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Serie Bauhaus
Consejo editorJoaquín Gallego
Arturo Leyte
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prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,
www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Jan Assmann, Herrschaft und Heil. Politische Theologie in Ägypten, Israel und Europa © 2000
Carl Hanser Verlag München-Wien
Hans Belting, Das echte Bild, 2nd ed. 2006 © 2006 Verlag C. H. Beck oHG München
Gottfried Boehm, Wie Bilder Sinn erzeugen © 2008 Berlin University Press Berlin
Roberto Esposito, Comunidad, inmunidad y biopolítica © 2009 Editorial Herder Barcelona
Boris Groys, Topologie der Kunst © 2003 Carl Hanser Verlag München-Wien
W. J. T. Mitchell, Iconology. Image, Text, Ideology © 1986 The University of Chicago Press Chicago
Marie-José Mondzain, Image, icône, économie. Les sources de l’imaginaire contemporain
© 1996 Éditions du Seuil Paris
Thomas Hobbes, Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil
© 1989 Alianza Editorial Madrid
© Carlos A. Otero Álvarez de la selección, introducción, notas y traducción del alemán
de los textos de Gottfried Boehm, Hans Belting y Boris Groys
© Joaquín Chamorro Mielke de la traducción del alemán del texto de Jan Assmann
© Helena Cortés Gabaudan de la traducción del francés del texto de Marie-José Mondzain
© Alicia García Ruiz de la traducción del italiano del texto de Roberto Esposito
© Carlos Mellizo de la traducción del inglés del texto de Thomas Hobbes
© Mariano Peyrou Tubert de la traducción del inglés del texto de W. J. T. Mitchell
© La Oficina de Arte y Ediciones, S. L., 2012, de la presente edición
calle de Los Madrazo, 24, 28014 Madrid
teléfono +34 913 692 050
www.laoficinaediciones.com
diseño Joaquín Gallego
coordinación editorial Carmen Pérez Sangiao
producción gráfica Brizzolis, arte en gráficas
isbn: 978-84-938886-9-5
depósito legal: M-16354-2012
Introducción. La imagen como paradoja
Carlos A. Otero
9
Iconoclastia. Extinción - Superación - Negación
Gottfried Boehm
37
La iconoclastia como procedimiento:
estrategias iconoclastas en el cine
Boris Groys
55
La idolatría hoy
Hans Belting
77
Monoteísmo e iconoclastia como teología política
Jan Assmann
99
Delenda est el ídolo
Marie-José Mondzain
123
La dialéctica de la iconoclastia
W. J. T. Mitchell
149
Inmunización y violencia
Roberto Esposito
167
Apéndice: Leviatán (fragmentos)
Thomas Hobbes
183
Notas biográficas
203
Carlos A. Otero
La imagen como paradoja
Por otra parte, si suponemos que las unidades y puntos que corresponden
al cuerpo son distintas de las del alma, las unidades de ambos ocuparán
el mismo lugar, ya que cada una ocupará el lugar de un punto. Y si puede
haber dos puntos en el mismo lugar, ¿qué impedimento existirá para que
pueda haber infinitos?
Aristóteles
Los padres, de pie junto a sus coches, aturdidos por el sol, veían imágenes
de sí mismos por todos lados. El bronceado meticuloso.
Don DeLillo
Si Florencia es una ciudad obra de arte, no me interesa... No quiero
la imagen exacta, sino la imagen que participa del error.
Giorgio Manganelli
La literatura contemporánea parece una algarabía de eunucos en celo.
Nicolás Gómez Dávila
Tanto en la práctica de las vanguardias artísticas como en la crítica conservadora de la proliferación incontrolada de las imágenes, tanto en la crítica de la ideología marxista como en la crítica
de la época de la imagen del mundo heideggeriana, tanto en la
crítica de la idolatría del arte de Lévinas como en la crítica de la
sociedad del espectáculo de Debord, se da por descontada una
condición, un gesto inaugural para toda práctica artística o política que se quiera radical, para todo pensamiento que se pretenda auténtico: la imagen debe ser atravesada, la imagen debe
ser negada; en cualquier caso, tiene que ser subordinada a una
instancia que le otorgue una dirección. Esto es, se da por descontada la evidencia y la necesidad del gesto iconoclasta.
Históricamente dicha evidencia se manifestó por primera
vez, al menos en Occidente, en dos ámbitos: la religión y la filosofía. Si así se quiere: en Jerusalén y en Atenas. En un caso el adversario era el ídolo, en el otro era la doxa. Siempre los muchos, el
10
La imagen como paradoja
pueblo o los otros, incapaces de habérselas adecuadamente con
la imagen. Mucho más tarde, la necesidad del gesto iconoclasta
se transfirió a la esfera artística. Esto sucedió, no por azar, en el
momento en el que se constituía lo que se ha llamado la «Religión del arte», en el tiempo en el cual el concepto y la práctica de
la imagen sufrían una transformación profunda. Entonces dejó,
aparentemente, de ser un asunto de culto para transformarse en
asunto de estética. Estoy hablando del Romanticismo, del que
aún somos, sabiéndolo o no, herederos.
No se encontrará en esta introducción una definición del concepto de iconoclastia; del problema darán cuenta las intervenciones, variadas en su registro e intención, que siguen a estas páginas
introductorias. Estas tienen como único objetivo plantear una
serie de cuestiones que están presentes de forma explícita o implícita en los textos reunidos para esta edición, señalando, de este
modo, una dirección posible para la lectura de los mismos. A ello
se dedicará la primera sección de la introducción. En la segunda se presentarán los textos uno a uno, justificando su selección.
Por lo que se refiere a aquello que los mancomuna, una primera
indicación: en todas las contribuciones recogidas aquí, el autor
matiza o toma distancia con respecto a la forma generalizada en
la que ha venido siendo explicado y valorado el gesto iconoclasta.
Así, la selección ha estado regida por la voluntad de cuestionar
la evidencia y necesidad del acto iconoclasta antes mencionadas,
por la voluntad de subrayar su constitutiva ambivalencia que haría imposible una valoración unívoca del fenómeno. Planteado en
los términos de una expresión que no se ha dejado de repetir de
forma obsesiva a lo largo de los últimos decenios, aun camuflada
bajo otros nombres: todos los autores se distancian de la, ya estéril, crítica de la representación. Y no gracias a una alegre, despreocupada, inteligentísima y agudísima actitud, llamémosla así,
posmoderna. Actitud irresponsable, hay que decirlo, en tanto que
ha pretendido resolver el problema negando su existencia. En los
Carlos A. Otero
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siete textos que siguen, los autores asumen la gravedad, el peso de
la cuestión, es decir, se hacen cargo de las profundas consecuencias estéticas y políticas que derivan del carácter incierto, inseguro y ambiguo de la imagen, sin por ello entregarse al acostumbrado lamento apocalíptico acerca del poder que las imágenes
ejercen inadvertidamente sobre nosotros. Lamento tan común
en una tradición como la nuestra, que se inicia con la prohibición
bíblica de las imágenes y con la exclusión platónica de los hacedores de las mismas del espacio público. Tampoco se acomodan los autores a la cada vez más extendida exigencia de un uso,
de una gestión, razonable y sensata, de las imágenes, como por
ejemplo proponen los recientes intentos de renovar una teoría
del gusto, sea en su versión neokantiana o en su versión analítica.
Sin duda, la mayor parte de los textos que se han seleccionado también pueden leerse como una continuación de las críticas
anteriores a la doxa, al fetichismo, a la industria cultural, a la sociedad del espectáculo, al simulacro, etc., pero lo característico
de todos ellos reside en la pretensión de evitar una crítica frontal,
meramente polémica, así como en la voluntad de escapar a una alternativa (imagen-no imagen) que nos condena a repetir un gesto
crítico que se agota en sí mismo; el tiempo lo ha demostrado. El
núcleo de cada uno de los textos constituye, implícita o explícitamente, un punto de fuga con respecto a tal alternativa. La recurrencia en ellos de un término, energía, señala la dirección de esta
fuga. Esta se puede especificar como fuerza, vida, potencia, sentido... De cualquier manera, se trata de diferentes formas de calificar
la dinámica vibrátil, doble, que tiene lugar en la imagen, dinámica
que la convierte en el espacio por antonomasia de la libertad. El
carácter radicalmente político, presente, aunque sea de forma velada, en todos los textos, deriva de una constatación: la imagen es
el lugar de un ejercicio ambivalente de la libertad. El fenómeno o
el procedimiento de la iconoclastia se manifiesta como lugar privilegiado para probar esta libertad, en tanto que en el acto destructi-
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La imagen como paradoja
Carlos A. Otero
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En primer lugar, parece necesario llamar la atención sobre una
cuestión terminológica. Por iconoclastia entendemos hoy la destrucción de imágenes en general, sin reparar ya en el hecho de
que antiguamente la imagen que debía ser destruida poseía unas
determinadas características. Por tal razón era nombrada de un
modo específico: icono. Fueron los Padres de la Iglesia, en especial
durante la crisis de la iconoclastia en Bizancio, quienes definieron
el concepto de una forma precisa. La definición clásica es la de
Juan Damasceno que en lugar de determinar el concepto a partir
del objeto, prefirió hacerlo a partir de las dos diferentes actitudes
que toma el espectador ante la imagen. Cuando la imagen es objeto
de veneración, se trata de un icono; cuando la imagen es objeto de
adoración, se trata de un ídolo. No interesa aquí entrar en la sutil
distinción entre veneración y adoración, solo es necesario retener
que a los ojos de Damasceno quien venera una imagen respeta la
distancia entre el soporte representativo y lo representado, mientras que quien adora una imagen tiende a confundir el soporte con
lo representado 1. Dejando a un lado las cuestiones teológicas que
preocupan al padre sirio, limitándonos a lo que nos interesa, lo importante es entender que, dada esta definición, es la relación como
relación con el soporte lo que resulta decisivo a la hora de explicar
el acto destructivo del iconoclasta. Este exige un respeto a la dis-
tancia, en consecuencia destruye aquellos soportes que son susceptibles de provocar una mirada confundida, que no la respete.
No es este el lugar para desentrañar las complejas distinciones entre icono, ídolo e imagen. En todo caso, el lector encontrará
en el texto de Marie-José Mondzain una determinación precisa
de las mismas. Ahora solo querría subrayar dos cosas: no toda
imagen es un icono, aunque, hecha la precisión, a partir de este
momento, en esta introducción y en los textos recogidos en este
libro, el término iconoclastia se utilizará, en la mayor parte de
los casos, para referirse a la destrucción de imágenes en general,
sin distinción alguna. Y, segunda cuestión, aceptado este uso laxo
del término, el uso común, se tiene que entender que en realidad
el iconoclasta no destruye un icono, salvo en momentos históricos muy concretos como fueron Bizancio y, hasta cierto punto,
la Reforma. El iconoclasta destruye un ídolo, por lo menos en su
intención, que es otro tipo de imagen. Con propiedad, entonces,
tendría que hablarse de idoloclastia, de la misma manera que también tendría que utilizarse el término iconolatría; no lo hacemos.
¿A qué se debe este uso terminológico impreciso, indeterminado, posiblemente indeterminable? Con seguridad al hecho
de que, salvo desde una perspectiva estrictamente teológica, la
única diferencia efectiva que existe entre icono e ídolo reside en
que los iconos suelen ser las imágenes de uno, las imágenes de
los nuestros, mientras que los ídolos suelen ser las de los otros 2.
Dejando a un lado las complejas disquisiciones teológicas y estéticas, Mondzain lo dirá de forma lapidaria: el pueblo es idólatra, el pueblo es el idólatra. La tajante aseveración de la autora
francesa hace manifiesto aquello que da razón del uso vacilante
e impreciso del término iconoclastia, que explica por qué, salvo
entre teólogos (hoy entre estetas y fenomenólogos), nunca ha
sido en realidad relevante la distinción entre icono e imagen: la
1 Jean Damascène, «Contre ceux qui rejettent les images», III, 16, 26, en Le Visage
de l’invisible, París, Éditions J.-P. Migne, 1994, pp. 76-81.
2 Hans Belting, Das echte Bild, Múnich, C. H. Beck, 2005, p. 165.
vo del iconoclasta jamás tiene lugar un movimiento de emancipación con respecto a la imagen, sin que al mismo tiempo y de forma
necesaria se dé origen a una situación de servidumbre, de sujeción a la ley, a aquello que trasciende, supuestamente, la imagen.
I
Icono, ídolo e imagen
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La imagen como paradoja
iconoclastia siempre ha sido la manifestación de una disputa en
torno al poder 3. Nuestras imágenes lo tienen, las del otro simplemente pretenden tenerlo de un modo ilegítimo. En este sentido,
en el Leviatán, el gran libro sobre la legitimidad, Thomas Hobbes
definió la idolatría de una forma muy clara: adorar lo que no hay,
honrar o adorar más de lo que hay 4. Para Hobbes un ídolo no es
nada en la medida en que su pretendida autoridad, es decir, su capacidad para producir efectos, no deriva de nada real. Siendo así,
el ídolo no debería desempeñar ningún papel en el espacio público, no es lugar de poder alguno. Así se entiende que el iconoclasta
cumple una función en la delimitación y en la gestión del espacio
público; regula distancias, autoriza presencias.
Dado el carácter negativo del fenómeno, lo más adecuado será
empezar por la determinación de aquello contra lo que se dirige
el acto iconoclasta. ¿Qué perturba el respeto a la distancia? ¿Qué
se arroga ilegítimamente el derecho de presentarse en el espacio
público (el templo, el ágora, la sociedad civil, pero también un museo)? Puesto que la iconoclastia se refiere ante todo, en esto hay
que estar de acuerdo con Juan Damasceno, a la relación con el objeto, la pregunta decisiva será qué tipo de relación suscita la imagen a los ojos del iconoclasta y en qué sentido debe ser regulada.
Sin poder abordar aquí la inmensa cuestión de qué sea una imagen
en general, sí se puede tomar como punto de partida, provisional,
una definición de la misma que precisamente la entiende en términos de relación. Para Jean-Luc Nancy la imagen es aquello con
lo que entramos en una relación de placer. De este modo, Nancy
subraya el carácter complejo, doble, de la imagen. No establecemos con ella una relación orientada exclusivamente a encontrar
3 H. Belting lo ha dicho con claridad: lo dirimido en los combates sobre la imagen
es menos su esencia que las relaciones de dominación del espacio público. Lo que
está en juego es el culto. Ibíd., p. 175.
4 Thomas Hobbes, Leviathan, Oxford, Oxford University Press, 1998, p. 108 [Leviatán, ed. y trad. Carlos Mellizo, Madrid, Alianza Editorial, 1989].
Carlos A. Otero
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una reproducción o una representación de las cosas. Lo que atrae
nuestra mirada no es solo la dimensión mimética de la imagen,
sino aquello que está al margen de la representación, es decir, la
participación (méthexis) 5. Dicho de forma más sencilla: para que
haya placer en la mirada, para que haya imagen, tiene que haber
algo más que el objeto de la representación. La intención del que
mira, del que entra en la relación que es la imagen, no corresponde solo a la disposición del que orienta su mirada buscando conocer, tener noticia de algo, sino también a la disposición propia de
una tensión ontológica. En unos términos que, quizás, el propio
Nancy no aceptaría, en la mirada se da una tensión física. A ella
remite lo que se suele denominar «el poder de la imagen»; en torno a ella tiene lugar el combate entre iconoclasta e idólatra. Como
por otra parte se confirma en la definición hobbesiana de ídolo.
Se podría determinar el placer al que hace referencia Nancy como la complacencia en la participación en una potencia,
en una energía, en un exceso; fondo, dirá el autor francés en otro
lugar 6. En el mismo sentido, Gottfried Boehm, retomando una
expresión de Gadamer, definirá el proceso esencial de la imagen,
que no se limita a la repetición de lo dado, como la capacidad
de hacer visible un aumento, un incremento, un crecimiento del
ser 7. De la definición de Nancy se deriva una constatación esencial para entender la ambivalencia de la posición y función del
iconoclasta: sin placer no hay imagen, así como sin el exceso o
incremento a que remite ese placer no hay motivo para la disputa
5 Jean-Luc Nancy, «L’immagine: mimesis e méthexis» en Clemens-Carl Härle
(ed.), Ai limiti dell’immagine, Macerata, Quodlibet, 2005, pp. 13-28.
6 Jean-Luc Nancy, Au fond des images, París, Éditions Galilée, 2003.
7 Y recuerda que Gadamer subrayaba que los griegos utilizaban el término zoon, lo
vivo, también para la imagen. Gottfried Boehm, «Die Wiederkehr der Bilder» en
G. Boehm (ed.), Was ist ein Bild?, Múnich, Wilhelm Fink, 1994, p. 33. Consúltese del mismo autor: «Zuwachs an Sein: hermeneutische Reflexion und bildende
Kunst» en G. Boehm, Wie Bilder Sinn erzeugen. Die Macht des Zeigens, Berlín,
Berlin University Press, 2007, pp. 243-267.
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La imagen como paradoja
entre iconoclasta e idólatra. De ahí que el primero no pueda renunciar a un mínimo de participación en el exceso, de ahí que su
gesto destructivo no deje de ser un dictamen acerca del carácter
ilusorio o real de la participación, acerca del acceso al poder desde dentro de la participación o exceso que es, también, la imagen.
La neutralización de la imagen
¿Cuál ha sido el medio privilegiado para reducir, para neutralizar
la participación, el incremento de ser que implica la imagen 8 ? El
relato de la entrega de los mandamientos a Moisés en el Sinaí en
la Escritura lo sugiere, Hans Belting lo explicita: históricamente
el signo se ha movilizado contra la imagen con el fin de liberarse
de sus efectos perturbadores 9. Su ser doble se conjura mediante el signo. Lutero, iconoclasta, llevará esta neutralización hasta
sus últimas consecuencias. La Reforma, segunda gran crisis de la
imagen, puede ser entendida como la aplicación sistemática de
una teoría del signo que instituye una separación ontológica insuperable entre el cuerpo de la imagen y el signo. En el centro de la
disputa entre reformados y católicos estaba la interpretación de la
eucaristía. Para los primeros, la imagen, el pan, no era el lugar de
la presencia de Dios sino que simplemente la significaba. El exceso, el fondo que acompaña a la imagen como imagen, no es negado sin más, pero se entiende que, como Trascendente, no puede
formar parte del mundo bajo ninguna figura. Por tanto, solo la
escritura puede ser el vehículo de una relación legítima con Dios.
8 Se utiliza aquí el término «neutralización» también, aunque no solo, en el sentido
de Carl Schmitt. Es decir, como neutralización del conflicto. Carl Schmitt, «Das
Zeitalter der Neutralisierungen und Entpolitisierungen» en Das Begriff des Politischen, Berlín, Ducker & Humblot 1963 (nueva edición), pp. 79-95 [El concepto
de lo político, trad. Rafael Agapito, Madrid, Alianza Editorial, 1991].
9 Hans Belting, «Nieder mit den Bildern. Alle Macht den Zeichnen. Aus der Vorgeschichte der Semiotik», en Stefan Majetschak (ed.), Bild-Zeichen. Perspektiven
einer Wissenschaft vom Bild, Múnich, Wilhelm Fink, 2005, p. 31.
Carlos A. Otero
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Resulta muy significativo que para los reformados no fuese lícita
cualquier escritura: la sospecha luterana se extendía también a las
metáforas, a cualquier imagen literaria que, es cierto, desestabiliza la dirección unívoca que el signo le impone. La imagen literaria da cuerpo al signo reintroduciendo en él la complicación que
se quería conjurar, haciendo imposible el control semántico por
medio del cual se pretendía neutralizar la imagen. Belting sostiene, con razón, que el concepto de esta en la semiótica contemporánea está marcado por el olvido de la relación de la imagen con su
cuerpo 10, yo añadiría por la anulación de su dimensión expresiva.
La neutralización de la imagen por medio del signo, sin ser
todavía la destrucción efectiva de la imagen, debe considerarse
ya como el principio del gesto iconoclasta. La reducción operada en ella anula la potencia histórica de la imagen, su historicidad. El signo solo instaura una distancia ontológica insuperable
imponiendo una determinada temporalidad, un uso restrictivo
del tiempo. El signo se presenta como la simplificación de la
temporalidad compleja de la imagen. En esta, pasado y futuro
insisten sincrónicamente en un presente situado, precisamente
el que corresponde al soporte material de la imagen, a su cuerpo histórico. Este soporte sostiene una memoria y un futuro que
vuelven inciertas e inestables, conflictivas, las miradas que se dirigen a la imagen y con ello la articulación de la relaciones que
configuran el espacio público. El iconoclasta pretende resolver
el conflicto por medio de una agresión única y última; resuelve
la complicación eliminando el soporte de la imagen al presentarlo como mero significante. Le da una orientación al reducir
el tiempo a simple secuencia de presentes que no pueden tener
10 Ibíd., pp. 31-34 y Hans Belting, Das echte Billd, pp. 163-165. A la hora de diferenciar su antropología de la imagen de la semiótica, Belting señala lo fundamental:
la percepción de imágenes es un acto de animación, una acción simbólica. Consúltese también del mismo autor el segundo y tercer capítulos de Bild-Anthropologie, Múnich, Wilhelm Fink, 2001 [Antropología de la imagen, trad. Gonzalo
María Vélez Espinosa, Buenos Aires, Katz Editores, 2007].
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La imagen como paradoja
la pretensión de contener o de hacer justamente presente aquello que los excede. Así queda neutralizada la historicidad o, lo
que es lo mismo, el carácter mixto y expresivo de la dimensión
participativa de la imagen, su ser doble. El iconoclasta anula la
complacencia en la participación, excluye, sobre todo, una memoria abierta, sin fondo, y un deseo incontrolado, proyectado
hacia el futuro sin orden ni dirección. Si el gesto iconoclasta ha
sido uno de los procedimientos privilegiados para evitar el fetichismo del presente –la reducción de todo lo que hay a lo que
está ante los ojos–, no es menos cierto que el iconoclasta se ha
constituido en el guardián excesivo y dogmático de una concepción única, lineal, del tiempo: pasado, presente y futuro se suceden inevitablemente, al tener todo tiempo su lugar específico de
comparecencia, su época. Dios se vuelve un pretérito absoluto,
irrepresentable, o un futuro que nada tiene que ver con la complicación mundana de los tiempos, la cual constituye el carácter
irreductible de toda imagen, su ser, a la vez, representación y
participación. Quiero decir con esto que el iconoclasta, a su pesar, como el semiólogo, encarna una filosofía de la historia que
se oculta tras una teoría del signo. Esto es, a su pesar y paradójicamente, actúa en nombre de una potencia histórica, mundana.
Recordémoslo, idólatra es el pueblo. Iletrado y analfabeto, no
establece una relación adecuada con la imagen. No distingue el
tiempo que le corresponde, no escande adecuadamente sus tiempos; no la significa. La reducción de la dimensión ontológica de la
imagen y de su historicidad constitutiva, la convierte, en el mejor
de los casos, en mero objeto de lectura, de iconología. Las imágenes, se nos ha dicho con insistencia, son la Biblia de los analfabetos, de los pobres. El catolicismo postridentino hará buen uso de
esta Escritura. En el norte de Europa se pondrá al pueblo a cantar;
el signo vendrá acompañado por la imagen sonora, inaugurando
así una mística, por no decir una mistificación, de la música que
llega hasta hoy y que solo se puede calificar como iconoclasta.
Carlos A. Otero
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El Estado moderno se fundamentará en la convicción inextirpable de la idolatría del pueblo. No debe caer en el olvido la base
esencialmente lingüística del pensamiento de su padre fundador,
Hobbes, cuya intención filosófica básica fue evitar la atribución
de una dimensión ontológica a la función copulativa del verbo
ser. También las estrategias del arte contemporáneo y los escritos de sus teóricos más conspicuos presupondrán la inextirpable
idolatría de su público, también elaborarán ellos una teoría de la
soberanía. Convicción política y presuposición estética que, no
lo perdamos de vista, derivan del interesado olvido que constituye la condición de posibilidad de la neutralización del carácter
esencialmente incierto, abierto, complicado de la imagen. Pero
quizás el supuesto idólatra y el mal espectador no se confunden,
quizás simplemente responden, como pueden, conflictivamente,
a las complicaciones del tiempo.
Fe y monoteísmo
Al iconoclasta le preocupa sobre todo la regulación del incremento del ser, la duplicidad de la imagen, es decir, la participación en
aquello que insiste, todavía, en el espacio delimitado e inmune de
la vida en común (templo, ágora, sociedad civil, también museo).
¿Cómo se caracteriza desde su punto de vista la relación con el
exceso? Ante todo se trata de un asunto de fe. Y no solo, como podría parecer en un primer momento, porque el gesto iconoclasta
pretenda liquidar la imagen del idólatra al entenderlo como el soporte de un acceso ilegítimo a la potencia que sostiene la fe. No se
entiende en verdad el conflicto si no se comprende que las creencias del iconoclasta y del idólatra se entrelazan de una forma compleja. Como se ha subrayado: «la iconoclastia es una adoración a
las imágenes invertida» 11. No solo porque la fe del iconoclasta se
11 Beat Wyss, Vom Bild zum Kunstsystem, Colonia, Walther König, 2006, p. 54.
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La imagen como paradoja
Carlos A. Otero
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apoya, contra su voluntad, en un determinado tipo de imágenes.
La fe del iconoclasta, y con ella su acción destructiva, depende
lógica y cronológicamente de la fe del idólatra; el iconoclasta necesita la fe de este. Se trata de una cuestión previa a aquella que
concierne a la falsedad o verdad de la imagen, a su legitimidad
o ilegitimidad, por la sencilla razón de que, por regla general, el
idólatra se siente menos concernido por la verdad de su supuesta
creencia que el iconoclasta. Si se quiere, vive su placer de una forma menos traumática que este. No necesita de modo apremiante
que su complacencia, su participación, sea autorizada. La fe del
idólatra suele ser laxa, más pragmática que militante; negociable,
siempre dispuesta a un acuerdo sincrético. La legitimidad del iconoclasta, en cambio, se fundamenta en la exclusividad, por ello,
paradójicamente, necesita tener fe en la fe del idólatra. Necesita
creer que el idólatra cree en la presencia de lo divino en el ídolo
que adora. El iconoclasta trae el conflicto o, mejor, externaliza
el conflicto inherente a la imagen misma. Es el responsable de
una violencia inexistente antes de su celo divino, antes de la determinación del otro como idólatra. El iconoclasta necesita de la
pretendida fe ciega de este en la misma medida en que un poder
–el iconoclasta actúa siempre en nombre de un soberano– solo
se puede afirmar contra otro poder. En términos religiosos, Dios
solo se puede afirmar contra otros dioses, contra otras imágenes.
Únicamente hay idólatras para los monoteísmos, el pagano es
el objeto de una construcción polémica en la medida en que el
monoteísmo no se caracteriza en verdad por separar a un dios de
los muchos dioses, sino porque distingue una religión verdadera
de otra falsa. Así lo sostiene Jan Assmann, al que sigo en este punto 12. Siendo la verdad única, no extrañará que a los ojos del monoteísta el resto de las imágenes, esto es, de las relaciones de placer
y de fe, se vuelvan sospechosas. Una vez establecida la distinción,
13 Ibíd., p. 97.
12 Jan Assmann, Das mosaische Unterscheidung, Múnich-Viena, Carl Hanser, 2003
[La distinción mosaica, trad. Guadalupe González Diéguez, Madrid, Akal, 2006].
14 El argumento se desarrolla por extenso en op.cit. y en Herrschaft und Heil, Múnich-Viena, Carl Hanser, 2000.
una vez que se ha hecho entrar en juego el criterio de verdad
como instancia fundamental a la hora de juzgar a las imágenes
en su conjunto, lo que no es del orden de la ciencia (principios de
identidad, de tercio excluso, de contradicción 13: todo aquello que
delimita un espacio del que se ha excluido el exceso, o el fondo,
o el incremento de ser), deberá ser objeto de una fe legitimada y
ordenada, única. En los términos de lo dicho con anterioridad:
al estar en un ámbito completamente separado, no participable,
el acceso a aquello que en la imagen no es del orden de la representación debe ser regulado de forma estricta. Esta es la función,
precisamente, de la prohibición bíblica de las imágenes. El monoteísmo excluye la dualidad, la ambivalencia propia de las mismas,
teme la equivocidad de un fondo, de un exceso que no se ha afirmado como un Dios único, absuelto, sin relación.
Negando a los dioses que se presentan como las muchas imágenes, la verdad monoteísta, como sostiene Assmann, no trajo al
mundo el odio sino una forma específica de odio: el odio iconoclasta, teoclasta. Si la religión hebrea es una contrarreligión porque se
define contra el poder del Faraón, contra la figura del Faraón como
imagen de un dios 14, entonces la falsedad del paganismo se probará
de forma destacada en su uso de las imágenes, en su concepto de la
representación. La prohibición bíblica de las imágenes no afirma el
carácter incomparable de un Dios único sin negar al mismo tiempo
las formas de representación por medio de las cuales gobiernan los
señores: el dios vivo, verdadero y único Señor de este mundo, no se
deja presentar mágicamente en él. El segundo mandato del Decálogo es un mandato político. No me detengo en las consecuencias
que la prohibición bíblica de las imágenes tuvo para la comprensión de las mismas en las culturas de tradición monoteísta; serán
tratadas con detalle en varios de los textos que se ofrecen aquí.
22
La imagen como paradoja
Multiplicación, historia y productividad
Carlos A. Otero
23
15 Biblia de Jerusalén, Madrid, Alianza, 1999. Las citas bíblicas se dan según esta
edición.
una afirmación, debe estar ordenado a un único fin, la reproducción. La prohibición de las imágenes, de un determinado tipo de
imágenes, aquellas que fingen la vida o confunden lo muerto con
lo vivo, es decir, aquellas que conducen a la esterilidad, no es otra
cosa que el medio para gestionar el encargo de Dios. La voz y la
palabra (el signo) encauzan la tarea de la multiplicación y la reproducción. Así en el Éxodo se delimita la tarea demandada en el Génesis. De este modo se explica por qué el iconoclasta no solo teme
por la soberanía de Dios, por su carácter único, sino también por el
resultado de una gestión no adecuada de la imagen, de la relación
de placer que es esta: puede apartar al hombre, y digo bien al hombre, de su destino. La imagen suelta, que desorienta, es una imagen
de deseo vana, no productiva. En este sentido, se debería concebir
el ídolo como una imagen que ha dejado de ser orgánica, estéril.
Como dice otro extraño Padre de la Iglesia, Aristóteles, el alma
está organizada única y exclusivamente para un fin, la generación
de una perfecta reproducción de sí. Esto es, para la producción
de una imagen de la especie 17. Esta singular forma de neutralizar
la participación, esta glorificación de sí del alma aristotélica, una
vez traducida al léxico monoteísta, se presenta como glorificación
de Dios. El iconoclasta sirve a esta glorificación en la medida en
que decide qué imágenes son útiles para la reproducción, que estímulos son adecuados para la constitución de un pueblo de Dios.
En la teodicea de Leibniz, primera gran justificación laica, a
pesar de todo, de la historia y de la imagen, en la que se funden
la tradición bíblica y la aristotélica, se puede encontrar una precisa determinación de los mecanismos que regulan la economía
de la imagen, esto es, el funcionamiento conjunto de la exhortación a la multiplicación y la prohibición de las imágenes. La creación funciona, sostiene Leibniz, de acuerdo con dos principios:
la simplicidad y la fecundidad. El carácter económico de la con-
16 Hans Belting, Florenz und Bagdad. Eine westöstliche Geschichte des Blicks, Múnich, C. H. Beck, 2008.
17 Aristóteles, Acerca del alma, trad. Tomás Calvo, Madrid, Gredos, 1978.
Sí querría detenerme ahora en otro paso que, por regla general,
se olvida a la hora de abordar el problema de la imagen en el
Antiguo Testamento. No parece desacertado pensar que en el
Génesis (9, 1) se trata la cuestión de una forma elíptica pero decisiva: en las Escrituras la prohibición viene precedida por una
exhortación. Dios se dirige a Noé en los siguientes términos:
«Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra. Infundiréis temor
y miedo a todos los animales… quedan a vuestra disposición» 15.
Si el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, la única
producción que le será legítimamente reconocida es la réplica de
la imagen viva creada por la divinidad, es decir, su propia reproducción. Pero la tarea asignada deberá tener unos límites estrictos, deberá responder a una economía bien definida: ¿Cómo justificar un incremento del ser cuando Dios posee el monopolio de
la Creación, que en sentido estricto se cerró con la creación del
ser vivo? 16 ¿Cómo justificar la historia? ¿Cómo justificar la imagen? Ante todo: ¿Para qué esta multiplicación? ¿Por qué es necesaria la réplica? Se puede adelantar una respuesta: Dios tiene
necesidad de una nación, de un pueblo, de una colectividad que
le honre, que dé fe de su potencia ante los dioses falsos. La colectividad, por su parte, para ser comunidad, necesita un dios al que
honrar, al que mirar. Tiene necesidad de un dios que la necesite.
Este estado de necesidad abre la puerta al peligro: una cierta
relación de placer se hace indispensable para responder a la exhortación, la multiplicación se tiene que estimular. Se entiende la
función del pecado original en esta economía: el pecado para ser
económico, para volverse positivo, para convertir una carencia en
24
La imagen como paradoja
vergencia de ambos principios, señala, reside en la producción
de la mayor perfección posible18. Tanto el universo leibniziano
como el mundo que se abre ante los ojos de Noé al salir del arca,
no son otra cosa que el espacio puesto a disposición del hombre,
un territorio que debe ser poblado por el mayor número de figuras acabadas a mayor gloria del Uno y Único. Por un lado, las
mónadas del universo, del mejor de los mundos posibles, por el
otro, los miembros de la nación hebrea, luego de la iglesia cristiana y de la umma islámica. En este contexto, el iconoclasta se
presenta como el celoso funcionario de lo imaginario para el Negociado de la Fecundidad. Viril y sobriamente aparta al hombre
de aquellas imágenes, de aquellas matrices que pudiesen distraerlo, Evas perpetuas. Solo una imagen viva ha de despertar su
deseo, la madre de sus hijos. El autor de la Sabiduría fue todo lo
claro que podía ser: «La invención de los ídolos fue el principio
de la fornicación / su descubrimiento, la corrupción de la vida»
(14, 12). Hoy, cuando casi se ha olvidado que fornicar significa
copular fuera del matrimonio, quizás sería más adecuado y expresivo traducir que la idolatría «fue el principio del putañeo».
No es el lugar para hablar de Narciso y de Onán, pero sí para
recordar la famosa definición del matrimonio que ofrece Kant
en la Metafísica de las costumbres: «el enlace de dos personas de
distinto sexo para la mutua y vitalicia posesión de sus propiedades sexuales» 19. El fin de tal unión es el engendramiento de hijos.
En cierto modo, a lo largo de esta introducción no se ha hablado
18 Entre otros lugares, en la quinta sección del Discours de Métaphysique, París,
Vrin, 2000 [Discurso de metafísica, trad. Julián Marías, Madrid, Alianza, 1994].
Perfección para la que la compleja temporalidad de la imagen sería algo más que
un obstáculo. Algo que entendía muy bien Freud cuando exigía de sus pacientes
que leyesen las imágenes de sus sueños. No es este el lugar para tratar de la dimensión iconoclasta del psicoanálisis ni de su autocomprensión como terapia
ilustrada que presupone la neutralización de la imagen por medio del signo.
19 Immanuel Kant, La metafísica de las costumbres, trad. A. Cortina y J. Conill, Madrid, Tecnos, 1989, p. 98. En el Discurso Leibniz compara a Dios con un padre de
familia que emplea sus bienes de tal manera que no se da nada estéril ni inútil.
Carlos A. Otero
25
de otra cosa que de la venerable institución del matrimonio, de
la lícita unión, de la legítima cópula civil. Con su definición del
matrimonio y con su estética, Kant se presenta como buen monoteísta, como sereno iconoclasta: cumple con la exhortación,
localizando filosóficamente el placer en la relación de la pareja
reproductiva, orientada a la simple y fecunda producción de ciudadanos, respeta la prohibición gracias a una teoría de lo sublime que señala límites estrictos a la contemplación de las imágenes, reinstaurando, a su manera, la distinción entre veneración y
adoración de Damasceno. Incluso instaura con precisión la excepción que funda el espacio productivo, el espacio comunitario:
el genio como único fornicador autorizado. Sus productos son ya
iconoclastas por su procedencia misma, su mera presencia desvela el carácter idolátrico del resto de las imágenes. El genio es
un soberano que no necesita de signos porque es el señor de los
tiempos, sus imágenes son indefectiblemente naturales. Jamás
yerra: sus imágenes siempre están preñadas de futuro, para él
nunca pueden ser rameras 20. Entre el código civil y la correspondiente religión del arte, el iconoclasta afronta el encargo, recoge el
testigo: «También al principio, / mientras los soberbios gigantes
perecían, / se refugió en una barquichuela la esperanza del mundo, / y, guiada por tu mano, dejó al mundo semilla de nueva generación». Así dicen unos versículos de la Sabiduría (14, 6-7) que
preceden a los ya citados y que les dan su verdadera dimensión.
Inmunidad: la política de la seguridad
De lo dicho hasta aquí se deduce que mediante la neutralización
20Schelling, quien también fundamentó filosóficamente la posición del genio, tuvo
que inventar toda una filosofía de la naturaleza, que terminó en una filosofía del
arte, para conciliar la exhortación a la multiplicación con la irrepresentabilidad
de lo absoluto presupuesta por el segundo mandamiento. Distinguió también
una filosofía positiva de una filosofía negativa que bien pudieran corresponder
respectivamente a exhortación y mandato. Inventó, así, la paradójica figura del
iconoclasta promiscuo.
26
La imagen como paradoja
de las imágenes se conforma a la comunidad como comunidad
de fieles o pueblo de Dios de dos maneras: según el mandato y
según la exhortación. En el primer caso delimitándola, más específicamente, trazando un perímetro imaginario que instaura un ámbito de pertenencia, un límite que se constituye en la
frontera polémica hacia afuera (excluyendo las imágenes de los
otros, ídolos), al tiempo que, hacia dentro, se establece como el
marco de una estricta economía. La prohibición cierra a la comunidad sobre sí misma, señalando, frente al idólatra o al sedicente, una única dirección a las miradas. Esta, entre otras, sería
una de las funciones del aparato monumental del poder. Así, el
segundo mandamiento no implicaría tanto la obligación de aniquilar las imágenes, como la voluntad de establecer umbrales
regulando el orden imaginario de una colectividad. La relación
constitutiva de la imagen, luego limitada como fe, y orientada
por el signo, descubre su último rostro: «La fidelidad conduce a
la salvación», se ha escrito a propósito del Islam como teología
política 21. Por su lado, la exhortación a multiplicarse impele a
ocupar, a llenar el espacio delimitado gracias a la prohibición y
a gestionar productivamente la comunidad. Se sientan, así, las
bases de su perpetuación, justificada como veneración y glorificación eterna del Señor, objeto eterno, a su vez, de las miradas,
a la manera del motor inmóvil aristotélico. Hemos seguido el
camino de Jerusalén, pero podríamos haber seguido el camino
contario. Como en el caso del Combray proustiano, se llega al
mismo lugar. Se recordará que en el libro v de la República se
defiende la comunidad de mujeres, es decir, la comunidad de
matrices o de imágenes vivas. La exclusión de la Polis del hacedor de imágenes, exigida en el libro x, adquiere, desde esta
perspectiva, nuevo sentido. Sus obras representan una amenaza
para la reproducción y perpetuación de la comunidad. Platón
21 Reinhard Schulze, «Islam als politische Religion». En Jan Assmann-Harald Strohm (eds.), Herrscherkult und Heilserwartung, Múnich, Wilhem Fink, 2010, p. 126.
Carlos A. Otero
27
entiende que son una fuente de perversa distracción. Aunque no
puedo detenerme aquí en la cuestión del mito ateniense de la
autoctonía, se debe señalar que en Atenas también se sabía de la
exhortación y de la prohibición. Que la obra platónica se cierre
con un mito sobre la salvación del alma no es casualidad.
Hoy la salvación es ya solo una cuestión de salud, de política del bienestar. Se ha cumplido, en cierta manera, el proyecto
aristotélico; el alma se reduce a mero soporte del código genético de la especie. Si la prohibición de las imágenes nos remite
a la esfera de la soberanía del Único, entonces se podrá admitir
sin mayor violencia que aquello que Michel Foucault ha llamado
biopolítica no es sino el último avatar de la exhortación dirigida a Noé. El hecho de que el término se haya puesto de moda,
no implica que no aluda a un problema realmente existente, hoy
apremiante: hay biopolítica cuando la política toma como objeto
directo de sus dinámicas la vida misma. ¿Se puede entender de
otra manera la relación entre el segundo mandamiento y el pasaje del Génesis al que me he venido refiriendo? Ambos toman
como objeto la vida misma y la toman, precisamente, como objeto en tanto que imagen. O mejor, la prohibición la toma como
objeto indirectamente, regulando el uso de las imágenes muertas; la exhortación, en cambio, la toma como objeto al referirse
directamente a las imágenes vivas creadas a imagen y semejanza
del Altísimo. Sabemos que el paradigma de la soberanía se articula alrededor de la pregunta sobre quién puede matar, mientras
que el paradigma de la biopolítica lo hace alrededor de la pregunta sobre quién vive, sobre cuántos viven. En el primer caso,
una decisión abre y simultáneamente cierra el espacio de aplicación de la ley. En el segundo, se ponen las condiciones para que
la vida se reproduzca y perpetúe. Ahora podemos afirmar que el
iconoclasta se nos presenta como el vicario del soberano y también como el gestor de una economía doméstica de las imágenes.
Según lo requiera la ocasión.
28
La imagen como paradoja
El control de las imágenes, tanto su fomento como su prohibición, representa la primera época del proceso de gestión de la
vida. Una gestión que está orientada a la constitución y mantenimiento de una comunidad, de una nación o de un público. Es decir, la política de las imágenes da forma, dirección y contenido a
una colectividad que se constituye como comunidad de fieles, de
«leales súbditos» o de «cuerpos dóciles». La decisión soberana,
factor que primaba en la intención del viejo iconoclasta, se diluye hoy en la pura gestión de las imágenes que vinculan y separan
a los espectadores en torno a un consenso global. La vocación
universalista de los tres monoteísmos y las prácticas iconoclastas que ayudaron a configurar y preservar a sus respectivas comunidades de fieles tenían que terminar por convertir la guerra
entre las diferentes «naciones», entre las diferentes comunidades, en una guerra civil global. La neutralización se ha cumplido.
La paradójica consecuencia de este cumplimiento ha sido que la
neutralización de la imagen se ha convertido en la actualidad el
origen de una violencia ilocalizable, descarnada y fría. La incapacidad para asumir el carácter intrínsecamente polémico de la
imagen, su temporalidad, ha tenido como resultado que se haya
transformado en la excusa y en el instrumento de la agresión.
El mundo es hoy completamente monoteísta. Por ello las
imágenes (no neutralizadas) producen hoy más miedo que nunca. Jamás se ha temido tanto estar ante una imagen. Jamás se ha
evitado de forma más consecuente la relación con ella, la relación con el complicado tiempo del mundo. Su presencia produce
ansiedad, amenaza con destruir al fiel, al súbdito y al público,
tan trabajosamente conformados gracias a la exhortación a la
multiplicación y a la destrucción consecuente de los ídolos. Y
es que la imagen, siendo a la vez representación y participación,
desrealiza al sujeto, lo desubica. Su ejemplar paradigmático, el
espejo, demuestra, como sostiene Emanuele Coccia, «que la visibilidad de una cosa está realmente separada de la cosa misma
Carlos A. Otero
29
así como lo está del sujeto cognoscente», añadiendo más adelante que «el cogito realmente formulable ante el espejo es en el
fondo el siguiente: ya no soy ahí donde existo ni ahí donde pienso.
O incluso: soy sensible solo ahí donde ya no se vive y ya no se
piensa»22. La imagen no roba la vida del sujeto –la Biblia y con
ella cualquier otro humanismo diría la vida del hombre– sino
que lo extrae de la economía cerrada en la que se apoya. La imagen es el lugar de una expropiación que hace incierta la vida,
multiplicándola. El iconoclasta siempre ha estado ahí para bloquear esa expropiación, o para dictar una apropiación adecuada
(es la historia de todas las teologías negativas, de todas las teorías de lo sublime). Hobbes ante el espejo: si el idólatra es el que
adora lo que no hay, ¿qué hay en el espejo?
Utilizando los términos de Roberto Esposito, y este era el
destino de esta introducción: el iconoclasta ha sido y será el
agente inmunitario de la comunidad, el garante de su seguridad.
La operación de inmunización consiste, según el autor italiano,
en la funcionalización positiva de lo negativo. Es decir, a través
de la conversión de lo negativo en positivo se asegura a la comunidad; si se quiere, se le proporciona la ficción de su integridad,
de su salvación y de su salud 23. Si la imagen es negativa para la
comunidad porque señala el lugar de una ausencia, de un punto
de debilidad (o de un exceso y desorden temporal), entonces pa22 Emanuele Coccia, La vita sensibile, Bolonia, Il Mulino, 2011, p. 42 [La vida sensible, trad. María Teresa D’Meza, Buenos Aires, Marea Editorial, 2011]. A la radical
importancia del impersonal para la política se refiere Roberto Esposito en las páginas finales del texto recogido en este libro. Se encontrará un desarrollo más amplio de la cuestión en Roberto Esposito, Terza persona. Politica della vita e filosofia
dell’impersonale, Turín, Einaudi, 2007 [Tercera persona. Política de la vida y filosofía
de lo impersonal, trad. Carlo R. Molinari Maroto, Buenos Aires, Amorrortu, 2009].
23 Roberto Esposito, Immunitas. Protezione e negazione della vita, Turín, Einaudi,
2002 [Immunitas. Protección y negación de la vida, trad. Luciano Padilla, Buenos
Aires, Amorrortu, 2005]. Esposito sostendrá años más tarde que lo impersonal
no es simplemente lo contrario de la persona sino aquello que en la persona interrumpe el mecanismo inmunitario del círculo del yo. Terza persona, op. cit., p.
125. Se entenderá que el supuesto que me ha guiado a lo largo de estas páginas es
la colusión, el pacto ilícito, de impersonal e imagen.
30
La imagen como paradoja
rece justo afirmar que la función del iconoclasta siempre ha sido
la regulación del pequeño mal de la imagen necesario para su
multiplicación y consistencia. La iconoclastia es una Teodicea.
La comunidad necesita al idólatra para cerrarse y afirmarse, necesita una regulación de la energía, de la fuerza o de la vida que la
hace posible. Necesita un sacrificio, el iconoclasta es su ejecutor.
II
Todos los textos recogidos en este volumen se pueden leer de
forma independiente y haciendo abstracción de lo dicho en la
primera parte de esta introducción, que solo tenía como objetivo
evidenciar el criterio que ha guiado la selección de los mismos,
así como explicitar el fondo común sobre el que se apoyan. Es el
momento de justificar la inclusión en este libro de cada uno de los
textos. Cada intervención aborda el problema de la iconoclastia
desde un horizonte específico, que se debe también explicitar
aquí. Los fragmentos de Hobbes incluidos como apéndice recibirán su justificación en la presentación que allí los precede 24.
En su texto, Gottfried Boehm analiza y describe con detalle
los presupuestos y la dinámica interna del acto iconoclasta. Siendo la iconoclastia un acto de negación, el autor alemán lo estudia
desde la perspectiva de la lógica de la imagen en tanto que en
esta la negación desempeña una función compleja, diferente de
la que ejerce en una lógica predicativa: en la práctica artística,
toda creación, como demuestra Boehm, incluye constitutivamente momentos de negación que no se deben entender como
elementos externos a ella. Se trata de la más «estética» de todas
las contribuciones en la medida en que tiene como objeto privilegiado la obra de arte o, más precisamente, la pintura contemporánea. Recurriendo a una serie de ejemplos paradigmáticos (de
24Agradezco, ahora, la colaboración de Carmen Pérez y Lola Knoebel. Su intervención ha hecho posible este libro, lo ha hecho mejor.
Carlos A. Otero
31
Kandinsky a Duchamp), Boehm desentraña la dinámica interna y
los procedimientos de la iconoclastia como gesto artístico, como
práctica de las imágenes determinada por una profunda dimensión ontológica. La iconoclastia tendría como resultado mayor la
«energetización» de la imagen, el incremento del ser. Si Boehm
se esfuerza por mostrar que no hay creación y afirmación sin negación; su contribución también prueba que tras el acto negativo
del iconoclasta se esconde una afirmación. Las palabras últimas
de su texto serán, en consecuencia, energía, fuerza e intensidad.
Conocida su afición a las paradojas, no ha de extrañar que
Boris Groys se haya ocupado del problema de la iconoclastia en
diversas ocasiones. En su texto se presenta de una forma brillante su carácter ambivalente. Los procedimientos a través de los
cuales se lleva a término el acto iconoclasta están lejos de ser
unívocos. La destrucción practicada por el iconoclasta no es un
martirio de la imagen sin ser al mismo tiempo una exaltación
de ella. En él lo que aparentemente se presenta como apertura
radical a lo nuevo gracias a la aniquilación de lo viejo, termina
por manifestarse como mera reiteración, como un revival de lo
antiguo. Descubrimos también que la liquidación de la imagen
no es una victoria, una manifestación de fuerza, sin ser al mismo
tiempo una prueba de derrota y debilidad, etc. Tras hacer patentes las ambivalencias que hacen posible el acto del iconoclasta,
Groys se ocupa detalladamente de las prácticas y las consecuencias de este procedimiento en el cine. Desde sus inicios como
cine mudo (Buñuel y Lang) hasta su definitiva instalación en los
museos contemporáneos (Warhol, Jarman), pasando por las películas «modernistas» de Eisenstein o por las actuales películas
de ciencia ficción o de catástrofes. La presentación de la historia
de las múltiples prácticas iconoclastas en el cine permite tomar
conciencia de las diversas funciones y valores que le fueron correspondiendo al iconoclasta en un medio que, al decir de Groys,
estaba predestinado a él. Al final del texto se constata, no podía
32
La imagen como paradoja
se de otra manera, una paradoja última. Le reservo al lector el
placer de llegar hasta ella.
Hans Belting abre su contribución con la definición neotestamentaria del concepto de idolatría, para pasar inmediatamente
a exponer las tradicionales, hoy ya ortodoxas, críticas de la imagen, del simulacro o del espectáculo en las que, por descontado,
dominaría una pulsión iconoclasta. Tras constatar el carácter
parcialmente anacrónico de tales teorías y de sus correspondientes diagnósticos, las matiza y discute cuando lo cree necesario, a
menudo en lo fundamental. Sobre todo, se esfuerza por presentar
la situación real que hoy nos toca vivir: en efecto, en la actualidad las imágenes nos rodean, hoy las cosas desaparecen tras ellas,
pero, se sugiere, cabría preguntarse si lo que nosotros llamamos
imágenes lo son en realidad. Belting termina la primera sección
de su texto esbozando un programa de mínimos: una idolatría
ilustrada o, quizás mejor, dice el autor, una iconoclastia ilustrada.
Sigue una sección acerca de los malos usos o abusos de la imagen
en la que se constata la ambivalencia de la iconoclastia y se cuestiona la eficacia de sus acciones en una sociedad que ha cambiado profundamente. Domina en el texto la voluntad de escapar al
tono sombrío de los discursos apocalípticos de Adorno, Anders,
Baudrillard, Debord, etc. Destaca también la voluntad de Belting
de ganar un mínimo punto de apoyo, ilustrado, desde el cual poder emitir un juicio crítico sobre el uso de las imágenes: a pesar
de la ambigüedad que las rodea, a pesar de su carácter incierto,
siempre se podrá afirmar que en ellas y mediante ellas se ejerce
poder. Juicio mínimo pero decisivo.
Con el texto de Jan Assmann se da un paso atrás. En él se presenta al lector la escena originaria que se encuentra en la base de
todo concepto de la imagen de raíz monoteísta, el baile en torno al
becerro de oro y su posterior destrucción. Pero con ello Assmann
no busca hacer patente el fundamento religioso de un procedimiento artístico, la iconoclastia, como era el caso en Boehm, sino
Carlos A. Otero
33
presentar el acto del iconoclasta como un gesto político situado en un contexto histórico determinado. En otras palabras: la
prohibición monoteísta de la imagen se manifiesta como un problema de política, más específicamente, de teología política. El
lector queda advertido de que antes de llegar a la presentación
de la escena originaria, Assmann se demora, justificada y necesariamente, en el relato de las circunstancias históricas que le dan
sentido. La polaridad básica que subyace al concepto de imagen y
que desencadenará el acto destructivo del iconoclasta no es ahora
aquella que opone a Moisés y a Aarón (Boehm), sino aquella que
opone a Moisés y al Faraón. Aquí el ídolo toma la forma del Estado
contra el que se revela un pueblo oprimido. El texto de Assmann
gana en comprensibilidad si se atiende a una convicción arraigada en él y que orienta su proyecto intelectual: a diferencia de
una concepción muy extendida, considera que es erróneo pensar
que todos los conceptos políticos son conceptos religiosos secularizados. Al contrario, los conceptos teológicos serían conceptos
políticos teologizados. Si se acepta este punto de vista, que implica una idea muy determinada de la imagen, un concepto no secularizado, y esto es fundamental, resulta evidente que cambian
de signo tanto el significado del segundo mandamiento como
la función del gesto iconoclasta que vela por su cumplimiento.
Como resultado de su investigación sobre la relación entre los
términos de imagen, icono y economía en los Padres de la Iglesia,
en particular durante la crisis iconoclasta bizantina, Marie-José
Mondzain parte de un concepto restringido de icono que le sirve
para tomar distancia con respecto a la acostumbrada identificación de icono e imagen y, por tanto, con respecto a las generalizaciones y simplificaciones generadas por la confusión de ambos
términos. Fue precisamente la crisis bizantina la que obligó a la
delimitación estricta, a veces alambicada y artificiosa, hay que
decirlo, de los conceptos de ídolo, icono e imagen. La determinación precisa de estos términos le sirve a Mondzain para definir
34
La imagen como paradoja
con mayor claridad las posiciones del iconófilo, el iconólatra y el
iconoclasta. Sostiene la autora francesa que se trata de diferentes
relaciones imaginarias con la invisibilidad. No por casualidad, el
libro del que procede el texto tiene como subtítulo Las fuentes
bizantinas del imaginario contemporáneo. Determinadas las tres
posiciones, las tres relaciones con la invisibilidad (en ellas se
jugaría nuestra libertad), Mondzain esboza una breve caracterización de las correspondientes posiciones estéticas básicas de la
contemporaneidad: el signo y la melancolía; el símbolo y la nostalgia; y el ídolo y la fatalidad. Marcel Duchamp para la melancolía y Kazimir Malévich para la nostalgia. ¿Quién para la fatalidad?
La autora no da un nombre. Idólatra siempre es el otro.
La dialéctica de la iconoclastia de W. J. T. Mitchell es el más
antiguo de los textos recogidos en este libro. El lector reconocerá inmediatamente el contexto del que procede ya que está
claramente marcado por la crítica de la ideología corriente en
los años setenta y ochenta del siglo pasado. Pero precisamente
su valor reside en su carácter epocal. Testimonia una comprensión de la crítica de la mercancía como fetiche que se apartaba
ya de la concepción generalizada de la misma en aquella época –dogmática y restrictiva, iconoclasta en última instancia–
una comprensión que se abría a la posibilidad de un concepto
de imagen que no la reducía necesariamente a ídolo o fetiche,
sino que quería leerla en un sentido «diabólico», que Mitchell
precisa al final de su texto de la mano de William Blake. Con el
tiempo esta posición heterodoxa se perfilaría de una forma más
neta. Por ejemplo, sirva como muestra, en unas líneas recogidas en el penúltimo de los libros del autor norteamericano en
las que defiende una idolatría crítica como antídoto frente a la
«iconoclastia crítica que gobierna hoy el discurso intelectual. La
idolatría crítica implica una aproximación a las imágenes que
no desea destruirlas y que reconoce todo acto de desfiguración
o de alteración como un acto de creación destructiva del que
Carlos A. Otero
35
debemos hacernos responsables», un acto que «tendría como
inspiración… las páginas iniciales de El crepúsculo de los ídolos,
en las que Nietzsche recomienda "hacer resonar" los ídolos con
el martillo o con el diapasón del lenguaje crítico» 25.
En ningún lugar de Inmunización y violencia Roberto Esposito tematiza expresamente el fenómeno de la iconoclastia,
pero su crítica al monoteísmo como horizonte último de la política contemporánea, horizonte que nos constriñe, y lo seguirá
haciendo mientras no rompamos con él, a una violencia incontrolable que no cesa de crecer, justifica, creo, la inclusión de su
texto en este libro. La salida de la tradición monoteísta, resulta
evidente, implica una nueva determinación del concepto de imagen y con ello una nueva valoración de la iconoclastia, objetivo,
justamente, que ha orientado la selección de los textos contenidos en este volumen. Por otro lado, el presupuesto que subyace
a lo escrito en la primera sección de esta introducción no es otro
que la equivalencia de inmunización e iconoclastia. Con el fin de
evitar confusiones, debe señalarse que a lo largo de toda su obra
Esposito se ha ocupado reiteradamente del problema de la idolatría. Pero concibiéndola de una manera muy concreta: idólatra
es toda política que presupone que el poder representa el bien en
el mundo. Idólatra es, por tanto, toda teología política. Durante
la primera parte de su trayectoria intelectual hasta finales de los
años noventa del siglo pasado, Esposito llevó a cabo una crítica
de la idolatría que, con otros, calificó como impolítica. Yo añadiría iconoclasta. Actualmente insiste en su crítica, pero la ejerce
desde un lugar, desde una perspectiva, que cambia radicalmente
la intención y el horizonte de la misma. Hoy piensa que es posible una política afirmativa de la vida, es decir, una política que
no tome a la vida como mero objeto de protección y negación.
25 W. J. .T. Mitchell, What do pictures want?, Chicago, The University of Chicago
Press, 2005, p. 26.
36
Gottfried Boehm
Iconoclastia.
Extinción – Superación – Negación
La imagen como paradoja
Cuestiona, así, tanto los presupuestos monoteístas de la teología
política como la negatividad gnóstica que subyacía al impolítico
como crítica de la idolatría en el sentido mencionado y cuyo horizonte último, con todos los matices que se quiera, no podía ser
otro que la destrucción de la imagen, la destrucción del mundo.
Texto procedente de Wie Bilder Sinn erzeugen,
Berlín, Berlin University Press, 2007, pp. 54-71
***
El mundo insiste entre las necesidades y el deseo organizado.
Entre el hambre y el espectáculo. Para terminar, cometeré la
indelicadeza de señalar una posible lectura de una de las citas
que encabezan esta introducción: donde Gómez Dávila escribe
«literatura» debería leerse también «crítica» o «pensamiento»,
desde luego «arte». La intención básica de este proyecto no es
otra que apuntar a una posible salida de la terrible condición del
eunuco preñado de celo que embarga la mirada del iconoclasta.
Nada más terrible que el celo de quien no puede, salvo el deseo
de aquel que busca la impotencia para fundamentar el propio
celo como razón de su existencia. Para este no ha de faltar un
Dios que justifique la violencia. En su momento se dijo, enfáticamente, que solo un dios nos podía salvar 26. Hoy, si aún se trata
de salvación, ya va siendo hora de aceptar que solo las imágenes
nos salvan de dios, de cualquier dios. Nos salvan como el lugar,
como el espacio en el que se ejerce la libertad.
26 Gilles Deleuze, que no esperaba a ningún dios, expuso la condición de la única fe
que nos concierne: «El hecho moderno es que ya no creemos en este mundo. Ni
siquiera creemos en los acontecimientos que nos suceden… Lo que el cine tiene
que filmar no es el mundo, sino la creencia en este mundo, nuestro único vínculo.
Necesitamos una ética y una fe, y esto hace reir a los idiotas; no se trata de la
necesidad de creer en otra cosa, sino de la necesidad de creer en este mundo, del
que los idiotas forman parte», L’image-temps, París, Les Éditions de Minuit, 1985,
pp. 223-224 [La imagen-tiempo, trad. Irene Agoff, Barcelona, Paidós, 1986].
Tres pasajes
Al inicio de la meditación sobre las imágenes está su prohibición.
Se encuentra en el libro del Éxodo del Antiguo Testamento, uno
de los documentos fundacionales de la religión judeocristiana1.
Una prohibición que también practica la tercera de las grandes
religiones monoteístas, el Islam, si cabe más decididamente y, en
cualquier caso, hasta el día de hoy. Invocamos aquel texto, que sin
duda refleja una vieja práctica de concurrencia religiosa a partir
de la cual se desarrolló la fe en Yahvé, no bajo una perspectiva
teológica sino, antes bien, desde el punto de vista de la teoría de la
imagen. ¿Qué se dice cuando la legitimidad del Altísimo, del Uno
y Único, excluye la legitimidad de la imagen? ¿Qué motiva en la
imagen una intervención de tal especie, un veto, que niega la obra
hecha de imágenes 2 y aspira a su ruina? Y: ¿qué se sigue de esta
prohibición para la lógica de la imagen?
Sería posible ahora volver a contar y a analizar los capítulos
de la historia de los combates en torno a la imagen. Domina una
1 Antiguo Testamento, Éxodo 20, 4, Biblia de Jerusalén, Madrid, Alianza, 1994.
2 Bildwerk: escultura. Literalmente «obra de imagen», por extensión «obra hecha
de imágenes». El segundo mandamiento dice: «No te harás escultura ni imagen alguna». En lo sucesivo, por motivos de claridad, Bildwerk se traducirá, casi
siempre, por «imagen» o por «obra» según el contexto [n. del trad.].