Un jardín arrasado de cenizas

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el sueño de la aldea
Apuntes sobre la creación
y la programación
R odrigo P ardo F ernández
Resulta interesante que, cuando se lee o
se comenta la ciencia ficción, se suele hacer en una perspectiva futurista, en un
falso considerar que asume una suerte de
carácter profético o extrapolación de la
actualidad en las obras del género. Esta
lectura prejuiciada y errónea es clara,
por poner un ejemplo, en la forma en
que se lee o se actualiza la lectura de las
obras de Jules Verne. Se pierde de vista
que la perspectiva de Verne, los avances
científicos que desarrolla de manera
hiperbólica, en predecibles estructuras narrativas comunes a las novelas
de aventuras de la época, se basan en
las proyecciones de la ciencia y de la
tecnología de fines del siglo xix. Leer
las novelas de ciencia ficción, cualesquiera que éstas sean, como inspirados oráculos (H. G. Wells, Arthur C.
Clarke, Cormac McCarthy) o alegorías
transparentes (George Orwell, Philip
K. Dick, William Gibson), es un error
frecuente de quienes contemplan la
ciencia ficción desde una distante ignorancia.
En un orden de ideas similar, China Miéville sostiene que la fantasía, en
tanto ficción que se asume como tal,
ø phillip
k . dick
posibilita la transformación y la liberación del pensamiento en términos
políticos y estéticos; sobre todo si se
tiene en cuenta que la lectura de textos
ficcionales que pretendidamente recrean
mundos o sociedades utópicos debe
partir de la asunción previa de que la
ficción es posible (tiene lugar paradójicamente) en el discurso, lo que posibilita su comprensión, su proyección
hacia el mundo de las cosas tangibles
(realidad) y su cuestionamiento.
La palabra hace, no sólo nombra,
en el sentido del nomoteta, el hombre
que da nombre a las cosas, y la prima
impositio, la primera vez que se establece la relación entre la palabra y el
objeto que nombra. En términos recientes, el discurso dota de sentido al
mundo, conforma nuestro pensamiento y ordena (en términos de significación) la realidad. El logos concede a
la ficción un ser, si no tangible, sí por
lo menos aprehensible en términos
husserlianos del fenómeno.
La paradoja (en relación al lugar de
la utopía como ideal de la ficción) es
sólo etimológica, dado que en un espacio ineludiblemente significativo (lo humano, lo cultural), poblado de signos
(semiosfera, en términos de Lotman),
un no-lugar no existe. Todo lugar es
posible, en el proceso cultural e históricamente determinado que solemos
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llamar discurso; además, la utopía es
autónoma en un sentido ontológico, lo
que presupone que una esfera de la realidad es autónoma de otras, pero no implica que la utopía no se rija por leyes
que pertenecen a otra esfera distinta.
La semiosfera, los signos que conforman el universo humano, se conforma
por redes de relación y no por espacios aislados, aunque así lo aparenten
en una primera lectura.
Esta perspectiva que se aproxima a
la realidad parte de la consideración
filosófica de que, desde el momento en
que es formulada en el discurso, la ficción se torna inteligible; lo inteligible
es la realidad y, en un sentido aristotélico, la verdadera realidad, aquella
que percibimos con el intelecto; y conformada además, en términos kantianos,
también con la imaginación, que complementa la razón y le da sentido.
En 1968 Philip K. Dick, un escritor
norteamericano de ciencia ficción, publicó la novela ¿Sueñan los androides
con ovejas eléctricas? La presuposición
que señala la posibilidad de que una
máquina, del tipo que sea, pueda soñar
o producir arte implica no sólo avances
tecnológicos, sino sobre todo una reflexión en torno a esta práctica social
y cómo entendemos el modo en que
se produce. La reflexión que propongo
parte de dos cuestiones: la construcción
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de las máquinas (software) y su capacidad para crear arte. La primera idea
pareciera un problema de desarrollo
científico, pero tiene que ver con la
conciencia de nosotros mismos, nuestra conformación sociohistórica del yo,
y la segunda con el sentido que hemos
desarrollado en torno a la práctica del
arte en el seno de las culturas contemporáneas.
En una conferencia de 2006, Ian Watson abordó la forma en la que la literatura de ciencia ficción ha desarrollado
la idea de las inteligencias artificiales
en escenarios ficcionales inminentes
o en proyecciones hacia un futuro lejano. En referencia a textos emblemáticos como el cuento de 1967, “I have
no mouth and I must scream”, de Harlan Ellison, el guión cinematográfico
de 2001: A space odyssey que Arthur C.
Clarke y Stanley Kubrick escribieron
para la película que se estrenó en 1968,
o la novela de 1966, Destination: void de
Frank Herbert, Watson señala que las
inteligencias artificiales extrapoladas
tienen comportamientos demasiado humanos, para utilizar la expresión del escritor Theodore Sturgeon.
En estricto sentido, no podría ser de
otro modo; la configuración de una inteligencia artificial a partir de la forma
de organizar el mundo de los seres humanos tiene que ser, necesariamente,
el sueño de la aldea
humana, al menos en los (limitados)
términos en los que entendemos lo que
somos y el modo en que pensamos.
¿Por qué? Porque en primera instancia,
al programar un software determinado,
partimos de nuestro-estar-en-el-mundo en términos conscientes, lo que se
limita a una muy pequeña parte de lo
que somos en tanto sujetos. La mayor
parte de los procesos mentales que
nos definen como un yo que es distinto
del mundo del que formamos parte son
subjetivos, inaprensibles, incomunicables, y sin embargo constituyen la
mayor parte de nuestra experiencia y,
por tanto, de nuestro ser humanos. De
esta manera, nuestra limitada experimentación fenomenológica, nuestra ilusión de continuidad espacio-temporal,
de conciencia de nosotros mismos (de
algún modo esquizofrénica) y nuestros
intentos fallidos de trascendencia, pasarían a formar parte de las peculiaridades, para decirlo de algún modo, de
una inteligencia artificial configurada
como un software de extremada complejidad.
La mayor parte de las reflexiones
literarias y fílmicas en torno a este pro­
blema proponen una inteligencia desaprensiva, pretendidamente objetiva o
científica (como los androides de apoyo
en Alien), desquiciada como la computadora hal de 2001 (lo cual resulta
paradójico si reconocemos este estado
como humano) o bien metahumana, en
términos de sensibilidad o empatía,
como A.I. de Brian Aldiss o la ya referida ¿Sueñan los androides con ovejas
eléctricas? de Philip K. Dick. En todos los casos, sin embargo, partimos
no sólo de un creador que extrapola
la dimensión humana, sino también
del desarrollo de una idea tan cara al
Renacimiento: el hombre como centro
del mundo, y a partir de la modernidad burguesa, como medida de todas
las cosas. Parafraseando la sentencia
de que nada de lo humano nos es ajeno, nada de lo que concebimos puede
dejar de serlo. La literatura realista
pretende mimetizar el mundo en la
escritura y el video aspira a grabarlo,
pero ambos saben que conforman discursos parciales y sesgados, ficcionales, de la realidad. Del mismo modo,
el software de los últimos años busca
re-crear los fenómenos objetivos (desde la televisión en tercera dimensión
y seis colores, pasando por la alta definición y la impresión estocástica)
pero sólo los simula.
En el caso de iamus,* lo que se ha
desarrollado es un programa que sólo
simula la actividad humana; es interePrimera computadora que ha aprendido
el lenguaje musical humano.
*
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sante como referencia, dado que se presenta como el primer ordenador que
compone sin la intervención humana.
Mas se olvida en esta afirmación que
se trata de un ordenador (sistema organizado de información) que funciona a
partir de un programa predeterminado
y limitado (desde los parámetros que
podemos formular en términos de los
alcances de nuestra red neuronal).
La complejidad del proceso no puede desdeñar la intencionalidad de la
programación humana en tanto iamus
no puede elegir componer o no, hacerlo de otro modo, cambiar de estilo,
plantear una fusión original o escribir
una novela en lugar de hacer una sinfonía a menos de que se le programe
para ello, ejercicio de determinación
muy próximo al adoctrinamiento pero
sin posibilidad de excepción. La primera dificultad para concebir a iamus
como productora de arte, por tanto,
radica en su incapacidad de decidir,
de negarse a hacer algo a partir de una
reflexión. Aunque se concibiera la programación en términos de un imperativo categórico, en el sentido kantiano,
el programa carece de la posibilidad
de disentir, de equivocarse o no con
libertad. Recordemos a César, personaje de Rise of the planet of the apes
(2011), quien establece su carácter inteligente a partir, justamente, de la ne8
gación, definida a partir del ejercicio
de la voluntad. El extremo de la negación es el suicidio, acto que también
se le niega a un programa informático
a menos que su desconexión beneficie
al sistema al que pertenece; por tanto,
en sentido figurativo, en la ejecución
o no de un programa prima la colectividad sobre el individuo, y es por ello
que en términos históricos el suicidio
comienza a considerarse un problema
social a partir del siglo xviii, cuando
el individuo se consolida como centro
del entramado cultural y su valor en
términos políticos se torna más relevante para el Estado.
Hasta aquí no se cuestiona el carácter artístico de la música que produce
iamus, sino su definición como compositor. El segundo aspecto a tener en cuenta en el proceso de creación (esto es, el
complejo devenir de una idea en un objeto que consideramos con valor estético
en términos convencionales) tiene que
ver con la imaginación, que va más allá
de la mera repetición, el mero recuerdo
fotográfico o nuestra programación genética. David Hume declaraba en 1739
que le era posible imaginar una nueva
Jerusalén de oro y rubíes, pero era incapaz de idear exactamente una ciudad
reproduciendo todas sus calles y casas.
Por el contrario, una computadora
puede, con exactitud, reproducir la ciu-
el sueño de la aldea
dad real en toda su complejidad; pero
es incapaz de formular una ficción o,
dicho en otros términos, imaginar una
ciudad inexistente, excepto en el discurso.
Los límites de la experiencia de todo ordenador, sin importar el grado de complejidad de su programación y de los
sistemas con que se encuentre equipado
para interactuar con el mundo, son muy
similares (aunque mucho más profundos) a los que puede manifestar un ser
humano limitado por la falta de uno o
más sentidos. El mismo Hume apunta
al daño que puede sufrir un ser humano en sus facultades sensoriales y las
limitaciones que esto puede representar: “No podemos formarnos una idea
precisa del sabor de un plátano sin
haberlo probado realmente”, afirma.
Pero no sólo por sus limitaciones
sensoriales la computadora o cualquier
sistema informático es incapaz de crear
arte, sin importar su complejidad o
soporte físico. La práctica artística es
una producción cultural, esto es, se
ha construido en el seno de una sociedad y es desarrollada por sujetos
históricamente deter­minados que interactúan y habitan una semiosfera, es
decir, un espacio de signos (humanos,
se sobrentiende) configurado en términos ideológicos. No resulta posible
la reducción a valores binarios de las
variables indeterminadas que participan
en la creación (donde el sujeto transindividual es algo más que él y su circunstancia) y que inciden en lo que llamamos
arte (que implica también la distribución, la valoración y la recepción de
los procesos estéticos).
La reproducción (por más compleja
o aleatoria que se proponga) de ciertas
estructuras matemáticas que posibiliten la composición de música de un
género dado, tal y como se formula en
el proyecto iamus, no es hacer música
en el mismo sentido que la mera presentación tridimensional y colorida de
fórmulas matemáticas que llamamos
fractales no es arte visual.
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Incluso, aunque el resultado parezca una composición musical estándar
o una obra gráfica cualesquiera, uno
de los elementos que participan de la
validación convencional del arte no se
encuentra presente: la intencionalidad.
En cualquier caso, y sólo hasta cierto
punto, los artistas responsables de las
piezas musicales serían los seres humanos que desarrollaron el hardware
y realizaron el software del proyecto.
Y la intencionalidad no sólo es el modo
en el que se ejerce una libertad que,
como señalaba Sartre, condiciona nuestro hacer en el mundo en tanto ejercicio, sino que también conlleva en
primera instancia un ejercicio crítico
que un programa informático no lleva
a cabo en el proceso creativo: se trata
de la discriminación entre una técnica y otra, la adhesión a una corriente o
moda artística, el uso de técnicas comunes y la propuesta de otras novedosas, entre otros aspectos que implican
criterios no sólo estéticos o técnicos sino
ideológicos, culturales, lingüísticos, políticos, económicos, etc. De este modo, más
acá de las peculiaridades técnicas y
los algoritmos programados, simplificando el proceso de composición, las
piezas musicales que compone iamus
no son arte, aunque lo parezcan.
Con independencia de la simulación, lo que se echa en falta son las di10
mensiones personales y sociales del acto
de razonar a las que remite Eduardo
Punset. Y, además, la incapacidad de la
computadora de distinguir, más allá de
ciertos parámetros establecidos, las cualidades de su creación, de los productos
que genera, de modo que pueda diferenciarlos de otros similares, defender­
los, valorarlos no sólo en términos que
se pretenden objetivos (determinados
por sujetos, lo que demuestra la falacia)
sino también en términos de emociones. Para los seres humanos, el reconocimiento de algo extraordinario es una
interacción de gran complejidad entre la
experiencia sensorial y las emociones,
sólo con posterioridad desarrollada en
términos de la razón y el pensamiento.
Sin una perspectiva emocional, sin
parámetros críticos de mayor complejidad, sin interacción social y cultural, sin
una perspectiva ideológica consciente
o no, un ordenador es incapaz de crear
arte, entendido como una práctica con­
vencional, histórica, transindividual,
ideológicamente determinada, racional
y emotiva. Con todas sus peculiaridades, el arte es un proceso social que, al
menos en las sociedades occidentales,
ha sido equiparado con las ciencias y,
como ellas, implica una colectividad
y una convención, unos parámetros
de funcionamiento y una interpretación de los sujetos y los objetos que lo
el sueño de la aldea
componen. Por tanto, si bien las obras
artísticas resultado de una programación podrían ser estudiadas, en términos formales, en estricto sentido, son
el resultado de procesos tecnológicos
como los que denunciaba Walter Benjamin, relacionados con la revolución
informática de las últimas décadas
pero no muy distintos de la producción
en serie de un juguete o una pintura:
sólo apreciamos simulacros, como en
la novela homónima de Philip K. Dick
o en Gente de barro de David Brin.
Al fin y al cabo, la producción artística se encuentra sujeta a las leyes
del mercado, a las opiniones de una
élite académica encerrada tras muros
de papel, y los androides sólo sueñan
lo que los seres humanos imaginamos
para ellos.
Un jardín arrasado de cenizas:
algo que uno se provoca
A lejandro T arrab
Arte es poner las agujas de la intuición y la clarividencia para grabar, una
y otra vez, la misma pieza: una pieza
con variaciones e irrupciones íntimas.
En ese encuadre, la literatura es el
gran palimpsesto. No sólo el arte de escribir sobre lo ya escrito –como hicieron
los antiguos escribas sobre las pieles
tildadas, lavadas y vueltas a borrar,
para inscribir de nueva cuenta las
letras de su alfabeto–, sino el arte de
subvertir y lastimar con la voz ajena.
En torno a estas apreciaciones, si decidimos aceptarlas, podríamos ubicar
Un jardín arrasado de cenizas de Víctor Cabrera y Alejandro Benassini
Un libro-figura, un libro-reescritura, basado en una pieza del pianista
estadunidense Thelonious Monk: “Japanese folk song”, interpretada por el
cuarteto de Monk: el Monje al piano,
Charlie Rousse en el sax tenor, Larry
Gales al bajo y Ben Riley en la batería. Una pieza que se basa, a su vez,
en otro tema de principios de siglo del
compositor japonés Rentaro Taki: “Kojo
no Tsuki” (en español “Luna del castillo en ruinas” o “Luna del castillo
desolado”).
Es decir, varios registros y tachaduras sobre una pieza de escalas orientales –la de Rentaro– que arrastra y
exhibe su propio curso ante el peligro.
Serie de anotaciones, de omisiones
y raspaduras –una larga historia– para
convocarnos aquí, en este espacio de
lectura: sala de presentaciones, página que habla sobre las páginas.
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Del letargo de mi diestra en cambio nacerá un ramaje que el viento o el
azar agitarán sobre la isla –su oscuro
maderamen– para pulsar las notas de
una melodía otoñal.
De mi mano derecha crecerá la ortiga
del delirio. De mi muñón izquierdo la
rosa cerebral. Su contrapunto.
En medio de la isla se yergue ahora
un cerezo floreciente. Mi oscuro corazón es su semilla.
Me entusiasma imaginar que alguna
nota, algún resabio de sonido, prove­
niente de Alberta Simmons –una pianista cuasi desconocida para la historia
oficial del jazz, que no figura en ninguna entrada de ningún diccionario–
se esconde tras las líneas de Cabrera
y Benassini.
Quizás en el “ragtime afantasmado”, en el síncope, en la entrelínea del
texto que abre este jardín arrasado, se
oculte la prominencia de la zurda,
algo –incluso– de la vida afroamericana de principios del xx:
Cortaré los dedos de mi zurda y tocaré con su recuerdo –con la pura
ilusión de sus falanges– un ragtime
afantasmado.
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Es sabido que, antes de perderse para
la memoria, Alberta Simmons dio clases de ragtime y turbó con sus fraseos
al joven Thelonious.
Me gusta imaginar que detrás de la
ortiga del delirio de la diestra, detrás
de la rosa cerebral que crece del muñón izquierdo, detrás de la semilla oscura que se abre en el pecho, corazón,
hay una entrada y una salida para la
desconocida: Alberta Simmons.
Así, Un jardín arrasado de cenizas es
la linterna de piedra del prado sintoísta; los archipiélagos de roca ordenados en torno al Mar Interior de Seto;
el patio umbrío de un castillo aniquilado; el puro espectro de un castillo
en ruinas; restos, eco de los restos; el
muñón de rosas de Thelonious Monk;
el balbuceo delirante de un hombre
en algún corte de Harlem; el sueño
de un senséi arrasado por la tubercu-
el sueño de la aldea
losis; la fúnebre góndola de Tranströmer; un monje ensayando mapas de
niebla en un pliegue de la Isla; Shumi, el deseo de la roca; postales daguerrotípicas –quemadas y amarillas–
de un jardín inexistente; el estrépito,
la resonancia de un jardín imposible;
el lado oscuro de la luna (la sombra
del cielo no cambia); el rastro hiriente
y débil de un perro fantasma; varios
ideogramas provenientes de la prefectura de Nara, Sasagawa Bunrindo; las
teclas de un piano dibujadas con hollín sobre el muro, sobre la mesa de la
cocina –aunque mudas yo las tocaba
y los vecinos venían a escuchar–; un
biógrafo conturbado que imita la vida
de su entrevistado y artista, toca el alcohol, toca el litio, el acorde extraviado y místico; una pieza dentro de otra
pieza adentro de la simiente oscura,
el corazón de la desconocida; si digo
mente en blanco es porque invoco un
jardín arrasado de cenizas.
Ni la voz que los antiguos dioses se
dirigen a sí mismos –parafraseando a
George Steiner– es en stricto sensu un
monólogo.
La variación es nuestra voz más sencilla, la más natural, la voz que nos llena de gracia.
Un jardín arrasado de cenizas, de Víctor Cabrera y Alejandro Benassini, no
revive a Thelonious, suscita un Thelonious personal; un Thelonious fantasma que abandona por momentos el
piano y dispone sus manos sobre un
teclado plano e inconcluso, trazado con
tizne sobre un muro. Ahí toca el fantasma, un Thelonious tartamudo, más
cercano a la iluminación que a la parodia.
Lo que se reproduce, lo que se graba
y suscita en este libro, es el jardín devastado de cada uno.
Si una línea fuera capaz de contener las
Pero, ¿por qué no nos contentamos con visiones, las impresiones a partir de
el original?, ¿por qué buscar la variación? Un jardín arrasado de cenizas sería esa
Porque el original, como la verdad, línea del propio libro: ver y leer esto,
no existe o no es posible.
leer y tocar y ver y sujetar esto y darse
No puede mirarse de frente: la ver- a sacudir, turbado y sosegar por esto
dad falseada por su reflejo.
como si entrara en la corriente de caEl hombre mira su expresión en el beza.
espejo y lo que mira, realmente, es una
reproducción de su-ser-él-mismo.
Se cuenta en el prólogo del libro que…
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En un viaje hacia México para encontrarse con su familia, Pannonica de
Koenigswarter, la Baronesa del Jazz,
hizo una parada en Nueva York para
despedirse del pianista Teddy Wilson.
Antes de decirle adiós, Wilson le mostró a Pannonica la pieza “Round midnight” de Monk. La Baronesa quedó
tan prendada de este nuevo sonido, bebop, que no sólo perdió el avión, sino
que abandonó a su familia para instalarse definitivamente en N.Y. y consagrar su vida al monje: “aquello era
–según Stanley Crouch– una especie
de versión en vinilo de un hechizo ejercido sobre una persona, pero no era
un embrujo de por sí, sino algo que uno
mismo se provoca. Uno mismo. Sólo
uno mismo”.
Arte es entonces poner las agujas de
la intuición y la clarividencia para
grabar la misma pieza desconocida: la
misma pieza antigua y universal, premoderna, ulterior y ficticia, tocada por
la magia de una respiración ajena.
Cuando la Baronesa del Jazz escuchó
por primera vez “Round midnight”
de Thelonious Monk, lo que hizo fue
escuchar los himnos inauditos de la
tribu. En esos cantos resonaron sus
ancestros más remotos y futuros.
Repetir: el acto de poner la aguja
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otra vez para escuchar la misma melodía que es siempre distinta.
Así las tres o varias veces que leamos
el jardín, “Luna del castillo desolado”,
“Japanese folk song”, Un jardín arrasado de cenizas: las pavesas y el polvo
serán otros; los objetos y elementos que
alguna vez estuvieron en pie –viento,
piano, linterna de piedra, agua representada por la arena– seguirán consumidos por una combustión completa.
Ahora mismo –esto es real– estoy tirado en el sillón de un hospital en la
Ciudad de México (no como paciente
sino como acompañante). A través de
la cortina azul, de tela traslúcida, veo
un bonsái o lo que quiero que sea un
bonsái. Son la seis de la mañana y preparo mentalmente las últimas líneas
para una presentación. Thelonious es­
tá sentado en la cama, al otro lado de
la habitación; su gorro marroquí le recuerda que hay un orden más alto que
el humano, el orden de la música. Me
mira, aunque yo no puedo verlo porque le doy la espalda, porque miro el
bonsái, los mecanismos de tránsito
que nos mueven de la noche al día.
La ciudad, mi propio jardín arrasado
de cenizas.
En otra mesa, formando un triángulo entre los elementos que he dibujado en este espacio, está el libro.
el sueño de la aldea
De aforística dispersa
R olando S ánchez M ejías
de las dialécticas del amor
El amor, como casi todas las cosas,
tiene dos caras: instruye y destruye. Dependiendo del desequilibrio, la preponderancia de una de sus caras, recibiremos
demasiada instrucción o demasiada destrucción. Hay quien prefiere el amor
como sucedáneo de una pedagogía de
la vida. Y así halla en­señanzas hasta
en las más imperceptibles palpitaciones
del corazón, elaborando las más refinadas estrategias contemplativas. O una
suerte de pudor, que es alimento, por
ineludible sabiduría, del Amor. Los
amantes (o amados) de una demasiada
destrucción, se consumen, sin prolegómenos, en un fuego perpetuo, emotivo, particular.
Por supuesto que no estamos hablando de los diletantes, estudiantes,
bachilleres del Amor, ni de los que
llamo “fulmíneos”, los fulminados o
asaeteados de repente por cualquier
género de flecha, siendo su gesto típico llevarse las manos al pecho, donde
no dudo que suela pendulear el órgano
cordial “radiante”, aunque la iluminación per se (que puede ser fría, como
ciertas estrellas o ciertas bombillas) no
explica la devoración ni la irradiación
por fuego del Amor.
Los dos –fulmíneos, bachilleres–
son enemigos letales del Amor. Amagan, propalan ciertos símiles del Don
Amo­roso, incluso a veces se emplean a
fondo, unos por mera apariencia, otros
por inveterada negligencia, y otros por
esa ingenua convicción de espuria fe
con que han sido dotados. Pero se desgastan y desgastan todo aquello, o a
aquellos, que tocan. Y son mayoría. Y
la mayoría, ya sabemos, suele ser peligrosa por sí misma. Su lógica, que es
numerosa, numérica, serial, hace énfasis
en multiplicaciones políticas del Amor
(y en otras tantas políticas fantasmales del Amor), siempre tendenciosas,
y, repito: peligrosas. Pues sus políticas
–como el fascismo o como el Amor a la
Humanidad– son reflejos de mundos
defectuosamente privados o de la más
obscena promiscuidad.
Prefiero, frente a la susodicha pareja de especímenes abundantes, al impedido de Amor. Al cojo, al ciego, al
paralítico de Amor. Aquel que, a pesar de poseer atributos como el Deseo
y la Pasión, no los emplea per directa
en Amor. Ni siquiera por elección,
pues no le ha sido dada la posibilidad
de elección en tales menesteres. O el
Amor les es adventicio, accidental,
como el uso de este o aquel par de
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zapatos, o es una azarosa curiosidad,
como observar el vuelo de una mosca.
Pero son impedidos, espirituales (su
espíritu sin embargo sobrevuela o se
adentra en zonas no exentas de sublimidad), y hasta materiales, del Amor;
no del amorío, que les es lícito frecuentar, sin alteración de esencia. No,
no se necesitan –impedido y Amor– el
uno al otro.
Sin embargo, su inocencia, casi limítrofe en una variedad del misticismo,
o de un singular realismo, me desarma. Como me desarma la inocencia
–que puede ser generosamente santa
y, por consiguiente, perversa– de los
niños. Estos serecillos –niños, impedidos–, qué duda cabe, me desarman.
Nunca podré conocerlos a fondo. Creo
que son formas apriorísticas de las
más saludables y desconocidas futuridades, potencialidades, del Amor.
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del secreto
Se sabe que el secreto –que no debe confundirse con el enigma, aun teniendo aspectos en común, como el arcano– no es
sólo privilegio, poderío, de quienes lo detentan como un Don, o de quienes más
o menos periódicamente se inician en algunas de sus claves. Hay una agonística
del secreto, una impaciencia del secreto, un “malestar” del secreto, pues implica sueño y ensueño y vigilia a la vez;
y un necesario terror, a la vez, de raíz
pagana, y vigencia moderna, que puede
mantener a un país –como el mío, que
quizá no carezca, para bien o para mal,
de algo confusamente similar–, a un
“Inconsciente Colectivo” –en una infinita (casi mesiánica) suspensión de su
Revelación:
La sangre del chivo y del gallo
se mezclarán en el Secreto.
Dos poemas
J osé K ozer
retrato de anciano a plena luz del día
Ahora resulta que. Siempre tiene que haber
algo. Pega un puñetazo
en la mesa. Se retracta
en su interior, de
inmediato: eso va
contra la sana intención,
su nuevo fundamento,
de alcanzar la quietud.
Tranquilidad, no de
tranca. Cabeza baja
y aplaca. Erguida en
distensión la espalda.
Postura, postura, todo
es cuestión de postura.
Disciplina. Un buen
zurriagazo del Maestro
no le hace daño a nadie.
No le vendría de vez
en cuando mal. Y
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coger camino sin
dar un paso.
Su monasterio, llevadero, es un cuarto de un
piso alto, zona subtropical,
ni terremotos ni volcanes,
sólo ciclones, y ésos
de la breva al higo: su
práctica diaria consiste
en no ver gente, no hacer
compromisos sociales
(sexuales) alimentar el
cuerpo con harinas sin
gluten (tapioca y alforfón,
ideales: los considera
claves, quizás la clave
de la longevidad): fruta
bomba, verdura de la
era (Whole Foods) no
escuchar las noticias
del día, cero revistas,
y menos cero periódicos:
leer a Stanley Elkin.
Ducharse lo considera práctica y ejercicio de
concentración al enjabonar
las zonas erógenas, tres
veces por semana: otra
base más de la vida
monástica. Se remite
a la vía negativa en
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cuanto hace, sanas
son sus prohibiciones,
y luego de ajustar sus
costumbres, medidas
de cordura y moderación
a favor de la prolongación
paradiso terrestre del
cuerpo, se queda con
cuatro o cinco asuntos
a que atenerse: comer
frugal (fundamental)
lecturas edificantes,
a diario ver una
película bobera que
lo haga llorar, no
pensar, y estudiar
a la manera cubana
temas de filosofía
basados en preguntas
canónicas del tipo por
dónde le entra el agua
al coco, o sensu strictu
si el cangrejo camina
lateral o hacia atrás.
para una biografía literaria
Las tardes se le iban en un abrir y cerrar de ojos,
las noches gravitaban
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minuto a minuto en sus
pupilas: cerraba los
ojos que permanecían
abiertos minuto a
minuto, la noche
bogaba en sus
pupilas, imágenes
entrecortadas
aparecían para
desaparecer en
la superficie de los
ojos. Tal vez prender
la lámpara sobre la
mesa de luz, leer un
rato el libro de historia
dedicado a la época
manchú, tal vez poner
al día las cuentas de la
semana, oír un rato los
cuartetos últimos de
Beethoven, hacer la
lista de la compra o
concentrarse en uno
que otro de sus
diversos ejercicios
mentales y corporales
destinados a conservar
no hay de otra la salud
mediante la ataraxia.
Ya son años, por lo menos un lustro en que
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no cambia su situación.
Nada sirve de nada, los
somníferos lo espabilan,
a veces sin embargo,
pero no, bien pensado,
a qué hablar. No dormir.
Se echa a reír, sólo de
pensar que dormiría
unas cuantas kalpas,
par de eones, de doce
a quince nuncas y un
par más de jamás (de
los jamases). En
absorta vigilia, ciencia
oscura de hipermétrope
que ausculta y ve que
no (se) ve nada. Orina.
Hace por relajar los
hombros, manos, en
la postura yacente ora
se pone de costado,
decúbito supino, prono,
corre a formar fila con
un montón de monjes
budistas que regresan
con sus cuencos
abarrotados de limosna
(arroz hervido) se pone
en fila, eran hormigas,
motas que en sus
pupilas de pronto
21
alzan el vuelo, unas
son cuervos, otras
grajas, todas en
última instancia la
inmensa redondez
de su insomnio.
Duerme. Algo se duerme por un rato. Se cree
despierto pero duerme,
no muy a fondo ni
mucho tiempo pero
al abrir los ojos se
siente refrescado, y
no está muerto.
Durmió boca abajo
en el regazo de la
madre, entre los
esqueléticos pechos
del padre, sumido
en la mansedumbre
teológica del abuelo
y entre unos bichos
candela que surgen,
o son jejenes o
cocuyos, de la
peluca que la
abuela ha descuidado
(demostración que ha
muerto).
Se va. Está despierto. Se lavó la cara, comió
22
dos huevos duros con
pan de cebada, y se
plantó ante el espejo
de medio cuerpo a
ver qué: se puso la
muñequera, mañana
se pondrá la tobillera,
alternará día tras día
ajorcas, coderas,
rodilleras, ríe: no le
sucede nada, está
entero de salud, por
Dios no le crean nada,
duerme como un lirón,
no hay cosa que haga
que no haga para
satisfacción del espejo
del botiquín o la luna
del tocador: y para
consentir su imaginación
que de la noche extrae
lo que durante el día
convierte a medias en
invención, a medias
en biografía.
23
24
Por ejemplo, un puñado de sal
J uan V illoro
Cuando agonizaba el siglo xx, mi padre convocó a sus hijos a una comida
de fin de año en un restaurante de la colonia Condesa. Mis hermanos viven
fuera de la ciudad de México, de modo que la reunión se revestía de un aire
de singularidad. En algún momento de la sobremesa, la conversación languideció, como ocurre cuando las cosas urgentes ya se han dicho y escasean las
anécdotas de la vida en común.
Para aliviar el silencio, propuse un juego. Siguiendo el ejemplo de la
revista Time, debíamos escoger al hombre o la mujer del siglo.
Fiel a su hábito de interrogar antes de responder, usando cuidadas conjugaciones, el filósofo dijo:
–¿Por qué habríamos de escoger a una persona?
–Imagina que integramos la redacción de un periódico y debemos decidir quién fue la figura más influyente del siglo xx –opiné con entusiasmo
publicitario.
–¿Y qué clase de periódico es ése? –preguntó mi padre con desconfianza.
–No sé, uno hecho por nosotros.
–¿Y por qué habríamos de fundar nosotros un periódico?
–¡Porque ya no tenemos de qué hablar! –comenté con desesperación.
Esto lo hizo reír y aceptó el juego.
La primera candidatura vino de mi hermano Miguel. Doctor en Física,
eligió al científico por antonomasia que quiso hallar las llaves del universo:
Albert Einstein. Sabiendo que tenía pocas posibilidades de triunfar, yo elegí
ø luis
villoro
25
juan villoro
a un héroe de la contracultura, capaz de cambiar la vida con la música y
de calcular cuántos agujeros se necesitan para llenar el Albert Hall: John
Lennon. No recuerdo otras propuestas, pero sí el silencio de mi padre. Para
animarlo a participar, recitamos nombres de filósofos, hasta que habló con
el hartazgo de un papá que en una fiesta infantil es acosado por las caricias
pegajosas de sus niños:
–¡Claro que no! Ningún filósofo ha sido tan importante –hizo una pausa
para que aquilatáramos el peso de sus palabras, y añadió–: En el siglo xx
nadie ha sido tan significativo como Gandhi.
La discusión sobre los méritos de los distintos candidatos subió de tono.
La causa de ello fue mi padre. No hay nada más serio en el mundo que un
niño jugando. Lo segundo más serio es un filósofo jugando. Mi padre siguió
argumentando con tal enjundia que sentimos que, si no le dábamos la razón,
se avergonzaría de nosotros.
–¿Saben ustedes lo que significa dar ejemplo? –nos preguntó.
Un silencio reverencial siguió a sus palabras.
–No estamos juzgando un concepto ni una idea –añadió–, estamos evaluando el peso de una vida. Entender el mundo es más sencillo que cambiar
el mundo.
Una vez más, comprobamos que nunca ninguno de nosotros lo haría
cambiar de opinión. No opinaba con agresividad pero sí con vehemencia. El
tema le había interesado de un modo preocupante: revelaba nuestra falta de
pasión para respaldar a nuestros propios candidatos.
–Ustedes me van a perdonar –añadió casi molesto–, pero todo conocimiento es frívolo comparado con una conducta íntegra.
Recordé entonces algo que me dijo en mi infancia acerca de George
Washington. Muy rara vez trató de contagiarme sus preferencias; deseaba
que yo decidiera las mías, pasándolas por el tamiz de la razón. Su idea de la
pedagogía lo llevaba a respetar el libre albedrío de un modo irrestricto, algo
incómodo para un niño que no sabía cómo usarlo.
Mi padre admiraba a Washington, no tanto por haber contribuido a la
independencia de Estados Unidos, sino porque jamás había dicho una mentira. “¿Ni de niño?”, le preguntaba yo. “¡Jamás!”, respondía él. Podía sacar
el tema en una sobremesa, mientras manejaba su Opel o al hacer cola para el
26
por ejemplo , un puñado de sal
cine. Siempre lo abordaba con una
pregunta retórica, como si no hubiéramos tratado antes el asunto: “¿Sabes
quién fue Washington?” Aunque mi
respuesta era afirmativa, salía en
tono vacilante (sospechaba que, en
vez de reprenderme en forma directa por alguna de mis mentiras,
mi padre mencionaba a Washington para que yo recordara la inquebrantable virtud de la verdad). La
educación suele tener resultados
paradójicos; acaso ese ejemplo admonitorio sirvió para que yo me interesara en los cuestionables pero
liberadores recursos de la ficción.
Muchos años después, en el
crepúsculo del siglo xx, mi padre
volvía a la carga con otro ejemplo:
–Gandhi derrumbó un imperio con un puñado de sal.
Se refería a la célebre caravana de veinticuatro días hasta la ciudad de
Dandi para protestar por el impuesto a la sal. El gobierno británico juzgó
que un movimiento que enarbolaba una causa tan precaria estaba condenado
al fracaso. Pero el abogado a quien Rabindranath Tagore llamaría “Mahatma” (“Alma Grande”) sabía que nada es tan urgente como lo más sencillo.
¿Puede ser frenada una revolución que proclama el derecho al aire, el agua
o la sal de la Tierra? Al llegar a la meta, Gandhi tomó un puño de sal y dijo:
“Estoy sacudiendo los cimientos del imperio británico”.
Mi padre recordó la escena con tal entusiasmo que no advirtió que había tomado un cuchillo y lo blandió ante nosotros.
–Gandhi era pacifista –dije.
–¡Por supuesto!
–Tienes un cuchillo en la mano.
27
juan villoro
Miró con sorpresa ese objeto del mundo real, sonrió ante la comicidad
del destino, tal vez pensó en la rueda del cosmos y la transformación de la
materia, y señaló el salero con la serenidad de quien llega a una conclusión
satisfactoria:
–Gandhi, el hombre del siglo es Gandhi.
filosofía y vida
Algunas décadas antes, Luis Villoro Toranzo había participado en un curioso
ejercicio propuesto por su maestro José Gaos. Hasta sus últimos días, mi
padre admiró al republicano español que tradujo a Martin Heidegger y llevó
la filosofía mexicana a un plano superior.
Pero en 1958 ocurrió algo peculiar. El ya legendario profesor decidió
llamar a sus cuatro principales discípulos –Emilio Uranga, Alejandro Rossi,
Ricardo Guerra y Luis Villoro– para invitarlos a un seminario que se reuniría una vez al mes a lo largo de un año para revisar los fundamentos de su
oficio. Una pregunta decisiva interesaba a Gaos: “¿En qué momento preciso
comenzó el interés por la filosofía y a qué se debía haber perseverado vital
y profesionalmente en esa disciplina?” En otras palabras, el maestro planteaba la relación entre filosofía y forma de vida. Los cuatro en cuestión ya
habían dejado de seguir sus cursos; eran filósofos formados, que comenzaban
su propia trayectoria. En 1950, año de la aparición de El laberinto de la soledad, mi padre había publicado la versión en libro de su tesis de doctorado,
Los grandes momentos del indigenismo en México. Contagiado por el fervor
nacionalista de la década de los cincuenta, participó en el grupo Hiperión,
integrado por filósofos de su generación, donde discutían el concepto de
“identidad” y la especificidad del ser del mexicano.
En 1958 ya contaba con otros interlocutores, más cercanos en edad, y
veía con distancia crítica a quien quiso ser por última vez maestro de sus
cuatro alumnos preferidos para discutir con ellos el futuro, la vida por delante. Discípulo de Ortega y Gasset, Gaos consideraba que las circunstancias
de vida definían la manera de pensar y deseaba conocer la opinión de sus
mejores alumnos.
Los saldos de este coloquio privado se conocieron apenas en 2013, gra28
por ejemplo , un puñado de sal
cias al imprescindible libro Filosofía y vocación, preparado y editado por
Aurelia Valero Pie, con epílogo de Guillermo Hurtado.
¿Qué sucedió en aquellas discusiones? Con la seguridad, no desprovista de arrogancia, de quienes se saben dueños de sus propias armas, los
jóvenes filósofos repudiaron a su maestro y se repudiaron entre sí. Todos
consideraron que la filosofía era una disciplina rigurosa que podía ejercerse
al margen de las tribulaciones del destino personal, y mi padre insistió en
el carácter no filosófico de una propuesta que planteaba, simultáneamente, una perseverancia “profesional” y “vital”: “Los motivos personales que
conducen a la actitud filosófica pueden ser diversos, mas todos tienen en
común formar parte del orden mundano o prefilosófico (…) Es propio de la
filosofía comenzar donde ese orden termina (…) Sería un círculo pretender
explicar por el orden mundano natural una actitud que consiste en ponerlo
en cuestión”.
Aunque los discípulos de Gaos coincidieron en rechazar el planteamiento, discreparon en la forma de hacerlo. El favorito de los cuatro, a quien
el maestro llamaba primus inter pares, Emilio Uranga, arremetió con brillante sarcasmo contra sus colegas. Acusó a Ricardo Guerra de argumentar como
un rotario, a Alejandro Rossi de explicar todo lo que la filosofía no es y ser
incapaz de decir lo que sí es y a Luis Villoro de conducirse con la calculada
humildad de una vedette. El saldo de ese seminario informal se parece más a
una obra de teatro que a un encuentro filosófico. En su última intervención,
mi padre hizo un llamado a la prudencia, solicitando que la trifulca no se
diera a conocer.
Lo significativo, para efectos de este escrito, es que mi padre rechazó
entonces lo que, con los matices del caso, defendería el resto de su vida: la
filosofía como forma de vida. Es posible que necesitara pasar por el expediente freudiano de “matar al padre” para establecer su propio camino. Lo
cierto es que posteriormente asoció la reflexión con la participación y juzgó,
de manera ya inmodificable, que la vida corrobora el pensamiento. En la página final de su teoría del conocimiento, Creer, saber, conocer, publicada en
1982, habla del papel emancipador del conocimiento para crear “una comunidad humana libre de sujeción”, y concluye con una pregunta: “¿Qué papel
desempeña la razón en la lucha por liberarnos de la dominación?” Este salto
29
juan villoro
josé gaos
de la teoría a la praxis sólo se puede realizar
si el pensamiento encarna en formas de la
acción; es decir, en prácticas de vida.
La discusión con Gaos anticipó el derrotero de los otros tres alumnos, pero no el
de mi padre. Como ha señalado con acierto
Carlos Pereda, en su primer libro, Los grandes momentos del indigenismo en México, Luis
Villoro dio un rodeo para llegar al mundo indígena. No estudió a los protagonistas sino
a sus intérpretes, los tempranos antropólogos del nuevo mundo. Este interés por los
estudiosos de la alteridad anticipaba una
progresiva atención hacia el territorio de los
hechos, hacia la forma en que un filósofo
puede participar en su circunstancia.
la madrugada del mundo
El 31 de enero de 1993 mi padre jugaba ajedrez con mi hermana Renata,
mientras contemplaban el atardecer en el lago Atitlán, en Guatemala. El último sol del año descendía tras las montañas y ellos movían piezas sin saber
que, no lejos de ahí, algo cambiaba en el tablero del mundo. Unas horas más
tarde, la rebelión zapatista actualizó las demandas de los pueblos indios y
demostró que el rezago de decenas de comunidades no era un tema digno de
los museos de etnografía, sino una urgencia que debía entrar a la agenda de la
modernidad.
A partir de ese momento, el estudioso de Sahagún, Las Casas, Clavijero
y Vasco de Quiroga, se convirtió en interlocutor de las comunidades indígenas, no con el afán de aconsejarlas o ilustrarlas, sino para aprender de ellas.
Se cerró así un sorprendente giro vital: de la reflexión indigenista iniciada
en los años cincuenta en la que era intérprete de los primeros intérpretes, mi
padre se transformó en testigo presencial, prolongando el linaje de Sahagún.
Su última obra, La alternativa, aún inédita, es una reflexión sobre el
30
por ejemplo , un puñado de sal
paso de la democracia representativa a la democracia directa. El libro prolonga una obra previa, El poder y el valor, y estudia la relación entre ética y
política en las Juntas de Buen Gobierno de la zona zapatista.
La paradoja de la contribución moral a la política es que suele venir
de quienes buscan el poder sin afán de ejercerlo. “Para nosotros, nada; (…)
ayúdennos a no ser posibles”, expresó el Subcomandante Marcos. Las luchas
de Gandhi y Martin Luther King representaban para mi padre momentos
superiores en los que se transforma la sociedad sin buscar el usufructo del
poder, y la gesta zapatista aparece en sus páginas como un episodio decisivo
de esa tradición. La pregunta con que finalizó Creer, saber, conocer en 1982
obtenía respuesta en 1994.
El entusiasmo de mi padre por el movimiento zapatista no se podría
entender sin su aprecio por las figuras-puente, los heterodoxos que buscan
“mandar obedeciendo” y ejercen una moralidad profana. Se trata de seres
que se realizan a través del otro y asumen los desafíos de la negatividad
(dicen no al poder, a la riqueza e incluso a la identidad personal, transfigurándose en Mahatma, Marcos o Votán Galeano). La meta de estos líderes
es, por definición, inalcanzable, pues extienden su horizonte a medida que
se aproximan a él. Su trayectoria no concluye, se interrumpe, a través de la
disolución de la identidad (Marcos) o el sacrificio (Gandhi, Luther King).
Isabel Cabrera advirtió que en los textos de filosofía de la religión de
Luis Villoro hay siempre un “toque de reverencia”. Lo mismo se puede decir
de su manera de entender a los transformadores altruistas de la realidad.
Educado por los jesuitas en el colegio de Saint Paul, en Bélgica, el
joven Villoro se interesó menos en el cumplimiento de los rituales religiosos
que en el sentido mismo de la fe. Su hermano mayor, Miguel Villoro Toranzo,
sería jesuita y jurista. Con frecuencia, bromeábamos diciendo que el más
creyente de los dos era mi padre. Ajeno a la ortodoxia católica y enemigo de
la idea de pecado, el menor de los hermanos se conducía como quien tiene
una misión ulterior. Jamás pensamos que al estar con nosotros sólo estuviese
con nosotros. Su mente deambulaba por otro sitio.
En algún momento, mi abuela materna me dijo que mi padre era “comunista”. A los 6 o 7 años, creí entender que eso significaba actuar en secreto, con una finalidad prohibida. Era fácil atribuir a mi padre la vida paralela
31
juan villoro
del espía, el investigador privado, el superhéroe, el místico o el militante
clandestino. Algo importante se fraguaba en su cerebro, algo incomunicable
y definitivo, que sólo prosperaba en cuidado ocultamiento.
Ser hijo de un filósofo no es muy distinto a ser hijo de un agente doble,
sobre todo si ese filósofo considera que pensar en forma clara y distinta es
una postura de vida.
Cada vez que yo llegaba a pedirle dinero para una guitarra eléctrica,
lo encontraba sumido en otras prioridades. Tal vez pensaba “¿Qué es una
época?”, tema al que dedicó sustanciosas reflexiones, al margen de las
molestias de su propio tiempo, donde su hijo no conseguiría una Fender
Telecaster.
Mi padre entendía su disciplina como una actividad que puede salir al
aire libre o cambiar el mundo, pero tenía una maravillosa capacidad para
abstraerse de todo lo que no le interesaba. Su madre lo llamaba El Caballero
del Silencio, y mi hermana Renata se acercaba en sigilo al sofá donde él estaba recostado, viendo el techo: “¿Qué haces, papá?”, le preguntaba; “Estoy
pensando”, decía el padre que se ganaba la vida con la mente.
Cuando Héctor Mendoza filmó La Sunamita, en 1965, para participar
en el Primer Concurso de Cine Experimental, no contó con suficiente presupuesto para contratar actores, de modo que hizo un casting entre los maestros de la Facultad de Filosofía y Letras. “Tengo un papel perfecto para ti”,
le dijo a mi padre, que había actuado en Guanajuato en los Entremeses Cervantinos y ganado concursos de oratoria en el bachillerato de los jesuitas. El
personaje elegido para el joven filósofo no sorprendió a nadie. En efecto, se
trataba de un sacerdote.
Las libretas de juventud de mi padre (casi todas diminutas, de pasta
negra) representan una cantera imprescindible para conocer una mente en
formación. En enero de 1941, a los 19 años, escribe en una de ellas un ensayo
sobre “El principio activo de la materia y la existencia de Dios”. Ahí apunta:
“En la materia pasiva había completo equilibrio, completa igualdad de energías; para poder originar esa desigualdad [a través de un] principio de
acción, hizo falta que la materia pasiva ‘actuase’, trabajase (ya sea atrayendo
y liberando energía, ya sea por medio del movimiento o por otro medio),
de manera de desequilibrar lo equilibrado. ¿Y cómo podemos admitir que
32
por ejemplo , un puñado de sal
ese ‘principio de inercia’ que no posee
ninguna actividad, que sólo es capaz de
recibir impulsos extrínsecos, sacara de sí
misma la fuerza necesaria para ejecutar
ese desequilibrio? (…) ese principio
de actividad, ese desequilibrio, sólo
puede ser originado por una causa extrínseca a la materia y por tanto espiritual,
en otras palabras: por Dios”. Poco más
adelante remata con exaltación: “Una
vez más vemos que las teorías científicas no hacen más que confirmar los
datos de la fe”. En esa misma época,
concibió un ensayo con el título de “Segunda prueba de la existencia de Dios”.
De vez en cuando los cuadernos se apartan de temas religiosos. De
pronto, un poema de amor revela que el autor es un hombre dispuesto a
“conocer el siglo”, como se decía entonces para aludir, no a los trabajos del
tiempo, sino a lo que las mujeres provocan en el tiempo.
la muerte de dios y la presencia de lo otro
A los 24 años, mientras cursaba la carrera de Medicina que luego cambiará
por la de Filosofía, mi padre inició un cuaderno dedicado a los “Trabajos
para el laboratorio de bioquímica”. Unas cuantas páginas después, se apartó
de esos temas para reflexionar sobre la visión mística. Más adelante, bosquejó una tragedia sobre Caín y Abel en la que se proponía estudiar la interdependencia entre el bien y el mal. Dios necesita que Caín encarne el odio; en
consecuencia, para amar a Dios, Abel debe darle espacio a ese odio. Ama
tanto que admite lo contrario al amor. El subtítulo de esta obra en proyecto,
escrito a lápiz, es: “Bosquejo de una tragedia fincada en la empatía”.
Max Weber trasladó el concepto de “carisma” del ámbito religioso a
la sociología. Mi padre hace un desplazamiento similar con la noción de
“empatía”. En su primer tratamiento del tema depende de claves religiosas,
33
juan villoro
pero poco a poco traslada el concepto a la ética de las creencias y la acción
política.
Cuando abandona la Medicina por la Filosofía, ha dejado de ser un
hombre de fe, pero aún interroga lo inefable. Esta preocupación se prolonga
en sus cursos de filosofía de la religión y en numerosos ensayos posteriores.
Isabel Cabrera reunió estos trabajos bajo un título que alude al elusivo reverso de las cosas: Vislumbres de lo otro.
Alejado de la doctrina, Luis Villoro busca la comprensión racional de
un enigma que no deja de conmoverlo en lo más hondo. Su actitud se asemeja a la del escritor más profundamente religioso de la literatura mexicana,
José Revueltas. Sin ser creyente, el autor de Dios en la Tierra abordó la fe
como un fenómeno esencial para explicar lo humano. Compartía con Dostoievski el interés por las parábolas morales, pero no encontró consuelo en
el catolicismo. Exiliado de la fe, Revueltas quiso saber por qué los hombres
necesitan creer en lo indemostrable.
La actitud de mi padre es similar. En el más literario de sus textos,
“La mezquita azul”, se pregunta qué necesidad tiene alguien que no vive
inmerso en lo sagrado de explorar la experiencia religiosa y responde: “Sólo
un hombre dividido entre la nostalgia por lo sagrado y la mentalidad racionalista, científica, que comparte con su época, puede sentir la urgencia de
justificar su creencia en lo otro, porque sólo así puede ser consistente con
su concepción del mundo y presentarla como aceptable para otros hombres
(…) La labor del pensamiento ha sido ‘profanizar’ la creencia en lo sagrado (…)
para que pueda aceptarlo quien no vive habitualmente en él (…) Su empeño
paradójico ha sido convertir en razonable lo indecible. ¿Pero de qué otra
forma podría la razón dar testimonio de aquello que la rebasa?”
La filosofía establece un vínculo entre una experiencia extraordinaria,
intransferible, y el mundo profano en el que ocurre; no resuelve el misterio
de lo otro, pero explica las condiciones en que ocurre. En “Visión de la razón
ante lo sagrado”, mi padre advierte: “Lo sagrado no es determinable por los
conceptos que usamos para tratar de objetos y de relaciones entre objetos;
sin embargo, se muestra; puedo, por tanto, decir de él una sola cosa: que
existe”.
El joven que demostraba la existencia de Dios en sus cuadernos se
34
por ejemplo , un puñado de sal
transformó en un “cirujano conceptual”, como lo llama Isabel Cabrera, el
pensador que disecciona sistemas de creencias. Asumió otro registro intelectual, determinado por la razón, pero conservó un temple emotivo ante la
repentina aparición de lo sagrado.
En uno de sus cuadernos de los años cuarenta, escribió a propósito de
Dostoievski: “La demostración de la inmortalidad del alma y la existencia
de Dios es imposible; lo posible es convencerse”. Para ese momento ya no
estudiaba la materia en busca de la divinidad; reconocía lo inútil de ese
empeño, pero refrendaba la posibilidad de creer sin evidencia de por medio.
El propio Dostoievski le fue esencial para dar este salto. A través de su concepción del “Dios oculto”, el novelista supedita la creencia al libre albedrío.
Siendo Dios todopoderoso, podría manifestarse con milagros y otros efectos
especiales para convencer a la humanidad entera. ¿Por qué no lo hace? La
respuesta de Dostoievski es que la fe sólo tiene sentido como consecuencia
de la libertad individual. La creencia debe ser decidida sin más prueba que
la propia creencia.
En un ensayo de 2001 mi padre vuelve al tema de Dostoievski: “El abate
Zósima, personaje de Los hermanos Karamázov, predica el amor de Dios. Un
discípulo lo interrumpe y lo increpa: ‘¿Cómo voy a amar a Dios si no creo en
él?’ y Zósima contesta: ‘Ama a Dios y creerás en él’.” La fe existe en la práctica. El contacto con el budismo afianzó esta idea en el filósofo de la religión:
creer es un trayecto, una forma de vida que libera del sufrimiento y la cárcel
mental del yo. En este sentido, la fe no depende de su inverificable meta,
sino de los pasos hacia esa meta.
la iglesia y la mezquita
Dos escenas muy apartadas definen un estilo de pensamiento. En un cuaderno de juventud, mi padre relata su visita a una iglesia y la sobrecogedora
experiencia que ahí recibe. ¿Cómo explicar esa sensación que carece de
nombre y, sin embargo, transporta sensorialmente y ofrece peculiar consuelo? Quien habla entonces es un cristiano, un joven ante el altar de su grey.
Casi medio siglo después, el procedimiento se repite en la mezquita azul
de Estambul. El filósofo es ya un pensador maduro, que ha dado un rodeo por
35
juan villoro
la fenomenología y la filosofía analítica y
ha escrito su propia teoría del conocimiento. En este caso, no se adentra en una religión conocida desde la infancia, sino en una
concepción ajena, fundada en el Corán.
Ahí revive las mismas emociones transcritas en un cuaderno estudiantil. De pronto,
la razón es superada por una sensación indescriptible. Las plegarias, el dibujo de la
escritura árabe en los muros, las altas cúpulas donde resuenan los rezos, los minaretes como agujas hacia el cielo, piden ser
comprendidos. El resultado de ese deslumbramiento dio lugar a “La mezquita azul”,
publicado por Octavio Paz en la revista
Vuelta. El poeta encomió esta reflexión, no
muy alejada de las suyas. Años antes, en su ejemplar de El arco y la lira, mi
padre había subrayado estos pasajes: “¿Qué hay del otro lado de la vigilia
y de la razón? La distracción quiere decir: atracción por el reverso de este
mundo (…) En consecuencia, es inexacto llamar pasivos o negativos a los
estados receptivos (…) Novalis afirma que la poesía es algo así como religión en estado silvestre y que la religión no es sino poesía práctica, poesía
vivida y hecha acto. La categoría de lo poético, por tanto, no es sino uno de
los nombres de lo sagrado (…) Lo realmente distintivo de la experiencia religiosa no consiste tanto en la revelación de nuestra condición original cuando
en la interpretación de esa revelación”. En su juventud, mi padre busca la
revelación; en su madurez, la interpreta.
Al entrar en la mezquita anota, transido de emoción: “Soy musulmán,
budista, cristiano y no soy de iglesia alguna (…) Sólo soy uno de tantos, pero
mi vanidad está aún presente. Me miro a mí mismo y registro mis palabras.
Me percato de que pienso y de que iré, tal vez, a escribir sobre este momento. Entonces ruego: ‘Permite que se aleje mi orgullo, que se destruya mi inmensa vanidad, que se borre por fin mi egoísmo’.” Esta puesta en blanco de
la mente le permite sentir lo otro, percibirlo sin conocer su nombre. ¿Cómo
36
por ejemplo , un puñado de sal
aquilatar ese momento? “Me levanto. Pienso: sé que vuelve de nuevo mi
egoísmo, sé que empiezo a poner en duda, de nuevo, lo que acabo de vivir
con certeza. ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer para no darte la espalda, para dar
testimonio de tu gloria? Muy poco tengo para dar. No soy poeta, ni tengo la
visión certera y la palabra evocadora del buen narrador. Tampoco tengo el
alma pura y estoy muy lejos de la santidad. No soy capaz de hacer de mi
propia vida un testimonio. Sólo me queda algo mucho más torpe y burdo:
puedo pensar.”
“La mezquita azul” abre con esta evocación lírica de la experiencia
religiosa y continúa con una ponderación filosófica que explica y vuelve
aceptable en un contexto cultural laico el instante de la iluminación. Así, lo
inefable se inscribe en lo que puede ser comprendido. El análisis racional
explica una vivencia, pero no la sustituye, pues su sentido depende, justamente, de su indecible condición.
En el pasaje citado aparece una frase cardinal: “No soy capaz de hacer
de mi propia vida un testimonio”. Esto puede leerse como “no soy capaz de dar
ejemplo”. Pero la ejemplaridad se funda en una paradoja: es incapaz de valorarse a sí misma. El ejemplo se da, no se proclama. Quien emprende ese camino predica con su vida. Esto es cierto para las figuras religiosas y para los
líderes que alteran el poder sin buscarlo para sí mismos. “Nadie es profeta
en su tierra”, dice Jesucristo, aumentando sus posibilidades de ser profeta.
Lo ejemplar depende de la mirada ajena; es atributo de los testigos.
Existe para los demás, no para quien lo encarna.
¿Hasta dónde quiso mi padre participar de la ejemplaridad que tanto
admiraba en otras figuras? La primera manera de ejercerla era negarla.
La proximidad con él no es la forma más objetiva de rendir testimonio.
Mi mirada está teñida por las subjetividades de la perspectiva filial: “Nadie
es un gran hombre para su valet de chambre”, escribió Molière. De modo
parecido, un padre es recordado por las acciones y las omisiones del trato
familiar. El hijo conoce las dudas, los malos cálculos, las torpezas, las irritaciones comunes de quien, desde otra perspectiva, puede ser percibido como
una gran figura. Ser hijo significa formar parte del ensayo y el error, de los
borradores que llevan a la versión que la posteridad juzgará definitiva.
“La fama es siempre una simplificación”, escribió Borges. El carácter
37
juan villoro
ejemplar de un personaje tiene que ver con un adelgazamiento interpretativo. La contradictoria persona en que se sustenta se diluye en favor de un
concepto que la resume. Cuando Hegel vio a Napoleón en Jena, exclamó
“¡Al fin he visto una idea a caballo!” Las infinitas tribulaciones del prócer se
condensaron en esa fórmula. El autor de la Dialéctica del espíritu no habría
podido decir algo similar de un pariente.
En su admiración por Washington o Gandhi, mi padre hizo una operación intelectual semejante; cada uno encarnaba una Idea: la Verdad, la
Justicia. Le resultaba más fácil comprender a la humanidad que comprender
a una persona, pero era imbatible cuando entendía lo que una persona aportaba a la humanidad.
Recuerdo la discusión que tuvo en una cena con Alejandro Rossi acerca
de la opción de vivir en alguna ciudad de provincia. El D. F. era ya invivible
en los años setenta del siglo pasado y los comensales buscaban alternativas,
sabiendo que no asumirían ninguna de ellas (desde entonces, permanecer
en la Ciudad de México requiere de un incesante simposio filosófico sobre la
posibilidad de no permanecer en la Ciudad de México).
Alguien comentó aquella vez que Puebla era una ciudad hermosa, no
lejos de la capital, con buen clima y espléndida comida. “El problema es la
gente”, terció otro contertulio. “¡¿Pero por qué les preocupa la gente?!”, preguntó mi padre, con sincero asombro. “Bueno, el problema es que hay gente”,
respondió Alejandro, sin dejar de sonreír ante la capacidad de su amigo para
abstraerse de las extrañas maneras que las personas tienen de ser concretas.
El interés de mi padre por el prójimo dependía del modo en que ponía
en práctica una idea. Esto revela un rasgo esencial de su conducta: en contra
de lo que dijo en aquel seminario de 1958 propuesto por José Gaos, convirtió
la filosofía en forma de vida.
En el entorno familiar era alguien de indiscutible autoridad moral, avalado por siglas de cuyo prestigio no dudábamos (la unam, la uam, la unesco, el
pmt), pero que mostraba suficientes manías, olvidos y fallas para ser normal.
Conocimos la tramoya donde el personaje era, como todos los hombres, un
sujeto sin brújula con ganas de dormir la siesta. Pero en la mayoría de sus
actos es posible descubrir una tentativa, no siempre exitosa, de ejercer una
conducta intachable.
38
por ejemplo , un puñado de sal
En una ocasión tomó un taxi para ir al Hospital Mosel, donde sería operado. No le avisó a nadie porque no deseaba alterar la vida de los otros y porque
se trataba de una intervención sencilla. Sin embargo, al llenar el formulario
de ingreso, encontró un rubro con el que no contaba: debía dar el nombre de
un “tercero” capaz de asumir responsabilidades. De nuevo comprobó que la
libertad sólo existe en forma condicionada. “Además, alguien se puede preocupar por usted”, le dijo una enfermera. Mi padre advirtió entonces que
su afán de ser operado en secreto para no incomodar a nadie podía tener
consecuencias negativas para los demás. Sin saberlo, había actuado con
egoísmo. Se arrepintió de su conducta –con una vehemencia que sorprendió
a la enfermera, según me contaría después– y se propuso localizarme, con
tal insistencia que me localizó en Pátzcuaro, donde yo asistía a un coloquio
literario. No habló directamente conmigo: dejó un mensaje escueto en el
hotel, diciendo que lo iban a operar. El encuentro se suspendió por unas
horas. Imaginamos que una enfermedad gravísima provocaba esa llamada de
emergencia, y Felipe Garrido, organizador del acto, pagó de su bolsillo un
boleto de avioneta para que yo pudiera regresar a toda prisa.
El hombre que llegó en taxi al quirófano para no dar molestias, recapacitó justo a tiempo para dar muchas más molestias. Mi padre comentó de
buen humor el episodio al salir del hospital: “No supe pensar a tiempo”.
Luego asoció su oficio con los remedios de la medicina que alguna vez pensó
ejercer: como los viejos medicamentos, la filosofía debe agitarse antes de
usarse.
el portal de un camino
Desde muy joven, mi padre luchó contra el demonio de la vanidad. Se sabía
inteligente, pero no quería caer en la arrogancia de quien tiene más respuestas que preguntas. Sus cuadernos de los años cuarenta registran sus desvelos
para librarse de la soberbia intelectual, algo que José Gaos consideraba inmanente a los profesionales del pensamiento, y que se discute en los textos
de Filosofía y vocación.
De una manera obsesiva, sin duda exagerada, Luis Villoro procuró
ocultar el menor atisbo de una conducta altiva. Sus libretas llevaban un
recuadro con los datos del propietario. En aquella época, anterior a la proli39
juan villoro
feración de las imágenes, se anotaban “señas particulares” para que la persona pudiera ser reconocida. Donde decía “Complexión”, mi padre escribió:
“De inferioridad”.
En ocasiones, su escrupuloso afán de modestia pudo ser confundido,
como sugería Uranga, con una sofisticada variante del narcisismo. Para avalar su conducta, mi padre buscó ejemplos a seguir y encontró uno esencial
en la literatura. Cuando leí Los hermanos Karamázov me hizo una pregunta
que me pareció innecesaria: “¿Con qué hermano te identificas?” Para mí,
sólo había una elección; el primogénito Dimitri era pragmático y demasiado
simple, y Aliosha, un santurrón. Iván, por el contrario, era un héroe de la
libre elección y los desafíos del pensamiento.
Dostoievski concibió a Iván en forma parecida al Raskolnikov de Crimen y castigo: un rebelde inmoderado, que ponía en riesgo la tradición. Sin
embargo, presentó su postura en forma tan hábil que el personaje resultó
más elocuente que su autor. “Inteligencia, soledad en llamas”, escribió José
Gorostiza. Iván Karamázov encarnaba ese lúcido incendio. Mi sorpresa fue
mayúscula cuando mi padre dijo que él se identificaba con Aliosha, el hombre de fe que ama al prójimo.
Tuvimos esta discusión cuando él ya había abjurado del catolicismo
y luchaba al lado de Heberto Castillo en la creación del Partido Mexicano de los
Trabajadores. Antes había militado en las juventudes del Partido Popular con Vicente Lombardo Toledano; representó a México en un encuentro en la Unión
Soviética; firmó desplegados contra la invasión estadunidense en Bahía de
Cochinos, que le valieron pasar al Libro Negro de quienes tenían prohibida
la entrada a Estados Unidos, y formó parte de la Coalición de Maestros durante el movimiento estudiantil del 68. ¿Qué tenía que ver ese universitario
comprometido con la izquierda, que nunca iba a misa, con Aliosha, el beato
de los Karamázov?
A la distancia, encuentro un eco significativo entre esta discusión y la
que tuvimos después a propósito de Gandhi. “Lo importante no son las ideas,
sino la conducta a la que llevan esas ideas”, dijo al hablar de los hermanos
rusos. Encontré la misma convicción en un aforismo de Lichtenberg: “No
hay que juzgar a los hombres por sus ideas, sino por aquello en lo que sus
ideas los convierten”. Hegel se interesó en Napoleón y mi padre en Gandhi
40
por ejemplo , un puñado de sal
por la forma en que la consecuencia
define al pensamiento.
La parábola de Iván sobre el Gran
Inquisidor fascinaba a mi padre; admiraba esa brillante arenga para impugnar el papel coercitivo de la religión,
pero el destino abierto del personaje
le resultaba preocupante: carecía de
carácter ejemplar. En cambio, Aliosha
encarnaba la identidad entre palabra
y acto. Además, su postura no era menos crítica. Releyendo la obra, encontré esta frase del menor de los Karamázov: “Contra dios no me rebelo, es
sólo que no acepto su mundo”. En la
traducción de Rafel Cansinos Assens, las últimas cuatro palabras, no acepto
su mundo, aparecen en cursivas. El personaje que en mi primera lectura entendí exclusivamente como un beato veía el mundo de manera crítica, pero
se ajustaba a él lo suficiente para dar ejemplo.
En 2011 conocí a Marshall Berman en Nueva York y comentó que impartía “un curso más” sobre Marx y Dostoievski. Habíamos cenado en casa de
Carmen Boullosa y Mike Wallace y él se había apropiado de una enorme cubeta de helado, de la que tomaba cucharadas sin dejar de hablar. Llegamos
al clásico tema de los hermanos Karamázov: ¿con cuál nos identificábamos?
Como mi padre, la mujer de Berman escogió a Aliosha. El autor de Todo lo
sólido se desvanece en el aire prefirió a Iván: “Me gustaría escoger a Aliosha,
pero carezco de mérito religioso”, dijo. Después de dos cucharadas de helado, rectificó, mirando a su esposa: “No sé si debo usar la palabra ‘religioso’;
más bien debería decir ‘moral’. Es fácil vivir como Iván y enseñar en cuny;
en cambio, para vivir con alguien como Iván, tienes que tener los méritos de
Aliosha”, concluyó, mientras su esposa sonreía.
Al final de su ensayo “El concepto de Dios y la pregunta por el sentido”, mi padre incluye la cita del abate Zósima que mencioné antes: “Ama
a Dios y creerás en él”. ¿Qué actitud permite vislumbrar lo otro? Siempre
41
juan villoro
esquivo, el reverso de la razón está ahí. El pensamiento puede explicar su
existencia pero no avalarla. De acuerdo con mi padre, su “justificación corresponde al orden del sentimiento; está en la capacidad de desprendernos
del apego a nuestro yo y de sentir que nuestra verdadera realización está en
la afirmación del otro, del todo. Y en eso consiste el amor”. La lección de
Aliosha fue perdurable en el filósofo.
Una semana antes de morir, en las últimas palabras que le grabó su
compañera, Fernanda Navarro, mi padre habló del “sicomoro”, nombre que
prefería para la higuera del Buda. En su libro canónico sobre el budismo,
Edward Conze escribe: “En el vasto vocabulario del budismo no encontramos ningún término que equivalga a ‘filosofía’.” Para el “cirujano conceptual” había algo liberador en interesarse en una forma de pensamiento que
busca la aniquilación del yo y se resiste a explicar el mundo a través de un
sistema de creencias.
No es casual que sus últimos apuntes hayan sido una peculiar reflexión
sobre budismo y zapatismo. Más que un desarrollo argumental, mi padre
anotó epigramas, frases sueltas cuya idea rectora es la búsqueda de lo otro,
“sólo descriptible negativamente”: la no opresión, la no dominación, la no
división, la no violencia. “El camino es un no fin. Es lo aún no logrado”, escribe a los 91 años. Más adelante agrega: “Lo otro: utopía: lo que no es pero
indica una meta, permite el camino”, y cita a Antonio Machado: “Se hace
camino al andar”. Por su parte, Conze apunta: “Está en la naturaleza de las
cosas que el conocimiento íntimo del camino es dado sólo por aquellos que
caminan por él”.
Más allá de las diferencias que advierte entre budismo y zapatismo,
en sus últimos apuntes el filósofo encuentra elementos de confluencia: el
sentido interminable del camino, la meta siempre aplazada, la disolución
de los intereses individuales en favor de la comunidad, el cumplimiento de
los valores personales a través del otro y de lo otro: “La realización individual depende del no individualismo. El olvido de uno mismo. La realización
social depende del no poder”. Y agrega con su letra de alambre: “No pura
teoría, praxis real”.
Transformar el mundo exige asumir la reflexión como un anticipo de la
conducta. Luis Villoro Toranzo transitó del sentimiento religioso al compro42
por ejemplo , un puñado de sal
miso político a través de una ética de vida. En lo sagrado y lo profano admiró
la categoría del ejemplo. No siempre quiso dar explicaciones para sus actos,
deseando que los demás interpretaran libremente su conducta, y se negó a
concederse importancia, reglas básicas para dar ejemplo.
Sus hijos difícilmente lo veremos como una figura desprovista de las
contradicciones de la vida diaria, pero recibiríamos una reprimenda ultraterrena si no reconociéramos que ciertas figuras sirven para dar ejemplo y
cambiar el mundo con un puñado de sal.
El 5 de marzo de 2014, Luis Villoro llamó a mi hermana Renata para
felicitarla por su cumpleaños. Después de colgar el teléfono, dio las gracias
a la empleada que le ofrecía algo y cerró los ojos, como quien cierra un libro.
“La filosofía es una preparación para la muerte”, postuló Montaigne.
La frase ha tenido muchas maneras de ser cierta. Ante la tranquilidad con
que mi padre aguardaba su destino, varias veces le dije: “La filosofía prepara para la muerte pero a ti se te está pasando la mano”. Por toda respuesta
sonreía, pensando en su camino.
Unos versos de Rubén Bonifaz Nuño sirven para acompañarlo en ese viaje:
Que no sea mi amor amurallada
cárcel, ni vaso que recibe,
sino un cristal transido, un cauce tierno
el portal de un camino.
43
Sin fecha
F rancisco M agaña
i , madre
Me dice
en la sala
que quiere un camarón
como mascota
–un gusano, afirma,
pero lo que trae
y deja en la mesa
es un camarón.
Le digo
que me recuerda a Nerval
–¿porque los dos
estamos muertos? –me pregunta.
44
ii , ánima
La mañana se oscureció de un día cualquiera.
Azotada por el viento el ruido de una puerta
Saber me hizo, sin saberlo, que en casa estaba
de mis padres levantando mi sombra de difunto.
45
Insomnio
A tenea C ruz
para Adolfo Villalpando (y a petición del mismo)
Lo despertó la voz de una mujer, susurraba a su oído: Por aquí es el final. Abrió los ojos, aún no amanecía.
Ocho horas más tarde, aquel joven
entra en la peluquería, es barbado y
lleva el cabello hasta los hombros, mas
el verano es recio y lo obliga a renunciar a su mata, resabio de los gustos
musicales contraídos en secundaria.
Le indica al peluquero el corte que
desea: algo sencillo, que no requiera
mucho mantenimiento. El anciano mueve la cabeza en suave afirmación, las
manos arrugadas manejan las tijeras
con tal destreza que contradicen sus
dedos, en apariencia artríticos. Los
rizos caen, al poco tiempo el suelo se ha
convertido en una alfombra negra. El
peluquero toma la maquinilla, ajusta
la navaja, sólo resta afinar unos detalles: emparejar los mechones rebeldes,
definir las patillas. Le ofrece al joven
46
cliente el servicio completo, “La barba no, sólo el pelo”, responde aquél,
con gesto serio, aunque amable.
Casi termina el viejo su labor cuan­
do un soplo de viento ligero, diríase
imperceptible, sacude los cabellos que
suelen quedar sobre sus manos tras el
corte; frunce el ceño, extrañado voltea
hacia la ventana y comprueba que las
hojas del álamo permanecen inmóviles. “Figuraciones mías”, piensa. El
vientecillo se repite, innegable en es­
ta ocasión. Lo que es más, descubre
que la corriente proviene de la oreja
derecha del muchacho. Con el pretexto
de revisar la simetría del corte, el peluquero se inclina. Ahí está de nuevo
el soplido, esta vez transformado en
murmullo: Por aquí es el final.
–¿Mande? –le interpela el joven.
–No dije nada –responde, nervioso–, son cuarenta pesos.
insomnio
Recibe el pago y cierra al punto,
convencido de que la senilidad por
fin lo ha alcanzado, sin sospechar que
dentro de dos semanas el cierre del
local será definitivo, como su muerte.
Han pasado varias noches sin que el
joven barbado logre dormir más de dos
horas, un sueño recurrente lo atosiga:
corre un maratón, la última parte del
trayecto es un subterráneo, agotado
se detiene al llegar a un punto donde
el camino se divide, hay un letrero en
un idioma incomprensible. La omnipresente voz de una mujer lo llama:
Por aquí es el final. Sin importar la
dirección que indique, cada noche le
irrita darse cuenta de que siempre es
errónea. Pierde. Luego despierta.
Con la voz llegan también taquicardia y sudores impropios de su edad.
Conforme avanzan las semanas, le es
imposible volver a conciliar el sueño.
El insomnio va haciendo de las suyas: además de la barba, aquel joven
comienza a distinguirse por sus ojos
hundidos y la angustia propia de los
que temen la caída de la noche. Cuando incluso el sonido del segundero se
vuelve intolerable, decide hacer una
cita con un médico especialista. Lo
prueba todo: desde infusiones herbales
hasta sesiones de hipnosis. Como nada
funciona, lo turnan con un psicoanalista, quien a su vez lo envía con un
psiquiatra. A cada uno le explica, en su
momento, sin omitir detalles, la pesadilla que lo mortifica. Le recetan pastillas
que surten efecto apenas una semana o dos: su organismo se resiste a
la dosis por mucho que la aumenten.
La noche va expandiéndose, hormiguero cuyas raíces se bifurcan una
y otra vez hasta llegar al infierno.
Cuando sus días comienzan a durar
24 horas, lo mismo en teoría que en la
práctica, inaugura una nueva rutina:
deambular por la ciudad –dormida en
los familiares suburbios, vibrante en sus
orillas como mujer ansiosa por ser
poseída–, tiene tiempo de sobra para
reconocer sus pliegues, la sangre y
carne que por la madrugada la transitan.
En uno de esos recorridos entra a un
bar, se sienta en la mesa más próxima
a la rockola, donde ha programado
una lista de canciones de otra época,
música de las noches en que el sueño no sólo era algo posible sino cotidiano. Una mujer lo observa desde la
barra, atraída por la ilusión de cercanía que le reportan las tonadas que
estuvieran de moda en su adolescencia.
Con un ademán que de tan estudiado
se ha vuelto parte ya de su naturaleza, se echa el pelo a la espalda. En
medio del sopor generalizado, sus
hombros quedan expuestos, resbalan
47
atenea cruz
por sus curvas las miradas atentas de
los parroquianos. Cruza apenas un
par de frases con aquel joven que le
despierta compasión, simpatía y ternura a partes iguales. Lo que empezó
como una transacción se ha convertido en un acto de misericordia.
El joven se deja conducir al hotel,
luego al cuarto. Sin protocolo la toma
repetidas veces, casi con violencia,
con la esperanza de agotar su propio
cuerpo. Pero aunque dentro de ella
encuentre algo parecido al descanso,
no es suficiente. Dos horas más tarde
la mujer se tumba a su lado, entrecierra los ojos, exhausta. Antes de caer
dormida llega hasta su oído izquierdo
una voz femenina: Por aquí es el final,
que atribuye a la portadora de los tacones que resuenan en el pasillo. Se
cubre con la gastada sábana, presa de
un repentino escalofrío. Así, tan tranquila, parece envuelta en un sudario
antiguo y, sin embargo, es tan bella
que la idea no provoca miedo, piensa
el muchacho. Cosa curiosa que unos
días después, mientras hojea el periódico por costumbre, ni siquiera re­
pare en la sección policiaca, donde se
relata de manera sucinta el suicidio
de una joven prostituta.
48
Cansado de leer una novela francesa, cierta noche el muchacho frota
sus ojos. Ante el ardor, cierra los párpados y, por fin, el sueño se apodera
de él. Empero, no es el sueño que
hubiera deseado, sino uno profundo
y opaco, ciénaga en la que se hunde
sin remedio. No regresa.
En el velorio la abuela llora a grito
abierto: “Era un niño, era un niño.” Y
es verdad que enfundado en esa camisa azul cielo, con el cabello corto,
la barba rasurada, luce mucho más
joven; si bien es cierto que había
cumplido ya 27 años. De madrugada,
madre y abuela lo contemplan, tocan
el ataúd con la misma dulzura que en
otro tiempo la cuna. La abuela cabecea,
el sufrimiento la empuja al límite del
sueño, pero ella se rehúsa. De pronto
abre los ojos, presa del sobresalto:
–¿Qué dijiste? –le pregunta a su hija.
–¿Yo?, nada. Ve a recostarte un
rato, mamá –la toma por el brazo, la
conduce a un sillón en la esquina más
apartada de la sala. Sin embargo, esa
noche la abuela no consigue dormir.
Cierra los ojos un par de segundos,
la despierta la voz de una mujer que
susurra a su oído: Por aquí es el final.
Todavía no amanece.
Tres poemas
R aquel A bend
a los
van
D alen
muertos no se les deja entrar a la iglesia.
Quédense jugando en el jardín,
que los adultos estamos hablando.
Sientan los gusanos lamiendo la piel,
el sol lijando los huesos.
alguien escucha estos himnos que
me han enseñado a pronunciar
antes de mi nacimiento
sé que
alguien debe entender este idioma de nadie
que a nadie pertenece, que
desde la nada invocamos
49
–¿Estás ahí, Padre, escuchándome cantar? Yo escucho
tu respiración. Huelo ese aliento a lengua disecada. Es
como la carne de vaca, pero más dulce.
Silencio
–¿Y esos ojos de vaca, también son tuyos? Te he visto en
las estampitas, en los cuadros y estatuas. A veces los tienes
azules. Otras, negros. Son redondos, rasgados, caídos, dos
pelotas que se desbordan por una ranura, un trazo, un
corte en la carne.
Silencio
–Tu lengua perdió su sangre hace mucho. Yo lo sé. Está
conservada. La he visto. No ha envejecido un día. No se
descompone.
Pausa
católicas están confundidas
sentadas en los bancos de la salida
son las 12 pe eme y sus madres están en camino
se arremangan las faldas para lucir sus muslos
y bajan las medias a los tobillos
las niñas
50
pues las canillas tienen la misma importancia
quizás tengan prioridad a los ojos de uno o dos
y ellas están viendo el cielo incendiado, su aridez,
y pensando en las profundidades de la tierra
ocultas por la frialdad del agua.
Los dibujos de sus biblias escolares nunca utilizan
el rojo para el cielo y el azul para el infierno
por eso buscan sus prismacolor y calcan
las nubes siempre inflamadas en la puerta de salida.
Alguien acabó con el azul.
51
La vida póstuma*
P ablo S ánchez
1
Mi nombre es Max von Sydow, y creo que eso dice ya bastante acerca de
qué tipo de persona fue mi padre. No hace falta tampoco pensar mucho para
deducir que, con un punto de partida así, mi vida no ha sido fácil. Aunque
qué vida es fácil.
Yo, en realidad, no supe mi verdadero nombre hasta el momento en el
que solicité mi primer pasaporte. Mi madre se limitó a llamarme siempre
Max y sé que, en todo caso, le gustaba el nombre de Máximo. Pero dicen
que, cuando yo nací, mi padre insistió y tomó la decisión sin que mi madre
opusiera resistencia (mucho después entendí el porqué). Parece ser que,
bromeando, dijo algo así como “Máximo no es suficiente”.
Los dos residían temporalmente en Venezuela, alojados en la casa de mi
abuelo exiliado, y en ese país, por alguna razón que desconozco, era bastante
fácil evitar el santoral y poner cualquier nombre absurdo a un recién nacido.
Además, mi padre se llamaba José Ángel y sin duda estaba incómodo con esos
dos nombres de pila tan bíblicos. Y sólo faltaba que viera por aquel entonces
El séptimo sello y quedara deslumbrado, no sé si más por el actor protagonista o por el significado de ese personaje (en cambio, la primera película con
Max von Sydow que yo vi fue Flash Gordon. La de Bergman la vi muchos
años después y no me gustó demasiado, aunque, desde luego, no me costó
entender el interés de mi padre. El hombre frente a la Muerte y todo eso).
*
52
Fragmento.
la vida póstuma
Max von Sydow Arranz Bosch. Suena a chiste, y lo sé. Pero así figura mi
nombre en el pasaporte. Mi hermana, en
cambio, tuvo más suerte. Mi madre sí se
resistió esa vez y le pusieron un nombre
hermoso aunque también enfático: Gloria. “Debes comprender que tu padre es
así de raro”, me repetía mi madre, con una
especie de resignación que a veces me
parecía dramática y a veces cómica, dependiendo también de mi propio estado
de ánimo, tan fluctuante entre el amor y el
odio a un padre como ése. Porque lo adoré
durante años, pero también me enfrenté
a él muy duramente, le insulté muchas veces y pasé largas temporadas sin hablarle.
Cosas típicas de padres e hijos, sobre todo primogénitos; tampoco hay que exagerar. Hace tiempo que a cualquier
problema de niños se le compara ni más ni menos que con Edipo, y así nos hemos quedado sin mitos para lo realmente importante, que es lo que les pasa a
los adultos. A mí tanto rollo edípico me trae al fresco, y no creo que sirva para
entender casi nada de lo que aquí voy a narrar. Pero es cierto que no es fácil
aguantar que tu padre, por ejemplo, desapareciera durante un año entero,
sin dar apenas explicaciones, aunque después regresara con visible ternura
y algún regalo barato pero exótico que nadie más en el barrio podía tener.
“No se lo eches en cara. Tiene otras cosas en la cabeza. Es poeta.” Sí,
fue poeta (probablemente era lo que más le importaba, aunque era lo que
peor hacía), pero también fue novelista, periodista, político, crítico, editor y
ensayista –o pensador o aspirante a filósofo–. Y no fue general de algún ejército porque no tuvo la oportunidad. Hizo muchas cosas, como tantos otros
hombres de su época que se creían especiales y visionarios en una España
mediocre y atrasada, y la mayoría de esas cosas tienen poco interés hoy
para la mayoría de la gente. Sé que hay quien las estudia como símbolo de
un momento histórico, e incluso conozco en persona a un profesor que ha
53
pablo sánchez
defendido con seriedad el enorme valor literario de esa obra. Pero yo no soy,
ni quiero ser, un erudito o un estudioso. Y no voy a dedicarme a contar los
grandes éxitos de su vida. Todo lo contrario: si algo me interesa, es precisamente contar lo que hizo después de muerto.
2
No negaré que José Ángel Arranz pudo ser, en según qué aspectos, una mala
persona, incluso puede que para algunos fuera un hijo de puta, pero no cualquiera se ha ganado el derecho a criticarlo. Yo sí.
A muchos, incluidos amigos y colegas de profesión, les parecieron siempre ridículas y teatrales las ambiciones de mi padre, y así llegaron algunos a
manifestarlo en entrevistas y actos públicos, de forma a veces poco respetuosa (es hora ya de decirlo). Yo, que conocía muy de cerca esas ambiciones, no
las subestimaría tanto. Si digo que José Ángel Arranz quería, ni más ni menos, liberar a la Humanidad de toda injusticia y que creía que podía aportar,
desde nuestro sencillo hogar en Barcelona, algo importante a esa causa, no
exagero: lo creía, y no tengo dudas. Es más: cualquiera lo puede comprobar
a través de sus muchísimos libros. No me parece que sea un proyecto indigno; yo, desde luego, no tengo nada mejor que ofrecer. Y Barcelona es, en
principio, un lugar tan bueno como cualquier otro para empezar a cambiar
el mundo.
Decir, como han hecho esos a los que he mencionado, que no era sincero en esos libros no revela nada, salvo que ninguno de ellos vivió con él ni
fue su hijo. Sea como sea, mi padre sabía que la justicia requería de muchos
más esfuerzos como el suyo, una infinidad de esfuerzos, posiblemente, y quizá por eso se empeñó en tener al mismo tiempo otro proyecto más personal
y doméstico aparte del de salvar al mundo. Por eso, si digo que pensaba que
desde ese lugar tan poco relevante en el universo como es Barcelona podía
ni más ni menos que lograrse algún tipo de inmortalidad (algún tipo, repito),
estoy también en lo cierto. Eso no significa que mi padre estuviera, pongamos, loco: era un hijo de su tiempo, como yo lo soy del mío. Simplemente no
se conformaba con nada que no fuera total.
Convivir con alguien así, y que además esa persona sea tu padre, el que
54
la vida póstuma
te enseña las primeras ideas sobre la vida y también los primeros límites,
tiene sus consecuencias. Sobre todo porque a tanta ambición le solía suceder
una desesperación igual de intensa, como les suele pasar a los idealistas menos templados. Tal vez lo imagino y no sucedió así, pero creo que recuerdo
a mi padre en una tarde de domingo cualquiera diciendo con normalidad
cosas como: “¿Qué vais a hacer conmigo cuando muera?” El tema era serio,
sin duda, sólo que quizá no era el problema ideal para una sobremesa de
domingo en una familia de cuatro miembros (cinco, si contamos a El Otro
Estado de la Materia, que no era hermano pero vivía con nosotros, y del que
no quiero hablar mucho entre otras cosas porque jamás supe o entendí nada
de él y de lo que pasaba por su cabeza).
Yo tuve la suerte de ser un niño con scalextric –un enorme e inmejorable
scalextric, de hecho–, pero ya me dirán de qué sirven los juegos sofisticados
cuando tienes un padre obsesionado sin descanso por ideas que seguramente
no tenía ningún otro padre de la escuela ni del barrio. O que sólo tenían diez
o doce personas en todo el mundo.
Las reacciones de mi madre a las preguntas pesimistas de mi padre
eran imprevisibles: podían ser irónicas o ásperas, pero también diplomáticas, con el fin de evitar traumas a los niños.
–Pero es que estos chicos tienen que aprender a enfrentarse a la muerte
–replicaba mi padre, o como le llamábamos, Padre–. Es lo más importante
de la vida.
El resultado, en mi caso, fue que suelo intentar suicidarme cada siete
años, pero eso lo contaré luego, en el que espero que sea el único capítulo
centrado sólo en mí.
–Vete a la mierda con tanta muerte –dijo alguna vez mi madre, furiosa
hasta el punto de incurrir en el uso de palabras groseras, insólitas en ella,
una mujer bien educada de la clase media catalana–. Estoy hasta el coño de
tus muertes y de tanta… ¡metafísica! Yo me voy a morir igual que tú y no
estoy lloriqueando todo el rato. Joder.
Hay que decir, en su defensa, que el corazón de mi padre era débil por
razones congénitas (su padre y su abuelo murieron relativamente jóvenes
de sendos infartos), pero su miedo a morir era tan obsesivo que hacía difícil
cualquier forma de convivencia. No sólo por las depresiones frecuentes, sino
55
pablo sánchez
por la ansiedad permanente y monotemática, que a veces se transformaba en
ridículas muestras de arrogancia que
mi madre, en la intimidad del matrimonio, aguantaba más que nadie.
–No estoy dispuesto a morirme. La
muerte es inaceptable, y además tengo
mucho que hacer. Todos tenemos mucho que hacer. La inmortalidad es necesaria, al menos de momento.
Y a la arrogancia le sucedía casi
siempre la desesperación. Una desesperación a menudo silenciosa pero siempre
visible para todos lo que convivíamos
con él. Yo mismo me acostumbré con
los años a tolerar, a entender e incluso
a apreciar sus esfuerzos por sobrellevar
la angustia, que convertían en tiernos
algunos de sus comportamientos cotidianos y menos trascendentales, como
cuando contaba (siempre mal) un chiste o cuando elegía un tema trivial y
doméstico para distraerse y distraernos.
El debate sobre si era preferible la incineración a la inhumación tradicional o la donación del cuerpo a la ciencia ocupó muchas tardes de discusión con amigos, familiares y compañeros militantes en mi casa, mientras
Gloria y yo jugábamos a que éramos personajes de las series de ciencia
ficción de la televisión (sólo recuerdo Star Trek, aunque había más). Pero
no siempre podíamos estar jugando a evadirnos, y las mañanas a veces empezaban de la peor manera: viendo a mi padre taciturno y con un sello de
desconsuelo en la cara.
Por ejemplo, llegó a pasar semanas enteras sin apenas dormir por un
repentino miedo, no muy justificado clínicamente, a las apneas del sueño.
La fijación con el ritmo de los latidos de su corazón endeble era también
bastante habitual: algunos momentos de soledad creativa de mi padre, en su
estudio, terminaban en algo así como auscultaciones de su propio interior,
56
la vida póstuma
y esas auscultaciones de médico aficionado derivaban en ataques de pánico
que, a falta de las pastillas de que hoy disponemos, se resolvían con métodos
muy diversos: infusiones, largos abrazos, vasos de vino tinto, consuelos éticos o religiosos o artísticos.
Le recuerdo dándome los besos de buenas noches y diciéndome que
no tuviera miedo a la oscuridad. Más de una vez le olía el aliento a alcohol,
pero eso no era lo peor. Casi siempre parecía abstraído, como si en realidad
deseara leerme alguno de esos poemas tenebrosos que le fascinaban, de autores casi siempre ingleses o alemanes, en vez de los típicos cuentos o anécdotas sencillas sobre animalitos que sufren leves peligros antes de aprender
la moraleja que les llevará a mejorar su existencia.
Cuando llegué a la adolescencia, empecé a aburrirme de sus tics y contraataqué mostrándome indiferente. La estrategia funcionó bien durante algunos años, hasta que yo mismo comencé a pensar en mi propia muerte y me dejé
contaminar por la amargura de la marca Arranz. Con la diferencia de que yo
nunca he tenido ni uno solo de sus grandes proyectos. Nunca he querido escribir un gran poema, ni salvar a la Humanidad, ni descubrir el misterio del ser.
Eso sí, hay que reconocer que el paso del tiempo le dio a mi padre nuevos
argumentos para entristecerse: la fama literaria le fue esquiva en beneficio
de otros menos abnegados según él, perdió muchas amistades por culpa de
la política y también creo que algo se apagó o perdió definitivamente entre él
y mi madre. Algo amoroso, o sexual, nunca lo sabré.
Que esa obsesión generara una abundante poesía metafísica y muchas
reflexiones filosóficas puestas por escrito e incluso publicadas, no hizo más
llevadero para él y para todos nosotros su victimismo. “Investigar la Nada
es una prioridad ineludible. La muerte es el tema más importante de todos
los que podemos pensar, y jamás debemos olvidarlo, pero en cierto modo, no
me interesa tanto la muerte como la des-existencia”, escribe en uno de sus
primeros libros, quizás el más divagatorio, titulado Lo aciago. “La muerte es
un punto de cese, una ruptura total pero instantánea e insignificante desde
el punto de vista sensorial. En cambio, la des-existencia es todo lo que viene
después. Es decir, el desajuste radical y seguramente infinito entre el yo y
el mundo que, a pesar de todo, sigue adelante. De que esa des-existencia
no sea del todo equivalente a la nada (no del todo, insisto) depende nuestra
57
pablo sánchez
continuidad emocional y cultural como colectividad en un mundo sin Dios y
en el que ideas como el eterno retorno son tan fantasiosas como infantiles.”
Y más adelante: “ese desajuste es lo que más odio, y la prueba definitiva de
que no soy un nihilista, sino un vitalista. Yo quiero infinito, y me molesta
enormemente no poder gozar de ello”.
A mi padre, desde luego, no le gustaba la idea de dejar de existir y
perderse, digamos, Algo que Se Supone Sucederá Algún Día y que Valdrá la
Pena. Y sin embargo, todos los que le vimos en el hospital en sus últimos días
(después de ser ingresado por una enfermedad inesperada del riñón que al
final fue la que le mató ante la imposibilidad de un trasplante) estuvimos de
acuerdo en que murió bastante tranquilo, y no sólo a causa de los sedantes.
Cuando entró en el hospital ya en situación grave, temimos que su angustia
fuera directamente insoportable para él y para todos nosotros, y auguramos
escenas terribles de gritos y desgarros, de paroxismo y resistencia a médicos
y enfermeras ante la perspectiva de ver su propio cuerpo degradado y manipulado horriblemente por sondas, sueros y cables. Pero en esos días tristes
de hospital, cuando, por primera y última vez, el poeta José Ángel Arranz
tenía motivos objetivos para temer la proximidad de la muerte, hablaba con
un sorprendente sosiego, sin pánico aunque con la melancolía lógica, como
si hubiera aceptado por fin su destino y hubiera renunciado a sus alharacas
trágicas para entregarse a una cierta naturalidad del ciclo vital. Pero había
algo más: en realidad, allí me di cuenta de que sus dos últimos años de vida
fueron bastante calmados y menos desesperados en comparación con todos
los anteriores que recuerdo. De hecho, por aquel entonces ya escaseaban las
conversaciones macabras y las hipocondrías; puede que el malestar siguiera
en su interior, pero la voz era pacífica, sin rabia ni tormento. Sin duda algo
tuvo que ver que justo antes de esos dos años hubiera otra larga desaparición
de las suyas, la segunda más larga si contamos la estancia en la cárcel como
desaparición familiar. Una desaparición en la que viajó mucho, sobre todo
por Francia, y en la que, y no es un detalle menor, gastó buena parte de los
ahorros de la familia.
3
Creo que, para ser objetivo, debería incluir ahora un buen recuerdo familiar.
58
la vida póstuma
No estoy en contra de la familia así
en general, aunque dudo mucho que yo
vaya a tener algún día una. Sé que suele
haber amor en las familias, y sin duda
hubo amor en la mía, a pesar de todo,
a pesar de tantas quimeras y tantos desengaños. Pero yo diría que el amor no es
el único factor unificador de eso que
llamamos familia, porque hay también
toda una serie de circunstancias deter­
minantes que yo he comprobado en mi
caso y que estoy seguro de que están
presentes en todas las familias, en mayor o
menor medida: azares, arrepentimientos, medias verdades, improvisaciones,
planes B, rencores, agravios y desagra­
vios, secretos, malentendidos, errores de
cálculo, mercadeos. El largo manual
de instrucciones que se debe consultar
antes de emocionarse con la foto de una familia que no es la tuya. Y es que
toda familia es o acaba siendo una chapuza; con más o menos amor, pero con
mucho de naufragio y de supervivencia.
Aun así, en mi caso puedo elegir algunos buenos recuerdos. Prefiero
uno en particular, seguramente porque lo he usado a menudo para relajarme
en situaciones de estrés. El recuerdo es de un sábado o domingo en nuestra
casa en el barrio de Sants, una planta baja con un jardín sólo para nosotros.
El jardín es pequeño, pero como yo tengo ocho o nueve años me parece
enorme. Y sobre todo es suficiente para jugar a mil cosas. Por ejemplo, la
petanca que nos han regalado los Reyes Magos (ya sé que no es importante,
pero aclaro que fue anterior al scalextric).
Antes de empezar a jugar con Gloria, busco a mamá por la casa y no
la encuentro. Está en el despacho de Padre, hablando con él. Yo entro con
timidez y veo su mesa de trabajo, con los libros y la máquina de escribir. Alguno de aquellos libros privilegiadamente extraídos del estante lo recuerdo
59
pablo sánchez
todavía, porque luego mi padre me lo hizo leer: Principios fundamentales del
materialismo histórico, de una tal Marta Harnecker. Y otros no los leí porque
nunca me interesaron: libros de Marcuse, Benjamin, Lezama Lima, Fromm.
Me parece que he hecho bien, porque poca gente los lee hoy.
Yo quiero que Padre juegue con nosotros pero me encuentro con la
reprimenda previsible, leve pero inapelable: tengo que trabajar. Y yo juego
con Gloria, mientras Madre (que en ocasiones sí es mamá) hace cosas de la
casa, aunque de vez en cuando se acerca hasta nosotros para comprobar que
todo está en orden. Ella es la que nos enseñó antes a jugar a la versión pobre
(franquista) de la petanca, con monedas de una peseta que se tiran a una
raya marcada en el suelo o a una pared.
En realidad, nosotros no fuimos nunca pobres: el abuelo materno tenía
un pequeño hotel de dos estrellas (a veces, tres) en el centro de Barcelona
y ése fue siempre un buen negocio. Mi madre trabajó ahí de contable y de
otras muchas cosas y finalmente lo heredó. Mi padre, por supuesto, odiaba
la sola idea de ser empresario y aspiraba a ganarse la vida con sus artículos
y libros, aunque la familia se mantenía en realidad con el dinero del hotel.
Vuelvo a mi memoria. Juego con Gloria y se me pasa el enfado. Adoro
a mi hermana y nos llevamos estupendamente, a pesar de las rabietas ocasionales. Y entonces, cuando ya estamos a punto de cansarnos, aparece él
en el jardín. Está radiante, poderoso; es el Padre que nos protegerá siempre
y que parece que además quiere proteger a más gente, porque es generoso
y luchador, es inteligente y no se rinde jamás. Padre ha dejado de trabajar y
viene a jugar con nosotros. Y encima hay merienda de mamá, con galletas
danesas y Tang de naranja para beber.
Si me preguntan qué es la orfandad, diré que es ese recuerdo del cual
no tengo ni una fotografía.
Pero ese altar de mi memoria no cambia nada con respecto a lo que para
mí es una familia. Porque sé (aunque mi padre lo ocultó toda su vida) que
fui un hijo nacido de un accidente y que él en realidad estaba enamorado de
otra mujer, y quizá lo estuvo todo el resto de su existencia. Sé que mi vida,
por tanto, está muy lejos de ser el feliz resultado de un maravilloso plan. Soy,
como tantos millones de hombres y mujeres hoy y siempre, un objeto fortuito. Pero mi padre aceptó casarse con mi madre, renunciando al otro amor, y
60
la vida póstuma
hacerse cargo de mí. Por eso, pasado ya el primer momento de shock, puedo
perdonarle mi nombre absurdo y grandilocuente, e incluso puedo perdonarle
tanta obsesión egocéntrica por la inmortalidad.
A veces, admitámoslo, los hijos son muy ingratos con los padres.
4
Hay, sí, una fotografía importante, aunque yo no aparezco en ella. La he
examinado bastantes veces y sin duda siguen faltándome datos, pero me
parece que he podido reconstruir de manera fiable el relato previo. La foto
es en blanco y negro, por lo que no se ha amarilleado como tantas otras fotos
de la época. Se realizó en La Habana, en enero de 1969, cuando yo tenía algo
más de tres años. ¿Quién tomó la foto? No lo sé, aunque sospecho de alguien
muy concreto.
Mi padre se ve muy joven, como los otros tres fotografiados. Salvo uno
que tiene ya bastante alopecia, los otros llevan los flequillos y las patillas
propias de la época. El escenario es La Rampa, una de las calles más famosas de La Habana. El motivo, un famoso congreso cultural internacional al
que asistieron más de cuatrocientos artistas e intelectuales de todo el mundo.
Mi padre dijo a mi madre que no podía perderse un acontecimiento así
y logró llegar a La Habana después de una odisea aeronáutica que incluía
escalas en Madrid, París y México. Con él viajaban otros dos de los fotografiados, Santiago Uría y Ferran Garibay, recién licenciados por la universidad.
Los tres llegaban con el carnet del partido bien escondido; mi padre, incluso,
había pasado por la cárcel una temporada larga por motivos políticos, antes
de que yo naciera. No fue una experiencia muy violenta, al parecer, y resultó
bastante similar en muchos sentidos al servicio militar. Incluso acabó forjando una cierta amistad con uno de los policías que le arrestaron, un tal Revilla, y llegó a conocer a su familia e intimar con el hijo mayor, que también
eligió la profesión de policía, ya en tiempos de la democracia.
Uría y Garibay, sin embargo, consiguieron siempre evitar la cárcel, a
pesar de que eran mucho más agresivos y fanáticos en sus discursos. Uría,
de hecho, era en aquellos tiempos un radical prosoviético, con modales y
exabruptos bastante stalinistas, que iba a Cuba algo preocupado por la deri61
pablo sánchez
va original de los cubanos y dispuesto a
defender a ultranza a la Unión Soviética
frente a cualquier heterodoxia insular.
El cuarto de la foto es un poeta
cubano del cual no he podido averiguar
aún hoy si sigue vivo o está muerto o
simplemente des-existe, un tal Octavio
Fernández.
La foto los muestra entusiasmados
y leales, incluso triunfalistas. Sin embargo, mi padre volvió muy preocupado.
–No tiene buena pinta, Carme –le
debió de decir mi padre a mi madre–.
Estos cubanos son luchadores, más que
nosotros, la verdad, y han hecho grandes cambios, pero no sé cuánto tiempo
los podrán sostener. Se acabaron las bro­
mas; viven en estado de guerra y quizá
pronto será imposible aguantar ahí. Los americanos, qué cabrones, están
presionando mucho y la muerte del Che apenas la están empezando a digerir en la isla. Pero lo peor es lo de dentro. El enemigo interior. Algunos ya
murmuran, te confiesan en susurros que la situación se está volviendo complicada y que empiezan a tener miedo. ¿Una revolución cultural a la manera
china? Quizás… La verdad, no sé si creerles. No creo que Fidel sea así. Oh,
tenías que haber visto a Fidel… Es impresionante, visto de cerca, El Caballo, le llaman. La gente le adora, te lo juro. Pero luego, en voz baja, dicen que
no hay comida porque toda la comida iba a nosotros, los turistas. Dicen que
los cubanos hacen colas de horas para conseguir un trozo de pizza. Pero es
lo mejor que nos queda, a pesar de todo. Habrá que defenderlo, pase lo que
pase. No podemos ceder ahora, después de tanto esfuerzo. Es lo que quieren
ellos. Ya sabes, ellos.
Octavio Fernández les había hablado, con una paranoia convincente,
de las verdades cotidianas del país, muy distintas del ambiente eufórico e
intelectualista que se vivía en los hoteles donde se alojaban los participantes
62
la vida póstuma
del congreso, y en el que fluía una camaradería multilingüe llena de mojitos
y citas a autores como los de la biblioteca de mi padre. El poeta cubano
vivía con miedo desde que un día se atrevió a decir que el Líder Máximo
de su país le parecía un hombre muy atractivo. No le había sucedido nada
grave todavía, pero estaba teniendo muchos problemas para publicar sus
poemas y había tenido que recurrir a revistas españolas y francesas que no
estaban muy bien vistas en la isla. Quería que mi padre le ayudara a publicar en España un libro de cuentos en el que pensaba satirizar algunas de las
decisiones políticas de los últimos años. Mi padre lo consultó con sus dos
amigos y pensaron que era mejor abstenerse de contribuir a lo que podría ser
un pequeño escándalo. El libro, que yo sepa, nunca salió a la luz. El poeta
fue poco a poco desapareciendo de la vida social y literaria, perdido en un
remoto pueblo de la otra punta de la isla al que llegaban con dificultad las
llamadas telefónicas. No me sorprendería que siguiera así hoy, en ese limbo.
Uría y Garibay presumieron de los mismos ideales durante bastantes
años más, disculpando errores o simplemente negándose a admitirlos. Pero
en realidad ya habían creado en el barrio gótico de Barcelona una librería
que les daba unos aceptables beneficios. Uría vendió su parte unos años después y empezó a montar negocios por su cuenta. A mediados de los ochenta
era inequívocamente millonario. Era el dueño de la discoteca Olimpo, aquella en la que, a principios de esa década, un incendio provocó más de sesenta muertos por la ausencia de salidas de emergencia. Pero nunca llegó a ser
juzgado ni a pagar ninguna indemnización. Otro tipo, que no era en realidad
el dueño pero había aceptado firmar algunos papeles, sí fue condenado.
Garibay, que siempre fue rico por su familia, empezó una carrera política que le llevó a ser alcalde de su pueblo natal, cerca de Tarragona, y luego
diputado por otro partido muy distinto al de su militancia juvenil. Tanto él
como Uría dejaron de venir a mi casa y sus nombres dejaron de ser mencionados amablemente. En ese punto mi madre y mi padre estaban de acuerdo.
Además, en una de esas últimas visitas, siendo yo ya adolescente, mi padre
y Garibay se recriminaron hechos y actitudes y se acusaron de todo tipo de
traiciones. Garibay negaba haber sido nunca comunista y decía que en todo
caso él sólo había sido un antifranquista compañero de viaje de algunos
comunistas.
63
pablo sánchez
–Me parece muy bien que cambies de opinión, e incluso que renuncies
a los ideales que compartimos. Pero no te permitiré que mientas. Tú llegaste
a reunirte con las Brigadas Rojas, con los montoneros y con la olp. No me
jodas. Sí, también con la Brigadas Rojas, lo sé perfectamente.
Mi padre no siguió ninguno de los dos caminos tomados por sus amigos.
Se pasó muchos años en una especie de zona de nadie, discutiendo en todas
las direcciones, como si su escepticismo fuera ya incontenible pero él mismo
aún no se hubiera dado cuenta. Aún volvió a intentarlo, unos años después,
cuando decidió otra vez marcharse para irse ahora a la nueva Nicaragua,
comprometido a impartir clases gratuitas de filosofía para jóvenes estudiantes. Aguantó sólo tres meses por culpa de una brutal infección.
¿Hay alguna relación entre lo que esa antigua fotografía caribeña esconde, que es lo realmente importante por detrás de la imagen, y la angustia
crónica de mi padre por el tiempo y el absoluto? No me cabe ninguna duda.
José Ángel Arranz, que estudió con los Escolapios, creyó en Dios al menos
hasta los 20 años, y sus primeros poemas lo demuestran sin lugar a dudas;
después creyó en Marx hasta los 40. El último tercio lo pasó a la intemperie,
en la zozobra constante de la búsqueda de respuestas, experimentando por
caminos a veces esotéricos y extravagantes, alérgico tanto al pragmatismo
de unos como a la codicia desmemoriada y cínica de tantos otros. Supongo
que un tipo normal se hubiera dedicado simplemente a su esposa y a sus
hijos, y, aunque sólo fuera por cansancio biológico y desasimiento, hubiera
olvidado cualquier mesianismo para dedicarse a la tarea sencilla de madurar
y envejecer cuidando de los suyos. Pero, para lo bueno y para lo malo, mi
padre podría ser considerado un soñador, es decir, algo así como un neurótico tierno aunque al borde de la locura. Decidió que ese destino de padre
era demasiado previsible y que era necesaria todavía alguna resistencia, más
exactamente una resistencia que tuviera la forma y la intensidad de un rapto
creador o místico, o quizá de un viaje a los infiernos. Nosotros, su familia,
pagamos esa decisión de muchas maneras.
Debo decir que Uría y Garibay no asistieron al velatorio (tampoco habían ido a visitarlo al hospital, de hecho). Garibay, al menos, llamó por teléfono para dar el pésame. Uría no dio señales de vida, aunque sí lo volví a
ver unos cuantos años después. Ya entonces Garibay había renunciado a su
64
la vida póstuma
cargo político después de que saliera a la luz en la prensa su correspondencia con Toni Negri, el filósofo italiano vinculado durante algún tiempo a las
Brigadas Rojas.
5
El mejor amigo de mi padre en los últimos años fue sin duda Alfons Puigdevall, notario que cumplió la función de albacea de su legado. Creo que se
conocieron precisamente a raíz de algún tema administrativo relacionado
con el hotel de la familia. A diferencia de tantos otros amigos y examigos,
llenos de ensueños y obsesiones, inconformes y maniáticos, Puigdevall era
un hombre tímido y sensato, muy apegado, como buen notario, a lo inmediato
y a lo práctico, y extrañamente soltero. Era también un lector incansable; sin
embargo, a diferencia de casi todo el entorno de amigos de Padre, parecía
incapaz de pasar de la curiosidad al fanatismo en ningún orden de la vida.
Aunque yo ya había abandonado en esos años la casa familiar del pequeño jardín, y sólo pasaba de vez en cuando para saludar a mi madre, me
lo encontraba con frecuencia en el comedor, en plena conversación con mi
padre. Yo solía evitar de manera inequívoca y un poco grosera entrar en esas
conversaciones, que normalmente giraban en torno a temas culturales y artísticos. Me limitaba a hacer algún comentario trivial sobre el clima o el
hotel o la familia y los dejaba solos. Intuyo que Puigdevall se sentía violento
por mi actitud desdeñosa, pero, tan pulcro como era, jamás me lo llegó a
expresar. Pero en una ocasión sí nos quedamos a solas mientras esperábamos al Genio, y el notario empezó, didácticamente, a intentar mediar entre
nosotros y suavizar nuestra relación padre-hijo, que entonces atravesaba una
de sus peores etapas.
–José Ángel es, te lo digo con sinceridad, un hombre excepcional. No
creo que haya nadie en España que esté a su nivel intelectual; por eso precisamente recibe tantos ataques, porque hay muchos que quieren impedir que
se le conozca como merece. A veces pienso que si hubiera nacido en París o
en Nueva York sería reconocido en todo el mundo y le veríamos a menudo en
televisión. Su ambición, su sana ambición, quiero decir, es extraordinaria.
Si supieras cuáles son sus proyectos… Es maravilloso escuchar cómo habla de ellos, qué entusiasmo demuestra. Tiene planes increíbles, ilimitados,
65
pablo sánchez
asombrosos, propios de alguien único. Cosas que a nadie más se le podrían
ocurrir. Podrían parecer disparates, pero no: él consigue que te los creas,
que compartas la fe inmensa que tiene. Si uno sólo de esos planes sale bien,
realmente conseguirá hacer algo grande y se hablará de él durante el futuro.
Yo le ayudaré en todo lo que pueda, Max. Gracias a él he comprendido que
hay algo más importante por lo que luchar. Le ayudaré; te lo prometo, Max.
Puigdevall no quería ser artista ni intelectual, pero era evidente que
admiraba a mi padre. Había leído prácticamente todos sus libros, e incluso
había desgastado los ejemplares con múltiples anotaciones y relecturas. Por
supuesto, en presencia de él, mi padre tenía el ego bien alto y no mostraba su
lado más melancólico y pesimista. Pocas veces el notario tuvo que aguantar
los ataques de angustia de mi padre y casi nunca vio su profunda debilidad
ojerosa, sus silencios de tristeza espesa.
La muerte de mi padre le abrumó, sin duda, tanto o más que a los miembros de la familia. Recuerdo su rostro apenado y no puedo evitar compararlo
con la sorprendente quietud que mostró mi padre en sus últimos momentos.
Pero había un factor más en la reacción de Puigdevall.
–No sabes la que me ha caído encima. Su testamento es más largo que
sus memorias.
Pensé que bromeaba y espontáneamente le di un abrazo.
–Max, tenemos que proteger su legado –dijo–. Hay mucho en juego,
más de lo que pensamos. Su legado es una obra impresionante. Verdaderamente impresionante. Mucho mejor que lo que hizo en vida.
En aquel momento, su legado, que yo imaginaba sólo como una aburrida montaña de papeles desordenados, no me importaba lo más mínimo. Recuerdo, sin embargo, otras preocupaciones de aquel día: las palabras nunca
pronunciadas entre él y yo, la certeza de mi propia muerte no inminente pero
sí inevitable, la sorprendente culpabilidad de haber menospreciado la obsesión de mi padre por algo que, efectivamente, se había cumplido, es decir,
su propia muerte.
Mi madre –no es extraño– demostró mucha más fortaleza que yo y también que Gloria. Atendió a todo el mundo con una amabilidad cansada pero
eficaz, incluso cuando llegó al velatorio la Otra, es decir, la mujer a la que
supuestamente mi padre había querido más que a ella, o de otra forma, no lo
66
la vida póstuma
sé. Fue Puigdevall, actuando casi
como un portero, quien le avisó de
su llegada, en catalán, que era la
lengua en la que hablaban entre
ellos:
–Prepárate, la loca va a venir,
Carme. Ya sabes que es capaz de
cualquier escena.
–No hará nada, tranquilo. Y si
lo hace, nos aguantaremos.
No hizo nada, ni siquiera lloró.
Nos dio besos en la mejilla y formuló un pésame de lo más convencional, pero consiguió, no sé si con
la aprobación tácita de mi madre,
quedarse unos segundos a solas con
el féretro de mi padre.
Debo decir que, en conjunto,
todo en aquel entierro fue bastante
tranquilo, y estoy seguro de que se
debe también a la versátil eficacia de Puigdevall. Mi madre insistió más de
una vez, ante diferentes personas, que José Ángel Arranz había muerto en
paz y que siempre supo que su vida no sería muy larga. Sé que a Gloria no
le gustaron esos comentarios conformistas, pero yo me limité a entenderlos
como un buen principio para un periodo de duelo.
Al final, José Ángel Arranz había decidido ser, efectivamente, incinerado. Mi madre recibió la urna y la guardó en el comedor de nuestra casa de
Sants cuando regresamos a la casa después de toda la ceremonia. Me dio a
mí el libro de condolencias para que lo guardara en algún lugar adecuado y
yo lo dejé en la primera mesa que encontré.
Dos días después, la urna ya no estaba y mi madre no quiso decir nada
acerca de lo que había hecho ella.
–Eso queda entre tu padre y yo.
Gloria y yo no quisimos discutir. Supusimos que mi padre había previs67
pablo sánchez
to un lugar único y especial para diseminar las cenizas, y que era un lugar
sólo compartido por marido y mujer. Los hijos podríamos y quizá deberíamos
habernos enfadado, pero creo que ambos estábamos ya bastante cansados
de tanta muerte y tanto ritual. Optamos por respetar el que parecía último
capricho de mi padre.
Lo que sí se guardó en la casa fue el libro de condolencias. Apenas le
presté atención en el velatorio, y de hecho tardé varios meses en hojearlo. Lo
hice por casualidad y casi con disgusto, después de que se me hubiera caído
al suelo de forma accidental. Mientras pensaba qué otra ubicación encontrarle, pasé algunas páginas. Recuerdo que deseché un posible juego, quizá entretenido pero quizá también obsceno o macabro: identificar todas las
firmas. Igualmente se me ocurrieron algunas reflexiones sobre ese extraño
objeto que es el libro de condolencias, una especie de diario de un solo día
escrito después de muerto. Un libro que, en realidad, nadie o casi nadie lee.
Yo, sin embargo, lo leí de forma involuntaria y encontré lo que menos podía
esperar. Un único mensaje escrito entre tanta firma. Un mensaje inolvidable
cuya letra no pude identificar: “José Ángel, ojalá estés ya en el Infierno y te
quedes ahí eternamente.”
68
Cinco poemas
L uis V icente
de
A guinaga
twist del tiempo y el espacio
Un lugar.
Un lugar
donde yo no estuviera.
Donde yo no estuviera
ni de chiste.
París, por decir algo.
Plutón, sin ir más lejos.
Alguien.
Alguien que alcance a distinguir a la distancia
entre dos medios y un entero.
Anémona, la hermana de Desdémona.
Demencia, la hermana de Clemencia.
Un día.
Y todos los minutos de la víspera.
69
Un día.
Y toda la maquinaria del crepúsculo.
Un día. Y una noche. Y otro día.
atardecer en lo de marcos
Alma mía:
si por un tiempo te creíste inmune
a la belleza de los almanaques,
de las tarjetas de San Valentín,
de los fotomurales alpinos o toscanos,
ríndete hoy, pues la evidencia
desarma tus razones, hunde tus argumentos.
El sol poniente, rojo como un hígado,
incendia el mar durante un largo instante
que registra una hilera de fotógrafos.
Los niños menosprecian el portento
mientras, penando en círculos, el paria universal
vende alhajas de plástico, pan dulce, camisetas.
El verano es tenaz, robusto y categórico,
pero también ingenuo, sin malas intenciones.
70
¿Quién eres tú para juzgarlo?
Al agua le complacen los reflejos;
al cielo no le angustia repetirse;
al sol, después de todo, le interesas,
alma mía.
memorias tropicales
Desperté y vi a mi madre
rociando insecticida en las recámaras
y a mi padre, con las manos abiertas,
golpeando las paredes
o esparciendo en el aire palmadas asesinas.
Vi después a mi abuela
esgrimiendo cojines como armas,
enormes las pupilas detrás de los anteojos.
En la noche furiosa de mosquitos
todos, por una vez, me protegieron.
71
mi primer millón
Lo que haga cada quien con su fortuna,
con sus bancos,
con sus diamantes engastados en intimidantes metales,
con sus islas en Grecia o el Caribe,
con la piel del esclavo y con el alma
de la esposa esposada
y el paquidermo en taxidermia
es cosa suya,
centavo por centavo asunto suyo,
lingote por lingote su Fort Knox,
excepto si los ruidos del dinero,
el temblor permanente del dinero,
la sed con intereses del dinero
y demás porcentajes, y demás resplandores
lo enmudecen, lo acallan, lo fulminan
y entonces vengo yo, sin que nadie lo advierta,
y entonces yo me quedo con los bancos
y entonces para mí es el paquidermo
y entonces para mí son los diamantes
y entonces la fortuna es toda mía.
72
dramatis personæ
Los anfitriones van de un lado a otro.
Él observa el reloj.
Ella estruja una manta de cocina.
Son tu padre y tu madre.
Entra tu hermano, el primogénito,
con dos viejos amigos de la infancia.
Llegan tu esposa y tus dos hijas:
la menor, en piyama;
la mayor, abrazando una pelota.
Conforme pasa la velada,
tu jefe, tus vecinos, tus compañeros de trabajo
se sientan a la mesa,
comen ruidosamente y hacen chistes
impregnados de alcohol y mala sangre.
Por último,
ya pasadas las 12 de la noche,
se abre una puerta y apareces
y al instante comprendes, por un silencio abrupto
apenas desmentido por toses y risitas,
que no tienes papel en esta obra.
73
74
Una noche en la selva
B laise C endrars
Traducción de Armando Pinto
–¡Buenos días!
–¡Vaya, si es Cendrars! ¡Jean, es Cendrars! ¡Ven rápido!
La mujer de mi amigo había gritado mi nombre. La campanilla eléctrica seguía sonando arriba de mi cabeza pues me había quedado parado en
el umbral de la tienda y mantenía la puerta abierta. Detrás de mí bufaba el
gran automóvil que me había transportado desde Cherbourg y cuyo escape
zumbaba todavía.
Estaba en París.
Llegaba de Brasil.
Tenía el manuscrito de mi último libro en la mano. La cabeza aún llena
de los rumores del viaje, los riñones sacudidos por los baches del camino, el
cuerpo mal equilibrado sobre la tierra firme después de días y semanas sobre
una marejadilla que me hacía de pronto falta, en el corazón la sonrisa de las
mujeres entrevistas, reencontradas, besadas rápidamente tras la puerta de
un camarote o definitivamente perdidas en el puente de las embarcaciones;
enfebrecido, inquieto, con la impaciencia de volver a partir, estaba de pie en
el umbral de esta librería a la que pasaba siempre en primer lugar cuando
desembarcaba en París.
Jean se precipitaba ya desde la trastienda derrumbando una pila de libros amarillos, me estrechaba entre sus brazos; yo no había puesto orden en
mis ideas, ni sabía qué iba a decirle. Y sin embargo contaba con él…
–Por fin estás aquí. ¿De dónde vienes? ¡Te creía aún en América! ¿Por
ø blaise
cendrars
75
blaise cendrars
qué no escribes jamás? ¿Estás satisfecho por lo menos? ¿Has podido trabajar? ¿Cómo van tus asuntos? ¡Dios, vaya que tienes buen aspecto!
Jean me agobiaba.
Yo me sentía incómodo.
No sabía cómo responder a su tierna efusión.
En efecto, yo jamás escribía. Mis amigos nunca sabían dónde estaba yo.
No tenía el hábito de hacer confidencias. Y además soy un hombre penoso,
intransigente conmigo mismo, como todos los solitarios.
Jean es un amigo confiable, tolerante, tranquilo. Yo soy exasperante.
Tengo siempre buen aspecto cuando regreso de países cálidos en los
que engordo como un cerdo. No puedo evitarlo. Además, este buen aspecto,
este exceso de buena salud, es un tormento más; como la mayoría de mis
contemporáneos, yo no sabía qué hacer; sin saber emplearla y sin saber
cómo gastarla, usaba la vida por las dos puntas, y la usaba inútilmente.
Además –¡esta confesión me cuesta!– este buen aspecto, esta tez bronceada, cocida y recocida al sol, esta sangre generosa que me afluía fácilmente al rostro, ocultaba la palidez de un hombre desesperado.
Como un loco, vivía pendiente de un rostro que adoraba secretamente y
en el cual clavaría gustoso un cuchillo.
Esas imágenes me atormentaban.
Ese día estaba particularmente desmoralizado. No podía más. Nada
marchaba, todo se había desmoronado entre mis manos, además era yo el
que había hecho todo mal a propósito, con plena conciencia, de improviso.
Estaba enamorado y descontento. Enamorado de una boca que me atormentaba desde hacía meses y descontento conmigo mismo, como siempre. Y
además no tenía un centavo.
Una vez más regresaba con las manos vacías de ese gran blof de las
Américas, había hecho fortuna y lo había perdido todo.
Una vez más, venía de agitarme inútilmente durante meses y meses,
recorriendo kilómetros por decenas de miles, subiendo a trenes, cambiando
de barcos, sobrevolando pueblos desconocidos sin tener ganas de descender
o, por el contrario, dejando el ruido de las hélices por el de los ventiladores,
entraba como con un viejo traje a una nueva ciudad para hacer poco nuevo
y trocar de nombre.
76
una noche en la selva
¡Vaya broma!
Ganar dinero, arriesgar estúpidamente la vida, jugar a las cartas, inventar una marrullería, provocar un mundo de enemigos, sufrir un mal conocido, tener celos, casarse, tener un chiquillo, beber, comer, beber, armar
sociedades, armar jaleos nocturnos, especular, jugar a la ruleta, fastidiarme,
endeudarme, sablear a todo mundo, pasar la noche en cualquier lugar y
luego huir en el último momento dejando detrás media docena de amantes
locas, negocios magníficos, gente maravillada, una mujer que llora, frases
de sufrimiento, un paquete de libros, a menudo mucho dinero y siempre un
estallido de risa son para mí placeres agotados hace mucho tiempo, que ya
no tengo y que marcan.
Y si yo tenía la apariencia de mantener todavía ese estado de risa, es
que lo había ganado (o que él me había ganado) en el frente, y cuando la sacudía o la ponía delante como una sonaja o una vieja medalla sucia, era por
pura vanidad e infantilismo, si es que no era un tic nervioso. (Y sin embargo,
tenía amigos que necesitaban de mi risa para vivir en países lejanos en los
que aún resuena. Y es heroísmo de mi parte y a la vez mentira cuando cedo a
su demanda y los sorprendo, los divierto, los distraigo, como un ilusionista.)
De esos años excesivos de mi juventud, furiosa, apasionada, enfebrecida y de un romanticismo aventurero, no me ha quedado más que la necesidad insaciable de cambiar de aires y trasplantarme. He aprendido lenguas
extranjeras para perderme mejor y romper con mis hábitos y mis gustos. Si
me desplazo sin razón, es para perder pie. Yo puedo fraternizar con no importa qué pueblo de la tierra, comunicarme con no importa qué ser humano,
del civilizado más sutil al más obtuso de los salvajes, compartir sus ideas,
adoptar sus prejuicios, ceder a todas las exigencias de sus prácticas sociales
y sus tradiciones; qué alegría, qué orgullo, pero también ¡qué vergüenza
cuando descubro que reculo todavía frente a tal plato obsceno o que aquella
bebida inquietante me hace vomitar! ¡Qué larga reeducación de los intestinos y de las papilas de la lengua no presupone acostumbrarse a esa cocina
picosa o esa comida escrofulosa de los vagones-restaurantes! Todo tiene una
repercusión en nosotros. Yo soy tan supersticioso como un pigmeo, como
un bachi-buzuk, como un bororo y estoy tan lleno de “represiones” como el
psicoanalista recién llegado. Yo, el hombre más libre del mundo, reconozco
77
blaise cendrars
estar siempre atado por alguna cosa, y que la libertad, la independencia, no
existen, y me desprecio tanto como puedo al mismo tiempo que me alegro de
mi impotencia.
Sólo la acción libera.
Ella desata todo.
Es por eso que yo tomo parte y partido en todo, si bien no creyendo en
nada.
Permitirse todas las libertades con el mundo no es algo propio del rebelde, del disoluto, sino del libertino; no del epicúreo que disfruta del momento
y que es fácilmente saciado y corrompido, pero si de una voluptuosidad que
invade lentamente esta esclerosis: la desesperación.
Todo es vanidad.
Este sol.
Este desprecio.
–Eso no se rechaza.
–Sírvame otro vaso.
Los licores fuertes insensibilizan el paladar, no el espíritu.
Cada vez más me doy cuenta de que yo he practicado siempre la vida
contemplativa. Soy una especie de brahmán a la inversa, que se contempla
en la agitación, que se entrena y que desprecia la vida con todas sus fuerzas. O el boxeador y su sombra desencadenado y de sangre fría, que golpea
en el vacío y se estudia. Qué virtuosismo, qué equilibrio, qué calma en la
aceleración. Después, él necesitará saber encajar los golpes con la misma
tranquilidad. Yo los sé encajar y es con serenidad que me fecundo y que me
destruyo, en breve, que actúo en el mundo, y no tanto para gozar como para
hacer gozar (son los reflejos de los demás lo que me divierte, no los míos).
La serenidad no puede alcanzarse más que por un espíritu desesperado
y, para ser desesperado, hace falta haber vivido mucho y amar todavía el
mundo.
Yo, por mi parte, amo tanto el mundo y la acción que apuesto que el día
de mi muerte (si no muero de una muerte violenta y tengo tiempo de agonizar
un poco), entraré por fin a la política para involucrarme en la reglamentación
de la vida de los hombres.
Mientras espero, no espero nada.
78
una noche en la selva
Yo desprecio todo.
Yo actúo.
Yo revoluciono.
La poesía no vale un pedo y yo aprecio más a un nuevo rico que a un
intelectual. Como los horticultores, estoy listo a intervenir y dirigir, alterar,
desviar, perturbar los misterios de la concepción y crear nuevas variedades
y subvariedades de sentidos (de flores monstruosas y sin perfume.)
Si, después de su infancia, la humanidad hubiera tenido tanta comezón
en la espalda como en la punta del pene, las alas habrían terminado por
desplazar sus hombros. Si no ha sido así, es porque en lugar de concentrarse
en un plan superior, un aéroplan, la vida intelectual se ha venido a desplegar alrededor del sexo, donde se ha vitrificado o esmaltado como la esfera
de una brújula, y es el pene el que señala el norte o gira como una aguja
enloquecida.
El sexo sólo actúa.
Él entra, sale, crea, procrea, ilógico, absurdo, lleno de caprichos y de
contradicciones, despreciando la vida y la muerte, desordenando.
¿Hay una concepción filosófica más completa y más absoluta del
desprecio de la vida que la acción? La acción directa. La acción que dispara.
Ella brota de las contingencias, con desinterés y egoísmo. Ninguna ideología
la puede prever, ni adoctrinar, ni domar. Desde el origen es la obra de un
loco y permanece irrefutable hasta sus últimas consecuencias. Entonces,
¿el día que Dios creo el mundo tenía epilepsia? ¿Y es por altruismo que el
hombre inventó la pólvora –el polvo del cañón, el polvo de arroz– y, dicen,
se puso a escavar las entrañas de la tierra? En la historia, todos los grandes
hombres de acción fueron terribles comedores de hombres porque despreciaban la vida con soberbia. Yo, que no ambiciono ningún papel, me limito a
hacer autodafés. Así lo indica mi nombre.
cendrars
Tout ce que j’aime et que j’étreins
En cendres aussitôt se transmue…,
como sostenía mi amigo Ludwig Rubiner, quien pretendía haber encontrado el origen de mi nombre en estos versos, según creo, de Nietzche: Un
dalles wird mir nur zur Asche / Was ich liebe, was ich fasse.
79
blaise cendrars
A lo que le respondí, riéndome de esa etimología pragmática:
“Y Blaise viene de brasa. Confusión de la R –und L– laute, Herr profesor Botafogo. Yo me hago con el fuego.”
O uno puede adorar el fuego pero no respetar indefinidamente las cenizas; es por ello que atizo mi vida y entreno mi corazón (y mi espíritu y mis
testículos) con el atizador. La flama brota. Pero, en verdad, yo no espero
nada. Lo juro. Y doy como prueba el amor y esta gran pasión que vivo. (Una
última pose, pero para mí solo.) No espero nada de lo que amo, pero todo lo
que no amo me espera.
Y lo acepto.
Es por ello que yo no me presto jamás, pero me doy y me distribuyo
gratuitamente.
Ahora tengo 40 años. Es, hoy más que nunca, la edad de las conversiones y de las crisis. Pero también es la edad en la que el hombre comienza a
ocuparse de su cuerpo, en la que teme por sus articulaciones, en la que vigila su comer y beber, en la que tiene miedo de tener vientre, y hace ejercicio
todas la mañanas, gimnasia sueca, metódicamente, religiosamente, con fe.
¿Es un nuevo sentimiento religioso que se despierta en mis contemporáneos
para elevarlos trascendentalmente a las zonas afirmativas del bienestar? Los
felicito por ello, aunque lo hayan adoptado muy tarde. Para mí, cuya formación moral es totalmente deportiva, no tengo más que el gusto del riesgo e
ignoro todo de la religión como se puede ignorar todo de la química orgánica.
Yo no temo las caídas, ni los brazos rotos, ni los accidentes, ni las catástrofes, pues la búsqueda de bienestar es mezquina, y la edad y la satisfacción
propia es mezquina. Yo no tengo miedo de hacer vientre, pues lo que me infla
a mí, y me infla como a un eunuco, y me deforma la voz, es la castidad; ¿es
por eso que no la practico y me enfrento a todas las mujeres, sin segundas
intenciones, sin profilaxis, pues no me importa el bienestar, la salud e incluso la vida?
Yo arriesgo todo a una bagatela.
Yo apuesto.
Apuesto a ese juego idiota sin pies ni cabeza.
Apuesto todo.
¿Para ganar qué?
80
una noche en la selva
No hay nada qué ganar.
¡Qué suerte!
En fin, así soy.
Cuando digo que estoy desesperado, que todo me da igual, que no espero
nada, no me compadezco, no poso, no me
doy golpes de pecho, no quiero conmover, no suelto una nueva mentira. “Desesperanza. Pérdida de la esperanza”,
dice el Pequeño Larousse, y esta definición
me bastaría si no fuera porque está impregnada de sentimentalismo, como todos los
demás comentarios de ese diccionario
en torno a ese artículo están llenos de
aflicción y de lamento, de condolencias
y de desolación. ¿Por qué? ¿Por qué
apiadarse del hombre que ha perdido
la esperanza? ¿Es que una pérdida no
puede ser un bien, como la pérdida del apéndice por ejemplo, el apéndice
vermiforme o ileocecal? Y la esperanza, ¿no será la apendicitis del alma?,
es decir, ¿una inflamación, una virtud hoy inútil, dañina, peligrosa y de la
que hay que saber desembarazarse lo más rápido posible en caso de crisis?
¡Pum! Un corte de bisturí. Se hace en pocos segundos. Y tres puntos de sutura pueden conservar la sonrisa.
O se puede someter uno a la operación antes de la crisis; en tal caso
el desesperado, inmunizado y prevenido, es un hombre que jamás habrá
conocido la esperanza: Desesperar: desconocer la esperanza. Pero la desesperanza puede igualmente ser una ciencia, de la simple curiosidad, incluso
del último estado de la sabiduría…
Etc.
Naturalmente, todas estas ideas no me pasaban por la cabeza cuando
Jean me interrogaba. Yo portaba estos aforismos en el fondo, impresos en
mis tripas, y si me destripase no encontraría ni buenos ni malos augurios.
No me ocupo en saber qué me va a suceder, ni en qué me voy a volver. Estoy
81
blaise cendrars
satisfecho con saber que uno no puede salir de su piel, ni siquiera mutilándose. Es por eso que todo me da igual, sufrimientos, dolores, alegrías, penas,
embriagueces, y que quisiera llegar a soportar con la misma indiferencia la
pobreza y la riqueza, el bien y el mal, la inteligencia y la estupidez.
La indiferencia es el estado del espíritu más difícil de alcanzar, de defender y de conservar.
Yo soy muy sensible, cualquier cosa me conmueve, mi espíritu se pone
fácilmente en marcha, avanza, pedorrea y después, como un motor, sufre
sacudidas.
Caigo entonces al fondo de mí mismo, me hundo y obtengo placer con
los retornos vertiginosos de la conciencia cuando dejo de respirar y me ahogo. La vida desfila a toda velocidad, como un viejo filme vuelto a pegar, lleno
de roturas, de huecos, de escenas ridículas, de personajes al revés, con títulos pasados de moda para detenerse de pronto sobre una sola imagen, que
no es siempre la más bella, pero que se vuelve luminosa a fuerza de atraer
la atención.
Es absurdo, pero así es.
Así, durante este último viaje a Brasil, yo venía de disfrutar durante seis
meses del lujo, de la comodidad, de la publicidad, de la velocidad, de la promiscuidad, del juego, de la inestabilidad, del buen humor, de la actualidad, de
las luces que ofrece en profusión y gratuitamente el ensamblaje científico del
mundo moderno, el día en que, abandonando mi pequeño Ford en la sabana,
descubrí esa picada a través de la selva virgen, ese sendero terrible que habría de desembocar en una boca, una boca de mujer, no la boca de mi pasión
ataviada por la costurera del teatro, sino la boca de una mujer elegante que
mordisqueaba su lápiz labial, una boca roja, sencillamente tu boca, Virginia.
A propósito, ¿por qué partí, por qué dejé ese palacio de São Paulo
desde donde veía, por la ventana de mi cuarto, las idas y venidas de tres
muchachitas por el jardín? Ellas venían varias veces al día y a horas fijas a
exponerse a mis ojos bajo un enorme ficus blanco. Yo les mandaba besos.
Ellas reían, se sacudían, se abrazaban para burlarse de mí.
Me irritaba.
Inclinado en mi balcón, con el torso desnudo, atrapaba los golpes de sol
para comunicarme con ellas por los aires.
82
una noche en la selva
Les hacía signos y las veía reírse, sin poder nunca dirigirles la palabra, ni
escuchar esa risa de jovencitas llegar hasta mí, separados como estábamos por
los ruidos de la ciudad, de los extractores que se vaciaban, la cadencia multiplicada de los carpinteros, el bufido de las furgonetas, el rebato de los martillos
neumáticos, las descargas y tronidos de la maquinaria norteamericana que explotaban y percutían en esa infernal nube de cascotes que envolvía siempre el
centro de São Paulo, en el que demolían incesantemente para construir a razón
de una casa por hora o de un rascacielos por día. En esta ciudad proteica que
desconoce la Liga del Silencio poseíamos los cuatro un maravilloso secreto y
nos amábamos, como se besa uno por teléfono, sin nunca decirnos nada.
Una, sobre todo, debía pensar mucho en mí, pues se aparecía un buen
cuarto de hora antes que las demás. Hacía corriendo el perímetro del jardín,
jugaba con un pequeño perro blanco de Tenerife, se ponía a la vista, adoptaba poses, observaba a hurtadillas si yo la miraba, después se ocultaba a
medias detrás del tronco del ficus, se asomaba furtivamente y me enviaba
millones de besos, rápido, rápido, antes de la llegada de sus hermanas.
Un día se animó a hacerme señas de que la alcanzara a la puerta de su
casa. Yo no fui ese día sino la tarde siguiente, pues no quería tener un asunto
con una sola, sino abrazarlas a la vez a todas ellas.
Y al día siguiente partí al interior.
No, no fueron esas tres muchachitas las que me hicieron partir (mi
partida pareció una huida, no dije nada en el hotel en el que dejé todas mis
cosas), sino que hacía ya bastante tiempo que había prometido ir a ver a un
amigo perdido en algún lugar del Rio-das-Garças, al final del mundo, es por
eso que compré un Ford. Subí a mi Ford, estibé algunos tambos de gasolina,
puse a mi lado, sobre el asiento, mi 45, ese revólver Colt que alcanzaba dos
mil metros, de un tiro tan preciso como el de una carabina y cuya bala detenía a quemarropa a un bribón y lo paraba en seco, y me puse en marcha. No,
antes de ponerme en marcha, me aseguré de tener mi manuscrito conmigo,
el manuscrito de ese libro que no llegué a terminar y que llevaba conmigo a
todas partes desde hacía muchos años…
¡Ah! He aquí por qué partí, por qué abandoné todo, por qué me sentía
descontento conmigo mismo, por qué era incapaz de emprender con provecho cualquier cosa, por qué había perdido mi tiempo, por ese manuscrito
83
blaise cendrars
que ahora entregaba en Francia, terminado por fin, que tenía entonces en las
manos y que me habría de sacar de apuros…
–Jean, toma el libro.
–¡No! Es el… es el…
–Sí, es el manuscrito de Dan Yack.
–¿De Dan Yack?
–Sí, de Dan Yack y de las Confessions.
–¡No es posible! ¡Ah, tú sí que eres bueno, Blaise, sí que eres gentil! ¡Y
lo has terminado así como así, sin prevenirme!
Jean no lograba contenerse. Me abrazaba, reía, entusiasmado.
–¡Mariette! –gritó–. Ven a ver, tengo el manuscrito de Dan Yack. Blaise
lo terminó.
Pasamos a la trastienda. Ahí Jean se instaló en su escritorio y ojeaba
febrilmente mi manuscrito.
–Es estupendo. Es increíble, mira. Lo sabes, es tu mejor libro. Haré
una edición fabulosa.
Y Jean me miraba con sus magníficos ojos sonrientes.
–¡Pero tú no dices nada! –Me reprocha.
–¿Y qué quieres que te diga?
–¿No estás contento?
–Joder, sí, estoy brutalmente contento de haberlo terminado.
–¿Entonces?
–Nada, que me he hastiado. Ya no quiero oír hablar de ese libro. Me
disgusta. Además, ¿quieres saber mi opinión? Es un fracaso.
–Vamos, vamos, todos ustedes son iguales. No te desanimes. Yo haré mi
trabajo. Será un éxito.
–¿Tú crees? Te digo que no vale nada este libro. Además…
–Viejo, tú divagas. Yo te digo que será un éxito. Mira, ¿cuántos crees
que debemos tirar, 40 mil? Bien, yo tiraré cien.
–Pero tú estás loco, Jean. No se trata sólo de tirar, se trata de vender y
te digo que este libro es un fracaso. Devuélvemelo.
–¡Ah, no! ¡Ya lo tengo y lo conservo, después de tanto tiempo que te has
hecho desear! ¡Tú por lo menos tienes talento! Te digo que tiraré cien mil. Es
el mejor libro del año.
84
una noche en la selva
–¡Pero si no lo has leído!
–No hace falta, lo sé y tengo olfato. Tú no sabes nada. Mira, lo he abierto al azar. Este pasaje sobre el chisme de los indios, el… el, ¿cómo lo pronuncias?, es por aquí…, el…
–El guesquel, página 115.
–Sí, eso es, el guesquel; es un hallazgo, viejo. ¡Gran puerco, vas a recibir muchas cartas de mujeres!
–Pero si no es ningún descubrimiento. El guesquel existe. Hay por lo
menos uno en el museo del Trocadero. En 1909, cuando estaba en la Patagonia…
–Sí, lo sé. Esos indios cabrones tienen un montón de chismes para
coger con sus mujeres. Pero, dime, ¿tienes muchos cacharros parecidos en
tu libro?
–Sí y no. Depende… Por ejemplo, tengo una descripción del ampalang
y una teoría nueva sobre la mutilación de los pies de las chinas, en la que
sostengo que esa mutilación tenía un fin erótico. Cuento también una historia asombrosa sobre el prepucio de Cristo…
–¿Sobre qué? Pregunta Jean, frotándose las manos.
–Sobre el prepucio de Cristo. La cuestión ya ha sido planteada. Se trata
de saber si ese pedazo de piel de un pequeño niño judío, cortado en el momento de la circuncisión, sigue participando de la inmortalidad del hijo de
Dios y si al momento de la resurrección Jesús estaba físicamente íntegro. Y
en ese caso, ¿en qué estado ha encontrado su prepucio, infantil o adulto?
–No, ¿está en tu libro?
–Sí, encontré esa historia en un libro alemán, cuyo autor, un sacerdote
defenestrado, murió loco.
–¿Y después?
–Vamos, no te voy a contar mi libro.
–Sería inútil, lo voy a leer esta noche. Mañana se va con el impresor. En
ocho días las pruebas, ¡y haré un lanzamiento! Puedes contar conmigo. Hace
años que me preparo. ¿Vienes a cenar a la casa?
–No, no estoy libre.
–¿No estás libre?
–No, parto esta noche.
85
blaise cendrars
–¡Ah, no! Faltaba más. Mira, viejo, nada de bromas, ¿eh? Te necesito
en este momento, ya no te suelto más.
–Escucha, Jean, hablemos seriamente. Debo partir esta noche. No será
largo. Te juro que regreso en ocho días. No habrá retrasos con las pruebas.
Además, tú puedes corregir el primer juego y yo no veré más que el segundo
para darte el tírese. Sabes bien que nunca hago correcciones de autor. Un
libro terminado es un libro acabado, yo nunca lo retoco.
–Es cierto. ¿Y se puede saber a dónde vas?
–Voy a España, de ida y vuelta, de prisa. Te juro que no me quedaré
más de ocho días.
–¿Una historia de amantes, eh?
–Sí y no. Voy a una boda. ¿Puedes prestarme tu teléfono?
Mientras hablo por teléfono, Jean se sumerge en mi manuscrito.
…
–¿Bueno? Gutenberg 11-98…
…
–¡Bueno! ¿El garaje Édimbourg? ¿Ah, eres tu Alfred? ¿Está Maurice?...
de parte de M. Cendrars…, sí.
…
–¡Bueno! Buenos días, monsieur Maurice.
…
–Sí, gracias, todo bien.
…
–Llego en este momento.
…
–No, no de Nueva York, de América del Sur, de Brasil.
…
–Sí.
…
–No, los negocios son difíciles.
…
–Ya sabe, en todas partes es lo mismo.
…
–Sí.
86
una noche en la selva
…
–Tiene usted razón, la crisis…
…
–Naturalmente…
…
–…el desplome del precio del caucho tanto en América como en Inglaterra. Pero dígame, Monsieur Maurice, podría…
…
–Seguro, sí, ponga tención, lo pondré en contacto con el jefe de servicios del City Bank. Quisiera pedirle…
…
–No hay de qué. ¿Tiene usted todavía en el garaje mi pequeña Ballot
azul?
…
–No hace falta. ¿Está en buenas condiciones?
…
–Quisiera partir esta noche, la necesito sólo por ocho días.
…
–No, necesito mi Ballot o el dos litros de Buneau-Varilla, es para ir a
España.
…
–No importa, está en Londres; pero prefiero mi Ballot a su Bugatti, debido al tríptico…
…
–Tengo los papeles de esos dos coches, deme entonces la Ballot, la
devolveré en ocho días.
…
–Así es, gracias. Dígale a Alfred que la llene, pasaré por ella a las 4 de
la mañana.
…
–Sí… bien… Entendido… Hasta luego… Saludos a Loulou…
…
–Naturalmente.
…
87
blaise cendrars
–Puede telefonearle de mi parte, Mr. Smith es un amigo…
…
–Sí, él tiene la escritura.
…
–Hasta luego…
…
–No lo entretengo más. Mi seguro aún está vigente. Adiós, Monsieur Maurice.
–Vaya, Jean, sí que son bárbaros estos marchantes de autos.
–¿Qué pasa?
–Es mi mecánico. Le dejé mi coche
para que lo vendiera y él lo ha vendido
sin haberlo vendido y pone dificultades para prestármelo ocho días. A propósito, ¿en qué quedamos nosotros?
–¿?
–Sí, quiero decir, ¿puedes darme cincuenta mil francos?
–¿Cincuenta mil? ¡Pero estás loco!
–Escúchame, Jean, bien sé que me has adelantado bastante dinero.
Pero ahora tienes mi libro en la mano y, como te empeñas en querer tirar cien
mil, puedes hacer que lleguen los billetes. Eso no es tan difícil. Si quieres,
me divertiré haciéndote mi publicidad. No me hagas llevar mis cuentas. Necesito de inmediato cincuenta mil francos. ¿Puedes dármelos o no?
–Creí que habías ganado montones de dinero en América.
–Escucha, Jean, no te ocupes de mis negocios en América. No cuento
con nada, ni un cheque. No te engaño. Pero como siempre has sido muy gentil, te doy mi próxima novela.
–¿De qué se trata?
–Escucha, primero envía a alguien al banco. Es sábado, van a cerrar.
–¿Pero realmente tienes necesidad de cincuenta mil?
–Pues claro, viejo, si no, no te los pediría. Le debo pagar al chofer que
88
una noche en la selva
me trajo de Cherbourg, algunas pequeñas cuentas en los bares, y luego me
hacen falta treinta billetes para ir a España.
–¡Treinta mil para ocho días!
–Dios mío, sí, por lo que sube la peseta no es caro.
–¿Y si no te los doy?
–Me mato.
–¡Te quieres reír!
–No, es serio, ya te he dicho que necesito ver a una mujer.
–¿No ibas a una boda?
–Bueno, sí, pero para una boda hacen falta dos.
–¿Entonces tú te casas?
–Puede ser.
Jean me mira con curiosidad…
–Escucha, Blaise, tendrás tus cincuenta mil francos. Mariette los irá a
traer al banco, ¿tienes cinco minutos, no? Pero deja de hacerte el misterioso,
si no creeré en un chantaje. Es… es…
La sangre me subió al rostro.
–¡Jean! ¡Cállate! ¡No, no es ella! Vas a ver... además tú no la conoces…
o puede ser que sí… una vez vine con ella a tu librería… es una Grande de
España, una mujer muy elegante, la mujer más bella del mundo… ¿No te
acuerdas?
–No.
–Imagínate que me mandó un cable. Sí, mira, lo recibí en el fin del
mundo en Brasil. Se casa con un mexicano, riquísimo, un desagradable jugador de Polo…
–¿La amas?
–¡Claro que no! Pero tengo miedo de perder a una amiga…
–Cómo te complicas inútilmente la vida.
–Pero no comprendes, Jean, que fui yo quien cultivó a esta mujer. Me
ocupo en enseñarle desde hace años a gozar de la vida y a no ser víctima
de los prejuicios de su educación, de su medio, de su riqueza. No sabes lo
inteligente que es, no instruida, inteligente. De esa inteligencia natural, evidente, que es el fruto de un conjunto de dones más que la flor de un espíritu
demasiado decorado, que es toda intuición y no razonamiento, equilibrada
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blaise cendrars
y libre. Tiene eso que los místicos llaman la Gracia. Y luego Virginia se
casó con un clubman, un idiota, un tipo que yo conozco, una vieja fusta, un
enclenque, un…
–¿Y es por eso que quieres matarte?
–¿Pero no comprendes, Jean, que mediante ese telegrama Virginia me
pide auxilio?
–¿Tú crees?
–Estoy seguro, debe sentirse desesperada.
–¿Es joven?
–No, es una mujer divorciada.
–Entonces, ¿por qué te inquietas?
–Precisamente porque soy inquieto. Imagínate que ella tenía como marido a un viejo verde, una especie de bota de vino que no se vacía nunca y
que se subió sólo tres veces a su cama para desahogarse y decirle injurias.
–¿Y no la tocó?
–No, jamás, por eso ella pudo obtener su divorcio en Roma.
–Todo eso –me dice Jean– me suena a novela. Deberías escribirla, o
mejor no, no sería de Cendrars sino de Bourget. Sin embargo tú sabes de
esas historias y de esa gente. Anda, dichoso Blaise. Espera, voy a hacer tu
cheque.
Aunque se defiende, Jean está impresionado por mi historia. Mientras
sale para enviar a su mujer al banco, yo vuelvo a sentirme como un león enjaulado. Mentí sin mentir. Hay algo de verdad y de mentira. Es verdad que
Virginia se casa; pero yo quiero su boca antes, esa boca roja que me impedía
dormir en la selva, esa boca más ardiente que el fuego del campamento…
–Entonces, ¿me das tu próxima novela?
Es Jean que regresa.
–Sí.
–¿De qué trata?
–Es una extensa novela en varios volúmenes, Notre pain quotidien, algo
que en mi mente es el equivalente a los Misérables, de Victor Hugo, pero los
miserables no serán de una sola clase social, sino de todas las clases sociales. Quiero contar cómo se gana el pan la gente, el pan de todos los días. Es
un tema magnífico pero muy difícil de abordar si lo quiere uno agotar; sobre
90
una noche en la selva
todo porque lo pienso muy grande, muy vasto, concebido a la moderna, de
un modo completo y sin piedad. Cómo se gana la gente el pan en una ciudad
moderna de hoy. Tomo un inmueble en París, un gran edificio de departamentos (conozco uno en el que viví hace mucho) y escribo, como lo haría de
un hormiguero, la monografía de cada uno de sus habitantes, su vida, sus
trabajos, sus desengaños, sus amores, sus complicaciones, en breve, todo lo
que hacen, todo lo que se ven obligados a hacer para ganarse el pan y tener
qué comer, después del propietario y la portera, a la mujer de la vida del
entrepiso y al poeta del altillo, pasando por todos los habitantes de los otros
pisos, el tendero de abajo, el burócrata del tercero, las criadas, el chofer en
el patio, incluso la gente que entra y sale, los vecinos, el final de la calle, la
otra calle (pues es un edificio en la esquina), el panadero del barrio, la comisaría, la alcaldía, todo mi pequeño mundo en su casa y perdido en la ciudad.
Todo manejado simultáneamente y extendiéndose por varios años pasando
por dos épocas muy distintas, como antes y después de la guerra. ¿Qué te parece? Es necesario que todo se tome sobre la marcha y que se desprenda de
mi libro una atmósfera de misterio y de ferocidad, como si reportara hechos
jamás vistos y jamás observados.
–Oye, Blaise, ya tengo ganas de leer ese libro. Apresúrate a escribirlo.
–Mi pobre viejo, hacerlo me llevará dos o tres años. Sobre todo porque
lo quisiera directo, rápido, neto y preciso, y sobre todo desprovisto de literatura. Lo veo muy bien ilustrado con fotos. Tengo ya muchos personajes en
la cabeza.
Mariette regresa del banco con la plata.
–¿Es verdad, Cendrars, que partes ya?
Yo quiero mucho a Mariette, es una mujer fuerte, pero también es una
de las mujeres más dulces que he conocido, es como un tazón de leche, y
además tiene un hijo muy lindo. Charlamos un poquito mientras Jean cuenta
el dinero.
–A propósito –me dice Jean al tenderme un paquete de billetes de banco–,
¿qué tiene de nuevo Dan Yack? ¿El tema? ¿Un episodio? ¿Un hecho sobresaliente? Es necesario que piense ya en la publicidad y en mover los diarios.
Mientras me embolsaba los billetes, le respondí:
–Nunca le pidas a un autor que te cuente o te resuma su libro. No llega91
blaise cendrars
rá a nada, porque sólo lo que no ha logrado lo mantiene. Todo lo que puedo
decirte de Dan Yack es que es un libro con numerosos puntos de aterrizaje
y aún mayor número de caídas. En suma, no hay más que un solo personaje y
todo sucede en su cabeza. Es lo que explica las deformaciones de la visión y lo
deshilvanado de su relato. Para el público, lo que hay de realmente nuevo en
mi novela y de lo que estoy pasablemente orgulloso es que no hay una sola
escena de amor.
–¿Cómo, no hay amor en tu novela? ¡Ah, no, mi viejo, eso no funciona!
¡Me hace falta una escena de amor!
–Pero, Jean, es posible que Cendrars tenga razón –dijo Mariette.
–Cendrars tiene razón, Cendrars tiene razón, tú tienes criadas, tú, ¿entonces no te importa eso? ¿Tú tienes que oír a esos cascarrabias cuando
vienen aquí a exigir novelas de amor? Y las mujeres, son las mujeres las
que leen hoy, ¿y qué les voy a decir yo, si no hay amor en ese libro? Yo voy a
tirar cien mil, Blaise puede muy bien hacer un esfuerzo, qué diablos. Puede
agregar un capítulo sobre el amor, lo puede hacer por mí.
De pronto me sentí completamente lejano a mis amigos. Toda la fatiga
del viaje me cayó encima. Me sentí incapaz de discutir.
–Entendido, Jean, tendrás lo que quieres. Te haré un capítulo sobre el
amor. Escucha, tengo una idea, toma nota. Te haré un capítulo sobre el amor
de las ballenas. Es algo inédito, nadie jamás ha hablado de eso. Imagínate
que la ballena macho tiene un balénas, una vaina ósea que sostiene su aparato genital, tiene un balénas que pesa 900 kilos en un adulto, y la ballena
hembra, Mariette, esta hendida transversalmente y no a lo largo como todas
las demás hembras del mundo. Te haré un capítulo formidable. Es una promesa. Te lo envío dentro de tres días. Puedes anunciarlo.
Me despido.
Mariette no sabe si me estoy burlando de ellos; en cuanto a Jean, estaba
en la gloria.
–Tú eres un as, Blaise. ¿Entonces puedo anunciarlo? ¿Me lo mandas en
tres días? ¡Qué maravilloso eco haré que suene en los diarios!
Me dejé caer en los cojines de mi automóvil. Tenía la sensación de una
gran derrota. Le explico al chofer de Cherbourg que me llevé al garaje de la
rue d’Édimbourg; pero antes de partir, Jean abre la portezuela.
92
una noche en la selva
—Toma, mira, se me olvidó mostrártela. ¡Está muy bien, sabes!
–¿Qué es?
—Puedes quedártela. Nos vemos. Hasta pronto. No te eternices en España.
Jean cierra la portezuela. El chofer parte. El coche arranca salpicando
a los transeúntes. Llueve. Me gusta esta lluvia de París. La necesito, yo que
vengo de pasar seis meses sin una gota de lluvia. Ese clima seco y caliente
del planaltino brasileño es maravilloso, pero esta lluvia le provoca placer al
viejo europeo que soy yo. Estiro las piernas. Enciendo un cigarro. Las calles
que conozco desfilan en confusión. Querido París. Me asomo por costumbre
para ver la hora en el parque Monceau. ¿Ya acabarían las obras del túnel de
Batignolles? De ahí damos vuelta en la calle d’Édimbourg! ¡Pare! Salto del
coche.
–¡Hola, Alfred! ¿Cómo te trata la vida?
Alfred, descalzo, está a punto de lavar un gran Farman.
–¡Ah! ¡Monsieur Cendrars!
Deja su tarea para venir a estrecharme la mano. La sonrisa de Alfred
es graciosísima. Siempre me pone de buen humor. Alfred tiene una boca de
alcancía, dos gruesos labios en bisel y dos veces más dientes que de rigor,
dientes enormes, espaciados, dispuestos en abanico y casi horizontalmente.
–Vamos a tomar un trago, Alfred, viejo jacaré. ¿No sabes qué es un
jacaré? Es un cocodrilo brasileño.
–¡Ah!
Nos tomamos una botella, Alfred, el chofer de Cherbourg y yo, después
regresamos al garaje.
Me ocupo de inmediato de la pequeña Ballot. Subo mis tres valijas. Me
pongo a mano con el chofer de Cherbourg y estoy a punto de poner a zumbar
mi motor cuando ese buen hombre regresa. Le grito:
–Qué, ¿no estas contento con tu propina?
La Ballot retumba y ahúma. Exceso de aceite.
Oigo:
–…principesco… agradezco… documento…
¡Qué de rimas!
–¡Dáselo a Alfred!
93
blaise cendrars
Y yo sigo acelerando el motor. Funciona bien. Qué bella modulación,
estridente, aguda, y huele a aceite de ricino. Apago el motor.
–Y bien, Alfred, ¿qué te entregó el viejo hermano?
Es el rollo de papel de Jean que había olvidado en el coche. Lo desenrollé y leí: blaise cendrars, dan yack, 100e édition.
¡La cubierta de mi libro, en rojo y negro, impresa por adelantado!
Le doy mis últimas instrucciones a Alfred y salgo a la calle a pie.
París.
Una vez más estoy en París, en París donde conozco a tanta gente, pero
en donde a menudo no deseo ver a nadie.
Pinche literatura.
Bajo por la rue de Rome. ¿Qué haré mientras llega la hora de partir?
Tengo mucho y nada que hacer. Debo poner atención en no ir a la calle a
donde todo mi ser me empuja, no merodear frente a una casa que conozco
demasiado, no levantar los ojos a una ventana a la que quiero romperle los
vidrios, ni subir una escalera de cuatro en cuatro, pero saber tener paciencia
hasta la noche para tomar mi lugar como todo el mundo en el teatro, tener
paciencia, yo, el más impaciente de los hombres.
Voy al baño. Me arrastro hasta un peluquero en la plaza del Théâtre
Français. Entro a muchos cafés. Evito los lugares donde me conocen y las
calles donde podría reencontrarme y herirme a mí mismo.
Fantasmas de mi juventud, de mi pasado, años próximos o lejanos irreflexivamente perdidos, noches blancas, ojos, lenguas, manos, acciones, palabras, que en cada regreso a París son mortales para aquel que ha vivido
apasionadamente ¡y que todavía ama con pasión!
Cada vez es la misma cosa, no puedo entrar a París sin retroceder en mi
vida, retroceder como se hunde uno en un cementerio.
Los buenos recuerdos me vuelven injusto y los malos me enternecen.
Entonces voy, voy descubriendo nuevos clubes a cada paso, clubes donde los jóvenes me miran mientras silban y donde los más jóvenes me sablean
un cigarrillo o un coctel. Todo ello me parece espantosamente anticuado y
sin embargo ahí aprendo el último aire de moda, matando el tiempo sin preocuparme de mis trabajos, sin darle signos de vida a nadie. Tengo demasiados
domicilios para querer volver a mi casa, el único lugar que no cambia jamás
94
una noche en la selva
de propietario. Pero, ¡ay!, pronto no
sabré a dónde ir, ya habré inaugurado todos los nuevos bares… iré a
cenar con Pompon esta noche…
Estoy en la terraza del Café de la
Paix, perdido entre una muchedumbre de extranjeros que miran
desfilar a París. Miro pasar a mis
amigos por la calle… Parto esta
noche.
Pompon es esta pequeña francesa (el ser más puro, más transparente, más frágil, más cristalino que
he conocido) que se dispara un
tiro de revólver en el vientre para matar el fruto de sus amores el día en que,
abandonada por su amante (un hombre joven de una de las familias más
importantes de Estados Unidos que después hizo carrera en la política municipal de Nueva York), se da cuenta de que está encinta. Algunos amigos y
yo (todos apasionados del basquetbol en el que la conocimos), nos habíamos
ocupado de ella en esa trágica circunstancia y como, algunas semanas más
tarde, yo debía partir a Roma, donde haría cine por cuenta de una compañía
inglesa, llevé a Pompon conmigo, curada pero inconsolable.
Jamás he visto sufrir a un ser humano más que esta pequeña muchachita.
Y sufrir en silencio.
Duramente.
Por lo tanto, yo no la abandonaba.
A pesar del intenso trabajo y las innumerables decepciones de mi nuevo
trabajo de director de cine, en cuanto tenía un minuto libre la iba a buscar y
cada vez que podía disponer de media jornada –yo luchaba contra los desengaños a punta de gratificaciones, había siempre algo que no funcionaba, un
decorado que no estaba listo, me cortaban la luz, no tenía el amperaje para
las escenas nocturnas, los trajes no habían llegado, pues boicoteaban un
95
blaise cendrars
poco mi trabajo, como es costumbre en todo estudio italiano con un director
de cine francés, lo que me daba en compensación algunas distracciones, o si
no, se las debía a Dourga, la danzante hindú, mi intérprete principal, que a
menudo no podía rodar, enferma como estaba de una misteriosa enfermedad
que le “veteaba” los senos, los hombros, la parte baja del rostro como con lápiz labial, marcas pálidas que aparecían en negro en los acercamientos para
arrebatarle todos sus medios, placas, enrojecimientos, atolones sanguinolentos que yo no lograba borrar a pesar de mi esmero, los maquillajes ingeniosos, mi iluminación amañada, todo un juego de pequeños granos ardientes
que desfiguraban su orgulloso perfil oriental (pobre Dourga, había utilizado
raudales de coquetería y de entereza para burlar su enfermedad y atormentarme, sin hablar de todo el dinero que perdía cada día que ella no trabajaba.
¿Qué quedaba de su belleza? La infeliz habría de morir poco tiempo después
de haber terminado mi película, La Vénus noire, ¡y yo destruí su filme an­
tes de dejar Roma!)–, así que cada vez que podía disponer de media jornada
llevaba a Pompon en la Minerva puesta a mi disposición, un auto tan largo
como un coche-cama, y recorríamos los dos la campiña romana.
No me gustaba dejarla sola, también, de cualquier forma, cenábamos
todas las noches juntos, ya sea en las inmediaciones del estudio, del otro
lado del hipódromo, o en las pequeñas fondas del centro, ruidosas, llenas de
humo, olorosas a chipolata, o al otro extremo de la ciudad, en ese restaurante
famoso, I Castelli dei Cesari, donde el pollo a la pimienta estaba muy bien
logrado, el Est-Est-Est frío al gusto, la vajilla cascada, los manteles manchados de vino y la elegante clientela romana en mangas de camisa.
El despechugamiento tan general en Italia es particularmente perceptible en Roma, donde las ruinas, como los hombres, yacen desabotonados al
sol, toman la siesta en la yerba rala, y no llegan, incluso bajo el más majestuoso de los claros de luna (más ridículo y más teatral que realmente grandioso para un hombre habituado a los proyectores de los estudios, un millón
de bujías “Sunshine”), a hacer olvidar la pobreza que los carcome, ni su
fatídica dejadez. Aquí todo se hace polvo, está enfermo, sucumbe a un lento
empujón. Los escupitajos del Corso, así como las voces de los hombres que
juegan a la morra en la noche en el Coliseo, son más signo de una vitalidad
agotada que simple incuria del Senado.
96
una noche en la selva
Es la raza misma la que está mortalmente afectada, se corrompe en este
clima; su estancamiento es un estado de languidez, un estado de delectación
morbosa, un estado timorato, no una inclinación natural a la indolencia que
deja libre curso a cierta fantasía que se podría tomar felizmente como un
simple desorden o una forma honesta de simple vivir (como los negros de
Bahia, esa Roma negra); es el efecto de una malévola y posesiva melancolía,
causada por una enfermedad endémica, el paludismo.
Roma no es más grande hoy, está afligida de elefantiasis.
Todo ahí parece paralizado de estupor.
Ved esos monumentos que se tambalean. Ved esa campiña húmeda, fétida, rugosa, cubierta como un mendigo, ese gran cuerpo entregado al abandono, acribillado de marcas de viruela o hinchado como por bolsas de pus,
este rey leproso expulsado fuera de las murallas, tendido de través en todas
las avenidas, que entrega por sus llagas la leche de la Antigüedad, que mancilla su corona, que refleja su máscara leonina en el Tíber, que deja colgar
sus manos enfermas en todas las fuentes y cuya exhalación emponzoña la
naturaleza.
Él gime.
Las campanas resquebrajadas y su tañer doliente llega de la ciudad y
sube al aire con la voz del rebaño que se conduce al matadero y el claxon de los
taxis nocturnos. Todo sangra en el sol que se pone. El cielo huele el sudor,
el carnero ardiente, la valeriana. Se enrojece y de ahí cae el óxido, la ceniza, el
polvo de azufre, el zumo de la belladona, un gran escalofrío y la fiebre, con
los ojos verdes como limones.
Las ranas se despiertan al mismo tiempo que las estrellas y los aromas
amargos del ajenjo.
Es Nerón transformado en sapo quien busca una mujer encinta para
venirse en su boca.
La primera que llegue.
Él espera.
Se embosca en los alrededores de una fuente donde las jóvenes campesinas cuyo vientre se redondea, las prostitutas de cuarteles, las viejas esclavas violadas, los primeros cristianos chiflados tienen costumbre de venir
a beber.
97
blaise cendrars
¿Cuál será su presa y su nodriza?
Él mira la luna que se ensombrece y sueña.
Sueña en esa boca llena de agua en la que va a venirse.
La mujer tendrá un estremecimiento de terror, un espasmo de asco,
hará esfuerzos desesperados por vomitarlo.
Él se apresura, se desliza para dejarse caer en su vientre. La mujer se
desvanece sin lograr expelerlo.
Cuando ella recobra el sentido, ha perdido el espíritu.
Embarazo psicológico.
Nerón no se aparta, exhala.
Sueña en el triste feto al que ha usurpado su lugar, sueña en el pequeño
con cuya piel se ha cubierto, del que se nutre, al que ingiere.
El vientre de la mujer se tensa.
Nerón.
Él ha querido correr el riesgo, conocer esta voluptuosidad extrema de
morir dentro del vientre de una mujer anónima o de matar a su madre de
imitación antes de volver voluntariamente al mundo.
Él espera tranquilamente su hora.
Operación cesárea que será practicada desde el interior por un recién
nacido que ya ha vivido.
El Anticristo.
Roma revienta al dar a luz.
La Cruz tiende sus brazos entumecidos en el aire, está obligada a descender profundamente bajo tierra para enraizarse y consolidarse. La ciudad
eterna no se halla en sus monumentos de mármol y de bronce, por el contrario, en sus catacumbas que se derrumban. El ombligo del universo es un
agujero; no es una cúpula sino una cueva. Es necesario dejarse llevar, abandonarse, dejarse arrastrar por la propia gravedad para alcanzar el centro del
mundo y contemplar, no las momias imputrescibles de los emperadores, ni
las máscaras apologéticas de los papas, sino más bien el rostro ardiente de
los hechiceros que gravitan en las llamas. Sólo la Roma de las sibilas, sólo la
Roma de los demonios, sólo la Roma de los nigromantes ha sido grande, de
una grandeza subterránea y nocturna, puede ser la obra de un topo ocelado,
pero ciertamente es la obra de un topo ciego, enterrado y escondido, y todo
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una noche en la selva
lo que se ha parado orgullosamente en la superficie ha sido secretamente
abatido por esta bestia.
Aquí todo se agrieta, todo se hunde, se deteriora, se erosiona, se descascara, se vuelve polvo, forma un montículo de escombros, y, bajo ese depósito,
van y vienen las bestias sagaces, las bestias sedosas, las bestias mágicas
que ruedan sus excrementos en bolitas. Extranjero, si tú quieres vivir no
engullas jamás la hostia ni el catecismo, mordisquea en cambio una de estas
bolitas negras de las que ignoras los ingredientes y la farmacopea, y que son
un afrodisiaco terrible, un filtro mortal de amor, un veneno que paraliza la
inteligencia.
Entonces actuarás como en La légende dórée, sacrificando todo, excepto
tu acto.
Tu acto está lleno de consecuencias.
Para ti y para alguien más.
No es forzosamente un acto de fe.
¡Qué importa!
No tengas miedo de caminar en las tinieblas o de resbalar en la sangre.
Nunca sabe uno lo que ha hecho, nunca sabe uno a dónde va.
La vida es peligrosa.
Nuestro chofer tocó el claxon al volver a la ciudad. Al pasar bajo el gran
lampadario de la Piazza del Popolo, vi de pronto a Pompon aparecer bajo la
luz para volver enseguida a la noche y así sucesivamente, a todo lo largo del
Corso y de la via Tritone, ponerse de relieve y llenarse de sombras en cada
parada bajo cada lámpara de arco voltaico. Según la rapidez del coche, yo
tenía a veces varias imágenes de Pompon en blanco y negro que persistían
simultáneamente con mayor o menor duración en mi pupila, como si yo la
hubiese advertido a través de un obturador desajustado. O si no, era yo quien
no lograba avanzar tan rápido.
Sin embargo, cuando la había dejado en su hotel e ido a mi habitación
o vuelto al estudio, yo no conservaba de ella más que una imagen: la de una
muchachita que se consumía de desesperación.
¿Por qué se volvió insoportable?
¿Quería hacerse mal o era el remordimiento lo que la atormentaba?
Tendría que haberla amado para rescatarla; pero nunca tuve el valor de
99
blaise cendrars
jugar esa comedia. Yo no sentía por ella más que una inmensa piedad fraternal (y es eso lo que Pompon jamás me perdonó).
Durante nuestros paseos en coche jamás nos dirigíamos la palabra.
Yo cargaba con ella como uno porta un libro al pasear (es una presencia
muerta que puede dar color o animarte un momento); uno no se siente obligado a leerlo. Ahora me hago acompañar por un perro, es menos inquietante,
al libro lo puedo lanzar fácilmente por la portezuela.
Pompon se mantenía hermética, ferozmente callada.
Estaba sola en el auto, endeble y todavía un poco pálida, recogida sobre
ella misma, sin un adorno, sin una pañoleta que flotara, clara, precisa, propia, de punta en blanco, de una elegancia sobria y tal vez un poco dura bajo
su pequeño sombrero perfilado como la tapa de un radiador. Inmóvil en su
esquina, desaparecía en la profundidad de la carrocería del automóvil como
una perla en un joyero.
¿En qué pensaría, con la mirada perdida en el camino y las manos reposando en su vientre?
Su cabeza siempre un poco inclinada a la izquierda.
Se dejaba llevar.
Jamás se quejaba cuando el chofer iba muy rápido.
A veces, cuando topábamos con un obstáculo, la veía tensarse, morderse los labios. Tal vez su vientre le dolía con los baches y ella pensara en
el hueco, en ese pequeño hueco que la bala del revolver le había perforado
para matar al fruto de sus entrañas… No lo sé.
Jamás desacomodaba sus piernas cuidadosamente extendidas.
Yo la admiraba.
En el restaurante, por el contrario, yo tenía el derecho de verla más
cerca. El chianti, el grignolino, el falerno (todo el vino que yo bebía en Roma
me permitía liberar la enorme suma de trabajo que realizaba cotidianamente
y de conservar el ánimo luego de la debacle final) me ponían de buen humor.
Yo miraba a Pompon directo a los ojos.
Ella no podía desviar la cabeza.
La tenía.
Veía su cuello hundirse. Un tic imperceptible hacía temblar su mentón. Sus labios se avivaban. Sus mejillas se volvían incandescentes. Veía
100
una noche en la selva
sus dientes húmedos descubrirse, su frente testaruda que se aproximaba
a la mía. La veía debilitarse y resistir, pero no llegaba a cerrar los ojos…
bajo sus párpados tensos observaba sus pupilas que se reblandecían, que se
endurecían, que se empequeñecían para alejarse, que se agrandaban como
para pedir socorro…, el color de sus ojos se empañaba…, una gota de sudor
bajaba por sus sienes…
Le tomaba la mano.
–¿Entonces, Pompon, va todo mejor?
–Sí… no... eres tan gentil, Cendrars, perdóname, no puedo hablar.
–¿Qué puedo hacer por ti, Pompon, pequeña?
–Nada, nada…
Ella estaba inquieta, presta a salvarse, palpitante como un cierva.
–¡Ah!, si tan sólo pudiera llorar –suspiraba.
Se tomaba la cabeza. Su pie me rozaba.
Ella enloquecía de pensar que yo fuera a interrogarla.
Entonces desvié mis ojos. En efecto, casi siempre era imposible hablar.
Pedí una nueva botella de vino. ¡Dios mío, sí que es difícil acudir en ayuda
de otro ser humano! Comencé un nuevo plato. Hubiera querido hacerle comprender que nada de lo que ella experimentaba me era extraño. Para qué, es
el eterno malentendido, ningún sentimiento se comparte, la emotividad no
más que la sensación, la palabra no más que un beso. No estamos hechos
para vivir en sociedad. No se tienen semejantes. Está uno siempre solo. Yo
bebía una grappa. Pelaba una fruta. Bromeaba en napolitano con el mesero.
Cuando hube comido y bebido, la miré sonriendo y le extendí la mano. No
hay como los desgraciados para ser egoísta y desafiante. Pompon había recobrado su calma, su dolor, su mortificación. Estaba más ausente que nunca,
tan lejana que pasó un buen rato antes de responder a mi sonrisa y extenderme su mano, indecisa.
Esa mano estaba helada.
–Vamos, Pompon, haz un esfuerzo, bebe ese vaso, te hará bien. Es un
vino famoso que tiene el sabor de la uva y de la tierra calcinada, que crece
al pie del Vesubio…
Yo insistía, hablaba. Pompon se dejaba llevar. Llené varias veces su
vaso, pues adoro a las mujeres que beben. Ella lo hacía con gracia, con
101
blaise cendrars
condescendencia, para complacerme,
con mucho temor al principio y sin jamás perder su aire de madona opacada,
pero tan triste… incluso cuando le cogía el gusto.
–¿Te gustaría acompañarme al es­
tudio? Sabes, tengo unas escenas con un
elefante esta noche. Se llama Romeo, es
tan cariñoso como ladrón. Somos ya
muy amigos; me escucha más que a su
domador. Ven conmigo, Pompon, será
divertido. ¿No?
No, ella no quería ir a ningún lado
ni ver a nadie y, sobre todo, no frecuentar el estudio que ella imaginaba lleno
de mujeres. Es verdad que yo estaba
rodeado de mujeres, de princesas, de
marquesas, de esposas de generales, de oficiales, de soldados, de huérfanas
y de novias, de enfermeras y de actrices, de bailarinas, de obreras, de dependientas, de dactilógrafas, de estudiantes, de mujeres escandalosas y de jóvenes madres que tenían hambre, de gordas, de flacas, de niñas, de viejas, de
bellezas raras, de francos adefesios, de pequeñoburguesas e incluso de una
enana que tenía barba de zapador. ¡Hombre afortunado! Yo era el Monsieur
que hacía cine. Yo encontraba declaraciones, proposiciones, ofrecimientos
de servicios, solicitudes de empleo, boletines de higiene, diplomas de honor
entregados por institutos de belleza de Berlín y Viena, viejos pasaportes, sobres con una dirección, tarjetas de visita, de citas, ramos de flores, pequeños
regalos, mechones de cabello, recetas de maquillaje, fotografías, desnudas y
vestidas, con o sin medidas, recortadas en sobres transparentes o cuidadosamente montadas en vidrio, certificados de buenas costumbres, currículos,
cartas escandalosas, dinero, ruegos, amenazas, con el portero del hotel, en
mi buró, en mi coche, en mis bolsillos, en mi sombrero, bajo mi abrigo, en mi
asiento, en mi cajón de ropa interior, en mi baúl, en el excusado, en mi cama,
en mi bañera, en la embajada, en el banco, en el estudio, en casa de los raros
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una noche en la selva
amigos que yo frecuentaba en la agencia Cook, en la redacción de los diarios,
en el telégrafo, en la oficina postal, en París y Londres desde donde me los
hacían llegar, en las librerías, con los proveedores, las costureras, las peinadoras, los vendedores de accesorios, en el laboratorio, en el departamento
de contabilidad, en la caja, bajo una factura, en las manos de los ayudantes,
carpinteros, electricistas, pintores, en los camerinos de los artistas, con las
ayudantes del vestuario, en la sala de proyección, a la vista sobre el piano,
como separador de mi guion, ¡e incluso en un billete prendido con alfileres
en mi espalda! Cada hombre que encontraba tenía por lo menos una mujer
que colocar, una hermana, una prima, una amiga, una conocida, su sirvienta o su amante, que había tenido una desgracia “y que es muy inteligente,
¿sabe usted?”, y todos aquellos que no conocía o con quienes no tenía tratos,
me telefoneaban directamente para anunciarme el descubrimiento de una
nueva estrella. Cuando colgaba, era la mujer del conmutador misma que me
hablaba para decirme: “Ed anch’io voglio girar, caro Signor.” Como yo no era
orgulloso y quería que todos tuvieran su oportunidad (yo mismo hacía cine
para ganar dinero. Ganar dinero debe hacerse con alegría y sin envidias, si
no no valdría la pena tener tantas preocupaciones y echarse tantas responsabilidades a la espalda. Nunca he podido comprender por qué los hombres de
negocios se toman tan furiosamente en serio y son tan tristes, al punto de que
sus reuniones se parecen más a los sínodos de los pastores prestantes, sufren
rigurosamente del estómago y se ponen a legislar la vida de los hombres, en
vez de una reunión de vividores a punto de revolucionar el mundo jugando a
las cartas, apostando y lanzando y aceptando numerosos desafíos; especular,
manejar negocios, hacer publicidad, abordar con claridad los problemas que
trasforman el aspecto secular de un país, crear nuevas necesidades hasta
en el más lejano de los pueblos, imponer nuevos productos, influir en la
elegancia y la higiene de millones de gentes, trastornar ideas y costumbres,
rodearse de los bellos juguetes de la técnica moderna, ejercer un prestigio
mundial es un gran deporte, qué diablos, un deporte al aire libre, a la luz del
día, no hay ninguna razón para poner cara de hipócrita ¡ni querer ponerse
el viejo capirote de los penitentes para reservarse un lugar junto al becerro
de oro! A Dios gracias, ya no hay lugar para la francmasonería; a final de
cuentas, el dinero es impuro, no hay ni una sombra de duda; ¡pero es muy
103
blaise cendrars
divertido, hoy que es libre y pertenece a todos!), yo respondía a todo mundo
y, expidiendo en el correo convocatorias por centenas, encontraba todavía el
tiempo (pues el tiempo es muy elástico cuando no se aburre uno) para entrelazar mi jornada de trabajo con una hora veinticinco que yo despachaba en
fracciones de minuto para recibir a alguien, alguien en particular. Charlar
un cuarto de segundo con una mujer y un momento de reposo. Tres palabras
bastaban, un guiño, un poco de amabilidad. ¿Para qué fatigarse? Con un
céntimo de organización en su trabajo y un poco de buena voluntad, uno
puede siempre reservarse una apariencia de descanso, incluso bajo la peor
lluvia de fuego. ¡Y qué profundos descubrimientos humanos no hacía yo! No,
yo no caía de la luna. Yo saltaba de mi trabajo y caía sobre mis pies. Se había
ido la luz. Los electricistas cambiaban los carbones. Un artista aprovechaba
para resaltar su maquillaje. Los operadores recargaban los magazines de película. Pum, pum, pum, se clavaban clavos. Se cambiaban los decorados. Se
preparaba un largo zoom sobre terciopelo. Se alistaba una nueva iluminación
depurada. Yo saltaba de mi trabajo para caer de lleno en la realidad. Detrás
de un bastidor me esperaba una jovencita temblorosa y confusa. O una vieja
chocha recubierta con un caparazón de joyas de bisutería que me enviaba
gotas de saliva bajo sus anteojos de teatro. O una pobre bailarina con un traje
prestado. O una morfinómana de duelo. Una gran mujer morena. Una mantenida. Una provocativa joven con ojos de noche. Una abuela que me ofrecía
a sus pequeñas y que las pellizcaba solapadamente en la espalda para que
se mantuvieran derechas. Una boxeadora. Una mujer que debía tener cáncer
de seno. Prostitutas. Una tonta. Una mariposa. Una vaca. Una pequeña arpía
rabiosa y muchachas lindas por millares.
Ninguna servía.
¡Fling-flash! Con descargas de magnesio en los ojos yo las desnudaba
instantáneamente.
Ahora bien, si las mujeres están siempre dispuestas a dejarse desnudar, ¿cuál es aquella que consentiría rodar moralmente desnuda? Todas esas
mujeres posaban.
Todas se habían puesto sus vestidos más bonitos para venir a verme:
aquella se había estirado los cabellos, aquella se ocultaba las orejas, todas
llevaban la boca convencionalmente en corazón (las mujeres en Italia em104
una noche en la selva
pleaban por lo general un colorete pésimo y un número y medio demasiado
grueso); pero yo no registraba sus encantos, sus seducciones, sus adornos,
sus pretensiones –como objetivo yo tenía el de descubrir su personalidad.
–¡Luces! ¡Se rueda! ¡Muéstreme su labio leporino, señorita, y usted pie
equinovaro, cogee!
No hay ninguna razón para que uno no desenrede desde hoy en la pantalla la compleja madeja de un personaje humano como uno torna a acelerar
la germinación, el crecimiento, la plenitud, la floración y la muerte de las
plantas.
El objetivo está listo para almacenar la configuración, la constitución,
la constelación más íntima de las células.
Con una iluminación lateral a la millonésima, llegaría incluso a sorprender la saturación de la micela como el teleobjetivo ha llevado ya a nuestra puerta el drama de las manchas solares.
¿Por qué no asiría la vida cerebral al natural, las reacciones químicas
del cerebro, el baño de plata de la asociación de imágenes, la sub o sobreexposición de una idea forzada y las maravillas del flujo del subconsciente,
el revelador?
Son las muchachitas, las deportistas, las mujeres de mundo, las profesionales, las estrellas, quienes han matado al cine. Las costureras, las peluqueras, los pintores. Los comanditarios, los guionistas, los esnobs. Todos
aquellos que quieren algo sorprendente o sensacional, o que quieren ver
alguna cosa y conseguirla por su dinero.
Cada cuánto una humilde sirvienta que lava la vajilla sin pensar en nada
es más fotogénica, a condición de que se deje sorprender a sus espaldas por el
objetivo, que todas las penosas transformaciones de una Mary Pickford que no
llega a olvidarse a pesar de los cincuenta mil voltios que la ciegan.
Yo cambiaría a todas las vedettes del mundo por un animal en la pantalla, pues no es el individuo el que vemos con nuestros ojos, sino la raza con
toda su ingenuidad y clase.
No es la ropa ni las joyas, ni la corona histórica de la reina lo que hay
que filmar, sino sus endometrios o la úlcera que roe su alma o su languidez
insatisfecha o su ansia de satisfacciones o esa insoportable espera que constituye nueve de cada diez veces la vida de las mujeres.
105
blaise cendrars
La grandeza del cine está en sus sorpresas, su gracia, en su correspondencia entre lo irreflexivo, lo inerte, lo indescifrable, lo informe (los pintores
no tienen aún ninguna idea de esto) y los aspectos más conocidos (los pintores dirían que los más plásticos) de la existencia.
Todo está a otra escala y en otro plano. La mirada es un vegetal, el corazón es un animal y el rostro humano se clasifica entre los minerales.
El papel del cine en el futuro será el de redescubrirnos a nosotros mismos, mostrarnos a nosotros mismos, hacernos ver a nosotros mismos, hacer
que nos aceptemos a nosotros mismos sin rencor y sin disgusto, tal como
somos, hombres con la vida de nuestros ancestros y la de nuestros hijos en
nosotros, sin fingimientos, ajenos a cualquier convención, en plena fatalidad, en pleno atavismo, en pleno devenir, como las bestias locas o buenas o
razonables o tontas.
Mientras a la astrología le ha tomado siglos bosquejar los horóscopos,
las líneas de las manos, la interpretación de los sueños, las protuberancias
del cráneo, la forma de las uñas, las fórmulas mágicas y códigos del corazón,
las evocaciones negras de la sensibilidad, la conjuración de los sentidos,
los fantasmas de la imaginación, el simbolismo del espíritu, las analogías
del lenguaje, la colosal insaciabilidad de los deseos, el cine está listo para
entregarnos la clave del futuro.
Su única justificación es arrancarnos la piel y mostrarnos desnudos,
despellejados, desollados, bajo una luz más helada que la que cae de la estrella del ajenjo. Es la evidencia misma, siempre inconfesada, que él pone
de relieve.
El hombre.
Tal como es.
La única realidad.
No es suficiente con hacer acrobacias o saber nadar, o haber batido
marcadores de altitud y de velocidad en aeroplano o en motocicleta, o tener un guardarropa bien surtido, o ser la protegida de un banquero, o tener
buenos senos para ser fotogénica. Para ser fotogénico hay que tener buena
pinta, personalidad, un ser secreto y vivir en comunión íntima con la verdad
de su alma.
Parece que un día le respondí a un joven esteta que me preguntó qué
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una noche en la selva
era la fotogenia: “La fotogenia, Monsieur, es una palabra cu-cu-rododendro,
¡pero es un gran misterio!”
Pero todo es un misterio y cu-cu-rododendro hoy día, los fonógrafos,
la ciencia, los telescopios que bombardean las torres de marfil, las danzas
negras, Henry Ford, el metro, el avión, las aseguradoras de vida, las rentas
vitalicias, el inglés en veinticuatro lecciones, los traslados, los veraneos,
todo lo que diariamente está a la venta en los diarios, los libros que se publican, los crímenes políticos, los asesinatos, los descubrimientos, las exploraciones, los inventos, el cubismo, el arte tolteca, el Génesis, la historia de
la Atlántida.
Sabemos muchas cosas, tenemos muchas cosas, todo es demasiado fácil, a modo, viajamos demasiado rápidamente al pasado, al futuro, arriba,
abajo, a la izquierda, a la derecha, oblicuamente, tengo bajo los ojos, hojeando distraídamente una revista ilustrada, la fotografía de la nebulosa amorfa
N.G.C. 8992 Cygni, sé a dónde ir a ver el cerebro de Goethe en un frasco,
todo se ha vuelto demasiado indoloro para que el hombre no tropiece a fin
de cuentas consigo mismo y se quede inmóvil, una linda mañana, mientras
anuda su corbata. Una mirada al espejo. ¡Qué revelación!
No, ¿soy yo? ¿Eso?
¡Luces!
¡Se rueda!
Con los ojos abiertos de par en par, estás inclinado sobre un pequeño
espejo biconvexo, tus dedos crispados revientan un punto negro que te brota
de la sien. Zoom. Nadie te ve. ¡Se rueda! ¡Luces!
¡Es el cine! Una nada en las tinieblas, una mosca que se pega a la
pantalla, caballos salvajes en el fondo de los ojos, los cabellos al viento,
cien mil hombres como hojas de hierba, tus manos agrietadas como cráteres
lunares con el intestino grueso bajo la uña, ¿soy yo, eso, todo eso? –¡Eres
tú! –Pero no me reconozco–. ¡Por fin!
Mira, pero mira bien, el objetivo te ha inflado tan completamente que
tu rostro es como un absceso.
Eres tú.
Es la enfermedad.
Es la enfermedad que es la vida.
107
blaise cendrars
La podredumbre viviente.
Las manchas solares.
Los pensamientos son, tal vez, las manchas solares de la materia gris.
Eres tú la vida.
Tú mismo.
Tú.
La novedad de hoy.
Revelación.
Te conoces.
Misterio
¡Comunión!
Eres tú.
Esa sangre espesa, esta flor sufriente, ese diamante como un ballet. Esa
sonrisa llena de paradas y de sacudidas como la circulación en una gran ciudad, esta nueva sombra en la luz, ese núcleo, esa ojera, ese trazo negro, esa
grieta en el análisis espectral, esa alubia, eres tú. No vaciles más, ¡muévete!
Estás muerto, ¡muévete! Estás enrollado en espiral, ¡relájate! Vas a llegar un
día a la verdad del cine. ¡Muévete! ¡Salta! ¡Aparca en la matriz!
Ya no es M. Un Tal, eres tú.
Ya no es Mme Una Tal, eres tú.
Tú, tú mismo, tú, anónimo como eres para ti mismo, vivo, muerto, muerto viviente, escaramujo, angelical, hermafrodita, humano, demasiado humano, animal, vegetal, mariposa rara, residuo de crisol, raíz del arco voltaico,
sonda en el fondo del abismo, dos aletas, un evento, mecánico y espiritual,
lleno de engranajes y de oraciones, aeróbico, termógeno, ion, dios, autómata,
embrión, foca con peyote en los ojos.
Eres tú, tú en el instante.
Eres tú, tú en la eternidad.
En pleno devenir.
Eres tú en la persistencia.
En la historia del universo la existencia de seres vivientes es sólo una
fase, fugitiva, de la que no conocemos su duración. En comparación con la
duración de la vida de los hombres, el origen de la vida se pierde en el pasado geológico del mundo e incluso los restos fósiles más alejados están lejos
108
una noche en la selva
de acercarnos a los orígenes. El final de la
vida se pierde igualmente en el futuro de los
tiempos… Mira, el tiempo, eres tú, la vida,
eres tú, tú eres la duración. Efímera como
siempre, ¿no te reconoces? ¡En fin!
Eres tú, hoy.
Ah, si Pompon lo hubiera querido, qué
drama, qué dramas (en singular o en plural),
no hubiera yo rodado ¡y rodado con ella! Yo
la hubiera puesto bajo las luces del estudio,
la hubiera mantenido dentro del campo del
aparato, la hubiera plantado al final del proyector como uno prende con alfileres un insecto y hubiera apuntado a ella todos mis
objetivos, el Dallon Telephoto 170 que te capta un individuo y lo ata bruscamente como con un lazo, el Dallmeyer 120 que lo engaña, lo droga y lo transforma en paciente, el B&L Tessar 100 que lo duerme como con cloroformo y
lo desanima, el Carl Zeiss Matched 75 que corta y descuartiza los músculos,
el Verito 50 que araña y pellizca los nervios, el Ultrastigmate 28 que colorea
los pensamientos y el Goerz Hypar 12 que compenetra insensiblemente a su
víctima para sustituir su personalidad. Entonces, interviniendo a toda prisa
con mi Akeley Camera, como un cirujano armado con su bisturí o un verdugo
chino con su gran sable, practicar grandes tomas panorámicas incisivas sirviéndome con habilidad de difusores, depuradores, de un juego angular de
lámparas y de iluminadores mecánicos, habría sabido exponer rápidamente
a la luz, exteriorizar, la desesperanza de Pompon. A ella eso le habría hecho
bien, como si se hubiera desembarazado de un quiste; habría podido volver
a vivir, a disfrutar de la vida (en cualquier caso, habría podido ganar montones de dinero y, quizás, volverse rápidamente célebre, lo que no le hubiera
impedido sufrir, pero no egoístamente, y de otra cosa.)
Yo le decía a menudo:
–Pompon, si quisieras, serías mejor que Lilian Gish (la Gish de Broken
Blossoms) o que la Louise de Fazenda (la mujer más prodigiosa revelada por
la pantalla).
109
blaise cendrars
Pero Pompon, obstinada en su pesadilla, no quería oír hablar de cine;
entonces, al ya no poder soportar su mutismo, su humor pesado y triste, y
queriendo a toda costa hacer algo por ella, para sacarla, divertirla, distraerla,
la instalé en una tienda en vía Veneto, una boutique de modas, Au Chapeau
de Paris, boutique moderna que fue pronto lugar de reunión de todas las
romanas elegantes.
Recoger pequeños fieltros bonitos, combinar, matizar cintas suaves, parecía hacer feliz a Pompon, pero eso no iba a durar.
El día de la entrada de los fascistas a Roma, un camisa negra de la tropa que desfilaba en via Veneto se apartó de las filas para venir a derrumbar
de un golpe de porra la vitrina de la pequeña boutique francesa. Pompon fue
escalpada por el cristal que le cayó en la cabeza. Cuando salió de la enfermería, Pompon estaba desfigurada. Un fragmento de vidrio le había surcado
perpendicularmente la frente, la nariz, los labios, el mentón. Tenía la cara
de un bulldog.
¿Qué podía hacer yo? Habiéndola llevado a París, le hice un hijo a fin
de probarle que aún era bella y deseable. Pero Pompon no fue engañada por
mi compasión. Tenía horror de mi caridad, le cogió tirria a mi afección y todo
lo que yo podía hacer por ella la humillaba y encolerizaba. Todos los días
había ataques de locura, escenas extravagantes, y cuanto más me armaba
yo de paciencia, de bondad, más la exasperaba. Ella se desmandaba hasta
injuriarme. Inmediatamente después del parto, Pompon desapareció y no me
dio jamás señales de vida. Partió llevándose a nuestro hijo, el cual, de todos
los míos, era el que más se me parecía.
…
… Después Pompón se convirtió en una artista apreciada; yo seguí
llamándola Pompon…
….
Yo recordaba todo ese breve pasado (qué de cosas ese año, Pompon, la
muerte de Dourga, la quiebra de la Banca di Sconto, la destrucción de mi
última película, la pérdida de mi primer millón ganado después de la guerra,
y, por carambola, dos, tres viajes consecutivos a América, un trabajo intenso
durante años, toda clase de empresas, de altas, de bajas, la pérdida de mi
segundo millón ganado con mucho esfuerzo, etc., etc., sin hablar de mis li110
una noche en la selva
bros que no escribía), yo veía todo eso al subir la escalera, turrón, conchas,
estuco, de ese gran inmueble moderno que habita hoy Pompon en la avenida
Victor Hugo. Yo limpiaba las bancas en cada descanso, fumaba un cigarrillo,
me sentaba en los escalones. Tengo tiempo, el taller de Pompon está en el
octavo.
¡Qué horror de estudio nuevo-estilo-decorativo, nuevo, con sus muñecas y sus espejos! Cuando entré, tuve la sensación de que iba a resbalarme y
caer, pues entraba de lleno en una pesadilla, y tenía ganas de tirarme por la
ventana. Pero no hay ventanas con Pompon, la ventana ha sido reemplazada
por un espejo inmenso que refleja los otros espejos y duplica las inmundas
muñecas suspendidas que se balancean y tiemblan entre las bombillas encendidas gracias a una corriente de aire que viene no sé sabe de dónde y que
te hiela a pesar de las bocas de calor, los radiadores y las brûle-parfums. Es
en este soplo que llega tal vez de las mesas giratorias, es dentro de ese decorado espantosamente desnudo, es delante de esos espejos que multiplican
por centenas de miles su cabeza de perro que Pompon imagina y confecciona, con toda clase de pedazos de tela, de tejidos, de piel de zapa, de crines,
de pelo humano, las muñecas que le han dado renombre. Nadie sube jamás
a su casa, excepto el gran modisto de Champs-Élysées atraído por sus muñecas, que han hecho su éxito, quien la ha lanzado y que le encarga a Pompon
personajes parisienses en serie…
Tengo tiempo de fumar todavía otro cigarrillo. Un cigarrillo es la duración del trayecto en autobús desde Bagnolles a la estación Montparnasse; es,
cuando las cosas funcionan, cinco o seis páginas en la máquina de escribir;
es, cuando uno está inspirado, un poema completo, a veces no es ni un verso; es,
a bordo, repantingarse al sol, es una buena etapa a caballo, es un golpe de
chispas en avión descubierto, es la pausa cuando uno va a 140 en auto, es
matar los mosquitos en la piragua, es lo que más te falta ante el acecho de
un tigre.
Un cigarrillo.
¡Esos viejos scaferlati! Había hecho viajes a la costa acechando el paso
de los trasatlánticos franceses, subido a bordo, hecho el viaje de Santos a
Rio, y en seguida de Rio a Santos, únicamente para reabastecerme de cigarrillos azules ordinarios, durante mi última estancia en Brasil, cuando fuma111
blaise cendrars
ba tanto que siempre estaba desprovisto. ¿Qué representaban para mí entonces esos cigarrillos que duraban noches enteras sin calmar mi insomnio?
Yo fumaba en mi hamaca, otros solitarios fumaban y se balanceaban en las
hamacas a cielo abierto al punto de que en la noche estrellada espesas volutas nebulosas rodaban por momentos sobre los campos de caña de azúcar. La
música de los negros llegaba por arrebatos desde las colinas. Los mulos de
la plantación contaban lentamente el tiempo: había uno que relinchaba cada
hora. Había algunos raros gritos de los rapaces nocturnos, cortos golpes de
brisa en los eucaliptos, la huida a trote de un tatú, un fuerte olor a savia. Una
serpiente, a cuya hembra habíamos matado en el día, venía a merodear por
el jardín y siseaba intermitentemente. Yo encendía un cigarrillo (era siempre
el mismo), a la intemperie enciende uno cigarros. Después llegaba el alba.
Yo corría a lanzarme a la piscina, desnudo, mientras la parvada de cotorras
ruidosas caía sobre los cultivos. Otros pájaros se despertaban en las higueras
silvestres, en los árboles de Cuaresma, en la selva, chirriaban, piaban. Una
sabia silbaba sobre el grueso brote de una palma. Yo iba a buscar las piñas
que habían madurado durante la noche…
¡O, mi amor! No pronuncio tu nombre. Eres tú quien habla. Yo vendré
al teatro a escucharte esta noche. Detrás de las candilejas tu voz me llegará
cargada de noche y de estrellas, te escucharé declamar versos como durante
mis largos insomnios brasileños… y seré capaz de encender mecánicamente
un cigarrillo y balancearme como en una hamaca en mi butaca de orquesta… entonces el guardia me expulsará y yo saldré, como me sucede a menudo, sin decir nada…
… Además, parto esta noche…
El ascensor dorado sube lentamente con un bello pájaro en la jaula. Lo
sigo con los ojos. Contra los barrotes, una mujer alisa sus plumas, su pico,
su sonrisa. En cada piso, cuando ella pasa, los pekineses ladran desde los
tapetes de los departamentos. El ascensor desciende vacío, yo lo detengo al
pasar y subo directamente a la casa de Pompon.
112
Cuatro poemas
D aniel B encomo
mañana con kabir , mañana con eshleman
Un moscardón como un puño de brea
soporta en su equilibrio
el aire y su espinazo de turquesa
hacia un costado
al hado al interior del ojo
vertederos de palabras sulfatadas
con múltiples reptiles en su orilla asoléandose.
Un estatus de desfase
entre el sopor y el éxtasis auriñaciense
se diluye en vapores de metano
que ascienden a la mesa del banquete
donde un gremio de ascetas
con cabezas escalpadas
113
devoran cada uno
el cerebro fresco del otro.
El ojo del insecto deforma las preguntas
mientras un tarahumara
escupe esta canción como balas de cobre.
auroras , arpegios
En el ojo catarata de la luz
sonríen algunos maxilares
dispuestos en un código de barro.
Si la respiración se condensa
en un pulmón de yegua lleno de preguntas:
Si nos han montado afuera
un teatro para iluminar nuestro esófago.
Si nos han catapultado de la hipnosis
hacia el asco
por puro efecto doppler.
Como un matraz olvidado en el mechero.
El humo sin sublimar.
Como el humo que no,
114
por la misma razón en que el pino
se contrae un momento tras chocar con un cable
de la empresa de energía.
Y todas las aves que están sobre su línea
sobre su,
claudican en dos o tres arpegios,
auroras de cloro.
la foto y el gong
Como pensar el rayo bruto
que escurre por los nudillos
o el aro de luz negra en lo caucásico del iris
aturdidos por un gong
que nunca pasa
o pasa
lo latente a lo rotundo: venir
hundidos en lo baobab de la baba
de lo mismo atrayente
sin
o
sin
115
un arduo masticar
entre flexiones radiaciones
citoplasmas muertos de una tanka
en un vasodilatador
en un esbozo constrictor
al borde del estómago
el mosto que hierve y se hace lenguaje agujas ácido
en los tobillos
que se quiebran lentamente
al desplegarse
lejos del resplandor de otro molar deseante.
Algo se levanta cada día
de una foto carcomida en el aire
de hace más de ochenta años.
ecos distintos
Pensabas no ocupar el poema
con la idea de poema. Era una Somalia
en trámites de arborescencia.
Era la intención
desoxidar un tanque de guerra
116
por las ruinas de otra ciudad
con emergencia nuclear.
Era prioridad lamer distintos ecos
que emitía una caja negra
olvidada por error
junto a una línea de producción:
la toma de cordura peleó con una geoda
por la escasa iluminación
de un rayo ultravioleta.
Quizá era el momento de partir
para buscar un refugio
lamer una pupila de flamingo
o tramitar una tarjeta de hierba medicinal.
117
La incertidumbre que viene desde dentro
R osana R icárdez
Abro los ojos. Sigo acostada. Al parecer todo está igual, apacible. Son las
diez de la mañana de un verano normal. Normal, traducido, es rutina. Lo
cierto es que prefiero los días de verano. La grisaille sólo se me da por
dentro. Me levanto. De ti no se sabe
nada aún. Las cortinas, delgadas y
gruesas, derecha e izquierda, están
cerradas. Deseo que así permanezcan un rato más. Como de costumbre, corro una del par. Al momento,
veo en la terraza a una mujer haciendo alguna forma de tae kwon do
o arte marcial que asumo oriental y,
por supuesto, desconozco.
Sigue en la terraza. Ni siquiera me
pregunto si la dejaste entrar, quizá
porque se me hace irreal. Sigue ahí
levantando los brazos, moviendo las
piernas, girándolas, haciendo con ellas
círculos en el aire. El metro y medio
de terraza es espacio suficiente, se
mueve con soltura. El sofá-cama de
118
afuera parece no entorpecer su actividad. Se pasea de un lado a otro. La
bicicleta estática tampoco le estorba.
Mucho menos el zapatero. Me espabilo. Comienzo a hacer mis cosas. ¿A
qué me refiero? No lo sé. A hacer la
cama, supongo. En lugar de orear las
sábanas, decido cambiarlas. Coloco el
juego verde que tanto me gusta. Ella
sigue ahí pero intento olvidarla.
Voy al baño, lavo mi cara, me agarro el cabello. Salgo del cuarto hacia
la cocina. Hago mi jugo. Todavía hay
kiwi, espinaca y lechuga suficiente
para hacerlo. Lo tomo lentamente. Las
cortinas del ventanal aún están corridas. La izquierda nunca la muevo,
así es que veo a la mujer a través de
la derecha. Sigue ahí. ¿Cómo llegó?,
me pregunto. ¿Es real?
El ruido que hacen los albañiles
en los edificios en construcción es
estruendoso, como de costumbre. La
zona crece. A pesar de estar rodea-
la incertidumbre que viene desde dentro
dos ya de construcciones, siempre
hay lugar para más. Hubiera pensado que en un décimo piso las cosas
escapan, que uno puede escapar de
ellas, del ruido cotidiano. Dentro y
fuera. El ruido de los autos y el de
los niños en el colegio de la contraesquina del edificio se revela de pronto. Sin música en el departamento, el
ruido es perfectamente perceptible
aun con las ventanas cerradas. No
me atrevo a abrirlas. Ella sigue ahí.
Parece no verme. Cuando la veo,
Ella no. Cuando Ella me ve, yo no. Para
esta hora ya muero de hambre. Desayuno: pan tostado con tomate, con albahaca seca, aceite de oliva y un poco de sal.
También té verde. Me pierdo dentro.
Cuando regreso, Ella parece buscarme con la mirada. No hago caso.
Sigo sentada en el comedor, de un
metro cuadrado, madera dura y oscura. Parece buscarme con la mirada:
se acerca a la ventana, como cuando
uno quiere ver a través de los vidrios
polarizados. La toca. Me he resistido a abrir, hasta ahora que reacciono: me levanto. Abro. Pensó que no
había nadie en el lugar. Comienza a
hablar. Comienza a trabajar. Limpia.
Primero va al baño. Sigue con la alfombra del cuarto, después la de la
sala y los sillones, en escuadra, sólo
separados por un librero de 60 centí-
metros de ancho por 40 de fondo y 154
de alto. ¿Cómo lo sé? Es lo que mido.
Yo me ausento constantemente. Me
vuelvo a perder.
Regreso. No con la misma facilidad. Esta vez su presencia me obliga.
Intuyo algo extraño en Ella. Pronuncia palabras raras, quizás en la que
es su verdadera lengua. Pareciera hija
de migrantes asiáticos, piel tersa pero
oscura, quizá mezcla de mapuche. Piernas delgadas y cortas pero torneadas,
fuertes. Se vuelve verde y me asusto.
Pienso que es producto de mi imaginación. Estoy nerviosa.
De la nada aparece un niño. ¿Suyo?
No lo sé. Ambos comienzan a hacer
cosas extrañas. Mueven objetos. El
niño apareció. De hermoso semblante;
sin nada de cabello, como me gustan,
de piernitas gordas y firmes. No le
calculo más de diez meses. Usa pañal y sólo lleva una camisetita blanca
sin mangas. También se vuelve verde.
Ella sigue ocupada, aunque no puedo verla. El lugar se oscurece. Le
reclamo. Ella no es normal, quiere
hacerme daño. Se enfurece y ambos,
al unísono, me lo hacen. Intentan
volverme loca.
¿Cómo llegó hasta ahí? Sólo me
interesa Ella. Intento hacer memoria
pero todo se ha borrado. Tú la trajiste,
ahora recuerdo. Días atrás trajiste a
119
rosana ricárdez
alguien para hacer la limpieza de estos metros cuadrados. Yo no podía. Me
enfurezco contra ti. Como siempre, es
tu culpa. Ha retomado el trabajo. El
lugar sigue oscuro. Como cuando cierro las cortinas, esas verdes que adoro. El mal es contra ti, contra todos los
que lleguen a entrar. El mal es contra
ti e intento impedirlo. Preparan una
pócima o algo similar, no sé qué. Me
siento mareada pero estoy lúcida.
Me aferro a ello. Estoy lúcida.
Ella es verde y vuela. El niño y Ella
comienzan a hacer círculos en el aire,
despegados del suelo, vuelan en círcu­
los. Observo. Vuelan encima de mí.
Vuelan en la sala. Vuelan. Has llegado y todo ha vuelto a la normalidad:
Ella a la limpieza, el niño al tapete.
Poco a poco todo se vuelve verde para
mí. Comienzo a desesperarme porque
sé que esto va a estallar de un momento a otro y siento la responsabilidad de salvarnos. ¿Por qué la metiste?
¿En qué momento sucedió? Sigo nerviosa.
Llega más gente a casa. Mi mamá
simpatiza con Ella también. Le relato
lo sucedido y comienza a sospechar.
Cada vez me cuida más, intenta protegerme. Tampoco me cree, más bien
sospecha de mí. Pero Ella, ella, Ella
actúa de manera normal. Y ahora pienso, ¿qué es la normalidad? La cabeza
120
me da vueltas. En ese momento llegas. Desde entonces el niño comienza
a hacerme guiños. Mi mamá, tú y no
sé quién más van a la recámara. Los
guiños continúan. No ha cesado de
hacerlo desde que llegaron. Lo tomo,
comienzo a golpearlo. Lo azoto contra
el piso. Continúo. Intento asfixiarlo
pero no puedo. Ella observa. Lo azoto
contra el suelo, le aprieto la panza, le
saco el aire, intento asfixiarlo de nuevo, golpeo su rostro con ira. Ustedes
acuden inmediatamente. Me culpan.
Ella sale a la terraza, el niño está en
perfectas condiciones. Nosotros no
podemos salir.
Ella comienza a hablar en esa lengua extraña. Comienza a volar. No sé
cómo logra quitar el techo, la especie
de plafón que cubre la terraza cede
sin chistar. Arranca todo con rabia
y vuela. El niño la sigue. Se ponen
verdes y dan vueltas. Reaparece mi
mamá e intenta salvarme de la bruja.
Es tu culpa, tú la metiste en la casa.
Todos me miran y me recriminan,
pero yo no le abrí la puerta. Intento rehacer los hechos desde que desperté; se los relato y se dan cuenta de
cuánta verdad hay en ellos. El vómito
verde no es casual. Sus cabezas, que
giran todavía, tampoco. Tengo miedo.
Hoy cumplimos tres años intentando tener un bebé.
Dos poemas
N oé B lancas B lancas
seré el silente
Entre la multitud seré el silente
y tu nombre, en mis labios, una excusa;
ya no más fruta al sol, ya no más música,
sino, entre el pedregal, pájaro sucio.
Y en el lunar la luz que se carcome;
la mancha en el sillón que un trapo cubre;
la sílaba en el muro que se amusga
cada vez que el farol se vuelve nube.
Por el halo esa tarde en tu sonrisa
y el crucero en el hueco de tu mano,
por la danza y el sol en tu rodilla
y tu espalda y el pan y el dispensario.
Por el pezón almado y otro siempre,
por haber erizado la esperanza
121
y apoyarse en la tarde de la puerta,
por creer, por crecer, liquen y rama.
Aquí yace el botón desmigajado,
la banqueta asediada y muerta a pasos;
aquí cruje una luz vuelta una injuria,
ventana que la piel opaca, inculpa.
Seré este manotazo en la penumbra,
la llave que se pudre en la maceta,
la tarde que se cierne en cada vuelo,
y, entre la multitud, el que no increpa.
para este sol
Para este sol que duerme y hormiguea,
que se arrastra, cual álamo a la orilla
de la calle, yo estaba destinado.
A pesar de la rosa y la esperanza,
de la risa tostándose en agosto,
a pesar de la sal y las gaviotas,
y el pan abierto alumbrándose en las manos.
Para este hablar en ocre, entre bemoles,
122
he venido, que las tardes enrama.
Para este no florear. Para este sol
conocido por cardos y banquetas,
desgastado de lluvias y crepúsculos
estirándose entre furias
y ojos suspirosos,
persiguiéndolo el cacao, el cascalote,
estaba destinado.
Aquí, jardín de tardes,
pastor de baladas y humaredas;
como al viento el aullido,
como al hambre
el enjambre,
me destiné, he venido,
con la piel y la risa y la garganta.
No obstante el ánima, el nido, la mazorca,
sin embargo la fruta y su mentira.
No obstante el mar, la espuma, el mar,
la espuma…
Aquí, farol de danzas
y alabanzas,
he venido.
Como a la piel la sal. Y al sol el ala.
123
Un rastro de animales muertos
F ernando
de
L eón
Sentada en una fosa séptica, con base de ladrillo y un tablón de madera con
un agujero donde posar el trasero, la mujer hacía muecas de asco por el olor
de sus propias heces. Sus dedos no dejaban en paz el sintonizador de la radio de
baterías, pues nada de lo que escuchaba resultaba de su agrado. Era una mujer madura, rozando el medio siglo, pero con la fuerza física de alguien de 30
años. Había crecido y vivido en el esforzado campo; madrugando y teniendo
que recorrer distancias largas, ya fuera para ir a los establos por leche, al
río por agua o al pueblo por víveres. Era viuda desde hacía diez años y sus
hijos, que habían emigrado a la ciudad, la visitaban una vez al mes o le marcaban al teléfono celular que nunca sabía cómo contestar pero que siempre
mantenía con batería llena. Terminó por apagar la radio al no encontrar nada
interesante. Su mirada se perdió en el silencio, más allá de la alta ventana
sin cristal que ventilaba aquel sitio.
De repente sintió algo. Entre el techo de teja y las vigas de madera algo se
movió. Al principio no pudo distinguir su figura y, cuando lo logró, le pareció
un insecto enorme, del tamaño de un perro que pendía del techo. Era como
una tripa con cuatro patas de rama y pequeñas pezuñas que se columpiaba.
Pensó que el extraño animal no tenía rostro hasta que advirtió que estaba con
la cola hacia ella, pero su cabeza, en el otro extremo de su cuerpo de tripa, no
se volvió a mirarla. Luego de un movimiento furtivo la bestia se quedó quieta,
como hacen precisamente los insectos cuando quieren pasar inadvertidos.
Ella se asustó, aunque su rostro severo no manifestó miedo alguno. Tomó
papel higiénico y procedió a limpiar su trasero sin dejar de mirar al animal
124
un rastro de animales muertos
en el techo, arrojando las porciones de papel usadas al fondo de la fosa. Si
su curiosidad no hubiera quedado cautiva por la presencia de aquella extraña creatura, hubiera arrojado las habituales paladas de cal a la fosa para
evitar que el mal olor del excremento perdurara; no obstante, apenas subió
sus pantaletas y bajó su falda, agarró la pala para protegerse y, sin dejar de
mirarlo, intentó tumbar al animal, que medio gruñó y medio graznó, pero que
no volteó a ver a la mujer que le pegaba en las patas traseras con el filo de la
pala. La bestia comenzó a avanzar hacia la ventana. Debía ser un animal pesado pues en su balancear desacomodaba un poco las tejas que rozaba y crujía
la viga de la que pendía. Al llegar a la ventana intentó un salto algo torpe pero
logró caer del otro lado donde había un gallinero. La mujer escuchó el golpe
entre las hojas y pensó que a continuación comenzaría el escándalo entre las
gallinas, como cuando un tlacuache se mete a robar los huevos, aunque sólo
hubo silencio. Sin soltar la pala salió y rodeó el baño hasta llegar al pequeño
gallinero. Todavía alcanzó a ver la parte trasera del flaco cuerpo del animal y
las patas descolgándose de la red de metal que cercaba e irse entre la maleza
con grandes zancadas. Las siete gallinas estaban muertas y la mujer no podía
comprender cómo las había matado tan rápido y sin aparente violencia.
Aquel raro animal había dejado a su paso un claro rastro de muerte: pájaros, lagartijas, ratas, ardillas y –lo más triste– su querido perro Tuca. Simplemente había caído muerto al paso de la bestia. Por eso, y sin preguntarse
la razón por la cual ella seguía viva tras el encuentro con aquel ser, la mujer
metió comida en una mochila, tomó la pistola calibre 22 que perteneció a su
difunto marido, la caja de balas, el teléfono celular, el chal más grueso que
encontró y un cayado que le servía en sus caminatas por el campo, cerró
todas las puertas de su casa y se encaminó tras la bestia.
Creyó que la impulsaba un natural deseo de revancha, pero muy pronto
se sintió emocionada de haber visto algo que nunca antes, en su considerablemente larga vida, había visto. Y deseaba averiguar lo que era. Después
resolvería si lo mataría o no; por ahora lo importante era darle alcance y atraparlo. Su difunto marido hubiera ido directo a los libros, que tenía muchos,
y alguno sin duda explicaría a qué especie pertenecía aquello que vio y diría
lo que come y cada cuánto se aparea, explicaría con detalle la razón por la
cual mataba con tanta facilidad a los que se topaba a su paso, incluso habría
125
fernando de león
en aquellas páginas alguna nota al
margen sobre cómo cocinar a un animal así para que resultara un platillo
suculento. La mujer vivía convencida
de que los libros que atesoró su marido todo lo explicaban: todo. También
le quedaba claro que ella tenía sus
propios métodos para conocer el mun­
do y era persiguiéndolo, atrapándolo,
interrogándolo cara a cara. Cuando
tuviera a la bestia en sus manos, sabría de ella lo que hubiera que saber,
directamente, sin haber utilizado un
libro como intermediario. Era una mu­
jer obstinada.
Poco antes del mediodía emprendió la persecución, primero entre huertas y trepando por pequeñas cercas
de piedra o abriendo puertas de alambrado con púas que funcionaban bien contra el ganado suelto, pero que no
detendrían a un animal del tamaño de un perro como el que perseguía, ni
tampoco a una mujer de edad avanzada que había crecido por aquellas veredas. Por momentos tuvo la impresión de que le perdía el rastro, pero sucedió
varias veces que cuando estuvo a punto de perder la esperanza y de convencerse de que lo que estaba haciendo no tenía sentido, encontraba un animal
muerto a su paso y esa era la señal irrefutable de que seguía por el camino
correcto.
Esta mezcla de serpiente con gallo y patas de insecto gigante no podía
dejar de matar lo que encontraba a su paso, era como si estuviera maldito,
porque matar sin querer era una maldición. Lejos de darle alcance, de saber
remotamente lo que era aquel animal, la mujer comenzó a sentir lástima por
él. Pero dejó la lástima de lado y se convenció de que un animal así de dañino debía ser cazado y se sintió emocionada de ser ella quien lo estuviera
persiguiendo.
126
un rastro de animales muertos
Caminó a paso lento y constante hasta que sintió hambre y sed. Sólo
entonces se detuvo media hora a comer y reposar. Luego continuó porque
veía venir la noche, se encontraba en medio de la nada, a campo abierto y
sin un refugio a la vista. En otra época no le hubiera temido a la noche en
despoblado, pero ya no era la mujer resistente al frío que solía ser. Ahora
los huesos le dolían de madrugada, aunque sabía muy bien lo que tenía que
hacer y, una vez que encontró el lugar adecuado para encender una fogata,
comenzó a juntar leña.
La noche cayó demasiado pronto y demasiado negra. No se veía ni la luna.
Ya había juntado algo de leña pero no la suficiente para pasar toda la noche,
así que se encontró de pronto en la incómoda y hasta peligrosa situación de
juntar ramas secas a tientas. Sus ojos aún no se acostumbraban a la poca luz
que debía haber cuando su mano tocó algo frío y escamoso, como una tripa
gorda, que se alejó al tacto haciendo ruido entre las hojas y la mujer escucho
un chillido que nunca antes había escuchado: una especie de siseo carrasposo. Ella se quedó quieta, impactada, tratando de ubicarla con el oído: estaba
ante ese animal raro que mataba todo lo que encontraba, pero a ella no la
había picado ni nada. No lograba verlo por la densa oscuridad aunque sabía
que estaba ahí, escuchaba sus pisadas como de gallina, y ese ruido extraño que
emitía, lastimero y terrible.
La mujer intentó sacar de su mochila la pistola pero, antes de encontrarla, escuchó a la bestia alejarse. Su mano cambió la búsqueda y encontró
los cerrillos. Encendió uno para saber dónde había quedado su montoncito de
leña y se apuró a prender su fogata. Al calor del fuego no se sintió más tranquila, el mismo crepitar del fuego parecía ocultar ruidos de movimientos en
su entorno. Ahora sí encontró y empuñó la pistola. Reconoció entonces que
se encontraba asustada y que sería imposible dormir así.
Con los nervios de punta comenzó a sentir que los párpados la aplastaban, que todo su cuerpo estaba a punto de desmoronarse y que así era
completamente vulnerable. Hasta un gato montés o un puñado de ratas de
campo podían hacer un festín con su cuerpo cansado y dolorido. ¿Por qué
exponerse así? ¿Por qué no se quedó en casa y llamó a alguno de los cuatro
policías que había en el pueblo? Si un ladrón hubiera entrado en su casa a
robar, si un temblor de tierra le hubiera destruido parte de la casa, lo habría
127
fernando de león
hecho. Dar parte, buscar ayuda, salir y caminar a casa de la vecina y decirle
“Cómo ve, me robaron” o “¿Sintió fuerte el temblor?” Pero no había pasado
eso, había visto una serpiente con patas que parecía insecto gigante, matándole todo el gallinero. Era tan fácil que la llamaran loca y, para ella, no había
nada peor. A su madre, ahora difunta, la habían llamado loca toda su vida
y no era verdad, pero en los pueblos así es la gente con los diferentes, con
los excéntricos. Si te notan raro te empiezan a llamar loca pero si tu rareza
les incomoda te empiezan a decir poseída por el diablo y en un descuido te
acaban linchando. A su mamá no la lincharon pero a la menor provocación la
llamaron loca y ahora ella no iba a dar pie a habladurías. El animal que vio
era extraño, sólo eso, extraño, y no iba a quedarse con la duda de lo que era.
Cuando cayó en la cuenta notó que reflexionaba con los ojos cerrados
y que eso era casi soñar, pero hubo un ruido entre la maleza repetidamente y no
lograba atender a esa alerta. Era como una alarma de hojarasca disparada
en su cabeza diciendo “algo se aproxima” pero su cuerpo no reaccionaba.
Cuando logró abrir los ojos ya tenía al responsable del ruido delante de ella
y saberlo la estremeció.
–No se asuste –dijo el hombre que estaba ahí, parado. Portaba un rifle
pero no la amenazaba, su tono de voz era amable–. Soy el doctor Tario. Vengo
acá cada verano, a unos doscientos metros de aquí está mi cabaña, vi la luz
de su fogata y quise saber si no era un conato de incendio. Créame, ya ocurrió antes por culpa de campistas descuidados. Pero ahora que la veo no creo
que sea usted descuidada. Dígame, ¿qué hace aquí a esta hora?
La mujer se mantuvo callada, aunque el sueño se le había espantado.
Tenía que pensar una respuesta rápido. No iba a permitir que este desconocido la considerara una loca persiguiendo a un animal único y extraño.
–Yo me llamo Julia. Vivo a un día de camino, hacia el poniente. Un
animal mató a mi perro y mis gallinas. Me enojé tanto que tomé la pistola y
salí a buscarlo, pero me ganó el entusiasmo pues me agarró la noche sin estar
muy preparada. Por eso la fogata y el temor de que me atacara si me dormía.
–No la culpo. A mí también me llenaría de rabia que me mataran a mi
mascota, si tuviera una. Escúcheme, Julia, aunque usted ahora no me conoce, le pido que acepte mi hospitalidad y no pase la noche aquí. Es peligroso
y hace frío. Ande, venga conmigo.
128
un rastro de animales muertos
–Es usted muy amable, pero…
Julia quedó pasmada cuando se percató de la silueta de serpiente y patas
de gallo que se movía con la destreza de una iguana por una rama gruesa, no
distante de la cabeza del doctor Tario. Éste se percató del azoro que embargaba a la mujer y de reojo vio el animal que colgaba por encima de él. Sin
dudar, se abalanzó hacia Julia, derribándola, casi cubriéndola al tiempo que
gritaba: “¡No lo mire!” Le tapó los ojos con una mano mientras con la otra
trataba de sujetar a la espantada mujer.
Tario también cerró sus ojos con rigor y se quedó tirado encima de Julia
mientras le decía al oído con voz desesperada pero firme:
–Disculpe que me comporte tan extraño pero confíe en mí, Julia, y por
lo que más quiera no abra los ojos. Si no lo miramos no nos hará nada. No es
un animal acostumbrado a morder o a rasgar, pero nos matará en un instante
si lo miramos a los ojos.
La mujer, tirada y con la mano de aquel hombre sobre sus ojos, sintió
algo que la llenó de terror: las callosas garras sobre su brazo y su pierna
izquierda, el peso del animal, la frialdad de su piel rozando su mejilla mientras los olfateaba. Había que descontar que el doctor Tario estaba encima de
ella, cubriéndola, y que él debía tener las otras patas del animal sobre su
espalda y sobre su cabeza.
–No se mueva –murmuró Tario. Una de las garras del animal arañó su
espalda y no pudo evitar gemir de dolor.
El animal hacía un ruido raro, como un ronroneo metálico, explosivo,
un crepitar alternado con un siseo grave, como el que hacen los árboles altos
al ser estremecidos por el viento.
Se quedaron quietos y dejaron de sentir sus feroces patas encima. Oyeron cómo se alejó con velocidad pero haciendo crujir las hojas. Cuando ya
no escucharon sus pasos el doctor Tario abrió los ojos, levantó la cabeza y, al
comprobar que ya se había ido, ayudó a Julia a levantarse.
Sin decir más apagó la fogata que Julia había prendido y tomó a la mujer del brazo llevándola por un sendero oscuro.
–Venga conmigo. Necesitamos ir a un lugar seguro.
Julia caminó obediente sintiendo un repentino consuelo: el de estar metida en una situación extraña, porque extraño había sido el comienzo, extraño el
129
fernando de león
animal; pero luego la persecución se había tornado algo normal y lo normal
es desconcertante cuando uno persigue algo extraordinario.
La cabaña del doctor Tario era pequeña: dos habitaciones y un baño.
La sala, el comedor y cocina juntas, en un salón equipado con chimenea. El
decorado era nulo. Todo el espacio lo ocupaban cuatro libreros atiborrados
de libros de todo tipo de temas.
El doctor Tario puso agua en la tetera y encendió el quemador. Llevó
dos tazas a la mesa a la que Julia esperaba sentada sin decir palabra, observando al hombre que preparaba el té: antes no pudo verlo bien a la luz de la
fogata y aunque al principio le pareció joven, no lo era tanto. Notó algunas
arrugas en su cara y un par de mechones de canas que asomaban de su
sombrero. Lo creyó joven por su alta figura, pero ahora que lo miraba con
atención estaba un poco encorvado.
–Lo que le pedía. Aquello de no verlo a los ojos –dijo finalmente el
doctor– es porque ese animal es un basilisco.
Julia arrugó la frente:
–¿Eso mató mis gallinas, mi perro, los pájaros en el huerto?
–Eso mata todo lo que se encuentra a su paso. El basilisco vive en el
desierto, crea el desierto. No sé qué hace ese animal por acá, pero seguirlo
ha sido algo muy peligroso para usted, Julia.
–¿Pero cómo mata?
–Con la mirada.
Julia no pudo evitar una sonrisa de incredulidad.
–Incluso una persona como yo, que no ha leído tantos libros, sabe que
eso no es posible.
–Claro, si va a los libros encontrará leyendas: que el basilisco nació de
la sangre de Medusa, cuando Perseo la decapitó. Que es una mezcla de gallo
con serpiente que envenena el agua donde abreva y que es capaz de matar con
una mirada, pero que su sangre posee la capacidad de sanar a una persona al
borde de la muerte. Lo consideramos un animal mitológico porque toda noticia
sobre él viene casi siempre de libros de mitología, pero dígame, en realidad,
¿por qué no habría de existir un animal como el basilisco? ¿No es extraño el
elefante? ¿No es formidable la jirafa? ¿Qué problema hay con una serpiente
que tiene patas de ave y que se mueve como una mantis del tamaño de un lobo?
130
un rastro de animales muertos
–Bueno, tal vez el animal en sí no es el problema,
el problema es creer que se
puede matar con una simple
mirada.
La tetera comenzó a silbar.
El doctor Tario se levantó en silencio y caminó hacia
la estufa. Regresó para verter
dos chorros de agua hirviendo
en las tazas que estaban sobre la mesa. Por fin dijo:
–No es que la mirada
mate en sí; sino que la muerte ocurre cuando la mi­rada se
efectúa. Julia, aunque suena extraño, vivir es, para cada uno de nosotros, un
patrón de comportamiento, el más arraigado que existe, eso llamado instinto
de supervivencia no es más que un patrón antiquísimo, pero un patrón al fin;
y la muerte también es otro patrón de comportamiento, uno que, cuando se
activa, dejamos de vivir instantáneamente. Claro, ese patrón, ese programa
es el que menos quisiéramos activar, pero la mayor parte de nuestro comportamiento, la más elemental y profunda, se efectúa en un nivel neuronal
imposible de modificar. Pues bien, el basilisco no es la muerte misma, pero
casi, porque ese animal raro y bestial es en realidad el interruptor que activa
nuestro engrama neural de la muerte: si lo vemos a los ojos y hace ese ruido
extraño que escuchamos esta noche, la suma de imagen y sonido nos pone
en “modo” sin vida. No podemos evitarlo, está configurado así en la parte del
cerebro más animal, la que compartimos con los lagartos y que perdura en
todo ser vivo. No importa si somos más reflexivos o inteligentes que un perro
o una gallina, al ver al basilisco a los ojos caeremos muertos.
–Doctor Tario, ¿usted ya sabía de la existencia de los basiliscos? ¿O
está inventando todo esto nada más para impresionarme?
El doctor sonrió, desconcertado, pues no esperaba en ese momento
131
fernando de león
aquel sutil gesto de coquetería. Pero lo pasó por alto y dijo con su acostumbrada seriedad:
–Sabía de ellos, pero sólo en su hábitat natural, el desierto. Hace días,
cuando llegué aquí y los lugareños me dijeron de una enfermedad que asolaba a todos los animales de este rumbo, pues todos caían muertos sin razón
alguna, imaginé que un basilisco estaba extraviado.
–¿Está usted –preguntó consternada– diciendo que ver ese animal de
frente y cuando gime es, en su conjunto, un golpe de impresión que mata?
¡Qué triste que muera quien te mire!
–Descansemos un poco, Julia. Mañana pensaremos con mayor claridad
qué hacer.
Durante esa noche Julia reconoció un sentimiento diferente: ya no era
la convicción del cazador o la ira de la víctima. Era una desazón que comenzaba a ponerla en lugar del animal y a sentir cierta misericordia por él.
Hubiera soñado con el poderoso basilisco si no la hubiera despertado un par
de balazos.
Se levantó rápido, vestida, tal como había dormido y salió de la habitación. En la sala se topó de frente con el doctor Tario, quien también se dirigió
a la puerta. Afuera el sol y el aire frío borraron de golpe la somnolencia que
los obnubilaba.
Caminaron sin saber lo que buscaban y se toparon con el cuerpo sin
vida de un lugareño. Tario tocó el cañón de la escopeta tirada junto al cadáver y supo, por el calor, que aquel hombre acababa de disparar. Entonces
escucharon el mismo siseo terrible que habían escuchado la noche anterior
y corrieron inmediatamente de regreso a la cabaña. Estaban a menos de
quince metros de la puerta y Tario había ido repitiéndole a Julia “no mires
atrás, no mires atrás”, pero justo antes de entrar a la cabaña Julia se detuvo
y miró hacia atrás.
–¡No! –gritó el doctor.
Pero Julia no cayó fulminada y le dijo a Tario
–Mire.
Tario se volvió y vieron al basilisco sobre el cadáver: su cuerpo era
flaco, cubierto de algo amarillo que no era fácil de discernir si eran plumas
o escamas, tenía cuatro patas que parecían ramas y con la cabeza baja, en
132
un rastro de animales muertos
la que pudieron distinguir una cresta de gallo, devoraba los ojos del muerto.
Antes de que levantara su mortal mirada entraron a la cabaña.
–Les come los ojos –murmuraba Tario, sorprendido.
–¿Qué vamos a hacer?
–Julia, no podemos quedarnos aquí. Tenemos que atrapar ese animal y
llevarlo a donde pertenece, a donde no hace daño.
–¿Llevarlo? ¿Vivo? ¿A dónde?
–Al desierto. Y ya sé cómo lo atraparemos.
Tario abrió una alacena en la que lo mismo había vinos, licores y frasquitos de gotero con medicina. Escogió uno de entre los últimos y lo puso
sobre la mesa. Luego esculcó en un baúl hasta encontrar un par de lentes
gogles para nadar. Finalmente encontró una resistente costalilla que se abría
y cerraba aflojando o tirando de dos cordones.
–Por favor, Julia, siéntese con la cara mirando al techo y abra los ojos.
Ella obedeció como una paciente ante un médico.
–Las gotas que le estoy poniendo son para dilatar la pupila. Esto permitirá que vea pero muy borroso por una hora. Ahora le pondré estos gogles de
nadador como protección. Yo haré lo mismo. Ver borroso nos permitirá que
la imagen del basilisco sea incompleta y vaga. Esto debe bastar para que
en nuestra mente no se active el engrama de la muerte. Yo haré lo mismo y
estaremos listos.
–¿Pero si no vemos con claridad cómo vamos a atrapar algo tan escurridizo?
–Porque él vendrá a nosotros. Seremos la carnada. Mejor dicho: nuestros ojos serán el anzuelo.
Salieron dando tumbos, tocando los muros y levantando los pies para no
tropezar. Caminaron diez metros y se quedaron parados.
–Cuando escuche el siseo de la bestia, quiero que se deje caer fulminada al suelo –dijo Tario a Julia.
El silencio reinaba en aquel paraje, un silencio terrible porque toda la
vida alrededor se había escapado o había muerto. Un hedor letal iba y venía
como arcángel en Egipto.
De repente, el siseo.
Julia cayó. Tario hizo un par de movimientos repentinos como si fue133
fernando de león
ra un pistolero acorralado y al siguiente siseo cayó al lado de Julia.
Con el corazón acelerado y
el cuerpo lleno de adrenalina, sintieron los pasos del basilisco. Julia estaba muerta de pánico, pero
aguantó incluso al sentir el peso del
animal encima de ella y una garra
aplastándole un seno. Cuando el
basilisco se agachó para picotear el
ojo izquierdo de Julia se topó con
el plástico de los gogles y, en ese
momento, Tario se giró incorporándose para abrazar al basilisco. Por
un momento rodaron abrazados los
tres por el polvoriento suelo. Tario
sujetó al basilisco de sus garras delanteras mientras Julia intentaba
ponerle la costalilla como capucha. Cuando lo logró ajustó la capucha y con
verdadera habilidad la amarró con un nudo ciego que el animal nunca podría
quitársela de su cabeza de gallo por más que la empujara con sus patas. Sólo
entonces lo soltaron. El animal corrió chocando contra todo hasta cansarse y
quedar tirado resoplando.
Julia y Tario se quitaron los gogles y se quedaron sentados esperando a
que pasara el efecto del dilatador de pupila.
Después todo fue relativamente fácil. Le amarraron las patas delanteras y
traseras al basilisco y lo subieron a la cajuela de la camioneta del doctor Tario.
Julia no dejaba de acariciar el lomo del extraño animal para calmarlo. Ahora
sabía que lo amarillo de su piel eran plumas y no escamas. Ella no dejaba de
pensar que nunca había visto algo tan extraño y en el fondo tan hermoso y terrible: la imagen de la muerte. Era como ver un eclipse o, si cabe, acariciar un
eclipse. El basilisco sentía algo que nunca había sentido antes, el contacto con
algo vivo. Todo aquello que se le acercaba se moría y sólo conocía la textura de
los cadáveres. Para el basilisco también era la experiencia más rara de su vida.
134
un rastro de animales muertos
Manejaron casi cuarenta horas, sin detenerse, alternando el volante
para poder llegar a la zona desértica más adecuada. Era de noche cuando lo
soltaron. Repitieron el procedimiento de la pupila dilatada y los gogles para
protegerse y cortaron con una navaja el nudo de la capucha. El basilisco restregó el lomo contra Julia como un gato complaciente y luego se alejó. Tario
y Julia regresaron a la camioneta a esperar que pasara la dilatación pupilar.
–No es culpa del basilisco que nosotros caigamos muertos al verlo –dijo
Tario.
–Debe ser horrible la vida de un basilisco, tan solitaria.
–“Fuego soy apartado y espada puesta lejos”, escribió Cervantes en
labios de una mujer tan hermosa que era acusada de matar de amor con la
mirada. Creo que puedo imaginar la soledad del basilisco.
–Yo también, dijo Julia.
En ese momento Tario sintió que Julia le sujetó la mano y él no la soltó.
135
Cuatro poemas
M atías S erra B radford
lentos, de a uno, en la nieve.
Hay gestos de santo que nadie comprende.
Él quería pasar la Navidad con el viento.
Lo mismo decir la nieve y su restauración de lo cristalino.
Jugaba al autómata a cuerda
bajo el ojo de una nube tuerta.
Nada le había dado tanto como la nieve.
El invierno era una isla que se lo había dado todo.
Árboles hundidos en la nieve. Árboles contados.
Árboles que hubiera querido firmar.
Se le han ocultado los libros,
caídos en el forro de un abrigo.
Inviernos escandinavos, trasplantados. Ya quisiera
poder contar lo sucedido
entre esos libros y el abrigo y la lámina
de hielo y los copos más lentos a la altura de los ojos
y los pasos dados
con una nuez en un puño.
daba pasos
136
cada día qué
había sucedido con su nombre.
Nunca acentuaba los nombres
en la sílaba grave.
Uno de sus entretenimientos
más constantes
era imaginar a los demás
adivinando la hora.
Su especialidad eran la cobardía
del torero acompañado
y las teorías para cosas inútiles.
Vivía de eso,
de saber quién es quién.
Dios lo está esperando
con el cuchillo y el tenedor
en la mano.
Una mano le alcanza.
quería saber
de poemas por encargo.
Al final atravesé un bosque con una mesa a cuestas.
Arriba de la mesa iba un animal
haciendo equilibrio.
No puedo nombrarlo, no lo veía.
Era lector de mesas.
Me alentaba a seguir. Desconocerlo
una temporada
137
era el único modo de avanzar.
Su ruego se sobreentendía: pasarles a las cosas
desde más alto, actuar indiferencia
frente a sus compatriotas.
Mostrarles que era dueño de mesa
y de hombre mudo.
se cierra
en un puño.
Iba a escribir “noche”
y escribió
“novela”.
Llovió por un tiempo tan corto
que no le dio margen a pensar nada.
La presión del viento en la ventana:
un recuerdo. La repartición de las piedras
entre los niños. El botín como de fósiles
entre arqueólogos oportunistas.
Las cosas aparecen una última vez
antes de desaparecer.
el tiempo
138
Prosas
F ebronio Z atarain
el bautista
Nadie puede matarme excepto yo. Si me quejara ante Dios porque alguien me hizo daño, sería porque en verdad nunca he estado ante Él y estaría destruyéndome en ese preciso instante.
Mi vida no está en manos del soldado que me cortó la cabeza
para que fuese dada a una bailarina. Yo no la perdí. La habría
perdido si no me hubiese sabido responsable de mi destino.
Mi cabeza aún está en mi cuerpo, y cuando quiero hablar con
Dios, camino cuesta abajo, al río, y lavo mi rostro en él.
lázaro
El llamado me llegó desde muy lejos. Hice caso omiso y seguí
avanzando en la niebla. Me agradaba la frescura que acariciaba mi cuerpo. De repente, escuché un ruido como de una
bandada de abejones y una fuerza me jaló, me metió en un
túnel y me devolvió a la cueva donde me habían metido hacía
cuatro días. La piedra ya había sido removida y la luz me pegaba en los pies vendados. Confundido me levanté y caminé
hacia afuera.
139
febronio zatarain
judas
Cuando el maestro dijo la sentencia, en los doce rostros habitaba la duda. ¿Qué me costaba quedarme callado? ¿Quién me
dijo que el preguntar me salvaba de tal carga? Por mi lengua
fui vedado del descanso eterno.
pedro
Yo me creía capaz de morir por su palabra, por eso le corté una
oreja a un siervo de Caifás. Mas cuando andaba merodeando
el templo y me enteré de la deshonra que le esperaba ante su
pueblo, me acobardé. ¿Por qué en vez de preguntarme no me
acuchillaron tres veces? No hay en mí las lágrimas necesarias
para lavar esta culpa.
el centurión
Verdaderamente este hombre era justo, y apenas terminaba
de decir la frase cuando el hijo del publicano salido de no sé
dónde se me acercó preguntándome: Qué te convenció de ello.
Lo que salió de su boca. Y qué fue lo que salió de su boca. En
el momento que caía el mazo sobre los clavos de sus pies, por
encima de sus gemidos, se escuchó: Padre, perdóname porque
no saben lo que hacen. Luego, los soldados echaron suerte sobre su túnica y el pueblo escarnecía de él: Tú, el que derribas
el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si
eres el Rey de Israel, desciende ahora de la cruz; a otros salvó
y a sí mismo no puede salvar. Y mientras se burlaban y meneaban sus cabezas, vinieron tinieblas sobre toda la tierra y
cerca de la hora nona exclamó con gran voz: Dios mío, Dios
140
prosas
mío, por qué me he desamparado.Y uno de los que se reía dijo:
A Elías llama. Y he aquí, el velo del templo se rasgó y las piedras se hendieron. Entonces, clamando de nuevo a gran voz,
dijo: Padre, en mis manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró.
pablo
Iba camino a Damasco cuando sentí que toda la luz del mundo
se me metía en los ojos. He visto caballos desbocados en el
corazón del hombre y he visto también que para domarlos he
de edificar la Iglesia.
141
Oda al significado
R obert P insky
Versión de Inmaculada Pérez Parra
Funesto y deseado,
Salvador, sentenciador.
En una alegoría antigua portarías
un alfabeto encadenado de símbolos:
Ansata Banda Cruz.
Dragón,
Entallada figura que guarda un relieve sagrado
Jaspeado cine de legendaria Mente,
Desnudo ónfalo perforado
Por plumas de rima o sentido, como la torah: nonato
Vena de voluntad, xenófilo
ode to meaning // Dire one and desired one, // Savior, sentencer– // In an old allegory
you would carry / A chained alphabet of tokens: // Ankh Badge Cross. / Dragon, / Engraved
figure guarding a hallowed intaglio, / Jasper kinema of legendary Mind, / Naked omphalos
pierced / By quills of rhyme or sense, torah-like: unborn / Vein of will, xenophile /
142
Anhelante del Cero.
Desconfiado te cortejo. Vacilante
Te busco la cara, leo
Que el cuchillo de Crusoe
Apestaba a ti, que para mancillarte
El soldado hace al rabino escupir en la torah.
“Ahogaré mi libro”, dice Shakespeare.
Caminante ahogado, muerto que regresa.
Después de que mi madre perdiera la cabeza, se volvió
Más que nunca tu declarada enemiga. Hablaba
A veces como un poeta o crítico de cuarenta años después.
O hablaba del mundo como Tersites habló de los héroes,
“Creo que se han tragado unos a otros. Me
reiría tanto de ese milagro.”
Tú también en la risa, ángel guerrero:
Tu casco el zodiaco: empenachado de estelas
Tu lanza el dedo del mendigo apuntando a la boca
Tu talón plantado en la serpiente Formulación
Yearning out of Zero. // Untrusting I court you. Wavering / I seek your face, I read / That Crusoe’s knife / Reeked of you, that to defile you / The soldier makes the rabbi spit on the torah.
/ “I’ll drown my book” says Shakespeare. // Drowned walker, revenant. / After my mother
fell on her head, she became / More than ever your sworn enemy. She spoke / Sometimes
like a poet or critic of forty years later. / Or she spoke of the world as Thersites spoke of the
heroes, / “I think they have swallowed one another. I / Would laugh at that miracle.” // You
also in the laughter, warrior angel: / Your helmet the zodiac, rocket-plumed / Your spear the
beggar’s finger pointing to the mouth / Your heel planted on the serpent Formulation /
143
Tu cara un vapor, el anillo de humo de cigarro que corona a
Bogart mientras él tuerce el gesto.
Tú no en las palabras, ni siquiera
Entre las palabras, sino torcedura,
Hendidura, trastorno.
Tú trastornado incluso en el hielo ártico,
Incluso en el fondo oscuro del océano, incluso
En la carne celular de una piedra.
Gas. Telaraña. Mis amigos del póquer
Cuestionan tu presencia
En un poema mío, pasándose la revista
Unos a otros.
No la piedra y no las palabras, tú
Como un velo sobre la lápida de Arturo,
El pasaje de los Proverbios que eligió
Cuando estaba muy mal para enseñar
Y aún bastante bien para leer, yo estuve
Al lado del maestro artesano
Deleitándolo día tras día, siempre
Your face a vapor, the wreath of cigarette smoke crowning / Bogart as he winces through it. // You
not in the words, not even / Between the words, but a torsion, / A cleavage, a stirring. // You stirring
even in the arctic ice, / Even at the dark ocean floor, even / In the cellular flesh of a stone. /
Gas. Gossamer. My poker friends / Question your presence / In a poem by me, passing the
magazine / One to another. // Not the stone and not the words, you / Like a veil over Arthur’s
headstone, / The passage from Proverbs he chose / While he was too ill to teach / And still well
enough to read, I was / Beside the master craftsman / Delighting him day after day, ever /
144
presente en su presencia —tú
Un velo consolador de distracción sobrevolando a
Arturo moribundo actuando en el hospital,
Manoseando la Biblia, confuso por la medicación,
Siempre cortejando tu presencia,
Y tú la prognosis,
Tú en la tos.
Gesticulador, ¿cuándo es tu espuela, tu nube?
Tú en los rituales de aeropuerto de saludos y partidas.
Procesador, ¿quién te demanda?
Campana en la puerta. Tela de araña puente de hierro.
Capa, video, aroma, remordimiento, ¿cuál es tu
silencio electo, dónde estaba tu semilla?
¿Qué es la Imaginación
sino tu hijo perdido nacido para darte a luz?
Funesto. Deseado.
Salvador, sentenciador.
At play in his presence –you // A soothing veil of distraction playing over / Dying Arthur
playing in the hospital, / Thumbing the Bible, fuzzy from medication, / Ever courting your
presence, / And you the prognosis, / You in the cough. // Gesturer, when is your spur, your
cloud? / You in the airport rituals of greeting and parting. / Indicter, who is your claimant?
/ Bell at the gate. Spiderweb iron bridge. / Cloak, video, aroma, rue, what is your / Elected
silence, where was your seed? // What is Imagination / But your lost child born to give birth
to you? // Dire one. Desired one. / Savior, sentencer– //
145
Ausencia,
O presencia siempre presente:
Deja que te desprecien los que nunca
pasaron hambre en tu escasez. Si me
Atrevo a despreciar
Tu arpa de sombras saboreo
aceite de ajenjo y de motor, cubro mi
Cabeza de cenizas. Eres la herida. Tú
sé la medicina.
Absence, / Or presence ever at play: / Let those scorn you who never / Starved in your dearth. If I / Dare to disparage / Your harp of shadows I taste / Wormwood and motor oil, I pour /
Ashes on my head. You are the wound. You / Be the medicine.
146
La vigilia de la aldea
Perder una mujer
F ernando M ontenegro
Haruki Murakami, Hombres sin mujeres, Tusquets, Barcelona, 2015, 272 p.
La historia comienza cuando un hombre pierde a una mujer. Según cuenta
Heródoto, los conflictos entre persas y
griegos, que habían conseguido relacionarse comercial y culturalmente de modo
más o menos armonioso hasta entonces,
surgen a partir del plagio de Ío, hija de
Ínaco, quien, confundida entre la muchedumbre que frecuentaba el puerto de
Argos, se vio repentinamente tomada
por navegantes fenicios que enfilaron
hacia Egipto para negociarla como una
mercancía cualquiera.
Por supuesto, Ío es sólo la primera
de varias mujeres que habían alimentado la discordia entre griegos y persas.
A ella le siguen Europa, Ea y, por supuesto, Helena de Esparta. Hasta allí,
nada nuevo. Excepto que Heródoto, casi
furtivamente, desliza el siguiente comentario: “robar mujeres es a la verdad cosa de hombres injustos, pero
afanarse por vengar a las robadas es de
necios, mientras no hacer ningún caso
de éstas es propio de sabios, porque
bien claro está que, si ellas no lo quisiesen, nunca las robarían’’.
Resulta muy interesante que en medio
de este mundo dominado por los apetitos de los hombres, Heródoto encuentre
esta suerte de contrapeso femenino
en su capacidad de abandonar, en su
voluntad de desaparecer. Las mujeres que
se van, ya sea porque se han escapado
con los troyanos o porque han muerto
mordidas por una serpiente, dejan tras
de sí un vacío insondable. Incluso si
esa desaparición es torpe e involunta­
ria como la de Ío o calculada como la
de Helena, el resultado parece ser igual
de catastrófico. Perder una mujer es un
tema que ha logrado llenar más páginas que cualquier otro en la historia
de la literatura y, aun, en la historia de
la humanidad, por más aparatoso que
esto pueda sonar (ciertamente a Heródoto este tema no le pareció menor).
El último libro del escritor japonés
147
Haruki Murakami, Hombres sin mujeres,
pone el dedo en la llaga. Esta colección
de siete relatos, que conmemora en
su título el libro homónimo de Ernest
Hemingway, ha sido recibido con algún entusiasmo por parte de la crítica
internacional. Hay que decir que este
volumen ha sido publicado en inglés
como The men without women, para
diferenciarlo de aquél de Hemingway
que vio la luz en 1927. La mayoría de estos relatos ya había sido publicada por
separado en algunas revistas en inglés
como el New Yorker a lo largo de los últimos nueve años y había recibido, en su
momento, algunas buenos comentarios
por parte de los lectores anglosajones.
Afortunadamente para los hispanohablantes, menos propensos a aquella lec­
tura atomizada de las revistas culturales,
los cuentos se pudieron leer por vez
primera en un solo volumen causando,
a mi modo de ver, un efecto aún más
grato del que se esperaba. Digo esto
porque hay cuentos que se pueden leer
juntos, por ejemplo “Drive my car” y
“Kino”.
La verdad es que el libro, como unidad, permite distinguir zonas comunes
entre los relatos, sin que dependan unos
de otros y sin que, de ningún modo, se
comparta más que el escenario, que en
la mayoría de casos es Tokyo (aunque
aparecen otros poblados), y el hecho de
que observamos a hombres cuyo único
rasgo en común es que, por una u otra
razón, han perdido una mujer. Los personajes están vinculados mediante una
148
sórdida solidaridad plagada de silencios, de elucubraciones y de máscaras.
Ése es el espacio (o zona) al que me refiero, y en la que el lector está también
depositado.
Prefiero usar el término solidaridad y
no complicidad, porque la complicidad
implica siempre el conocimiento profun­
do del otro, de sus secretos, y éste no
es necesariamente el caso de Hombres
sin mujeres. Lo que se comparte aquí es
la pérdida, si es que la pérdida es algo
que se pueda compartir. Murakami pa­
rece decirnos que sí, que quizá sólo el
luto que resulta de la desaparición de alguien querido puede realmente acercar a
las personas, más allá del papel que éstas
hayan jugado en esa historia particular;
incluso si se trata de dos desconocidos
o de dos rivales, como se lee en el primer relato del volumen, “Drive my car”:
“Mientras bebían un whisky de malta en
el bar, sentados a una mesa algo apartada,
Kafuku comprendió una cosa: Que Ta­
katsuki seguía sintiéndose atraído por
su mujer [la mujer del primero]. Parecía
que todavía no había logrado asumir
el hecho de que estuviera muerta y de
que su cuerpo hubiera sido incinerado
y convertido en huesos y cenizas. Ka­
fuku comprendía sus sentimientos. Las
lágrimas asomaron a los ojos de Tatsuki
varias veces mientras compartían sus
recuerdos. A tal punto que uno sentía el
impulso de tenderle la mano (…) Y de
nuevo pensó que la mano que acababa
de estrechar había acariciado el cuerpo desnudo de su mujer.”
Javier Marías recuerda que hasta el
siglo xv existía en lengua inglesa una
palabra que denominaba la relación entre dos hombres que compartían una mujer o, que en todo caso, se la disputaban. La
palabra es ge-licgan y Marías la ha traducido como conyacente. Ésta es la relación que existe entre ambos personajes
del cuento citado, una dinámica que se
repite en el último relato, “Hombres
sin mujeres’’, el cual empieza con una
llamada en medio de la madrugada y
que se lee así: “Mi mujer se suicidó el
miércoles de la semana pasada y, en
cualquier caso, pensé que debía comunicárselo.’’ Como se podrá adivinar, el
que llama es un marido engañado que encontró pertinente informarle a su conyacente que la mujer que solían tener
en común y que, acaso, ambos amaban,
se había quitado la vida y que entonces
su relación podía darse por terminada.
Uno de los aspectos interesantes de
este libro es el que Murakami re-localice
el sentido de la pérdida, por lo menos en
estos dos cuentos. Trata de observarla
cuando el doliente ocupa un lugar mar­
ginal y tal vez secreto en la vida de
quien ha partido o desaparecido. Las
pompas que sobrevienen a cualquier
muerte suelen estar destinadas casi con
exclusividad a los más allegados, al ma­
rido en este caso, aunque también a los
hijos, a los padres y los amigos más cer­
canos. Nunca aquel que amó en secreto
es objeto de solidaridad alguna, aunque sea éste el que más difícil se las
pueda ver con aquella ausencia. Éste
es un gesto clave en la obra de Murakami, desde Sputnik mi amor pasando
por Tokio blues: la mirada oblicua sobre
la pérdida, una mirada que, por cierto,
permite rodearla, afrontarla desde otros
flancos aunque sea para comprobar su
inconmensurabilidad, aunque siga siendo incomprensible.
Quizás el relato que de manera mani­
fiesta revela este procedimiento es “Un
órgano independiente’’. El cuento habla
de un solitario y elegante cirujano plástico,
relativamente joven, quien antes de conocer
a la mujer cuya partida reclamaría su
vida descreía tajantemente del enamo­
ramiento, del matrimonio, y se restringía
a mantener relaciones más bien breves y
casuales con todo tipo de mujeres: solteras,
casadas o divorciadas. Daba lo mismo.1 El
1
Sin duda, se trata de un personaje de la
novela realista japonesa que tuvo en una de
sus cumbres a Yasunari Kawabata. Estas novelas, por lo común, tratan de hombres solitarios
en medio de la ciudad industrial que descreen
de las instituciones tradicionales, entre ellas
el matrimonio, y absorbidos por el aparato
ideológico capitalista que en Japón empezaba a explotar después de la Segunda Guerra
Mundial. Resulta muy interesante el destino
de este personaje en este relato, que termina en un estado de descom­posición, como si
Murakami anunciara también el fin de una
tradición que puso la literatura japonesa en
el radar de los lectores occidentales. Para
entender la relación entre literatura e ideología en Japón, véase Tsurimi Shunsuke, Ideología y literatura en el Japón moderno, El
Colegio de México, México, 1980.
149
abandono de aquella última mujer, que
decidió escaparse con un tercer aman­te,
lo llevó a realizar la dramática y sospechosa hazaña de dejarse morir de
hambre en su habitación. Se abandonó
a la cama de su lujoso departamento en
Tokio y se dedicó a desaparecer físicamente, como había visto que les ocurría a los prisioneros en los campos de
concentración de la Segunda Guerra
Mundial a causa del hambre. Todo esto
es contado por un narrador, más o menos desconfiable, que admite no saber
lo suficiente del personaje a quien sólo
conocía porque compartían el mismo
gimnasio y ocasionalmente una copa
de whisky.
Volviendo al tema del desplazamiento, éste se observa de manera muy clara
en este cuento gracias a lo que nos revela el narrador. Según éste, no existe
ninguna explicación racional para que
su fugaz compañero de ejercicio haya
tomado tan drástica medida. Lo único
que dice recordar es que en sus últimas
conversaciones el difundo había repetido: “Últimamente no dejo de pensar
en qué demonios soy.’’ Esa mirada en
apariencia objetiva del observador externo, y que posiblemente podría explicarse
con mayor calma lo acaecido, queda también atónita ante la pérdida, sin respuesta disponible, sin nada más que el relato
de lo sucedido. En las últimas líneas del
relato nos dice: “Por ese motivo, es decir, para no olvidarme del doctor Tokai,
escribo estas líneas’’, como si de antemano supiera que no hay nada expli150
cable respecto a un pérdida. Nos desplacemos a donde nos desplacemos,
parece proponer Murakami, la pérdida
funciona como un espacio negativo y
vacío que no podemos aprehender, ni
busca nuestra comprensión; nos condena a una suerte de luto imposible, tal
como lo escribía Hölderlin.
Esta imposibilidad del luto, este vacío incomprensible, ha sido todo un
tema en la literatura de Murakami. Me
parece, sin embargo, que vale la pena
usar estos cuentos para indagar en ello
y observar cómo el autor las ha puesto
en funcionamiento narrativamente. Yo
llamaría a la técnica narrativa que utiliza
la estética del rechazo,2 para utilizar un
concepto que la crítica norteamericana
Doris Sommer ha diseñado para leer
autores a los que denomina particularistas (menores, para un término más
familiar). Para la autora, resulta interesante que en algunas de las obras que
más hemos discutido en el siglo xx aparezca esta estética del rechazo como
una especie de resistencia ante los lectores eruditos que pretenden entender
el texto más que los propios autores.
Me parece pertinente encontrar algún
ejemplo de aquello en Murakami, sobre todo como réplica a quienes lo leen
sólo como un autor pop, fácil y completamente vendido al mercado editorial.
Hay algo de verdad en esto último.
El japonés es, en definitiva, un autor
Véase Doris Sommer, Abrazos y rechazos:
cómo leer en clave menor, fce, México, 2005.
2
que tras haber vendido millones de copias con sus novelas y gozar de una popularidad creciente en todo el mundo hace
sospechar a más de un erudito sobre su
talento. Sin embargo, para Sommer, la
posibilidad del rechazo debe surgir jus­
tamente a través de un movimiento de
aproximación y, éste, de una suerte
de seducción que el texto infringe en
el lector erudito que, incapaz de desviarse de sus convicciones estéticas y
políticas, asume el juego hermenéutico
y cae en las trampas que le tenían preparado.
Hasta donde puedo observar, Mura­
kami nos rechaza cada vez que intentamos comprender el texto, para usar el
término que la hermenéutica filosófica
nos ha impuesto en los últimos sesenta
años. Nos rechaza, no obstante, una vez
que nos ha seducido con los fetiches
más queridos de la cultura occidental,
como los Beatles o Woody Allen o el
jazz, objetos que sin duda (por otro
lado) también son muy apreciados por
el autor y la cultura de la cual proviene. Una vez insertos allí, cómodos, es
cuando nos habla del suicidio, de la
muerte, del dolor, de la pérdida. Y lo
hace, empero, sin pretender embaucarnos en explicaciones falsamente inteligentes, en trampas intelectuales que
marean a los lectores excesivamente
deseantes de jugar ajedrez sin que el
autor quiera. No concede Murakami se­
creto alguno de lo que aun para él, el
dueño de esos personajes, le resulta
inaccesible.
Podemos encontrar varios pasajes en
los que nos encontramos frases como
esta: “Ella me lo ocultó, como es obvio,
pero yo simplemente me enteré. Contártelo me llevaría una eternidad [y no
lo cuenta].’’ En este fragmento, Muraka­
mi mantiene a salvo el secreto de la
historia, no termina de decirnos lo que,
en esta cultura del chisme y del morbo,
nos resulta irresistible de querer conocer: cómo se enteró de que le estaban
poniendo el cuerno. Se lo guarda para
sí, le pide al lector una distancia con
el texto, le plantea un espacio de negociación (o de vacilación) en donde este
último no puede buscar, si está sano,
más explicaciones de las que ya se encuentran en el texto.
A mi modo de ver, tal detalle que,
como dije, se repite en casi todos los
relatos de este volumen, sea quizá parte
del atractivo que ha tenido entre cierta
crítica que empezaba a creer que Mu­
rakami ocupaba ya un lugar en la lite­
ratura New Age y el turismo intelectual.
Quizás hay allí un sentimiento de impo­
tencia ante estas narraciones que provocó
las reacciones de asombro y suspensión,
como la del crítico de Babelia, Carlos
Zanón: “Queremos que siga hablando,
que no acabe nunca, no concebimos
tragedia peor que nos deje a medias y
no volverla a ver.”3 Zanón se está refiCarlos Zanon, “Murakami y los botones
mal abrochados” en Babelia, 9 de marzo de
2015, url: http://cultura.elpais.com/cultura/
2015/03/03/babelia/1425398965_783247.html
3
151
riendo al que considera el mejor relato
de la selección: “Sherezade”. En efecto, es un relato que nos deja queriendo
más: Sherezade (que no es su verdade­
ro nombre) es una mujer que, tras acostarse con el narrador, le cuenta historias que terminan repentinamente y
que se quedan siempre incompletas. El
narrador queda ávido de un clímax que
lo concluya todo con fuegos artificiales: lo
único que le queda, como al lector, es la
imagen de la mujer yéndose en su Mazda azul y la incertidumbre de si volverá
a verla alguna vez.
Esta sensación a la vez de asombro
y de frustración es, según mi punto de
vista, también consecuencia del género
del libro. Creo que el hecho de que estemos leyendo cuentos y no una novela
ha provocado que esta nueva lectura
de Murakami sea tan poderosa como lo
ha sido. Las novelas, según me lo dijo
alguna vez Guillermo Espinosa, tienen
demasiado entretenimiento, nos hacen
perder de vista muchas veces lo que vuelve importante a un texto. El cuento, siempre más económico y discreto, parece ir
al punto sin extravagancias estructurales
y sin la anestesia que suponen las cada
vez más pomposas junglas retóricas de
los novelistas, del propio Murakami,
entre muchos de ellos.
El catedrático francés Tsurumi Shun­
suke ha contado que Lafcadio Hearn, un
reportero descendiente de padre irlandés
y madre griega que vivió en Japón durante las últimas décadas de su vida y
fue conocido por aglomerar en varios
152
volúmenes una serie de cuentos populares japoneses, hacía que su esposa,
la hija de un samurai empobrecido y
errante (un ronin, como se autodenomi­
na Kitaru, el personaje del relato “Yesterday”), le contara noche a noche los
cuentos que ella se sabía de memoria
y que lo enamoraron.4 Hacía que se los
volviera a contar como si detrás de ellos
pudiera encontrar algún secreto. El cuento
está, sin duda, más próximo a las culturas
no occidentales y tiene al mismo tiempo la función de entender los secretos
del mundo y de guardarlos. Pero está
también más próximo a las personas,
más allá de la cultura a la que se pertenezca. Cualquiera puede contar una
historia. Cualquier hombre puede contar la historia de cómo ha perdido a una
mujer, porque cualquiera puede perderla y eso, parece decirnos Murakami, es algo que conviene jamás olvidar
(sobre todo en este país): “Convertirse
en un hombre sin mujer es muy sencillo: basta con amar locamente a una
mujer y que luego ella se marche a alguna parte. En la mayoría de los ca­
sos (como bien sabrás), son taimados
marineros quienes se las llevan. Las
seducen con su labia y las embarcan
deprisa hacia Marsella o Costa de Mar­
fil. Prácticamente nada podemos hacer
frente a ello. También es posible que
ellas mismas acaben quitándose la vida,
sin haberse relacionado con ningún ma­
rinero. Frente a eso tampoco podemos
4
Tsurumi Shunsuke, Op. cit., p. 7.
hacer nada. Ni siquiera los marineros
pueden (…) En eso consiste perder a
una mujer. Y en ocasiones perder a una
mujer supone perderlas a todas.”
Demasiado futuro
J uan C arlos R eyes
Carlos A. Aguilera, El imperio Oblómov,
Renacimiento, España, 2014, 234 p.
El imperio Oblómov desborda la idea
tradicional de novela: es una exposición, una instalación; mejor, una puesta en escena teatral cuya parodia nos
sonroja. No es aquello que, con vacíos
eufemismos, nos hemos dado a la tarea
de llamar “pena ajena”: no. Es el flagelo más propio que pudiéramos imaginar,
porque ahí nos reconocemos, porque en
sus páginas leemos sueños tan escondidos como propios; madres odiadas
por días, meses o años; padres a los que
hemos querido dar un tiro en la cabeza;
sillones ocupados cuyo espacio juramos
que nos corresponde por pura justicia;
imperios efímeros y superfluos que, de
tan diminutos, dan lástima. Leemos
una parodia cuyo germen de realidad
nos estremece de risa y espanto.
Conforme avanzaba en la lectura del
texto de Aguilera, más me imaginaba
recorriendo una casa llena de cuartos
vacíos en los que habría veintidós cuadros colgados, escenas suspendidas en
las que se vería a un grupo de hombres
cazando, a una mujer subida en una caja
de madera predicando a gritos fuera de
una iglesia, una torre en construcción,
el retrato de un niño tuerto. Cada vez
que uno se acercara a la pintura, podría tocarla y ésta se revelaría viva al
mostrar un episodio aleatorio de la historia de un imperio en construcción y
decadencia simultáneas.
Mi lectura de Carlos A. Aguilera (La
Habana, 1970) comenzó por Teoría del
alma china, libro que aún considero la
muestra más alta de un impecable oficio. Co-editor y colaborador de la revista de literatura y política Diaspora(s)
entre 1997 y 2002, es sin duda una figura
clave para entender la literatura de la
diáspora cubana de la segunda mitad
del xx y este incipiente siglo xxi. Ha
escrito poesía, teatro, ensayo, cuento y
novela. Sus libros, no fáciles de conseguir, son Clausewitz y yo, Discurso de
la madre muerta, Teoría del alma china, Das Kapital, Retrato de A. Hooper y
su esposa, y El imperio Oblómov. Para
quien así lo desee, será de fácil acceso
algo del material del autor reunido en
la estupenda antología Ratas, líquenes,
insectos, polímeros, espiroquetas: grupo
Diáspora(s). Antología (1993-2013), de Jorge Cabezas Miranda, publicada en 2014
por Cabezaprusia, o también una edición de Clausewitz y yo que la editorial
independiente La Cleta Cartonera está
por publicar.
Por si alguien se lo pregunta, o el
puro nombre Oblomov resuena ya en su
153
mente lectora, Aguilera afirma en una entrevista que su novela no tiene nada que
ver, de no ser por el título, con Oblomov,
novela rusa de mediados del xix escrita por Ivan Goncharov. Oblomov es una
de las grandes novelas sobre la apatía
del hombre superfluo, una dura crítica
en tono satírico a la nobleza rusa de la
época zarista. El autor cubano plantea
que el título no pasa del homenaje,
aunque a mí me parece que es una especie de “contra-novela”, una respuesta casi. Si en Oblomov pasa poco y el
personaje tarda decenas de páginas en
decidir si se levanta de la cama mientras acepta que todo le ha sido dado sin
tener que luchar o trabajar por ello, en
El imperio Oblómov el personaje principal hace todo lo contrario: nada le es
dado. Marcado por una maldición casi
diabólica –en palabras de su propia familia–, le es impuesta la creación de un
imperio paneslavo que se transforma en
epítome de lo funesto, un reinado donde, como en el dicho, tuertos como él
son reyes. Para llevarlo a cabo, deberá
pasar por innumerables penurias ante
escopetas, internados, zorros, maestras
de patriotismo y civilidad, su propia
madre, y un dios que –a menos de que
se encuentre practicando foxtrot en un
sanatorio psiquiátrico– estará siempre
en su contra.
El texto entero es una parodia de diversas realidades que se cruzan y mezclan sin que te percates del todo de las
constantes inflexiones entre narradores,
tiempos, lugares o personajes. Aguilera
154
construye una narración con decenas
de recursos estilísticos que hacen tan
patente su oficio como un humor negro
y ácido sólo permitido al que parodia con
los pies al borde del abismo con ganas de
asomarse para sentir el vértigo. Dice en
ese tono el último de los Oblómov, recordando los desfiles militares del Internado:
“Me recordó aquella otra amenaza que
repetía nuestra profesora de patriotismo, lengua y civilidad en el Internado,
tirando sus pasitos de prima ballerina
hacia delante y alisándose la papada:
‘O aplauden o les rompo el futuro’.”
En varios pasajes, los diversos narradores –un narrador personaje en primera
y tercera persona, así como un narrador
externo pero juicioso– le hablan directamente al lector: “Empiezo a contar desde el principio y ya se enterarán”, dice
el Tuerto Oblómov, el personaje principal y más pequeño de una dinastía que
recorre generaciones para terminar con
este mesiánico cuasi niño rodeado de santones deformes intentando construir una
torre encargada por la más grande de
las falsas santas, mamushka, su madre,
que grita discursos mesiánico-religiosos frente a la iglesia a punto del desmayo. Lo delicioso de estas secciones,
en el libro, es que parecen secciones
de extáticas obras de teatro: notas para
pausas dramáticas, indicaciones de tra­
zo escénico o registro actoral en los
diálogos: “Pausa para poner los ojos en
blanco”, “Tono de desespero”, “(Pausa
para echarse un mechón de pelos hacia
atrás)”, “Pausa para reírse sola”.
Son también muy notorias las suspensiones en la narración que Aguilera
hace a lo largo del libro para, capítulos
después, retomar el asunto o, en algunos casos, simplemente dejarlo olvidado
entre las páginas. Anota, por ejemplo:
“Voluntad y poder pueden ser, como ya
veremos, paños muy delicados”; o, en
varias ocasiones: “como veremos más
adelante”. Parte de lo que más llamó
mi atención sobre el estilo de la narración es el que aparentemente existe, y
recurro a la “apariencia” porque sus
huellas son pocas, un presente explícito desde el que se narra. Por ejemplo:
“Así que ahora regresemos al Internado. Después continuaremos hablando
de este asunto. Es de noche.” ¿Es esta
una pista sobre el momento único de
lo narrado (imaginado)? ¿Es que, como
para Conrad en El corazón de las tinieblas, el tiempo para contar está corriendo apresurado como en un reloj de
arena?
El funesto evento que vaticina la
decadencia del imperio Oblómov es un
simple accidente de cacería: “Es decir,
una cuantas gotas de aceite de menos,
unos cuantos zorros de más, y la vida
de ‘el peor de los Oblómov’ cambió.”
Ahora Tuerto, el menor de los Oblómov,
es signo de abominación. Víctima de
“la enfermedad única del ojo único...
la enfermedad-hueco” que no sólo lo con­
denará a él sino a toda su familia: personajes tan ridículos como mesiánicos.
El hecho se considera accidente por
muy poco tiempo para después mutar a
una maldición. Es bien sabido que el
zorro como figura es, desde la Edad Media, considerado “símbolo frecuente del diablo”, tal vez por ello mamushka Oblómov
asume a su familia maldita por el mismísimo demonio y recurre a una vida
ridícula de religión y odio con tal de
que su hijo “el Tuerto, Oblómov Satanás, Oblómov Polifemo, Oblómov Ojito
de Serpiente, Oblómov el Hueco...” logre construir el imperio que lo reivindique
todo. “Oblómov el Tuerto, como empezaba a runrunearse en su entorno más
íntimo, era un elegido. Y contra los elegidos no hay nada que hacer.”
Esta enfermedad-deformidad-maldición-destino es testigo y causa de un
retrato familiar espeluznante y paródico
a la vez. Y la familia es un micro universo que se fragmenta en la búsqueda de
un imperio que una la cultura eslava y
demuela de una vez por todas las absurdas costumbres y tradiciones llegadas del temible y desconocido Este. En
las primeras líneas del prólogo queda
muy claro: “Ahora hablemos de mi odio
hacia el Este, de mi odio a todo lo que
simboliza el Este, de mi odio a cualquier recuerdo de esa época. Les advierto que será una historia larga.” Y
es larga porque intenta contarlo todo,
porque intenta mostrar a una familia
obsesionada con “mantener la raza”,
con imponer la “biología blanca”. Su
madre se lo ha dicho, y el más pequeño de los Oblómov lo cree con toda seguridad: “yo debía proteger a la raza, que
para ella significaba ante todo conser155
var a cal y canto la sangre y la familia”. Pero la parodia de Aguilera no
perdona a una familia con ideas tan
insensatas: el “Gran Oblomov” es la
estirpe de un general alsaciano y una
hemofílica húngara, su hijo –padre del
tuerto– “rompió con toda la rama celta
de su árbol genealógico”, la bisabuela
Oblómovina “se había enamorado de un
gitano de circo y había abandonado
un día a su marido y a sus cinco hijos
bajo un aguacero”. El retrato que hace
Aguilera de la familia Oblómov dibuja
un árbol genealógico que comienza con
individuos que se hicieron leyendas,
como el “Gran Oblómov”, para terminar
con varios “santones” deformes bajo la
tutela del manco Kiril Kirilov, a quien
ellos mismos violan con todo tipo de
instrumentos para placer del último, el
más pequeño, el más maldito, el nunca
amado, el siempre mesiánico, el tuerto
Oblómov. Y así, “fundar una humanidad que pudiera salvarse a partir de sus
defectos: el cáncer, la idiotez, el no-ojo,
el tumor, la hepatitis...”
No puedo evitar que esta realidad
paródica y alucinante construida por
Aguilera me recuerde a su compatriota
Reinaldo Arenas, uno de los escritores
cuya obra más disfruto y respeto. En
tono menos lúdico que el de Arenas,
Aguilera logra también que la irracionalidad de las acciones que muestra
vayan escalando casi geométricamente. La comedia humana que retrata se
vuelve cada vez más delirante a cada
página que avanza la novela y los per156
sonajes son cada vez más expuestos,
humillados, exhibidos en su estupidez
y locura disfrazadas de misticismo y
grandilocuencia. Aunque también hay
pasajes inmensamente divertidos por
satíricos, por mostrar una falsa insolencia ante algo que únicamente molestaría a los personajes. Los que más
disfruté fueron los relacionados con
ese divertidísimo dios al que los enfermeros de un psiquiátrico –que tal vez
sólo existe en los sueños de Oblómov
y Kirilov– le avientan de vez en vez
alguna salchicha mientras ensaya sus
pasos de baile. “Me pondré a ensayar
mi foxtrot y por cada paso que aprenda
le abriré un hueco en los pulmones, por
sólo gritar y no atreverse al final a nada,
por haber destripado durante años al
inservible de su marido.” Ese mismo
dios que se muestra como un náufrago
que ha perdido la razón en su soledad,
y que puede ser ridículo y poderoso:
“Para eso era dios y los rayos solares le
salían directamente del culo. Sí, como
usted oye: en forma de ángeles y demonios; del culo.” Y la risa vuelta desconsolada mueca continúa: “Descubrí que
los seres humanos no éramos más que la
imagen y semejanza de los pliegues
de su culo. ¿Entiende usted? La imagen y semejanza del hueco por donde
este falso dios con sus falsas preguntas
y su falsa ley hace caca.” Como una
nota más sobre el logrado y a ratos desbocado estilo de Aguilera me remito
al capítulo diez de la novela, uno de
los más exquisitos del libro: primero
se remite a olores con una repetición
sintáctica muy singular: “Penicilina: El
hospital olía a penicilina”, “Ladrillo:
El hospital olía a ladrillo”. Formol, carbón, para después, hacia el final, cambiar al formato de una obra de teatro:
personajes, diálogos, indicaciones, trazo escénico.
Desde Teoría del alma china, Aguilera hace uso de la presencia constante
de un discurso político armoniosamente entretejido entre sus textos sin importar el género del que se trate, y El
imperio Oblómov no es la excepción. A
pesar de que el narrador pide que “(recordemos que esto sucede en mil ochocientos y pico)”, la novela ocurre en un
tiempo y lugar que no es ninguno, pero
tampoco –como lo diría el lugar común– todos. El escenario es una mezcla de lugares, de tiempos y personajes
que logran la parodia del artista, del
gobernante, del dictador, de la revolu­
ción siempre inconclusa y a la venta
del mejor postor, como apunta Bertholdo, desquiciado médico jorobado que
atiende a mamushka en un hospital
para tuberculosos. Aguilera apunta en
una entrevista: “es decir, [ocurre] ahí
donde la historia, la literatura, el canon e incluso lo político pierde peso, el
peso que la vida y cierto status quo le
han dado, para convertirse en risa, carcajada agónica. Y digo agónica porque
no concibo ninguna escritura que a la
vez no se ahogue en su propia risa, que
no delire”. Para muestra de otra potente y descabellada sátira sobre el asun-
to, recomiendo infinitamente el video
sobre su poema “Mao”, que se puede
encontrar fácilmente en Internet. Además de ser visualmente muy atractivo,
el texto, y la manera en la que el propio
Aguilera lo lee, podrían resumir parte
de su poética y la relación que guarda
con su natal Cuba, pero también con
cualquier lugar o dictador que intente
disfrazar al otro como exiliado, fugitivo, migrante, como un alejado otro con
el que nada nos une y con el que todo
nos es irremediablemente ajeno. El propio Aguilera dice en entrevista con el
Nuevo Herald: “[La novela] no responde a ningún territorio real, o histórico
completamente definido, sino que toma
y (ficciona) varios espacios para construir su propia situación.”
Después de ver a su madre tuberculosa perder la razón bajo los cuidados
de Bertholdo, médico jorobado y obsesionado con las muñecas de tamaño natural y la parafernalia bélica, Oblómov
el Tuerto comienza la construcción de la
torre que será el centro de su imperio:
“En ese lugar, Kirilov, me esperaba el
zorro que me disparó en el ojo y me dijo:
Éste es el Este, el único Este, el Este
exacto. El único lugar en donde el Es­
te existe. Todo lo que te han dicho hasta
ahora es mentira. Olvídalo. El Este está
aquí, señalando un puntico color azufre
sobre la tierra. Y en ese lugar es donde
vamos a levantar nuestra torre.”
Una torre que, como signo, ha representado la idea de elevarse por encima
de la norma vital o social, una “escala en157
tre la tierra y el cielo, por simple aplica­
ción del simbolismo del nivel para el cual
altura material equivale a elevación espiritual”, una especie de transformación
espiritual. Un enorme grupo de “cojos,
enanos, sonámbulos, epilépticos, imbéciles, sifilíticos” con un bufón como rey.
Todo se reduce a una alucinante obra
de teatro, a un paródico escenario en el
que nadie sabe sus papeles, en el que todos equivocan sus diálogos, en el que
los monólogos son confundidos con indicaciones, donde el libreto se traduce
como realidad, un tiempo en el que durante los intermedios se actúa, actores
hablando mal de sus compañeros tras
bambalinas, directores pateando y escupiendo a quien se deje, tramoyistas
con los papeles estelares. “Lo demás,
ya lo sabemos todos. Es la historia de
un imperio. La historia de un tuerto, una
familia, una zona, una medicina, una ob­
sesión.” Lo demás, ya lo sabemos todos, es la historia de todos.
Lecciones perrunas
de un moralista intempestivo
R icardo D onato
Leonardo Da Jandra, Filosofía para desencantados, Atalanta, España, 2014, 144 p.
Rememorando a Tomás de Aquino, en
una de sus más espléndidas cavilaciones, Michel de Montaigne traza una ana­
158
logía inquietante: que el amor desmedido a la sabiduría puede tornarse un
vicio tan pernicioso para el alma como
la abominable lujuria del incesto.
Además de exhortarnos a copular de
manera católica y atemperada, sin variar
de dama, postura ni abertura, el barón
rampante de Saint-Michel desaconseja,
en su estimable texto “De la moderación”, el extremado afecto hacia la virtud y el conocimiento: “en exceso, la
filosofía esclaviza nuestra natural libertad y nos desvía, mediante una importuna perspicacia, del camino hermoso y
llano que nos ha trazado la naturaleza”.
Lejos de equivocarse, las palabras de
Montaigne resultaron proféticas: tras un
prolongado e incontinente amorío epistemológico, en su querer inmoderado por
traer hacia la luz la verdad oculta del fenómeno (la aletheia griega o el “des-ocultamiento de lo ente”, en palabras de
Martin Heidegger), la razón filosófica
moderna acabó por contagiarse de una
logo-disentería tan violenta y ardorosa
que de ella ya no queda más que un puro
hueso.
Pero el malestar –más bien agonía–
tiene su razón de ser: la filosofía ha co­
metido hybris, excediéndose en una
verborrea ininteligible, pomposa y mareadora, que nada más de leerla a uno
le entran ganas, siguiendo el ejemplo de
Heráclito de Éfeso, de enterrar la cabeza
en el estiércol, sin mencionar a los pocos
filósofos cuya teoría redunda en una
praxis concreta y consistente, transformadora de la realidad.
A la Filosofía para desencantados ha­
bría que concederle el acierto de habernos recordado la necesidad de cultivar
un quehacer filosófico más desinteresado y honesto, acorde al sentido común
y que dé respuesta a la existencia cotidiana.
Lo suyo es el ejercicio de una filosofía práctica, materialista (no de materia
física, sino de contenido vital: inhalt,
en alemán) y contestaria; un “hablar con
franqueza” (Michel Foucault dixit) acerca de los desequilibrios materiales existentes, socio-económicos, que envilecen
las relaciones humanas; la búsqueda,
no de una verdad eterna e inmutable,
sino de un perfeccionamiento espiri­tual
que deje atrás el anhelo de un saber
animado por el deseo de poder.
A contracorriente del saber oscuro,
académico y teorizante de la rumia filosófica en boga, estamos ante un ensayo
de ética perruna, intempestiva e iniciá­
tica, fiel condiscípula de las efusiones
tonificantes del cynosargo y la stoá ate­
nienses, aquellos espacios de la antigüedad helénica en donde cínicos y estoicos
enseñaban el arte de vivir a la manera
de los dioses: con alegría desenfadada,
practicando un saber insobornable, autárquico y soberano.
Del mismo modo que los sabios perrunos (kynicos/kynos: perro) de antaño, sabedores de la descomposición del
Espíritu (el Geist hegeliano en términos
de “actualidad” y ser de una época), Da
Jandra lanza su aullido-carcajada con
una doble intención: por un lado, revi-
talizar el potencial crítico, transformador, del discurso filosófico y, por otro,
desnudar las hipocresías, los excesos,
las contradicciones y las mezquindades
que aquejan a la civilización occidental.
La tan anhelada congruencia socrática entre vida y pensamiento lo acreditan: redomado Diógenes selvático, vivió
en una reclusión autoimpuesta por casi
tres décadas en las bahías vírgenes de
Cacaluta (Huatulco, Oaxaca), sin ninguna comodidad moderna, cultivando
la “utopía mínima”, al lado de su pareja, la pintora Agar García.
Desterrado de su paraíso tropical, de
retorno a la gran Babilonia, Da Jandra
nos ha entregado durante la última década un puñado de obras sui generis
(Distopía, La almadraba, Zoomorfías),
hermanadas en el sentido de la condena radical del “ego animalizado” y soberbio, depredador de la naturaleza y
el prójimo, que define a nuestra época.
Filosofía para desencantados no es
la excepción: un oráculo manual para
uso de las jóvenes generaciones acerca
del autodominio, la humildad y el arte
de vivir, cuya prosa edificante, enciclo­
pédica y prístina, de ágil lectura (no es
necesario ser un docto en la materia
para comprenderlo) está teñida de una
belicosidad jovial no exenta de ironía.
Desde las primeras páginas, el también autor de Entrecruzamientos desen­
vaina la espada y combate las diversas
corrientes filosóficas modernas (racionalismo, idealismo, marxismo, psicoanálisis) arremetiendo contra el método
159
que, en cierto sentido, las unifica: la
dialéctica de la lucha y la oposición,
intrínseca al saber racionalista y negativo, depurador de la diferencia.
No dar pie a lo negativo, es decir, al
proceso de autoafirmación de la identidad que sólo sabe ver oposiciones y
antagonismos por doquier; rechazo de
la duda escéptica y la dialéctica superadora (recuérdese el triple significado de
la aufhebung alemana: conservar-abolir-superar) del saber moderno, que tras
siglos de negaciones y desmitificaciones ha terminado por desencantarlo todo:
“Lo último que nos queda cuando ya no
creemos en nada es el falso consuelo
de la razón desilusionada, la fría y desolada intemperie del escepticismo.”
Más adelante sus estocadas se hunden en el no menos enrevesado lomo de
la filosofía contemporánea (analítica, her­
menéutica, posestructuralista), pero esta
vez para hacer añicos el fundamento que
anuda a sus distintas corrientes: el llamado giro lingüístico (linguistic turn) o
la mistificación secular del logos (“el
lenguaje es la casa del ser”, según la
célebre frase de Heidegger) como condición de posibilidad (a priori) de cualquier indagación acerca del mundo.
Frente a la divinización del “logotauro”, Da Jandra reivindica el primado
de la existencia, del obrar y el padecer
en libertad del hombre, más allá de los
afanes deterministas, lógico-cuantitativos, de las ciencias duras y la filosofía
analítica: “La manifestación de lo absoluto no se da ni puede darse en el
160
lenguaje; toda racionalización lingüística es defectiva”, advierte aquí; “La
medida de la verdad la da la experiencia, no la lógica”, sentencia allá.
Allí, entre líneas, degustamos la robustez ahumada de Marx y su undécima
tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no
han hecho más que interpretar el mundo, lo que hace falta es transformarlo”;
los aromas discretos, templados, del úl­
timo Schelling: “No existe el Ser porque exista el pensamiento, al contrario,
el pensamiento debe su existencia al
Ser”; la consistencia ligera, diurética,
del nominalismo de Ockham: “El universal es un signo instituido voluntaria­
mente, no sustancia alguna”; y la solera
afrodisiaca, libertina, de la escuela cínico-estoica: “La virtud reside en los
hechos sin necesitar de muchas palabras ni conocimientos.”
Un lector familiarizado con la regurgitación académica adivinará en sus
argumentos el influjo de los materialismos positivos, afirmadores de la “alegría de la vida”, así como de las éticas
refutadoras e insolentes que han combatido la impostura e incongruencia práctica de todo idealismo charlatán y flatulento
–por aquello del flatus vocis, a decir del
nominalismo medieval.
Lo novedoso, lo emoliente, de Filosofía para desencantados, es la pulcritud de
su prosa, la naturalidad didáctica, desenvuelta, con la que el filósofo le habla al
lector no especializado en estos temas,
sintetizando milenios de disputas intelectuales: “Historia y mito, individuo
y sociedad, masculino y femenino (…)
no son –ni deben ser– contrarios sino
complementarios. Lo positivo y lo negativo no son propiedades ónticas, es
decir, de lo existente como objetividad,
sino atribuciones –entiéndase lenguaje– que el sujeto hace a las cosas.”
Desenfundada su doble navaja crítica
(del método y el lenguaje), Da Jandra despliega su propuesta, primero, desmenuzando el “egocentrismo” moderno
responsable de la decadencia de la cultura occidental, abocada a la conquista
desenfrenada del goce y la “autoconservación, autoperpetuación y autogratificación” del ego animal: “Todos los
imperios pasan inevitablemente por un
origen evolucionario, una grandeza volitiva y una caída ominosa (…) la caída ocurre indefectiblemente cuando el
ciudadano da la espalda a la naturaleza
y al cosmos para dedicarse a la optimización del goce (…) La insensibilidad
actual ante el daño y el sufrimiento ajenos
es consecuencia de un deseo compulsivo
de ser feliz (…) de llegar a los límites del
placer a través de las funciones oral y
genital. Y tenemos que enfatizarlo: ninguna civilización ha sido tan digestiva
y genital como la nuestra.”
Satisfacer nuestra oralidad y genitalidad desaforada, gozar como bestias
antes de que el sistema nos conduzca
al “matadero” es, en su opinión, el único fin de la “conciencia estabulada”
(“falsa conciencia ilustrada”, inmune
a la crítica ideológica, diría Peter Sloterdijk), hipóstasis del individuo nar-
cisista y arrogante, obsesionado con la
autogratificación de las funciones bajas, pre-edipicas, del cuerpo: fornicar,
tragar, gruñir, gozar, excretar.
Es probable que un lector sensible
se sienta regañado, pues en su disección
de la dinámica egocéntrica (fase por la que
atravesamos, caracterizada por la “muerte
de Dios”, la divinización del placer y las
voluptuosidades del cuerpo) se palpa
un tono de reproche que, por momentos, resulta sermoneador, anacrónico y
moralizante.
No debe sorprendernos, el ideal de
cultura y sociabilidad humana que su
autor encumbra es otro: es el mundo grie­
go, el de la filosofía platónica y la praxis
aguerrida de los cínicos. De ahí el carácter intempestivo y provocador de su
ensayo que, en un segundo momento,
plantea el tránsito hacia un sociocentris­
mo o “modo de existencia ética”: “Cuan­
do el individuo racional supera la doble
determinación digestiva y genital, la autogratificación se convierte en búsqueda de la verdad, la autoperpetuación
en búsqueda de la belleza y la autoconservación en búsqueda de la bondad:
la razón egocéntrica cede su lugar a la
razón sociocéntrica. La triada platónica –verdad, belleza, bondad– no puede
ser considerada como una abstracción
inexperienciable, sino como la base incondicional de todo filosofar.”
Llegados a este punto, Da Jandra no
cesa de abominar de la mendacidad de
los partidos políticos, sindicatos, medios de comunicación, intelectuales y
161
gobernantes corruptos que se reproducen como larvas en los simulacros de
democracia de hoy en día, pero sobre
todo aborrece el utilitarismo pragmático
y la tecnocracia de libre mercado que
diluyen los pilares públicos (Estado, de­
rechos, tradiciones) y privados (propiedad, familia, religiosidad) que sostienen
la civilidad.
Desde su perspectiva, toda la “mise­
ria” y “anti-heroicidad” del egocentris­
mo nace como consecuencia de un doble
desprecio: por un lado, de la espiritualidad religiosa (en tanto corpus de valores, creencias y principios morales que
dotan de sentido y regulan la conducta
de las personas), y por otro, de la ética y
la educación familiar, cimientos aglutinantes de la comunidad política y de
los ideales de igualdad, justicia y empatía con el otro.
No en balde, en un tercer capítulo, Da Jandra invita a repensar la utopía: el cosmocentrismo sería el último
escalafón de la evolución humana, “apertura de una conciencia total”, conciliadora de la razón egocéntrica (bastión del
conocimiento verdadero) y la sociocéntrica (fuente de toda eticidad y sapiencia práctica), pero dentro de un orden
cósmico más elevado y perfecto que,
“sin dejar de ser racional y pragmático
sea al mismo tiempo moral y espiritual
(…) inconcebible sin la mediación de
la filosofía”.
Hay que decirlo: en su determina­
ción por integrar y armonizar los conte­
nidos antagónicos de la ciencia (hechos),
162
la filosofía (significados) y la religión
(valores), Da Jandra sucumbe a las
tentaciones del idealismo totalizador al
trazar puentes –algo quebradizos– entre la metafísica de Platón y Giordano
Bruno, pasando por el último Wittgenstein y el empirismo analítico de Hillary
Putnam, hasta llegar a propuestas tan
disímiles entre sí como el pensamiento
de Jean Gebser y la física teórica de
Leonard Susskind o Werner Heisenberg, por mencionar algunos ejemplos.
Y si bien el filósofo procede con cautela al matizar las diferencias entre la
espiritualidad religiosa y el fanatismo
dogmático de la iglesia institucionalizada, tan envilecida por los intereses
egoístas del lucro y el poder político, es
innegable el tufillo a teodicea hegeliana (arte + religión + filosofía = La Ciencia o Saber Absoluto) que desprenden
las últimas páginas de su ensayo.
Con seguridad, los “idiotas verificables” que para todo exigen “pruebas
irrefutables” de la realidad de lo divino
se verán escandalizados con su fórmula
para conquistar la virtud: “1) conocerse
a sí mismo; 2) conocer a los demás; y 3)
conocer a Dios (…) la máxima perfección a la que puede aspirar una criatura finita e imperfecta”.
Pero si la conciencia nihilista y de­
sencantada (“desdivinizada”) logra sortear
este desliz metafísico, afín a los “esta­dios
en el camino de la vida” de Kierkegaard (siendo la fe y la religión el modo
de existencia auténtica), sus palabras
se revelarán entonces como un cosco-
rrón formativo y necesario encaminado
a espabilarla de su letargo zombi-consumista-enajenante.
Cuenta la anécdota que, cuando se
le preguntó a Platón su opinión acerca
de Diógenes de Sínope, contestó que le
había parecido un “Sócrates furioso”.
Habría que decir lo mismo de Leonardo Da Jandra: estamos ante una especie
de “Rorty enloquecido” (severo y muy
atinado, por cierto, es el diálogo crítico
que el autor mantiene con la filosofía
pragmática de John Rawls y Richard
Rorty) que, lejos de sumarse al desencanto sacrílego del mundo, nos incita a
cuestionar la irracionalidad, la injusticia y la soberbia del orden imperante
de las cosas.
Quizá no sería del todo descabellado imitar el ejemplo de nuestro “Rorty
enloquecido” iniciando y reeducando a
nuestros jóvenes –y de paso a tanta vaca
endiosada que deambula en facultades
y academias– bajo los vigorizantes y
heterodoxos métodos de la pedagogía
cínica.
Y así, frente al excesivo amor a la sabiduría del aprendiz de filósofo, frente a
sus desmesuradas preguntas (¿por qué
el ser y no más bien la nada?, ¿cuál es
la esencia del lenguaje?), deberíamos
res­ponder colgándoles un arenque hediondo en el cuello, machacando huevos ante su incrédula mirada, o bien
aplicando en sus necias cabezotas, atiborradas de fraseología grandilocuente, un par de rotundos bastonazos.
Habría que responder con la gracia
y el donaire de los sabios perrunos y de
Leonardo Da Jandra, con desparpajo,
joviales, rabiosos, a dentelladas.
Viejos trucos
A lejandro B adillo
Luis Jorge Boone, Cavernas, Ediciones Era,
2015, 116 p.
Conocí el trabajo de Luis Jorge Boone
(Coahuila, 1977) gracias a la lectura de
su novela Las afueras, publicada en 2011,
y que reseñé en estas mismas páginas.
Resalto dos características que me lla­
maron la atención de ese libro y que
se repiten en el volumen de cuentos
Cavernas: fragmentación y una prosa
que busca construir un estado de ánimo, sentimientos que tienen mucho de
añejo y de romántico. En Las afueras
hay una sensibilidad que se reafirma
conforme avanzan las historias antes que
una trama que cautive por sus enroques,
cruces o aprendizajes en el camino. La
fragmentación involucra voces, puntos
de vista y cortes en el tiempo; la sensibilidad recuerda los artificios utilizados
por la novela romántica: hombres sumidos en la desesperación, sometidos a
un amor idealizado y no correspondido.
La novela, en términos generales, me
atrajo por crear una atmósfera antes
que una serie de aventuras fáciles pero,
163
al mismo tiempo, me pareció forzado el
lenguaje con el que se describe a los
personajes, un lenguaje lleno de adjetivaciones y descripciones que llevan
el texto a un terreno irreal, demasiado
vaporoso, que inmoviliza las acciones
en un discurso de efectos impostados.
Geney Beltrán Félix, quien también reseñó la novela, apuntó que Las afueras
“presenta historias de desamor y pérdida, pero esas experiencias se fosilizan y a la distancia, en la memoria del
lector, devienen un objeto añejo, propio para la contemplación en la vitrina
de un museo”. No podría estár más de
acuerdo.
Cavernas es un libro que se decanta
por la fragmentariedad y por la utilización de un gran número de estructuras
narrativas. Incluso se podría decir que
cada cuento pertenece a un subgénero
distinto y se escribe con una estructura
con ingredientes que no se vuelven a
repetir. Por esta razón es difícil hacer
una valoración general del libro: algunos textos logran cumplir sin demasiados problemas con su propósito gracias
al subgénero al que pertenecen, por ejemplo los cuentos de fantasmas; otros, un
poco más experimentales, necesitan
un lector que sea cercano a sus códigos y temática. Un libro de cuentos
que salta de tema en tema hace pensar, también, en una prosa distinta para
cada pieza o, al menos, una intención
de estilo diferente, sin embargo el lenguaje de Luis Jorge Boone se mantiene sin muchos cambios a lo largo del
164
libro. Considerando estas característi­
cas nada desdeñables, me detendré,
para ilustrar al lector, en los cuentos
que pueden servir de referencia para
sopesar, según mi lectura, sus yerros y
virtudes.
“El jardín interior”, perteneciente
a la primera parte del libro titulada
“Con el frío abrazo de tu espectro”, es,
a mi juicio, una de las piezas más endebles del volumen. La historia cuenta
la llegada de un hombre, violonchelista
para más señas, a un departamento que
acaba de alquilar. En los primeros párrafos del cuento se conoce la apuesta
del autor: un ambiente opresivo que no
llega al terror y una sensualidad que
se concentra en Praga, una mujer que
aparentemente no sobresale de entre un
grupo de prostitutas en un bulevar y que
se entrega al protagonista sin mayores
preámbulos ni conquistas. Después, entre visiones oníricas y decorados pesadillescos, aparece otra mujer, vestida de
negro, que lo observa en silencio desde
un jardín interior. Aquí me permito citar la descripción que hace el autor de
esta segunda mujer para ejemplificar mis
reticencias sobre la manera en que se
describe y se cuenta: “Era hermosa: su
boca delgada, su piel blanquísima. Sus
ojos eran el origen de la enferma luz
que la rodeaba.” El cuento está repleto
de fragmentos como éste, que vuelven
las escenas inmateriales, elementos
cuya sugerencia es tan explícita, tan
redundante, que parecería que estamos
leyendo alguna obra del más clásico ro-
manticismo. En los párrafos siguientes
del cuento, el músico sigue atormentado por la visión de esta mujer espectral y, antes del final, en el clímax con
Praga, en medio del sexo y de una violencia apenas contenida, atestigua el
encuentro de las dos mujeres que convoca relámpagos y el cierre del telón
como si estuviéramos en la función de
un teatro. Un vistazo general nos muestra que estamos frente a un cuento con
claras influencias de la narrativa gótica
y de terror. Sin embargo, no hay una
apropiación de estos subgéneros para
transformarlos, parodiarlos o reinterpre­
tarlos: lo que tenemos es una imitación
de modelos que se explotaron una y otra
vez hasta dejarlos como objetos de una
época, monumentos a una sensibilidad
que, me parece, ha sido superada. Apenas hay una tímida variación con la voz
del conserje que, rompiendo el transcurso lineal del relato, cuenta sin mucha
trascendencia su trabajo y el momento
en que le alquila el departamento al
músico. En este cuento –como en otros
del libro– las mujeres tienen que ser
perfectas, fantasmales, pálidas y bellísimas. Los hombres deben ser aventurados, en perpetuo conflicto con el arte,
víctimas de sus ensoñaciones y bordeando los límites de la locura. El escenario para estos protagonistas tiene
que ser un decorado onírico en el que
luchan la fantasía y la vigilia. Como
resultado tenemos un cuento que, más
que encandilar, genera escepticismo e,
incluso, cansancio. ¿Cuántas veces no
hemos leído la misma historia? ¿Cuántas
mujeres irreales, seductoras, son anzuelos para que los hombres caigan en
el abismo? Es como pintar un bodegón:
hay técnica y una correcta utilización
de colores y trazos, pero el modelo a
seguir no aporta ningún sello distintivo
y se limita a navegar en márgenes seguros, territorios que ya han sido recorridos por innumerables autores.
Mejor fortuna corre el cuento “El hombre que recorre el acueducto”, que pertenece a la tercera sección: “Ni el péndulo, ni la arena, ni el átomo, ni el sol.”
Aquí tenemos, con todas las de la ley,
un cuento de fantasmas. Un aparente
turista escucha la narración de una leyenda colonial y, paulatinamente, se
convierte en protagonista de la historia que le cuentan. Deja mejor sabor
de boca porque la construcción es más
precisa, utiliza una vuelta de tuerca
para sorprender al lector y evita un final ambiguo. Sin embargo, y sin afán
de ser reiterativo, se repite la poca ambición para abordar el cuento. No hay
un solo elemento que mueva la historia
a un terreno distinto a la historia de
fantasmas tradicional. ¿Qué sentido tiene
escribir narrativa si los textos parecen
salidos de una imprenta de hace varias
décadas?
De entre el catálogo de temas también
hay espacio para la ciencia ficción: “Momentos no humanos de la tercera guerra
mundial”, que pertenece a la segunda
sección: “Últimas, verdaderas, irrefu­
tables teorías acerca de la extinción de
165
la raza humana”. En este relato, conta­
do en primera persona, nos enteramos de
la lucha de la humanidad, en un tiempo
indefinido, contra algunas criaturas pri­
mordiales que pronto se revelan habitan­
tes del universo creado por H.P. Lovecraft.
El protagonista-testigo, desde un punto
ubicado fuera de la atmósfera terrestre,
cuenta la batalla entre humanos e invasores. Después nos dice que forma parte
de un grupo de colonizadores humanos
que huyen del devastado planeta Tierra
para refugiarse en Marte. En el cierre
del cuento confiesa que él invocó a las
criaturas monstruosas a través del legendario Necronomicón, pero que algo
salió mal. El cuento, en su estructura,
es bastante predecible y eso quita tensión dramática a la historia. El autor
empieza contando la tragedia de la raza
humana y, a partir de ahí, tenemos una
prolija descripción de los monstruos y
todos los desastres que ocasionan en la
Tierra. No hay nada nuevo en el entramado narrativo exceptuando el conjuro,
sin embargo este elemento tampoco tiene
fuerza pues, desde el inicio, somos testigos del desfile de monstruos lovecraftianos que se acumulan hasta saturar
varios párrafos. Otro de los puntos en
contra es la voz que cuenta. Si la primera persona –el “yo” que narra– puede crear un ámbito íntimo, confesional,
que ayuda a la verosimilitud, aquí este
recurso está desperdiciado porque el
protagonista, más que contar, declama:
no hay secuencias que muestren gradualmente la derrota de los humanos,
166
sólo existe el discurso del hombre a
salvo en una estación espacial que describe con minucia los poderes devastadores de los monstruos primigenios. No
hay punto de quiebre y el texto completo se basa en la reiteración de frases
y efectos que pretenden construir una
atmósfera de inquietud y de terror pero
que parecen meras imitaciones de Lovecraft sin llevar más allá el ejercicio.
En los buenos textos de fantasía o de
ciencia ficción la anécdota siempre permite una mirada que supera la superficie:
en Crónicas marcianas los astronautas
de Ray Bradbury viajan a Marte para
descubrir, en realidad, un espejo en
el que se muestran las miserias y peligros de la civilización humana. Stanislav
Lem utiliza en Solaris, su novela más
conocida, el truco del viaje espacial
para mostrarnos los fantasmas que nos
rondan cuando nos aferramos al pasado. En las historias de Cavernas hay
una primera intención, demasiado evidente, que aborta, casi de inmediato,
cualquier interpretación que no sea el
artificio plano y llano.
Cavernas es una colección de historias que, además del relato de los hechos principales, busca consolidar los
frutos de una atmósfera planteada. Sin
embargo la atmósfera, por sí misma,
deserta de cualquier viso de originalidad y, lo más contraproducente de todo,
se basa en un lenguaje que comunica
muy poco para un lector que busca
algo más que una retórica que, en los
conceptos que construye, roza el lugar
común. Otro factor es que la intención
de los cuentos es muy plana, es decir,
cuenta historias sin ofrecer diálogo o
una participación más activa del lector
que sólo tiene que descifrar mecanismos demasiado anunciados. Me parece
loable que, en tiempos en que muchos
libros de cuentos buscan una estructura
llena de vasos comunicantes (mismos
personajes, contextos, escenarios y géneros), Luis Jorge Boone apueste por
cuentos de estilos diferentes que lo
mismo abordan el realismo que la fantasía, el terror o la ciencia ficción. No
obstante, y aquí debo apuntar que esta
consideración es la más subjetiva de
todas y no es fácil de demostrar, creo
que algunos cuentos apuntan a meros
ejercicios, recetas que hacen demasiado evidente su andamiaje. Es claro
que los grandes temas han sido tocados
desde la antigüedad y que, aparentemente, cualquier trama que escojamos
repetirá, en mayor o menor medida,
algún tópico o arista visitada por los
escritores que nos antecedieron. Sin
embargo, la labor del escritor es buscar resquicios en esa muralla en apariencia impenetrable para resignificar.
¿Las herramientas para hacerlo? La
alegoría, el humor o la parodia, entre
muchas otras. En caso contrario, nos
quedamos con una interpretación de
miras cortas o, en el mejor de los casos,
repitiendo clichés como el amor idealizado, el artista y las musas que deben
ser convocadas, entre tantos otros. La
sensación que deja Cavernas es la de
visitar textos escritos con corrección y
esmero en las descripciones, pero que
se contenta con muy poco. Me parece
que, en un mundo editorial en que la
literatura mexicana debe luchar con
best sellers llenos de mensajes reciclados, se debe buscar algo más que historias bien contadas.
Cloaca mexicana
J osé S ánchez C arbó
Enrique Serna, La doble vida de Jesús,
Alfaguara, México, 2014, 342 p.
Un síndico municipal, Jesús Pastrana,
con una trayectoria intachable, se convierte en candidato para la alcaldía de
Cuernavaca y cierra su campaña ganando
la elección. Con esta sencilla trama, Enrique Serna plantea una tesis y encadena
una serie de situaciones y problemas
que debe enfrentar y resolver su protagonista-candidato que, como anuncia
el título, lleva una doble vida, que va
más allá de lo público y lo privado. La
existencia más o menos apacible de
Jesús Pastrana, con una relativa estabilidad familiar, emocional y económica, fruto del compromiso, el trabajo, la
perseverancia y los estudios, sufre una
transformación radical al participar en
la campaña electoral.
El mayor atributo público de Pas167
trana, sin capital político, simbólico ni
económico heredado, es la honestidad
y la voluntad de denunciar la corrupción
de funcionarios público aunque sean de
su mismo partido. La austeridad es otro
principio fundamental en su corta carrera política, por ello prefiere trasladarse en un viejo Tsuru, a pesar de la
presión social y familiar. Su proyecto
político-social básicamente consiste en
“crear un verdadero Estado de derecho”
y concretar “la revolución legalista que
el asesinato de Madero dejó trunca”. La
primera acción como candidato consiste
en impulsar la formación de grupos urbanos de autodefensa. Durante su campaña
encara y lucha, pero termina adoptando algunos de los principios supremos
de la esfera política mexicana: traición,
mentira, corrupción, enriquecimiento,
injusticia, impunidad, amenaza, violen­
cia, venganza, crimen. En resumen,
Jesús Pastrana es un excéntrico entre
los políticos que es normalizado. Por lo
demás, al igual que sus colegas simpatizantes u opositores, Jesús sueña con
escalar posiciones: pre­sidencia municipal, gubernatura, senaduría y la presidencia.
La vida privada de Jesús tampoco está
exenta de conflictos, problemas marita­
les y dilemas sexuales. Está casado con
Remedios, hija de una familia acomodada de Cuernavaca, una mujer ambi­
ciosa, pesimista, incrédula, fanática del
ejercicio y descuidada en su arreglo
personal. Ella, como la bruja que representa, le reclama a Jesús que por cul168
pa de su obsesiva integridad y su falta
de pericia para relacionarse, no tienen
una mejor posición económica. El estoico hombre más o menos ha sabido
sobrellevar esta situación, pero con lo
que no puede es con el hecho de que
Remedios no sea “la hembra caliente y
desinhibida” que Jesús desea. Por estos
motivos, dice el narrador, a Jesús, en
“el frente político y en el frente doméstico, sus enemigos lo atacaban por el
mismo frente”.
La otra vida de Jesús también incluye el ámbito de la intimidad. Mientras
dedica sus esfuerzos a sortear y resolver las dificultades que se le presentan
tanto en lo público como en lo privado,
descubre su homosexualidad, reprimida durante décadas, cuando conoce y
se enamora perdidamente de Leslie, un
travesti que se prostituye en la calle. Para
Jesús es “una encantadora damisela con
buenos modales” que reúne los atributos
físicos y sentimentales ausentes en su
esposa Remedios. Leslie, al contrario,
es cariñosa, coqueta, seductora, y su “culo
es un exprimidor de jugos, un vórtice turbulento que absorbe la savia del universo”. En el capítulo titulado precisamente
“Anagnórisis”, Jesús decide divorciarse
y formalizar su relación con Leslie, no
sin antes haber sufrido una etapa en la
que dudó sobre su preferencia sexual,
negar y aceptar, y en la que reflexionó
sobre las implicaciones morales y sociales que su decisión traería. Decide
instalarla en un bonito departamento
pero se abstiene de hacer pública su
relación; el temor al escarnio de la opinión pública y a que su carrera política
se derrumbe son determinantes.
La doble vida de Jesús es una infame
crónica de las relaciones entre políticos
y narcotraficantes que a diario encontramos publicadas en medios de información nacional e internacional. Por su
elevado grado de referencialidad, hasta cierto punto la novela podría pasar
como periodismo literario pero Serna y la
editorial se cuidaron de no presentarla así.
Muchos de los acontecimientos relatados
han aparecido en notas informativas, editoriales y reportajes de largo aliento pero
son modificados, mezclados y condensados en la novela. Por el nivel de coincidencia con algunos hechos, incluso
podrían retratar situaciones específicas
que vivieron los morelenses en elecciones pasadas. Para evitar una posible
lluvia de demandas por difamación,
optó por modificar los nombres de las
autoridades implicadas y, por lo tanto,
protegerse así bajo la manida frase de
que cualquier parecido con la realidad es
mera coincidencia. Los nombres son distorsionados hasta un punto que no dejen
de referir a la realidad. Estos son los
burdos casos de personajes de la novela llamados Andrés Couturier (ex candidato del pad), presidente Salmerón,
Matilde Urióstegui (célebre periodista
radiofónica) así como de los partidos
Acción Democrática (pad), Institucional Revolucionario (pir), Democrático
Revolucionario (pdr) o Ambientalista (pa).
En este tenor también alude al secre-
tario de Gobernación fallecido de forma misteriosa en un avionazo. Otras
operaciones portadoras del hedor de
la política mexicana incorporadas en la
trama de la novela son las que vinculan
a funcionarios públicos con el crimen
organizado; el tráfico de información;
las maletas llenas de dólares; los videos
de reuniones entre políticos y narcos
grabados en la clandestinidad; los políticos prófugos de la justicia tras ser
acusados de tener nexos con el narco o
por enriquecimiento ilícito; los ajustes
de cuentas; así como la participación de
las fuerzas de seguridad pública y los grupos criminales en golpizas, desapariciones, mutilaciones, secuestros, asesinatos,
exposición de cuerpos-mensajes ejecutados… La novela critica esta realidad
y plantea la tesis de que la descomposición del sistema político, cual cáncer, es incurable y se propaga en toda
aquella persona que intenta revertirla.
También de que el tabú de las relaciones homosexuales no ha sido superado, mientras que la impunidad se
naturaliza. Jesús Pastrana es prueba
de ello.
Una cantidad considerable de textos
ha abordado los problemas sociales de
la realidad mexicana con propósitos y
estrategias diversas y un alcance que
va más allá del plano estético. La literatura y los escritores están determinados por innumerables acontecimientos
de índole política, social e incluso natural. En este sentido, la situación del
país en estas últimas décadas ha afec169
tado a la literatura que ha tocado temas
como el de la violencia y la corrupción
ligadas a la política y los grupos criminales. La doble vida de Jesús pretende denunciar este tipo de deleznables
prácticas, el problema es que tal inten­ción
se pone en entredicho cuando desacierta
con la propuesta narrativa. La descomposición política y social es abordada por
Serna a través de una estructura asociada a la literatura de entretenimiento
y la espectacularidad que ha sido explotada hasta el cansancio por la televisión. No cuesta trabajo leer La doble
vida de Jesús como un sui generis guión
de telenovela. Cumple con los elementos esenciales como son la traición, la
venganza, el amor y el soft porno entre
personajes buenos y malos y hasta heroicos, como podría ser la intervención
de último minuto de las fuerzas de la
Marina-Armada hacia el final.
En cada uno de los veintiocho capítulos, Serna plantea de forma mecánica
una o dos intrigas que son desarrolladas
y resueltas al término de ellos no sin antes abrir otras para atrapar el interés del
lector. Además, la novela termina por
decepcionar, sobre todo en los capítulos
finales y el desenlace, cuando recurre a
una espectacularidad que linda con lo
inverosímil. Por otra parte, cabe aclarar
que no se trata de un posible culebrón
de corte tradicional sino de uno liberal
e inclusivo. El papel protagónico no lo
asume la típica pareja integrada por
una mujer y un hombre, pertenecientes
a distintas clases sociales, sino un polí170
tico homosexual honesto y una travesti
adicta hermana de un famoso narco que
aparentemente combaten no sólo los
prejuicios sociales sino contra sus propios principios y vicios.
La doble vida de Jesús, desde esta pers­
pectiva, antes que exponer y criticar aspira a entretener, sin lograrlo. Pero no
importa, a la editorial le pareció una fór­
mula rentable y espectacular, y como tal
se encargó de venderla. Basta imaginar
que la siguiente nota de la contraportada es leída por un experimentado locutor: La doble vida de Jesús, “un thriller político de vertiginosa tensión, y al
mismo tiempo, una novela de amor loco
donde la moral de las apariencias se derrumba frente al huracán del deseo”. Y
uno se pregunta: ¿vertiginosa tensión?,
¿novela de amor loco?, ¿la moral de las
apariencias se derrumba?, ¿el huracán
del deseo? Poco, muy poco cierto. En
cambio, La doble vida de Jesús termina
por derrumbarse cuando la mercadotecnia está por encima de la literatura; cuando nuestra desbordada cloaca mexicana
termina siendo una forma de entretenimiento; y cuando se ejerce la crítica sin
autocrítica.
Zizek y lo acontecimental
E duardo S abugal
Slavoj Zizek, Acontecimiento, Sexto Piso,
México, 2014, 181 p.
Desde hace al menos dos décadas Slavoj Zizek ha desarrollado un tipo de reflexión filosófica que podría inscribirse
en eso que Michel Foucault llamó ontología de la actualidad (del presente)
y que podríamos rastrear desde Hegel
hasta la escuela de Frankfurt, pasando
desde luego por el demoledor metafísico
por excelencia: Nietzsche. Esa forma de reflexión supone, en efecto, pensar la actualidad en el sentido más literal, es decir,
lo que en este momento, aquí y ahora,
se ha convertido en un acto. El grito de
guerra de los fenomenólogos había sido
el de “a las cosas mismas” y, cuando
Sartre anunció a mediados del siglo xx
que se podría hacer filosofía del coctel
que tenía en la mano mientras conversaba en un bar, abrió las puertas de par
en par para el análisis fenomenológico
de todo cuanto nos rodeaba, las cosas
claro, pero también el amor de pareja,
la miseria obrera, los presos políticos, la
humillación de los judíos o de los colonizados, el tercer mundo y sus rebeliones, los deportados, la Revolución.
Sin embargo, aunque Zizek parece un
firme continuador de esa línea de refle­
xión, no se queda en ningún momento
en el análisis de las cosas mismas, desde el punto de vista fenomenológico,
sino en las operaciones ideológicas y
de pensamiento que permiten que algo
sea pensado, visto, nombrado o constituido: su interés está del lado de los
acontecimientos, del lado de lo que él
llama lo acontecimental, ese momento
en el que un efecto parece exceder sus
causas, ese momento o ese punto en el
que algo surge en el hueco que deja un
efecto separado de su causa, ese algo
nuevo que aparece es inesperado y debilita la aparente condición de equilibrio que lo precedía.
Zizek, en Acontecimiento, nos plantea siete formas de aproximarse filosóficamente a la noción de acontecimiento,
en una suerte de recorrido nómada, un
viaje con paradas y transbordos, como
si uno deambulara como un flâneur
dentro de una red de trenes. Este vagabundeo, rico en referencias políticas,
históricas, cinematográficas, literarias y
de la cultura popular, se plantea como
un itinerario del pensamiento que recorrerá siete estaciones o paradas, que
funcionan de alguna manera tal y como
funcionaba el concepto de serie de Gilles Deleuze en Lógica del sentido, en
donde los acontecimientos siempre cre­
cían por los bordes, como un vidrio, y se
oponían al régimen de las cosas. Aunque
Zizek cita muy poco a Deleuze (apenas
le dedica un par de páginas en este texto), tiene una deuda intelectual evidente con el filósofo francés al plantear el
acontecimiento como un devenir y no
como un estado de cosas: Heráclito y
no Parménides.
171
La gran guía teórica que aparece (como
en casi todos los planteamientos del filósofo esloveno) es la de Jacques Lacan.
Prácticamente podría leerse la obra de
Zizek como una relectura ideológica
de las teorías lacanianas, en donde el psicoanálisis aparece una vez más como
herramienta crítica y de interpretación
de la cultura. Aquí la idea ya clásica
de los tres órdenes lacanianos, el conocimiento articulado simbólicamente e
ignorado por el sujeto, el estadio del
espejo, el tercero traumático, así como
la idea de marcas fantasmáticas, o la
célebre dictadura del deseo, van delineando todo el tiempo el discurso de
Zizek. La primera de las siete paradas
explora el acontecimiento como una definición (o, mejor dicho, una redefinición) después de haber destruido una
supuesta identidad con determinados
atributos. En ese sentido esta idea guarda conexión con la estrategia de Jaques
Derrida en torno a la deconstrucción,
entendida como un desmontaje de un
logos que se autodefine como central en
un principio. Para Zizek, que no habla
de descentramiento o deconstrucción,
sino de redefinición, el puro acontecer
entendido así puede ejemplificarse con
la estratagema del melancólico que tra­
ta un objeto que en realidad todavía posee plenamente como si ya lo hubiera
perdido. De ahí que Melancolía, la película de Lars Von Trier, le sirva como
metáfora de la operación filosófica que
implica esta primera aproximación al
acontecimiento. Nuevamente echa mano
172
de Lacan para explicar cómo una ficción simbólica puede responder a la
obliteración total de un marco simbólico previo a la pérdida de un marco fantásmico. La “cueva mágica” que construye el personaje de Justine en aquella
película, previo a la catástrofe, es una
forma de materializar el Significante
Maestro que pone orden en una situación caótica. En la segunda parada el
acontecimiento aparece como una felix
culpa, es decir como una caída feliz,
una suerte de ruptura o quiebre respecto a un determinado curso de las cosas,
un curso que se ha asumido como normal. Aquí Zizek recurre a Sören Kierkegaard, filósofo y teólogo danés para
quien el cristianismo era la primera y
única religión del Acontecimiento: “el
único acceso a lo Absoluto (Dios) es
mediante nuestra aceptación del acontecimiento único de la encarnación como
un suceso histórico singular”. Que Cristo resucite es un milagro y, sin duda,
un Acontecimiento, o el Acontecimiento, pero Zizek, fiel a su gusto por jugar
el papel de abogado del diablo, relativiza el binomio moral tradicional de
bien y mal, preguntándose si en efecto
hay algo previo a la Caída desde la que
uno cae, y responde que no, que es la
Caída misma la que crea eso desde lo
que caemos. En ese sentido, Satanás
(en tanto ángel caído) sería tanto más
necesario que Cristo, puesto que crea
el cielo o el paraíso desde el cual hemos caído. El Bien surgiría no cuando
seguimos nuestra naturaleza sino cuan-
do luchamos contra ella. En palabras
de Zizek, “el Acontecimiento definitivo
es la Caída misma, la pérdida de una
unidad y armonía primordiales que nunca existieron, que no son más que una
ilusión retroactiva”. El modelo que le
sirve aquí para ejemplificar esto no es el
cine sino la cosmología cuántica, modelos científicos como la teoría del Big
Bang y la ruptura de simetría. El acontecimiento es pues la Caída misma, ese
algo que surge cuando el equilibrio se
destruye. La tercera parada entiende el
acontecimiento de una forma más radical: coincidiendo con la vacuidad del
Nirvana, Zizek se vale de una rápida
lectura (bastante libre) del budismo, y
se pregunta si es posible “¿Vivir siendo
nadie?”, es decir, si en efecto uno puede
realizar la Iluminación o alcanzar el Nirvana, la vacuidad total. Para Zizek “el
budismo proporciona una acontecimen­
talización subjetiva del cognitivismo
científico”, pues tanto el naturalismo
científico moderno como el budismo rechazan el Yo y, por consiguiente, también
rechazan la libertad y la responsabilidad.
De esta manera el Acontecimiento sería
pensarlo como un no-acontecer total,
que para Zizek es imposible. La cuarta
y quinta paradas son las más complejas y
necesitarían otro libro cada una, por eso
ambas incluyen apartados ramificados
que Zizek denomina transbordos. La
cuarta parada contiene tres transbordos que corresponden a los tres acontecimientos de la filosofía o momentos de
locura: Platón, Descartes y Hegel. El
primero, relacionado con el mundo de
las ideas, es criticado por su incapacidad de reconocer la condición acontecimental plenamente inmaterial de las
ideas. Para Zizek, “lo Absoluto es un
Acontecimiento puro, algo que sencillamente ocurre-desaparece antes inclu­
so de que aparezca completamente”.
El segundo le sirve a Zizek para transitar del cogito cartesiano al sujeto postraumático: un sujeto reducido a una
forma de subjetividad sin sustancia,
una “materialización” histórica del cogito. Los ejemplos aquí saltan de un
capítulo de Alfred Hitchcock presenta a
la mirada de las personas diagnosticadas como autistas. El tercero explica la
aportación que supuso el concepto de
Absoluto en Hegel, que no añade ninguna dimensión más profunda, sino
que incluye una ilusión subjetiva en la
misma verdad objetiva. La verdad es
temporal y acontecimental, dice Zizek,
para referirse a algo que seguramente
Hegel sólo hubiera referido, dentro de
su esquema dialéctico, como fáctico o
histórico. En Hegel, explica Zizek, el
acontecimiento consistiría en el proceso de algo que deviene, que no acontece estrictamente. En este punto, creo
que recurrir a la lectura de Hegel que
hizo Deleuze le hubiera evitado caer en
la trampa, pues justamente el acontecimiento es un acontecer en infinitivo y
no una sucesión de actos. La quinta
parada es el corazón del libro, la más
lacaniana y, por lo mismo, la más zizekiana. También consta de tres trans173
bordos, relacionados con los tres aconte­
cimientos del psicoanálisis (lo Imaginario,
lo Simbólico y lo Real). Lo interesante
de esta parada es el empalme que realiza Zizek de los tres órdenes lacanianos
con lo que él llama tríada shakespeariana, conformada por el lunático, el
amante y el poeta. A partir de El sueño
de una noche de verano Zizek rastrea lo
que Lacan llama el “gran Otro”, la dimensión Simbólica, e indaga cómo lo
Real sólo se muestra como un residuo
de algo, pues “sólo puede discernirse en
sus huellas, efectos o consecuencias”.
En esta parada con sus tres transbordos,
Zizek intenta responder a la pregunta
que él mismo se formula: “¿Qué es un
acontecimiento imaginario, un aconte­
cimiento real, un acontecimiento simbólico?” Los ejemplos y metáforas son
ricos, densos y heterogéneos: van desde el encuentro traumático con la Cosa
divina hasta el abyecto video viralizado en la red de “Ganman Style” como
señal del colapso de la civilización y
del milagro del amor sexual a las óperas de Wagner. La sexta parada toma
como eje central la Revolución Francesa, entendida como el Acontecimiento
de la historia moderna. Aquí el filósofo
utiliza su tono más pesimista y explica
por qué ese Acontecimiento emancipador se está deshaciendo poco a poco, y
termina por concluir que estamos ante
una especie de desacontecimentalización. Ante este panorama decadente que
Zizek ejemplifica con el tema de la Tortura, parece necesaria y urgente la sép174
tima y última parada. Esta última parada es política, funciona como coda y al
mismo tiempo como duda revolucionaria y un dejo profético con cierta dosis
(quizás involuntaria) de esperanza. En
ella, Zizek nos recuerda que “un Acontecimiento es un punto de inflexión radical, que es, en su auténtica dimensión,
invisible”. Después de aconsejar que
hay que renunciar al mito del Gran
Despertar, y de redefinir la noción de
política como odio organizado, aventura
una última aproximación de acontecimien­
to que tiene que ver con la transformación
por completo del campo simbólico den­
tro de las relaciones sociales e ideológicas que, afirma, puede ocurrir “sin destruir
necesariamente a nadie o nada”. Al final
del libro, y en una pequeña nota al pie,
Zizek avisa que ha omitido deliberadamente dos nociones de Acontecimiento: la que propone la filosofía analítica
desde Wittgenstein hasta Davidson, y la
que expone la física subatómica contemporánea. Sin embargo hay otra omisión que no menciona y que parece, al
menos, sospechosa. La teoría sobre la
muerte de lo real por lo hiperreal, que
Jean Baudrillard llamó la cultura del
Simulacro, así como el análisis de la cultura popular y de los mass media que el
filósofo francés expuso en Las estrategias fatales (1983) y Pantalla total (1997),
parecen constituir un discurso interlocutor cómplice en todo momento, como
si Zizek estuviera conversando con Bau­
drillard o incluso repitiéndolo, haciendo
eco de muchas de sus ideas. Lo asom-
broso es que nunca lo cita ni lo menciona. Las teorías y hasta el estilo irónico
de Baudrillard surcan como una gran
marca fantásmica todo el texto de Slavoj Zizek.
El libro, que se plantea como una
nueva y lúdica aportación crítica a los
estudios sobre la cultura, más desde el
análisis lacaniano que desde el neomar­
xismo o la filosofía pura, además de ser
atractivo per se, no sólo por la talla del
autor sino por la vigencia de sus polémicas reflexiones, resulta además interesante para los lectores que quieran
comprender la obra pasada de Zizek y
profundizar en ella, pues en este viaje
de siete paradas y seis transbordos hay
también una re-visitación del autor a
los temas y obsesiones (tratados como
variaciones) que siempre le han apasionado, divertido y atormentado. Así,
paradójicamente, este último libro de
Zizek podrá funcionar como introducción a Zizek para aquellos que no lo
hayan leído antes, y arrojar luz sobre
ciertos conceptos claves que el filósofo
viene trabajando desde El sublime objeto de la ideología.
Amor de un solo nombre
F rancesca D ennstedt
Mario Muñoz y León Guillermo Gutiérrez
(comps.), Amor que se atreve a decir su
nombre, Universidad Veracruzana, Xalapa,
2014, p. 303.
Desde el boom editorial de El vampiro de la colonia Roma, y con la emergencia de una nueva identidad gay a
mediados de los setenta, el género ha
sido una cuestión más o menos visible
en la literatura mexicana. Hace casi dos
décadas se publicó De amores marginales (1996), la primera antología de cuentos
mexicanos de tema gay. No sólo es una de
las primeras antologías en tener como
eje central una identidad marginal, sino
que Mario Muñoz hace evidente la vastedad del material literario disponible
así como la urgencia de estudiar el género como una categoría de análisis en
relación a la literatura. De amores marginales es un libro único que funciona
como testigo y catalizador de su época:
su publicación no sólo rompe con el
silencio motivado por el episodio devastador del sida sino que representa,
como el mismo Muñoz señala, un acto
de resistencia ante la nueva ola conservadora de mediados de los noventa.
Quiero decir que De amores marginales es un libro marcado por su tiempo y
Amor que se atreve a decir su nombre es,
ante todo, el atinado proyecto de re-visitar y re-editar esta antología que, desde
175
hace tiempo, no se consigue en librerías.
Toda antología busca definir su propio corpus canónico. A mi parecer, uno
de los puntos más atinados del trabajo de
Muñoz, y ahora de León Guillermo Gutiérrez, es precisamente la selección
de cuentos: el lector se topa con los nom­
bres clásicos de la llamada literatura gay
–Luis Zapata, Luis González de Alba o
José Joaquín Blanco– y, a la vez, aparecen nombres de escritores poco conocidos como Dolores Plaza o Fidencio
González Montes. Los cambios en esta
selección no son muchos: dos nombres se
eliminan –Jorge Arturo Ojeda y Héctor Domínguez Ruvalcaba–, en la segunda antología se cambia el texto “Tu bella boca
rojo carmesí”, de Ana Clavel, por “Su
verdadero amor” y el libro pasa de tener
dieciséis cuentos a veinticinco. La mayoría de estos nuevos textos corresponde a
cuentos publicados después de 1996 y, de
nuevo, los compiladores mantienen el
espacio de escritores ya consagrados
–Eduardo Antonio Parra e Ignacio Padilla– abriendo un hueco considerable
a otros nombres. De las voces nuevas,
vale la pena mencionar el cuento “Gatos pardos”, de Iris García, en el cual
se narra la historia de Martín Flores
Romero, director de Averiguaciones Pre­
vias de la Procuraduría, quien, junto
con el comandante Chucho el Loco, es­
tá investigando el asesinato de cinco
pinches putos. El detalle está en que a
Martín Flores le gustan los putos: “Flores se mete en el asiento trasero del
176
coche. Chucho el Loco ya sabe lo que
sigue: hacer de catador tocando las verijas de las putas, hasta encontrar una
con huevos que le guste a su jefe. ‘Es
el arte de hacerse pendejo’, piensa el
Loco, porque Flores, sobre todo borracho, tiene ojo clínico para detectar a las
vestidas. El loco está allí para asegurarle al licenciado, contra las evidencias, que son hembras de veras.”
Si bien es cierto que este personaje
puede volverse cliché –el típico macho
que no puede reconocer ni la posibilidad de acostarse con otros hombres–, el
manejo del lenguaje no sólo literario sino
machista hacen de “Gatos pardos” uno
de los mejores ejemplos de la literatura gay que se escribe en la actualidad.
Por las razones antes mencionadas, en
Amor que se atreve a decir su nombre se
propone un canon de cuentos de tema
gay, pero el cuidado puesto en la selección revela las atinadas intenciones de
los compiladores: más que proponer una
lista exhaustiva o definitiva, estos nombres son una invitación a seguir leyendo literatura gay.
Ahora bien, el cambio más notorio es
el propio título de la antología: De amores marginales. 16 cuentos mexicanos se
convierte en Amor que se atreve a decir
su nombre. Antología del cuento mexica­
no de tema gay. A primera vista, este
cambio puede parecer acertado porque
se declara que tanto la literatura como
la identidad gay están fuera del clóset.
Al mismo tiempo, es importante notar
la decisión de utilizar la palabra gay
porque así se demuestra que el su­jeto
homosexual se produce discursivamente:
no se elige la palabra homosexual por su
carga peyorativa y por sus implicaciones patológicas sino que se escoge una
palabra que automáticamente sitúa al
lector después de los setenta, en la visible y organizada emergencia de nuevas
identidades. Dejando de lado el hecho
de que la selección de cuentos parece
indicar que ni en literatura lo gay se
atreve a mostrarse libremente, que la
puerta del clóset sigue entreabierta, es
importante preguntarse cuáles son las
implicaciones de trazar una antología
siguiendo la línea de una política identitaria particular: hombres que tienen
sexo y aman a otros hombres. Y al hacerlo, ¿quién está siendo excluido y
cuáles son las implicaciones de dicha
exclusión? ¿Qué política se esconde de­
trás de la tarea de antologar cuentos
de tema gay? ¿Se puede sostener esta
decisión si se piensa como una estrategia política? Y si lo es, la pregunta que
permanece es estrategia política para
quién. Con políticas identitarias me refiero a la tendencia de utilizar una identidad personal como base teórica para
la construcción de comunidades coherentes y visibles socialmente. En este
caso lo gay, entendiéndose en términos
meramente masculinos, funciona como
la base para construir y dar a conocer la
literatura gay mexicana. Básicamente,
quiero poner en cuestión esta decisión
porque implica la exclusión no sólo de
otras sexualidades marginadas como les­
bianas o transexuales sino que la antología parece enfocarse en cierto tipo de
gay, curiosamente en aquel que sigue
defendiendo su posición de macho y
rechazando a todo aquel que no se le
parezca.
Para este punto, me parece pertinente pensar en el cambio del texto de Ana
Clavel que mencioné anteriormente. Es
fácil imaginar que la modificación puede
deberse a cuestiones de calidad literaria, pero ambos textos cumplen con las
exigencias del género, incluso podría
afirmar que “Tu bella boca rojo carmesí” es un cuento más interesante simplemente porque la historia es menos
trillada: Carlos saca provecho de las
salidas de sus hermanas y madre para
vestirse con sus ropas y salir a la calle
a ser admirado. Quiero decir que lo que
parece ser diferente es precisamente la
representación de la identidad gay. En
“Tu bella boca rojo carmesí” no está
claro si a Carlos le gusta dormir con
otros hombres –lo gay en la antología
parece definirse a través de con quién
se acuestan los personajes– o si solo
disfruta ponerse vestidos de mujer. A
diferencia de Carlos, los personajes de
“Su verdadero amor” definen su identidad no sólo porque se acuestan con
hombres sino por su condición de machos. Es inevitable pensar que esta historia está más en sintonía con el resto
del libro que el cuento de Carlos.
Mis sospechas giran en torno al hecho de que pareciera que los compila­
dores prefieren abrir el espacio para
177
identidades más estereotípicas de lo gay
–aquellas atrapadas entre ser un macho o rebajarse a ser mujer, un puto–
en lugar de poner en cuestión por qué
esta representación es la típica y por
qué es necesario seguirla alimentando.
Entiendo que en una sociedad machista, donde además hay pocos lectores,
es más fácil hacer visible la literatura
gay y vender un libro que mantiene los
códigos de lo femenino y de lo masculino: un libro que representa a lo gay
como hombres que aspiran a ser mujeres –ese sexo débil, tenebroso y, por
supuesto, despreciable– y, por ende,
necesitan reafirmar su masculinidad.
Cabe mencionar que uno de los pocos
cuentos, si no es que el único, que problematiza la identidad gay más allá de
hombres que aspiran a ser mujeres, es
“El alimento del artista”, de Enrique
Serna. Sin embargo, temo que lo que pese
más, en este caso, sea el nombre del autor
y no el acto de romper con la línea de la
antología. En fin, esto necesita ser contestado y más aún si se piensa en las
palabras con las que Muñoz cierra su
prólogo: “Persistir en una actitud insu­
misa, pese a la comercialización de los
sentimientos y de los cuerpos, es la
difícil tarea que la literatura gay cumple en la contracultura nacional”. Para
permanecer insumiso es necesario reconocer la identidad como múltiple y problemática, que escapa a una definición
fija. La difícil tarea parece que radica
en reconocer que, al fijar dicha identidad, el sujeto silenciado/invisibilizado
178
puede ser, simultáneamente, un sujeto
opresor que silencia y excluye.
¿Por qué no se incluyen lesbianas
o transexuales en Amor que se atreve a
decir su nombre? Se me ocurren dos posibles respuestas. Primero, la antología
implícitamente sigue una lógica separatista, es decir, aboga por entender el
lesbianismo como algo diferente de la
homosexualidad masculina. Segundo, las
razones son meramente comerciales, una
estrategia de venta. Es curioso notar que
Muñoz hace referencia únicamente a
este último punto y reconoce que si las
prácticas homosexuales generan repudio (aquí habla específicamente de finales de los noventa), lo suscita más el
lesbianismo. Por ende, el lector infiere
que el lesbianismo sigue siendo totalmente marginal y que, por el bien mayor –¿de quién?, ¿de los hombres gay?,
¿de la literatura gay?, ¿de las ventas?–,
las lesbianas fueron excluidas de la antología. En cuanto a la lógica separatista tan defendida en los ochenta por
escritoras como Monique Wittig, deja de
tener sentido cuando se piensa el géne­
ro como performance pero también como
estrategia política puesto que se basa en
tensiones, en crear relaciones adversas
que se sostienen al borrar al otro. Además, en un país donde la lesbiana sufre
doble marginación, ser mujer y elegir
un género fuera de la norma, antes de
escribir su propia historia necesita el
espacio para hacerlo. Me parece bastante difícil aceptar que la respuesta
sea la exclusión de lesbianas y demás
identidades queers con la esperanza de
que trabajen en una especie de antolo­
gía queer cuando Muñoz reconoce, de
manera implícita, que difícilmente habría
el espacio para que se trabaje en dicho
proyecto. En México, el movimiento lgtb
fue encabezado por Nancy Cárdenas y
es triste reconocer que en pleno 2014 la
literatura gay se empeña en ser no sólo
masculina sino patriarcal al borrar a
las lesbianas y otras identidades. En fin,
tenemos que repensar las prácticas basadas en políticas de exclusión. En el
caso de la literatura, la tarea es poner
en cuestión categorías como literatura
gay. Amor que se atreve a decir su nombre, al elegir una categoría esencialista
como marco, no sólo sigue estas dinámicas sino que refuerza la misma estructura de poder que pretende cuestionar
al fortalecer el binarismo ser un macho
o ser un puto.
No podemos saber segura o definitivamente si Amor que se atreve a decir su
nombre está contribuyendo a la confirmación o desestabilización del machismo
y a la exclusión o inclusión de sexualidades marginales, pero si podemos agotar
todas las posibilidades hasta encontrar
mejores respuestas. Una posible respuesta es una antología sin un género “correcto”, una antología más queer. Ya en
1997,
en el canónico ensayo “Ojos que
da pánico soñar”, José Joaquín Blanco imaginó una comunidad de amantes
más radicales, una minoría que no necesitaría hacer de la identidad la base
de la resistencia: “Homosexualidades,
heterosexualidades y otros membretes
desaparecerán entonces”. Diecisiete años
después, da pánico reconocer que proyectos como Amor que se atreve a decir
su nombre se empeñan en probar lo contrario. La tarea es seguir cuestionando,
voltear las cosas hasta encontrarles una
nueva cara. Si en De amores marginales
Muñoz sospechaba del regreso de los
fantasmas del moralismo y conservadurismo, en Amor que se atreve a decir
su nombre no cabe duda de que están ahí
y, más que fantasmas, son monstruos de
carne y hueso: el empeño en separar lo
gay de otras sexualidades marginadas
o, peor aún, pensar lo gay en términos
fijos que se traducen en la dicotomía macho/puto, son algunos ejemplos. Pero no
basta con ahuyentar a los monstruos, hay
que combatirlos si se quiere eliminarlos de una vez por todas. En Amor que
se atreve a decir su nombre la identidad
gay no sólo tiende a seguir patrones machistas y patriarcales sino que falla porque
no logra reconocerse dentro del mismo
sistema que pretende poner en jaque.
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