él podía ser inculto como militar chusquero, pero también era
listo como el hambre.
::::
Me relajé. Los pensamientos me llevaron a calibrar las ventajas
que representaba tener a una persona como Anabel dentro del grupo
amigas. A medida que pasaban los años se hacía más difícil quedar
con el resto de amigas de manera improvisada. Algo fácil de entender:
yo seguía siendo una soltera vocacional de cuarenta años, sin hijos y
que vive totalmente al margen de la mayoría de las de su género. Ellas,
madres de niños de las más diversas edades, habían renunciado de
manera voluntaria a ese espíritu libertario y vivían atadas a la crianza y
educación de esas subjetivas joyas de la genética que iban mejorar la
especie humana. Vista esta realidad ¿qué conversaciones podría tener
con ellas, caso de encontrar un hueco entre sus apretadas agendas de
súper mujeres? Versarían sobre la prole, los maridos, los ex o los
futuribles. En cualquiera de los tres primeros casos yo era una completa
neófita y en el último prefería no hincar el diente ya que mi manual de
uso masculino podía ser moralmente censurable por cada una de ellas.
En cambio con Anabel no sucedía nada de eso, ambas manejábamos
un mismo orden vital que nos eximía de la maternidad y nos daba
licencia para andar con quien nos apeteciera sin haber de dar
explicaciones a nadie.
115
Ninguna de las dos fue puntual aunque yo llegué primero y me
permití deambular haciendo tiempo. Observando a mi alrededor podía
ver una Barcelona que había perdido la alegría de antaño. Una ciudad
que pujó fuerte por ser cosmopolita y moderna y perdió, convirtiéndose
en la ciudad provinciana, triste y gris que era ahora. Andaba en esas
elucubraciones que apareció ella. Prevalecía su pacto con el Diablo que
la mantenía envidiablemente guapa y elegante. Después de los besos y
abrazos de rigor decidimos ir a comer a un vegetariano cercano.
Tras sentarnos y pedir los primeros, paella vegetal para ambas,
hicimos un somero repaso a lo sucedido durante el tiempo que
llevábamos sin vernos. Durante el segundo plato nos reímos de las
peculiaridades amatorias de algunos de nuestros amantes y en los
postres bromeamos sobre una lejana vejez que cada mañana acechaba
a nuestra espalda mientras nos mirábamos en el espejo.
Terminada la comida era el momento de hablar en serio. Le dije
que necesitaba pedirle un favor. Su cara me devolvió una sonrisa y su
voz me regaló un tú dirás. Saqué las fotografías y le enseñé primero las
del retrato de Judit, explicándole qué obra era, de quién era la cara que
sustituía a la original y lo extraño de aquella letra «Fi» como firma. Le
participé también mi desazón en lo referente a la pintura y su ubicación
y la dejé mirándolas. Lanzó una exclamación, hizo una alabanza al
retrato y terminó diciendo lo guapa que parecía mi hermana. En esa
época lo era, le respondí. Por el modo en que vestía no te lo hubiera
parecido, pero con dieciocho años era una preciosidad. Pero no era de
Judit de quien quería habla necesitaba otra información, así que le volví
a pedir su opinión, al margen de la calidad del retrato y su contenido.
Según ella estaba haciendo un castillo por nada.
Divagamos un rato sobre las razones que podían haber llevado a
Judit a terminar expuesta en la salita de un palacete. Ella desmontó las
mías y las cambió sin esfuerzo por otras triviales, sencillas y simples.
Una afilada navaja de Ockham mataba de un plumazo mi pesimismo y
116
una gran parte de mí se sentía totalmente ridícula, y aunque esa voz
que siempre nos alerta continuaba repitiéndome que no era lugar para
Judit, decidí dejar el tema de lado. La intención de la reunión no era
hacer más apuestas sobre el pasado de mi hermana sino recabar
información sobre el pintor sin nombre. Le planté las otras dos fotos que
llevaba del otro cuadro, el que se hallaba sobre el secreter, Este es otro
cuadro que contiene una firma muy parecida a la del primero. Pertenece
al trabajo en el que coincidimos por primera vez, hace un par de años,
¿Lo recuerdas?, le dije. Lo confirmó comentándome que aquel fue su
primer monográfico para la revista. Recordaba, además, que estaba
cubriendo una retrospectiva, algo sobre un tipo que la amargó durante
meses. Puse cara de curiosidad, no recordaba que me hubiera hablado
de nada de eso. Será porque no me gusta regodearme con la porquería
y tiendo a olvidar, te cuento, dijo mientras llegaban los cafés y
comenzábamos a fumar. Entrabamos en ese momento de la sobremesa
que invita a la charla distendida y ella lo aprovechó para contarme lo
que yo no sabía.
Me enteré de que la revista deseaba hacer unos monográficos
sobre viviendas de nuevos adinerados a los que había adecentado sus
palacetes un decorador, cuyo nombre comenzaba a sonar entonces en
el mundillo, alguien llamado Raúl Ouso. Para ello, y aprovechando la
soberbia de aquellos advenedizos, Anabel se dedicó a hacer un
recorrido por algunos de sus clientes, gente que abría de par en par sus
puertas buscando una fama efímera en papel satinado que terminaría
en algún mercado de viejo, apilada junto a tantas otras, a precio de
saldo. La intención era seleccionar a cinco de ellos y sacarlos en
sendos números. Precisamente la casa en la que coincidimos debía ser
el último espacio antes de entrevistarle a él personalmente. Dicha
entrevista iría en un sexto número con el que se cerraría un año de la
revista, de publicación bimensual.
117
En la revista, basándose en el hecho de que todo el mundo es
narcisista, a nadie se le ocurrió pedir autorización a la persona objeto
de aquél trabajo, el decorador. Y ese fue el error, porque cuando estaba
terminando el trabajo fotográfico en la última casa se presentó Raúl en
ella, se las tuvo con la dueña y después, de mala manera, exigió a
Anabel que abandonara el proyecto, más de dos meses de trabajo. A
continuación se entrevistó con la dirección de la revista, habló con la
mayoría de clientes entrevistados y consiguió que casi todo el proyecto
se anulara. Para empezar no hubo la entrevista prevista: se negó a ser
fotografiado y solo aceptó unas pocas preguntas elegidas por él mismo.
Después, de todo el trabajo fotográfico, echó por tierra más del
cincuenta por ciento y obligó a que se repitieran de nuevo, pero esta
vez bajo su supervisión directa. El resultado final fueron los reportajes
de cuatro casas para sendos números; maravillosos, eso sí, pero con
un coste final que superó con creces lo previsto inicialmente por el
editor. Anabel le cogió un odio visceral al pobre decorador.
Le pregunté por todo el material que había acumulado y me
confirmó que había tenido que entregárselo,
pero como buena
profesional y gran mentirosa, tenía copias de todo, así que lo que
estaba impreso lo amontonó, lo metió en una caja junto con un par de
lápices de memoria conteniendo las copias digitales y lo guardó en una
estantería. Y es que una nunca sabe cuándo va a necesitar información
para un refrito. Cosas que antaño fueron un desecho pueden
convertirse en joya y viceversa. En nuestro oficio somos más traperas
de lo que cabría imaginar. Respiré. Parecía que podría recuperar
alguna imagen entera del cuadro en cuestión y le pedí por favor si
podría suministrarme alguna información. Ningún problema, Alba, dijo.
Me mandaría todo el material que guardaba, incluidas las cuatro
revistas, para que yo pudiera coger lo que me pudiera servir y una
tarjeta del decorador, con su número de teléfono, que estaba segura de
guardar en algún tarjetero ¿Qué te parece? Concluyó.
118
Qué me iba a parecer. Buscaba una simple fotografía y me
encontraba, gracias a una buena amiga, con la posibilidad de tener
mucha más información de la prevista. Le agradecí la ayuda y la
compañía y comenzamos la ceremonia de las despedidas. Se me venía
el tiempo encima para mi siguiente entrevista. Menos agradable que la
que terminaba ahora.
::::
Cuando llegué me senté en una terraza cercana a la tienda de
Lavie y le llamé para no perder demasiado tiempo, no me apetecía en
absoluto que se me hiciera de noche con ese tipo cerca. Mientras
esperaba, el recuerdo de Judit se sentó conmigo. Por qué mi hermana
posaría para un retrato. Ella, la que veía en cualquier detalle de
bienestar un claro signo burgués. Y si había decidido posar, por qué
había permitido que su retrato terminara en un lugar tan antagónico al
de su modo de entender la vida como ese palacete de nuevo rico. La
díscola, la difícil de tratar si algo no encajaba con su modo de pensar.
Ya fuera en casa, en el colegio o con las niñas de la calle, nunca se
dejaba moldear por nada ni por nadie. ¿Y hablar? No, Judit no era
demasiado habladora, ni tampoco tímida; solo que prefería el silencio
receptivo a la verborrea del resto de chiquillería. ¿Cómo no la iban a
llamar la rara? Con ese carácter callado, poco participativo e
independiente. Y todo eso me iba afectando a mí. ¡Joder! Que poca
cuenta me daba entonces de las cosas. No me gustabas, Judit, ni
tampoco me gustaba yo, mendigando cariño de unos y otros.
Necesitaba agradar, formar parte de la tribu ¿Y tú? Tú te codeabas con
punkis y radicales, y te alimentabas de Adorno y Marcuse. Ahora, al
cabo de los años, tras incontables desencantos y haber llegado a una
posición personal que me permite ser totalmente consciente de mi
119
vacío, te entiendo hermanita. Te entiendo y poco a poco me doy cuenta
de que tenías mucha más razón que la que te di.
Como era habitual en él apareció tarde. Soltó una tópica excusa
entre resoplidos que clamaban infarto y se abalanzó sobre mí
intentando estampar dos babosos besos tan cercanos a los labios como
le fuera posible. Conocedora de sus intenciones me puse de pie tan
rápido como pude, convertí las manos en topes de tren e hice oscilar mi
cabeza a ambos lados hasta verme ambos hombros. Conseguí frenarle,
su cara me transmitió el fracaso.
Le pregunté si deseaba tomar un café. Yo estaba terminándome
el mío y me iría bien tomar otro. Lo aceptó, pero acompañándolo de un
wiski de malta, ya que invitas tú, matizó. Alabé su caballerosidad con
toda la ironía de la que fui capaz y él respondió un Tu me connais. Si
hubiéramos salido a cenar te hubiera invitado. Pero para un café
vespertino... Mejor me invitas. Así era él. Yo, para no ser menos, le
respondí que podía permitirme ciertos lujos económicos que además
irían incluidos en la factura final. Intentó responder pero lo interrumpí
diciéndole que solo velaba por mis intereses económicos, igual que
hacía él, lo que no nos hacía tan distintos como pudiera parecer.
A Germán había de hablársele sin darle demasiada tregua, si no
se le cortaban ciertos comentarios se crecía y terminaba tratándote
como a cualquier subordinado.
Seguí manteniendo una conversación cordialmente fría mientras
él se tomaba su primera copa y pedía otra. Cuando la segunda llegaba
a su fin preví que podía atacar de nuevo, pero se me adelantó
preguntándome de qué quería que habláramos. Soy una persona
ocupada con mil cosas en la cabeza, me dijo. Hube de recordarle que
habíamos quedado para hablar de la restauración y de la gente de la
casa. Lo confirmó con un par de monosílabos y continué explicando que
no había ningún problema, la imagen era una maravilla y me gustaría
120
saber cómo eran sus propietarios. Más que nada para que no pudieran
ponerle pegas a la hora de cobrar.
¿Era eso? Yo pensaba que una experta como tú no necesitaba
más que la obra para llevar una restauración a buen término. Me espetó
con una cierta chulería. Y es que Germán era listo. Siempre metido en
su trinchera de desconfianza. Buscando que fuera el otro el que diera
información o cayera en la trampa de sus provocaciones. Debía
manejarme con la máxima cautela. Volví a la carga. Cierto, solo con la
obra tengo suficiente. Pero no me negarás que el cliente juega una
baza importante. Piensa que ahora estoy sustituyendo el pan de oro
deteriorado, le dije. Me volvió a interrogar con un gesto. Por su modo de
actuar, continué. Hasta ahora sabemos que este cliente de Sant Cugat
es delicado. Puede suceder que al terminar el trabajo argumente que la
obra ha perdido autenticidad para no pagar. Qué se yo, puede haber mil
historias raras con la gente de dinero. Tú lo sabes.
Me noté que flaqueaba. Siempre me sucedía en algún momento
cuando estaba ante aquel tipo. Pero como él iba por la tercera copa
pensé que era el momento de preguntar directamente por los dueños
de la casa. Tomé aire y le solté un Mira, Germán, necesitaría que me
facilitaras información de los propietarios. Le cambió la mirada. En su
interior pensaba que todos íbamos a robarle los clientes. Atrincherado
en su estrecha zanja mental me soltó: Merde ça ¿Y para qué coño
quieres saber tú nada de los propietarios de la casa? Mira, corazón,
nuestra relación es clara: yo te ofrezco un trabajo, tú puedes aceptarlo o
no; en caso de aceptarlo me haces un presupuesto previo, firmamos un
contrato, haces tu trabajo y aquí paz y después gloria. Pero en el caso
de ese crucifijo... acerté a decir.
Ni crucifijo ni pollas, continuó él. A ti te importa una mierda
quienes puedan ser mis clientes. Ese acuerdo es como un dogma
bíblico entre nosotros. Más allá de esto, nada te importa una mierda.
Pero en este caso sabes que casi me obligaste a cogerlo. Creo que
121
tengo derecho... acerté a decir. Él, cada vez más irritado, siguió: ¡Coño,
Alba! no me salgas ahora con que te obligo a nada. Tú haces el trabajo
porque te conviene y punto. Por otro lado los derechos que tú tienes me
los paso por los cojones. Y si no estás conforme, tenemos un contrato
firmado. Llamamos a los abogados y en cuatro días te hago
desaparecer del gremio. ¿Te queda claro?
Algo debió leer en mí que le alertó de que se había
sobrepasado. Tras un pesado silencio tomó aire y comenzó a hablar de
nuevo de manera mucho más relajada. Mira Alba, a ambos nos
conviene seguir siendo amigos y es mejor no cabrearnos. Te diré una
cosa. No tengo ni la más remota idea de quién pueda ser el propietario
de la casa ni de la imagen. Ni, la, más, re, mo, tai, de, a.
Me lo quedé mirando. Incrédula. Con voz neutra y controlada le
di la razón como a los locos con un Vale Germán, no hace falta que me
montes una escena de Calderón de la Barca. Ya me has dejado claro
cuál es el lugar de cada uno en la película.
Me miró con cara de sorpresa para decirme que no entendía qué
me pasaba. Te digo que no te entrometas y te jode; te suelto la verdad
para que sigamos siendo amigos y no te la crees. Te juro que es cierto.
Ese trabajo me vino a través de su decorador. Me sorprendió. Tanto
por el hecho de que se pusiera confesional como por la aparición de un
elemento ya conocido y con el que no había contado: el decorador
¿Quieres decir entonces que no conoces a nadie de los que viven allí?
Pregunté más calmada.
Les conozco igual que la cría del ornitorrinco en la costa Brava.
Solo sé que se trata de un empresario de origen georgiano que hace
años se estableció aquí, Yuri Edna creo que se llama y en esa casa no
he estado en la vida. ¿A qué tanto interés? Le mentí diciéndole que me
habían impresionado la cantidad de objetos antiguos que habían en ella
y lo raro que se me hacía que él no hubiera tenido que ver en la venta
de todos ellos. Además, la casa está muy bien restaurada: los
122
esgrafiados de la fachada, las ventanas de vidrieras emplomadas y la
carpintería interior. Y tú eres
un gran amante del Arte. Concluí
dándome cuenta que me había pasado de adulación.
¿Amante del Arte? preguntó él dándose cuenta de mi error.
Tengo el pálpito de que me escondes alguna cosa, Alba. Espero por tu
bien que esté equivocado. Por mucha debilidad que tenga contigo
sabes que mi negocio está por encima de todo. Si se te ocurre actuar
por tu cuenta, si por tu culpa pierdo una venta o la comisión de
cualquier cosa que hagas en esa casa voy a ir a por ti. ¿Te queda
claro?
Y tanto que lo tenía claro. Lo mismo que tenía cada vez más
claro que no sabía nada. No era tan buen actor. Lo único que temía era
perder dinero. No era más que un pobre avaro que vendería a sus hijos
si eso le reportara algún beneficio. Me relajé y desde la más completa
sinceridad le respondí que parecía no conocerme. Con la de tiempo que
llevamos trabajando juntos. Nunca me he dedicado a llevarme nada que
no fuera mío. ¿Crees que estaría donde estoy en mi profesión si no
hubiera actuado así?
Probablemente
no.
Contestó
más
relajado.
Yo
seguí
explicándole que desconfiaba demasiado de la gente. No se puede ir de
ese modo. Imagino que del decorador tampoco te fiarás demasiado.
¿Cómo de dijiste que se llamaba?
No te lo he dicho, respondió. Podía parecer bebido, pero nunca
bajaba la guardia. ¿Por qué quieres conocerle? preguntó a su vez.
Seguí en mi mentira dándole lo que deseaba escuchar, que nunca
estaba de más ganar algún contacto que pudiera pasarme trabajos en
otro momento.
Ese era su terreno, el del puro negocio y los contactos. Se relajó
y respondió. Como no quiero que me puedas responsabilizar jamás de
que te vayan mal los negocios te lo diré. Se llama Raúl Ouso. Es un tipo
que vendrá a tener mi edad, buena apariencia, educado, culto, refinado;
123
vamos, más maricón que Flash Gordon y el Capitán Trueno Juntos. A
partir de ahí, ma cherie, si quieres
más información deberemos
prepararnos para ir a cenar que ya va siendo hora.
Hasta ese momento no había caído en la cuenta, pero tenía
razón. El frescor de la tarde había vencido al calor del mediodía. Ahora
era cuestión de salir de allí lo más deprisa posible y para ello debía
sacármelo de encima. Le solté una excusa: lo siento Germán, hoy no va
a poder ser, he quedado con mi madre y se está haciendo tarde. Lo
dejamos para otra vez ¿De acuerdo? Siempre serás la misma,
respondió desencantado ¿Nunca has pensado lo bien que te irían las
cosas si fuéramos un peut plus amies? Por supuesto Germán, dije yo
firme. Y créeme, soy consciente de todo lo que me pierdo por ser una
amiga tan... digamos, distante. Pero por otro lado soy de gustos
sencillos y puedo vivir con poca cosa. Conformismo creo que le llaman.
Lanzó una sonrisa lasciva, típica en él y dijo que se arrepentía
de haberme dado tanta información. Pero si no me has dado nada. Ni
siquiera me has dado un número de teléfono. le espeté.
Su respuesta fue escueta y puso fin a la charla: Si lo quieres ya
sabes, gánatelo...
Me levanté de la silla con una mueca por sonrisa y adelanté
dos lejanos besos antes de que él pudiera levantarse y tomar la
iniciativa. Me excusé diciendo que debía pagar la cuenta y lo planté en
la mesa.
::::
Me marchaba con la idea de que no todo había ido tan mal
como había pensado. En el tren de vuelta a casa iba anotando mis
conclusiones en una libreta:
«Situación.
124
- Aparece un retrato de mi hermana. Estudiarlo más a
fondo y aparcar obsesión por símbolo, no
parece que vaya a
llevarme a nada. No es más que una forma estúpida de
estampar la firma. (Con lo sencillo que hubiera sido poner el
apellido y facilitarme la cosas).
- Trabajo aparece a través de Germán. Con este no me
atrevo a dar nada por hecho. Pero siempre sabe más de lo que
dice... “desconfiar”. Le saco un nombre: Raúl Ouso.
- Aparece un segundo retrato y tiene símbolo parecido
(No aparcar símbolo). Me lleva a Anabel y ella a Raúl Ouso de
nuevo.
- El nexo de unión entre los retratos parece ser el tal
Raúl: decorador y “maricón” en palabras de Lavie. Buscar en la
red lo que pueda de ese tipo. No me suena ni recuerdo haberlo
visto jamás.
- La solución pasa por Anabel. Ella es el punto de
partida ya que sabe cosas del decorador y tal vez teléfono.
Contactar con Raúl será prioritario a partir de que llegue su
información. Importante. Importante. Importante»
Tras leer lo garabateado la conclusión era obvia, en las
reuniones había aparecido un nuevo elemento. Eso no solo no
respondía a ninguna pregunta sino que planteaba de nuevas. Me sentía
cansada y sola. De los amigos con los que me relacionaba no podía
contar con ninguno, al menos para confesiones; llamar a mis padres
quedaba descartado; ir a la policía me parecía tan estúpido como lo fue
la primera vez; de los compañeros de profesión tampoco podía esperar
nada que no fuera algún consejo técnico y de los implicados en el
entorno de la casa solo había podido hablar con Germán, y eso solo me
había aportado un nombre.
125
Cuando levanté la vista de la libreta el tren entraba en el andén
de Sant Cugat. La primera charla con Anabel había despertado mi
libido; y para colmo, la de Germán, no había conseguido adormecerla
de nuevo. Eso, y los nervios, me planteaban serias dudas sobre la
posibilidad de conciliar el sueño. ¿No me había dicho a mí misma que
todo era una mierda? Pues a la mierda con todo. Cogí el teléfono y
marqué el número de Pablo, uno de esos amigos que casi nunca fallan
a ningún nivel.
¡Hola Alba! Soltó ilusionado, hacía tiempo que pensaba en
llamarte
para
ver
que
tal
estabas.
Era
genial,
mentía
con
convencimiento y una cierta gracia. Bromeé por el hecho de haberme
adelantado y, con voz de fémina necesitada de cariño, le pregunté si
tenía la noche libre de compañías. Me dijo que por liado que estuviera,
si le llamaba yo, hacía de Houdini. Después me preguntó qué era lo que
me apetecía. Eso era lo que más me gustaba de él. Su decisión y su
capacidad de convencimiento a pesar de saber que todo eran mentiras.
Pero esos halagos habían incrementado más mi deseo que cien
cazadores musculados de discoteca.
Le propuse una cena y abrí la puerta a continuar con «cualquier
cosa que nos venga bien a ambos». Planteé el problema de
encontrarme en Sant Cugat ¿Te va bien acercarte y buscamos un lugar
para cenar y un hotelito para charlar? Concluí. Su respuesta no se hizo
esperar: Cariño, dame la dirección que mi GPS de voz sensual me
pondrá ahí en media hora.
Le di los datos y colgamos. Para mitigar la espera me di una
ducha. Repasé y eliminé con urgencia mis desatendidas pilosidades.
Me puse ropa cómoda y dediqué mi tiempo a encontrar unas bragas
que me parecieran lo suficientemente sugerentes, aún a sabiendas de
que lo que menos le importaba a Pablo era el envoltorio. Como buen
amante era de los que iba a por el contenido; y con gran destreza, a
qué negarlo.
126
::::
Eran las ocho de la mañana y Pablo me había dejado cenada,
satisfecha, relajada, desayunada y frente al palacete. ¿Qué más se
podía pedir, salvo una repetición?
Me preparé un café y puse música. La noche no solo me había
relajado el cuerpo, también me había suavizado el ánimo, y es que no
hay como una buena dosis de buen sexo para eliminar impurezas de
espíritu y diluir fantasmas. Necesitaba un día de simple y tedioso
trabajo. Solo eso, si Judit había estado desaparecida durante dieciocho
años no pasaría nada por esperar un día más. Me entregué de lleno a
la pobre víctima de un padre indecente y vil: el Cristo de madera.
****
Inicio
127
Más retratos
Más retratos — miercoles 7 a jueves 8 de julio, Sant Cugat
Tras las reuniones del martes y su agradable noche, dediqué la
mañana del miércoles a la talla: limpiándole las columnas salomónicas y
reparando algunas partes doradas con nuevo pan de oro.
Por la tarde, y mientras esperaba que apareciera Oscar, abrí el
portátil y entré en la Red. De entre todos los correos, había uno de
Anabel:
“Tal como llegué a casa busqué lo que hablamos. Lo encontré
y te lo mando por mensajero.
Lo recibirás el jueves antes de las doce, no te muevas de ahí.
Me debes una salida nocturna, copas incluidas.
Te adelanto el teléfono que tengo del decorador: 610 532 282
Ya me contarás.
Besos,
Anabel”
Si alguien era fiel a su palabra ésa era Anabel. Me felicité por
tenerla como amiga y me di fiesta el resto de la tarde. La noticia lo
merecía. Aproveché para servirme una copa de vino, acercarme al
retrato de mi hermana y dejarme envolver por la soledad de su
compañía.
::::
Mientras veía aquel hermoso trabajo realizado sobre la obra de
Renoir pensaba en cómo para muchos el Arte actual parece alejarse de
lo que debería ser su fin último: la Belleza; concepto estético que
cambió totalmente a finales del siglo XIX. Pero juzgar bella alguna cosa,
aceptar esa belleza por parte de la mayoría, siempre ha necesitado de
la complicidad del Tiempo.
128
Juzgar bello un cuadro de Miró puede ser un insulto para
algunos o un adjetivo acertado para otros. Pero en general, y aunque
no sea para todos igual, ¿Por qué nos gusta Velázquez, al mismo
tiempo nos sobrecoge una pintura de Jackson Pollock o sentimos la
fuerza de “El grito” de Munch? Confucio decía que cada cosa tiene su
belleza, aunque no todos puedan verla. A la mayoría les es más sencillo
sucumbir a la maravillosa luz de las Meninas que percibir las manchas
fractales de Pollock, aunque ambas pueden desencadenar sensaciones
similares en distintos individuos. Si eso era así, ¿existe más de una
forma de belleza, es algo tan sujeto a la moda que puede convertir lo
hermoso en horror y viceversa? Está claro que cada época ha marcado
unos cánones específicos. Lo que no ha cambiado jamás es la
capacidad del artista para generar sensaciones.
Desde Van Gogh, por el que ahora se pagan indecentes
cantidades de dinero, hasta Bach, el dios del Contrapunto apenas
aceptado por la gente de su tiempo y que tuvo que esperar setenta
años a ser resucitado por Mendelssohn; siempre han existido individuos
que se han arriesgado a salirse de los cánones establecidos. Éstos son
los grandes de entre los grandes. Esa es la marca que distingue el
genio, su capacidad técnica para jugar con el receptor de su arte, su
conciencia de que una pincelada, una mezcla determinada de colores,
un línea melódica o un acorde específico va a tener una respuesta
determinada por el observador o el oyente, incluso a veces, indeseada.
Vaya disertación Judit, cuánto me hubiera gustado hablar de
estos temas entonces, pero no lo hicimos. Y en cambio, todavía hoy,
sigo teniendo las mismas dudas. Me debato entre si el Arte es un hecho
formal construido desde los conocimientos técnicos del autor o si, por el
contrario, contiene un componente de genio que solo unos pocos
disfrutan a lo largo de la Historia. Más de uno me ha mirado con cara de
Alba está loca por compartir estos pensamientos. Pero ahí están, Judit,
aún siguen siendo mis dudas.
129
¿Tú crees que pueda haber alguien que no se sienta subyugado
ante la visión del Guernica? Su tamaño sobrecogedor, la dureza de sus
grises, el dolor de la madre con el hijo muerto o el cuerpo
desmembrado ¿Tú piensas que puede haber alguien que no se
sobrecoja al escuchar a Bach? sus variaciones Goldberg, su capacidad
de extraer lo más bello de entre el contrapunto más complejo o sus
arriesgados ejercicios armónicos.
Si ambos genios lo eran por su técnica ¿Por qué, entonces, solo
hay un Picasso y un Bach? Porque la técnica se aprende, solo son
conocimientos, y solo el verdadero artista es capaz, a partir de ella, de
establecer los mecanismos necesarios para generar las sensaciones
que les convertirán en únicos e irrepetibles. No puede ser de otro modo.
¿Sabes que a Bach le preguntaron una vez cómo era posible
que tocara de una forma tan maravillosa?, y él respondió: «Yo solo toco
las notas en orden, como están escritas. Es Dios el que hace la
música». ¿Te das cuenta? Dios, esa otra sustancia, inmaterial para
muchos, que se mueve por el Universo y que se ubica quién sabe
dónde ¿Cómo va a ser dios el que decide que un acorde menor
generará tristeza o una disonancia provocará desazón hasta que se
resuelva. Y en pintura, ¿no provocan las mismas sensaciones las
tenues pinceladas de veladura de Leonardo que los trazos gruesos
conseguidos directamente con la paleta; ni provoca la misma sensación
un interior de Caillebotte que algunos cielos nocturnos de Van Gogh?
Sí, lo sé, parecerán tonterías, pero al imaginar esas obras me
sucede lo mismo que al mirar tu retrato, las siento en las vísceras, y no
sé si es porque eres tú la que está ahí, mirándome, o porque el retrato
irradia esa fuerza maravillosa que tan bien supieron captar los
impresionistas al atrapar la luz y que nuestro desconocido pintor es
capaz de reproducir. Por eso me cuesta tanto entender que alguien que
pinte de ese modo no sea conocido y se niegue a firmar su obra. De
todos modos sabemos que el hecho de que un artista sea bueno no es
130
premisa suficiente para que alcance el éxito. Eso es algo que otorgan
los que mueven los hilos: galeristas, marchantes, gente de dinero y con
poder. Ellos son los que encumbran o hunden a su conveniencia. La
Pintura, al igual que todo lo demás, se ha corrompido en nombre de
algo tan mundano como la inversión, la especulación o el blanqueo. En
eso se ha convertido la Belleza en la Pintura, en una puta de lujo al
alcance de muy pocos.
Me siento sola, Judit. Sobre todo desde sé que estás tan cerca.
::::
8 de julio de 2010
El jueves me levanté con un gran nerviosismo, el mismo que me
había mantenido insomne hasta la madrugada. Mi intención era
distraerme con el trabajo mientras esperaba la llegada del paquete.
Según lo que encontrara probaría suerte con el número de móvil. Hasta
entonces, prefería reservarme esa posibilidad. Retomé las columnas y
comencé a reparar las resquebrajaduras.
De nuevo la abstracción fue tal que el timbre me sobresaltó.
Abrí, era lo esperado. A las once de la mañana tenía en mi poder dos
lápices de memoria, un sobre grande con una buena cantidad de
fotografías, algunas de ellas con anotaciones al dorso, y cuatro
números atrasados de la revista “Viste tu Casa”.
No me resistí y eche un vistazo a cada uno de los dispositivos
mientras copiaba su contenido en el PC. Seis gigas de material gráfico,
demasiada información para ir con prisas. Preferí hojear las revistas y
echar un vistazo a las fotos. En ellas no había nada de lo que esperaba
encontrar. No quería desanimarme; tenía el teléfono, el trabajo me
había serenado y pensé que era un buen momento para llamar. Lo hice.
Cuando descolgaron escuché un claro Sí, dígame, tras el cual hice mi
presentación y una pregunta, la respuesta fue una afirmación. Quedar
131
con el decorador apenas me había llevado tres minutos. Cuando colgué
estaba sorprendida. La imagen de Raúl que me había hecho tras hablar
con él no tenía nada que ver con la que me había dibujado Germán
hacía un par de días. Quien había respondido era un ser afable y
sumamente correcto. Una persona a la que no le sorprendió mi llamada
aunque sí le chocó que lo hiciera tan pronto —El anticuario ya le había
puesto en antecedentes de que una colaboradora le buscaba—. Y él se
ofreció para lo que necesitara. De manera educadísima me preguntó
por mi trabajo e incluso comentó algunos que le había mostrado en
alguna ocasión el anticuario. El ego me rebosaba por los poros, a quién
no, después de escuchar halagos por parte de alguien cuyos trabajos
eran verdaderas obras de arte; los de las revistas al menos.
Lo que no noté, al menos por la voz y la entonación, era esa
homosexualidad descrita por el anticuario. Claro que, tratándose de
Germán, todo hombre que no estuviera gestionándose continuamente
la entrepierna y aderezando el acto con algún exabrupto, demostraba
síntomas claros de serlo.
No puso ningún reparo en que nos viéramos al día siguiente.
Quedamos en un bar de la plaza del Sortidor, en el barrio de Poble Sec,
a las cinco de la tarde. El lugar y la hora las propuse yo,
geográficamente estaba cerca de casa por lo que pudiera suceder y el
horario estaba lo suficientemente alejado de la cena como para evitarla,
en cualquier otro caso.
Me sentía satisfecha y decidí darme el lujo de una buena comida
tras la cual me centré en el material. Las fotografías de las revistas eran
una amplia selección de entre las mejores tomas
y los textos
compartían el valor económico de aquellas maravillas con alguna breve
reseña histórica. Se podían admirar desde una hermosa biblioteca
victoriana del siglo XIX y un par de sofás Chesterfield, a lámparas,
cómodas, aparadores, espejos, paragüeros, percheros y hasta el
132
precioso secreter restaurado por mí. Pero en ninguna de ellas
aparecían pinturas como las que yo buscaba.
Lo aparté todo y cogí el ordenador, lo abrí y me dirigí a la
carpeta en la que había copiado el contenido de los lápices de
memoria. Anabel era un encanto; todo dividido en subcarpetas, una
para cada número, más otra llamada “extras” en la que podía leerse un
documento de texto con información de la casa objeto del monográfico,
desde la dirección hasta comentarios suyos. Abrí la primera, puse el
visor de ventana en “iconos grandes” y empecé a ojearlos. Cuando
aparecía una con un cuadro la abría, si eran retratos de mujeres,
lanzaba una orden de impresión y la adjuntaba a los de Judit y la
desconocida. Cuando el parpadeo de los ojos comenzó a llamarme la
atención y la pila de impresiones era considerable, decidí hacer una
pausa, me abrí una cerveza y salí con todo el material a la terraza
anexa a la cocina. La tarde era agradable. Di un refrescante sorbo y
comencé a mirar las fotos. Una de ellas llamó mi atención. Era otra obra
conocida. Amplié la foto en la pantalla, busqué en el ángulo superior
izquierdo y ahí estaba, esta vez una “O” mayúscula del mismo color
rojo. Ya no me sorprendió ese extraño juego de círculos, casi esperaba
que fuera así y me lancé a una búsqueda exhaustiva. Mi cabeza
andaba como loca.
La voz que hubiera deseado escuchar la tarde anterior sonó
cuando menos la esperaba. Buenas tardes, artista, dijo, asomando tras
el murete de la piscina. Le devolví el saludo y viendo lo acalorado que
llegaba le ofrecí una cerveza.
Mientras se sentaba entré en la cocina a buscar un par de
botellas. Las abrí y al salir me lo encontré curioseando las fotos sin
apenas tocarlas. Toma, ya puedes mirarlas si te apetece, le dije
acercándole su cerveza. Me lo agradeció con un gesto y comenzó a
pasarlas una a una. Mientras las observaba y sin levantar los ojos de
ellas, me confesó que no era un entendido en Arte, que había algunas
133
que le parecían bonitas y otras no. Decía no entender que se pudiera
poner a alguien de perfil y le amontonaran las orejas y los ojos como si
le hubiera pasado un camión por encima; ni que cuatro rayas, que
podría dibujar un niño, se considerasen una obra maestra. Le parecía
una tomadura de pelo.
Sonreí. Le di una somera explicación de la sustitución de la
perspectiva renacentista por una perspectiva múltiple que permitía
enseñar todo un objeto desde un único plano, para hacerle ver el
cubismo. Le intenté explicar que el arte abstracto perseguía huir de lo
figurativo en un intento de ir a lo más esencial del arte: forma, color,
textura... Él me devolvió ese mohín que ponen los niños cuando se
obliga a atender sin ganas. Apartó lo que no era figurativo al uso y
siguió a lo suyo mientras yo trataba de convencerlo.
Apareció la primera fotografía del retrato de Judit y entonces caí
en la cuenta de que no las había apartado del resto. No deseaba
compartirlas con nadie. No, al menos, de momento. No me sentía
preparada. Le di una mala excusa, me acerqué con todo el disimulo que
me fue posible y se las arrebaté literalmente de las manos. Él se quedó
confuso. Perdona, acerté a decir. Es que esa obra no está preparada
para que la vea nadie, todavía debo hacerle unos retoques para
terminar su restauración, terminé mintiendo.
Eran cerca de las diez de la noche y todo se aceleró. Me dijo que
debía marcharse, se despidió con un hasta mañana y me quedé sola.
Había vuelto a suceder, y esta vez lo había espantado yo sola. Qué me
sucedía con ese hombre: si le esperaba no aparecía; cuando
necesitaba soledad hacía acto de presencia; sin saber cómo, terminaba
contándole intimidades cuando apenas sabía nada de él, y cuando
parecía que todo comenzaba a relajarse sucedía algo que le hacía huir
¿Qué sentido tenían nuestras charlas? Daba la sensación de que lo
utilizaba como un “sparring” para disfrazar mis soliloquios de diálogos. Y
¿qué sacaba yo de ellas? Nada.
134
Decidí apartarlo de la cabeza, era mejor prepararme un té y
terminar con las fotografías. Mientras infusionaba, tecleé el nombre del
georgiano y esperé. El resultado fue fructuoso, doscientos cincuenta y
ocho mil resultados. Indagando en las primeras páginas me enteré de
que era socio y gerente de una empresa familiar de apuestas y que
dicha empresa, así como algunas otras del mismo gremio, estaba
asociada a una empresa de jardinería. Averigüé que en todas ellas
participaba otro hermano llamado Berto. Apuestas y jardinería... Si
hubieran añadido un restaurante, Scorsese hubiera podido dedicarles
una película. No me gustaba nada la sensación que me daba ese tipo.
Retomé las fotos, todavía había unas cuantas por mirar y necesitaba
verlas todas.
No recuerdo qué hora sería exactamente, sé que terminaba un
cuarteto de Bartok cuando apareció un cuadro más. Pero éste, a
diferencia de los otros tres, no contenía ningún círculo, la firma era una
especie de eme o de doble uve, no me quedaba claro. Eso rompía
todas mis teorías, el círculo no era una firma, de serlo, lo era en un
sentido distinto al que un artista se reconoce en su obra. Me acosté,
estaba agotada. Necesitaba dormir y pulverizar el récord de las ocho
horas de rigor.
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Inicio
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La ermita
8 de julio de 2010 - Ermita. Encuentro Santos, Oscar Laguardia
La comisaria del mossos d'escuadra de Cerdanyola se
encuentra al final de la carretera que llega de Sant Cugat, en la rotonda
que la bifurca en dos de las entradas a la ciudad y en los límites del
parque empresarial: “Parc Tecnològic del Vallès”, una apuesta para
aglutinar a empresas del sector tecnológico e informático. Su entorno es
hermoso: disfruta de vistas al Parc de Collserola, el pulmón verde de
Barcelona; puede verse también el “Castell de Sant Marçal” y, más
cercana, la iglesia que protege al cementerio. La distancia entre ambas
ciudades no excede los cinco kilómetros y los márgenes de la carretera
que las separa han sido reconvertidos en un paseo ampliamente
utilizado por sus habitantes.
Dado que vendría de Sant Cugat, Oscar decidió que el mejor
método para ir a ver al inspector Márquez era la bicicleta. Habían
quedado a las ocho y media de la mañana, a esa hora el calor aún sería
soportable.
Llegó temprano. A pesar de que le invitaron a esperar, prefirió
disculparse y aprovechar para dar un paseo por la zona. “Volveré en
veinte minutos”, le dijo al recepcionista. Salió, caminó a través del
Parque Tecnológico, llegó al puente sobre el descuidado parque urbano
que da paso a la ciudad y volvió a la comisaría. “El inspector ha llegado,
espere un momento que le aviso de que ya está usted aquí”, le dijo el
muchacho de recepción nada más verle. Tras un par de minutos de
espera, siguió las indicaciones que le hacía el policía y entró en el
despacho donde le recibió Santos.
—Gracias por venir. Pasa y siéntate por favor.
—Lo cierto es que era imposible resistirse a su invitación. La
aparición de cualquier información que me ayude a avanzar en mi
investigación es bienvenida.
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Oscar acumulaba tanta curiosidad que se movía en la silla como
quien tiene cortezas de pan en los calzoncillos. Santos, por el contrario,
daba la imagen de superioridad del que se sabe poseedor de un
secreto apetecible.
—Usted dirá inspector Márquez. —Urgió Oscar.
—Tutéame por favor, no soy amante de protocolos ni jerarquías.
Sobre todo ahora que nos están igualando en miseria y recortes
salariales. Porque yo no sé tú, pero lo que es a mí, mi mujer me tiene
hasta los cojones con lo de que apunte la pipa hacia los de arriba, y con
que los ladrones no son los que encerramos y con lo de que las vecinas
nos ponen a parir y con razón. Hasta arriba, la verdad.
—Soy soltero y no lo vivo de manera tan intensa, pero sí,
vivimos tiempos jodidos para nuestra profesión. Nos han convertido en
los malos de la película y tampoco faltan razones para ello.
Esa confesión mutua, entendida por ambas partes, relajó el
ambiente. Santos volvió a hablar.
—Dicho esto ¿Qué puedes decirme de la ermita de
Santa
Margarida, en la Vall de Bohí?
Oscar ni se lo pensó, su respuesta fue rápida y concisa.
—Es una de tantas iglesias románicas expoliadas en los últimos
años, forma parte de una investigación que estamos llevando a cabo la
brigada de patrimonio vinculada con otro operativo de la brigada de
blanqueo de capitales de la UDEF. La hemos bautizado como
operación “Suizo”.
—¿Operación “Suizo”?
—Sí, comenzó como una broma, pero creo que pronto oirás
hablar de ella. La empezamos a llamar así porque los primeros objetos
robados venían de ermitas de montaña y, evidentemente, porque su
utilidad principal es el blanqueo.
—¿Blanqueo de dinero, es que está la Mafia metida en los
templos? Pensaba que eso solo sucedía con el Vaticano y su banco.
138
—No lo sabemos al cien por cien. Andamos con pies de plomo
precisamente porque no tenemos claro su alcance y no querríamos
meter en la trena a un par de julais y que el resto se fueran de rositas
por algún absurdo legal.
—¿Y cómo lo tenéis, hay nombres, detenciones, alguna cosa
clara?
Oscar le puso en antecedentes sobre Germán, su tapadera con
las antigüedades, los expolios y el blanqueo; le habló de Yuri, Berto, del
resto de socios y de la empresa de jardinería que utilizaban de tapadera
para las demás; de su camuflaje como jardinero en la casa del mafioso;
de los avances que había hecho a través de su amistad con Alba y de
todo lo relativo a ella y a la talla, también robada, que estaba
restaurando.
—¿Puede ser que esa Alba tenga que ver con el mafioso y con
la familia? —Preguntó Santos.
—Lo dudo, me he ganado su confianza y me ha contado que
mientras el georgiano y su familia están fuera, ella debe realizar el
trabajo; parece ser que hasta le han dado permiso para instalarse allí si
le apetece. Claro que no me extraña, dudo que esa pieza pase lo
bastante desapercibida como para sacarla a pasear. Y creo que si ella
estuviera en el ajo no me hubiera dado tanta información.
Se quedaron en silencio y tras unos instantes habló Oscar de
nuevo:
—Y ese cadáver, ¿me puedes hacer un resumen? No veo qué
relación pueda haber con mi caso.
Santos le detalló los pormenores de los que disponía: primero
las fotografías del hallazgo de los huesos, la copia de la autopsia y
después la aparición de Jesús Loperena con la prueba que ahora le
ponía delante.
—Esta es la fotografía que podría ser el vínculo de las dos
investigaciones y la razón de que nos pusiéramos en contacto contigo.
139
Tras dos cafés y una hora de charla estaban en dique seco.
Santos deseaba cerrar aquel caso lo antes posible y proponía que se
citara a alguno de los que tenían controlados, que se le metiera miedo y
se le apretaran las tuercas. Oscar no veía suficientes indicios como
para echar a perder un operativo que podía desmontar una trama
mafiosa de considerable importancia, y tenía claro que esa gente no era
de las que se manchan las manos, para eso mandan a lacayos
prescindibles. Al final habló Santos:
—Una buena opción sería traer a la que está restaurando el
Cristo, apretarle un poco y ver cómo reacciona.
—No, ella no tiene nada que ver en toda esta trama.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Es por lo que te he dicho antes, su forma de hablar y de
contarme las cosas. Es demasiado abierta. Y a pesar que intuyo que
esconde algo, dudo que sea otra cosa que el hecho de estar trabajando
con material robado. Yo pondría la mano en el fuego por ella.
—Una tía que está restaurando una pieza robada, suministrada
por el mismo anticuario que después le encarga el trabajo y ¿no está
metida en el ajo? Y hablando de meter, ¿no estarás metiendo algo que
te meta en algún lío, Oscar?
—En absoluto.
Santos sentenció un «lo que tú digas» y tras una pausa breve
pausa, preguntó de nuevo:
—¿Y qué es eso que dices que esconde? Ilumíname para que
podamos discutirlo.
—Verás, tiene una serie de fotografías que me mostró sin
reparos hace unos días. Mientras las ojeaba imagino que cayó en la
cuenta de algo y me escondió algunas antes de que pudiera verlas. El
pasado viernes, me colé en la casa para buscarlas pero no pude
encontrarlas porque casi me pilla, suerte de los compañeros del “K” que
me avisaron de que llegaba. Déjame tres o cuatro días para ver si
140
consigo sonsacarle alguna cosa o puedo hacerme con su material. Pero
debo evitar que salte la liebre con cualquier error.
—Queda en tus manos. Pero mantenme informado, por favor.
El sonido del teléfono interrumpió la conversación. De ella, Oscar
escuchó un nombre: Jesús, y una invitación: «pásese ahora si le
apetece». Imaginó que era el policía retirado del que Santos le había
hablado al principio y pensó que esa visita daba por terminada la suya.
Cuando colgó el teléfono, Oscar declinó la invitación de
quedarse con ellos y saludar al anciano. Prefería volver y mantener sus
horarios; en la medida de lo posible deseaba evitar cualquier tipo de
sospecha.
—Llévate una copia de la fotografía y los datos que tenemos del
cadáver. Cuenta con nosotros para lo que necesites. —Dijo Santos
mientras tendía la mano.
—Cierto, me irá bien. Yo también te haré llegar una lista con los
nombres más relevantes y lo que sabemos de ellos. Y bien, yo también
quedo a tu disposición inspector. —respondió Oscar tendiendo la suya.
—Si me disculpas, no te acompaño.
::::
No hacía demasiado calor y el trayecto por la carretera lateral del
sincrotrón que lleva hasta el campus de la Autónoma era lo
suficientemente cómodo como para que se planteara dar un rodeo por
Bellaterra. Ir en bicicleta y sin prisas le relajaba la mente y le permitía
pensar con más claridad.
Y ahora un cadáver, un cadáver frente a una de mis ermitas
expoliadas. Una casualidad, no veo la conexión entre el anticuario y un
cadáver. Dieciocho años después ¿Qué clase de vinculación pueden
tener? Confirmar la fecha del robo. Si coincide en el tiempo tendríamos
cogido al anticuario por los huevos. Ha quedado chula esta zona nueva
141
del Sincrotrón del Parc de l’Alba, ¡Fíjate, como ella! Y ella ¿qué pinta
ella en todo esto? ¿Qué me escondió el otro día? Ni idea. Los huesos
¿Qué sabemos de ese chaval? Nada, estudiante normal, estética punki,
nada entre sus amistades, ningún trabajo fijo salvo unos pocos
contratos de prácticas…
Se detuvo tras pasar la autopista, frente a las columnas de
Andreu Alfaro que presiden la entrada a la Universidad. Sacó su
teléfono con urgencia y se puso a teclear como un loco. Al texto que iba
escribiendo le añadía una sonrisa. Hacía falta estar idiota como para no
ver un vínculo tan claro, se decía. Un vínculo que, de confirmarse,
convertía a los hermanos Edna en el eslabón más débil de la cadena.
::::
El golpeteo en la puerta, seguido de una autorización verbal, dio
paso a la entrada del rostro sonriente de Jesús Loperena. El anciano le
tendió una mano cordial y se sentó. Hablaron durante unos minutos.
Santos se excusó por no haber podido retener a Oscar. Me hubiera
gustado que le conociera, le comentó. Trivializaron un poco con la
obsesiva crisis y el hecho de que aquello no pintaba nada bien para
casi nadie. Tras otro café, esta vez el anciano tomó uno descafeinado,
le resumió lo que habían hablado.
—Así están las cosas, amigo Jesús. Seguimos sin poder
avanzar todavía.
Loperena estaba ante él y permanecía como ausente, como si
estuviera rumiando en su interior toda la información que le había
suministrado el inspector. Un leve pitido del ordenador y un “¡Coño, ya
me manda un correo!” rompió el silencio y Santos centró su atención en
la pantalla y en la pre visualización del elemento entrante. Pudo leer
que el asunto rezaba: “Importante, Santos. Somos tontos” y fue
suficiente para que la curiosidad le hiciera abrirlo y leerlo. Cuando
142
terminó, sus ojos iluminaban todo el despacho, y desde una media
sonrisa dijo
—¡La hostia! Jesús, no se va a creer lo que me está contando
Oscar.
—Si no ando errado, imagino que le pide que busque si existe
una relación entre la empresa de jardinería y uno de los trabajos que
tuvo Julián como empleado de jardinería.
Santos puso cara de imbécil, más para sí mismo que como una
ventana al mundo, y le confirmó el acierto de sus palabras.
—Muchas veces, cuando uno está obsesionado con algo, en
este caso los huesos de Julián, tiende a bloquear la mente con un
número limitado de opciones, cerrándose la posibilidad de que penetren
ideas nuevas en ella —dijo Jesús—. A mí me pasó muchas veces,
como a todos ¿Sabe lo que hacía entonces? Se lo contaba a alguien, a
un compañero, a mi esposa o al canario, de no haber nadie más. Lo
dejaba ir todo e intentaba vaciarme. Una vez limpio, puedo garantizarle
que la mayoría de las veces entraban ideas nuevas y todo volvía a
funcionar. No se preocupe Santos, de verdad. Lo único que le ha
sucedido a usted es que permanece dentro de la mierda, mientras que
los demás hemos asomado la cabeza y vemos las florecillas del campo.
El inspector lo escucho con la atención del que escucha al sabio.
Después, tras un silencio, llamó a su inestimable Conchi para que
indagara por los entresijos de la Red y mandó a Elías a indagar en la
empresa de jardinería. La capacidad del suboficial para sembrar
nerviosismo y su intuición para detectar mentiras y falsedades entraba
en el mundo de lo esotérico.
El día no había ido tan mal.
*****
.
Inicio
143
Primera entrevista con Raúl Ouso
9 de Julio de 2010
Como nueva. Levantarse a las diez harta de dormir, darse una
ducha tranquila y prodigarse un completo desayuno, quitan años y
recargan el ánimo. A pesar de ello me sentía algo incómoda. Aunque no
era el mismo desasosiego de la mañana anterior, lo de hoy era
curiosidad por conocer algo del enigmático pintor sin firma.
Con aquel estado de ánimo no me apetecía trabajar, así que abrí
una hoja de cálculo, tomé los cuatro cuadros sin firma de que disponía y
me puse a organizarlos y darles, si no nombre, algún sentido. Tras
algunas búsquedas de confirmación pude preparar una tabla con todos
los elementos de que disponía:
Símbolo
Lugar
Obra - autor
Notas
Círculo
Sant Cugat
Jeanne Samary
Retrato de Judit
diámetro
Renoir
vertical
Círculo
Barcelona
diámetros en
Etta Durham
trabajo Anabel
Singer Sargent
cruz
Círculo
¿”M”,”W”,
línea
Zaragoza
Logroño
Gabrielle Cot
Monográfico
Bouguereau
Anabel
La bella
Monográfico
Sorolla
Anabel
quebrada?
¿Qué tenían en común esos retratos? Mi hipótesis inicial de que
los círculos eran la firma se había esfumado. Tanto por las diferencias
entre ellos como por esa última letra extraña: Una eme de ¿Miguel?,
una doble uve de... ¿Washington? Podría tratarse de dos pintores, era
difícil saberlo sin contar con los originales que permitieran estudiarlos a
144
fondo. Por otro lado, los originales en los que se basaban eran de
artistas diferentes, de estilos diversos y aparecidos en lugares distintos.
El único vínculo que fui capaz de encontrar fue que los artistas eran
casi coetáneos, a caballo entre los siglos XIX y XX. Nada, seguía sin
tener nada.
Esperaba que el tal Raúl arrojara algo de luz en ello. Era
momento de pedir ayuda y envié una serie de correos a varios colegas.
Acompañaba la escueta nota con fotografías de los retratos y
ampliaciones de los detalles de los símbolos por si alguien hubiese visto
otros iguales o parecidos. A más gente buscando, más probabilidades
de encontrar alguna otra obra, pensé, nadie podía determinar que no
existieran más cuadros y consiguiéramos llegar hasta el pintor por otra
vía.
Para la entrevista con el decorador decidí ponerme vestido: uno
negro con falda de vuelo por la rodilla; a la hora que quedábamos ya no
haría demasiado calor y era lo suficientemente sobrio. Zapato sin
apenas tacón, quería andar cómoda y no parecer una saltadora de
esquís en pleno vuelo. Con todo decidido y preparado me tomé una
ensalada, me di una breve ducha refrescante, una buena dosis de
crema hidratante y me vestí. Como complementos, me puse unos
pendientes de plata con un detalle esmaltado en rojo y un collar de
semillas rojizas como toque de color al vestido. Me miré al espejo, no
daba una imagen que pudiera llevar a nadie engaño y me veía viendo
femenina. Salí hacia la estación, no me apetecía bajar en coche, y más
en un barrio como Poble Sec.
Cuando llegué a la plaza la terraza ya estaba sombreada. De las
siete mesas había dos libres y de las otras, una en la que se veía un
hombre solo. Faltaban cinco minutos para la hora y deduje que el
solitario debía ser él. Me quedé observándole desde la esquina. En ese
momento me pareció notarle un cierto amaneramiento, tanto en el modo
llevarse la botella de agua a los labios como en la forma que tenía de
145
pasar las páginas del libro que estaba leyendo. Lo que era indudable, a
pesar de la distancia, era su atractivo y su elegancia de movimientos.
A la hora en punto decidí acercarme y confirmar el acierto de mi
intuición. ¿Raúl Ouso?, le pregunté cuando estuve frente a él. Me lo
confirmó con una afirmación, una sonrisa y diciendo mi nombre. Asentí,
le tendí la mano y me senté. Por un instante me pareció que se turbaba,
como si hubiera visto a alguien a quien distinta de lo que esperaba. Le
sonreí y él hizo lo mismo.
Mientras buscaba al camarero moviendo la cabeza de un lado a
otro le sometí a un repaso visual: atractivo, simétrico, de facciones
angulosas, delgado pero de aspecto saludable. Podía andar cerca de
los sesenta años muy bien llevados, vestía de un modo más juvenil de
lo exigible a esa edad; los complementos a la vista parecían tan sobrios
como caros y elegantes y sus manos, de dedos larguísimos, estaban
muy cuidadas. Pero lo más impactante eran sus ojos: verde grisáceo,
de mirada profunda y absorbente.
Para romper el hielo le hablé de lo Interesante que era la novela
que tenía a su lado, un ejemplar de “La muerte en Venecia”.
—Es una relectura. —Respondió acariciando la tapa con mimo.
Le confesé haberlo leído demasiado joven y no haberlo valorado
de forma justa, y el haber sucumbido a la obra homónima de Luchino
Visconti.
—Un monumento a la belleza —dijo—. Una película construida
con una fantástica sensibilidad que habla de lo bello y que se
acompaña de unas bellísimas páginas de Mahler. Creo que es uno de
esos pocos casos en los que el cine iguala en calidad a la obra literaria
de la que proviene. Claro que dejar un tema como ese en manos de
Visconti es como regalarle una hermosa melodía a Bach.
Asentí.
—Tienes razón en lo de la elección de Mahler para la banda
sonora, Creo que le dio un valor extra al conjunto.
146
Sin dejar de mirarme, se tomó unos segundos para responder.
—Es que el adagietto de su quinta sinfonía, según lo veo yo,
define a la perfección toda la desesperanza del protagonista. Y ese
final, con el músico agonizando en la playa mientras la orquesta
desgrana nota a nota las páginas de Mahler. Es algo difícilmente
superable.
Mientras le escuchaba revivía la débil mano de Aschenbach
intentando alcanzar a un Tadzio lejano e imposible, poseedor de esa
belleza insolente que otorga la juventud.
Tras un breve silencio dejó ir un tú dirás casi edulcorado cuya
respuesta interrumpió el camarero al traernos las bebidas: té con hielo
para mí y café solo y una copa de brandy para él. Cuando se hubo
marchado me apoyé en mi mejor sonrisa y respondí que estaba
interesada en el trabajo realizado por él en la mansión de Sant Cugat
donde ahora estaba restaurando una talla románica.
—Y ¿qué deseas saber?
—Ante todo querría saber si te encargaste de la decoración, de
la planta baja, al menos. Germán me ha dicho que es cliente tuyo
Lanzada la pregunta nos quedamos en silencio. Yo, mirando sus
parsimoniosos movimientos mientras se llevaba la taza a los labios. Él,
como entregado a una breve ensoñación mirando al vacío. Me miró de
nuevo y mientras sus manos parecían dirigir un imaginario adagio
comenzó a hablar.
—Sin mirar las carpetas que guardo de mis
trabajos me es casi imposible saberlo. Lo más probable es que sí, la
mayoría de mis clientes depositan su confianza en mí y me dan manga
ancha para hacer y deshacer a mi antojo. Pero no puedo confirmarlo al
cien por cien hasta no revisar mis notas. Si se confirma que me
encargué de decorarla podrías decirme qué te interesa de ese trabajo.
Mientras esperaba mi respuesta, dirigió la mirada a la pernera de
su pantalón de lino y lanzó la mano contra él como si espantara un
insecto de la cara de un bebé.
147
—Me gustaría saber si te encargaste de suministrar los distintos
cuadros que visten las paredes.
—A eso creo que puedo responderte de manera afirmativa.
Recuerdo que la familia tenía ya algunos de cierto valor, me los habían
enseñado para pedirme la opinión, y me ofrecieron la oportunidad de
añadir algunos más para vestir algunas paredes. Si no recuerdo mal,
los distribuimos entre el comedor principal, el vestíbulo y las
habitaciones superiores.
—¿Uno de ellos no sería un retrato sin firma que cuelga en una
salita que hay anexa al recibidor?
Se quedó callado y serio, como acabara de encontrar algo en su
memoria. Pero su respuesta fue una negativa ¿Es alguna obra
conocida?, preguntó.
—Una copia del retrato de Jeanne Samary, versión 1877, de
Renoir.
Se removió en la silla, nervioso, como si no encontrara en la
memoria lo que le estaba pidiendo.
—Lo siento, no soy capaz de recordarlo. Habré de mirar la
documentación del cliente. Pero ¿por qué te interesa ese cuadro en
especial?
—Sinceramente, porque considero a quien lo pintara alguien
digno de elogio y me gustaría saber quién es. Su técnica es excelente,
tanto, que parecería pintado por el mismo Renoir.
—Créeme que lo siento, si es como dices debería recordarlo,
pero no hay manera. De todos modos ambos sabemos por nuestro
oficio que la técnica no es significativa si no va acompañada de la
personalidad que sea capaz de aportar el artista. Y esa es una verdad
que, a pesar de no compartir de forma absoluta, no debemos dejar de
tener en cuenta porque se cumple la mayoría de las veces.
Técnica y Arte, ¿Cómo no caer de bruces ante esa dicotomía?
Tras prometerme de nuevo que buscaría en sus archivos y me llamaría
148
para darme la información, nos dejamos llevar por ella y nuestra charla
cambió de forma radical. Discutimos sobre el peso de la técnica en
disciplinas como la Pintura, la Literatura y la Música; yo defendiendo la
genialidad a partir de las capacidades artísticas del individuo y él,
mucho más desapasionado, manteniendo que la mera técnica hacía
aflorar lo mejor del Arte pues desde ella se podía alcanzar lo más
hermoso sin salir del aspecto formal. Nuestros argumentos eran
encontrados, pero él me ganaba en conocimientos y en la visceralidad y
valentía para defenderlos. Y a pesar de ello no me sentía mal en
absoluto, porque aquella charla era lección magistral de estética.
Hablamos de Bach y Kühnel, repasamos Picasso, Rembrandt,
Recordamos a Stravinski y nos acercamos a Velázquez. Cuando
anocheció nosotros seguíamos defendiendo nuestras posturas, ahora
ya basadas en la fe de cada cual. Cenamos en la misma plaza y la
conversación se nos fue diluyendo en vino. Era curioso, a pesar de
nuestras posturas contrarias en el modo de entender el arte, me sentía
a gusto, tanto, que casi me sentí dolida cuando dijo que debía
marcharse. Sería la una de la madrugada. Nos despedimos con un frio
apretón de manos que rompió la calidez de
la charla y se marchó
recordándome que en unas horas me mandaría la información
prometida.
Estaba demasiado cansada para volver a Sant Cugat y no me
apetecía pasar la noche sola en casa. Por suerte, dos horas antes y en
previsión de este final, había enviado un WhatsApp a mi tía alertándola
de que no se asustara si escuchaba la llave en la puerta, sería yo que
me quedaba a dormir. Me dirigí a su casa. Tal como crucé la puerta me
di cuenta de lo estúpido de mi sigilo. «Buenas noches cariño, no te
preocupes que estoy viendo la tele», fue su recibimiento. Entré en el
pequeño comedor, nos dimos dos besos, me puso en antecedentes de
hechos familiares que desconocía, me regaño por no hablar nunca con
149
los papás, que ellos se preocupan por ti; y tras un vaso de leche nos
acostamos.
::::
10 de Julio de 2010
El sábado me levanté de buen humor, después de desayunar
unas magdalenas sin remordimientos me despedí de mi tía con excesos
de efusión y salí de nuevo para mi hogar ficticio. Durante el trayecto le
daba vueltas a Raúl, su magnetismo, la fuerza con la que defendía su
punto de vista, los amplios conocimientos que desplegaba y cómo
contrastaban con la timidez con la que parecía mirarme ¿Cabía la
posibilidad de que me sintiera herida en mi orgullo? Estaba hecha un lío
aderezado con estrógenos.
Metida en esos pensamientos llegué a mi destino. Bajé del tren y
me dirigí a la mansión. La verja de la casa me devolvió a la realidad.
Abrí el bolso Mary Poppins, y comencé la ingente tarea de buscar las
llaves en él. Las encontré, las saqué y antes de abrirla para entrar grité
sorprendida:
—¡Qué haces tú aquí!
Era Oscar que había abierto la puerta en el mismo instante que
yo iba a meter la llave en la cerradura. Se sorprendió y, de forma algo
entrecortada, me explicó que el viernes había olvidado mirar los niveles
de cloro de la piscina y si se quedaba dos días sin depurar y aparecían
algas en el agua podía darse por despedido. ¿Y has venido con ropa de
calle a trabajar? Pregunté. Me contestó que sí, que para cinco minutos
que había de llevarle la faena no le apetecía cambiarse.
Seguíamos bajo el arco de la entrada, como una pareja de
adolescentes entregados a su eterna despedida. Decidí mover ficha y le
pregunté si le apetecía ir a dar una vuelta por la ciudad y tomar un
aperitivo. Aceptó.
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Tras un paseo con más silencios que palabras decidimos
sentarnos en una terraza cercana al Monasterio, pedimos bebida y
charlamos. Me preguntó por mi ausencia y le mentí sin pudor; me
preguntó
por mi trabajo y le detallé los últimos avances; me preguntó
sobre mi posible “jefe”, me sentó mal y se lo transmití con un seco: «Yo
trabajo por mi cuenta». Después de su disculpa y su sonrisa le hice un
retrato personal del francés. Llevábamos un buen rato de charla
insustancial, me miró seriamente y preguntó.
—¿Puedo decirte algo?
—Puedes decirme lo que te apetezca, el cómo yo me lo tome
será otro cantar.
—Tienes razón.
Se quedó callado
—Pero ¿No me lo vas a decir? —tuve que insistir.
—¡Ah! Pensaba que... No, nada, solo quería decirte que estás
guapísima con ese vestido negro.
Alba acababa de salir del sótano de la autoestima. Me puse en
mi papel, le quité importancia y lo complementé con un cuidado cruce
de piernas.
Comenzamos a mezclar vermut con confidencias, continuamos
en la comida con charla distendida sobre lo divino y lo humano,
terminamos el vino entre risas y continuamos regalándonos caricias y
besos hasta que caí en la cuenta del error que aquello podía suponer.
Nos miramos como dos adolescentes temerosos de dar el paso y
entendí que debía salir huyendo de aquella situación. Tenía bajas las
defensas del deseo y eso me quitaba objetividad de género. Por otra
parte, lo último que necesitaba era complicarme la vida con alguien a
quien apenas conocía y a quien estaría obligada a ver todavía durante
un tiempo. Tenía claro que no deseaba continuar más allá. Le pedí
disculpas por los estragos que podía causar un buen vino y nos
despedimos allí mismo. Ni siquiera me giré cuando salí a toda prisa.
151
::::
Mientras desandaba el camino hasta la casa me sentí extraña
por primera vez en mucho tiempo. En realidad, ¿qué me ha hecho huir
de Oscar? Alba no es una puritana que renuncia a un posible encuentro
amoroso si le apetece ¿Me apetecía? Por supuesto, el jardinero es un
tipo encantador, tiene una sonrisa que podía tumbar un árbol y solo el
contacto de sus manos me ha puesto a varios metros de la realidad
¿Entonces? Entonces es que te gusta, te Gusta con mayúsculas. Y
claro, no es el momento, ni le conozco lo suficiente como para dejarme
llevar por desarreglos hormonales. Qué tonterías dices, Alba, cuándo
no ha sido el momento si te ha apetecido realmente estar con un
hombre ¿Me estaré volviendo clasista? Porque él solo es el encargado
de mantenimiento, y ni siquiera sé si está casado. En algún momento
ha dicho que no, seguro. Pero claro, qué me iba a decir si es un hombre
al que mando señales tan claras que puede percibirlas a varios metros.
Pero por qué me noto esta cara de imbécil. Si al lado de mis amigos él
es de lo más normalito ¿Habíamos bebido mucho cuando ha empezado
la tontería? No, Alba, no. Tú estabas sobria, un poco achispada tal vez.
No, no es excusa. A ver que pasará el lunes. Ahora déjalo correr, te
acuestas, duermes como las niñas buenas y te olvidas de todo.
::::
Al entrar en la casa bajé definitivamente de la nube y miré el
móvil, nada. No me apetecía en absoluto acostarme. Preferí abrirme
una cerveza, después me arrellané en una butaca de la terraza y
encendí el portátil. Seis correos nuevos: cinco fueron directos a la
papelera, el otro era de Raúl. En él me explicaba lo bien que se lo había
pasado la tarde anterior y me detallaba lo que deseaba saber: El cuadro
152
lo había suministrado él, cierto. Según me contaba, en un primer
momento, al comentar yo que era un cuadro sin firmar, le había
confundido. Ya en casa, al mirar sus notas, había visto que lo de la
firma era incierto, el retrato se firmaba con un círculo dividido. De haber
conocido ese detalle me hubiera puesto en antecedentes esa misma
tarde. Ese cuadro, junto con otro retrato y una serie de bodegones,
pertenecían a un pintor por quien él había querido apostar unos años
atrás. La inversión no había sido tal ya que el pintor, no solo no triunfó,
sino que desapareció de un día para otro sin dejar ningún rastro. De
toda aquella compra, todavía le quedaban los bodegones, estos
firmados, y ninguno de los retratos: el primero, una copia de John
Singer Sargent a un cliente que se encaprichó; y el que había visto yo
en la casa de Yuri, que interesó al cliente porque los colores del cuadro
hacían juego con los tapizados de los silloncitos y las telas de las
cortinas. Los bodegones los firmaba como Diego, el mismo nombre por
el que él le había conocido. Esa era toda la información que podía
suministrarme.
****
Inicio
153
Galicia Iniciación sexual con la madre — 1964
Hola, ¿Has descansado? Imagino que sí. No, no hace falta que
hables, relájate.
¿Sabes cuál ha sido la peor crisis de la Historia? La que se
derivó de la caída del Imperio Romano. Mil años tardamos en recuperar
el orden social y el Humanismo perdidos. Según lo veo yo, la culpa la
tuvo el auge del Cristianismo, su famosa Ciudad de Dios y Ciudad del
Hombre; sus órdenes morales; su desprecio de la carne. Pero qué te
cuento, tú sabes de sobras todas estas cosas. Aunque no me apetece
en absoluto hacer ninguna disertación teológica o filosófica. Solo
pretendía introducirte la idea de que la Iglesia es la gran responsable de
muchas de las cosas que nos han sucedido y suceden, solo eso.
En realidad quería hablarte de otra cosa. Mira, yo considero
que cuando los sentimientos son limpios no deberían ser escondidos,
pero a pesar de ello me quedaron grabadas las palabras de ella, que
siempre me decía que yo no debía hablar con nadie y que aquello solo
nos pertenecía a nosotros. Qué quieres, cuando otros muchachos
habían madurado yo seguía siendo un crio con miedos, con dieciséis
años albergaba una timidez que me clavaba al suelo y una madre que
siempre estaba a mi lado para todo lo que necesitaba. Imagino que
alguna marca debió quedarme.
Ahora ya ha pasado mucho tiempo, tengo una cierta edad a
pesar de no ser un anciano, yo no me lo considero. Pero mis años
comienzan a pesarme demasiado y me siento bastante cansado de
todo. Igual esa sea la razón de mi confesión, de este resumen somero
de mi vida que nunca había contado a nadie y que me está sentando
tan bien, mucho más de lo que pensé en un principio, cuando decidí
que debías saber de mí. Es como si cada pequeña etapa compartida
abriera un poco más mis pulmones y me liberara poco a poco de mí
mismo y de mí pasado.
154
Pero hoy será distinto, lo sé. Hasta este momento nunca había
puesto sobre la mesa nada tan personal como lo que te contaré
mientras termino los ojos, lo más esencial de un rostro y lo que delimita
todo lo que es uno, incluso a su pesar. Pero imagino que sabrás que la
dificultad no estriba en los ojos, sino en poder captar su mirada. En sí,
unos ojos no son más que pozos muertos; bolas líquidas y gelatinosas.
Materia inerte. Si solo los viéramos así sería lo mismo que mirar un
zombi o alguno de los seres desesperanzados del tercer mundo.
Cuando hablamos de ojos bonitos, con su color, el enmarcado de sus
párpados; cuando hablamos de todo eso, en realidad de lo que
hablamos es de la sustancia vital que emana de ellos. Una sustancia
parecida a la que impregna lo hermoso y que hay que saber robar para
regalársela al lienzo, a la piedra, a la partitura o la hoja en blanco. Esa,
exclusivamente esa y no otra es la cualidad que determinará la belleza,
el enigma, la risa, la pena... La vida, en suma. Pero ¿Qué voy a
contarte a ti que tú no sepas? A pesar de que te engañes.
Pero no era de ojos de lo que iba a hablarte. Ellos, ahora, solo
son un medio en mis manos; objetos inanimados que saltarán desde la
punta de mis dedos hasta pervivir fuera de ti. Sí, es un momento crucial
que deberá ser acompañado de mi confesión. Pero de algún modo te la
debo. Te debo que puedas entenderme, que sepas cómo cada detalle
vivido me ha ido construyendo. O destruyendo, porque ahora ya, tras el
bagaje de mi vida, no tengo claros muchos conceptos. Pero sí, siempre
es del mismo modo, para construir se destruye. Se parte de la
destrucción para construir algo nuevo. O igual son excusas. Maneras de
convencer a mi cerebro de que el sinsentido que me ha rodeado
siempre, tenía una razón superior. Aunque al menos sí ha tenido una:
evitar que me suicidara y permitirme, de ese modo, degustar lo hermoso
que subyace en cada objeto, en cada ser.
Me importa poco que no me entiendas, que nadie me entienda.
Me importa muy poco que pongas esa cara. Es así como soy. Es así
155
como se desenvolvió todo para que yo fuera yo y no otro. Dejémoslo,
no me apetece divagar más ni buscar más excusas para evitar la
confesión que voy a hacerte.
Verás, a mi madre le gustaba mucho darse largos baños en la
gran bañera que había en su habitación. Le gustaba hacerlo cuando
todo el servicio se había ido. Porque no sé si te lo había contado antes,
pero hacía ya tiempo que por las noches nos quedábamos solos ella y
yo. En la casa solo manteníamos al personal de día. Lo había decidido
así para tener más intimidad, aunque el argumento esgrimido fue: “lo
innecesario de pagarle al servicio por unas horas en las que dormía”.
Incluso cuando hubo maestros para mí, a tiempo completo, les
hacíamos dormir en una casita anexa a la casa grande en la que podían
tener privacidad fuera de las horas lectivas.
Te decía que le gustaba darse largos baños relajantes. Y
mientras ella estaba inmersa en el agua caliente tomándose, a veces,
una copa de vino, yo, sentado a su lado, le leía novelas, poesía,
biografías, clásicos. No te pienses que leíamos libros enteros, no, la
gran mayoría los habíamos leído ya y solo repetíamos pasajes que nos
hubieran gustado en lecturas anteriores. Lo que ella hacía simplemente
era tomar un libro al azar de la biblioteca y me lo entregaba para que yo
decidiera o buscaba ella lo que le apeteciera en ese momento.
Después, ponía alguna música que nos gustase a ambos, se despojaba
del albornoz y se introducía en el agua. Para mí eso nunca había tenido
ninguna importancia. Ya en esa época oscura de esta España oscura
nosotros veíamos nuestra propia desnudez como algo normal y no la
cubríamos de la suciedad que el pecado incrusta en el sistema límbico.
Nosotros no éramos así.
Bien, en esa época yo andaba por los dieciséis años, creo que
te lo había comentado ya, y comenzaron a sucederme cosas que
entonces no sabía explicar pero que lo cambiaron todo. Solo sé que de
156
un día para otro no pude evitar mirarla de un modo distinto. También
me miraba a las otras chicas, las del colegio que había al lado del mío,
pero ya te dije que era muy tímido. Así como a los otros no les costaba
acercarse a ellas a mí me era prácticamente imposible. Además estaba
ella, que siempre me alertaba de las mujeres y de las cosas que eran
capaces de hacer. Y se ponía ella misma o a mi abuela de ejemplo,.
Como comprenderás a mi timidez debía sumarle una buena dosis de
miedo. Es lo que me alimentaba día a día. Pero es lo de siempre, yo,
tan listo para casi todo, entonces no sabía nada ni entendía nada. Lo
único que sentía era un desasosiego terrible por dentro. No podía dejar
de mirar a las chicas, cómo iban cambiando. Todavía ahora me quedan
recuerdos nítidos de algunas: Balbina, lo que había crecido y lo largas
que tenía las piernas; Mara, que en unos meses había adquirido unas
redondeces que traían a los muchachos de cabeza. Pero qué te voy a
contar de pubertades y adolescencias. Todos las hemos pasado, de
mejor o peor forma. Tal vez eso sea otro condicionante en mi vida, el
hecho de haber pasado también por esa etapa del peor modo posible.
Aunque ¿cómo se puede determinar lo bueno o lo malo
cuando no se conoce otra cosa que lo vivido? Sabemos mesurar en la
medida que tenemos experiencias comparativas. Un agua está fría o
muy fría en función de que al lado exista otra que mantenga una
temperatura superior. Porque si alguien viviera toda su vida en el Tíbet,
sin posibilidad de tener información alguna del resto del mundo,
¿Tendría una idea real de la altura a la que se encuentra, tendría
capacidad de pensar en una planicie o en el mar? Lo dudo. Por esa
razón prefiero pensar que las cosas fueron como fueron porque no tuve
oportunidad de poner mi mano en otras aguas ni conocí más geografía
que aquella.
Recuerdo de un modo nítido la primera vez. Le había
comenzado a leer, no recuerdo qué. Y lo que son las cosas, recuerdo
en cambio la música que sonaba, la puedo escuchar nítida en mi
157
cabeza, formaba parte de la obra pianística de Claude Debussy. La
conoces ¿Verdad? Seguro que sí. La luminosidad de sus arpegios,
esas notas sostenidas que llenan cualquier estancia hasta terminar
resbalando por las paredes. En ese escenario, iluminado además por
algunas velas, repitió lo vivido tantas otras veces: una vez desnuda se
plantó ante el espejo para mirarse y después anduvo de un lado al otro
terminando de preparar lo necesario para su liturgia del agua. Me quedé
extasiado, absorto; tanto, que hubo de recordarme que no le estaba
leyendo. No podía leerle. Ese día me era imposible.
Mis ojos no andaban sobre el papel. No podía apartarlos de la
geometría que hasta ese momento no había existido y que hoy, como
debió sucederle a Adán, se me aparecía diáfana. Por primera vez
tomaba consciencia de la delimitada perfección de su pubis: triángulo
bruno, perfecto en sus aristas superiores y redondeado en la inferior,
desde la que caía una línea recta que parecía ir más allá de la simple
unión de sus muslos; un imaginario cáliz sobre el que se encontraba la
exquisita redondez abovedada de su barriga, cúpula de vida, la mía, y
cuya piedra de clave era el ombligo. Sobre aquella, las esferas
insolentes de sus pechos y en el centro de una equilibrada aureola, las
puntas romas que fueron en su día la fuente de mi primer alimento.
Había más, no te engañaré. Había una espalda, unos brazos, unos
muslos; pero yo, puber inexperto, sucumbí sobre todo ante las
maravillosas diferencias.
En ese mismo instante mi madre había dejado de ser mi
madre. Por algún hechizo proveniente del brillo de los acordes de
Debussy, se había convertido en mujer...
Su voz me sacó del embeleso y continué leyendo, pero María,
la mujer, se había percatado del sutil cambio de statu quo. No dijo nada,
no hacía falta, solo con el modo de mirarme tras entrar en la bañera
noté que ella se había dado cuenta. Por suerte, al estar sentado, no
158
pudo percibir hasta qué punto la visión de su cuerpo me había
impactado.
Me pidió que dejara de leerle y empezó a hablarme. No te
puedo repetir sus palabras, no esas, no las recuerdo, tal era mi
azoramiento. Pero sí puedo contarte que me preguntaba, indagaba
sobre las otras chicas, lo que yo pensaba cuando las veía, mis
sentimientos ante los cambios de ellas y los cambios propios. Sí
recuerdo que me dijo “Hemos de hablar más de eso, mi pequeño”. Me
habló, ante mi enrojecimiento, de la importancia de no caer en vicios
solitarios, de controlar los deseos y del peligro que entrañaban esas
niñas ya que cada una de ellas escondía un monstruo en potencia. Mi
madre era así, me amaba tanto que intentaba protegerme de todo mal
que pudiera venirme: de ellos, por la vacuidad y agresividad que
esgrimían y que tan bien conocía, y de ellas, porque eran, decía,
intrínsecamente malas. Malas, ¿Te imaginas? Unas formas tan
perfectas contenían la maldad. ¿Eran entonces como esos animales de
colores tan vivos, que cuando los ves, y a pesar de saber que esconden
los peores venenos, deseas cogerlos? Sí, así debía ser si ella lo
afirmaba. Así debía ser, seguro.
Te decía que ese día no leímos. Mientras hablábamos me pidió
que le frotara la espalda como había hecho tantas veces. Pero cuando
le estaba pasando la esponja por los hombros se echó para atrás,
reclinándose, ofreciéndose, y me pidió que le frotara el pecho.
Recuerdo que yo estaba arrodillado frente a la bañera, muy cerca de
ella para esconder lo que me incomodaba y avergonzaba, cuando puso
ante mí parte de la geometría que momentos antes me había llevado a
aquel estado. Dudé. Tenía mi mano asida a la esponja y ésta casi
rozando uno de sus pechos. Estaba absorto en la perfección de
aquellos breves círculos rosáceos cuyas torres me llamaban a gritos.
Volvió a sacarme de mi ensimismamiento. Tomó la mano paralizada y la
acercó a su carne enseñándole cual era el trazado correcto para
159
navegar por su cuerpo. Desde la distancia que representaba el grosor
de la esponja comencé a imaginar las diferentes cualidades táctiles de
la mujer relativas a formas y texturas. Ella, por su parte, me miraba
desde una media sonrisa interrogadora, viendo como todo yo seguía los
movimientos de su mano y de mi mano y de la esponja frontera. Si
cierro los ojos puedo revivirlo una vez más. Otra. Cuando su mano llegó
a la cúspide del pubis abrí los ojos y me estremecí. Tuve que apartar la
mirada y dirigirla a su cara. Ella había cerrado los ojos echando la
cabeza hacia atrás. Al mismo tiempo, había entreabierto un poco sus
piernas convirtiéndolas en trampa efectiva para mi incauto brazo pues
lo aferró al sentir que se enterraba en la sima de su sexo. Volvió a abrir
los ojos y me susurró un “no pasa nada” al ver mi cara de miedo. Sacó
su mano libre para tomar la mía y convertirla en exploradora. Allí estaba
yo, con un brazo enterrado entre sus muslos y con la otra mano
aprendiendo su cuerpo como un ciego aprendería una flor.
Recordar ahora es fácil, el tiempo lima las aristas de los
recuerdos y todo se vuelve más dulce, más llevadero. Te estoy
confesando esto y pudiera parecer que estaba en el cielo. Imagino que
pudiera ser así para muchos mortales, pero yo ya era distinto entonces.
La turbación que sentía superaba con creces el propio placer del
descubrimiento. La idea del mal, inculcada año tras año, vencía con
creces las sensaciones que se producían en mi bajo vientre. Ella no
dejaba de sonreírme y de hablarme desde lejos. Esa era, al menos, la
sensación que percibía yo, viendo como movía los labios, sonriéndome,
pero sin escuchar otro sonido que el de mi propia sangre bombeada por
mi cuello y por mi sexo.
Estaba tan aturdido que apenas fui consciente de la mano que
me desabrochaba el botón del pantalón, ni de los dedos que bajaban
sutilmente la cremallera, ni de esos mismos dedos, grandes
exploradores, introduciéndose entre el tejido de algodón y aferrando
tiernamente mi hombría. Calmándola (si ese
160
fuera el verbo) de un
modo tan sutil que apenas permitía un mínimo de juicio a mi conciencia.
Estallé. Irremediablemente volqué frente a mí y sobre sus manos mucho
más que las ansias contenidas. Después, pasados unos segundos, mi
mente me hizo verme a mí mismo y sentí una vergüenza infinita. Tanta,
que recompuse mi ropa en un arrebato, me levanté de un salto, salí
corriendo y me escondí en mi habitación. Desde allí la podía oír, sonaba
lejana, ajena, repetía mi nombre con ternura, con calma, como si nada
hubiera sucedido ¿Cómo podía ser que yo me sintiera avergonzado y
ella me llamara como cuando, de pequeño, jugábamos al escondite.
Sentía como se iba acercando, y con cada leve incremento en el
volumen de su voz yo me tranquilizaba más y más.
Por fin entró en mi cuarto. Yo permanecía de espaldas a la
puerta y podía percibirla pero no verla. Noté cuando se sentó a mi lado.
Sentí sus dedos acariciando mi cabello. Percibí su olor
cuando se
acercó a hablarme tiernamente diciéndome que aquello que habíamos
hecho no estaba mal. Dedicó tiempo a contarme lo necesario de
descargar al cuerpo de ciertas ansias, y lo terrible de caer en las garras
de las malas mujeres que habían a nuestro alrededor; porque todas,
todas ellas, podían comportarse como mi abuela, como las mujeres de
la lejana aldea húngara, como mi propia madre. Solo que ella jamás me
haría daño a mí, a su único y amado hijo. Me contó también que se
sentía sola, en una cama inmensa donde los fantasmas la acechaban
por las noches. Me confesó que también temía a los hombres, al daño
que pudieran hacernos.
No recuerdo exactamente cómo estaba procesando aquello mi
cerebro. Sentía miedo, ella intentaba calmarme y yo, pequeño lascivo
solo veía el vello de su pubis y sentía sus caricias en los genitales. Pero
ella tenía razón. Mamá siempre tenía razón. Si ella decía que aquello
era por el bien de ambos yo debía aceptarlo. ¿Qué otra mujer me
amaría del modo que ella era capaz? En ese momento estaba seguro
161
de que ninguna. No deseaba pensar en otra cosa que no fuera en ella
ni aceptar otra propuesta que la ofrecida por ella. La abracé de nuevo,
la acaricié toscamente y me dejé acariciar otra vez por ella. La dejé
hablándome mientras su voz se alejaba poco a poco.
Así, escuchándola, me dormí. Creo que con una placidez como
hacía tiempo no conocía. Todavía recuerdo que era sábado.
Y ya está, ya te lo he confesado. Me he sacado otro secreto
del interior. Antes de dejarte descansar quiero confesarte otra cosa. Es
maravilloso que tus ojos no sean verdes. Eso hubiera representado un
problema. Descansa. En un rato volveré.
162
Confesión de Alba a Oscar Laguardia
12 julio 2010
Llevaba toda la mañana entregada a la talla. Necesitaba
liberarme de un par de pensamientos que invadían mí mente y el
trabajo es de esas cosas que consiguen abstraerme del mundo. Pero ni
por esas. No era lógico en mí darle tantas vueltas a lo de la otra tarde
con Oscar ¡Y con lo de mi hermana! ¿Era mi problema que hubiera
desaparecido tras la bronca que tuvimos? Sí, lo era. Y tenía razones
para sentirme mal por ello. Razones tan crueles que durante dieciocho
años me habían llevado a intentar borrarla varias veces de mi mente sin
conseguirlo.
Estaba angustiada, incómoda y me era imposible concentrarme
lo suficiente en el trabajo. Así que volví a las fotos, repasé por enésima
vez todos y cada uno de los detalles de los que disponía, a pesar de no
haber recibido noticias de nadie. Me sentía como un animal girando en
una noria y viendo siempre las mismas imágenes.
Como otras veces, apareció Oscar para sacarme de aquel bucle
inútil. Nos saludamos con un hola más frio de lo que había llegado a ser
habitual. Pero no me extrañó, es difícil retomar la cordialidad después
de un malentendido como el que provoqué. Hice como si no hubiera
sucedido nada y permanecí sentada frente a la piscina mirando las
fotografías mientras él hacía su trabajo cotidiano moviéndose de un
lado al otro. Cuando dio por terminada su tarea se acercó a la mesa con
su temible sonrisa y me pidió si podía sentarse e invitarle a una
cerveza. Asentí, no pude negarme. Fui a buscar un par de cervezas
frías. Cuando volví estaba ojeando de nuevo las fotos sin tocarlas. Le
invité a cogerlas.
¿Son todas visibles o también me las quitarás en algún
momento?, me preguntó con cinismo. Las cogí e hice una selección con
las de Judit. Tiré las rechazadas a un lado y le entregué la selección
diciéndole que aquellas eran las fotografías que le había escondido la
163
vez anterior. Las esparció en arco sobre la mesa y se entretuvo
mirándolas.
—Debe gustarte mucho ese cuadro, debe ser especial o valioso
a juzgar por la cantidad de fotografías que has hecho de él. —Dijo
acompañando las palabras con un lento movimiento de torero sobre el
abanico.
No sé si sería por la sensación de deberla algo, pero entendí que
aquel era un buen momento y un buen interlocutor para hablar.
Necesitaba sacarme toda la porquería que se me pudría por dentro y
quién mejor para ello que un jardinero al que veía a ratos muertos, con
el que me sentía tan cómoda y con quien había estado tan cerca de
intimar. Le respondí que a pesar de no poder cuantificar su valor real
para mí tenía un alto valor simbólico.
—¿Qué quieres decir?
—Que el rostro que aparece en todas ellas es el de mi hermana.
Puso cara de sorpresa, levantó su botella, la acercó a la mía y
dijo:
—¡Qué bien! Una hermana modelo, algo de lo que no puede
alardear todo el mundo. Brindo por ello.
Entrechoqué la mía con desgana y nos quedamos callados. Mi
ausencia o mi seriedad debían ser muy evidentes ya que se disculpó
por si me había molestado de algún modo.
—No, no te preocupes, Oscar, no es nada de lo que hayas dicho
tú, en serio. Pero es que ese cuadro ha despertado una serie de
fantasmas que llevaban años adormecidos.
::::
Le conté la discusión que tuvimos la última vez que vi a Judit,
cuando no quise aceptar lo que me contó que le había estado haciendo
durante mucho tiempo mosén Mercadal, un amigo de la familia que
164
venía a menudo por casa. Los tocamientos que le hacía y lo que la
obligaba a hacerle. Me habló de la vergüenza que sentía, el asco, el
miedo, el placer y la culpa. Algo que yo era incapaz de entender
entonces ¿Cómo imaginar esas agresiones cuando vives dentro de una
comedia romántica al estilo Doris Day y Rock Hudson? Estaba tan lejos
de la realidad como de Plutón. No la creía, y ella, con un hilo de voz y
sin mirarme, continuaba diciéndome que pensaba que yo lo sabía todo
y que nuestro padre también me había obligado a callármelo.
Qué iba a saber yo, Oscar, si era una niñata estúpida e inmadura
que esperaba a un príncipe azul tras otro metida en mi mundo de
muñecas. Yo no sabía nada, Judit, le decía una vez tras otra, mientras
en mi interior pensaba que no podía ser posible tanta crueldad por parte
de ellos. Y ella no dejaba de repetir con un hilo de voz: Alba, ¿por qué
no me crees ahora?
Pero sé que Judit es fuerte, muy fuerte, siempre lo fue... Da
igual… lo cierto es que después de confesarme todo aquello, de
limpiarse el alma y dejar pasar un largo silencio se levantó, me dijo que
iba a estar un par de meses de viaje por España, que tendría noticias
suyas a través del correo y al volver hablaríamos de nuevo. No te
guardo rencor, tú nunca podrás ser de otro modo, me dijo. Después me
dio dos besos mezclados con lágrimas y se marchó. Pasados unos
días, recibí una postal sin remitente desde Murcia y algo más tarde otra
desde Castellón contándome que estaba bien. Era el final del verano de
1991, fue lo último que supe de ella. Hasta ahora que ha aparecido
pintada en un retrato, en una casa cercana a Barcelona y a través de un
trabajo que me ofreció un francés que me gusta menos que comer
caracoles.
Oscar permanecía mudo, atento. Desde su mirada me pedía que
continuara hablando. Yo seguí. Le expliqué que aquel mismo día,
cuando volví a casa ya muy tarde, mis padres estaban dormidos, pero
los desperté; no podía esperar mientras se pudrían en mi interior todas
165
las preguntas. Mi padre se levantó ofendido y tras él, silenciosa, mi
madre ¡Qué quieres! ¿Por qué me despiertas?, soltó en su papel de
amo dominador. El muy cerdo me preguntaba qué quería, Oscar. Yo
solo necesitaba saber, necesitaba tomar partido de una vez por todas,
me sentía desbordada por una situación que era incapaz ni de imaginar.
Le pregunté si lo que me había contado Judit era cierto y me respondió
que mi hermana siempre había sido una niña muy imaginativa y el
mosén un hombre de Dios. Esa confirmación me golpeó en todo el
estómago. Intenté enfrentarme a él, pero no solo no tenía argumentos,
es que era la primera que dudaba de la confesión de Judit. Y mi madre,
allí, callada, ¿qué mujer permitiría una cosa como esa de manera
consciente? Por esa razón me fui encogiendo mientras él se crecía. Me
gritó que jamás volviera a hablarle de aquel modo. No paraba de
gritarme y de culparnos a Judit y a mí de todas las cosas. No sabía
cómo defenderme, yo no era Judit, así como ella maduró a los trece
años, yo todavía era una fruta vana a los veintiuno y no fui capaz de
nada más.
Mientras vomitaba toda mi rabia, Oscar siguió callado. Después
de un necesario silencio me preguntó qué hice cuando Judit dejó de dar
señales de vida. Que me preocupé, dije yo, si me había mandado dos
postales contándome que estaba bien y que nos íbamos a ver pronto,
no era normal que dejara de tener noticias suyas ni viniera a verme.
Pasados un par de meses de la última postal decidí, en contra de la
opinión de mi padre, poner una denuncia, pero fue como culpabilizarla
de nuevo. Los policías son todos unos cerdos, unos incompetentes que
pasean la pistola como si fueran sus ridículas hombrías. El que vino a
casa me ignoró y obvió cada palabra que dije. Solo le hizo caso a mi
padre mientras mi madre hacía el papel de eco repitiendo algunas de
las sandeces de su marido. Cuando aquel tipo salió de casa, Judit era
más puta que santa y tanto el cura como mi familia ascendían peldaños
hacía la beatificación. Al año siguiente, en el 92, me marché a Madrid a
166
estudiar un máster en el Prado y hasta ahora: olvidando siempre que
me es posible.
Callé, durante la charla había refrescado y entramos en la casa.
Ya dentro me preguntó dónde había encontrado el retrato. Le respondí
que allí mismo. Puso cara de incredulidad y me preguntó por el lugar.
Le pedí que me siguiera y andamos hasta la salita de la entrada. Abrí la
puerta y le invité a entrar. Incuso con luz artificial el rostro del retrato
resplandecía como si hubiera vida en él. Miré a Oscar y vi que también
debía sentir algo parecido, parado a un metro y medio del retrato estaba
como hipnotizado.
Recuerdo sus halagos hacia la obra, comentarios que denotaban
conocimiento del Arte por el modo como estaban hechos. Habló de
encontrar a Judit a través del pintor, lo hizo desde el mismo argumento
que me había planteado yo: una técnica como aquella debía haber
interesado a mucha gente.
Le puse en antecedentes de la problemática de la firma y
volvimos en silencio a la cocina. Mientras terminábamos la copa de vino
que hacía rato había sustituido a la cerveza, le expliqué que cabía la
posibilidad de encontrarlo a través del decorador de la casa, un hombre
llamado Raúl Ouso, también vinculado al anticuario.
Rellenó las copas mientras me miraba con ternura. El silencio
que nos envolvía y el hecho de tenerle allí a mí lado me reconfortaban.
Acerqué mi mano hasta posarla sobre la suya y la mantuve así sin que
él apartara la suya.
Sin mirarme, me preguntó si podía dejarle alguna fotografía del
cuadro. Ya no era ningún secreto, le podía dejar todas las fotografías
aunque no pude evitar preguntarle para qué las quería. Me respondió
que su intención era ayudarme a encontrar a mi hermana. Le intenté
hacer ver que si yo, una persona introducida en el mundo del Arte, no
era capaz de encontrarla, ¿qué le hacía pensar que él tendría más
167
suerte? Tras un silencio en el que debía estar meditando lo que
deseaba decirme respondió, de eso también me acuerdo claramente:
—El hecho de que trabaje de jardinero no me convierte en
necesariamente en ignorante.
Yo mentí haciéndole ver que mi intención no había sido
menospreciarle. Tomé tres de las mejores fotografías y se las entregué.
Le dije que yo todavía no había conseguido nada y si necesitaba alguna
cosa más, lo que fuera con tal de volver a abrazarla.
Me preguntó si había sucedió alguna otra cosa relevante
después de lo que le había contado. Si recordaba algún suceso, algún
comentario de mis padres, un descubrimiento. Según él cualquier cosa
podía ser importante.
No era demasiado tarde y me aceptó abrir otra botella de vino.
Para lo que iba a contarle necesitaba otra copa. Nos servimos y
empecé a hablar.
::::
Octubre de 1995
Apareció como una breve reseña de no más de diez líneas en la
columna derecha de una de las páginas de local de “el Periódico”.
Hablaba de que Josep Mercadal, sacerdote de la parroquia del barrio,
había sido apartado de sus feligreses por las presiones vecinales
provocadas por la aparición de denuncias que le acusaban de
pederastia: ocho de niñas y dos de niños. Me quedé como el hielo. Y
emprendí un viajé hacia el pasado para reconstruir escenas que nunca
tuvieron sentido y ahora cobraban forma. Fue como comprender el
simbolismo de un cuadro y entender de repente toda la pintura de una
época determinada.
Un día, sé que fue en la primavera del año de la masacre del
estadio de Heysel, entré de sopetón en el comedor de casa. Lo
168
recuerdo porque iba al patio trasero a buscar alguna cosa que
necesitaba para jugar. Ni pasé por la cocina, donde estaba mi madre. Si
intento hacer un ejercicio de memoria veo un comedor iluminado con la
pobre luz natural que entraba por la doble cristalera que daba al patio y
a Judit sentada sobre las piernas de mosén Mercadal. Frente a ellos
había un libro y a mí me pareció que aquel hombre le leía, lo mismo que
hubiera hecho mi padre. Hoy sé que debí sorprenderle, dio un respingo
en la silla y mi hermana saltó al suelo y corrió a ponerse a mi lado.
Otro día, ese ya no tengo referencia temporal, Judit estaba en
cama porque no se encontraba bien y llegó el amigo de papá. Preguntó
por ella, por mí no recuerdo que preguntara jamás, y le dijeron que
estaba en cama. Él comentó que era una pena, que le traía un tebeo y
que le hubiera hecho mucha ilusión dárselo de su propia mano. No
recuerdo que mi madre estuviera, aunque de estar tampoco hubiera
abierto la boca. Pero sí recuerdo a mi padre que le dio permiso para
subir verla a la habitación. Despareció por un tiempo indeterminado,
imposible tener una percepción de cuánto; pero cuando todos nos
habíamos olvidado de ambos, escuchamos a la niña que gimoteaba y
llamaba a mi madre. Tal y como ella subía las escaleras, mosén
Mercadal las bajaba, se sentaba al lado de mi padre y se ponía a
charlar con él.
Otra vez escuché una discusión de mis padres. La recuerdo
porque no era algo habitual en ellos, sucedía solo cuando mi madre se
atrevía a replicarle alguna decisión, tras lo cual siempre era él quien
gritaba y ella la que se empequeñecía. Guardo retazos de frases
sueltas en las que mi padre hablaba del mosén como de un hombre de
Dios, de lo imaginativa y mentirosa que era la niña y de que las puertas
de casa siempre estarían abiertas para su amigo.
Cada cosa iba cobrando sentido y a medida que lo razonaba, el
corazón se me llenaba de la última mirada incrédula de Judit, de
aquellos ojos recriminatorios con los que se despidió en nuestra última
169
cita. Yo pensaba que tú lo sabías… pobre Judit, cuánto daño debí
hacerle. Cuánto daño y durante tanto tiempo para que además el
colofón fuera mi incredulidad. Recuerdo que el frío que había sentido
momentos antes se convertía ahora en calor, una rabia ardiente que se
me formaba dentro a medida que entendía la falsedad que me había
rodeado durante toda mi vida.
Cogí el periódico y me fui a casa de mis padres. Por el camino
notaba cómo un odio sin aristas me rodeaba por dentro; hacia mi padre,
sobre todo; por mí madre sentía algo más parecido a la pena y por mí,
un absoluto desprecio. Cuando llegué me quedé plantada en la puerta,
hacía cuatro años que no les veía. Llamé, abrió mi madre, me miró y
tras la primera sorpresa se puso a llorar. Fue inevitable, me lancé a sus
brazos y nos fundimos en un abrazo largo y sincero, interrumpido por la
voz del amo que preguntaba quién estaba llamando a esas horas. Nada
había cambiado, el mundo entero debía moverse su conveniencia. Me
separé de mamá y entré blandiendo el periódico por la página de la
reseña.
Le solté si había leído las noticias. Él se quedó perplejo, solo
unos instantes, su superioridad le rehízo y cuestionó mi poca educación
por entrar en su casa sin decir ni hola y después de tanto tiempo de no
haber dado señales de vida. Le dije de nuevo si había leído la noticia.
Me miró con desdén y, con todo el cinismo, preguntó por qué noticia en
particular. Mi madre miraba desde lejos, todavía en un patio de butacas
anímico. Le planté la página delante de las narices a mi padre y golpeé
sobre la noticia como si fuera el corazón de aquel monstruo. La leyó de
soslayo, como con asco, y después insinuó que todos se ponían en
contra de la Iglesia y que nada de lo que pudieran decir unas… —odio
repetir la palabra que utilizó—, iban a manchar el buen nombre del
mosén. Yo estaba cada vez más nerviosa y me lancé a relatarle todos y
cada uno de los recuerdos que habían vuelto a mi cabeza. Le grité en la
170
cara cómo en el último encuentro con mi hermana me había contado los
tocamientos, las persecuciones, el asco y la vergüenza...
Mientras le iba desglosando todo lo que guardaba dentro, podía
ver a mi madre, ahora sentada, con las manos clavadas en los brazos
del silloncito. Pero él seguía impertérrito, callado, sin decir nada. En mis
palabras había culpas para todos, para mí la primera, por creer más a
unos desalmados que se hacían llamar padres que a una pobre
chiquilla violada por un cerdo miserable, vete a saber desde cuándo;
culpaba a mi madre por su absoluta ceguera, por su completa inacción,
por su estupidez infinita al haber renunciado a vivir la vida y convertirse
en el juguete mecánico de un tipo como aquél; y a él por la
cooperación, plenamente consentida, en la violación sistemática de una
de sus hijas.
Permanecía callado sin abrir la boca, pero seguía mirando con la
superioridad propia del que se siente un peldaño evolutivo por encima
de los demás. Sin decir palabra nos estaba gritando que él era el Dios,
el amo y señor de los enseres de aquella casa y que nosotras solo
éramos mobiliario y como a tal nos trataría siempre.
He perdido a mi hermana por tu culpa, cerdo; le dije. Perdí a mi
hermana por creeros más a vosotros que a ella, le dije. Y él saltó y me
respondió «pues poca credibilidad debía tener Judit cuando tú tampoco
te la creíste». Creo que fue en ese momento que mi madre despertó de
su letargo de manera definitiva. Estoy segura de que fue después de
esa frase cuando se levantó gritando que qué hija se imaginaría a sus
propios padres aceptando de buen grado que su otra hija fuera violada.
Después ya todo fueron insultos. Se le abalanzó encima y comenzó a
golpearle. Él se dejaba hacer, solo levantaba los brazos para
protegerse la cara. Mi madre seguía golpeando pero ya sin fuerza, toda
ella se derramaba a través de unas lágrimas que lo humedecían todo.
No aguanté más. Me acerqué, la separé de él y la abracé para
que se desahogara en mi hombro. Mientras la rodeaba con los brazos
171
podía ver a mi padre, herido en su orgullo. Más dolido por la humillación
de haber de aceptar lo que le estábamos haciendo que su propia
responsabilidad en lo sucedido con Judit y su posterior desaparición.
Más serena, mi madre se sentó frente a él y le preguntó si iba a
hacer alguna cosa al respecto o iba a seguir con la misma actitud de
siempre. No contestó. Ni siquiera se dignó a responderle. Se mantenía
firme en su mundo moral de saldo y nadie le sacaría de ahí. A pesar de
que pudiera anidar en su interior un ápice de duda, o incluso si esa
duda pudiera transformarse en certeza, jamás daría su brazo a torcer.
Mi padre era de esos hombres que mueren apenas niños a pesar de
que sus corazones latan cien años.
Le dejamos solo y acompañé a mi madre a su habitación. Me
pidió por favor que la acogiera en mi casa hasta que pudiera rehacer su
vida fuera de aquél lugar y lejos de ese hombre. Yo le hablé de las
dificultades, de su edad, del hecho de haber dependido durante tantos
años de su marido, no podrás mantenerte, no has cotizado nunca y la
única paga es la de tu marino... Nada. Cualquier problema al que
tuviera que enfrentarse le parecía mejor que pasar una sola noche más
al lado de mi padre. Todo ha acabado, si ahora me quedo con él
terminaré matándole o él deberá matarme a mí, me decía. Tuve que
aceptar que una espoleta dormida había estallado en mi madre
derribando los muros de dependencia que había mantenido hasta
entonces. Ya buscaríamos la manera de conseguir dinero.
Mientras llorábamos entre palabras, iba llenando una maleta de
tamaño acorde con la poca vida que metió en ella, pero dudo que
mamá deseara llevarse mucho más de allí dentro. La cerró, miró la
habitación mientras se secaba las últimas lágrimas y salimos.
Yo pensaba que iríamos directos a la calle para huir de allí, pero
se detuvo en el pasillo, dejó la maleta en el suelo y entró en el comedor
donde él continuaba convertido en estatua.
172
Me voy, comenzó a decirle, jamás volverás a verme, aunque no
te olvidarás de mí. Te he entregado toda mi vida y ahora voy a
cobrarme todo lo que pueda de ese regalo que te hice. Habrás de
vender la casa, o comprármela, me da lo mismo, la adquirimos una vez
casados y tengo derecho a la mitad de su valor, así que dámelo lo
antes posible. Voy a luchar por conseguir parte de tu paga, será lo
mínimo después de tantos años de dejarme la vida para ti. Se quedó en
silencio, el otro no decía nada a pesar de enrojecer cada vez más. La
que había sido mi madre, una mujer ahora desconocida, continuó
hablándole serenamente. Te auguro un corto futuro, nunca has sabido
hacerte un café con leche ni un huevo frito. Dudo que sepas incluso
cómo abrir el frigorífico. Conociéndote, sé que la vida te va a ser difícil
de sobrellevar, con lo que te morirás pronto. Será lo mejor para todos,
tú dejarás de estorbar y a mí me quedará una viudedad que me habré
ganado a pulso.
Mi padre saltó de la silla y se enfrentó a ella. Con los ojos
enrojecidos le dijo que se marcharía solo cuando a él le diera la gana.
Mi madre estaba arrinconada en la pared cercana al vano de la puerta
donde me encontraba yo, expectante y muerta de miedo. Él, a pesar de
estar cerca, parecía asustado, como si leyera en los ojos de su esposa
que el animal dócil se había vuelto rabioso. Pero cómo iba a renunciar a
la cuota de poder ejercido durante tanto tiempo sin luchar. Levantó una
mano al aire y gritó que solo saldría de esa casa con los pies por
delante. Yo estaba a punto de llorar de nuevo, pero un destello iluminó
la sala y un cuchillo se enfrentó al cuello de él, por debajo de la barbilla,
mientras una voz decía: tócame, tócame una sola vez más y regálame
un tiempo de paz en cualquier prisión.
Los tres nos quedamos quietos. Pasados unos segundos saqué
fuerzas, no sé de donde, y me acerqué a mi madre diciéndole que no
valía la pena, que todo estaba bien, que él nos dejaría marchar sin
problemas ¿Verdad, papá? Le iba repitiendo a la figura de cera
173
mientras apartaba a mi madre y le quitaba el cuchillo de las manos. Lo
guardé en uno de los bolsillos de mi chaqueta y abandonamos al que
había sido mi padre en el comedor. Abrí la puerta de la calle, dejé salir
a mi madre, salí yo y la cerré. Era tarde, un aire fresco, casi frío, nos dio
en la cara y nos devolvió a la realidad. Bajamos en silencio hacia el
Paseo de Maragall y nos dirigimos a la parada del metro de Camp de
l’Arpa.
Mientras esperábamos en el andén recuerdo que le pregunte de
dónde había sacado el cuchillo y si se lo hubiera clavado. Ella, desde la
hipnosis, me dijo que no sabía que hubiera pasado de no acercarme. El
desencadenante había sido escuchar la palabra «puta» de boca del
propio; esa única palabra había sido la espoleta que la había hecho
despertar por fin y mientras yo seguía discutiendo con él, ella había ido
a la cocina llevada por el odio liberado y había cogido el cuchillo más
afilado que tenía. Recordaba que se lo había puesto en el bolsillo de la
bata y ya en la habitación, después de cambiarse, se lo había guardado
en el bolsillo de la chaqueta sin que yo me diera cuenta ¿Matarle? No
sé si hubiera podido matarle, Alba, lo más probable es que se lo hubiera
clavado en el cuello y tantas veces como le hubieran permitido mis
fuerzas, aunque eso ya no lo sabremos jamás. Aunque gracias por
haberlo evitado.
Antes de subir al tren todavía le pregunté qué había pasado para
que saltara de ese modo si siempre se había mantenido de su lado. Su
respuesta fue clara y escueta:
—Porque estaba muerta y con aquella simple palabra he
resucitado. Solo eso, hija, nada más.
La entendía. Yo también había estado muerta hasta hacía poco
tiempo.
El trayecto hasta Poble Sec transcurrió en otro silencio, mitigado
solamente por el contacto de las manos entrelazadas.
174
::::
12
julio
2010
(CONTROLAR
EL
SALTO
TEMPORAL
CON
CAP.SIGUI)
Cuando terminé de contarle nos quedamos un buen rato sin
decir nada. Al final se decidió a coger las fotografías que habían
quedado abandonadas al lado de la botella, me dio un beso en la mejilla
y con toda la seriedad del mundo me respondió:
—No soy alguien importante, Alba, pero tengo mis contactos.
Confía en mí.
Después salimos por la puerta de la cocina.
Mientras le veía andar hacia la verja exterior estuve tentada de
llamarle y proponerle salir a cenar; me detuve al verle sacar el móvil del
bolsillo y comenzar a mover los pulgares. Estará quedando con alguien,
pensé, otra vez será, Alba, casi mejor así.
****
Inicio
175
Judit es la de la fotografía
19 de julio de 2010
Apenas pasadas las nueve de la mañana Oscar leía su correo
y confirmaba que Santos había leído el suyo de la noche anterior. Le
citaba hoy a las cuatro de la tarde, preveía tener, si no toda, buena
parte de la información pedida.
Tal como llegó a la comisaría le acompañaron al despacho,
estrechó la mano a Santos y éste aprovechó para pedir unos cafés y
llamar a Conchi y al subinspector Elías. Hechas las presentaciones
oportunas, se sentaron todos en la pequeña mesa de reuniones
habilitada en un rincón del despacho.
Las pesquisas de Conchi concluían que Julián había trabajado
durante casi un año con contratos de prácticas en la empresa de
jardinería propiedad de los georgianos. Acompañaba sus palabras con
la documentación correspondiente, cuatro copias. Cuando terminó de
hablar y se disponía a salir, Santos la invitó a quedarse.
Después, el subinspector, resumió su visita a dicha empresa el
día anterior. No quedaban demasiados supervivientes de aquella
época. “Todo en Jardinería” era un ir y venir de personas a las que se
pagaba un sueldo de miseria para trabajos de baja o nula cualificación.
A parte de los dos hermanos, los supervivientes de aquella época eran:
una gerente, un mozo de almacén, un jardinero, una contable y la
recepcionista, hermana de esta última. De todos ellos solo había podido
hablar con los tres primeros, el resto habían desaparecido cuando salió
de la reunión. Ésta había tenido lugar en una inmensa y lujosa sala de
juntas, más digna de un banco que de una pequeña empresa como lo
parecía aquella.
—¿Qué te parecieron esos tres, Elías, qué sensación que
provocaron?, que tú tienes mano de santo para calar la “hijoputez”. —
Interrumpió Santos.
176
—¡Coño, jefe, que no soy Merlín, no me jodas! Que qué me
parecieron, dices. A ver: la gerente va de cordial y colega pero me da
más mal rollo que un rapado con un bate de beisbol, no me digas
porqué. El hermano mayor, el tal Yuri, creo, es un tío estirado, que se
mueve como si fuera una marioneta, solo responde con evasivas y
apenas mira a los ojos; yo creo que tiene tantos complejos como miedo.
El otro, el tal Norberto o Rigoberto, o como coño se llame, ese estaba
más nervioso que yo en la final de Wembley del 92. En ese momento
pensé que podía ser canguelo o problemas de nariz. Por si acaso y
basándome en mi intuición, lo mandé seguir. Tal y como salió, serían
las ocho de la tarde, se fue con uno de los curritos a un piso de la Zona
Franca para que le pillara farlopa, lo que confirmaría mi segunda teoría,
y después acabó en un amarre del puerto de Sitges, en un barco. Ni
puta idea de porqué acabó ahí. Era tarde y le dije a Carlos que podía
marcharse a casa que tiene un chiquillo de meses y una mujer
convertida en madre mala hostia.
—¿En qué te basas para lo de la cocaína? —Preguntó Elías.
—En que es un piso del que tenemos controlado al propietario
y en lo que me contó Carlos. Parece ser que tal y como bajó el julai le
pasó algo al trajeado y se piró a pie. Blanco y en botella…
—¿Has mandado a alguien a vigilar a los otros? —preguntó
Santos.
—Sí jefe, y yo he vuelto esta mañana a tocar un poco los
cojones por los bares de la zona. También he hablado con Conchi para
que nos busque a gente que hubiera trabajado allí por aquel entonces,
a ver si pillamos a alguien que recuerde alguna cosa o tenga ganas de
hablar. Lo que tengo claro es que esos esconden más mierda que un
concejal de urbanismo. Si quieres mi opinión, yo me los traería aquí y
les apretaría un poco. De verdad te lo digo, ahí hay mierda del año que
la pidas.
177
Santos no le quitó razón, pero dejo claro que era necesario
tener alguna cosa más. Solo con conjeturas e intuiciones no se
doblegaba a gente como aquella y era importante no levantar más
liebres de las necesarias, solo la que tuviera que ver estrictamente con
el cadáver. No obstante preguntó a Elías a cuál de ellos invitaría a
pasar primero por comisaría para enseñarle las fotos de los restos. La
respuesta del subinspector fue tajante: «A Yuri». Según él era el más
cobarde de todos. Estaba seguro de que sacado fuera de su pequeño
mundo, donde controlaba a sus lacayos para que actuaran de brazo
secular, no sería nadie. Otra opción que proponía era llamar primero a
la gerente, una tía que haría cualquier cosa por salvar el culo, y
sonsacarle lo que fuera. Eso sí, mintiendo si llegaba el caso. Nadie más
pensó que esa fuera una buena opción.
La siguiente en opinar fue Conchi. Según ella lo mejor sería
buscar a alguno de los que trabajaron en la empresa por la época del
asesinato, tal y como le había pedido el subinspector Elías. La gente
que se ha ido, o ha sido despedida de las empresas, acostumbra a ser
un buen filtro para sacar porquería. Dijo. Habrá alguno dispuesto a
largar cualquier trapo sucio o situación incómoda que los que
permanecen allí no se atreven a comentar. Después, con alguna
información más y mínimamente contrastada, sí que podríamos traer a
alguno de la plana mayor y ver hasta qué punto miente o es sincero.
Esa fue la opción escogida. Santos confirmó a Conchi las
órdenes de Elías y le reiteró que removiera lo que fuera menester para
buscar personal descontento y si lo encontraban, sonsacarle cosas del
muchacho y los sucesos que provocaron su marcha. El primer tema
estaba en marcha.
::::
178
Oscar, que hasta el momento había permanecido callado, se
dirigió a Santos:
—De aquello que te dije ayer, ¿sabes alguna cosa?
—Amigo Oscar, lo mejor siempre se deja para el final ¿Has
traído lo otro, Conchi?
La eficiente policía le entregó una carpeta raída y Santos se la
pasó a Oscar.
—Échale un vistazo y después dime si esto no es como para ir
a ponerle un cirio a “Santa Chiripa de los dos milagros”.
Mientras Oscar leía el expediente de la denuncia por
desaparición de Judit, confirmaba cuánta razón tenían las palabras de
su compañero. Desaparición tramitada en comisaría de Horta-Guinardó.
Inspector al cargo: Joaquín Hita, inspector en funciones; un par de
hojas manuscritas con comentarios misóginos hablando de la
desaparecida, ninguna fotografía y un carpetazo tras haber hecho
cuatro indagaciones de estar por casa.
Tras una somera lectura dijo lo que todos esperaban:
—¡Increíble! Son prácticamente idénticos.
—Salvo porque el de la chica está fechado un par de meses
después. A pesar de todo, coincidencias como ésta dudo que sucedan
dos veces en la vida.
—Tampoco hay dos meses de diferencia, Santos. Piensa que
la denuncia por desaparición de esta chica se produjo bastante tiempo
después de no dar señales de vida. Os cuento la historia tal como me la
ha transmitido a mí la restauradora.
Oscar puso en antecedentes de lo que sabía al resto de
asistentes, incluido el retrato. Hubo caras de asco por parte de Conchi,
exabruptos por parte de Elías y llamadas al orden por parte del superior
alegando que no era el primer caso de un hijo de puta toqueteando a
una chiquilla. Cuando terminó de hablar puso las fotografías sobre la
mesa.
179
—Este es el retrato que cuelga en una de las paredes de la
casa del georgiano. Una pieza más de un puzle que no tenemos ni idea
de cómo empezar a montar.
Tras
ojear
las
fotografías,
Santos
agradeció
a
sus
subordinados el trabajo hecho y les dio permiso para que continuaran
con lo suyo.
—¿Dónde crees que encajará esta muchacha? —preguntó
cuando se quedó a solas con Oscar.
—No tengo ni idea, Santos. Para mí no pinta nada. Es una
mujer que después de lo que le tocó vivir se marchó para Francia o se
quedó ahí mismo, nadie lo sabe, pero no sé qué relación pueda tener.
Pienso que es como la restauradora, una casualidad. Lo que confluye
en esa casa es su propietario, Yuri Edna, y el hecho de que la víctima
del sincrotrón trabajara para él.
—Sin olvidar al francés, el tal Germán, para quien está
trabajando tu restauradora y que, para colmo, está metido, según tú, en
las operaciones de blanqueo de dinero del georgiano. Ni al tipo este
que amuebla las casas, que no sé cómo se llama.
—Raúl.
—Eso, Raúl. Uno más en la tragedia griega… ¿Cómo
encauzamos esto, Oscar? Es necesario que movamos alguna ficha. Yo,
de momento, me he esperado porque me hablaste el operativo en el
que estás metido y no quiero que demos un mal paso que lo joda todo,
pero debemos hacer algo. Porque lo de la bala no nos ha llevado a
nada. Al menos hasta ahora.
Mientras le daban vueltas a las distintas posibilidades sonó un
golpeteo en la puerta acompañado por la cara de Conchi que pidió
permiso para entrar. Santos se lo concedió. Ella, todavía de pie, dijo:
—Perdonen, pero desde que me he marchado hay una cosa
que me da vueltas en la cabeza y si no la digo reviento ¿Me permite
ver de nuevo esas fotografías del retrato, inspector Laguardia?
180
Oscar asintió con cara de extrañeza y se las acercó al otro lado
de la mesa. Santos, conocedor de los golpes ocultos de la muchacha, la
invitó a sentarse con un «tú dirás».
Se sentó, cogió la fotografía que mostraba todo el retrato y dijo:
—¿No se han dado cuenta, no ven el parecido?
No, ninguno de los dos había visto nada extraño en las
fotografías. Sus caras lo reflejaban. Conchi puso sobre la mesa una
hoja en el que había impreso otra fotografía y la mostró a ambos
inspectores junto con la del retrato.
—¿No notan que el parecido es extraordinario?
Allí estaba, la cara del retrato se parecía muchísimo a la de la
chica de la ermita. Santos saltó de la silla y cogió la foto original que
todavía guardaba en un cajón de su mesa.
—Mírala por detrás —dijo, entregándosela a Oscar—, hay
unas siglas: jota, ge, con unos números, un uno y un dos. Judit Garcés,
jota, ge, ha ser ella ¿Puedes conseguir una fotografía de esa
muchacha, Oscar, y así lo confirmamos al cien por cien?
Asintió. Se la pediría a Alba. Le mentiría de nuevo contándole
que tenía un amigo que estaba en el cuerpo de policía y que, a cambio
de unas cervezas, se había comprometido a echar un vistazo en las
bases de datos, pero para eso necesitaba una foto de la desaparecida
además de la del retrato. Sí, parecía convincente, la llamaría ahora
mismo.
—No, tranquila, no tienes que darme las gracias —mentía a su
teléfono móvil—, he aprovechado un contacto e intentará ver que puede
hacer…
¿Tienes entonces una copia electrónica de alguna foto que
puedas mandarme al teléfono?... De acuerdo entonces, Alba,
mándamela ahora que estoy con él y mañana ya te diré lo que se puede
conseguir… Para ti otro.
181
Tras colgar, Santos rompió el silencio:
—¿Te manda la fotografía?
Oscar respondió de manera afirmativa mientras continuaba con
los ojos pegados al móvil. Su cara mostraba al mundo su descontento,
a pesar de ser consciente de que si alguien podía encontrar a Judit, era
él o los integrantes del equipo.
—La mentira es una parte importante de nuestro trabajo—
habló Santos—. Si no fuera por la mentira, ninguno de nosotros
estaríamos trabajando en esto. Sé que jode mentir a los que tienes
cerca. Ya sean la parienta, un amigo, amiga en este caso, o cualquier
otro colega
Oscar escuchaba sin atender, ya se la sabía esa lección. Él
mismo la había impartido más de una vez. “Pero es como todo”,
pensaba para sí, “de ser tuyas a ser mías, cuántas te comerías”.
—Parece que te interesa mucho esa mujer… ¿Me equivoco?
—Continuó Santos— Eso es lo más jodido, que se te meta alguien ahí
en la cabeza y no puedas coger ningún borrador mágico que te la
limpie… No puedo aconsejarte, a mí, como a la mayoría, me ha pasado
algo parecido en algún momento. Lo único que te digo, y por tu bien, es
que no pierdas de vista el trabajo. Es lo que estaba primero y es lo
primero que debes resolver. Lo demás puede esperar, si merece la
pena seguirá ahí, te lo aseguro.
Santos le hablaba al aire, todas y cada una de sus palabras
andaban esparcidas por el despacho. Oscar seguía pendiente de la
pantalla y de su boca apenas había salido algún que otro “sí”, coletillas
para llenar los silencios producidos entre las frases de su compañero.
La llegada de un correo rompió lo estúpido del momento.
—Aquí la tenemos, Santos. Te la reenvío y la imprimes.
Mientras esperaba a tener el papel en las manos se entretuvo
en
leer
las
palabras
que
acompañaban
a
la
fotografía.
Un
agradecimiento, una disculpa por la imagen de prepotencia de la tarde
182
anterior, una palabras cargadas de ternura que nacían en Judit y
terminaban en él. “Una mierda”, pensaba, solo faltaba que los
sentimientos se convirtieran en alergia; ahí metidos, molestos, sin
pañuelo que los elimine; solo el trabajo como antihistamínico.
—Ya está impresa, Oscar. Y sí, es la misma muchacha, no hay
duda mira. ¿Qué hacemos? Ella también puede estar muerta, del
mismo modo que su compañero.
—¿Cabe la posibilidad de que pudiera haber otro cuerpo
donde hallasteis el primero? —Preguntó Oscar a su vez.
—Lo dudo muchísimo. Piensa que no solo estuvimos nosotros
buscando por los alrededores, allí trabajan a diario máquinas que están
moviendo tierras y, de haber otros huesos, ya nos hubieran llamado
antes o después.
No, yo pienso que esa muchacha vio lo que le
sucedió a su compañero y puso tierra de por medio. Lo que está claro
es que ella sabe cosas que el resto desconoce, salvo el o los asesinos
¿Sabes que deberías hacer? Deberías llamar a Germán a comisaría y
hablarle claramente de dos cadáveres, no de uno. Métele miedo de una
vez por todas. Si os quedáis todos esperando, lo único que conseguís
es darles más y más tiempo de maniobra, ¿qué te parece?
Oscar también veía claro que debían mover alguna ficha.
Ahora, con un cadáver y una mujer desaparecida, ambos vinculados a
un lugar que, a su vez, estaba relacionado con el francés, era evidente
que se podía permitir sentarle en comisaría y hacerle unas cuantas
preguntas. No descartaba tampoco hacer coincidir a Yuri y que se
vieran las caras antes de hablar con cada uno de ellos. Se lo comunicó
a Santos y le invitó para que tomara parte. Llamó a la comisaría y dio
orden de que citaran a ambos para el miércoles a las nueve de la
mañana. Colgó y le habló a Santos.
—Ya sé que te puteo bastante haciéndote bajar tan temprano,
pero también es una hora asquerosa para ese tipo de gente,
183
acostumbrados a moverse cuando las calles están más vacías. Eso les
pondrá de bastante mala leche.
Santos asintió con una sonrisa. Para él no representaba ningún
sacrificio madrugar. Bajaría con RENFE y ya se buscaría la vida para
acercarse a comisaría. Terminó con un «pasado mañana te toca invitar
a café» y un apretón de manos.
Inicio
184
185
Rojo de Cinabrio
19 de julio de 2010 (igual debería ser mayor el salto temporal)
Era lunes 19
de Julio. Hacía algunos días que había
terminado el trabajo pero me negaba a abandonar la casa. Hacerlo
sería aceptar que abandonaba de nuevo a Judit y esta vez no me podía
ir sin ella. Ya eran demasiadas las veces que la estupidez nos había
separado. A estas alturas de la vida Alba Garcés Clermont había
decidido no dar marcha atrás ni huir de nuevo. Había enterrado el
cuerpo del avestruz y me sentía una mujer nueva.
Llevaba todo el fin de semana encerrada. Durante los días
anteriores había recibido correos de tres compañeros en los que me
adjuntaban cuatro retratos más. A diferencia de los que ya obraban en
mi poder, éstos eran desnudos. Dos de ellos habían aparecido en
Asturias, uno en Gijón y otro en un pueblecito costero; los otros dos
estaban, uno en Soria y el otro en Zaragoza. A ninguno de mis
contactos quise preguntarle qué artimañas habían utilizado para
conseguir toda la documentación fotográfica que me adjuntaban, así
como los datos de cada uno de los lugares; preferí pensar que sus
dotes sociales superaban en mucho las mías y eso les habría abierto
puertas que para mí hubieran permanecido selladas.
De los cuatro retratos, solo uno me había llegado con un
nombre: “La Ola” de Bouguereau. Quien me mandaba el correo era, lo
mismo que yo, un enamorado del artista, cuyo error fue no abrazar el
impresionismo cuando todos lo hicieron, terminando prácticamente
olvidado. Ahora, con mi libro de Excel actualizado con las ocho obras,
los datos tenían otro aspecto:
Símbolo
Lugar
Obra - autor
Notas
Círculo
Sant Cugat
Jeanne Samary - Renoir
Retrato de
diámetro
Judit
vertical
186
Círculo
Barcelona
diámetros
Etta Durham - Singer
trabajo Anabel
Sargent
en cruz
Círculo
Zaragoza
Gabrielle Cot -
Revista Anabel
Bouguereau
¿”M”,”W”,
Logroño
La bella - Sorolla
Revista Anabel
Triángulo
Gijón
La Ola - Bouguereau
E-Mail
“E”
Llanes
Desnudo - Zuloaga
E-Mail
Soria
Maja moderna – Daniel
E-Mail
línea
quebrada?
Invertida
“F”
Invertida
“L”
Sabater
Logroño
Maja - Enrique Pertegás
E-Mail
Ahí terminaba todo, pero era mucho más de lo que pensé que
podría llegar a tener de un pintor desconocido y escurridizo.
A pesar de no tener los originales para poder analizarlos e
intentar datarlos de algún modo, disponía de tres fechas. Según lo
dicho por los propietarios, el retrato de Llanes colgaba de las paredes
desde finales de 1980, el de Gijón desde mediados de 1982 y el de
Logroño, desde 1985 o 1986. Del hallado en Soria nadie sabía nada.
Para terminar y basándome en su juventud, yo suponía que el retrato
de Judit debió pintarse sobre 1992, poco tiempo después de dejar de
dar señales de vida. Si seguía esa cronología podía marcar un itinerario
geográfico no exento de una cierta lógica que se movía de Oeste a
Este: Gijón, Llanes, Logroño, Zaragoza y Barcelona. Ahí terminaba todo
de nuevo. Necesitaba volver a ver a Raúl y no dejarme seducir por esa
fuerza que desprendía cuando se hablaba de estética. Esta vez, cuando
nos viéramos, debía preguntarle abiertamente por el pintor y hacer lo
imposible para sonsacarle algo de lo que yo pensaba que escondía. Le
187
llamé y quedamos al día siguiente en el mismo lugar de nuestro primer
encuentro.
A media mañana me llegó por e-mail el informe con el análisis
de las pinturas del retrato. Todo era normal excepto el rojo de la firma
que estaba hecho con cinabrio, algo poco habitual ya que en la
actualidad se utiliza rojo de cadmio. De todos modos no era tan extraño,
el rojo cinabrio, a pesar de su contenido de sulfuro de mercurio, sabía
que todavía podía encontrarse. Lo extraño era la anotación que seguía
a esa línea, en la que detallaba que ese color se había conseguido
utilizando técnicas del siglo XV o XVI y podía compararse con los
utilizados por Velázquez.
Como capricho no estaba mal: un deseo de imitar a Velázquez.
Pero ¿quién en la actualidad se dedicaría a machacar un mineral hasta
conseguir un pigmento lo suficientemente puro y lo mezclaría con
aceites para pintar un vulgar símbolo? Eso era propio de restauradores
pero no de pintores. No lo entendía, pero me iba perfecto, me era más
fácil de encontrar proveedores de pigmento de cinabrio que
proveedores de tubos con pintura preparada, de los primeros había
pocos y mi trabajo me había puesto en contacto con unos cuantos a lo
largo de mi carrera.
Comencé la tarea de mandar correos y hacer llamadas, mi
estado de excitación no me permitía un descanso. Los correos los
mandé a aquellos con los que tenía más confianza. Les pedía si podían
suministrarme información de alguien conocido como Diego, no
perteneciente al gremio de la restauración, y que hubiera hecho pedidos
pequeños en los últimos quince años. Tras la petición me deshacía en
halagos sobre su profesionalidad, loaba su gran capacidad organizativa
por poder suministrarme dicha información; les pedía, caso de no poder
ofrecérmela ellos, que la hicieran extensiva a otros colaboradores y
terminaba confesando lo personal de dicha petición y suplicando que
me respondieran a la mayor brevedad posible. A los contactos menos
188
directos preferí llamarles. Repetí el mismo guion que en el correo pero
todavía más edulcorado con calificativos de alabanza.
Pasadas dos horas había terminado con mi extensa agenda.
Como resultado había obtenido buena disposición y promesas
condicionales de aquellos a los que había telefoneado; de los correos,
las pocas respuestas que había recibido eran negativas y excusas.
Pero no era para desesperarse, lo que les estaba pidiendo requería
tiempo, y ese es un bien preciado en un mundo en el que se valora
como dinero y no como vida.
Allí sentada no hacía nada, era mediodía y tenía hambre. Me
preparé una ensalada con restos que encontré por la nevera, la aderecé
con una vinagreta de anchoas, me abrí una botella de Cabernet y comí
con toda la calma de la que fui capaz. A esas alturas me había
construido un mantra: ¿es necesario correr ahora si ha esperado tantos
años? En absoluto.
A las cuatro de la tarde estaba dormitando a la sombra del
porche. Soñaba que estaba allí mismo, en la piscina, con Judit y con
Oscar; sintiendo un inmenso estado de paz interior. Ella estaba en el
agua y tenía dieciocho años de nuevo. Me la miraba con ternura y
Oscar me miraba a mí. Yo giraba la cabeza y ambos nos sonreíamos.
Él me decía ¿ves cómo he cumplido mi promesa? Y yo le cogía la mano
tiernamente y se la apretaba entre las mías en un acto de
agradecimiento. En el agua flotaban lienzos de retratos con caras
desfiguradas por el agua. Judit los esquivaba mientras uno tras otro se
iban hundiendo hasta volver a quedar ella sola chapoteando. En mi
sueño cerré los ojos y entre el ruido del agua escuché a Judit que me
llamaba, pero no era su voz, era diferente y repetía mi nombre una y
otra vez.
Desperté. Tenía a Oscar a pocos metros de mí que
descargaba herramientas. Cuando conseguí salir del letargo y la
confusión, me comentó que había entrado por la puertecita lateral y
189
había comenzado a llamarme para no asustarme; sabía que esa hora
no era la habitual en él, pero no tenía nada mejor que hacer y había
decidido pasarse.
No tenía claro si era por efecto del sueño vivido, pero me
reconfortó tenerlo ahí. Ahora incluso su modo de mirarme me
enternecía. Alba estaba cambiando. Por primera vez a Alba se le caían
capas de esa cebolla imaginaria con la que nos tapamos para evitar
que nos dañen, y al igual que le sucedía a una cebolla real,
comenzaban a aparecer las capas más tiernas.
Le ofrecí terminarnos el vino. No era lo idóneo a esa hora, pero
no me apetecía desprenderme de ese momento gatuno yendo a
preparar infusiones o cafés. Aceptó, entró él mismo a buscarse una
copa y lo sirvió.
Antes de que pudiera preguntarle me comentó que hasta el
momento no habían podido decirle nada, pero me preguntó si
recordaba a alguna amiga de Judit, si me había comentado en algún
momento de algún viaje al Pirineo. Hubiera jurado que sabía alguna
cosa pero se la estaba callando. Le miré y le pedí que no me engañara
—A estas alturas de la vida no me tomes por tonta Oscar, si
sabes alguna cosa, si te han dicho algo que deba saber, por malo que
sea, dímelo, por favor.
Me dio explicaciones, sí: que si pensaban… que si creían…
que si podía ser que existiera una amiga de aquella época… Había algo
que no me contaba, estaba claro; aunque cabía la posibilidad de que él
estuviera tan engañado como yo. Le dije que en ese momento no
recordaba nada, demasiados años como para tener fijada otra cosa que
no fuera mi última pelea con ella.
El móvil comenzó a reptar sobre la mesa rescatándonos de
una situación incómoda. Me disculpé y miré el correo entrante:
“Hola Alba,
190
Típico de ti poner a prueba a los amigos. Los maños hemos hecho los
deberes y además, de prisa. Nosotros, directamente, no hemos
encontrado nada pero nos hemos movido a través de conocidos y uno
de ellos, un tallercito de restauración de Oviedo, podría ser que tuviera
algo. Tengo aquí su teléfono, pero solo te lo daré de viva voz que la
confianza da asco y quiero oírte un “gracias” bien fuerte.
Besicos desde Zaragoza,
Juan Monleón”
Cuando dejé el móvil en la mesa Oscar me preguntó si había
recibido buenas noticias. No era rara la pregunta, mi cara debió reflejar
tanto la ilusión por tener una nueva pista como por el hecho de que con
Juan Monleón había compartido, años atrás: salidas por “el Tubo”,
bocadillos de calamares, cervezas y amaneceres relajados y sudorosos
en su desastrado apartamento.
A Oscar solo le conté lo de la analítica, el rojo de cinabrio y esa
nueva pista de una ciudad con dos coincidencias: un posible proveedor
del pigmento en desuso y la cercanía de dos retratos: el de Llanes y el
de Gijón. Después le confesé lo que me apetecería salir a cenar si me
daba un par de horas para hacer unas llamadas y arreglarme un poco.
Agradecí su “sí”, que me sonó ilusionado, y quedamos a las nueve
frente al Palau de la Música Catalana.
Cuando me quedé a solas llamé a Juan. Recordamos viejos
tiempos, él con interés por revivirlos y yo con algo de nostalgia.
Pregunté por su hermano y por cómo les iba el negocio. Después de
ponernos al día me dio la información que necesitaba.
Me remitió al casco antiguo de Oviedo donde todavía existía un
taller de restauración especializado en libros antiguos e incunables,
algo a lo que yo no me he dedicado nunca. El local se ubicaba en la
calle Mon, cerca del museo de Bellas Artes y estaba regentado por los
hermanos Quintana. Mi amigo maño había hablado con el hermano
191
menor, Manuel Quintana, y para sonsacarle le había contado una serie
de mentiras relacionadas con el oficio y la posible intromisión de su
cliente entre su clientela de Zaragoza y, probablemente, la de una
compañera de Barcelona, yo. El asturiano no había sido parco en
palabra ni explicaciones. Por lo que me transmitió mi amigo Juan, era
de esos enamorados de su trabajo que no duda en regalar clases
magistrales solo por el placer de contar.
Después de colgar tenía una dirección, un teléfono y una
mentira construida para superar otro escollo que me llevara hacia
Diego. El maño era un verdadero encanto. Ahora podía darme una
ducha, preparar el cuerpo para lo que pudiera suceder y, ya vestida, ir
al encuentro de Oscar.
::::
Llegué temprano, algo habitual en mí. Odio esperar y eso me
lleva a adelantarme a la hora concertada la mayoría de las veces. Pero,
siempre que el otro sea puntual, no es algo que me moleste demasiado,
pues ese tiempo lo aprovecho para leer o para pasear. Aunque allí,
plantada ante el Palau de la Música Catalana, no era necesaria ninguna
de esas opciones.
Sentía un apego especial por aquella maravilla modernista. Y no
solo por el hecho su buena acústica, sino porque lo entendía como un
monumento a la solidaridad humana sufragado con fondos procedentes
de una suscripción popular. Una construcción realizada con materiales
tan humildes como las gentes a las que iba destinado: ladrillo rojo,
trencadís de azulejos, yeso, vidrio… un espacio que nunca tendría el
boato del Liceu pero sí mucha más dignidad que aquel, tanto por su
continente como por su contenido pues estaba destinado a ser el lugar
192
desde el que la Música alimentaría las almas de los más
desfavorecidos.
Ese fue su verdadero origen e intención; en la actualidad solo
era una pieza más desde la que perpetrar expolios que mitigaran las
enfermedades incurables de una casta política tan incompetente y
corrupta como avariciosa, egoísta y narcisista… la tan cacareada Marca
España que escupía vergüenza hacia todos los rincones del planeta.
Mientras andaba en esas cavilaciones vi venir a Oscar desde Vía
Layetana, iluminando la calle con su sonrisa y el andar desatento del
que mira mucho en su interior. Se me abrió una sonrisa involuntaria. Era
evidente
que
me
estaba
sucediendo
algo
extraño,
desde
la
adolescencia nunca me había sentido tan estúpida.
Cuando estuvo a mi lado y tras su hola Alba, se acercó a darme
un beso en la mejilla poniéndome las manos en los hombros; yo, por mi
parte, me lancé a besarle en la suya y darle un buen abrazo. Nunca
sabré si lo hicimos de manera involuntaria, pero ambos buscamos el
mismo lado y el resultado fue un chocar de narices con mejillas y
barbillas con labios. La fortaleza de Alba tenía flancos débiles.
Dimos una vuelta por el Palau, me sentía incómoda con aquél
silencio que se nos había instalado en medio. Necesitaba conversar,
hacerle ver que estaba allí, a su lado, con él. Llevada por el poder del
espacio en el que nos hallábamos le hablé de algunas anécdotas de
conciertos a los que había asistido. La de una Consagración de la
Primavera en la que la entrada de fagot no acertó una sola nota, al de
los timbales se le escaparon las baquetas y el director, Antoni RosMarbá, estoico, luchó por dignificar el desastre. La de un inolvidable
Carmina Burana que hizo pequeño el escenario y el Palau entero.
palabrería para llenar el incómodo silencio.
Hablaba yo sola, Oscar me escuchaba, casi atento, aunque sin
lograr disimular que una parte de él andaba en otro presente paralelo al
nuestro.
193
Si te preocupa algo de lo sucedido el otro día olvídalo, no
sucedió nada ni estamos obligados a recordarlo como lo harías dos
adolescentes. A estas alturas de la vida nos habremos metido en
jardines mucho peores. Lo dicho, por mi parte todo está olvidado y
enterrado. La amistad, lo primero.
Él permanecía callado y ensimismado. Me asusté.
—No serás de esos que tiene pareja y ahora te sientes culpable
y te entran todas las dudas y necesitas hablar con ella. Espero que no
vaya por ahí la cosa. Te juro que me encanta que nos entendamos tan
bien, pero no quiero saber nada de triángulos ni de historias de ese tipo.
Él me miró, escondido tras una media sonrisa, y me respondió:
—No hay nadie, Alba. Puedes estar segura. Es que estoy en un
momento extraño de mi vida. Hay cosas, pero no las puedo compartir
contigo. Me gustas mucho, de verdad. Me encantaría ser algo más que
tu amigo. Créeme. O no me creas, da igual. Pero es la verdad. Solo te
pediría que tuvieras un poco de paciencia, pero ni sé cuánto tiempo
será ese “poco” ni puedo compartir sus causas contigo. Cuando antes
me has dicho de quedar, el corazón se me ha disparado, y ha sido una
sensación nueva para ambos: para él y para mí. Pero no puedo
dejarme llevar por ella, de verdad. Te pido paciencia, solo un poco de
paciencia, por favor.
Fue un soliloquio, en el más puro sentido de la palabra. Oscar
hablaba, convincente; yo escuchaba como desde un patio de butacas, a
la espera de ver bajar un telón que jamás caería. Asentí a todo, le miré
con ternura mientras hablaba e incluso no recuerdo si debí prometerle
comportarme como aquellas doñas que esperaban a sus cruzados.
Igual lo hice, pero mientras su voz fluía desde algún rincón de la
Falsedad, yo me volvía a tapar con mis capas de cebolla, las más
espesas y duras.
Fuimos a cenar. Que me sintiera ridícula por dentro no quitaba la
utilidad que el jardinero seguía teniendo para mí; toda carta es buena si
194
llega el momento de jugarla. Y eso era ahora Oscar, una posible carta
que debía mantener hasta que perdiera su utilidad.
Hablamos mucho. Romper las ansias a veces libera y eso nos
sucedió. Por mi parte, me explayé en rememorar de nuevo algunos
conciertos vividos en la sala cercana. Más anécdotas de amigos
llegando tarde, un niño de diez años que una vez me hizo ver el error
del solista de guitarra en una versión del Concierto de Aranjuez. Los
increíbles cuartetos de Bartok.
Él, por su parte, se remitió a las cercanías de mi casa y me habló
del maravilloso concierto de Peter Gabriel en el Palau Sant Jordi, del
concierto de The Cure en el denostado Palau d’Esports. Del irrepetible
The power to belive de King Crimson en el Poble espanyol.
Éramos muy distintos, estaba claro. Mi sexta sinfonía de
Beethoven contra su Don’t Give Up; mi Fortuna imperatrix mundi contra
su Indiscipline… Y a pesar de todo, tenía claro que esa diferencia era la
que, de algún modo, nos complementaba. Porque si yo era capaz de
apasionarme hablando del Adagismo de Mahler él hacía lo propio con el
Rock progresivo de King Crimson. Todo sin alardes, sin necesidad de
demostrarnos nada que no fuera la propia visceralidad y el respeto
mutuo.
Terminada la cena nos despedimos, qué otra cosa cabía sino. Ni
Oscar intentó forzar la situación ni a mí me quedaban las más remotas
ganas de intimar con nadie esa noche. Nos dimos unos besos en la
mejilla, esta vez con acierto; nos deseamos buenas noches y
terminamos con un hasta mañana.
Allí, tiradas por el suelo, dejaba una vez más mis ilusiones de
adolescente incurable y una buena porción de orgullo. Pero me iba a
casa mucho más fuerte y consciente de que el amor de pareja me
estaba negado.
195
Conseguí dormirme en seguida. No hay como tener las cosas
claras para desligarse de eso que conocemos como “malos rollos”. Pero
eso no hizo que me levantara de buen humor.
El café con leche del desayuno es una de las liturgias más
agradables que conozco. Lo es a pesar del estado de ánimo y de las
horas de sueño. Preparar la cafetera —odio el café enjaulado que nos
vende un actor, por simpático que parezca—, calentar la leche,
escuchar el borboteo del agua mientras escupe su oro negro, percibir
por fin el olor maravilloso del café recién hecho. Y si la liturgia de la
preparación es hermosa, no lo es menos la de tomarlo: taza cilíndrica
entre las manos —odio las formas raras y los vasos transparentes—,
soplar el exceso de temperatura, sorber primero la crema superficial,
beberlo después a sorbos breves y lentos compaginados con la lectura
de la prensa —hoy sustituida por las distintas opciones que nos ofrece
la Red—. Todo hecho sin prisas, deteniendo el tiempo al máximo para
degustarlo a tope.
Una vez repasados los titulares de algunos periódicos, leído
algunos artículos de opinión, mirado las distintas entradas de mi muro
de Facebook y consultados algunos blogs de referencia ya estaba
informada: el miserable mundo que teníamos ayer no había cambiado
un ápice y su única certeza era que una Crisis de proporciones bíblicas
estaba empobreciendo a la mayoría para que florecieran unos pocos
millonarios más.
Eran las diez de la mañana, buena hora para llamar a Oviedo.
Me desplacé hasta el cuartito de Judit, me senté frente a ella y marqué.
—Hermanos Quintana, dígame.
La voz era aguda y algo ronca, pero sonó tan agradable que sin
querer la ubiqué en la imagen del Gepetto de la película Pinocho de
Disney. Me presenté y pregunté por Manuel Quintana. La voz, ya
asociada a la imagen del padre de Pinocho, confirmó que era él y que
esperaba mi llamada. El amigo maño había realizado su trabajo a la
196
perfección, tanto, que me había allanado el camino de entrada al
corazoncito del anciano.
Como experta en restauración sé que la mejor manera de
ganarse a alguien del oficio es apelar al narcisismo del oficio. Por esa
razón mi primera pregunta fue genérica sobre su trabajo. Manuel se
explayó durante un buen rato sin hacerse pesado en absoluto. Su
pasión al hablar de los libros, les daba una vida que la mayoría de
mortales no sabemos atribuirles. Hablaba de algunas operaciones a
vida o muerte a las que había sometido a algunos y de cómo la mayoría
de ellas los había devuelto a las estanterías de donde salieron: la
limpieza superficial de las hojas, las distintas pruebas hasta determinar
que tintas, colores y pigmentos no son sensibles a solventes que
puedan afectarlas; el recosido del libro.
Después de que explayara y confirmáramos que muchos de los
pasos dados en la mayoría de obras de arte eran casi idénticos a los
que él realizaba en su taller o en museos, bibliotecas o monasterios,
creí llegado el momento de preguntarle por el rojo de cinabrio.
—Ahí, Alba, hablamos de otro tipo de trabajos —comenzó de
decir—, hablamos de lo que se conoce como miniar, “colorear en rojo”
¿sabes?, que viene de Minium, que así llamaban al cinabrio en la Edad
Media. Aquí solo lo usamos cuando nos llega algún trabajo realmente
delicado en algún pergamino medieval, alguna miniatura, sobre todo;
por eso utilizamos un pigmento muy puro, nos costaría muy caro
estropear según qué documento, por no decir del prestigio de la familia;
que ahora ya nos relevan los hijos y una sobrina. También a veces, con
mi hermano, igual nos da por repetir alguno de los que nos gustaron,
usando las técnicas de antaño. No dejan de ser prácticas para mejorar
el oficio… ¿Sabes cómo se preparaban los pergaminos para facilitar la
aplicación de tintas? —Era una pregunta retórica, no me dejó
responder—. Preparaban la superficie pasándole bilis de buey
mezclada con clara de huevo, suena asqueroso ¿verdad? Aunque
197
también lo frotaban con una solución diluida de cola con miel, es la que
usamos nosotros en la actualidad. Pero vamos, lo interesante, si es que
te apetece conocer mejor las técnicas, sería que te pasaras un par de
días por nuestro taller. Oviedo es muy bonito al final del verano, y por
las noches se duerme sin pasar los calores de Barcelona.
Le tomé la palabra. Le dije que con toda seguridad terminaría
acercándome, pero ahora necesitaba alguna información sobre el
hombre que les había comprado pigmento de cinabrio.
—Sí, claro —se lanzó a hablar de nuevo—, es un antiguo cliente
nuestro. Que ahora que lo digo, hace una eternidad que no pasa por
aquí. Será que ya no tiene nada para restaurar y no habrá necesitado
más pigmento para las pruebas que dijo que haría. Sí, le gustaba pintar
y lo hacía bien. Eso aparte de tener una biblioteca excelente ¿sabes?
¡Era un cliente! Ese dato no lo esperaba. Ni tampoco esa
confirmación tan clara de que era pintor. El corazón me iba a mil. Le
pregunté por su nombre y dirección. Me respondió que esa información
no me la podía suministrar, sus clientes eran gente con bastante
posición y su taller no se había hecho un nombre dando los suyos. Le
pedí disculpas, tenía toda la razón. En mi interior imaginé que si me
acercaba a ellos y les daba suficientes explicaciones podría
sonsacarles algo más. Antes de dar por terminada la charla me atreví a
preguntarle cómo sabía que le gustaba pintar.
—Porque tenemos colgado un excelente cuadro suyo en el taller.
—Fue su respuesta.
Le prometí que en breve me iba a pasar por su taller y que
llamaría antes para confirmar día y hora. Le agradecí la deferencia
hacia mí y las extensas explicaciones que me había dado de su trabajo.
Nos despedimos y colgué.
En Oviedo había otro cuadro de Diego, y éste también podría
verlo in situ.
198
Inicio
199
Muerte de la madre 1967
Hola, espero que hayas descansado bien. Te ayudo a
prepararte y seguimos con el trabajo.
Mira, anoche, cuando me marché, seguí pensando en lo que te
había explicado. ¿Recuerdas de lo que hablamos? Sí, te contaba mi
relación íntima con mamá.
Como imaginarás eso era algo que no podía compartir con
nadie. Ella me lo tenía prohibido y yo no era tonto. Sabía que muchas
de aquellas cosas que hacíamos no estaban bien. Pero estaba
perdidamente enamorado de María. Amaba a mi madre por lo que era,
pero también amaba a María por la misma razón. Lo terrible era que
ambas convivían en la misma mujer.
Es muy duro darte cuenta de que moral y lujuria habitan en
apartamentos distintos a pesar de que el edificio sea el mismo. Y es
muy triste hacer coincidir timidez y deseo dentro de una misma cabeza.
Eso primero me sucedía a mí dentro de casa. Pensar en María,
conseguir apartar de mis ojos su referencia como madre, desataba una
lujuria incontrolable en mi mente adolescente. Y mi educación católica
me revolvía por dentro cuando conseguía apartar las redondeces de
María para enaltecer a mi madre; entonces el peso del pecado, la losa
de la moral me martilleaba. A pesar de que las enseñanzas que intentó
inculcarme ella y los distintos profesores que tuve fue laica, era
inevitable no absorber aquella enfermedad infecciosa que corroía
españa y que llenaba las almas de pecado.
Y no solo me sucedía esto que te cuento. Entendía que esas
pulsiones sentidas en el bajo vientre eran normales; lo único que no era
normal era el vehículo escogido, María, Entonces entraba en juego la
timidez; la timidez y la educación tan especial recibida por mamá. Qué
mal lo pasaba. Para las otras muchachas yo solo era un objeto de burla,
pero no podía evitar excitarme al verlas y a medida que crecía, crecía
más y más mi desasosiego.
200
Es probable que, de haber llevado una vida normal, como la
del resto de muchachos, hubiera llegado a superar mis problemas. O tal
vez no, eso ya nunca lo sabremos. Lo que sí llegó a ser una certeza es
que mi madre nunca me dejaba en paz con sus «debes volver a casa
sin entretenerte con nadie». Llegar tarde suponía un interrogatorio
cargado de reproches: Con quién has estado… dónde has estado…
qué has hecho… por qué me das estos disgustos… tú ya no me
quieres… cualquier día me dejarás sola… y qué iba a hacer yo. Ante las
muchachas me quedaba plantado en el suelo, como un Cristo grotesco
al que solo le han desclavado las manos, balbuceando; mientras ellas
se cerraban en corrillo y se reían de mí, venciendo incluso el miedo que
me tenían. Ante mi madre se obraba el milagro de la transubstanciación
y desaparecía ella para convertirse en María. No tenía escapatoria.
Para colmo en casa tampoco tenía intimidad alguna, ninguna habitación
tenía pestillo y ella se permitía entrar en la mía sin pedir permiso. “quien
no tiene nada que ocultar puede vivir sin puertas”, decía siempre. Es
gracioso, se jactaba de ello cuando nosotros éramos los primeros en
vivir a escondidas…
¿Te lo podrás creer? Nunca había caído en eso. Se lo podría
haber dicho entonces. Sí, se lo podría haber dicho, y ¿sabes qué
hubiera significado? Un disgusto. Todo le disgustaba. Solo cuando
estábamos en la biblioteca, ella tocando el piano o leyéndome y yo
pintando, se respiraba una verdadera paz, cuando los pinceles
proyectaban mis sueños sobre el lienzo y ella se mantenía al margen
dentro de las fronteras de su mundo estético, prolongación inevitable de
su misma belleza.
También tenía prohibido recibir a nadie en casa; nuestro hogar
era un castillo inexpugnable para los ojos de los demás: nadie del
colegio, nadie del Instituto, nadie de mi edad, ni hombre ni mujer. Nadie
que no fuera necesario. Solo ella y yo. Y para mí, solo ella, siempre ella,
nadie más que ella. Aquello era cada vez más terrible ¿Sabes? Porque
201
sí, yo tenía la timidez, me volvía loco por María, pero por qué debíamos
vivir de ese modo. Qué hubiera sucedido de poder salir más a la calle,
de forma más libre, sin tanto control en una edad en la que deberíamos
enfrentarnos a todo lo nuevo. Qué se yo, imagino que nada hubiera
cambiado, los acontecimientos hubieran sucedido del mismo modo, con
más o menos circunloquios. Era mi destino, el destino de toda mi
escueta familia.
¿Quieres que descansemos? Parece que estás incómoda.
Relájate un rato. Muévete un poco y ahora seguiremos. Mientras,
continúo mi relato.
Ya ves que vida, diecisiete años y me sentía totalmente solo.
Sólo tenía a mi madre para suministrarme las caricias, el cariño y la
compañía que pudiera necesitar. Pero lo terrible, lo que de verdad
comenzó a ser insoportable, y hoy lo veo más claro aún que entonces,
es que esa actitud no eran más que pueriles ataques de celos.
Infundados, por supuesto, ¿Con quién la hubiera engañado si la
idolatraba? ¿Con quién podía haberme ido si apenas me atrevía a mirar
a las demás mujeres?
No sé cuándo debieron comenzar esos celos. Igual los había
sentido siempre y yo no había sido capaz de verlos. O igual
comenzaron cuando ella percibió que mis ojos acariciaban otros
cuerpos. Pero a mí me llenaba de tristeza verla de ese modo ¿sabes?
Cuando se ponía ante mí y comenzaba a interrogarme y a gritarme, a
decirme que no le haría caso cuando fuera una vieja, yo que he vivido
únicamente para ti y tú te irás con cualquier hembra que se abra de
piernas,
me
decía.
“Hembras”
las
llamaba
cuando
deseaba
menospreciarlas. Me decía que con cuarenta y seis años ya no era
deseable, las arrugas, la vejez, la decrepitud. Y yo tenía diecisiete. A
esa edad no eres consciente de ese tipo de cosas. Yo no me daba
cuenta de nada, de verdad. Y qué podía hacer yo si me excitaban las
mujeres, si no podía impedirle a mis ojos que las miraran ni a mi
202
cerebro que las desnudara y las comparara con María. Ni podía impedir
eso ni podía impedir temerlas.
Ni siquiera me imaginaba tocándolas ni en cualquier otra
actitud sexual con ellas, pero eso a mí madre parecía no importarle
cuando trataba de explicárselo, decirle que solo pensar en esas cosas
ya me aterrorizaba: aquellas mujeres niñas que se habían reído de mí
desde la niñez, aquellas niñas mujeres que todavía ahora me miraban
como si fuera un enfermo. Aquellas “hembras”, como las llamaba ella,
que no buscarían otra cosa que no fuera hacerme algún daño; tanto
físico como moral. Yo se lo intentaba explicar pero ella no escuchaba.
Yo le decía que por más que me atrajeran jamás habría otra que no
fuera ella. Yo le explicaba y ella no aceptaba. Yo le explicaba y ella no
quería entender.
Poco a poco fue estrechando el cerco sobre mí: los horarios,
los interrogatorios, la exigencia continua de caricias y halagos. Si
llegaba a casa algo mas tarde de lo normal percibía el odio de su
mirada, si le negaba alguna caricia porque deseaba hacer cualquier otra
cosa, lo mismo. Me estaba convirtiendo en un objeto que podía usar a
su antojo. Si se lo decía, estallaba en llantos enumerándome cuánto
había hecho por mí, toda la vida dedicada a mi niño; he renunciado a
todo para protegerte del mundo e incluso de ti mismo. Era de locos. A
veces, mientras estábamos en el estudio y yo pintaba, la descubría
observándome, con una mirada recriminatoria que daba hasta miedo.
Yo lo sentía, al menos.
A medida que pasaban las semanas y los meses se
incrementaba su neurosis, se fue encerrando más y más en ella misma.
Recuerdo que yo, ya ves, un pobre adolescente sin ninguna
experiencia, le preguntaba qué te pasa mamá. Recuerdo que le decía
una y otra vez: tú eres la más bella y yo nunca te abandonaré, mamá.
De corazón se lo decía, de verdad. Porque ya entonces había aceptado
que no habría otra más que ella, y ¿sabes que me respondía? Que
203
todas las mujeres eran malvadas salvo ella. Y me gritaba: “ninguna de
aquellas zorras te dará el cariño que yo te doy, ninguna”. Cada vez
más y más a menudo.
La quise tanto a mamá…
Espera, déjame que rectifique esto… Un momento… Ya está.
Si no lo repaso ahora después es peor. Este tipo de trabajos son muy
delicados. Te ayudo a ponerte como antes… Así, eso es ¿Por dónde
iba? ¡Ah, sí!
Comencé a tener claro que aquella situación no podía
continuar por más tiempo, debía solucionarlo de algún modo. Podía
aceptar que mi vida transcurriera con mayor o menor libertad, solo su
amor y su hermosura colmaban de sobras mis necesidades. Pero o
podía permitir que ella pasara por aquel calvario que día a día iría a
peor. A medida que la vejez la envolviera perdería su altivez, su garra, y
esa fuerza que la convertía en alguien invencible. Cada año, cada
arruga, cada pequeño detalle de decrepitud iría destruyendo de forma
irremediable el carácter orgulloso de aquella fiera de cabellera negra
que había sido, una mujer capaz de comerse el mundo.
Lo que te he dicho no es cierto, no me bastaban su amor y su
hermosura, por maravilloso que fuera aquello se estaba convirtiendo en
una cárcel y yo no
me veía capaz de continuar allí encerrado,
renunciando a todo un mundo que había fuera aunque las chicas se
rieran de mí, de mi timidez, de mi no saber hacer; a pesar de que los
chicos y hasta el resto del mundo me dejaran de lado. Qué mala es la
adolescencia ¿Verdad? Cuanto caos había entonces en mi cabeza.
Lástima que estas cosas las veamos cuando los años nos han
desgastado hasta hacernos más sabios pero más cobardes. Lástima…
Tracé un plan. Lo primero era convencerla de que posara para
mí y pudiera hacerle un retrato. Me costó meses convencerla. Meses de
súplicas, días y días de enseñarle láminas y decirle que eran prácticas.
Necesitaba hacer pruebas para pintar la “Venus andaluza” de George
204
Owen Apperley, a pesar de que lo único que deseaba era plasmarla en
un lienzo con la cara y el cuerpo que todavía podía enseñar con toda la
insolencia.
Después de muchas súplicas accedió, por fin pude comenzar a
pintarla y a integrarla en aquel hermoso desnudo. Tardé algunas
semanas más en terminar el retrato. Horas y horas trabajando cada
pincelada, retocando los trazos una y otra vez hasta sentirme contento
con el resultado. Y mientras avanzaba era más y más consciente de
que atrapaba la hermosura de mi madre e impregnaba con ella aquella
tela vacía y sin vida.
Sí, sé que esto te debe recordar a Wilde, pero no, date cuenta
de que mi logro era a la inversa. Tampoco lo conseguido por JeanBaptiste Grenouille se acercaba a mi logro; él, al fin y al cabo, solo
perseguía lo único que era capaz de reconocer: el olor; y para
conseguir un atisbo de lo que yo lograba desde el poder de mis manos,
debía utilizar los cuerpos exprimiéndolos como si fueran extraños frutos.
No, en absoluto, mi Arte, mi capacidad de arrebatar lo hermoso de
aquel cuerpo superaba con creces lo que otros autores habían
intentado plasmar en sus maravillosas novelas. Mi realidad, mi verdad,
superaba cualquier ficción, cualquier idea venida de mentes mucho más
limitadas que la mía. Mi madre podría envejecer, pero su retrato, mi
homenaje a su hermosura perduraría por los tiempos.
No sé en qué momento debió producirse. Apareció como uno
de esos pensamientos diáfanos que te llenan todos los rincones de la
mente. Algo parecido a lo que debe ser encontrar a Dios, pero caí en la
cuenta de que no podía permitir que mi madre pasara por la decrepitud
de la vejez. Jamás sería tan hermosa como atrapada en mi retrato. Lo
más hermoso, contenido en lo sublime. Ella, en una obra cumbre de la
Pintura.
Me sentí Dios. Y esa misma noche, mientras dormíamos,
acabé con su vida…
205
No me pongas esa cara de desaprobación, ya me da lo mismo,
todo da lo mismo. Hemos llegado hasta aquí y ya no me importa si me
juzgas o cuestionas. Esa ha sido mi vida y de nada sirve esconderse ni
mentir más. La desnudez debe ser absoluta, total, veraz. Hacerlo de
otro modo sería engañarnos…
Tengo aquella noche grabada en mi mente como una
secuencia de fotografías en blanco y negro. Una película lenta en la
forma del
expresionismo de Fritz Lang de los años 30, con planos
forzados, con contrastes de luz y aquellas sombras alargadas y
deformes. El mismo blanco y negro de otras obras maestras como
“Ciudadano Kane” o “El tercer hombre”.
Ella dormida, desnuda, a mi lado. Yo, mirándola como quien
idolatra a una diosa. Ella, hermosísima en la penumbra de aquella
alcoba inmensa. Yo levantándome, y cogiendo el cojín de una butaquita
cercana a la ventana. Ella respirando, relajada, con la tranquilidad del
que se sabe seguro. Yo mirándola, desde una lejanía irreal. Ella más y
más cerca. Yo sin llegar nunca. Ella delante de mí por fin, y yo
tapándole la cara con el cojín, cerrando los ojos y apretando fuerte,
cada vez más y más fuerte. Ella moviéndose, clavándome las uñas en
la bata, dando fuertes sacudidas, pataleando, golpeándome con las
rodillas. Yo aguantando, convertido en losa de granito. Ella, con los
brazos en cruz, entregada a su destino, espaciando los espasmos,
disminuyendo el arco de las acometidas de sus extremidades,
resistiéndose cada vez menos. Yo anclado sobre ella, convertido en
piedra por el miedo, agarrotado por la excitación. Ella, ya casi sin
fuerzas, apenas dejaba ir algún temblor involuntario de los antebrazos y
los pies. Cada vez menos… un casi imperceptible temblor de su mano
izquierda y ya nada, solo una sensación de líquido caliente mojándolo
todo. Después silencio. Quietud.
Me dolían las manos, los brazos, la espalda, los ojos. Al rato
de no percibir ningún movimiento aparté el cojín. Lo que encontré
206
debajo ya no era mi madre. Ella había sido sustituida por una mueca
grotesca de su cara: una boca abierta persiguiendo un último hálito de
vida; una lengua torcida, grande, hinchada, semejante a una babosa;
unos ojos muy abiertos, incrédulos al enfrentarse a la muerte; los
cabellos, rayos blandos huyendo de aquella careta horrible; restos de
maquillaje esparcidos por las mejillas, la frente, las orejas… Pobre y
patético payaso ridículo.
No, mi madre ya no vivía en ese cuerpo. Ahora viviría por
siempre, en su retrato. Como una nueva Venus mejorada que hubiera
causado la envidia del mismo Owen Apperley.
Ya calmado y algo más recuperado del cansancio dediqué el
resto de la noche a preparar el escenario de un suicidio. Primero tuve
que secar la humedad del colchón hasta que desapareció el olor a orín,
después cambiar la ropa de cama. Terminado de recoger todo el
entorno, vestirla, trenzar una soga suave, colgarla, dejar una banqueta
tirada, dar un tirón, escuchar el crujido del cuello, el balanceo, el
silencio. La nada.
Después me acosté. Y ¿sabes lo mejor? Me dormí. Alguna
cosa se liberó en mi interior y me dormí como hacía tiempo que no
hacía.
Esa noche aprendí que es fácil matar… aunque cansado.
Me despertaron los gritos de Berta, la mujerona que venía por
las mañanas y nos arreglaba la casa. En un primer momento me
pareció que despertaba de un sueño que hubiera hecho las delicias de
Freud, pero poco a poco la realidad se hizo hueco y recuperé el
recuerdo de mi liberación.
A partir de ahí puedes imaginarte. Policía, forense, notario.
Gente que nos conocía y respetaba. Buenas personas que hicieron
menos preguntas de las que hubieran sido normales en cualquier otro
caso, pobres inútiles. Pero claro, a mí me hicieron un favor.
207
No recuerdo ya cuanto tiempo duraría aquello: unas pocas
semanas. Poco si contamos con que al final se certificó el suicidio y
todo pasó a mis manos.
Y después de todo aquello llegó un momento en el que la
realidad se plantó ante mí de nuevo. Una realidad que me enseñó que
nada era como había previsto.
Inicio
208
209
Primer interrogatorio
23 de julio de 2010
Viernes 23 de julio, las nueve de la mañana y ya empezaba a
hacer calor. Desde el despacho de Santos podían ver la recepción y en
ella, sentados en dos de las sillas, un par de hombres poco habituales
en aquel entorno: uno, escaso de cabello, algo tripón y cliente de
solárium. El otro, bajo, escuchimizado de cuerpo y moreno de piel.
Ambos embutidos en sendos trajes de lino: beige el uno y marrón el
otro. Se habían sentado bastante separados, tenían claro que no les
convenía que se supiera que se conocían y lo disimulaban; pero no
evitaban echarse miradas interrogativas el uno al otro.
Se les había citado a las ocho y cuarto de la mañana. Que
además fuera un viernes de finales de julio tenía una clara intención:
agriarles el estómago tanto como fuera posible para que la visceralidad
superara a la razón. Los que están acostumbrados a hacer las cosas
cómo y cuándo les place, no toleran demasiado bien que les retrasen o
les corten las vacaciones, les hagan moverse al día que comienzan su
fin de semana, les hagan madrugar y, para colmo, les tengan sentados
cuarenta y cinco minutos sin darles explicación alguna y en una sala
carente de aire acondicionado.
Desde su posición privilegiada Oscar veía como el nerviosismo
se apoderaba de la pareja, sobre todo del escuchimizado.
Le
observaba pinzarse las pieles de una mano con las uñas de la otra y
mordisqueárselas después. Sintió una extraña mezcla de sensaciones:
asco, desprecio y contento; esta última al confirmar que conseguían su
propósito. Germán, por el contrario, daba la imagen de estar
sumamente relajado, aunque le delataba el hecho de sudar a mares.
Aún y así no se despojaba de la americana. Debía ser el sustituto de
una coraza.
Aprovechó la imagen del francés para comentarle algo en voz
baja a su compañero. Santos levantó el teléfono y ordenó que subieran
210
un par de grados la temperatura del aire acondicionado de la recepción
y que los distintos miembros del equipo dieran una vuelta por la sala;
sonrientes, pero sin dar explicación alguna.
A las nueve y veinte hicieron pasar a Germán a una salita anexa
y le dejaron solo. Cinco minutos después hicieron lo propio con Yuri
Edna. Cada uno podía ver al otro a través de la cristalera que se había
dejado con las persianas recogidas a tal efecto. En ambas salas se
había apagado el aire acondicionado. La incomodidad acelera los
impulsos, pensaba Santos. Lo había aprendido de las modernas tiendas
de ropa en las que un ruido ensordecedor y machacón que llaman
música obliga a los visitantes a tomar decisiones rápidas y, las más de
las veces, equivocadas.
Llegada la hora, Santos entró en la salita donde se encontraba el
georgiano acompañado de Oscar.
—Buenos días señor, Edna. Yuri Edna, si no me equivoco —Dijo
el inspector sentándose.
—Sí, ¿alguien podría decirme para qué se me ha llamado y por
qué razón me han tenido esperando casi una hora? Soy una persona
muy ocupada y para según qué cosas ya tengo a mis abogados.
Santos le interrumpió.
—Le pido disculpas por la espera, señor Yuri, un tema de la
máxima urgencia nos ha retrasado con lo suyo —mintió para
continuar—. Nadie duda que tenga a todo un gabinete de abogados a
su disposición y le felicito por ello, señor Edna, pero en este caso era de
la mayor importancia su presencia. Imagino que sus mismos abogados
le habrán aconsejado que se presentara usted solo y alguno de ellos
debe estar paseando por las inmediaciones por si acaso ¿Cree usted
que necesita la presencia de un abogado señor Edna?
Negó con la cabeza y Santos continuó las presentaciones:
—Nos acompaña en esta entrevista en inspector Oscar
Laguardia.
211
Oscar saludó con un seco: buenos días y hundió la cabeza en
una carpeta. Hechas las presentaciones Santos se levantó de la silla.
—Ahora nos disculpará un momento, pero debemos ir a la otra
sala. Allí hay un caballero cuyas respuestas a nuestras preguntas
pueden sernos de gran ayuda en lo que deseamos saber. Le dejamos
solo unos minutos.
Yuri puso cara de no entender.
::::
Entraron en la otra sala y esta vez habló Oscar.
—Buenos días señor Lavie. Germán Lavie, si no me equivoco.
El francés asintió y antes de que pudiera preguntar nada habló
de nuevo el inspector:
—Es curioso, ¿sabe que existe un método de guitarra escrito por
un músico con su mismo apellido, Fernando Fernández Lavie, se
llama?
—Imagino que no me habrán traído aquí para tener una charla
sobre, música…
C’est… increíble, yo tengo mil cosas que hacer,
señores.
Le dejó explayarse para que se relajara un poco. Cuando calló le
puso delante la fotografía de la ermita y una hoja con la descripción del
material expoliado.
—Tiene toda la razón señor Lavie, si le hemos traído aquí ha
sido por esta ermita que aparece en la foto ¿la ve? Si le hemos traído
aquí es porque lo que hay en ese papel es la lista de todo lo robado en
dicha ermita ¿ve la hoja? Si le hemos traído aquí es porque tenemos
pruebas de que usted es el responsable de ese robo. Lo sabemos,
llevamos mucho tiempo siguiéndole, no ponga cara de sorpresa, y lo
único que debemos hacer es empezar a tocar los timbres de las puertas
de sus clientes con órdenes judiciales y comparar el catálogo de esta
212
hoja de papel con lo que ellos tengan en casa ¿Sigue con su cara de
suficiencia, señor Germán? Mire. Si le hemos traído aquí es porque ese
muchacho que aparece en esa foto se convirtió en esto otro al cabo de
poco tiempo.
Oscar había ido in crescendo a medida que repetía el adverbio
“aquí”. Al plantarle delante la fotografía de la fosa con el esqueleto su
voz se convirtió en un susurro.
—Pero… Pero… Pero —Repetía el anticuario, con la cara casi
albina.
Oscar dejó que mirara un poco más la fotografía de la fosa con
los restos y después le hizo un resumen diciéndole que podía
entenderlo: el muchacho se metió a hurgar, les pilló mientras vaciaban
la iglesia y después seguro que fue a pedir un trozo del pastel y le
amenazó con sacarlo todo a la luz. Sí, son unos hijos de puta esos
chavales que van por ahí sin pegar golpe y encima quieren llevarse los
beneficios de un trabajo, digamos… “honrado” ¿Qué hizo Germán, le
golpeo para que cantara el nombre de los compañeros de la foto y que
no quedaran cabos sueltos? Seguro que sí, y una vez conseguido lo
eliminó y lo hizo enterrar. O igual no cantó y se le fue la mano a alguien
¿Qué sucedió amigo Germán? Sáqueselo de encima, hágase un favor.
Sino, lo hará algún otro antes que usted y le tocará comerse toda la
mierda. Y de verdad, a nadie le gusta comerse los marrones de los
demás, se lo garantizo. No se imagina la de julais valientes que han
estado delante de mí sin abrir la boca para no delatar a un
compañero… ¿Sabe cómo han terminado? Como putitas de algún
compañero de trena mientras sus colegas se pegaban la vida padre y
se partían la caja riéndose del que se achantó.
Germán escuchaba con los ojos enrojecidos, sin acabar de
comprender y sudando a mares. Oscar le invitó a sacarse la chaqueta y
se ofreció a ir a buscarle un vaso de agua. Era el momento de relajar un
poco el ambiente, dejarle pensar y evaluar posibilidades.
213
::::
Yuri no podía esconder su nerviosismo. A pesar de la calma que
deseaba mostrar le delataban las manos. Los dos policías habían
entrado de nuevo y estaban en el rincón cuchicheando. una mancha
rojiza apareció en uno de sus pulgares.
—¿Sabe por qué está usted aquí señor Edna? —Preguntó
Santos sin moverse del rincón.
—Pues no, nadie me ha dicho absolutamente nada. Solo sé que
me vinieron a buscar a mi propia casa, como si yo fuera un delincuente,
y me citaron aquí, textualmente porque necesitaban que respondiera a
unas preguntas en relación a un caso. Ya me dirá usted si eso es modo
de tratar a una persona de bien.
—En nombre del departamento, y al igual que lo hizo antes el
inspector Laguardia, le ruego que nos disculpe. Quiero que sepa
también que intentamos causarle las menores molestias posibles y si
fuimos a su casa fue precisamente por eso, porque nos pareció más
oportuno que presentarnos en su empresa; además, por lo que yo sé,
fueron agentes de paisano, con la intención de minimizar al máximo el
atentado a su intimidad que esto supone. Sepa que no actuamos así
con todo el mundo. Creo que nos debería estar agradecido, pero es
libre de pensar lo que desee.
Dicho esto se calló. Se sentaron frente al georgiano, abrieron
sus carpetas y se sumieron en una fingida lectura de los papeles
mientras el otro, ahora sí, sudaba de manera evidente. Se le notaba
nervioso, no dejaba mirar a la otra salita para ver cómo cambiaba el
semblante del anticuario, ni de intentar ver qué había en aquellos
papeles que
Santos tenía delante. Comenzaba a estar a punto de
caramelo.
214
—¿Recuerda usted que el otro día fue un subinspector de mi
equipo, Elías, se llama, a preguntarle por un joven que había trabajado
en su empresa?
—Sí.
—¿Recuerda usted lo que le dijo?
—Sí, que no recordaba haber tenido contratado a nadie como él.
Pero por mi empresa pasan cientos de personas, yo no voy a recordar a
cualquier mozo de almacén ni a cualquier aprendiz. Ni es mi trabajo ni
me importan lo más mínimo ese tipo de gente. Para eso ya tengo a
otros que cobra un buen dinero.
—Mire esta fotografía, es el muchacho por el que le preguntó mí
compañero.
Santos le plantó delante una fotografía con la cara del joven y
dejó que se le cayeran algunas del hallazgo de los huesos. Pidió perdón
y las recogió con la suficiente lentitud como para que pudiera echarles
un buen vistazo. Yuri, que las había mirado con cierto asco, miró a los
ojos del inspector y sacó fuerzas para lanzar una pregunta:
—¿Qué quiere decir esto?
—Discúlpeme, esas ahora no vienen al caso ahora. Mire solo
esta. Este muchacho trabajó en su empresa durante éste periodo de
tiempo que pone aquí —le plantó delante una hoja con la vida laboral y
apartó el resto de fotografías—, y después fue despedido. ¿No
recuerda usted cual pudo ser la causa, si se granjeó enemigos o hizo
algo, digamos, ilegal? No es que sea demasiado importante, estamos
contactando con gente que trabajó allí durante ese periodo y parecen
tener mejor memoria que sus trabajadores actuales. Pero si usted
supiera alguna cosa nos ahorraría tiempo, un dinero valioso para el
erario público y un agradecimiento por mi parte que tal vez no tenga si
no desea colaborar.
215
—Le repito lo que ya dije: no tengo ni idea de quién puede ser
ese chico. Y creo que voy a llamar a mi abogado. No sé quién se cree
que es para amenazarme.
—Siento que usted entienda mis palabras como una amenaza,
nada más lejos de mi intención. Llámele. Hágalo si cree que lo necesita,
pero sepa que no está detenido. Solo le hemos llamado para ver de
clarificar la secuencia de unos hechos que tuvieron lugar hace
dieciocho años. Estamos en una charla distendida y cordial, a no ser
que usted considere que ha de ser de otro modo, digamos… Más
formal.
::::
Oscar había dejado solo a Santos, pasó por la máquina, sacó
dos botellas de agua y entró de nuevo a la sala donde estaba el
anticuario. Ofreció una a Germán, se sentó y volvió a hablar de manera
relajada.
—¿Más tranquilo señor Lavie? Debo reconocer que me encanta
el cine americano, con esos asesinos despiadados. Igual le he pintado
una película más exagerada de lo que debió ser en realidad ¿Qué le
parece a usted, he exagerado demasiado? Tal vez prefiera darme una
versión más realista del asunto. De película italiana o española ¿Qué
me dice?
Germán, algo más recompuesto, habló de nuevo.
—Ne sais pas, no sé qué pretende usted con esto, la verdad. No
negaré que algunas de mis transacciones pueden estar al filo de la
legalidad: yo no pregunto y la otra parte no me da más información de
la necesaria. Hasta ahí puedo aceptar lo que sea responsabilidad mía,
pero si se piensa que yo he tenido nada que ver con lo que sea que le
ha pasado a ese… a ese chico, quien sea, está muy equivocado. Es la
primera vez que veo a los de la fotografía, y ni siquiera sé qué capilla es
216
esa. Si va a cargarme ese muerto podemos zanjar la entrevista, me
llama de nuevo por los canales legales y vendré con mi abogado, o me
encierran y vendrán mis abogados. Pero le aseguro que yo no trabajo
así ¿Se cree que estoy loco? Yo soy un empresario respetable que solo
aspira a un retiro digno en el sur de Francia.
—¿Insinúa usted que no sabe de lo que le estoy hablando?
—No lo insinúo, lo afirmo.
—Y me dirá que tampoco sabe nada de las piezas robadas.
—Tampoco. No sé de qué me habla.
—Bien entonces. Eso quiere decir que si comparamos las
huellas que encontramos en esa ermita después del robo, no
coincidirán con nadie de su entorno ni con usted mismo.
—Eso deberá hablarlo usted con mi abogado.
—Hablaremos, señor Lavie. Hablaremos. Lo de hoy solo han
sido los entrantes. Todavía nos quedan los distintos platos de la
degustación y le garantizo que puedo convertir esta salita en el “Bulli”
de los interrogatorios. Le tengo en el punto de mira y voy a ir a por
usted.
—¿Es una amenaza?
—En absoluto. La Policía no amenaza, la Policía cumple
órdenes. Puede usted marcharse.
—Tendrán noticias de mis abogados. Buenos días.
Sin moverse de su asiento Oscar gritó: “Paco, acompaña a este
señor a la salida”
::::
Yuri Edna seguía cuestionándose el hecho de llamar al abogado.
Hacerlo era reconocer su implicación en lo que fuera que quisieran
imputarle y terminaría en una sala de interrogatorios de verdad. Si
mantenía el tipo, todo quedaría en una charla amistosa sin ningún peso
legal. Dirigió un: «Pregunte usted lo que quiera» a Santos y éste asintió
217
con una media sonrisa y le invitó a un café. Cuando los trajeron volvió a
hablar.
—En vista de que no puede recordar nada del muchacho, tal vez
tengamos más suerte con esta joven.
El empresario miró la fotografía de Judit que Santos le había
puesto delante y negó de nuevo.
—¿Ha mirado bien la fotografía? Míresela con detalle, por favor.
Yuri la tomó entre las manos, la miró de nuevo, alzó la cabeza y
con mirada interrogativa respondió:
—No la he visto en mi vida ¿Debería conocerla? Le juro que es
la primera vez que la veo. Al muchacho, igual si miro de nuevo su
fotografía, tal vez pueda recordarlo. Pero puedo jurarle que a esa joven
no la he visto jamás.
—¿Se conoce usted bien su casa, señor Edna?
—Sí, por supuesto. —La cara del empresario era todo un
poema.
—¿Sabe que tiene un retrato de esta chica colgando de una de
sus paredes?
—Imposible. Eso es imposible.
—Pues cuando vuelva a casa le aconsejo que repase todas las
paredes. Le garantizo que en una de ellas cuelga un retrato con el
rostro de esta mujer. Y no solo eso, lleva desaparecida el mismo tiempo
que el muchacho que trabajó en su empresa. Sume usted. Ahora puede
marcharse, nosotros le agradecemos su colaboración, tanto, que voy a
obsequiarle con un consejo: no se fie demasiado de los que le rodean.
Tal vez usted no recuerde, prefiera olvidar o solo mienta de forma
descarada, pero hay otros que preferirán salvar su culo antes que
salvarle a usted. Piénsese bien lo que nos dirá la próxima vez que
hablemos, porque lo de hoy ha sido un pequeño anticipo. Le tengo en
mente, señor Edna. Los huesos esos que ha visto antes necesitan
descansar en paz después de dieciocho años. Me he comprometido a
218
ello, y no se llega a imaginar lo que me jode faltar a mí palabra. Ahora
le acompañarán a la salida, buenos días.
Santos se levantó, salió e indicó al policía que acompañara al
señor Edna hasta la salida. Después fue a reunirse con su compañero.
::::
—¿Cómo te ha ido? —dijo Oscar nada más verle.
Santos se lo explicó. Le contó la maniobra de las fotos y cómo
había podido percibir un cambio en su cara cuando tuvo la fotografía de
Julián entre las manos. La intuición le decía que Yuri sabía mucho más
de lo que aparentaba. En cambio, con lo de la chica, Judit, su cara de
extrañeza no parecía falsa, ese tipo tenía colgado un retrato en su casa
pero no tenía ni idea de ello.
—Seguro que hoy le preguntará a la parienta sobre el tema. Y a
ti, ¿cómo te ha ido con el gabacho?
Oscar hizo su resumen. Le explicó la maniobra de acoso y
derribo y la cara que se le había puesto al francés.
—Yo diría que el anticuario no tiene nada que ver. Es casi
seguro que si le apretamos un poco más cantará las excelencias de
todo el románico pirenaico y hasta algún detalle de Mérida, si viene al
caso; pero tengo mis dudas de que esté metido en el asesinato. Se lo
he tirado prácticamente a la cara y dudo que sea tan buen actor como
para disimular del modo que lo ha hecho.
—¿Les has mandado seguir?
—Por supuesto.
—Oscar, me apuesto un menú en cualquier bar que decidas, de
que esos se ven antes de la hora de comer. ¿Almorzamos?
—Almorcemos. La espera será más llevadera.
****
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Inicio
220
221
Segunda entrevista de Alba con Raúl
27 de julio de 2010 (pero debe ser posterior)
Era el último martes de julio. A las cinco de la tarde el calor
seguía asediando Barcelona y yo me encontraba de nuevo en la Plaça
del Sortidor protegida por la sombra y acompañada de un té con hielo.
Esta vez era yo la que esperaba a Raúl. Ante mí tenía una carpeta con
las impresiones de los retratos, la tabla de tiempos y lugares que me
había hecho y, por si todo eso no fuera suficiente, la información de los
hermanos Quintana, restauradores asturianos de libros que vestían una
de las paredes de su taller con un cuadro de Diego.
Viendo aquello estaba claro que el desconocido pintor dejaba
tanto rastro como los caracoles, y si yo, después de escarbar un poco,
tenía toda aquella información a mi alcance, era evidente que el
decorador debía tener mucha más si había estado colgando lienzos
suyos por diversos lugares.
Un «Buenas tardes» me sacó del ensimismamiento. Era él, nos
dimos la mano y se sentó. Pedimos la bebida y nos quedamos callados.
Mientras esperábamos no pude evitar ponerme nerviosa. Se había
quedado allí, ante mí, mirándome, escrutándome más bien, sin decir
nada.
No aguanté más, ¿tengo algo en la cara?, le solté. Hizo el mohín
de un niño pillado en falta. Me pidió perdón y se excusó diciendo que
tenía unas facciones casi perfectas y un rostro tan simétrico... Como
mujer me sentí halagada, como Alba, no. Continuó hablando de la
geometría de mi rostro y de hasta qué punto formaba parte de un
equilibro en el mundo Estético. No me gustaba ese halago tan directo,
no parecía sincero en absoluto.
Sin apenas darme cuenta derivó la conversación hacia el Arte y
olvidé sus parabienes; pasó de éste a la Pintura y olvidé la
incomodidad. Me dejé llevar, me interesaba que hablara, deseaba su
confianza para poder mostrarle mis hallazgos de manera más cómplice
222
con la clara intención de que compartiera de una vez lo que sabía del
pintor pero que se empecinaba en esconder. Aunque dejarle hablar
entrañaba otro peligro, si no me andaba con ojo corría el riesgo de que
llevara la conversación a su terreno y fuera él el que consiguiera
información de mí.
Esta vez no estaba dispuesta a caer en sus garras. Forcé que la
conversación cambiara hacia el Retrato en la Pintura y una vez allí le
pregunté por su opinión sobre los retratistas flamencos. Hablamos de
su técnica mixta cuando debían enfrentarse a una tabla. La utilización
de pintura al temple como base y el uso del óleo sobre aquél, la
aplicación de
veladuras
hechas
de pintura muy diluida,
casi
transparente, cuya intención era iluminar, su modo de sombrear de
forma ligera y tenue o matizar los colores de fondo.
Me embelesaba la erudición que demostraba Raúl. Hablar de
cualquier faceta relacionada con la estética, los materiales, la época
histórica, el simbolismo, le volvían cercano. Y poco importaba de qué
habláramos, bien fuera Música, Pintura, de cualquier escuela o de las
distintas técnicas utilizadas a lo largo de la Historia; nada le era ajeno ni
desconocido. Ahí residía su peligro para conmigo, al hecho de que me
era casi inevitable sucumbir a sus conocimientos y a la pasión que
ponía al hablar de ellos.
Lo que nos diferenciaba, la única cosa sobre la que teníamos
sentimientos encontrados en nuestras charlas era lo relativo al “genio” y
la capacidad de éste para captar la belleza y reenviarla de nuevo al
receptor. Para él todo era Técnica, para mí siempre existía algo que iba
más allá, que no sabía definir y que conocía como “Genio”. Llegados a
ese punto hablábamos de dogmas, yo no podía convencerle a él y él no
lo lograba conmigo.
Llevábamos un buen rato hablando del arte holandés de los
siglos XV y XVI, él más que yo y se calló, puso ambas manos en
posición de oración, esbozó una sonrisa y me pidió disculpas,
223
—Había olvidado el propósito de nuestro encuentro, creo que
nos apasionamos demasiado al hablar.
Continuó explicando que había hecho los deberes, hablar de los
flamencos le había devuelto a la realidad, asociar el hecho de que
muchos de aquellos pintores no firmaran sus obras le había traído a
Diego a la memoria. Si me lo permites, te contaré todo lo que sé de é”,
sentenció. Le pedí que lo hiciera, pero había una teatralidad extraña en
el modo de sacar el tema. Salvo cuando hablábamos de Arte el resto
parecía un guion barato de película de serie B. Mantuve la compostura,
él habló de Diego.
Había llegado a España a través de Hendaya proveniente de
Irlanda, a donde llegó unos años atrás después de quedarse huérfano.
Su origen no estaba claro, pero Raúl pensaba que podía provenir de
algún lugar de Sudamérica. Se había establecido en Zaragoza, lugar en
el que se conocieron. A Raúl le gustaban las variaciones que hacía el
pintor de obras maestras de la pintura y se las iba comprando con la
idea de que llegarían a tener un valor en un futuro no demasiado lejano.
Según sus palabras, Diego era una persona poco comunicativa que
jamás permitió que fuera a visitarlo a su taller. Del mismo modo que
siempre negó la posibilidad de pintar bajo demanda e integrar el rostro
de ninguna clienta en alguna obra que esta pidiera. La respuesta era
siempre negativa y las explicaciones nulas. Raúl no recordaba apenas
las obras vendidas ni los lugares donde se encontraban. Yo sí, era mi
comodín, pero de momento prefería mantenerlo dentro de la carpeta.
Me estaba repitiendo, con más profusión de adornos, lo mismo
que ya me mandó por correo la primera vez. Su verborrea apenas
aportaba nada nuevo salvo el carácter esquivo del pintor. Mi sensación
era que o me estaba mintiendo o me escondía alguna cosa o
sencillamente me estaba dando coba. Por qué lo hacía. Yo no dejaba
de pensar que mentía porque conocía a Judit y ella le había dicho que
224
lo hiciera. Esa era al menos mi última tesis: mi hermana no deseaba
verme y él era el encargado de mantenerme alejada.
—… y en el año, creo que 93, le perdí la pista y no he vuelto a
saber de él.
Nos quedamos en silencio. Él, como siempre, mirándome como
lo harían dos Leica encañonándome; yo, calibrando la posibilidad de
tirarle las fotografías a la cara y contarle mi versión de los hechos. Me
decidí ¿No era la nueva Alba, no me había reencarnado?, pensé
¿Callar no era de cobardes?, me dije. Abrí la carpeta con la calma de
Sam Spade, saqué las fotografías ordenadas y la hoja cronológica que
me había hecho, le miré y le planté en las narices toda la colección que
él parecía querer olvidar.
—Esto es todo lo que he podido recabar hasta el momento y
espero que me llegará alguna cosa más en los próximos días.
Le expuse lo increíble que me parecía que yo dispusiera de más
información que él sobre sus propios trabajos y le hice notar las
diferencias cronológicas y geográficas entre la versión que me había
soltado y la que yo había construido.
Permanecía inmutable. Callado, pero percibí que su rostro
dejaba entrever admiración. Qué poco sabía yo entonces. Imaginaba,
especulaba, pero me era imposible afirmar nada con rotundidad. Estaba
sola y sola debía defenderme y atacar. Tocaba ataque.
Le expliqué lo de la analítica y cómo ésta me había llevado a un
taller de Oviedo donde colgaba una obra suya y se le ensombreció la
cara. Le solté a bocajarro que hablara con Judit y su rostro expresó
sorpresa. Le detallé lo que rondaba en mi cabeza: que estaba segura
de conocía a mi hermana y que le había hablado de una mujer que
preguntaba por su retrato, que ella habría preguntado cómo era esa
mujer y él me describiría y ella le suplicaría que no hablara, que no
deseaba saber nada de mí. Raúl permanecía impasible, observador,
analista. No conseguía nada. Callé, no sabía que más decirle y no
225
estaba dispuesta a suplicar. Alba Garcés no le suplicaría ni al mismo
Dios, y no por orgullo, sino por principio. Ambos nos quedamos allí
mirándonos, el tiempo no pasaba. Al final habló de nuevo.
—Estás totalmente equivocada, Alba, no sé de donde puedas
haber sacado esa estúpida idea, y perdona la palabra; no conozco a tu
hermana ni la he visto jamás. Créetelo o no te lo creas, no me importa
en absoluto.
Hablaba con desencanto, de forma mecánica. Como si un
vínculo imaginado por él se hubiera roto sin remedio. Toda la decisión y
la pasión vivido minutos antes pertenecían a una persona que parecía
haber desaparecido.
—No debería contártelo, lo cierto es que hice una promesa —
continuó—. Pero está claro que tus obsesiones han de ser satisfechas
de algún modo porque si no es así jamás saldrá de tus fantasías. Mira,
por lo poco que sé cabe la posibilidad, y hablo solo de posibilidad, de
que tu hermana y el pintor se conocieran, no te lo discuto. Pero créeme
si te digo que Diego me pidió que le dejara en paz, que deseaba
desconectar de todo y de todos. No me preguntes por qué porque no lo
sé, pero ¿y si fuera verdad eso que me atribuyes a mí, y si tu hermana
está con él y ni el uno ni el otro desean saber nada de nadie? ¿Qué
ganas ahora con remover el pasado, qué sentido tiene que en Oviedo
cuelgue una obra suya? Deja a la gente en paz. Eres demasiado buena
como para andar hurgando en pasados que todo el mundo ha olvidado,
¿no te das cuenta? Tienes una gran sensibilidad, acumulas unos
conocimientos de arte envidiables y eres la mejor en tu oficio, ¿no te
basta con eso? No te compliques más la vida ni se la compliques a los
demás.
Permanecí en silencio. Mientras un Raúl desapasionado me
soltó su discurso yo no abrí la boca. Y no lo hice porque una gran parte
de Alba estaba de acuerdo con él ¿Qué ganaba yo ahora revolviendo el
pasado? Tenía razón, pero el resto de mí, aquella cabeza de avestruz
226
que estuvo tanto tiempo enterrada, me decía que no. Nadie debía
convencerme si no yo ni nadie sabía qué sentimientos albergaba yo
como para intentar castrarlos.
Se lo hice saber. Raúl puso cara de enfado. No lo entendí, ¿por
qué se enfadaba, en qué le incumbía a él si yo me iba a Oviedo o
viajaba al Taj Mahal? Su voz sonaba sincera, pero de tanto en tanto,
como ahora, sentía que en algo me engañaba y que sabía más de lo
que decía. Pero me lo callé.
No alargamos más la velada. Yo sabía que, a pesar de que las
charlas con aquel hombre eran lecciones magistrales de Arte, ya no era
útil a mis propósitos e intuía que después de aquella tarde jamás
volveríamos a vernos.
Él permaneció callado, ausente, mohíno. Se había vaciado como
un globo y parecía envejecido. Al despedirnos me dio la mano, igual
que siempre, pero esta vez la sentí como muerta. Le dije un adiós sin
énfasis y él me devolvió otro que quise que sonara a despedida.
En cierto modo era un final. Ni Oscar ni Raúl ni nadie. Nadie,
salvo mis amigos de siempre, a los que ahora no deseaba ver en
absoluto. Eran las nueve, tenía el corazón como una locomotora pero
no me veía capaz de pasar la noche sola. Necesitaba marcharme, no
podía quedarme en Barcelona. Fui a casa, preparé una bolsa con ropa
interior, un par de pantalones y un par de jerséis. Cogí el coche y salí
hacia Asturias.
Cuando llevaba un par de horas de camino me di cuenta de que
estaba cometiendo una tontería. Nada de lo que se hace con las
vísceras sale bien, salvo que sea un acto apasionado; y la búsqueda de
Judit no podía serlo, había de actuar con la calma necesaria.
Me paré en una gasolinera y llamé a Juan, el amigo maño que
me había suministrado el teléfono del taller de Oviedo. Le dije que
estaría en Zaragoza sobre la una de la madrugada y le pedí si podía
hacerme sitio en su casa; deseaba que me dijera que no, necesitaba
227
una excusa para huir de la mujer que ya no deseaba ser, pero no quería
estar sola en una habitación de hotel, ni me veía capaz de conducir
toda la noche para llegar a una ciudad que no conocía en absoluto.
—Pues claro que puedes venir a mi casa, catalanica. Está hecha
un asco, como siempre, pero imagino que a estas alturas eso no te va a
sorprender.
No me dio la excusa que necesitaba. La parte cobarde de mí se
sintió contenta por ello. Le agradecí el asilo y tomé el coche de nuevo.
Una vez allí vería como superar la noche.
::::
A medida que me acercaba a su casa volvían gratos recuerdos.
Juan siempre se portó de forma maravillosa conmigo: un cómodo
compañero en la intimidad, un gran acompañante de copas, un
divertidísimo hablador y un atento oyente. Ahora, pasado el tiempo, no
sabía que iba a encontrarme ni cómo iba a comportarme yo. Aparqué
no lejos del rio y lo más cerca que pude de la Plaza de Europa, él vivía
en la calle de San Agustín y esa plaza siempre había sido mi referencia
para no perderme.
Llame al interfono y se escuchó su voz: ¿Te subes o tienes
cuerpo para salir a tomar un vino por ahí?, me dijo. Desde la calle y
cargada con la bolsa le contesté que ya no eran horas. Tú no eres Alba,
tu eres la madrastra de Blancanieves ¡Joder! No sé si abrir, fue su
respuesta. Pasados unos segundos de silencio la vibración del cierre de
la puerta me invitó a entrar. Mientras subía en el ascensor me miré al
espejo. Por la voz parecía que Juan no hubiera cambiado, pero yo no
me reconocía al verme.
Llegué a su rellano y encontré su puerta entornada, él no estaba.
Abrí y entré. ¿Hay alguien?, pregunté sin atreverme a entrar.
228
—Pasa, catalanica, estoy en la cocina recogiendo un poco la
porqueriza.
Era difícil olvidar la distribución de aquel pisito, dejé la bolsa en
el suelo y me dirigí a la mini cocina.
—¡Estás igual Juan, has hecho un pacto con el diablo! —Le dije
nada más verle.
Me tomó de las manos y me alejó.
—Pues tú no, Alba. ¿Te has hecho algo en la cara?
Le miré, sorprendida.
— Tú estás mucho mejor. Estás… no sé, guapísima debería ser
la palabra. Pero es algo más. O quizás es que la memoria de un tío no
es como la de las mujeres y nos olvidamos de los detalles que no sean
lascivos. Regálale un abrazo al maño, ¡joder! No seas catalana hasta
en eso.
Nos dimos un fuerte abrazo y Juan se lanzó a charlar. Mientras
preparaba unos platos con quesos y embutidos de Teruel abrió una
botella de vino y me cantó las excelencias de la denominación
Somontano. Estar allí era como rejuvenecer diez años, ¿de dónde
sacaba esa vitalidad si tenía casi mi edad? Me dejé conducir al reducido
comedor, seguía siendo tan acogedor como recordaba. Nos sentamos y
comenzó la puesta al día. ¿Estas con alguien? No, ¿y tú? Tampoco.
¿Cómo te va el trabajo? Bien, ¿y a ti? No me quejo… Rememoramos
con grata complicidad nuestras fiestas de antaño, le conté lo que había
de explicable en mi búsqueda y la vinculación de Oviedo, nos
confesamos que los “ahora” nos ponían a una cierta distancia y
terminamos dejándonos adormecer por el vino.
Eran las cuatro de la mañana y a pesar de que ninguno de los
dos tenía obligación de madrugar consideramos que para unos
cuarentones esa era una hora prudente para retirarse.
229
—Puedes dormir en el sofá, Alba. De todos modos, por lo vivido
y basándome en la confianza, quiero que sepas que puedes dormir en
mi cama si valoras la comodidad.
—Juan, lo nuestro terminó, ¿recuerdas?
—No te confundas, catalana, te invito a mi cama, no al uso y
disfrute de mi cuerpo. O es que ahora me dirás que nunca hemos
dormido como amigos. Borrachos, sí, pero como amigos.
Me pilló. Tenía toda la razón, ¿qué nueva norma moral me
impedía compartir la cama con un buen amigo? A la mierda.
Se acostó él primero. Después entré yo en el baño, me lamenté
del mal gusto a la hora de escoger la ropa interior del viaje y tras hacer
mis abluciones me acosté a su lado. La cama era inmensa y muy
cómoda, algo que ya no recordaba. Mientras esperaba a un sueño que
había vuelto a escapar oí su voz que preguntaba si podía abrazarme.
Lo dijo con tanto cariño que no supe negarme y le dije que sí. Noté
como su pecho tocaba mi espalda, sentí su brazo que pasaba por
debajo del mío, le tomé la mano, y la apreté contra mí. Al momento
estábamos dormidos.
Me despertó el ruido característico de la cafetera cuando escupe
su negro néctar y un vozarrón que llamaba a la catalanica a desayunar.
Me levanté, me puse la ropa de la noche anterior y seguí el rastro
aromático que le indica a una donde despertar.
—¿Cómo has dormido, Alba? —me dijo con la cara luminosa de
un niño feliz.
Bien, le dije. Le agradecí el abrazo. Él me lo agradeció a mí y
ambos pensamos que ya era suficiente. No sé cuál sería su debilidad,
pero era consciente de la mía y de las causas de ese abrazo:
simplemente nos dimos algo que se nos niega a menudo a los que
vivimos en soledad: un poco de cariño.
Después de comer, nadie en su sano juicio llamaría a aquello
desayuno, decidí que era hora de salir para Asturias. Según mis
230
cálculos me quedaban entre cuatro y cinco horas de viaje. Eran casi las
diez de la mañana. Sin conducir deprisa podía estar allí sobre las tres.
Llamé a Manuel Quintana y le propuse que nos viéramos al día
siguiente, jueves. Aceptó. Hecha esta tarea mande un WhatsApp a
Oscar, en él le decía que estaba en Zaragoza camino de Asturias, que
había algo allí que reclamaba mi presencia y que nos volveríamos a ver
el domingo, uno de agosto. Me despedí de Juan con un cálido abrazo y
un hasta pronto y partí.
****
Inicio
231
Galicia Un año encerrado — 1969
Si mal no recuerdo nos quedamos en mi encierro y te apunté
que nada sucedió como yo hubiera deseado. Sí, fue duro. Creo que la
palabra que mejor definiría la sensación que se apoderó de mí fue la de
“vacío”. Sentí un vacío inmenso, sólido, de hielo. Y tal vez algo de
vértigo.
Pero vayamos por partes.
Perdona, un inciso; si quieres moverte puedes hacerlo, hoy no
es necesario que estés inmóvil. Puedo hablarte y seguir haciendo el
trabajo sin tenerte ahí esclavizada. Te cuento.
Pues bien, al principio pensé que me sobrevendría la culpa de
un momento a otro. Es lo que acostumbra a suceder ¿Verdad? No,
claro, dudo que jamás hayas sentido la culpa a la que me refiero, tú no.
Hablo de la culpa con aristas, insoportablemente dolorosa; la que lleva
a confesar, a terminar con la vida porque gangrena por dentro, la que le
postra a uno ante una pieza de imaginería religiosa... a esa me refiero.
Creo que llegó un momento que me levantaba esperándola.
Días y días en los que tras despertarme me hurgaba por dentro, en un
burdo intento de oír eso que llaman conciencia para escucharla. Pero
nadie me hablaba, ninguna vocecita me hacía el más mínimo “toc toc”
en el corazón. Lo más que llegué a sentir fueron los latidos. Nada más,
solo aburrimiento, tedio, lentitud… claro que encerrado solo y en una
casa inmensa, el tiempo transcurre de otro modo, y por eso nunca tuve
ninguna certeza de cuánto tiempo debió pasar, solo sé que nunca
sobrevino ¿sabes?
Tras
tantos
días
esperándola,
después
de
haberme
obsesionado con ella, un día, sin venir a cuento, caí en la cuenta de que
nunca la sentiría. Era inútil buscarla, perder el tiempo persiguiendo una
culpa inexistente que me era imposible simular. Eso me llevó a concluir
que algún gen dentro de mí había nacido años atrás en Hungría, había
232
viajado con mi madre a América y se me había instaurado en algún
rincón del alma.
Era capaz de vivir con esa carga y no sentir nada.
Podía continuar haciendo las mismas cosas pero sin el peso
de la incertidumbre, ni la responsabilidad del mal. Era totalmente libre.
Podía pasarme las horas sentado, escuchando música y mirando su
retrato y mis manos. Me daba cuenta de cuan hermosa era María allí,
aprisionada en mi lienzo, para siempre. Y después miraba mis largos
dedos, los apéndices encargados de transmitir mi poder a la tela a
través de los pinceles y me admiraba mi capacidad para captar la sutil
sensualidad de su mirada, la humedad de sus labios, la perfección de
su cara. Sí, era eso, era así de simple, le había robado su belleza antes
de que la vejez, los achaques o la enfermedad los borraran de su
rostro.
Me sentía bien, pleno, limpio...
Pero al cabo del tiempo me asaltó otra duda ¿Cabría la
posibilidad de repetir aquello? ¿Podía suceder que ese cuadro hubiera
sido una casualidad derivada de mi admiración y de mis sentimientos
hacia María? Debía probar de nuevo. Era necesario volver a
experimentar otra vez.
Pero no podía salir de casa, una fuerza invisible me mantenía
sujeto a ella. Algo que me impedía dormir por las noches, una
sensación que me llevaba a no desear asearme ni a sentir hambre.
Solo esa obsesión que ocupaba todo mi tiempo y mi cabeza pero no
podía cumplir en modo alguno.
A veces sonaba Bach, a veces Poulenc, a veces era Sor o
Wagner quienes llenaban la inmensa estancia de sonido. Todo luz, todo
belleza; como si la vibración de aquella música en las moléculas de aire
las reordenara hasta convertirlas en algo nítido y brillante, un cristal
blando que se podía atravesar sin destruirlo. ¿Qué tenía aquel sonido
que era capaz de modificar mi estado de ánimo? No, no era solo el
233
sonido. No era en sí la música lo que reajustaba cuerpo y espacio, era
un poder que emanaba de las lejanas almas de aquellos genios. Era un
conocimiento ancestral solo al alcance de unos pocos elegidos. Una
matemática cósmica ordenada en frecuencias cuya cualidad física era
intuida por mí y por ellos: una sub partícula vibrante dentro de cada
átomo que contenía la primigenia conjunción de aquellos sonidos tal y
como los ordenó su autor…
Con la pintura sucedía lo mismo, exactamente lo mismo. Las
maravillas de Bouguereau, los retratistas flamencos, los seres
atormentados de Lucien Freud o el dolor del Guernica… Caía en la
cuenta de que la luz que entraba por el ventanal del cuadro de las
Meninas, una luz que ya me aturdió de niño, era aún más real que la
que debió entrar por los ventanales de palacio. Lo mismo que la
tremenda luz que salía del viejo café de Arlés iluminando toda la noche
del cuadro, aquella luz no era un reflejo, era más que eso, era esa
substancia escondida solo manejada por el genio creador y reconocida
por aquellos capaces de captarla y reproducirla de nuevo. Sí,
Velázquez y Van Gogh también estaban tocados del Don; lo mismo que
Picasso, capaz de expresar desde el dolor más terrible hasta las
hermosas sutilezas de su época azul. O Caillebotte, Cezanne,
Tchaikovsky, Neruda, August Kühnel, Tagore…
Si ellos podían, si ellos sabían, si ellos formaban parte de los
pocos elegidos, ¿Por qué no iba a ser yo uno de ellos? Tenía claro que
la vía del sonido me estaba vetada; la ingratitud de la Música para con
algunos amantes es conocida, las cualidades que exige son terribles.
Entiéndeme, no quiero decir con ello que la pintura, la escultura, la
escritura o cualquier otra representación artística estén por debajo de
aquella, no; en absoluto. Es que yo solo sabía captar... No, captar no es
el verbo; atrapar. Sí, atrapar, esa es la palabra… Yo solo sabía atrapar
la Belleza a través del color, la forma y la textura. Y el retrato de mi
madre era la prueba.
234
Tampoco tengo conciencia de cuántos días, o semanas,
debieron pasar. Pero una mañana me levanté y una actividad frenética
se apoderó de mí: asearme, acercarme al pueblo a buscar un equipo de
gente que viniera a limpiar la casa, ir a la ciudad a comprar lienzos,
pinturas, pinceles... Debía repetir lo conseguido. Necesitaba ponerme a
prueba de nuevo. Pero terminé fracasando.
El primer problema era evidente ¿Qué belleza debía atrapar, la
de qué, la de quién, de qué modo? Nada ni nadie de los que me
rodeaban, incluyendo a las gentes del pueblo, contenía la menor
muestra de la cualidad de lo hermoso. Ellas eran horribles: pintadas de
aquel modo, vestidas de aquella manera, hablando con aquel lenguaje.
No sentía tampoco ningún vínculo con animal alguno, incluidos ellos;
todos me parecían o feos o estúpidos. El bosque era hermoso, eso sí lo
recuerdo; pero su velocidad de cambio era demasiado lento para lo que
necesitaba experimentar
¿Qué hacer? Al fin se me ocurrió que podría pintar bodegones.
Sí, prepararía frutas, flores, alguna ave muerta; todo ello con fondos
neutros y con diferentes enfoques de luz. Me lancé como un poseso,
mezclaba técnicas, buscaba diferentes luces del día e incluso de la
noche; con velas, lámparas y hasta la luna llena. Cada semana debía
hacer algún viaje a la ciudad a reponer lienzos, tablas, pinceles,
colores. Cuando me sentía demasiado agotado repasaba de nuevo los
trabajos hechos y los comparaba con sus originales, pero nada. La fruta
se pudría, las flores se marchitaban y los animales eran colonizados por
millares de seres. Sí, claro que les arrebataba lo que contuvieran de
hermoso, pero no era esa la finalidad que yo perseguía. No se trataba
de alargar la vida de una flor, efímera en sí misma. Ninguna flor, ningún
fruto, nada de lo que me rodeaba se acercaba a María. Ningún ser vivo
irradiaba lo que ella. Opté entonces por recordarla. Me dediqué a
imaginarla de nuevo: saliendo del baño, cepillándose el pelo, leyendo y
mirando su contraluz. La intenté repetir sin conseguirlo.
235
Pensé entonces que tal vez fuera mi memoria, la pobre memoria
de un necio, incapaz de guardar en su interior un nítido recuerdo de lo
sublime. Si no tienes memoria, me dije, habrás de acudir a fotografías.
También lo hice. Una, dos… cinco… pruebas tras pruebas para no
conseguir nada.
Lo único que acumulaba eran telas emborronadas, tablas
pintadas, montones de tubos vacíos o semivacíos conviviendo conmigo
en aquella estancia inmensa, ahora atestada. Volvía a caer en la
desesperación. Cogí casi todo lo que había hecho y lo quemé. Mientras
ardía, no dejaba de pensar que entre aquel humo ascendía al cielo toda
la invisible substancia que mis manos habían desaprovechado. Entre el
olor a aceites quemados se encontraba la luz que no había sabido
retener, la textura de las frutas que no supe atrapar o la verosimilitud de
las finas barbas que formaron parte de una pluma. Todo se quemaba,
todo lo que no había sabido repetir. Todo subía de nuevo hacia el Sol
para ser regenerado por algún extraño Dios.
Me estaba volviendo loco ¿Significaba eso que el principio y el
fin de mi capacidad creadora comenzaba y terminaba el María? ¿Nunca
más sería capaz de repetir el experimento con la “Venus andaluza” y
ella? Me negaba a reconocerlo. Miraba el cuadro una y otra vez, hora
tras hora, y cada vez tenía más claro que aquello no había podido ser
un acto aislado. No, a mí no podía sucederme eso. Debía volver a la
calle, moverme, ampliar mi mundo más allá de las paredes de lo que se
había convertido en una cárcel.
Preparé la motocicleta que apenas había cogido hasta entonces
y partí hacia ningún lugar. Durante días me dediqué a moverme por
distintas ciudades, primero costeras, y más tarde del interior. Intuía que
estaba buscando alguna cosa, pero no tenía certeza alguna de qué era
aquello que deseaba encontrar. Llegaba a lugares en los que todo era
anodino, desde el cielo hasta las calles, desde el alumbrado hasta sus
gentes y huía de prisa. Otras ciudades, en cambio, me invitaban a
236
quedarme; bien porque me recibieran desde una hermosa alameda, por
el cuidado de sus calles o el pintado de sus casas. Si en cualquier lugar
existía alguna cosa, de por sí, hermosa, demoraba mi itinerario,
buscaba un hotel y me quedaba un tiempo a pasear, a observar, a
pensar qué otras cosas hospitalarias podían ser absorbidas por mí.
Como imaginarás lo que menos me interesaba era la gente. Ni
ellos ni ellas, ni jóvenes ni viejos. Las personas no tenían nada que
ofrecerme, la mayoría de ellas al menos. Por eso acostumbraba a
sentarme solo y ser un simple observador. Y aprendí cómo se movía la
gente, el modo en el que se relacionaban, las estupideces que ellos
eran capaces de cometer por acceder a una mujer, los sacrificios de
ellas para gustar. Sí, a medida que pasaban los días me sacudía más y
más motas de provincianismo. Lugar tras lugar veía cuantos errores
había cometido María conmigo; tan encerrados en aquella aldea
claustrofóbica.
A pesar de estar aprendiendo: a moverme, a mirar, a estar
sentado tomando un café; a pesar de ello, no era más que un “oyente”.
Alguien sentado en la última fila, dedicado a escuchar lo que dicen los
demás pero sin participar. Debía vencer mi timidez si deseaba
relacionarme. Pero ¿cómo hacerlo? Habían sido años de intimar solo
con María y de mantener un trato defensivo con aquel grupo
endogámico y enfermo que nos rodeaba. Era difícil.
Mis andanzas me llevaron hasta León y de allí terminé en Soria.
Digo terminé porque fue en esa hermosa ciudad donde me llegó otro
regalo, en forma de una joven perfecta, morena como María y de su
misma estatura. Pudiera haber sido ella con veinte o veinticinco años.
La conocí mientras comía un plato de escabeches en un pequeño
restaurante. Era la camarera que servía el grupo de mesas de la
terraza. Me quedé prendado de ella, desde el primer momento. A
medida que entraba y salía yo veía más y más a María, incluso debo
confesarte que sentí una punzada de lujuria, pero la abandoné por
237
aquel rostro, aquella sonrisa, aquel cabello perfectamente ondulado y el
hecho inevitable de que no era María, nadie tenía su sensibilidad ni su
conocimiento estético como para poder hacerle la menor sombra.
No deseo entrar ahora en detalles de cómo logré convencerla,
me costó unos cuantos días y muchas promesas falsas. Tuve que
mentirle en todo, desde mi edad —mis facciones me permitían sumar
casi una decena de años si me lo proponía—, hasta un probable
enamoramiento. Sí que te contaré que era una pobre solitaria que había
huido de un pueblo de Zamora porque un embarazo, después
malogrado, había llevado a sus padres a echarla de casa. Cosas
maravillosas que tiene esta España que me acogió en su seno. Tenía
ante mí a una mujer a la que no buscaba nadie, necesitada de cariño,
terriblemente fácil de convencer, y la convencí.
Le hablé de la casona de Galicia. Le hablé de la posibilidad de ir
allí y pintarla; «soy pintor» le tuve que repetir muchas veces; «Mira
estos esbozos», tuve que enseñarle, sencillos bocetos que había hecho
a lápiz mientras ella servía mesas. En el fondo no era más que una
pobre estúpida ignorante buscando caricias, un perrito abandonado que
se hubiera marchado con cualquiera que le hiciera una caricia… Pero
era perfecta para mi primer propósito: repetir lo que había dado por
irrepetible.
Ya convencida nos trasladamos a Galicia y me lancé a pintarla.
Disponíamos de todas las horas del día pues la condición que le puse
fue que viviera en la casa conmigo.
Parece mentira lo que pueden conseguir una cama y un plato de
comida.
Pero ¿sabes qué es lo malo de la confianza?, que la parte en la
que la depositas se lo toma como un regalo que no requiere
contrapartida. Eso le sucedió a aquella pobre estúpida, le había dado
confianza y ella se pensó que todo estaba permitido. Ahora verás por
qué.
238
Cuando ya me faltaban apenas una semana para terminar el
cuadro decidí que era el momento de enseñárselo. Se trataba de una
copia de “La maja moderna de Daniel Sabater, seguro que conoces el
original. Ella lo miró como quien mira una pared, puso cara de
despreció y se atrevió a decirme que el cuerpo que debía pintar era el
suyo. Mi cuerpo merece ser pintado mil veces antes que esta porquería,
repetía. Yo, como imaginarás, ni siquiera le hice caso, cómo iba a
destrozar una obra maestra con la vulgar carne de aquella criatura, qué
tenía su cuerpo que desmereciera al que pintó Sabater.
Se lo hice saber. Le dije que era yo y no ella quien decidía qué y
cómo debía pintarse. Montó en cólera. Se desnudó ante mí y me mostró
su cuerpo como si en él debiera ver el de alguna ninfa. ¿Cómo se
atrevía a mostrarse de eso modo, acaso intentaba demostrarme que
era más hermosa que María? Ninguna. Jamás. Fue entonces que
comencé a darme cuenta de cómo la fealdad se apoderaba de su
rostro.
Prefirió hacer caso omiso a mi petición de que se vistiera. Desde
ese instante comenzó a pasearse desnuda o semi desnuda por la casa,
sentándose frente a mí en posturas obscenas, mirándome de un modo
que me asqueaba ¿Qué pretendía? No lo entendía, yo no buscaba
nada en ella, solo la necesidad de plasmar su rostro en un retrato.
La situación empeoró hasta culminar en la noche antes de
terminar el retrato, cuando apenas me quedaban unos retoques en los
labios y los ojos. Se coló en mi habitación y se metió en mi cama
restregándose contra mí del modo más lascivo. ¿Qué debía hacer yo,
qué esperaba aquella mujer de mí, de alguien que seguía enamorado
de María? Me quedé allí, en silencio, dejándole hacer hasta que
aceptara su fracaso. Pero su reacción no fue la que yo esperaba. Si
había imaginado que tras desistir se marcharía, convencida de lo inútil
de sus intenciones, lo que hizo fue montar en cólera. Se puso de pie
sobre mí gritando que los hombres, los hombres de verdad, matizó, se
239
perdían por acariciarle los pechos y penetrarla de manera salvaje,
«¿qué clase de hombre eres tú que ni siquiera me miras el sexo?» me
repetía una y otra vez mientras con los dedos se separaba los labios del
suyo sobre mí. Después, sin mediar palabra se giró, se puso sobre mí a
horcajadas y aferró el mío con su boca y sus manos. En esa posición yo
tenía el suyo sobre mi cara y me ahogaba. Sentía un profundo asco
mientras la oía reír a lo lejos sacudiendo mi pene como si fuera un tallo
blando a punto de quebrarse.
No podía más.
No podía tolerar que aquel rostro tan hermoso, aquella belleza
que mis manos habían sabido captar de nuevo, se convirtiera en una
bestia lasciva capaz de las mayores bajezas por satisfacer sus bajos
instintos.
Saqué fuerzas, el miedo y el odio las proporcionan aún sin uno
saberlo. La empujé lanzándola directamente al suelo. Seguía riéndose
de mí y de mi incapacidad para satisfacerla.
La levanté sin miramientos y la lancé sobre la cama. Entonces
calló.
Algo debió ver en mis ojos que era nuevo para ambos. Me puse
sobre ella y abrió los ojos sorprendida. Cerré mis manos sobre su cuello
y comencé a apretar. Ella golpeaba, arañaba, pataleaba; y yo apretaba
más y más. De su garganta no salía risa alguna, solo el sonido gutural
de quien no sabe lo que habrá al otro lado de la vida.
Igual que sucedió con María también sus movimientos
espasmódicos fueron reduciéndose, a medida que se apagaban las
últimas luces del día también la de los ojos de aquella pobre infeliz
dieron paso a la noche eterna que la acompañaría en breve.
Cuando todo terminó me eché a su lado y cerré los ojos. Los de
ella permanecían exageradamente abiertos y no me apetecía recordarla
de ese modo. Con los dedos de una mano comencé a repasar las
facciones de aquella pobre estúpida, y mientras lo hacía reconstruía
240
detrás de mis párpados el retrato ya terminado, y sobre él solapaba el
rostro de María en su retrato. Poco a poco le iba devolviendo la
hermosura que momentos antes se había echado a perder.
Recuerdo que después me levanté, cavé una fosa en un rincón
de la gran parcela que rodeaba la casa y eché en ella el cadáver. Lo
cubrí de tierra y entré.
Todavía hoy recuerdo de manera nítida que lo que necesitaba
quitarme de encima en aquellos momentos no eran la suciedad, el
polvo ni el sudor, sino aquel fuerte olor a sexo que me había dejado
después de restregarse contra mí. Me metí en la bañera con la guitarra
de Yepes interpretando a Kühnel y con el retrato de la pobre pueblerina
ante mí.
La conjunción del sonido y el silencio reinante fueron
devolviendo la hermosura perdida de la criatura que descansaba en mi
jardín. A medida que degustaba la pureza de cada acorde, mientras
contemplaba el rostro de la joven malograda, le devolvían su belleza y
la acercaban más y más a María; a pesar, incluso, de pensar que jamás
ninguna llegaría a ser ella.
Sentí una excitación desconocida hasta el momento. No sentía
ningún tipo de culpabilidad. Extrañamente, no. Me sentía igual. Tal vez,
quizás, un poco más poderoso. Había determinado que todo lo sentido
durante mi encierro era verdad. Me lo confirmaba el hecho de haber
enterrado a una criatura perversa y de una gran bajeza moral de la que
quedaría un retrato perenne de su belleza robada por mí.
El milagro de María se había repetido de nuevo.
Inicio
241
Qué hacer con retratos. Software de reconocimiento
Barcelona — 27 de julio de 2010
Es sencillo ser objetivo con los problemas de los demás, e
incluso con aquellos que no nos afectan de forma directa al sentimiento,
pero cuando dicho problema nos atañe de una manera profunda, cómo
podemos determinar que no la perdemos. Esa sensación de pérdida la
estaba sintiendo Oscar después de leer el WhatsApp que le acababa de
mandar Alba. Mientras se lo respondía pidiendo información de manera
sutil notaba un cosquilleo extraño en las vísceras que le avisaba de que
esa mujer no se lo había contado todo. Y si eso era así, qué escondía y
por qué.
No obtuvo ninguna respuesta hasta las ocho de la tarde cuando
recibió un escueto correo de ella:
“Oscar, salgo de Zaragoza camino de Oviedo. La temperatura es
agradable. Tomaré una habitación en un hotel sencillo del centro y
saldré a pasear para hacer tiempo. Mañana tengo una entrevista a las
diez que puede darme alguna información del pintor. Imagino que antes
del mediodía te mandaré noticias con lo que sepa. No me llames, voy a
tener el móvil apagado, necesito pensar y ordenarme la cabeza;
demasiados cambios en tan poco tiempo como para digerirlos sin
calma.
Hasta pronto,
Alba”.
Eso era todo ¿Tenía razón Santos al insistir en que estaba
implicada? La pregunta bailaba en su cabeza. Tampoco paraba de
imaginar guiones de cine negro. En el más recurrente la veía
concretando su futuro con algún enlace del norte y huyendo después a
través de Hendaya hasta que se perdiera la pista en algún país del sur
de américa o incluso en algún otro de la antigua Unión Soviética.
Prefirió no decir nada a nadie y continuar con su trabajo de
tapadera. Se acercó a echar un vistazo al jardín y la piscina. Pasado un
242
tiempo prudencial entró en la casa y se dirigió a la salita del retrato,
todo seguía igual. Se acercó a la escalera que subía a la planta superior
pero había cámaras: una que apuntaba a la escalera y otra, en el
descansillo superior, que cubría todo el distribuidor. Imposible subir, si
las cámaras estaban en funcionamiento echaría a perder los operativos
y las pruebas que pudiera encontrar podrían invalidarse. Volvió a la
cocina y entró en la habitación donde Alba tenía todo el material y el
portátil. No se lo pensó, debía encontrar pruebas que la incriminaran o
la exculparan de forma definitiva. Una cosa era no poder sacársela de
la cabeza, pero pensar, además, que podía haber estado tomándole el
pelo ya sería algo intolerable, como policía y como hombre que ha
vivido las hieles del amor. Cogió todo lo que había en la mesa: carpetas
con fotografías, correos impresos, papeles varios y el portátil. Cuando
llegó a comisaría lo llevó a Informática.
—¿Me podéis piratear un ordenador de manera que nadie sepa
que hemos estado metidos en él?
Se lo preguntaba a Makoki, pseudónimo por el que se conocía al
jefe del departamento, un treintañero friki del que ya nadie recordaba su
nombre real.
—Puedo hacer lo que me dé la gana compañero, ¿te crees que
estoy en la policía solo por amor a la patria y para defender la Ley?
Estoy aquí porque tengo recursos que no tendría fuera y hago cosas
que en cualquier otro lugar me llevarían a la trena.
Hablaba con una cierta prepotencia. Pero es diáfano, pensó
Oscar
—¿Me lo puedes hacer o he de humillarme?
—Déjamelo un rato. Lo que haré, a parte de pillarle los
passwords será clonarlo por si se jode alguna cosa, que todo puede
suceder. ¿Me traes más cosas para que te mire o eso es todo?
Iba a decir que no, pero le vino a la mente la asociación que
había hecho Conchi días atrás con las fotografías de la ermita y la del
243
retrato de la hermana de Alba. Sí, es una posibilidad, pensó, lo peor
que puede ocurrir era que me mande a la mierda. Plantó ante el
informático las fotografías de los retratos de Alba que había cogido de
la casa.
—A partir de estas imágenes ¿se podría seleccionar de entre los
expedientes de personas desaparecidas las fotografías que más se
parecieran?
Makoki las cogió y se las miró detenidamente. Durante un minuto
estuvo
hablando
consigo
mismo
y
farfullándole
palabras
incomprensibles a la inmensa pantalla que ocupaba el poco espacio
libre que quedaba en su mesa
—¿Te urge mucho, jefe?, dijo sin apartar la cara del monitor.
—Hombre, un poco, ¿por qué lo dices, te he pedido un
imposible?
—No, no, que va, pero no te lo tendré hasta dentro de un par o
tres de días. Y eso contando con que las fotografías que tenemos
escaneadas de los casos de desaparición sean suficientemente
buenas, que no haya grandes diferencias entre la edad en la que se
hizo la fotografía y la que represente el retrato o, incluso, que tengamos
foto y que no esté estropeada. No te garantizo que salgan todas, pero
imagino que un par o tres sacaremos
—¿Insinúas que antes de que termine la semana ya tendrás
asociados los retratos con sus correspondientes desapariciones, si es
que son desapariciones?
—¡Hombre, claro! De qué nos iba a servir un programa de
reconocimiento facial sino para eso —respondió el informático mirando
a Oscar como si fuera marciano —, pero debes tener claro que necesito
que las fotografías, de haberlas, sean lo mejor posibles. Entiéndeme,
mejores en cuanto a la posición de la cara. No sé qué saldrá si
comparamos una imagen de perfil y otra de frente del mismo rostro.
244
Pero tranqui, tú déjame hasta mañana. Y si te esperas unos minutos
más esto también estará.
Oscar no podía creérselo. Era cierto que sus conocimientos del
mundo del software no iba más allá de manejarse con programas
ofimáticos, conocer más o menos todas las maravillas vinculadas a eso
que se llamaban Redes Sociales y los Santos Buscadores. Eso, para él,
ya era suficiente magia. Jamás hubiera imaginado que contrastar y
descubrir caras fuera algo tangible más allá de las series policiacas
americanas en las que el laboratorio de los protagonistas tiene el mismo
presupuesto que todo el ministerio de Defensa español. También
aprendió otra cosa, que el mundo de los policías y el de sus
informáticos vivía demasiado separado, era necesario tomar buena nota
y plantear a las jerarquías la posibilidad de hacer más cursos de
acercamiento a esas maravillosas herramientas.
—Aquí tienes el portátil —le dijo Makoki, sacándole del
ensimismamiento.
—¿Ya está?
—No sé qué te debías pensar, jefe. La mayoría de palabras de
paso son tan simples que se hackean rápido con cualquier programita
de los que corren libres por la Red y clonar el disco no tiene mérito. De
momento te he dejado vía libre a su disco. Tendrás archivos, agenda…
por lo que me ha parecido ver tiene programa de correo residente en la
máquina, o sea que no tendremos que escarbar en la Red… Pero tú, de
momento, te coges la máquina y si necesitas alguna cosa me vienes a
ver, yo me pondré con el tema de las caras que le tengo ganas.
Tal y como terminó de hablar se incrustó en su pantalla y
abandonó el mundo de los simples mortales. Oscar entendió que la
entrevista había terminado y se marchó con el portátil. Dedicaría el día
a recabar información que le permitiera seguir los pasos de Alba y sus
posibles implicaciones en el entramado del expolio y el blanqueo.
245
Pidió que nadie le molestara a no ser que hubiera un golpe de
estado o una subida salarial del diez por ciento y se encerró en su
despacho. Apartó todo lo que tenía sobre la mesa, se preparó algunos
separadores de colores, abrió el portátil, lo conectó a la impresora y
empezó a trabajar. A las siete de la tarde, después de haber comido un
bocadillo de embutido sintético sin levantarse de la mesa, disponía de:
una carpeta con correos que podían estar vinculados al viaje; una
carpeta con los nombres, direcciones y algunas fotografías de todo el
contenido de la agenda; otra con fotografías de todos y cada uno de los
retratos así como documentación anexa que había encontrado en la
casa; la tabla de tiempos y lugares y un montón de correos, estos en
carpeta aparte, entre Germán, el francés, y ella. Lo cogió todo y se
marchó. Antes de salir dejó aviso de que al día siguiente se quedaría en
casa a estudiar el caso y ya no volvería hasta el lunes. Las normas para
llamadas al móvil fueron las mismas de horas antes.
28 de julio de 2010 (HA DE SER MÄS TARDE)
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, después de una noche
inquieta y bajo un calor sofocante, estaba en la mansión, arrellanado en
uno de los sillones de la terraza y ordenando lo que sabía, la
información de la que disponía y la que imaginaba desde la
documentación de la restauradora.
Lo repasó todo de nuevo: Alba no tenía ninguna relación con la
gente de la casa. Sí se confirmaba la relación con el francés que se
perdía en el tiempo, desde mucho antes de todo lo que ahora llevaba
entre manos. Eso, unido al contenido de los correos, apuntaba a que
existía complicidad entre ellos; Alba era demasiado inteligente como
para no darse cuenta de lo que manejaba aquel tipo. También se
notaba un incremento en el volumen de correos enviados y recibidos
poco tiempo después de su entrada en la mansión, al aparecer el
246
retrato de Judit y comenzar ella su búsqueda. Dichos correos, enviados
a un buen puñado de personas, le habían reportado una serie de
información: la mayoría relativa a retratos aparecidos en distintas zonas
geográficas; los últimos eran de un colega de oficio
que vivía en
Zaragoza y que le suministraba detalles de alguien de Oviedo. Se
detuvo y anotó, «por lo que parece todo apunta a que el viaje es solo
para encontrar un tipo de pigmento que se usa para obtener un color
determinado. Sigue obsesionada con el pintor desaparecido del que
nadie sabemos nada. Preguntas: ¿Liado con la hermana?, ¿desliado de
la hermana y casado con alguna esnob?, ¿la habrá palmado de
sobredosis?».
Era mediodía y todavía no había recibido las noticias prometidas
para la tarde anterior. No le quiso dar más importancia. Se preparó
unos bocadillos con pan de molde y algo de embutido, lo único que
quedaba en el frigorífico, y comenzó a planificar los movimientos que
haría. Lo primero, llamar a Santos. Después, indagar los símbolos, algo
que estaban dejando de lado y debía tener algún sentido. Para
terminar, coger a Alba, sentarse con ella y clarificar las cosas, esta vez
como policía y sospechosa; de cualquier otro modo la pérdida de
perspectiva le llevaría al fracaso profesional y lo que era peor, recibir
una buena paliza en su orgullo.
Antes de la llamada escribió un correo y se lo envió a Makoki. Ya
que había tenido la deferencia de ofrecerle ayuda y darle su dirección
no veía razón para no utilizarlo. En el asunto añadió una imagen
escaneada con los símbolos dibujados a bolígrafo tal y como él los veía,
y en el texto le pedía si aquellos garabatos podían significar algo o
podía decirle dónde buscarlos. Al ser dibujos estaban tratados como
imágenes y era imposible pedírselo a cualquier buscador.
Cuando terminó llamó a Santos y le transmitió información y
sensaciones:
247
—Creo que debo darte la razón, Santos, ella está implicada. Y
tengo tantos correos del uno y del otro que se nos ha abierto una
autopista de cargos contra el francés. Ahora se trataría de convencer al
juez para que autorizara el acceso legal a los correos y convencerla a
ella para que testificara a cambio de la reducción a dos años de su
posible condena, siempre que sus delitos no fueran más allá del
encubrimiento, y así evitar su ingreso en prisión.
Comentó también lo del programa de reconocimiento facial y la
espera de resultados que debía enviarle el informático. Santos, por su
parte, le transmitió que habían podido ponerse en contacto con un
grupo de gente, ex trabajadores de la empresa de jardinería, que
habían hecho una interesante reseña histórica de aquellos años.
—Según sabemos ahora —comenzó a relatar Santos—, Julián
López entró a trabajar en la empresa a finales del año noventa o
principios del noventa y uno. No tenía demasiada cualificación para el
trabajo, pero sí simpatía y un cierto encanto; cualidades que le dieron el
puesto al caerle en gracia a la famosa adjunta a gerencia, ¿recuerdas?
Solo que en esa época todavía era jefa de contabilidad y personal. Al
poco tiempo esas mismas cualidades le convirtieron en el predilecto de
las mujeres y el envidiado del grupo masculino. Según versión de una
de las ex trabajadoras, que tuvo una buena amistad con él y desea
permanecer al margen, la adjunta a gerencia lo intentó camelar. Le
invitaba a comer, le llamaba continuamente a su despacho para
comentarle intimidades y le hablaba de sus novios. El muchacho no
parecía atender a las indirectas y cayó en desgracia ante ella, algo que
allí parece ser lo peor que puede sucederle a cualquiera. Yo no
descartaría a esa mujer, Oscar, todo el mundo dice que es muy
peligrosa por la facilidad con la que manipula a los gerentes: Yuri y
Berto.
»No obstante, a pesar de eso, su gran error fue que se colgó por
la hijastra de Yuri Edna y ella por él. La joven, de nombre Judit Vallès,
248
¿te suena?, era hija de un tal Frederic Vallès y Lidia Guimeraes, la
actual mujer de Yuri. Una niña bien, bastante díscola, que jamás fue del
agrado de nuestro georgiano. La cuestión es que cuando la noticia llegó
a oídos del padrastro montó en cólera, la clase es la clase, y él no iba a
permitir que un simple obrero se pasarse por la piedra a una chiquilla de
tan alta cuna. La cuestión es que prohibió a la joven que viera más a
Julián y a este parece ser que dio orden de que le echaran a la calle.
»Una vez despedido Julián seguía quedando con los ex
compañeros y con la hijastra. En una de las salidas, ella no iba esa
noche, comentó a los compañeros que tenía preparado un negocio que
le permitiría marcharse a Francia con ella y liberarla de su padrastro.
Por lo que sabemos, ese fue el último día que le vieron. Y la muchacha
también desapareció. Parece ser que la mandaron a estudiar a un
internado Inglés o algo por el estilo. Ahora tenemos a la Interpol
buscándola, parece ser que dejó de tener relaciones con la familia y se
buscó la vida por su lado.
Terminado el resumen y viendo toda esa nueva información de
la que disponían, decidieron que era hora de reunir de nuevo a los dos
sospechosos para un nuevo interrogatorio.
::::
Tras otra noche de calor pegajoso y extrañas sensaciones Oscar
se levantó. Estaba preocupado y de mal humor. Miró el móvil. Nada.
Seguía sin tener noticias. Por vueltas que le daba no le cuadraba que
aquello fuera una huida, ella no podía sentirse tan acorralada como
para desaparecer de ese modo y, esa era una percepción subjetiva,
caso de tener problemas graves se los hubiera confesado a él.
La mala sensación, somatizada en malestar físico, fue
sustituyendo al mal humor. Llamó a un contacto de la DGT y le pidió
que indagara accidentes que se hubieran producido en las últimas
veinticuatro horas por las zonas donde debía encontrarse ella y en las
249
que estuviera implicada o se hubiera accidentado una mujer de sus
características. Pasada media hora recibió un escueto SMS en el que
le decían que no había nada de lo que preocuparse.
No conseguía liberarse del desasosiego. Si era una desaparición
voluntaria ya era una mala cosa, pero en cualquier otro caso, que no
estuviera dando señales de vida, con la clase de individuos con los que
se relacionaba, podía ser peor. ¿Cabía la posibilidad de que, llevados
por la presión policial, estuvieran haciendo limpieza? Se asustó, a pesar
de ser consciente de que estaba perdiendo toda objetividad. O
solucionaba lo de Alba o sería incapaz de continuar de manera
coherente con el caso del anticuario. Decidió guardarse las intuiciones y
esperar, si Alba no había dado señales de vida en un par de días
hablaría con Santos, le transmitiría lo que conocía y después se iría a
repetir el periplo hasta Oviedo, dar con ella y aclarar las cosas.
Por ahora tenían lo que tenían: Yuri, como padrastro; Germán,
como ladrón de Arte y la adjunta a gerencia en el papel de mujer
despechada; tres actores protagonistas dando vueltas al cadáver de
Julián y a la posible desaparición de la hermana de Alba. Y, por otro
lado, la otra Judit de la fotografía que había desaparecido al mismo
tiempo, o al menos eso parecía, que el muchacho. Era prioritario
encontrarla y era necesario someter a toda esa gente a un
interrogatorio más exhaustivo. Ella podría aclarar muchas cosas
relativas a la foto y a las intenciones de Julián, y los otros escondían
tanta mierda que les asomaba por debajo de los zapatos.
Un escueto correo de Makoki le volvió a la realidad. En él decía
que se pasara lo antes posible por el laboratorio. El programa había
funcionado mejor de lo previsible y todos los cuadros tenían una
correspondencia preocupante. Un repentino estado de nerviosismo le
atenazó el estómago. Guardó el móvil en el bolsillo e intentó calmarse.
Hoy no podía ir, debía preparar un informe con todo lo que había
confirmado del caso del francés para hacérselo llegar a Santos por la
250
tarde y usarlo al día siguiente durante el interrogatorio. Makoki debería
esperar al menos hasta el día siguiente.
Mandó un correo a Santos para decirle que pospusiera el
interrogatorio previsto con Germán:
“Santos, además de la relación de obras robadas que te
mandaré luego ha aparecido algo más jodido y que tal vez tenga
relación con tu caso de los huesos. Primero me pasaré por informática y
cuando tenga lo que me han preparado quedamos para vernos”
Una vez enviado y sin esperar respuesta, mandó otro al
informático para decirle que iría a primera hora. Más calmado, se metió
de lleno a trabajar en la catalogación de todo lo que incriminaba a
Germán.
****
Inicio
251
En Oviedo con Quintana (TIEMPO)
Oviedo — 28 de julio de 2010
Llegué a Oviedo pasadas las cuatro. Mis cálculos al salir de
Zaragoza habían sido más optimistas de lo previsible. Busqué un hostal
sencillo cerca de donde sería la reunión. No me apetecía hipotecar la
comodidad de poder moverme a pie a cambio del lujo impersonal de la
gran mayoría de hoteles. Acomodé en la habitación las pocas cosas
que llevaba y salí a dar una vuelta para tomar contacto con el lugar
donde me reuniría al día siguiente.
Eran las siete de la tarde y hacía buen tiempo, la temperatura a
esa hora ya empezaba a ser agradable y las calles se iban llenando de
gente en busca de terracitas donde tomar un helado o un refresco.
Mientras andaba me daba cuenta de las grandes ventajas de las
ciudades pequeñas sobre las del tamaño de Madrid o Barcelona. Cierto
que los grandes conciertos, las mejores obras de teatro, las óperas; los
grandes eventos no acostumbran a llegar a ellas, pero quién va
después a verlos, quién puede permitirse el lujo de ir al Liceo, salvo una
minoría cada vez más reducida. En cambio Oviedo regalaba una calma
desconocida, espacios tranquilos y limpieza. Todo un lujo para mí.
Claro que siempre deseamos aquello que no tenemos. Seguro que
muchas de aquellas personas a las que envidiaba envidiaban a su vez
lo que mi ciudad podía ofrecerles. Nunca nos conformamos con lo que
tenemos, es la condición humana.
En esas cavilaciones llegué a mi destino. Estaba cerrado. Era un
local con una entrada angosta, delimitada a ambos lados por
escaparates de fondo cerrado y una puerta entre ambos; la mitad de
inferior de madera y la superior de cuarterón acristalado. No tenía
ninguna persiana metálica que impidiera asomarse a echar un vistazo.
Lo hice, entré a mirar los escaparates. Una vez en el pequeño vestíbulo
pude notar ya un conocido olor a cuero, colas y tinta. Con él en la nariz
miré los contenidos. En el de la izquierda había libros desvencijados y a
252
al lado de cada uno de ellos otro libro igual pero completamente nuevo.
Un rótulo colgado más arriba rezaba: “Los libros, como las personas,
necesitan mimos y cuidados”. El de la derecha era distinto. En él se
apreciaba una colección de libros, tal vez de valor: uno con hojas que
parecían de pergamino y tapas de madera la trasera y de piel la
delantera; otro con unos aparatosos nervios acordes a su grosor; otro,
puesto de pie y con las tapas algo abiertas, presentaba en el tejuelo
unas preciosas letras doradas: “La Divina Comedia”, rezaba.
Me acerqué a la puerta y miré a través de los cristales biselados.
El tiempo y la falta de cuidados y limpieza les habían quitado gran parte
de su transparencia original. Aún y así intenté vislumbrar algo del
interior. Una pequeña luz permitía hacerse una idea de la antigüedad de
todo lo que allí había y ese entorno reafirmaba mi imagen de Gepetto.
No pude ver nada en las paredes que me indicara un posible marco o
tela colgada. Estaba claro que hasta el día siguiente no habría manera
de confirmar nada. Necesitaba paciencia, me acerqué a una librería
próxima que todavía estaba abierta, me compré la edición de bolsillo de
un conocido best-seller y me uní a los que buscaban refugio en los
bares. Ya anochecido cené algo en el mismo bar y después me fui a
dormir. El libro ayudó mucho.
::::
A las once de la mañana volvía a estar frente a la tiendecita.
Respiré hondo y entré. El olor del día anterior, esta vez más intenso, me
llenó la nariz y un regusto amargo del olor del metal se me instaló en la
boca. Ante mi tenía a un par de jóvenes inclinados sobre un gran
mostrador y parecía que estuvieran descifrando códigos secretos. Les
interrumpí.
—Perdón, buenos días, el señor Manuel Quintana, por favor —
pregunté.
253
La chica no se movió un ápice de su postura. Fue el joven quien
levantó la cabeza, salió de la concentración en la que debía
encontrarse, me mostró su perfecta dentadura al sonreír y me preguntó
un educado «de parte de quien». Le acerqué una tarjeta mientras le
decía mi nombre completo y le hacía saber que tenía concertada una
entrevista con Manuel.
— ¡Ah! Usted es la restauradora que quedó con mi tío —dijo—.
La está esperando. Aguarde un momento por favor, le aviso.
El muchacho desapareció por un pasillo a la derecha de la mesa
de trabajo. Por suerte no vio el mohín que se me puso en la cara al
escuchar ese «usted» ¿Qué podía ser, quince años más joven que yo?,
tenía amantes de su misma edad. Le quité importancia pensando que lo
había hecho como cortesía al tipo de clientela que debía moverse por
aquel lugar, no deseaba revolverme en mi crisis de los cuarenta.
Cuando miré vi que la chica parecía recobrar la vida. Levantó la cabeza
de la mesa de trabajo, me sonrió y me dijo un educado Buenos días. Le
pedí permiso para acercarme a mirar y ella me invitó con un gesto de la
mano.
Estaba con un libro que parecía valioso, lo trataba con el mimo y
cuidados con se cuida a un recién nacido. Me indicó que acababa de
encolar la lomera de piel y ahora estaba procediendo a marcar los
nervios. Ante mi cara de asombro se disculpó por los tecnicismos y me
repitió la explicación en lenguaje para legos; había acabado de encolar
la piel que cubría el lomo del libro y ahora procedía a apretarla sobre el
cosido de las páginas para que quedara el relieve que tanto embellecía
los libros antiguos. A pesar de lo delicado del trabajo seguía hablando.
Me enteré de que había estudiado restauración en Florencia, que todo
había sido financiado por su tío y su padre, que estaba contenta con su
trabajo… una voz conocida interrumpió su soliloquio.
—Buenos días, Alba. Encantado de conocerla personalmente.
254
Me giré y confirmé que el parecido con el padre de Pinocho se
quedaba en el entorno, la voz y en las gafas sin montura. Tenía ante mí
a un hombre recio, calvo y sin bigote, más joven de lo que había
imaginado. Me tendió sus grandes manos y tomó la que yo le ofrecía
como saludo, en vez de rompérmela, que hubiera sido lo previsible, la
trató con un extraño equilibrio entre delicadeza y firmeza.
—Veo que Luisa ya le ha estado mostrando una pincelada de lo
que hacemos aquí. Pero no vaya a creerse, las cosas no van como
antes. Ya no hay amor por los libros. Ahora todo va demasiado rápido,
un libro solo es papel que se tira y se compra de nuevo. Nadie piensa
en primeras ediciones, en traducciones, en la calidad del objeto, en la
belleza que los hace únicos.
Hablaba rápido y de manera apasionada, pero debió ver que mis
ojos se iban hacia el rincón donde asomaba el objeto que había ido a
ver y se calló de golpe.
—Perdóneme —continuó—, imagino que hablo demasiado y de
cosas que solo a mí me interesan.
Me disculpé por mi falta de atención y le dije que su comentario
no era cierto, me gustaba lo que hacía, a pesar de que no era un campo
al que me dedicara, formaba parte del mismo oficio. Mientras
hablábamos me indicó que le siguiera y fuimos hasta donde se
encontraba el lienzo, el segundo lienzo del desconocido Diego que
tenía la suerte de poder admirar de cerca.
Esta vez, al no existir vínculo alguno con el rostro del lienzo,
pude admirar el trabajo con otros ojos. Además, tuve la colaboración
inestimable del encantador librero. Me había preparado un par de hojas:
una con un resumen de información sobre la obra y otra con una
fotografía del original de muy buena calidad. Se lo agradecí cuando me
las entregó y centré mis ojos en ella. Mientras yo miraba y admiraba
aquel trabajo me contó que cuando le regaló el lienzo, Diego, le dijo el
título y el autor copiado. No le di ninguna importancia entonces, me dijo,
255
pero tuve la precaución de anotarlo por detrás ya que ni el uno ni la otra
le eran conocidos. Había sido un acierto pues tampoco yo conocía
aquella maravilla. Se trataba de una obra titulada “Desnudo recostado”
y su autor era Gustave Brisgand.
Se trataba de un desnudo femenino de cuerpo entero. Una mujer
recostada sobre su lado derecho, con la pierna derecha estirada y la
otra apoyada sobre ésta hasta la rodilla. El brazo izquierdo, algo
elevado, se apoyaba en una especie de cojín cuadrado y el derecho,
estirado hacia arriba, formaba un ángulo en el codo para que la mano,
reforzada por el antebrazo, sirviera de apoyo a la cabeza.
Quedé fascina por el modo que la cara original había sido
sustituida por otra desconocida. Y no solo la cara, también el cabello,
algo que no había hecho en el retrato de Judit. En éste, la modelo del
original, lucía una hermosa cabellera pelirroja que captaba la atención
del observador hasta acercarle a la sensual mirada de la modelo. En la
copia, la cabellera no era tal, era una media melena morena y rizada; y
los ojos, el rostro entero, habían perdido la carga erótica del primero.
También caí en algo en lo que no había reparado antes. Para
confirmarlo le pedí a Manuel una regla y una cinta métrica. Cuando las
tuve hice las comprobaciones. Tomé la hoja de papel y con la regla
tracé dos líneas diagonales desde los vértices del rectángulo que
delimitaba la obra; el pubis de la modelo se encontraba el centro exacto
del lienzo. Tomé la cinta métrica y, con la ayuda de Manuel Quintana,
repetí la operación sobre la copia colgada. La vista no me había
engañado, el pubis estaba ligeramente desplazado hacia abajo, la mitad
superior era unos cinco centímetros más grande que la mitad inferior.
¿Por qué ese cambio?, me pregunté, ¿por qué alguien que imita hasta
la más tenue pincelada de una obra tergiversa la posición de lo que
contiene? No tenía ningún sentido. Anoté en mi libreta que debía
comparar las copias de las que disponía con los originales para ver si
eso se cumplía otras veces.
256
Manuel se había marchado. Con un educado «te dejo que tengo
cosas que hacer», me había dejado allí con mis cavilaciones. Y en ese
momento no eran pocas. Si se cumplía que Diego manipulaba siempre
la posición de la modelo y si lo hacía cuando el original convertía el
sexo de la modelo en epicentro de la obra, ¿significaría que ese tipo
escurridizo tenía algún tipo de problema con las mujeres? Aunque no
tenía sentido, por qué, entonces, la pintaba desnuda. No, la
comprobación debía hacerla solo con las fotos de los desnudos
Después de un buen rato dándole vueltas a la idea la dejé de
lado. Volví a la navaja de Ockham y supuse que la copia estaba de
aquel modo porque al pintor no le había dado la gana pintar tanta tela
azulada como en el original.
Me acerqué de nuevo al viejo Quintana, me disculpé y le ofrecí
invitarle a un café. Lo aceptó. Una vez en la terraza del bar retomamos
la charla.
—¿Hace tiempo que no ve al autor? —Le pregunté.
—No sabría decírtelo de forma exacta, pero al menos unos cinco
o seis años. La verdad es que ya ni me acordaba de él. Hasta la pintura
había pasado a formar parte del mobiliario y nadie reparaba en ella
hasta que nos llamaste.
Le pregunté si recordaba algo en él que le caracterizara. Nada.
Diego era un hombre de mediana edad, de algo más de metro setenta y
cinco de estatura y complexión media. Poco hablador, aunque afable y
muy educado. Algo que definía tanto a alguno de mis tíos como a
cualquier vecino o al mismo Oscar. No avanzaba demasiado. Me contó
que todos los pagos hechos por los distintos trabajos habían sido
realizados en metálico y nunca había pedido factura alguna. Manuel
Quintana solo sabía su nombre de pila y que venía de algún lugar de
Galicia.
257
—Manuel, le juro que es importante para mí encontrarle. No me
esconda ninguna información, por favor. —Casi le suplique de nuevo. Él
me juró que no escondía nada.
—Si piensas que no quiero darte la información estás
equivocada, no te la quise dar por teléfono porque no sabía quién
pudieras ser. Pero ahora, al tenerte cara a cara puedo asegurarte que
no te escondo nada, Alba, lo mismo que creo que no te esconde nada
ese decorador del que me has hablado. Este pintor, por la razón que
sea es un misántropo que no desea ser reconocido.
»Pues no habré visto yo personas raras traspasar la puerta del
taller. Cada cual tiene sus pequeñas manías, sus celos, timideces.
Quien más quien menos guarda esqueletos en el armario, ¿no se dice
así? Pienso que deberías aceptar eso y dejarlo correr.
»Y eso que me has contado de tu hermana, pues no sé qué
decirte. Quién puede ponerse en la mente de los demás. Igual lo que
para ti no tuvo importancia para ella fue suficiente como para
abandonarlo todo y no desear que os vierais de nuevo. No puedo
ayudarte, y créeme que lo siento.
Se hizo el silencio. Imagino que el pobre Manuel no tendría
preparada ninguna otra frase de consuelo.
Estaba decepcionada. Tenía a Judit tan cerca que sentía que
casi podía tocarla. Pero siempre aparecía algo que la alejaba de nuevo
de mi lado. Me negaba a aceptarlo. Le pedí de nuevo a Manuel que me
contara alguna cosa que recordara de las veces que había ido Diego a
su taller. Me repitió lo que ya sabía de nuestra charla telefónica y poco
más. Me habló de la primera vez que apareció. Llevaba un par de
volúmenes con obras de Nietzsche, primeras ediciones, no recordaba
cuales; solo que habían sido editadas en Argentina. Eso confirmaba lo
que me había dicho Raúl sobre su origen. De esa primera vez Manuel
también recordaba su timidez: plantado en medio del taller, aferrado a
sus libros y a la espera de que alguien se dirigiera a él. Según el librero
258
eso fue porque le impactó la presencia de Isabel, una chica que
tuvieron contratada hasta que dijo que había encontrado un trabajo
mejor y les dejaba.
—Ahora, con todo lo que hemos hablado no sé si puede ser
importante —siguió—. La marcha de la muchacha coincidió con la
última vez que apareció el pintor por el taller, apenas dos semanas
después. Y recuerdo, sí, seguro; recuerdo que estuvieron hablando un
buen rato en la calle. Se pararon ahí, en la misma entrada y con la
puerta abierta. Si la memoria no me falla, él hablaba y ella respondía
con monosílabos…
—¿Parecía una pelea, hablaban más fuerte de lo normal? —
Interrumpí
—No, todo lo contrario. De hecho cuando él se marchó y ella
entró lo hizo con una sonrisa. Al rato me pidió ir al despacho y, una vez
allí me dijo que dejaba el trabajo, que había encontrado algo mejor.
Visto ahora y conociendo la historia de tu hermana, qué se yo, igual se
enamoró y se fue con él porque le prometió la Luna.
Hablamos un rato más, de trivialidades. Me encargué de derivar
la conversación a temas mundanos de la actualidad. La famosa crisis,
los gobiernos títeres, lo mal que andaba todo… no deseaba que el
pintor se convirtiera en un tornillo pasado de rosca. Ya estaba bien de
darle vueltas a lo mismo sin conseguir otra cosa que mi desasosiego.
Me despedí de él con un sincero deseo de volver a verle y salí a la
calle. Necesitaba ordenarme la cabeza.
::::
Salí a la calle. Llevaba mis muestras de pigmentos, una serie de
fotografías de la nueva obra y la maleta de la incertidumbre algo más
llena. Si lo miraba de un modo lógico, el viaje solo me había servido
para perder tres días valiosos y para darme cuenta de que mi pintor no
259
era más que el fantasma esquivo de Casanova que ahora no deseaba
dejarse ver por nadie. Un misterioso pintor que aparta el sexo femenino
del centro de una obra y que, por otra parte, parece tener mucho éxito
con las mujeres. Claro que si su origen es la tierra del tango no es de
extrañar, hablando de esa manera tan melosa y con ese cepillo bucal
que restriegan una y otra vez; es normal que muchas caigan rendidas
ante su verborrea. Y yo sabía de lo que hablaba.
¿Le habría sucedido lo mismo a Judit? Me parecía sumamente
extraño. Si me hubiera sucedido a mí no, porque yo era la boba que se
dejaba engañar por cualquiera que me diera unas palmaditas en la
cabeza, ¡pero Judit! Ella no era así, en absoluto. A ella no pudo
comprarla con cuatro frases bonitas y arrastrando las elles hasta
convertirlas en un siseo ¿Qué te vendió Judit? Qué clase de cielo, qué
promesas. Igual te habló de la fama al ser su musa, pero tú jamás
mostraste el más mínimo interés por ella. Y si te enamoró y caíste en
sus brazos, ¿dónde estás ahora?
::::
Escuchó que una voz la llamaba y se sobresaltó. Giró la cabeza
hacia todos lados buscando a Manuel o a su sobrino hasta que cayó en
la cuenta de que la voz venía del interior de un automóvil aparcado a su
lado
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó sorprendida.
—Tengo una información que te interesará. Sube.
****
Inicio
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261
Los retratos tienen correspondencia
Barcelona — 29 de julio 2010
A primera hora de la mañana estaba esperando al informático.
Éste, tal como llegó al laboratorio y después de un rápido saludo le guio
hasta un despacho anexo y le puso ante un gran tablero sobre el que
había, colocadas en fila, una serie de fotografías con la ampliación de
las caras de cada uno de los retratos que guardaba Alba. Debajo, en
otra fila, las de unas mujeres casi idénticas. Terminaba una última fila
con anotaciones en las que podían leerse fechas y los símbolos. Todo
ordenado de izquierda a derecha según la cronología de la que
disponían.
Imagino que te quedarás de piedra, como me ha pasado a mí,
comenzó a hablar Makoki, porque no sé si lo tuyo es intuición o ya
sabías algo cuando me entregaste las fotos, Oscar, pero para cada
retrato he encontrado un expediente sin resolver que están acumulando
polvo desde hace años. No sé qué puedas pensar tú, colega, pero yo
diría que tienes algo muy grande y muy jodido entre manos.
Oscar permanecía ausente. Plantado ante el tablero y admirando
el gran parecido de cada cara con su foto original. La más antigua, “la
Maja” de Daniel Sabater, databa de 1972; la desaparición estaba
fechada en 1970. La siguiente “Maja”, de Enrique Pertegás, lo tenía
datado Alba en 1975; la desaparición correspondía al año 1973. Y así
seguían todas y cada una de ellas hasta llegar al hermoso retrato de
Judit, un Jeanne Samary de una perfección exquisita.
Tras el primer shock procesó las últimas palabras de su
compañero y acertó a responder.
—No tengo ni idea de lo que está pasando, nunca me he
encontrado con un caso como éste. Ni como éste ni parecido ¡Si soy de
la unidad de Patrimonio, joder!
Después del grito calló y empezó a mascullar sin apartar la vista
de las fotografías. Dónde andas metida Alba, qué tienes entre manos,
262
qué está pasando aquí y qué vinculación tiene esto con el caso de
Santos.
Makoki permanecía callado. Al final, incómodo, habló de nuevo:
—Solo me queda por resolver el enigma de los símbolos. Eso
me trae de cabeza porque no son símbolos reconocibles como texto y
san Google no es capaz de devolverme nada con sentido. Pero no
estoy parado, por ahora he pasado copia a una serie de colegas de
confianza: compañeros de facultad y algún que otro hacker que
conozco. Más allá de eso, no sé qué puedo hacer yo, Oscar. Pero si
crees que hay algo donde meter las narices o si piensas que hay que
destripar un poco más el portátil, no sé, cualquier cosa que necesites
dímelo y me pondré de lleno.
Oscar negó con la cabeza. Ya has hecho suficiente, le dijo.
Nunca hubiera pensado llegar tan lejos con la información de la que
partíamos. Si te necesito de nuevo no dudes que acudiré a ti. A toda
esta magia que haces con los ordenadores habremos de sacarle más
partido. Te garantizo que después de esto no te va a faltar trabajo.
Mientras terminaban de hablar recogía todo el material de la
mesa y lo guardaba de forma ordenada en una carpeta. Después cogió
el portátil, el resto de documentación, se despidió del informático y salió
a la calle.
Seguía con Alba en la cabeza. La falta de noticias, un silencio
demasiado extraño en ella. Y ahora, con la información aparecida, esos
pensamientos desembocaban en una idea horrible, si había ocho
mujeres desaparecidas sin dejar rastro, qué impedía que ella pudiera
ser la novena. La teoría de la huida la había eliminado; pero por otro
lado, qué conexión tenía ella con todo aquello, la única con sentido era
la de Germán: él estaba vinculado a los hermanos Edna y, a través de
ellos, a los huesos del sincrotrón; él estaba vinculado a Alba a través de
las restauraciones del material románico robado y, también a través de
él, (Modificar primer encuentro de Alba con Lavie. En él decimos que es
263
un cliente de Raúl y eso no nos interesa. En subtrama Alba ya está
marcado en rojo), al dueño de la mansión en la que estaba trabajando.
Todo se entrelazaba con el francés y los georgianos. No podían ser
casos distintos. Y la foto de la ermita era el pegamento que lo unía todo.
Tenía argumentos suficientes como para encerrar a Germán y echar la
llave. Era necesario reunirse con Santos y su equipo lo antes posible.
Sacó el teléfono, llamó al inspector y quedaron en la comisaría de
Cerdanyola.
—Mandó buscar al gabacho para interrogarle —le dijo Santos—,
ahora debo salir a ver al comisario, si cuando llegas no estoy espérame,
por fin tenemos a ese cabrón cogido por los huevos.
::::
Cuando nos sobreviene el desasosiego es difícil esconderlo a los
demás. El tiempo transcurre de modo diferente, la opresión en el pecho
llega a ser constante y hasta los objetos se escurren de las manos. Algo
que constató Oscar cuando se le cayó el café que acababa de sacar de
la máquina. Para sí mismo se argumentó que el sistema de recogida de
vasos de las cafeteras estaba diseñado con el culo; pero superado el
auto engaño hubo de aceptar el hecho de que la falta de sueño y la
dispersión mental vuelven a las manos blandas. Mientras recogía los
restos
del
café
su
mente
permanecía
con
Alba
y con
los
descubrimientos del informático. Así, con la mirada perdida y los dedos
quemándole, lo encontró el inspector Santos cuando llegó.
— ¡Coño, Oscar! ¿Has venido a ensuciarme la comisaría?
Tranquilo, déjalo, ahora ordeno que lo limpien un poco. Pasa al
despacho y cuéntame eso tan interesante.
Pasados quince minutos, sobre la mesa del inspector había toda
la secuencia de fotografías, retratos y fechas. Alrededor de ella Oscar,
Santos, Conchi y el subinspector Elías. Silencio. Nadie se atrevía a
264
decir en voz alta lo que pensaban todos. Aquello sobrepasaba en
mucho a su cadáver olvidado, la importancia de los nuevos datos
convertía en prioritario saber qué había sucedido con esas mujeres. El
inspector dio las órdenes oportunas al equipo para que revolvieran cielo
y tierra hasta conseguir las carpetas de cada uno de los casos. Lo hacía
más por rabia que con intención de conseguir algo tangible, después de
tanto tiempo los expedientes habían acumulado una pátina de olvido
tan grande que sería prácticamente imposible desempolvarla. Pero no
podían darse por vencidos.
Una vez a solas los dos, Oscar le detalló la mala sensación que
sentía al no tener noticia alguna de Alba. Cómo estás, preguntó Santos
intentando quitarle importancia, te ves capaz de entrar conmigo al
interrogatorio. Oscar asintió pero delegó el peso del mismo a su
compañero.
—No me veo capaz de hablar con ese tipo, Santos, quiero saber
qué puede ofrecernos el francés, pero solo de pensar que pueda
haberle hecho algo a ella me dan ganas de…
—No te preocupes, mantente al margen y déjame a mí, con toda
la mierda que le voy a echar encima nos va a cantar la Verbena de la
Paloma y hasta nos regalará un par de bises.
::::
Mandó a un agente para que acompañara a Germán y a su
abogado a una pequeña sala de juntas. Transcurridos otros diez
minutos entraron los policías. Habló Santos dirigiéndose ambos ellos.
—Buenos días señor Lavie. Buenos días letrado.
El abogado saludó con cortesía y sin esconder una pretendida
superioridad. Germán balbuceó apenas un buenos días sin mirar a la
cara de ninguno de ellos. Santos habló de nuevo.
265
—Inspector Márquez, una pregunta ¿Está detenido mi cliente?
—intervino el abogado.
—Pues verá letrado, ¿ve está carpeta tan llena que traigo?, son
números de la rifa para unas largas vacaciones a gastos pagados que
le han correspondido a su cliente. Ahora veremos si ha sido agraciado o
no ¿Le parece bien?
El abogado hizo un mohín de asco, asintió con la cabeza y tocó
de forma suave el antebrazo de su cliente para tranquilizarle. Santos se
sentó frente a ellos y puso la carpeta sobre la mesa. Oscar permanecía
de pie en un rincón de la sala, mirando fijamente al francés. Habló
Santos:
—Parece que tenemos mucha más tela para cortar de la que
pensamos en un principio, amigo Lavie. Mire, le voy a contar una
historia y usted me dice si le gusta como guion de película o no.
Se acomodó en la silla con gran teatralidad y continuó:
—Verá, nuestro protagonista, al igual que usted, gusta de
coleccionar arte románico, es caprichoso el muchacho. Pero en vez de
ir al mercado como haríamos el resto de los mortales, prefiere colarse
en las ermitas y coger directamente lo que le gusta sin pasar por caja.
Hasta aquí no pasa nada, quien más quien menos tiene sus pequeñas
debilidades, ¿verdad señor Germán?, y total, es una película, solo
ficción.
Se calló un instante, se irguió y le puso delante un buen número
de fotografías de objetos desaparecidos y direcciones de los lugares
donde se encontraban. Siguió hablando.
—En nuestra película tenemos una serie de secundarios de esos
que traicionan siempre al bueno. Son los malos que le pasan la culpa al
tonto de la historia para que pague por ellos. No dejan de ser tipos
como los que uno puede encontrar en cualquier sitio, seguro que usted
debe conocer a más de uno y más de dos. Mire usted, mire, por favor…
266
Ahora le ponía delante varias declaraciones de clientes suyos
que reconocían haberle comprado obras de arte para blanquear dinero.
Dado que nadie hablaba, Santos siguió.
—Pero qué sería de una película como la que le cuento sin algún
que otro muerto, señor, Lavie. Es por esa razón que aparecen unos
chavales y van a hacerle chantaje a nuestro protagonista…
Le puso delante la fotografía de la ermita y siguió hablando
aumentando un poco el volumen inicial de su voz.
—Es en ese momento cuando él siente que su gran negocio se
tambalea y considera llegado el momento de empezar a sacarse de
encima a esos tábanos molestos que amenazan con picarle.
—No sé de qué me está hablando —interrumpió el francés.
—¡Le hablo de esta ermita que usted expolió! Aquí tiene una
hoja con la copia de lo sustraído y donde han sido encontradas muchas
de las piezas, con declaraciones juradas de sus propietarios en las que
le incriminan. Todo ello gentileza de mi compañero, Oscar la Guardia.
»Le hablo de los restos del muchacho de la foto, aquí lo tiene
con su apariencia actual, mucho más delgado. Le hablo de esta
muchacha, esta es su fotografía, que desapareció en las mismas fechas
que el otro, ¿los ve Germán? una ermita robada por usted y su panda
de mangantes, cuatro jóvenes frente a ella y, cosas de la vida, uno de
ellos muerto, otra desaparecida y del resto todavía no sabemos nada. Y
ahora, para colmo de males, resulta que hay unas cuantas mujeres
desaparecidas que parecen tener relación con esa joven de la
fotografía, Judit Garcés, se llama. Créame, amigo mío, es mejor que
hable y se saque de encima toda la culpa que le está agriando el
estómago. Su abogado le dirá que le conviene no empeorar las cosas,
¿verdad, letrado?
Esto último lo había dicho en un tono más que imperativo, pero
ninguno de los dos abría la boca. Germán porque parecía estar en
267
shock, y el abogado porque parecía no conocer nada en absoluto de
casi todo lo que había escuchado.
Después de un incómodo silencio habló el abogado, pidió que le
dejaran a solas con su cliente. Santos recogió con parsimonia todo lo
que había esparcido sobre la mesa mientras Germán seguía sin
levantar la mirada de la mesa, ahora limpia de papeles. El inspector se
levantó, hizo una señal a Oscar y ambos salieron.
Desde fuera podían ver a los dos, abogado y sospechoso,
hablando en un tono que casi era audible desde fuera. Uno no hacía
más que preguntar y el francés no paraba de hacer grandes
aspavientos con las manos y movimientos negativos con la cabeza.
Estuvieron así más de quince minutos. Santos mandó a un agente para
que les ofreciera algo de beber y así calmarlos un poco. Si el abogado
estaba intentado convencer al francés para que confesara era mejor
que ambos estuvieran hidratados y tranquilos. Les llevaron unas
botellas de agua y los dejaron de nuevo a solas. Volvieron a hablar,
ahora más calmados. Santos los miraba en silencio y Oscar permanecía
ausente, pero ninguno de los dos parecía desear comunicarse. Pasada
más de media hora vieron como el brazo del abogado se levantaba y
hacía signos para que entraran.
Una vez dentro volvió a hablar Santos.
—Ustedes dirán.
Germán, sudando a mares a pesar de vestir de sport,
permanecía en silencio. Habló su abogado.
—A mi cliente se le están intentando imputar delitos que no ha
cometido y de los que ustedes no tienen más pruebas que unas
fotografías. Pero lejos de aferrarse a su inocencia está decidido a
colaborar. El señor Lavie está en condición de ayudarles a ustedes. Mi
cliente, a cambio, pide dos cosas: protección por parte de la Policía y
que se tenga en cuenta su cooperación y buena voluntad cuando el
268
juez deba emitir la sentencia que proceda por los delitos que reconozca
haber cometido.
Santos se levantó e hizo ademán de marcharse. No hay trato,
sentenció mientras iba hacia la puerta. Desde su rincón Oscar le hizo
una seña para que se detuviera. Se acercó a su compañero y hablaron
en voz baja. Cambiaron los papeles y ahora fue Oscar quien se acercó
a la mesa.
—Mire señor Lavie, A diferencia del inspector Márquez yo no
estoy acostumbrado a ver la maldad que él ve. Yo me dedico al Arte,
vivo rodeado y disfrutando de todo lo hermoso, lo mismo que le sucede
a usted. Y a pesar de que le guste apropiarse de lo que no le pertenece,
me consta que es un espíritu sensible que no cuadra con tanta
violencia. Será por eso que me cuesta creer que tenga una relación
directa con todas esas muertes.
Abogado y acusado escuchaban sin rechistar, sin moverse si
quiera.
—Pero en cambio estoy seguro de que usted sabe cosas que
nos pueden ser útiles a nosotros pero no se atreve a contárnoslas.
Ambos somos conscientes de qué tipo de individuos son esos con los
que usted se relaciona. Que pida nuestra protección lo dice todo. Esos
hermanos Edna, su empresa tapadera de jardinería, las empresas de
máquinas, las apuestas, sus socios y amigos. A esa calaña de
individuos no les tiembla el pulso cuando alguien no sigue sus dictados
o habla de más.
Germán parecía calmarse por momentos. Su abogado mantenía
la mano apoyada en el brazo de su cliente. Santos, viendo la estrategia
de su compañero, intercambió las posiciones y se fue al rincón
manteniéndose al margen.
—No puedo decirle que mi unidad archivará todo lo que tenemos
contra usted, señor Lavie. Son muchos años y mucho expolio el suyo.
Eso debe entenderlo. Pero sí que podemos hablar con la unidad de
269
delitos fiscales y actuar con una cierta, digamos, bondad, para que ellos
tengan algún tipo de deferencia para con su caso. Si sumamos todo eso
estoy seguro de que un juez, al que por supuesto le haríamos partícipe
de toda la colaboración que usted nos ofrece, no le condenaría a más
de cinco años. Cinco años que se convertirían en tres, de los que más
de la mitad ya me encargaría yo de que fueran en régimen de tercer
grado. Un chollo, amigo Germán. Un chollo al que debería aferrarse.
Pero claro, eso solo sucederá si nos gusta lo que escuchamos. Debe
darnos una gran historia para terminar con gracia la película que le
contaba mi compañero.
El francés miraba a Oscar y parecía calibrar todas y cada una de
sus palabras. El resto permanecía en silencio. Pasado un tiempo habló:
—Deben garantizarme seguridad. Esa gente irá a por mí cuando
se den cuenta de que he hablado.
—Por nuestra parte tiene todas las garantías —quien volvía a
hablar era Santos—, y no solo eso, mientras esté en prisión tendrá a su
lado a presos que le protegerán. Hable, pero no olvide que debe
contarnos cosas que nos permitan desentrañar este lío.
::::
El francés les explicó el entramado que tenían organizado los
hermanos Edna y cómo usaban las obras robadas para hacer aflorar
dinero que venía de la prostitución, las máquinas tragaperras, usura y
fraude fiscal. Todo ello lo podía corroborar con documentos de todos lo
que habían hecho algún tipo de negocio con él. Les repitió lo que ya
sabían hasta que añadió el capítulo que les faltaba. Una escena que se
produjo en el despacho de Yuri al poco tiempo de despedir a Julián.
—Estábamos Yuri y yo en su despacho. Le mostraba fotografías
de un material interesante para un socio de Barcelona que se estaba
haciendo una mansión en Collserola, cuando entró Berto fuera de sí
270
contando que había pillado a su sobrina intimando con Julián en una de
las mesas de un bar de la zona. Yuri estalló, algo no habitual en él, y
menos estando presente alguien ajeno a la familia, pero esta vez no se
controló. Hasta a mí me sorprendió y me dio algo de miedo.
A los policías les cambió la cara. Parecía que se preguntaran
qué podía dar miedo del georgiano. El francés los sacó de dudas.
—No pongan esa cara. Creo que antes de seguir les conviene
saber cómo es Yuri. Es un tipo acomplejado y muy cobarde, sí; siempre
escudado tras la mesa de su despacho manteniendo una estúpida
imagen de gánster de Chicago, cierto; pero desde que le conozco ha
sabido rodearse de gente sin escrúpulos que le hacen el trabajo sucio,
su adjunta es una de ellas, y creo que alguno de sus trabajadores cobra
más nómina por realizar alguna especialidad que por replantar
geranios.
Un gesto de Santos le invitó a continuar.
—Bien, volviendo a aquel día. Empezaron a gritarse el uno al
otro en su idioma, yo allí sentado sin saber qué hacer, petrificado.
Cuando se calmaron un poco Yuri se dirigió hacia mí y me soltó que si
yo o alguno de los míos podíamos solucionarle el problema. Como
comprenderán ese no es mi negocio, ni estaba dispuesto a comerme la
merde de nadie. Me excusé argumentando que era una persona
honrada y que tal vez podía extralimitarme a la hora de conseguir según
qué material me pidieran, pero eso estaba muy lejos de aceptar
cometer ningún otro tipo de delito. «Ahora nos sale puritano el
gabacho», dijo Berto con su habitual chulería. Yo preferí hacer oídos
sordos e intenté excusarme para largarme de allí. «No te vayas,
hombre», dijo Yuri, «¿te vas a asustar ahora porque queramos darle
una lección a un imbécil que no sabe cuál es su lugar en la vida? Te
hacía más hombre, Germán». Yo permanecí callado. Me gusta el dinero
como a cualquiera, ¿saben?, pero también me encanta dormir por las
noches.
271
—¿Cómo terminó aquello? —intentó apresurar Santos.
—Me dijeron que me largara, que mantuviera la boca cerrada y
que ya se encargarían ellos de solucionar su problema. Comprenderán
por qué no he abierto la boca hasta ahora. Yo no quiero la merde que
no es mía, señores. Mais, mon Dieu, denme protección. Con lo que les
he contado he puesto mi vida en sus manos.
Santos ponía cara de creerle y le echó una mirada a Oscar. Ni el
uno ni el otro pensaban que aquel tipo pudiera tener la más mínima
ética, pero no era momento de entrar en disertaciones filosóficas con un
delincuente confeso.
—¿Y qué sabe de las mujeres y de esos cuadros? —preguntó
ahora Oscar.
—La única que me parece recordar es esta de aquí —dijo
señalando el rostro de Judit—, no pondría la mano en el fuego, ha
pasado demasiado tiempo, pero creo que alguna vez la vi plantada en
la calle antes de la hora de salida. Pero de todas las demás les juro que
no sé nada, absolutamente nada. Yo no trabajo con mujeres. Los que
deben tratar con mujeres deben ser ellos. No sé qué más quieren de
mí. Pero les juro que no tengo nada que ver con lo que pueda haber
pasado. Nada, de verdad.
El abogado, que hasta entonces había permanecido en silencio,
dio una palmada sobre la mesa
—Creo que mi cliente ha colaborado con ustedes más allá de lo
que yo hubiera deseado. Les aconsejo que le dejen en paz y vayan a
interrogar a los verdaderos responsables de todos esos delitos. Mañana
por la mañana les traeremos toda la información relativa a lo que
concierne al caso del señor Germán. Solo esperamos que cumplan con
lo prometido. La vida de mi cliente está ahora en sus manos.
—De acuerdo abogado. Señor Lavie. Ahora vendrá una agente
para terminar de concretar los temas de cara a mañana. Buenas tardes.
272
Santos llamó a Conchi. Él y Oscar salieron fuera y se encerraron
en el despacho del primero.
::::
Acabado el interrogatorio estaba claro cuál era la pieza que
debían mover. Tocaba presionar, y mucho, a los dos hermanos. El caso
ya no era solo un tema de blanqueo y otro de expolio, ahora había
mujeres desaparecidas, ocho al menos y un cadáver confirmado que
les apuntaba con su delgada falange.
Oscar deseaba salir lo antes posible a repetir el periplo
realizado por ella. Si hacía su mismo trayecto y hablaba con quienes la
habían visto cabía la posibilidad de reconstruir su viaje y confirmar lo
sucedido después. Santos tenía claro que ahora podía encargarse él
solo de los interrogatorios. Si el tema iba de desapariciones y
cadáveres podía prescindir de Oscar.
—Tiene una llamada de Jesús Loperena. Se la paso— les
interrumpió Conchi hablando desde la puerta.
Santos enseñó a Oscar la palma de la mano en señal de espera
y descolgó. Qué tal todo Jesús, Dijo. Tras un silenció habló de nuevo,
vamos a apretarle las tuercas a dos de los sospechosos, ¿dice que
tiene algo importante que le gustaría contarme?, perfecto, ¿le gustaría
pasarse por aquí mañana y, ya de paso, ver cómo hacemos ahora las
cosas? Silencio. Intentaré que sea mañana, de todos modos le llamo
después para confirmarle la hora exacta. Hasta luego.
—Era Jesús. Dice que cree tener algo interesante que
contarnos. Le he invitado a que venga mañana y nos lo cuente.
Mientras hablaba, Oscar leía la pantalla del móvil y le cambiaba
la cara.
— ¿Qué te pasa Oscar, te encuentras mal, tienes cara de haber
visto un fantasma?
273
Con la cara desencajada le explicó lo que decía el correo de
Makoki. Lo que pensaban que eran las firmas de los retratos no eran
firmas, eran letras. Según les confirmaba el informático después de
haberlo contrastado con expertos, eran letras del alfabeto fenicio.
—No sé si es una puta broma del cabrón que pinta a mujeres
desaparecidas, pero parece ser que la letra del último retrato, el de la
hermana de Alba, correspondería a una “Q” de nuestro alfabeto que
correspondería, a su vez, a la letra diecinueve del fenicio ¿Te das
cuenta, Santos? Eso parece un número de orden que nos deja un
asesino múltiple. No son ocho las mujeres desaparecidas, son
diecinueve.
Fue como un mazazo. Cayeron en la cuenta de que la muerte de
Julián y la desaparición de Judit podían no tener nada que, podían ser
una trágica coincidencia. Después de un largo silencio Oscar dijo:
—Si eso es así me temo que incluso Alba podría ser la siguiente.
Tengo un mal presagio, Santos. Creo que debería ir a buscarla. Sigue
sin dar señales de vida.
Santos le dijo que se marchara a toda prisa. Él y el resto del
equipo se encargarían del tema de Julián. Del anticuario se encargaría
la policía nacional.
—Estamos en contacto. —Se despidió Oscar.
****
Inicio
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275
Oscar viaja a Oviedo
Autopista A2 hacia Zaragoza – 31 de julio de 2010
Antes de partir hacia Zaragoza llamó a algunos contactos de la
policía nacional de Asturias para ponerles en antecedentes. Les pidió
discreción absoluta con las indagaciones. No deseaba que el entorno
del caso se llenara de agentes uniformados haciendo preguntas. La
razón para tanta sutileza era que si aparecía Alba él debía ser el
primero y el único en hablar con ella para poner esclarecer de una vez
por todas las verdades a medias.
Conducir a solas y de noche por una autopista mientras se
escucha el álbum “Kid A” de Radiohead invita a la introspección. Óscar
no paraba de darse vueltas a sí mismo sin salirse del carril. A pesar de
saber cuál era el sentimiento se negaba a aceptarlo. Un policía,
entregado de manera absoluta a su trabajo no es buen aliño para eso
que llaman amor; sobre todo si el otro ingrediente de la ensalada es
alguien que podría estar implicada hasta arriba en un caso de expolio
de patrimonio. Sonaba el brutal “The National Anthem” y no dejaba de
autoanalizarse y hacerse preguntas: ¿Sentía algo parecido al amor?,
¿haberse dado cuatro magreos de adolescente y haber sentido ese
castillo de fuegos artificiales en el estómago era el sentimiento del
amor? No, era ir salido como un mandril en Laponia «…everyone,
everyone around here, Everyone is so near, It’s holding on, It’s holding
on». Se veía ridículo. Pasada la cuarentena, después de una vida de
fracasos de pareja, a unos minutos de empezar el declive masculino se
sentía como un adolescente. Y qué cosa define a un adolescente, que
adolece de raciocinio. Con qué estás pensando Oscar, se decía, con la
cabeza del sombrero o con la del condón. Esto tiene que ser la puta
crisis de los cuarenta; la fiesta previa a la bajada de la testosterona que
precede a la bajada de todo lo que subía; desde la cola hasta los
músculos.El cansancio iba haciendo mella y el CD pasaba al siguiente
corte: “How to Disappear Completely”. Como una premonición irreal,
276
Thom Yorke le decía casi al oído: «I’m not here, This isn’t happening,
I’m not here, I’m not here…» Pero no era verdad. Seguía estando allí,
seguía sufriendo por ella y seguía dudando de ella. Todo entremezclado
con imágenes de Alba desnuda en la piscina. Cansancio.
Pasaban las doce de la noche y quedaba poco para llegar a su
primer destino. Una leve punzada en el estómago le recordó que no
había comido en todo el día, tan solo los innumerables cafés que
llevaba tomados desde primera hora de la mañana. Aprovechó que
debía repostar y entró en el área de servicio, pidió un bocadillo, una
botella de agua y se sentó en una de las innumerables mesas vacías.
Antes de atacar el exiguo jamón que se escondía entre el pan gomoso
mandó un correo a Makoki. Contaba con que lo leyera al día siguiente y
se lo respondiera con el resto de información. Apenas había dado el
primer sorbo y comido el primer bocado vibró su móvil.
«Llámame si quieres, estoy despierto», leyó. A estas alturas no
le extrañó que el informático estuviera disponible a esa hora, lo
imaginaba más como un personaje biomecánico de Asimov que como
un ser humano con sentimientos y pasiones que no fueran las
estrictamente digitales. No lo pensó dos veces, buscó el número en la
libreta de direcciones y le llamó.
Hablaron durante un buen rato. Así se enteró de que el
descubrimiento lo había hecho otro compañero, de Madrid dijo que era,
al que le enamoraba la historia antigua de la península Ibérica y los
distintos alfabetos y sistemas numéricos usados hasta llegar al nuestro.
—Cuando colguemos te mandaré un documento que recoge el
alfabeto fenicio y su correspondencia con el nuestro.
—Te lo agradeceré, compañero, de verdad.
—¿Habéis averiguado algo nuevo?
—No demasiado, quien pensábamos que estaba metido en esto
ha inculpado a otros. El inspector Santos se encargará mañana de
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apretarles un poco a ver que saca en claro. Por lo demás no sé qué
decirte… no sé qué pensar de todo esto, la verdad.
—Mira, Oscar, sé que no me concierne ni tengo experiencia
alguna en este tipo de casos, pero ya viste que la letra del último
retrato, ese que me dijiste que era de la hermana de tu amiga,
corresponde a la posición diecinueve. ¡Diecinueve, Oscar!
Oscar le explicó que por esa razón le estaba hablando desde un
área de servicio cercana a Zaragoza. Había salido a repetir el periplo de
la restauradora porque temía que pudiera ser la víctima número veinte
de un posible asesino. Recordó a su compañero que le mandara la
información prometida y se despidió de él con la excusa del cansancio.
El teléfono vibró mientras se pedía otro café con leche. Se sentó
en la mesa y abrió el archivo. Allí estaba, el secretismo de los símbolos
reducido a unas letras desconocidas y feroces. Un ordenamiento que
podía ser una broma de mal gusto por parte del pintor o, llevado por la
paranoia, algo mucho peor que evitaba pensar.
Sin importarle la hora ni el lugar sacó la información que tenía,
su cuaderno, los papeles robados a Alba y empezó a cuadrar unos con
otros. Si respetaba el orden del alfabeto fenicio tenía como equivalencia
las letras D, E, T, J, L, M, O y Q; o lo que era lo mismo, las posiciones
4, 5, 9, 10, 12, 13, 16 y 19. Intentó ordenarlas por si se tratara de un
acróstico que diera una pista nueva.
Nada, solo el miedo de que sus peores pensamientos se hicieran
realidad, un cansancio blando mermándole capacidad de razonamiento
y el nerviosismo latiéndole en las sienes y apretándole el cráneo.
Necesitaba recogerlo todo, llegar a su destino, aparcar lo más cerca
posible de su primer contacto e intentar dormir aunque fuera un par de
horas.
::::
278
A las ocho de la mañana la cara de Juan Monleón podía ser
cualquier cosa menos amigable y escuchaba a Oscar con un evidente
desprecio. El policía permanecía ajeno a ello, tampoco él había podido
dormir más que a trompicones y con pesadillas. Su cara delataba
cansancio.
—Siento haberle despertado tan temprano. Créame que si no
fuera por la urgencia no me hubiera presentado de este modo en su
casa.
—Usted dirá —. Fue la seca respuesta de Juan.
Oscar comenzó a hacer una cronología de lo sucedido desde la
marcha de Alba de Barcelona. Se calló lo relativo a los cuadros y al
pirateo del portátil. Mientras hablaba, el otro asentía con cara de no
entender la necesidad de que alguien le contara lo que ya sabía. Hasta
que comentó lo de la desaparición y de si sabía alguna cosa que
pudiera ser útil para encontrarla. A Juan le cambió la cara.
—Qué quiere decir con que ha desaparecido, eso es imposible.
Ella salió de aquí para encontrarse con un conocido mío que tiene un
taller en Oviedo. Incluso he hablado con él y me comentó que tuvieron
una charla muy amigable y que igual algún día se convertía en su
cliente ¿Qué le ha sucedido a Alba?
—Eso estoy intentando descubrir. Cuando vino a su casa ¿la
notó nerviosa, le comentó algo que a usted le pareciera extraño, notó
que pudiera estar huyendo de algo o de alguien?
—No. Ni estaba nerviosa ni me pareció que huyera de nada. Sé
que últimamente andaba muy interesada por un pintor al que no hay
manera de encontrar…
—Estoy al tanto de ello.
—Pues si conoce el tema no sé qué más pueda aportar yo.
Continuaron hablando. Oscar se debatía en la necesidad de
hablar de las mujeres desaparecidas para que el otro entendiera el
alcance del problema. Hacerlo, no obstante, representaba abrir una
279
puerta demasiado grande en una investigación abierta, sin contar con el
hecho de que desconocía la vinculación del zaragozano en todo aquello
¿Y si el pintor, con esa cara de pocos amigos, era él? Desechó la idea,
al menos hasta que hubiera hablado con el tal Quintana en Oviedo.
Juan, por su parte, intentaba sonsacar algo que explicara por
qué razón podía estar preocupada la policía por el hecho de que Alba
no diera señales de vida. Como si fuera la primera vez que decide
cambiar su ruta y largarse unos días a descubrir algún rincón o admirar
alguna exposición, se dijo. No iba a ser él el que pusiera a su amiga en
problemas. Si había decidido desaparecer tendría sus razones. A la
Policía ni los buenos días, recordó que habían comentado alguna vez
en algún rincón del Tubo.
Tras tomar nota de toda la cronología que le desglosó Juan,
Oscar se levantó, le estrechó la mano y se despidió.
—Imagino que si sabe alguna cosa de ella me lo hará saber,
inspector.
—Lo mismo le digo, señor Monleón, lo mismo le digo.
::::
Comisaria mossos de Cerdanyola (31 de julio)
A pesar de la ausencia de Oscar, Jesús Loperena se postulaba
como un buen sustituto, pensaba Santos mientras hacían entrar al
anciano policía.
—Buenos días, inspector. —Dijo Santos estrechando la mano
del anciano.
—Lo mismo para usted, inspector. —respondió Loperena.
—Hoy asistirá a un interrogatorio que debería esclarecer un poco
más la muerte de Julián López.
280
—De eso quería hablarle, Santos. Igual lo que le diré es una
tontería de viejo chocho, pero hay una idea que no me abandona y
necesito hacerle partícipe de ella.
—A nuestro sospechoso todavía le falta algo de horno para que
lo tengamos a punto. Cuénteme usted eso que tiene en mente, por
favor.
El anciano le explicó un episodio de su vida del que no se sentía
orgulloso. Tras la muerte de su esposa pasó por un estado anímico casi
destructivo. La soledad y el vacío le hicieron buscar una salida rápida
de un mundo que no sentía como suyo y empezó a frecuentar bares. Lo
hizo durante un corto periodo de tiempo. El suficiente, no obstante, para
ver de cerca las puertas del infierno. Unas puertas luminosas y
cantarinas que escondían un demonio voraz que cada día le exigía más
y más atención. Tanta que casi dilapidó los pocos ahorros que su
difunta esposa había podido atesorar después de años de sacrificio.
—Fue terrible, Santos. No se imagina lo que es caer en las
garras de las tragaperras. Pero me sucedió, y durante más de un año
fui hundiéndome más y más en una espiral estúpida en la que muy
pocas veces caté la victoria del premio. Un premio que volvía a su lugar
de origen al día siguiente o incluso a la hora siguiente.
—Gracias
por confiarme
todo eso, Jesús
—interrumpió,
Santos—, pero no sé qué pueda tener que ver…
—¿Recuerda los trocitos de plástico que me enseñó, los
encontrados junto a los huesos?
—Sí.
—¿No tiene esa gente una empresa que se dedica precisamente
a la mierda de las máquinas?
—Sí.
—Pues muchas máquinas recreativas, sobre todo las más
antiguas, tienen el botón de jugada de ese color. Lo sé porque los he
pulsado miles de veces.
281
Santos puso ojos de buho y llamó a Conchi. Cuando entró en el
despacho no la dejo ni hablar.
—No tenemos demasiado tiempo, así que busca aunque sean
indicios. Lo que se tenga que confirmar los haremos después con
tiempo. Coge los plásticos que teníamos del enterramiento del
sincrotrón y mira si concuerdan con alguno de los pulsadores de
tragaperras que estaban en uso en las fechas de la desaparición del
muchacho. Lo que consigas me lo traes. Aunque esté interrogando al
tipo ese. Date toda la prisa que puedas. Coge a todos los que estén
disponibles
y
buscad
por
todas
las
páginas
de
fabricantes,
coleccionistas, explotadores. Allí donde haya una foto que muestre un
pulsador, solo con que se le parezca, lo daremos como bueno. Venga,
va, corre.
Conchi salió como si huyera y los dejó solos de nuevo.
Santos miraba al anciano de reojo y creía estar viendo a un
adolescente atrapado en el cuerpo de un anciano. Y es que Loperena
parecía un estudiante antes de entrar al examen. Ahora que había
contado su idea parecía no darle mayor importancia. Había cogido la
carpeta del caso y no cesaba de remover las hojas de la declaración del
francés.
—Cuando se la sepa de memoria se la preguntaré.
Absorto como estaba, La voz de Santos hizo dar un respingo al
anciano.
—Perdone, inspector, es que me parece tan increíble que hayan
llegado ustedes tan lejos ¿Cree que realmente son estos mafiosos los
responsable de la muerte del pobre Julián?
Santos, le transmitió la importancia de cada una de sus
aportaciones haciéndole ver que si estaban allí era gracias a él.
Después, y con una buena carga de escepticismo, le habló de los
mafiosos y de que no podía poner la mano en el fuego por ninguno en
282
especial, pero de haberse de decantar por alguien sería por el hermano
mayor.
—Estoy casi seguro de que Berto, el hermano menor, es un don
nadie con problemas de nariz —continuó Santos viendo la cara
interrogativa de Loperena—. Un pobre payaso que jamás ha tenido que
buscarse la vida. Si hasta me contó Elías que para conseguir la farlopa
echa mano de algún empleado que le preste al camello. Créame, ese
solo sire para pasear cojonazos y dárselas de lo que no es.
— ¿Piensa interrogarle?
—No.
—Pero lo ha detenido.
—Está implicado igual que su hermano y, al menos por el
momento, ninguno de ellos está detenido. Nuestra intención es tomarles
declaración y luego, de salir las cosas como pensamos, ponerlos a
disposición judicial. Claro que en función de cómo se comporte el
hermano mayor veré que hago. Igual le apretamos las tuercas que lo
dejamos seguir con su vida mientras lo vigilamos.
Pasaban las diez de la mañana y Santos pidió que llevaran a
Yuri a la sala de interrogatorios donde él le esperaría. Loperena se
quedó en el despacho como simple observador. Creyó más aconsejable
verlo por el circuito de televisión.
Yuri entró en la sala con ropa de deporte que parecía sacada de
un catálogo de moda de mediados de los setenta. Así, con barba de un
día, sin su americana y su corbata y con cara de no haber dormido, era
un muñeco de lana lavado a noventa grados. Su voz aflautada y
miedosa incrementaba su imagen escuchimizada.
Santos le pidió por favor que se sentara, lo mismo que al
abogado que le acompañaba.
—Imagino que sabe por qué está usted aquí, señor Edna.
Yuri no abrió la boca. Su abogado contestó por él.
—Mi cliente no piensa responder a ninguna pregunta.
283
Santos se echó hacia atrás en la silla y habló con calma: está en
su derecho. Puede usted estar callado y declarar ante el juez o incluso
no abrir la boca ni para beber agua. Aunque tal vez le interesen algunos
detalles más sobre la causa de su detención. Mire señor Edna, nos
hemos enterado de todos y cada uno de los tejemanejes que se llevan
a cabo en su empresa. Conocemos sus negocios vinculados al juego y
tenemos información de sus contabilidades que está en manos de la
UDEF; estamos al tanto de cómo funciona su red de blanqueo y
conocemos todo el montaje de compraventa de obras robadas por parte
de sus socios y amigos, desde Barcelona hasta Murcia. Y sí, tiene todo
el derecho del mundo a estar callado. Aunque yo, de usted, me lo
pensaría de nuevo.
Abogado y empresario se miraban sin hacer ni una mueca. El
inspector siguió hablando: tal y como están las cosas le podemos echar
mierda encima hasta ahogarle y todavía nos sobrará. Y si piensa salir
de aquí y desmontar la parada, o darle las órdenes oportunas a su
abogado para que lo haga él, ya le digo aquí y ahora que llega tarde.
Tenemos el operativo montado y mientras estamos hablando nuestros
muchachos han entrado en sus oficinas y requisado todo su sistema
informático para, digamos, darle legalidad a todo el material del que ya
disponíamos. Y si no lo han hecho ya, otro grupo selecto de policías irá
a visitar a unos pocos clientes y socios para darles recuerdos suyos y
requisar todo el material robado.
¿Cómo lo ve ahora señor Edna? No sé usted, pero hoy no le veo
tan feliz como la anterior. Ni hace los gestos de amenaza que le hizo al
amigo francés cuando salieron de aquí el otro día ¿Qué se pensaba,
que no íbamos a seguirles, que no íbamos a encontrar nada, que todo
el mundo callaría sus trapicheos? Para serle sincero ha sido todo de lo
más fácil. No se imagina la locuacidad de la gente a la que ha ido
despidiendo a lo largo de los años; incluso aquellos que dejaron su
empresa para ir a empleos mejores ¿Quiere un consejo?, haría bien en
284
darse cuenta que toda la gente que le rodea está hasta lo cojones de
usted. Haría bien en darse cuenta de que no solo no le respeta nadie,
también le han perdido el miedo. Es lo que sucede siempre con las
ratas y lo del barco que se hunde. Y por favor, no se lo tome como algo
literal, era solo una metáfora.
Santos calló y se sumergió en el contenido de la carpeta que le
acompañaba. Al fin el georgiano se decidió a hablar. Miró a Santos y
dijo:
—El gabacho de mierda ha hablado, ¿verdad?
Sin apartar los ojos de la carpeta respondió: Como comprenderá,
si esa información fuera cierta yo la negaría. Sí puedo decirle, en
cambio, que mi compañero de la brigada de patrimonio de la UDEV
lleva más de dos años siguiéndole los pasos y la documentación que
nos faltaba para tenerle cogido por los cojones nos ha caído del cielo
hace unas horas. Y, ¿sabe otra cosa? De usted nos ha hablado todo el
mundo. Se lo he dicho antes. La gente no olvida. Las personas ,de
tanto estar jodidas, a la que pueden, joden.
—El gabacho de mierda se ha cagado encima. Habrá que limpiar
toda la mierda.
Lo dijo sin mirar a nadie. Pero estaba claro que era una orden y
se la daba a su abogado. Santos prefirió no escuchar. Piense lo que le
venga en gana. Dijo. Vivimos en un país libre. Pero como imaginará, a
usted ya le ha caído encima tanta mierda que vaya por donde vaya
resbalará en ella y se pringará entero.
::::
Desde el despacho Loperena no perdía detalle del interrogatorio.
Ahora nadie hablaba y eso le ponía de los nervios. No entendía tanta
educación y delicadeza. En su época las cosas sucedían de otro modo.
Sin haber sigo amante de sacar confesiones a golpes, sabía lo poco
285
fiables que eran, sí entendía la necesidad de apretarle las clavijas a los
detenidos; aunque fuera con un par de gritos o alguna amenaza directa.
—Con todo lo que tiene encima —habló de nuevo el inspector
Márquez—, no le he contado lo mejor. Ya sabe, el postre para el final.
Sacó la fotografía de Julián y le repitió la historia que habían
construido a partir de los retazos contados por las distintas personas
con las que habían hablado: la relación del joven con su hijastra, la
negativa de dejar esa relación a pesar de las amenaza, la envidia de la
secretaria de gerencia por la negativa del joven a tener relaciones
sexuales con ella y la famosa reunión con Germán Lavie en la que pidió
que eliminaran al trabajador molesto. Yuri seguía callado.
Antes de que el inspector volviera a hablar entró Conchi, llamó a
su jefe y ambos salieron de la sala. Si alguien hubiera podido ver las
manos del georgiano podría haber pensado en una penitencia del
OPUS para ganarse el cielo.
Apenas habían pasado cinco minutos y el inspector entró de
nuevo y se sentó en la silla pidiendo perdón por la interrupción. Plantó
ante Yuri una bolsita con dos trozos de plástico y las fotografías en las
que podía verse su origen. Tras un tiempo prudencial explicó que esos
trocitos de plástico pertenecían al pulsador de jugada de una Cirsa mini
guai como las que se comercializaban en la época en la que
desapareció Julián.
—Como puede ver tenemos el móvil: que Julián se beneficiaba a
su hijastra; y tenemos el arma, una de sus maquinitas cantarinas. Le
vamos a imputar la muerte de ese muchacho señor Edna. Han hablado
suficientes personas y hay suficientes indicios como para que un juez lo
admita a trámite y le cueste a usted muchísimo dinero evitar la cárcel, si
es que la evita. Su abogado puede confirmárselo.
—Perdóneme que difiera —habló el abogado—, pero usted tiene
solo palabras y pruebas circunstanciales. Palabras dichas por personas
descontentas con mi cliente y que mentirán para hacer daño. Y unos
286
trozos de plástico que, caso de que se demuestre que pertenece a una
máquina de ese modelo, podría haber formado parte de cualquiera de
las miles de máquinas que hubo en cien operadores distintos.
Santos se tomó un pequeño respiro y habló de forma pausada:
—¿Solo palabras, dice usted? Le juro por Dios que dedicaré
todos los esfuerzos y lo que me quede de vida para enjaular a su
cliente. Cada vez que vaya a echar un polvo tendrá que mirar antes que
no haya ocupado su lugar. De momento, señor Edna, sepa que hemos
encontrado a su hija en Francia y parece ser que no conocía el destino
de Julián ni la desaparición de Judit, su amiga.
La cara de Yuri Edna cambió de color. Acababa de tocar una
zona sensible y Santos aprovechó para explicar lo poco que sabía en
relación al posible encuentro con la hijastra.
—Según me han dicho tiene bastantes ganas de hablar con
nosotros y de preguntarle a usted por las mentiras que le contó después
de que sus amigos dejaran de dar señales de vida.
A Yuri Edna le había cambiado el semblante. Miraba al abogado
y veía como también comenzaba a dudar. Santos seguía inmerso en la
carpeta. El abogado se acercó al oído de su cliente y Yuri estalló con un
Claro que te lo he contado todo, ¡Joder!
—Mi cliente no tiene nada que esconder —dijo el abogado
dirigiéndose a Santos—, y si nos deja a solas unos minutos creo que
podremos intentar llegar a un acuerdo favorable para todos.
El inspector hizo caso omiso y habló de nuevo. Solo cabe un
acuerdo, que confiese la autoría de ese asesinato y que diga dónde
está la otra chica chica y estas otras mujeres, que diga dónde trabajan y
las tienen escondidas o lo que hayan hecho con ellas. Porque esto ya
no es una broma. Hablamos de mucha gente desaparecida.
Mientras lo decía le plantó delante una fotografía de Judit, la
fotografía de la ermita y abrió a su lado un abanico con las fotos de las
desaparecidas. Esta vez a Yuri Edna no solo le cambió la cara, se le
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desató la lengua. Pero qué clase de broma es esta, inspector, dijo, ¿me
toma usted por uno de esos asesinos americanos tan famosos? Le he
dicho mil veces que solo soy un empresario que busca ganarse la vida
con sus negocios. Doy empleo a muchas personas y pago mis
impuestos, que no son pocos. Solo en el sector del recreativo…
—Señor Edna, sepa que me importan una mierda sus finanzas o
lo que le paga al fisco. —Interrumpió Santos—.Lo único que necesito es
que confiese.
—No tiene ningún derecho a tratar de ese modo a mi cliente. —
interrumpió a su vez el abogado.
Tiene razón, abogado. Respondió Santos con una sonrisa. Me
he dejado llevar por la rabia. Perdóneme señor Edna. Al fin y al cabo
solo queremos charlar de un modo distendido, resolver esas pequeñas
dudas que nos quedan y marcharnos al juzgado para que todo termine.
Yuri Edna estaba lívido. Santos veía cumplirse las palabras del
subinspector Elías, bajo la fachada aquel tipo no era más que un
cobarde. Tenía cerca una confesión. Siguió en su papel de policía
comprensivo. Explíquemelo todo señor Edna. No le gustaba ese tipo
para su hija, lo entiendo. Quién no se deja llevar a veces, mire lo que
me acaba de pasar a mí. Pero es así, somos temperamentales y a
veces uno tiene un mal día, ese muchacho se pone a tontear con la
niña de nuestros ojos. Después resulta que el muchacho no atiende a
razones. Después resulta que se le dan unos golpes para que desista
pero él no se doblega y se le sigue golpeando sin que atienda a
razones. Y la sangre que se sube a la cabeza nos ciega. Créame, a mí
me hubiera pasado lo mismo de tener una hija. Yuri seguía mirando las
fotografías. Como si intentara revivir de nuevo una escena del pasado.
Pero la otra muchacha, la de la foto de la ermita, qué le hizo esa
muchacha. Y las otras mujeres, qué clase de sádico es usted señor
Edna, ¿o es que encubre a alguien?
288
::::
Yuri habló un momento en voz baja con su abogado y éste se
dirigió al inspector.
—El señor Yuri desea hablar pero también desea dejar claro que
no es una confesión. Será una charla distendida de un padre de familia
con un policía.
Santos negó con la cabeza. Si desea charlar como un padre de
familia que pida un cura cuando terminemos y le confiese sus pecados.
Aquí estamos para esclarecer unos hechos y para determinar el grado
de implicación de su cliente ¿Lo ha entendido señor Edna o le mando
abajo para que se piense bien sus palabras mientras cuenta los
barrotes de la celda? Se me están empezando a hinchar los cojones.
—Quiero hablar.
—Le escucho.
En los siguientes minutos el georgiano desgranó lo sucedido
años antes, poco tiempo después de entrar a trabajar Julián en la
empresa, cuando su hijastra empezó a realizar las prácticas que
necesitaba para sus estudios.
A pesar de no ser mi hija la he tratado siempre como si lo fuera.
Continuó. Y una de las cosas que uno quiere para sus hijos es que no
se mezclen con chusma ¿Qué era aquel niñato, qué futuro tenía
preparado para ella? Era un don nadie que pensaba que podría entrar
en mi familia por la puerta grande. Mientras hablaba cogió la fotografía
de la ermita. No tengo ni idea cuando se hizo esta foto ni por qué. Están
mi hija; el que hizo la foto, un desgraciado, amigo de ella, que murió en
Francia, en un accidente; una amiga de Julián que siempre la
acompañaba y él.
La volvió a dejar en la mesa y se quedó pensativo unos
segundos, como si necesitara hacer un esfuerzo para revivir el pasado.
289
La primera vez le llamé al despacho y le dije que dejara de ver a
mi hija, continuó, él me miró con gesto chulesco y me dijo que en todo
caso podía prohibirle a mi hija que saliera con él y que ella decidiera.
Cómo lo ve inspector, chuleándome un niñato de mierda. Después de
otro intento opté por despedirle, pero ¿desapareció?, no, el muy idiota
venía cada tarde con los otros tres a buscar a la niña. Estaba harto, a
mí no me chulea nadie. Necesitaba imponer mi autoridad. Le mandé a
un par de mis recaudadores de confianza para que le tocaran un poco
la cara. Pero era idiota. Se lo contó a la niña y tuve un disgusto con ella.
Después, al cabo de un tiempo, volvió a plantarse ante la puerta, a
contarles historias a mis trabajadores y a entretenerse otra vez con mi
niña. Era una provocación continua y necesitaba ponerle fin. Necesitaba
darle un escarmiento definitivo y sacar a mi hija de en medio.
Sabía que era de esos imbéciles que se cree lo del diálogo y la
comprensión. Así que le propuse vernos en una nave vacía que
teníamos cerca de Badía del Vallès. La excusa fue que íbamos a
vernos los tres para resolver el tema de una vez por todas. Pero yo no
aparecí. no me apetecía saber los medios que iban a utilizar y tampoco
me gusta ensuciarme las manos, para eso tengo a mi personal, para
que me ahorren problemas y me ofrezcan soluciones. Volví a mandar a
los mismos recaudadores, solo que esta vez les exigí que fuera la
última. Eso es todo lo que sé. Al cabo de unos días de no aparecer
convencí a la niña de que su amigo la habría sustituido por otra y la
mandé con su madre a Francia. La conozco y sabía que si le daba un
caramelo nuevo no tardaría en olvidar al otro idiota.
Después de aquel día nunca volví a saber de ese muchacho
hasta que apareció el otro policía y empezó a hacer preguntas,
concluyó el georgiano. Si alguien sabe lo que sucedió son mis dos
recaudadores, ellos son los que se han estado sacando un buen
sobresueldo haciendo lo que más les gusta, que se coman su mierda.
Yo ya estoy harto de pagar por ello.
290
—Y de las mujeres, ¿no me cuenta nada? —preguntó Santos.
De eso no tengo ni idea, tartamudeó Yuri Edna. A la única que
conocí, y ni siquiera personalmente, fue a la joven de la foto porque era
inseparable de mi hija. No tengo idea de qué ermita es esta, señaló la
fotografía, ni sé qué pudieron ir a hacer allí, ni la relación que ese lugar
pueda tener conmigo. No tengo ni idea de nada de lo que me ha estado
contando. Ya no sé cómo decírselo inspector. Confieso que he
blanqueado algo de dinero con el gabacho de mierda, tanto mío como
de mis socios. Confieso que di órdenes de que apartaran a ese chico de
mi hija, y nada más. No sé nada más, se lo juro. Ni tampoco di orden
alguna de que lo mataran ni tuve nada que ver con lo que le pudiera
ocurrir a esa joven y a todas esas otras de las fotografías. Los únicos
que pueden saber algo son los recaudadores. Uno, Miguel, es un
sociópata con un gran complejo de inferioridad que mataría a su madre
por hacer una gracia o conseguir algo de dinero; el otro sé que tiene la
mano fácil con las mujeres, una vez alardeaba delate de todo el mundo
de la multa que había pagado por golpear a una mujer y lo a gusto que
se había quedado. Si desea saber realmente qué sucedió y cómo,
búsqueles a ellos. Yo, solo firmaré lo que he confesado. Juro por Dios
que no tengo nada que ver en todo lo demás.
Santos miraba a Yuri sin pestañear. La intuición que dan los
años de experiencia le decía que no mentía. Era un cobarde de manual
que se las daba de gánster pero en el fondo seguía siendo el niño débil
al que todos golpean en el patio de la escuela. Sintió una profunda pena
por él, pero la demostró con una imperceptible sonrisa.
Quien sí sonreía era Loperena. Veía tan cerca la posibilidad de
cerrar su Caso, sentía por dentro cómo se le curaba aquel tendón de
Aquiles que siempre pensó que moriría con él. Mientras lo hacía
observaba de nuevo la fotografía con los cuatro jóvenes y pensaba en
lo injusta que es la vida. Maldecía a Dios por permitir que se arrebatara
la vida de unos pobres muchachos cuyo único delito fue enamorarse
291
mientras otros cerdos campaban a sus anchas. Una lágrima
incontrolada le sacó del ensimismamiento al caer sobre la fotografía y
ser absorbida por ésta.
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Inicio
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293
Periplo hasta llegar a Barcelona
Al igual que me sucedió la primer vez, esta tampoco tuve
ningún remordimiento. Ni siquiera me paré a esperarlo, supe al instante
que no lo tendría y con ello confirmé de forma irrevocable que yo no era
como los demás. Tenía un poder, una cualidad solo al alcance de unos
pocos, que me situaba en un plano moral distinto al de las criaturas
mundanas.
Como comprenderás, al principio, se me hacía imposible
comportarme con las personas del modo como lo hace todo el mundo.
Si mi madre me había enseñado a mantenerme alejado de ellas, si en
la niñez y en la pubertad viví en mis carnes una crueldad por parte de
mis teóricos iguales que me llevó a aislarme, ahora confirmaba la razón
de todo ello: era mi poder, algo que debía ser mantenido en secreto.
Pues nada otorga más culpa que la diferencia y yo era distinto.
También conocía las consecuencias de vivir aislado: terminaría
loco. Decidí pues que debía aprender a disimular, a moverme entre las
personas como uno más; reír sus gracias aunque me sonaran ridículas
e infantiles. Debía aprender a pasar desapercibido entre ellos, copiando
sus gestos y soltando, incluso, sus banalidades. Cuanto más normal
fuera mi vida menos notable sería mi diferencia.
Reconozco que a medida que mejoraba mi aprendizaje me
sentía más y más cómodo. Salvo con las mujeres. De tanto en tanto,
por el hecho de mirarlas y de sentirlas cerca se desataba la
incontrolable bioquímica del sexo, ese odioso órgano compartido que
nos anula hasta volvernos estúpidos. Y ahí sí residía mi mayor
problema, cuando debía establecer relaciones con ellas. Porque no
superaba… no, no deseaba superar mi amor por María ni mi
maravillosa relación con ella; eso no podría suceder jamás. Por esa
razón, cuando me era imposible controlar la excitación acudía a
mercenarias. Putas de la calle a las que ni siquiera miraba…
(Eres la primera persona a la que confieso algo tan íntimo)
294
…putas, decía, a las que dejaba hacer con sus manos y sus
bocas mientras mi imaginación volvía a la adolescencia, a las caricias
de María, a la excitación del recuerdo potente e inolvidable de aquel
tiempo de luz con ella.
No puedo decir que me sienta orgulloso de ello, pero en este
momento de desnudez interior no deseo dejarme nada en el tintero. A
estas alturas de las circunstancias ya nada importa.
O sería mejor decir casi nada, ¿sabes?, porque siempre me ha
dolido pensar que otros puedan creer que soy un asesino despiadado.
Sí, a pesar de lo que pueda parecer, tengo un alma y me duelen ciertas
cosas.
Veo por tu mirada que también tú empiezas a creerlo. Me sabe
mal que pienses así. Mucho.
Pero hablemos de ello.
¿Qué es un asesino? Por definición es evidente que lo soy. Si
buscas en un diccionario verás que el verbo «asesinar» tiene como
acepciones la de matar a alguien con premeditación, cosa que he
hecho, o causar aflicción, cosa que también se habrá cumplido para
aquellos allegados de mis víctimas. Pero por lo que te he contado
sabrás que en ningún caso me movió el hecho de desear hacerles daño
ni ninguna de ellas fue escogida para menoscabar mi ideal femenino,
todo lo contrario. Bajo mi prisma ético considero que cada muerte fue
necesaria. Al fin y al cabo lo que hice, las más de las veces, fue
adelantar algo que iba a producirse en un tiempo más o menos corto.
Pero sigamos, ¿qué es un asesino? O mejor, ¿quién es un
asesino? Los banqueros, por poner solo un ejemplo fácil de entender,
son asesinos con mayúsculas; los presidentes de las grandes
superpotencias, el trio que inventó las armas de destrucción masiva,
todos ellos son terribles asesinos, grandes criminales, promotores y
legalistas del crimen. Ninguno de ellos tiene una ética mejor de la que
tuvieron Hitler o Stalin. Y la gran mayoría, salvo alguna excepción, son
295
gentes respetables que tienen una familia, que dan un beso de buenas
noches a sus hijos y que incluso son capaces de acariciar a sus parejas
con ternura, caso de tenerla.
¿Te has parado a pensar alguna vez lo sencillo que puede ser
matar para alguien con dinero? No, claro. Tú, al igual que el resto de
occidentales, vivís en vuestros pequeños paraísos mundanos donde os
sentís seguros, orgullosos y donde nada ni nadie os importa. Es el
noble arte de mirar hacia otro lado y sentiros moralmente superiores.
No, la mayoría de criaturas humanas no sois mejores que los monarcas
que viven tras los muros de sus palacios, ajenos a lo que les sucede a
sus súbditos. No sois capaces de superar el narcisismo del que os
alimentáis y que os ha convertido en individualidades vanas y vulgares
que viven de espaldas a una realidad incómoda…
Perdona, lo siento, me dejo llevar. Creo, y te lo digo de
corazón, que tú no eres así. No debí generalizar de ese modo Te
pareces demasiado... espera, no te muevas, quédate así un momento.
Perfecto. Es que te está dando la luz de un modo que realza el brillo
grisáceo de tu cabello. Vale la pena aprovecharlo. Sí.
¿Por dónde íbamos?
¡Ah, sí!, te decía lo sencillo que resulta matar para alguien que
tiene dinero. Al igual que la mayoría de cosas que no son de su agrado,
lo delegan. Saben lo barato que resulta comprar la dignidad de los
simples. Y no se equivocan. Si ellos son capaces de hacer cualquier
cosa por dinero, la razón principal de su éxito, saben que hay criaturas
con alma servil y sin dignidad que se comportarán como ellos a cambio
de unas pocas monedas.
¿Sabes lo barata que puede resultar una vida? Porque a pesar
de que vivamos en un extraño “estado de derecho”, este mundo es
cruel. El Vicio triunfa por encima de la Virtud, el Mal sobre el Bien, la
Crueldad sobre la Humanidad. Es así como somos, como hemos sido
siempre.
296
¿Sabes lo barata que resulta una vida?, te decía. Para
cualquiera sin escrúpulos es sencillo raptar a alguien y venderlo. Sí,
hablamos de lo mismo, de seres humanos; pero estos, convertibles en
carne. Transformables en economía, oferta y demanda. ¿Cuánto está
alguien dispuesto a pagar por una niña, un joven, una caucásica, un
negro, un riñón o cualquier otro órgano sano? Todo, absolutamente
todo tiene un precio que alguien está dispuesto a pagar y alguien está
dispuesto a aceptar. Incluso hoy en día puedes encontrar padres que te
vendan a un hijo o una hija por no más de cuarenta euros, en África
sucede. Todo un continente convertido en una despensa barata de
materia prima y carne humana. ¿Se extraña alguien por ello, ponemos
el grito el cielo cuando nos llega alguna noticia aberrante como ésta?
No. Miramos para otro lado. Nos extasiamos con nuestro «gadget»
manzana de última tecnología y nos auto-eximimos de nuestra
responsabilidad para con ellos como unos hipócritas narcisistas.
Pero no nos alejemos de esa minoría que trafica con seres
humanos. Me consta que la gran mayoría de ellos llegan a sentirse
Dioses. Dioses que deciden cuánto sufre el otro, durante cuánto tiempo
y por qué causa. Igual que les sucede a los torturadores de cualquier
servicio secreto, policía o ejército. Criaturas que se ven a sí mismas
como el emperador romano que preparaba su pulgar para decidir qué
se hacía con la vida del perdedor en la arena del Circo.
No, ellos y yo no somos iguales en absoluto.
Yo no soy como ellos. Los he conocido, he trabajado para
ellos, incluso le he obsequiado con alguna de mis obras, pero no soy
como ellos. Nunca he perseguido lo que ellos persiguen. La muerte,
para mí, no es un medio de conseguir placer, o fortuna, o el silencio,
como te contaré luego. Cuando he matado lo he hecho como la
culminación del acto previo de pintar, de arrebatar lo bello que habitaba
en aquellos rostros, cada pequeño detalle o facción que contuvieran
297
algo de María, del recuerdo de María. Tú percibes la belleza. Tú
deberías entenderme mejor que nadie…
Hasta ahora te he hablado de María y de la pobre camarera
lasciva. Pero debes saber que no fueron las únicas. Mi periplo por
España me llevó a encontrar a otras mujeres hermosas. Mujeres que
por alguna razón albergaban algún rasgo físico que me recordaba a
María: el color de la piel, la mirada, la forma de la boca, incluso algún
gesto.
Hoy sé que he dedicado mi vida a buscarla de manera
infructuosa, dejando a mí paso un reguero de cadáveres. No entiendas
que lo digo desde el alarde o porque me arrepienta. Dudo que se pueda
alardear de ello. Lo mismo que dudo de que el arrepentimiento pueda
servir de liberación. Me educaron para ser responsable de mis actos y
jamás he cometido ninguno que me haya llevado a la postración del
arrepentimiento.
Si te lo comento con ese tono es porque pienso, ahora,
pintándote, con la edad que tengo y este cansancio que me sobreviene
más de lo deseable, que podría haberte encontrado mucho antes.
Porque tal vez contigo las cosas podrían haber sido distintas… pero
claro, eso jamás lo sabremos, los condicionales, los trillados “y si…”, “si
hubiera echo tal en vez de cual…”, son un arma de los simples para
exculparse de los errores cometidos desde su libre albedrio.
Aunque de conocernos antes tampoco te hubiera encontrado a
ti. Me habría enfrentado a alguien que fuiste, alguien distinto. No con tu
valentía, no con el arrojo que ahora tienes. Porque sé que has
cambiado, lo noto.
Ya ves, lo mire desde el plano que lo mire, nada hubiera
cambiado un ápice. Ni tú eras tú ni el momento hubiera sido el idóneo.
Lo que te decía al principio, nada puede salirse del guion que se
escribió para mi vida. Sé que estoy predestinado. Nada ni nadie
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hubieran podido evitar que me encontrara con ellas y sucediera lo que
sucedió en cada caso..
Porque en todos los caso fue de ese modo. Aparecían. Cada
vez que salía de casa y retomaba mi periplo por el norte de España,
aparecía alguna mujer. Muchas, incluso, se acercaban a mí de manera
voluntaria, imagino que atraídas algún tipo de encanto que parece ser
que tengo sin saberlo. Aunque seguro que heredado de María. La
inmensa mayoría, no obstante, no me interesaban en absoluto. Su
coquetería, su sensualidad barata, sus escotes excesivos o sus faldas
chabacanas; esas horribles rodillas que muchas se empecinaban en
presentar como atributo de hermosura. No, eso puede estar bien para la
mayoría de los hombres, pero no para mí. Yo necesitaba de una
elegancia de movimientos que muy pocas podían ofrecer. Yo
necesitaba una calidez en la mirada que se alejara de la lascivia barata.
Yo buscaba una complementación entre sujeto, objeto y movimiento
difíciles de conseguir.
Qué debía hacer, entonces, cuando la suerte ponía ante mí a
alguna muchacha o alguna mujer que cumplía esos requisitos. Revivía
entonces, apenas mirándolas, la única época feliz de mi vida. Y sentía
la necesidad de sacar los lápices y hacer esbozos y repetir la única
verdad que había conocido. Y sentía la necesidad de pintarlas, de
acariciar de nuevo a María a través de los pinceles y del filtro que mis
ojos repetían en ellas reconvirtiéndolas en la suprema hermosura. Al
final, terminado el trabajo, se excedían en la curiosidad o en el equívoco
que las hacía verme como a un hombre más.
Claro que eso no sucedió con todas. Hubo una que debió morir
por otra causa, fue en Barcelona, pero te lo contaré más tarde. Ahora
descansa.
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Inicio
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La huida y el vehículo
Trayecto de Zaragoza a Oviedo — 1 de agosto de 2010
Mientras se dirigía a Asturias, Oscar cuadraba la información
cronológica que le había dado el maño con la que él tenía de las
llamadas y mensajes de Alba. No se apartaba un ápice. No le había
mentido. Es necesario que deje las obsesiones y me centre de forma
exclusiva en los hechos, se iba diciendo. Era consciente de que en su
trabajo, perder la objetividad, podía llevarle a uno a lugares confusos.
Era consciente, además, de que no estaba en su ambiente. Las
desapariciones a las que estaba acostumbrado eran inanimadas: un
cáliz, una pintura, columnas, arcos, capiteles, vitrales… ninguno de
esos objetos tenía criterio propio ni decidía por sí mismo. Ahora, en
cambio, buscaba a una persona, a una mujer con carácter y decisión
propia que podía decidir dónde ir y dónde quedarse. Alguien con quien
se sentía vinculado solo porque había compartido un par de caricias
fugaces. Decidió apartar toda subjetividad para mirar el caso de manera
fría ¿Sentía algo por ella? Sí, ¿lo sentía ella? Solo ella lo sabía,
¿estaba metida en la mierda del francés? Ahora sabía que sí, pero
quedaba bastante claro que también estaba sujeta a presiones, ¿Había
desaparecido de manera voluntaria? Por terrible que pudiera parecer,
deseaba que así fuera. Cualquier cosa antes que una cara más en un
cuadro.
Buscó entre la música enlatada que llevaba y encontró The
Power to belive de King Crimson, puso en el CD en el reproductor y
redujo el mundo a la carretera en la que se encontraba, al maravilloso
sonido y al lejano recuerdo del concierto en el Poble español. Adrian
Belew cantaba con la voz sintetizada:
She
carries me
through days of apathy
She washes over me
300
She saved my life,
in a manner of speaking
When she gave me back
the power to believe.
Aquella letra parecía cobrar ahora un significado distinto: «Ella
me consuela en los días de apatía, ella me refresca. Ella salvó mi vida
de alguna manera cuando me hizo recuperar el poder de la fe». Sin ser
literal sí debía reconocer que Alba le había hecho recuperar algo de sí
mismo que pensaba perdido: la fe en que su trabajo tenía algún sentido
más elevado del que había imaginado. Este caso le había vinculado con
gente que daba otra dimensión a su profesión, y por encima de todo
estaban las preciosas charlas con Alba y su mundo estético. El CD
llegaba al momento en el que la batería sintetizada de Pat Mastelotto y
la stick guitar de Trey Gunn acompañaban de manera perfecta la
hermosa cadencia que Fripp desglosaba con su guitarra. Un par de
lágrimas asomaron a sus ojos. Casi siempre le sucedía cuando
escuchaba esas notas. Hoy con más razón.
::::
Había anochecido cuando llegó a Oviedo. Buscó un hostal
asequible por el centro, pidió una habitación y se encerró en ella. Tenía
el estómago tan atenazado que se veía incapaz de cenar. Sin siquiera
desnudarse se echó en la cama, se puso los auriculares y comenzó a
buscar música en su juguete más preciado; un aparato diminuto que
permitía llevar cientos de canciones en formato digital ¡Pura magia!
Buscó hasta que encontró otro álbum con Soundscapes de
Robert Fripp. Para Alba, Mahler podía ser un dios del sonido, pero
donde estuviera el Pie Jesu del líder de King Crimson, la mal llamada
Música culta podía descansar en paz. Dio al botón del Play y se
301
sumergió en las larguísimas notas que le regalaba el flemático inglés.
No tardó en dormirse.
Después de una noche plagada de fantasmas se despertó como
si no hubiera descansado en absoluto. Era tarde. Se dio una ducha
rápida, se vistió y salió. Mientras tomaba un café miró por enésima vez
el móvil, solo un correo de Santos. Decidió que lo leería más tarde y
salió a encontrarse con el restaurador de libros.
Una vez en el taller repitió el guion de Zaragoza: si había
hablado con Alba… a qué hora había llegado… de qué habían hablado.
A diferencia de Juan Monleón, Manuel Quintana lo miraba con ojos de
quien está en paz consigo mismo y con el mundo. Se desvivió de nuevo
enseñándole el cuadro que colgaba en sus paredes y Oscar pudo ver
de cerca la cara de una de las jóvenes desaparecidas. Mientras Manuel
le hablaba de lo bien que le había caído la joven catalana, él pensaba
que en otro tiempo esas pinceladas fueron un rostro de carne y hueso,
la cara de una muchacha que sonrió, que lloró, sintió, habló. Un ser que
tuvo amigos, quién no los tiene. El silencio del librero le sacó del
ensimismamiento y del último pensamiento:¿Dónde estaba esa
muchacha, y las demás, y Alba?
En su repaso mental la cronología seguía cuadrando. Solo
fallaba a partir del momento en que Alba abandonaba el taller. Por
desgracia seguía sin tener nada. Se dirigió de nuevo al viejo Quintana:
— ¿Le dijo Alba si se dirigía a algún otro lugar o le dio usted
alguna información sobre otro taller, casa o museo donde ella hubiera
podido ir al salir de aquí?
El anciano respondió con una negativa y con otra pregunta.
Oscar le dijo que habían quedado en que le llamaría para contarle lo
que hubiera encontrado de nuevo. Pero desde que salió del taller no
había tenido ninguna noticia de ella. Y me parece muy extraño,
concluyó.
302
Manuel Quintana preguntó lo obvio, si había llamado a los
hospitales y a la Guardia Civil por si hubiera tenido un accidente. Oscar
respondía a todo de forma automática, nadie mejor que él sabía lo que
debía preguntar, a quién y cómo. No sacaba nada en claro. Hasta que
una voz nueva los sacó a ambos de la conversación.
—Perdone que les moleste, pero ¿ha intentado ponerse en
contacto con su operadora móvil para saber la ubicación geográfica de
su teléfono?
Quien había hablado era la sobrina del librero. Después se hizo
el silencio. La joven y el anciano miraban expectantes a un Oscar
totalmente paralizado. Cómo era posible que no hubiera caído en lo
más obvio. Qué clase de policía estúpido podía vivir tan alejado de la
realidad tecnológica que le envolvía.
—Amigo Oscar, ¿le sucede algo? —dijo el anciano.
—Debo marcharme —respondió Oscar—, no sé cómo he podido
ser tan estúpido de no caer en la cuenta de algo tan evidente.
—Gracias por tu clarividencia, mi cerrazón no me dejaba ver lo
obvio. —El agradecimiento iba dirigido a la sobrina de Quintana que la
respondió con una sonrisa. Los dos hombres se dirigieron a la salida.
—Reitero mi agradecimiento, Manuel, cualquier cosa que
recuerde o si Alba apareciera de nuevo, éste es mi número. No dude en
llamare, por favor, es importante.
Le dio una tarjeta. Manuel Quintana la cogió y la guardó en el
bolsillo. El hombre se daba cuenta de que en aquella búsqueda se
escondía algo más que lo estrictamente policial. Intentó darle ánimos
con unas cuantas frases manidas que Oscar agradecía desde una
media sonrisa incrédula, el malestar en la boca del estómago ya no le
daba para más. Al salir al exterior recibió una bocanada de aire cálido,
algo necesario en ese momento. Miró a ambos lados de la calle y le
preguntó al anciano si recordaba que sentido de la calle había tomado
Alba.
303
—Pues ni derecha ni izquierda —respondió—, al salir la estaba
esperando un coche ahí en frente. Habló un minuto con el conductor, se
subió en él y se marcharon.
— ¿En un coche, qué coche? —Preguntó sorprendido Oscar.
—Pues tiene suerte, si hubiera sido uno de esos coches
modernos no podría responderle, todos me parecen iguales, ¿sabe?,
pero se trataba de un Mercedes Benz de color oscuro, creo que negro;
un modelo de los años setenta que fue la envidia de toda españa.
—¿Vio al conductor?
—No.
— ¿Vio usted la matrícula?
—Tampoco.
A pesar de las dos negativas era una bocanada de optimismo.
Seguro que no habría demasiados coches con esas características en
circulación y podía buscar la ubicación de Alba a través del teléfono
móvil. Era muchísimo más de lo que tenía apenas una hora antes. Le
dio la mano a Manuel Quintana y se marchó.
::::
Volvió a la habitación del hotel y leyó el mensaje de Santos en el
que le pedía que llamase. Se puso en contacto, era momento de poner
en común las cosas que sabían y buscar cualquier vínculo que pudiera
haber entre ellas.
Santos le habló de la confesión de Yuri y de que ahora tenía a
Elías incentivando a los dos recaudadores a base de técnicas poco
ortodoxas. Se están pasando la mierda los unos a los otros, le decía. La
parte positiva, sobre todo para ti, es que el georgiano reconoce todos
los hechos salvo haber tocado al chaval, de eso dice que se encargaron
los que tenemos en interrogatorios, reconoce también los delitos
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fiscales y de blanqueo, pero se cierra en banda con el tema de las
mujeres.
—Y tú qué opinas. —Le preguntó Oscar.
—Para mí que dice la verdad. Elías lo caló de lleno, es un
pamplinas con mucha fachada pero no tiene cojones para hacer nada
por sí mismo. Y tú, ¿has averiguado algo?
Oscar le repitió el periplo de su viaje hasta Zaragoza y Oviedo, le
confirmó que cuadraban todas las cronologías y le hizo un somero
retrato de los dos personajes: su percepción de que no tenían nada que
ver en la posible desaparición de Alba. Había descubierto que al salir
del taller de los hermanos Quintana se había montado en un mercedes
oscuro, un modelo antiguo del que nadie había podido ver la matrícula.
Después de eso, nada.
—Ahora iré a que me echen una mano para ver si somos
capaces de ver el posicionamiento de su móvil —concluyó.
—¿Te quedarás ahí o te volverás para Barcelona?
Oscar le respondió que no pensaba marcharse hasta encontrar a
Alba. Estoy muy preocupado con lo que descubrió Makoki. Además, por
lo que vamos averiguando, cada vez está más claro que la muerte del
muchacho y las desapariciones de mujeres son casos distintos.
—Tengo una muy mala sensación con todo esto. Y temo por
Alba, a pesar de su implicación en los delitos de expolio, estoy seguro
de que jamás hubiera huido. Ha debido pasarle algo y en ese automóvil
ha de estar la clave.
—Nosotros tenemos más recursos que tú ahí, Oscar, déjanos lo
del coche a nosotros y te evitaremos pedir más favores de los
necesarios. Cualquier cosa que averigüemos te la haremos saber.
Oscar respondió con un gracias y se despidieron.
::::
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Tras colgar, Santos se quedó mirando al vacío. Loperena, que
seguía con atención las evoluciones de los interrogatorios, le preguntó
por la conversación. Santos repitió lo dicho por Oscar.
—Y ahora resulta que Alba, la restauradora, cuando salió de su
última visita se subió a un Mercedes Benz antiguo y no se ha sabido
nada más de ella.
—¿Un mercedes antiguo? —preguntó el anciano dando un
respingo.
—No me diga que sabe algo de un mercedes oscuro.
—Creo que sí, podría equivocarme, claro, pero creo que no es la
primera vez que aparece ese mercedes oscuro en este caso.
Pidió que le trajeran la fotografía de los cuatro muchachos y si
alguien podía dejarle una lupa. La eficiente Conchi fue la encargada de
los suministros. Jesús Loperena tomó la fotografía entre los dedos y se
puso a buscar entre ella con la lupa ante los ojos. Al cabo de un minuto
interminable habló:
—Sabía que no me engañaba la memoria. Miren ustedes y
juzguen.
Puso la fotografía en la mesa y pidió a la joven agente que
mirara con la lupa entre el brazo en jarras Julián. No demasiados
metros por detrás de él podía apreciarse parte del radiador y el símbolo
inconfundible de la marca, y sobresaliendo del brazo, el doble faro
derecho de un mercedes Benz que podía ser de 1970 o poco más. Un
poco más abajo y casi tapada, aparecían las dos primeras letras de la
matrícula.
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Búsquedas del automóvil y de Alba
Cerdanyola del Vallès 1 de agosto de 2010 ES DOMINGO
Volvían de nuevo a la fotografía y con ella a especular con la
implicación de los georgianos, descartados unas horas antes. Aquello
parecía una serpiente engullendo su propia cola.
De los interrogatorios a los recaudadores tampoco terminaban
de sacar agua clara, hablaban como una sola cabeza y ninguno de los
dos reconocía la autoría del asesinato ni se la atribuía al otro. Tenían la
lección aprendida ¿Le habían golpeado? Sí ¿Lo habían hecho con saña
y con ánimo de matar? No ¿Lo habían hecho cumpliendo órdenes de
Yuri Edna? Sí. Nada nuevo bajo el sol. Y después de dieciocho años
nadie podría confirmar ni desmentir su confesión porque, aun
disponiendo de la prueba del pulsador, cualquier abogado la
desmontaría por la imposibilidad de ubicarla en ninguna máquina
existente. Se hacía necesario quebrar la voluntad de aquellos dos y
engañarles del modo que fuera. Para eso era necesario separarlos,
mentirles hasta que la duda hiciera mella en ellos y esperar a que se
delataran. Esa tarea corría a cargo del subinspector Elías y un par de
compañeros que ahora estaban entregados al agotamiento anímico de
los interrogados.
A Conchi le habían asignado la tarea de buscar el automóvil.
Ampliando al máximo la fotografía llegó a aislar las dos primeras letras
de la matrícula, una “O” y una “R”. Se trataba de una matrícula de
Orense de la época preconstitucional. Con esa información pidió un
listado a la DGT con los automóviles mercedes Benz matriculados en
Orense antes de 1975 y que no estuvieran dados de baja. La previsión
era que dicho listado no podía ser muy extenso y le permitiría
gestionarlo desde la comisaría.
::::
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Oviedo 1 de agosto de 2010
Recibir
la
ampliación
que
había
preparado
Conchi,
acompañada del texto de Santos, causó sensaciones encontradas en el
ánimo de Oscar. Disponer de parte de la matrícula era una buena
noticia, confirmaba que la zona geográfica en la que se encontraban era
correcta; pero volver a la fotografía era reincidir en el hecho de que los
georgianos tuvieran que ver con las desapariciones de mujeres. Y un
tipo que se dedica al crimen ¿va a ser tan tonto como para colgar la
cara de una de las desaparecidas en su propia casa?, se preguntaba
Oscar. Una mente criminal puede hacer desaparecer a una persona
encerrándola, escondiéndola, llevándosela al extranjero; pero hacer lo
mismo con diecinueve mujeres, eso no es algo al alcance de
cualquiera, salvo que hayan sido eliminadas. Ese era su miedo: la
posibilidad de que a Alba pudiera sucederle algo y no haber sabido
evitarlo.
Lo mejor para evitar los pensamientos negativos es salir de
ellos. Oscar prefirió pensar en la rapidez con la que los compañeros de
Asturias estaban actuando: en pocas horas habían conseguido una
orden para que la operadora de telefonía pusiera todos los recursos a
su alcance hasta darles la última posición conocida del móvil de Alba.
Correspondía a una gasolinera cercana a Ponferrada.
Cuando llegaron al lugar y después de una batida, lo
encontraron descargado, tirado a unos veinte metros del límite de la
gasolinera. No parecía roto, lo habrían dejado para que se perdiera la
pista. A Oscar le asomó de nuevo la duda de si aquello era una
maniobra de Alba o de su posible secuestrador cuando cayó en la
cuenta de esa posibilidad. Deseaba por todos los medios que fuera la
primera opción. Siempre sería mejor que Alba hubiera entrado
voluntariamente al coche de su cómplice y hubieran puesto tierra de por
medio que dejarse llevar por los pensamientos que tanto le
machacaban el cerebro.
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Pidieron las grabaciones de las cámaras al encargado de la
gasolinera. En ellas podía verse como bajaba del mercedes negro un
individuo que llevaba una gorra con visera y que en ningún momento
levantó la cabeza del suelo. Se suministró combustible y entró a pagar.
En el interior sucedió lo mismo, no levantó la mirada del mostrador.
Pagó y salió. Se alejó por detrás del edificio, probablemente a
deshacerse del teléfono, volvió, subió al coche y partió. Nada más.
En ningún momento de la grabación pudo confirmarse la
presencia de Alba. Ni siquiera un brazo o una mano asomando por la
ventanilla ¿Cabía la posibilidad de que ya estuviera en algún lugar
seguro y que su cómplice fuera a repostar para poder huir durante la
noche?, cierto, pero también era posible que la tuviera secuestrada
porque hubiera descubierto algo relativo a su hermana y al resto de
mujeres.
La persona encargada de la caja tampoco supo decir más de lo
que ya sabían. Su descripción del sujeto apenas difería de la que le
había aportado Manuel Quintana. Hablaban de un ser tan anodino que
hubiera podido pasar desapercibido hasta en una boda. Si los nervios
se premiaran Oscar ya tendría una medalla.
La buena noticia llegó de una de las patrullas de la guardia civil
que habían estado de guardia el día antes. Una de ellas recordaba
haber visto un mercedes antiguo de color oscuro cerca del atardecer. El
lugar: la carretera nacional 536 cerca de O barco en la provincia de
Ourense. Coche con matrícula de Orense que se mueve por esa
provincia. Esa buena noticia quedaba oscurecida por el hecho de que
debilitaba la de la huida. Aunque cabía la posibilidad de que intentaran
llegar a Portugal. Una vez allí podrían intentar tomar un barco o un
avión hacia cualquier parte del mundo. De ser así, la ventaja que
llevaban no era tan grande como para no poderles cercar de algún
modo antes de que salieran de España. Era hora de llamar a Santos y
compartir conocimientos.
310
::::
Cerdanyola del Vallès 1de agosto de 2010
La confirmación de la ubicación geográfica le decía al equipo de
Santos que el camino escogido era el correcto. Conchi había acabado
de recibir un listado con los pocos vehículos que seguían dados de alta
y le habían abierto la entrada en el programa de la DGT para que
pudiera consultarlos personalmente. Estaba entregada a imprimir la
información de todos y cada uno de ellos para ver las coincidencias que
pudieran llevarles a una ubicación. Elías, por su parte, ablandaba a los
dos lacayos de Yuri Edna.
—No eres más julai porque no practicas. Tu jefe te ha vendido y
tu colega, ese por el que harías cualquier cosa, te está echando
carretadas de mierda encima.
Silencio.
—¿No te das cuenta de que te lo vas a comer todo tu solo? Al
menos si cantas la podréis repartir entre todos e incluso nosotros
podemos ser colegas y decirle al juez la labia que tienes y lo mal que te
sienta la sombra.
Continuaba el silencio.
—¿Sabes lo que hará tu jefe cuando estés en la trena
comiéndotelo todo? ¿Qué te piensas, que te esperará afuera con los
brazos abiertos para agradecerte tu lealtad?
El lacayo apenas hizo un imperceptible movimiento de hombros,
permanecía atento. Sobre todo cuando Elías le hizo caer en la cuenta
de lo fácil que sería para su jefe pagar dinero a alguien que eliminara
cualquier atisbo de arrepentimiento futuro y ganas de hablar.
—Los días son muy largos en la trena, y uno piensa y piensa y le
entran las ganas de salir y le entran las ganas de explicar lo que uno se
calló y eso llega a oídos del tipo al que se protegía… ¿Sabes los que le
311
costaría eliminar a un julai como tú a tu jefe? Haz números y dime si no
es para planteárselo.
Esta vez le cambió el semblante. Parecía que se hubiera
activado un pensamiento no tenido en cuenta. El tipo pidió agua. Elías
dio orden de que le trajeran una botella y cuando se la puso delante le
dejó solo para que recapacitara.
Al otro le habían dedicado el mismo guion, pero era algo más
duro y se mantenía estoico y provocador. Era cuestión de retorcer un
poco más al otro, al llamado Miguel Ángel. Elías imaginó que con cinco
minutos más estaría tan blando como la masa de las croquetas. Esperó
fumándose un pitillo y mirando por el falso espejo.
::::
Ponferrada 1 de agosto de 2010
Oscar andaba de un lado para otro como alma en pena. Todos
los efectivos susceptibles de poder indagar alguna cosa dedicaban
esfuerzos en rastrear la provincia gallega, pero se enfrentaban a un
problema: la zona no tenía una gran densidad de población ni estaba
constituida por grandes pueblos y ciudades; todo lo contrario, muchas
aldeas pequeñas, muchas casas desperdigadas y pocos efectivos como
para realizar búsquedas fructíferas en el poco intervalo de tiempo del
que creían disponer.
Todo ello mermaba la capacidad analítica y la paciencia de
Oscar. Decidió llamar a Santos y preguntar por los avances. La
información que le transmitió, lejos de calmarlo le puso más y más
nervioso.
—¡Cómo que la dirección pertenece a una empresa de Sant
Cugat!
Santos se limitaba a repetir todos y cada uno de los avances, del
modo frío y metódico necesario para avanzar en la investigación. El
312
nerviosismo que le llegaba desde Galicia no cuadraba con esa norma.
Tienes que calmarte y analizar las cosas tal y como son, Oscar. Le
decía a su compañero. Creo que estás dando palos de ciego y alguien
de arriba te va a poner firmes por pasarte las normas por el forro.
Dicen que la fe es un conjunto de creencias y estas dan por
hecho como verdaderas cosas que no tienen por qué serlo. La firme
convicción de Oscar de que Alba estaba en el norte de España necesitó
de una exposición de hechos para ser contrarrestada. Santos hubo de
explicarle que Conchi había encontrado un vehículo matrícula de
Orense con dirección en Sant Cugat, una nave industrial cerca de la
entrada de la ciudad, y a nombre de una empresa llamada: “Nitratos
argentinos”. De momento hemos pedido una orden de registro, pero hoy
es domingo, que estemos todos trabajando no significa que también le
apetezca al juez hacer el esfuerzo de cursarla. Por la hora que es yo te
aconsejaría que descansaras y esperaras a mañana. Imagino que antes
del mediodía podré confirmarte algo.
Colgaron. Oscar seguía inmerso en sus creencias. Alba debía
estar en Orense, a Alba le había sucedido algo y todo ello estaba
vinculado con las mujeres desaparecidas. Seguiría el consejo de su
compañero, cierto, esperaría; pero no lo haría descansando. Sabía que
el último lugar donde había sido visto el automóvil fue en O Barco. Iría
allí y se dedicaría a recorrer la zona preguntando a todo el mundo hasta
dar con el lugar donde se encontrase.
::::
Cerdanyola del Vallès 1 de agosto de 2010
Era tarde, hacía calor, todo el mundo estaba cansado y hasta
mañana no habría forma de acceder a la dirección del vehículo. Era
necesario tomarse un respiro y esperar al día siguiente. Santos les dijo
313
a todos que se marcharan excepto al subinspector Elías, a él le pidió
que se quedara.
—Cómo van esos dos, Elías
—Se van ablandando, si podemos aguantarles esta noche uno
de los dos nos cantará Doña Francisquita.
—¿Salimos a tomar algo? Nos damos un paseo hasta Sant
Ramón, buscamos algo abierto y nos aireamos un poco. Así
hablaremos más a gusto.
Elías lo agradeció. Necesitaba ver algo de luz antes de que
anocheciera y necesitaba fumarse un par de cigarrillos mientras se
tomaba una cerveza bien fría.
Después de un par de sorbos casi litúrgicos habló Elías. Explicó
los pormenores del interrogatorio y lo bien aprendida que tenían la
lección. Expuso sus dudas, ahora ya muy asentadas, de que aquellos
dos desgraciados fueran los artífices materiales de la muerte de Julián.
—No me preguntes porqué, pero tengo muchas dudas de que
fueran ellos. Nos falta alguna pieza, te lo digo yo…
Una llamada interrumpió la conversación. Era la hijastra de Yuri
Edna. Llamaba para confirmar que había llegado a España,
permanecería en ella tres días y quería hablar con él para explicar su
versión de lo sucedido y enterarse de todas las mentiras que le había
contado su padre en relación con la desaparición de Julián. Quedaron
el martes a las siete de la tarde en la terraza del Sidecar, en la plaza
Real. Santos colgó y envió una sonrisa cómplice a su compañero.
—Elías, mañana tenemos otra oportunidad de esclarecer las
cosas.
—Dios te oiga, porque este caso es como ir cachondo y no
resolver. Ya duele.
—Hablando de ese tema, ¿te sobra una cama en casa?
—A ti hasta te cedo la mía ¿Por qué?
314
—Porque si sigo con estos horarios mi mujer cambiará la
cerradura.
—Salud.
—Salud.
Se entregaron de lleno a degustar las cervezas. El mundo podía
estar al borde del colapso, pero ese instante, esa metáfora de la
felicidad debía seguir su curso hasta el final.
****
Inicio
315
La nave de Rubí
Cerdanyola del Vallès — Lunes 2 de agosto de 2010
Hasta las once de la mañana no estuvo preparada la orden
judicial para poder proceder al registro. Salvo Elías, ocupado en
ablandar almas, según sus propias palabras, iba a ir todo el equipo más
un grupo de intervención de apoyo. Debían proceder con la máxima
cautela ya que contaban con la probabilidad de que hubiera personas
secuestradas.
Situarían dos vehículos, uno a cada punta de la calle, para evitar
cualquier huida; el resto de personal iría de paisano y se distribuiría de
manera que quedaran cubiertas todas las posibles entradas y salidas
sin llamar la atención. Santos y un oficial de intervención, acompañados
de dos mossos con el ariete, irían a llamar a la puerta y, si lo
consideraran necesario, la reventarían. Del buen funcionamiento de
todo el operativo podía depender la vida de las mujeres allí retenidas.
Al mediodía partieron hacia el lugar. Allí se encontraron frente a
una nave más pequeña de lo que esperaban y situada en una calle
cerrada que permitía un solo acceso. Con la mitad de efectivos
hubieran tenido más que suficiente, pensó Santos, pero el mal ya
estaba hecho. Mejor que sobrara gente que la posibilidad de estropear
el dispositivo por no haberlo previsto todo.
El edificio tenía dos entradas: el portón frontal, cerrado, y una
entrada lateral que parecía dar a unas oficinas, cerrada también.
Cuando estuvo rodeado, el mismo Santos llamó a la puerta. Nada.
Pasaron una pequeña cámara por debajo del portón y vieron que todo
estaba en penumbra y vacío. Pasaron otra por debajo de la oficina con
el mismo resultado. El oficial dio la orden y el ariete reventó la puerta
lateral. Entraron y se fueron distribuyendo por el cubículo de la oficina y,
después, por el resto de la nave.
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Nada, totalmente vacía. Viendo el polvo acumulado era fácil
pensar que por allí hacía tiempo que no pasaba nadie. Miraron en los
lavabos y en un altillo que se encontraba al fondo. Trajeron un par de
perros especialistas para que buscaran algún tipo de zulo en el suelo.
Nada en absoluto. El vacío de la nave de Rubí contrastaba con el peso
del fracaso que Santos sentía sobre sí. Con cara de pocos amigos dio
la orden de que se buscara hasta el último rincón cualquier cosa que
pudiera ser una pista.
—Me recogéis hasta papel higiénico a medio usar si lo hay.
Cualquier cosa que nos sirva para coger de los huevos al hijo de puta
que se nos está riendo en la cara.
Ni siquiera eso, en las oficinas solo quedaba una mesa sobre la
que languidecía un teléfono sin línea y un par de archivadores vacíos.
Ni un papel, ni una factura o albarán que pudieran dar una pista que
seguir. Lo único que podían hacer era volverse a Cerdanyola con el
rabo entre las piernas y pedir información de la línea de teléfono, mirar
el registro de la propiedad para ver quién era el dueño, posible contrato
de alquiler. Era necesario revolver cielo y tierra hasta dar con un
nombre y una dirección de verdad.
::::
Orense — Lunes 2 de agosto de 2010
Oscar llevaba todo el día moviéndose por las carreteras
secundarias y caminos rurales cercanos a O Barco. Cada cierto tiempo
se detenía y pedía información a algún compañero o a la guardia civil,
pero nadie sabía nada ni nadie había visto ese coche de nuevo. Aquello
parecía Sicilia. Era como si la Omertà hubiera montado una sucursal
cerca de Finisterre antes iniciar viaje hacia los Estados Unidos.
¿Quién coño eres? Se preguntaba como si esperara la
respuesta de un cielo que lucía tan gris como su ánimo. No eres
317
ninguno de los elementos conocidos, todos están en Barcelona y no
pueden ni mear sin que yo me entere. Pero de un modo u otro tienes
que estar vinculado a alguno de ellos. Y tú, Alba, cada hora que pase
será más difícil encontrarte. Tampoco puedo hacer otra cosa que
esperar. Y a pesar de lo inútil de dar vueltas y más vueltas a un espacio
habitado por ciegos, sordos y mudos, no puedo detenerme y pensar. No
sé quién puede ser el que te invitó a subir al coche. Es evidente que lo
conocías, claro, pero apenas dispongo de información que me permita
delimitar quién. No nos conocemos todavía lo suficiente para ello. Solo
hemos averiguado que el coche al que te subiste está a nombre de una
empresa que tiene sede en Barcelona. Y si es así qué hacía aquí en
Orense, igual viniste con él y yo ando por aquí haciendo el canelo. Una
empresa, una empresa de mierda que me recuerda a un tango cutre:
Nitratos…
Detuvo el vehículo, acababa de caer en la cuenta de algo que
había encontrado entre los papeles de Alba, algo que además ella le
había confesado en algún momento. Debía buscarlo. Arrancó de nuevo
y se dispuso a buscar el primer bar que hubiera en medio de aquel
páramo. Necesitaba luz, una mesa y calma.
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Cerdanyola del Vallès — Lunes 2 de agosto de 2010
Si comisario Marquina, se escuchaba a un cabizbajo Santos,
tiene toda la razón… pero los indicios apuntaban a la nave… tiene
razón comisario, hay que contrastar… tiene razón comisario, pero
entienda que hay mujeres desaparecidas y era importante… sí
comisario Marquina… a sus órdenes comisario... no volverá a repetirse
bajo ningún concepto. A sus órdenes.
Si el teléfono sobrevivió a la acción de colgar fue un milagro.
Santos se levantó y salió a la sala. Miró las caras de sus subordinados
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y pensó que ellos no se merecían vivir lo mismo que el teléfono, ni
tampoco era su responsabilidad la metedura de pata. Optó por la
empatía:
—Señores, señorita, ni puto caso a lo que han escuchado. Sigan
buscando a ese mamón, todavía no sabe con quien se juega los
trastos. Ánimo, me juego un Wok para todos si conseguimos pillarle. Así
que, al tajo.
Se escuchó cómo ln aire ventilaba de nuevo algunos pares de
pulmones.
Ya en el despacho se sentó y volvió a darle vueltas a lo obvio. Si
allí no había nadie significaba que Oscar no andaba tan desencaminado
como habían pensado en un primer momento. Tocaba llamarle y darle
la noticia, y eso era algo que no le apetecía en absoluto. Primero
porque significaba que la intuición del otro policía, un animal de
despacho, triunfaba sobre la lógica de las pruebas, por no decir que
algo no andaba bien encaminado; y segundo porque a tantos kilómetros
era imposible que le pudieran echar una mano si las cosas se
complicaban.
Le llamó. Detalló lo sucedido, lo que habían encontrado y el
tiempo de espera previsto hasta saber si aparecía algún nombre
conocido entre los distintos documentos a tener en cuenta. Por su parte
Oscar también había hecho los deberes:
—Santos, cuando me hablaste de la empresa, eso de que en su
nombre apareciera el gentilicio de Argentina ¿Recuerdas que me lo
comentaste?
—Sí.
—Pues estuve mirando de nuevo todas las notas que tenía de
Alba y descubrí algo que no sé si tendrá que ver. Según palabras del
decorador Raúl Ouso, el pintor desconocido es originario de ese país.
Sería importante encontrarlo. Piensa que Raúl decoró la casa de Yuri
Edna; en esa casa hay colgado un cuadro con la cara de la hermana
319
desaparecida de Alba y, siempre según notas de Alba, ese cuadro fue
pintado por el pintor desconocido de nombre “Diego”. El decorador
conoce al pintor argentino. Todo eso ha de estar relacionado de algún
modo.
Santos tomó nota de todo ello y quedaron en que seguirían
indagando desde Barcelona mientras Oscar continuaba su periplo por
los alrededores del último lugar donde había sido visto el automóvil.
—Te cuelgo, Oscar, ahora tengo una entrevista con la hijastra de
Yuri. Hablamos mañana con lo que haya de nuevo
::::
Ya les han entrado ganar de cantar, jefe. Dijo el subinspector
Elías desde el quicio de la puerta. Póntelo por la tele o vente conmigo y
lo vives desde detrás del espejo. Un dedo golpeando el reloj de pulsera
y una negación con la cabeza indicaron al subinspector que debería
terminar la faena sin ayuda. Santos salió como una exhalación gritando
a los cuatro vientos que llegaba tarde y que no estaría para nadie salvo
para lo que todos conocían: que hubiera un golpe de estado o una
subida salarial del diez por ciento.
Elías bajó de nuevo y antes de entrar en la primera sala miró
desde detrás del espejo. Hacía mala cara el muchacho, era una
certeza. Y había quedado demostrado una vez más que todo julai tiene
un límite en la mierda que es capaz de digerir y este ya necesitaba el
bicarbonato de la confesión para quitarse el peso del estómago. Para
llegar ahí había demostrado ser tonto, pero lo bueno, o lo malo, según
se mire, que tienen algunos tontos, es que a veces te salen tan listos
que son capaces de hundir lo que les rodea. Ese tonto iba a joderle la
vida a alguien que se sentía tan seguro como el dinero negro en un
banco suizo. Decidió entrar.
320
Mira Miguel, te he traído un refresco para que te relajes y puedas
contarnos lo que sabes con toda tranquilidad. La voz de Elías se había
suavizado tanto que sonaba hasta relamida. Le ofreció un cigarrillo al
detenido y le invitó a hablar.
La nueva confesión apenas cambió en su contenido. No
sustancialmente hasta llegar al tramo final en el que añadió al tercero
en discordia que había permanecido siempre al margen. El día de los
hechos le habían dado una buena paliza a Julián, tanto él como Juanxo
se habían despachado a gusto, le tenían ganas y hasta había sido
divertido, pero consideraron que ya estaba bien. Cuando le desataron
para meterlo en una de las furgonetas de reparto y tirarlo en algún
recodo de la carretera de Horta, apareció el hermano de Yuri, Berto.
Estaba muy puesto de cocaína, hablaba de una manera entrecortada y
tenía los ojos muy abiertos. Comenzó a gritar que aquel cerdo iba a
arruinarles la vida, que no podían permitirlo, cómo se le ocurría a una
mierda como aquella amenazarles con ir a la policía a explicar los
tejemanejes con el blanqueo de dinero. En medio de todo el griterío se
abalanzo sobre el muchacho golpeándole y dándole empujones, con
tan mala suerte que Julián tropezó y se dio un fuerte golpe con una
máquina recreativa que estaba en el suelo para ser destruida. Berto
seguía fuera de sí, zarandeando el cuerpo inerte del muchacho que
ahora parecía un muñeco de trapo. Se asustaron, consiguieron separar
a su jefe e intentaron calmarle. Llamaron a Yuri y le contaron lo que
había sucedido y qué debían hacer con todo aquel desastre. Les dijo
que esperaran hasta que el llegara. Una vez allí les dijo dónde podían
enterrarle, que no se preocuparan por nada que él sabría agradecer los
favores prestados para defender el futuro de la empresa. De allí se
fueron a buscar un lugar cercano, lo más aislado posible, y enterraron al
pobre Julián. Hasta ahora.
Elías intentó disimular el contento. Ahora sí que los tenemos a
todos cogidos por los huevos, se dijo para sí. Tenía bastante claro que
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no les sería difícil apretar las tuercas de los hermanos. Necesitaban
paciencia y un poco de suerte. Tenían la confesión de uno de los tipos,
ahora solo era cuestión de ofrecérsela al otro con cuentagotas hasta
que se pusiera a largar. Lo siguiente sería reunir a Yuri Edna y que
explicara el tipo de trabajo que hacían algunos de sus asalariados como
para cobrar los sobresueldos que cobraban así como los pisos en los
que vivían. Hacer hablar al hermano menor sería lo más sencillo, a la
que necesitara empolvarse la nariz saltaría él mismo y lo largaría todo.
Hecho su resumen mental solo quedaba saber dónde estaban
las mujeres desaparecidas, comenzando por Judit Garcés.
—Te has portado Miguel, te has sacado un puñado de años de
cárcel de encima y me has demostrado que tienes más cabeza de lo
que creí al principio.
La espalda del lacayo parecía la madera de un arco. Se le veía
agotado pero liberado. Habló de nuevo Elías:
—Solo te queda explicarnos lo que sepas de esta chica y, ya
puestos y con lo que te gusta explicar historias, nos cuentas lo que
recuerdes de todas estas otras.
Miguel apenas irguió la espalda, medio levantó la cabeza y miró
al sub inspector con cara de no entender. Elías prefirió seguir por el
camino de las flores y siguió hablándole con suavidad. El otro no
cambió un ápice su gesto, pero volvió a hablar:
—No sé de qué me habla, jefe, de verdad. Estoy tan cansado
que confundiría hasta la dirección de mi casa, pero le juro por Dios que
no tengo ni puta idea de lo que pasó con esas mujeres.
El agotamiento hizo mella en el pobre diablo, después de un
breve silencio empezó a sollozar como un niño y a confesar a los cuatro
vientos sus problemas con las mujeres, el desprecio que todas le
tenían, sus experiencias como putero del tres al cuarto y la envidia que
le tuvo a Julián hasta el día de su muerte. Entre lágrimas también juró
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que era capaz de reconocer hasta el asesinato de Carrero Blanco, pero
jamás confesaría que tuviera nada que ver con aquellas mujeres.
Era hora de descansar, poca cosa iba a sacar ya de aquel
guiñapo. Le dejarían dormir y apretarían las tuercas del otro, el
machorro de prostíbulo. El martes acababa de comenzar.
****
Inicio
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Entrevista con Judit Bellmirall
Barcelona, Plaza Real, Sidecar — Lunes 2 de agosto de 2010
Judit Bellmirall no se parecía en nada a su padrastro. Era
atractiva. Sin ser delgada mantenía un perfecto equilibrio de formas.
Cabello negro, teñido, algo ondulado y unos ojos marrones muy vivos
que competían con unos labios perfilados sin ser carnosos en exceso.
Vestía de manera casual y sin ningún abalorio que pudiera dar fe de su
posición social.
—Buenas tardes, ¿Judit Bellmirall? —Se Presentó Santos.
—El inspector Santos Márquez, Supongo.
Hicieron las presentaciones de rigor mientras se tanteaban
mutuamente. Pidieron de beber y la mujer apeló al sentido práctico.
—No dispongo de demasiado tiempo, inspector. Deseo irme de
España lo antes posible. No me siento cómoda aquí ¿Puede contarme
lo sucedido?
Él le detalló lo que sabían: la implicación de su padrastro en la
paliza y posterior muerte de Julián, quiénes habían sido el brazo secular
que evitó que las manos de Yuri Edna se mancharan de sangre, el lugar
donde encontraron los huesos, la fotografía que los relacionó a todos y
la desaparición de Judit Garcés cuyo retrato colgaba de una de las
paredes de la casa de su padrastro.
Ella había permaneció callada, estoica. Y aunque por un
momento pareció que iba a dejarse llevar por la tristeza, supo apretar
los dientes y contenerse. Fue al enterarse de la desaparición de Judit
que interrumpió a Santos:
—¡Cómo que Judit desapareció! Pensaba que solo había sido
Julián ¿Quiere decir que Yuri también ordenó matarla?
—Ahí es donde tenemos el escollo,
señora Bellmirall. No lo
sabemos. Lo único que hemos averiguado es que la desaparición de
Judit Garcés puede estar relacionada con una serie de desapariciones
324
de mujeres a lo largo de varios años ¿Sabe si su padrastro se dedicaba
o pudiera dedicarse a la trata de mujeres?
Judit Bellmirall se quedó pensativa, parecía hacer balance de su
vida en común con Yuri para poder emitir una sentencia dictada por la
razón y no por la víscera.
—Mire, inspector Márquez, de Yuri puede uno esperar cualquier
cosa, pero casi pondría la mano en el fuego de que ese no es un
negocio para el que sirva. Es, ¿cómo le diría?, demasiado cobarde para
enfrentarse a las mujeres. En cambio
su hermano sí que está
suficientemente enfermo como para que pueda hacer cualquier cosa.
Se quedaron en silencio. Ella mirando a la fuente de la plaza y a
un grupo de turistas que cantaban un canción acompañados de una
guitarra solidaria con su nivel etílico; él, garabateando en su libreta.
Cuando la cerró habló de nuevo.
—¿Podría hacerme un pequeño resumen de aquella época, del
grupo de amigos y lo que hacían en esa fotografía?
Judit Bellmirall tomo aire, hizo un flashback de casi veinte años y
después como si de un fundido en negro se tratara habló.
::::
Mi padre murió cuando yo tenía dieciséis años. Una mala edad
para dejar sola a una hija, sobre todo porque quedaba en manos de una
madre inmadura y caprichosa acostumbrada a ser más florero que
mujer. Estaba muy mal acostumbrada.
Debe saber que mi padre fue un reconocido notario. Se ganaba
muy bien la vida y nos mantuvo con un alto nivel económico hasta su
muerte. Mi madre solo se dedicaba a ella y a sus caprichos, si yo quería
algo debía pedírselo a mi padre. Era incapaz de negarme nada. Yo
también era una niña caprichosa, la verdad.
325
Como podrá imaginar, al faltar mi padre, las cosas comenzaron a
cambiar. Primero porque ella dilapidaba el dinero como si se lo
fabricaran por las noches y segundo porque era una mujer incapaz de
estar sola. Eso comportaba que muchas noches no estuviera en casa o,
peor aún, que apareciera algún que otro desconocido en casa al
levantarme.
Mi primer refugio fue la casa de mi abuela paterna, pero al cabo
de un tiempo tampoco me satisfacía. No sabría cómo definirlo, pero me
sentía una paria en medio del mundo. Eso me llevó a comulgar con el
movimiento punki, ¿qué tontería verdad? Pero entonces ese me parecía
el único espacio en el que tenía cabida. Fue allí donde conocí A Judit y
nos hicimos amigas. Ella, a diferencia de mí, había tomado una
conciencia más política y se movía entre grupos anarquistas y gente del
movimiento Okupa, muy en auge en aquella época.
Mi madre hacía casi un año que se había casado en segundas
nupcias con ese tipo que ya conoce. Si a ella le había ido bien a mí me
representó un descenso a los infiernos. Yuri era, imagino que sigue
siéndolo, un ser dogmático metido en su pequeño mundo de avaricia e
ignorancia y pretendía que los demás fuéramos satélites del opaco sol
que imaginaba ser. Debe ser algo intrínseco de los apocados, cuando
sienten la más mínima superioridad subyugan a su pobre víctima y eso,
si a mi madre le parecía idóneo, ya que le evitaba hasta pensar, a mí
me corroía por dentro.
Pero le necesitaba, no tenía dinero y, para qué le voy a engañar,
soy un producto de clase pudiente que nunca ha sabido vivir con
esfuerzo. Lo odiaba, sí, pero necesitaba mis caprichos y mi buena vida.
Incluso le necesité a la hora de hacer las prácticas del módulo
profesional en el que andaba metida (ya ni me acuerdo de qué era).
Empecé a trabajar en su empresa de jardinería, un lugar
inmundo donde tenía que ver a Yuri más a menudo de lo deseable y
estar al servicio de su jefa contable, una inútil que había hecho carrera
326
aprovechándose de todo y de todos. Debía aguantar además los
comentarios misóginos de algunos de los trabajadores. Pero también
fue allí donde conocí a Julián y, a través de él, a su amigo del alma,
Juan. Pobre Juan, ¿sabe que terminó en Marsella muerto de
sobredosis? Fue un daño colateral más de la implantación de la heroína
en España para frenar el auge de la izquierda. Pero imagino que eso
ahora no es importante. Usted necesita saber de los otros dos.
Me quedé perdidamente colgada de Julián. Teníamos dieciocho
años y éramos como unos ornitorrincos metidos en una exposición
canina, qué podía esperarse sino. Al poco tiempo conseguí convencer a
Judit, de ese modo podíamos ser dos parejas, lo que nos permitía a
Julián y a mí hacernos más arrumacos sin que quedara un tercero en
discordia. Hay que ver cuanta tontería, que tiempos tan absurdos los de
la adolescencia, nos sentimos como dioses griegos cuando en realidad
somos carne de cañón a la que se engaña con cualquier juguete. Pero
usted no ha venido aquí a hacerme terapia, ¿verdad?
Santos hizo un leve signo de asentimiento y la invitó a continuar.
A partir de aquí ya debe saber pate de la historia: venían Juan Y
Judit a buscarnos a la salida y acostumbrábamos a ir a un bar cercano
al que llamábamos “el francés” por la nacionalidad de los que lo
regentaban. Yo era feliz entonces. Creo que es el único tiempo que
recuerdo con una sonrisa en la cara. Con ellos aprendí mucho, aprendí
a desprenderme de las cosas, a valorar las necesidades reales; me
enseñaron a ser persona y a valorarme como mujer. Cómo no iba a
estar perdidamente enamorada de Julián…
Un día apareció con la cara hinchada y algunos cortes y con
diversos moretones por todo el cuerpo. Él le quitó importancia. Solo me
dijo que había tenido problemas con un grupo de neonazis de los que
nos tenían ganas. Si lo hubiera sabido… si me lo hubiera contado…
pero así era Julián. Yo le creí, estaba tan enamorada que le hubiera
creído aunque me hubiera contado una pelea con molinos de viento.
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Visto ahora imagino que a todos nos debió contar el mismo cuento,
porque de no ser así Judit me lo hubiera dicho. Seguro.
Al final todo se olvidó. Durante un tiempo la relación de los
cuatro volvió a ser la de siempre. Yo me iba apartando cada vez más de
mi madre y de Yuri. Pasaba más y más tiempo en casa de mi abuela.
Ella era la única a la que podía confesarle lo enamorada que estaba y
también era la única que me decía que jamás renunciara a mis sueños
siempre que no entraran en contradicción con mi libertad, qué abuela le
dice eso a su nieta. Como contrapartida las broncas con mi madre iban
en aumento. La pobre solo era una cascara vacía con forma femenina,
pero deseaba tenerme allí para convertirme en ella y eso no podía
aceptarlo. Los días que me quedaba en casa, debía escuchar a Yuri
hablando pestes de la clase obrera, de la inutilidad manifiesta que
tenían los trabajadores para hacer nada que no fuera obedecer. Como
si su origen fuera de alta cuna. Al final todo lo terminaba resumiendo en
que Julián acabaría yéndose con otra cuando le surgiera la oportunidad.
«No olvides jamás la clase a la que perteneces tú y la clase a la que
pertenece él. Nunca podrá darte lo que te mereces», sentenciaba.
Yuri no cejaba en su empeño de separarnos. Una vez le llamó al
despacho e intentó comprarle. Me lo contó él después, que le había
amenazado, que le había ofrecido dinero, que le había dicho que se
olvidara de mí porque jamás permitiría nuestra relación. Después le
empezó a hacer la vida imposible en la empresa. A través de la jefa de
contabilidad, “hombre” de confianza de Yuri, le encargaba los peores
trabajos. Incluso el Miguelín se metía continuamente con él con ánimo
de provocarle. Pero no conseguían nada. Al final Yuri decidió echarle a
la calle y, de eso me enteré después, le prohibió aparecer por la
empresa bajo amenazas. Pero nada nos detenía. Nos veíamos cada
día y cada día arrebatábamos más horas al reloj.
Fue entonces que decidimos huir los cuatro a Francia y empezar
allí una nueva vida, la que fuera, pero sin las ataduras y las pesadillas
328
que vivíamos diariamente en España. Pensábamos que de ese modo
podríamos renacer en otros… como si eso fuera posible.
¿Sabe cuándo lo pensamos, eso, lo de huir a Francia? El mismo
día que hicimos esa fotografía que me enseñó antes. No sé quién había
comentado algo de esa ermita, lo bonita que era, y decidimos ir a pasar
un fin de semana. El último fin de semana que salimos, porque al cabo
de un par de semanas Julián dejó de venir.
Vinieron Judit y Juan, pero ninguno supo decirme nada. Los
primeros días no quise darle demasiada importancia, lo atribuí a alguna
acción okupa de la que habría preferido mantenernos al margen,
también pensamos que igual estaba organizando fechas y lugares para
el inminente viaje. Él era el más decidido y organizado de los cuatro.
Pero al cabo de una semana seguíamos sin saber nada y eso ya no era
normal ni para él.
Pasado casi un mes las palabras de Yuri se me aparecían de
nuevo por la cabeza ¿Habría encontrado una sustituta a la tonta de
Judit? Menuda mierda es la inseguridad a esa edad. Tiene una la
autoestima del monstruo de Frankenstein. Empecé a esta mal y veía
cómo todo mi pequeño mundo se rompía: Juan, no estando su amigo
del alma, también empezó a faltar a la cita diaria. Solo Judit parecía ser
fiel a nuestra amistad, hasta que también ella dejó de venir y me quedé
sola.
Seis meses más tarde Yuri me convencía de que marchara a
Francia a estudiar y así lo hice. No me fue mal, no crea. Conocí al que
ahora es mi marido, he tenido dos hijos preciosos con él y mi vida es
una balsa de aceite. Era, más bien, enterarme de todo lo que me ha
contado me ha desmontado lo que creí una certeza.
Y eso es todo hasta ahora.
::::
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Santos había ido tomando notas. Mientras, se había superado ya
la hora mágica de las tardes de agosto en la que la Plaza Real
enciende sus farolas. Tocaba pedir otra cerveza e intentar explotar al
máximo la información que el dolor de aquella mujer pudiera ofrecer.
Aceptada la segunda ronda Santos preguntó:
—Verá, señora Bellmirall, entiendo que con lo que le decía su
padrastro aceptara la desaparición de Julián, pero ¿no le extrañó la
desaparición de Judit, el hecho de que dejara de venir de un día para
otro?
—No sé cómo sería usted de adolescente, pero yo era una
princesa de dibujos animados y con su misma limitación mental.
Se tomó un respiro y continuó
—¿sabe que pensé? Se va a reír, los imaginé juntos y riéndose
de mí. Convertí en certeza la absurda idea de que habían estado
viéndose a mis espaldas y habían decidido huir a otro lugar, acorde con
su estatus. Ese fue el pensamiento que se quedó a vivir en mi cabeza.
Imagino que Yuri y mi madre tendrían algo que ver. No sé. Pero ese es
el estúpido epílogo de una estúpida historia de amor vivida por una cría
tan estúpida como sus pensamientos.
Ahora fue Santos quien dejó que los ánimos se relajaran. Tomó
un sorbo de su jarra de cerveza, sacó un pitillo, ofreció otro a su
acompañante, los encendió y, después de un par de caladas prosiguió:
—¿Recuerda usted alguna cosa extraña de esos últimos días,
algo que saliera de lo habitual, cualquier cosa nos serviría?
—Por parte de Julián no, no recuerdo nada extraño. Tal vez que
esos dos, el Miguelín y su inseparable, se metían más con él, pero no
me extrañó, Julián era muy distinto de aquellos energúmenos. Piense
que uno de ellos llegó a alardear de lo barato que salía pegarle a una
mujer. Parece ser que había abofeteado a alguna, ésta le había
denunciado y le tocó pagar una cantidad de dinero ¿Quién, en sus
330
cabales, se acercaría a tipos como esos? No, siempre tuvo problemas
con ellos.
—Y de Judit Garcés, ¿recuerda alguna cosa?
—En eso estaba pensando, mientras hablaba me ha venido a la
mente algo que había olvidado. Unos días antes de desaparecer me
confesó que alguien le había propuesto pintarle un retrato y ella había
declinado la oferta. Es increíble, cómo no me había dado cuenta, el
cuadro...
A Santos le había cambiado el semblante
—¿Dijo algún nombre, era alguien del entorno de su padre o de
la empresa?
No lo recordaba, pero le sonaba a corto y contundente. Tampoco
recordaba demasiado de aquella conversación. Le vino a la memoria
que Judit Garcés le había hablado de un hombre delgado y elegante
pero muy anodino, sin nada en especial, alguien que se había fijado en
ella al verla cada tarde plantada allí fuera, en la calle, esperando. No
podía recordar si era alguien del personal, algún socio de su padrastro
o alguien de fuera. Hablaba dando circunloquios, como si el hecho de
repetir fuera a mejorar su memoria. Y algo de eso hubo, porque de
repente recordó una cosa que había dicho Judit Garcés, había visto a
ese hombre hablando con alguno de los socios en plena calle.
¡Bingo! pensó Santos. Sacó su teléfono y se puso a teclear lo
más aprisa que podía. Le estaba mandando un correo a Elías para que
al día siguiente indagara por todos los canales que tuvieran abiertos
quién era, donde vivía y hasta la talla de pantalón que usaba el pintor
invisible.
—¡Darío! —Gritó Judit Bellmirall— Creo que dijo que se llamaba
Darío.
—¿No sería Diego? —inquirió a su vez Santos.
—Eso es, Diego. Diego me dijo. Seguro.
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El pintor desconocido había aparecido al fin ubicado en la misma
empresa de Yuri Edna. Una vuelta más de tuerca al imaginario garrote
vil que se iba cerrando alrededor del cuello del georgiano.
Santos pidió a la mujer que se quedara un par de días por si
fuera necesario volver a hablar con ella. Aceptó y se despidieron con un
apretón de manos.
****
Inicio
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333
El nombre está en la otra página
Cerdanyola del Vallès — Martes 3 de agosto de 2010
Santos apenas había dormido. Primero porque llamó a Oscar y
le explicó la versión de la hijastra de Yuri comparándola con toda la
información que tenían, después porque discutió con su mujer que le
echó en cara el abandono conyugal, a todos los niveles, al que la tenía
sometida. Todo ello lo sumió en un estado de vigilia controlada por
cientos de pensamientos que se negaban a darle descanso. Ni los
programas de tele-venta, capaces de dormir a un búho, hicieron mella
en él.
Optó por el sistema del vaso de leche y lectura, salvo que la
leche la sustituyó por orujo casero en vaso largo y dos cubitos de hielo,
y la lectura por una puesta sobre el papel de todo lo que tenían en
relación a los distintos casos.
De Julián sabían que Yuri había ordenado el escarmiento, con lo
que esa merienda se la comería él solo; sabían quiénes habían
propinado la paliza y solo faltaba saber cuál de aquellos individuos
había asestado el golpe mortal para llevarse el bingo de los huesos.
Debía hablar con Elías y buscar el modo, el que fuera necesario, de
aquellos tipos cantaran.
Del caso de Oscar relativo al expolio y la consiguiente
vinculación de la UDEF en el blanqueo de dinero, no debían
preocuparse. Eso seguía su curso y estaba en manos de la policía
nacional.
Quedaba lo de las mujeres: la desaparición de Judit y ahora la
posible desaparición de Alba. Todo ello aliñado en una ensaladera en la
que había, además, un pintor llamado Diego al que solo había visto
334
Raúl y otras dieciocho mujeres pintadas y desaparecidas del mismo
modo.
A las cinco de la mañana Santos tenía claras dos cosas: la
primera que debía coger a Yuri Edna y hacerle reconocer que conocía
al pintor y que sabía dónde encontrarle; la segunda que habían de
buscar a Raúl y llevarlo a comisaría para que explicara de nuevo su
versión de los hechos.
A las seis de la mañana, después de otra breve discusión
matutina con su mujer, Santos salía hacia su lugar de trabajo. Había
refrescado, pero el calor de la rabia alimentaba su cuerpo hasta hacerle
sudar. Cuando llegó se preparó un café y se echó en un sillón del
despacho, a los pocos minutos dormía como un niño.
::::
Le despertó Elías, eran las nueve y tenían esperando a Yuri
Edna.
Mientras se despejaba un poco y se aseaba con una botella de
agua situada sobre la papelera le pidió a su subordinado que le diera
buenas noticias.
Elías fue tan escueto como claro: la pareja de matones habían
terminado confesando y. ambos habían acabado acusando a Berto, el
hermano menor de nariz delicada. Ahora solo quedaba arrancarle a él
la confesión, y eso podía ser algo más laborioso.
El cansancio de Santos desapareció detrás de una gran sonrisa.
—Fantástico, Elías, eres el mejor.
—Gracias, jefe, es bueno recibir un flor de tanto en tanto, sirve
de bálsamo para tanta patada en los cojones.
—¡Qué insinúas, que puteo al personal!
—Jamás se me ocurriría, pero a veces te pasas tres pueblos.
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El inspector obvió las palabras de su amigo, prefirió resumirle lo
explicado por Judit Bellmirall y contrastarlo con la confesión del lacayo.
Todo cuadraba a la perfección, tanto, que encajaban todas las piezas
del puzle y les sobraban diecinueve.
—Esto no me cuadra en absoluto Elías. Cómo puede ser que
todos, de forma invariable, nieguen toda relación con Judit Garcés.
—Sí jefe, y la otra pregunta es: ¿tiene algo que ver realmente el
pintor en todo esto o es una puñetera casualidad?
Santos creía tanto en las casualidades como en la Trinidad, el
cajón que el cerebro reserva a la fe él lo había llenado con pruebas y
esas pruebas le decían que la casualidad es algo tan improbable como
poner cualquier canal de televisión y que no esté dando publicidad.
Se repartieron el trabajo, Él se encargaría de Yuri, Elías y sus
palmeros de preparar a Berto. A Conchi la mandarían a charlar con una
par de ex trabajadoras para ver si podía averiguar algo del pintor por
canales externos. A pancho lo pondrían con el tema del automóvil para
ver qué podía sacar de nuevo. Les quedaba el tema del decorador, pero
de eso quería encargarse personalmente. Tenían su teléfono y decidió
que le llamaría durante la sesión con el georgiano para citarlo en
comisaría.
—Inspector, está aquí Jesús Loperena, que si puede pasar a
verle.
Quien había hablado desde la misma puerta era el propio
Pancho. Santos aprovechó para darle las órdenes pertinentes y le pidió
que hiciera entrar al anciano.
Tal y como entró, Jesús se disculpó por llegar de aquél modo y
dio una explicación del porqué. Sé que debería haber avisado y no
presentarme de este modo, pero se me llevan los demonios en casa y
tenía el presentimiento, o el pálpito, llámenlo como quieran, de que está
a punto de suceder algo malo. Igual solo es la maldita vejez, pero tengo
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muy mal cuerpo y eso siempre me ha sucedido cuando las cosas pintan
bastos.
Santos le tranquilizó dándole las buenas noticias, pero ni
siquiera el hecho de que su caso iba a cerrarse, por fin, le liberó del mal
estar. Pidió que le trajeran un café.
—Mire Jesús, ahora tenemos que conseguir que ese par de
criminales firmen una confesión. Con eso su caso se habrá cerrado por
fin y podrá estar tranquilo. Incluso le dejaremos que sea usted el que dé
la noticia al padre. Pero ahora quédese aquí con su cafelito, le abriré el
monitor para que pueda seguir los interrogatorios y, si también le
apetece, puede echar un vistazo a todas las novedades del caso que
están en estas carpetas.
Le alcanzó dos carpetas, una no demasiado gruesa con la
información relativa a Julián; y otra más gruesa con lo relativo a las
diecinueve desapariciones. Después le dejaron solo.
::::
Orense — Martes 3 de agosto de 2010
Cuando nos sobreviene el desasosiego es difícil esconderlo. El
tiempo transcurre de modo diferente, la opresión en el pecho llega a ser
constante y las cosas huyen de las manos. Esto último lo constató
Oscar cuando se le cayó el café que acababa de prepararse en la
máquina. Se encontraba en la comisaría de policía de General Yagüe,
en Oviedo, lugar en el que se había establecido visto el nulo resultado
de andar dando vueltas por Orense.
Lo recogió todo como pudo, se preparó otro y pidió, por enésima
vez si alguien sabía algo del Mercedes
oscuro. Repitiendo los
movimientos de cualquier felino enjaulado sacó el teléfono y miró en los
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distintos canales de comunicación. Nada. Se acordó de familiares de
Santos que llevaban años enterrados y llamó a la comisaría.
—¿No hay manera de que pueda ponerse al teléfono? —Le
gritaba al vacío.
Las distintas negativas de la encargada de la centralita no
servían de bálsamo alguno para el estado de nervios en el que andaba
sumido.
—Es que tengo órdenes de no interrumpirle bajo ningún
concepto. —le decía la voz femenina.
Fue repasando cada uno de los nombres de los integrantes del
equipo pero ninguno se encontraba en la comisaría o podía ponerse. La
última oferta que hizo la joven, visto el desespero de su interlocutor, fue
la de pasar la llamada al despacho donde se encontraba Jesús
Loperena. Oscar aceptó.
—Hombre amigo Oscar, ¿qué tal le va todo?
—Mal Jesús, de mal en peor. Estoy seguro de que a Alba
Garcés le ha pasado algo pero no tengo forma de saber dónde puede
estar. Llamaba por el tema de la matrícula. Sé que han ido a una nave
industrial pero no han encontrado nada ¿Sabe usted alguna cosa, le ha
dicho algo el inspector Márquez?
El anciano le escuchaba mientras hojeaba los distintos papeles.
—Espere un momento, el inspector me ha dejado las carpetas
con los casos. Déjeme buscar a ver que puedo encontrar.
Oscar esperaba al otro lado pero no se sentía capaz de alargar
aquello por mucho tiempo. Le dijo a Jesús que no era necesario que se
preocupara y que ya llamaría él de nuevo más tarde.
—Qué le sucede, amigo Oscar. Usted no acostumbra a estar en
ese estado.
Cuando terminó de contar su teoría y lo que pensaba que podía
haberle sucedido a Alba la línea se quedó en silencio.
—¿Puedo confesarle algo? —habló por fin Loperena.
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—Si sabe algo no se lo calle, por favor.
—Mire, siempre que he tenido la intuición de que algo malo iba a
suceder lo he sentido como algo físico, y ahora noto esa sensación. Por
eso vine a comisaría.
Ante el silencio de Oscar siguió hablando.
—Pero también debe saber algo, Oscar, solo cuando esa
sensación pasa es que ha sucedido lo irremediable.
Oscar acertó a agradecerle sus palabras pero deseaba colgar el
teléfono lo antes posible. Se despidió de Jesús y colgó.
::::
Cerdanyola del Vallès — Martes 3 de agosto de 2010
Jesús era consciente de su poco tacto al hablar con Oscar,
también era consciente de que su última mentira no había surtido efecto
alguno. Y para colmo seguía la sensación de ansiedad que no
marchaba de ningún modo. No podía hacer nada que no fuera seguir
moviendo papeles y esperar a que alguien viniera con alguna buena
noticia.
Los interrogatorios seguían el curso normal a aquella altura de
los acontecimientos: Yuri Edna cada vez más acorralado y su hermano
mostrando síntomas de necesitar meterse algo en el cuerpo. Era
cuestión de tiempo que Berto saltara y se enterrara definitivamente en
la mierda, confirmando la total implicación de su hermano.
Mientras escuchaba el vozarrón de Elías apareció el papel de
identificación de vehículo suministrado desde la consulta de la DGT.
Jesús lo empezó a leer: datos de matriculación, datos técnicos,
matriculación temporal, datos del titular, domicilio de notificaciones… sí,
allí estaba, la dirección de la nave de Rubí. Y al final de la página el
domicilio fiscal del vehículo. Giró la hoja. Nada.
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No le costó darse cuenta, aquella información estaba incompleta.
Por charlas ahora casi olvidadas con policías de otros cuerpos sabía
que mucha gente pone una dirección fiscal y otra para las
notificaciones, es como si intentaran esconderse del largo brazo de la
Administración.
No podía ser algo tan estúpido.
Salió a ver si encontraba a alguien pero allí no había nadie
conocido a quien pedir que buscara de nuevo la información. Él, por
otra parte, no tenía el más mínimo conocimiento de esos ordenadores
que tan buen trabajo hacían, a pesar de que pudieran generar olvidos
tan terribles como aquél. Salió a la recepción y pidió a la muchacha que
estaba de guardia que le acompañaran a la sala de interrogatorios. Era
necesario que hablara con el inspector Márquez porque había
encontrado algo lo suficientemente importante como para poderle
interrumpir.
La muchacha marcó una extensión interior y habló:
—Inspector, perdone que le moleste de nuevo, he estado
llamado a los teléfonos que me dio, los de un tal Raúl Ouso, y no hay
manera de que lo coja… sí, ni en el fijo ni en el móvil. El primero suena
hasta saltar el contestador y el otro me dice que no está disponible. Sí,
seguiré llamando… No, hay otra cosa, el inspector jubilado que estaba
en su despacho me dice que es urgente que hable con usted. Sí, se lo
paso.
—Santos, igual es una estupidez, pero el papel con los datos del
vehículo ese que parece que andáis buscando...
—Sí.
—Resulta que solo hay impresa la mitad de la información.
Alguien olvidó darle la vuelta a la hoja o como funcione eso de las
computadoras, pero estoy seguro de que falta la información fiscal del
vehículo…sí, le espero en el despacho.
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Apenas dos minutos más tarde aparecía Santos en su despacho
y cogía el papel que Jesús Loperena le había dejado apartado de los
demás. Es imposible que pueda ser algo tan estúpido. Es imposible que
seamos tan idiotas. Mientras se flagelaba el ánimo entraba en la página
de consultas de la DGT e imprimía de nuevo la información del
Mercedes Benz.
Allí estaba, diáfana y clara, la información que necesitaban para
encontrar el posible paradero de la restauradora desaparecida. Dijo un
solemne «gracias», primero a algún dios y después al anciano y marcó
un número de teléfono.
—Oscar, soy Santos. No tengo tiempo de explicarte los
pormenores de cómo la hemos encontrado, pero tenemos nueva
información del coche que buscas. Es una dirección de Orense. No te lo
creerás cuando lo leas. Tenías toda la razón. Sí, te lo estoy mandando
todo por WhatsApp. No te entretengas. No dejes de llamar.
Jesús había cogido el papel y lo ojeaba como si se tratara de un
objeto nunca visto. Santos fue a hablar pero le interrumpió.
—Si va a darme las gracias mejor guardarlas. Le van a hacer
más falta a Conchi que a mí cuando se entere del error. No sea duro
con ella, ambos sabemos que es una gran policía. Goethe, el hombre
más inteligente de todos los tiempos decía que «el único hombre que
no se equivoca es el que nunca hace nada», y ella ha aportado muchos
aciertos a este caso.
—Lo tendré en cuenta, Jesús, de todos modos, gracias. Tal vez
acabe de salvar una vida.
****
Inicio
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Enlace con la novela
Ourense — 3 de agosto de 2010 16 Horas
Las coincidencias, las malditas y estrañas coincidencias…
¿Sabes?, ya había decidido retirarme. Tengo demasiados años y
empiezo a notarme cansado. Creía llegado el tiempo de entregarme a
mis cosas y olvidar todo el pasado. Vender mis empresas de
fertilizantes y deshacerme de la empresa de importaciones.
Me sobra el dinero y nunca he necesitado demasiado para
satisfacer mi sencilla vida. Tengo esta hermosa casa y mi mundo solo
debía circunscribirse a ella y a su contenido. Tengo toda la música que
necesito, puedo releer todos y cada uno de los libros que me marcaron,
tengo mi pintura. Y si necesito algo del mundo exterior dispongo de la
maravillosa tecnología que ofrece Internet, con lo que apenas debo
alejarme de estas paredes para conseguirlo.
Soy un misántropo que solo aspiraba a acabar su vida en
compañía de María. Leerle poemas, ponerle los cuartetos o las sonatas
para piano de Beethoven y dejarnos hundir en ese universo irrepetible.
Mi íntimo deseo era pasear por los prados para captar su luz, reinventar
para de nuevo y solo para mí el maravilloso Impresionismo: preparar los
lienzos, construir la paleta de colores y plasmar la luz de una mañana
de otoño, un mediodía de invierno, un atardecer de verano o la media
tarde de una primavera preñada de colorido.
En eso estaba hasta hace muy poco, dedicado a reorganizar mi
vida, planear el retorno definitivo para hacer lo que te he comentado.
Dejar que mi alter ego, muriera de manera definitiva y retirarme de un
mundo que me llena de asco para ser solo Diego. Y cuando ya lo tenía
organizado y apenas me faltaban unos meses para abandonar
Barcelona, recibí la llamada que me puso en contacto contigo.
Ya ves, un pequeño favor que quise regalar. Pero nada salió
como debía. Al verte, una analepsis mental me trajo de nuevo a María,
el olor de María, la belleza de María y su mismo concepto estético, todo
342
sublimado en ti. Como una reencarnación inevitable, un ave Fénix
renaciendo del fuego de la casualidad para sentir el ayer de nuevo.
Eres tan parecida a mi madre: tienes la misma edad que tenía
ella cuando murió, eres una amante visceral del Arte y de la belleza y te
planteas el genio del mismo modo que yo lo hago... ¿por qué razón
tuviste que aparecer y trastocar todos mis planes? Después de verte
creí que me volvía loco. Pero recapacité, no era locura, era un error
pensar que yo estuviera loco. Jamás pierdo el control ni disfruto
haciendo daño. No, no era locura, era lo que te he dicho, ese espejo
temporal que repetía lo sublime. Pero no, tampoco era eso…
Lo tenía muy fácil ¿Sabes? Solo debía continuar mis planes y
marchar. Pero no me dejaste Alba, porque como dije, la Casualidad
pidió carta y ganó. Tuviste que encontrar el maldito cuadro con el
retrato de tu hermana.
¿Qué probabilidades puede haber de que alguien termine en
alguna de las casas en las que Diego colgara alguno de sus
homenajes? Pocas, Alba, pocas. Solo la Casualidad, improbables
circunstancias que trastocan toda una vida simplemente porque alguien
cruzó una calle u otro no escuchó el despertador. O porque
simplemente nació en Nagyrèv. O encontró una pintura olvidada que el
narcisismo de un genio dejó colgada en una pared de una habitación de
una casa ubicada en una ciudad pequeña a la que jamás debiste llegar.
Y con todo, las cosas todavía se podían haber detenido allí. Tú
podías haber encontrado el retrato, soltar unas lágrimas y deducir que
la vida toma rumbos que no controlamos. Así de simple. Pero no, tú
querías más y más. Estabas empecinada en una cruzada contra el
mundo. Te empezaste a comportar como un personaje arquetípico a lo
Gary Cooper en “Solo ante el peligro”. Y al igual que les sucede a la
mayoría de héroes, te comportaste como una estúpida. Pudiste
detenerte después de hablar con Raúl la primera vez. Entonces todavía
barajaba la idea de desaparecer y borrarte de mi mente. Todavía no
343
había terminado de aceptar los parecidos ni tenía claro su significado.
Pero tú habías de buscar más retratos. Hurgar en una tierra endurecida
por el paso de los años y olvidada por todos. Habías de encontrarte de
nuevo conmigo, habías de preguntar una y otra vez por el extraordinario
pintor. Así lo llegaste a definir, a definirme, en puridad.
Eso me dio tiempo, un tiempo precioso para conseguir que todo
se volviera diáfano. Y estos días he podido confirmarlo. No fue tu
curiosidad lo que te trajo aquí. Si solo hubiera sido eso tengo claro que
me hubiera desecho de ti mintiéndote o lanzándote a búsquedas
infructuosas… ¿Sabes que es lo que ha traído aquí conmigo? No ha
sido esa casualidad que te dije antes. Una casualidad francamente
improbable. Tanto, que es imposible que no esté planificada por algún
ente superior, llámale Destino si así lo entiendes.
Si la primera vez que te vi lo intuí, cuando te traje aquí estuvo
claro: tú apareciste porque mi periplo no estaba terminado, como yo
creía. Tu parecido con mi madre era una señal que me exigía cerrar ese
círculo extraño que nunca supe ver. Un periplo circular que comenzó
con ella y terminará contigo.
Ahora ya lo sabes. Ahora ya nos conoces a todos. Conoces a
Raúl, el falso esteta amante de lo bello y a Diego, el que va un paso
más allá, el visionario, el genio incomprendido.
Dudo que con las dosis de lorazepam y escopolamina hayas
tenido demasiada conciencia de lo que estaba sucediendo. Entiende
que era necesario ya que te negabas a poner de tu parte y yo te
necesitaba a mi lado para hacerte inmortal en el lienzo. Quiero que
sepas que durante los últimos cinco días he estado plasmando tu cara
en una copia de las obras de Sorolla dedicadas a su mujer, Clotilde que
estuve preparando para ti. Es nuestra última y definitiva tarea para con
el mundo.
—¿Qué vas a hacerme? –Balbuceó Alba mientras salía poco a
poco de la ensoñación en la que había estado inmersa.
344
Veo que se te está pasando ya el efecto de los fármacos. Ya
no te voy a dar más, no me es necesario. Tampoco es necesario que
grites, la habitación en la que estamos está insonorizada. Te pido
disculpas, pero lo que no puedo hacer todavía es desatarte. Espero que
lo entiendas, Alba. Me preguntas qué va a pasarte... ¿Qué crees tú que
va a pasarte? Ya te he plasmado. Ya he tomado de tu rostro aquello
que merece la inmortalidad. Me queda ubicarte al lado del retrato de
María Kardos. La primera y la última maravilla de la naturaleza
inmortalizada por mi genio. Así perduraréis juntas mucho más allá de mi
propia existencia. Ninguno de nosotros somos ya necesarios, Alba. Si te
dejara ahora te sucedería lo que al resto. La sustancia que te convierte
en la diosa que eres marchará, te abandonará dando paso a la
decrepitud, la fealdad, la vejez. Tú debes entender que lo hago por ti,
para evitarte ese sufrimiento. Tu modo de entender la Belleza ha de
darme la razón.
::::
—¿No te das cuenta de tu locura? Solo eres un monstruo, un
megalómano engreído.
—¿Cómo se te ocurre insultarme de ese modo? Mira el
resultado de mi genio. Mírate plasmada en este lienzo ¿Es esta la obra
de un engreído o es la obra de un genio?
Diego parecía no entender. Estaba herido en su orgullo y eso le
dolía, pero el mayor dolor venía de que ella, no siendo como las demás,
no viera lo que escondía aquel lienzo. Alba, cada vez más repuesta del
vapor de las drogas, respondió con rabia:
—Sí, en tu cabeza enferma es la obra de un genio.
Él seguía en silencio y ella sabía que no podía quedarse callada
y sumisa. Continuó hablándole:
345
—Ya sabes que desde que nos conocemos te he reconocido lo
bien que pintaba Diego, pero de lo que no te das cuenta es de que se
puede pintar bien sin que exista alma en ello, y eso es lo que te sucede
a ti, y te sucede porque tú tampoco la tienes ¿No te das cuenta?, no
eres más que un vulgar copista que no aporta nada al Arte. Nada de lo
que haces tiene la menor pincelada tuya, todas y cada una de ellas son
repetidas. Pintas como Leonardo, como Sorolla, como Renoir o como
Bouguereau; pero eres incapaz de pintar como Diego, o como mierdas
te llames. Y eres incapaz de pintar como tú, porque tú no eres nada, ni
artista, ni pintor, ni siquiera eres un hombre; eres una vulgar fachada
andamiada con técnica y revestida de conocimientos tras la que solo
existe el vacío.
La cara de Diego, lejos de mostrar algún sentimiento,
permanecía impertérrita, aunque sus ojos se iban inyectando en sangre.
Alba se dio cuenta de que el camino de su salvación no pasaba por
provocar a aquel loco ni por decirle las verdades que era incapaz de
ver. Necesitaba ganar tiempo. Necesitaba reconducir aquella locura
hacia un terreno que maleara al pintor.
—Perdóname —dijo—, debes entenderme, Diego. Son muchos
días aquí encerrada y mi cabeza es incapaz de pensar con claridad.
Creo que he dicho cosas que no son del todo ciertas.
Él no se movía. Tal vez sus ojos parecían expresar sorpresa.
—Creo que lo que me sucede tiene que ver con eso y con el
hecho de que apenas he tenido la oportunidad de disfrutar de tu obra de
manera objetiva. Has hablado del retrato de María, ¿podrías
mostrármelo?
Vio cómo cambiaba su cara y un esbozo de sonrisa se dibujaba
en ella.
—No sé si a ella le gustaría. Siempre ha estado arriba solo para
mí. Ya sabes que a mamá nunca le gustó que la gente extraña se
inmiscuya en nuestra vida.
346
—Pero yo no soy nadie extraño. Entre tú y yo hay una
comunicación especial que ella sabría apreciar…
Diego dudaba. No sabía si debía entregarse a su narcisismo
enfermizo y a la admiración que sentía por María, la amante, o si, como
hijo, debía respetar los deseos de su madre y mantener su belleza
robada fuera del alcance de otros ojos que no fueran los suyos.
—No irás a decirme que los halagos que me has hecho hace un
rato no eran ciertos. Creo que, por los méritos que me has atribuido,
debería poder contemplar a aquella que acompañaré cuando ya no
estemos.
Las murallas del pintor se reblandecían. Un rayo de esperanza
cruzó frente a Alba. Continuó deshaciéndose en halagos hacia su
captor. Necesitaba reponerse, recuperar fuerzas después de tanto
tiempo sin moverse. Era consciente de que cada segundo de tiempo
que le arrebatara a aquel monstruo significaba tener mayor esperanza
de seguir viva. Sabía que la estaban buscando. Lo sabía más como un
deseo que como una realidad, pero le era necesario pensar de ese
modo para no entregarse como lo haría Isaac al monstruo de Abraham.
Lucharía, y lo haría hasta el último hálito de vida que le quedara. Jamás
la rendición, no ésta Alba. Ahora tocaba ganar tiempo.
A medida que se reducía el sopor tomaba mejor conciencia del
entorno en el que se encontraba. Era una estancia sin ventanas. Aquel
loco había comentado que el retrato de su madre estaba arriba, eso
significaba que debían estar en una especie de sótano o una antigua
bodega. Miró a su alrededor buscando unas escaleras. Las encontró
justo a su derecha.
Las ataduras eran otro cantar, si no conseguía que el pintor la
desatara estaba perdida. Debía camelarle, la vía de la adulación daba
mejores resultados
que la
de la confrontación.
Debía seguir
alimentando su ego como si fuera la caldera de un tren de vapor, era la
347
manera de mantenerlo en una marcha acorde con sus pretensiones.
Habló de nuevo.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
Ante el silencio del pintor, absorto en el lienzo, continuó
hablando.
—¿Cómo tienes la completa seguridad de que existe una física
de la belleza? Quiero decir, ¿qué demostración empírica te ha llevado a
esas deducciones, fue después de pintar a María?
—Para qué contar nada, sé que no me crees.
La voz sonaba desencantada: lejana y sin matiz alguno.
—Todo lo contrario, después de haber admirado algunas de tus
obras desearía ver cómo fue tu primera obra maestra. La que te hizo
descubrir tu poder. Creo que tengo derecho a verla.
El pintor dudaba, Alba podía sentirlo. Se levantó de la silla y
empezó a deambular por la sala. Se movía de manera anárquica y
cambiaba de dirección como llevado por espasmos. Subía parte de las
escaleras y después las bajaba. Era la danza ritual de un loco
moviéndose entre la realidad y su fantasía. La única y potente luz que
moría a medida que se alejaba del caballete confería un aspecto
fantasmagórico a las sombras que producía Diego al moverse. El
sonido tétrico de la quinta sinfonía de Shostakovich daba un significado
distinto a la palabra miedo.
—Puedes bajarlo aquí si no deseas desatarme. Lo entenderé,
temes que pueda estar engañándote y todo sea una maniobra para
escapar. Anda, bájame el retrato de María, por favor.
La voz conciliadora de Alba tuvo un efecto calmante en la mente
de Diego. Sin mediar palabra se paró en seco, la miró, miró al techo y
murmuró palabras inteligibles. Se acercó a la escalera y empezó a
subirla como si accediera al cadalso. Desapareció tras la puerta, ella se
quedó a solas.
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Debía pensar, debía desatarse, buscar una salida, un teléfono,
algún ser humano bastante cuerdo como para ayudarla a salir de su
más que probable tumba. Si bajaba la pintura cómo debería actuar.
Piensa Alba, qué será lo más coherente. Debes alabar su obra, hacerle
hablar, convencerle de que así, atada, te es imposible valorar en todo
su esplendor el retrato que te traiga. Piensa Alba, piensa. Imposible
desatarse, tampoco gano nada tirándome hacia atrás o hacia cualquier
lado, en las películas sí, Indiana Jones saldría de rositas, pero esto es
la puta realidad, Alba. Esto es lo que debiste pasar tú Judit. La misma
locura, el mismo miedo, la misma silla. Qué daño hicimos para terminar
de este modo.
La sacó de sus pensamientos el sonido de la puerta al abrirse.
Era el pintor cargado con un lienzo enmarcado. A Alba se le antojó la
imagen de Sir Lancelot du Lac portando su escudo y yendo a salvarla,
una prueba de que su ente no funcionaba al cien por cien.
El pintor llegó a su lado llevando el retrato vuelto. Lo dejó
apoyado con todo cuidado en una silla. Giró el caballete en el que se
encontraba el retrato de Alba y paralelo a aquel montó otro sobre el que
puso el retrato de María, movió la fuente de luz hasta situarla delante de
ambos lienzos y se apartó.
Alba pudo contemplar por primera vez su parecido con María
Kardos. Era más que evidente. Ayudaba el hecho del envoltorio de cada
uno de los rostros. En el caso de María se trataba de una obra de
George Apperley llamada Enigma y en el suyo se trataba de una obra
de Sorolla, un retrato de cuerpo entero de su esposa Clotilde sentada
en un sillón.
Los dos se quedaron en silencio. El pintor en su mundo
de
alucinaciones y Alba calibrando qué decir que le permitiera alargar su
vida hasta que llegara alguien. Primero pensó en alabar la calidad
artística de ambos lienzos. Eso suponía moverse en un universo de
certezas pues la genialidad de Diego a la hora de copiar a cualquier
349
pintor era manifiesta. Pero se decantó por la comparación entre María y
ella, eso podía permitirle envolver a Diego en su espacio de locura y
hacerle hablar de nuevo para ganar tiempo.
—Tenías toda la razón, me parezco mucho a María. A pesar de
que ella sea mucho más guapa que yo.
Habló en presente, congelando el tiempo para que nada afectara
la mente del pintor. Él pareció no darse cuenta, como tampoco se dio
cuenta de que la alabanza de Alba iba dirigida a alimentar su ego
enfermo. Comenzó a hablar de nuevo, a sumergirse en su universo de
fantasía donde la estética adquiría masa y la muerte se convertía en
trámite asumible. Hablaron durante un buen rato todavía. Alba apenas
conocía la obra de Apperley pero, como buena mediterránea amaba los
colores de Sorolla desde siempre. Qué maravilla los cuerpos mojados
de los niños. Qué fuerza en los blancos contrastando con el mar. Quién
no se enamora de la luz de su obra. Qué prefieres, la luz del
Mediterráneo o la que pintó en el Cantábrico. Él parecía relajado y
hablador. Llevaba la mirada de los cuadros a Alba y viceversa, pero la
locura convierte la mente en una frágil porcelana que en algún
momento se estrella contra la realidad devolviéndolo todo a su instante
de muerte. Se calló, cogió una cuerda y caminó lentamente hasta
situarse en la espalda de Alba
—No alarguemos más lo inevitable. Adiós de nuevo María. Este
es el fin.
::::
Oviedo / Ourense — 3 de agosto de 2010 17:30 Horas
No había esperado a nadie. No le importaban los dispositivos ni
la seguridad ni el hecho de que pudiera peligrar su vida. Ahora solo
existía una meta: encontrar a Alba con vida. Cuando todavía se estaba
acabando de organizar el dispositivo con la policía de Ourense, Oscar
350
salía de Oviedo saltando los radares. Volvía de nuevo a las cercanías
de O Barco, a una velocidad poco prudente y atenazado por una rabia
que le hacía lamentarse a gritos dentro del automóvil.
Podía haberme esperado cualquier cosa, había desconfiado de
todo el mundo. Me he estado moviendo entre gente sin el menor
escrúpulo, pero al más peligroso de todos ellos no le he hecho caso.
Diego Raúl Ouso Kardos, un único loco con dos personajes: el
amanerado decorador al que todo el mundo conocía como Raúl y un
desconocido y escurridizo pintor con alma romántica al que él mismo se
refería como Diego. Cómo hemos podido ser tan estúpidos como para
no meterlo en el saco de los sospechosos. Un tipo que se relacionaba
tanto con Germán como con los georgianos. Siempre con esa pinta de
no haber roto un plato. Claro que hemos sido estúpidos, todos le hemos
querido ver como el amanerado que describió Germán.
Llegó ya anochecido. Eso le daba una ventaja mientras se
moviera por el exterior. Buscó por donde entrar, todo estaba cerrado. La
única opción que encontró fue un ventanuco lateral que parecía dar a
un aseo. Debía romper el vidrio haciendo el menor ruido posible. Se
protegió la mano con unos pañuelos de papel. Antes de asestarle un
puñetazo pudo escuchar el sonido de una orquesta, no conocía qué
estaba tocando, pero le pareció que venía de debajo de la casa, se
movió a lo largo de la interminable pared lateral y descubrió otra
pequeña ventana a pocos centímetros del suelo. Estaba cegada, en vez
de cristal tenía madera. Allí la música era algo más fuerte
Volvió a la primera ventana y ahora, más seguro, le asestó un
puñetazo que reventó el frágil cristal. Sacó con las manos los restos de
vidrio que quedaban y saltó al interior. Ahora el sonido de la música se
percibía más atenuado. Abrió la puerta y salió. Estaba en una amplia
estancia de techo altísimo y protegida por grandes librerías. Era una
biblioteca. Buscó en la penumbra guiándose por el tenue sonido. Salió a
un comedor, pasó por una cocina, llegó al recibidor frente a la entrada
351
principal de la casa. Volvió sobre sus pasos y esta vez, superada la
biblioteca se encontró en un amplio pasillo donde la música sonaba
algo más fuerte. Había tres puertas situadas a su lado izquierdo. Puso
la oreja en cada una de ellas y la última fue la que le devolvió un sonido
más fuerte y lo que parecían ser unas voces lejanas: la de un hombre y
la de una mujer.
Es Alba, está viva, pensó mientras escuchaba con más atención.
No parecía haber nadie más en aquella inmensidad.
Solo las dos
voces. Giró la maneta de la puerta. Estaba abierta. Bajó el primer tramo
casi a oscuras, se encontró un descansillo y vio que la escalera
continuaba hacia la derecha, donde la fuente de luz era mayor. Las
voces cada vez eran más distinguibles, a pesar de la gran
reverberación que devolvía aquella cámara. No se percibía ningún
signo de que ella estuviera allí de manera involuntaria. La pareció
extraño. De repente se hizo el silencio. La música paró y las voces
callaron. Se quedó quieto. No quería hacerse visible y darle ninguna
ventaja al tipo que estaba con ella. Pasados unos segundos
interminables pudo escuchar una frase de la que entendió solo un
nombre: María. A partir de ahí gritos.
Se lanzó escaleras abajo. Lo que vio le aterrorizó, era Raúl
estrangulando a Alba. Sacó su pistola. Apuntó pero se dio cuenta de
que no tenía un tiro limpio. Corrió entre los barriles que se
amontonaban hasta casi la mitad de la bodega, hasta llegar al espacio
abierto que parecía el taller de un pintor. Alba se movía de forma
convulsa. Él apenas podía ver cegado por la rabia. Sin pensar en nada
más que no fuera ella levantó el arma y disparó. Tras un grito de dolor
el cuerpo de Raúl cayó al suelo.
Alba estaba inmóvil. Los ojos cerrados y la lengua asomando por
la comisura de los labios por entre los que caía la saliva. De lejos se
escuchaban las sirenas. Se acercó al pintor y vio que seguía vivo. Se
abrazó a Alba y se echó a llorar
352
::::
—Hay que llevar a esta mujer al hospital lo más rápido posible.
Era la voz del médico que la acababa de atender. Había pasado
casi media hora desde que terminó todo. Ahora informaba a Oscar que
más allá de las posibles lesiones físicas habría que esperar que no se
hubieran producido daños cerebrales. El estado del hombre también era
grave, una herida de entrada y salida con perforación del pulmón
derecho y gran pérdida de sangre.
Cuando acabaron los de científica pidió quedarse a solas.
Se quedó plantado delante de los dos retratos. Admirando, si es
que aquel era el verbo, las dos obras del pintor loco. Antes de salir de
allí se acercó a tocar el rostro de la madre. Intentaba hacerse una idea
de qué era lo que había sucedido en aquella casa. Pero eso no lo
sabría hasta pasadas algunas semanas.
****
Inicio
353
La síntesis
Cerdanyola del Vallès — 3 de septiembre de 2010
Apenas pasaban diez minutos de las nueve de la mañana.
Santos tenía reunido a todo el equipo, les acompañaban Oscar
Laguardia y Jesús Loperena. Todos iban uniformados. Esperaban al
comisario Marquina que había convocado una rueda de prensa.
Tocaban las fotos y el reparto de éxitos.
Ante las cámaras y personal de la prensa escrita aparecería un
insustituible
comisario
Marquina,
aspirante
a
cargo
político
y
coordinador de todo el trabajo realizado para el esclarecimiento de los
sórdidos crímenes que habían sacudido el país durante un número
indeterminado de años; a su izquierda el comisario de la policía
nacional, Julen Aranguren, como responsable del desmantelamiento de
toda una trama mafiosa de expolio de arte medieval y al lado de este,
Pau Nonell, Jefe de la unidad provincial de la UDEF encargada de la
trama de blanqueo de dinero. Santos Márquez y Oscar Laguardia
harían de figurantes junto a sus jefes, sonrientes y sin derecho a la
palabra. El resto del equipo humano que había llevado a cabo la mayor
parte del trabajo sucio permanecería en la discreta reserva de los que
son prescindibles. Nada que se alejara de la realidad de España. La
gloria para quienes casi nunca la merecen y para el resto el olvido.
A las doce todo había terminado. Las pocas flores que los altos
mandos habían lanzado a sus subordinados mientras lucían dentadura
ante las cámaras, se habían convertido en polvo cuando, terminada la
entrevista, se marcharon sin mediar palabra alguna con ninguno de
ellos.
Jesús Loperena aprovechó el desprecio para decir una frase que
atribuyó a Groucho Marx: “Los jefes son como las estanterías, cuanto
más arriba están, para menos sirven”. Fue la manera de romper la
sensación de olvido dejada por los personajes públicos. Rieron. Todo
el mundo preguntó, necesitaban información veraz y no la novela que
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saldría mañana en los periódicos. Santos y Oscar e encargaron de
hacer el resumen de todo lo sucedido.
Primero lo que unos y otros habían vivido en mayor o menor
medida. Que el francés Germán Lavie debería enfrentarse a los cargos
derivados del expolio de arte románico que llevaba realizando durante
más de veinticinco años y que había representado solo la recuperación
de unas pocas piezas, ya que la gran mayoría, varios cientos, parecían
haberse evaporado. Los hermanos Edna se enfrentarían a la Justicia
por los delitos de blanqueo de dinero y Berto, además, debería
responder por un delito de asesinato. Los dos trabajadores de la
empresa de jardinería deberían responder por un delito de lesiones.
Tras el somero resumen dado por Santos le tocaba el turno a Oscar.
Primero se dirigió a Jesús Loperena agradeciéndole la
perspicacia de saber ver que en la hoja de la DGT faltaba información
crucial. Gracias a eso había podida rescatar a Alba Garcés con vida.
Después, dirigiéndose a una cabizbaja Conchi, le agradeció su
capacidad de observación al darse cuenta de la relación entre el retrato
de Judit y la fotografía.
—De no ser por ti tal vez no hubiéramos buscado nunca a
ninguna de las mujeres desaparecidas. Incluida la mujer a la que acabo
de nombrar.
Siguió explicando lo que se había encontrado en aquel sótano,
sus sensaciones mientras vivió aquellos últimos minutos de angustia y
después habló de lo que realmente deseaban saber los allí reunidos.
Alba Garcés había acabado evolucionando de manera favorable.
Pasada una semana ya tuvo fuerzas para hablar y contó lo que
recordaba de la autobiografía del pintor. Desde su abuela húngara
hasta el reguero de muertes dejado a lo largo de los años.
Tampoco la vida de Raúl Ouso corría peligro. El pulmón había
quedado algo dañado y el brazo derecho perdería parte de su
movilidad, pero evolucionaba favorablemente. Hacía apenas tres días
355
que le habían tomado declaración en el hospital y no solo había
confirmado lo dicho por Alba, sino que lo había adornado con todo lujo
de detalles. Había confesado cada una de las desapariciones y cada
uno de los asesinatos, incluido el de su madre. Por lo que había podido
saber Oscar, se mostraba feliz, confesar los crímenes le hinchaba el
ego, sentía como si todo aquello representara su salto final a la fama y
a la inmortalidad. Algo que, de algún modo, era cierto, aunque lo hiciera
en las páginas de la crónica negra y entre monstruos de la talla de “el
arropiero” y “el matamendigos”.
Ahora, una unidad especial estaba excavando en los terrenos
del caserón y habían encontrado los diecinueve cadáveres de mujeres,
todos ellos en distintos estados de descomposición. Todavía habría que
esperar a su completa exhumación y a las autopsias para determinar si
correspondían a las mujeres desaparecidas. Pero todo parecía indicar
que así sería.
Quedaban todavía muchos detalles por resolver. Confirmar cuál
de aquellos restos pudiera ser el de Judit Garcés, trabajo para el que se
había ofrecido la Doctora Núria Miravet. Esperar a los juicios y ver las
penas que les caían a unos y a otros. Ir a declarar unos y otros en las
diferentes causas.
—Todavía queda mucho trecho, caballeros
—interrumpió
Santos—. Hoy es fiesta, nos daremos un homenaje en el Wok, yo invito,
pero mañana será otro día. Es lo bueno que tiene nuestro trabajo, que
jamás nos faltará faena.
::::
A las diez de la noche salían del local. Apenas había refrescado.
Santos se llevó a un aparte a Jesús y a Oscar. Al primero le pidió
disculpas por los errores iniciales, le agradeció personalmente la
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profesionalidad que había demostrado y le invitó a pasarse por
comisaría siempre que lo deseara.
—Se lo agradezco, Santos, de corazón, pero creo que ahora me
tomaré unas vacaciones. Ya le dije como me andaba esta patata que
me tocó como corazón y necesito descansar. De todos modos le tomo
la palabra.
Se dieron la mano. Después se la estrechó a Oscar y con un
hasta luego les dio la espalda. Apenas andados unos metros se paró y
se dio la vuelta y dijo:
—Amigo Oscar, llámeme entrometido, pero yo de usted no
dejaría de intentarlo. Creo que esa mujer ha de ser todo un reto.
Desapareció dejándole con la palabra en la boca. Oscar se
quedó pensativo.
—¡Tanto se me nota! —Preguntó a Santos.
—Creo que no, pero ese viejo es como Nostradamus, ve el
pasado, el presente y el futuro.
—No sé qué hacer, la verdad. La he estado engañando desde el
primer día…
Santos le interrumpió:
—Párate ahí, Oscar. Para consultorios sentimentales no soy el
más indicado. Lo demuestra el hecho de que mi mujer está a punto de
mandarme a la mierda ¿Si quieres quedamos un día y nos pillamos una
buena taja? Pero ahora, si no quiero encontrarme una cerradura nueva,
el único consejo que puedo darte es que hagas lo que te salga de los
cojones.
Los golpecitos en el hombro que le había estado dando Santos
mientras hablaba le sirvieron de despedida. Se marchó dejándole de
nuevo con la palabra en la boca. El resto del grupo, a unos pocos
metros de él, discutía la posibilidad de ir a casa de Conchi a tomar la
última. Le llamaron y le hicieron la propuesta. Lo cierto es que nadie le
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esperaba, ni se sentía con ánimos de acercarse al hospital para hablar
con ella. Mañana sería otro día.
—Venga, a por esa copa.
FIN
Cerdanyola del Vallès 1 de noviembre de 2015
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