MI PRIMER VIAJE - El blog de Bárbara Fernández

MI P R IMER VI AJE
Bárbara Fernández Esteban
¡Vaya nevada! Ya había un metro de espesor y
seguía cayendo. No había quitanieves, ni sal,
ni nada. Por no haber, no había ni luz eléctrica.
Eran tiempos de restricciones.
Fue en un mes de diciembre de mediados
del siglo pasado. Aquel estaba siendo un crudo
invierno en Teruel y, más todavía, en la Sierra
de Albarracín.
Mi madre, embarazada de mí y con placenta
previa, estaba en cama intentando que aguantara
un poco más. Yo, porfiando por salir para ver tan
famosa nevada, me decía: «cosas de madres», sin
darme cuenta, tal como nos ocurre a los hijos, de
que las madres quieren protegernos, y por ello
me guardaba en su vientre con mimo y celo hasta llegar el término de los nueve meses.
¡Vaya trance! Ni un médico, ni una enfermera, ni una comadrona. Por lo que pude escuchar
solo había una partera.
—¿Qué podemos hacer? Se mueren —dijo
alguien.
—Llevarlas al Hospital —contestó aquella bruja—. Llevarlas como sea. Es la única solución para
evitarles ese trance —insistió con vehemencia.
Sus palabras me asustaron tanto que dije para
mis adentros, «o te estás quieta un rato, o no sales viva de esto». Así que permanecí inmóvil y
callada, pero con el oído atento.
—¿Cómo? —preguntaron algunas vecinas al
unísono.
—¡Con esta nevada! —dijo una.
—El hospital está muy lejos —puntualizó
otra.
Recorrer cuarenta kilómetros en aquellos tiempos, en los que los caminos eran tortuosos, que a
veces se convertían en senderos embarrados, sin
asfalto, sin autobuses diarios, sin coches, ni trenes,
resultaba más ímprobo que navegar el océano. Allí
solo había carros, por lo que decían. Y un carro, con
semejante nevada, no andaba ni dos metros seguidos. «Imposible, imposible», repetían.
Permanecí inmóvil. Estaba muy asustada y
llegué a pensar que jamás sabría qué era una nevada.
De pronto alguien dijo:
—«El “tió” Andrés tiene un burro, y el “tió”
Pedro, otro».
«Un burro, pensé, ¿qué será eso?» Más tarde
lo supe. Ya lo creo que lo supe.
Ya teníamos medio de transporte. Pero los
problemas no acabaron ahí. Una voz conocida
profirió:
—Pero…No creo que sea posible. ¡Cada uno
es de un bando!
Eso del bando sí sabía lo que era. Lo había
oído muchas veces. Formaba parte del comentario doméstico, aunque se susurraba en voz baja.
En aquellos tiempos de la posguerra, y en aquella zona, convivían de mala manera los “maquis”
y “los civiles”. Decían que unos eran de derechas
y otros de izquierdas. Eso no lo entendía, pero sí
me parecía que había rencores.
En eso escuché una voz muy querida.
—Aquí no hay bando que valga —exclamó mi
padre—. Hablaré con quien sea, que aquí todos
somos hermanos y, si hemos peleado a muerte,
haremos las paces como buenos maños para salvar dos vidas.
¡Pobre padre mío! Tenía la misión de convencer a los burros, digo a los amos de los dos rucios.
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Y los convenció. Luchaba por lo que más quería.
Por mi madre, que era su mujer y por mí que estaba dentro de ella.
Acordado el transporte en medio de un apretón
de manos y la alegría de mis padres, escuché de
pronto una voz tenebrosa.
—¡El camino es peligroso! Si os prenden, os
llevan al calabozo o se quedan con el animal.
Era la mujer de uno de ellos que temía por
su marido o por el pollino. Nunca supe por
quién más.
—¡Tranquila, mujer! —contestó el “tío” Andrés. Ya hemos dado voces de que ni unos ni otros
nos impidan el paso.
El “tió” Pedro asintió con la cabeza.
De repente empecé a notar mucho movimiento. Ni respiraba. Era la primera vez que viajaba y,
además, en las albardas de un mulo. Primero uno
y luego otro. Se iban turnando por la dificultad del
camino. Al poco, me quedé dormida. No sé cuánto
tiempo pasó, pero me despertaron unas voces alarmadas. Voces desconocidas de hombres que nos
precedían y nos seguían.
—Esto va muy mal. Es difícil que vivan.
«¿Qué podía hacer yo?» Quizás pensé en la
nevada. Tenía que saber qué era y, además, tenía
que salir pronto para que mi madre no muriera.
Me abrí camino como pude y grité. Grité para
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que aquellos hombres no me dieran por muerta.
Grité a todo pulmón para lograr la vida.
Nunca supe cómo en medio del monte aparecieron mantas, toallas limpias y agua templada.
Mientras los fusiles descansaban escondidos entre
los árboles, el fuego crepitaba. Los hombres, sin
mirarse demasiado a los ojos, se intercambiaron
la bota de vino y las petacas de aguardiente para
combatir el frio, pero también para brindar con mi
padre por nosotras.
Tampoco supe entonces cómo consiguieron
mientras nevaba, bajo aquella tregua de armas y
de frio, que llegáramos cuanto antes al hospital
por veredas desconocidas. Entonces, cesó de nevar y, con el frio, todos los hombres desparecieron.
Mis padres quedaron conmigo, y el “tió” Pedro y
el “tió” Andrés, con los jumentos, en el hostal. Ese
fue mi primer viaje.
Desde entonces me gusta la nieve, y me encantan los pollinos del bando que sean. Casi siempre
son menos rocines que muchos amos, y soportan
mejor el frio y la nieve.
Todos los años, a primeros de diciembre, levanto un vaso de vino y una copa de aguardiente en
memoria de aquellos hombres toscos de corazón
fogoso, que aparcaron sus fusiles de muerte para
dar paso a la vida en mi primer viaje. Si además
nieva, mi sonrisa, más si cabe, se embellece.
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