Curso “La Estética y la Teoría del Arte en el siglo XVIII”. TRANSCRIPCIÓN DE LAS VIDEOPRESENTACIONES: -Diderot y sus investigaciones sobre el origen y naturaleza de lo bello -Diderot y la crítica de arte (parte 1 de 2) -Diderot y la crítica de arte (parte 2 de 2) Profesor: Juan Martín Prada AVISO: Este documento se ha realizado a través de software de reconocimiento de voz, partiendo de las videopresentaciones impartidas por el profesor Juan Martín Prada e incluidas en este curso MOOC. Dada la dificultad en convertir una presentación oral en texto escrito, este documento puede contener algunas variaciones respecto al material original. Diderot y sus investigaciones sobre el origen y naturaleza de lo bello Profesor: Juan Martín Prada [inicio de audio] Esta sesión está planteada como una aproximación al concepto de lo bello en Denis Diderot, pensador para quien, como veremos, la percepción de relaciones era el fundamento de la belleza. Para esta aproximación, nos centraremos en su texto “Investigaciones sobre el origen y naturaleza de lo bello”, título con el que fue publicado con posterioridad a la muerte del autor, el artículo “Bello” escrito por Diderot en la Enciclopedia e incluido en su volumen II, publicado en enero de 1752 y cuando Diderot contaba con 39 años. Diderot empezará este escrito exponiendo “los diferentes sentimientos de los autores que mejor han escrito sobre lo bello” (p. 5), empezando este recorrido por Platón, quien, según Diderot, si bien nos mostró perfectamente lo que no es bello, sin embargo, “no nos dice nada de lo que es” (p. 18-19). A continuación Diderot pasará a comentar en este texto la teoría de la belleza de San Agustín, pensador para quien la unidad sería la que constituiría la forma y la esencia de lo bello en 1 todas sus manifestaciones. Ciertamente, “la exacta relación de las partes de un todo entre sí sería para San Agustín lo que constituiría el carácter distintivo de la belleza” (Omnis porro pulchritudinis forma, unitas est). Sin embargo, para Diderot esta reducción de toda belleza a la unidad o a la exacta relación de las partes de un todo entre sí constituiría “más la esencia de lo perfecto que de lo bello” (p. 19). El siguiente pensador comentado y criticado por Diderot en este escrito será Christian Wolff quien, como sabemos, era conocido fundamentalmente por sus interpretaciones de la filosofía de Leibniz. Para Diderot, Wolff “parece pretender que una cosa es bella porque nos gusta, en lugar de pretender que si nos gusta es porque es bella, como Platón y San Agustín muy bien señalaron”. Como el propio Diderot nos recuerda, Wolff, en sus textos de psicología (publicados a principios de la década de los años 30 del siglo XVIII) había afirmado “que hay cosas que nos gustan y otras que nos desagradan”, y que esta diferencia sería lo que constituye lo bello y lo feo, pues “lo que nos gusta se llama bello y lo que nos desagrada es feo”. El problema que para Diderot encontraríamos en este planteamiento, es que Wolff habría “confundido lo bello con el placer que produce y con la perfección” (p. 19). Otro de los autores a los que se refiere Diderot en la parte inicial de este texto es Jean-Pierre de Crousaz autor, entre otros muchos trabajos, del famoso Traité du beau (1714). En este tratado sobre lo bello, Crousaz señaló como caracteres de lo bello la variedad, la unidad, la regularidad, el orden y la proporción. El problema que encontrará Diderot en esta teoría es que esta definición de lo bello sería sólo aplicable a la arquitectura “o, como mucho, a grandes conjuntos en los demás géneros, a una pieza de elocuencia, a un drama etc. no a una palabra, a un pensamiento, a una porción de objeto”. Es decir, que Crousaz, en opinión de Diderot, al hacer tan amplia su definición de lo bello, no advirtió “que cuanto más multiplicaba los caracteres de lo bello, más lo particularizaba, y que, al proponerse tratar lo bello en general, empezó por darle una noción que sólo es aplicable a algunas clases particulares de lo bello” (p. 19). Otro de los filósofos comentados por Diderot es Francis Hutcheson, quien, recordemos, había afirmado que hay en todos los hombres un “sentido interno” de lo bello, es decir, una facultad por la cual distinguimos lo bello, discerniéndolo en la regularidad, el orden y la armonía; un sentido interno, un “sexto sentido” que Diderot, de hecho, parece considerar probado. Asimismo, recordemos, Hutchenson consideraba que todas las figuras que llamamos bellas ofrecen a nuestros sentidos la uniformidad en la variedad. Y precisamente la crítica que de Hutchenson y de sus seguidores va a plantear Diderot en este texto se centra en este punto concreto, pues para él el “principio de la uniformidad en la variedad no es general” (p. 19) es decir, que este principio no sería, en su opinión, de aplicación general. En relación al sistema propuesto por Anthony Ashley Cooper, 3.er conde de Shaftesbury, en su Ensayo sobre el mérito y la virtud (1699) Diderot afirmará que es el más defectuoso de todos los anteriormente mencionados. Desde luego, no aceptará la que él considera la propuesta principal de Shaftesbury en este texto, y que es que lo útil fuese considerado como el único fundamento de lo bello (p. 19). Por último, el Ensayo sobre lo bello, publicado en 1741 por Yves Marie André, le parecerá “hasta ahora el que mejor ha profundizado en esta materia”, siendo “el que más merece ser 2 leído” (p. 19) al haber establecido “los principios más verdaderos y más sólidos” (p. 19) de lo bello: “el Ensayo sobre lo bello es el sistema más ordenado, más extenso y mejor elaborado” (p. 14). Recordemos que para André la belleza se fundamentaba en la regularidad, el orden y en las proporciones. No obstante, Diderot también encontrará en este tratado un problema, y es el siguiente: “André habla sin cesar de orden, de proporción, de armonía, etc., pero no dice una palabra del origen de estas ideas”. Para Diderot habría sido deseable que en esta obra se hubiera hecho explícito “el origen de las nociones que se encuentran en nosotros de relación, orden, simetría”. Sin embargo, André no habría indicado si esas nociones de relación, orden y simetría las consideraba adquiridas y artificiales, o innatas (p. 19). Una cuestión ésta que era, para Diderot de capital importancia. No debemos olvidar que para el filósofo francés las ideas de orden, armonía, simetría, mecanismo, proporción, unidad, etc. procederían de los sentidos (p. 20). Es decir, que las nociones abstractas de orden, proporción, relación o armonía no serían sino abstracciones de nuestra mente, habiendo pasado por nuestros sentidos para llegar a nuestro entendimiento. Por tanto, Diderot rechazó cualquier consideración de estas ideas como innatas, lo cual le permitirá, como veremos, no considerar a éstas como cualidades necesarias de lo bello. Un posicionamiento que, es evidente, denota muy claramente la influencia que en Diderot habían ejercido los planteamientos del empirismo inglés y escocés. Y dicho esto, pasemos ahora a comentar brevemente cómo trata de solventar Diderot los problemas que ha ido señalando en relación a las teorías sobre lo bello de los diferentes autores anteriormente comentados. Pues bien, Diderot optará por afirmar que la cualidad que hace que los seres que llamamos bellos lo sean, es la noción de relación. Así pues, escribe: “llamo bello fuera de mí a todo lo que contiene en sí algo con que despertar en mi entendimiento la idea de relación, y bello con relación a mí a todo lo que despierta esta idea” (p. 21). Con lo que decir que una flor es bella sería decir que percibimos entre las partes de que está compuesta, “orden, armonía, simetría, relación”, teniendo en cuenta que estas palabras designan “diferentes maneras de considerar las propias relaciones” (p. 23). Por otra parte, si consideramos la flor respecto a otras flores, y decimos que es una flor bella, esto significaría, según Diderot, que entre los seres de su especie, es decir, que entre las demás flores, esta flor en particular despertaría en nosotros “especialmente, ideas de relación, y, especialmente, ciertas relaciones” (p. 23). Por tanto, que podamos decir que una cosa es bonita, bella, más bella, o bellísima dependería de que ésta “estimule en nosotros la percepción de un mayor número de relaciones, y según la naturaleza de las relaciones que estimule” (p. 24). No obstante, Diderot nos advierte que no todas las relaciones son de la misma naturaleza, y que unas contribuyen más y otras menos a la belleza. No obstante, antes de seguir, deberíamos detenernos un instante en qué entiende Diderot por “relación”. Pues bien, la definición que nos da de este concepto es la siguiente: “La relación en general es una operación del entendimiento que considera ya sea un ser ya sea una cualidad, en tanto que dicho ser o dicha cualidad supongan la existencia de otro ser o de otra cualidad” (p. 25). El ejemplo que nos propone a este respecto es el siguiente: “cuando digo que Pierre es un buen padre, considero en él una cualidad que supone la existencia de otra, la de hijo; y así otras relaciones, todas las que pueda haber” (p. 25). De esta manera, continúa Diderot, “cuando digo que un ser es bello por las relaciones que advertimos en él, (…) hablo (…) de las relaciones reales que en él están, y que nuestro entendimiento advierte con la ayuda de nuestros sentidos”. Es aquí muy destacable, como vemos, la importancia que en relación a lo 3 bello da Diderot al entendimiento frente a al sentimiento, puesto que, como deja claro en este texto, “la relación sólo está en nuestro entendimiento”. Pero como todo esto puede resultarnos algo confuso, Diderot intentará aclarar en qué consiste este enfoque relacional de lo bello, proponiéndonos un ejemplo tomado de la literatura, y centrado en esta frase: “QUE MUERA” (tomada de la tragedia Horacio de Pierre Corneille). Según Diderot, si preguntamos a alguien que no conozca la obra de Corneille de la que está extraída, qué piensa de estas palabras, lo más probable es que nos diga que esa frase no le parece ni bella ni fea (p. 24). Sin más datos, esa persona no podría ni siquiera adivinar si es una frase completa o un fragmento, y apenas pues podría percibir “entre los dos términos relación gramatical alguna” (p. 24) (…) “Pero si le digo ((escribe Diderot)) que es la respuesta de un hombre consultado sobre lo que otro tiene que hacer en un combate, empiezo a descubrir en mi interlocutor una especie de valor que no le deja creer que siempre sea mejor vivir que morir; y el “que muera” empieza a interesarle. Si añado que en el combate está en juego el honor de la patria; que el combatiente es hijo de aquél al que se ha preguntado; que es el único que le queda; que el joven tenía que enfrentarse a tres enemigos, que ya habían quitado la vida a dos de sus hermanos (…) entonces la respuesta que muera, que no era ni bella, ni fea, se embellece a medida que desarrollo sus relaciones con las circunstancias y acaba por ser sublime”. Diderot, por tanto, con este ejemplo lo que viene a decirnos es que “la belleza comienza, aumenta, varía, se debilita y desaparece con las relaciones” (p. 25) de manera que si, por ejemplo, cambiamos las circunstancias y relaciones en relación a la frase “que muera” ésta podría incluso convertirse en burlesca o en algo gracioso, si la ponemos en los labios de otros personajes y en otras circunstancias. Son pues, en definitiva, para Diderot las relaciones las que constituyen la belleza” (p. 26). Diderot trata de convencernos así de que “es la percepción de las relaciones la que ha dado lugar a la invención del término bello” (p. 27). Y que sean las relaciones las que constituyen la belleza le permite a Diderot evitar señalar cualidades como la grandeza, la utilidad, la simetría, etc., como únicas cualidades de lo bello. De esta manera, Diderot parece haber encontrado una vía para explicar por qué no todos los seres que consideramos bellos tienen la cualidad de la grandeza, o de la utilidad, o cómo es que hay objetos bellos que carecen de la cualidad de la simetría, como sería el caso, por ejemplo, de “la pintura de una tormenta, de una tempestad, de un caos” (p. 27). Por tanto, insiste Diderot, “nos veremos obligados a reconocer que la única cualidad común, según la cual todos estos seres ((bellos)) concuerdan, es la noción de relación” (p. 27). Considerar la percepción de las relaciones como el fundamento de lo bello permite a Diderot también hablar de la noción general de lo bello desde una perspectiva histórica y también transcultural. Y esto es algo de extrema importancia, pues Diderot en este texto exige que la verdad de la definición de lo bello no sea local, particular ni momentánea. En su opinión, si tratamos de extender la noción general de lo bello a todas las épocas, a todos los hombres y a todos los lugares, esta noción no podría estar basada en cualidades concretas, como la simetría, la utilidad, la grandeza etc. puesto que estas cualidades no serían aplicables en todos los casos. De manera que, escribe Diderot, “no encontraremos otro medio de conciliar entre sí 4 los juicios (…) del salvaje y del hombre civilizado: del salvaje, encantado ante la visión de un colgante de cristal, una sortija de latón, o un brazalete de quincalla, y del hombre civilizado, que sólo se digna prestar atención a las obras más perfectas; de los primeros hombres, que prodigaban los nombres de bello, magnífico, etc. a cabañas, chozas y graneros; y de los hombres de hoy, que han restringido estas denominaciones a los últimos esfuerzos de la capacidad del hombre” (p. 28). La propuesta de Diderot se hace muy explícita en el siguiente fragmento: “Situad la belleza en la percepción de las relaciones y tendréis la historia de sus progresos desde el nacimiento del mundo hasta hoy; elegid como carácter diferencial de lo bello en general cualquier otra cualidad que os agrade, y, súbitamente, vuestra noción se concentrará en un punto del espacio y del tiempo” (p. 28). Por tanto, que a una cosa la podamos considerar bella o más bella va a depender del siguiente criterio: “Lo bello que resulta de la percepción de una sola relación normalmente es menor que lo que resulta de la percepción de varias relaciones” (p. 28). Así pues, nos dice, “la visión de un bello rostro o de un bello cuadro impresiona más que la de un solo color; un cielo estrellado más que una cortina azul; un paisaje más que un campo abierto; un edificio más que un terreno llano; una pieza musical más que un sonido” (p. 28), pero esto hasta ciertos límites, pues no conviene, apostilla Diderot, multiplicar “el número de relaciones hasta el infinito” dado que “la belleza no sigue este proceso”. Pero si bien para Diderot podemos aceptar como principio general que lo bello es el resultado de las relaciones percibidas, él reconocerá también la existencia de numerosas fuentes de diversidad en los juicios acerca de lo bello. Y la primera de estas fuentes de diversidad estará referida, precisamente, a lo que señalaba en la diapositiva anterior, pues, si bien, insisto nuevamente en ello, para Diderot “lo bello es el resultado de las relaciones percibidas” es indudable que “según se tenga más o menos conocimiento, experiencia, costumbre de juzgar, de meditar, de ver, más amplitud natural en la inteligencia, se dice que un objeto es pobre o rico, confuso o completo, mezquino o recargado”. Como nos recuerda Diderot, muchas veces “el artista se ve obligado a emplear más relaciones de las que la mayor parte de la gente puede captar” y en las que sólo los que se dedican a ese mismo arte, los expertos, podrían llegar a conocer el mérito de esa creación”. Por otra parte, señala que “Entre las relaciones podemos distinguir infinidad de clases: las hay que se fortalecen, se debilitan y se moderan mutuamente” (p. 29). Por tanto, podría haber diferencias en los juicios sobre la belleza de un objeto dependiendo de si quien lo contempla capta todas las relaciones o si solo capta una parte de esas relaciones. Por otro lado, y dado que “consideramos a los seres no solamente en sí mismos, sino también respecto al lugar que ocupan en la naturaleza, en el gran todo” hay, nos dice, “relaciones que consideramos más o menos esenciales, como, por ejemplo, el tamaño respecto al hombre, a la mujer y al niño”. Años más tarde, en Pensamientos sueltos sobre la pintura, la escultura y la poesía para que sirvan de epílogo a los salones (1777) afirmará que en relación a las artes imitativas la 5 percepción en la obra de unidad, armonía y variedad es lo que la hará bella, y que “Nada es hermoso sin unidad; y no hay unidad sin subordinación” (p. 64). Por otra parte, otra fuente de diversidad en los juicios sería “El interés, las pasiones, la ignorancia, los prejuicios, los usos, las costumbres, los climas, los hábitos, los gobiernos, los cultos, los acontecimientos” que “influyen en los seres que nos rodean, les hacen capaces de despertar o de no despertar en nosotros diversas ideas, aniquilan en ellos relaciones completamente naturales y las establecen caprichosas y accidentales”. También la diversidad existente “de talentos y conocimiento”, que nos impele a que todo lo relacionemos con nuestros propios conocimientos, sería otra fuente de diversidad en los juicios. Así, por ejemplo, “el pintor que se dedica a buscar efectos de luz, tonos, claroscuros, formas relativas a su arte, ignorará todos los caracteres que el floricultor admira, e incluso puede tomar como modelo la flor que el curioso desprecia”. Y por supuesto, también afectarían a nuestros juicios estéticos la atracción y el rechazo suscitados por la enseñanza, la educación o el prejuicio (p. 31). Como nos recordará en este escrito “al objeto más bello se asocian ideas desagradables” (p. 32), algo que trata de explicarnos con el siguiente ejemplo referido a la arquitectura y que quizá podríamos imaginar en un espacio como este que vemos en la imagen (Palacio de Chantilly, vestíbulo de honor). Escribe Diderot: “este vestíbulo siempre es magnífico, pero mi amigo ha perdido la vida en él. Y en este vestíbulo sólo veo a mi amigo expirando; ya no siento su belleza”. Es decir, que un objeto bello podría verse impregnado de un cortejo de ideas accidentales impidiendo así que sintamos su belleza. Otra fuente de diversidad de juicios tendría su causa en el hecho de que en ocasiones inferimos “la perfección de la obra sólo por causa del nombre del autor” y en las que lo único que hacemos es admirarla por ello, como cuando decimos “Este cuadro es de Rafael y eso basta”. Algo que, evidentemente, sería inaceptable como fundamento del juicio estético. En todo caso, todas estas causas de diversidad en nuestros juicios no son para Diderot motivo para “pensar que lo bello real, que consiste en la percepción de las relaciones, sea una quimera”. Y todo ello, aunque Diderot reconozca que “Seguramente no hay dos hombres sobre la tierra que perciban exactamente las mismas relaciones en un mismo objeto y que lo juzguen bello con la misma intensidad”. Finalmente, y ya para terminar este pequeño comentario, recordemos las ideas esenciales que Diderot nos ha presentado en este texto: - En primer lugar, llamamos bello a “a todo lo que contiene en sí algo con que despertar en mi entendimiento la idea de relación” (p. 21), pues “La percepción de las relaciones es (…) el fundamento de lo bello” (p. 28). -En segundo lugar, “la belleza comienza, aumenta, varía, se debilita y desaparece con las relaciones” (p. 25). Recordemos lo que pasaba con la frase “Que muera” extraída de la obra Horacio de Corneille; que si cambiamos las circunstancias y relaciones en relación a una cosa o expresión, por ejemplo, ésta podría llegar a ser bella o dejar de serlo, pues la belleza dependería fundamentalmente de operaciones del entendimiento. 6 -Por último, que algo sea bello, más bello, bellísimo o feo dependería a su vez del número de relaciones, que sea capaz de estimular ese algo. Así, “Lo bello que resulta de la percepción de una sola relación normalmente es menor que lo que resulta de la percepción de varias relaciones. Por ello, la visión de un cielo estrellado impresiona más que una cortina azul”. Sin embargo, que algo sea bello, más bello, bellísimo o feo dependería no solo del número de relaciones que sea capaz de estimular, sino también de la naturaleza de las relaciones que estimule” (p. 24). No hay que olvidar que para Diderot “no todas las relaciones son de la misma naturaleza, y que unas contribuyen más y otras menos a la belleza” siendo fundamentalmente en relación a las artes imitativas, la percepción en la obra de unidad, armonía y variedad lo que la hará bella, tal y como afirmará más adelante en su obra Pensamientos sueltos… de 1777. En estas consideraciones, qué duda cabe, se demuestra su conocimiento profundo de los postulados de los más importantes teóricos de la estética francesa de finales del siglo XVII y del XVIII, sobre todo Crousaz, André, Du Bos, Batteux, etc. Pero también, insisto de nuevo en ello, se aprecia la fuerte influencia en él del pensamiento empirista, especialmente la ejercida por el texto de John Locke, Essay Concerning the Human Understanding (1690), una influencia que, en todo caso, será también muy apreciable en otros ilustrados franceses como Montesquieu, Voltaire o Rousseau. En definitiva, la experiencia como origen de todo conocimiento y la refutación de las doctrinas cartesianas desarrolladas por los empiristas ingleses serán planteamientos muy poderosos que dejarán gran huella en el pensamiento de Diderot y que fundamentarán, como hemos visto, su pensamiento estético. [fin de audio] +++++++++++++++++++++ Diderot y la crítica de arte (partes 1 y 2) [inicio de audio] Desde 1753 Friedrich Melchior Grimm había dirigido la revista La Correspondance littéraire, philosophique et critique escribiendo él mismo interesantes reseñas de los salones de 1753 y 1755. Unos años más tarde, en 1759, Grimm invitará a Diderot a escribir las reseñas de los salones. Precisamente por ello, la primera crítica de Diderot sobre el Salón de 1759 tendrá la forma de 7 carta dirigida a su amigo Grimm y fue publicada el 1 de noviembre de ese año. Diderot contaba entonces con 46 años. De manera paralela a los textos de crítica de arte, Diderot irá publicando en la Correspondance algunos trabajos de gran interés y que comentaremos también en esta sesión, como son los Ensayos sobre la pintura, publicados durante los meses de agosto, noviembre y diciembre de 1766. Diderot planteó estos escritos como “un pequeño tratado de pintura”, con la intención de “exponer con franqueza” los motivos de sus juicios. También aparecerán publicados en la Correspondance los Pensamientos sueltos sobre la pintura, ya durante el año 1777, una compilación de ideas sueltas y aforismos. Un dato muy interesante de la crítica de la época, y especialmente en las reseñas sobre los salones de Diderot, es que el que las escribía muchas veces lo hacía sabiendo que muchos de esos lectores nunca llegarían a tener la oportunidad de ver las obras. De ahí que los críticos tuvieran que hacer uso de muy diferentes recursos para que la lectura de esas reseñas, sin imágenes ni reproducciones de las obras, pudiera resultar grata y de interés a esos lectores. Así, como podemos observar en los textos de Diderot, se hacía uso de innumerables recursos retóricos, con descripciones sumamente detalladas en ocasiones, empleando la forma de diálogos, etc. Desde luego, una característica muy relevante del ejercicio crítico de Diderot es su capacidad para entrar muy a fondo en el análisis de cuestiones formales y técnicas de los cuadros, llegando a desarrollar comentarios que parecen salir de los labios de un pintor. De hecho él estaba muy interesado por la técnica del arte, como demuestran muchos de los artículos de la Enciclopedia, así como, de forma particular, un escrito publicado anónimamente en 1755 sobre la historia de la pintura en cera. Diderot, ciertamente, señalará una y otra vez en sus textos, la importancia de los aspectos prácticos y técnicos para la comprensión adecuada del arte, escribiendo en Pensamientos sueltos sobre la pintura lo siguiente: “¿Queréis progresar con seguridad en el conocimiento tan difícil de la técnica del arte? Pasearos en una galería con un artista y haced que os explique y os enseñe en el lienzo el ejemplo de los términos técnicos; sin eso, no tendréis jamás sino nociones confusas de contornos fluidos, bellos colores locales, tintas vírgenes, toques seguros, pincel libre, fácil, atrevido, pastoso; ejecutados con cariño, de estos descuidos o negligencias felices. Hay que ver y volver a ver la calidad al lado del defecto; una ojeada suple cien páginas de discurso”. Diderot solía frecuentar a menudo los talleres de sus artistas favoritos, a los que convierte en importantísimos interlocutores, entre ellos el de Jean Baptiste Greuze, Maurice Quentin de La Tour, a quien vemos autorretratado en este magnífico pastel de 1751, o el escultor EtienneMaurice Falconet, cuya obra produjo siempre en Diderot una gran admiración. Diderot sentía también gran estima por Jean-Baptiste-Siméon Chardin. Para Diderot, pintores como Greuze, Chardin o el paisajista Vernet, autor de esta obra que vemos en la imagen, lograban alcanzar las máximas exigencias de verdad, pero alejándose de las directrices empobrecedoras de la pintura académica. De hecho, el antiacademicismo de Diderot se hace notar muy claramente a lo largo de sus textos sobre pintura, como podemos apreciar en el siguiente párrafo: “un profesor de la Academia (…) jamás se ha preocupado por 8 la imitación rigurosa de la naturaleza; porque está acostumbrado a exagerar, debilitar, corregir a su modelo; porque tiene la cabeza llena de reglas que le someten y dirigen su pincel, sin que se dé cuenta” (Escritos sobre arte, ed. Siruela, p. 81) De hecho, Diderot siempre dio preferencia al carácter expresivo de las obras frente a sus aspectos propiamente formales, como queda expresado en esta conocida sentencia: “Impresióname, sorpréndeme, destrózame, hazme vibrar, llorar, temblar, indignarme, en un primer momento; recrearás mis ojos después, si puedes” (p. 134). Y por ello Diderot se opuso siempre a quienes increpaban contra las pasiones, pues para él “sólo las pasiones, y las grandes pasiones, son las que pueden elevar el alma a las grandes cosas”, añadiendo que “Sin ellas no hay nada sublime ni en las costumbres ni en las creencias” (Pensamientos filosóficos… pp. 35-36). Pero antes de continuar por aquí, creo que debemos recordar que los trabajos críticos de Diderot van a abrir una nueva línea de actuación que supondrá un cambio progresivo desde concepto de juez artístico o “Kunstrichter” del clasicismo, que podría juzgar las obras en función de su adecuación a leyes y normas académicas, al crítico de arte o “Kunstkritiker” y que poco a poco va reconociendo las licencias y “violaciones de los principios” (Marchán Fiz) que son propios del “genio”. Un aspecto de gran interés en relación a la emoción en pintura que reclama Diderot tiene que ver con el color: “Nada en un cuadro atrae como el verdadero color, capaz de emocionar tanto al ignorante como al sabio” (p. 86). Ciertamente, el color jugaba un papel fundamental en su concepción de la experiencia estética (p. 110). Así, y defendiendo justo el posicionamiento contrario al que defenderá Kant años más tarde, para Diderot el color en la pintura será mucho más importante que el dibujo y la composición. Y si bien, reconoce, “el dibujo es el que da la forma a los seres, el color es el que les da vida. He aquí el soplo divino que los anima”. En este sentido, Diderot retomaba las consideraciones de Roger de Piles, en su Dialogue su le coloris de 1673, y cuya portada vemos en la imagen, un texto en el que el color era considerado como la “differentia specifica” de la pintura. Pero lo que es quizá más relevante es que la defensa del primado del color en la pintura estaba vinculado en Diderot a un principio democrático de accesibilidad universal al arte: “Sólo los grandes maestros del arte son buenos jueces del dibujo, pero todo el mundo puede juzgar el color”(p. 85). Una clara muestra más, como digo, de ese sentido universalista, socializador de la experiencia de las obras de arte, propio del pensamiento ilustrado. Es de estacar que las críticas de Diderot muchas veces incluían consejos y propuestas de cambios en el estilo o de las formas de componer de los propios artistas: así, por ejemplo, en relación a uno de los paisajes de ruinas del pintor Hubert Robert del salón de 1767, comentará, dejando traslucir ya algunas claves que serán propias de la futura estética prerromántica, lo siguiente: “Usted tiene el estilo, pero le falta el ideal ¿No se da cuenta de que hay aquí demasiadas figuras, que habría que borrar las tres cuartas partes? Sólo hay que reservar las que aumentan la soledad y el silencio. Un solo hombre, vagando entre las tinieblas, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada, me hubiera impresionado más”. 9 En definitiva, y como hemos podido comprobar aquí, con Diderot la crítica parece tener también una finalidad digamos correctiva. Aunque en referencia a esta cuestión, Diderot tendrá a bien aclarar en Pensamientos sueltos sobre la pintura (1777) que "No pretendo en absoluto dar reglas al genio. Digo al artista: ‘Haga estas cosas’; como le diría: ‘Si quiere usted pintar, procúrese de entrada una tela’” (p. 86). La crítica debe ser para él, ante todo, respetuosa con la libertad de creación del artista. Que el ejercicio crítico no pretenda en absoluto dar reglas al genio es algo que está ligado al hecho de que no sería posible deducir reglas exclusivas de las obras más perfectas, porque, en opinión de nuestro pensador, los recursos para agradar son infinitos. Es más, si hubiera reglas exclusivas, “casi no hay ninguna de estas reglas que el genio no sea capaz de infringir con éxito”. Por ello, afirma, “Las reglas han hecho del arte una rutina; y no sé si no han sido más perjudiciales que útiles. Entendámonos: han servido para el hombre corriente; han perjudicado al genio”. Recordemos a este respecto que en su artículo definiendo lo bello en la Enciclopedia, incluido en el volumen II y publicado en enero de 1752, Diderot afirmaba que la percepción de relaciones era el fundamento de lo bello, y que el hecho de que algo sea bello, más bello, bellísimo o feo dependería a su vez del número de relaciones que sea capaz de estimular ese algo y también de la naturaleza de las relaciones que estimule” (p. 24), teniendo en cuenta que “no todas las relaciones son de la misma naturaleza, y que unas contribuyen más y otras menos a la belleza”. Así, recordemos, escribía Diderot en aquel texto lo siguiente: “decir que una flor es bella es que percibimos entre las partes de que está compuesta, “orden, armonía, simetría, relación” teniendo en cuenta que estas palabras designarían “diferentes maneras de considerar las propias relaciones” (p. 23). En relación a las artes imitativas (es decir, las artes plásticas en general) sería fundamentalmente la percepción en la obra de unidad, armonía y variedad lo que la haría bella, pues, “Sin la armonía o, lo que es lo mismo, sin la subordinación, no es posible ver el conjunto”. Por tanto, para Diderot, “Nada es hermoso sin unidad; y no hay unidad sin subordinación” dado que “La unidad del todo nace de la subordinación de las partes y de esta subordinación nace la armonía, la cual supone la variedad”. Y dado que “La simetría es la igualdad de las partes correspondientes en un todo. La simetría, esencial en arquitectura, está proscrita en cualquier tipo de pintura” (Pensamientos sueltos sobre la pintura, Ed. Tecnos). En la pintura, puntualiza Diderot, “la simetría de las distintas partes del hombre siempre está destruida por la variedad de las acciones y las posturas”. Otra cualidad esencial de las obras pictóricas sería la simplicidad, uno de los caracteres principales de la belleza: “Una composición destinada a quedar expuesta a la vista de una multitud de espectadores muy variados será defectuosa de no ser inteligible para un hombre con sentido común simplemente”. En su opinión, pues, la obra tiene que ser “simple y clara”. Su tema debe ser uno y debe carecer de todo accesorio superfluo (Ensayos sobre la pintura, p. 36). Y de ahí también su rechazo a que aparezcan mezclados seres alegóricos y reales en las pinturas, algo que no soporta Diderot, pues esta mezcla, decía, “confiere a la historia un aire de cuento” afirmando irónicamente que “Habría que poner en la boca de cada uno de estos 10 personajes, como se ve en los antiguos tapices de nuestros castillos, una leyenda que indicase lo que quieren decir” (p. 39). Asimismo, creo que debemos destacar también la relación entre naturaleza y arte que propone Diderot, una relación para él esencial: “La armonía del cuadro más bello no es más que una muy débil imitación de la armonía de la naturaleza” (Pensamientos sueltos sobre la pintura, p. 64) pues “El talento imita la naturaleza”. En efecto, para nuestro pensador, el arte debe tener esa autenticidad que es propia de lo natural. Como ejemplo nos propondrá una Kermesse de Téniers, quizá esta que aparece en la imagen o alguna otra parecida, y sobre la que escribe lo siguiente: “Podréis ver (…) un número prodigioso de figuras ocupadas todas en acciones diversas (…) entre tantas escenas diversas ni una postura ni un movimiento, ni una acción que no os parezca pertenecer a la naturaleza”. Algo que también ejemplifica con los paisajes de Vernet, pintor que, para Diderot, es “como la naturaleza, en cuanto a la autenticidad” (p. 98). “Sus noches son tan impresionantes como bellos sus días; sus puertos son tan bellos como excitantes sus obras de imaginación” (p. 99). Un pintor “siempre armonioso, vigoroso y sabio, del mismo modo que los grandes poetas, esos hombres singulares, en quienes el juicio equilibra tan perfectamente la inspiración, que jamás son ni exagerados, ni fríos” (p. 101). Pintor que Diderot llega a comparar con Claudio de Lorena, afirmando que ambos son “igualmente auténticos” (Salón de 1763). Esta cuestión de la autenticidad nos obliga pues a hablar, aunque sea brevemente, de la noción de “verdad, pues para Diderot el arte ha de someterse a la verdad y, de hecho, la propedéutica del arte, su enseñanza, debería estar basada, ante todo, en la observación del mundo real. Y de ahí lo que escribe sobre el aprendizaje de las artes, que va exponiendo a lo largo de sus escritos sobre la pintura: “Cien veces estuve a punto de decirles a los jóvenes alumnos con los que me encontraba camino del Louvre, con su portafolio debajo del brazo: ‘Amigos míos, ¿cuánto tiempo lleváis dibujando aquí?, Dos años. ¡Pues bien!, es más de lo necesario. Hacedme el favor de dejar esta tienda de amaneramiento. Id a los Cartujos; allí veréis la verdadera actitud de la piedad y de la compunción. Hoy es víspera de la fiesta grande: id a la parroquia, dad una vuelta por los confesionarios y veréis la verdadera postura de recogimiento y de arrepentimiento. Mañana id al merendero y veréis la acción verdadera del hombre en cólera. Buscad las escenas públicas; sed observadores en las calles, en los jardines, en los mercados, en las casas y allí recogeréis ideas justas del movimiento real en las acciones de la vida"» (E.P., p. 5). Consideraciones éstas que, como veremo, anticipan algunas de las propuestas del realismo que defenderán autores como Champfleury o Proudhon ya en el siglo XIX. Es más, para Diderot es en los años de dibujo en la Academia con modelo, cuando se adquiere el “amaneramiento en el dibujo (…) Todas estas posturas académicas, forzadas, afectadas, preparadas; todas estas acciones expresadas fríamente y torpemente por un pobre diablo, y siempre por el mismo pobre diablo, pagado por venir tres veces a la semana a desnudarse y a servir de maniquí a un profesor, ¿qué tienen en común con las posturas y las acciones de la naturaleza? (Ensayos sobre la pintura, p. 5). Un ejemplo paradigmático de esa captación del movimiento real en las acciones de la vida cotidiana lo verá Diderot en el cuadro Saltimbanquis de Gerrit Dou, que había tenido la ocasión 11 de visitar en Düsseldorf y sobre el que escribirá lo siguiente: “Es un cuadro que es preciso ver y del que es imposible hablar. No es una imitación, es la cosa, pero con una verdad de la que no se tiene idea, con un gusto infinito”. “Hay en sus figuras ((continúa Diderot)) rasgos tan finos que se buscarían inútilmente en un género más elevado. Nunca he visto la vida expresada con más fuerza” (Pensamientos sueltos sobre la pintura, la escultura y la poesía para que sirvan de epílogo a los salones, p. 99) apostillando a continuación que “Lo verdadero de la naturaleza es la base de lo verosímil del arte” (Ibid. p. 87). Todo lo cual justificaría que, por ejemplo, “Un retrato puede tener el aire triste, sombrío, melancólico, sereno, porque estos estados son permanentes; pero un retrato que ríe carece de nobleza, de carácter, incluso a menudo de verdad y por consiguiente es una necedad. La risa es pasajera. Se ríe ocasionalmente, pero no se es de estado risueño” ( Ensayos sobre la pintura, p. 47). Aquí es evidente que Diderot está citando a Lessing, cuando éste, en su Laocoonte, publicado también en 1766, afirmó que “el arte (…) no debe representar nada que se conciba como transitorio” (p. 59) ejemplificándolo precisamente con un retrato de Julián Offray de La Mettrie (1707-1751), quien, nos decía Lessing, se dejó pintar y grabar riendo, a imitación de Demócrito, pero que, en su opinión ‘ríe solamente la primera vez que se le ve’”. Es, en definitiva, la representación de la verdad lo que fascina a Diderot, esa verdad que ve captada en las obras de Jean Baptiste Chardin, como en esta obra titulada Los Atributos de las Artes (1765). Y sobre todo en sus naturalezas muertas, sobre las que escribe lo siguiente: “Seguro que usted cogería las botellas por el tapón si tuviera sed; los melocotones y las uvas abren el apetito y apetece alargar la mano hacia ellos” (Antología de los salones, Ed. Siruela, p. 52). Para Diderot, Chardin es un auténtico pintor; es un auténtico colorista (Ibid.p. 53). Sus bodegones son “la naturaleza misma; los objetos están fuera del lienzo y son de un realismo que engaña a los ojos” (Ibid.). Chardin, escribe Diderot, es un pintor verdadero y armonioso (p. 55.) Y ante este cuadro, titulado Raya desollada comenta lo siguiente: “El objeto es repugnante, pero es la carne misma del pescado, es su piel, es su sangre; el aspecto real de la cosa no impresionaría más” Antología de los salones, p. 54). Un cuadro con el que Diderot invita a salvar “mediante el talento la repugnancia de ciertas naturalezas” (Ibid.). También el retrato del famoso escultor Lemoyne realizado por Quentin La Tour le parece a Diderot “sorprendente por la vida y la verdad que hay en él” (Salón de 1763). “Sin duda, un gran mérito de los retratos de La Tour es su parecido; pero no es ni su principal, ni su único mérito (…) En las obras de La Tour está la naturaleza misma, está el sistema de sus incorrecciones tal como las vemos todos los días” (Antología de los salones, p. 80). Algo distinto sería lo que Diderot aprecia en su propio retrato, realizado por Van Loo, y pintado, escribe, con “una ropa de lujo que arruinaría al pobre literato, si el recaudador de la capitación viniera a imponerle un impuesto sobre su bata” y con “la posición de un secretario de Estado y no de un filósofo” (Antología de los salones, p. 94-95), añadiendo que “os advierto que ése no soy yo” (Ibid.). 12 Y si bien, como decía antes, Teniers, Gerrit Dou, Chardin o Vernet, son para Diderot hacedores de una pintura auténtica, cargada de verdad, justo lo opuesto sería la obra de François Boucher, un pintor que, sin embargo, advierte Diderot, con “Su elegancia, su delicadeza, su galantería novelesca, su coquetería, su gusto, su facilidad, su variedad, su resplandor, sus encarnaciones maquilladas, sus excesos, tienen que cautivar (…) a toda esa multitud de los que son ajenos al verdadero gusto, a la verdad, a las ideas justas, a la severidad del arte” (Salón de 1761). Cuadros pastorales sobre los que Diderot escribe lo siguiente: “Amigo mío, ¿es que no hay policía en esta Academia? ¿Es que a falta de un comisario de cuadros, que impidiera la entrada a algo así, no debería estar permitido echarlo a patadas del Salón, por la escalera, el patio, hasta que el pastor, la pastora, la majada, el asno, los pájaros, la jaula, los árboles, el niño, toda la pastoral estuviera en la calle? ¡Ay, no! Tiene que quedarse allí; pero el buen gusto indignado tiene derecho a llevar a cabo su brutal pero justa ejecución” (Antología de los salones, p. 50). “Hay, en sus paisajes, un color gris y una uniformidad de tono que os haría tomar su lienzo, a dos pasos de distancia, por un trozo de césped o una capa de perejil cortado en cuadros. Sin embargo no es un bobo. Es un falso buen pintor, como se es un falso hombre culto” (p. 49). Desde luego, la crítica que de Boucher hace Diderot es demoledora: “No sé qué decir de este hombre, la degradación del gusto, del color, de la composición, de los caracteres, de la expresión, del dibujo, ha seguido paso a paso la depravación de las costumbres (…) Hay demasiadas buenas caras, caritas, remilgos, afectación para un arte severo. Por mucho que me las muestre desnudas, siempre veo en ellas el carmín, los lunares postizos, los adornos y todos los perifollos de la toilette” (Antología de los salones, p. 48). En efecto, Diderot prefiere la rusticidad a “lo melindroso”. Y por ello, afirma, “daría diez Watteau por un Téniers”. Es de destacar que Diderot no creía en la idea de una naturaleza bella per se, sino en "la vitalidad de la naturaleza siempre cambiante, inacabada y, en ese sentido, imperfecta. A esta noción, Diderot la denominaba rusticidad, afirmando que “Hay un matiz de rusticidad que conviene particularmente a las obras de imitación, de cualquier género que sean, porque la naturaleza lo conserva en sus obras” (p. 100). Una rusticidad que también verá Diderot presente en la obra de Greuze al que, por su costumbrismo, consideraba el Hogarth francés, y cuya ejemplaridad moral, emuladora para él de los antiguos, haría de este artista el portavoz de la renovación ética burguesa. Una rusticidad que otorgaría a las obras realidad y verdad, elementos fundamentales para Diderot en el arte y que ejemplica con las obras de Greuze: “el fondo del drama es verdadero; sus personajes poseen toda la realidad posible; sus caracteres son tomados de la sociedad (…) Lleva su talento a todas partes, al barullo popular, a las iglesias, a los mercados, a los paseos, a las casas, a las calles” (p. 102). En efecto, para Diderot, el arte debe ser moralizante, y de ahí su gusto por cuadros como este que vemos en la imagen y sobre el que comenta: “el género me gusta; es pintura moral. ¿No se ha consagrado el pincel bastante y demasiado tiempo al libertinaje y al vicio? ¿No debemos estar satisfechos de verlo al fin contribuir con la poesía dramática a conmovemos, a 13 instruimos, a corregimos y a invitamos a la virtud? (Salón de 1763, p. 524). Incidiendo en esta defensa del carácter moralizante del arte, no dejará de hacer muy diversas sugerencias y de proponer consejos a los artistas en muy diferentes campos. Por ejemplo, sobre la obra del pintor Baudouin presente en el Salón de 1767, escribe: “Artistas, si deseáis la duración de vuestras obras, os aconsejo dedicaros a los temas honestos. Todo lo que predica a los hombres la depravación está hecho para ser destruido; y tanto más ciertamente destruido cuanto la obra sea más perfecta”. Ciertamente, para Diderot la moral debe ser una cualidad esencial del artista. Tanto la pintura como la poesía “tienen que poseer moralidad” y de ahí las críticas lanzadas contra Boucher, a quien califica de pintor “vicioso”. Frente a la (siempre para Diderot) licenciosa concepción del arte para Boucher, correspondería al artista “celebrar, eternizar las grandes y bellas acciones, honrar la virtud desgraciada y deshonrada, denigrar el vicio feliz y honrado, asustar a los tiranos”. Diderot aboga pues por exigir al arte un papel moralizador que veremos revivir de nuevo en el pensamiento francés, muchas décadas más tarde y con gran intensidad el pensamiento de Proudhon, y de forma particular en su libro Sobre el principio del arte y sobre su destinación social, publicado póstumamente en 1865. Pero el que quizá es el aspecto más singular en la teoría de la crítica de Diderot, es la equiparación del crítico con el artista, Una equiparación que anticipará la idea defendida de Baudelaire del "crítico artista" y que Oscar Wilde desarrollará más tarde en grado sumo. Y ya para terminar, no podemos obviar el profundo impacto de Diderot en la estética alemana. La traducción en Alemania de los Ensayos sobre la pintura de Diderot suscitó gran interés. Goethe, seducido por estos textos, había escrito en 1796 una carta al pintor Heinrich Meyer comentando lo siguiente: “Acaba de publicarse una maravillosa obra de Diderot. Sobre la pintura y el Salón son dignas de este sofista extravagante y genial. Las paradojas, las afirmaciones falsas y absurdas alternan con las ideas luminosas; las visiones más penetrantes sobre la naturaleza del arte, sobre el deber supremo y la dignidad propia del artista son expuestas con argumentos triviales, sentimentales, de manera que uno no sabe con exactitud dónde se está. La palabrería de la sociedad parisina, los subterfugios equívocos y engañosos a menudo le arrastran, a pesar de lo que él sabe y siente, pero bruscamente su natural excelencia, su grandeza de espíritu reaparece y, sin interrupción, es penetrante y justo”. Desde luego, Diderot sirvió de importantísimo preludio para la consideración romántica de la crítica, de una crítica poética y creadora, y que servirá no solo para valorar las obras sino también “para perfeccionarla y completarla a partir de sí misma” (Marchán Fiz, La estética en la cultura moderna, p. 99). En efecto, el romanticismo desarrollará intensamente su idea del crítico como artista, que culminaría, como comentaba anteriormente, a finales del siglo XIX sobre todo con Wilde. Y quiero nuevamente insistir en la intensidad con la que se produjo la recepción de Diderot por parte de crítica de arte alemana. Éste será frecuentemente citado en las páginas de la revista Athenaum, demostrándose una y otra vez la admiración del círculo romántico por su libertad expresiva, por su gusto por el fragmento y el aforismo, y por su radical antiacademicismo, todo lo cual hizo que le consideraran, no sin razón, “el primer crítico moderno”. 14
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