Las virtudes como realización de los valores. La virtud puede concebirse como la disposición habitual a elegir, voluntariamente, el bien para uno mismo o para los demás. Por ello, la virtud es la decisión ética de llevar a la práctica los valores. Virtus significa "excelencia" o "perfección". Las virtudes éticas constituyen el medio por el que nos hacemos mejores y alcanzamos un grado de excelencia humana; y de este modo, las virtudes objetivan los valores. Las virtudes éticas más importantes son: libertad, autonomía, igualdad, tolerancia, responsabilidad, solidaridad y justicia. De ellas se derivan muchas otras como el amor propio y la dignidad, la sabiduría moral o prudencia, la racionalidad, la valentía, la paz y la esperanza ética. La mayoría de estas virtudes tiene una dimensión estrictamente ética y otra éticopolítica, pues atañen a la vida en comunidad. De acuerdo con lo que Aristóteles proponía, las virtudes no son cualidades innatas de las personas, sino que se generan mediante el hábito adquirido y se convierten en una "segunda naturaleza". Se desarrollan a partir de características y capacidades del temperamento, pero sólo se despliegan mediante un esfuerzo continuo y son, por ello, meritorias y dignas de alabanza. El virtuoso no nace, se hace en la medida en que se esfuerza por actuar conforme a un principio o valor. Por su parte, Scheler distinguía distintos tipos de personas virtuosas, conforme a su jerarquización de los valores: el "artista de la vida" (que realiza los valores de lo agradable y del bienestar), el héroe (que realiza el valor de la valentía), el genio científico, político o artístico (que realiza los valores espirituales), el santo (que realiza el valor de la santidad). Así pues, en todas las modalidades de virtudes se expresan formas excelsas de ser humano, los grados más altos de humanización. Ahora bien, según Aristóteles, las virtudes surgen de una actividad racional y reflexiva para deliberar y elegir la mejor opción, que Aristóteles concebía como el "término medio" entre un exceso y defecto motivados por las pasiones; por ejemplo, entre la temeridad y la cobardía, el virtuoso sabe elegir adecuadamente actuando con valentía, es decir, no cobarde ni temerariamente. Pero el "término medio" sólo es posible determinarlo en cada caso concreto. La valentía puede significar en un caso extremo ser más arrojado o arriesgado, y en otros casos, más bien prudente y precavido. Ahora bien, como el propio Aristóteles reconocía, algunas virtudes fundamentales no tienen "término medio", más bien se oponen a sus contrarios; así por ejemplo, la virtud de la justicia no tiene "término medio", pues lo éticamente aceptable no es ser "más o menos" justo, sino ser justo en todo momento. Las virtudes nos señalan el sentido de realización y cumplimiento de los valores. Si captamos el valor de la libertad y la autonomía, por ejemplo, ello nos impone el deber de actuar para realizar en nuestras acciones estos valores, y para ello necesitamos convertir el acto virtuoso en un hábito consciente y deseado intencionalmente. Libertad y autonomía. Libertad y autonomía son la base de todas las otras virtudes. Si no podemos vivir como seres libres, capaces de autodeterminarnos y decidir por nosotros mismos no buscaremos ni podremos alcanzar ninguna excelencia en nuestra vida. En un sentido ontológico, la libertad consiste en la indeterminación que nos constituye como un ser posible, con potencias contradictorias racionalidad e irracionalidad, individualidad y comunidad, alegría y tristeza, "elevación", por un lado y "descenso", por el otro. Íntimamente unido a este sentido ontológico está el axiológico, el cual se da cuando, gracias a la conciencia, el individuo libre valora las alternativas y las cualifica de "mejores" o "peores". También en la experiencia concreta la libertad tiene una condición dialéctica, puesto que siempre se da en relación con su contrario, la determinación ¿Por qué entonces la libertad es un valor?, ¿qué representa ella para el individuo y que tenemos que hacer para realizarla como una virtud? La libertad es el valor más importante porque en ella se cifra la realización de lo más propio del ser humano que es su physis o su condición indeterminada. Toda ética busca hacernos libres, lo cual implica tomar conciencia, en la experiencia de nuestro ser indeterminado para liberarnos de limitaciones y esclavitudes. En tanta virtud, la libertad expresa la capacidad de autocreación o autonomía es decir, la capacidad de elaborar un proyecto de vida conforme a los fines o valores supremos de la existencia. Autonomía significa darse a sí mismo (autos) la propia ley (nomos). Y precisamente, cuando diseñamos un proyecto de vida, surge ante nosotros lo que debemos hacer y lo que debemos evitar, nos damos la propia ley y, al hacerlo, comprendemos la necesidad general de toda ley posible. Para ser libres y autónomos lo primero que hay que hacer es autoconocernos. Libertad es conocimiento y conciencia de sí. Pero no se trata tan sólo de conocernos como Pedro, Juan o María, según historias personales, sino de algo más radical y fundamental; es decir, hacer experiencia de nuestro ser indeterminado siendo capaces de trascender las propias limitaciones. Se trata de esforzarnos por "ser mejores cada día", por perfeccionar, en la medida de lo posible, nuestras potencias y capacidades. El autoconocimiento ético consiste en vivenciar la posibilidad de generar un cambio en nuestras vidas y comprometernos con ella hasta el grado de saber que, en el fondo, no existen más limitaciones que las que nos queremos poner a nosotros mismos. Se trata en fin, de la experiencia de nuestra infinitud o apertura a lo posible, al futuro y la novedad. Dicho de otra forma, la libertad es la capacidad de romper con la repetición (y los malos hábitos), con las limitaciones externas y con todo aquello que nos ata y pretende mantenernos estáticos. En este sentido, el contrario de la libertad se da cuando no vivimos como un ser ya hecho y determinado por los otros o por las circunstancias, cuando decimos "así soy yo", "este es el destino que me tocó". La virtud de autonomía consiste en una conquista interminable. Que nunca logramos de modo pleno. Tenemos que luchar permanentemente por hacernos libres porque la libertad no tiene un desarrollo garantizado, por lo contrario, su descubrimiento tiene a la vez un impulso a la realización y un movimiento regresivo. Ya nos hemos referido al miedo a tomar decisiones. Desde el punto de vista de la vivencia de la libertad, el miedo se transforma en angustia. La diferencia entre el miedo y la angustia, es que el primero se da ante lo determinado, ante lo concreto. La libertad se vive, entonces, como vacío de ser, como pura posibilidad o potencia y esto nos angustia. Sin embargo, la libertad conlleva también una vivencia feliz y alegre. Al descubrirla afirmamos nuestra potencia para el cambio, y en esta medida, aunque el futuro sea incierto, podemos dirigirnos a él confiando en que lograremos realizar lo que nos proponemos. El ejercicio de esta confianza se convierte en una virtud que puede llamarse "esperanza ética". La libertad implica también soledad. Al asumirnos como seres libres y autónomos sabemos que tenemos un camino único, que nadie más puede recorrer y que tenemos que construirlo con las decisiones propias. No podemos imitar a los otros o dejar que ellos decidan lo que vamos a hacer. Tenemos que singularizarnos esto es, separarnos del refugio y la comodidad que implica el querer ser como otro y el dejar que alguien más tome las decisiones que nos corresponden. La soledad ética consiste en que hemos de regirnos por nuestra propia conciencia, tener la capacidad de escuchar la "propia voz' y no la que viene de afuera, de la moda o de la costumbre. Por último, la realización de la libertad, el enfrentamiento de aquello que la puede detener implica un "heroísmo ético", implica trascender los obstáculos y concebirse a sí mismo como un ser posible con capacidad de dar forma propia a la vida con capacidad de no olvidar los valores e ideales, sino, por lo contrario mantenerse con firmeza. De este modo la virtud de la libertad y su ejercicio permanente produce un fortalecimiento del “yo" de nuestra identidad. Se trata de hacerse "persona”. Igualdad, solidaridad y justicia Para comprender el sentido de la igualdad es necesario implicar su contrario: la desigualdad. La idea de que los seres humanos somos iguales no significa, en efecto, que seamos idénticos, que todos nos comportemos de la misma manera ni tengamos las mismas características físicas, culturales o emocionales. Igualdad no es uniformidad. Somos iguales y diferentes a la vez. ¿Cómo es esto posible? Por un lado, todos los seres humanos tenemos la misma condición de seres posibles e indeterminados. De hecho, es la libertad la que nos hace iguales, pues nadie nace totalmente determinado, sino que siempre hay un margen para desarrollar las distintas potencialidades. Pero, a la vez, no todos nacemos con las mismas características ni en las mismas condiciones socioeconómicas y culturales. Hay diferencias de todo tipo entre chinos y franceses, mexicanos e hindúes. Además, no todos los seres humanos hacemos lo mismo con la libertad de nuestro ser; unos se comprometen más con ella y desarrollan sus potencialidades humanas, otros no. Entonces, ¿por qué proponer la igualdad como virtud, como un ideal por alcanzar, si ya la poseemos? Lo que ocurre es que en las condiciones concretas de existencia, en los diversos sistemas político-sociales y en el trato que nos damos unos a otros, intervienen los intereses particulares o de grupo y solemos dar mayor importancia a las diferencias y generar con ello injusticias y discriminaciones. Existe, por tanto, la necesidad de reconocer que todos somos seres humanos compartimos una physis común y, que por ello todos tenemos, en principio, los mismos derechos básicos y universales (derechos humanos) para llevar a cabo el proyecto de vida que hemos elegido. El actuar reconociendo estos derechos comunes constituye la virtud de la igualdad. Y es precisamente la igualdad interhumana la que nos permite comprender los valores de la solidaridad y la justicia. Desde el punto de vista ético, la solidaridad no es otra cosa sino el reconocimiento de que todos tenemos precisamente la misma naturaleza, la misma aspiración a "ser mejores" y a realizar la libertad y que, por ende, existe una "hermandad" interhumana. Somos solidarios en sentido ético cuando asumimos la frase del sabio romano Terencio: "Nada humano me es ajeno", es decir, cuando comprendemos que las diferencias entre los humanos no constituyen cortes o distancias radicales, que lo que otros han desarrollado, ya sea el éxito o el fracaso ético, económico. políticosocial, también es posible para cualquier ser humano y que, por ende, no podemos ser indiferentes al destino de los demás, sino que, por lo contrario. , podemos hacer algo por ellos. La solidaridad se convierte en virtud ética cuando ejercemos, en la medida de lo posible, la responsabilidad de hacer algo para mejorar la vida de aquellos que conviven en nuestro entorno. La virtud de la justicia, por su parte, consiste básicamente en "dar a cada quien lo que le corresponde" y esto se refiere, ante todo, al reconocimiento de los derechos humanos de los otros, a tratar a todo ser humano como un ser libre, autónomo y digno de respeto. La justicia excluye, por principio, el dominio, la violencia y la manipulación. Pero además, ella implica buscar el reparto equitativo de los bienes materiales. Así como de las oportunidades de desarrollo personal o de grupo en el interior de una sociedad. Es preciso acortar estas distancias para que las personas lleven una vida digna, y para hacer efectiva su libertad y su autonomía. La tolerancia Para hacer posible la vida comunitaria basada en la igualdad, la solidaridad y la justicia requerimos la tolerancia, es decir, el respeto activo hacia las diferentes formas de vida, concepciones morales y comportamientos sociales. Existen dos formas de tolerancia: la pasiva, que no tiene valor ético ni es una virtud, y la activa, que es la que importa realizar. La primera consiste en aguantar simplemente al otro porque nos vemos forzados por las circunstancias. Es el mínimo de aceptación que podemos dar a los demás en la convivencia. Pero se trata de algo extrínseco y forzado, cuyo único objetivo es evitar el conflicto y no conlleva ningún interés por conocer a quienes no son como nosotros ni comparten todas nuestras concepciones morales. Por lo contrario, la auténtica tolerancia es una forma genuina de respeto que proviene de una aceptación libre y sincera de la íntima relación entre igualdad y diferencia entre los seres humanos; gracias a ella podemos interesarnos en conocer y aceptar las diferencias. La tolerancia activa parte de la convicción de que la diversidad de formas de vida no anula la radical igualdad interhumana; por tanto, no elimina el derecho que todos tenemos a realizar nuestros proyectos, ideales y valores éticos, políticos y religiosos. Voltaire (1694-1778), filósofo de la ilustración francesa, precisó esta síntesis de igualdad y diferencia en la siguiente frase —que puede considerarse el lema de la tolerancia—: "no estoy de acuerdo con lo que piensas pero estoy dispuesto a defender hasta la muerte el derecho que tienes de pensar lo que piensas". El respeto a la diferencia implica el reconocimiento del carácter relativo, no absoluto, de la propia forma de vida; implica también una actitud de humildad, de no soberbia ni superioridad frente al otro, se basa en reconocer que nadie posee nunca la verdad absoluta. En el polo opuesto de la tolerancia genuina está la intolerancia: el dogmatismo y el fanatismo de quienes tienen la soberbia de creer que sólo su forma de vida es válida y, por tanto, intentan negar al diferente con la imposición y el dominio. Esta actitud ha dado lugar en la historia a diversos tipos de marginaciones y estigmatizaciones que atentan contra la dignidad del otro como son el racismo, la marginación religiosa, la discriminación por diferencias sexuales. La intolerancia conlleva el desconocimiento de la diversidad o pluralidad humana. En el fondo, la humildad proviene de la seguridad del hombre ético, que sabe que la libertad, al ser posibilidad abierta, implica muchas formas de realización y, por ende, él mismo busca realizar sus propias convicciones sin pretender imponerlas a los demás. Por el contrario, la soberbia proviene de la inseguridad de quien no ha descubierto la naturaleza propia de la libertad, de quien no es libre y cree que al imponer sus creencias y negar las de los demás realiza su ser. Por último, hay que señalar que la tolerancia tiene un límite; no todos los actos son Igualmente aceptables, desde el punto de vista ético. Si aceptamos cualquier tipo de actos, caeríamos en la indiferencia, en el "todo vale igual". La pluralidad no es axiológicamente indiferente, es tanto positiva como negativa. Pero ¿cuáles son las diferencias negativas? La única de ellas que tiene un signo negativo es la intolerancia de los fanáticos y de los violentos. No es éticamente aceptable tolerar al que no tolera y actúa en contra de los derechos del otro. No vale tolerar al racista, al terrorista, al violador, al cruel, al violento y al criminal, a quien no respeta la libertad y dignidad de los otros, al que quebranta el orden de la igualdad y el respeto recíproco. Si permitimos todo esto caemos en una fuerte contradicción ya que damos lugar a que la intolerancia destruya la diversidad de formas de vida. Por tanto la única forma de vida no tolerable es la intolerante es decir aquella que pretende imponerse por coacción y violencia sobre los demás. Para enfrentar este límite la persona ética no puede servirse de una actitud intolerante por ejemplo haciendo uso de la violencia. Debe valerse de medios racionales, tendrá que apoyarse en la educación el diálogo la apelación a la ley y a la justicia. La sabiduría ética o prudencia, la racionalidad y la valentía La prudencia (en griego phrónesis) es la virtud que nos permite tomar decisiones correctas en la vida práctica y realizar de ese modo los valores. Se ejerce en situaciones concretas a las que nos enfrentamos, pero tiene como horizonte lo universal. La prudencia consiste en preguntarse qué es ser justo, tolerante, solidario etc. y con qué medios implementar estas virtudes "aquí y ahora" es decir, cómo realizar el ideal ético en esta situación concreta cómo acortar la distancia entre uno y otro. En otras palabras la prudencia es el arte de saber cómo actuar de la mejor manera posible en cada caso, por lo que requiere la comprensión de la singularidad o del carácter irrepetible de cada caso y de la generalidad de la ley o del deber. El polo opuesto de la sabiduría ética es el apriorismo o purismo ético que consiste en proceder desde la pura generalidad sin tomar en cuenta las especificidades de la situación. Lo que destaca en la sabiduría ética es la resolución de lo singular dentro de un horizonte de valores, pero sin dejarse llevar por la aplicación mecánica de las reglas. La prudencia es el arte de decidir adecuadamente. El hombre prudente tiene que ir descubriendo cómo actuar en cada caso. La prudencia implica por tanto intuición, es decir, el arte de saber qué hacer según las circunstancias. Pero también implica el desarrollo de la inteligencia y de la razón deliberativa. . En realidad, a la prudencia corresponde lo que hemos dicho sobre el juicio moral o la deliberación. Hemos de analizar racionalmente las causas y los motivos los fines y los medios así como las consecuencias de los actos y de acuerdo con todo esto determinar con valentía qué hacer. No hay prudencia sin un análisis racional y sin valor para decidirnos por una acción y actuar en consecuencia. La paz La paz es incomprensible sin la guerra y la violencia, debido a que en la historia siempre ha habido conflicto entre los seres humanos. Estamos hechos de fuerzas contradictorias unas hacia el ascenso y la construcción y otras hacia el descenso y la destrucción. Pero también hemos visto que la libertad responsable esta en un movimiento de trascendencia de la contradicción, pues se propone fines se compromete con ellos y, en esta medida cobra una forma definida. La dimensión ética de la paz proviene de este movimiento en el que la libertad encuentra un compromiso con el crecimiento del ser humano. Sin embargo es preciso comprender que la violencia es parte de la naturaleza humana. La paz nunca se conquista por completo, no es un estado definitivo, sino siempre relativo al conflicto. Paz y violencia son dos contrarios que se implican mutuamente y que, por ende no se anulan uno al otro. El polo opuesto de la paz no es propiamente la guerra, sino el predominio de las fuerzas destructivas de la vida humana sobre las creativas. Lo verdaderamente inadmisible es dejarnos llevar por las fuerzas que obstruyen la libertad, el fatalismo, el miedo y la angustia, el sometimiento a los otros por no haber sabido conquistar la independencia. Estas fuerzas pueden hacerse presentes tanto en la guerra como en una paz igualmente destructiva. Una paz destructiva es aquella que proviene del sometimiento del conformismo con las propias limitaciones y del temor a protestar y a exigir los propios derechos, la que huye del conflicto con uno mismo y con los otros Ella no constituye, desde luego, ninguna virtud. Asimismo, existe una guerra esencialmente destructiva, cuando lo que motiva el conflicto es el propósito de sojuzgar a otros. Esta actitud belicosa surge de la incapacidad de asumir las propias fuerzas creativas, de la falta de compromiso con nuestros fines, entonces, lo que buscamos es someternos a nosotros mismos al miedo o bien, someter a los otros. La guerra que busca el sometimiento y el dominio tiene como fin lograr lo que se ha caracterizado como la "paz de los sepulcros", puesto que se acerca al quietismo de la muerte y al sometimiento. Es la paz manchada de sangre, la de la resignación de los vencidos. Pero ésta no puede ser una paz estable y duradera, puesto que alimenta el resentimiento de los sojuzgados y, tarde o temprano, la explosión de más violencia. En cambio, es posible hablar de una paz, e incluso, de una violencia constructivas. En este caso lo decisivo es que el dinamismo y complementariedad entre una y otra está marcado por la búsqueda autentica de la libertad responsable. Es un hecho que en ocasiones tenemos que entrar en conflicto contra las determinaciones del medio social y político que nos oprimen, y también contra la voluntad de otros que se oponen a nuestros proyectos legítimos y al desarrollo de nuestra libertad y autonomía. Por ello, es no sólo legítimo sino necesario, desde el punto de vista ético, protestar y exigir los derechos personales o de un pueblo. La defensa de la libertad personal o colectiva puede valerse de la violencia para combatir a las fuerzas que intentan destruirla. Lo decisivo para que la paz adquiera un carácter ético (que surja de la tolerancia y no del miedo y el sometimiento) es la tendencia hacia la libertad y la autonomía comprometida con los valores humanizantes, con aquellos que permiten el desarrollo de las virtudes de todos los seres humanos. La paz exige el ejercicio permanente de actitudes conciliatorias (aun en el conflicto) como la serenidad, la tranquilidad de ánimo y el autodominio. Desde luego, no el autodominio como represión de la libertad sino como verdadera conciencia de la dirección que deseamos dar a la libertad. Si tenemos claro esto conquistaremos la tranquilidad incluso en la guerra y la protesta. Lo que la virtud ética de la paz no puede implicar es por consiguiente, la actitud belicosa, la disposición a la guerra sin cuartel, a la destrucción ciega e irracional sin fines de humanización, y sin la búsqueda de acuerdos, conciliación. En síntesis, la paz tiene como objetivo el desarrollo de las potencias humanas, la preservación de la libertad; la autonomía. La violencia y la guerra pueden ser un medio para alcanzar la paz cuando se busca defender el derecho a la autonomía o la independencia política de un pueblo, o cuando una comunidad busca preservar sus derechos o su identidad cultural ante la oposición violenta de un grupo dominante o de otro Estado. En cambio, los contrarios irreconciliables y opuestos a la virtud de la paz son: la paz por impotencia y la belicosidad destructiva. Conviene evitar estos extremos, pues sin la búsqueda constante de la paz (en la que pueden intervenir actos de fuerza) no puede realizarse una auténtica libertad del ser humano. La esperanza ética Para realizar los valores es preciso tener confianza en que los ideales pueden hacerse realidad, a pesar de los múltiples impedimentos a su realización. Los valores son convicciones que muchas veces no han cobrado realidad en nuestro entorno, pero que nosotros tenemos que esforzarnos por hacer reales, si en verdad estamos convencidos de que valen. Para esto requerimos esperanza, necesitamos pensar que podemos ser agentes de cambio y que los valores tienen fuerza transformadora no sólo en nuestra persona sino en la de los demás. Pero no se trata en modo alguno de una esperanza meramente ingenua que se aferra a que en el futuro las cosas serán mejores que en el presente, y con ello desplaza los problemas hacia un mañana indefinido. La esperanza ética se basa en el ejercicio de la razón analítica y crítica, en el conocimiento de la naturaleza o physis humana, en el conocimiento de su historia y su presente. Para actuar éticamente hemos de conocer la situación concreta a la que nos enfrentamos así como nuestros fines, motivos y medios. La esperanza ética debe ser realista. A la vez, cabe advertir que no basta con el mero realismo racional, sino que éste tiene que ser esperanzador. Pues la vida ética es la vida de la libertad y, por ende, de lo posible, de lo que aún no es Ella implica lanzarse al futuro, y para esto no es suficiente la pura razón, se requiere una actitud de auténtico convencimiento en la que intervienen fuerzas como la imaginación, la intuición y el amor. La ética moviliza la integridad de nuestro ser. En tanto la virtud de la esperanza consiste en la conjunción del conocimiento realista y la fidelidad a los propios ideales y valores, aún cuando ellos todavía no lleguen a realizarse. Se trata de reunir el ejercicio de la razón con el afán de tener un futuro imaginativo y transformador. Si sólo ejercemos uno de estos dos aspectos, es decir, si sólo somos realistas o si sólo anhelamos un futuro sin ninguna base en la realidad, no se da la virtud de la esperanza, y sin ella no hay un auténtico movimiento ético. En este caso es preciso evitar los extremos: por un lado, la pura racionalidad que sólo analiza sin impulsar al cambio y, por el otro, la mera ilusión vacía y estéril que proyecta ideales sin analizar los elementos de una determinada situación.
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