Pater Walter - El Renacimiento

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PRÓLOGO POR GHERARDO MARONE
Título del original inglés:
THE RENAISSANCE
Ediciones elaleph.com
Editado por
elaleph.com
 1999 – Copyrigth www.elaleph.com
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Walter Horacio Pater nació en Shadwell (Londres), el
4 de agosto de 1839 y murió en Oxford, a los cincuenta y
cinco años, el 30 de julio de 1894.
Su familia, de origen holandés, se jactaba de contar entre
sus antepasados al pintor Juan Bautista Pater y continuaba
con una singular tradición: educaba a sus descendientes masculinos en la religión católica y a los femeninos en la anglicana.
Luego de efectuar sus primeros estudios en el King's
School de Canterbury, Walter ingresó en el año 1858 en el
Queen's College de Oxford, donde, al cabo de cuatro años, se
doctoró en literatura clásica.
La lectura de Modern Painters de Ruskin, tuvo una
excepcional influencia en la orientación de sus estudios y le
hizo concebir la idea de efectuar un viaje a Italia que pudo
realizar recién en el año 1866, deteniéndose particularmente
en Pisa, Florencia y Roma. Mucho después, en 1882, em-
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prendería un segundo viaje destinado casi exclusivamente al
estudio de Roma.
Entretanto, visitó repetidas veces Francia, donde contrajo
grandes amistades.
Había conocido a Swinburne en el seno de una sociedad
de jóvenes de Oxford denominada "Old Mortality" y en la
Universidad, también de Oxford, tuvo como discípulo, entre
otros, a Oscar Wilde.
El principio fundamental de su estética, "todas las artes
aspiran a la música", marcó el rumbo de una orientación
crítica en la historia del arte contemporáneo que no ha sido
aún enteramente superado.
En Italia se hicieron sus intérpretes Angelo Conti y Gabrielle D'Annunzio; este último expone gran parte de los
cánones de esta doctrina, en las páginas de su novela "El
Fuego", valiéndose de las palabras de un presunto discípulo
suyo, Daniel Glauro, que muy probablemente representa al
propio Angelo Conti.
La tesis fundamental del presente libro es que el Renacimiento, gloria y producto íntimamente italianos, que influyó
a toda la civilización y cultura occidentales, había ya dado
señales de vida en Francia, en el lejano período medieval, a
través del amor por la belleza física, el culto del cuerpo, la
destrucción de aquellos límites que los sistemas religiosos de
la Edad Media imponían al corazón y a la imaginación.
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A pesar de que dicha tesis es un tanto arriesgada (y el
presentador lo pone en evidencia en su Prólogo), está expuesta con una riqueza de cultura, una fe tan ardiente y una
sutileza de observación y, sensibilidad tales; en un estilo tan
movido, vivaz y brillante, que confiere a todo el libro un
acento inconfundible, haciendo de él una de las más conspicuas contribuciones a la verdadera comprensión de la compleja revolución del pensamiento y de las almas que fue el
Renacimiento.
He ahí el motivo por el cual esta obra ha entrado a formar parte de los clásicos de la crítica de arte contemporánea y
es menester que toda persona culta la haya leído y meditado.
Gherardo Marone, que nos ha sugerido su traducción, le
antepone un ensayo que constituye un agudo y vasto panorama de las corrientes estéticas del Ochocientos y al mismo
tiempo una clara definición de la personalidad de Walter
Horacio Pater.
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PRÓLOGO
No creo que resulte inoportuno un recuerdo personal. Nos
ayudará a entender mejor todo el particular encanto de la
obra que hoy presentamos a la sensibilidad y a la fantasía de
los jóvenes argentinos de las nuevas generaciones.
Leí por primera vez este libro de Walter Pater en el año
1912, en la traducción italiana de Aldo De Rinaldis, y sus
páginas no sólo me encantaron por el esplendor de su estilo,
sino que me convencieron por la originalidad de las ideas que
contenían.
Los jóvenes que en la Italia de aquella época no habían
todavía doblado el cabo de los veinte años, procuraban desvincularse fatigosamente de la sugestión y del atractivo danunzianos.
El estetismo del gran poeta había desviado sus gustos y en
cierto sentido debilitado sus caracteres.
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Una revista de estetas, publicada por Aldo de Bosis, Il
Convito, había contribuido a profundizar y difundir la
sugestión de las nuevas corrientes. Un cierto sentido místico
de la belleza encontraba, por aquel entonces, fácil acogida.
El culto desinteresado del arte, el fervor mesiánico de la poesía, cual el de un verdadero apostolado, el ardor de llama
que parecía debiera purificar las costumbres mismas en una
epifanía del espíritu, necesariamente tenían que hacer presa
de los sentimientos y de la inteligencia de una generación que
iba desprendiéndose del positivismo y que anhelaba encaminarse hacia una visión idealista de la vida.
Diríase que se trataba de un milagro; un espejismo que
alucinaba y arrastraba como un sortilegio.
D'Annunzio podía proclamar sin temor a escándalo en el
primer fascículo del Convito, que la crítica de Francisco De
Sanctis estaba destinada a perecer porque carecía de la virtud
vital del estilo, trocando por "estilo" las bellas y armoniosas
frases o aquellas que, él mismo, llamaba las "sílabas luminosas" de Angelo Conti.
Este era un coetáneo y discípulo de D'Annunzio que había contribuído a la creación del cenáculo del Convito de
De Bosis y que representaba el papel de teórico del movimiento. En la novela "El Fuego", D'Annunzio le dedica numerosas páginas afectuosas y sonoras. Había compuesto dos
libros: La beata riva y Sul fiume del tempo, en los cua7
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les, a través de un estilo encantador destilábanse principios de
la nueva estética.
La belleza no se captaba por nuestra sensibilidad o por
nuestra inteligencia, sino por una misteriosa facultad del
alma que, prescindiendo de ellas, la barruntaba y contenía en
sí misma una facultad que, sin ser intelectual, era teorética.
El arte era inferior a la Naturaleza, era tan sólo un eco,
un símbolo de ella. Y la crítica, en presencia de la obra de
arte, más que comprender aquella obra, debía preocuparse de
interpretar los estados de ánimo del crítico, sus sentimientos y
sus fantasías. La crítica, de consiguiente, era una recreación
poética de la obra de arte, una variación sobre los motivos
que la obra misma suscitaba en nuestro corazón.
A esta forma de crítica llamábasele "pura" y seguía, como vemos, el camino inverso al que debe seguir una verdadera crítica que, en lugar de poner en evidencia el alma del
crítico, debe hacernos penetrar en el alma del artista.
El hecho es que D'Annunzio y sus exquisitos discípulos
eran poetas y no teóricos, y por lo tanto, en cada situación en
que se encontraban, actuaban como poetas más que como
críticos.
Angelo Conti era, entre éstos, el más profundo y el más
fino. Un espíritu encantador y supersensible que ha dejado
páginas de incomparable hermosura dignas de ser leídas como
venidas de un poeta, creador él mismo de mitos y fantasías.
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Tuve la fortuna de conocer personalmente algunos años
más tarde a Angelo Conti y de frecuentar su casa. En numerosas oportunidades, en su compañía, visitamos las antiguas iglesias napolitanas. Así fue como le escuché hablar
ante los documentos de la antigua grandeza con el tono inspirado y al mismo tiempo sumiso que le era peculiar.
Fue en este período que cayó en mis manos la traducción
del Renacimiento de Walter Pater. Sus páginas hallaron
en mí, al instante, un terreno labrado para la excepcional
simiente. Lo que faltaba a los estetas italianos formados en
torno a D'Annunzio, se hallaba en cambio sobreabundante
en Pater. En efecto, fuera de ser un estilista con postura de
sacerdote de la belleza, era un espíritu íntimamente filosófico
cuyos propios arranques y anhelos de corazón, se cribaban y
templaban sobre un fondo de rara vocación teorética.
Su platonismo y epicureísmo, no eran tan sólo un estado
de alma, sino una necesidad de organización interior, de sistematización mental, de esclarecimiento intelectual. Su crítica, pues, no se evidenciaba únicamente como una efusión de
los sentimientos personales del crítico, sino como el fruto de
un pensamiento ordenado y coherente que se podía también
discutir, pero que tenía su lógica interior infalible.
Sucedió así que mientras Angelo Conti me había conmovido y entusiasmado, Walter Pater me convenció. Puedo
sinceramente expresar que su pequeño libro constituyó, en ese
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entonces, mi primera experiencia filosófica. Me indujo, no
sólo a procurarme los demás libros de Pater y los de Ruskin,
sino también a emprender la lectura de la gran Estética de
Croce.
Por ésta su labor de guía y de consejero le he quedado sentimentalmente agradecido, y todavía hoy me sorprende releer
sus páginas, no sólo con encanto, sino asimismo con utilidad.
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El nombre de Walter Pater apareció en las revistas en el
año 1866 con un ensayo sobre Coleridge y otro sobre Winckelmann. Fue este último quien lo entusiasmó para profundizar en el estudio de la gran civilización itálica y lo indujo a
emprender su primer viaje a la península.
Después de dicho viaje, desde 1869 al 1873, aparecieron
separadamente en diversas revistas inglesas, los capítulos varios sobre el Renacimiento italiano que, poco tiempo más
tarde, precedidos del ensayo sobre dos antiguos cuentos franceses, Amis et Amile y Aucassin et Nicolette, enriquecidos con el estudio sobre Joaquín Du Bellay y con el de
Winckelmann y el todo completado con una intensa Conclusión, constituyeron la primera edición del libro que hoy
presentamos traducido por vez primera al castellano.
La génesis de la formación espiritual de Pater, merece ser
evocada para que luego pueda comprenderse mejor el carácter
y el acento de su crítica y el singular valor de este libro.
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Su método crítico, en efecto, además que por el estudio de
Winckelmann y por su primer viaje a Italia, fue determinado
por el advenimiento de John Ruskin a la cátedra de estética
de la Universidad de Oxford. Ocurría esto en el año 1869,
fecha que debe ser tomada como piedra miliar en la historia
de la formación interior de Pater. Puede decirse, sin exageración, que ella ha encauzado la orientación estética de toda
una época de la cultura inglesa.
Ruskin es un escritor que consiguió transformar su contemplación en acción y vida. Creía haber descubierto el poder
de elevación moral que tiene el arte y toda su existencia se
dedicó a trabajar para sus contemporáneos como el sacerdote
de esta nueva religión en el santuario intelectual de su país.
Fundó galerías de cuadros en los centros operarios industriales de Gran Bretaña. Se opuso a la construcción de caminos
de hierro que desfiguraban los panoramas ideales de su tierra. Creó lentamente toda la mano de obra para la edición
de sus libros, y el empaste del papel sobre el cual debían ser
estampados. Patrocinó la restauración de los antiguos telares
a mano en substitución de los mecánicos. Por primera vez en
el ambiente nebuloso de Londres, proclamó la necesidad de
defender los cuadros antiguos de los museos, mediante un
vidrio protector. Fue desde entonces, que en cada comarca de
Europa, las telas, en un principio expuestas desnudas a la
acción del tiempo y del ambiente, fueron custodiadas como
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reliquias bajo campanas de cristal. Y por último, cuando la
vivisección fue introducida en la Facultad de Medicina de
Oxford, en señal de protesta contra esa superflua barbarie,
presentó solemnemente la dimisión a su cátedra de estética de
la misma Universidad. En un país prevalentemente industrial como era Inglaterra, esta infatigable acción de Ruskin
alcanzó efectos prodigiosos. Despertó las conciencias sofocadas
por la cotidiana lucha comercial, reclamó también la atención
de las clases humildes sobre problemas insospechados, propuso por primera vez el problema del arte como problema nacional. Se puede, pues, expresar que una buena mitad del
arte y de la literatura ingleses del siglo pasado se deben a él,
o, cuando menos, llevan las huellas de su saludable influencia.
Sus ideas estéticas, su modo de pensar, pueden fácilmente
criticarse hoy, pero es necesario tener en cuenta que ha transcurrido casi un siglo desde que él las proclamara, y en estos
últimos cincuenta años la filosofía del arte ha hecho progresos
de gigante. Sus mismas exageraciones, aquellas que hoy se
nos revelan como errores teóricos, tuvieron, cuando fueron
proclamadas, su eficaz y saludable influencia en la dialéctica
de los contrarios que rige la historia del espíritu humano.
Ruskin, en efecto, jamás hizo uso del vocablo "estética" y
ha hablado siempre de una "capacidad contemplativa" o de
una "facultad teórica". Para él, la Naturaleza desempeña
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un papel formidable en la formación de las conciencias. Y de
la Naturaleza, lo que más le encanta son las montañas inmensas que contribuyen a hacer sentir la presencia de la divinidad. Se pregunta con frecuencia si no debe atribuirse a la
contemplación de las grandes montañas que tenían siempre
delante de sus ojos, una buena parte de aquella potencia vital
que confirió a los griegos y a los italianos la misión de ser
guías intelectuales de Europa y del Occidente. El paisaje, en
efecto, no es sólo el aspecto querido de la patria, sino más
bien el espíritu secreto de los pueblos que en él se desenvuelven.
Alcanza así, a través del tránsito de estados de ánimo,
intuiciones de orden moral y religioso que todavía hoy nos
preocupan y conmueven:
"El conocimiento de la belleza es el verdadero camino y el
primer peldaño hacia la comprensión de las cosas que son
buenas; y las leyes, la vida y la alegría o placer de la Belleza
en el mundo material de Dios, son elementos tan eternos y
tan sagrados en su creación, cuanto lo es en el mundo del
espíritu la Virtud y, en el de los Angeles, la adoración."
Y aun más:
"Todo arte saludable, es la expresión de un verdadero
placer obtenido en presencia de una cosa real que es mejor
que el arte."
Y por fin:
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"Sería mejor para nosotros que todos los cuadros del
mundo perecieran, antes que las aves dejaran de construir sus
nidos."
De donde, como se ve, se instituyó una jerarquía entre la
Naturaleza y el Arte, en la que a la Naturaleza se le asignó, no sólo un grado y un nivel superior al arte, sino también
una misión más elevada en la formación del espíritu y de la
civilización.
La Naturaleza es superior al arte porque este último es
fragmentario, mientras que la primera es unitaria. Se trata
de un error fundamental en el que ha caído Ruskin debido a
su temperamento dogmático y sacerdotal. Decir que la Naturaleza es superior al arte, es como expresar que la Naturaleza es superior al espíritu humano y superior, por
consiguiente, al espíritu que la contempla y que, en el acto de
contemplarla, la reconoce bella y digna, santa y viva.
Este, su error, determina inmediatamente otro que resquebraja toda la crítica de Ruskin. Si la Naturaleza es superior al arte, significa que el arte no tiene una personalidad
autóctona en presencia de la Naturaleza; es el símbolo, la
evocación de ella, el servidor de las cosas, el pálido espejo de
la realidad. Pero entonces no es posible concebir la crítica de
arte, que no tiene sentido alguno, si no se inclina a descubrir
la personalidad original de los distintos artistas, el acento
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nuevo que han impreso al mundo, el mundo superior que sólo
ellos han creado y que no existió antes de ellos.
Ahora bien, Ruskin no se detiene aquí y profundizando
sus investigaciones específicas de historia del arte, proclama
su famosa doctrina de predominio de los prerrafaelistas sobre
todo el arte del Renacimiento Italiano. No sólo proclama
esta preponderancia, sino que alienta a los pintores de su
época para que sigan la senda de aquellos primitivos italianos. Los primitivos deficientes delineadores y, por lo tanto,
menos maleados por la técnica del arte, le parecían estar más
próximos a la Naturaleza y, en consecuencia, resultábanle
más dignos de ser imitados.
Gracias a ellos, entre el arte y la Naturaleza no se había
descorrido el velo de la técnica y de la habilidad. A fuer de
ser más ingenuos eran hasta más puros y más nobles. La
decadencia del arte italiano según Ruskin, empieza con Rafael, a quien conceptúa el más grande virtuoso de la pintura.
De Rafael en adelante, la pintura perdió su contacto con la
Naturaleza y fue precipitándose siempre más abajo. Y fue
también debido a esto, que los pintores y la estética inglesa de
dicha época se llamó orgullosamente "prerrafaelista", y desechó como indigno todo cuanto después de Rafael fue producido en el arte.
Rossetti, Morris, Swinburne entre los más célebres, acogieron este verbo y se constituyeron en sus depositarios. Una
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oleada de entusiasmo religioso por los primitivos italianos
recorrió toda Inglaterra, en donde se prefería ahora un Cimabue a un Rafael, un Cavallino a un Tiziano, y se olvidó,
sin reparo, que contemporáneamente y en seguida después de
Rafael, había aparecido en Italia el genio incomparable de
Miguel Angel.
Las comparaciones en arte son siempre desagradables.
En arte no se pueden establecer épocas de progreso, ni épocas de decadencia. La historia del arte no se puede representar por un diagrama ascensional. Está compuesta como por
grados del espíritu, cada uno de ellos, por sí mismos, grandes
y clásicos.
Pero lo que sí puede afirmarse, en cambio, es que cada
imitación es una degeneración.
Si con todo, la ingenuidad de los primitivos fuese el más
alto grado alcanzado por el espíritu humano, imitándolos no
se logrará sino profanarlos. Si los primitivos eran ingenuos y
dibujaban mal y esa su impericia conmovía, era porque en
realidad, con fatiga buscaban la forma, inventaban vez por
vez su dibujo y en cada invención, en cada búsqueda, derrochaban toda su alma, en una tensión y un vuelo, que constituyen su verdadera grandeza. Imitarlos hoy, después de siete
siglos de experiencia pictórica, significa desaprender a dibujar, forzar la propia naturaleza, sofocar la propia inspira-
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ción. Si los primitivos son ingenuos, sus imitadores del ochocientos no logran otra cosa que ser infantiles y grotescos.
El error de Ruskin, por lo tanto, aparece al punto de
manifiesto. A pesar del intenso fervor puesto en su predicación y el esplendor de la forma con la que exponía sus
doctrinas, el incomparable escritor de Sesamo and lilies, de
Mornings in Florence, de los Modern Painters y de las
The seven lamps of architecture, ha concluído por dejar
en Europa y en su país mismo, una efímera huella, esfumada y borrada rápidamente después de su muerte corporal.
Pater es el heredero espiritual de Ruskin, no tan sólo por
que le sucede en la cátedra, sino también porque transmite
sus enseñanzas con profunda comprensión y humanidad. A
través de batallas literarias, polémicas y escisiones universitarias, provocadas más por la intemperancia de sus discípulos
que por el extremismo de sus doctrinas, a través de una carrera de estudioso y de creador, Pater logró substituir al
maestro en el papel de guía de las conciencias de su generación y en cierto sentido, incluso, a superarlo en los saludables
efectos.
Sus meditaciones sobre arte y en lo que a la vida se refiere, lo habían conducido a una suerte de epicureísmo intelectual:
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"Si todo huye bajo nuestros pasos, no podemos sino apegarnos a alguna pasión exquisita, a algún estremecimiento de
los sentidos."
La vida se desliza y escapa de las manos como en la conocida imagen de Heráclito. No nos queda por atrapar otra
cosa permanente, que no sea nuestra sensibilidad, esta nuestra ilusión de lo eterno:
"Arder siempre con esta viva llama, pura como una gema, mantener este éxtasis, es el éxito de la vida."
Sin embargo, este misticismo estético no es la nota dominante de su temperamento; este hedonismo romántico, no es el
único aspecto de sus lecciones. Si se hubiese circunscripto a
esto, no sólo no habría agregado una nota a las enseñanzas
de Ruskin, sino que resultaría muy inferior a él como especulación y como ejemplo; sería un divino alejandrino de quien
no nos ocuparíamos actualmente.
Para comprenderlo en su plenitud no podemos limitarnos
a sus libros de arte; debemos recurrir también a sus libros
narrativos, en los que la mayor parte de las veces no hace
sino confesiones espirituales a través de los personajes de sus
fábulas.
En Marius the Epicurean, Pater nos da la sensación
de su fuerza y de su vocación. Es el romance de un joven
pagano, satisfecho de los ritos de su religión, que alcanza el
más alto puesto al que un romano puede aspirar: amanuense
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del sabio emperador Marco Aurelio; pero a consecuencia del
amargo dolor experimentado por la muerte de su madre,
luego por la del amigo predilecto y muy luego, por el espectáculo de tragedia de su Señor, que ha perdido a su hijo, solo,
en la senda de este áspero aprendizaje, siente florecer en su
interior las dudas saludables que lo conducirán hacia la verdadera luz. La madre creyente, el amigo incrédulo y la desesperación del sabio emperador lo iluminaron. ¿Quién estará
en lo cierto? La religión pagana queda en suspenso en presencia de la muerte y no nos ayuda a penetrar en el misterio
del más allá. Por lo tanto, no nos podrá consolar del profundo dolor que la pérdida de nuestros más queridos seres nos
causa. Recuerda entonces que ha conocido a un joven caballero cristiano y lo busca para que lo ayude a compenetrarse
de los secretos de la nueva religión. En su compañía asiste en
las catacumbas a las primitivas ceremonias del cristianismo.
El culto de los muertos, la caridad, el amor y la piedad, son
los nuevos motivos que lo hechizan y le hablan al corazón
con acentos profundos. La muerte que los paganos consideran
como la conclusión de su jornada, para los cristianos, en
cambio, es el anuncio del renacer a una verdadera vida eterna.
Detenido junto con el caballero cristiano, Marius, que todavía no es un convertido, lo substituye y permanece entre sus
carceleros voluntariamente. Podría con facilidad probar su
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propia inocencia, pero prefiere morir como mártir por una
religión que no es la suya, si bien, en recompensa, le confiere
la hermosa esperanza de reunirse en espíritu con los seres
queridos que perdió.
Marius, evidentemente, es la confesión espiritual de Walter Pater; la secreta historia de su corazón y de su angustia.
Desilusionado y herido por el duro vivir de cada día y aun
por la intemperancia misma de sus discípulos, Pater parece
querer expresar que al fin ha encontrado el rumbo y la paz
en el seno de la religión que le ha sido revelada. Aun más, el
libro traspasa el campo de la confesión de un alma, para
asumir un significado más amplio: el de intérprete de la inquietud y del malestar de una entera generación anhelante
por alcanzar un puesto estable en el derrumbarse de todos los
ideales. Era como un superarse de la desilusión y del hedonismo que, más allá del estático concepto de belleza hasta
entonces perseguido, buscaba un ideal más elevado y solemne
de perfección moral y religiosa.
Ha tratado de expresar en esta singular novela todo el
espíritu y la esencia de la Roma pagana, así como también el
valor de elevación y de impulso que contiene el inmortal mensaje cristiano.
Análogos motivos, si bien desarrollados sobre un plano
diverso, encontramos en los demás escritos de Denys the
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Auxerrois, en Gaston Latour y en Prince of Court
Painters.
Se trata de "retratos imaginarios", que bajo la trama de
una forma esplendente contienen la raíz de una profunda
lección moral.
En Denys nos encontramos con el anticipo de su concepción sobre el Renacimiento, como consecuencia de un movimiento de ideas más que como principio de una revolución
espiritual. El viejo dios Dionisio, en esta fábula pagana,
renace bajo forma humana, hacia fines del siglo XIII, para
renovar con su presencia las experiencias de una cultura y de
una civilización que llega al ocaso.
En Gaston Latour, un gentilhombre francés del Renacimiento, pasa por las guerras de religión de su país, para
obtener al fin, en la fe revelada, la paz inútilmente buscada
en toda clase de profundas experiencias: el encuentro con el
rey Carlos IX, con el poeta áulico Ronsard, con el tremendo
escéptico Montaigne y el heroico furor de Giordano Bruno.
En Prince of Court Painters campea la figura de
Watteau sobre un fondo sentimental y romántico. Una joven
enamorada del gran paisajista, no atreviéndose a declararle
su cariño al célebre pintor, confía las ansias de su corazón a
su diario íntimo y por su intermedio revive y evoca la dramática vida interior del amado, su disconformidad con el mundo
circundante, sus angustias y desilusiones.
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Toda esta es, como puede apreciarse, una especie de crítica
novelada con la que Pater ha intentado extraer de sus visiones de belleza y de su estética, tanto una doctrina moral como un sistema de vida para su generación.
Su obra, pues, asume el carácter de un apostolado y traspasa los confines de la teoría estética, para invadir los campos de la vida moral y de la religión. Es un fondo éste que, si
bien a veces confunde la claridad de los principios sobre al
arte, no impide, sin embargo, acrecentar el encanto esotérico y
misterioso de sus páginas.
El nudo verdadero de su doctrina estética debe buscarse,
en cambio, en su ensayo famoso sobre los Estilos y en los
capítulos de este pequeño libro El Renacimiento.
Esta doctrina puede resumirse en pocas proposiciones fundamentales: la independencia de la forma con respecto a cada
tipo de pensamiento, y la prevalencia de la idea en la valorización de una obra de arte. La crítica debe procurar interpretar la idea contenida, aunque sea en una forma
imperfecta. Cada cuadro, más que una obra de belleza, es
antes que nada, el síntoma de un sentimiento religioso. Y es
este sentimiento el que realmente pesa en la jerarquía de valores.
El Renacimiento no es un movimiento de los espíritus y de
las ideas, una revolución que a través del retorno a los clásicos se inicia en Italia en el siglo XIV o en el XV, sino que
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preexiste ya en el período medioeval. Un prerenacimiento, por
eso él cree descubrir en antiguas leyendas francesas: en los
viejos fabliaux de los que Boccaccio habria sacado el material de sus cuentos; en los cantares caballerescos de los que
San Francisco tomaba los temas de sus alegorías y de sus
predicaciones.
Principios discutibilísimos y superados hoy por la mayor
parte de la crítica contemporánea, pero que puestos al servicio
de un espíritu selecto y de excepcional sensibilidad, como lo es
el de Pater, han dado lugar a páginas incomparables de belleza y de penetración1.
1 Disiento, como se ve, con la tesis inicial de este libro,
que afirma que el Renacimiento tuvo sus remotos orígenes
en Francia bajo el clima de los ciclos caballerescos, en los
antiguos fabliaux y en la pintura miniaturista.
La historia del espíritu humano es tan compleja y elástica,
que puede prestarse a las más audaces interpretaciones. Pero
el Humanismo, como el Renacimiento, antes que movimientos filosóficos, literarios y artísticos, fueron estados de
ánimo y de ellos se encuentran huellas inextinguibles en la
Italia medioeval, en la reelaboración misma del pensamiento
cristiano en la reacción contra el arte bizantino y en la resistencia a las leyendas caballerescas y a los cantares provenzales. Movimientos estos que precedieron en varios siglos a
San Francisco, Dante y Boccaccio y que tanto el Humanismo como el Renacimiento estaban destinados a potenciar
en una escala universal en forma tan solemne y majestuosa.
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Sucede así que, aun a pesar de manifiestos errores históricos y de orientación, logra, hasta en contraposición de su
misma doctrina, apoderarse de la verdadera esencia de las cosas, del verdadero sabor de la obra estudiada y del verdadero
sentido de los movimientos predilectos.
Una cultura vastísima pasada por el tamiz de un intelecto ansioso de organización y largamente meditada, contribuyó a acrecentar y profundizar el valor de sus intuiciones.
Cada cosa conocida, cada cuadro notorio, cada personalidad
definida adquiere, como por obra de encantamiento y gracias
a la crítica de Pater, un sabor, se diría, nuevo, un esplendor
inesperado, una luz insospechada.
Es el crítico del detalle, que de un pormenor, de un acento, de un fragmento, gusta sacar conclusiones sintéticas de
toda la obra, de todo un entero movimiento, de una orientación y una cultura.
Podría ser definido como impresionista, pero en realidad y
más allá de la impresión natural, se desprende de la forma
sensible misma, para perseguir la idea secreta y misteriosa
que debe ayudarlo a comprender y juzgar.
Y todo ello expresado en un estilo incomparable, fundado
más sobre una trama de alusiones y de reticencias que no sobre explícitas declaraciones. Un estilo que presume casi una
complicidad entre el escritor y el lector y en el cual una mira-
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da, una indicación, un susurro, son suficientes para crear el
clima favorable a la comprensión.
Naturalmente que éste no es un libro escolástico, pero tiene una eficacia muy superior a un metódico tratado de estética, por cuanto, sin quererlo, continúa actuando sobre
nosotros aun después de que hayamos vuelto su última página. Y las alusiones, los susurros, los pormenores, el vistazo
de complicidad, se nos ordenan en la mente y adquieren un
sentido concorde, un valor propio que, por fuerza, en un primer momento, podrían pasar inadvertidos. Libro que es necesario leer con recogimiento y al que recurriremos cada vez que
deseemos penetrar en lo íntimo de estas cuestiones.
"Definir la belleza, si no en los más abstractos, en los
más concretos términos posibles para encontrar no su regla
universal, pero si la fórmula que exprese más adecuadamente
esta o aquella de sus manifestaciones, es la más alta aspiración de los verdaderos estudiosos de estética."
Son palabras de Walter Pater y se desprende de ellas, que
en razón de verdad no aspira a la gloria de ser un teórico de
una doctrina artística, sino, y sobre todo, a la gloria del crítico que vislumbra y sugiere una interpretación original y profunda:
"Y la función del crítico esteta, es la de distinguir, analizar y separar de sus accesorios, la virtud por la cual un cuadro, un paisaje, una interesante o bella personalidad, sea en
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la vida o en un libro, producen esta especial sensación de
belleza o placer, e indicar dónde está la fuente de esta sensación y bajo qué condiciones especiales se ha experimentado."
Y un poco más lejos:
"Lo importante, entonces, para el entendimiento, no es
que el crítico llegue a poseer una correcta definición abstracta
de la belleza, pero sí cierta cualidad del temperamento que
estriba en la facultad de ser profundamente sacudido por la
presencia de objetos hermosos."
Una concepción romántica de la función de la crítica, que
está en contraposición con cuanto se ha producido en Europa
en estos últimos cincuenta años y que, por lo tanto, debe ser
evidentemente descartada. Pero Pater posee un temperamento
excepcional que corrige estos errores de planteamiento, incluso, a veces, hasta errores históricos, con una asombrosa intuición, logrando entrar en interpretaciones originales y felices:
"A cada rato aparece una forma perfecta en una mano o
en un rostro; cierta tonalidad sobre las montañas o en el mar
es más preferida que el resto; cierto carácter de pasión o de
visión o de excitación intelectual, es irresistiblemente real y
atrayente para nosotros tan sólo por aquel momento. No el
fruto de la experiencia, sino la experiencia misma es la finalidad."
"Y solamente un limitado número de pulsaciones de una
vida variada y dramática nos es concedido. ¿Cómo podemos
26
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ver todo lo que puede ser vislumbrado en el curso de su duración por intermedio de los más refinados sentidos?"
Y poco antes ha dicho:
"Y he aquí que el análisis se detiene: sobre este movimiento, sobre este pasaje, sobre este disolverse de impresiones, de
imágenes, de sensaciones; sobre aquel continuo desvanecerse,
aquel extraño, perpetuo fluir y refluir de nosotros mismos."
Un crítico de esta naturaleza se transmuta como en un
sacerdote que contempla las vísceras de los animales, el vuelo
de los pájaros para recoger en ellos la voluntad del dios. Todo huye y se transforma, pero en la mutabilidad de las cosas,
allende las formas fugaces, existe una realidad secreta y misteriosa, una verdad arcana y eterna, de la que las formas, las
mutaciones y la fuga de las cosas son sólo los símbolos subitáneos. Es necesario estar pronto a seguirla con todos los
nervios en tensión, con todo el alma alerta, para que junto a
las formas volubles no se esfume también la idea y la lección
divina. Una crítica que es al mismo tiempo una función religiosa, un misterio y un arcano.
En el mismo plano se encontraron en Inglaterra pintores,
críticos y poetas como Dante Gabriel Rossetti, Burne Jones,
William Morris, A. Charles Swinburne, pero por sobre
todos ellos, el más genial, el más sensible y al mismo tiempo,
el más enfermizo discípulo de Walter Pater, Oscar Wilde,
27
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quien, en una cierta época, con sus propios excesos, amenazó
hasta comprometer la fama del maestro.
En Francia el estetismo de los prerrafaelistas encontró un
clima favorable en el ejemplo de Charles Baudelaire, Teophile Gautier, Gustave Flaubert y fue acogido y propagado
por la generación de los parnasianos.
En Italia tuvo escaso eco a través del mismo Rossetti, y
más tarde en algunas actitudes exóticas de Gabriele D'Annunzio. Pero Italia era un país hecho ya a una sólida conciencia crítica e histórica, llegada al máximo esplendor con
Francisco De Sanctis, de manera que los verdaderos herederos de las lecciones de Ruskin, los nobilísimos Angelo Conti
y Giacomo Boni, permanecieron casi en el aislamiento.
Ellos, sobre todo, sentían su propia función con el recogimiento de una misión religiosa. En forma que ante las obras
de arte y los monumentos de la antigüedad romana, hablaban quedamente, como iniciados, sin apartar de ellos los ojos,
atentos y amorosos, casi como queriendo apoderarse del mismo rostro de la divinidad celosamente refulgente bajo las terrenales apariencias.
Cualidad de crítica que por sí misma constituye una obra
de arte y que ayuda, no sólo a comprender, sino también a
amar.
Realmente, de ella, y hasta tal vez más que el propio
Ruskin, Walter Pater es el representante selecto. Todo hom28
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bre culto tiene el deber de conocerlo. Y este deber, por ventura, coincide también con la superior alegría que prodigan sus
páginas musicales y resplandecientes.
Hemos creído así, patrocinando la traducción al castellano de este breviario de belleza, ofrecer a la joven cultura argentina un don de excepcional valor y un testimonio de
verdadero afecto.
GHERARDO MARONE
Agosto de 1943.
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PREFACIO
Muchas tentativas han realizado escritores sobre arte y
poesía, a fin de definir abstractamente la belleza, expresarla
en los términos más generales o encontrarle una regla universal. El mérito de estas tentativas ha residido muy a menudo
en lo sugestivo y penetrante de lo dicho sobre el particular.
Tales discusiones nos ayudan muy poco a percibir con claridad lo que en arte o poesía ha sido bien hecho, a escoger entre
lo que es más o menos selecto en ellos, o bien a usar palabras
como belleza, pureza, arte, poesía, con un significado más
preciso que el que tendrían de otra manera. La belleza, como
tantas otras cualidades que pueden presentarse al conocimiento humano, es relativa; y su definición resulta sin sentido e
inútil en proporción a su abstracción. Definir la belleza, si
no en los más abstractos, en los más concretos términos posibles para encontrar no su regla universal, pero sí la fórmula
que exprese más adecuadamente cualquiera de sus manifesta30
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ciones, es la más alta aspiración de los verdaderos estudiosos
de estética.
"Ver el objeto como lo es realmente en sí mismo", ha sido
dicho con exactitud, como destacado designio de toda verdadera crítica, cualquiera que ella sea; y en la crítica estética el
primer paso hacia la visión de un objeto, como realmente es,
consiste en conocer nuestra impresión de cómo es en sí, realmente, para discriminarlo, para realizarlo claramente, sin
confusión. Los objetos con los que la crítica estética trata:
música, poesía -artísticas y consumadas formas de la vida
humana-, son, en realidad, receptáculos de tantas potencias
como fuerzas, y poseen, como los productos de la naturaleza,
tantas virtudes como cualidades. ¿Qué significa este cántico o
pintura, esta insinuante personalidad que se me ha presentado en la vida o en un libro? ¿Qué efectos producen ellos en
mí, realmente? ¿Me producen placer? Y si así es, ¿qué clase
o grado de placer? ¿Qué modificación sufrió mi naturaleza
en su presencia y bajo su influencia? Las respuestas a estas
preguntas son los hechos reales con los que tiene que ver el
crítico de arte y como en el estudio de la luz, de la moral, de
los números, debe resolver este primordial antecedente para sí
mismo o no hacerlo. Y aquél cuyas experiencias fortalezcan
estas impresiones y lo conduzcan directamente a su discriminación y análisis, no tiene necesidad de atormentarse con la
pregunta abstracta que en sí misma es la belleza o con su
31
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exacta relación entre verdad o experiencia, cuestiones metafísicas tan inútiles, como lo son por otra parte las cuestiones
metafísicas. Debe pasar por sobre todas ellas como resueltas,
refutables o no, pero de ningún interés para él.
El crítico de arte, entonces, considera todos los objetos con
los que tiene que ver, todos los trabajos artísticos y las más
selectas formas de la naturaleza y vida humana, como poderes o fuerzas que producen sensaciones agradables, cada una
de cualidad más o menos peculiar o única. Esta influencia la
percibe y desea explicarla, analizándola y reduciéndola a sus
elementos. Para él, un cuadro, un paisaje, una personalidad
atrayente, ya sea en la vida o en un libro, La Gioconda, las
Montañas de Carrara, Pico della Mirandola, son valoradas
por sus virtudes, como decimos hablando de una yerba, de un
vino o de una gema. En consecuencia, cada una tiene que
interesarle con una especial y única sensación de placer.
Nuestra educación se completa en proporción a nuestra susceptibilidad para el incremento de esta sensación en profundidad y variación. Y la función del crítico esteta consiste en
distinguir, analizar y separar de sus accesorios la virtud por
la cual un cuadro, un paisaje, una interesante o bella personalidad, ya en la vida o en un libro, producen esta especial
sensación de belleza o placer, e indicar dónde está la fuente
de esta sensación y bajo qué condiciones especiales se ha experimentado. Su fin se habrá logrado cuando haya seleccionado
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dicha virtud, la haya puesto en evidencia como el químico
pone en evidencia algún elemento natural para sí y para los
demás; y la norma a seguir para los que hayan de alcanzar
esta meta, ha sido establecida con gran exactitud en las palabras de una reciente crítica de Sainte Beuve: de se borner
a connaître de près les belles choses, et à s'en nourrir
en exquis amateurs, en humanistes accomplis.
Lo importante, entonces, para el entendimiento, no es que
el crítico llegue a poseer una correcta definición abstracta de
la belleza, pero sí cierta cualidad del temperamento que estriba en la facultad de ser profundamente sacudido por la
presencia de objetos hermosos. Debe recordar eternamente que
la belleza existe bajo muchas formas. Para él, todas las épocas, tipos, escuelas, son en sí mismas iguales. En todas las
edades han existido algunos excelentes artistas y se han llevado a cabo algunas obras maestras. La pregunta que se
hace es siempre: ¿En dónde coinciden el genio, la inspiración
y el sentimiento de la época? ¿Cuál fue el receptáculo de su
refinamiento, de su elevación, de su gusto? "Las épocas son
todas iguales", dice William Blake, "pero el genio está siempre por sobre su época".
A menudo requerirá gran delicadeza para desbrozar esta
virtud de entre los más comunes elementos con los que la
pudo encontrar confundida. Pocos artistas, ni siquiera
Goethe o Byron, trabajan con entera limpieza, desprendién33
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dose de todo débris y dejándonos solamente lo que el ardor
de su imaginación ha fundido y transformado completamente.
Tomad, por ejemplo, los escritos de Wordsworth. La vehemencia de su genio, penetrando en la substancia de su obra,
la ha cristalizado en parte, pero solamente en parte; y en
aquella gran masa de versos hay muchos que bien debieran
ser olvidados; pero esparcidos éstos, arriba y abajo, algunas
veces fusionando y transformando composiciones enteras, como las Estrofas en Resolution and Independence o la
Oda en The Recollections of Childhood, otras veces,
depositando como al azar, aquí o allí, una primorosa joya en
forma que no se puede enteramente descubrir ni transmutar,
seguimos las huellas de su única, incomunicable facultad;
aquel extraño, místico sentido de una vida en cosas naturales
y de una vida del hombre como parte de la naturaleza, pintando con potencia, con color, el carácter de las influencias
locales, de las montañas y arroyuelos, de las vistas y sonidos
naturales, Pues bien, he ahí la virtud del principio activo en
la poesía de Wordsworth; y entonces la facultad de ejercer la
crítica del mismo consiste en indagar este principio activo,
libertarlo, marcar el grado en que penetra en su verso.
Los capítulos estudiados a continuación fueron tomados
de la historia del Renacimiento, y tratan los que yo creo principales puntos en este complejo y múltiple movimiento. He
explicado en el primero de ellos lo que entiendo por esa pala34
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bra, dándole mayor alcance que el que intentaron darle los
que originariamente la usaron para describir aquel revivir de
la antigüedad clásica en el siglo XV, que fue tan sólo una de
las muchas consecuencias de una general conmoción e ilustración de la mente humana, pero del cual su mayor designio y
obra, como el Arte Cristiano, a menudo falsamente opuesto
al Renacimiento, es de otro resultado. Este estallido del espíritu humano debe remontarse lejos, hasta la Edad Media
misma, con sus causas ya claramente insinuadas; la inquietud por la belleza física, el culto corporal, la rotura con los
límites que los sistemas religiosos de esa misma Edad Media
impusieron en el corazón y en la imaginación. He tomado
como un ejemplo de este movimiento, de este prematuro Renacimiento, dentro mismo de la Edad Media y como una expresión de sus cualidades, dos pequeñas composiciones en
francés antiguo; no porque constituyan la mejor expresión
posible de ellas, pero sí porque ayudan a la mejor unidad de
mi trabajo, puesto que el Renacimiento termina también en
Francia, en Poesía Francesa, en una etapa en que los escritos de Joaquín Du Bellay son en muchos sentidos su ilustración más perfecta. El Renacimiento, en verdad, puso en evidencia en Francia un tardío florecimiento, un maravilloso
broche posterior, cuyas producciones tienen cabalmente aquella sutil y delicada dulzura que pertenece a una refinada y
garbosa decadencia, así como sus más primitivas fases tienen
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la frescura propia de todo período crucial del arte, el encanto
de los ascesis, de la austera y seria investidura de la constitución física en la juventud.
Pero es en Italia, en el siglo XV, en donde reposa principalmente el interés del Renacimiento, en aquel solemne siglo
XV, que difícilmente puede abarcarse en su totalidad, no
solamente por sus positivos resultados en las cuestiones del
intelecto y la imaginación, sus concretos trabajos de arte y
prominentes personalidades, con su ascético y profundo encanto, sino también por su espíritu general y su carácter, por las
cualidades éticas de las que es un tipo consumado.
Las formas varias de la actividad intelectual que unidas
constituyen la cultura de una época, muévense en su mayor
parte desde diferentes puntos de origen y por inconexos caminos.
Como productos de la misma generación participan en
realidad de un carácter común y sin tener conciencia de ello,
se dan brillo mutuamente, pero en cuanto a los productores
en sí mismos, cada grupo permanece solitario, aprovechando
de las ventajas o desventajas que trae aparejado el aislamiento intelectual. Arte y poesía, filosofía y vida religiosa y aquella otra vida de refinado placer y acción de los eminentes del
mundo, cada uno de ellos confinado en su propio círculo de
ideas, y los que los siguen, cualesquiera, son por lo general
curiosos sin importancia de los pensamientos de otros. Lle36
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gan, sin embargo, de tiempo en tiempo, épocas de más favorables condiciones, en las que el pensamiento de los hombres
los acerca algo más de lo que en realidad desearían y se combinan los intereses múltiples del mundo intelectual en un
acabado tipo de cultura general. El siglo XV constituye en
Italia una de esas épocas felices, y lo que algunas veces se dijo
del siglo de Pericles, puede también afirmarse del siglo de
Lorenzo; es una edad rica en personalidades, múltiple, centralizada, completa; en él, artistas y filósofos y aquellos a
quienes la lucha por la vida ha elevado y hecho vehementes,
no viven en aislamiento, pero sí respiran un aire común y
toman la luz y el ardor del pensamiento de los demás. Hay
un espíritu general de elevación e ilustración que se transmite
a todos los semejantes. La unidad de espíritu da armonía a
todas las diversas producciones del Renacimiento, y es a esta
íntima alianza del pensamiento, a esta participación en las
mejores obras que esta época produjo a la que debe el arte de
Italia en el siglo XV toda su grave dignidad e influencia.
He agregado un ensayo sobre Winckelmann por no parecerme incongruente con los estudios que le preceden, porque
Winckelmann, si bien llegado en el siglo XVIII, pertenece
realmente en espíritu a una época anterior. Por su entusiasmo, por la propia consideración de las cuestiones del intelecto
y la imaginación, por su Helenismo, por la lucha de toda su
vida para llegar a dominar el espíritu griego, está en armonía
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con los humanistas de un siglo precedente. Es el último fruto
del Renacimiento y aclara en forma notable sus motivos y
tendencias.
(1873)
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Yet Shall Ye Be As The Wings Of a Dove.
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CAPÍTULO I
DOS PRIMITIVOS CUENTOS FRANCESES
La historia del Renacimiento termina en Francia,
y nos lleva fuera de Italia, hacia las bellas ciudades
de la campiña del Loire. Pero fue en Francia también, en un sentido muy importante, donde el Renacimiento empezó. Escritores franceses que
acarician la idea de relacionar con un cierto origen
francés las creaciones del genio italiano, que nos
dicen cómo San Francisco de Asis tomó de fuente
francesa, no solamente su nombre, sino también
aquellas nociones de caballería andante y amor quijotesco que tan profundamente conmovieron sus
pensamientos, cómo Boccaccio copió el bosquejo
de sus cuentos de los antiguos fabliaux franceses y
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cómo Dante mismo explícitamente conecta con la
ciudad de París el origen del arte de la pintura miniaturista, han insistido en situar a menudo esta noción del Renacimiento en las postrimerías del siglo
XII y los principios del XIII, un Renacimiento dentro
de los límites mismos de la Edad Media -brillante
pero en parte infructuoso esfuerzo de realizar para
la vida humana y el humano espíritu, aquello que
fue hecho muy luego en el siglo XV-. La palabra Renacimiento, en verdad, es ahora usada generalmente
para designar no tan sólo el revivir de la antigüedad
clásica que tuvo lugar en el siglo XV y para quien fue
por vez primera aplicada, sino también para señalar
la totalidad de un complejo movimiento, del cual el
revivir de la antigüedad clásica fue únicamente un
elemento o síntoma. Para nosotros el Renacimiento
constituye el nombre de un múltiple, pero no obstante uniforme movimiento en el cual el amor y
propia consideración por las cosas del intelecto y la
imaginación, impresionó a los hombres, urgiendo a
los que experimentaron esa sensación a hallar, a
fuerza de investigaciones, primero uno y después
otros motivos de placer intelectual e imaginativo,
encauzándolos, no tan sólo en el descubrimiento de
antiguas y olvidadas fuentes de este placer, sino
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también en la adivinación de esas frescas fuentes.
Nuevas experiencias, nuevos sujetos de poesía, nuevas formas de arte. De tal sentimiento hubo un gran
estallido hacia los fines del siglo XII y principios del
siguiente. Aquí y allí, bajo raras y felices circunstancias, en arquitectura ojival, en las doctrinas del amor
romántico, en la poesía de Provenza, la fuerza bruta
de la Edad Media se tornó en dulzura, y el gusto por
la dulzura iniciado allí fue la semilla de su clásico
revivir que lo impulsó constantemente a hurgar en
los manantiales de la más perfecta de las dulzuras,
en el mundo Helénico. Y habiendo llegado luego de
un largo lapso en el que este instinto había sido sofocado, luego de aquel verdadero "Siglo de Ignorancia" (dark age), en el que tantas fuentes de
intelectualidad e imaginativo placer desaparecieron,
este estallido fue con toda exactitud llamado un Renacimiento, un revivir.
Las teorías que ponen en contacto con otros
modos del pensar y del sentir, con períodos de
gusto, con formas de arte y poesía, en las que la miseria de espíritu de los hombres constantemente
tiende a oponerlos, tienen un gran estímulo para el
intelecto, son casi siempre ricas en comprensión. Es
así como la teoría del Renacimiento dentro de la
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Edad Media, que busca establecer una continuidad
entre las más características obras de esa época, la
escultura de Chartres, los ventanales de Le Mans, y
las obras del más lejano Renacimiento, los trabajos
de Jean Cousin y Germain Pilon, reconcilia con
aquella ruptura entre la Edad Media y el Renacimiento que ha sido tan a menudo exagerada. Pero
no es tanto el arte eclesiástico de la Edad Media, su
escultura y pintura -obra ciertamente hecha en gran
parte por motivos de deleite, en la que no obstante
hay un secular espíritu rebelde, que frecuentemente
se traiciona- y sí más bien su profana poesía, la poesía de Provenza, y el magnífico reflorecimiento de
esta poesía en Italia y Francia, la que tuvieron en
vista aquellos escritores franceses cuando hablan de
este Renacimiento medioeval. Es aquella poesía,
terrena pasión, con su intimidad, con su licencia, su
variedad -la libertad del corazón- que los impresiona; y el nombre de Abelardo, el gran erudito y el
gran amador, une la expresión de esta libertad del
corazón con el libre juego de la humana inteligencia
alrededor de todos los objetos que se le presentaron
y con la libertad del intelecto como aquella época la
interpretó.
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Todos conocen la leyenda de Abelardo, difícilmente menos apasionada, pero ciertamente no menos característica de la Edad Media que la leyenda
de Tannhäuser; de cómo el famoso y bien parecido
clérigo, en quien se dirían entronizados con la sabiduría misma, el imperio, el agrado, la discreción,
vino a vivir en la casa de un canónigo de la iglesia
de Notre Dame, donde habitaba una niña, Eloísa, a
quien se tenía como una huérfana, sobrina del anciano sacerdote. De qué modo el anciano sacerdote
dio testimonio de su amor por ella, dándole una
educación entonces incomparable, como los rumores lo aseguraban, que la habilitaba a través del conocimiento de las lenguas, a profundizar en los
misterios del mundo antiguo y por lo que se la consideraba una hechicera, cual una druidesa celta; y de
cómo tanto Abelardo como Eloísa permanecieron
juntos en aquella casa, para discurrir un poco más
allá, sobre la naturaleza de las ideas abstractas; "hasta
el amor se puso de parte de ellos". Imaginaos las tentaciones del erudito, que, en aquella tranquilidad de
ensueño, en medio del límpido y bullicioso espectáculo de la "Isla", vivía en un mundo como de sombras; y cómo se habían debilitado para quien sabía
tan bien cómo asignar su exacto valor a cada pen44
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samiento abstracto, aquellos límites de los que depende la conciencia de los hombres. Parece ser que
compuso muchos versos en lengua vulgar y el joven
los cantaba en el muelle, río abajo de la casa. Estas
canciones, dice M. de Rémusat, tenían probablemente el sabor de los Trouvéres, "de quien fue de los
primeros en gustar o por así decir el predecesor". Es
el mismo espíritu el que moldeó las famosas "cartas" escritas en el delicado latín de la Edad Media.
Al pie de aquella antigua torre gótica, en donde la
siguiente generación levantó con donaire los cimientos de la escuela de Abelardo, sobre la "Montaña de Santa Genoveva", el historiador Michelet
imagina "una terrible asamblea; no están en ella solamente los oyentes de Abelardo, 50 obispos, 20
cardenales, 2 papas, el cuerpo en pleno de la filosofía escolástica, no solamente Eloísa la erudita, la
profesora en lenguas y el Renacimiento; está también Arnoldo de Brescia -que es como decir: la revolución-". Y así, desde las habitaciones de esa
sombría casa a orillas del Sena, vemos expandirse
aquel soplo, con sus cualidades ya bien definidas: su
intimidad, su lánguida dulzura, su rebelión, su astuta
destreza para separar los elementos de la pasión
humana, su amor por la belleza física, su culto cor45
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poral, que penetrando en la vieja literatura de Italia,
encontró un eco hasta en el Dante.
Que Abelardo no haya sido mencionado en la
Divina Comedia debe resultarle como una omisión
singular al lector del Dante, y es que éste parece haber entretejido dentro de la textura de su obra todo
lo que lo impresionó ya como efectivo en colorido,
ya como espiritualmente significativo entre los incidentes consignados en los anales de la vida práctica. En ninguna parte de su gran poema encontramos el nombre de Abelardo, ni tan siquiera como
una alusión a la historia de quien ha dejado una tan
profunda huella en la filosofía de la que Dante fue
un ardiente cultor, como una alusión a quien en el
Barrio Latino y desde los labios de alumnos y profesores de la Universidad de París, durante su permanencia entre ellos, pudo difícilmente dejar de conocer. Podemos únicamente suponer que en
realidad consideró a la historia y al hombre, pero se
abstuvo de emitir juicio en cuanto a su ubicación en
el esquema de la "justicia eterna".
En la famosa leyenda de Tannhäuser, el caballero
andante hace su camino a Roma, en procura de absolución en el centro de la Religión Cristiana. "Tan
presto" pensó y dijo el Papa, "como se orne de ver46
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des hojas y florezca el báculo que lleva en su mano,
tan pronto y no antes, podrá el alma de Tannhäuser
ser salvada"; y no pasa mucho tiempo sin que las
secas ramas de un báculo que el Papa había llevado
en sus manos, se cubran de hojas y flores. Así, en el
Monasterio de Godstow, se mostraba un árbol petrificado del que contaban las monjas que la bella
Rosamunda, muerta entre ellas, manifestó que el
árbol que a la sazón estaba vivo y verde, se transformaría en piedra en el instante de su salvación.
Cuando Abelardo murió, lo mismo que Tannhäuser,
estaba en camino a Roma. Lo que pudo haber sucedido, si invadió la incertidumbre el final de sus días
y es en este crepúsculo incierto en donde hallamos
siempre lo que se relaciona con las creencias de su
época. En ésta como en otras cosas, se anuncia anticipadamente el carácter del Renacimiento, de aquel
movimiento en el que por varios caminos el espíritu
humano conquistó para sí mismo un nuevo reinado
de expresión, sentimiento y reflexión, no opuesto,
pero si lejos e independiente del sistema espiritual
hasta entonces considerado. La oposición en la que
Abelardo es arrojado, que da fisonomía propia a su
carrera, que rompe su alma en pedazos, es una no
menos astuta oposición que la que existe entre lo
47
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que es nada más que profesional, oficinesco, representantes venales de ese sistema, con la consiguiente ignorante adoración por él y el verdadero
hijo de la luz, el humanista, con buen sentido, corazón e inteligencia vivaz, magníficas cualidades que
en aquéllos, en cambio, eran escasas y sin brillo.
Busca, alcanza modos de vida ideal, más allá de los
límites prescriptos por tal sistema, aun cuando en su
esencial origen, se sienta contenido dentro de ellos.
Como siempre sucede, los adherentes a la más pobre y más estrecha cultura no les tuvieron simpatía
porque no podían llegar a entender una cultura que
era más rica y más amplia que la suya propia. Después del descubrimiento del trigo, hubieran querido
vivir todavía alimentándose de bellotas -Après l'invention du blè ils voulaient encore vivre du gland-; y habrían
juzgado como inservibles para las más altas necesidades de la humanidad, elementos que no eran de
su forjadura.
Pero el espíritu humano, alentado por esas necesidades, se mantuvo vigoroso. Abelardo y Eloísa
escribieron sus cartas -cartas escritas con un prodigioso derroche de sensibilidad- en latín medioeval;
Abelardo, aun cuando compuso canciones en lengua vulgar, escribió también en latín los tratados en
48
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los que aspiraba a encontrar un fondo de realidad
bajo las abstracciones de la filosofía, como que tenía
mucho empeño en juzgar todas las cosas por su
conformidad con la experiencia humana, quien había acariciado la mano de Eloísa, mirado en el interior de sus ojos y experimentado los recursos de
humanidad de su grande y vigorosa naturaleza. No
obstante, es solamente un poco más tarde, a principios del siglo XIII, que la prosa francesa y el romance principian y en uno de los preciosos volúmenes
de la BibliothÀque Elzevirienne, pueden encontrarse
algunos de los más notables fragmentos, editados
con mucha inteligencia. En uno de estos cuentos del
siglo XIII, Li Amitiez de Amis et Amile, que da libre
juego a la humana afección, de cuya reivindicación
la historia de Abelardo es un ejemplo, se hace vivir a
los protagonistas los incidentes de una gran amistad,
amistad pura y generosa, impulsada por una especie
de ardiente exaltación y por una fidelidad hasta la
muerte. Aunque de semejante camaradería pueden
encontrarse ejemplos en cualquier parte, sigue siendo todavía especialmente un clásico motivo; Chaucer expresa con tal vigor sus sentimientos en un
cuento antiguo, que no se sabe cuál de los dos, si el
amor de ambos Palomon y Arcite por Amelia, o del
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uno por el otro, es el principal asunto de Knight's
Tale:
He cast his eyen upon Emelya,
And therewithal he bleynte and cried ah!
As that he stongen were unto the herte.
¿Qué lector no encuentra alguna relación entre la
amargura de aquel previsto grito al despojo, de la
hermosa amistad que se había apoderado de los dos
muchachos, dulce hasta entonces, con sus quehaceres cotidianos?
La amistad de Amis y Amile es intensificada por
la circunstancia romántica de un completo parecido
personal entre los dos héroes, a través del cual pasan por uno u otro, una y otra vez y por ese medio
por muchas y extrañas aventuras; ese curioso interés
de la Döppelganger que principia entre las estrellas con
el Dioscuru y se entrelaza continuamente a través de
todos los incidentes del cuento, como un indicio
visible de la secreta similitud de sus almas. Con esto,
además, se conecta como segunda repercusión de
aquella secreta similitud, la fantasía de dos maravillosamente lindas copas, también exactamente iguales, copas de niños, de madera, pero adornadas con
50
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oro y piedras preciosas. Estas dos copas, que por su
parecido ayudan a los amigos a unirse en sus críticos
momentos, les fueron obsequiadas por el Papa,
cuando los bautizó en Roma, hacia donde con tal
propósito sus padres los llevaron en agradecimiento
a su nacimiento. Cruzan y recruzan de una manera
muy extraña en el relato, sirviendo a los dos héroes,
casi como seres vivientes y con aquel bien conocido
efecto de una cosa bella, mantenida constantemente
delante de la vista en un cuento o poema, para tener
el pensamiento bien despierto, dándole un cierto
aire de refinamiento a todas las escenas en que interviene. Ese sentido de fatalidad, que pesa tanto en
la constitución de los objetos triviales de la vida
humana como el pañuelo fresa de Otelo, es por tal
medio exaltado; mientras que la prueba de la bella
obra es apoyada con tal regocijo por el pueblo primitivo, su simple admirador, que así le da un lugar
extraordinariamente significativo entre los factores
de una historia humana.
Amis y Amile son fieles a su camaradería a través
de todas las vicisitudes; al final acontece que en un
momento de gran necesidad Amis toma el lugar de
Amile en un torneo a vida o muerte. "Sucede que la
lepra hace presa y hecha por tierra a Amis, en forma
51
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que su esposa no quería aproximársele y sólo sentía
impulsos de estrangularlo. Por ese motivo el enfermo abandonó su casa y rogó al fin a sus sirvientes
que lo condujeran a casa de Amile". Y es en lo que
va a continuación, en donde se nos muestra la curiosa potencia de la pieza:
"Sus sirvientes consintieron en hacer lo que les
ordenaba y lo llevaron hasta el lugar en donde estaba Amile. Comenzaron haciendo sonar sus sonajeros delante del patio de la casa de Amile, como los
leprosos acostumbraban a hacerlo. Cuando Amile
sintió el sonido, ordenó a uno de sus sirvientes que
llevara carne y pan al enfermo y la copa que le había
sido obsequiada en Roma, llena con buen vino. En
cuanto el sirviente hizo lo que se le había ordenado
volvió y dijo: Señor, si no hubiera tenido tu copa en
mi mano, hubiera creído que la copa que el enfermo
tiene fuera la vuestra, por cuanto son iguales la una
a la otra en altura y forma. Amile dijo: Id pronto y
traédmelo. Y cuando Amis se encontró delante de
su camarada Amile y éste le preguntó quién era y
cómo había conseguido aquella copa, Amis contestó: Soy de Briquain le Chastel, y la copa me fue obsequiada por el obispo de Roma, que fue quien me
bautizó. Cuando Amile sintió aquello, supo que se
52
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trataba de su camarada Amis, quien cierto día lo
libró de la muerte conquistando para él como esposa a la hija del rey de Francia. Y sin más rodeos se
echó sobre Amis y comenzó a llorar intensamente
en tanto que lo besaba. Cuando su esposa lo oyó,
salió corriendo con los cabellos desordenados, llorando sumamente afligida, porque recordó que
Amis fue quien despaldilló al pérfido Ardrés. Inmediatamente lo colocaron en una hermosa cama y le
dijeron: Habitad con nosotros hasta que la voluntad
de Dios lo quiera; todo lo que es nuestro está a tu
servicio. De modo que el enfermo y los dos sirvientes quedaron a su lado.
"Y sucedió que una noche en que Amis y Amile
reposaban en un aposento sin otros compañeros,
Dios envió a Amis al ángel Rafael quien le dijo:
¿Amis, duermes? Y él, suponiendo que era Amile
quien lo había llamado, contestó diciendo: -No
duer-mo, querido camarada. El ángel exclamó: -Tú
has respondido bien, por cuanto eres el camarada
de los celestiales ciudadanos. Soy Rafael, el ángel de
Nuestro Señor, y he venido a decirte que tus llagas
serán cicatrizadas, porque tus oraciones han sido
oídas; debes rogar a Amile, tu camarada, que mate a
sus dos hijos y que te lave con su sangre y así tu
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cuerpo será curado. Amis le dijo: -No permitáis que
esto suceda, porque mi camarada sería a mis ojos un
asesino. Mas el ángel exclamó: -Es conveniente que
lo hagas. E inmediatamente desapareció.
"Amile también, en sueños, oyó aquellas palabras;
despertándose dijo: -¿Quién era, mi amigo, el que
hablaba contigo? Amis respondió: -Nadie; solamente he rezado a nuestro Señor, como estoy
acostumbrado a hacerlo. Amile exclamó: -No es así:
¡alguien ha hablado contigo! Se levantó y fue hacia
la puerta de la habitación, y encontrándola cerrada,
exclamó: -Decidme, hermano mío: ¿quién te ha dicho esas palabras esta noche? Amis comenzó a llorar amargamente y le contó que fue Rafael, el ángel
del Señor, quien le dijo: -Amis, el Señor te ordena
que ruegues a Amile que mate a sus dos niños y que
te lave con su sangre y así tú serás curado de tu lepra. Amile se perturbó notablemente al oír aquellas
palabras y dijo: -Te hubiera dado mis sirvientes, mis
sirvientas y todos mis bienes y tú finges que un ángel te ha dicho que yo debería matar a mis dos hijos.
Al punto Amis comenzó a llorar y dijo: -Sé bien que
te he revelado una cosa terrible; pero he sido constreñido a ello y te ruego que no me prives del refugio de tu casa. Amile le contestó que lo estipulado
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con él lo cumpliría hasta la hora de su muerte; -pero
te conjuro -exclamó- por la sinceridad que existe
entre los dos, por nuestra camaradería y por el bautismo que recibimos en Roma, a que me digas si fue
un hombre o un ángel quien te dijo tal cosa. Amis.
respondió al instante: -¡Es tan cierto que un ángel
habló conmigo esta noche, como que Dios quiere
librarme de mi enfermedad!
"Empezó Amile a llorar en silencio y pensó para
sus adentros: Si este hombre estuvo dispuesto a morir por mí delante del rey, ¿no mataré por su bien a
mis hijos? ¿No seré fiel a quien fue fiel conmigo
hasta la muerte? Amile no se demoró, partió en dirección a la habitación de su esposa y le rogó que
fuera a oír el Oficio Divino. Tomó una espada y fue
a la cama donde estaban acostados los pequeños, a
quienes encontró durmiendo. Se recostó a su lado y
comenzó a llorar amargamente y dijo: -¿Hombre
alguno oyó jamás que un padre matara a sus hijos
con sus propias manos? ¡Ay! ¡Hijos míos! Ya no soy
vuestro padre, pero sí, vuestro cruel asesino.
"Los niños se despertaron al sentir llorar a su padre, quien los atacó; mas ellos, al ver la expresión de
la cara del padre, comenzaron a reír. Como tenían
alrededor de tres años les dijo: -Vuestra risa se tro55
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cará en lágrimas por cuanto vuestra inocente sangre
debe ahora ser derramada; y cortó en ese instante
sus cabezas. Los extendió luego en la cama, puso las
cabezas sobre los cuerpos y los cubrió con las ropas
como cuando dormían; con la sangre recogida lavó
a su camarada y exclamó: -¡Señor Jesucristo, que
ordenaste a los hombres sobre la tierra tener fe y
que curaste al leproso con tu palabra, limpia de sus
llagas a mi camarada por cuyo amor derramé la sangre de mis hijos!
"Amis fue curado de su lepra. Amile vistió a su
compañero con sus mejores ropas y como fueran a
la iglesia a dar las gracias, las campanas, por voluntad de Dios, se pusieron a tañer espontáneamente.
Cuando los habitantes de la ciudad sintieron aquello, corrieron todos a enterarse del prodigio. La esposa de Amile, viendo venir a Amis y Amile,
preguntó cuál de los dos era su esposo y dijo: Conozco perfectamente el traje de ambos, pero no
sé cuál de ellos es Amile. Amile le contestó: -Yo soy
Amile y mi acompañante es Amis, que ha sido curado de su enfermedad. Quedó maravillada y deseó
saber de qué modo había sido curado. -Dad gracias
a nuestro Señor -contestó Amile- pero no os fatiguéis averiguando la forma de curación.
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"Ni el padre ni la madre habían entrado todavía
donde los niños se hallaban; pero el padre suspiraba
profundamente, porque sabía que estaban muertos,
y la madre preguntó por ellos, ya que podían regocijarse juntos; pero Amile le dijo: -¡Señora! Dejad
que los niños duerman. Y era ya la hora tercia, y
yendo solo hacia donde estaban los niños a llorar
sobre sus cuerpos, los encontró jugando en la cama;
únicamente en el sitio de las heridas, alrededor de
las gargantas, había algo como un hilo color carmesí. Los tomó en sus brazos, se los llevó a su esposa
y le dijo: -Alegraos muchísimo, por cuanto tus hijos,
a quienes yo había asesinado por orden del ángel,
están vivos y gracias a su sangre Amis ha sido curado."
He ahí, como decía, la potencia intelectual del
antiguo cuento francés. Para el Renacimiento tiene,
no sólo la dulzura derivada del mundo clásico, sino
también esa curiosa fuerza de la que hay grandes
reservas en la verdadera Edad Media. Y así como he
puesto en evidencia el primitivo vigor del Renacimiento, gracias a la historia de Amis y Amile, cuento
que viene del norte y en el que es perceptible un
delicado y particular sabor a raza teutónica, así también ilustraré aquel otro de sus elementos, su precoz
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dulzura, lánguido exceso de dulzura, si se quiere,
mediante otro cuento impreso en el mismo volumen de la Bibliothèque Elzevirienne y que data de la
misma época; cuento cuyo origen es característico
del sur y que nos pone en contacto con la literatura
de Provenza. La poesía amorosa del centro de la
Provenza, la poesía del Tensón y el Aubade, de
Bernard de Vetandour y Pierre Vidal, es poesía para
los menos, para el selecto y peculiar pueblo del reinado del sentimiento. Pero por debajo de esta intensa poesía se extendía probablemente un vasto
campo literario, menos serio y elevado, que llegaba
por liviandad de forma y relativa grosería de interés
a un auditorio en el que la concentrada pasión de
aquellos líricos más elevados persistió intacta. Esta
literatura ha tiempo que desapareció o vive únicamente en posteriores versiones francesas o italianas.
Una de estas versiones, la única importante de este
género, piensa M. Fauriel que la descubrió en el
cuento de Aucassin y Nicolette, escrito en el francés de
la última mitad del siglo XIII y conservado en un
manuscrito único en la Librería Nacional de París;
existían razones que le hacían sospechar todavía en
un linaje de mayor antigüedad, por aquel, su marcado acento de origen árabe, como si fuera una hoja
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desprendida de alguna antigua edición de las Mil y
una noches2.
El pequeño libro no pierde nada de su interés, a
pesar de que la crítica no encuentra en él otra cosa
que un interés tradicional que ha pasado de uno a
otro pueblo; pero aun después de haber pasado de
ese modo, de mano en mano, su perfil es todavía
neto, su superficie brillante, y como muchos otros
cuentos, libros, concepciones literarias y artísticas de
la Edad Media, ha llegado a tener por este medio
una suerte de interés histórico personal, a menudo
tan pleno de riesgo y aventura como aquel que tienen sus propios héroes. El escritor llama a la pieza
un Cantefable, un cuento narrado y en prosa, pero
cuyos incidentes y sentimientos han sido intensificados por cantos insertados a intervalos irregulares.
2 Recientemente Aucassin y Nicolette ha sido editada y traducida al inglés con una muy primorosa erudición, por el
señor F. W. Bourdillon. Más recientemente aún hemos tenido una traducción -una poética traducción- debida a la ingeniosa y versátil pluma del Sr. Andrew Lang. El lector podría
consultar también el capítulo sobre "The Out Door Poetry",
en el muy interesante Euphorion; being Studies of the Antique and
Medioeval in the Renaissance, de Vernon Lee, un trabajo que
abunda en erudición y conocimiento profundo de las cosas
de que trata.
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En los puntos de unión del cuento en sí mismo hay
signos de rudeza y falta de habilidad que nos hacen
suponer que la prosa fue sólo incluida allí para conectar una serie de canciones tan movidas y atrayentes que se deseó realzarlas y dignificarlas
mediante una regular armazón o armonización. Sin
embargo, estas canciones son de la más sencilla naturaleza, ni tan siquiera rimadas, pero sí imperfectamente asonantes, estrofas de veinte o
treinta líneas cada una, todas terminadas con un
sonido de vocal similar. Aquí como en cualquier
otra manifestación de aquella primitiva poesía, gran
parte de su interés reside en la espectabilidad de la
formación de un nuevo sentido artístico. Un arte
novel surge, la música de la poesía rimada, y en las
canciones de Aucassin y Nicolette, que parecen siempre estar a punto de entrar en la verdadera rima,
pero que en cierto modo vacilan y no pueden enteramente remontarse, véis gentes que precisamente
progresan con cautela en la posesión de los elementos de una nueva música y que anticipan lo
agradable que esa música podría llegar a ser.
La pieza fue probablemente destinada a ser recitada por una compañía de artistas adiestrados, muchos de los cuales, al menos para sus partes sin
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importancia, eran niños. Los cantos se introducían
por el anuncio: Or se cante (ici on chante); y cada parte
de la prosa por el epígrafe: Or dient et content et fabloient (ici on conte). Las notas musicales de una parte
de las canciones habíanse conservado y algunos de
los detalles eran tan descriptivos que le sugirieron a
M. Fauriel la idea de que las palabras habían sido
acompañadas en toda su extensión por gesticulación
dramática. Esa mezcla de simplicidad y refinamiento
que le sorprendió encontrar en una composición del
siglo XIII, se evidencia algunas veces en el giro dado
a ciertos pasajes expresivos o señalados como: "El
Conde de Garin estaba viejo y débil, su época había
pasado" -Li quens Garins de Beaucaire estoit vix et frales;
si avoit son tans trespasse-. Y entonces ¡todo se realizó
así! Se ve la añosa floresta con sus caminos en desuso totalmente cubiertos de maleza y el sitio donde
convergían siete de estos caminos -u a forkeut set cemin qui s'en vont par le païs-; oímos la alegre gente del
pueblo, llamándose por sus rústicos nombres, vemos adelantarse uno de entre ellos que por ser más
elocuente y listo hace las veces de orador -li un qui
plus fu emparlés des autres-, en vista de que el libreto
tiene también su parte burlesca se oye una débil y
lejana risa. Aun cuando tosca, la pieza posee cierta61
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mente esa alta condición poética, a la que aspira,
como de efecto puramente artístico. Su motivo es
un gran dolor; no obstante pretende ser un algo alegre y de alivio, como para divertir, no sólo por su
asunto, pero sí y muy particularmente por sus modales; es cortois, nos cuenta, et bien assis.
Para el que se dedica al estudio de modales y del
viejo lenguaje y literatura franceses, tiene mucho
interés desde un punto de vista puramente antiguo.
Decir de una vieja composición literaria que tiene
un interés arcaico, a menudo significa decir que para
los lectores de hoy no tiene un marcado interés estético. El gusto por lo antiguo, por un empeño puramente histórico de ponerlo en perspectiva,
colocando al lector en un cierto punto de vista por
el que aquello que agradó al pasado debe agradarle
también, se suma muchas veces en gran parte al encanto que recibimos de la vieja literatura. Pero la
primera condición de esta ayuda debe residir en un
real, directo y estético encanto de la cosa en sí misma. A menos que tenga este encanto, a menos que
alguna cualidad puramente artística conduzca a su
estructura original, ningún factor que sea de pura
antigüedad puede darle un valor estético o hacerlo
objeto directo de la crítica estética. Esta cualidad, en
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donde quiera que exista, está siempre dispuesta a
definir y discriminar sobre la especie de prestado interés que una vieja representación o un cuento arcaico debe muy probablemente adquirir gracias a
una verdadera afición por lo antiguo. El cuento de
Aucassin y Nicolette tiene un algo de esta cualidad.
Aucassin, el hijo único del conde Garins de Beaucaire, está apasionadamente enamorado de Nicolette,
una bellísima niña de cuna desconocida, adquirida a
los sarracenos y con la que su padre no le permite
desposarse. El cuento gira en torno a las aventuras
de estos dos amantes, hasta que al final de la pieza
su mutua fidelidad es recompensada. Estas aventuras son de la más simple condición; aventuras que
parecen ser escogidas de la feliz oportunidad que les
proporciona la conservación de la visión de belleza,
acaso la visión externa fijada en objetos placenteros,
un jardín, una torre en ruinas, la pequeña choza de
flores que Nicolette construye en el bosque hacia
donde escapa de sus enemigos como un indicio dado a Aucassin de que ella ha pasado por ese sitio.
Todo el encanto de la pieza reside en sus detalles,
en torno de la brillantez peculiar y gracia de sus situaciones; en los rasgos de sentimiento, especial-
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mente en sus originales fragmentos de primitiva
prosa francesa.
A través de toda ella se percibe la influencia de
aquel tímido aire de sobretrabajada delicadeza y casi
de impudicia, que fue una característica destacada de
la poesía de los trovadores. Estos eran a menudo
hombres de alto rango, escribían para un auditorio
exclusivo, gente muy desocupada, de gran refinamiento y que llegaron a gustar de un tipo de particular belleza, que tenía en sí muy poco de la influencia del aire libre y de la claridad del sol. Hay
una lánguida suavidad oriental en el mismo desarrollo escénico del cuento: las rosas bien abiertas, la
pintura un tanto misteriosa del aposento en que está
secuestrada Nicolette, el frío mármol marrón, los
casi desconocidos colores y el perfume del pasto
cortado y de las flores. Nicolette queda bien en este
escenario y la mejor prueba de ello es la bella, encantadora niña extranjera, a la que los pastores toman por hada, que tiene la sabiduría de los seres
sencillos, las saludables y embellecedoras cualidades
de hojas y flores y que así como éstas brotan repentinamente de la tierra, tocó con experta mano y cicatrizó las heridas del lastimado hombro de
Aucassin y a la sola vista de cuya blanca piel, en
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cuanto pasó por el lugar en donde yacía, curó a un
peregrino sobrecogido de úlcera maligna en forma
que se levantó y retornó a su ciudad natal. Aucassin
está tan profundamente enamorado de esta niña
que olvida todos sus caballerescos deberes. Al fin
Nicolette es encerrada para substraerla a su influencia y tal vez el más lindo pasaje en el total de la obra
es el fragmento de prosa que describe su fuga:
"Aucassin fue encarcelado como habéis oído y
Nicolette permaneció encerrada en su aposento. Era
verano, en el mes de mayo, cuando los días son calurosos, largos y claros y las noches acariciadoras y
serenas.
"Una noche, Nicolette, tendida en su lecho, vio la
luna brillar clara a través de la pequeña ventana y
sintió cantar el ruiseñor en el jardín; acudió entonces a su memoria el recuerdo de Aucassin, a quien
tanto amaba. Pensó en el conde Garins de Beaucaire que la odiaba mortalmente y que para verse libre
de ella sería capaz hasta de procesarla en cualquier
momento para que la quemaran o la ahogaran. Se
percató de que la anciana que la acompañaba dormía; se levantó y vistió la más encantadora túnica
que tenía; tomó las ropas de cama y las toallas y las
aundó entre sí, como una cuerda en toda su exten65
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sión. Ató el extremo a un pilar de la ventana y se
dejó deslizar furtivamente con suavidad hasta el jardín y lo atravesó directamente en busca del pueblo.
"Su cabello era dorado en pequeños bucles, sus
risueños ojos verde-azulados, su cara serena y fina,
sus diminutos labios muy rosados, los dientes pequeños y blancos; y las margaritas que aplastó a su
paso, manteniendo su falda en alto, parecían oscuras junto a sus pies; ¡es que la niña era tan blanca...!
"En llegando a la puerta del jardín la abrió y caminó a través de las calles de Beaucaire, manteniéndose en el lado sombrío de la senda, fuera del
alcance de los rayos de la luna que quietamente se
mostraba en el cielo. Caminó tan rápido como pudo, hasta que arribó a la torre donde se hallaba Aucassin. La torre estaba sostenida por pilares. Se
apretó contra uno de esos pilares, se envolvió fuertemente en su capa y poniendo su cara junto a una
hendidura de la torre que estaba vieja y en ruinas
oyó a Aucassin que lloraba amargamente en su interior y en cuanto hubo escuchado un rato, comenzó
a hablar... "
Pero esparcidos aquí y allí a través de este claro
motivo, siempre con un ligero tinte de humor o jovialidad y a menudo entrando en lo burlesco, que es
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lo que pone punto final a la substancia común de la
pieza, hay trozos de una diferente cualidad, toques
de un cierto intenso sentimiento que parecen provenir del profundo y energético espíritu de la poesía
Provenzal, al que se sometió la inspiración del libro.
Permitidme recoger estos trozos de subido color,
estas expresiones de la ideal intensidad del amor, el
motivo que realmente une a todos los fragmentos
de la pequeña composición. Dante, la flor perfecta
del amor ideal, ha puesto en evidencia cómo aquel
tirano "Señor de terrible aspecto", haciéndose de
hecho físico, enturbió su sentido interrumpiendo su
verdadera esencia. Dante constituye en lo que a esto
se refiere el punto central de expresión y el modelo
ori-ginal de experiencias suficientemente bien conoci-das por los iniciados en esa época apasionada.
Aucassin representa esta intensidad ideal de pasión.
Aucassin, li biax, li blons
Li gentix, li amoroux;
el delgado, alto, elegante, dansellon, como lo llamaban los cantores, con su ensortijado cabello rubio y
ojos de vair (azul claro), que desfallecen de amor,
como Dante desfallecía, que cabalga todo el día a
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través de las florestas en busca de Nicolette mientras las espinas desgarran su carne, tanto, que alguna
debe haberlo lastimado profundamente a juzgar por
la sangre dejada sobre el pasto; que llora intensamente porque no la encuentra, tiene la enfermedad
de amor y descuida todos sus deberes de caballero.
Una vez fue inducido a ponerse a la cabeza de sus
gentes, por cuanto ellos, viéndolo a su frente, se
sentían con más corazón para defenderse; luego una
canción relata cómo la dulce y grande figura marcha
adelante en las batallas con espléndida y ceñida armadura. Es el prototipo del dios del amor Provenzal, no mucho mayor que un niño, pero formado en
una melancólica adolescencia, como Pierre Vidal lo
encuentra, a caballo de blanco corcel, hermoso como la mañana misma, con sus vestimentas bordadas
con flores. Cabalga fuera de las puertas de la ciudad
allende los campos abiertos. En tanto, le invade la
gran enfermedad de su amor. Las riendas caen de
sus manos y como si en sueños anduviera, es llevado al campo enemigo en donde oyó discutir sobre la
forma más conveniente de matarlo.
Una de las más potentes características de ese
estallido de la intelectualidad e imaginación, de esa
afirmación de la libertad del corazón en la Edad
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Media, que he designado con el nombre de Renacimiento Medioeval, fue su antinomia, su espíritu de
rebelión y revuelta en contra de la moral y las ideas
religiosas de su tiempo. En su busca tras los placeres
de los sentidos y la imaginación, en su amor por lo
bello, en su culto del cuerpo, las gentes fueron impelidas más allá de los lindes del ideal cristiano y sus
amores fueron muchas veces una extraña idolatría,
una extraña religión rival. Fue el retorno de aquella
Venus antigua, no muerta, pero si solamente escondida por un tiempo en las cavernas del Venusberg y
de aquellos viejos dioses paganos aún errantes aquí
y allí sobre la tierra, bajo toda clase de disfraces.
Este elemento en la Edad Media, ignorado en su
mayor parte por aquellos escritores que lo habían
tratado en grado preeminente como la "Edad de la
Belleza" -este rebelde y antonomiano elemento, cuyo reconocimiento por los escritores de la Escuela
Romántica de Francia, como por ejemplo Víctor
Hugo en Nôtre Dame de París, tan sugestivo y excitante, trazó el perfil de la época medioeval- se encuentra igualmente en la historia de Abelardo y en la
leyenda de Tanhäuser. Más y más en nuestra senda
de señalar cambios y diferencias de temperamento
en los que hay frecuentemente una confusión total
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llamada la Edad Media, aquella rebelión, aquel siniestro clamor por la libertad del corazón y pensamiento afluye a la superficie. El movimiento
Albigensiano se enlaza tan intensamente con la
historia de la poesía Provenzal, que está profundamente impregnado de él. Señal de ello es la
orden Franciscana, con su poesía, su misticismo, su
"iluminación", desde el punto de vista de la autoridad religiosa, precisamente sospechosa. Influencia el
pensar de aquellos oscuros escritores proféticos,
como Joaquín de Flora, extraños soñadores en un
mundo de retórica florida de aquel tercero y último
reparto de "un espíritu de independencia" en el que
la ley se habría desvanecido. De este espíritu Aucassin y Nicolette contiene quizás la más famosa expresión: es la respuesta que da Aucassin cuando es
amenazado con los tormentos del Infierno si hace
de Nicolette su amante. Criatura enteramente afectiva y sentimental como es él, ve en el camino al
Paraíso tan sólo una débil y gastada compañía de
ancianos sacerdotes, "consumiéndose día y noche
en los altares de las iglesias", descalzos o con remendadas sandalias. Con o sin Nicolette, "su dulce
amante a la que tanto quiere", está dispuesto por su
parte a tomar el camino del Infierno, en compañía
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de los "buenos estudiantes", como dice, los actores,
los elegantes jinetes muertos en la batalla y los
hombres de calidad3, "las hermosas damas cortesanas que tenían dos o tres caballeros cada una, al lado de sus verdaderos señores", el todo alegrado con
música, dorados y plateados y bellas pieles "el armiño blanco y gris".
Pero en la "Mansión Encantada", también tienen
los santos su sitio; y los estudiantes del Renacimiento tienen la ventaja sobre los estudiantes de la
emancipación del espíritu humano en la Reforma o
la Revolución Francesa, de que aquél, guiando los
pasos de la humanidad hacia más altos niveles, no
resulta importunado a cada momento con las inflexibilidades y antagonismos de una bien reconocida
controversia, con determinadas rigideces opuestas
que agotando la inteligencia limitan sus simpatías.
La oposición por simple sistema, de los defensores
profesionales a ese más sincero y generoso juego de
las fuerzas del espíritu humano y del carácter, que
he citado como el secreto de la lucha de Abelardo,
3 Parage, Peerage: que significa todas aquellas ambiciones
de la juventud que afectaban mucho más la parte exterior de
la vida, en aquel mundo antiguo de los trovadores, para los
que este término es de frecuente recurso.
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es evidentemente siempre poderosa. Pero la incompatibilidad entre unas almas y otras realmente "fair"
no es esencial y dentro de la región encantada del
Renacimiento no es necesario estar eternamente en
guardia. No hay en ella partidos determinados, ni
exclusiones; todos los hálitos de aquella unidad de
cultura en la que "cualesquiera de sus cosas son cosas decentes" se han reconciliado para elevación y
adorno de nuestros espíritus. Y precisamente en
proporción a los que tomaron parte en el Renacimiento convirtiéndose centralmente en representantes de él, precisamente en ellos y aun en más se
realizó esta condición.
Los Papas perversos y los insensibles tiranos, que
de vez en cuando se constituían en sus patrones o
simples especuladores de sus fortunas, concedíanles
fácilmente disputas, y en este o aquel otro sentido,
el espíritu de controversia se apoderó evidentemente de todos. Pero el pintor de la Ultima Cena,
con su casta, vive en una tierra donde no se respira
la controversia. Se rehusan a ser clasificados. En el
cuento de Aucassin y Nicolette, en la literatura que
representa, la nota de desafío de la oposición de un
sistema a otro es algunas veces agria. Permitidme
concluir entonces con un fragmento de Amis y
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Amile, en el que la armonía de los humanos intereses persiste intacta. Por la historia de una grande y
tradicional amistad, en la cual, como he dicho, se
hizo sentir la libertad del corazón, habiendo indicios, como los tenemos, de que fue escrita por un
monje. La vie des saints martyres Amis et Amile. No se
había llegado todavía al final del siglo XVII cuando
sus nombres fueron por último excluídos del martirologio; y el cuento termina con este monacal milagro de una camaradería terrena, fiel hasta la misma
muerte:
"Por cuanto Dios los unió en un todo en vida, así
no fueron separados en su muerte, cayendo juntos
uno al lado del otro, como huestes de otros hombres valientes en la batalla librada por el rey Carlos
en Mortara, así llamada desde aquella gran matanza.
Los obispos aconsejaron al rey y a la reina que debían dar sepultura a los muertos y edificar una iglesia en dicho sitio; y aquel consejo agradó enormemente al rey. Fueron levantadas dos iglesias, una
por orden del rey en honor de San Oseas y la otra
por orden de la reina en honor de San Pedro.
"El rey autorizó a que se trajeran las dos tumbas
de piedra en las que yacían los cuerpos de Amis y
Amile; Amile fue llevado a la iglesia de San Pedro y
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Amis a la iglesia de San Oseas y los demás cuerpos
fueron sepultados en uno y otro lugar. Pero he aquí
que en la mañana siguiente, el cuerpo de Amile en
su féretro fue encontrado en la iglesia de San Oseas,
al lado mismo del ataúd de su camarada Amis. ¡Maravillosa amistad, que ni la muerte pudo desunir!
"Este milagro sólo Dios lo pudo realizar, que dio
a sus discípulos poder para remover montañas. Con
este motivo el rey y la reina permanecieron en ese
lugar por espacio de treinta días, se llevaron a cabo
los oficios de los muertos que fueron extensos, y
honraron dichas iglesias con grandes dádivas.
El obispo ordenó a muchos sacerdotes que sirvieran
en la iglesia de San Oseas. Y les encomendó que
guardaran debidamente y con gran devoción los
cuerpos de los dos compañeros Amis y Amile".
(1872)
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CAPÍTULO II
PICO DELLA MIRANDOLA
No hay estudio sobre el Renacimiento que pueda
considerarse completo si no se citan los esfuerzos
hechos por ciertos eruditos italianos del siglo XV, a
fin de reconciliar el Cristianismo con la religión de
la Grecia antigua. Reconciliar formas del sentimiento que en un principio parecían ser incompatibles, armonizar las manifestaciones varias
del espíritu humano en una cultura intelectual de
tipo múltiple, humanizar, nutrir en lo posible el corazón y la imaginación, todo esto fue patrimonio de
los generosos instintos de esa época. Una primitiva
y simplista generación había visto en los dioses griegos malignos espíritus, los derrotados pero aún vi75
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vos centros de la religión de las tinieblas, luchando,
no siempre en vano, contra el reinado de la luz. Poco a poco, en las ideas que emergían del barbarismo, como lo prueba el natural encanto de la historia
de lo pagano, se había perdido de vista el significado religioso que en un cierto momento les perteneció y se lo consideraba como al sujeto de una
manera de obrar puramente artística o poética; pero
resultaba inevitable que de tiempo en tiempo surgieran ideas tan profundamente impresionadas por
belleza y poder, como para preguntarles si en verdad la religión de Grecia fue una rival de la religión
de Cristo; por cuanto los dioses antiguos se habían
rehabilitado y la opinión de los hombres se hallaba
dividida. El siglo XV fue una época de tal apasionamiento, tan ardiente y seria en lo que al arte se refiere, que consagró como religioso todo aquello con
lo que el arte tenía que ver. La restaurada literatura
griega se había hecho familiar, al menos en lo que se
refiere a Platón, con un estilo de expresión concerniente a los dioses antiguos, que tenía algo del fervor y la unción de un himno cristiano. Era demasiado común, con semejante lenguaje, ver en la
mitología una mera narración y demasiado serio
jugar con una religión.
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"Permitidme en pocas palabras recordar al lector
-dice Heine en los Dioses en Exilio, un ensayo lleno
de aquella extraña mezcla de sentimiento que es característica en las tradiciones de la Edad Media relativas a las religiones paganas- cómo los dioses del
mundo antiguo, en el momento del triunfo definitivo del cristianismo, en el siglo III, cayeron en penosas dificultades, que en gran parte recordaban ciertas
trágicas situaciones de su vida primitiva. En ese
momento se encontraban acosados por las mismas
desagradables necesidades a las que habían una vez
sido expuestos, en el curso de las primitivas edades,
en aquella época revolucionaria en que los Titanes
escaparon a la custodia de Orcus y colocando el
Pelión sobre el Osa escalaron el Olimpo. ¡Dioses
infortunados! Tuvieron entonces que huir ignominiosamente y esconderse bajo toda clase de disfraces, entre nosotros, aquí en la tierra. El mayor número acudió a Egipto, en donde para más seguridad, como es sabido, tomaron las formas de
animales. Exactamente, lo mismo tuvieron que fugar de nuevo y buscar acogida en sitios ocultos,
cuando los fanáticos iconoclastas, negra ralea de
monjes, derribaron los templos y los persiguieron
con fuego y anatemas. Muchos de estos infelices
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emigrantes, enteramente privados ahora de refugio y
ambrosía, debieron, por necesidad y como medio de
ganarse el sustento, tomar vulgares oficios. Bajo
estas circunstancias, muchos de ellos a quienes se les
había confiscado sus bosquecillos sagrados, se emplearon como leñadores en Alemania y se vieron
obligados a beber cerveza en lugar de néctar. Apolo
parecía haber estado satisfecho de prestar servicio a
las órdenes de criadores de ganado y como una vez
le tocó cuidar las vacas de Admetus, vivía ahora
como un pastor en la Baja Austria. Aquí, sin embargo, hízose sospechoso en razón de su lindo cantar,
fue reconocido por un monje erudito como uno de
los antiguos dioses paganos y remitido al tribunal
espiritual. Bajo la presión del tormento confesó que
era el dios Apolo; antes de su ejecución, rogó que le
permitieran, una vez más, pulsar la lira y entonar
una canción. Tocó de una manera tan tierna, cantó
tan mágicamente y era además de tan bellas formas
y rostro, que todas las mujeres lloraron y muchas
sufrieron una impresión tan profunda, que bien
pronto cayeron enfermas. Algún tiempo después, el
pueblo quiso extraer el cuerpo de su sepultura y
atravesarlo de parte a parte con una estaca, en la
creencia de que había sido un vampiro y de que las
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mujeres enfermas curarían. Pero encontraron la
tumba vacía."
El Renacimiento del siglo XV fue en muchas formas más grande por lo proyectado que por lo alcanzado. Mucho de lo que aspiró a efectuar y fue
hecho, pero imperfecta o equivocadamente, fue
consumado en lo que se llamó el éclaircissement del
siglo XVIII o en nuestra propia generación; y lo que
realmente pertenece a ese revivir del siglo XV es sólo
el instinto de guía, la curiosidad, la idea creadora. Es
lo que pasa con el verdadero problema de la reconciliación de la religión de la antigüedad con la religión de Cristo. Un estudioso moderno preocupado
por este problema debería observar que todas las
religiones deben ser miradas como productos naturales, que, al menos en su origen, desenvolvimiento
y decadencia, tienen leyes comunes y no son para
ser aisladas de los otros movimientos del espíritu
humano en los períodos en que prevalecieron respectivamente; que ellas surgen espontáneamente del
espíritu humano como expresiones de las veleidosas
fases de su sentimiento tocante al mundo de lo invisible; que toda producción intelectual debe ser juzgada desde el punto de vista de la época y del
pueblo en el que fue producida. Podría seguir ob79
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servando que cada una ha contribuído en cierta
forma al desarrollo del sentido religioso, clasificándolo en tantos períodos en la gradual educación
del espíritu humano como fuesen necesarios para
justificar la existencia de cada una de ellas. La base
para una reconciliación de las religiones del mundo
sería pues la inagotable actividad y genio creador del
espíritu humano mismo, en el que todas las religiones tienen su origen común y en el cual se reconcilian todas, en la misma forma en que los caprichos
de la niñez y la reflexión de la vejez se encuentran y
se apoyan en la experiencia de lo individual.
Muy diferente fue el método seguido por los estudiosos del siglo XV. Carecían de los verdaderos
rudimentos del sentido histórico, lo que por un acto
imaginativo los retrotraía a un mundo diferente al
de ellos y estimaban cada creación intelectual en su
relación con la época de la cual procedía. No tenían
idea de la evolución, de las diferencias de las épocas,
del proceso por el cual nuestra raza había sido "cultivada". En sus tentativas de reconciliar las religiones del mundo, retrocedieron sobre las arenas
movedizas de la interpretación alegórica. Las religiones del mundo tuvieron que ser reconciliadas,
no según sucesivas etapas en un desarrollo regular
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del sentido religioso, pero sí como subsistiendo una
al lado de la otra y esencialmente en concordia entre
ellas. De ahí que la necesidad principal fue desnaturalizar el lenguaje, las concepciones, los sentimientos que habían sido propuestos para compararlas y
reconciliarlas. Platón y Homero debieron ser hechos
para hablar agradablemente a Moisés. Consideradas
una al lado de la otra, su puro exterior no supo ceñirlas en un designio de armonía. Por esto debemos
hurgar más en lo profundo y poner en evidencia lo
supuesto secundariamente, o por mejor decir, lo de
más remoto alcance -aquel divino significado mantenido en reserva, in recessu divinus aliquid, latente en
algún extraviado ensayo de Homero o figura retórica de algún discurso en los libros de Moisés.
Y sin embargo la interpretación alegórica del siglo
XV tiene su interés como una curiosidad del espíritu
humano, una "celda de hospicio" si se quiere, dentro de la que podemos atisbar por un momento y
ver trabajar tejiendo extrañas fantasías. Con su curiosa maraña de imaginación, sus ingeniosos conceptos, sus imprevistas combinaciones y sutil moralización es un elemento en el color local de una gran
época. Ilustra también la fe de aquellos tiempos en
todos los oráculos, su deseo de escuchar todas las
81
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voces, su generosa creencia de que nada de lo que
ha interesado alguna vez al espíritu humano podía
perder enteramente su vitalidad. Lo que se ve en el
arte de ese tiempo es la imagen, aunque ciertamente
la más débil imagen de aquella práctica, tregua y reconciliación de los dioses de Grecia con la religión
cristiana. Y es por su participación en esta obra y
porque su propia historia es una especie de equivalente análogo o visible a la expresión de este propósito en sus escritos que hay algo de un interés general todavía en el nombre de Pico della Mirandola,
cuya vida, escrita por su sobrino Francisco, pareció
ennoblecida por cierto toque de dulzura particular y
fue traducida del latín original por sir Thomas More,
aquel gran entusiasta de la cultura italiana, entre cuyos trabajos la vida de Pico, Earl of Mirandola, and a
great lord of Italy, como lo llama, puede todavía ser
leída en su original inglés antiguo.
Marcilio Ficino nos ha contado cómo Pico vino a
Florencia. Fue el día mismo -probablemente algún
día del año 1482- en el que Ficino había terminado
su famosa traducción de Platón al latín, trabajo para
el que fue destinado desde su niñez por Cosme de
Médicis, en apoyo de su deseo de resucitar el conocimiento de Platón entre sus compatriotas. Floren82
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cia, realmente, como M. Renán lo ha puesto en evidencia, había tenido siempre una cierta afinidad por
la mística y soñadora filosofía de Platón, mientras
que la más fría y práctica filosofía de Aristóteles había florecido en Padua y otras ciudades del norte;
los florentinos, aunque sabían posiblemente muy
poco de Platón, habían tenido a menudo el nombre
del gran idealista en sus labios. A fin de intensificar
este conocimiento, Cosme había fundado en la Villa
Careggi la Academia Platónica, en la que tenían lugar debates periódicos. La caída de Constantinopla
en 1453 y el concilio de 1438 para unir las iglesias
griega y latina, habían traído a Florencia muchos
helenistas necesitados. Luego fue consumada la
obra: la puerta del místico templo se abrió para todos aquellos que podían componer en latín y el sabio descansaba de su tarea; cuando he ahí que fue
introducido en el interior de su estudio, donde una
lámpara ardía continuamente delante del busto de
Platón, así como otros hombres hacían arder lámparas ante sus santos favoritos, un joven al término
de su viaje "de rostro y talle armónicos y bellos, de
estatura espléndida y alta, de sentimiento tierno y
delicado, semblante amable y hermoso, color blanco, entremezclado de graciosos encarnados, ojos
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pardos, mirada viva; dientes blancos y uniformes,
cabello rubio y abundante", y que dispuso del tiempo con mayor destreza que lo usual.
Es así como sir Thomas More traduce las palabras del biógrafo de Pico, cuyo exterior y apariencia
semeja ser una imagen de aquella armonía íntima y
perfección, de la cual es un ejemplar tan acabado.
La palabra místico ha sido usualmente derivada de
una palabra griega que significa "cerrar", como si
uno "cerrara sus labios" cobijando lo que no puede
ser revelado; pero los Platónicos la derivan de preferencia del acto de cerrando los ojos, por cuanto uno
debe ver, lo más, interiormente. Quizás los ojos del
místico Ficino, ya muy transcurrida la mitad del camino de su vida, habían llegado por esta causa a
estar semicerrados, pero cuando un joven, no diferente del arcángel Rafael, como los florentinos de
esa época lo pintaron en su milagroso paseo con
Tobías o como Mercurio debió aparecer en un cuadro de Sandro Botticelli o Piero de Cosimo, entró
en su habitación, debió pensar, de seguro, que había
en él algo no enteramente terreno; al menos, desde
entonces creyó que era, no sin la cooperación de las
estrellas que en aquel día había llegado el forastero.
Por cuanto sucedió que entraron en una conversa84
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ción mucho más profunda y más íntima que aquellas en que entran usualmente los hombres en su
primera entrevista. En el transcurso de esta conversación Ficino formó el designio de consagrar sus
restantes años a la traducción de Plotinus, aquel
nuevo Platón en quien el elemento místico de la
filosofía platónica había sido llevado al más alto límite de visión y éxtasis; es en la dedicatoria de esta
traducción a Lorenzo de Médicis donde Ficino ha
recordado estos incidentes.
Fue después de muchos devaneos, devaneos del
intelecto tanto como físicos viajes, que Pico vino a
descansar en Florencia. Nacido en 1463, tenía entonces alrededor de veinte años. Fue bautizado con
el nombre de Juan; Pico, como todos sus antepasados, de Picus, sobrino del emperador Constantino,
de quien pretendían ser descendientes, y Mirandola
por el lugar de su nacimiento, una ciudad de poca
importancia que luego formó parte del ducado de
Módena, de cuyo pequeño territorio sus familiares
habían sido desde mucho tiempo atrás los señores
feudales. Pico era el más joven de los suyos, y su
madre, tocada por su maravillosa memoria, lo envió
a la edad de catorce años a la famosa escuela de leyes de Bolonia. Desde un principio, a la verdad, pa85
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reció haber tenido algún presentimiento de su futura
fama, por cuanto, con fe en los presagios característicos de su tiempo, creyó que el momento del nacimiento de Pico estaba rodeado de una extraña
circunstancia: la aparición de una llamarada circular
que súbitamente desapareció, en la pared de la alcoba en que ella reposaba. Permaneció por espacio de
dos años en Bolonia y entonces el extranjero, con
una inagotable e incomparable sed de erudición,
desconcertado por el estudio sin crítica de aquella
época, cursó las principales escuelas de Italia y
Francia, empapándose como pensara, en los secretos de todas las filosofías antiguas y de muchas lenguas orientales. Y con este derroche de erudición
vino la generosa esperanza, tan a menudo defraudada, de reconciliar a los filósofos entre sí, y a
todos ellos igualmente con la Iglesia. Por último,
llegó a Roma. Allí, como si fuese algún caballero
andante de la filosofía, se ofreció a defender contra
todos los concurrentes, novecientas atrevidas paradojas, extraídas de las más opuestas fuentes. Pero la
corte pontificia fue inducida a sospechar de la ortodoxia de algunas de estas proposiciones y la lectura
del libro que las contenía fue entonces prohibida
por el Papa. No corría todavía el año 1493, cuando
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Pico fue finalmente absuelto por un breve de Alejandro VI. Diez años antes de aquella fecha había
llegado a Florencia; ejemplo precoz de aquellos que,
después de haber sustentado la vana esperanza de
una reconciliación imposible de sistema con sistema, cayeron al fin insatisfechos en las simplicidades
de las creencias de su niñez.
La oración que Pico compuso para la apertura de
este torneo filosófico todavía perdura; su tema es la
dignidad de la naturaleza humana, la grandeza del
hombre. En común con toda la cercana especulación medioeval, muchos de los escritos de Pico tienen esto por designio; y en común también con ella,
la teoría de Pico sobre aquella dignidad está fundada
en una concepción errónea sobre la situación en la
naturaleza, tanto de la tierra, como del hombre. Para Pico la tierra es el centro del universo; alrededor
de ella, punto fijo e inmóvil, giran el sol, la luna y las
estrellas, como si fuesen sus diligentes servidores o
ministros. Y en medio del todo está el hombre modus et vinculum mundi, el vínculo o cópula del mundo,
y el "intérprete de la naturaleza": aquella famosa
expresión de Bacon, realmente perteneciente a Pico.
Tritum est in scholis, dice, esse hominem minorem mundun
in quo mixtum ex elementis corpus et spiritus coelestis et
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plantarum anima vegetalis et brutorum sensus et ratio et
angelica mens et Dei similitudo conspicitur: "Es un lugar
común de las escuelas que el hombre es un pequeño
mundo, en el que podemos distinguir un cuerpo
mezclado con elementos terrenos, espíritu celeste,
vida vegetativa de las plantas, sentidos de los más
bajos animales, razón, inteligencia de los ángeles y
semejanza con Dios."
¡Un lugar común de las escuelas! Pero tal vez tuvo algún nuevo significado de autoridad, cuando los
hombres oyeron a un Pico reiterarlo; falsa como era
su base, la teoría tuvo su interés. Por cuanto esta
alta dignidad del hombre que de ese modo avasallaba la basura bajo sus pies en sensible comunión con
el pensar y la inclinación de los ángeles, se supuso
que le pertenecía, no como renovada por un sistema
religioso, pero sí por propio derecho natural. Su
proclamación fue un contrapeso a la creciente tendencia de la religión medioeval de despreciar la naturaleza del hombre, sacrificar éste o aquél de sus
elementos, avergonzarlo de sí mismo, de tener
siempre presente sus degradantes o penosos incidentes. Ayudó al hombre a perfeccionarse en aquella reafirmación de sí mismo, en aquella
rehabilitación de la naturaleza humana, del cuerpo,
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de los sentidos, el corazón, la inteligencia que el Renacimiento cumplió. Y todavía leer una página de
alguno de los olvidados libros de Pico, es como
echar una ojeada dentro de uno de esos antiguos
sepulcros con los que se tropieza ciertas veces por
casualidad errante por tierras clásicas, con viejos
ornamentos en desuso y adornos de un mundo
completamente distinto al nuestro, pero todavía
vigoroso. Esa total concepción de la naturaleza, es
muy diferente de la nuestra. Para Pico, el mundo es
un espacio limitado, prácticamente cercado por paredes de cristal y un firmamento material; se diría un
juguete pintado, parecido a aquel mapa o sistema
del mundo, colgado, como un gran blanco o escudo, en las manos del creador Logos, por quien el Padre hizo todas las cosas, en uno de los más antiguos
frescos del Camposanto en Pisa. Cuán diferente de
este desvarío infantil es nuestra concepción de la
naturaleza, con su espacio ilimitado, sus soles innumerables y la tierra, casi un átomo, en todo su esplendor; ¡cuán diferente el extraño nuevo temor o
superstición con que colma nuestros espíritus! "El
silencio de aquellos espacios infinitos"..., dice Pascal, contemplando una noche a la luz de las estrellas, "el silencio de aquellos espacios infinitos me
89
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aterroriza": Le silence éternel de ces espaces infinis m'effraie.
Había ya casi envejecido cuando vino a Florencia.
Amó mucho y había sido amado por las mujeres,
"vagando sobre las escarpadas montañas del delicioso placer", reinado que sobre él había terminado, y
mucho antes que la fama de Savonarola, "luminaria
de vanidades", él había destruido aquellas canciones
amorosas en lengua vulgar, que hubieran sido de
tanto relieve para nosotros, luego de la proliferación
escolástica de sus escritos en latín. Fue con otra intención que compuso un comentario platónico, el
único de sus trabajos en italiano que nos ha llegado,
en la "Canción del Divino Amor" -Secondo la mente ed
Opinione dei Platonici ("con relación al espíritu y opinión de los platonistas")-, por intermedio de su
amigo Hieronymo Beniveni, en el que, con un ambicioso atavío de toda clase de conocimientos y con
una profusión de imaginación prestada indiferentemente por los astrólogos, la Cábala, Homero, las
Escrituras y Dionisio el Areopagita, procuró definir
los estados por los que pasa el alma desde lo terreno
hasta la belleza invisible. Un cambio en verdad se
había operado en él, como si el glacial influjo de la
abstracta y disuelta belleza platónica profesada por
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tan largo tiempo actuara todavía sobre él. Un algo
de este sentir, apareado tal vez con aquel sobreesplendor que en la imaginación popular siempre presagia una temprana muerte, hizo que Camila
Rucellai, una de aquellas proféticas mujeres a quien
la prédica de Savonarola puso en evidencia en Florencia, manifestase en viéndolo por vez primera,
que partiría en tiempo de los lirios, prematuramente,
es decir, como las flores del campo que son marchitadas por el sol abrazador, casi tan pronto como
se abren. Proclamó él estos pensamientos en la vida
religiosa, pensamientos que sir Thomas More tradujo al inglés, y a los que otro traductor inglés pensó dignificar aún más, añadiéndolos a los libros de
la Imitación. "No es difícil conocer a Dios, provisto
de un anhelo no impuesto de definirlo", ha sido expresado en una gran máxima de Joubert. "Debemos
más bien amar a Dios", escribe Pico a Angelo Poliziano, "que conocerlo o por la plática divulgarlo". Y
con todo habrían los hombres, más de buena gana,
deseado poseer por amor y nunca por el conocimiento lo que buscaban, ya que sin amor fuera en
vano encontrarlo.
No obstante quien tenía este fino tacto para las
cosas espirituales, no debió -y en esto reside el per91
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manente interés de su historia- ni siquiera tras su
conversión, olvidar los dioses antiguos. Fue uno de
los últimos que seria y sinceramente sostuvo el derecho sobre las creencias de los hombres de las religiones paganas; estaba ansioso por establecer con la
más clara de las tradiciones que pudiera concernirle,
el verdadero significado de la más oscura de las leyendas. No llegó a monje a pesar de los muchos
pensamientos y muchas influencias que lo inducían
a serlo; tan sólo se tornó apacible y perseverante en
la controversia; conservando "algo de la vieja abundancia de los exquisitos manjares y de la vajilla de
plata", cedió la mayor parte de sus bienes a su amigo, el místico poeta Beniveni, para que los empleara
en obras de caridad, particularmente en la dulce caridad de suministrar dotes matrimoniales a las aldeanas de Florencia. Su fin acaeció en el año 1494,
cuando, entre las oraciones y sacramentos de Savonarola, murió de fiebre, en el mismo día en que
Carlos VIII entraba en Florencia, el 17 de noviembre, todavía en tiempo de los lirios -los lirios del
escudo de Francia, como el pueblo decía entonces,
recordando la profecía de Camila-. Fue sepultado en
la iglesia Conventual de San Marcos, con la capucha
y blanco sayo de la orden de los Dominicos.
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Es en razón de que el cuerpo de Pico, reposando
en la sepultura con el hábito de los Dominicos, aun
entre el recuerdo de los antiguos Dioses, semeja una
de esas graciosas divinidades reconciliadas de veras
con la nueva religión, pero no obstante con una
cierta ternura por la vida primitiva y ansiosa literalmente de "unir las épocas entre sí por una natural
devoción"; es en razón de que esta vida es un paralelo tan perfecto con la tentativa hecha en sus escritos de reconciliar la cristiandad con las ideas del
paganismo, que Pico, a despecho del carácter escolástico de esos escritos, resulta realmente interesante. Así en el Heptaplus o Discurso sobre los Siete Días
de la Creación, trata de conciliar las razones que la
filosofía pagana había dado del origen del mundo,
con la razón dada en los libros de Moisés, el Timoeus
de Platón, con el libro del Génesis. El Heptaplus es
dedicado a Lorenzo el Magnífico, cuyo interés en la
secreta sabiduría de Moisés, el prefacio nos lo dice,
es bien conocido. Si Moisés parece ser a través de
los escritos de Pico simplemente un sencillo hombre
del pueblo, más bien que un filósofo o un teólogo,
es porque constituía un hábito de los antiguos filósofos no hablar de cosas divinas en absoluto o hablar de ellas disimuladamente: por lo que sus
93
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doctrinas fueron llamadas misterios. Enseñado por
ellos, Pitágoras llegó a ser un "maestro del silencio"
tan perfecto, que escribió muy poco, ocultando de
ese modo las palabras de Dios en su corazón y hablando con sabiduría únicamente entre lo selecto.
Explicando la armonía que existe entre Platón y
Moisés, Pico se apodera de cada tipo de figura y
analogía, del doble significado de las palabras, de los
símbolos del ritual judío, de las subalternas intenciones de las tenebrosas historias en los últimos
mitologistas griegos. En todas partes hay un no interrumpido sistema de relaciones recíprocas. Cada
objeto en el mundo terrestre es un análogo, un símbolo o imagen, de alguna más alta realidad en los
cielos estelares, y ésta a su vez de alguna ley de la
vida angelical en el mundo del más allá de las estrellas. Ahí está el elemento del fuego en el mundo
material; el sol es el fuego del firmamento; y es en el
mundo supercelestial en donde está el fuego de la
seráfica inteligencia. "¡Mas cuán diferentes! El fuego
elemental quema, el fuego celestial vivifica, el fuego
supercelestial ama". En este sentido cada objeto
verdadero, cada combinación de las fuerzas naturales, cada accidente en la vida de los hombres, está
henchido de los más altos designios. Augurios, pro94
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fecías, coincidencias sobrenaturales, acompañaron a
Pico mismo a través de toda su vida. Hay oráculos
en cada árbol y en el tope de cada montaña y una
consecuencia en cada combinación accidental de los
acontecimientos de la vida.
Esta constante tendencia al simbolismo y a la
fantasía confiere a la obra de Pico un estilo figurado, por el cual tiene un cierto real parecido a la obra
de Platón y difiere de otros místicos escritores de su
tiempo por un deseo genuino de conocer sus facultades directamente. Lee a Platón en griego, a Moisés
en hebreo y es por ello que su obra pertenece en
realidad a la más alta de las culturas. Principalmente,
tenemos, leyéndolo, la constante sensación de que
por pequeño que sea el valor positivo de sus pensamientos, están conectados bajo su superficie con
resortes de profunda y apasionada emoción; y
cuando explica los grados o escalas por los que el
alma pasa del amor de un objeto físico al amor de la
belleza invisible, y expone las analogías entre este
proceso y otros más elevados movimientos del pensamiento humano, hay como un encendimiento y
vehemencia en sus palabras que recuerdan la forma
en que ardió su breve existencia.
95
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He dicho que el Renacimiento del siglo XV fue,
en mucho, grande más bien por sus designios o por
lo que aspiró a efectuar, que por lo que realmente
logró. Perseveró en una época posterior en concebir
el verdadero método de efectuar una científica reconciliación del sentimiento cristiano, con la fantasía, las leyendas, las teorías sobre el mundo de la
poesía y filosofía paganas. En aquella época la única
posible reconciliación fue imaginativa, y resultó de
los esfuerzos hechos por artistas educados en escuelas cristianas, para tratar asuntos paganos; y de
esta artística reconciliación, una obra como la de
Pico fue sólo su más débil imagen. Todo lo que los
filósofos dijeron en una u otra forma, ya sea que
fueran o no afortunados en sus tentativas de reconciliar lo viejo con lo nuevo y de justificar el desembolso de tanto cuidado y meditación sobre los
ensueños de una creencia muerta, la fantasía de la
religión griega, el hechizo positivo de su historia, fue
por su propia consideración, valorado y cultivado
por los artistas. De aquí surge un nuevo tipo de
mitología con tono y cualidades propias. Cuando el
cargamento de tierra santa del suelo de Jerusalén fue
mezclado con la arcilla común en el Camposanto de
Pisa, brotó una nueva flor, diferente a toda flor que
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antes vieran los hombres, la anémona, con sus anillos concéntricos de un color demasiado confuso
para ser encontrada, aun por los que la buscaban
hacía tiempo en las dilatadas praderas de la Maremma. Como esa rara flor fue aquella mitología del
Renacimiento italiano, que retoñó de la mezcla de
dos tradiciones, de dos sentimientos; lo sagrado y lo
profano. La historia de lo clásico fue estimada como
de mucho material imaginativo para ser admitida y
asimilada. No penetró en el espíritu de los hombres
para demandarle curiosamente lo que se sabía respecto a su origen, su forma primitiva e importancia,
su significado para los que la proyectaron. El asunto
penetró en sus recuerdos para surgir a la luz de nuevo con toda la confusión del sentimiento e ideas
medioevales. En la Madona Doni, que está en la Tribuna de los Uffizi, Miguel Ángel de hecho pone en
evidencia la religión pagana y con ella la develada
forma humana, los soñolientos faunos de una bacanal dionisíaca en presencia de la Madona; así, mientras pintores más simples habrían introducido allí
otros productos de la tierra, pájaros o flores, él ha
dado a esa Madona mucha de la energía singular de
la más antigua y más primitiva "Madre Todopoderosa".
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Esta pintoresca unión de contrastes, perteneciente propiamente hablando al arte de fines del
siglo XV, presagia en Pico della Mirandola una persona de hoy y es por eso que su figura es de tanto
atractivo. No permite que se huya; lo seduce, a despecho de uno mismo, haciéndolo volver sobre las
páginas de sus olvidados libros, aun cuando sabemos de antemano que la solución efectiva propuesta
en ellas nos llenará tan poco, como posiblemente
poco lo satisfizo a él. Se ha dicho que en su anhelo
de misteriosa ciencia pagó cierta vez crecida suma
por una colección de manuscritos cabalísticos, que
resultaron ser fraguados; y la historia pudo bien presentársele como una parábola por todo lo que
siempre pareció conquistar en la senda del conocimiento actual. Buscó erudición, pasó de sistema en
sistema y arriesgó mucho; pero menos por ansia de
ciencia positiva que porque creyera que había un
espíritu de orden y belleza en el saber, que podría
descender y unir lo que la ignorancia de los hombres había dividido, reanimando lo que el tiempo
había ensombrecido. Así, mientras su obra efectiva
ha pasado, sus virtudes se palpan todavía y él mismo perdura como un signo viviente en su tumba,
caesüs et vigilibus oculis, como su biógrafo lo describe,
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con aquella encarnada y diáfana piel, decenti rubore
interspersa, como bañada por el resplandor de la mañana; y ocupa un destacado lugar entre el grupo de
los italianos célebres que llenaron con sus nombres
las postrimerías del siglo XV; es un verdadero humanista. Por cuanto la esencia del humanismo es aquella creencia de la que aparentó no haber dudado
nunca, aquella nada que interesando siempre a
hombres y mujeres vivientes puede malgastarse enteramente -no lenguaje que hablaran, ni oráculo a
cuyo influjo se silenciaran sus voces, ni ensueño que
pueda haber sido alguna vez concebido por el actual
espíritu humano, nada de lo que los haya apasionado siempre o les haya hecho despilfarrar tiempo y
entusiasmos.
(1871)
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CAPÍTULO III
BOTICELLI
En el tratado sobre pintura de Leonardo tan sólo
es mencionado un contemporáneo: Sandro Botticelli. Esta preeminencia debe atribuirse únicamente a
la casualidad, aun cuando para algunos parece ser
más bien el resultado de un juicio deliberado, porque como consecuencia de que han comenzado a
descubrirse encantos en la obra de Botticelli, su
nombre poco conocido en el último siglo, ha llegado sin disputa a destacarse. A mediados del siglo XV
este pintor había ya anticipado gran parte de esa
meditativa sutileza, que es a veces considerada como
peculiar de los grandes e imaginativos artistas de su
final. Dejando de lado la sencilla religión que absor100
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bió a los continuadores del Giotto por espacio de
un siglo y el apacible naturalismo, algo de pájaros y
flores tan sólo, que había desaparecido, buscó inspiración en lo que para él eran obras del mundo moderno, los escritos del Dante y de Boccaccio y en
nuevas lecturas particularmente de clásicas narraciones; o si pintó incidentes religiosos, los pintó con un
cierto fondo de original sentimiento que os impresiona como el verdadero motivo del cuadro a través
del velo de su ostensible asunto. ¿Cuál es la particular sensación, cuál el particular tipo de deleite, en
qué forma su obra nos excita y qué es, por otra
parte, lo que de ella no podemos alcanzar? He ahí,
siempre, lo primero a que debe responder un crítico,
en especial cuando tiene que hablar de un artista
relativamente desconocido.
En una época en que las vidas de los artistas eran
plenas de aventura, la suya es casi descolorida. La
crítica, en verdad, ha disipado gran parte de la charlatanería que Vasari acumuló, ha vituperado la leyenda de Filippo Lippi y Lucrezia Butti y
rehabilitado la persona de Andrea del Castagno: pero en el caso de Botticelli no hay ninguna leyenda
que destruir. Ni siquiera fue llamado por su nombre
verdadero: Sandro es un apodo, su verdadero nom101
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bre es Filipepi, siendo Botticelli el nombre del artífice en oro que primero le dio lecciones de arte. Sólo
dos cosas le acontecieron, dos cosas que compartió
con otros artistas: fue invitado a Roma a pintar en la
Capilla Sixtina y cayó en sus últimos años de vida
bajo la influencia de Savonarola, viviendo evidentemente casi fuera del contacto con los hombres, en
una suerte de religiosa melancolía que duró hasta su
muerte, en el año 1515, conforme a la fecha admitida. Dice Vasari que se abismó en el estudio del
Dante y hasta escribió un comentario sobre la "Divina Comedia". Pero parecería extraño que por
tanto espacio de tiempo hubiese vivido en la inactividad y casi se desea que algún documento viese la
luz que precisando la fecha de su fallecimiento con
anterioridad nos liberase de pensar sobre su abatida
vejez.
Es antes que todo un poético pintor, que mezcla
el encanto de la historia y del sentimiento, medio de
expresión del arte de la poesía, con el hechizo de la
línea y del color, medio de expresión de la pintura
abstracta. Así llegó a ser el ilustrador del Dante. En
unos pocos raros ejemplares de la edición dantesca
del año 1481, los espacios en blanco, dejados al
principio de cada Canto por la mano del ilumina102
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dor, fueron llenados hasta el decimonoveno Canto
del Inferno, con impresiones de chapas grabadas, según todas las apariencias, por vía de experimento,
por cuanto uno de los tres grabados que contiene la
copia que existe en la Bodleian Library, ha sido impreso de arriba para abajo y muy torcido en el conjunto del lujurioso estampado de la página. Giotto y
los discípulos de Giotto, con su casi infantil inclinación religiosa, no habían aprendido a unir ese cierto
valor de significación al exterior de las cosas, luz,
color, gesto común, que es propio de la poesía de la
Divina Comedia, y difícilmente antes del siglo XV pudo el Dante haber encontrado un ilustrador. Las
ilustraciones de Botticelli están atestadas con lo
fortuito, mezclando dentro de una sola lámina tres
fases de la misma escena con un ingenuo descuido
de la exactitud pictórica. Los grotescos, tan a menudo la piedra del escándalo para los pintores, que
olvidan que las palabras de un poeta sólo dan de
ellas una débil idea a la mente, debieron ser puestos
bajo llave cuando, transportados a forma visible,
provocaron el doloroso sentimiento de que Botticelli no había escogido para ilustrar la más enternecedora imagen del Purgatorio. Con todo, en la escena
de los que "descienden de prisa a los abismos infer103
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nales", hay un ingenioso vigor en el fuego que persiste adherido a las invertidas plantas de los pies de
los condenados, que demuestra claramente que el
dibujo no es una mera interpretación de las palabras
del Dante, sino la verdadera visión de un pintor;
mientras la escena de los Centauros seduce al instante, por cuanto Botticelli, descuidado de las prácticas circunstancias de su apariencia, se ha dejado
llevar con deleite por la influencia de estos Centauros, presentándolos como brillantes, salvajes criaturas de los bosques, con traviesas caras de niños y
formas graciosas, asaetando con diminutos arcos.
Botticelli vivió en una generación de naturalistas
y debe haber sido entre ellos un puro naturalista.
Hay trazas más que suficientes en su obra, de aquella alerta interpretación de las cosas exteriores, las
que, en los cuadros de ese período, llenaban los
prados con delicados seres vivientes, las faldas de
los collados con estanques de agua y los estanques
de agua con cañas florecidas. Pero esto no le era
suficiente; es un pintor visionario y en su imaginismo recuerda al Dante. Giotto, el probado
compañero de Dante, Masaccio, Ghirlandaio mismo, no deben haber sino copiado con más o menos
refinamiento la imagen exterior; eran dramáticos, no
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fantásticos pintores, eran casi impasibles espectadores de la acción que se desarrollaba en su presencia.
En tanto el genio del cual Botticelli es el tipo clásico, les usurpa los antecedentes puestos en su presencia como representante de sus ideas, de sus
modos y visiones. En este interés juega el genio a
anden y ténganse con aquellos antecedentes, rechazando algunos y aislando otros y siempre combinándolos de nuevo. Para Botticelli como para el
Dante, la escena, el color, el aspecto exterior o gesto, le llegaron con toda su incisiva e importuna realidad; pero despertándole, además, por alguna sutil
ley de su propia estructura, un estado de ánimo que
no despiertan en ningún otro pintor, estado de ánimo que es como el doble o repetición y al que viste;
ese todo lo distribuye con visible particularidad.
Pero está bastante lejos de aceptar la ortodoxia
convencional del Dante, que refiriendo toda acción
humana a la simple fórmula de Purgatorio, Cielo e
Infierno, deja un insoluble elemento de prosa en los
abismos de la poesía dantesca. Un cuadro suyo, con
el retrato del donante, Matteo Palmieri, debajo, tuvo
el crédito o descrédito de atraer alguna sombra de
censura eclesiástica. Este Matteo Palmieri (dos confusas figuras se mueven bajo ese nombre en la his105
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toria de aquellos tiempos) fue el reputado autor de
un poema todavía inédito, La Cittá Divina, que representaba al linaje humano como una encarnación
de esos ángeles que en la sublevación de Lucifer no
estuvieron ni con Dios ni con el diablo, una fantasía
de aquella antigua filosofía Alejandrina de la que fue
tan curiosa en ese siglo la intelectualidad florentina.
El cuadro de Botticelli debe haber sido sólo una de
esas familiares composiciones en las que el dibujo
religioso ha registrado las impresiones de las formas
varias de la bienaventurada existencia -Glorias, que
fueron llamadas-, como en la que Giotto pintó el
retrato de Dante; pero en cierta forma fue recelado
de dar expresión pictórica al perverso desvarío de
Palmieri, y la capilla donde estaba emplazado el cuadro fue clausurada. Artistas tan completos como lo
era Botticelli son comúnmente inconsiderados con
las teorías filosóficas, aun cuando el filósofo sea un
florentino del siglo XV y su obra un poema en terza
rima. Mas Botticelli, que escribió un comentario sobre Dante y se hizo discípulo de Savonarola, debe
haber permitido con destreza que semejantes teorías
se encontraran y desencontraran en él. Verdadera o
falsa, la historia interpreta mucho del peculiar sentimiento que infunde a sus profanas y sacras perso106
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nas, hermosas y en cierto modo cual ángeles, pero
con un sentido de mudanza o menoscabo en su interior; se diría la tristeza de los desterrados, conscientes de una pasión y energía mayores que ningún
conocimiento de ellos salido y desarrollado, que corre al través de toda su variada obra con un significado de inefable melancolía.
De modo que, precisamente, lo que el Dante
desprecia como indigno al mismo tiempo del cielo y
del infierno, Botticelli lo acepta; ese mediano mundo en el cual los hombres no intervienen en grandes
conflictos, no resuelven grandes asuntos y efectúan
grandes renunciamientos. Así establece por sí mismo los límites dentro de los cuales el arte, no perturbado por alguna ambición moral, realiza su más
sincera y segura obra. Su interés no reside ni en la
intemplada benignidad de los santos del Angélico,
ni en la intemplada maldad del Inferno de Orcagna;
reside en hombres y mujeres, en su variable e incierta condición, siempre atrayente, investidas algunas veces por pasión con un carácter de amabilidad
y energía, pero entristecidas perpetuamente por las
tinieblas de las grandes cosas que, en cayendo sobre
ellas las estremecen. Su moral es toda simpatía; y es
esta simpatía que transmitiendo a su obra algo más
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de lo que es usual de la verdadera complexión de la
humanidad, lo hace como es tan visionario y tan
potente realista.
Es esto lo que comunica a sus Madonnas su expresión única y encanto. Ha logrado en ellas un preciso y particular tipo, tan definido en su propio
espíritu, que lo ha pintado de nuevo, sin cesar, algunas veces, se piensa casi mecánicamente, como un
pasatiempo durante ese sombrío período en que sus
pensamientos lo abrumaban. Apenas hay alguna colección notable en la que no se encuentre uno de
aquellos cuadros circulares en que un séquito de ángeles inclina sus cabezas con suma sencillez. Quizás
a vosotros os haya alguna vez maravillado el pensar
que esas Madonnas de pueril mirada, de figura no
conforme con el reconocido o manifiesto tipo de
belleza os atraigan de más en más y vuelvan a menudo a vuestra memoria, en tanto que la Madonna
Sixtina y las Vírgenes de Fra Angélico son olvidadas. Al principio, poniéndolas en contraste, habréis
supuesto que había en ellas algo vil o abyecto, por
cuanto las abstractas líneas de la cara tienen poca
dignidad y pálido es su color. Porque con la de Botticelli sucede también que aunque tenga en su favor
la "opinión de todo el universo", es de aquellas que
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no están bien ni con Dios ni con el diablo; lo más
escogido está en su semblante. La luz blanca se distribuye en forma escasa y melancólica desde abajo,
como cuando la nieve yace sobre la tierra y los niños contemplan con sorpresa la extraña blancura de
los techos. Para la Madre el tormento reside en la
verdadera ternura del misterioso niño, cuya mirada
está puesta siempre lejos de ella y en la que se vislumbra ya esa dulce expresión de devoción a la cual
los hombres no han sido jamás capaces enteramente
de amar y que hace todavía que el divino nacido
constituya un objeto casi de duda para sus hermanos de la tierra. En un momento dado en verdad,
guía la mano de la Virgen para transcribir en un libro las palabras de su exaltación, el Ave, el Magnificat
y el Gaude María, y los tiernos ángeles, satisfechos de
distraerla por un momento de su abatimiento, están
ansiosos de tomar el tintero y sostener el libro. Mas
la pluma casi cae de su mano; las elevadas y frías
palabras no tienen para ella significado alguno; sus
verdaderos hijos son aquellos otros entre quienes
vino un día a su rústica morada el honor intolerable
bajo la mirada inquisidora de animales asustados de
sus irregulares semblantes -pícaros chiquillos como
los que en las aldeas de los Apeninos os tienden
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todavía sus largos brazos morenos en demanda de
una limosna, pero que se transforman los domingos
en enfants du choeur, con su abundante cabello negro
primorosamente peinado y hermosa ropa blanca de
lino sobre sus tostadas gargantas.
Lo más extraño es que Botticelli transmite este
sentimiento a los clásicos sujetos, siendo de ello su
más viva expresión un cuadro de los Uffizii que representa a Venus emergiendo de las olas, en el que
los grotescos emblemas de la Edad Media, un paisaje lleno de su particular sensibilidad, hasta sus extraños ropajes salpicados a la manera gótica con un
original capricho de margaritas, encuadran una figura que trae a vuestra memoria mucho de los acabados estudios en desnudo de Ingres. En principio, tal
vez, sois atraídos tan sólo por el esmero del dibujo
que parece recordaros inmediatamente todo cuanto
habéis leído de la Florencia del siglo XV; pero muy
luego pensaréis que este esmero es impropio del
sujeto, que su color es cadavérico o al menos frío. Y
sin embargo, cuanto más comprendáis lo imaginativo que es realmente este último; cuanto más comprendáis que todo color no es una mera cualidad
exquisita de las cosas naturales, sino una especial
aptitud por la cual se hacen expresivas al espíritu,
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más os agradará esta singular condición de su colorido y encontraréis en el delicado dibujo de las obras
de Boticelli un acceso más directo al temperamento
griego que acaso el que tuvieron las obras de los
mismos en el más refinado de sus períodos De los
griegos como realmente eran; de su disparidad con
nosotros mismos, de los aspectos de su vida exterior, sabemos bastante más que de Botticelli o sus
más doctos contemporáneos; pero la larga familiaridad con ellos ha embotado nuestro aprendizaje y apenas tenemos conciencia de todo cuanto le
debemos al genio helénico Y tenéis un recuerdo de
la primera impresión producida en la mente por
cuadros como los de Botticelli en el deseo casi
vehemente y doloroso de volver a ellos, desde un
mundo en el que han sido por tanto tiempo ignorados; y en la pasión, la energía y el ardor de realización con que Botticelli pone en evidencia su
intención, está la exacta medida de la legítima influencia que ejerce sobre el espíritu humano, el sistema imaginativo del cual este de Venus es, tal vez,
el mito central. La luz es en verdad fría, puro amanecer sin luz; en tanto que un pintor de los últimos
tiempos os hubiera saciado de resolana; y podéis
contemplar lo mejor de esa quietud en la dilatada
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masa de aire matutino que sesga el filo de las aguas.
Los hombres salen a sus labores hasta el atardecer;
mas ella, la Diosa, permanece alerta y deberíais suponer que el dolor de su expresión se debe a la
preocupación que le produce el completo y largo día
de amor que todavía le espera
Una emblemática figura del viento sopla con
fuerza desde el otro lado del agua gris, empujando
hacia adelante la concha de bordes delicados en que
navega; el mar "mostrando sus dientes" al moverse,
en delgadas líneas de espuma, embebe una por una
las rosas que van cayendo, severas en su diseño,
arrancadas con corto tallo, pero un tanto moradas
como son siempre las flores de Botticelli. Expresó
el pintor todo este vuelo de la fantasía, por el hecho
de ser enteramente deleitante y se debe en cierto
modo a falta de recursos, factor inseparable del arte
de ese tiempo, si resultó disminuido y enfriado. Pero esta predilección por los tonos menores tiene
también su importancia; y lo que es inequívoco es la
melancolía con la que ha concebido a la diosa del
placer como la depositaria de un gran poder sobre
la vida de los hombres.
He dicho que el carácter típico de Botticelli es el
resultado de la fusión en él de una simpatía por la
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humanidad en su incierta condición, de su fuerza de
atracción, de su investidura en muy raros momentos
de una reputación de amabilidad y energía, con su
conocimiento íntimo de la sombra que desciende
sobre la apariencia de las grandes cosas de las cuales
es separada; esto transmite a su obra ese algo más
de lo que transmiten los que pintan de ordinario en
procura del verdadero complejo de la humanidad.
Pinta la historia de la divinidad del placer en otros
episodios y no sólo en el que nace de la mar, pero
jamás sin cierta sombra de muerte en la grisácea
carne y en las pálidas flores. Pinta Madonnas que se
estremecen de la desgracia que aguarda a la divina
criatura y que hacen votos en inconfundible y tocante baja voz a favor de una más afectuosa y más
sumisa humanidad. La tradición afirma que la imagen representa a la propia Simonetta, amante de
Giuliano de Medici; el hecho es que la misma figura
aparece otra vez como Judith, regresando a su casa
a través de la campiña montuosa, después que consumada la hazaña llega el momento de la violenta
separación, cuando se transforma en una carga agobiadora la rama del olivo que lleva en su mano; como Justicia sentada en un trono, pero con una expresión resuelta de propia aversión que hace que la
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espada que empuña parezca la de un suicida; y otra
vez como Verdad en el cuadro alegórico de la Calumnia, donde de paso se puede notar lo sugestivo
de un imprevisto que identifica la imagen de la Verdad con la persona de Venus. Deberíamos descubrir
el mismo sentimiento a través de sus grabados; pero
su participación en ellos es dudosa y la finalidad de
este breve estudio se habría logrado, si hubiera señalado acertadamente la disposición particular de
espíritu en que trabajó.
Por último, debemos preguntarnos: ¿es un pintor
como Botticelli, un pintor subalterno, un sujeto
conveniente para someterlo a la crítica general? Hay
contados grandes pintores, como Miguel Ángel o
Leonardo, cuya obra haya llegado a considerarse
como una fuerza superior en la cultura general, en
parte por la sencilla razón de que lo han absorbido
todo de un artista como Sandro Botticelli; además
de pura crítica técnica o arqueológica, debe ser muy
bien empleada en este género de interpretación, crítica general que ajusta la posición de estos hombres
a la cultura extensiva, puesto que hombres de menos capacidad pueden, mientras tanto, ser apropiados para la técnica o estudio de lo antiguo. Al lado
de aquellos grandes hombres hay un cierto número
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de artistas que gozan de la señalada facultad de
transmitirnos un tipo particular de placer que no
encontramos en otra parte; y éstos también tienen
su sitio en la cultura del mundo y deben ser interpretados por los que han sentido intensamente su
encanto; a menudo son objeto de una especial asiduidad y de una consideración enteramente afectuosa, justamente porque no recae sobre ellos la
fuerza de un gran renombre y autoridad. Botticelli
constituye uno de los de este selecto número. Tiene
de la frescura, de la incierta y tímida promesa que
pertenece al más antiguo Renacimiento y lo hace, tal
vez, el más interesante período en la historia del espíritu. Estudiando su obra se empieza a comprender
a cuán altos destinos fue llamado el arte de Italia en
la cultura humana.
(1870)
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CAPÍTULO IV
LUCA DELLA ROBBIA
Los escultores italianos de la primera mitad del
siglo XV son algo más que simples precursores de
los grandes maestros de sus postrimerías y a menudo alcanzan perfección dentro de los estrechos límites que escogieron para imponer sus obras. Su
escultura participa con las pinturas de Botticelli y las
iglesias de Brunelleschi de aquella profunda fuerza
de expresión, de aquella íntima expresión de sensibilidad que constituye la particular fascinación del
arte de Italia en ese siglo. Sus obras han sido muy
menospreciadas, a menudo casi escondidas en medio de la frivolidad de la decoración moderna, y es
con una cierta sensación de sorpresa que descubri116
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mos los lugares donde su llama arde todavía. Se desea vivamente penetrar en las vidas de los hombres
que han dado expresión a tanto poder y dulzura.
Pero contribuye a esta reserva la austera dignidad y
simplicidad de sus existencias, el que sus historias se
hayan perdido en su mayor parte o se hayan divulgado muy brevemente. De sus vidas como de sus
obras, toda agitación de ruido y color ha desaparecido. Mino, el Rafael de la escultura; Maso del Rodario, cuyos trabajos añaden mayor gracia a la
Catedral de Como, en fin, Donatello mismo, se pregunta uno, en vano, por más de un contorno tenebroso de sus vividos días. Algo más ha persistido de
Luca della Robbia; algo más que una biografía de
vicisitudes externas y de fortuna se ha expresado a
través de su obra. Supongo que no hay nada que
recuerde con mayor vivacidad al espíritu, el verdadero aire de una ciudad de Toscana, que aquellos trozos de cerámica azul pálido y blanca por los que
Luca es mejor conocido; son fragmentos de lechoso
cielo mismo caídos en las calles frías y penetrados
en las sombrías iglesias. Ninguna obra es menos
imitable; es como el vino toscano, que pierde su
sabor en cuanto es sacado del lugar donde se produce, de entre los arruinados muros donde fue en
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un principio colocado. Parte del encanto de este
trabajo, de su gracia, pureza y pulida expresión, es
común a todos los escultores toscanos del siglo XV;
en razón de que Luca fue antes que todo un trabajador en mármol, sus trabajos en terra-cotta transfieren únicamente a diferente material los principios de
su escultura.
Los escultores toscanos del siglo XV trabajaron
en su mayor parte en bajo relieve, dando a menudo
a sus efigies monumentales parte de aquella depresión de superficie e infundiéndoles por este medio
una patética sugestión, un algo del agotamiento y la
diafanidad de la muerte. Aborrecen de toda gravedad y énfasis, de todo claro y oscuro intensamente
opuestos y buscan sus medios de delinear entre esos
últimos refinamientos de la sombra, que son casi
invisibles excepto en una fuerte luz y a los que aun
el más delicado de los lápices puede difícilmente
seguir. La íntegra esencia de su obra es expresión; el
paso de una sonrisa por sobre la cara de un niño, la
leve ondulación del aire en un apacible día, sobre la
cortina de un ventanal entornado.
¿Cuál es el valor exacto de este sistema de escultura, de este bajo relieve? Luca della Robbia y los
demás escultores de la escuela a que pertenece, tie118
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nen presente el problema universal de su arte, y el
sistema del bajo relieve es el medio por el cual
afrontan y superan las restricciones especiales de la
escultura.
Este límite se debe al material elegido y a otras
condiciones esenciales a toda obra escultórica y
consiste en la tendencia de semejante trabajo a un
duro realismo, a una unilateral presentación de mera
forma, a que ese sólido material forja lo que sólo el
movimiento puede poner en evidencia, un algo pesado y oscuro y una individualidad de expresión que
empuja a la caricatura. En contra de esta tendencia a
la rígida presentación de pura forma, procurando
vanamente competir con la misma realidad de la
naturaleza, lucha constantemente toda noble escultura; y cada gran sistema de escultura se le resiste
a su modo, eterificando, espiritualizando, animando
su rigidez, su pesadez, su falta de vida. El uso del
colorido en escultura no es sino un torpe artificio de
efecto obtenido por préstamo de otro arte, efecto
que la más noble escultura produce por medios que
le son estrictamente propios. No recurrir al color,
pero sí al equivalente del color; asegurar la expresión
y la representación de la vida; expandir la demasiado
firmemente encapillada individualidad de la pura,
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inanimada e incolora forma: este es el problema que
los tres grandes estilos de escultura han resuelto por
tres sendas distintas.
Allgemeinheit -amplitud, generalidad, universalidades la palabra escogida por Winckelmann y tras él
por Goethe y muchos críticos alemanes, para explicar las leyes seguidas por los más excelentes escultores griegos -Fidias y sus discípulos- que incitaron a
buscar el tipo en lo individual, a extraer y expresar
sólo lo que es orgánico y permanente, a purificar lo
individual de todo aquello que estrictamente le pertenece, de todos los accidentes, los sentimientos y
acciones de un momento especial, todo aquello que
es apto para ser contemplado como un algo helado,
si se lo fija, porque en su propia naturaleza persiste
sólo por un momento.
En este sentido sus obras fueron cual cierto sutil
extracto o esencia, o casi como puros pensamientos
o ideas: de aquí su soplo de humanidad, ese apartamiento de las condiciones de un sitio particular o
pueblo, que ha llevado su influencia mucho más allá
de la época que los vio nacer y que les ha asegurado
universal acogida.
Fue la manera griega de poner en evidencia la dureza y falta de espiritualidad de la pura forma. Pero
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implicaba en un cierto grado el sacrificio de eso que
llamamos expresión; y ciertamente un sistema de
abstracción que aspiró siempre al tipo amplio y general, a la eliminación de lo individual, de aquello
que únicamente le perteneció y de los simples accidentes de un tiempo y lugar particulares, imponía
sobre el orden de los efectos abiertos al escultor
griego límites algo mezquinamente definidos. Cuando Miguel Angel llegó, por consiguiente, con un genio espiritualizado por el recuerdo de la Edad Media, compenetrado por su espíritu de intimidad e
introspección, viviendo no una simple vida exterior
como los griegos, pero sí una vida llena de íntimas
experiencias, pesadumbres y consuelos, un sistema
que sacrificaba gran parte de lo que era profundo e
invisible, no pudo satisfacerlo. Para él, amante y
estudioso como era de la escultura griega, obra que
no pusiera en evidencia lo que era íntimo, que no se
inquietara por la expresión individual, con el carácter y sentimiento individuales, la extraordinaria historia del alma extraordinaria, no era digna de tenerse
en cuenta.
Y así, en una manera que le era absolutamente
personal y peculiar, que a menudo es, y siempre parece efecto del accidente, aseguró para su obra indi121
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vidualidad e intensidad de expresión, mientras que
esquivó un realismo demasiado pesado, aquella tendencia a obstinarse en la caricatura, que se inclina a
manifestar la representación del sentimiento en la
escultura. Lo que tiempo y accidente, sus siglos de
oscuridad bajo los surcos de la "pequeña granja Melián", hicieron con singular toque de felicidad para la
Venus de Milo, estregando su superficie y suavizando sus líneas, de modo que parezca siempre que
algo de espiritual está a punto de dejarse ver, como
si con ella la escultura clásica hubiera avanzado ya
un peldaño en la mística época cristiana, siendo su
expresividad en el orden general del trabajo antiguo,
la más parecida a las obras de Michelangelo; efecto
que éste alcanza dejando casi toda su escultura en
una suerte embarazosa de imperfección, que sugiere
más bien que determina la forma del todo realizada.
Algo de la consunción de aquella imagen de nieve
que moldeó por orden de Piero dei Medici, una noche que nevaba en el patio del Palacio Pitti, por cuyos alrededores rondaba casi siempre; como si
hubiera resuelto efectuar una tarea exigida medio en
mofa, el carácter de toda su obra. Muchos se han
maravillado de esa imperfección, recelando, sin embargo, de que el mismo Michelangelo la amase y le
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repugnase cambiarla, y sintiendo, al mismo tiempo,
que también ellos hubiesen perdido algo si la semirrealizada forma, tan toscamente bosquejada aquí,
tan delicadamente terminada allí, hubiese emergido
netamente de la piedra. Y desearon en tanto profundizar en el encanto de esta imperfección. ¡Pues
bien, esa imperfección es el equivalente michelangelesco del color en la escultura, es su manera de espiritualizar la pura forma, de atenuar el rígido realismo, comunicándole aliento, pulsación, la sensación de vida! Fue la característica también que estuvo de acuerdo con su peculiar temperamento, con
su modo de vivir, con sus desengaños y desilusiones. Y fue en realidad una cosa en sí misma perfectamente definida. En esta forma él combina la
extrema cantidad de pasión e intensidad con el sentido de una complaciente y flexible vida: no obtiene
puramente vitalidad, pero sí una maravillosa fuerza
de expresión.
A medio camino entre estos dos sistemas -el sistema de los escultores griegos y el sistema de Michelangelo- está el sistema de Luca della Robbia y
de los demás escultores toscanos del siglo XV, participando tanto del Allgemeinheit de los griegos -en su
manera de extraer ciertos selectos elementos sólo de
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la pura forma con el sacrificio de todo el resto- como de la estudiada imperfección de Michelangelo,
lo que mitiga aquel sentido de intensidad, de pasión,
de energía que hubiera de otro modo terminado en
caricatura. Como Michelangelo, estos escultores
colmaron sus obras de intensa expresión individual.
Sus más nobles trabajos son las cuidadosas figuras
sepulcrales de singulares personas, como el monumento al Conte Ugo en la Badía de Florencia, el
de la joven Medea Colleoni, aquella del magnífico y
largo cuello, en la capilla que se encuentra sobre el
fresco lado norte de la iglesia de Santa María Maggiore en Bérgamo, monumentos que abundan en las
iglesias de Roma, inagotables en sugestiones de reposo, de un sumiso júbilo sabático, de una especie
de sacra gracia y refinamiento y estos elementos de
tranquilidad, de reposo conducen en conjunto a una
intensa e individual expresión, por un sistema de
convencionalismo tan diestro y sutil como el de los
griegos, que reprime todas las curvas evidenciando
la sólida forma y pone el conjunto en bajo relieve.
La vida de Luca, vida de trabajo y frugalidad, sin
aventuras y sin emociones, excepto las que son propias del ensayo de nuevos procesos artísticos, de la
lucha con sus nuevas dificultades, de la solución de
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problemas tan sólo de arte, colma los primeros setenta años del siglo XV. Después de producir muchos trabajos en mármol para el Duomo y el Campanile de Florencia, que lo colocaron entre los primeros maestros de escultura de su época, ambicionó
realizar el espíritu y manera de esa escultura en un
material más humilde; unir su ciencia, su exquisito y
expresivo sistema del bajo relieve al arte vulgar de la
alfarería; introducir esas altas cualidades en las cosas
comunes; adornar y cultivar cotidiana-mente la vida
de familia. En lo que atañe a esto, es profundamente característico de la Florencia de ese siglo, eso
que reside bajo su vanidad superficial y capricho,
una cierta modestia, seriedad y simplici-dad de
mundo antiguo. Los hombres no habían aún principiado a pensar que lo que era un arte bueno para
las iglesias, no resultaba tan bueno o resul-taba menos apropiado para sus propias casas. El nuevo trabajo de Luca se realizó al principio en simple loza
blanca; una sencilla y tosca imitación del ir-co mármol laboriosamente trabajado y terminado en pocas
horas. Por esa modesta senda, logró un nue-vo
éxito, otra artística gracia. La fama de la alfarería
oriental, con sus extraños brillantes colores, colores
de arte, colores no para ser logrados en la piedra
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natural, se mezcló con la tradición de la antigua cerámica romana de la vecindad. Las pequeñas jarras
de Arezzo de color rojo coralino, desenterradas en
ese distrito, de tiempo en tiempo, son apreciadísimas. Estos colores prevalecieron en la imaginación
de Luca. "Continuó aún buscando algo más", dice
su biógrafo; "y en lugar de modelar sus figuras con
tierra calcinada simplemente blanca, añadió la ulterior invención de darles colorido, para asombro y
deleite de todos los que las contemplaban". Cosa
singolare, e molto utile per la state! -una cosa curio-sa y
muy útil para tiempo de verano-, llena de frescura y
quietud para la mano y para la vis-ta. Luca amaba
las formas de diferentes frutas y las efectuó dentro
de toda suerte de sorprendentes marcos y guirnaldas, dándoles sus colores natura-les y solamente
atenuándolos un tanto, haciéndolos un poco mas
pálidos que lo que son en la naturaleza.
He dicho que el arte de Luca della Robbia poseyó
en una desusada medida esa característica especial
que pertenece a todos los artistas de su escuela: una
característica que, aun en ausencia de suficiente información positiva sobre su historia, parece transportar a esos artistas muy cerca de nosotros. Ellos
llevan el sello de una cualidad personal, de una pro126
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funda fuerza de expresividad, que los franceses llaman intimité, por lo que denota cierto más sutil sentido de originalidad -el sello en la obra de un
hombre, de lo que es más íntimo, profundo y peculiar en sus estados de ánimo y en su manera de concebirlos: es a esto a lo que llamamos expresión, llevado a su más alto grado de intensidad-. Esa característica es rara en poesía, más rara todavía en arte y
rarísima, más que todo, en el abstracto arte de la
escultura; sin embargo, esencialmente, tal vez, es la
sola cualidad que en el orden imaginativo produce la
obra realmente de un valor absoluto. Es en razón
de que los trabajos de los artistas del siglo XV poseen esta cualidad en forma inconfundible, que se
sienten ansias de conocer todo lo que puede ser conocido sobre ellos y eso nos explica también el secreto de su encanto.
(1872)
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CAPÍTULO V
LA POESÍA DE MICHELANGELO
Los críticos de Michelangelo han señalado algunas veces como la única característica de su genio,
su asombrosa fuerza, que se inclina, como lo hace
siempre la gran fuerza en las cosas de la imaginación, a lo que es singular y extraño. Una cierta extrañeza, algo del florecer del áloe, constituye en
realidad un elemento en todas las verdaderas obras
de arte: el que ellas nos exciten o sorprendan es indispensable; que nos comuniquen placer y ejerzan
un encanto sobre nosotros, también es indispensable, y su extrañeza o singularidad debe ser dulce
además, debe ser una agradable singularidad. Para
los verdaderos admiradores de Michelangelo este es
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el ideal de lo "michelangelesco": dulzura y fuerza,
placer con sorpresa, una energía de concepción que
parecería a cada momento estar dispuesta a romper
con todas las condiciones de la forma graciosa, recuperando, toque a toque, una amabilidad usualmente encontrada tan sólo en las más simples cosas
naturales, ex forti dulcedo.
En este sentido compendia el carácter íntegro del
arte medioeval en lo que lo distingue más netamente
de la obra clásica, la presencia de una convulsa
energía que se trocaría en manos menos hábiles puramente en monstruosa o repugnante y que daría la
sensación a menudo hasta en sus más graciosas
producciones, como de una originalidad reprimida o
grotesca. Sin embargo, los que aprecian esta gracia o
dulzura en Michelangelo, podrían en el primer momento sentirse confundidos si se les preguntara en
qué reside precisamente esa cualidad. Hombres de
temperamento inventivo, Víctor Hugo, por ejemplo, por quien, como por Michelangelo, las gentes
se han sentido en su mayor parte atraídas o repelidas por su fuerza, en tanto que pocos han comprendido su dulzura, algunas veces han mitigado,
pero con algo de encanto estético concepciones de
grandeza simplemente moral o espiritual mediante
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accidentes o accesorios agradables como la mariposa que desciende sobre la barricada ensangrentada
en Les miserables, o como aquellas aves marinas, a las
cuales en Les travailleurs de la mer, el monstruo Gilliat
les resulta una cosa naturalmente salvaje de modo
que no le temen mayormente. Pero el austero genio
de Michelangelo no puede depender por su dulzura
de meros accesorios de esa especie. No siente el
mundo de las cosas naturales: "Cuando se habla de
él, dice Grimm, bosques, nubes, mares y montañas
desaparecen y sólo lo que está constituído por el
espíritu del hombre perdura intacto"; y reproduce
unas breves palabras de una carta suya a Vasari,
como singular expresión de todo lo que ha dejado
de un sentimiento por la naturaleza. No ha dibujado
flores, como aquellas con las que Leonardo salpica
sus más tenebrosas rocas; nada cual el relieve de alas
y llamaradas con las que William Blake encuadra sus
más asombrosas concepciones. No florestas en escena, como las que ocupan los fondos de los cuadros del Tiziano, pero sí, tan sólo, un desnudo
conjunto de rocas y salvajes formas vegetales igualmente desnudas como si se hallaran en un mundo
anterior a la creación de los primeros cinco días.
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Del total de la Creación ha pintado únicamente la
del primer hombre y de la mujer primera y algo débilmente para un artista de sus recursos, la Creación
de la Luz. Es propio de cierta cualidad de su genio,
interesarse casi exclusivamente con la hechura del
hombre: y esta hechura no es para él como en la
historia bíblica, el último acto y coronamiento de
una serie de manifestaciones, pero sí el primero y
único acto, la creación de la vida misma en su suprema forma, sobre la marcha e inmediatamente, en
el frío e inanimado mármol. Con él, el comenzar de
la vida tiene todas las características de resurrección;
es como el restablecimiento de la salud o de la energía con su gratitud, su efusión y su elocuencia. Hermoso como los jóvenes de los mármoles de Elgin,
el Adán de la Capilla Sixtina se diferencia de ellos,
por una total ausencia de ese equilibrio y perfección
que expresa tan bien el sentimiento de una vida independiente y reservada. En aquella lánguida figura
hay algo de rudo y como de sátiro, algo que está
emparentado con la escabrosa ladera en que reposa.
Su conjunto está recogido en una expresión de simple expectativa y recepción: tiene apenas fuerza suficiente para levantar su dedo a fin de que toque el
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dedo del Creador; ¡no obstante que un simple contacto de las yemas bastaría!
Esta creación de la vida -vida que llega siempre
como alivio o mejoría y siempre en vigoroso contraste con la masa toscamente labrada en que está
animada- es por varios modos el motivo de toda la
obra de Michelangelo, sea su inmediato sujeto pagano o cristiano, leyenda o alegoría, y a pesar de que
una mitad de sus trabajos al menos hayan sido destinados al adorno de sepulcros, de la tumba de Julio,
de las tumbas de los Medici. No el Juicio Final, pero
sí la Resurrección, es el verdadero asunto de su último trabajo en la Capilla Sixtina; y su tema favorito
es la leyenda de Leda, la delicia del universo entero
irrumpiendo del huevo de un pájaro.
Como lo he puesto ya en evidencia, retiene esa
idealidad de expresión (que en la escultura griega
descansa en un delicado sistema de abstracción y en
la antigua escultura italiana en el bajo relieve), por
un estado incompleto, que creo a nadie desagrada,
que seguramente no es siempre involuntario y que
arriesga al espectador a completar en su imaginación
la semiemergente forma. Y así como sus personas
tienen algo de la piedra bruta que las retiene, así
(como para dar fe a la expresión con la que un viejo
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documento florentino denominaba a un escultor:
maestro en piedra viva) por su virtud parecen tener vida las mismas rocas: no tienen sino que desechar el
polvo y la costra para surgir y erigirse. Amó así las
canteras de Carrara; aquellos extraños picos grises
que hacia el mediodía transfieren a un escenario
donde son visibles algo de la solemnidad y reposo
del atardecer; y algunas veces vagabundeó entre
ellos mes tras mes, hasta que al fin sus tintes pálidos
de fresno parecen haber pasado a sus pinturas; y en
la coronilla de la cabeza del David perdura todavía
un fragmento de mármol sin tallar, como para dar
testimonio, más vivamente, de su vinculación con el
lugar del que se extrajo.
Y es en esta penetrante sugestión de vida en la
que debe ser encontrado el secreto de la dulzura de
Michelangelo. Nos ofrece, a la verdad, no amables
objetos naturales como Leonardo o Tiziano, pero sí
únicamente las más frías y más incipientes sombras
de rocas y de árboles; no hermosos ropajes y graciosos ademanes de vida, pero sí tan sólo las austeras
verdades de la naturaleza humana: "Sencillas personas -como replicó con su áspera modalidad a la
quejosa crítica de Julio II, quien se lamentaba de no
encontrar oro en las figuras de la Capilla Sixtina133
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que no ostentan oro en sus vestiduras"; pero nos
llega con un sentimiento de esa potencia que asociamos a todo el ardor, vehemencia y plenitud del
mundo, cuyo sentido trae a nuestro pensamiento
como un enjambre de pájaros, de flores y de insectos. El espíritu fecundo de la vida reside allí y el calor del verano puede hacerlo irrumpir en cualquier
momento.
Michelangelo nació en el espacio de tiempo de un
rápido viaje nocturno, en el mes de marzo, en un
lugar situado en las proximidades de Arezzo, cuyo
aire sutil y claro era entonces considerado como
propicio al nacimiento de niños de gran talento.
Venía de una raza de hombres graves y dignos que,
reivindicando parentela con la familia de Canossa y
cierto tinte de sangre imperial en sus venas, habían,
generación tras generación, recibido empleos honorables bajo el gobierno de Florencia. Su madre, una
niña de diecinueve años, lo envió para que se criara
a una casa de campo entre las montañas de Settignano, en donde cada vecino solía ser picapedrero en
las canteras de mármol; y el niño prestamente se
familiarizó con esa extraña primera etapa del arte de
la escultura. A este proceso siguió la influencia del
más dulce y más plácido maestro que Florencia haya
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visto jamás: Domenico Ghirlandaio. A los quince
años trabajaba entre las curiosidades del jardín de
los Medici, copiando y restaurando antigüedades y
ganándose la benevolente atención de Lorenzo el
Magnífico. Supo también cómo provocar grandes
odios; y por ese entonces, en una querella con un
condiscípulo, recibió un puñetazo en la cara que lo
privó para siempre del donaire de su aspecto exterior.
Fue debido a un accidente que se puso a estudiar
aquellas obras de los antiguos escultores italianos
que influyeron gran parte de sus más magníficos
trabajos y los impregnaron de una tan profunda
dulzura. Creía en sueños y presagios. Uno de sus
amigos soñó dos veces que Lorenzo, entonces recientemente muerto, se le había aparecido con un
traje gris y polvoriento; Michelangelo pensó que este
sueño era augurio de los sufrimientos que muy luego vinieron realmente, y con la precipitación que era
característica de todas sus acciones, dejó Florencia.
Habiendo tenido ocasión de pasar a través de Bolonia, descuidó de procurarse el pequeño sello de lacre
colorado, que los extranjeros que entraban en la ciudad debían llevar en el pulgar de la mano derecha, y
no teniendo dinero con que pagar la multa habría
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sido encarcelado si uno de los magistrados no se
hubiese interpuesto en su favor. Permaneció en la
casa de este hombre un año íntegro, recompensándole su hospitalidad con lecturas de los poetas italianos de su predilección. Bolonia, a pesar de sus
interminables columnatas y fantásticas torres inclinadas, no pudo nunca haber sido una de las más
hermosas ciudades italianas; pero alrededor de los
portales de sus vastas e inconclusas iglesias y de sus
oscuras reliquias, semiocultas entre flores y velas
votivas, se encuentran algunas de las más dulces
obras de los primeros escultores toscanos, Giovanni
de Pisa y Jacopo della Quercia, alegres como las flores; y el año que Michelangelo disipó copiando estas
obras, no resultó un año perdido. Fue entonces que
regresando a Florencia dio a luz esa única representación de Baco, que expresa, no el buen humor
del dios del vino, pero sí su soñolienta gravedad de
maneras, su entusiasmo, su capacidad para los hondos ensueños. Nadie ha expresado más fielmente
que Michelangelo la noción de un inspirado sueño,
la noción de rostros aureolados de ensueño. Un
enorme fragmento de mármol había reposado largamente bajo la Loggia de Orcagna, y más de un
escultor había pensado como él en una forma que
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empleara exactamente el famoso bloque tallándolo a
guisa de diamante, sin desperdicio alguno. Bajo el
buril de Michelangelo se transformó en el David, que
estuvo sobre los peldaños del Palazzo Vecchio, hasta.
que recientemente fue de nuevo colocado bajo la
Loggia. Michelangelo tenía en ese entonces treinta
años y su reputación se confirmó. Tres grandes
obras ocupan el resto de su vida -tres trabajos a
menudo interrumpidos, logrados a través de mil
hesitaciones, de mil desengaños, disputas con sus
mecenas, disputas con su familia, disputas, tal vez,
más que todo, consigo mismo-: la Capilla Sixtina, el
Mausoleo de Julio II y la Sacristía de San Lorenzo.
En la vida de Michelangelo no es difícil encontrarse con la fuerza inclinándose a menudo hacia la
amargura. Una nota discordante resuena de un extremo a otro de ella, que casi destruye su armonía.
"Trata al Papa, como el rey de Francia en persona
no osaría tratarlo a él", dice Rafael; y cierta vez pareció haberse encerrado en su casa con la intención
de dejarse morir de hambre. Leyendo su vida nos
adentramos en sus agrios, no atemperados incidentes, y surge el pensamiento una y otra vez de que es
uno de aquellos que incurren en el juicio del Dante,
como habiendo "obstinadamente vivido en melan137
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colía". Su ternura y su piedad son amargadas por su
fuerza. ¡Qué apasionado llanto el de esa misteriosa
figura que, en la Creación de Adán, esta postrada bajo
la imagen del Omnipotente, en tanto que avanza en
el repliegue de sus vestiduras, con la creación de las
cosas, la mujer y su progenie! ¡Qué sensación de
dolor en aquellos dos jóvenes cautivos que sienten
las cadenas como agua hirviente sobre su soberbia y
delicada carne! El idealista que llegó con Savonarola
a transformarse en un reformador, el republicano
que cuidaba solícitamente de las fortificaciones florentinas, en la extrema lucha de Florencia por la
libertad -el nido donde había nacido, il nido ove naqqu'io, como la llama una vez, en un repentino impulso de afectividad-, y que creyó no obstante
siempre que corría sangre imperial por sus venas y
que descendía de la estirpe de la gran Matilde, encerraba en lo profundo de su naturaleza cierto brote
secreto de rebelión y de dolor. Sabemos poco de su
adolescencia; pero todo tiende a hacernos creer en
la vehemencia de sus pasiones. Bajo la calma platónica de sus sonetos está latente un hondo encanto
por la forma y el color carnal. En ellos y aun más en
los madrigales, a menudo cae en el lenguaje de los
afectos menos tranquilos en tanto algunos tienen el
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sabor del arrepentimiento, como del extraviado que
retorna al hogar.
Aquel que hablaba tan decididamente de la supremacía de la develada forma humana en el mundo
de lo imaginativo, no fue siempre, podemos suponerlo, un mero amante platónico. Intedeterminados
y caprichosos pueden haber sido sus amores; pero
debieron participar de la fuerza de su naturaleza, y
algunas veces, tal vez, no siendo tan armoniosos,
turbaron enteramente la tranquila sucesión de sus
días: par che amaro ogni mio dolce io senta.
Pero su genio está en perfecta concordancia con
él; y del mismo modo que en los productos de su
arte encontramos recursos de dulzura entre su exuberante fuerza, así también en su historia, amarga
como puede ser en su sentido ordinario, hay incluídas entre el resto páginas selectas, páginas que pueden fácilmente recorrerse con demasiada presteza,
pero que sin embargo dulcifican todo el volumen.
El interés de los poemas de Michelangelo reside en
que nos hacen espectadores de esa lucha; lucha de
una poderosa naturaleza para ataviarse y templarse;
lucha de una pasión desoladora, que se desespera
por ser tan resignada, dulce y melancólica como era
la de Dante. Es por su carácter fortuito e irregular
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que aquella poesía nos acerca más al autor, a su
propio espíritu y temperamento, que cualquier otro
trabajo realizado tan sólo con el fin de lograr una
reputación literaria. Sus cartas nos dicen poco de lo
que merece saberse de él: unas pocas, insignificantes
querellas sobre cuestiones de dinero y comisiones.
Pero es muy otra cosa lo que ha sucedido con estas
canciones y sonetos, escritos en momentos perdidos, ciertas veces sobre el margen de sus bosquejos,
a menudo bosquejos inacabados, paralizando a su
paso algún sentimiento que palpita o una idea improvisada. Y acontece que un verdadero estudio de
ellos recién ha sido posible efectuarlo dentro de los
pocos últimos años. Algunos de los sonetos circularon ampliamente en manuscritos y fueron en la
época misma de la vida de Michelangelo objeto de
discursos académicos; pero al compilarlos por la primera vez en un volumen en el año 1623 su sobrino
nieto, llamado Michelangelo Buonarroti el joven,
omitió muchos y en parte los escribió de nuevo y
ciertas veces llegó hasta comprimir dos o más composiciones en una, siempre esfumando, sin embargo, algo del vigor y de la penetrabilidad del original.
De ese modo el libro permaneció descuidado, aun
por los mismos italianos en el último siglo, a través
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de la influencia de aquel gusto francés que despreció
todas las composiciones de dicha especie, como
había desdeñado y olvidado al Dante. "Su reputación se acrecentará siempre, por cuanto es tan
poco leído", dice Voltaire del Dante. Pero en el año
1858, el último de los Buonarroti dejó en testamento a la Municipalidad de Florencia las curiosidades de su familia, y entre ellas había un precioso
volumen conteniendo el autógrafo de los sonetos.
Un erudito italiano, el señor César Guasti, resolvió
comparar estos autógrafos con otros manuscritos
existentes en el Vaticano y demás partes, y en el año
1863 publicó una verdadera versión de los poemas
de Michelangelo, con disertaciones y paráfrasis4.
Se ha hablado a menudo de estos poemas como
si fueran un simple grito de angustia, una demanda
de amor ante el obstinado corazón de Vittoria Colonna. Pero los que así se expresan olvidan que, aun
cuando es muy enteramente posible que Michelangelo hubiese visto a Vittoria, esa un tanto sombría
figura, ya en el año 1537, sin embargo, su más sólida
intimidad no principió hasta los alrededores del año
4 Los sonetos han sido traducidos al inglés, con gran habilidad y sabor poético, por J. A. Raymonda.
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1542, cuando Michelangelo frisaba los setenta años.
Vittoria misma -una ardiente neocatólica, que había
hecho voto solemne de perpetua viudez, desde que
tuvo noticia diecisiete años antes, de la muerte del joven y
augusto marqués de Pescara a consecuencia de las heridas recibidas en la batalla de Pavía- no podía ser por
lo demás objeto de otra gran pasión. En un diálogo
escrito por el pintor Francesco d'Ollanda, vislumbramos la silueta de ambos en una solitaria iglesia romana, un domingo por la tarde, discurriendo
sobre las características de varias escuelas de arte y
todavía con más ardor sobre los escritos de San Pablo o ya siguiendo las huellas y gustando los sombríos placeres del fatigado pueblo, liberados casi del
cariño por las cosas exteriores. En una carta que se
conserva aún, expresa la terrible pesadumbre de que
cuando fue a visitarla, ya muerta, besó tan sólo sus
manos, debiendo haberle besado también su cara y
su frente. Modeló o se puso a la obra para tallar un
crucifijo para ella, y dos dibujos, tal vez, de preparación de este crucifijo, existen actualmente en Oxford. De las alusiones en los sonetos podemos
deducir que cuando por vez primera se pusieron en
contacto, él había luchado mucho consigo mismo
para dilucidar si esta última pasión amorosa no sería
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la más enternecida y la más desolada de todas, un
dolce amaro, un si e no mi muovi. ¿Es carnal afecto, o del
suo prestino stato (el estado prenatal de Platón) il raggio
ardente? La antigua crítica convencional, traficando
con el texto de 1623, ha presumido con ligereza que
todos o casi todos los sonetos eran, en efecto, dedicados a Vittoria; mas el señor Guasti encontró
solamente cuatro, o a lo sumo cinco, que pueden
considerarse como tales, bajo auténtica autoridad.
Todavía existen motivos suficientes para permitir
que dicho señor atribuya la mayoría de ellos al período comprendido entre los años 1542 y 1547 en
forma que podemos considerar el volumen como
un testimonio de este intervalo de descanso en la
historia de Michelangelo. Sabemos cómo Goethe
logró escapar de la violencia de sentimientos demasiado fuertes para él, haciéndolos materia de uno
de sus libros; y para Michelangelo escribir todos sus
apasionados pensamientos, expresarlos en un soneto, fue en cierta forma dominarlos y encontrar su
verdadera senda en ellos.
La vita del mio amor non è il cor mio,
Ch'amor, di quel ch'io t'amo, è senza core.
Fue precisamente porque Vittoria no le suscitó
una gran pasión que el período de su vida en la que
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esa pasión reinó, tiene, se diría, una suavidad particular; y el espíritu de los sonetos desaparecería si
alguna vez los sacáramos de esa atmósfera de ensueño en que se forjaron, por cuanto el poder sobre
ellos de todas las cosas exteriores es tímido e incierto. Su tono predominante es el de una calma y
meditativa dulzura. El grito de angustia está evidentemente allí, pero como un simple residuo, como el vestigio de una substancia única, cabalmente
discernible en la canción que cual límpido, dulce
manantial surge en un encantado período de su
existencia.
Este encantado y tranquilo intervalo en la vida de
Michelangelo, sin el cual su excesiva fuerza hubiera
sido tan imperfecta y que lo pone a cubierto de la
sentencia del Dante para los que "obstinadamente
vivieron en melancolía", es entonces un bien definido período, que se extiende desde el año 1542 al
1547, año de la muerte de Vittoria. En tal espacio de
tiempo, triunfa el esfuerzo de toda su vida para
atemperar sus vehementes emociones, soterráno-las
en las regiones del sentimiento ideal; y lo más significativo de la personalidad de Vittoria Colonna es
que constituyó para Michelangelo un tipo de afecto
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que aun en la desilusión supo llevar encanto y dulzura a su espíritu.
En el esfuerzo de tranquilizar y suavizar su vida,
idealizando sus más vehementes sentimientos, hubo
dos grandes influencias tradicionales, una u otra de
las cuales hubiera seguido un italiano del siglo XVI.
Fue el Dante, cuyo pequeño libro la Vita Nuova,
había llegado prestamente a ser el arquetipo del
amor imaginativo, sostenido aunque algo débilmente por los tardíos continuadores de Petrarca, y
fue la tradición platónica también, desde que Platón
se transformó en algo más que un nombre en Italia
gracias a la publicación por Marsilio Ficino de la
traducción latina de sus obras. La creencia del
Dante en la resurrección del cuerpo, por la cual, aun
en el cielo, Beatriz no pierde para él ni el matiz encarnado de sus mejillas, ni el plegado de sus vestiduras y el desvarío platónico del pasaje del alma a
través de sucesivas formas de vida, con su apasionada precipitación por escapar totalmente de la
corpórea forma, son ambos principios diametralmente opuestos para todos los efectos del arte o de
la poesía. Luego entonces es la tradición platónica
más bien que la dantesca, la que ha moldeado el
verso de Michelangelo. Por muchas razones ningún
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sentimiento puede haber sido menos parecido al
amor de Dante por Beatriz, que el de Michelangelo
por Vittoria Colonna. El amor de Dante surge en su
temprana adolescencia: Beatriz es una niña con la
ardiente e incierta visión de una criatura, con el carácter todavía inacentuado por la influencia de las
circunstancias exteriores, casi desprovista de expresión. Vittoria, en cambio, es una mujer ya fatigada,
de madura edad y de serias cualidades intelectuales.
La historia de Dante es una composición de trabajo
figurado, taraceado de amables incidentes. En los
poemas de Michelangelo, el frío que hiela y el fuego
que quema, son casi sus únicas imágenes -el refinado fuego del orífice; una vez o dos el fénix; hielo
que se funde en las llamas; fuego salido del peñasco
al que luego consume. Excepto una dudosa alusión
a un viaje, no hay en ellos casi incidentes. Pero tienen mucho del brillante, sutil e indubitable talento
con el que en su infancia supo dar semblante senil a
la cabeza de un fauno, haciendo pedazos un diente
de su mandíbula con un simple golpe de martillo.
Para Dante, el amable y religioso materialismo de la
Edad Media santifica todo lo presentado a las manos y a la vista; mientras que Michelangelo es siempre impelido por la belleza exterior- il bel del fuor che
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agli occhi piace, a la concepción de la belleza invisible trascenda nella forma universale-, esa abstracta forma de
belleza sobre la que razonaban los platónicos. Y
esto da la impresión de algo agitado e incierto en él,
la impresión del lamento de un espíritu sin casa y
sin hogar, casi lúcido a través de la frágil y complaciente carne. Michelangelo explica el amor a primera
vista por un previo estado de existencia: la dove io
t'amai prima.
Y sin embargo hay muchos puntos en los que
realmente se parece a Dante, y llega muy cerca de la
imagen original, más allá de los últimos y endebles
continuadores de la estela de Petrarca. Aprende de
Dante más bien que de Platón, que para los amantes
la saciedad del deseo -ove gran desir gran copia affrenaes un estado menos feliz que la tibieza con abundancia de esperanzas -una miseria di speranza piena- y
nos recuerda a Dante, en la repetición de las palabras gentile y cortesía, en la personificación del Amor,
en la tendencia a insistir minuciosamente en los
efectos físicos que sobre el pulso y el corazón produce la presencia de la persona amada. Sobre todo
se asemeja a Dante en el ardor e intensidad de sus
expresiones políticas, pues que la dama objeto de
uno de sus más nobles sonetos fue identificada con
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la ciudad de Florencia; y afirma "que el cielo se
duerma", si ella que fue creada "de figura angelical",
para mil amantes, es destinada a uno solo, ya sea un
Piero o un Alessandro dei Medici. Más de una vez
introduce al Amor y la Muerte, quienes disputan en
lo tocante a él, ya que como Dante y todas las más
nobles almas de Italia, está ocupado con pensamientos de la tumba y su verdadera soberana es la
Muerte -Muerte en un principio como el peor de
todos los dolores y la peor desgracia, con un puñado de tierra para su cerebro; muy luego la muerte en
su más alta distinción, con su apartamiento de las
vulgares miserias; el irritante oprobio de la vida y de
la acción huyendo velozmente.
Algunos de aquellos a quienes los dioses aman,
mueren jóvenes. Este titán, porque fue amado de
los dioses, consumióse lentamente, alcanzando inmensa, patriarcal edad, hasta que al fin la dulzura
que había constituído por tan largo tiempo un secreto para él, fue lograda. Luego de la fuerza, la dulzura, ex forti dulcedo.
El mundo había cambiado a su alrededor. El
"neocatolicismo" había ocupado el puesto del Renacimiento. También el espíritu de la Iglesia Romana se había transformado; en las vastas catedrales
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del mundo, a cuya elevación contribuyeron la
maestría y el talento de Michelangelo, aquel espíritu
parecía palpitar con más fuerza que nunca. Algunos
de los primitivos miembros del Oratorio se contaron entre sus más cordiales compañeros; pero
eran de un modo de ser tan desemejante a él como
desemejante fue el modo de ser de Lorenzo comparado con el de Savonarola. La oposición de la Reforma para con el arte ha sido a menudo exagerada;
mucho más grande fue la que le opuso el despertar
católico; y la Iglesia Romana encerrándose en una
glacial ortodoxia, logró que Michelangelo se sintiera
aislado y extraño a ella. En los primeros tiempos
cuando las creencias eclesiásticas pasaban por un
estado fluido, también él hubiera sido arrastrado en
la controversia. Lo hubiera sido para espiritualizar la
soberanía papal, como Savonarola, o para conciliar
los sueños de Platón y Homero con las palabras de
Cristo, como Pico della Mirandola. Mas las cosas
siguieron su progreso y semejantes ajustes posiblemente no hubieran sido de mucha duración. En
cuanto a él se refiere, hace tiempo que cayó en aquel
divino ideal, que sobre la usura de los credos se
formó a través de los siglos como patrimonio de las
más nobles almas. Y ahora Michelangelo empieza a
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sentir el reconfortante influjo que desde aquel tiempo la Iglesia ha ejercido a menudo sobre los espíritus demasiado independientes para ser sus súbditos,
con todo, sin embargo, recogidos en el campo de su
acción: consolado y tranquilizado, como lo estaría
un viajero que llega a la caída de la tarde a una ciudad extranjera, atraído por el aspecto soberbio y el
sentimiento de sus muchos bienes, precisamente
porque con aquellos bienes no tiene nada que hacer.
Así se consume; un revenant, como dicen los franceses; es un espectro de otros tiempos en un mundo
demasiado grosero para habérselas muy estrechamente con su fina sensibilidad; soñando (entre una
sociedad desgastada, teatral en su vivir, teatral en su
arte, hasta teatral en sus devociones) con la alborada
de la historia del universo, la forma primitiva del
hombre, con las imágenes bajo las cuales ese mundo
primitivo ha concebido las fuerzas espirituales.
He insistido en el pensar de Michelangelo como
prolongándose de este modo más allá de su época,
en un mundo que no era el suyo, porque si se aspira
a distinguir el sabor peculiar de su trabajo, es necesario acercársele no por intermedio de sus secuaces,
pero sí al través de sus predecesores; no partiendo
de los mármoles de San Pedro, pero sí del trabajo
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de los escultores del siglo XV en las tumbas y altares
de Toscana. Es el último de los florentinos, el último de aquellos sobre quienes descendió el singular
sentimiento de la Florencia de Dante y de Giotto; es
el representante consumado de la forma que ese
sentimiento adquirió en el siglo XV, con hombres
como Luca Signorelli y Mino da Fiesole. Hasta él, la
tradición de aquel sentimiento persistió intacto, como continúa sin interrupción el progreso hacia más
seguros y más maduros métodos de expresarlo.
Pero sus devotos discípulos no participaron de
este temperamento; estaban enamorados de su fuerza y parecían no sentir su circunspecta y moderada
dulzura. La teatralidad es su principal característica y
esta es una cualidad tan poco atribuible a Michelangelo como a Minoda Fiesole o Luca Signorelli. En
él, como en ellos, todo es serio, apasionado e impulsivo.
Este discipulado de Michelangelo, esta su subordinación a la tradición de las escuelas florentinas, no
se ve en ninguna otra parte más claramente que en
su forma de tratar la Creación. La Creación del hombre
había obsesionado las mentes medioevales como un
desvarío y entrelazándola a un centenar de ornamentos escultóricos de capiteles y de portales, los
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escultores italianos le habían antiguamente impreso
esa fecundidad de expresión que parece darle muchos ocultos significados. En cambio la forma de
tratar otras artísticas concepciones de la Edad Media, llega a ser casi convencional, transmitida de un
artista al otro, con ligeros cambios, hasta que asumen una independiente y abstracta existencia. Fue
característico del espíritu de esa época dar por ese
medio una independiente existencia tradicional a
una concepción pictórica especial, a una leyenda
como la de Tristán o Tannhäuser, o aun a los verdaderos pensamientos y substancia de un libro como la
Imitación; de suerte que ni siquiera uno solo de los
artesanos pudiera reclamarla como suya; y el libro, la
imagen, la leyenda, tenían, ellos mismos, una leyenda, sus presagios de ventura y una historia personal:
y es indicio del medioevalismo de Michelángelo el
modo en que su obra recibe de la tradición su concepción central, que no hace sino añadirle los últimos toques, transfiriéndolos a los frescos de la
Capilla Sixtina.
Pero hay otra tradición de aquellos primitivos y
más caracterizados florentinos, de la que Michelangelo fue el heredero, a la que confirió la expresión
decisiva y que se concentra en la sacristía de San
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Lorenzo, como la de la Creación se concentra en la
Capilla Sixtina. Se ha dicho que todos los grandes
florentinos se sentían preocupados con la muerte:
¡Outre-tombe! ¡Outre-tombe!, es el estribillo de sus pensamientos desde Dante a Savonarola. Hasta el alegre
y licencioso Boccaccio transmite un filo más agudo
a sus cuentos, poniéndolos en boca de gentes refugiadas en una granja para huir del peligro mortal de
la peste. Fue debida en parte a este heredado sentimiento (a esta práctica convicción de preocuparse
con el pensar de la muerte, digna y noblemente), la
seriedad de los grandes florentinos del siglo XV, que
se fortaleció con los efectivos pesares de su tiempo.
¡Cuántas veces y de qué distintas maneras habían
visto la vida abatirse en sus calles y en sus casas! La
bella Simonetta muere en temprana juventud y es
transportada a la sepultura con la cara descubierta.
El joven cardenal Jacopo di Porto Gallo sucumbe
en el transcurso de una visita a Florencia: Insignis
forma fui et mirabili modestia, su epitafio se arriesga a
decir; Antonio Rosellino esculpe su tumba en la
iglesia de San Miniato, con solicitud para sus atavíos
y para las bellas manos y bellos pies; Luca della
Robbia le adjunta sus más soberbios trabajos y la
tumba del joven y principesco prelado se trans153
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forma en la más extraordinaria y admirable de las
cosas en aquel extraordinario y admirable lugar.
Después de la ejecución de los conspiradores Pazzi,
Botticelli es comisionado para pintar sus retratos.
Esta preocupación por los serios pensamientos y
tristes imágenes, pudo terminar fácilmente (como
sucedió, por ejemplo, en las melancólicas villas del
Rhin, en las sobreapiñadas zonas del París medioeval, o como todavía sucede en más de una aldea de
los Alpes) en un algo sencillamente mórbido o grotesco, en la danse macabre de muchos pintores franceses y alemanes o en las horrendas invenciones del
Durero. De semejante resultado fueron salvados los
maestros florentinos del siglo XV por la nobleza de
la cultura italiana y más aún por la delicada piedad
que la idea de la muerte les suscitaba. A menudo
deben haberse inclinado a considerar el cuerpo inanimado, cuando todo estaba por fin en quietud. Se
dice que después de la muerte desaparecen las huellas de las actitudes menospreciadas y superficiales;
las líneas se simplifican y dignifican y solamente
persiste lo abstracto en una suprema indiferencia.
Aquellos artistas llegan de ese modo a mirar la
muerte en su verdadera distinción, y entonces, siguiéndola tal vez en una etapa ulterior, insistiendo
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por un instante sobre el punto donde esa transitoria
dignidad desaparece, columbraron no claramente un
nuevo cuerpo, vacilaron justamente a tiempo y se
abstuvieron con un sentimiento de piedad profunda.
De todo este sentimiento Michelangelo es el insigne ejecutor; primordialmente de la piedad. Pietá,
piedad, la piedad de la Virgen Madre ante el cuerpo
exánime de Cristo, esparcida en la piedad de todas
las madres por sus exánimes hijos; la sepultura con
sus crueles y "pesadas piedras": este es el sujeto de
su predilección. Lo ha dejado en muchas formas,
proyectos, dibujos a medio concluir, en grupos escultóricos terminados y sin terminar; pero siempre
como un desesperado, tenebroso, bárbaro dolor -no
divino dolor, pero sí piedad y temor respetuoso ante
los rígidos miembros y los labios descoloridos. Hay
en Oxford un dibujo suyo, en el que el cuerpo inanimado de Cristo se ha desplomado a tierra entre
los pies de la madre, con los brazos extendidos sobre sus rodillas. Las tumbas de la sacristía de San
Lorenzo son conmemorativas, no de algunos de los
más nobles y mayores de los Medici, pero si de Juliano y de Lorenzo el joven, notables principalmente por su algo prematura muerte; es por
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consiguiente la simple naturaleza humana la que
impulsó en este sitio el sentimiento. Los títulos
asignados por tradición a las cuatro simbólicas figuras, la Noche y el Dia, el Crepúsculo y la Aurora, son
demasiado extensos de definir; por cuanto estas figuras acercan mucho más al alma y al espíritu de su
autor, y son una más directa expresión de sus pensamientos que lo que pudieron haber sido posiblemente otras concepciones puramente simbólicas.
Concentran y expresan -más por los rasgos que por
vía de conceptos definidos- la sugestión de un trozo
de música, todas aquellas vagas fantasías, recelos,
presentimientos que cambian, se confunden, se determinan y de nuevo desaparecen, siempre que las
ideas tratan de fijarse con sinceridad sobre las condiciones y rodeos del espíritu liberado del cuerpo.
Supongo que nadie podría concurrir a la sacristía de
San Lorenzo en busca de consuelo; por austeridad,
por solemnidad, por dignidad de impresión, tal vez,
pero no por consuelo. No es un lugar ni para consuelo, ni tampoco para terribles pensamientos, pero
sí de vaga y pensativa especulación. Aquí de nuevo
aparece un Michelangelo no ya discípulo de Dante,
sino de los Platónicos. La creencia de Dante en la
inmortalidad es formal, precisa y firme, casi tanto
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como la de un niño que piensa que los muertos
oyen si se les grita con fuerza. Pero en Michelangelo
se encuentra madurez, el espíritu del hombre adulto,
traficando cautelosa y desapasionadamente con las
cosas graves; y cuanta esperanza tiene, está basada
en el conocimiento íntimo de la ignorancia ignorancia del hombre, de la naturaleza del espíritu
de su origen y capacidades-. Michelangelo ignora
tanto al mundo espiritual, al nuevo cuerpo y a sus
leyes, que no sabe con seguridad si la "hostia consagrada puede no ser el cuerpo de Cristo". Y de todo
ese orden de sentimientos, él es el poeta, un poeta
todavía vivo y en posesión de nuestros más secretos
pensamientos; silenciosa interrogación en torno a la
reincidencia después de la muerte en el amorfismo
que precedió a la vida, en el cambio y la indignación
por este cambio, luego en torno al reparante, santificante, consolante ímpetu de piedad; y en fin, a lo
lejos, sutil y vago (sin embargo no más vago que los
más definidos pensamientos que han tenido los
hombres por tres centurias, sobre una materia que
ha estado tan cerca de sus corazones) el pensamiento del nuevo cuerpo, el pasaje de una luz, un
simple, intangible efecto exterior sobre aquellos
demasiado rígidos y deformes rostros; un sueño de
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un instante que se refugia, muy luego, en el albor;
incompleto, sin designio, desamparado; una cosa
con débil oído, débil memoria, con débil poder táctil; un hálito, una llamarada en el umbral, una pluma
en el aire.
Las cualidades de los grandes maestros del arte o
de la literatura, la combinación de esas cualidades,
las leyes por las cuales esas cualidades se concilian,
se sostienen y se ponen de relieve, no son exclusivas
de ellos; pero muy a menudo son modelos típicos o
ejemplos manifiestos de las leyes por las que se producen ciertos efectos estéticos. Los viejos maestros
son en verdad más simples; sus características son
más largamente relatadas y más fáciles de leer que
sus análogos en toda la varia y confusa producción
del espíritu moderno. Pero en cuanto hayamos logrado definir para nosotros aquellas características y
la ley de su combinación, habremos adquirido el
modelo o elemento de medida que nos ayude a poner en su justo lugar a muchos genios vagabundos,
a muchos inclasificados talentos, a muchos preciosos aunque imperfectos productos del arte. Así sucede con los elementos que componen el verdadero
carácter de Michelangelo. Esa extraña interfusión de
dulzura y de fuerza no se hace evidente en los que
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aspiraron a ser sus continuadores, pero se encuentra
en gran parte entre los que trabajaron antes que él y
en muchos hasta de nuestra época: en William Blake, por ejemplo, y Víctor Hugo, que, si bien no de
su escuela, son sin quererlo sus verdaderos hijos y
nos ayudan a comprenderlo, así como, recíprocamente, él los interpreta y los justifica. Quizás esta
sea la suprema forma de estudiar a los antiguos
maestros.
(1871)
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CAPÍTULO VI
LEONARDO DA VINCI
HOMO MINISTER ET INTERPRES NATURAE
En la vida de Leonardo escrita por Vasari, como
la leemos ahora, hay algunas variaciones con respecto a la primera edición. El pintor que fijó para
los siglos sucesivos el tipo exterior de Cristo, era en
ella presentado como un ardiente especulador que
consideraba con ligereza las creencias de los otros
hombres y anteponía la filosofía al Cristianismo. No
se recuerdan palabras lo suficientemente precisas de
Leonardo, que puedan justificar esta impresión; ni
hubieran estado en armonía con un genio de quien
una de sus características era perderse en un refina160
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do misterio lleno de gracia. La sospecha, es, sin embargo, el modo con el cual siempre, en home-naje al
tiempo, el mundo formula su apreciación con respecto a un hombre que tiene pensamientos sólo
para sí mismo, con respecto a su alta in-diferencia y
a su intolerancia para las formas comunes de las
cosas; y en la segunda edición la imagen primitiva
fue trocada en algo de más vago y más convencional. Pero es también por un cierto misterio que
hay en su obra y por algo de enigmático que está
más allá del grado admitido a los grandes hombres,
que Leonardo fascina o tal vez casi rechaza.
Su vida está hecha de súbitas rebeliones, con intervalos en los que no trabaja nada o se desvía del
principal objeto de su obra. Por una extraña coincidencia, los cuadros con los que logró su fama más
popular, han desaparecido primero del mundo, como la Batalla de los estandartes; o están confundidos
oscuramente con obras de arte de manos vulgares
como la Última cena. Su tipo de belleza es tan exótico que encanta más de lo que deleita y más que la de
algunos otros artistas parece reflejar ideas, visiones y
cierto esquema del mundo interior; así aparenta ser
a sus contemporáneos el poseedor de una profana y
secreta ciencia; como lo fue para Michelet y otros
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por el sólo motivo de haber anticipado las ideas
modernas. Juega con su talento y amasa sus más
grandes obras en pocos y atormentados años de su
más provecta edad; estaba, sin embargo, tan poseído de su genio, que pasa inconmovible a través de
los más trágicos acontecimientos que oprimen a su
patria y a sus amigos como el que se encuentra con
ellos por la casualidad de algún secreto mensaje.
Su "leyenda", como dicen los franceses, con las
anécdotas que todos recuerdan, constituye uno de
los más brillantes capítulos del Vasari. Los escritores
posteriores se limitaron a transcribirla, hasta que en
el año 1804 Carlos Amoretti la sometió a una crítica
que apenas dejó una fecha en su lugar y ninguna de
aquellas anécdotas intacta. Los varios problemas,
surgidos desde entonces, han sido uno tras otro
objeto de especial estudio, de modo que el simple
gusto por las antigüedades tiene en este sentido bien
poco que hacer. Para los otros, quedan las ediciones
de los trece tomos de los manuscritos de Leonardo
y el discernimiento gracias a una crítica técnica de
aquello que en su obra es realmente suyo, de lo que
solamente le pertenece en su mitad o es trabajo de
sus discípulos. Pero un amante de almas singulares
puede todavía analizar por cuenta propia la impre162
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sión que le suscitan esas obras, y tratar de llegar por
su intermedio a definir los principales elementos del
genio de Leonardo. La "leyenda", corregida y ampliada por sus críticos puede siempre intervenir para
sostener los resultados de estos análisis.
Su vida se divide en tres períodos: treinta años en
Florencia, cerca de veinte años en Milán y luego
diez y nueve años de vagabundaje, hasta que resuelve descansar bajo la protección de Francisco I en el
Château de Clou. La mancha de la ilegitimidad se
cierne sobre su nacimiento. Piero Antonio, su padre, pertenecía a la noble casa florentina de Vinci en
Val d'Arno, y Leonardo, criado delicadamente entre
los hijos legítimos de aquella casa, fue el fruto de
amor de su juventud, con la aguda pujante naturaleza que a menudo tienen tales criaturas. Lo vemos en
su adolescencia atrayendo a todos por su belleza,
improvisar música y cantos, comprar, en tanto que
pasea por las calles de Florencia, pájaros cautivos
para libertarlos, amante de trajes bizarros y luminosos y de caballos vivaces.
Desde sus primeros años hizo varios dibujos y
construyó modelos en relieve, entre los que Vasari
menciona algunos de mujeres que sonríen. Su padre,
considerando esta infantil predisposición, lo puso
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en el taller de Andrea de Verrocchio, entonces el
más afamado artista de Florencia. Allí había hermosas cosas: relicarios, copones, imágenes de plata
para la capilla papal en Roma, extrañas fantasías
medioevales en singular compañía con fragmentos
de antigüedades entonces recién descubiertos: Leonardo, otro estudioso, debió encontrar en esa casa a
un jovenzuelo por cuya alma atravesaban las altas
luces y las aéreas ilusiones de los ocasos italianos y
que luego se hizo famoso bajo el nombre de Perugino. Verrocchio, artista de añeja estampa florentina, al mismo tiempo que escultor era pintor y
artífice en metales; dibujante, no de cuadros solamente, sino también de los objetos destinados al
uso sacro o del hogar: copas, armarios, instrumentos musicales, y todos resultaban bellos al mirarlos; colmaba las cosas ordinarias de la vida con el
reflejo como de un lejano esplendor, y años de paciencia habían refinado tanto sus manos que su obra
se distinguía, ahora, a la distancia.
Sucedió que Verrocchio fue invitado por la Confraternidad de Vallambrosa para pintar el Bautismo de
Cristo y a Leonardo se le permitió terminar un ángel
situado en el lado izquierdo del cuadro. Era uno de
aquellos momentos en el progreso de un gran
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acontecimiento -en este caso en el del arte italianoque gravita sobre la felicidad de un individuo a través de cuyo descorazonamiento y abatimiento la
humanidad, en personas más afortunadas, escala un
peldaño hacia su éxito final.
Bajo el exterior alegre del simple artífice bien retribuido, que cincelaba broches para las capas pluviales de Santa María Novella o trenzaba cordones
metálicos para las tumbas de los Medici, había el
ambicioso deseo de elevar los destinos del arte italiano mediante un mayor conocimiento y una más
profunda penetración de las cosas, propósito éste
no disímil de aquel todavía inconsciente de Leonardo; y a menudo en el modelado de los ropajes o de
un brazo levantado, o de un montón de cabellos
cayendo sobre la cara, el Verrocchio mostraba ya un
algo de la más libre manera y de la más rica humanidad de una época posterior. Pero en el Bautismo, el
discípulo había superado al maestro; y Verrocchio
se alejó como aturdido del luminoso y animado ángel pintado por la mano de Leonardo; su dulce obra
anterior sería en lo sucesivo desagradable para él.
El ángel puede verse en Florencia todavía; un espacio de luz en la fría y elaborada vieja pintura; pero
la leyenda es cierta solamente en su íntimo sentido,
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por cuanto la pintura había sido siempre el arte en
el que el Verrocchio produjo menos. Y como en
cierta forma es el precursor de Leonardo, en tiempos posteriores Leonardo recuerda el estudio de
Verrocchio, en el gusto por las bellas bagatelas, como la copa de agua que sirve de espejo; por los graciosos bordados, como los que se ven alrededor de
las manos enredadas de Modestia y Vanidad; por los
relieves, como aquellos camafeos que en la Virgen de
la Balanza penden en torno a la cintura de San Miguel; y de las brillantes piedras variadas como las
ágatas de Santa Ana, y en el gusto de la precisión
jerárquica y de la gracia que son propios de los santuarios pulidos y adornados. Todo esto no se separó
nunca más de Leonardo entre la maestría y complejidad de su manera lombarda; y mucho de ello debió
encontrarse en el cuadro perdido del Paraíso que
preparó como un cartón para un tapiz que debía ser
tejido en las manufacturas de Flandes. Era la perfección del viejo estilo de la miniatura florentina,
que pacientemente delineaba alguna hoja sobre los
árboles y alguna flor en la hierba, allí, donde estuvieron el primer hombre y la mujer primera, y porque
aquel trabajo era la maravilla en su estilo, produjo
en Leonardo cierto germen de disconformidad que
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residió siempre en el secreto fondo de su naturaleza.
El camino de la perfección se alcanza a través de
una serie de disgustos, y aquella pintura -todo lo que
había hecho hasta entonces, durante su vida en Florencia- era realizada sin embargo en la antigua y delicada manera. Pero su arte, si estaba llamado a ser
alguna cosa en el mundo, debía acrecentarse con un
mayor sentido de la naturaleza y propósito de humanidad. La naturaleza fue para él la verdadera
amante de las altas inteligencias. Se sumergió, entonces, en su estudio, y procediendo así, no hizo
sino seguir la manera de los viejos estudiosos, meditó sobre la secreta virtud de las plantas y los cristales, sobre las líneas trazadas por las estrellas en su
camino en los cielos, sobre la correspondencia que
existe entre los varios órdenes de las cosas vivientes,
a través de los cuales, a ojos abiertos, se interpretan
mutuamente; y por años pareció a los que lo rodeaban como si se escuchase una voz que para los
otros hombres se silencia.
Aprendió en este mundo el arte de andar en lo
profundo, de perseguir las fuentes de la expresión
en sus más sutiles refugios y el poder de una íntima
presencia en las cosas que lo ocupaban. Pero no
desertó de súbito o enteramente de su arte; tan sólo
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no era más el alegre, objetivo pintor, a través de cuyo espíritu pasaban como a través de un nítido
cristal a una blanca pared las brillantes figuras de la
vida florentina, únicamente hechas un poco más
armónicas y pensativas por el tránsito. Derrochaba
muchos días en curiosos artificios de dibujo, semejando como que se perdía en la trama de intrincados
juegos de líneas y de colores. Se apasionaba con el
amor de lo imposible: la perforación de las montañas, el cambio del curso de los ríos, la elevación en
el aire de grandes edificios, como el Baptisterio de
San Giovanni; con todas aquellas cosas extraordinarias para el logro de cuya magia natural se
jactaba de poseer la llave. Los escritores posteriores,
en verdad, vieron en aquellos esfuerzos un anticipo
de la mecánica moderna; pero en él eran más bien
sueños propios de un cerebro activo y fatigado. Dos
fueron especialmente las ideas confirmadas en Leonardo, como reflejo de cosas que tocaron a su espíritu desde la infancia, más allá de la hondura de
otras impresiones: el sonreír de las mujeres y el ímpetu de las aguas. En esos estudios se verificaba una
interfusión de dos extremos: la belleza y el terror,
imagen visible y tangible en su mente juvenil, tan
arraigada como para no abandonarlo en el resto de
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sus días. Como vislumbrando aquella imagen en los
extraños ojos y en los cabellos de las personas que
por acaso encontraba en su camino, las seguía ansiosamente por las calles de Florencia hasta que el
sol se ocultaba; y quedaron muchos esquemas de
búsquedas así efectuadas. Algunos de ellos están
llenos de una curiosa belleza, de aquella beldad remota que solo puede ser concebida por quien la
persiguió con amor, y que partiendo de reconocidos
tipos de belleza, contribuyó a refinarlos tanto, por
cuanto ellos eran ya refinados con respecto al mundo de las formas comunes. Pero inextricablemente
mezclada a esa belleza hay también un elemento
caricatural, en forma que, ya sea en el dolor o en el
desdén, lo caricaturiza hasta a Dante. Legiones de
grotescos pasan rápidamente bajo sus manos: ¿y no
tienen naturaleza también sus grotescos: el peñasco
rasgado, las deformantes luces de la tarde sobre los
caminos desiertos, como el esqueleto y la develada
estructura humana en el embrión?
Todos estos enjambres de fantasías se reúnen en
la Medusa de los Uffizi. Lo que Vasari narra de una
primitiva Medusa pintada sobre un escudo de madera es, tal vez, una invención, y todavía, dicho con
mayor propiedad, hay más sentido de verdad en
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aquel cuento que en cualquier otro elemento de la
integra leyenda leonardesca, porque el verdadero
objeto de aquel trabajo no es la obra seria de un
hombre, pero si el experimento de un muchacho.
Las lagartijas, las luciérnagas y las otras minúsculas y
extrañas criaturas que pueden habitar un viñedo
italiano, presentan el íntegro cuadro de la vida de un
niño en una vivienda de Toscana, mitad castillo,
mitad granja, y son tan reales con respecto a la naturaleza, como es el supuesto asombro del padre
para quien el muchacho ha preparado una sorpresa.
No fue en broma que Leonardo pintó aquella otra
Medusa, el gran cuadro que dejó en Florencia. El
mismo sujeto había sido tratado en varias formas,
pero Leonardo tan sólo lo captó en su significado
central; fue el único que lo realizó como la cabeza
de un cadáver y le hizo expresar su poder a través
de todas las características de la muerte, y lo que
puede ser tachado como hechizo de corrupción,
penetra en cada toque de su belleza exquisitamente
terminada. Alrededor de las delicadas líneas de la
mejilla el murciélago vuela descuidado. Serpientes
sutiles parecen destrozarse verdaderamente entre
ellas, en la lucha desesperante por desvincularse del
cerebro de la Medusa, y el color característico de la
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muerte violenta se expande en su semblante
rasgos singularmente amplios y marcados como si
los tomáramos al revés, en un escorzo habilísimo-;
la parte superior de la cabeza parece una gran piedra
inerte contra la cual se rompe la ola de las serpientes.
La ciencia de aquella época era todo adivinación y
clarividencia, no sujeta a nuestras precisas fórmulas
modernas, interesada por concentrar mil experiencias en un instante de visión. Los escritores de
tiempos posteriores -considerando tan sólo el bien
ordenado tratado de la pintura, compilado de los
manuscritos dispersos de Leonardo, cien años después, por el francés Raffaelle du Fresne, redactados
extrañamente como era su manera, de derecha a
izquierda- han imaginado que existió un orden rígido en sus búsquedas. Pero un rígido ordenamiento
no hubiera estado de acuerdo con la inquietud del
carácter de Leonardo; y si consideramos a este hombre como a un simple razonador que somete el dibujo a la anatomía y la composición a las leyes de
las matemáticas, difícilmente recibiremos la impresión que debieron recibir los que lo rodearon. Estudiando atentamente sus crisoles, haciendo
experiencias con los colores, tratando por extraña
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variante del sueño de un alquimista de descubrir el
secreto, no de un elixir capaz de hacer inmortal la
natural vida del hombre, sino del modo de transferir
inmortalidad a los más sutiles y delicados efectos de
la pintura, aparentó entre sus próximos ser más bien
el hechicero o el mago dueño de curiosos secretos y
de ocultos conocimientos, viviendo en un mundo
del cual sólo él poseía la llave. Por lo que su filosofía
parece haber estado más próxima de lo que está a la
de Paracelsus o Cardan, y mucho del espíritu de la
antigua alquimia todavía subsiste en ella, con su
confianza en los interrumpidos y singulares caminos
que conducen al conocimiento. La filosofía debía
ser para Leonardo algo que pudiese dar extraña velocidad y vista doble, adivinando el surgir de la primavera bajo la tierra o de la expresión bajo la
apariencia humana o la clarividencia de los dones
ocultos en las cosas comunes y también en las no
comunes: en la caña que florece en la orilla del arroyo o en el cometa que pasa próximo a nosotros tan
sólo una vez en un siglo. Es así como nublándose la
claridad del propósito artístico y perturbándose la
fina mano del cincelador, podemos sólo confusamente escoger; y aquí se torna más oscuro el misterio que en ningún momento se aparta de la vida de
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Leonardo. Pero es bien cierto que casi dejó de ser
un artista en un período de su existencia.
El año 1483 -año del nacimiento de Rafael y el
trigésimoprimero de la vida de Leonardo- es señalado como fecha de su visita a Milán en la carta por la
cual se recomienda a Ludovico Sforza y se ofrece a
revelarle, por una recompensa, extraños secretos
sobre el arte de la guerra. Sucedía que el Sforza que
asesinó a su joven sobrino con lento veneno, era sin
embargo tan susceptible a las impresiones religiosas
como para revestir sus pasiones terrenas con una
suerte de místico sentimentalismo; y tenía por su
divisa el árbol de la morera, símbolo, por su tardanza y súbito florecer y fructificar, de una sabiduría
que economiza todas las fuerzas para la oportunidad de un golpe seguro e imprevisto. La fama de
Leonardo se le había adelantado y estaba próximo a
modelar una estatua colosal de Francisco Sforza,
primer Duque de Milán; pero se había aproximado a
Sforza no como un artista o deseoso de fama artística, sino como un tañedor de arpa, de una extraña
arpa de plata construída por sus manos con curiosa
semejanza a un cráneo de caballo. El caprichoso
espíritu de Ludovico era también susceptible al poder de la música, y el temperamento de Leonardo
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operaba sobre él un cierto hechizamiento. Fascinación es siempre la palabra que mejor describe a
Leonardo. No queda ningún retrato de sus tiempos
juveniles; pero todo induce a hacernos creer que
desde esa época corría una cierta fama del encanto
de su voz y de su aspecto suficientemente intensa
como para compensar la desventaja de su nacimiento; y grande era su fuerza física ya que se decía que doblaba una herradura de caballo lo mismo
que si fuese de plomo.
El Duomo de Milán, obra de artistas de allende
los Alpes, tan fantástica a los ojos de un florentino
habituado con las armónicas e ininterrumpidas superficies del Giotto y de Arnolfo, estaba entonces
en toda su hermosura; y a su sombra, en las calles
de Milán, se movía un pueblo fantástico, cambiante
y soñador. Para Leonardo, menos que para los otros
hombres, podía haber algo de venenoso en las exóticas flores de sensibilidad que brotaban allí. Era una
vida de brillantes pecados y de goces exquisitos; y se
transformó en el celebrado dibujante de fiestas de
gala. Pero a la cualidad de su genio, en partes iguales
compuesta de deseo de belleza y de curiosidad, le
convenía muy bien tomar las cosas como eran y se
le presentaban.
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Curiosidad y deseo de belleza; éstas son las dos
fuerzas elementales en el genio de Leonardo; curiosidad, a menudo, en conflicto con el deseo de belleza, pero que generaba en unión con éste un tipo de
sutil y singular gracia.
El movimiento del siglo XV fue doble: en parte el
Renacimiento y en parte también la aparición de lo
que fue llamado el "espíritu moderno", con su realismo, su llamado a la experiencia. Esto comprendía
un retorno a la antigüedad y un retorno a la naturaleza; Rafael representa el retornar a la antigüedad y
Leonardo el retorno a la naturaleza. Y en este regreso a la naturaleza buscó satisfacer una curiosidad sin
límites por sus eternas sorpresas y un sutilísimo
sentido del acabado por su finesse y delicadeza de
manipulación, aquella subtilitas naturae de que habla
Bacon. Así lo encontramos a menudo en íntimas
relaciones con hombres de ciencia, con el matemático Fra Luca Paccioli y con el anatomista Marco
Antonio della Torre. Sus observaciones y experimentos llevan trece tomos de manuscritos; y los que
tienen competencia para hablar de estas cosas, lo
describen como habiéndose anticipado por virtud
de su rápida intuición a las ideas posteriormente
emanadas de la ciencia. Explicó el aspecto de las
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partes no iluminadas de la luna; sabía que el mar
había cubierto una vez las montañas que contenían
conchilla y conocía el movimiento de las aguas
ecuatoriales sobre el polo.
Él, que penetró de ese modo en los más secretos
repliegues de la naturaleza, prefirió siempre lo más o
menos remoto, lo que pareciendo excepcional era
ejemplo de leyes más refinadas, la construcción de
cosas de una atmósfera peculiar y de luces confusas.
Pinta flores con una felicidad tan curiosa que distintos escritores le atribuyen un amor especial por
ciertas de ellas, como Clement para el ciclamen y
Río para el jazmín; mientras, en Venecia, hay una
página extraviada de su cartera llena toda con estudios de violetas y rosas salvajes. Y es en él que se
manifiesta primero el gusto por lo que es bizarre o
"rebuscado" en el paisaje; concavidades llenas de la
sombra lívida de rocas bituminosas; arrecifes surcados de graditas que cortan el agua en extraños espejos de luz: su exacto prototipo está en nuestros
mares occidentales; todos los solemnes efectos del
agua en movimiento. Se puede seguirla, brotando de
la distante fuente entre las rocas del brezal que hay
en la Madonna de la Balanza; en su pasar, cual pequeña cascada en la engañosa calma de la Madonna del
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Lago; después como un cercano río feliz, bajo las
escarpadas rocas de la Virgen de las Rocas, bañando
los cándidos muros de las aldeas lejanas; y luego
salir furtivamente en una red de separadas corrientes
en La Gioconda; en las orillas del mar de la Santa
Ana, aquel delicado lugar, donde el viento pasa ligero como la mano de un fino grabador sobre la superficie de su trabajo y las conchillas intactas
descansan espesas sobre la arena, y la cima de las
rocas, adonde las olas no llegan, verdean con hierba
sutil, como cabellos. Es el paisaje, no de ensueño o
de fantasía, pero sí de lugares remotos en horas elegidas entre mil con un milagro de finura o delicadeza. Así le llegan a Leonardo las cosas a través del
velo singular de su mirada, no en un día común o en
una noche cual las otras, pero sí en la débil luz de
un eclipse o en la breve pausa de una lluvia en el
alba o a través de la oscuridad de las aguas.
Y no solamente en la naturaleza; Leonardo también se adentró en la personalidad humana y fue
sobre todo pintor de retratos; y retrató rostros de
un modelado más diestro de cuantos se vieron antes
y desde entonces, animados de una realidad que casi
conduce al engaño, sobre su fondo oscuro. Para
tomar un carácter en su propia esencia, para susci177
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tarnos la íntima armonía, era necesario un artista
animado de tanta curiosidad de observación, como
de curiosidad de invención. De ese modo pintó
Leonardo los retratos de la amante de Ludovico el
Moro, de Lucrecia Crivelli, y la poetisa Cecilia Gallerani, del mismo Ludovico y de la duquesa Beatriz.
El retrato de Cecilia Gallerani se perdió, pero el de
Lucrecia Crivelli ha sido identificado con la Bella
Feroniere del Louvre y el rostro pálido y ansioso de
Ludovico es todavía visible hoy en la Biblioteca
Ambrosiana. Opuesto a éste es el retrato de Beatriz
d'Este, donde Leonardo pareció volcar cierto presentimiento de su próximo fin, pintándola precisa y
grave, plena de los rasgos del refinamiento de la
muerte, con vestiduras de color térreo adornadas de
pálidas piedras.
Algunas veces esta curiosidad se pone en conflicto con su deseo de belleza tendiendo a llevarlo
demasiado lejos, bajo aquella exterioridad de las cosas en la que la pintura tiene verdaderamente su
principio y su fin. La lucha entre la razón y sus ideas
y sentidos con el deseo de belleza, es la clave de la
vida de Leonardo en Milán; de sus vigilias, de sus
continuos retoques, de sus extrañas experiencias
colorísticas. ¡Cuántas cosas debió dejar incompletas
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y cuántas debió recomenzar! El problema que lo
absorbía era la transmutación de las ideas en imágenes. Lo que había conseguido dominar a fondo, era
aquel primitivo estilo florentino con su ingenua y
limitada sensualidad; pero éste mantenía en un limitado medio de expresión aquellas adivinaciones
de la humanidad demasiado bastas, aquella más amplia visión del mundo develado que no es enorme,
tan sólo, para el arte grandioso y sin leyes de Shakespeare; y por todas partes el esfuerzo es visible en
el trabajo de sus manos. Esa agitación, ese perpetuo
diferir, le dan un cierto aire de lasitud y de tedio. A
otros paréceles que aspira a obtener un efecto imposible, a hacer cualquier cosa que el arte, la pintura,
no podrán hacer nunca. A menudo la expresión de
la belleza física, en este o aquel punto, parece turbada y mutilada por el esfuerzo como en algunas pesadas imágenes alemanas, demasiado pesadas y
alemanas para la perfecta belleza.
Había, es cierto, algo de alemán en este genio que
-como dice Goethe- "se creía cansado", müde sich
gedacht. ¡Qué anticipo de la moderna Alemania, por
ejemplo, en aquel debatir sobre si era más noble la
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escultura que la pintura o viceversa!5 Pero, entre
Leonardo y un alemán hay esta diferencia: que, con
toda aquella curiosa ciencia, un alemán, no hubiera
pensado nada más de lo necesario. El nombre del
mismo Goethe recuerda lo grande que es para un
artista el peligro de poseer ciencia en demasía, ya
que él en Las afinidades electivas y en la primera parte
del Fausto, transmuta ideas e imágenes; al describir
mucho tales transmutaciones, no encuen-tra invariablemente la palabra mágica; y en la se-gunda parte
del Fausto se nos presenta con una masa de ciencia
que casi no tiene carácter artístico. Pero Leonardo
no trabaja nunca si no llega el momento feliz, aquel
momento de bienêtre, que para los hombres imaginativos es un momento de invención; espera esto
con perfecta paciencia y todos los otros momentos
son respecto a éste de preparación y de pregustamiento. Pocos hombres, en verdad, sa-ben elegir
tan escrupulosamente tales momentos, y es por eso
que se encuentran tantas imperfecciones aun en las
obras más selectas. Para Leonardo el distingo es
absoluto, y en el momento del bienêtre, la alquimia es
5 Qué real y característica de Leonardo, la respuesta:
Quanto piú un arte porta seco fatica de corpo, tanto piú é vile!
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completa: la idea penetra en el color y en la figura;
lo que era nebuloso misticismo se refi-na en un
misterio profundo y lleno de gracia y pintando gusta
a los ojos en tanto que satisface al alma.
Esta curiosa belleza se aprecia sobre todo en sus
dibujos y principalmente en la gracia abstracta de
sus contornos. Tomemos algunos de estos diseños y
observémoslos pausadamente; y, primero a uno de
aquellos de Florencia, una cabeza de mujer con su
pequeño, uno al lado de la otra, pero en sus formas
separados. Antes que nada, hay mucho pathos en la
reaparición, a través de las curvas de las líneas más
llenas de la cara del niño, de las más afiladas y más
depuradas líneas del menos joven y fresco rostro de
la madre; y esta reaparición no deja duda de que las
cabezas son las del niño y su madre. Un fino sentimiento por la maternidad es siempre característico
de Leonardo: sentimiento más acentuado aquí por
el pathos semihumorístico del diminutivo que hay en
la espalda redondeada del pequeño. Podréis notar
una parecida potencia patética en el dibujo de un
joven sentado en una postura encorvada, con la cara
entre sus manos, como apesadumbrado; de un esclavo también sentado en una incómoda e inclinada
actitud como en un fugitivo momento de reposo; en
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el de una pequeña madona con el Niño, curioseando de reojo con una expresión de semialentado terror; mientras un cierto poderoso grifo con alas de
murciélago -una de las más finas "invenciones" de
Leonardo- desciende rápidamente en el aire para
agarrar una gran bestia salvaje que anda errante cerca suyo. Pero notad en estos dibujos, como lo que
especialmente pertenece al arte, los cabellos del joven, la postura de los brazos del esclavo sobre la
cabeza, y las curvas craneanas del niño, que contornean el pequeño cerebro, finas y ligeras como ciertas conchas marinas gastadas por el viento. Tomad
ahora otra cabeza, todavía más rica de sentimiento,
pero de distinta especie, un pequeño dibujo en tiza
rosada que recordará quienquiera que haya examinado con prolijidad en el Louvre los dibujos de los
antiguos maestros. Es una cara de dudoso sexo con
algo de lleno y de voluptuoso en sus párpados y en
sus labios, puesta en la sombra de su propia cabellera. Otro dibujo podría tomarse por la misma persona en su infancia, con labios secos y febriles, pero
con una gran dulzura en sus cabellos, delicadamente
atados; en descuidados atavíos infantiles ajustados a
la cintura, con un collar y una bulla. Podremos recoger el hilo de la sugestión ofrecida por estos dos
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dibujos, poniéndolos uno al lado del otro, y siguiéndolos a través de los dibujos de Florencia, Venecia y
Milán construir una serie que, mejor que cualquier
otra cosa, ilustrará sobre el tipo de la belleza femenil
de Leonardo. Las Hijas de Herodes, con sus fantásticos tocados envueltos y recogidos tan extrañamente
como para dejar libre el delicado óvalo de la cara,
no son de la familia cristiana o de aquella de Rafael.
Son las clarividentes a través de las cuales, como a
través de delicados instrumentos, uno se hace cauto
con las más sutiles fuerzas de la naturaleza y de sus
modos de acción, de todo lo que es en ella magnético, con todas las más finas condiciones por las cuales las cosas materiales conducen a aquella sutileza
de efectos que los hacen espirituales y que sólo pueden ser seguidos de un esfuerzo final y de un toque
más vivo. Es como si, en ciertos significativos
ejemplares, viésemos efectivamente cuáles son las
fuerzas que actúan sobre la carne humana. Nervioso, lánguido, siempre con una inexplicable languidez, este pueblo "leonardesco" parece estar
siempre sometido a excepcionales condiciones, a
sentir potencia de trabajo no sentida por otros en el
aire común, a transformarse en receptáculo para
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transmitírnosla mediante una cadena de secretos
influjos.
Pero entre las más jóvenes cabezas, hay una en
Florencia que el Amor la elegiría para sí, cabeza de
un joven que bien puede ser igual a aquella de Andrea Salaino, predilecto de Leonardo por sus ensortijados y ondulantes cabellos -belli capelli e inanellati-,
y después su sirviente y discípulo favorito. De todos
los hombres y mujeres que le interesaron durante su
vida en Milán, sólo de este vínculo se tiene noticia, y
viceversa, Salaino se identificó de tal manera con
Leonardo, que la Santa Ana, del Louvre, se tomó
por obra suya. Esto ilustra la selección que por lo
común hacía Leonardo de sus discípulos; hombres
dotados de natural encanto en su persona y en su
trato, como Salaino, u hombres de nacimiento y
hábitos de vida principescos, como Francesco
Melzi; hombres apenas dotados de genio suficiente
para iniciarse en los secretos del maestro, por quien
estaban dispuestos a anular su propia individualidad.
Viviendo entre estos discípulos, retirándose a menudo a la villa de Melzi en Canonica al Vaprio,
Leonardo trabajaba en sus fugaces manuscritos y en
sus bocetos, y trabajaba para la hora presente y para
pocos, tan sólo, y tal vez especialmente para sí
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mismo. Otros artistas se preocuparon por aplausos
presentes y futuros, como olvidados de su persona
o porque anteponían la finalidad moral o política a
la finalidad del arte; pero en Leonardo esa solitaria
cultura de belleza parece haberse transformado en
una especie de amor por sí mismo y en un descuido
por todo lo que en la obra de arte no sea el arte en
persona. De los secretos repliegues de un temperamento singularísimo extrajo extrañas corolas y extraños frutos, hasta entonces ignorados; y para él, la
nueva impresión transmitida, del exquisito efecto
producido, era como una finalidad, una perfecta
finalidad.
Sus alumnos se empaparon de tal manera de su
modalidad -a pesar de que el número de las auténticas obras de Leonardo, en realidad, es exiguo-, que
hay una multitud de cuadros de otros artistas, al través de los cuales indubitablemente lo vemos y que
conducen muy cerca de su genio. Algunas veces,
como en el pequeño cuadro de la Madonna de la Balanza, donde, en el seno de su madre, Cristo pesa los
guijarros del arroyo contra el peso de los pecados de
los hombres, vemos por contraste un pintor de mano ruda con respecto a la de Leonardo, trabajando
sobre una fina sugestión o boceto suyo; y algunas
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veces como en la Salomé y en la Cabeza de San Juan
Bautista, los originales perdidos fueron sucesivamente reconstruídos y variados por Luini y por
otros. Ciertas veces el original reaparece en la obra
de sus discípulos, pero sólo como tema o motivo,
un tipo mudable o modificable en sus accesorios; y
las variantes han revelado más que nada la intención
o la expresión del original. Así sucede con el llamado San Juan Bautista del Louvre; de las pocas figuras
desnudas que Leonardo pintó: nadie pensaría poder
encontrar en el desierto su delicada piel morena y
sus femeninos cabellos; en tanto que su ambigua
sonrisa podría darnos a entender algo que está mucho más allá de las circunstancias o del gesto exterior. Pero la larga cruz de caña que lleva en su mano, que indica que es el Bautista, resulta casi invisible
en la copia de la Biblioteca Ambrosiana, y desaparece del todo en otra versión del original que está en
el Palazzo Rosso en Génova. Volviendo de esta
posterior reproducción al original, no nos sorprenderemos mucho del singular parecido entre el San
Juan y el Baco, que le recordaba a Teófilo Gautier la
página de Heine sobre los dioses caídos, quienes
para vivir todavía, después del derrumbamiento del
paganismo, buscaron emplearse en la nueva religión.
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Nosotros por nuestra cuenta reconocemos en esto
una de esas invenciones simbólicas en las cuales el
ostensible sujeto no es elegido como materia de una
definida realización pictórica, pero sí como punto
de partida de una corriente de sentimiento, vaga y
sutil como un fragmento musical. Ninguno dominó
más y más enteramente el simple "sujeto" que Leonardo y lo inclinó con mayor maestría a una finalidad puramente artística; y sucede que si bien trata
sujetos sacros de continuo, es el más profano de los
pintores; la persona dada o el sujeto, San Juan en el
desierto o la Virgen sobre las rodillas de Santa Ana, es a
menudo solamente el simple pretexto para un tipo
de trabajo que conduce por completo más allá del
mundo de sus asociaciones convencionales.
En torno a la Última Cena, a su desgaste y restauraciones, ha surgido toda una literatura, la que posiblemente no vale tanto como el boceto trazado por
Goethe sobre su triste fortuna. La muerte de parto
de la duquesa Beatriz fue seguida en Ludovico por
uno de aquellos paroxismos de religioso sentimiento
que en él era congénito. La baja y oscura iglesia dominicana de Santa María de las Gracias había sido el
oratorio favorito de Beatriz; había pasado allí sus
últimos días, lleno el ánimo de presentimientos si187
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niestros; al fin fue casi necesario sacarla por la fuerza; y cien misas al día se decían por su reposo. En la
húmeda pared del refectorio que destilaba sales minerales, Leonardo pintó la Última Cena: Varias anécdotas fueron narradas en torno a esta pintura, a sus
retoques y desperfectos. Ellas lo muestran rehusándose a trabajar excepto en los momentos de invención, desdeñoso del que pudiera suponer que el arte
puede ser trabajo de simple industria y reglado, y a
menudo venía del lado opuesto de Milán, para dar a
la pintura un simple toque. No la pintó al fresco,
método que exige una ejecución rapidísima -todo
debe ser impromptu-, sino que la pintó al óleo, según
el nuevo método que fue de los primeros en escoger, porque consentía sobre la obra los retornos necesarios para conseguir la perfección por una
refinada labor. Pero sucedió que ningún procedimiento hubiera podido resultar menos durable que
aquél en una pared revocada, y a los cincuenta años,
la pintura decaía. Y para retocarla como era, debemos volver sobre los estudios del mismo Leonardo, sobre todo al dibujo de la cabeza central que
está en la Galería de Brera y que por el conjunto de
ternura y severidad en las líneas de su rostro, re-
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cuerda uno de los monumentales trabajos de Mino
de Fiesole.
Aquí fue realizado otro esfuerzo para elevar un
sujeto dado sobre el mundo de las tradicionales asociaciones. Extraño, después de todas las místicas
revelaciones de la Edad Media, fue el esfuerzo de
ver la Eucaristía, no como la pálida hostia del altar,
sino como un hombre que se despide de sus amigos. Cinco años después el joven Rafael, en Florencia, lo pintaba con efectos solemnes y dulces en el
refectorio de San Onofrio; pero todavía con todo el
místico irrealismo de la escuela del Perugino. Vasari
pretende que la cabeza central de La Cena no fue
nunca terminada; pero completa o incompleta o
perdiendo parte de su efecto por un avanzado desgaste, la cabeza de Jesús colma el sentimiento de
todas las personas del convite -espíritus divinos a
cuyo través se divisa la pared, desvanecida como la
sombra de las hojas sobre un muro en una tarde de
otoño; y aquella figura es la más abatida, la más espectral entre todas las otras.
La Última Cena fue terminada en el año 1497; en
el 1498 los franceses entraron en Milán, y si no es
verdad que los arqueros gascones la usaron como
blanco de sus dardos, lo cierto es que el modelo de
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la estatua de Francisco Sforza no sobrevivió. Lo que
pudo ser en esa época su obra -de cuánta nobleza y
de cuán robusta verdad- podemos juzgarlo contemplando la estatua ecuestre de bronce de Bartolomeo
Colleoni, modelada por el maestro de Leonardo,
Andrea del Verrocchio (se dice que murió de dolor,
porque faltándole el modelo fue incapaz de completarla), y que se ve todavía en la Piazza de San
Juan y San Pablo en Venecia. Algunos vestigios de
la estatua de Leonardo quedan en ciertos de sus dibujos, y tal vez también, por singular circunstancia,
en una lejana ciudad de Francia. Por cuanto, Ludovico, que fue tomado prisionero, terminó sus días
en Loches, en Turena; y después de muchos años
de cautiverio en las prisiones subterráneas donde
todo parece enfermizo de bárbara memoria medioeval, se dice que le fue, al fin, concedido por poco
tiempo respirar aire más fresco en una de las habitaciones de la gran torre, que todavía existe, donde los
extraños arabescos pintados sobre las paredes son
atribuidos por la tradición a su mano, que se deleitaba un tanto, en tal forma, en aquellos años de tedio. En esos grandes yelmos y rostros humanos y
pedazos de armaduras -entre las cuales, en graves
letras, el emblema Infelix Sum, se entreteje en varias
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formas- es, tal vez, no demasiado fantástico ver el
fruto de una pensativa reminiscencia de diversos
experimentos realizados en torno de la figura armada del Gran Duque, que tanto lo habían preocupado a Leonardo y a él mismo en los días afortunados
de Milán.
Los restantes años de Leonardo fueron, más o
menos, años de vida errante. De su brillante existencia en la corte de Milán no había salvado nada y
regresó pobre a Florencia. Posiblemente fue la necesidad la que mantuvo su espíritu excitado; los
cuatro años sucesivos fueron de un prolongado
arrobamiento o éxtasis de invención; y fue entonces
que pintó los cuadros del Louvre, sus más auténticas
obras, traídas aquí directamente del Gabinete de
Francisco I, en Fontainebleau. Uno de sus cuadros
que representa a Santa Ana -no la Santa Ana del
Louvre, sino un sencillo cartón que se encuentra
ahora en Londres- hizo casi revivir una suerte de
apreciación más común en tiempos antiguos, cuando los buenos cuadros parecían todavía una cosa
milagrosa; y por dos días una turba de personas de
toda jerarquía pasó en medio de una ingenua excitación por la cámara donde el cuadro estaba expuesto y confirió a Leonardo un algo del "triunfo"
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de Cimabue. Pero su obra estaba menos de acuerdo
con los santos que con las vivientes mujeres de Florencia, ya que él vivía todavía entre la pulida sociedad que amaba y en las casas de Florencia, algunas
de las cuales, muerto Savonarola, retornaron al dominio de los pensamientos ligeros -el último de los
chismes (1869) es el de una Monna Lisa sin ropajes,
encontrada en algún demasiado secreto rincón de la
reciente última colección Orleans-, y en esas casas
de Florencia conoció a Ginevra di Binci, y Lisa, la
joven tercera esposa de Francesco del Giocondo.
Así como lo hemos visto adoptar incidentes de la
historia sagrada, no por amor a ellos o como simples sujetos de realización pictórica, sino como lenguaje oculto por su propia fantasía, ahora, en
cambio, encuentra un desahogo a su pensar, tomando una de aquellas lánguidas mujeres y elevándolas como a Leda o a Pomona, como a Modestia o
Vanidad, al Séptimo Cielo de la simbólica expresión.
La Gioconda es, en la verdadera acepción de la palabra, la obra maestra de Leonardo, el ejemplo revelador de su modo de pensar y trabajar. En sugestividad, solamente puede compararse con la
Melancolía de Durero, con la diferencia de que ningún confuso simbolismo turba el efecto de su miste192
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riosidad profunda y llena de gracia. Todos nosotros
conocemos la cara y manos de esta figura, sentada
sobre una silla de mármol, en aquel círculo de rocas
fantásticas, como sumergida en una leve luz submarina. Tal vez de todas las pinturas antiguas ésta fue
la menos dañada, por más que según Vasari, presentaba una más viva magia de colorido en los labios y mejillas que se ha esfumado para nosotros.
Como a menudo sucede con las obras en las cuales
la invención parece alcanzar su límite, hay un elemento que fue ofrecido al maestro y no inventado
por él. En aquel inestimable Libro de los dibujos que
cierta vez perteneció a Vasari, había algunos del Verrocchio -caras de tan tocante belleza que Leonardo
en su adolescencia las copió muchas veces-, y es
difícil no reconocer en esos dibujos del viejo maestro, como en su germinal principio, la fantástica
sonrisa siempre con un toque de siniestro, que se
expande por toda la obra de Leonardo. Al lado de
ese cuadro hay un retrato. Pero desde la infancia del
artista vemos aquella imagen definirse en la estructura de sus sueños; y si no existiese el explícito
testimonio histórico, bien podríamos imaginar que
ésta fue, no otra, su mujer ideal contemplada y personificada. ¿Cuál era la relación entre una viviente
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mujer florentina y esta criatura de su pensamiento?
¿Por qué extraña afinidad el sueño y la persona habían crecido separadamente, estando tan unidos
entre sí? Presente desde el principio incorpóreamente en la mente de Leonardo; vagamente trazada
en los dibujos del Verrocchio, fue encontrada al fin,
en persona, en la casa de Il Giocondo. Que hay
mucho de simple retrato en esa pintura es atestiguado por la leyenda que cuenta que por medios artificiales, por la presencia de bufones y de músicos fue
prolongada en la cara de la dama aquella sutil expresión. ¿Y fue otra vez, por cuatro años y por siempre
renovada labor, nunca realmente completa, o en
cuatro meses, y como por virtud mágica que aquella
imagen fue trazada?
La aparición que de ese modo se eleva tan extrañamente sobre las aguas, expresa lo que en el curso
de un milenio los hombres habían llegado a desear.
Suya es la cabeza sobre la cual "convergen las conclusiones del mundo", y los párpados están un tanto
fatigados. Es una belleza que procede del interior y
se dibuja sobre la carne, receptáculo, célula por célula, de extraños pensamientos, de fantásticas divagaciones y de exquisitas pasiones. Acercadla por un
instante a una de aquellas cándidas deidades griegas
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o a las hermosas mujeres de la antigüedad, y veréis
cómo quedan turbadas por esta belleza sobre la que
el alma ha pasado con todos sus males. Todos los
pensamientos y toda la experiencia del mundo, en lo
que tienen de poder para refinar y hacer expresiva la
forma exterior, la grabaron y modelaron: el animalismo de Grecia, la sensualidad de Roma, el misticismo de la Edad Media con sus ambiciones espirituales y sus amores imaginativos, el retorno del
mundo pagano y los pecados de los Borgia. Es más
vieja que las rocas entre las cuales está sentada; como el vampiro, fue muerta muchas veces y conoció
los secretos de la tumba; y habitó los mares profundos y guardó las declinantes luces; traficó por extraños tejidos con mercaderes del Oriente; y, como
Leda, fue la madre de Elena de Troya, y como Santa
Ana, fue madre de María; todo esto fue para ella
como el sonido de las flautas y de las liras, y vive
solamente en la delicadeza con la cual se moldearon
los cambiables lineamientos y tomaron color los
párpados y las manos. El encanto de una perpetua
vida, abrazando juntas diez mil experiencias es de
antigua data; y la filosofía moderna ha concebido la
idea de la humanidad como elaborada sobre ese
cuadro y como suma de todos los modos del pensa195
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miento y de la vida. Así, muy ciertamente, Monna
Lisa podría ser considerada como la personificación
de la antigua fantasía y como símbolo de la idea
moderna.
Durante estos últimos años en Florencia, la historia de Leonardo es la historia misma de su arte; se
siente perdido en su luminosa noche. La historia
externa se inicia, otra vez, en el año 1502, con un
borrascoso viaje a través de la Italia central, que
efectúa como ingeniero jefe de César Borgia. El
biógrafo, recopilando diversas anotaciones de sus
manuscritos, puede seguirlo día por día a lo largo de
aquel viaje, trepando por la extraña torre de Siena,
elástico como un arco que se curva, descendiendo
por la ribera de Piombino y presentándose en cada
lugar como loco en un sueño febril.
Otra gran obra debía efectuar, una obra de la cual
presto desapareció toda traza, La Batalla de los Estandartes, en la que tuvo por rival a Michelangelo. Los
ciudadanos de Florencia, deseosos de decorar las
paredes de la gran Sala del Consejo, habían ofrecido
la obra por concurso y el motivo debía sacarse de
las guerras florentinas del siglo XV. Michelangelo
eligió para su cartón un episodio de la guerra contra
Pisa, en el que, bañándose en el Arno, los soldados
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de Florencia son sorprendidos por el sonido de las
trompetas y corren a las armas; pero su dibujo nos
alcanza solamente a través de un grabado antiguo,
que ayuda menos, -que el recuerdo del fondo de su
Sagrada Familia de los Uffizii- a imaginar en qué
forma sobrehumana, parecida a la que hubiera podido seducir el corazón de un mundo antiguo, las
figuras de los soldados debían salir del agua. Leonardo eligió un episodio de la Batalla de los Estandartes, en el cual dos grupos de soldados avanzan
luchando por la conquista de una bandera. Como el
de Michelangelo, su cartón se perdió y ha llegado a
nosotros bajo la forma de bocetos y en un fragmento de Rubens. De las noticias que tenemos podemos deducir que se nota en el cuadro cierta
inclinación a representar cosas terribles, hasta el
punto de que los caballos se hacen pedazos con sus
dientes; y es todavía demasiado diferente un fragmento que hay del mismo asunto en un dibujo de
Leonardo que está en Florencia: un ondulante campo de bellas armaduras, cuyos bordes cincelados
corren como rayos de luz solar de uno a otro extremo. Michelangelo tenía entonces veintisiete años,
Leonardo más de cincuenta; y Rafael, que a la sazón
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tenía diecinueve, visitaba por primera vez Florencia
y fue a observar cómo trabajaban los dos maestros.
Encontramos de nuevo a Leonardo en Roma en
1514, rodeado de sus espejos, de sus matraces y sus
hornillos, construyendo juguetes maravillosos de
cera y de mercurio que parecen cosas vivientes. La
hesitación que le acompañó toda su vida y de la que
hizo como un perpetuo sortilegio se había duplicado. Ninguno llevó más lejos la indiferencia polí-tica; su filosofía había sido siempre "huir de la
tem-pestad"; es para los Sforza o en contra de los
Sforza, según donde se inclinase la balanza de la
fortuna. Sin embargo, ahora, en la política sociedad
romana es sospechado de poseer secretas simpatías
por los franceses, y paralizado por la circunstancia
de encontrarse entre enemigos se volcó completamente a Francia que de largo tiempo atrás lo buscaba.
Francia estaba por transformarse en una segunda
Italia, más italiana que Italia misma. Francisco I,
como ya le había sucedido a Luis XII, fue atraído
por la finesse de la obra de Leonardo; La Gioconda
estaba ya en su gabinete, y ofreció entonces a Leonardo el Chateau de Clou, con sus prados y sus viñedos, en el risueño valle del Mosa, próximo a los
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muros de la ciudad de Amboise, donde, especialmente en el tiempo de la caza, la corte residía.
A monsieur Lyonard Peinteur du Roy Pour Amboyse, así era dirigida la correspondencia de Francisco I. Y he aquí que se abre una de las más
interesantes perspectivas a la historia del arte, que
muestra a la pintura italiana en una atmósfera particularmente confusa, yendo a morir, muy lejos, por
los caminos de Francia.
Después de tan prolijo anticuarismo, quedan dos
cuestiones sin resolver que conciernen a la muerte
de Leonardo: la exacta forma de su religión y la presencia de Francisco I en ese momento. Ellas son
igualmente poco importantes para estimar el genio
de Leonardo. Las directivas de su testamento en lo
que respecta a las treinta misas y a las grandes velas
para la iglesia de San Florentino, son cosas que hablan demasiado claro de su inmediato y práctico
propósito y de no mucha consecuencia para dilucidar alguna teoría en torno a su religión. Las dejamos
considerando de qué modo un hombre que fue
siempre tan deseoso de la belleza en sus precisas y
definidas formas -como manos, o flores o cabellos-,
miró ahora hacia la incierta tierra y experimentó su
postrer curiosidad.
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[1869]
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CAPÍTULO VII
LA ESCUELA DE GIORGIONE
Es un error de la crítica popular considerar a la
poesía, a la música, a la pintura y a todos los productos del arte únicamente como la traducción en
diferentes lenguajes de un conjunto dado de pensamiento imaginativo, complementado por ciertas
cualidades técnicas: cualidades del color en la pintura; del sonido en la música; de palabras rítmicas en
la poesía. De ese modo el elemento sensitivo y con
él casi todo aquello que en el arte es esencialmente
artístico, se transforma en objeto de indiferencia; y
en la clara comprensión del opuesto principio, que
dice que la materia sensible de una u otra de las artes lleva consigo un tipo o cualidad especial de be201
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lleza intraducible a las formas de las otras, un orden
de impresiones distintas en su especie, está la clave
de toda verdadera crítica estética. Como el arte no
se dirige al puro sentimiento y menos aún al puro
intelecto, pero sí a la "razón imaginativa" a través de
los sentidos, hay diferencias de especie en la belleza
estética correspondientes a diferencias de especie en
los dones de los sentidos. Por consiguiente, cada
arte tiene su peculiar e intraducible encanto sensible,
su propia manera de llegar a la imaginación, su modo especial de responder a su propio material. Una
de las funciones de la crítica estética, pues, consiste
en definir estos límites y estimar el grado en el cual
una obra de arte dada cumple con su propio material; distinguir en un cuadro aquel verdadero encanto pictórico que no es tan sólo pensamiento
poético o sentimiento, ni el puro resultado de una
comunicable maestría técnica en el color y dibujo;
definir en un poema, aquella verdadera cualidad
poética que no es simplemente descriptiva o meditativa, pero que viene del manejo inventivo del lenguaje rítmico, del elemento del canto en el cantar;
descubrir en la música su hechizo, esa música esencial que no tiene palabras, que no tiene materia al-
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guna de sentimiento o pensamiento separable de la
especial forma en la que se nos ofrece.
A esta filosofía de las variaciones de la belleza,
contribuyó en forma muy importante el análisis del
mundo de la escultura y del mundo de la poesía hecho por Lessing en el Laocoonte. Una verdadera
apreciación de estas cosas, es factible tan sólo hacerla a la luz de un completo sistema de semejante
casuística de arte. Ahora bien, es en la crítica de la
pintura en donde resulta mayormente corroborada
esta verdad, porque es en los juicios populares sobre
cuadros en los que prevalece mayormente la fal-sa
generalización de todo el arte en las formas de la
poesía. Que tanto en el dibujo como en la pincelada
todo sea simple conquista de la técnica elaborada en
el intelecto y al intelecto recurriendo, o por otra
parte, que todo sea de un interés simplemente poético o literario, también éste recurriendo a la pura
inteligencia: he ahí la suposición de muchísimos espectadores y de muchos críticos artísticos que no
han tenido en ningún momento visión de aquella
veraz cualidad pictórica, que reside entre el interés
poético y el simplemente técnico, índice único del
don pictórico; de ese inventivo y creador manejo de
la línea pura y del color, que (como casi siempre su203
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cede en la pintura holandesa y a menudo también
en las obras de Tiziano y del Veronés) es totalmente
independiente de cualquier cosa precisamente poética en el sujeto en el que está contenido. Es el dibujo
-diseño emanado del peculiar temperamento pictórico, mientras puede ser posible la ignorancia de las
justas proporciones anatómicas, de cualquier otra
cosa, de toda la poesía, de todas las ideas aun abstractas y oscuras, que emerge como imagen o escena
visible-, es el color -tejido de luz, elaborado como con
hilos de oro, apenas perceptible a través del ropaje,
la carne y la atmósfera de la Bella de Tiziano- que
imprime al todo una nueva deliciosa cualidad física.
Este dibujo entonces (arabesco trazado en el aire
por las figuras volantes del Tintoreto y por los fondos arbolados del Tiziano), este color -condición
mágica de la luz y del tinte en la atmósfera de la Bella de Tiziano o en el Descenso de la Cruz de Rubens-,
estas esenciales cualidades pictóricas deben antes
que nada deleitar a los sentidos, deleitarlos en forma
tan inmediata y apasionada, como lo haría un fragmento de cristal veneciano; y este deleite es el único
vehículo de cualquier poesía o ciencia que, aparte de
aquellas cualidades, puede estar en la intención del
compositor. En su primitiva apariencia, una pintura
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no tiene para nosotros más definido lenguaje que el
de un accidental juego de sol y de sombra que dura
pocos momentos sobre la pared o el piso; y en verdad no es en sí mismo otra cosa que un espacio de
luz, donde los colores se distribuyen como en los
tapices de Oriente, pero refinados y elaborados con
mayor sutileza y exquisitez que en la misma naturaleza.
Llenada esta primordial y esencial condición, podemos describir la penetración de la poesía en los
dominios de la pintura, por medio de finas gradaciones exteriores; por ejemplo, partiendo de la pintura japonesa sobre abanicos, donde primero
hallamos solamente colores abstractos; luego apenas
un esparcido sentido de la poesía y de las flores, y
después, algunas veces, una perfecta pintura floral; y
así prosiguiendo hasta llegar a Tiziano encontraremos poesía en su Ariadna y un toque de verdadero
espíritu infantil en la minúscula luminosa figura vestida con túnica de seda, que asciende la escalera del
templo, en el cuadro de la Presentación de la Virgen en
Venecia.
Pero si bien cada arte tiene su específico orden de
impresiones y un intraducible encanto, y puesto que
una justa comprensión de las extremas diferencias
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de las artes entre sí constituye el principio de la crítica estética, es de notar, sin embargo, que en el modo especial de elaborar su propia materia, puede
observarse el pasaje de cada arte a las condiciones
de cualquier otra arte, por aquello que los críticos
alemanes llaman un anders-streben, un parcial traspaso
de sus propios límites, a cuyo través pueden, no, en
verdad, asumir el puesto de una u otra, pero sí
prestarse recíprocamente nuevas fuerzas.
De ese modo algunas de las más deliciosas músicas parecen aproximarse continuamente a la figura,
a la definición pictórica. La arquitectura, si bien tiene sus leyes propias -leyes bastantes esotéricas, demasiado conocidas por el verdadero arquitectopuede, no obstante, ciertas veces, aspirar a llenar las
condiciones de una pintura, como sucede en la Capilla de la Arena, o de una escultura, como en la impecable unidad del Campanile de Giotto, en
Florencia, y asume, a menudo, un verdadero espíritu
de poesía en aquellas escaleras extrañamente retorcidas de los Chateaux de la región del Loira. Como
si esas curiosas sinuosidades parecieran haber sido
construídas para permitir a los actores de un modo
teatral de vivir, pasar el uno al lado del otro, sin verse; puesto que existe también una poesía de la me206
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moria o nacida del solo efecto del tiempo, que la
arquitectura aprovecha grandemente. Siguiendo este
orden de ideas, la escultura pretende alejarse de las
rígidas limitaciones de la pura forma, hacia el color
o los equivalentes del color; y la poesía encuentra,
en distintos sentidos, auxilio en las otras artes, ya
que las analogías entre una tragedia griega y una
obra de la escultura griega, entre un soneto y un relieve, entre la poesía genérica francesa y el arte del
grabado, son algo más que simples figuras retóricas;
y todas las artes en conjunto tienden a reunir el
principio de la música, por cuanto la música es el
arte típico, el arte idealmente perfecto, objeto de la
gran anders-streben de todas las artes, de todo lo que
es artístico o participa de la cualidad del arte.
Todas las artes aspiran siempre a reunir las condiciones de la música. Porque mientras en todas las
otras manifestaciones del arte, no siendo la música,
le es dado a nuestra inteligencia distinguir la materia
de la forma, es sin embargo esfuerzo constante del
arte buscar la anulación de este distingo. El simple
material de un poema, por ejemplo: su sujeto, particularmente su situación, sus incidentes -la simple
materia de un cuadro, las circunstancias efectivas de
un acontecimiento, la topografía real de un paisaje-,
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serían nada sin la forma, el espíritu, la elaboración;
ahora bien, que esta forma, esta manera de elaboración sea un fin en sí, que penetre cada parte de la
materia, es lo que todas las artes se esfuerzan por
alcanzar y logran en diversos grados.
Este abstracto lenguaje se aclara lo suficiente si
tomamos un ejemplo de la realidad. En un paisaje
verdadero vemos un largo camino blanco que se
pierde de súbito en el perfil de una colina. Es la
materia de uno de los grabados al aguafuerte de Alfonso Legros; este grabado está animado de una
inquieta solemnidad de expresión, vista o entrevista
entre los límites de un momento excepcional, o tal
vez captada del mismo estado de ánimo del artista,
pero que se mantiene a través de la obra como verdadera esencia del sujeto. Otras veces un momentáneo matiz de tempestad envuelve una escena familiar con un carácter que bien podría haber sido extraído de las zonas profundas de la imaginación.
Deducimos entonces que aquel particular efecto de
luz, aquel súbito bordado de hilos de oro junto con
la trama del heno, los álamos y la hierba, proporciona a la escena suficientes cualidades artísticas
como para hacer de ella un cuadro. Y estos juegos
de circunstancia son comunes en los paisajes que
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tienen por sí mismos pocas cualidades relevantes,
porque, en dichos escenarios, los materiales particulares son fácilmente absorbidos por esa informante
expresión de luz que pasa, y elevados en todo su
desarrollo por su efecto delicioso y nuevo. En esto
reside la superioridad, por sus condiciones pintorescas, de una ribera francesa con respecto a un valle
suizo, ya que en la ribera francesa la topografía, el
simple material, cuenta bien poco; y siendo el total
demasiado puro, intacto y tranquilo, la sola luz y
sombra pueden modificarlo fácilmente según un
tono dominante. Por otra parte el paisaje veneciano
tiene en sus condiciones materiales, mucho de rígido o rígidamente definido; los maestros de la escuela veneciana mostraron poco interés por él, y de
sus fondos alpinos retuvieron tan sólo algunos abstractos elementos de fresco color y de tranquila línea, si bien adaptando sus particulares efectos -vanas torrecillas marrones, campos amarillos de paja,
arabescos de bosques- solamente como notas de
una música que acompaña debidamente la presencia
de sus hombres y mujeres, presentándolos con el
espíritu o tan siquiera la esencia de un tipo particular
de paisaje, país eminentemente reflexivo o de memoria semiimaginativa.
209
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La poesía, en cambio, actúa con palabras dirigidas en principio a la pura inteligencia, y demasiado a
menudo trata con un sujeto o una acción definida;
así puede desempeñar, ciertas veces, una noble o del
todo legítima función, manifestando aspiraciones
políticas o morales como sucede frecuentemente en
la obra de Victor Hugo. En ese caso resulta bastante
fácil para nuestro entendimiento distinguir la materia de la forma, o aun más que la materia, el sujeto,
el elemento, que refiriéndose a la pura inteligencia,
ha sido penetrado por el acusador espíritu artístico.
Pero los tipos ideales de poesía son aquellos en los
que esta distinción se reduce al mínimum; y la poesía
lírica, precisamente porque en ella distinguimos menos la materia de la forma, sin deducir nada de dicha materia, es al menos artísticamente la más alta y
más completa forma de poesía. Y la verdadera perfección de esta poesía parece depender, en parte, de
una cierta supresión o vaguedad del simple sujeto,
en forma que su significado nos llega por distintos
caminos no claramente discernibles del intelecto,
como en algunas de las más imaginativas composiciones de William Blake, muy frecuentemente
en los cantos de Shakespeare y en especial en aquel
canto de la página de Mariana en Measure for Measu210
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re, donde la fuerza vivificante y la poesía de toda la
composición parecen transformarse, por un momento, en una verdadera corriente de música.
Este principio es válido para todas las cosas que
participan, en algún grado, de cualidades artísticas:
para el moblaje de nuestras casas y, por ejemplo,
para nuestros vestidos; para la vida misma, para el
gesto y el discurso y los elementos de nuestras vicisitudes cotidianas, que para el hombre sabio son
susceptibles de una suavidad y de un encanto derivados del sentido en que se desarrollan, que les confiere valor por sí mismas. En esto reside, además, lo
que es apreciable y justamente atrayente, lo que se
llama la moda de una época, que eleva las trivialidades del discurrir y los modos y costumbres en "conclusiones en sí mismas", y les da su encanto y misteriosa gracia.
El arte procura siempre independizarse de la pura
inteligencia, para transformarse en materia de simple percepción y librarse de las responsabilidades de
su propio sujeto, puesto que los ejemplos ideales de
poesía y de pintura son aquellos cuyos elementos
constitutivos de la composición están tan fuertemente soldados entre sí, que el material o sujeto no
puede castigar solamente al intelecto, ni tan sólo a la
211
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forma, al ojo y al oído; pero sí la forma y materia en
su unión e identidad ofrecen un efecto único a la
"razón imaginativa", a esa compleja facultad por la
cual cada pensamiento o cada sentimiento nacen en
conjunto con su símbolo o equivalente sensible.
La música es la que más completamente realiza
este ideal artístico, esta perfecta identificación de la
materia y de la forma. En sus mejores momentos el
fin no es distinto de los medios, la forma de la materia, el sujeto de la expresión; son inherentes y están completamente saturados uno de otro; a ella, de
consiguiente, a la constitución de sus perfectos momentos, debe suponerse que tienden y aspiran
constantemente todas las artes. En la música, pues,
más que en la poesía, debe buscarse el verdadero
tipo o modelo de arte perfecto. Y si bien cada arte
tiene su elemento intransmisible, su intraducible orden de impresiones, su modo único de llegar a la
"razón imaginativa", en conjunto pueden ser representadas como aspirando de continuo a la ley o
principio de la música, o a la condición que tan sólo
en la música se realiza completamente; y una de las
principales funciones de la crítica estética; tratándose de productos nuevos o antiguos del arte, es
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estimar el grado en que cada uno de dichos productos se aproxima, en ese sentido, a la ley musical.
Por ninguna escuela de pintores, como por la escuela de Venecia, fueron con tanta exactitud comprendidas, bien que por instintiva aprehensión, las
limitaciones del arte de la pintura y fue tan exactamente concebida la esencia de lo que es pictórica en
un cuadro. El encadenamiento de pensamientos
sugeridos por lo que se ha dicho hasta aquí, es tal
vez una introducción no inconveniente a algunas
páginas sobre el Giorgione, quien (a pesar de que
mucha de la reciente crítica haya sido tomada de la
obra que se le atribuye) resume en forma más completa que cualquier otro pintor, por lo que conocemos de él y de su obra, el espíritu de la Escuela
de Venecia.
Los orígenes de la pintura veneciana se conectan
con los últimos, inflexibles, semibárbaros esplendores de la decoración bizantina y preanuncian en el
revestimiento de mármol y oro de las paredes del
Duomo de Murano y de la iglesia de San Marcos, el
contenido de una mayor dosis de humana expresión. Y en todo el curso de su desarrollo posterior,
subordinado siempre al efecto arquitectónico, la
obra de la escuela veneciana no escapa más al in213
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flujo de sus propios orígenes. Sin auxilio, y por consiguiente desembarazada de naturalismo y misticismo religioso y teorías filosóficas, no tuvo ella un
Giotto, ni un Angelico, ni un Botticelli. Libres de la
tensión del pensamiento y del sentimiento que tan
severamente se impuso a los recursos de las sucesivas generaciones de artistas florentinos, los primitivos pintores venecianos, hasta Carpaccio y los
Bellini, parecen no haber sido inducidos, ni por un
instante, a perder de vista el designio estrechamente
considerado de su arte; a olvidar que la pintura es
antes que nada decorativa, hecha para los ojos, espacio de color sobre una pared tan sólo más diestramente mezclados que sus huellas en la preciosa
piedra mural o que las variaciones que la sombra y
el sol le producen: este es el principio y fin de la
pintura, sea cual fuere la parte que en ella juegue la
más alta materia del pensamiento, la poesía o el
sueño religioso. Por último, con el decisivo imperio
de todos los secretos técnicos de su arte, y con algo
más de su parte que "un chispazo de fuego divino",
llega el Giorgione. Es el inventor del género, de aquellos cuadros fácilmente movibles, que no sirven para
usos de devoción, ni para enseñanza alegórica o
histórica -pequeños grupos de genuinos hombres y
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mujeres entre congruentes accesorios y congruentes
paisajes-; fragmentos de vida vividos, convites de
música o de juego, refinados e idealizados hasta semejar como brochazos de una vida lejana. Aquellas
superficies con colores más expertamente mezclados, que hasta ahora habían llenado dócilmente su
puesto en un simple esquema arquitectónico, Giorgione las saca de la pared y las encuadra con ayuda
de algún hábil tallista. Así pueden los hombres moverlas y transportarlas con facilidad donde van, como si llevaran un Poema en un manuscrito o un
instrumento musical para ser usado a voluntad como medio de propia educación, como estímulo o
placer, llegando cual una existencia animada en la
casa del hombre, a enriquecer el aire como con un
aroma escogido y a vivir con nosotros cual personas, por un día o por toda la vida. De todos los
productos del arte que jugaron desde ese entonces
un papel tan importante en la cultura de los hombres, Giorgione es el iniciador, y también con él
perdura impasible esa antigua claridad veneciana,
esa justeza de vista en el discernimiento de los límites esenciales del arte pictórico. Mientras que infunde a su obra pintada como una sonora especie de
poesía, captada por vía inmediata en una singular215
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mente rica y sonora cualidad de vida, en la elección
del sujeto o de la fase del sujeto, en la subordinación
de éste a la finalidad pictórica, a la primordial finalidad de un cuadro, es el artista típico de esa aspiración de todas las artes a la condición de la música, a
la perfecta identificación de la materia con la forma.
Nacido un poco antes que Tiziano, Giorgione
podría considerarse contemporáneo de éste, su
compañero, en la escuela del anciano Giovanni Bellini, y también las relaciones del uno con el otro
tienen un cierto parecido a las de Sordello con
Dante en el poema de Browning. Dejando a Giovanni Bellini, Tiziano se transforma en cambio en el
discípulo de Giorgione y vive en constante trabajo
por espacio de más de sesenta años, luego que
Giorgione desciende a la tumba; y con tal provecho
que difícilmente una ciudad grande de Europa se
encuentra privada de algún fragmento de su obra.
Giorgione ligeramente mayor que él, con su limitada
producción efectiva (lo que de él nos queda parece,
como veremos, reducirse casi a un solo cuadro, como lo que queda de Sordello es un fragmento de
canto de amor) expresa, sin embargo, como principio y motivo elemental de su obra, aquel espíritu
que fue la adquisición final de todos los esfuerzos
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del arte veneciano y que el Tiziano esparce sobre la
íntegra actividad de su vida.
Y era de esperar que algo de fabuloso y de ilusorio se mezclase siempre al esplendor de la fama de
Giorgione. Incierta fue desde el principio la exacta
relación que tienen con él muchos trabajos -dibujos,
retratos, pintura idílica-, a menudo bastante fascinantes y que en varias colecciones figuraban con su
nombre; seis u ocho cuadros famosos en Dresde,
Florencia y el Louvre, éranle sin ninguna duda atribuídos; se diría que en otros lugares parecía sobrevivir algo del esplendor de la vieja humanidad
veneciana. Ahora se sabe que de aquellos seis u
ocho cuadros famosos, uno tan sólo es en realidad
de Giorgione; por fin se ha presentado la oportunidad de realizar un perfecto estudio sobre este
asunto, y como en otros casos similares, no nos ha
aclarado el pasado; tan sólo nos ha asegurado que
poseemos de Giorgione menos de cuanto creíamos
poseer. Gran parte de la obra de la cual depende su
fama, obra hecha para inmediato efecto, se perdió
probablemente en los tiempos del artista, como los
frescos de la fachada del Fondaco dei Tedeschi en Venecia, donde todavía algunos de sus luminosos vestigios ponen un singular toque adicional al es217
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plendor de la escena del Rialto. Y hay luego una barrera, un límite, un período en torno a la mitad del
siglo XVI, a través del cual la tradición se extravía y
las verdaderas líneas reveladoras de la persona y de
la obra del Giorgione se oscurecen. Estuvo de moda
entre los pudientes amantes del arte, no provistos
de cierta medida crítica en la búsqueda de la autenticidad, coleccionar las así llamadas obras de Giorgione, y con ese motivo fueron puestas en
circulación multitud de imitaciones. Pero ahora, en
el Nuevo Vasari la gran reputación tradicional, tejida
con tanta demanda sobre la admiración de los
hombres, ha sido escudriñada hilo por hilo, y lo que
resta del más vivido y excitante de los maestros venecianos -una llama ardiente, como parecía, entre la
sombra de tiempos lejanos- ha sido reducido a un
nombre por sus más recientes críticos.
Queda todavía por explicar suficientemente el
porqué de la leyenda surgida alrededor de la persona
del artista, y por qué su nombre fue tantas veces
impuesto a las mejores obras de otros artífices. El
Concierto del Palacio Pitti -donde un monje con capucha y tonsura toca las teclas de un clavicordio,
mientras un clérigo colocado a su derecha sostiene
un violoncelo y un tercero con sombrero plumado
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parece esperar el momento de iniciar el canto- es
obra indubitable del Giorgione. La línea de los dedos colocados sobre el teclado, el trazado de la
pluma, hasta los filamentos de lineas sutiles que se
fijan en la memoria y se pierden de súbito en conjunto, en aquella calma luz supraterrena; la maestría
con que ha captado la onda del errante sonido y la
ha fijado sobre los labios y las manos, todo esto
pertenece verdaderamente al maestro; y la crítica,
mientras disminuye progresivamente lo que hasta
ahora se creyó de Giorgione, ha reivindicado los
derechos de este cuadro, clasificándolo entre las más
preciosas cosas que existen en el mundo del arte.
Es de notar que la "distinción" de este Concierto,
su contenida unidad de perfección, igual en el diseño que en la ejecución y en la elección de los tipos,
es para el Neo-Vasari el modelo de la genuina obra
de Giorgione. Encontrándole elementos suficientes
para demostrar su influencia y el verdadero sello de
su maestría los dos autores del Neo-Vasari, asignan a
Pellegrini de San Daniele la Sagrada Familia del Louvre, en consideración a ciertos detalles por los que
se parece mucho a dicho modelo; es difícil que este
parecido logre disminuir el goce que experimenta el
espectador, con el encanto singular del aire fluido
219
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con el que parece estar animada la pintura íntegra y
que llena los ojos y los labios y hasta las mismas
vestiduras de sus sacros personajes, de una energía y
de una luminosidad penetrada de viento, de la que
es prueba visible la claridad de la cumbre azulada
que se divisa lejana, en el fondo. Igualmente otro
admirado cuadro del Louvre
-materia de un
soneto delicioso de un poeta6 cuya propia obra
pictórica viene a menudo a la mente cuando se recuerdan estas hermosas cosas-, la Fiesta Campestre, es
asignado a Sebastián del Piombo; y La Tempestad,
existente en la Academia de Venecia, a París Bordone o tal vez, a "algún tardío artífice del siglo XVI".
En la Galería de Dresde, el Caballero que abraza a una
dama, que parece señalar una bien conocida pausa
en una historia de la que desearíamos saber el resto,
es atribuido a una "mano bresciana"; y el Encuentro
de Jacob con Raquel, a un discípulo de Palma. Y en fin,
no obstante su encanto "giorgionesco", nos sentimos inclinados a dar a Bellini la Prueba del fuego y el
Hallazgo de Moisés, con un charco de agua que esplende como una joya.
6 Dante Gabriel Rosetti.
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No ha adjuntado la crítica, que tan libremente
disminuye el número de las obras auténticas del
Giorgione, nada de importancia a la ya conocida
línea exterior de su vida y de su personalidad de
hombre; tan sólo ha fijado una o dos fechas, una o
dos circunstancias con mayor exactitud. Giorgione
nació con anterioridad al año 1477, y vivió su infancia en Castelfranco, donde los últimos peñascos de
los Alpes Venetos declinan románticamente a la
llanura con la graciosidad de un parque. Hijo natural
de la familia de los Barbarelli, nacido de una aldeana
de Vedelago, entra desde el comienzo de su vida en
un circulo de personas notables, hombres de toda
cortesía. Se le enseña a escoger entre la diferencia
del tipo personal, los modos y hasta los atavíos que
son mejor aceptados en aquel ambiente -esa "distinción" que hay en el cuadro del Concierto del Palacio
Pitti-. No lejos de su casa vivía Catalina Cornaro,
antiguamente reina de Chipre, y en la torre que todavía subsiste, Tuzio Costanzo, el famoso condottiere
-pintoresco resto de maneras medioevales en una
civilización que evolucionaba rápidamente. Giorgione pintó sus retratos; y cuando el hijo de Tuzio,
Mateo, murió en su primera juventud, ornó en su
memoria una capilla en la iglesia de Castelfranco; es
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posible que en esa ocasión pintara el retablo que
todavía se puede admirar allí y que ocupa el primer
puesto entre sus obras auténticas: La Madonna de
Castelfranco, con la figura del santo guerrero Liberale,
provisto de la delicadamente centelleante armadura
gris plateada, cuyo pequeño boceto original al óleo
es uno de los más grandes tesoros de la Galería Nacional de Londres. En esa figura, como en cualquier
otro personaje caballeresco atribuido al Giorgione,
se ha querido reconocer la imagen misma, presumiblemente agradable del pintor. Hacia ese sitio en
Castelfranco es traído desde Venecia, prematuramente muerto, pero celebrado. Sucedió que alrededor de los treinta y cuatro años conoció en una de
aquellas reuniones en que entretenía a sus amigos
con música, a una dama que lo apasionó intensamente y "tanto uno como la otra -dice Vasari- disfrutaron mucho de sus amores". Dos leyendas del
todo diferentes sobre el particular están de acuerdo
en afirmar que Giorgione murió a consecuencia de
aquella dama.
Ridolfi refiere que, habiéndole robado la amante
uno de sus discípulos, murió de dolor por la doble
traición; y cuenta por su parte Vasari que, estando
ella secretamente enferma de la peste, él la visitaba
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como de costumbre y con sus besos se contagió
mortalmente de la enfermedad y de prisa se fue de
la vida.
Si bien el número de las obras existentes del
Giorgione ha sido limitado por la crítica reciente, no
todo se habrá hecho, mientras no se hayan discriminado los propios elementos reales y tradicionales;
pues en lo que atañe a su renombre, mucho de lo
que no es real, es a menudo muy sugestivo. Para el
filósofo estético, de consiguiente, queda también,
además del verdadero Giorgione y sus auténticas
obras, lo Giorgionesco, una influencia, un espíritu o
tipo artístico, actuando en hombres tan diferentes
entre sí, como son diferentes los hombres a quienes
les han sido atribuidas gran parte de las supuestas
obras de Giorgione. Una verdadera escuela surgió
de hecho de toda esa fascinante obra que le era justa
o erróneamente imputada, aparte de las muchas copias o variantes hechas por artífices ignorados e inciertos cuyos dibujos por varias razones se consideraron como suyos; fuera de la inmediata impresión que hicieron a sus contemporáneos, en cuyas
mentes sobreviven; fuera de las muchas tradiciones
de sujeto y manipulación que efectivamente descienden de él a nuestro tiempo y con las que lleva223
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mos la imagen original. De ese modo Giorgione se
transforma en una especie de personificación de la
misma Venecia, de su proyectado reflejo y de su
ideal; y todo lo que en ella fue intenso o agradable
se condensa y se fija en la memoria de aquel joven
maravilloso.
Finalmente, ilustremos algunas de las características de esta Escuela del Giorgione, como es lícito llamarla, que para muchos de nosotros, no obstante
toda la crítica negativa del Neo-Vasari, se identificará
todavía con aquellos famosos cuadros de Florencia,
de Dresde y de París. Hay en ella un cierto ideal artístico definido, la concepción de una peculiar aspiración y proceso en el arte, que donde lo
encontremos podemos interpretarlo como lo Giorgionesco, ya sea en la obra veneciana, generalmente, o
en la de nuestros tiempos. El ejemplo típico es el
Concierto del Palacio Pitti, obra indubitable del Giorgione, y es la garantía de autenticidad por la conexión de la escuela y de su espíritu con el maestro.
He hablado de una cierta interpenetración de la
materia o sujeto de una obra de arte con su forma,
que se realiza en modo absoluto solamente en la
música, como la condición que toda forma de arte
tiende perpetuamente a alcanzar. En el arte de la
224
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pintura, el logro de este ideal, de esta perfecta interpenetración del sujeto con los elementos del color y
del dibujo, depende en gran parte, naturalmente, de
la diestra selección de aquel sujeto o fase del sujeto;
y dicha selección es uno de los secretos de la escuela
del Giorgione. Es la escuela del género que se dedica
principalmente a los "idilios pintados", pero en la
producción de esta poesía pictórica actúa un maravilloso tacto seleccionando el material que más
prontamente y completamente se presta a la forma
de la pintura, a la completa expresión mediante el
dibujo y el color, pues siendo sus producciones
poemas pintados, pertenecen a una clase de poesía
que se manifiesta sin narración articulada. El maestro es superior por la decisión, la facilidad y la destreza con que reproduce el movimiento instantáneo
-el enlace de una armadura con un nobilísimo inclinar de la cabeza hacia atrás; la dama que languidece;
el abrazo rápido como el beso, recogido con la
muerte misma de los labios desfallecientes-, cierta
momentánea conjunción de espejos, de pulidas armaduras y de agua, de modo que todas las partes de
una imagen sólida son exhibidas de una vez, resolviendo la cuestión casuística de si la pintura puede
presentar un objeto tan completamente como la
225
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escultura. El acto instantáneo, la rápida transición
del pensamiento y la mudable expresión, los fija con
tal vivacidad, como para hacer pensar al Vasari en
un "fuoco Giorgionesco", que así lo llama. Ahora bien,
es propio del idealismo de la más alta clase de poesía dramática, presentarnos en instantes profundamente significativos y animados, un simple
gesto, una mirada, una sonrisa, tal vez algún breve
momento bien concreto, en el cual, en todo caso,
todos los motivos, todos los intereses y los efectos
de una larga historia se condensan, y semejan absorber el pasado y el futuro en un intenso conocimiento íntimo del presente. Instantes ideales que
selecciona la escuela del Giorgione con su tacto admirable, del mundo febril y tumultuosamente coloreado de los antiguos ciudadanos de Venecia, exquisitos intervalos de tiempo que, así fijados, parecen ser espectadores de toda la plenitud de la existencia, y son similares a un consumado extracto o
quintaesencia de la vida.
Y como ya he dicho, es a la ley o condición de la
música a lo que todo arte como éste aspira efectivamente; y en la escuela del Giorgione, los perfectos
momentos de la música misma, la acción o audición, el canto y su acompañamiento, son preva226
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lentes como sujetos de cuadros. Sobre ese fondo
silencioso de Venecia, tan impresionante para el
visitante moderno, estaba entonces formándose el
mundo de la música italiana.
En la elección del sujeto y en su total, el Concierto
del Palacio Pitti es típico de Giorgione, de lo que él
en persona, músico admirable, tocó con su influencia. En esbozos y en los cuadros terminados de
varias colecciones, podemos seguir aquel su influjo,
a través de múltiples variantes: hombres desfallecientes por la música; música a orillas de los arroyos mientras se pesca, o mezclada al tono dominante de las voces de una fontana; oída por intermedio del agua que corre o entre el rebaño; armonía
de instrumentos; gentes con expresión intencionada, ya descriptas por Platón en un ingenioso pasaje de la República como esperando descubrir el más
leve intervalo de un sonido musical, la más leve vibración en el aire, gentes que sintiendo una música
en su interior, instrumento sin cuerdas, oyen y tocan
refinándose infinitamente en la actividad de la dulce
música; momentáneo sonido de un instrumento en
el crepúsculo, mientras se pasa por cualquier habitación ignorada en compañía ocasional.
227
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Estos son, pues, los episodios favoritos de la escuela del Giorgione: la música o los intervalos musicales en nuestra existencia; la vida misma concebida
como una especie de audición, audición de música,
audición de las novelas del Bandello, del sonido del
agua, del tiempo que vuela. A menudo estos momentos son, en realidad, momentos de placer, y nos
sorprenden por la bendición inesperada de lo que
puede parecer la parte menos importante de nuestro
tiempo, no solamente porque el placer es en muchos casos aquello a lo que los hombres dedican sus
mejores facultades, sino que también en esos momentos el esfuerzo de nuestra servil cotidiana atención se abandona, y la más feliz facultad de las cosas
exteriores libremente se nos manifiesta. Así, de la
música, la escuela de Giorgione pasa, muchas veces,
al juego que es similar a la música; mascaradas en las
cuales juegan los hombres declaradamente a la vida
real como los niños, disfrazados con extraños y antiguos vestidos italianos, multicolores o fantásticamente adornados con pieles y bordados, de los que
el maestro era un dibujante animado de tanta curiosidad, y que con tanta habilidad pintó especialmente
en los cándidos linos inmaculados del cuello y de las
muñecas.
228
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Pero cuando los hombres son felices en esta sedienta tierra, el agua no está lejana; y en la escuela
del Giorgione la presencia del agua -la fuente, el estanque balaustrado de mármol, el surgir y el correr
del agua- que en el Concierto campestre la mujer trasiega en un cántaro con su mano enjoyada mientras
escucha, tal vez, la frescura del sonido que emite en
su caída mezclado al sonido de los instrumentos, es
tan característica y casi tan sugestiva como la música
misma. Y el paisaje la siente y se alegra con ella: paisaje lleno de claridad, de efectos de agua, de fresca
lluvia que pasando a través del aire se ha colectado
en los herbosos canales.
El aire que pinta esta escuela es tan lleno de vida
como los hombres que lo respiran y perfectamente
empíreo; parecería que le hubiesen sido extraídas
todas las impurezas, no le queda ni una mancha, ni
siquiera una flotante partícula extraña; sólo están los
elementos que permanentemente lo constituyen.
El escenario está constituído por lo que en Inglaterra llamamos park scenery (escena de parque),
con cierto engañoso refinamiento en las rústicas
construcciones, con hierbas selectas, árboles agrupados y ondulaciones hábilmente utilizadas para
alcanzar efectos de gracia. Pero en Italia todas las
229
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cosas naturales son como entretejidas con hilos de
oro, aun cuando los cipreses revelen la trama por
entre las sinuosidades de su negrura; y es con polvo
de oro y con hilos de oro, con lo que semejaban
trabajar estos pintores venecianos; hilando estos finos filamentos a través de la solemne carne humana, a lo lejos, en las blancas paredes de cabañas con
techo de paja.
Los más ásperos elementos de las montañas retroceden a una distancia armoniosa y un solo pico
de rico color azul queda en el horizonte cual sensible testimonio de esa frescura alpina, que es todo lo
que necesitamos sentir, con sus sombrías lluvias y
sus torrentes y mientras tanto ¡qué realidad de espacio aéreo se descubre a los ojos cuando pasan de
llanura en llanura a lo largo del amplio valle en el
que Jacob y Raquel se abrazan entre el rebaño! En
ninguna otra parte hay un más verdadero ejemplo
de aquel equilibrio, de esa armonía unísona del paisaje con las personas -de la imagen humana y sus
accesorios- ya señalados como característica de la
escuela veneciana, de forma que, en los cuadros que
le pertenecen, la persona y escena deben ser considerados como si la una fuese simple pretexto para la
otra.
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Algo de todo esto me parece que constituye la
vraie vérite en Giorgione, si me es permitido adoptar
una cómoda manera de decir con la que los franceses expresan aquel conjunto de impresiones amplias
y durables respecto de un sujeto o persona realmente considerable, de alguna cosa que intrincadamente ocupó la atención de los hombres y que está
algo más allá del estrecho orden de hechos rigurosamente confirmados que le sirven de necesario
complemento. Giorgione no es más que un ejemplo
de la preciosa cautela a la que debemos atenernos en
toda crítica. Por lo que directamente le concierne,
debemos en verdad tomar nota de todas aquellas
negaciones y objeciones, por las que a primera vista
un Neo-Vasari parece haber confundido nuestra
concepción de un objeto delicioso y haber aclarado
en nuestra herencia del pasado lo que parecía de
alto valor. Ni aun con el pleno entendimiento de
dichas críticas podemos detenernos en ese punto.
Perfectamente clasificadas, constituyen ellas, tan
sólo, una genuina sal en nuestro conocimiento, y
más allá de esos hechos rigurosamente ciertos, debemos tomar nota de la influencia indirecta por la
cual un artista como Giorgione, por ejemplo, expande su perpetua eficacia y constituye un elemento
231
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sensible en nuestra cultura. En una justa impresión
de todo esto, reside la esencial verdad, la vraie vérité,
en torno a Giorgione.
(1877)
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CAPÍTULO VIII
JOAQUÍN DU BELLAY
En la mitad del siglo XVI, cuando el espíritu del
Renacimiento se había difundido por todas partes y
los hombres comenzaban a desdeñar las obras de la
Edad Media, la vieja manera gótica tenía todavía
fortuna, tomando algo prestado de la rival que estaba a punto de substituirla. En este sentido se produjo, principalmente en Francia, un nuevo y peculiar tipo de gusto artístico con cualidades y encanto propios, debido a la fusión de la en cierto
modo atenuada gracia del ornamento italiano con
los perfiles generales del dibujo nórdico. Así fue
creado el Chateau de Gaillon, como todavía puede
verse en los delicados grabados de Israel Silvestre 233
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un gótico torreón tenuemente velado con una superficie de exquisita ornamentación itálica- y Chenonceaux, Blois, Chambord y la iglesia de Brou.
Para la pintura, llegaron desde Italia artífices como
Mâitre Roux (el Rosso Florentino), y los maestros de
la escuela de Fontainebleau, que atenuaron las últimas voluptuosidades italianas con las ingenuas y
claras cualidades del estilo local; y fue característico
de estos pintores que obtuvieran sus mayores triunfos en la pintura sobre vidrio, arte esencialmente
medioeval. Tomándola en donde la Edad Media la
había dejado, completaron su obra con las últimas
sutilezas de la línea y del color y ateniéndose a los
justos límites de su material artístico, casi lograron
un nuevo orden de efectos y alcanzaron un refinamiento de color jamás soñado por los antiguos
artífices y pintores en cristal de Chartres o de Le
Mans. Lo que se llamó el Renacimiento en Francia es,
pues, no tanto la introducción de un gusto artístico
enteramente nuevo, confeccionado en Italia, cuanto
la fase más fina y sutil de la Edad Media misma, su
postrer fugitivo esplendor, su templado verano de
San Martín. El espíritu gótico produjo en la poesía
francesa un millar de cantos; también del Renacimiento ella toma apenas algo prestado, como para
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mezclarlo con las flores nativas; y los poemas de
Ronsard, con su ingenuidad, su estructura delicadamente figurada, su agilidad, su caprichosa combinación de rimas, son el correlativo de los adornos de
la casa de Jacques Coeur en Brujas y del Palacio de
Justicia, de Rouen.
Había, en verdad, en el nativo gusto francés un
algo naturalmente emparentado a la "fineza" italiana. La principal característica del trabajo artístico en
Francia había sido siempre un cierto esmero, una
notable delicadeza de toque, une netteté remarquable
d'exécution. En la pintura de Francisco Clouet, por
ejemplo, o más bien de los Clouet
-puesto que
constituyeron una familia completa-, pintores notables por su resistencia a las influencias italianas, había un argénteo color y una claridad de expresión
que la distinguía en forma bastante definida de sus
vecinos, los flamencos, Hemling o los Van Dyck. Y
este esmero no es menos característico de la poesía
francesa. Una ligera, aérea delicadeza, una elegancia
simple, une netteté remarquable d'exécution; tales son las
características esenciales de la poesía de Villon y de
las Horas de Ana de Bretaña. Son también el sello de
la escultura gótica y de las ornamentaciones francesas.
235
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Del mismo modo -casi como por un momentáneo pasaje a más felices condiciones o por influjo
de un aire más gracioso- en las viejas catedrales góticas y en su contraparte, las antiguas chansons de geste,
la ruda y poderosa masa se hace plena de gracia y
refinada, por más que en las unas y en las otras haya, no obstante, siempre, un fondo de fuerza y pesadez gótica, lo mismo que en las decoraciones
esculpidas en la iglesia granítica de Folgoat y en los
versos de la Canción de Rolando que describen las bellas manos sacerdotales del arzobispo Turpin7.
Ahora bien, los cantos de Villon y las pinturas de
Clouet son como éstas. Es la nobleza del toque que
se hace sentir y se demuestra (como la buena sangre
en una estirpe animal) en una línea, o en un gesto o
en una expresión, en el contorno de una mano o en
la finura de los dedos. En tiempos de Ronsard, parecía predominar en la misma forma aquel más rudo
elemento. Nadie podría recorrer las páginas de Rabelais sin sentir cuánto adolecen de suavidad y de
reprimenda; el logro de la citada suavidad, fue la
7 Los aspectos puramente artísticos de este asunto han
sido interpretados con gran gusto y erudición en una obra
de Mrs. Mark Pattison: The renaissance of art in France.
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finalidad de la revolución poética que está conectada
con el nombre de Ronsard. Buscando la forma de
obtener dicho refinamiento, buscando al mismo
tiempo salvar el carácter de la literatura francesa,
aceptó Ronsard el influjo del gusto del Renacimiento, que, dejando las construcciones, el lenguaje,
el arte, la poesía de Francia tal cual eran todavía en
su fondo, viejo estilo gótico francés, colora las superficies con una agradable y singular apariencia
exótica, que pasa sobre toda aquella tierra nórdica,
pero no más profunda en sí misma, ni más permanente, que un mudable efecto de luz. Refuerza y
duplica la delicadeza francesa mediante la "fineza"
italiana. En consecuencia, casi toda la fuerza y toda
la seriedad del trabajo francés desaparece; y sólo
persiste la elegancia, el toque aéreo, la manera perfecta. Pero esta elegancia, esta manera, esta delicadeza de ejecución, son consumadas y tienen un
indudable valor estético.
Del mismo modo la vieja chanson, de Francia, aun
cuando algunas veces refinada en una especie de
predestinada elegancia, era como la antigua decoración gótica del norte, a menudo, en su esencia, algo
ruda y deforme, y llegó en las manos de Ronsard a
transformarse en una oda pindárica. El le dio es237
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tructura, un método sostenido, estrofa y antiestrofa, y
le procuró una mutabilidad y una variedad de metro
que mantiene la curiosidad siempre alerta; así como
también su aspecto, la forma en que está dispuesta
en la página, parece llevar los ojos con facilidad
progresivamente adelante. He aquí un buen ejemplo:
Avril, la grace, et le ris
De Cypris
Le flair et la douce haleine;
Avril, le parfum des dieux,
Qui, des cieux,
Sentent l'odeur de la plaine.
C'est toy, courtois et gentil,
Qui, d'exil
Retire ces passagères
Ces arondelles qui vont,
Et qui sont
Du printemps les messageres.
Poesía ésta que no es de Ronsard, sino de Remy
Belleau, puesto que Ronsard pronto llegó a tener
una escuela. Otros seis poetas se le unieron en su
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revolución literaria, Remy Belleau, Antoine de Baif,
Pontus de Tyard, Etienne Jodelle, Jean Daurat y por
último Joachim Du Bellay; y con ese extraño amor
por los emblemas que fue característico de aquel
tiempo, y que protegió las obras de Francis- co I
con la Salamandra, la de Enrique II con el doble
creciente lunar y las de Ana de Bretaña con la cuerda anudada, estos poetas se denominaron a sí mismos la Pléyade: siete en total; aun cuando, como sucede con la Pléyade celestial, si escrutáis más cuidadosamente esta constelación de poetas, encontraréis
gran número de estrellas de menor magnitud.
La primera señal de esta revolución literaria fue
dada por Joachim Du Bellay en un pequeño tratado
escrito a la temprana edad de veinticuatro años, que
habiendo llegado a nosotros después de tres centurias, parece de ayer, tan rico es de aquellas delicadas
distinciones críticas que son ciertas veces supuestas
como peculiares de los escritores modernos. Su título es La defense et illustration de la langue françoise; y
su problema consiste en cómo ilustrar y ennoblecer
la lengua francesa, cómo darle esplendor. Estamos
acostumbrados a hablar de los varios movimientos
críticos y creadores de los siglos XV y XVI como
constitutivos del Renacimiento; y porque poseemos
239
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para él una palabra singular, puede suceder algunas
veces que imaginemos que gozó de mayor unidad
de la que en realidad tuvo. También la Reforma
-aquel otro gran movimiento de los siglos XV y XVItuvo bastante menos unidad, bastante menos acción
combinada de cuanto a primera vista se puede suponer; y el Renacimiento fue bastante menos unido,
menos consciente de acciones combinadas que la
Reforma. Pero si hay algún lugar en el que el Renacimiento se hace consciente, como diría un filósofo
alemán, si siempre este fue interpretado como un
movimiento sistemático por aquellos que en él tomaron parte, es precisamente en este pequeño libro
de Joachim Du Bellay, que resulta imposible de leerse sin sentir la excitación y la animación del cambio
y del descubrimiento. "Es un hecho notable", dice
M. Sainte-Beuve, "contrario a cuanto sucede con
otras lenguas, que en Francia la prosa haya tenido
siempre prioridad sobre la poesía". La prosa de Du
Bellay es perfectamente transparente, flexible y casta. En varias formas ella es, más que cualquiera de
sus versos, característica de la cultura de la Pléyade;
y aquellos que sienten amor al íntegro movimiento
del que la Pléyade es parte por su fina gracia exótica,
y le buscan un modelo auténtico, no pueden en240
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contrar uno mejor que el de Joachim Du Bellay y su
pequeño tratado.
El proyecto de Du Bellay consiste en conciliar la
preexistente cultura francesa con la restituida cultura
clásica; y discutiendo este problema, y desarrollando
las teorías de la Pléyade, ha hecho la luz sobre muchos principios de permanente verdad y aplicabilidad. Hubo algunos que perdieron toda esperanza
con respecto a la lengua francesa; la suponían naturalmente incapaz de la plenitud y de la elegancia de
las lenguas griega y latina -cete elégance et copie qui est en
la langue grecque et romaine- afirmando que sólo en las
lenguas muertas se podía adecuadamente discutir la
ciencia y poetizar noblemente. "Los que así se expresan -dice Du Bellay- me recuerdan aquellas reliquias que solamente se consiguen ver a través de un
pequeño vidrio, sin que la mano las puedan tocar.
Es lo que estos hombres hacen con todas las ramas
de la cultura que tienen encerradas en los libros
griegos y latinos, no permitiendo verlas de otra manera o transportarlas de las palabras muertas a las
vivas que pasan cotidianamente por entre los labios
de los hombres." "Las lenguas -dice además- no han
nacido como las plantas y los árboles, algunas naturalmente débiles y enfermizas, otras llenas de salud y
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fuertes y más aptas para cargar con el peso de las
concepciones humanas, pero cuya íntegra virtud es
engendrada en el mundo de lo selecto y en la buena
voluntad de los hombres. Por consiguiente, no puedo dejar de vituperar la irreflexión de algunos de
nuestros ciudadanos, quienes sintiéndose más bien
griegos o latinos, desprecian y rechazan con más
que estoico desdén cualquier cosa que sea escrita en
francés; no puedo dejar de expresar mi sorpresa por
la extraña opinión de algunos hombres cultos, que
piensan que nuestra lengua vulgar es totalmente incapaz de erudición y de buena literatura."
Fue aquella una época de traducciones. Du Bellay
mismo tradujo dos libros de la Eneida y otras nuevas y viejas poesías; y hubo algunos que pensaron
que la traducción de la literatura clásica podía ser el
verdadero medio de ennoblecer la lengua francesa:
nous favorisons toujours les étrangers. Du Bellay moderó
sus aspiraciones. "No creo que se pueda aprender el
justo uso de ellas -dice, hablando de las figuras en el
lenguaje-, de las traducciones, por cuanto es imposible reproducirlas con la misma gracia con que las
adornó el autor en el original. Ya que cada lengua
posee un no sé qué de peculiar y propio, y si os esforzáis en expresar esta naturalidad (le naïf) en otra
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lengua, observando las leyes de la traducción de no
dilatar demasiado los límites mantenidos por el autor, vuestras palabras serán forzadas, frías y sin gracia." Luego fija el modelo de toda buena traducción:
"En prueba de ello, leed Demóstenes y Homero en
latín, Cicerón y Virgilio en francés, y considerad si
os producen la misma impresión que habéis experimentado leyendo estos escritores en el original."
En este esfuerzo de ennoblecer la lengua francesa, de darle gracia, armonía y nueva perfección y
como los pintores a sus cuadros ese último tan deseable toque -cette dernière main que nous dési-rons-, en
este esfuerzo, en verdad, consiste la obra de Du Bellay a favor de la lengua materna: de aquella lengua
que en el mayor grado debe contener todo lo que
conmueve y apasiona. Reconoció la potencia que
tenían la musicalidad y la dignidad en las lenguas y
cómo penetraban en el más recóndito secreto de las
cosas; e interesándose en el cultivo de la lengua
francesa, no luchó por mero interés escolástico, pero sí por la libertad, por el impulso, realidad, no
sólo de la literatura sino de la cotidiana comunicación del discurso. Después de todo, era imposible
obtener este impulso en griego y en latín, lenguas
muertas encerradas en los libros como en relicarios.
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P A T E R
Péris et mises en reliquaires de livres. Mediante este famélico tronco -pauvre plante et vergette- de la lengua
francesa, él debe lograr una delicada y penetrante
dicción; aquella lengua y no otra, debe ser para él
medio de expresión de lo que llama en una de sus
grandes frases, le discours fatal de choses mondaines -ese
discurso en torno a las cosas- que deciden los destinos de los hombres. Su patriotismo no le permitió
desesperar por el éxito de la lengua francesa; y ya la
ve, perfecta, en toda su elegancia y belleza de palabras, parfait en toute élégance et vénusté de paroles.
Joachim Du Bellay nació en el desastroso año
1525 -año éste de la batalla de Pavia y de la cautividad de Francisco I-. Sus progenitores murieron
tempranamente; y a él como más joven de sus hijos
le quedó la pequeña ciudad materna, ce Petit Liré, su
dilecto lugar nativo. Fue educado por un hermano
algunos años mayor; abandonados a sí mismos, vivieron en cotidianos sueños de gloria militar. Su
educación fue descuidada: "la época de mi juventud", dice Du Bellay, "se perdió como la flor que no
fue regada con agua ni por mano cultivada". Tenía
apenas veinte años cuando el hermano mayor murió
dejando a Joachim el cuidado de su hijo; y fue con
pena y con doloroso sentimiento de su propia inep244
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titud que asumió el peso de tanta responsabilidad.
Hasta entonces había puesto siempre sus ojos en la
profesión de soldado, hereditaria en su familia; pero
le sobrevino una enfermedad que le trajo crueles
sufrimientos y pareció que sería, según todas las
apariencias, mortal; fue entonces que por vez primera leyó a los poetas griegos y latinos. Estos estudios
vinieron muy tarde para hacer de él lo que hubiera
deseado: un frívolo versado en griego y en latín,
como tantos otros de aquel tiempo hoy día olvidados; en su lugar lo hicieron enamorarse de su familiar lengua nativa, aquel marchito tronco de la
lengua francesa. Fue a través de esa afortunada insuficiencia de su educación que se hizo nacionalista y
moderno; y aprendió muy luego a recordar sólo con
mediana pena el salvaje jardín de su juventud. El
más reputado miembro de la familia era un cierto
cardenal Du Bellay, hombre a menudo ocupado en
altos asuntos oficiales; en dicho pariente pensó Joachim cuando se le hizo necesario escoger una profesión, y en el año 1552 lo acompañó a Roma.
Permaneció allí por espacio de cinco años, cargado
con el peso de sus ocupaciones y languideciendo de
nostalgia. Sin embargo, fue en medio de esas vicisitudes que su ingenio produjo sus mejores frutos. De
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Roma, ciudad tan rica en sensaciones agradables
para un hombre de temperamento imaginativo como el suyo, con todas las singularidades del Renacimiento todavía frescas, sus pensamientos se
volvieron apesadumbrados y vehementes hacia la
ciudad de Loire, hacia sus vastas extensiones de
sembrados ondulantes, a sus agudos techos de pizarra gris y a su perfume marino que venía desde lejos.
Por fin regresó a su patria, pero tan sólo para morir,
casi de súbito, en un día invernal a los treinta y cinco años.
Muchas de las poesías de Du Bellay ilustran mejor sobre su tiempo y la escuela a que pertenecía que
su propio temperamento y su genio. Como sucede
con los escritos de Ronsard y de los otros poetas de
la Pléyade, cuyo interés no reside tanto en la impresión impuesta por el genio individual, cuanto en el
hecho de que en una época fue la poesía "de moda",
y parte del género de un tiempo en el cual se trabajó
"mucho con maneras", llevándola al más alto grado
de perfección. Es uno de los ornamentos de una
edad que volcó gran parte de sus energías en obras
de decoración. Experimentamos un penoso placer
considerando esos místicos adornos y pensando que
los hombres y mujeres se complacieron con ellos
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por tan largo tiempo. Los poemas de Ronsard son
como una especie de epítome de su época. De un
aspecto de aquel tiempo, en verdad, del enérgico,
serio y progresivo movimiento entonces en boga
tienen poco, pero tienen mucho de sabor católico,
de debilidad y de desolada esperanza. La reina de
Escocia, a cuyo pedido publicó Ronsard las odas,
que leía en su nórdica prisión, sintió que le recordaban el verdadero aroma de sus años juveniles vividos en la corte de Catalina, en el Louvre, con su
exótica alegría italiana. Los que no gustan de esta
poesía, los que no la aman, es porque no encuentran
agradables aquellos tiempos. La poesía de Malherbe
vino con su estilo sostenido y su grave sentimiento,
pero con nada que hiciese cantar al pueblo, y los
amantes de dicha poesía vieron en los poetas de la
Pléyade solamente el último oropel medioeval. Pero
sobrevinieron tiempos en los que la escuela de
Malherbe colmó sus días; y los Románticos, en su avidez de emociones, de música extraña y de extrañas
imágenes, volvieron a las obras de la Edad Media,
aceptando con todo el resto, la Pléyade; y en aquel
nuevo medioevo evocado por su espíritu artístico, la
poesía de la Pléyade encontró su verdadero camino.
Al principio, con Malherbe, podéis considerarla a la
247
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P A T E R
par de la arquitectura, y de los íntegros modos de
vida y de las costumbres mismas del tiempo, fantástico, marchito y rococó. Pero si escrutáis lo suficiente
para comprenderla, para concebir su sentimiento,
encontraréis que en esos versos ligeros hay un espíritu que guía sus caprichos. Por cuanto hay allí un
estilo, una disposición de ánimo que ha protegido el
todo; y cualquier cosa que tenga estilo, que haya sido
hecha como ningún otro hombre o época alguna
hubiera podido hacerlo, como ninguno que osara
tentarla podría repetirla, tiene su valor efectivo y su
efectivo interés. Detengámonos por un momento
sobre esta poesía y probemos de recoger aquellas
sus flores, ce fleur particulier, que Ronsard mismo nos
dice que tiene todo jardín.
No es poesía para el pueblo, pero sí para un limitado círculo de hombres, para grandes señores y
personas eruditas, para hombres que desean ser alegrados o complacidos en una cierta refinada voluptuosidad que se encierra en sus espíritus. Ronsard
ama o sueña con amar un raro y peculiar tipo de belleza, la petite pucelle Angevine de ojos oscuros y de
cabellos de oro. Pero no sólo tiene la ambición de
ser un cortesano y un amador, sino que también
pretende ser un hombre de gran doctrina; medita
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ansiosamente sobre la ortografía, sobre la letra
À griega, sobre la verdadera pronunciación de los
nombres latinos escritos en francés, y sobre la restitución de la letra i a su primitiva libertad -de l'i voyelle en sa première liberté-. Su poesía está llena de una
cultura remota y afectada; y es justamente un poco
pedante, pues que, según su mismo explícito juicio,
ser natural no es bastante para quien en poesía desea realizar obras dignas enteramente de la inmortalidad. Y en adelante, un cierto número de palabras
griegas que fascinaron a Ronsard y su círculo por su
vivacidad y su delicadeza y un cierto aire de exótica
elegancia, se deslizaron en la lengua francesa como
otras extrañas palabras que los poetas de la Pléyade
habían plasmado por cuenta propia y que tuvieron
sólo una efímera existencia.
A esto se unía el deseo de gustar una música más
exquisita y variada que la del más antiguo verso
francés o la de los poetas clásicos. Una cosa es la
música de los versos medidos y escandidos de la
poesía griega y latina, y otra es la música de la poesie
chantée, del verso rimado y no escandido de Villón y
de los antiguos poetas de Francia. Combinar estos
dos tipos de música en una nueva escuela de poesía
francesa, hacer versos que bien podrían ser al mis249
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mo tiempo escandidos y rimados, buscar y armonizar la medida de cada sílaba y unirla al movimiento
ligero, fugitivo cual golondrina de la rima, introducir
en su poesía como una doble musicalidad, ésta fue
la ambición de los poetas de la Pléyade. Eran insaciables de música, pero no tenían la suficiente; aspiraban a una música más rica de compás, tal vez, que
aquella que las palabras podían producir, para filtrar
hasta la última de las gotas de dulzura que una cierta
nota o acento pueden contener. Fue Goudimel, el
grave y protestante Goudimel, quien puso música a
los cantos de Ronsard; pero excepto su avidez por
la música, los poetas de la Pléyade no parecen serlo
completamente de veras. Hasta la antigua mitología
griega y romana, que los italianos célebres habían
juzgado como grave y severo motivo de inspiración,
se convirtió para ellos en una simple baratija. Aquel
"señor de aspecto terrible", Amor, se transformó en
el infantil o jovenzuelo Amor. Estaban llenos de
fina ironía; se complacían en los diminutivos: ondelette, fontelette, doucelette, cassandrette. Sus amores eran
totalmente semirreales, un vano esfuerzo de prolongar los imaginativos amores de la Edad Media
allende sus límites naturales; y escribían por encargo
poemas de amor. Como aquel grupo de personas de
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que hablan los cuentos del Decameron, de Boccaccio,
forman un círculo que, en una época de gran agitación, de grandes privaciones, de grandes ansiedades
pudo encontrar diversión en el arte, en la poesía y
en las intrigas. Pero se divierten con elegancia maravillosa; y algunas veces su alegría se hace satírica, ya
que en sus juegos se insinúan pasiones reales y hasta
por último la realidad de la muerte. Su melancolía de
pensar que deben dejar la bella morada de nuestro
común día de luz -le beau sejour du commun jour- es
expresada por ellos casi con fastidiosa insistencia; y
todavía, son capaces de chancear aun con este sentimiento. La figuración exterior de la muerte les sirve para ornamentos delicados, y en la aérea
vaguedad de sus versos, van también como tejiendo
sus tristes consideraciones sobre la vanidad de la
vida. Asimismo los detalles grotescos del osario se
refugian junto con las aves, con las flores y con las
fantasías de la mitología pagana, en las decoraciones
arquitectónicas de la época, donde los graciosos
arabescos juguetean con las imágenes de la vejez y
de la muerte. Ronsard ensordece a los dieciséis
años, y fue esta circunstancia que lo inclinó a darse a
las letras en lugar de seguir en la diplomacia; circunstancia significativa, se podría pensar, de una
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cierta prematura madurez y de una tranquila, moderada dulzura, apropiada para la escuela de poesía
que fundó. El encanto de esta escuela no reside en
su vigor y originalidad, sino en la gracia de que está
llena y que se deriva de un largo estudio y de reiterados refinamientos, de muchos pasos repetidos y
de muchos ángulos esfumados con exquisita languidez, un fadeur exquise, y de una cierta sencillez y fragilidad que se adaptan a los que no pueden soportar
nada de fuerte o de vehemente -para príncipes fatigados de amores, como Francisco I, o de placer
como Enrique III, o de acción como Enrique IV-.
Sus méritos son los antiguos: gracia y finalidad perfectas en su minucioso detalle. Estos hombres están
algo cansados y tienen constante deseo de una profunda y delicada excitación que dé un poco de calor
a su tardío imaginar. Aman una perenne mutación
de ritmo en la poesía y en sus casas, aquel extraño
fantástico entretejido de líneas leves como saetas,
que es cual una retórica de la arquitectura.
Pero la poesía de la Pléyade es fiel expresión no
sólo de la fisonomía de aquella época, sino también
de la región -ce pays du vendomois-, a cuyos nombres y
paisajes recurre a menudo; la gran Loire con sus
dilatadas extensiones de inmaculadas arenas; el pe252
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queño río Loire; la campiña desierta y escarpada con
dispersos manantiales y sus asolados caminos y solitarios palacios señoriales con decrépitos muros
feudales semidestruidos, La Beuce, donde los inmensos campos ondulados parecen preanunciar el gran
mar occidental. Ella está toda llena de rastros de
esta región. Vemos a Du Bellay y a Ronsard cultivar
jardines o cazando con sus perros, o distraerse en
los pasatiempos de un día lluvioso; y a todo esto
agregado una familiaridad, una rusticidad y una sencilla bondad, que hacen que la región septentrional
aventaje efectivamente a la del mediodía. Tienen el
amor de los hombres viejos por el calor del hogar e
interpretan la poesía del invierno porque no están
lejos del Atlántico, y el viento que sopla desde occidente inclinando los álamos blancos parece impedir
que se difundan en Francia las ideas modernas llegadas de Italia. Así repetidas veces se cita en el verso
al fuego, con los placeres de la estación de los fríos,
junto a las enormes chimeneas blasonadas de la
época y con una bonhomie tanto de niños como de
viejos.
En Oliva de Du Bellay -colección de sonetos escritos en alabanza de una dama semiimaginaria, Son-
253
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netz a la Louange D'Olive-, abundan estas características. He aquí un ejemplo perfectamente cristalizado:
D'amour, de grace, et de haulte valeur
Les feux divins estoient ceinctz et les cieulx
S'estoient vestuz d'un manteau precieux
A raiz ardens de diverse couleur:
Tout estoit plein de beauté, de bonheur,
La mer tranquille, et le vent gracieulx,
Quand celle le nasquit en ce bas lieux
Qui a pillé du monde tout l'honneur.
Ell'prist son teint de beux lyz blanchissans,
Son chef de l'or, ses deux levres de rozes,
Et du soleil ses yeux resplandissans:
Le ciel usant de liberalité,
Mist en l'esprit ses semences encloses,
son nom des Dieux prist l'immortalité.
Lo que en verdad hace realmente interesante a
Du Bellay es que constituye el modelo característico
del gusto poético de ese tiempo. Pero para que su
obra pueda gozar del más alto interés, para que
pueda satisfacer algo más que la curiosidad, para que
tenga un valor estético distinto del valor histórico,
no es suficiente que el poeta haya sido un verdadero
representante de su época, que se haya atenido a sus
condiciones estéticas y que ateniéndose a ellas haya
254
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resultado en esa edad una fuerza fascinante y estimuladora; es necesario que en su obra sea perceptible también algo de individual, de inventivo,
de único, el sello de un temperamento y de una precisa personalidad. M. Sainte Beuve piensa que encontró este sello en las Antiquités de Rome, y en los
Regrets, a los que clasifica dentro de lo que ha sido
llamado poésie intime, de aquella especie intensamente
moderna de poesía en la cual el escritor se inclina a
poner en evidencia sus más íntimas disposiciones y
a tomar al lector por confidente. Esa época tuvo
otros ejemplos de esta intimidad de sentimiento: de
ella están llenos los Ensayos de Montaigne y las escuelas de la iglesia de Brou. Sainte Beuve, tal vez, ha
exagerado la influencia de esta cualidad en los Regrets de Du Bellay; pero el título mismo del libro tiene en sí algo de Rousseau y recuerda también algo
de toda una moderna generación de poetas entristecidos de sí mismos. Fue en la atmósfera de Roma,
tan extraña y melancólica para él, en la que aquellas
pálidas flores se abrieron; y fue aquel viaje a Italia,
que él deploró como la mayor desventura de su vida, el que lo puso en plena posesión de su ingenio y
evidenció toda su originalidad. Y en verdad, encontráis intimidad, intimité, aquí. La inquietud de su vida
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es analizada y el sentimiento de esa vida nos conduce por vía inmediata a nuestro espíritu; no un gran
dolor o una gran pasión, pero sí, sólo, el sentido de
algo que se pierde en los días que transcurren, el
ennui, tedio de un soñador que debe sumergirse en
los acontecimientos mundanos, la oposición entre la
vida real y la ideal, luego un anhelo, nostalgia, deseo
de reposo, aquel dolor eminentemente infantil pero
tan sugestivo por cuanto revela el definitivo sentir
de todas las criaturas humanas por la tierra familiar
y su limitado cielo.
El sentimiento del paisaje es a menudo manifestado como en la poesía moderna; y todavía más el
de las cosas antiguas, el sentimiento de las ruinas.
Du Bellay tuvo este sentimiento. La persistencia de
las rígidas, agudas líneas de las cosas, es dolorosa
para él, y pasando sus un tanto tediosos días entre
las ruinas de la vieja Roma, encuentra consuelo en
pensar que todas las cosas deben terminar, en el
sentimiento de la grandiosidad de la nada -la grandeur
du rien. Con un singular toque de vago misticismo
piensa que el gran todo -le grand tout- en el cual entran y se pierden todas las cosas, deberá necesariamente perecer y desvanecerse; sólo este pensamiento puede evidenciar el cansancio que oprime a
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su corazón. De la apariencia magnífica de Roma sus
pensamientos vuelven de continuo a Francia, a las
humeantes chimeneas de su aldea, a los largos crepúsculos del norte, a la dulzura del clima de Anjou;
y sin embargo no tanto a la verdadera Francia, podemos estar seguros, con sus calles oscuras y sus
techos de pizarra tallada rudamente, como a aquella
región, con más ágiles torres y ríos más abiertos al
viento, con árboles como flores, con más dulce luz
de sol, campos y caminos dispuestos con mayor
gracia que la fantasía del exilado y del peregrino y
del escolar lejano de su casa, y de aquellos que a su
pesar quedan ligados al propio suelo, construye por
todas partes, antes o a sus espaldas.
Regresó el poeta por fin a su hogar, por etapas
breves a través de los Grisons; y allí, en la más fría
atmósfera de su tierra, bajo sus cielos de azul lechoso, germinó la flor más dulce de su arte. Hubo
poetas cuya íntegra fama ha descansado sobre un
poema, como la de Gray en la Elegy in a Country
Churchyard, o la de Ronsard, según el juicio de muchos críticos, en los diez y ocho versos de una oda
famosa. Du Bellay ha sido el poeta casi de una sola
poesía; y esta su única poesía, es un producto italiano transplantado a la verde campiña de Aniou. de
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los versos latinos de Andrea Navaero a los versos
franceses. Es una composición en la que el contenido es casi nulo y la forma es casi todo; y la forma
del poema tal cual, escrito en francés antiguo, es
completamente de Du Bellay. Canto que se supone
cantado por sembradores en el acto de esparcir la
simiente, en tanto invocan los vientos para que soplen leves sobre los granos.
D'UN VANNEUR DE BLÉ AUX VENTS8
A vous trouppe legère
Qui d'aile passagère
Par le monde volez,
Et d'un sifflant murmure
L'ombrageuse verdure
Doulcement esbranlez.
J'offre ces violettes,
Ce lis et ces fleurettes,
Et ces roses icy,
Ces vermeilletes roses
Sont freschement écloses
8 Una graciosa traducción de éste y algunos otros poemas de la Pléyade puede ser encontrada en Ballads and Lyrics of
Old France, by Mr. Andrew Lang.
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Et ces oelliets aussi.
De vostre doulce haleine
Eventez ceste plaine
Eventez ce sejour;
Ce pendant que j'ahanne
A mon blè que je vanne
A la chaleur du, jour.
Poesía ésta que posee en el más alto grado la calidad y el mérito de la íntegra escuela poética de la
Pléyade, de toda la frase del gusto artístico de donde
esta escuela procede, una cierta preciosa gracia de
fantasía, cuyo placer está casi todo en la sorpresa
ofrecida por la hábil y feliz manera con la cual es
tratada una cosa que en sí misma es ligera. Su dulzura no es de aquellas que se logran exprimiendo, como el aroma que se obtiene de las hierbas salvajes
triturándolas. Parece escucharse el cadencioso ruido
de las aventadoras, con el placer pueril de sentirlo
por la primera vez, en uno de aquellos vastos trojes
del país de Du Bellay, La Beauce, el granero de la
Francia. Una repentina luz transfigura las cosas comunes, la veleta de un campanario, un molino de
viento, una aventadora trabajando, el polvo en la
puerta del granero. Un momento, y todo se desvanece porque era tan sólo un efecto fugaz; pero deja
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como una estela de encanto y el deseo de que suceda otra vez.
(1872)
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CAPÍTULO IX
WINCKELMANN
ET EGO IN ARCADIA FUI
Los fragmentos de Goethe sobre crítica contienen algunas páginas de singular densidad sobre la
persona de Winckelmann. En ellos habla del maestro que había encauzado su carrera, pero a quien
nunca vio, como de un hombre de abstracta cultura,
cabal y tranquilo, viviendo, retirado ya, en el mundo
de lo ideal, sino conservando, no obstante, el colorido de los incidentes de una apasionada vida intelectual. Lo clasifica entre aquellas obras de arte que
poseyendo una inagotable facultad de sugestión,
logran que la crítica vuelva sobre ellas con renovada
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frescura. Juzgando Hegel en sus pláticas sobre la
filosofía del arte, el trabajo de sus predecesores, ha
emitido también un notable juicio sobre los escritos
de Winckelmann: "Por influjo de la contemplación
de las obras ideales de los antiguos, Winckelmann
experimentó un tipo de inspiración que aportó un
nuevo sentido al estudio del arte. Debe ser considerado entre los que, en la esfera del arte, han sabido
cómo iniciar un nuevo organismo para el espíritu
humano." Que le haya dado un nuevo sentido, que
le haya abierto un nuevo horizonte, es lo más alto
que puede ser dicho de todo esfuerzo hecho por la
crítica. Es interesante, pues, preguntarse qué clase
de hombre era aquél y bajo qué condiciones se llevó
a cabo su obra.
Juan Joaquín Winckelmann nació en Stendal, en
Brandeburgo, en el año 1717. Hijo de un pobre
mercader, pasó por muchas vicisitudes en su primera juventud, cuyo recuerdo perduró siempre en su
espíritu como una tenaz causa de melancolía. En
1763, en medio de la plena emancipación de su espíritu, considerando el aspecto magnífico de Roma,
escribía: "Aquí me siento liberado; pero Dios me
debía esto; en mi juventud he sufrido demasiado".
Destinado a defender e interpretar el encanto del
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espíritu helénico, debió primero soportar un penoso
aprendizaje en el nebuloso mundo intelectual alemán de la primera mitad del siglo XVIII; y cuando
por fin, saliendo de allí, entró en la alegre luz del
mundo antiguo, tuvo casi la sensación de un regocijo físico. Lo vemos niño, en los recintos oscuros
de una escuela alemana, nutrirse con avidez en unos
pocos libros incoloros. Y habiendo enceguecido el
viejo maestro de la escuela, Winckelmann se transformó en su famulus; posiblemente aquél lo hubiera
hecho estudiar teología, pero Winckelmann, dueño
ahora de la biblioteca del maestro, buscó más bien
familiarizarse con los clásicos griegos. Herodoto y
Homero, con su griego vocalizado, suscitáronle el
más férvido entusiasmo y les dedicaba íntegras noches febriles; y sueños perturbantes de una odisea
propia conquistaban al joven estudioso. "Sentía en
su propio espíritu", dice madame de Staël, "una ardiente atracción por el sur. En las imaginaciones alemanas bastante a menudo se encuentran vestigios
de este amor por el sol, de esta fatiga del norte (cette
fatigue du nord), que lleva a las gentes de estas regiones hacia las zonas meridionales. Y un hermoso
cielo hace nacer sentimientos no distintos del amor
por la tierra nativa."
263
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Para muchos de nosotros, después de todo el
camino recorrido por el mundo antiguo a despecho
de sus dilatados límites y su perfecta autoexpresividad, éste permanece oscuro y remoto. A Winckelmann, espíritu estrechamente limitado a todo lo que
no fuera el ideal; intentando levantar para su oscura
pobreza "una casa no hecha con las manos", el
mundo antiguo, desde el principio hasta el fin, le
resultaba más real que el presente. En los fantásticos
proyectos de viajes que se sucedían a menudo en su
mente, a Egipto, por ejemplo, y a Francia, parecía
siempre existir más bien la sensación ansiosa de algo
perdido que debe reconquistarse y no el deseo de
descubrir lo nuevo. Goethe nos ha contado cómo el
ardor que sentía por ocuparse del mundo antiguo lo
llevaba hasta interesarse en los insignificantes rastros de ese mundo que se encuentran en los alrededores de Estrasburgo. Del mismo género fueron las
excursiones arqueológicas de la adolescencia de
Winckelmann entre las escarpadas colinas del Brandeburgo. Goethe se sentía gustoso de haber notado
una afinidad semejante entre él y Winckelmann.
A los veintiún años entra Winckelmann en la
Universidad de Halle para estudiar teología, según el
deseo de sus amigos; pero en lugar de ello se trans264
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forma en el entusiasta traductor de Herodoto. La
condición en que se estudiaba la cultura griega en las
escuelas y universidades alemanas había decaído y
no se encontraban en Halle profesores como para
satisfacer su aguda avidez intelectual; por eso habla
de su educación profesional continuamente con
desdén, declarando siempre haber sido desde el
principio hasta el fin su propio maestro. Los enseñantes que le fueron asignados no tuvieron la intuición de que en sus manos tenían una nueva
fuente de cultura; y uno de ellos pedantescamente
juzgaba al futuro peregrino de Roma como ¡Homo
vagus et inconstans!, sin advertir de qué forma era aguda su ironía. Que la educación profesional no inspire a un Schiller otra cosa que irritación, no puede
sorprender, puesto que Schiller y hombres como él
son ante todo aventureros del espíritu; pero que
Winckelmann, apasionado de la más seria de las tradiciones intelectuales, no obtuviera otra cosa que
una tentativa de supresión por parte de los custodios oficiales de la cultura, es algo que debe verdaderamente sorprendernos.
En el año 1743 es nombrado maestro de una escuela en Seehausen; y fue este el más fastidioso período de su vida. A pesar de que el éxito obtenido
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en su trato con los niños parecía dar testimonio
como de cierta condición simple y primitiva de su
carácter, experimentaba una verdadera depresión en
el trabajo de la enseñanza. Empeñado en su obra,
escribe que todavía siente en su espíritu el fervoroso
deseo de alcanzar el conocimiento de la belleza Sehnlich wünschte zur kenntniss des schönen zu gelangen-; y
abrevia sus noches, durmiendo tan sólo cuatro horas para ganar tiempo al estudio. En este sentido
Winckelmann da un paso adelante en su cultura;
multiplica su fuerza intelectual apartándose de todo
asunto de menor cuantía. Renuncia a las leyes y a las
matemáticas, de las que había hecho lecturas considerables; renuncia a todo lo que no sea literatura de
las artes; y no entra nada en su vida que no sea
compenetrado por su entusiasmo central. Por aquel
tiempo experimenta encanto por Voltaire. Pertenece
éste a aquella más ligera y más artificiosa tradición
clásica que Winckelmann pensó un día suplantar
por el circulo claro y la línea eterna del clasicismo
genuino; pero es prueba del don de potencia de
Voltaire la circunstancia de que éste atrae y conquista aun a los que nacen para suplantarlo. La impresión hecha por Voltaire sobre el espíritu de
Winckelmann no se esfumó jamás. Y le inspiró una
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estimación por la literatura francesa que contrasta
con el desprecio que tenía por los productos de la
literatura alemana. La literatura alemana transformada, sideralizada, como la encontramos en
Goethe, reconoce a Winckelmann entre sus iniciadores; y en aquel tiempo no presentaba nada, en
verdad, la Germania que hubiese podido hacerle
anticipar la Ifigenia y la formación de una verdadera
tradición clásica de la literatura de dicho país.
Bajo ese influjo puramente literario, Winckelmann protesta contra Christian Wolff y los filósofos. Goethe, hablando de esta protesta, alude a sus
propias obligaciones para con Manuel Kant. La influencia que Kant tuvo sobre la cultura de Goethe a la que, como dice él mismo, no hubiera podido
impunemente sustraerse- consistía en una severa
limitación a lo concreto; pero agrega sin embargo
que en los arqueólogos natos, como Winckelmann,
el continuo estudio del mundo antiguo con su eterno exterior mantiene esa limitación a lo concreto
tan eficazmente como lo haría una filosofía crítica.
Platón, como quiera que sea tan a menudo salvado
por el artístico valor de su decir, es exceptuado de la
proscripción de los filósofos que efectúa Winckelmann. El estudioso moderno se encuentra de267
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masiado a menudo con Platón en esa línea que éste
parece ultrapasar dentro de un mundo ya no pagano, basado en la concepción de una vida espiritual.
Pero el elemento de afinidad que presenta con Winckelmann es completamente griego, ajeno al mundo
cristiano, representado por el grupo de jóvenes brillantes en el Lysis, todavía no contaminados por alguna enfermedad espiritual, que encontraban el fin
de todo esfuerzo en los aspectos de la forma humana, en la continua agitación y movimiento de una vida bella.
Este nuevo interés por los Diálogos de Platón no
impidió que aumentara en Winckelmann el deseo de
visitar los países de la tradición clásica. "Es mi desventura", escribe, "no haber nacido en un gran centro, donde habría podido tener mejor educación y
oportunidad de seguir mi natural tendencia y formarme a mí mismo." Ya estaba proyectada probablemente una visita a Roma y él la preparaba silenciosamente. El conde Bunau, autor de una obra
histórica entonces de nota, había coleccionado en
Nothenitz un valioso conjunto de libros que ahora
forma parte de la Biblioteca de Dresde. En 1748
Winckelmann escribió a Bunau en mal francés:
Alentado, dice, por la indulgencia del conde para
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con los hombres de letras necesitados, expresa su
deseo de dedicarse por completo al estudio, no habiéndose sentido nunca deslumbrado por las perspectivas favorables de la carrera eclesiástica; y hacía
entrever su dudosa posición "en una época metafísica en la cual la literatura humana es pisoteada".
"Actualmente", agregaba, "se le da poco valor a la
literatura griega, a la que he dedicado yo todo lo mío
para poder penetrarla, cuando los buenos libros son
raros y costosos"; y finalmente deseaba un puesto
en algún rincón de la biblioteca de Bunau. "Tal vez
en tiempos futuros seré más útil a los hombres, si
sacado en cualquier forma de la oscuridad puedo
encontrar medios para mantenerme en la capital."
Poco después encontramos a Winckelmann en la
biblioteca de Nothenitz. Desde allí hizo muchas
visitas a la colección de antigüedades de Dresde.
Trabó relación con varios artistas, sobre todo con
Oeser -futuro amigo y maestro de Goethe-, el que,
uniendo a un alto saber el conocimiento práctico
del arte, estaba señalado para dar incremento a la
cultura de Winckelmann.
Un nuevo canal de comunicación con la vida
griega se abría para él. Hasta ahora había manejado
solamente las palabras de la poesía griega, y excitado
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verdaderamente y animado por ella, su espíritu adivinaba más allá de las palabras una inexpresada pulsación de vida sensitiva; pero de súbito se
encontraba en contacto con esa vida férvida siempre de las reliquias del arte plástico. Llena como está
la cultura nuestra del espíritu clásico, podemos apenas imaginar cuán profundamente fue excitada la
mente humana, cuando en el Renacimiento, en medio de un mundo glacial, el sepulto fuego del arte
antiguo surgió vivo del suelo. En aquel período de
su vida, Winckelmann representa para nosotros el
primitivo sentimiento del Renacimiento. Inopinadamente la imaginación se siente libre. ¡Qué fácil y
directa, parece decir, es esta vida de los sentidos y
del conocimiento, una vez que la hemos comprendido! Aquí, ciertamente, reside ese más liberal modo
de vida que hemos estado buscando por tanto
tiempo y que estaba no obstante tan próximo a nosotros. ¡Cuán erróneos y tortuosos fueron nuestros
esfuerzos para alcanzarlo mediante la pasión mística
y los sueños monacales; y cómo han desflorado la
carne y cuán poco en realidad nos han emancipado!
Hermione sale de su inmovilidad de piedra y se reconstituye la perdida armonía de la vida. Aquí, entonces, en vívida realización vemos a la tendencia
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nativa de Winckelmann escapar de la teoría abstracta hacia la intuición, hacia el ejercicio de la vista
y del toque. Lessing, en el Laocoonte, ha teorizado
finamente sobre las relaciones de la poesía con la
escultura; y la filosofía puede ciertamente proporcionarnos teoréticas razones para demostrar por
qué no fue la poesía, sino la escultura la más sincera
y preciosa expresión del ideal griego. Pero, con feliz
y clara maestría, Winckelmann resuelve la cuestión
en concreto, y esta solución es la que Goethe llama
su Gewahrwerden der griechischen Kunst, su encuentro con
el arte griego.
A través de la riqueza tumultuosa de la cultura de
Goethe, el influjo de Winckelmann es siempre perceptible como una fuerte corriente subterránea reguladora de un claro motivo clásico. "No se
aprende nada de él", le dice a Eckermann, "pero se
llega a algo." Y si nos preguntamos cuál es el secreto
de aquel influjo, el mismo Goethe nos responderá:
totalidad, unidad en sí mismo, integridad intelectual.
Pero estas expresiones, adaptándose tan bien a
Goethe y a su cultura universal, parecen apenas delinear el estrecho exclusivismo de Winckelmann. Sin
duda, la perfección de Winckelmann es limitada; la
cura ferviente del único motivo de su vida es un
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contraste con la veleidosa energía de Goethe. Lo
que afectaba a Goethe, y lo instruía y daba incremento a su cultura, era la integridad de la fuerza, la
fidelidad a su tipo. El desarrollo de esta fuerza fue el
singular interés de Winckelmann, que no se preocupaba de ninguna otra cosa que no fuese eso. Otros
intereses prácticos o intelectuales, aquellos más ligeros talentos o motivos de vida de no suprema importancia, que en ciertos hombres constituyen el
derroche de su naturaleza y agotan su vitalidad, los
arrancó y los arrojó lejos de sí. La aspiración persistente de su juventud no es vaga aspiración romántica; sabe bien a qué aspira, sabe lo que quiere; y
dentro de su limitación severa, su entusiasmo arde
como lava. "Sabed", dice Lavater, hablando de la
continencia de Winckelmann, "que considero el ardor y la indiferencia de ningún modo incompatibles
en el mismo carácter; y si hubo un elocuente ejemplo de esa unión, lo hallamos en la conciencia de lo
que hablamos." "Una niñez salvaje", dice Goethe,
"con instrucción insuficiente en la edad juvenil, estudios interrumpidos o distraídos en la temprana
madurez y el peso de una vigilancia escolástica! Tenía treinta años antes de haber gozado de un solo
favor de la fortuna; pero tan pronto alcanza una
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adecuada condición de libertad, se nos presenta perfecto e íntegro, completo en el antiguo sentido."
Ya encanecen sus cabellos, y todavía no ha llegado al sur. La Corte Sajona se había hecho católica y
el medio de obtener cualquier favor en Dresde era
solicitarlo entre los eclesiásticos romanos. Probablemente el pensamiento de abrazar la religión papal
no era nuevo para Winckelmann; en un tiempo había pensado obtener su viaje a Roma pasando de
convento en convento, bajo el pretexto de una
cierta disposición para cambiar de fe. En 1751 el
nuncio papal Archinto visitó Nothenitz. Sugirió a
Roma como etapa adecuada para el perfeccionamiento de la educación espiritual de Winckelmann,
y le hizo dar esperanzas de lograrle un empleo en la
Biblioteca Pontificia. El cardenal Passionei, encantado de la belleza de los escritos griegos de Winckelmann, estaba dispuesto a tomar la parte de
Mecenas, siempre que se efectuara el indispensable
cambio de fe. Winckelmann aceptó el pacto y visitó
al nuncio en Dresde. Inquieto todavía por la palabra
"profesión", y no sin pena, entró en la Iglesia Romana el 11 de julio de 1754.
Goethe afirma ardientemente que Winckelmann
era pagano, y que nada podían sobre él los límites
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P A T E R
de la cristiandad. Es claro que no pretendía engañar
a nadie con su disfraz: los temores de la Inquisición
eran algunas veces visibles durante su vida en Roma.
Entró en Roma llevando consigo notoriamente las
obras de Voltaire; y lo que el conde Bunau habría
pensado de él parece haber constituido su más
grande preocupación. Por otra parte, pudo haber
presentido algo del espíritu antiguo y como de pagana grandiosidad en la religión católica romana, y
abandonando el áspero protestantismo que constituyó el tedio de su juventud, debió considerar que
mientras Roma supo reconciliarse con el Renacimiento, el principio protestante en el arte había separado a Alemania de la suprema tradición de la
belleza. Y todavía a esa naturaleza transparente en
su simplicidad de mundo primitivo, la pérdida de
una absoluta sinceridad debe haberle resultado una
pérdida verdadera. Goethe comprende perfectamente el sacrificio que Winckelmann había hecho.
En el juicio de la más alta crítica, tal vez, Winckelmann debe ser absuelto. La insinceridad de su profesión de fe religiosa, fue tan sólo un episodio de
una cultura en la cual el instinto moral, como el religioso o el político, estaban absorbidos por el instinto artístico. Gracias a aquel interés artístico,
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perseguido con desesperada perseverancia, Winckelmann fue salvado de la mediocridad, la que, no
desembarazándose de obstáculos, vive una vida
exangüe y pierde su única oportunidad en la vida del
espíritu y del intelecto. Hubo ejemplos de cultura
desarrollada según un alto y único motivo y todavía
intensa en cada punto; y la finalidad de nuestra cultura debe ser no sólo la obtención de una vida intensa, sino de una vida completa en todo lo posible.
Pero a menudo la más alta vida es posible del todo
únicamente a condición de elegir aquello que es instintivo y fuerte en los impulsos del espíritu; y semejante selección implica necesariamente la renuncia
de una corona reservada a otros. ¿Qué es mejor?
¿Poner en evidencia un nuevo sentido, dar un nuevo organismo a la vida del espíritu humano o cultivar más tipos de perfección hasta un punto que nos
abandonen más allá del límite de su potencia transformadora? Savonarola es un hombre afortunado;
Winckelmann es otro; la crítica no puede rechazarlos porque tanto el uno como el otro son sinceros
consigo mismos. El propio Winckelmann explica el
motivo de su vida cuando dice: "Será para mí la más
alta recompensa que la posteridad reconozca que he
escrito con dignidad".
275
W A L T E R
P A T E R
Por algún tiempo permaneció en Dresde. Allí
apareció su primer libro: Pensamientos sobre la imitación
de las obras de arte griegas en la pintura y en la escultura. Si
bien lleno de oscuridades, que desconcertaron pero
no ofendieron a Goethe cuando por vez primera se
dio a la crítica del arte, el propósito de este libro era
inmediato: un llamado del clasicismo artificial del
día al estudio de la antigüedad. Fue bien recibido y
le procuró al autor una pensión suplementaria por
medio del confesor del rey. En septiembre de 1755,
partió para Roma en compañía de un joven jesuita.
Fue presentado a Rafael Mengs, un pintor entonces
famoso, y encontró una casa en las proximidades de
la de éste, en el barrio de los artistas, en un lugar de
donde podía "dominar por todas partes la ciudad
eterna". Al principio se sentía perplejo con la sensación de ser extranjero en aquella tierra que era para él, espiritualmente, su suelo nativo. "Desgraciadamente", exclama en francés, idioma que a
menudo elegía como vehículo de sentimientos intensos, "soy uno de aquellos a quien los griegos llaman
. He venido al mundo y a
Italia demasiado tarde."
Treinta años después, Goethe también, luego de
muchas aspiraciones y una severa preparación de
276
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espíritu, visitó a Italia. En la primera madurez de la
vida, cuando también él encontraba el arte griego, la
fama de la vida artística de Winckelmann en Italia lo
había intensamente conmovido; y en Roma, donde
se dedicó todo un año a dibujar cosas antiguas preparándose para Iphigenia, se sentía siempre amparado por el estímulo de la memoria de Winckelmann
que no lo abandonaba. La vida de este último en
Roma fue siempre simple, primitiva, griega; su delicada constitución no le permitía sino alimentarse de
pan y vino. Considerado por muchos como un rene-gado, no tuvo ningún deseo de ocupar puestos
ho-noríficos, pero sí, únicamente, de ver reconocidos sus méritos y asegurada su subsistencia. Era
económico sin ser avaro y no deseaba ser ni rico ni
pobre.
Los primeros años de Winckelmann en Roma
ofrecen todos los elementos de una vida intelectual
del más elevado interés. El llamado del alma contra
los límites impuestos, el aspecto sombrío, la tradición extranjera, la todavía bárbara literatura de Alemania, eran cosas demasiado lejanas; ante él eran
adecuadas condiciones de cultura, el mismo suelo
sacro, los primeros síntomas del advenimiento de
una nueva literatura alemana con sus amplios hori277
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zontes y su ilimitada promesa intelectual. Dante,
saliendo de las tinieblas del Infierno, siente el alma
llena de un agudo y gozoso sentido de la luz, que lo
hace expresarse en la entrada del Purgatorio de manera maravillosamente tocante y penetrante. El helenismo, que es el principio preeminente de la luz
intelectual (nuestra cultura moderna puede ser más
rica en color, el espíritu medioeval más rico en calor
e intensidad, pero el helenismo es superior por riqueza de luz), ha sido siempre concebido más efectivamente por los que le penetraron viniendo de un
mundo intelectual, en el cual fueron predominantes
los elementos de la sombra. Así sucedió con la época del Renacimiento. Esta represión, alejada por fin,
daba fuerza y fervor a la nativa afinidad de Winckelmann con el espíritu helénico. "Se conocieron
antes que él", exclamó madame de Stäel, "hombres
de cultura tal que podían ser consultados como libros; pero ninguno, se puede decir, se había hecho
pagano con el propósito de penetrar la antigüedad."
Y las palabras de Carlota Corday ante la Convención: On exécute mal ce qu'on n'a pas conçu soi-meme "Ejecutamos siempre mal lo que nosotros mismos
no hemos concebido"-, son ciertas en su medida
para cada genuino entusiasmo. Entusiasmo, que en
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el amplio sentido platónico del Fedro, fue el secreto
de la potencia adivinatoria de Winckelmann con
respecto al mundo helénico. Este entusiasmo por su
dependencia en alto grado de un temperamento
corpóreo, tiene el poder de reforzar las más puras
emociones del intelecto con una casi física excitación. Que su afinidad con el helenismo no fuese
solamente intelectual y que se entretejiesen con él
los más sutiles hilos del temperamento, está probado por su ferviente amistad romántica con los jóvenes. He conocido, dice, muchos jóvenes más hermosos que el Arcángel de Guido Reni; y estas
amistades, poniéndolo en contacto con el valor de
la forma humana y dando sanguíneo color de vida a
sus pensamientos, hicieron perfecta su conciliación
con el espíritu de la escultura griega. Una carta sobre
el particular, dirigida desde Roma a un joven noble,
Federico von Berg, es testimonio de estas amistades:
"Excusaré mi demora", principia, "en cumplir mi
promesa de un ensayo sobre el gusto por la belleza
en las obras de arte, con las palabras de Píndaro.
Dícele éste a Agesidamo, un joven de Locri
-a quien lo había tenido esperando
279
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una Oda determinada-, que un débito pagado con
usura, excluye todo reproche. Esto puede inclinar
vuestra buena disposición a favor de mi presente
ensayo, que se ha tornado mucho más detallado y
circunstancial de lo que en un principio me propuse.
"Es de vos mismo que el sujeto está tomado.
Nuestras relaciones han sido breves, demasiado
breves para ambos; pero en cuanto os conocí, se me
reveló la afinidad de nuestros espíritus; vuestra cultura me ha demostrado que mis esperanzas no eran
infundadas y en un bello exterior he encontrado un
alma creada para la nobleza y dotada del sentido de
la belleza. Mi separación de vos fue por esto de las
más penosas de mi vida; vuestro común amigo es
testimonio del perdurar de este sentimiento, ya que
vuestra separación no me deja esperanza de veros.
Sea este ensayo, que os envío, testimonio de nuestra
amistad, que, por lo que a mí me toca, está libre de
cualquier egoísta motivo y siempre queda sujeta y
dedicada toda a vos."
El pasaje siguiente es característico:
"Como es bien claro que la belleza humana debe
ser concebida bajo una idea general, así he notado
que los que son observadores tan sólo de la belleza
de las mujeres y poco o nada los preocupa la belleza
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masculina, raramente tienen un imparcial, vital e
innato sentido de la belleza en el arte. A tales personas el arte griego siempre les parecerá defectuoso,
por cuanto su belleza suprema es más de naturaleza
masculina que femenina. Pero la belleza artística
reclama una más alta sensibilidad que la belleza de la
naturaleza, porque la belleza artística, como las lágrimas derramadas en juego, no da pena, es sin vida
y debe ser despertada y reanimada por la cultura.
Ahora bien; como el espíritu de la cultura es bastante más ardiente en la juventud que en la madurez, el espíritu del cual hablo debe ser ejercitado y
dirigido a lo que es bello, antes que sea alcanzada
esa edad en la que no se debería confesar que no se
ha tenido gusto
Ciertamente no podría decirse que aquella belleza
de la forma viviente, reglamentaria en las amistades
de Winckelmann, no le trajo alguna pena. Una notable amistad, de cuya fortuna encontramos rastros
a través de sus cartas, se inicia con una clásica, caballeresca carta en francés y termina ruidosamente
en una explosión de cólera fogosa. Lejos de alcanzar
la quietud, la blanda indiferencia del arte, semejantes
afectos son no obstante más susceptibles que cualesquiera otros de igual fuerza, de una cultura pura281
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mente intelectual. De pasión, de excitación física,
contienen solamente tanto como sea necesario para
estimular la vista en las más finas delicadezas del
color y de la forma. Estas amistades, a menudo caprichos de un momento, hacen de las cartas de
Winckelmann, con su inquieto tinte, una instructiva
y caprichosa añadidura a la Historia del Arte, a aquel
templo de luz grave y delicada que encierra a la muda familia del Olimpo. La impresión que la vida literaria de Winckelmann transmitía a los que lo
rodeaban era de estímulo, intuición, inspiración,
mejor que de contemplativa evolución de principios
generales. El vivo, susceptible entusiasmo de su
temperamento, revelado sin embargo por su aspecto físico, por su tez aceitunada, por sus ojos penetrantes que escudriñaban lo profundo y por sus movimientos rápidos, recogía los más sutiles principios
de la manera helénica, no por medio de la comprensibilidad, sino por medio del instinto. Un biógrafo
alemán de Winckelmann lo parangonó a Cristóbal
Colón. No es esta la comparación más adecuada,
pero trae a la mente un pasaje en el cual Edgar Quinet describe el famoso viaje del gran explorador. Su
ciencia caía a menudo en el error pero poseía el
modo de estimar de un golpe la más leve indicación
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de la presencia de la tierra en el flotar de un alga o
en el pasaje de un ave; y en verdad, parecía estar
más próximo que otros hombres a la naturaleza.
Aquel mundo en el que los demás se habían movido
con tanto embarazo, parecía provocar en Wilckemann nuevas sensaciones adaptadas a su trato; está
en contacto inmediato con él, lo penetra y forma
parte de su temperamento. Modela sus escritos con
una constante renovación de poder introspectivo;
toma el hilo de una íntegra serie de leyes en el hueco
de una mano o en un mechón del cabello; parece
realizar ese capricho de la reminiscencia de un conocimiento olvidado y escondido por un cierto tiempo
en cualquier zona de la mente; como si su espíritu
fuera el de un ser que hubiese sido en una vida preexistente al mismo tiempo amante y filósofo - y cayendo en un nuevo ciclo de la existencia,
recomenzara su antiguo camino intelectual pero con
cierto poder de anticipar sus resultados. De aquí
proviene la verdad del juicio de Goethe sobre sus
obras: son vida, cosa viviente para los que viven, ein
Lebendiges für die Lebendigen geschrieben, ein Leben selbst.
En el año 1758 se constituyó en su protector el
Cardenal Albani, quien en su villa de Roma había
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reunido una preciosa colección de antigüedades.
Pompeya había precisamente revelado sus tesoros;
Winckelmann cosechó sus primeros frutos. Pero su
plan de una visita a Grecia quedó inconcluso. Desde
su primera llegada a Roma había pensado fijamente
en la Historia del Arte Antiguo, y todos sus escritos
eran una contribución a ella. Apareció por fin en el
año 1764; pero aun después de la publicación, Winckelmann se ocupaba en perfeccionarla. Es desde
entonces que muchos de los más significativos
ejemplares del arte griego fueron sometidos a la crítica. Poco o nada había visto de lo que adjudicamos
a la época de Fidias; y su concepción del arte griego
tiende, de consiguiente, a colocar la simple elegancia
de la sociedad imperial de la vieja Roma en el lugar
de la severa y depurada gracia de la palestra. En su
mayor parte estaba constreñido a profundizar en el
arte griego a través de copias e imitaciones y del tardío arte romano; y no es de sorprender que estos
turbios medios hayan dado a los resultados de la
crítica de Winckelmann, muchas cosas que una crítica más privilegiada puede corregir.
Había permanecido en Roma por espacio de doce años. La admirada Alemania lo había reclamado
muchas veces. Al fin, en el 1768, se dispuso a revis284
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tar su país natal y dejó a Roma; una extraña e inversa nostalgia, una extraña repulsión a dejarla para
siempre se apoderó de él. Llegó a Viena, en donde
fue colmado de honores y presentes, y otras ciudades lo aguardaban. Goethe, que tenía por aquel entonces diecinueve años y estudiaba arte en Leipzig,
esperaba su llegada con aquella ardiente avidez que
caracterizó su juventud, en momentos en que llegó
la noticia del asesinato de Winckelmann. Su "cansancio del norte" se había en él renovado con doble
fuerza. Dejó a Viena para apresurar su retorno a
Roma; pero ocurrió un retardo de pocos días en
Trieste. Con su característica expansividad, Winckelmann había confiado sus planes a un compañero de viaje, un hombre llamado Arcangeli y le había
mostrado las medallas de oro recibidas en Viena. La
avaricia de Arcangeli se despertó. Una mañana penetró en el dormitorio de Winckelmann con el pretexto de despedirse. Winckelmann se ocupaba en
aquel momento en escribir su "memorándum" para
el futuro editor de la Historia del Arte, buscando todavía el perfeccionamiento de su gran obra. Arcangeli le solicitó que le enseñase una vez más las
medallas; y como Winckelmann se agachase para
sacarlas del fondo de la valija, le fue arrojada una
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cuerda que se ciñó en su cuello. Al poco rato, un
niño con el cual Winckelmann solía entretenerse
durante aquellos días de espera, golpeó la puerta, y
no habiendo recibido respuesta, dio la consiguiente
alarma. Winckelmann fue encontrado agonizante y
murió a las pocas horas después de haber recibido
los últimos sacramentos. Se diría que los dioses en
recompensa por su devoción a ellos, le habían reservado una muerte que por su rapidez y oportunidad podría bien haberla deseado. "Tiene la ventaja dice Goethe- de figurar en la memoria de la posteridad, como eternamente capaz y fuerte, pues que la
imagen con que se deja el mundo es aquella con la
que se vive entre las sombras." Tal vez no es antojadizo lamentar que su encuentro con Goethe no
haya podido realizarse. Goethe entonces en toda la
plenitud de su juventud, todavía no agitado por la
"angustia y la tempestad" de su temprana madurez,
esperaba a Winckelmann con la más alta curiosidad.
Así fue que Winckelmann llegó a ser para él lo que
Virgilio para Dante. Y Winckelmann tan susceptible
a las férvidas amistades, había alcanzado esa edad y
período de cultura en la que las emociones hasta
ahora inquietas se concentran algunas veces en vitales, inmutables relaciones humanas. La historia
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literaria de Alemania parece haber perdido la oportunidad feliz de una de aquellas amistades famosas,
cuya misma tradición se transforma en un estímulo
para la cultura y ejercita un inmortal influjo.
En uno de los frescos del Vaticano, Rafael ha
conmemorado la tradición de la religión católica:
sobre el fondo de un tranquilo cielo, abierto en lo
alto para mostrar la beatífica visión, se agrupan los
grandes personajes de la historia cristiana con el sacramento de la Eucaristía en el medio. Otro fresco
de Rafael, en la misma cámara, presenta un buen
diverso conjunto de personas; sólo Dante figura en
ambos. Rodeado de las musas de la mitología griega,
a la sombra de un bosquecillo de laureles, está sentado Apolo con las fuentes de Castalia a sus pies; en
el otro lado se agrupan aquellos sobre quienes ha
descendido el espíritu apolíneo, los poetas clásicos y
los del Renacimiento, hacia quien se escurren las
aguas de Castalia, río que alegra esta otra "Ciudad
de Dios". En este fresco está la tradición clásica, la
ortodoxia del gusto estético, que Rafael celebra y
conmemora. La historia intelectual de Winckelmann
da testimonio del llamamiento de aquella tradición a
la cultura humana. En las regiones donde aquella
tradición surge, donde todavía se oculta entre sus
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propias reliquias artísticas, los cambios de lenguaje
no han interrumpido su continuidad, y el orgullo
nacional podría algunas veces encender nuevamente
un entusiasmo por ella. Los extranjeros podrían
imitar ese entusiasmo y el clasicismo podría de
tiempo en tiempo transformarse en una moda intelectual. Pero Winckelmann no dejaba que la lengua,
más que los aspectos y las asociaciones locales, lo
separase de los vestigios del espíritu clásico, y en
tanto vivía en una época en la que los estudios clásicos no eran en Alemania los favoritos.
Lejos en el tiempo y en el espacio, se ocupa del
mundo helénico, adivina aquellos canales del arte
antiguo, en los que todavía circula su vida y simil a
Scyles, el rey semibárbaro y sin embargo helenizante
del bello cuento de Herodoto, se siente irresistiblemente atraído por él. Esta fe en la autoridad de la
tradición helénica, apta a satisfacer algunas necesidades vitales del intelecto, a la que contribuye Winckelmann como solitario hombre de genio, es
también ofrecida por la historia general del espíritu.
Las fuerzas espirituales del pasado, que estimularon
e informaron la cultura de las sucesivas edades, viven efectivamente en esta cultura, pero en una forma retraída y oculta. El solo elemento helénico no
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fue del todo asimilado y sometido a esta vida, de
tiempo en tiempo reaparece en la superficie; y la
cultura retrocede a sus fuentes para clarificarse y
corregirse. En nuestra cultura el helenismo no es
simplemente un elemento absorbido, es una tradición consciente.
Otras veces, el genio individual trabaja siempre
bajo condiciones de tiempo y de lugar: sus productos son matizados por los aspectos varios de la naturaleza, por el tipo de la forma humana, y por los
modos exteriores de la vida. Hay así un elemento de
mutación en el arte y la crítica no podrá olvidar ni
por un momento que "el artista es hijo de su época". Pero, al lado de estas condiciones de tiempo y
de lugar, e independiente de ellas, hay también un
elemento de permanencia, un tipo de tendencia clásica revelado por el genio y mantenido por una tradición puramente intelectual. Este actúa sobre el artista, no como influjo de su tiempo, pero sí a través
de aquellos productos artísticos de generaciones
anteriores, que, encanalados en una particular dirección, excitaron primero su sentido de la belleza. Los
productos supremos de las generaciones sucesivas
constituyen así una serie de puntos elevados, que
absorben, unos de otros, reflejos de una luz singu289
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lar, cuyos orígenes no están en la atmósfera circundante sino en un mundo remoto al nuestro. El
tipo de gusto estético fue entonces fijado en Grecia
en un determinado período histórico; y de él toma
origen, para todas las generaciones sucesivas, una
tradición espontáneamente brotada del influjo de la
sociedad griega. ¿Qué condiciones fueron las que
generaron este ideal, este tipo de ortodoxia artística,
y cómo pudo Grecia imponer su pensamiento a Europa?
A primera vista el arte griego aparece confundido
con la religión de Grecia. Estamos habituados a
considerar la religión griega como religión del arte y
de la belleza, en la que Zeus Olímpico y Atenas Polias son los ídolos, y los poemas de Homero los libros sagrados; así el cardenal Newmann habla del
"politeísmo clásico que fue gayo y rico de gracia,
como era natural en una época civilizada". Sin embargo, semejante visión de las cosas es solamente
unilateral y demuestra que la mirada ha sido puesta
sobre la aguda, brillante vivacidad de la alta cultura
helénica, pero perdiendo de vista el oscuro mundo a
cuyo través se eleva. La religión griega, si la observamos en su más nítido aspecto, es al mismo tiempo que un magnífico sistema ritualista un ciclo de
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concepciones poéticas. Las religiones tal cual surgen
por leyes naturales en la vida del hombre, son modificadas por cualquier cosa que modifique la vida humana. Esplenden bajo cielos esplendentes; se liberalizan en tanto el orden social se dilata, se hacen más
intensas y penetrantes en las grietas profundas de la
vida humana, donde el espíritu es angosto y limitado, y desde donde las estrellas son visibles aun a
mediodía; y efectuar un frío análisis de estas diferencias es uno de los más serios problemas de la
crítica religiosa. Hasta el presente el inmenso fundamento que encuentran la mayoría de las religiones
en la simple naturaleza humana, es un sentimiento
pagano universal, paganismo que existió antes de la
religión griega y ha prolongado lejos sus raíces hasta
en el mismo mundo cristiano, inextirpable, cual ciertos persistentes productos vegetales, porque su
germen es un verdadero elemento del suelo en el
que nacen.
Este sentimiento pagano mide la tristeza con la
que se llena el espíritu humano todas las veces que
sus pensamientos se alejan de lo que es actual y presente. Es acosado por nociones de irresistibles potencias naturales, en su mayor parte vueltas contra el
hombre, pero también el secreto de su fortuna, por
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cuanto doran la tierra y hacen ardiente la viña. Y el
hombre crea los dioses a su imagen; sonrientes
ídolos coronados de flores o sangrantes por triste
fatalidad, para que lo consuelen de sus heridas
siempre abiertas de generación en generación. Es
con un ímpetu de nostalgia que el pensamiento de la
muerte se presenta al espíritu del hombre: desearía
si fuera posible quedar por siempre sobre la tierra; y
en tanto ésta se decolora a su mirada y los sentidos
se debilitan, con más tenacidad se aferra a ella, y
puesto que la estructura de sus huesos y de la carne
deben persistir hasta el fin, va en busca de encantos
y talismanes que puedan tener sobre aquel fin algún
benigno poder cuando llegue el inevitable naufragio.
Ese sentimiento es una parte de la base eterna de
todas las religiones, modificado en verdad por cambios de tiempo y de lugar, pero siempre indestructible, porque es profundo su surco en la tierra de la naturaleza humana. El soplo vivificante de
los iniciadores de las religiones pasa por sobre ellos;
unos pocos "se elevan a las alturas con alas de águila", pero el amplio nivel de la vida religiosa no cambia continuamente. El progreso religioso, como
todos los progresos puramente espirituales, es limitado a pocos. Este sentimiento se liga en los tiem292
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pos primitivos a ciertas costumbres de vida patriarcal: el encendido del fuego, el lavado del cuerpo, la
matanza del rebaño, la cosecha de las mieses, los
días festivos y las danzas; y estos son los índices de
un ritual al principio no fijo y ocasional, como el
sentimiento que expresan, pero destinados a transformarse en elementos permanentes de la vida religiosa. Las costumbres de la vida patriarcal cambian;
pero aquel germen de ritual persiste, viviendo ahora
con un motivo conscientemente religioso, perdiendo su carácter doméstico y de consiguiente haciéndose más y más inexplicable en cada una de las
generaciones sucesivas. Semejante culto pagano,
pues, no obstante sus variaciones locales, esencialmente una, es un elemento en todas las religiones.
Es el anodino que el principio religioso -así como a
los incurables se les administra un soporífero- ha
añadido a la ley que hace sombría la vida para la
mayor parte del género humano.
De otras fuentes llegan más definidas concepciones religiosas y en varias formas se fijan sobre el rito
primitivo, cambiándolo y proporcionándole nuevos
significados. En Grecia derivaron de la mitología,
debido no del todo a fuente religiosa, pero en el
curso del tiempo se desarrollaron dentro de un
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complejo de concepciones religiosas enteramente
humanas en el carácter y en la forma. Al elemento
inmutable del rito primitivo, la mitología aportó
pues
aquellas
concepciones,
ese
mismo
-poder del alaelemento de refinamiento y de ascensión con la
promesa de un destino ilimitado. Mientras el ritual
no cambia, el elemento estético accidentalmente
conectado con él, se expande con la libertad y la
movilidad de las cosas del intelecto y siempre el elemento fijo es la observancia religiosa: el elemento
fluido, moviente, es el mito, la concepción religiosa.
Esta religión es ella misma pagana y posee, desde un
amplio punto de vista, la melancolía pagana. No se
convierte al instante y para la mayoría en la más alta
religión helénica; las gentes del campo, por supuesto, aman con ternura y predilección los desagraciados ídolos de una época primitiva, como los que
Pausanias encontró todavía devotamente conservados en la Arcadia. Ateneo narra la historia de un
hombre que habiendo llegado a un templo de Latona, esperaba encontrarse alguna digna representación de la madre de Apolo, y sonrió al ver tan sólo
una informe figura de madera. Los hombres salvajes
tienen dioses salvajes; que al menos, en Atenas o en
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Corinto o en Lacedemonia, variando siempre con
los adoradores en los que viven, se mueven y tienen
su razón de ser, adquieren un algo del señorío o de
la distinción de la humanidad local. También la religión griega tiene sus mendigos, sus purificaciones,
su misticismo antinómico, las vestiduras ofrecidas a
los dioses, las estatuas consumidas por los besos,
sus exageradas supersticiones para uso del vulgo, su
culto del dolor, su "dolorosa" y sus oscuros misterios. ¡Más de una nota salvaje o melancólica de la
iglesia medioeval era, pues, anticipada por el politeísmo griego! ¿Qué hubiéramos podido pensar de
las vertiginosas profetisas que eran las figuras centrales de la religión griega? La suprema cultura helénica es un esplendente filón de luz a través de
aquellas tinieblas. El vino ardiente y adormecedor
en climas más felices se hace claro y excitante. El
culto dórico de Apolo, racional, depurado, cortés,
con su inmutable luz siempre opuesta a las tristes
divinidades Chtonianas, es la aspiración por cuya
fuerza y por cuyo florecer la religión griega se sublima. Bajo felices condiciones surge de la religión
griega el arte griego para dar incremento a la cultura
humana; y fue privilegio de la religión griega ser apta
para transformarse en un ideal artístico.
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Lo que los griegos pensaban de sí mismos y en
general de sus relaciones con el mundo, era sin embargo siempre por feliz diligencia, convertible en
objetos sensibles: en esto reside la esencial diferencia que hay entre el arte griego y el arte místico cristiano de la Edad Media, que aspira de continuo a
expresar pensamientos que están más allá de sus
formas. Tomad, por ejemplo, una obra característica
del espíritu medioeval, como La Coronación de la Virgen del Angélico que está en el convento de San
Marcos en Florencia. En una extraña aureola lunar
están sentados Jesús y la Virgen, envueltos en místicas vestiduras blancas, semifúnebres y semisacerdotales: Jesús con nimbo rosado y los largos
cabellos descoloridos de la imagen apocalíptica, tanquam lana alba et tanquam nix, sostiene en la extremidad de los dedos sutiles una corona de perlas que
coloca sobre la cabeza de Marta, que estilizada en
sus formas como una muerta, se inclina a recibirla y
la luz que cae sobre su frente es cándida como la
nieve. Ciertamente, no puede decirse que el fresco
de Angélico vuelque a sensible forma nuestros más
altos pensamientos sobre el hombre y sus relaciones
con el mundo, ni que este fin lo llene adecuadamente aun para el mismo Angélico. Para él, todo lo
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que es exterior o sensible en su obra -los cabellos
como lana, los nimbos rosados, la corona de perlases tan sólo el símbolo o tipo de un mundo efectivamente inexpresable al cual se dirigen sus pensamientos; y parece que hubiera huído de la noción de
que, cuanto los ojos perciben, es todo. Formas de
arte semejantes son pues inadecuadas a la materia
que invisten, y perduran siempre bajo su nivel. Algo
de esto es también cierto para el arte oriental. Así
como en la época medioeval por excesiva interioridad en el Oriente por una cierta vaguedad, por una
insuficiencia de definición en el pensamiento, la
materia ofrecida al arte es poco manejable y las
formas sensibles tienden inútilmente a contenerla; y
como en el fresco de Angélico, los dioses orientales
de muchas cabezas, la orientalizada Diana de Efeso
de muchos senos, son a lo sumo símbolos sobrecargados, un medio de sugerir una idea que el arte
no puede convenientemente o completamente expresar y que permanece todavía en el mundo de las
sombras.
Pero tomad una obra del arte griego: la Venus de
Milo, por ejemplo. En ningún sentido es ésta un
símbolo, una sugestión de cualquier cosa que está
más allá de su triunfadora belleza. El espíritu co297
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mienza y termina en la imagen y nada de este su
espiritual motivo se dispersa. Ese motivo no está
ligeramente y vagamente ligado a la forma sensible,
ni su significado a una alegoría, pero la satura y se
identifica con ella. La mentalidad griega había llegado a un estado particular de reflexión de sí misma,
pero se cuidaba de no sobrepasarlo. En el pensamiento oriental hay en donde quiera una vaga
concepción de la vida, pero ninguna verdadera
apreciación de sí mismo mediante el espíritu, ningún
conocimiento de lo que distingue la naturaleza del
hombre; y en aquel su conocimiento íntimo de si
misma, la humanidad está todavía confundida con
la fantástica indeterminada vida del mundo animal y
del mundo vegetal. En el pensamiento griego, por
otra parte, es reconocido "el señorío del alma"; y
este señorío proporciona autoridad y divinidad a los
ojos, a las manos y a los pies humanos; y la naturaleza inanimada persiste lejana en lo más profundo.
Pero cabalmente ahí, el pensamiento griego encuentra sus más felices límites; no se ha hecho todavía demasiado interior todavía, la mente no ha
aprendido a vanagloriarse de su independencia de la
carne; el espíritu no lo ha absorbido todo con sus
emociones, ni ha reflejado por dondequiera su pro298
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pio color. Se ha confiado a un tipo de reflexión que,
a pesar de la forma, de todo aquello que es exterior
debe terminar en un idealismo excesivo. Pero ese
fin está aún lejano, tanto, que todavía no se ha sumergido en los abismos del misticismo religioso.
Este arte ideal, cuyo pensamiento no sobrepasa o
permanece más allá del orden peculiar de su sensible
personificación, no podría haber brotado de una
fase de vida que hubiese sido pobre y sin gracia. Por
cierta suprema ventura, aquel delicado momento de
la reflexión griega estuvo unido a la perfecta naturaleza animal de los griegos. He ahí las dos condiciones de un ideal artístico. Las influencias que
perfeccionaron la naturaleza animal de los griegos
son parte de un proceso, por el cual "el ideal" se
desenvolvió. Aquellas "Madres" que, en la segunda
parte del Fausto plasman y replasman las típicas
formas que aparecen en la historia de la humanidad,
presiden los orígenes de la cultura griega, en un
concurso de tan felices condiciones físicas, como
para hacerlas engendrar, por las leyes de la naturaleza, un singular tipo de vida intelectual. Ese aire delicado, que "ágilmente y dulcemente se recomienda"
a los sentidos, la más bella apariencia de la naturaleza, la más fina cal y arcilla de la forma humana y el
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modelado de la más graciosa armazón del contenido
humano: esa es la felicidad de los griegos cuando
entran en la vida. La belleza es una distinción, como
el genio, o una noble situación.
"Por ningún pueblo -dice Winckelmann- ha sido
la belleza más altamente estimada como por los
griegos. Los sacerdotes de un joven Júpiter en Egea,
y del Apolo Ismeno y los sacerdotes que en Tanagra
conducían la procesión de Mercurio, llevando un
cordero sobre sus espaldas, eran siempre jóvenes a
los que se les había asignado premios de belleza.
Los ciudadanos de Egesta elevaron un monumento
a un cierto Filipo que no era su conciudadano, pero
sí de Croton, por su distinguida belleza; y el pueblo
le hacía ofrendas. En un antiguo canto atribuido a
Simónides o a Epicarmo, de cuatro deseos, el primero era la salud y el segundo la belleza, y como la
belleza era tan deseada y valorada por los griegos,
las personas bellas trataban de hacerse conocer de
todos por esta cualidad y sobre todo de ofrecerse a
los artistas como modelos, porque esperaban su
correspondiente premio; esta era ocasión para que
los artistas tuvieran siempre ante sus ojos ejemplares
de suprema belleza. La belleza también daba derecho a la fama, y en la historia griega, encontramos
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que se destacan las gentes más hermosas. Algunas
eran famosas por la belleza de una singular parte de
su forma, como Demetrio Phalereus, que por sus
bellas cejas era llamado Charito-blepharos. También
parecía que se hubiera pensado en promover la procreación de hermosos hijos por medio de premios.
Todo esto se demuestra por la existencia de concursos de belleza, que en tiempos antiguos fueron resueltos por Cypselo, Rey de Arcadia, y por el Río
Alfeo; y en la fiesta de Apolo de Philae, fue ofrecido
un premio a los jóvenes por el beso más cortés.
Este concurso se resolvió por intermedio de un árbitro, como también en Megara, cerca de la tumba
de Dioclesius. En Esparta y en Lesbos, en el templo
de Juno y entre los Parrasi, se realizaban concursos
de belleza entre las mujeres. La estima por la hermosura iba tan lejos, que las mujeres espartanas ponían en sus aposentos un Nireus, un Narciso o un
Jacinto para conseguir dar a luz bellas criaturas."
Así, de pocas investigaciones arqueológicas dispersas, de pocas apariencias emergentes, Winckelmann, como era su costumbre, conjeturaba el
temperamento del mundo antiguo y lo que constituía su alegría. Este se ha desvanecido con aquella
época distante, pero podemos todavía aventurarnos
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a detenernos sobre él. Lo que de vivacidad y realidad poseía es vivacidad y realidad de una vida instantáneamente fijada. El sistema griego de la
gimnástica daba origen a una parte del ritual religioso. El culto consistía en encomendarse a los dioses,
para llegar a ser bellos y ágiles, blancos y rosados
como ellos. La belleza de la palestra, y la belleza del
taller de los artistas, actuaban una sobre la otra recíprocamente. El joven trataba de rivalizar con sus
dioses; y su belleza acrecentada se reflejaba sobre
ellos. "Tomo por testimonio a todos los dioses; prefiero más bien un cuerpo bello que una corona de
rey"
−οµνυµι παντας Θεους µη ελεσΘαι αν την βα
σιλεως αρχην αντι τον χαλος ειναι−. Esa fue la
forma que una época del mundo eligió para la más
noble vida. ¡Un mundo perfecto, si los dioses hubieran podido parecer por siempre ágiles y hermosos! No nos apesadumbremos si esta tranquila
juventud, de una humanidad satisfecha de la visión
de sí misma, pasó en un momento dado a una melancólica madurez, pues que ya había sido preparada
para el espíritu la profunda alegría de encontrar en
la tumba el ideal de aquella juventud aún íntegramente vivo.
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Sucedió que el ideal griego se expresó preeminentemente en la escultura. Cada una de las artes
tiene un elemento sensitivo, color, forma, sonido -la
poesía resume el eco de estos elementos, al mismo
tiempo, con la profunda y gozosa sensibilidad del
movimiento-, y cada uno de ellos puede ser un medio expresivo de idealidad; y es particularmente accidental que de cada artista que nace, resulte un
poeta o un pintor más bien que un escultor. Pero
como el espíritu mismo ha tenido un desarrollo
histórico, una forma de arte, por las mismas limitaciones de su materia, puede ser más que otra adecuada a la expresión de cada frase de aquel desarrollo. Diferentes actitudes de la imaginación tienen
una afinidad nativa con diferentes tipos de forma
sensible, como para combinarse entre ellos con perfección y facilidad. Las artes pueden de ese modo
ser clasificadas en series que corresponden a un orden de manifestaciones en el mismo espíritu humano. La arquitectura que se inicia en una necesidad
práctica, puede solamente expresar por vaga alusión
o por vía simbólica, el espíritu y la mentalidad del
artista. Termina con su tristeza o anda errante por
entre los confusos embrollos de las cosas, o arroja
de sí netamente y sinceramente su propósito, o se
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descubre a la luz del sol. Pero estas espiritualidades,
sentidas más que vistas, pueden tan sólo mostrarse
alrededor de la forma arquitectónica como efecto
fugitivo para ser recogido por medio reflejo. Su expresión no es de hecho, absolutamente sensitiva.
Como la forma humana no es el sujeto con el que
ella trata, la arquitectura es el modo en el que se
concentra el esfuerzo artístico, cuando los pensamientos que conciernen al hombre son todavía
confusos, cuando está todavía preocupado con
aquellas armonías, tormentas, victorias del mundo
invisible e intelectual que, forjado en la forma corpórea, le proporciona un interés y una significación
a él solamente comunicable.
El arte de Egipto, con sus supremos efectos arquitectónicos, es según la bella imagen de Hegel, un
Memnon que espera la luz, la luz del espíritu griego,
el espíritu humanístico con su potente lenguaje.
Por otra parte: pintura, música y poesía con su
infinito poder de complejidad, son las artes especiales de las épocas romántica y moderna. A éstas,
con la máxima atenuación del detalle, puede ser traducida cualquier delicadeza de pensamiento y sentimiento, inherente a una consciente alimentación
del espíritu que se deleita consigo mismo. A través
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de sus gradaciones de sombra, sus exquisitos momentos, proyectan en una forma exterior lo que es
más interior en pasión o en sentimiento. Entre la
arquitectura y estas artes románticas de la pintura,
de la música de la poesía, está la escultura, la que, al
contrario de la arquitectura, trata con el hombre sin
dilación y se opone a las artes románticas por
cuanto no es autoanalítica. Tiene relación más exclusiva que cualquier otra arte con la forma humana,
que es por sí misma un medio completo de expresión espiritual, que tiembla, se ruboriza o se enternece con excitación interior. Esta vida espiritual
que apenas rodea a la arquitectura como un efecto
volátil, toma en la escultura todo el material dado y
lo penetra con un motivo imaginativo, y a primera
vista la escultura, por su solidez de forma, parece
cosa más real y plena que la vaga abstracta obra de
poesía o de pintura: pero la verdad está, no obstante, en lo contrario. El discurso y la acción muestran
al hombre tal como es, con mas rapidez que el juego de los músculos o el modelado de la carne; y sobre esto tiene la poesía su dominio. La pintura, por
la acentuación del color en la cara o por la dilatación de la luz en los ojos -así como la música por el
orden sutil de sus tonos- puede más dulcemente
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refinar un singular instante de pasión desenredando
sus más delicados hilos.
Pero, ¿por qué la escultura se limitó de ese modo
a la pura forma? Porque por esta limitación se transformó en un perfecto medio de expresión por un
peculiar motivo del intelecto imaginativo; y de consiguiente renuncia a todos aquellos atributos de su
materia que no se adaptan a ese motivo. En verdad,
ha tenido desde el principio una cierta tendencia al
color; pero este elemento de color ha sido siempre
en ella más o menos convencional, sin dulzura o
modulación de tonos y sin consentir nada más que
un realismo demasiado limitado. Fue tenida principalmente como una tradición religiosa. Tan pronto
como el arte de la escultura dejó de ser puramente
decorativo y subordinado a la arquitectura, se reveló
en la pura forma. Renuncia al poder de expresión
por bajeza o altitud de tonos. Ninguna parte del
cuerpo humano es más significativa que el resto; los
ojos son grandes y sin pupilas; los labios y cejas son
apenas menos significativos que las manos, los senos y los pies. Pero la limitación de sus recursos es
parte de su orgullo; no tiene fondos, ni cielo o atmósfera que puedan sugerir e interpretar una corriente de sensaciones; un poco de movimiento
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insinuante o mucho de la pura luz sobre sus superficies lisas, con pura forma; esto tan sólo. Y ello conquista bastante más de lo que pierde por esta limitación de sus propios distintos motivos; y revela al
hombre en el reposo de sus características inmutables. Esa blanca luz purificada de la mácula
viva y sangrante de la acción y de la pasión, revela,
no lo que es accidental en el hombre, sino su tranquila divinidad como término contrario a las inquietas vicisitudes de la vida. El arte de la escultura
registra el primer ingenuo, límpido reconocimiento
del hombre por sí mismo; y es testimonio de la alta
capacidad artística de los griegos el que ellos comprendieran y fueran fieles a estas exquisitas limitaciones y que aun, no obstante ellas, dieran a sus
propias creaciones una móvil, vital individualidad.
Heiterkeit -júbilo o reposo- y Allgemeinheit -gene-ralidad o hábito- son pues las características supremas del ideal helénico. Pero esa generalidad o
hálito no tiene nada de común con la observación
superficial, el pensamiento inculto, la endeble ejecución que algunas veces ha reclamado superioridad
en el arte, con el pretexto de lo "amplio" y de lo
"general". El hálito y la generalidad helénica derivan
de una cultura minuciosa y severa, constantemente
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renovada, que destila y concentra sus impresiones
en ciertos tipos perfectos.
El fundamento de toda genialidad artística reside
en el poder de concebir la humanidad bajo una
nueva, impresionante manera, de poner un mundo
feliz de creación propia, en lugar del bajo mundo de
nuestros días comunes, generando a su alrededor
una atmósfera con nueva potencia de refracción,
transformando, recombinando las imágenes que
transmite según la preferencia del intelecto imaginativo. En el ejercicio de esta potencia la pintura y la
poesía tienen una variedad casi ilimitada de sujetos;
el orden de los caracteres o de las personas a ellas
abierto es tan vario como la vida misma; ningún carácter, ya sea puramente trivial, deforme, inamable,
puede resistir a su magia. Eso se debe a que estas
artes pueden cumplir su función en la elección y en
el desarrollo de alguna situación especial que eleva o
glorifica un carácter, en sí mismo, no poético. Para
realizar esta situación y para definir en una fría y
oscura atmósfera los focos donde los rayos -pálidos
e impotentes- se unen y comienzan a arder, el artista
puede, en verdad, recurrir a los más eficaces detalles,
complicar y refinar el pensamiento y la pasión una y
mil veces. Tomemos un brillante ejemplo de los
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poemas de Robert Brow-ning. Su poesía es de preferencia poesía de situa-ciones. Los caracteres son
siempre de importancia secundaria; a menudo son
de poco interés y parecen llegarle por extrañas circunstancias desde los confines del mundo. Su virtud
se evidencia en el modo con el que acepta un carácter dado, lo pone en cualquier situación o lo toma en alguna delicada pausa de la vida, en la cual
por un momento se hace ideal. En el poema titulado Le Byron de nos jours, en su Dramatis Personae, tenemos un único momento de pasión, puesto de
relieve de esta exquisita manera. Aquellos dos bribones parisienses no son intrínsecamente interesantes; y empiezan a interesarnos solamente cuando entran en una escogida situación. Pero para discriminar ese momento, para hacérnoslo apreciable,
para que lo "encontremos", ¡qué trama de alusiones,
que dobles y triples reflexiones de la mente sobre sí
misma, qué de luz artificial es construida y deshecha
sobre la situación elegida y sobre aquella como
punta agudísima en la que se equilibra el mundo de
la pasión! Sin embargo, a pesar de todas estas sutiles
complicaciones, el poema tiene el giro límpido de
un motivo central. Recibimos la impresión de un
tono imaginativo, de un solo acto de creación.
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La producción de dichos efectos exige todo el recurso de la pintura con su poder de indirecta expresión,
de
subordinado
pero
significativo
particularismo, con su atmósfera, sus primeros planos y sus fondos; y en grado preeminente requiere
todos los recursos de la poesía, el lenguaje en su
forma más selecta, sus profundas asociaciones y su
sugestividad, sus dobles y triples levedades. La escultura no puede tener imperio sobre estas aplicaciones: y de consiguiente en ella, no la especial situación, sino el tipo, el carácter general del sujeto a
delinear, tiene toda la importancia. En la poesía y en
la pintura la situación predomina sobre el carácter;
en la escultura el carácter sobre la situación. Excluida, por la limitación propia del material, del desarrollo de situaciones exquisitas, tiene que elegir entre
un selecto número de tipos intrínsecamente interesantes: interesantes, se entiende, independientemente de cualquier situación especial en la que
puedan ser tomados. La escultura encuentra el secreto de su poder en la presentación de estos tipos
en sus amplias, esenciales, incisivas líneas. Esto no
es efecto de acumulación de detalles, pero sí de
abstracción de su masa; todo lo que es accidental,
todo lo que distrae, el simple efecto que nos viene
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de los tipos supremos de la humanidad, todas las
señales que en ellos quedan del mundo en común,
son gradualmente seleccionadas.
Las obras de arte producidas bajo estas leyes y
solamente éstas, están generalmente caracterizadas
por la generalidad o hálito helénico. En todo sentido, ésta es una ley de restricción; mantiene la pasión, siempre en ese grado de intensidad en el cual
ella debe ser necesariamente transitoria, sin enredar
la forma a una nota de ira, o de deseo o de sorpresa.
En algunas de las más débiles composiciones alegóricas de la Edad Media, hallamos aisladas cualidades
pintadas como por otras tantas máscaras; el arte
religioso de aquel tiempo nos había familiarizado a
través de rostros inmóvilmente fijados en pálidos
tipos de una plácida imaginación. Hombres y mujeres, por lo demás, en el tumulto de la vida, llevan a
menudo la aguda señal de un motivo absorbente y
se dice que la muerte libera de esa señal sus semblantes. Todos estos ejemplos forman parte de lo
grotesco; y el ideal helénico no tiene nada de común
con lo grotesco. Permite que la pasión juegue ligeramente en la superficie de la forma individual, sin
que por eso pierda nada de su central impasibilidad
y de su profundidad, de su quietud y solamente a la
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más alta cultura le es posible no encontrar algo de
insípido en los rostros de los dioses.
En la mejor escultura griega, la arcaica inmovilidad fue animada y sus formas se movieron; pero su
movimiento fue siempre contenido y bastante raramente conectado a una acción definida. Infinitas
como son las actitudes de la escultura griega, exquisita como es la invención de los griegos en este sentido, las acciones y situaciones que ella consiente
son siempre simples y pocas. No hay Madona griega; las diosas son siempre sin hijos. Las acciones
elegidas son aquellas que serían insignificantes en
una persona que no fuese divina: atarse una sandalia
o prepararse para el baño. Cuando es permitida una
más compleja y significativa acción, a menudo se la
representa como justamente terminada, en forma
que la más intensa expectativa queda excluida como
sucede en la figura de Apolo presentada inmediatamente después de la muerte de la serpiente pitón o
en la figura de Venus que tiene ya en su mano la
manzana de París. El Laocoonte, con toda esa paciente ciencia a cuyo través ha triunfado sobre un
sujeto casi inimaginable, marca un período en el
cual la escultura ha comenzado a aspirar a efectos
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legítimos, porque eran deliciosos tan sólo en la
pintura.
El cabello, tan rica fuente de expresión en la
pintura, porque en relación a los ojos y a la boca es
como simple ropaje, no goza de mayor atención; su
textura como su color se ha perdido y su disposición es solamente vaga y severamente indicada, sin
rotura o fusión de luces. Los ojos son amplios, no
giran en ninguna dirección, no fijan la mirada sobre
alguna cosa, no doblan la cabeza hacia algún especial objeto exterior y las cejas son sin pelos. Además, la escultura griega representa casi exclusivamente jóvenes, en los cuales el modelado de la
parte corpórea está todavía como suspenso entre el
crecimiento y la plenitud, indicado y no enfáticamente acentuado; la transición de curva a curva es
tan delicada y artificiosa, que Winckelmann la parangona a una de aquellas bahías tranquilas, que
consideramos como imágenes de reposo aun sabiéndolas en movimiento; por consiguiente, el exacto grado de desarrollo resulta difícil de concebir. Si
un producto tan sólo del arte helénico debiese ser
salvado de la ruina de todos los otros, se podría tal
vez elegir de la "bella multitud" de los frisos Panatenaicos, aquella línea de jóvenes a caballo con la
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mirada dirigida hacia adelante, con la boca tranquila
y altiva, con sus cinturas purísimas, con todo el
cuerpo en actitud exquisita. Esta no coloreada, inclasificada pureza de vida, con su fusión e interpenetración de elementos intelectuales, espirituales y
físicos, todavía estrechos en conjunto, fecunda de
las posibilidades de un integro mundo encerrado en
ella, es la más alta expresión de la indiferencia que
está más allá de todo lo que es relativo o parcial. En
todas partes se ve el efecto de un algo que despierta
de un sueño infantil apenas recién disturbado. Y
todo esto se encuentra reunido en un singular ejemplo: el Adorante del museo de Berlín, un joven que
ha ganado el premio de la lucha, con las manos elevadas y abiertas, en alabanza por la victoria. Todo
frescura y claridad, es la imagen de un hombre como en el primer surgir del sueño de la naturaleza,
mientras su cándida luz no tiene color de alguna
unilateral experiencia. Es sin carácter, si por carácter
se entiende una explícita sujeción a los influjos accidentales de la vida.
"Este sentido -dice Hegel- del modelado perfecto
de las formas divinas y humanas, se hallaba de preferencia en su puesto en Grecia. En sus poetas y en
sus oradores, en sus historiadores y en sus filósofos,
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la Grecia no puede ser concebida desde un punto de
vista central, a menos que no se lleve -co-mo llave
de comprensividad- una introspección en las formas
ideales de la escultura y no se consideren las imágenes de los hombres de Estado y de los filósofos
como héroes épicos y dramáticos, del punto de vista
artístico. Por cuanto aquellos que actúan como los
que crean y piensan, encuentran su carácter plástico
en aquellos hermosos días de la Grecia. Son grandes
y libres, han venido del suelo de su propia individualidad, creándose y modelándose según lo que
fueron y desearon ser. El siglo de Pericles fue rico
en semejantes caracteres; el mismo Pericles, Fidias y
Platón, Sófocles, sobre todo, Tucídides también,
Jenofonte y Sócrates, cada uno en su orden, no
siendo disminuida la perfección de uno, por la perfección de los otros. Son ellos artistas ideales de sí
mismos, cada uno vertido en impecables obras de
arte, que están de pie delante de nosotros como inmortal presentimiento de los dioses. Del mismo
modelado son aquellas corpóreas obras de arte que
representan a los victoriosos en los juegos olímpicos
¡sí!, y también Friné, quien, como la más bella de las
mujeres, emerge desnuda del agua, en presencia de
una asamblea de griegos."
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Esta llave de comprensión del espíritu griego,
Winckelmann la poseía en su propia naturaleza, parecida ella misma a un relicario de la antigüedad clásica abierto accidentalmente a nuestra extraña
atmósfera moderna. A la crítica de aquel modelado
griego, aportó, no tan sólo su cultura, sino también
el temperamento. Hemos visto cuán definido era el
motivo dominante de aquella cultura; cómo, a semejanza de una fibra central de raíz, mantiénese
intacta la acentuada unidad de su vida a través de
mil distracciones. Intereses no suyos, no sentidos
por él, jamás lo perturbaron. En la moral, como en
la crítica, siguió la voz del instinto, del infalible instinto. Penetrando en el mundo antiguo con su pasión y con su temperamento, no enunció principios
formalistas, siempre rígidos y unilaterales y ni siquiera por su minuciosa y ansiosa cultura llegó a ser unilateralmente analítico de sí mismo.
Ocupado siempre consigo, perfeccionándose, desarrollando su genio, no estaba contento -como a
menudo sucede en hombres semejantes- con que la
atmósfera existente entre su espíritu y el espíritu de
los otros, fuese nebulosa y espesa; así, siempre celosamente, refinaba su pensamiento en forma expresa,
clara, objetiva. Esta disposición de su ánimo la nu316
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tría y vigorizaba por medio de amistades que continuamente lo tenían en contacto inmediato con el
espíritu de la juventud. La belleza de las estatuas
griegas era asexual; las estatuas de los dioses tenían
mínimas trazas del sexo. Hay en esto una moral de
la asexualidad; una especie de ineficaz integridad de
la naturaleza, no obstante con una hermosura y una
significación propias.
Resultado de este temperamento es la serenidad
-Heiterkeit- característica con que trata Winckelmann
el lado sensual del arte griego. Esta serenidad es, tal
vez, en gran parte, una cualidad negativa, es la ausencia de cierto sentido del deseo, de la corrupción,
del pudor. Con el elemento sensual en el arte griego
trata a la manera pagana; y, ¿qué implica esto? Se ha
dicho algunas veces que el arte constituye el mejor
medio para escapar de "la tiranía de los sentidos".
Puede resultar así para el espectador: puede encontrar que el espectáculo de las supremas obras de arte
quite a la vida de los sentidos algo de su túrbida fiebre. Pero esto es posible al espectador solamente,
porque el artista, en produciendo estas obras, volcó
gradualmente sus ideas intelectuales y espirituales en
la forma sensible. Puede vivir, como vivió Keats,
una vida pura; pero su alma, como aquella del falso
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astrónomo de Platón, se sumerge siempre más y
más en el mundo de los sentidos hasta el punto que
todo aquello que adolezca de un llamamiento a este
mundo no tiene interés para él. ¿Cómo podría, un
ser semejante, soportar la palidez del mundo ideal y
espiritual? El espiritualista está satisfecho de observar la huida de los elementos sensuales, de sus concepciones; su interés aumenta en este sentido a
medida que el color muerto de sus vestidos brilla en
el aire más claro; pero el artista ahoga su pensamiento una y otra vez en el fuego del color. Para los
griegos, esta inmersión en lo sensual era religiosamente, al menos, indiferente. La sensualidad griega,
por consiguiente, no afiebra la conciencia; es sin
pudor e infantil. Por otra parte, el ascetismo cristiano, desacreditando aún el más ligero toque de sensualidad, ha provocado de tiempo en tiempo un
enfático contraste entre sí mismo y la vida artística
con su inevitable sensualidad. Probé tan sólo gustar un
poco de miel con la punta de la varilla que tenía en mi mano; y, ¡ay de mí!, debo morir. Ha parecido algunas veces
duro perseguir esa vida sensual, sin desaprobar
conscientemente algo de un mundo espiritual; y esto
confiere a los intereses genuinamente artísticos una
especie de intoxicación. Winckelmann está exento
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de esta intoxicación; toca los mármoles paganos con
manos que no queman, sin sensación de pudor o de
disminución. Esto es tratar el lado sensual del arte a
la manera pagana.
Cuanto más ampliamente contemplamos aquel
ideal helénico, en el cual el hombre está en armónica unidad consigo, con su naturaleza física y con el
mundo exterior, más nos inclinamos a arrepentirnos
de que el hombre haya podido sobrepasarlo, combatiendo por una perfección que enturbia la sangre,
corroe la carne y desacredita la realidad del mundo
que nos circunda. Pero si debía ser salvado del ennui
(tedio) que siempre lo invade en la realización, aun
en la realización de la vida perfecta, era necesario
que sobreviniese un conflicto, que cierta nota estridente rompiese la armonía existente y que el espíritu
escaldado y golpeado por ella, expresase por fin una
más copiosa y más profunda música. Este conflicto
se inicia en la tragedia griega; el hombre se encuentra frente a frente con fuerzas adversarias. La tragedia griega demuestra que semejante conflicto puede
ser tratado con serenidad, y que su evolución puede
ser un espectáculo de la dignidad y no de la impotencia del espíritu humano. Pero no es tan sólo
en la tragedia que el espíritu griego se revela capaz
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de extraer alegría de una materia que es en sí llena
de tristeza. También Teócrito produce a menudo
una nota de romántica melancolía. ¡Pero qué gozoso y sólido contrapeso para esos desalientos en una
clara y asoleada capa del aire!
En esta etapa del desarrollo de Grecia, Winckelmann no entra. Supremo como es, donde no encuentra verdadero interés, su introspección de la
típica unidad y de la típica quietud de la más alta
especie de cultura, parece ser implícitamente orientada en otra dirección. Su concepción estética, excluye aquel más ardiente tipo de arte que íntimamente y serenamente trata de la vida, de la lucha, del
mal. Viviendo en un mundo de exquisita pero abstracta e incolora forma, hubiera podido difícilmente
concebir el arte sutil y penetrante y en cierto modo
grotesco del mundo moderno. ¿Qué hubiera pensado de Gilliat en los Travailleurs de la Mer de Víctor
Hugo, o de la boca sangrante de Fantina en la primera parte de Los Miserables, aunque estos libros
estén invadidos de un sentido de belleza tan vivo y
transparente como el de los griegos? Además, es de
notar una especie de preparación al humor romántico, aun en los mismos límites del ideal griego, que
por su cuenta Winckelmann pasó por alto. Pues la
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religión griega no tiene tan sólo sus oscuros misterios de Adonis, de Jacinto, de Demetria, sino que
también tiene conciencia de la caída de la primitiva
dinastía divina. Hiperión abre camino a Apolo,
Océano a Poseidón. A los pies de aquella tranquila
familia olímpica, se apiñan todavía las sombras graves de un mundo divino más antiguo y más informe; y hasta la plácida mente de los dioses olímpicos
es turbada por el pensamiento de un límite en la
persistencia, de una caída inevitable, de un despojo.
La suprema e incolora abstracción de aquella forma
divina, que es el secreto de su quietud, es también
un preanuncio de los refinamientos descarnados y
éticos de los pálidos artistas medioevales. Esa alta
indiferencia por la exterioridad, esa impasibilidad,
tienen ya un algo del cadáver, y es que, lejos, percibimos evidentemente en el futuro artístico, al Angélico y al Maestro de la Pasión. La supresión de lo
sensual, la clausura de una puerta sobre todo esto, el
interés ascético, pueden ser desde este momento
previstos. Aquellos dioses abstractos "prontos a hacer desvanecer su fina esencia en los vientos", que
pueden tomar su carne como un ropaje y perdurar
ellos mismos, parecen sentir ya el aire glacial en el
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que, como Elena de Troya, erran cual espectros del
mundo medioeval.
Gradualmente, en tanto el mundo entra en la
Iglesia, un interés artístico, que es innato del alma
humana, reafirma su llamado. Pero el arte cristiano
dependía todavía de los ejemplos paganos, poniendo las columnas de los templos paganos en sus iglesias, perpetuando la forma de la Basílica, empleando
más tarde los anfiteatros en desuso como catacumbas de piedra. La expresión sensual de las ideas que
desacredita sin reservas al mundo de los sentidos,
fue el delicado problema que el arte cristiano tuvo
que resolver. Si pensamos de qué modo la pintura
medioeval parte de las primitivas escuelas germánicas, todavía con algo de la visión de un osario, para
llegar a la límpida amabilidad del Perugino, veremos
en qué forma fue resuelto aquel problema. En el
mismo "culto del dolor", se afirma la nativa serenidad del arte. El espíritu religioso, como dice Hegel,
"sonríe a través de sus lágrimas". Así perfectamente
el joven Rafael infundió aquel Heiterkeit, aquella pagana serenidad, a sus obras religiosas, de forma que
la Santa Agata, que le es atribuida en Bolonia, cons-
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tituyó para Goethe un paso más hacia la evolución
de su Ifigenia9.
Pero a medida que el don de la sonrisa se encontraba una vez más, surgió también una aspiración
hacia aquel perdido arte antiguo, del cual el arte
cristiano tenía enterradas algunas reliquias, prontas a
obrar maravillas cuando les llegase su día.
La historia del arte ha sufrido tanto como cualquier otra historia, debido a netas y absolutas divisiones. El arte pagano y el cristiano han sido algunas
veces rígidamente opuestos y el Renacimiento es
considerado como la aparición de una moda en un
definido período, desde el punto de vista superficial,
puesto que el más profundo es aquel que preserva la
identidad de la cultura europea. Las dos artes tienen,
en realidad, continuidad entre ellas y en un cierto
sentido puede decirse que el Renacimiento fue un
esfuerzo ininterrumpido de la Edad Media, que
siempre tuvo vida. Cuando las reliquias efectivas de
la antigüedad fueron restituidas al mundo, pareció
como si, a la vista del asceta cristiano, un abismo de
pestilencia se hubiese abierto. Todos se contagiaron
de la vida de la naturaleza y de los sentidos. Y pare9 Italianische Reise. Bologna, 19 oct. 1776.
323
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ció como que el espíritu medioeval también hubiese
hecho algo por el nuevo destino de la antigüedad.
Apresurando el declinar del arte, arrebatándole interés y sin embargo conservando intacto el hilo de sus
tradiciones, dejó que reposase el espíritu humano y
permitió que llegado su debido tiempo se despertase
con ojos frescos a aquellas antiguas formas ideales.
La aspiración de toda justa crítica debe ser colocar a Winckelmann en una perspectiva intelectual,
en la que Goethe ocupe el primer plano. Ya que
después de todo, él es infinitamente menos que
Goethe; y particularmente si la crítica lo mira con
consideración, es porque en ciertos puntos está en
contacto con Goethe. Su relación con la cultura
moderna es peculiar. No pertenece al mundo moderno, ni es completamente del siglo XVIII; a pesar
de que gran parte de su vida exterior sea característica de aquel tiempo, aquella señal de rebelión contra
el siglo XVIII que descubrimos en Goethe, estalló
primero en Winckelmann. Goethe ilustra la unión
del espíritu romántico (con su aventura, su variedad,
su profunda subjetividad de alma) y el helenismo
(con su transparencia, su racionalidad, su deseo de
belleza), aquel matrimonio de Fausto con Elena, del
que ha nacido el arte del siglo XIX: el bello mucha324
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cho Euforion, como Goethe lo ha concebido, sobre
los riscos, en el "esplendor de la batalla y armado
como para la victoria", con la frente circundada de
luces10. Goethe también ilustra en este enlace, la
preponderancia del elemento helénico; y llegó a conocer ese elemento en su verdadera esencia, gracias
a la obra de Winckelmann.
Hálito, esencialidad, con quietud y serenidad,
constituyen el sello de la cultura helénica. ¿Es esta
cultura un arte perdido? El colorido local y accidental de su época se ha desvanecido; y la muerta
grandeza parece más grande cuando cada anillo que
la encadenaba a lo que es vulgar y ligero se rompe.
Solamente es posible verla en su totalidad en la refleja, refinada luz que una gran educación nos confiere. ¿Podemos atraer este ideal hacia la luz brillante y confusa de la vida moderna?
Ciertamente, para nosotros, hombres del mundo
moderno, que vivimos entre sus voces discordes,
entre las intrigas de sus intereses, trastornados por
tantos dolores, con muchas preocupaciones, tan
descaminados en la experiencia, el problema de
nuestra unión en la quietud y en la serenidad es
10 Faust, Th. tic. Acto 3.
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bastante más arduo que lo que fue para los griegos
en los términos simples de la vida antigua. Y aun
hoy, más que nunca, el intelecto reclama perfección
y esencialidad. Es esto lo que Winckelmann imprime en la imaginación de Goethe al principio de su
vida, en su original y más simple forma, como en un
fragmento del arte griego mismo, encallado en
aquella confusa indeterminada playa de la Alemania
del siglo XVIII. Este tipo llega a él, transmitido por
Winckelmann bastante más vivamente que por un
libro o por una teoría, porque proviene de una vida
apasionada y de una verdadera personalidad. Para
Goethe, dueño de todos los intereses modernos,
pronto a perderse en la confusa corriente del pensamiento moderno, define en la forma más clara el
eterno problema de la cultura: equilibrio, unidad
consigo mismo, consumada modelación griega.
Este problema no puede ser resuelto, como en
Friné, que emerge desnuda de las aguas, por perfección de la forma corpórea o por cualquier gozosa
unión con el mundo exterior; las sombras se han
dilatado demasiado y la luz se ha hecho demasiado
solemne para esto. Podría difícilmente ser resuelto,
como en Pericles o en Fidias, por medio del ejercicio inmediato de alguna aptitud singular entre las
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múltiples voces de nuestra moderna vida intelectual
que tan sólo hubieran terminado en un delgado
brote unilateral.
El helenismo de Goethe fue de otro orden; el
Allgemeinheit y Heiterkeit, la perfección y serenidad de
un cuidadoso y exigente intelectualismo. Im Ganzen,
Guten Wahren, resolut zu leben, es la descripción ofrecida por Goethe de su más alta vida; y ¿qué se entiende por vida en el todo, im Ganzen? Se entiende la
vida de un hombre para el cual, continuamente y
siempre, lo que fue una vez precioso, se ha tornado
indiferente. Quienquiera que aspire a una vida de
cultura se encuentra con muchas de sus formas que
surgen del intenso, laborioso, unilateral desarrollo
de algún talento especial. Son los más luminosos
entusiasmos que el mundo puede mostrar; y no es
cosa suya verificar los llamamientos de esta o aquella forma extraña del genio. Pero el instinto propio
de la cultura del yo no cuida tanto de cosechar todo
lo que aquellas varias formas del genio pueden dar,
como de encontrar en ellas su propia fuerza. Lo que
el intelecto desea es sentirse con vida. Considera las
leyes, la acción, el resultado intelectual de cada forma separada de cultura, solamente por lo que puede
valer la relación entre sí y ellas. Lucha con aquellas
327
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formas hasta conquistar el secreto; y entonces deja
que cada una reclame su puesto en el supremo aspecto artístico de la vida. Con apasionada frialdad,
tales naturalezas se regocijan de estar fuera y lejos de
lo que eran y sobre todo están ansiosas de no abandonarse a los efectos de una especial facultad que
realmente limitaría sus capacidades. Hubiera sido
fácil para Goethe, dotado como estaba de una naturaleza sensual, haberse dejado sobrepasar. Sucede
fácil y naturalmente, tal vez, a ciertas naturalezas
"no de este mundo", ser como la Schöne Seele, aquel
ideal de gentil pietismo, en el Wilhem Meister: pero a
la amplia visión de Goethe, ésta parecía ser una fase
de vida que un hombre puede sentir en su alrededor
y sobrepasarla. Además, es fácil entregarse al lugar
común del instinto metafísico; pero el gusto por la
metafísica debe ser una de aquellas cosas a las cuales
debemos renunciar, si deseamos moldear nuestras
vidas según una perfección artística. La filosofía sirve a la cultura, no por fantásticos dones de conocimiento absoluto o trascendental, sino sugiriendo cuestiones que ayudan a descubrir la pasión, la
singularidad, los contrastes dramáticos de la vida.
La cultura de Goethe no residió "bajo el velamen" si bien emerge de continuo en las funciones
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prácticas del arte, en producciones efectivas. Su
problema es: ¿Puede la serenidad y la universalidad
del ideal antiguo ser comunicado a las producciones
artísticas que deben contener la plenitud de experiencia del mundo moderno? Hemos visto que el
desarrollo de las varias formas de arte ha correspondido al desarrollo de los pensamientos del
hombre concernientes a la humanidad, a la creciente
revelación del espíritu a sí mismo. La escultura responde a la clara y amplia línea del humanismo helénico; la pintura a la profundidad mística y a la
complejidad en la Edad Media; la música y la poesía
tienen su porvenir en el mundo moderno.
Entendemos por poesía toda producción literaria
que goza de la facultad de producir deleite por su
forma, aun independientemente de la materia de
que trata. Tan sólo en esta cambiante forma literaria
puede el arte dominar aquella amplitud, variedad,
delicadeza de recursos, que lo harán apto para desempeñarse con las condiciones de la vida moderna.
Lo que el arte moderno debe hacer en servicio de la
cultura, es recomponer la particularidad de la vida
moderna, reflejarla en modo que pueda satisfacer al
espíritu. ¿Y qué necesita el espíritu en presencia de
la vida moderna? El sentido de la libertad.
329
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Pero el hombre no puede experimentar de nuevo
esa sencilla, ruda aspiración a la libertad que presupone limitado su deseo, si en todo, solamente por
una voluntad superior. Las tentativas de representarla en el arte, serían tan poco verosímiles que resultarían vanas y sin interés. Y el principal factor
que le concierne en los pensamientos del espíritu
moderno, es la complejidad, la universalidad de la
ley natural, aun en el orden moral. Para nosotros, la
necesidad no es, como en el tiempo antiguo, una
especie de personaje mitológico que nos resulta extraño y con el cual podemos luchar, sino más bien
una mágica telaraña tejida continuamente en nosotros mismos, como aquel sistema magnético del cual
habla la ciencia moderna, que nos penetra con una
red más sutil que nuestros más sutiles nervios y que
conecta entre sí las fuerzas centrales del mundo.
¿Puede el arte representar a hombres y mujeres en
estas redes confusas, como para dar al menos al espíritu un equivalente del sentido de la libertad?
Ciertamente, en los escritos de Goethe y aun más
en los de Víctor Hugo, tenemos altos ejemplos del
arte moderno, que tratan de la vida moderna en
forma y la consideran como debe considerarla el
espíritu moderno y reflejándole todavía serenidad y
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reposo. Las leyes naturales que no podremos modificar jamás, nos enredan como pueden; pero hay
aún algo en las más nobles o menos nobles aptitudes con las que vigilamos sus fatales combinaciones. En aquellos escritos de Goethe o de Víctor
Hugo, en alguna excelente obra hecha después de
ellos, esta confusión, esta red de leyes, tórnase en las
trágicas situaciones en las que ciertos grupos de nobles hombres y mujeres operan por sí mismos un
supremo Dénouement. ¿Quién, sabiendo considerarlo
todo, se agitaría contra la cadena de circunstancias
que al fin enriquecen con aquellas grandes experiencias?
(1867)
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CONCLUSIÓN*
Λεγει πον Ηραχλειτος οτι παντα χϖρει χαι ου
δεν µενει
Es tendencia cada vez más acentuada del pensamiento moderno, considerar todas las cosas y los
principios de las cosas como si fueran modos o
formas inconstantes.
Empecemos por lo que es exterior: nuestra vida
física. Fijémosla en uno de sus más exquisitos mo* Esta breve "Conclusión" fue omitida en la segunda edición del presente libro, porque consideré que, posiblemente,
habría inducido en error a alguno de aquellos jóvenes en
cuyas manos podía caer. Después he pensado que, a pesar
de todo, era mejor reimprimirla aquí con algunas variaciones
leves que la aproximasen más a mi intención original. Los
pensamientos que estas páginas pueden sugerir los he tratado ampliamente en Mario el Epicúreo.
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mentos: en aquel, por ejemplo, del delicioso reflujo
de la marea en una canícula de verano. ¿Qué es toda
la vida física en ese momento, sino una combinación de elementos naturales a los cuales la ciencia le
confiere sus nombres? Pero estos elementos, fósforo y calcio y delicadas fibras, no existen tan sólo en
nuestro cuerpo, los encontramos aun en cosas ubicadas en los más remotos sitios. Nuestra vida física
es un perpetuo movimiento de ellos -la circulación
de la sangre, el desgaste y reparación de las membranas oculares, la modificación de los tejidos cerebrales bajo la acción de cada rayo de luz y del
sonido-, procesos que la ciencia reduce a las más
simples y elementales fuerzas. A semejanza de los
elementos de que estamos compuestos, la acción de
estas fuerzas se extiende más allá de nosotros: enmohece el hierro y madura el grano.
Fuera de nosotros, estos elementos se difunden
por todos lados, encauzados en múltiples corrientes;
y el nacer y el gesto y el morir y luego el brotar de
las violetas en la tumba no son sino unas pocas entre las miles y miles de sus resultantes combinaciones. Ese claro, constante perfil del rostro y de los
miembros, no es otra cosa que una imagen nuestra,
bajo la cual agrupamos estos elementos: se diría un
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dibujo trazado en un tejido, cuyos hilos se prolongan más allá de sus contornos. Y todo esto, por fin,
que hace que nuestra vida sea como una llama, no
es más que la concurrencia, de momento en momento renovada, de fuerzas que más tarde o más
temprano seguirán sus propios caminos.
O si partimos del mundo interior del pensamiento y del sentimiento, aun es más rápido el torbellino, la llama más ardiente y devoradora. Ya no
es más el gradual oscurecerse de los ojos, el marchitarse del color; no más fenómenos similares a los
movimientos de la ribera, donde el agua corre en
verdad, si bien en aparente inmovilidad, pero si el
curso medio de la corriente de un río, un refluir de
actos instantáneos, de percepción y pasión y pensamiento. A primera vista la experiencia parece sepultarnos bajo una avalancha de cosas exteriores
que, presionándonos con una penetrante e importuna realidad, nos llama fuera de nosotros mismos a
mil formas de acción. Pero cuando empieza la reflexión su juego sobre aquellas cosas exteriores, se disuelven éstas bajo su influencia; su fuerza cohesiva
parece suspenderse como por virtud de magia y en
la mente del observador cada objeto se pierde y se
transmuta en un grupo de impresiones: color, olor,
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consistencia. Y si nuestro pensamiento persiste en
detenerse sobre este mundo -no en objetos de cuya
solidez se reviste el lenguaje, pero si en impresiones
inestables, ondulantes, inconsistentes, que se encienden y se extinguen con el conocimiento íntimo que
de ellas tenemos-, se contrae todavía más; todo lo
que es objeto de la observación se empequeñece en
la estrecha cámara de la mente individual. La experiencia, reducida ya a un grupo de impresiones permanece encerrada por esa espesa muralla de la personalidad, a través de la cual ninguna voz ha hecho
su pasaje hacia nosotros o de nosotros a lo que podemos tan sólo conjeturar que es externo. Cada una
de estas impresiones es la del individuo en su aislamiento, por cuanto cada espíritu tiene en sí encerrada, como a un prisionero solitario, su propia visión
del mundo. El análisis da todavía un paso más y nos
afirma que, aquellas impresiones de la mente individual a las cuales es reducida la experiencia para cada
uno de nosotros, están en estado de perpetuo vuelo;
que cada una de ellas es limitada por el tiempo, y
que, como el tiempo, son infinitamente divisibles;
todo cuanto tienen de efectivo es apenas un instante
ya ido, mientras tratábamos de captarlo y del cual es
siempre más exacto decir que ha cesado de ser,
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aunque exista. Al temblor de esa luz que constantemente se reforma en la corriente de las cosas, a su
vívida y singular impresión, residuo más o menos
transitorio del sentido de aquellos idos momentos,
lo que es real en nuestra vida se intensifica y se aclara.
Y he aquí que el análisis se detiene: sobre este
movimiento, sobre este pasaje, sobre este disolverse
de impresiones, de imágenes, de sensaciones, sobre
aquel continuo desvanecerse, aquel extraño, perpetuo tejerse y destejerse de nosotros mismos.
Philosophiren, dice Novalis, ist dephlegmatisiren vivificiren: filosofar significa sacarse la flema de encima,
vivificarse. El servicio que rinde la filosofía, la cultura especulativa al espíritu humano, es de despertarlo
y de estremecerlo en una vida de constante y más
aguda observación. A cada rato aparece una forma
perfecta en una mano o en un rostro; cierta tonalidad sobre las montañas o en el mar es más preferida
que el resto; cierto carácter de pasión o de visión o
de excitación intelectual, es irresistible-mente real y
atrayente para nosotros, tan sólo por aquel momento. No el fruto de la experiencia, sino la experiencia misma es la finalidad.
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Y solamente un limitado número de pulsaciones
de una vida variada y dramática nos es concedido.
¿Cómo podemos ver todo lo que puede ser visto en
el curso de su duración por intermedio de los más
refinados sentidos? ¿Cómo podremos pasar más
velozmente de un punto a otro y estar siempre presentes en el foco en el que se unen el mayor número
de las fuerzas vitales en su más pura energía?
Arder siempre con esta fuerte llama, pura como
una gema, mantener este éxtasis, es el éxito de la
vida. En cierto sentido podría decirse que nuestro
descuido reside en el formar hábitos, ya que, después de todo, el hábito es relativo en un mundo estereotipado, y sólo un error de los ojos hace parecer
iguales entre ellas a dos personas, dos cosas, dos
situaciones. Mientras todo se mezcla o se confunde
a nuestro alrededor, bien podemos aferrarnos a alguna pasión exquisita, a alguna contribución al conocimiento que por un instante parezca ofrecer al
espíritu la libertad de un vasto horizonte, o alguna
conmoción de la sensibilidad, extrañas variaciones
de tintes, extraños colores, aromas singulares, obras
de mano de artistas, un rostro amigo. Renunciar a
discriminar en todo momento alguna actitud apasionada en los que nos circundan y a escoger en el
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mismo esplendor de sus facultades cierta trágica
separación de fuerzas, significa dormir antes de
anochecer en este breve día de hielo y de sol. Con
este sentido del esplendor en nuestra experiencia y
de su terrible brevedad, recogiendo nuestro ser en
un desesperado esfuerzo de ver y de tocar, difícilmente tendremos tiempo de componer teorías en
torno a las cosas que vemos y que tocamos.
Lo que tenemos que hacer es ensayar con curiosidad nuevas opiniones, experimentar nuevas impresiones, nunca sometiéndonos a una fácil ortodoxia
de Comte o de Hegel, o simplemente nuestra. Las
ideas y teorías filosóficas, como puntos de vista,
como instrumentos de crítica, pueden ayudarnos a
escoger aquello que de otro modo pasaría inadvertido a nuestra consideración: "la filosofía es el microscopio del pensamiento". La teoría o idea, o
sistema que requiera de nosotros el sacrificio de una
parte de esta experiencia, en consideración de algún
interés en el cual no podamos entrar o de alguna
teoría abstracta que no hayamos identificado con
nosotros mismos o de aquello que es tan sólo convencional, no posee realidad de voz para nosotros.
Uno de los más bellos pasajes de Rousseau es
aquel del sexto libro de Las Confesiones, donde des338
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cribe el despertar del sentido literario en su espíritu.
Un indefinible sentimiento de la muerte lo había
perseguido siempre; y en el momento de la primera
madurez de la vida se creyó atacado por una enfermedad mortal. Se preguntaba cómo llenaría, del
mejor modo posible, el tiempo que le restaba,
puesto que nada lo había preocupado en los días
previos a este acontecimiento de su vida; y decidió
que fuera con la excitación literaria que descubría
justamente entonces en las claras y frescas obras de
Voltaire.
¡Y bien! Estamos todos condenados, como dice
Víctor Hugo: estamos todos bajo sentencia de
muerte, pero con una especie de dilación indefinida,
les hommes sont tous condamnés a mort avec des sursis indéfinis; no disponemos nada más que de un intervalo
de tiempo: luego no habrá más lugar para nosotros
en el mundo. Algunos emplean este intervalo de
tiempo en la indolencia, otros en altas pasiones, los
más sabios -al menos entre los "hijos de este mundo"-, en el arte y en el canto. Es fortuna para nosotros poder ampliar este intervalo, aprovechando un
número de pulsaciones de vida que sea máximo para un tiempo determinado. Grandes pasiones puede
proporcionarnos este acelerado sentido de la vida; el
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éxtasis y el dolor de amor, las formas varias de la
actividad entusiasta, desinteresada o no, que a muchos se nos han ofrecido naturalmente; lo que importa es que se trate de una pasión verdadera, que
efectivamente dé el fruto de un rápido y múltiple
sentimiento interior.
De tal sabiduría participan al máximo la pasión
poética, el deseo de la belleza, el amor del arte por
lo que es. Pues que el arte llega a vosotros, y francamente os propone que dediquéis a los momentos
fugitivos de la vida, tan sólo vuestra más selecta
cualidad -y simplemente por su propio encanto.
(1868)
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BIBILIOGRAFÍA
Mármoles de Elgin. - Tomás Bruce, conde de
Elgin, diplomático y anticuario escocés, recogió en
Grecia una preciosa colección de mármoles del
Partenón, conocida con el nombre de Mármoles
de Elgin (1766-1841).
Escuela de Egina. - Isla de Grecia en el centro
del golfo de su nombre. Fue en la antigüedad rival
de Atenas. Allí se descubrieron en 1811 numerosas
estatuas de estilo primitivo, conocidas con el nombre de Mármoles de Egina, que se guardan en el
Museo de Munich. La escuela de Egina es la más
antigua de la escultura griega.
Cartas de Michelangelo. - Cuando Walter Pater
escribió este capítulo, no se conocían de Michelangelo sino las cartas que inserta el Vasari en sus Vidas y las publicadas por Grimm en su obra sobre el
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artista. Posteriormente, en el año 1875, Gaetano
Milanesi publicó el conjunto de cuatrocientas noventa y cinco cartas que nos ponen en contacto claramente con las principales características de un
espíritu que fue eminente y sutil en todas sus manifestaciones.
LEONARDO DA VINCI
Modestia y Vanidad fue atribuido a Bernardino
Luini.
La Virgen de la Balanza a Cesare di Sesto.
La Medusa que en un tiempo se creyó de Leonardo y perteneciente según Vasari y el Códice Magliabechiano a la Colección Medicea, se supone hoy
que es obra de un artífice flamenco.
Santa Ana con la Virgen y el Niño (Louvre) ha
sido hoy definitivamente adjudicado a Leonardo,
que la pintó en Florencia, a su regreso de Milán luego de la muerte de Ludovico el Moro. De esa época
es también La Gioconda.
El Baco se atribuye actualmente a Cesare di
Sesto.
Escuela de Giorgione. - Juan Bellini murió el
15 de noviembre de 1516, según una nota del Diario
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de Mario Zanuto que especifica además que fue
enterrado en San Zenópolo, en la misma tumba que
Zentil Bellini, su hermano. (J. Pijoan. - H. del Arte.
- Tomo III, p. 229).
Giorgione nació según algunos en 1476, y hasta
1504, en que pinta su famoso cuadro de Castelfranco: La Madona entre San Liberato y San Francisco, poco se sabe de él. Recién hacia 1508
empieza lo que llamamos "giorgionismo".
Dice Gerardo Marone en su libro Pintores Italianos del Renacimiento, que las noticias biográficas referentes a Giorgione son tan escasas, que
hasta se llegó a hablar de un "mito giorgionesco" y a
dudar de su real existencia.
La prueba del fuego (Uffizi), que en cierta época pasó por ser de autor desconocido, es reputado
hoy como del Giorgione. Se creyó que junto con el
Hallazgo de Moisés fuera de Bellini.
El Concerto Campestre (Louvre) que se creyó
de Sebastián del Piombo, de Campagnola o del Tiziano, se reconoce actualmente como del Giorgione.
El encuentro de Jacob con Raquel es atribuido
a Palma el Viejo.
El caballero de Malta (Uffizi) a Giorgione.
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El retrato de Giovanni Arrigo (Galería Cook)
Giorgione.
El retrato del Gatamelata (Uffizi) Giorgione.
La Virgen con su Hijo acompañada de dos
Santos (Prado) a Giorgione o Tiziano.
La Tempestad (Palacio Giovanelli) Giorgione.
La Venus Dormida (Dresde) Giorgione.
El Concierto (Palacio Pitti) a Giorgione. Algunos han querido ver en él a Tiziano de la primera
manera, pero en la actualidad esta creencia es totalmente rechazada.
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