CARLOS MAYOLO: IMAGEN Y SEMEJANZA Sandro Romero Rey , COLECCIÓN CARLOS MAYOLO CARLOS MAYOLO: IMAGEN Y SEMEJANZA Sandro Romero Rey El nombre de Carlos Mayolo (Cali, 1945 – Bogotá, 2007) está estrechamente ligado al cine que se produjo en la capital del departamento del Valle del Cauca, en el suroccidente colombiano, a finales de los años sesenta y finales de los años noventa. Su trayectoria cinematográfica corresponde a un conjunto de momentos de transición en el que su nombre protagonizó lo mejor del documental político, la sátira iconoclasta, las primeras aventuras con la ficción moderna, el cine de autor, la cinefilia, los géneros, las adaptaciones de la literatura al cine y el tránsito inteligente de la gran pantalla a otros formatos audiovisuales. En las líneas que siguen, voy a acercarme a mis estrechos recuerdos de una deliciosa juventud junto a Mayolo, en los mejores momentos de su gesta vital y profesional. A todos los que lo compartimos, los que le aprendimos, los que lo sufrimos, o lo alcahueteamos, siempre se nos hace un charquito de felicidad debajo de la lengua, cuando necesitamos evocarlo. Porque él, en un país que apenas comenzaba a inventarse, fue pionero de muchas leyendas: la de la publicidad moderna, la del documental irreverente, la del falso documental, la del cine de horror, la de la crítica desparpajada, la de la provocación, la del cine de autor, la de la literatura colombiana en el cine, la de la drogadicción triunfante, la del alcoholismo reflexivo, la de la caleñidad acérrima, la de la muerte sin concesiones. Niño precoz, como muchos otros de su generación, Mayolo no necesitó pasar por ninguna academia, porque nació con el conocimiento a cuestas, con la genialidad a flor de piel y con el ejercicio de la dicha entre pecho y espalda. A lo largo de la década del ochenta, fui su cómplice en muchos de sus proyectos cinematográficos y televisivos. Lo acompañé en fiestas , COLECCIÓN CARLOS MAYOLO desenfrenadas y bebí de su alegría sin límites, hasta que su corazón dijo basta. Al dejar de dirigir, porque el cuerpo no le daba sino para los excesos de la poesía, le ayudé a organizar las ideas, junto a su amada Beatriz Caballero y, con ella, nos inventamos unos libros a partir de sus frases geniales y de su prosa de prisa. En esa época, cuando descubrimos los manuscritos de mi amigo Carlos Mayolo, confirmé la sensación de estar siempre frente a un niño genio. Albergaban la inocencia de un jovencito recién inventado, con la sapiencia de alguien que ya se había comido al mundo entero. Mayolo tenía una deuda con sus espectadores, con sus lectores, con la cultura de su país. Lo dije en alguna otra ocasión, pero pido permiso para repetirlo: todos quisimos, de alguna manera, tener un testimonio acerca del bordado secreto que representó la creación de su obra audiovisual. Mayolo insistió en llamarla siempre “sus películas”, porque para él las imágenes en movimiento siempre fueron eso, películas, nunca “videos” o “programas de televisión”. Mayolo es de la época (estoy hablando de los años setenta y ochenta en Colombia) en la que “filmación” y “rodaje” casi se oponían al concepto de “grabación”. Filmar era una ceremonia para iniciados. Llegar a capturar la realidad a través de una cámara era un triunfo al que pocos pioneros, en Colombia, habían logrado coronar. Y, parafraseándolo, la televisión se limitaba a ser el servicio militar del cine. Cuando exprimo mi memoria y procuro acercarme a mis más antiguos recuerdos relacionados con Mayolo, siempre termino zambulléndome en el Cine-Club de Cali y su sede sacramental del Teatro San Fernando. En los años setenta, cuando todos los caleños éramos adolescentes, la cita imprescindible terminaba siendo en el sancta sanctorum de Andrés Caicedo (1951-1977), los sábados al mediodía y, a veces, los viernes a la medianoche (antes, , COLECCIÓN CARLOS MAYOLO existieron las proyecciones en el templete underground de Ciudad Solar; pero esa es otra historia). Mayolo estaba siempre por ahí, hermoso y divertido, llamando la atención sin proponérselo, con su gorrita blanca y sus camisetas de marinero de agua ardiente. Lo veía también en el Restaurante Los Turcos, donde pontificaba con sus carcajadas y su inteligencia que parecían ensayadas, siempre rodeado de las mujeres más lindas y traviesas de la comarca. En una época desapareció y no lograba ubicarlo en los días del suicidio del autor de ¡Que viva la música! Luego supe que estaba en el Festival de Cine de Cartagena y que, al enterarse de la muerte del amigo, se emborrachó, se metió a la proyección de medianoche de la recién estrenada Salò de Pier Paolo Pasolini, gritó, protestó, armó una chichonera lisérgica y terminó preso por escándalo público. Un año después viajó a Europa, disfrutó las mieles del éxito gracias a su película Agarrando pueblo (correalizada con Luis Ospina), visitó a su madre radicada en Alemania, para luego regresar a Cali, en el momento en el que estallaba el entusiasmo por la realización cinematográfica en nuestra ciudad natal. En la época en la que fue director de arte de la película Tacones de Inti Pascual, nos hicimos amigos. Entre 1980 y la fecha de su muerte (3 de febrero de 2007), creo que mi vida ha estado ligada, de alguna manera, al auge y la caída de Carlos Mayolo. Con “unos pocos buenos amigos” (parafraseando la frase de la novela ¡Que viva la música!, la cual serviría de título a un célebre documental generacional dirigido por Luis Ospina), lo acompañamos en todo lo que pudimos y de alguna forma, nos colamos en sus aventuras, porque simplemente no nos costaba ningún esfuerzo. Al contrario, la mala educación impartida por el amigo director estaba directamente ligada al placer, al infinito goce del oficio del cine: primero, su compañero de ruta, Luis Ospina. Luego, nos fuimos , COLECCIÓN CARLOS MAYOLO sumando: la asistente y script Elsa Vásquez, el director de fotografía Rodrigo Lalinde, los directores de arte Miguel González y Ricardo Duque, las productoras Liuba Hleap y Bertha de Carvajal, el sonidista Hernando Tejada Ángel, los actores Vicky Hernández, David Guerrero, Adriana Herrán. Todos, en algún momento, fuimos parte visceral de la cocina creadora de Carlos Mayolo. Esa deliciosa “fiesta sin fin” que vivimos con Mayolo tuvo como resultado la consolidación de todo un grupo de amigos dedicados exclusivamente a los lenguajes audiovisuales. Dicha pasión nos fue inoculada por él, sin proponérselo, desde mucho antes. Desde los tiempos en los que vimos, fascinados, sus cortometrajes de iniciación, desde las películas realizadas al alimón con Luis Ospina (Oiga vea, Cali: de película, Asunción, la citada Agarrando pueblo) hasta sus aventuras de pequeño formato concebidas en solitario (Sin telón, La hamaca, Rodillanegra.) No tuve la fortuna de ver, en su momento, las imágenes de su prehistoria, cuando coqueteó con militancias de rojas banderas. Pero ahora, hoy por hoy, reviso aún todos los días, con la complicidad de los pocos buenos amigos de siempre, una filmografía que crece y crece y que ha sido complicada de organizar. Cuando menos lo pensamos aparecen por ahí nuevos títulos perdidos de Mayolo: en bodegas de cinematecas clandestinas, en casas de la cultura, en facultades de comunicación, en programadoras audaces y desorganizadas. Si algo le gustó a Mayolo en la vida fue rodar y rodar, como en la triste ranchera de otros tiempos. Los procesos técnicos del cine (la edición, la postproducción, la posteridad) lo desesperaban. Pero poner en escena, dirigir actores, componer los encuadres, hacer la cámara incluso, se convertían en las mayores , COLECCIÓN CARLOS MAYOLO manifestaciones de un placer que nunca quiso evitar. Y, una vez que se rodaba, la vida seguía, sin importar dónde quedaban sus entusiastas y efímeros resultados. Por esta razón, cuando me acerqué más estrechamente a sus procesos creativos, me di cuenta de que la principal función que un asistente (y una script, y una productora) debería tener con Mayolo era la de contenerlo. Creo que, entre más tuvo fieles amigos que le controlaban su desbocada creatividad, mejores fueron sus resultados. Cuando Mayolo fue libre, comenzó un descenso al Maelstrom de su propia destrucción y de allí nadie pudo sacarlo. Pero era inevitable. Es probable que, a partir de su actuación en Pura sangre (la opera prima de Luis Ospina de 1982), Mayolo se apropió de los mejores recursos para la materialización de su obra. Un año después, el rodaje de Carne de tu carne (1983) constituyó una sobredosis de sensibilidad en la que, todos a una, colaboramos desde nuestras respectivas trincheras a que sus sueños incestuosos y sus fantasmas de los años cincuenta aparecieran sin complejos, gracias a sus geniales travesuras de niño sin vergüenza. Así sucedió también con Cali, cálido, calidoscopio y Aquel 19 (ambas de 1985). Pero la segunda o tercera cima de Mayolo se coronó con el rodaje de La mansión de Araucaíma (1986) donde, por lo demás, todos los que allí estuvimos detrás de las cámaras éramos colombianos. En realidad, salvo los dos actores brasileños Antonio Pitanga y José Lewgoy, de la camada creadora del adorado Glauber Rocha. Se había consolidado, sin proponérnoslo, el jocoso Caliwood, palabrita que se generalizó con el tiempo. Con sus dos largometrajes, fue suficiente para consolidar la leyenda Mayolo. No hay que echar en saco roto su larga presencia en el mundo de la televisión, a lo largo de la década del noventa, empezando por su inmensa Azúcar, serie de 83 horas de , COLECCIÓN CARLOS MAYOLO emisión, que se convertiría en su máximo y último acercamiento a las culturas del Valle del Cauca. La televisión le dio oficio, premios y amplio reconocimiento. Al mismo tiempo, terminaría coincidiendo con su progresivo desmoronamiento. La indomabilidad de nuestro amigo parecía condenada a un irremediable y aciago destino. Por fortuna, gracias a la paciencia de la escritora Beatriz Caballero, Mayolo se devoró una biblioteca entera y entre vasos y pases de cortesía, garrapateó todo lo que más pudo, aferrándose a la palabra escrita como su último bote salvavidas. De todas maneras, es con el Mayolo realizador con el que tiendo a quedarme. El hombre que supo resolver los problemas de la puesta en escena sin que nadie se lo explicase y, al mismo tiempo, con una generosidad exagerada, nos enseñó a todos que el cine y la televisión podían hacerse, siempre y cuando se tuvieran buenas ideas en la cabeza. Sus escritos, donde reflexiona acerca de su vida y sobre la manera como pudo domar el potro del audiovisual, fueron sorpresas que ninguno de sus cercanos amigos sospechábamos. Por lo general, los hombres de acción viven y son otros los que se encargan de consignar sus gestas en el papel o en los registros virtuales. Mayolo, por el contrario, se encargó, él mismo, de redactar sus memorias y sus ideas, casi con el mismo virtuosismo verbal que mantuvo con la botella de vodka. Los dos libros que Mayolo escribió al final de su vida fueron su última carta de presentación (Mamá, ¿qué hago? Vida secreta de un director de cine, Oveja Negra, 2002 y La vida de mi cine y mi televisión, Villegas Editores, 2008) dejaban ver, sin tapujos, el ser humano que se escondía entre sus cartílagos: un niño, un genio, un borracho, un megalómano, un creador, un drogadicto, un terco, un triunfador, un poeta, un hombre iracundo y feliz. Mayolo nunca se arrugó ante nadie. Habló todos los idiomas, se codeó con , COLECCIÓN CARLOS MAYOLO los protagonistas del mundo del cine sin complejos, vivió y murió como le dio la real gana y así, sin más ni menos, se dedicó a reinventarse su paso por el mundo a través de la escritura. Sin puntos ni comas. En los últimos diez años de su vida se concentró en lo que nunca supo hacer. En escribir. En escribir sin puntos ni comas. Y escribió y escribió y escribió. Obras de teatro, poemas, reflexiones, memorias, guiones, novelas. Cualquier papelito en blanco que se encontraba, lo llenaba de palabras. El resultado, enloqueció a varias secretarias y a algunos de sus amigos, tratando de entender qué era lo que Mayolo anotaba con tanto ímpetu. Cientos y cientos de páginas daban cuenta de la borrasca creativa que el director de cine tenía en su cabeza. Y, por supuesto, constatamos que era muy probable que Mayolo estuviera loco. Pero, ¿qué otro podía ser el desenlace en la cabeza de un creador que se dedicó a inventar cocteles audiovisuales con el peligro de su inteligencia? En el año 2005, Mayolo terminó un primer borrador de un libro que tituló Vida de mis películas. Sus asistentes personales se lo pasaron en limpio. Mayolo hizo algunas fotocopias y lo mandó a varias editoriales. Nadie quiso publicarlo. Los libros de cine no se venden. Mayolo es un director de cine, no un escritor. A Mayolo parece que no le importó. Regresó a su casa y siguió escribiendo y escribiendo. Bebía como los cosacos, engordó sin remedio y perdió la sonrisa de los labios. Bufaba como un búfalo, las manos comenzaron a temblar pero, aun así, no dejó de escribir. Me sorprendió que le interesase escribir teatro (creo, en el fondo, que lo hacía porque le podría resultar más barato que hacer cine). También hizo poemas y se dedicó a pensar con su pluma. De esas notas interminables salieron sus textos póstumos. , COLECCIÓN CARLOS MAYOLO En ellos, Mayolo recuerda su infancia y su primera relación con las imágenes proyectadas. Luego, se pasea por el descubrimiento del oficio, con su trabajo en publicidad y sus primeros cortometrajes experimentales. Salta de un tema a otro, desordenadamente, con los cables cruzados de sus recuerdos, invitando a que sus amigos pacientes lo tiráramos de la cuerda y lo regresáramos a la realidad, como al inicio de 8 ½ de Fellini. En mi caso, mi relación con Mayolo comenzó con Cuentas claras, chocolate espeso, un cortometraje inconcluso que realizase con Fernando Vélez en 1980, pasando por su largometraje Carne de tu carne, yendo por el mediometraje de ficción Aquel 19, avanzando por La mansión de Araucaíma, recorriendo los pasos de su serie de televisión titulada Los Cuentos de Espanto o por su inmenso fresco sobre el departamento del Valle del Cauca a través de la monumental Azúcar. En todas estas aventuras, jugué a ser el súper yo de Mayolo, el que le llevaba la contraria en voz alta, el que le pasaba en limpio lo que el niño juguetón siempre quiso sucio. De igual manera, mi trabajo con sus escritos fue darle un orden en el tiempo y tratar de que fuese lo más completo posible, sin alterar el tono íntimo y caótico de su verdadero protagonista. Cuando, años después, nos tocó repetir la gesta, ahora en el papel, no quisimos perder el tono de desbarajuste, de hombre que esculca recortes, de cuaderno de notas, del caos fantástico de la memoria, de traba lúcida, de periquera impaciente. Allí estuvo el testimonio del Carlos Mayolo escritor, el cual, es una lástima, nunca se parecerá al Carlos Mayolo verbal. Creo que Mayolo nunca fue tan grande, como cuando hablaba. Por eso, siempre fue fascinante verlo dirigir. En sus libros quedó el resumen de su paso por el mundo del cine, el cual, al mismo tiempo, es el resumen de más de cuarenta años de historia del cine y la , COLECCIÓN CARLOS MAYOLO televisión en Colombia. Es una historia accidentada, infantil, ingenua, entusiasta, a veces triste. A pesar de la bacanal sin toque de queda en la que todos nos envolvimos, ahora, vista desde la distancia, se trató de una rumba con una peligrosa e incómoda resaca. Pero ese siempre es el resultado de toda buena fiesta. Pensar en Mayolo es pensar en el trabajo de un pionero. Porque el cine colombiano ha sido, a lo largo de su historia, la experiencia de tercos pioneros. Y Mayolo es, fue, el príncipe de nuestros pioneros contemporáneos. Irregular, impreciso, delirante, caótico, sí, pero, al mismo tiempo, vital, divertido, juvenil, agresivo, creativo, inolvidable. En los años sesenta, se inventó cortometrajes documentales que aún hoy son ejemplos de lo mejor que se hizo en Colombia durante la década prodigiosa (Monserrate, Iglesia de San Ignacio). A comienzos de los setenta, comenzó su complicidad con el director Luis Ospina y con él sellaron un pacto a través de la provocación y la irreverencia. Luego, sus dos largometrajes fueron la continuación de una línea temática iniciada por el gran escritor suicida Andrés Caicedo (con quien, entre otras, realizaría el primer cortometraje “de autor” en Colombia, titulado Angelita y Miguel Ángel), llena de terror y cinefilia. Cuando el corto verano de la anarquía cinematográfica parecía extinguirse, Mayolo se instaló como nadie en la televisión colombiana y revolucionó el medio con unas series que parecían inventadas por un hombre de lejanos planetas (La otra raya del tigre, Hombres, Brujeres, la citada Azúcar). Ah, pero también fue actor (Pura sangre de Luis Ospina, Cobra verde de Werner Herzog). Ah, pero también fue pedagogo. Ah, pero también fue escritor. Después de su muerte, con la actriz colombiana Alejandra Borrero, decidimos montar en el teatro uno de sus textos póstumos para la escena titulado Pharmakon. Alejandra asumió, , COLECCIÓN CARLOS MAYOLO con todos los riesgos que ello implicaba, el rol protagónico. Y quien estas líneas escribe la dirigió con respeto y complicidad. El resultado fue un monólogo que da cuenta de la esencia, de la figura profunda de Carlos Mayolo, más allá de los clichés, los lugares comunes, o las frías canciones de amor. Por fortuna, nos quedan sus películas, nos quedan sus series, nos quedan sus escritos y nos queda el documental Todo comenzó por el fin (2015) de su amigo Luis Ospina, la mejor manera de sentir vivo a ese ser inmenso que todavía nos hala los pies en las noches demasiado oscuras. ,
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