Fernanda Nunez / La prostitución y su representación

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México
BIBLIOTECA
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DE PENSAMIENTO
FERNANDA NÚÑEZ BECERRA
La prostitución y su represión
en la ciudad de México (Siglo xix)
LA PROSTITUCIÓN
Y SU REPRESIÓN EN LA
CIUDAD DE MÉXICO
(SIGLO XIX)
Prácticas y representaciones
Prácticas y representaciones
RAFAEL MONTESINOS
Las rutas de la masculinidad
Ensayos sobre el cambio cultural
y el mundo moderno
Fernanda Núñez Becerra
Serie CLA•DE•MA
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Hablar y callar
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Historia de la matemática, Volumen 1
JosÉ BABINI
Historia de la matemática, Volumen 2
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en el Occidente medieval
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Diseño de cubierta: Alma Larroca
La presente obra ha sido editada
con la ayuda del Instituto de
la Mujer (Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales)
Índice
Primera edición, septiembre del 2002, Barcelona
PREÁMBULO
Reservados todos los derechos de esta versión castellana de la obra
O Editorial Gedisa, S. A.
Paseo Bonanova, 9, 1°-la
08022 Barcelona
Tel. 93 235 09 04
Fax 93 235 09 05
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ISBN: 84-7432-945-0
Depósito legal: B. 40060-2002
Impreso por: Carvigraf
Cot, 31 - Ripollet
Impreso en España
Printed in Spain
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la obra.
-
La pasión por las reglas
Las miradas
La prostitución innata
Capítulo uno
I. Desde los comienzos del mundo
La represión se empieza a dejar ver
La prostitución en la Nueva España
II. El siglo mx
El sistema francés llega a México
El reglamentarismo: tolerar y vigilar
Reglamentaristas versus abolicionistas
El abolicionismo
Los criminalistas y sus teorías
de la prostituta congénita
III. Miradas
La mirada científica
El fin de un sistema
La mirada romántica
Prostitutas en la novela
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duo, su grado de cultura, pues los delincuentes de todo el mundo,
por una regresión atávica, tienden a parecerse al hombre primitivo
y se tatúan. Tiene un capítulo consagrado al tatuaje en la mujer criminal, en la prostituta y en los locos, y así concuerda completamente y se declara partidario de las tesis de Lombroso, sobre todo del
concepto de atavismo.
Tampoco fueron de peso para menguar las tesis reglamentaristas
las críticas de socialistas, anarquistas y en general de todos aquellos
que rehusaban admitir la primacía del temperamento. En 1907, en
La moral sexual, el sociólogo francés Tarde intentará recordar que
la prostitución cumplía un papel muy importante en la sociedad, es
decir, que llenaba los defectos de un matrimonio monogámico, concebido esencialmente al servicio de la generación. Este sociólogo visionario pedía que si el matrimonio monogámico no cambiaba en
esencia, por lo menos se respetara la prostitución y dejara de ser un
estigma infamante. Y a pesar de que Roumagnac leyó a Tarde, nunca mencionará ese punto de vista.
Sin embargo, los reglamentaristas mexicanos de los comienzos
así lo habían entendido. Como veremos más adelante, a pesar de las
penurias que pasó el pobre inspector Bravo y Alegre cuando estuvo
al frente de la Inspección Sanitaria de mujeres públicas y de que estaba convencido de que las prostitutas eran una clase muy envilecida y la escoria de la sociedad, también sabía que eran indispensables, pues así «tantos ricos desocupados como había en la capital y
la juventud que necesitaba del desahogo de la naturaleza, se ocuparían de visitar a las prostitutas, distrayéndose con ellas y no se preocuparían de prostituir niñas y señoras casadas, como lo harían si no
tuvieran a su disposición a estas desgraciadas mediante una corta remuneración».
III. Miradas
Si bien en el siglo xIx la prostitución siguió siendo considerada
como un mal necesario, lo fue más en el sentido de un paliativo a
males mucho peores. La inclusión de la prostitución en la noción
de «problema» fue porque por entonces su solución se volvió
algo que se le empezaba a escurrir de los dedos a la colectividad,
para ponerse en manos de portadores de un saber especializado
que se encargarían de proteger al cuerpo social de los efectos de tal
problema.
Desde la segunda mitad del siglo xIx y la puesta en marcha del
sistema francés en México los médicos que abogaron por la reglamentación de la prostitución tienen que elaborar y caracterizar su
objeto de estudio. De esa tarea azarosa nos han dejado una serie de
descripciones de las mujeres públicas que podremos utilizar para
reconstruir lo que hemos llamado «las miradas», tanto científicas
como literarias, sobre la prostitución. Veremos cómo estos doctores
y escritores mexicanos construyen una serie de representaciones de
la prostituta que legitima de manera conjunta su saber, su práctica
cotidiana y los efectos sociales de sus recomendaciones reglamentaristas. Los esforzados científicos sostenían que al conocer las causas
de la prostitución, al hacer la estadística de la misma, en fin, al poner en marcha el sistema de la tolerancia reglamentada, la prostitución se volvería menos dañina, más higiénica, menos inmoral y podría
volverse esa válvula de escape imprescindible en la sociedad moderna, pero ya completamente inofensiva.
Con la definición de los conceptos prostituta/prostitución que
dan los doctores al comenzar sus ensayos y tesis, podremos entender cómo la prostitución en este siglo fascinó a los observadores sociales y despertó en el público que los leía una especie de morbo que
podemos palpar perfectamente, pues a pesar del asco, repugnancia y
vergüenza que aparentemente dicen que el tema despertaba en los
que se atrevían a escribir sobre esa «plaga moderna» la describen
bastante prolíficamente. Gracias a estos informes, ensayos, tesis,
propuestas y reglamentos, sin olvidar las novelas, cuentos, artículos
periodísticos, etcétera, podemos hacernos una idea de que las aparentes reticencias personales están a la altura de su fascinación profesional y nos muestran cómo la prostitución atraía tanto porque
estaba también profundamente ligada con la sexualidad y con vicios
«más asquerosos» aún, como la masturbación o la pederastia, como
llamaron a la homosexualidad.
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La mirada científica
En 1870 El Observador Médico publica el reporte «Prostitución en
la capital», que los doctores de la Inspección Sanitaria presentan en la
Asociación Médica «Pedro Escobedo». Ahí la prostitución es descrita como un mal irremediable porque es un vicio de lo más difícil
de desarraigar del corazón humano y sobre todo del femenino. En
este reporte podemos ver que se enuncian enmarañadas una serie de
consideraciones sociales, históricas, morales, prejuicios sobre la mujer, nudo en el cual los doctores estarán totalmente atrapados.
En 1874 se publica el Estudio de higiene social sobre la prostitución en México del Dr. José M.a Reyes, que contiene una buena síntesis del pensamiento familiarista y de los enormes prejuicios sexuales
de una época disfrazados de cientificidad, ejemplificando perfectamente el pensamiento de su época, clase y género con respecto al
papel importante, pero ambiguo, que la prostituta tenía en el siglo.
Para la conservación de la especie humana, escribe el Dr. Reyes, tanto las leyes civiles como las religiosas han santificado el matrimonio
y condenado la prostitución que no es más que placer material despojado de las afecciones morales; es la degradación del hombre... ya
que muchos —afirma horrorizado— llegan a la masturbación y entre
los más ignorantes al vicio de la pederastia y aun al de la bestialidad,
depravaciones que comienzan temprano, cuando se sienten los primeros síntomas de aptitud viril; y si el incauto (mal educado y pobre
ciertamente) trata de multiplicarlas por medio del onanismo, eso repercutirá en su salud ya que este vicio asqueroso y repugnante conlleva irremediablemente a la impotencia precoz y a la tisis. Vicios
que en las mujeres son mucho peores, aunque los daños en ambos
sexos son irreversibles.
Esa era la razón por la que la prostitución era una funesta necesidad social, un paliativo al matrimonio para aquellos que sentían la
imperiosa necesidad del coito y no podían satisfacerlo conforme a
las miras de la Naturaleza, como pensaban los médicos. A pesar de
que era un remedio indispensable, los doctores creían que quienes
se dedicaban a ese comercio eran seres abyectos y los burdeles cloacas de infección que podían extender sus estragos a la mujer pura y
a los hijos inocentes; eran el germen de la degeneración de las razas.
Los doctores pensaban que la prostitución era un fenómeno social, como una úlcera que tenía que ser atendida con urgencia, porque era un estado morboso inherente a la especie humana. Mientras
la civilización no hiciera posible el matrimonio para todos, se debía
vigilar la prostitución para conservar la vida del organismo social.
El Dr. Francisco Güemes (1888) dice no temer mancharse de lodo
al descender a analizar en su tesis a las prostitutas. Su pluma —que
escribe para médicos y autoridades— no vacilará en decir la verdad
sobre los pozos de infamia que entrevé en la ciudad. Para él, la prostitución era también una repugnante herida social y la prostituta un
ser abyecto que instiga a los hombres con objeto de entregarse a
ellos por dinero; al ser un peligro para la moral y la salubridad pública la policía tenía el deber y el derecho de reprimir y vigilar. Pero
afirmaba que la prostitución era un mal mil veces preferible, con todo
y su fango y su vergüenza, ya que era el único freno a la masturbación, que era un horroroso pecado de higiene, un atentado contra
la especie, peligroso para el individuo, deplorable para la familia y la
sociedad.
El discurso médico nos muestra así el miedo y desconfianza hacia la mujer, que no es tan científico ni profiláxico: mientras una
mujer no tuviera costumbres escandalosas ni públicas, la sociedad y
la ley la protegían. Una mujer que vive con un hombre que atiende
a sus necesidades y la sostiene no ha abdicado de los derechos de
todo individuo, piensa el Dr. Güemes. Lo que quiere decir es que a
fines del siglo xIx una mujer sola no tiene derechos, y que el primer
escándalo y motivo de sospecha era el hecho de no tener algún hombre que la mantuviera.
Hasta para el criminalista Julio Guerrero la prostitución seguía
siendo un vicio que perduraba porque no todos podían fundamentar una familia. Los pobres, por ejemplo, no deberían fundarla porque eran degenerados. Guerrero llora por los buenos tiempos perdidos, porque la liberalización del estado había logrado que todos
los vicios se desataran escandalosamente. Ve a la Colonia como una
época dorada, cuando el clero tenía poder sobre las conciencias y
prescribía el amor a todos los desheredados prohibiendo la fornicación.
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El fin de un sistema
Este discurso elaborado a partir de finales de los años 60 se irá perfeccionando. Los doctores piden rigor y poder tener mano dura
para la persecución de la prostitución y ven a la reglamentación
como el único freno capaz de contener el vicio, coincidiendo con la
fecha en que el fracaso de dicho sistema ya era evidente en Europa.
Se busca desesperadamente domesticar las conductas sexuales, sobre todo la de los pobres, pues para estos «liberales» la libertad
sexual, el laicicismo del Estado, la relajación de las costumbres,
etcétera, hacía que los jóvenes ya no se casaran, que perdieran toda
retención y cordura amenazando así la integridad de las familias, de
la sociedad en su conjunto. Podemos palpar en estos ensayos que
los autores intentan paliar la angustia de una sociedad que se siente
amenazada por los cambios. Pretenden que se vigile, hasta en el matrimonio, toda actividad sexual, especialmente la femenina, en nombre
de la lucha contra la prostitución.
Ya no habrá diferencias entre prostituta-concubina-amante-viciosa-degenerada. La mujer —como siempre—, la mantenida o la querida, pero sobre todo la pobre, era la culpable de todos los problemas morales e higiénicos. Los observadores sociales no se cansan de
dar consejos a las mujeres decentes para que fueran buenas madres,
la literatura moraliza, la medicina asusta con los riesgos y peligros
que acechaban en las calles; todo es eco de esa gran empresa global
de represión de la sexualidad, sobre todo de la extraconyugal, que se
dará en el mundo occidental hacia finales del siglo.
Es por eso que desde la instauración del reglamentarismo a mediados del siglo hasta cuando se empieza a discutir su aplicabilidad
a principios del xx, tanto para la administración como para el resto
de los observadores sociales era tan importante y tan difícil establecer el criterio para clasificar a una mujer como prostituta. Sin embargo, ni siquiera legalmente la prostitución estaba claramente definida.
No era —y aún no lo es— un delito el ser prostituta.
Para la mayoría de los médicos del siglo xIx no era nada fácil distinguir la libertad sexual de la prostitución. El Dr. Lara y Pardo, que
escribe en 1908, critica la mayoría de las definiciones de la prostituta que manejaba su época: la notoriedad o fama-pública, la venalidad,
el que se entregue indiscriminadamente a cualquiera que lo solicite
y la ausencia de placer. Sin embargo, esta somera categorización no
era suficientemente explícita para el Dr. Lara, quien afirma que muchas mujeres se prostituían sólo para equilibrar el presupuesto familiar. Critica así los reglamentos que, por el hecho de que una mujer
tuviera un salario, las borraba de los registros de prostitución. Tampoco le parece que el que la mujer se entregara a los hombres por dinero fuera factor determinante para que se la considerara prostituta, pues para él no había diferencia entre la que recibía dinero de la
que no.
Julio Guerrero pensaba que una causa terrible de la depravación
que se vivía en México era que los matrimonios escaseaban y que la
mayoría de la gente vivía en el amasiato: sin la boda religiosa la sociedad confundía a la esposa con la concubina, y eso era muy peligroso. Él las distingue perfectamente y nos proporciona una lista
para facilitarnos el trabajo. La esposa era la honorable dueña de su
hogar, ahorrativa, sencilla, envejeciendo dignamente hasta que muere rodeada de sus hijos y nietos; en cambio, la concubina era considerada un vil y repugnante instrumento de placer: sin estado civil, lleva una vida vergonzante, esconde a sus hijos, no puede ir al
teatro, no recibe visitas sino amigos de vicio del amante de quienes
recibe invitaciones de infidelidad, sus canas son un pesar y muere
sola. En México, concluye, las concubinas eran las abandonadas,
las seducidas, las criaditas bellas e hijas de otras concubinas, las costureras y obreras cansadas de la aguja y el taller, las huérfanas que
no hallan esposo en una sociedad donde la prostitución arrebata a la
juventud, saciando sus apetitos de carne, incluso las beatas y solteronas hijas de la aristocracia venidas a pobres.
Con esta breve enumeración de las definiciones podemos apreciar que no es hasta finales del porfiriato cuando los doctores introducen el término de «anormalidad». Si la prostituta individualmente era un ejemplar anormal que en ocasiones tocaba los límites de lo
patológico, en lo colectivo representaba una forma parasitaria. Por
ello, Lara y Pardo y Carlos Roumagnac están contra el reglamentarismo y abogan para que la prostitución fuera perseguida como un
delito, igual que el rapto, el estupro, el adulterio, que fuera vista
como una enfermedad social. Aunque la imprecisión misma de los
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términos vuelva tan difícil la clasificación y tan importante la discusión en torno a las mujeres, las abandonadas, las viudas, las que viven solas, las madres solteras. En México, dice Lara y Pardo, no hay
diferencias entre la que cobra y la que no. Sobre todo en ciertos
grupos sociales donde las necesidades son mínimas.
La mirada romántica
Vimos ya cómo los ilustrados hombres de ciencia describen e intentan circunscribir su objeto de estudio; ahora analizaremos el retrato
que los novelistas hacen de las mujeres galantes y de la prostitución
en el siglo xix. Creemos que la literatura jugó un papel muy importante, si no fundamental, como creadora o propagadora de estereotipos. La novela no solamente iluminó la escena prostitucional difundiendo así ese tema, sino que lo llevó a sectores sociales mucho
más vastos. La novela, esa creación del xix, debía ser, decía Ignacio
Manuel Altamirano en sus Crónicas a mediados del siglo, fácil de
comprender por todos y particularmente para el bello sexo, «que es
el que más la lee y al que debe dirigirse con especialidad, porque es su
género».
No podemos olvidar tampoco cuando hablamos de la novela en
este siglo que la mayoría de los hombres de letras eran también políticos y fecundos periodistas, además de ser abogados o doctores. Hilarión Frías y Soto, por ejemplo, quien escribe a finales de los años 70
sobre la mujer venal en La Traviata o en su novela realista llamada
Vulcano, estudió y se graduó en la Escuela Nacional de Medicina, es
un prolífico periodista y conocido político liberal además, detalle importante, un gran conocedor del mundo prostitucional, es él quien escribirá varios informes científicos sobre el tema e incluso uno de los
reglamentos de prostitución para el Gobierno del Distrito.
En Los mexicanos pintados por sí mismos, José M.a Rivera hace
una interesante reflexión en 1850 acerca del papel tan importante
que la literatura tuvo en México como formadora de la identidad
nacional, y de la influencia de la novela francesa en la creación de caracteres como el de la preciosa y tan conocida Alegría, de Eugéne
Sue, porque desde que el autor de Los misterios de París pintó a la
novia de Germán todas las grisetas que conocían al tipo quisieron
parecérsele, y todas dieron en ser Alegrías.
Las novelas francesas jugaron en México un papel fundamental
en la promoción y difusión del tema prostitucional, y seguramente en la elaboración de fantasías colectivas. Sin embargo, a pesar de
lo afrancesados que se sienten y se quieren nuestros ilustres mexicanos de la segunda mitad del siglo, en México no se escriben tantas
novelas como en Europa. El tema de la prostitución lo habían puesto de moda en Francia desde la primera mitad del siglo los hermanos Goncourt, Émile Zola, Victor Hugo, Eugéne Sue, Huysmans,
Alejandro Dumas... Sus novelas son muy leídas en México y el tema
parece gustar también en estas latitudes ejerciendo una innegable
influencia en nuestros novelistas. Hasta tal punto que no sabemos
cual sería la realidad, es decir, si fue el exceso de conductas venales, que los doctores, policías, moralistas e higienistas no cesan de
denunciar, lo que influyó para que la novela desarrollara ese tema,
o al revés. Lo que sí evidentemente refleja es una preocupación general por la cuestión.
El Dr. Lara y Prado confirma la importancia del tema prostitucional en las novelas mexicanas y se escandaliza de que la novela
romántica haya hecho de la prostituta una heroína. Escribe que
«ellas lo saben bien y explotan a maravilla la credulidad de los parroquianos para quienes tienen siempre a la mano una página del
más acabado romanticismo». Y añade: «¿acaso uno de nuestros intelectuales, que es al mismo tiempo un viveur impenitente y un literato de gran talento, no ha revestido, en una de sus más deliciosas novelas, de una vestidura exquisita a dos de los personajes que
vegetan como en un invernadero, en el ambiente de perversión moral de un prostíbulo?».
Seguramente el Dr. Lara se refería a una novela que empezaba a
circular en México. El éxito sin precedentes de Santa, la más famosa novela de Federico Gamboa (1864-1939), la convirtió en un clásico de la literatura nacional. Desde su aparición en 1903 hasta los
años 30 se publicaron 60.000 ejemplares. Hoy no se puede hablar
sobre prostitución sin referirse a Santa, que se volvió incluso un clisé, un arquetipo, un mito, que a través de varias películas, innumerables adaptaciones musicales y parodias teatrales pasó a formar
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parte de la experiencia de quienes jamás leyeron esa novela. Santa
dejó de ser una invención, una aclimatación de Naná, para convertirse así en una persona de carne y hueso que vivió en ámbitos tangibles.
El éxito del que nos habla José Emilio Pacheco en la introducción
al Diario de Gamboa (1977) fue indudable en el primer tercio del siglo xx, pero a nosotros nos interesa el periodo inmediatatamente anterior, es decir, el de la formación y educación sentimental de Gamboa, para poder ejemplificar la decisiva influencia francesa que
vivieron en México nuestros médicos y los literatos decimonónicos.
Si Santa se convierte en un mito es porque su autor logra amalgamar
perfectamente la temática de moda con el medio social mexicano.
No solamente porque Santa trata de la vida de una prostituta, que tal
vez quisiera ser la hermana mexicana de Naná, sino porque su propio autor vivió en la «bohemia» tan típica de la vida intelectual y
artística parisina, imbuida en el mundo de la galantería, en esa época
en que la venalidad se puso a la orden del día. Gamboa, abogado a los
20 años y amante de la literatura, del periodismo y los «bajos fondos» de la ciudad de México, es cautivado por las artistas francesas
que llegan a la ciudad a trabajar: a la Théo le escribió varios poemas,
a la Judic le hizo críticas galantes y le enviaba ramos de flores cotidianos, a la Pirad confesó haberla seguido una vez hasta Puebla.
Tal vez por eso no es extraña su opción por el naturalismo, su
pretensión de convertirse en el Zola mexicano, ni que adopte el seudónimo La Cocardiére (de la obra La jolie parfumeuse) con el que
firma sus artículos en El Diario del Hogar; ni que prefiriera buscar
el autógrafo de su idolatrado Zola o platicar con Edmond de Goncourt en París, en vez de luchar contra la reelección de Díaz al lado
de Filomeno Mata, dueño del periódico. Y es que París era la ciudad
ansiada por los jóvenes vividores con pretensiones literarias, aunque no todos tuvieran el privilegio de Gamboa de poder conocerla.
Tal vez fueran esos sueños colectivos los que lo hacen seducir a la
primera muchacha que encontró parecida a la Fille Elisa, de la novela homónima de Goncourt. Margarita, que algunos dicen pudo
haber sido la inspiración de Santa, joven de 19 años que había sido
violada y que cuando Gamboa la conoce está prófuga de su familia
y muere de una pleuresía durante su estancia parisina.
A falta de memorias, autobiografías y correspondencias íntimas,
géneros tan desarrollados y practicados en el xIx europeo —y que
han permitido a los investigadores especializados en la «historia de
las mentalidades» penetrar en el mundo íntimo y privado de la Europa de esa época—, en México se ha utilizado a la novela muchas veces como fuente privilegiada para desarrollar estudios históricos
sobre la vida social; pero nosotros nos preguntamos si podemos utilizarla también para conocer la vida íntima y el pensamiento de las
mujeres reales del siglo xIx. Saber si la literatura decimonónica tuvo,
como lo quieren ver sus defensores, algún impacto o influencia en
sus lectores, y si las mujeres leían, quiénes lo hacían, qué preferían, y
si influyeron las novelas en la creación de patrones de conducta, o si
ellas se sentían retratadas. Es difícil solucionar este problema en la
medida en que no disponemos de estudios acerca del lector y menos
aún de la lectora mexicana en el siglo xIx. Si bien la novela es una invención del xIx y según algunos autores nacionales como Altamirano estaba destinada en primer lugar a la ilustración del bello sexo, es
evidente que este género literario, el más importante de ese siglo, también anhelaba llegar a los hombres en la medida en que pretendía ser
la piedra angular de la emergencia de una cultura nacional, cuyas metas eran patrióticas, didácticas y moralizantes.
Tal vez lo único que podríamos añadir es que novela y realidad (si
es que tomamos realidad por historia) se mueven en dos niveles diferentes uno del otro y corresponderían a análisis distintos pero que
nos permiten volver a nuestra argumentación: lo que la novela sí nos
refleja es una forma de ver el mundo y las concepciones que acerca
de la mujer, su sexualidad y la prostitución tienen los hombres del xIx.
Sabemos que el público lector creció en el xIx y que hubo novelas
para todos los gustos, aunque en general el público quería placeres
sencillos, a lo que los novelistas respondieron perfectamente, haciendo las veces de moralistas. Ya nuestro primer novelista moderno, Fernández de Lizardi, había resumido perfectamente la mentalidad y la
moral social de fines de la época colonial en esa antología del sexismo
decimonónico que es La Quijotita y su prima: las mujeres —las buenas, claro está— están hechas para tener hijos y acompañar, amar y
obedecer al hombre con paciencia, amor y gratitud; ellos, maestros,
padres, esposos, luchan en el mundo para protegerlas y proveerlas de
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lo que necesiten. A partir de entonces, los novelistas del xIx se han
abocado a escribir loas al matrimonio, y no hay que olvidar que el
matrimonio decente implicaba también riqueza, linaje, influencia, poder, educación. El género novelístico del xix posee leyes propias, los
valores morales de la novela dan fuerza a la realidad económica burguesa, donde las mujeres dependen por completo del matrimonio
para su sobrevivencia material.
Carlos Monsivais opina que nuestra literatura le ha dado a la mujer —y eso hasta los años sesenta de este siglo— un papel fundamental:
el del paisaje. El vínculo entre realidad literaria y realidad real sólo
conduce a un mundo donde la mujer carece de peso específico. Nuestra cultura, escribirá, sólo acepta como mujer interesante a la mujer
idealizada, mítica. Únicamente el mito, la exaltación o la denigración
es atendible, la mujer ha transcurrido en nuestra literatura como un
vasto proyecto utópico. Su capital inicial es su pasividad; el matrimonio es su meta y su realización; el adulterio es su expulsión del paraíso; la promiscuidad, su exterminio. Virgen o puta, en nuestra literatura las mujeres del pueblo podrán ser todo lo simpáticas que se quiera,
pero espirituales nunca, el espíritu es un favor de las élites.
Las novelas fueron, en general, advertencias prudentes contra los
peligros de las pasiones desenfrenadas y exhortaciones acerca de
que la civilización moderna exigía sacrificios, es decir, la propagadora de la disciplina erótica. Las feroces críticas hacia ciertas novelas «osadas» (Madame Bovary, por ejemplo) demuestran la incertidumbre burguesa del siglo xIx acerca de la expresión erótica y
muestran también la vacilación entre el anhelo desesperado por
saber más y el de seguir ignorante, es decir, puro. La novela generó
inquietudes porque no sólo registra e inventa vida y amor, sino porque moldea ambos, lo que hacía exclamar al doctor Lara y Pardo:
«rondan los jóvenes influenciados y con la imaginación sobreexcitada por la leyenda que corre de boca en boca y que nimba de gloria
a la prostituta». Autor y lector responden a las mismas pasiones. Los
censores opinaban que la literatura podía echar a perder a los jóvenes, que las novelas eran invitaciones a la perdición, que podían incluso inducir al crimen... Sus propias angustias les impedían ver que
la lectura podía servir, al contrario, como sustituto de la satisfacción
erótica.
Prostitutas en la novela
A partir de un breve recorrido por algunas novelas escritas en la segunda mitad del xIx con algún tema prostitucional, como: La Traviata y Vulcano de Hilarión Frías y Soto, Las memorias de Paulina
(1874) de José Negrete, Fragatita y otros cuentos (1884) de Alberto
Leduc, Angelina, o La Rumba (1890) de Ángel del Campo, sin olvidar a nuestra sempiterna Santa, podríamos sacar algunas conclusiones:
— Tanto el naturalismo como el realismo coinciden en que la mujer
toma existencia en la literatura como un ejemplo. Santa es una
suma de pecados que sólo la muerte logra redimir. La novela no
es el tránsito de su canonización, sino el recuento de un castigo
justo. Gamboa, tan típico como Santa, no intenta comprender
sino elaborar una condena. Además esta novela introduce claramente la preocupación de su época, es decir, la de la prostitución
innata, la de la degeneración de la raza, Santa «llevaría en su sangre los gérmenes de la lascivia de algún ancestro corrompido o
atacado por la sífilis».
— La forma en que todos los relatos describen a las mujeres transparenta bastante ambigüedad, acaso temor hacia el sexo femenino. En la mayoría de estas historias casi ninguna mujer se salva
de un espantoso juicio moral: las solteronas o quedadas, pero
también las casadas. Las suegras, las beatas, sin olvidar a las monjas. En general, en las novelas abundan las malas madres, acusadas de vender a sus hijas no sólo como prostitutas, sino buscándoles buenos partidos. Las jamonas, las pollas, las viejas, nadie se
salva. Las bachilleras, porque saben mucho, leen, piensan y supuestamente no dependen del hombre o podrían criticarlo. Las
campesinas, por rústicas, bárbaras, ignorantes y feas. Las sirvientas, porque no tienen moral, son candidatas a la prostitución o de
allá vienen, pueden contagiar a los hijos de familia, o provocar a
los maridos. Las coquetas, porque son demasiado bonitas y atraen
a varios hombres y aunque sean decentes y jamás les den ni un
beso los alumbran con su belleza y juegan con sus sentimientos,
haciendo que muchos de ellos se pierdan de amor, se peleen por
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celos, se acaben la vida. Las mujeres tienen defectos
espantosos
y de este documento es responsabilidad
por
lo tanto, mucho más vulnerables sexualmente hablando, los
El uso indebido
del estudiante.
son las culpables del sufrimiento de los hombres.
instintos animales las controlan. La mujer está perdida, nos di— La única mujer rescatable, la única digna de respeto es la ideal, la
cen, desde que concede el primer beso, ni siquiera hace falta que
mujer de los sueños, el «ángel» del hogar. La blanca paloma, virla desfloren, ella está a merced del hombre. Una vez logrado el
gen e inocente —por supuesto con buena posición económica—,
primer paso ella ya está corrupta e inicia una funesta carrera que
que lee pero no tanto, que borda, cocina, canta y toca el piano, que
irremediablemente la llevará a la perdición.
pasa su vida esperando, obedeciendo, haciendo obras de caridad, respetando a Dios en el cielo y a su padre, y luego al marido
Pero lo que es importante resaltar es que —como la prostituta— no
en la tierra, llenándolo de bendiciones con cada hijo que pare sin
toda mujer es susceptible de ser seducida, en general es la desprotechistar.
gida social la que es mira de los libertinos. Como se ve claramente
— La sexualidad femenina es vista como peligrosa para el hombre.
en las novelas, es la abandonada moral o familiarmente, es la pobre,
Es por eso que en las novelas, la pareja ideal debía estar formada
la huérfana, la sirvienta, una y otra vez regresamos al mismo punto
por una jovencita y un hombre maduro, a veces hasta 30 años
de partida: a la de origen innoble, la del asilo, ahí están las muchamayor que ella. Él debía ser por supuesto el primer hombre en la
chas producto del pecado de sus madres, que es el antecedente de su
vida de su mujer, e introducirla en el mundo de la sexualidad para
propio pecado. La degeneración es genética así como la propensión
así poder gestionar su placer, si es que con todos esos agravantes
al vicio y a la perdición. De este modo, la gran constante en la lite—la joven paloma educada para no sentir— podía tener derecho a
ratura será que la mujer bonita —recordemos además que la mayoría
él. Lograr que la mujer sintiera por lo menos para no rechazar al
son blancas—, seducida y abandonada, es quien encabeza las filas de
marido, pero no tanto, para no despertar a la fiera que duerme en
la prostitución.
todas las mujeres y que amenaza con destruir a su víctima, el
El fin de estas pobres desgraciadas es muy triste. Si bien podrían
hombre. Nunca antes, como en el xIx, la bipolaridad de la natusalvarse con un buen matrimonio —nos dejan entender los novelisraleza femenina estará tan marcada. Por su antigua alianza con el
tas— como ya están podridas por dentro, todas terminan mal. En gedemonio, las hijas de Eva pueden pecar todo el tiempo. Al estar
neral, la mayoría de ellas se arrepiente y busca, ya en sus últimos
más próximas al mundo orgánico e identificarse más con la Namomentos, acercarse a Dios. Esto nos muestra que las mujeres por
turaleza, viven en la permanente amenaza de que fuerzas telúnaturaleza son religiosas, ellas piden, en el lecho de muerte al sacerricas hagan explosión dentro de ellas y las lleven a todo tipo de
dote, confiesan sus pecados y mueren con una sonrisa, aunque coexcesos. La histérica, la ninfómana, son tan sólo dos ejemplos
rroídas por enfermedades espantosas. Otras con terribles dolores,
que nos muestran ese gran enigma que es la feminidad para el sitísicas o sifilíticas, en oscuros y patéticos hospitales, solas, pobres y
glo xix. Los literatos desarrollan incluso un modelo de devorafeas, desgastadas por una vida torpe entregada al alcohol y al vicio,
dora de hombres, que siempre termina mal.
mueren como vivieron.
— Otra idea general en las novelas es la de un determinismo social
y genético que condena a las mujeres a priori. Si bien las muchachas de las novelas siempre intentan defender su honor frente al
seductor en ciernes y el proceso de seducción no sea tan rápido,
los hombres luchan por conquistar, ellas resisten pero... pero al
final ceden. Siempre ceden. Ceden porque son mujeres, ergo débiles frente al hombre. Ceden porque son pobres, ignorantes, y