Solemnidad de la - Homilética - Instituto del Verbo Encarnado

Homiletica.iveargentina.org
15
agosto
Solemnidad de la
Asunción de la Virgen María
(Ciclo B) – 2015
Índice
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Textos Litúrgicos
·
·
Lecturas de la Santa Misa
Guión para la Santa Misa
Exégesis
· José María Solé – Roma, C.F.M.
Comentario Teológico
· Catecismo de la Iglesia Católica
Aplicación
·
·
·
·
San Alfonso María de Ligorio
P. Alfredo Sáenz, S.J.
San Juan Pablo II
S.S. Benedicto XVI
Textos Litúrgicos
Lecturas de la Santa Misa
LECTURAS
Una mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies
Lectura del libro del Apocalipsis 11, 19a; 12, 1-6a. 10ab
Se abrió el Templo de Dios que está en el cielo y quedó a la vista el Arca de la
Alianza.
Y apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida del sol, con la luna bajo
sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza.
Estaba embarazada y gritaba de dolor porque iba a dar a luz.
Y apareció en el cielo otro signo: un enorme Dragón rojo como el fuego, con
siete cabezas y diez cuernos, y en cada cabeza tenía una diadema. Su cola
arrastraba una tercera parte de las estrellas del cielo, y las precipitó sobre la
tierra. El Dragón se puso delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a
su hijo en cuanto naciera.
La Mujer tuvo un hijo varón que debía regir a todas las naciones con un cetro de
hierro. Pero el hijo fue elevado hasta Dios y hasta su trono, y la Mujer huyó al
desierto, donde Dios le había preparado un refugio.
Y escuché una voz potente que resonó en el cielo: «Ya llegó la salvación, el poder
y el Reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías.»
Palabra de Dios.
SALMO
Sal 44, 10bc. 11-12. 15b-16 (R.: 10b)
R. Es la reina, adornada con tus joyas
y con oro de Ofir.
Una hija de reyes está de pie a tu derecha:
es la reina, adornada con tus joyas
y con oro de Ofir. R.
¡Escucha, hija mía, mira y presta atención!
Olvida tu pueblo y tu casa paterna,
y el rey se prendará de tu hermosura.
El es tu señor: inclínate ante él. R.
Las vírgenes van detrás, sus compañeras la guían,
con gozo y alegría entran al palacio real. R.
2 Cristo, el primero de todos,
luego, aquellos que estén unidos a él
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto
15, 20-27a
Hermanos:
Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. Porque la muerte vino
al mundo por medio de un hombre, y también por medio de un hombre viene la
resurrección.
En efecto, así como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo,
cada uno según el orden que le corresponde: Cristo, el primero de todos, luego,
aquellos que estén unidos a él en el momento de su Venida.
En seguida vendrá el fin, cuando Cristo entregue el Reino a Dios, el Padre,
después de haber aniquilado todo Principado, Dominio y Poder. Porque es
necesario que Cristo reine hasta que ponga a todos los enemigos debajo de sus
pies. El último enemigo que será vencido es la muerte, ya que Dios todo lo
sometió bajo sus pies.
Palabra de Dios.
ALELUIA
Aleluia.
María fue llevada al cielo;
se alegra el ejército de los ángeles.
Aleluia.
EVANGELIO
El Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas:
elevó a los humildes
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas
1, 39-56
María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la
casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño
saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó:
«¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu
saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se
cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor.»
María dijo entonces:
«Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en
Dios, mi Salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de su servidora. En
adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso he
hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de
generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su
brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y
elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos
con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su
misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y
de su descendencia para siempre.»
María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa.
Palabra del Señor
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Guión para la Santa Misa
Solemnidad de la Asunción de la Virgen María
Misa del día
Entrada: Celebramos hoy la Asunción de la Virgen María al cielo en cuerpo y
alma. El triunfo de María que es llevada al Cielo es prenda de nuestro propio
triunfo total y definitivo. Y cada Santa Misa eleva nuestros anhelos al cielo, cuyo
anticipo es la comunión eucarística.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura:
Ap 11,19a; 12,1-6a. 10ab
San Juan relata la aparición en el cielo de una mujer revestida del sol, con la luna
bajo sus pies. Esta mujer es la Iglesia, y también la Virgen María, como su
miembro eminente.
Salmo Responsorial: 144
Segunda Lectura:
1 Co 15,20-27
Cristo resucitó, el primero de todos. Todos aquellos que le estén unidos revivirán
en Él en el momento de su venida.
Evangelio:
Lc 1,39-56
María canta las grandezas de Dios, porque miró con bondad la humildad de su
servidora.
Preces:
Hermanos, en esta fiesta que nos anuncia la Salvación definitiva, supliquemos
a Dios, el Señor de la historia.
A cada intención respondemos cantando:
* Por el Santo Padre Francisco y su solicitud por todas las iglesias, y para que los
fieles encuentren en María Santísima el modelo y la imagen de su vocación
personal y eclesial. Oremos.
* Por la unidad de los cristianos, para que la común devoción y amor a la Madre
de Dios nos obtenga esta gracia y podamos participar todos de la comunión
eucarística unidos bajo un mismo pastor. Oremos
* Por todos los hombres que buscan a Dios con sinceridad de corazón, para que
el misterio que hoy celebramos los ilumine en su vocación primera y
fundamental de ser hijos de Dios destinados para el cielo. Oremos.
* Por todos los miembros de nuestra familia religiosa, para que seamos fieles a
nuestro cuarto voto de esclavitud mariana y podamos, mediante María, llegar a
la unión con Cristo. Oremos.
Señor y Dios nuestro; haz que poniendo nuestra confianza en Ti alcancemos la
gloria que nos tienes reservada. Por Jesucristo nuestro Señor.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
Ofrecemos a Dios por manos de su Santa Madre nuestras vidas para unirlas al
sacrificio de Cristo. Presentamos también:
* Flores para la Santísima Virgen, celebrando su triunfo glorioso.
* Cirios, junto al peregrinar de todos los cristianos hacia la casa del Padre,
iluminados por la fe.
* Pan y vino, para que sean transformados en el Verbo que tomó carne de
María Purísima.
Comunión: Oh María, haced de nuestra alma un cielo en el que pueda morar
Jesús Sacramentado y allí vivamos perpetuamente unidos a El.
Salida: ¡Dichosa eres María, llena de gracia! Elevamos nuestros ojos a Ti, que
resplandeces para todos los elegidos como modelo de virtudes, enaltecida en la
gloria.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _
Argentina)
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Exégesis
José María Solé – Roma, C.F.M.
APOCALIPSIS 11, 19; 12, 1-6. 10:
En el estilo apocalíptico de símbolos, y visiones, San Juan nos propone sublimes
enseñanzas teológicas. En las que hoy leemos, los mariólogos y eclesiólogos,
profundizarán sin cesar:
— El «Arca de la Alianza» era el símbolo de la presencia de Dios. En el N. T. el
Arca de la Alianza es María (19). En María es plenitud lo que en el «Arca» era
sólo figura. Sólo a María se le dice: «El Hijo que concebirás en tu seno es el Hijo
del Altísimo» (Lc 2, 22). El Trono de Dios es el Corazón de María. En este Trono
Dios se nos hace visible y adorable. Por María tenemos los cielos abiertos. Y
tenemos a Dios-con-nosotros: al Emmanuel: Corruptionem sepulcri eam videre
merito noluisti, quae Filium tuum vitae omnis, auctorem, ineffabiliter de se
genuit incarnatum (Praef.).
— El otro símbolo o «Signo» de la visión: La «Mujer» y el «Dragón» (1-6),
corresponden a la «Mujer» y «Serpiente» de Gn 3, 15. El Apocalipsis quiere
enseñarnos que la profecía Mesiánica del Génesis tiene pleno cumplimiento en
María Madre de Cristo. En María, a la que el Sol viste de luz y la Luna sirve de
peana; en María, cuya frente ciñen doce estrellas. Son símbolos que indican que
en María converge toda la gloria de los Patriarcas, y que Ella personifica todas las
esperanzas y promesas de Israel. Como igualmente personifica, por ser Madre de
Cristo y de la Iglesia, toda la gloria de la Iglesia. La victoria sobre el Dragón que
consigue el Hijo de la Mujer (8-10) es igualmente victoria de la Mujer, su Madre.
María, vencedora del Dragón; María Inmaculada, Madre de Cristo, Corredentora,
Asumpta.
— El v 10 nos indica cómo la victoria de Cristo y su Madre es también nuestra
victoria. Ya por siempre, tras la Pasión y Resurrección de Cristo, el Dragón queda
vencido, el pecado anulado, nuestra salvación asegurada. Salvación que para que
sea definitiva y plena debe también alcanzar a nuestro cuerpo. Debemos ser
partícipes de la Resurrección y Glorificación de Cristo y María: In caelos hodie
Deipara est assumpta, Ecclesiae tuae consummandae initium et imago (Praef.).
La Iglesia tiene en la Asumpta las primicias y el molde de su propia glorificación.
1 CORINTIOS 15, 20-26:
Por ley de analogía los mariólogos aplican a María cuanto aquí nos dice el
Apóstol acerca de la Resurrección de Cristo. A María le cumple en cuanto
Asociada a Cristo y a Él subordinada:
— María Asociada a Cristo en la Pasión lo es también en la Resurrección. Las
«Primicias» de la Resurrección son Cristo y su Madre, resucitados antes de la
resurrección final universal. Ahora en cada celebración eucarística nos asociamos
al misterio Redentor: Pasión y glorificación de Cristo. Es decir, se nos aplican
mayores tesoros de su Pasión y se nos prepara mayor participación en su Gloria.
En la del Redentor y en la de la Corredentora.
— Igualmente podemos aplicar a María el v 21: Por un hombre (y una mujer)
vino la muerte; también por un Hombre (y una Mujer), la Resurrección. María
aporta a esta Resurrección universal los méritos de Asociada a Cristo; y se nos
presenta como el modelo según el cual se realizará la glorificación de la Iglesia y
de cada uno de los fieles: «Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera
que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la
Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que
llegue el Día del Señor, antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante, como
signo de esperanza segura y de consuelo» (L. G. 68). Nos antecede. Y su luz nos
guía. Y su amor nos guarda. Y su gloria es la que nosotros con ella gozaremos en
cuerpo y alma; como Ella, la Madre: Hodie Assumpta... ac populo peregrinanti
certae spei et solatii documentum (Praef.).
— Por el misterio de su Resurrección y Asunción, María tiene ya la victoria plena:
Reina con Cristo y cumple sus oficios maternales para cuantos esperamos aún la
consumación (24-26). El Concilio, tras proclamar esta victoria de María, nos da
esta exhortación: «Mientras que la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la
perfección, los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad
venciendo al pecado; y por esto levantan sus ojos hacia María, que brilla ante la
comunidad de los elegidos como modelo de virtudes. Cierto, María, mientras es
predicada y honrada, atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio y hacia el
amor del Padre» (L. G. 64). Inmediatamente nos sentimos atraídos por Ella a la
santidad, conducidos a Cristo y al Padre: Beatissima V. M. in coelum assumpta
intercedente, corda nostra, caritatis igne succensa, ad te, Domine, jugiter
aspirent (Super oblata).
LUCAS 1-39-56:
El evangelista nos expone el hecho que es raíz y fuente de la glorificación única
de María:
— Ella, Madre del Hijo de Dios, es la verdadera «Arca» de Dios (Jn 1, 14). Ante
esta «Arca», Isabel exclama como David al trasladar el «arca» a Jerusalén: «
¿Cómo viene a mí el Arca de Yahvé?» (Lc 1, 43 y 2 Sam 6; 9). El salmista hace
saltar al paso del «Arca» montes y collados (Sal 113, 4). En el relato de la
Visitación, el Bautista salta de gozo a presencia de María, Arca de Dios (v 41).
— En los vv 46-55 María canta su agradecimiento por las maravillas obradas en
Ella por Dios (47-49); e igualmente por las que, mediante Ella, realizará en todos
les hombres (vv 50-55). Son las maravillas de la Redención. En ese misterio de la
Redención, Ella por ser Madre del Redentor, tiene privilegios que la encumbran
por encima de todos los redimidos; ya que por Ella nos llegará a todos el
Redentor y la Redención. Por eso nos antecede y supera también en la
Glorificación.
— Debemos unir nuestras voces filiales a su Magníficat y cantar al Señor que
tanto honró y glorificó a la que es su Madre y la nuestra. En la Fiesta de hoy,
sobre todo, honramos esta su máxima glorificación: «Finalmente, la Virgen
Inmaculada, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta
a la gloria celestial; y enaltecida por el Señor como Reina del universo, para que
se asemejara más plenamente a su Hijo, vencedor del pecado y de la muerte»
(LG 59).
SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp.
300-303
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Comentario Teológico
San Agustín
Catecismo de la Iglesia Católica
I
LA MATERNIDAD DE MARIA RESPECTO DE LA IGLESIA
Totalmente unida a su Hijo...
964 El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con
Cristo, deriva directamente de ella. "Esta unión de la Madre con el Hijo en
la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción
virginal de Cristo hasta su muerte" (LG 57). Se manifiesta particularmente
en la hora de su pasión:
La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo
fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios,
estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con
corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la
inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo, agonizando en
la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: ‘Mujer, ahí tienes
a tu hijo’ (Jn 19, 26-27)" (LG 58).
965
Después de la Ascensión de su Hijo, María "estuvo presente en los
comienzos de la Iglesia con sus oraciones" (LG 69). Reunida con los
apóstoles y algunas mujeres, "María pedía con sus oraciones el don del
Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra" (LG 59).
... también en su Asunción ...
966 "Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de
pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la
gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo,
para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y
vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59; cf. la proclamación del dogma
de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María por el Papa Pío XII en
1950: DS 3903). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una
participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la
resurrección de los demás cristianos:
En tu parto has conservado la virginidad, en tu dormición no has
abandonado el mundo, oh Madre de Dios: tú te has reunido con la fuente
de la Vida, tú que concebiste al Dios vivo y que, con tus oraciones, librarás
nuestras almas de la muerte (Liturgia bizantina, Tropario de la fiesta de la
Dormición [15 de agosto]).
... ella es nuestra Madre en el orden de la gracia
967 Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra re dentora de su
Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el
modelo de la fe y de la caridad. Por eso es "miembro muy eminente y del
todo singular de la Iglesia" (LG 53), incluso constituye "la figura" ["typus"]
de la Iglesia (LG 63).
968 Pero su papel con relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más
lejos. "Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por
su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de
los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia" (LG
61).
969 "Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia,
desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que
mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva
de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no
abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su
múltiple intercesión los dones de la salvación eterna... Por eso la Santísima
Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora,
Socorro, Mediadora" (LG 62).
970 "La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera
disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que
manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la
salvación de los hombres ... brota de la sobreabundancia de los méritos de
Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca
toda su eficacia" (LG 60). "Ninguna creatura puede ser puesta nunca en el
mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor. Pero, así como en el
sacerdocio de Cristo participan de diversa manera tanto los ministros como
el pueblo creyente, y así como la única bondad de Dios se difunde
realmente en las criaturas de distintas maneras, así también la única
mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una
colaboración diversa que participa de la única fuente" (LG 62).
II
EL CULTO A LA SANTISIMA VIRGEN
971 "Todas las generaciones me llamarán bienaventurada" (Lc 1, 48): "La piedad
de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto
cristiano" (MC 56). La Santísima Virgen "es honrada con razón por la Iglesia
con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se
venera a la Santísima Virgen con el título de `Madre de Dios', bajo cuya
protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y
necesidades... Este culto... aunque del todo singular, es esencialmente
diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo
que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente" (LG
66); encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de
Dios (cf. SC 103) y en la oración mariana, como el Santo Rosario, "síntesis
de todo el Evangelio" (cf. Pablo VI, MC 42).
III
MARIA, ICONO ESCATOLOGICO DE LA IGLESIA
972 Después de haber hablado de la Iglesia, de su origen, de su misión y de su
destino, no se puede concluir mejor que volviendo la mirada a María para
contemplar en ella lo que es la Iglesia en su Misterio, en su "peregrinación
de la fe", y lo que será al final de su marcha, donde le espera, "para la
gloria de la Santísima e indivisible Trinidad", "en comunión con todos los
santos" (LG 69), aquella a quien la Iglesia venera como la Madre de su
Señor y como su propia Madre:
Entre tanto, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y
alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el
siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor,
brilla ante el Pueblo de Dios en Marcha, como señal de esperanza cierta y
de consuelo (LG 68)
RESUMEN
973 Al pronunciar el "fiat" de la Anunciación y al dar su consentimiento al
Misterio de la Encarnación, María col abora ya en toda la obra que debe
llevar a cabo su Hijo. Ella es madre allí donde El es Salvador y Cabeza del
Cuerpo místico.
974 La Santísima Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue llevada
en cuerpo y alma a la gloria del cielo, en donde ella participa ya en la gloria
de la resurrección de su Hijo, anticipando la resurrección de todos los
miembros de su Cuerpo.
975 "Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia,
continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los
miembros de Cristo (SPF 15).
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Aplicación
San Alfonso María de Ligorio
ASUNCIÓN DE MARÍA
Precioso fue el tránsito de María por las circunstancias que lo rodearon y por la
manera en que se realizó
PUNTO 1º
Tres cosas vuelven amarga la muerte: el apego a la tierra, el remordimiento de
los pecados y la incertidumbre de la salvación. Pero el tránsito de María estuvo
exento de semejantes amarguras y, en cambio, acompañado de tres
hermosísimas cualidades que lo hicieron precioso y lleno de consuelos. Ella dejó
este mundo desprendida de todos los bienes terrenos, como siempre lo había
estado: con suma paz en su conciencia y con la certeza absoluta de entrar en la
gloria eterna.
1. María, desprendida de lo terreno
En primer lugar, no hay duda de que el apego a los bienes terrenales hace
amarga y llena de miserias la muerte de los mundanos, como lo atestigua el
Espíritu Santo: “Oh muerte, qué amargo es tu recuerdo para el hombre que vive
en paz entre sus bienes, para el varón desocupado a quien todo le va bien”
(Ecclo 41, 1). Mas porque los santos mueren desprendidos de los bienes del
mundo, su muerte no es amarga, sino dulce, amable y preciosa, esto es –como
explica san Bernardo–, digna de comprarse a gran precio. “Dichosos los muertos
que mueren en el Señor” (Ap 14, 13). ¿Quiénes son esos muertos que mueren
estando ya muertos? Son precisamente las almas afortunadas que pasan a la
eternidad estando ya despegadas y como muertas a todos los afectos
desordenados a las cosas de la tierra; las que han encontrado en Dios todo su
bien, como lo había encontrado san Francisco de Asís, que exclamaba: “Mi Dios y
mi todo”. Pero ¿quién estuvo jamás más desprendida de las cosas del mundo y
más unida a Dios que la Virgen María? Estuvo desprendida de las riquezas
viviendo siempre pobre, sustentándose con el trabajo de sus manos. Vivió
desprendida de los honores, humilde y escondida, aunque era la Reina por ser
Madre del Rey de Israel. Vio san Juan a María representada en aquella mujer
vestida de sol y con la luna bajo sus pies: “Apareció una gran señal en el cielo:
una mujer vestida de sol y la luna bajo sus pies” (Ap 12, 1). Por luna entienden
los comentaristas los bienes de esta tierra, que son caducos como mengua la
luna. Todos esos bienes nunca ocuparon el corazón de María, sino que siempre
los menospreció y los tuvo bajo sus pies. Vivió en este mundo como solitaria
palomita en un desierto, sin afecto desordenado a cosa alguna; como de ella se
dijo: “SE ha oído la voz de la tórtola en nuestra tierra” (Ct 2, 12). Y en otro pasaje
se dice: “¿Quién es ésta que sube por el desierto?” (Ct 3, 6). A lo que añade
Ruperto: “Subiste por el desierto porque tenías el alma siempre recogida”.
María, siempre y del todo deparada del apego a las cosas terrenas y unida del
todo a Dios, pasó de esta tierra a la gloria, no con amargura, sino contenta y
dichosa porque iba a unirse a Dios con lazo eterno en el paraíso.
2. María, libre de toda inquietud de conciencia
En segundo lugar, lo que hace dichosa la muerte es la tranquilidad de
conciencia. Los pecados cometidos son como gusanos que roen y llenan de
aflicción el corazón del pobre pecador moribundo que pronto se va a tener que
presentar ante el divino tribunal y se ve rodeado de sus pecados que le espantan
y le gritan, al decir de san Bernardo: “Somos tus obras, no te abandonaremos”.
María, a la hora de dejar este mundo, no podía de ninguna manera verse afligida
por ningún remordimiento de conciencia, porque ella fue siempre santa, siempre
pura y siempre estuvo libre hasta de la sombra del pecado actual y original. Por
eso se dijo de ella: “Toda eres hermosa, amiga mía, y no hay mancha alguna en
ti” (Ct 4, 7). Desde que tuvo uso de razón, es decir, desde el primer instante de
su inmaculada concepción en el seno de su madre santa Ana, desde entonces
comenzó a amar a su Dios con todas sus fuerzas, y así continuó siempre,
progresando más y más. Todos sus pensamientos y deseos, todos sus afectos, no
fueron sino para Dios. No pronunció una palabra, no hizo un movimiento ni tuvo
una mirada ni una respiración que no fueran para Dios y su gloria, sin jamás
retroceder un paso ni apartarse un momento del amor divino. Y en el momento
feliz de su tránsito estaban a su alrededor todas las virtudes que había
practicado. Aquella su fe tan constante, su confianza en Dios tan inflamada de
amor, su paciencia tan firme en medio de tantas penas, su humildad en medio
de tantos privilegios; su modestia, su mansedumbre, su compasión hacia todos,
su celo de la gloria de Dios; sobre todo su perfecto amor a Dios, con su perfecta
conformidad con la voluntad divina. Todas esas virtudes juntas la rodeaban y,
consolándola, le decían: “Somos tus obras, no te abandonaremos. Señora y
madre nuestra, todas nosotras somos hijas de tu hermoso corazón; ahora que
vas a dejar esta vida en la tierra, nosotras no queremos abandonarte;
seguiremos contigo para ser tu cortejo eterno en el paraíso, donde tú serás la
reina de todos los hombres y de todos los ángeles.
3. María, segura de alcanzar la salvación
En tercer lugar, la seguridad de la salvación hace que el morir sea dulce. La
muerte se llama tránsito porque por ella se pasa de una vida breve a una vida
eterna. Por lo que, así como es enorme el pavor de los que mueren con dudas
sobre su eterna salvación y se acercan al gran momento con el temor muy
fundado de acabar en la muerte eterna, así, por el contrario, es muy grande la
alegría de los santos al concluir el curso de su vida en la tierra, pues esperan con
gran confianza ir a poseer a Dios en el cielo. Una religiosa carmelita, cuando el
médico le anunció que iba a morir, sintió tal alegría que dijo: “¿Cómo es, señor
médico, que me da esta noticia tan estupenda y no me pide la propina?” San
Lorenzo Justiniano, estando para morir y viendo que sus familiares lloraban a su
alrededor, les dijo: “Id con vuestras lágrimas a llorar a otra parte, que éste no es
tiempo de lágrimas”. Como si les dijera: A llorar a otra parte; si queréis estar
junto a mí, tenéis que estar contentos como yo al ver que se me abren las
puertas del paraíso para unirme a Dios. Y de modo parecido actuaban un san
Pedro de Alcántara, un san Luis Gonzaga y tantos otros santos, quienes al recibir
la noticia de que iban a morir hicieron exclamaciones de júbilo y alegría. Mas
éstos no tenían la certeza de poseer la gracia de Dios ni estaban tan seguros de
ser santos como lo estaba María. Qué júbilo hubo de experimentar la Madre de
Dios al sentir que iba a concluir el curso de su vida en la tierra, ella que tenía la
absoluta seguridad de gozar de la gracia divina. Le había asegurado el arcángel
Gabriel que estaba rebosante de gracia y estaba en posesión de Dios: “Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo... Encontraste gracia ante el Señor” (Lc 1,
28; 30). Qué bien percibía que su corazón estaba de continuo inflamado en el
amor de Dios; de tal manera que, como dice Bernardino de Bustos, María, por
privilegio singular no concedido a ningún otro santo, amaba siempre
actualmente a Dios en cada instante de su vida; y con tanto ardor que, como
dice san Bernardo, fue preciso un constante milagro para que pudiera vivir en
medio de tantos ardores. De María se dijo en los Sagrados Cantares: “¿Quién es
ésta que sube por el desierto como columnita de humo hecho de aromas de
mirra y de incienso y de todas las esencias?” (Ct 3, 6). Su total mortificación
simbolizada en la mirra, sus fervorosas oraciones que significan el incienso y
todas sus virtudes unidas a su perfecto amor a Dios encendían en ella un
incendio tan grande que su alma tan bella, del todo consagrada al divino amor y
abrasada por él, la elevaban constantemente hacia Dios como columnita de
humo exhalando suavísimo aroma. Escribe Ruperto que María, como espiral de
humo, esparcía suave aroma para el Altísimo. Y María concluyó su existencia
sobre la tierra como había vivido. El amor divino la sostenía en vida y el amor
divino la transportó al cielo, pues la Virgen María, como dice san Ildefonso, o no
podía morir o sólo podía morir de amor.
PUNTO 2º
1. María, después de morir Jesús
Consideremos ahora cómo fue su dichoso tránsito. Después de la ascensión de
Cristo quedó María en la tierra para atender a la propagación de la fe. Por lo que
a ella recurrían los apóstoles y discípulos de Jesucristo y ella les solucionaba sus
dudas, les reconfortaba en las persecuciones y les animaba a trabajar por la
gloria de Dios y la salvación de las almas redimidas. Con mucho gusto
permanecía en la tierra, comprendiendo que ésa era la voluntad de Dos para el
bien de la Iglesia; pero sentía el ansia de verse junto a su Hijo que había subido
al cielo. “Donde está tu tesoro –dijo el Redentor–, allí está tu corazón” (Lc 12,
34). Donde uno piensa que está su tesoro y su contento, allí tiene siempre fijo el
amor y el deseo de su corazón. Pues si María no amaba otro bien más que a
Jesús, estando él en el cielo allí estaban sus ansias y deseos. Tablero escribe de
María que “tenía su morada en el cielo”, porque teniendo allí todo su amor, allí
tenía su reposo constante; “tenía por escuela la eternidad”, siempre desprendida
de los bienes materiales; “tenía por maestra a la verdad de Dios”, obrando en
todo según sus divinas luces; “por espejo a la divinidad”, pues sólo se
contemplaba en Dios para conformarse en todo a su divino querer; “por aderezo
su devoción”, siempre prontísima a seguir el divino beneplácito; “por su único
descanso Dios”, ya que en unirse del todo con él encontraba toda su paz; “el
sitio donde estaba el tesoro de su corazón era sólo Dios”, y esto hasta entre
sueños. Andaba la Santísima Virgen, escribe este autor, consolando su corazón
enamorado en aquella dolorosa lejanía, visitando según se dice los santos lugares
en donde había estado su Hijo: la cueva de Belén donde había nacido, la casita
de Nazaret donde había vivido tantos años, el huerto de Getsemaní donde
comenzó su pasión y el pretorio de Pilato donde fue flagelado, también el lugar
donde fue coronado de espinas; pero con más frecuencia visitaba el calvario
donde el Hijo entregó su espíritu y el santo sepulcro donde ella lo había
colocado. Y así la Madre amantísima se iba consolando del dolor de su duro
destierro. Pero esto no bastaba para contentar su corazón, que no podía
encontrar su perfecto descanso en la tierra, por lo que no hacía más que suspirar
constantemente a su Señor exclamando con David pero con amor más ardiente:
“¡Quién me diera alas como de paloma y volaría y descansaría! ¡Quién me diera
alas para volar hacia mi Dios y encontrar en él mi reposo! Como desea el ciervo
las fuentes de agua, así
mi alma te desea, Dios mío” (Sal 41, 2). Como el ciervo herido desea la fuente,
así mi alma, de tu amor herida, Dios mío, te busca y por ti suspira. Los gemidos
de esta palomita traspasaban el corazón de su Dios que tanto la amaba: “La voz
de la paloma se ha escuchado en nuestra tierra” (Ct 2, 12). Por lo que no
queriendo diferir por más tiempo el consuelo a su amada, al fin cumple su deseo
y la llama a su reino.
2. María supo el momento de su tránsito
Refieren Cedreno, Nicéforo y Metafraste que el Señor mandó al arcángel san
Gabriel, el mismo que le trajo el anuncio de ser la mujer bendita elegida para
Madre de Dios, el cual le dijo: “Señora y reina mía, Dios ha escuchado tus santos
deseos y me manda decirte que pronto vas a dejar la tierra porque quiere
tenerte consigo en el paraíso. Ven a tomar posesión de tu reino, que yo y todos
aquellos santos bienaventurados te esperamos y deseamos tenerte allí”. Ante
semejante embajada, ¿qué otra cosa iba a hacer la Virgen santísima sino
replegarse al centro de su profunda humildad y responder con las mismas
palabras que le dijo cuando le anunció la divina maternidad: “He aquí la esclava
del Señor”? Él, por su sola bondad, me eligió y me hizo su madre; ahora me
llama al paraíso. Yo no merecía ninguno de los dos privilegios; pero ya que desea
demostrar en mí su infinita liberalidad, aquí estoy pronta a ser llevada a donde él
quiere. “He aquí la esclava del Señor. Que se cumpla en mí siempre la voluntad
de mi Señor”. Después de recibir aviso tan agradable, se lo comunicó a san Juan.
Podemos imaginarnos con cuánto dolor y ternura escuchó aquella nueva el que
durante tantos años la había cuidado como hijo y había disfrutado de su trato
celestial. Visitaría de nuevo los santos lugares, despidiéndose de ellos
emocionada, especialmente del calvario donde su amado Hijo dejó la vida. Y
después, en su humilde casa, se dispuso a esperar su dichoso tránsito. En este
tiempo venían los ángeles en sucesivas embajadas a saludar a su reina,
consolándose porque pronto la iban a ver coronada en el cielo.
3. María es acompañada por los apóstoles
Cuentan diversos autores que antes de ser asunta al cielo, milagrosamente se
encontraron junto a María los apóstoles y no pocos discípulos venidos de
diversos países por donde andaban dispersos. Y que ella, viendo a sus amados
hijos reunidos en su presencia les habló así: “Amados míos, por amor a vosotros
y para que os ayudara, mi divino Hijo me dejó en la tierra. Ahora ya la fe santa se
ha esparcido por el mundo, ya ha crecido el fruto de la divina semilla, por lo que
viendo mi Hijo que no era necesaria mi presencia en la tierra y compadecido de
mi añoranza escuchó mis deseos de salir de esta vida y de ir a verlo en el cielo.
Seguid vosotros esforzándoos por su gloria. Os dejo, pero os llevo en el corazón;
conmigo llevo y siempre estará conmigo el gran amor que os tengo. Voy al
paraíso a interceder por vosotros”. Ante noticias tan tristes, ¿quién podrá
imaginar las lágrimas y los lamentos de aquellos santos discípulos pensando que
dentro de poco se iban a ver separados de aquella madre suya? ¿Así que nos
quieres dejar, oh María? Es verdad que esta tierra no es lugar digno y propio
para ti y nosotros no somos dignos de disfrutar de la compañía de la Madre de
Dios, pero recuerda que eres nuestra madre; has sido nuestra maestra en las
dudas, nuestra consoladora en las angustias, nuestra fortaleza en las
persecuciones. ¿Y cómo nos quieres ahora abandonar dejándonos solos sin tu
protección en medio de tantos enemigos y de tanta batallas? Ya habíamos
perdido en la tierra a nuestro maestro y padre Jesús que subió a los cielos, pero
nosotros hemos seguido recibiendo tus consuelos. ¿Cómo vas a dejarnos ahora
sin padre y sin madre? Señora, o quédate con nosotros o llévanos contigo. Así lo
refiere san Juan Damasceno: “No hijos míos –comenzó a hablarles dulcemente la
amabilísima Señora–, no es ése el querer de Dios. Estad contentos cumpliendo lo
que él ha dispuesto sobre mí y sobre vosotros. A vosotros os corresponde seguir
trabajando por la gloria de vuestro Redentor y para ganar la eterna corona. No os
dejo porque quiera abandonaros, sino para ayudaros mejor con mi intercesión y
protección en el cielo ante Dios. Quedad contentos. Os encomiendo a la santa
Iglesia; os recomiendo las almas redimidas; que éste sea el postrer adiós y el
recuerdo que os dejo; cumplidlo si me amáis, sacrificaos por las almas y por la
gloria de mi Hijo para que un día nos encontremos de nuevo unidos en el paraíso
para no separarnos por toda la eternidad”.
4. María es recibida por su Hijo
El divino Esposo ya estaba pronto a venir para conducirla con él al reino
bienaventurado... Ella siente en el corazón un gozo inenarrable por su cercanía,
que la colma de una nueva e indecible dulzura. Los apóstoles, viendo que María
ya estaba para emigrar de esta tierra, llorando sin consuelo le pedían su especial
bendición y le suplicaban que no los olvidara; todos se sentían traspasados de
dolor al tener que separarse para siempre en este mundo de su amada Señora. Y
ella, la Madre amantísima, a todos y a cada uno los consolaba garantizándoles
sus cuidados maternales, los bendecía con su amor del todo especial y los
animaba para que siguieran trabajando en la conversión del mundo. Se dirigió de
modo muy particular a san Pedro como cabeza visible de la Iglesia y vicario de su
Hijo; a él le recomendó encarecidamente la propagación de la fe, asegurándole
su privilegiada protección desde el cielo. Se dirigió con todo su cariño maternal a
san Juan, quien como ninguno sufría el dolor de la separación de su Madre
santísima. Y recordándole la agradecida Señora el afecto y las atenciones con que
el santo discípulo la había cuidado todos aquellos años después de la muerte de
su Hijo, le habló así con mucha ternura: “Juan, hijo mío, cómo te agradezco tus
cuidados constantes. Bien sabes que te lo seguiré agradeciendo en el cielo. Si
ahora te dejo es para rogar mejor por ti. Sigue viviendo lleno de paz hasta que
nos encontremos en el paraíso, donde te espero. Ya sé que no te olvidarás de mí;
en todas tus necesidades llámame para que venga en tu ayuda, que yo no puedo
olvidarme jamás de ti, amado hijo. Te bendigo, hijo mío, y mi bendición te
acompañará siempre: que tengas la paz, adiós”. Ya están los ángeles prontos
para acompañarla en triunfo al entrar en la gloria. Mucho la consolaban estos
santos espíritus, pero no del todo, no viendo aparecer aún a su amado Jesús, que
era el amor absoluto de su corazón. Por eso repetía a los ángeles que venían a
reverenciarla: “Os conjuro, hijas de Jerusalén, que si veis a mi amado le digáis
que desfallezco de amor” (Ct 5, 8); ángeles santos, hermosos moradores de la
Jerusalén del cielo, venís con delicadeza a consolarme con vuestra presencia y os
lo agradezco; pero entre todos no me consoláis del todo porque aún no veo a mi
amado Hijo que venga a hacerme feliz; id al paraíso si tanto me queréis y decid
de mi parte a mi Amado que me desmayo de amor. Decidle que venga presto
porque me siento desfallecer por las ansias de verlo. Al fin Jesús llega a recoger a
su Madre para llevarla consigo al paraíso. Se refiere en las revelaciones a santa
Isabel que el Hijo se apareció a María con la cruz para demostrarle la gloria
especial que le correspondía a ella por la redención lograda con su muerte, de
modo que por los siglos sin fin ella había de honrarlo más que todos los hombres
y ángeles juntos. San Juan Damasceno refiere que el mismo Jesús se le dio en
comunión, diciéndole lleno de amor: Recibe, madre mía, por mis manos este
cuerpo que tú me has dado. Y habiendo recibido con los mayores transportes de
amor aquella última comunión, oró así: Hijo, en tus manos encomiendo mi
espíritu; te entrego esta alma que tú creaste tan enriquecida de gracias desde el
principio, preservada de toda culpa por pura bondad tuya. Te encomiendo mi
cuerpo, del que te dignaste recibir la carne y la sangre. Te encomiendo también
estos amados hijos que quedan afligidos por mi partida; consuélalos tú que los
amas infinitamente más que yo, bendícelos y dales las fuerzas para realizar
maravillas para tu gloria.
5. María pasó a la gloria del Padre
Ya inminente el tránsito de María, como refiere san Jerónimo, se sintieron
celestiales armonías y, además, como le fue revelado a santa Brígida, hubo un
gran resplandor. Ante tales armonías e insólito esplendor, comprendieron los
apóstoles que había llegado ya la hora de la partida. Ellos, redoblando sus
lágrimas y sus plegarias y alzando las manos, dijeron a una voz: María nuestra, ya
que te vas al cielo y nos dejas, danos tu última bendición y no nos olvides. Y
María, mirándolos a todos y como despidiéndose por última vez, exclamó: Adiós,
hijos míos, os bendigo; estad seguros de que no me olvidaré de vosotros. Y entre
esplendores y alegría su Hijo, con todo su amor, la invitó a seguirle entre llamas
de caridad y suspiros de amor. Y así aquella hermosa paloma fue asunta a la
gloria bienaventurada, donde es y será reina del paraíso por toda la eternidad. La
Virgen María ha dejado la tierra y ya está en el cielo. Desde allí la piadosa Madre
nos mira a los que estamos aún en este valle de lágrimas y se apiada de nosotros
y nos regala su ayuda si así lo queremos. Roguémosle siempre que por los
méritos de su bienaventurada asunción nos obtenga una muerte santa. Y si a
Dios así le place, nos alcance el morir en sábado, día consagrado al culto de la
Virgen, o un día de la novena en su honor, como lo han obtenido tantos devotos
suyos, y en especial san Estanislao de Kostka, al que concedió el morir en el día
de su asunción, como lo refiere el P. Bartolí en su vida.
EJEMPLO
Muerte dichosa de san Estanislao de Kostka
Mientras vivía este santo joven, consagrado por completo al amor de María,
sucedió que el primero de agosto de aquel año oyó un sermón del P. Pedro
Canisio en el que éste, predicando a los novicios de la Compañía de Jesús,
inculcó a todos el gran consejo de vivir cada día como si fuera el último de su
vida, después del cual dijo san Estanislao a sus compañeros que aquel consejo
tan especial para él había sido como la voz de Dios, pues iba a morir ese mismo
mes. Dijo esto o porque Dios se lo reveló o porque tuvo una especie de
presentimiento interior, como se verá por lo que acaeció. Cuatro días después
fue, en compañía del P. Sa, a Santa María la Mayor, y hablando de la próxima
fiesta de la Asunción le dijo: “Padre, yo pienso que en ese día se ve en el cielo un
nuevo paraíso al contemplarse la gloria de la Madre de Dios coronada como
reina del cielo y de la tierra y colocada muy cerca del Señor sobre todos los coros
de los ángeles. Y si es verdad que todos los años, como lo tengo por cierto, se
renueva la fiesta en el cielo, espero presenciar la de este año en el paraíso”.
Habiéndole tocado en suerte a san Estanislao por su protector del mes el
glorioso mártir san Lorenzo, ese día escribió una carta a su madre María en que
rogaba le obtuviera la gracia de contemplar su fiesta en el paraíso. El día de san
Lorenzo comulgó y suplicó al santo que presentara aquella carta a la Madre de
Dios interponiendo su intercesión para que María santísima le escuchase. Y he
aquí que al terminar el día tuvo un poco de fiebre, que aunque ligera él tomó
como señal cierta de que había obtenido la gracia de la próxima muerte. Al
acostarse dijo, sonriente y jubiloso: “Ya no me levantaré de esta cama”. Y al
padre Acquaviva le añadió: “Padre mío, creo que san Lorenzo me ha obtenido de
María la gracia de encontrarme en el cielo en la fiesta de la Asunción”. Pero
nadie hizo caso de estas cosas. Llegó la vigilia de la fiesta y el mal seguía leve,
pero el santo le dijo a un hermano que la noche siguiente ya estaría muerto, a lo
que el hermano le respondió: “Más milagro se requiere para morir de tan
pequeño mal que para curar”. Pero pasado el mediodía le asaltó un mortal
desfallecimiento, con sudor frío y decaimiento general de fuerzas. Acudió el
superior, al que Estanislao suplicó le hiciera poner sobre la tierra desnuda para
morir como penitente. Para contentarlo, lo pusieron en el suelo sobre una estera.
Luego se confesó y recibió el santo viático, no sin lágrimas de los presentes, pues
al entrar en la estancia el Santísimo Sacramento lo vieron resplandeciente y
destellando por los ojos celestial alegría y la cara inflamada de santo ardor que lo
asemejaba a un serafín. Recibió también la santa unción, y entre tanto alzaba los
ojos al cielo y otras veces contemplaba y estrechaba con afecto contra su pecho
la imagen de María. Le dijo un padre que para qué aquel rosario en la mano si no
podía rezarlo, y le respondió: “Me sirve de consuelo siendo cosa de la Virgen
María”. “Cuánto más –le respondió el padre– le consolará el verla y besar su
mano en el cielo”. Entonces el santo, con el rostro arrebolado, elevó las manos,
manifestando de ese modo el ansia de encontrarse presto en su presencia.
Luego se le apareció su amada Madre, como él mismo lo declaró a los presentes,
y poco antes del alba del día 15 de agosto expiró sin estertores, como un santo,
con los ojos fijos en el cielo. Los presentes le acercaron la imagen de la Virgen y
viendo que no hacía ninguna demostración comprendieron que su alma había
volado al cielo junto a su amada Reina.
ORACIÓN CONFIANDO EN LA PROTECCIÓN DE MARÍA
María, señora y madre nuestra, has dejado la tierra y subido al cielo, donde estás
sentada como reina sobre los coros de los ángeles. Como de ti canta la Iglesia:
”Has sido exaltada sobre los coros angélicos en el reino celestial”.
Nosotros, pecadores, sabemos que no somos dignos de tenerte en este valle de
tinieblas. Pero sabemos también que en tu grandeza no te has olvidado de
nosotros, miserables pecadores; y con ser sublimada a tanta gloria, no se ha
perdido sino acrecentado tu compasión hacia nosotros, los pobres hijos de Adán.
Desde tu excelso trono de reina vuelve, María, hacia nosotros esos tus ojos
misericordiosos y ten piedad de nosotros.
Recuerda que al dejar esta tierra prometiste acordarte de nosotros. Míranos y
socórrenos. Ya ves cuántas tempestades tendremos que arrostrar hasta que
lleguemos al final de nuestra vida.
Por los méritos de tu asunción, consíguenos la santa perseverancia en la amistad
divina para que salgamos finalmente de este mundo en la gracia de Dios y así
podamos llegar un día a besar tus plantas en el paraíso y, unidos a los
bienaventurados, alabar y cantar tus glorias como lo mereces. Amén.
(San Alfonso María de Ligorio, Las Glorias de María, Parte II, Discurso séptimo)
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P. Alfredo Saenz, S.J.
ASUNCION DE NUESTRA SEÑORA
Cuando el recordado Papa Pío XII incluyó en el tesoro de nuestros dogmas el
misterio de la Asunción de la Santísima Virgen realizó, sin duda, un acto histórico.
Porque aparte de lo que implica esta verdad en alabanza de nuestra Madre del
cielo, encubre un contenido que se adecua perfectamente a las necesidades del
mundo actual y a los problemas que lo agitan. En el mundo moderno coexisten
dos actitudes fundamentales igualmente equivocadas. Para algunos, todo es
negativo, el devenir histórico carece de sentido, el hombre mismo es
sustancialmente absurdo, un ser que navega entre dos nadas, una náusea. Otros,
en cambio, se sienten plenamente cómodos en este mundo, y en él pretenden
echar raíces definitivas; pura éstos la historia evoluciona siempre en una línea de
progreso indefinido, ¡qué digo!, ya hemos llegado al fin de la historia, pero
dentro de la historia, el hombre ha visto satisfechas todas sus expectativas; ya
hemos construido el paraíso en la tierra, sólo nos resta gozar de nuestros logros.
El misterio de la Asunción constituye un correctivo a estas dos concepciones
erróneas del hombre y de la historia. El mundo —y el hombre que lo habita— no
es absurdo n1 desemboca en el vacío, porque María, que pertenece a esta
humanidad como nosotros, ha vencido su caducidad, ha entrado en la felicidad
sin fin. Y por otra parte, el mundo no es la morada definitiva de la humanidad, ni
resulta posible edificar un paraíso en la tierra, porque María, que es asumida al
cielo, nos recuerda nuestra esencial condición de peregrinos en camino hacia el
más allá, hacia la plenitud indeficiente. La proclamación solemne del dogma de la
Asunción, precisamente en esta época, sale así al paso a las dos desviaciones
concretas del mundo moderno, según aquello de Chesterton de que cada
generación de la historia encuentra en la doctrina de la Iglesia la insistencia en
aquel misterio que corrige sus desvíos y la conduce al buen camino.
Reiterémoslo. Si María se encuentra en el ciclo con cuerpo y alma no cabe el
pesimismo absoluto: la humanidad no está condenada a la corrupción. Si María
ha sido asunta al ciclo, no cabe el orgullo prometeico: el hombre no es un ser
autosuficiente, sino que para alcanzar su realización final depende de las manos
de Dios.
Entremos a considerar ahora el contenido mismo de la fiesta que nos ocupa. El
misterio de la Asunción es como la contrapartida del misterio de la Anunciación.
Cuando el ángel anunció a María la buena nueva de la Encarnación del Verbo,
tras el consentimiento de Nuestra Señora el Hijo de Dios se anidó en su seno. Si
en ella hubiera existido la más mínima sombra de mancha, Dios no se habría
encarnado en sus entrañas. Pero su pureza inmaculada, don puro de la gracia
divina, sedujo a Dios. Al decirle el ángel que se alegrara porque era llena de
gracia, mostró con esas palabras que Dios nada tenía que reprocharle de aquello
que había hecho culpable a la humanidad. Nuestra naturaleza, aleada por el
pecado de Adán, quedó en cierto modo embellecida en la pureza de María. Y,
revestida con los encantos de la Virgen, apareció hermosa a los ojos de Dios.
Como si acabara de salir rozagante de sus manos creadoras.
Dios se enamoró de María. Y Aquel que se había irritado con los hombres por
causa del pecado, se hizo hombre por causa de María. Dios vio en ella el espejo
de lo que debía ser el hombre, una imagen florecida capaz de desencadenar su
omnipotencia, una imagen convincente. Pero en la Anunciación, no fue un
instrumento puramente pasivo. Pronunciando su Fíat, hágase, a la invitación del
ángel, expresó su correspondencia la gracia. En el plano de las cosas concretas,
nuestra redención hubiera sido tan irrealizable sin ella como sin la decisión de la
Trinidad. Dios no quería una redención por mero decreto: pretendía hacer de
María su libre colaboradora para obrar la salvación del género humano. Al asentir
gustosamente, ella se hizo Madre del Hijo de Dios no sólo por el hecho de
haberle prestado su cuerpo, sus entrañas, sino también por haber consentido
con su inteligencia, con su voluntad, con todo lo que era: una madre que hizo
participar a todo su ser en ese parlo inefable. Tal es, en síntesis, el misterio de la
Anunciación, gracias al cual María hizo posible la entrada del Hijo de Dios en el
mundo. Ella fue, así, la puerta de la tierra: a través suyo entró Dios en la esfera
de la historia, en el ámbito de nuestro mundo pecador.
En simetría con ese misterio inicial, se ubica el misterio de hoy, el misterio de la
Asunción. María es asunta al ciclo. Si ella fue el trono de Dios, el árbol de donde
brotó Jesús, la madre del Señor, ahora el trono es devuelto al Rey, el árbol al
Fruto, la madre al Hijo. Su Asunción prolonga la Ascensión del Señor: ella es la
primera planta de la redención obrada por Cristo, María alcanza la redención
total, no sólo de su alma sino también de su cuerpo, que entra en la eternidad,
que florece en eternidad. Dios le otorga todo lo que había soñado dar a los
hombres cuando en Adán creó a la humanidad.
No como Jesús, sube María a los cielos, por sus propias fuerzas. Porque si todos
los misterios de su vida fueron gracia de Dios, no lo fue menos su Asunción
gloriosa. María es por Dios atraída al ciclo como por un imán, enamorada extática
del Amado. Misterio que, como decíamos antes, resulta la contrapartida de la
Anunciación. Así como entonces, ese abismo de humildad que es María provocó
el vértigo de Dios que descendió a su seno, así en la Asunción, Nuestra Señora se
rinde a la nostalgia vertical del Dios que enamoró su juventud y que ahora la
atrae a las alturas. Y así como por la Anunciación, María franqueó a Dios la
entrada a este mundo haciéndose en cierto modo puerta de la tierra, así por la
Asunción es llevada a la gloria como Madre nuestra, convirtiéndose de esta
manera en la puerta del cielo, "ianua caeli", según se la llama en las letanías
lauretanas. Ella es, así, la nueva escala de Jacob por la que Dios desciende a los
hombres, y por la que los hombres ascendemos hasta Dios.
Amados hermanos, esta fiesta no sólo atañe a María, nuestra Madre. Lo que
sucedió con María, sucederá también con la Iglesia, con cada uno de nosotros. La
gloria que Dios nos promete es en María una realidad ya presente. El presente
de María es el futuro de la Iglesia. En ella, la Iglesia tomó posesión del ciclo, al
menos de manera incoativa. Alegrémonos, pues, en este día. Ya ha comenzado la
redención perfecta, no sólo de nuestras almas sino también de nuestros cuerpos
mortales. El mundo —en María— ya ha iniciado su peregrinación hacia las
alturas. Es cierto que, antes que ella, Cristo se había elevado a las alturas en su
Ascensión. Pero no es lo mismo, porque primero Cristo había venido de lo alto,
había bajado del cielo; en cambio María es, de manera total, una de nosotros,
una persona como nosotros, que brota integralmente de abajo. En ella lo
terrestre entra en lo incorruptible, el tiempo ingresa en la eternidad. María es,
así, como la llama admirablemente la liturgia, "el vértice de nuestra naturaleza",
"la aurora que comienza a amanecer", nuestra aurora, la aurora de nuestra
victoria.
Henos, pues, aquí, en esta fiesta solemne, en la que todas estas cosas
comenzaron, el día natal no sólo de la Virgen, sino también de todos nosotros.
Ahora la tierra dio en verdad su fruto, antes ahogado entre espinas y malezas.
Hoy el cielo comprende que Cristo no corrió en vano su aventura redentora.
Desde lo alto, María prepara la nueva tierra y el nuevo cielo. María es ya la
primicia de la nueva tierra y del nuevo cielo.
Pronto nos acercaremos a recibir el Cuerpo de Jesús. Pidámosle al Señor que al
sembrar en nuestro interior la semilla de la resurrección, nos infunda un poco de
nostalgia del cielo. Que no permita que echemos raíces demasiado hondas en
esta tierra, la cual, al fin y al cabo, es y seguirá siendo un valle de lágrimas, que
no nos afinquemos demasiado en este mundo, que no pongamos en él nuestras
expectativas supremas y nuestra morada definitiva. Así sea.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, p.
305-309)
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San Juan Pablo II
1. ¡La Asunción de María! (Cántico antes del Evangelio).
"¡Alegrémonos todos en el Señor!" (Antífona de entrada).
Vengo, por tanto, para tributar —en la celebración del Santísimo Sacrificio entre
vosotros— una especial veneración al misterio de la Asunción de la Madre de
Dios; misterio tan querido del corazón de todo cristiano, tan "a larga distancia" y,
al mismo tiempo, tan lleno de promesas, tan capaz de estimular nuestros
corazones a la esperanza.
2. Verdaderamente, resultaría difícil encontrar un momento en que María
hubiera podido pronunciar con mayor arrebato las palabras pronunciadas una vez
después de la Anunciación, cuando, hecha Madre virginal del Hijo de Dios, visitó
la casa de Zacarías para atender a Isabel:
"Mi alma engrandece al Señor... / porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso,
/ cuyo nombre es santo" (Lc 46, 49).
Si estas palabras tuvieron su motivo, pleno y superabundante, sobre la boca de
María cuando Ella, Inmaculada, se convirtió en Madre del Verbo Eterno, hoy
alcanzan la cumbre definitiva. María que, gracias a su fe (realzada por Isabel)
entró en aquel momento, todavía bajo el velo del misterio, en el tabernáculo de
la Santísima Trinidad, hoy entra en la Morada eterna, en plena intimidad con el
Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, en la visión beatífica, "cara a cara". Y
esa visión, como inagotable fuente del amor perfecto, colma todo su ser con la
plenitud de la gloria y de la felicidad. Así, pues, la Asunción es, al mismo tiempo,
el "coronamiento" de toda la vida de María, de su vocación única, entre todos
los miembros de la humanidad, para ser la Madre de Dios. Es el "coronamiento"
de la fe que Ella, "llena de gracia", demostró durante la Anunciación y que Isabel,
su pariente, subrayó y exaltó durante la Visitación.
Verdaderamente podemos repetir hoy, siguiendo el Apocalipsis: «Se abrió el
templo de Dios que está en el cielo, y dejose ver el arca del Testamento en su
templo... Oí una gran voz en el cielo que decía: "Ahora llega la salvación, el
poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo"» (Ap 11, 19; 12, 10).
El Reino de Dios en Aquella que siempre deseó ser solamente "la esclava del
Señor". La potencia de su Ungido, es decir, de Cristo, la potencia del amor que El
trajo sobre la tierra como un fuego (cf. Le 12, 49); la potencia revelada en la
glorificación de la que, mediante su "fíat", le hizo posible venir a esta tierra,
hacerse hombre; la potencia revelada en la glorificación de la Inmaculada, en la
glorificación de su propia Madre.
3. "Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicias de los que
duermen. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre
vino la resurrección de los muertos. Pues así como en Adán mueren lodos, así
también en Cristo serán todos vivificados. Pero cada uno en su propio rango; las
primicias, Cristo; luego, los de Cristo, cuando El venga" (1 Cor 15, 20-23).
La Asunción de María es un especial don del Resucitado a su Madre. Si, en
efecto, "los que son de Cristo", recibirán la vida "cuando El venga", he aquí que
es justo y comprensible que esa participación en la victoria sobre la muerte sea
experimentada en primer lugar por Ella, la Madre; Ella, que es "de Cristo", de
modo más pleno, ya que, efectivamente, El pertenece a Ella, como el hijo a la
madre. Y Ella pertenece a El; es, en modo especial, "de Cristo", porque fue
amada y redimida de forma totalmente singular. La que, en su propia concepción
humana, fue Inmaculada —es decir, libre de pecado, cuya consecuencia es la
muerte—, por el mismo hecho, ¿no debía ser libre de la muerte, que es
consecuencia del pecado? Esa "venida" de Cristo, de que habla el Apóstol en la
segunda lectura de hoy, ¿no "debía" acaso cumplirse, en este único caso de
modo excepcional, por decirlo así, "inmediatamente", es decir, en el momento
de la conclusión de la vida terrestre? ¿Para Ella, repito, en la cual se había
cumplido su primera "venida" en Nazaret y en la noche de Belén? De ahí que ese
final de la vida que para todos los hombres es la muerte, en el caso de María la
Tradición lo llama más bien dormición.
"Assumpta est María in caelum, gaudent Angelí! Et gaudet Ecclesia!"
4. Para nosotros la solemnidad de hoy es como una continuación de la Pascua;
de la Resurrección y de la Ascensión del Señor. Y es, al mismo tiempo, el signo y
la fuente de la esperanza de la vida eterna y de la futura resurrección. Acerca de
ese signo leemos en el Apocalipsis de San Juan:
"Y fue vista en el cielo una señal grande: una mujer envuelta en el sol, y la luna
debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas" (Ap 12. 1).
Y aunque nuestra vida sobre la tierra se desarrolle, constantemente, en la
tensión de esa lucha entre el Dragón y la Mujer, de que habla el mismo libro de
la Santa Escritura; aunque estemos diariamente sometidos a la lucha entre el
bien y el mal, en la que el hombre participa desde el pecado original —es decir,
desde el día en que comió "del árbol del conocimiento del bien y del mal", como
leemos en el libro del Génesis (2, 17; 3, 12)—; aunque esa lucha adquiera a
veces formas peligrosas y espantosas, sin embargo, ese signo de la esperanza
permanece y se renueva constantemente en la fe de la Iglesia.
Y la festividad de hoy nos permite mirar ese signo, el gran signo de la economía
divina de la salvación, confiadamente y con alegría mucho mayor.
Nos permite esperar ese signo de victoria, de no sucumbir, en definitiva, al mal y
al pecado, en espera del día en que todo será cumplido por Aquel que trajo la
victoria sobre la muerte: el Hijo de María. Entonces El "entregará a Dios Padre el
Reino, cuando haya destruido todo principado, toda potestad y todo poder" (1
Cor 15, 24) y pondrá todos los enemigos bajo sus pies y aniquilará, como último
enemigo, a la muerte (cf. 1 Cor 15, 25).
Queridos hermanos y hermanas: ¡participemos con alegría en la Eucaristía de
hoy! Recibamos con confianza el Cuerpo de Cristo, acordándonos de sus
palabras: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le
resucitaré en el último día" (Jn 6, 54).
Y veneremos hoy a la que dio a Cristo nuestro cuerpo humano: la Inmaculada y
Asunta al cielo, ¡que es la Esposa del Espíritu Santo y nuestra Madre!
(Parroquia de Castel Gandolfo, 15 de agosto de 1980)
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S.S. Benedicto XVI
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y
hermanas:
Con la solemnidad de hoy culmina el ciclo de las grandes celebraciones litúrgicas
en las que estamos llamados a contemplar el papel de la santísima Virgen María
en la historia de la salvación. En efecto, la Inmaculada Concepción, la
Anunciación, la Maternidad divina y la Asunción son etapas fundamentales,
íntimamente relacionadas entre sí, con las que la Iglesia exalta y canta el glorioso
destino de la Madre de Dios, pero en las que podemos leer también nuestra
historia.
El misterio de la concepción de María evoca la primera página de la historia
humana, indicándonos que, en el designio divino de la creación, el hombre
habría debido tener la pureza y la belleza de la Inmaculada. Aquel designio
comprometido, pero no destruido por el pecado, mediante la Encarnación del
Hijo de Dios, anunciada y realizada en María, fue recompuesto y restituido a la
libre aceptación del hombre en la fe. Por último, en la Asunción de María
contemplamos lo que estamos llamados a alcanzar en el seguimiento de Cristo
Señor y en la obediencia a su Palabra, al final de nuestro camino en la tierra.
La última etapa de la peregrinación terrena de la Madre de Dios nos invita a
mirar el modo como ella recorrió su camino hacia la meta de la eternidad
gloriosa.
En el pasaje del Evangelio que acabamos de proclamar, san Lucas narra que
María, después del anuncio del ángel, "se puso en camino y fue aprisa a la
montaña" para visitar a Isabel (Lc 1, 39). El evangelista, al decir esto, quiere
destacar que para María seguir su vocación, dócil al Espíritu de Dios, que ha
realizado en ella la encarnación del Verbo, significa recorrer una nueva senda y
emprender en seguida un camino fuera de su casa, dejándose conducir
solamente por Dios. San Ambrosio, comentando la "prisa" de María, afirma: "La
gracia del Espíritu Santo no admite lentitud" (Expos. Evang. sec. Lucam, II, 19: pl
15, 1560). La vida de la Virgen es dirigida por Otro —"He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38)—, está modelada por el Espíritu
Santo, está marcada por acontecimientos y encuentros, como el de Isabel, pero
sobre todo por la especialísima relación con su hijo Jesús. Es un camino en el que
María, conservando y meditando en el corazón los acontecimientos de su
existencia, descubre en ellos de modo cada vez más profundo el misterioso
designio de Dios Padre para la salvación del mundo.
Además, siguiendo a Jesús desde Belén hasta el destierro en Egipto, en la vida
oculta y en la pública, hasta el pie de la cruz, María vive su constante ascensión
hacia Dios en el espíritu del Magníficat, aceptando plenamente, incluso en el
momento de la oscuridad y del sufrimiento, el proyecto de amor de Dios y
alimentando en su corazón el abandono total en las manos del Señor, de forma
que es paradigma para la fe de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 64-65).
Toda la vida es una ascensión, toda la vida es meditación, obediencia, confianza y
esperanza, incluso en medio de la oscuridad; y toda la vida es esa "sagrada
prisa", que sabe que Dios es siempre la prioridad y ninguna otra cosa debe crear
prisa en nuestra existencia.
Y, por último, la Asunción nos recuerda que la vida de María, como la de todo
cristiano, es un camino de seguimiento, de seguimiento de Jesús, un camino que
tiene una meta bien precisa, un futuro ya trazado: la victoria definitiva sobre el
pecado y sobre la muerte, y la comunión plena con Dios, porque —como dice
san Pablo en la carta a los Efesios— el Padre "nos resucitó y nos hizo sentar en
los cielos en Cristo Jesús" (Ef 2, 6). Esto quiere decir que, con el bautismo,
fundamentalmente ya hemos resucitado y estamos sentados en los cielos en
Cristo Jesús, pero debemos alcanzar corporalmente lo que el bautismo ya ha
comenzado y realizado. En nosotros la unión con Cristo, la resurrección, es
imperfecta, pero para la Virgen María ya es perfecta, a pesar del camino que
también la Virgen tuvo que hacer. Ella ya entró en la plenitud de la unión con
Dios, con su Hijo, y nos atrae y nos acompaña en nuestro camino.
Así pues, en María elevada al cielo contemplamos a Aquella que, por singular
privilegio, ha sido hecha partícipe con alma y cuerpo de la victoria definitiva de
Cristo sobre la muerte. "Terminado el curso de su vida en la tierra —dice el
concilio Vaticano II—, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada
al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más
plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado
y de la muerte" (Lumen gentium, 59). En la Virgen elevada al cielo contemplamos
la coronación de su fe, del camino de fe que ella indica a la Iglesia y a cada uno
de nosotros: Aquella que en todo momento acogió la Palabra de Dios, fue
elevada al cielo, es decir, fue acogida ella misma por el Hijo, en la "morada" que
nos ha preparado con su muerte y resurrección (cf. Jn 14, 2-3).
La vida del hombre en la tierra —como nos ha recordado la primera lectura— es
un camino que se recorre constantemente en la tensión de la lucha entre el
dragón y la mujer, entre el bien y el mal. Esta es la situación de la historia
humana: es como un viaje en un mar a menudo borrascoso; María es la estrella
que nos guía hacia su Hijo Jesús, sol que brilla sobre las tinieblas de la historia
(cf. Spe salvi, 49) y nos da la esperanza que necesitamos: la esperanza de que
podemos vencer, de que Dios ha vencido y de que, con el bautismo, hemos
entrado en esta victoria. No sucumbimos definitivamente: Dios nos ayuda, nos
guía. Esta es la esperanza: esta presencia del Señor en nosotros, que se hace
visible en María elevada al cielo. "Ella (...) —leeremos dentro de poco en el
prefacio de esta solemnidad— es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía
peregrino en la tierra".
Con san Bernardo, cantor místico de la santísima Virgen, la invocamos así: "Te
rogamos, bienaventurada Virgen María, por la gracia que encontraste, por las
prerrogativas que mereciste, por la Misericordia que tú diste a luz, haz que aquel
que por ti se dignó hacerse partícipe de nuestra miseria y debilidad, por tu
intercesión nos haga partícipes de sus gracias, de su bienaventuranza y gloria
eterna, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que está sobre todas las cosas, Dios
bendito por los siglos de los siglos. Amén" (Sermo 2 de Adventu, 5: pl 183, 43).
(Santa Misa en la Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María,
Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castel Gandolfo, Sábado 15 de agosto
de 2009)
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