Primer lugar Mi primer viaje con Lady Di Maivo Suárez 11952 - Cuentos Kilometros int.indd 13 29-10-2015 9:41:37 Maivo Suárez (Talcahuano,1964). En el año 1974 emigró junto a su familia a Argentina, donde estudió Trabajo Social en la Universidad de Buenos Aires y regresó a vivir a Chile, recién titulada, en 1988. Paralelo a su desempeño profesional, participó en talleres literarios y en el año 2013 realizó el Diplomado en Edición y Publicaciones de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Sus cuentos han recibido diversas distinciones, como el primer lugar del Concurso de cuentos policiales organizado por la PDI (2013), el primer lugar del Concurso de cuentos Municipalidad de la Pintana (2014) y el segundo lugar en el Concurso Revista Zánganos (2015). También fue finalista en Santiago en 100 Palabras. Algunos de sus textos se encuentran disponibles en web literarias y revistas digitales. Recientemente fue seleccionada por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, junto a otros seis escritores emergentes, para una actividad de difusión de autores nacionales. 11952 - Cuentos Kilometros int.indd 14 29-10-2015 9:41:37 Un día de abril, cuando yo tenía catorce años, un auto atropelló a mi hermana. Hacía una semana Elena había cumplido los dieciséis, teníamos la misma estatura y, por una cuestión de idas y venidas, no estuve en el momento del impacto. Mi hermana asistia al colegio industrial adonde solo iban varones. Creo que ella y otra chica más eran la excepción. No quiso que la matricularan en el instituto comercial. En la básica las monjas le habían dado clases de mecanografía y desde entonces sus dedos odiaban las máquinas de escribir. El año en que la atropellaron, Elena cursaba tercero medio en la jornada de la tarde y yo asistia al comercial durante la mañana. Un trayecto de seis cuadras unía, si uno pasaba un lápiz sobre un mapa, nuestra casa con el paradero del colectivo. Lo de paradero, nada. Ni siquiera una garita. Allí solo había una pelambre reseca de tierra al costado de la carretera, rodeada de pasto, con algo de basura y un poco de barro en invierno, pero igual le llamábamos el paradero. La cuestión es que en algún punto de esa línea imaginaria nos cruzábamos, mi hermana en su caminata de ida y yo en la de regreso. Si Elena estaba apurada nos saludábamos con un frío movimiento de cabeza. Si yo estaba hambrienta, preguntaba «¿Qué hay de comer?». Si llovía intercambiábamos el paraguas nuevo que yo me había llevado en la mañana por el viejo que mi hermana traía en sus manos, como en esas carreras de posta donde los corredores se pasan algo. Ese día nos cruzamos cerca de casa y había guiso de lentejas para almorzar. Lo de las lentejas lo recuerdo perfecto porque en esos últimos meses, desde que papá nos había abandonado, comíamos mucha lentejas, pero el que nos cruzáramos cerca de casa es una conclusión que saqué a posteriori. También recuerdo el calor y que no había nada que presagiara lo que se venía. Descubrí esa tarde que solo en las novelas el cielo se nubla cuando los personajes están tristes, porque en la vida real las tardes siguen siendo luminosas aunque atropellen a tu hermana. Llegué a casa y me senté de inmediato a la mesa de la cocina a comer mi guiso. En eso estaba cuando a los minutos una mocosa de unos diez años llamó desde el portón metálico que daba a la calle. Mi madre salió, yo miré por la ventana y las vi hablar. Volví a mis lentejas y a mirar la televisión. Cuando mi madre regresó me 15 11952 - Cuentos Kilometros int.indd 15 29-10-2015 9:41:37 contó que un auto negro había atropellado a una estudiante frente al paradero y que la mocosa pensaba que podía ser Elena, pero mi madre le había dejado en claro que mi hermana se había ido hacía mucho rato al industrial. —Debe ser otra estudiante —dijo mi madre y se metió una cucharada del guiso a la boca. La mocosa también había contado que la pareja del auto había levantado del asfalto a la estudiante y se la había llevado al hospital. Seguimos mirando la televisión sin decir palabra. A los pocos minutos, el silencio se convirtió en un enorme agujero negro que se tragó los sonidos de la tele, las sillas, la mesa, los platos de lentejas, la ensalada y el pan, hasta que mi madre habló y trajo todo el mobiliario de regreso a la cocina. —¿Cuánto hace que llegaste? —¿Media hora? —dije sin convicción. Vivíamos en una zona rural con una sola carretera asfaltada y pocas casas. No había teléfonos y en esos años no existian los celulares. Mi madre siguió almorzando y a ratos me miraba como si fuera a decir algo. Yo la miraba esperando y luego ambas tragábamos al mismo tiempo una cucharada de comida y nadie decía nada. —Si quieres voy al industrial —dije. Mi madre asintió. Corrí la silla hacia atrás, miré mi plato de lentejas sin terminar; me paré, me cambié la falda del uniforme por unos bluyines y parti. Apenas cerré el portón metálico me acordé de Dios. Comencé a rezar. Le pedí que no fuera Elena, prometi asistir a misa, velas a la Virgen, botellas de agua a la Difunta Correa. Hablé con Dios y le exigí que fuera coherente en su reparto de desgracias, que pensara en mi pobre madre abandonada por mi padre hacía apenas unos meses, y luego me acordaba de la verdadera víctima del accidente, porque de seguro no era mi hermana, y rezaba por la muchacha y su familia. Es increíble la de promesas que se pueden hacer en un trayecto de seis cuadras y cuando se tienen catorce años. Me costó llegar al paradero tan rápido como quise hacerlo. Mientras caminaba, me concentré en una visión de mi regreso, en la cara de alivio de mi madre, en mi hermana riéndose por la confusión. Una cuadra antes de llegar al paradero vi apoyada en un alambrado a la mocosa que había ido a mi casa. Era la hija del cuidador del corralón de materiales. Vivían 16 C U E N TO K I LÓ M E T RO S / U N V I A J E D E L E CT U RA 11952 - Cuentos Kilometros int.indd 16 29-10-2015 9:41:37 en una mediagua de madera que apenas se sostenía. Me cubrí un poco la cara, no quería que me reconociera, pero la perversa comenzó a gritarme y a correr detrás mío. Cuando la tuve cerca no pude ignorarla. —Atropellaron a tu hermana. —No creo. Ella se fue hace rato. —Tenía el uniforme del industrial y tu hermana es la única que usa ese uniforme. Me temblaron las rodillas y odié el pelo sucio de la mocosa, la ropa de varios días que llevaba encima y la familiaridad con la que me habló. Seguí caminando, ni siquiera me despedí. Sus últimas palabras rebotaron en mi espalda: —En el asfalto hay sangre de tu hermana. Apuré los pasos. Me dije «no voy a mirar, no voy a mirar, no voy a mirar», pero a un metro de mí estaba la mancha de sangre y la huella de una frenada de neumáticos. Miré la mancha roja con fascinación. Era tan real. El colectivo llegó enseguida. El inspector me recibió en el hall del colegio. No quise alarmarlo ni entrar en detalles y dije que necesitaba hablar urgente con Elena. Se fue a buscarla a la sala. Suspiré aliviada, pero le agradecería a Dios solo cuando la viera. A los minutos el hombre regresó con un libro de asistencia abierto entre las manos. —La alumna Elena Rodriguez no vino hoy. Puteé a Dios, a las monjas de mi colegio, a la Difunta, a la Virgen y a los pocos santos que conocía. No había duda: la sangre era de Elena. Intenté calcular cuánta sangre había sobre el pavimento. ¿Qué parte de su cuerpo había chocado con el auto? ¿Sería un auto grande? ¿A qué velocidad? Debía regresar pronto a casa. Dejé al inspector con el libro cerrado bajo el brazo. Dije «gracias» casi en la puerta y salí. Caminé hasta el paradero de la esquina del colegio. Era una tarde luminosa con un sol a punto de estallar. El colectivo estaba casi vacío. Me senté y miré por la ventanilla. Una versión mía se había quedado en el colegio frente al inspector. Otra seguía en la cocina de casa comiendo el guiso de lentejas. Solo mi sombra iba arriba del colectivo fingiendo mirar el paisaje. En mi cabeza retumbaba una palabra. «No. No. No». Mi hermana no podía morir. Me bajé una cuadra después del paradero para no ver de nuevo la sangre de Elena. Mi p r i m e r 11952 - Cuentos Kilometros int.indd 17 viaje co n L a d y Di 17 29-10-2015 9:41:37 Mamá estaba en el portón metálico junto a un par de vecinas. Supo lo sucedido apenas me vio aparecer en la esquina de casa. Se llevó las dos manos a la cabeza. Se le doblaron un poco las piernas. Una de las vecinas la sostuvo. Cuando me acerqué, dijo: —Era ella, era ella. Las vecinas ayudaron, mi madre entró a casa por su cartera y dinero, apareció un auto de la nada, el hombre que lo manejaba dijo que solo había dos hospitales y una clínica por el sector, que iríamos primero al hospital más cercano que quedaba a unos pocos kilómetros. Nos sentamos en el asiento trasero. Busqué el taxímetro pensando que era un taxi. Era solo un auto. Todo comenzó a moverse rápido. Me asustó la velocidad. Imaginé que chocábamos, que mamá y yo moríamos, que Elena asistia toda vendada a nuestro funeral y que el hombre del volante se salvaba y le contaba de nuestra preocupación. El viaje duró unos veinte minutos hasta la guardia del hospital. Estacionamos y nos bajamos los tres. En el mesón de entrada y ante las palabras enredadas que salieron de la boca de mi madre, el hombre la tomó de un brazo y dijo: «Déjame, Rosa, yo hablo». Él preguntó por una estudiante atropellada y yo me pregunté en qué minuto mi madre le había dicho su nombre. La mujer que estaba tras el mesón buscó en unas nóminas escritas con lápices de distintos colores. El nombre de mi hermana no estaba allí. —Quizás en el hospital municipal —dijo la mujer e hizo un gesto para que abandonáramos nuestro sitio y le diéramos el paso a una pareja que seguía en la fila que se había formado detrás de nosotros. Nos subimos de nuevo al auto los tres. Mi madre en el asiento del copiloto y yo atrás. Mamá comenzó a lloriquear. El hombre me miró por el espejo retrovisor y dijo: —De verdad que eres alta para catorce años. No contesté. Mi madre abrió una gaveta que estaba frente a ella y sacó un confort. Se enrolló unas vueltas de papel en una mano, guardó el rollo en la gaveta y luego se sonó la nariz. El hombre dijo que no llegaría con la bencina, que el otro hospital quedaba lejos, que sería una locura quedar sin combustible en medio de la carretera. Giró el auto y entramos a una estación de servicio. Imaginé que el hombre pediría dinero, que mamá sacaría un billete de su cartera o que diría algo así como «después yo le pago», pero nadie dijo nada. El hombre pagó en efectivo y seguimos el viaje. Mi madre preguntó a cuántos kilómetros quedaba el otro 18 C U E N TO K I LÓ M E T RO S / U N V I A J E D E L E CT U RA 11952 - Cuentos Kilometros int.indd 18 29-10-2015 9:41:37 hospital y lo llamó por su nombre: Carlos. Él dijo que en veinte minutos llegábamos. Mamá había dejado de llorar y yo le había puesto una mano en su hombro para tranquilizarla. A ratos le hacía cariño en el pelo. Creo que balbuceé alguna frase de consuelo. Carlos dijo que las urgencias de riesgo vital las derivaban al hospital que habíamos pasado, ya que era de mayor complejidad que al que íbamos ahora y que la mujer del mesón le había dicho que quizás no eran tan graves las heridas. Yono había dicho nada de la sangre en el asfalto. Mi mamá siguió haciéndole preguntas, que si Carlos esto, que si Carlos aquello. Me pregunté si sería un visitador médico experto en recorrer hospitales, el alcalde del pueblo o qué sé yo. Yo no recordaba en qué momento la mujer del mesón había dicho todo eso que él ahora explicaba, pero al parecer mi madre necesitaba creer y no ponía en duda sus palabras. Miré su reflejo en el vidrio parabrisas. Era un hombre mucho más joven que mi padre, casi no tenía arrugas y llevaba el pelo algo largo. Habló todo el viaje hasta llegar al segundo hospital, pero yo no lo escuché, porque iba pensando en la mancha roja del asfalto y dándole una segunda oportunidad a Dios con nuevas peticiones. Llegamos a un edificio nuevo de dos pisos con un inmenso letrero en color azul y fondo blanco. Cuando el auto entró al estacionamiento y pasó muy cerca, vi la pintura descascarillada de las letras azules y marcas de termitas en la madera. Estacionamos al lado de una ambulancia. Me demoré en salir de mi asiento y cuando por fin cerré la puerta del auto, ellos me habían adelantado unos metros. Dada mi altura caminaba algo encorvada, así que me erguí para correr y alcanzarlos. Entonces la vi tomada del brazo de Carlos. No me apuré y mantuve la misma distancia. Me pareció que ya no iba con ellos, sino que los seguía. Senti una fuerte punzada en el estómago y recordé que no había terminado de almorzar. Me dije «es de hambre». En la entrada del hospital un hombre tan alto como mi padre abrazaba a una chiquilla que lloraba sin consuelo. Mi madre se dio la vuelta y me gritó que me apurara y luego entró junto a Carlos al sector de urgencias. Cuando crucé la gran puerta de vidrio después de ellos, un guardia que estaba en la sala me dijo, mirando la escena que se desarrollaba afuera, como si yo le hubiese preguntado: «Un tiroteo, le mataron a la madre». La sala de urgencia era más grande que en el otro hospital. Me mandaron a sentarme en las sillas que siempre hay en las salas de espera. Les dije que quería Mi p r i m e r 11952 - Cuentos Kilometros int.indd 19 viaje co n L a d y Di 19 29-10-2015 9:41:37 ir con ellos, pero mi madre regresó sobre sus pasos, me tomó con fuerza de un brazo y de un tirón me sentó en una silla. Enmudecí de vergüenza. —Son los nervios —dijo Carlos. Un calor me encendió la cara. Por suerte, el lugar estaba casi vacío. Los vi caminar hacia una ventanilla. Miré por la mampara vidriada hacia afuera. La chiquilla que antes lloraba estaba ahora casi en cuclillas sobre una escalinata y el hombre alto se había encorvado y la sostenía en sus brazos. Me pregunté donde estaría mi padre a esa hora. Cuando volví a mirar dentro de la sala de espera, divisé a mi madre y Carlos caminando por un pasillo. Él la llevaba abrazada por la cintura. Me detuve en el joven cuerpo de mi madre, su pelo largo y suelto, la blusa entallada, sus pantalones ajustados y sus botines con taco. Entonces caí en la cuenta de que entre el guiso de lentejas y mi ida al colegio de Elena, ella se había cambiado de ropa. Pensé con rabia que mi hermana se podía estar muriendo en esos momentos y mi madre estaba preocupaba de ponerse una blusa entallada. La odié. Me arrepenti de inmediato. Una puerta blanca se cerró tras de ellos. Pedí perdón a Dios y le dije que rezaría cien padrenuestros hasta que regresaran con noticias de Elena. Por un largo rato recé un padrenuestro tras otro, pero en algún momento los gritos de la última pelea, cuando mi padre se había ido de casa, me interrumpieron el santificado sea tu nombre y venga a nosotros tu reino. Mi madre y mi padre discutian en su dormitorio. Unos minutos antes de que cerraran la puerta, yo había visto la maleta grande abierta sobre la cama. Llevaban meses peleándose por las borracheras de mi padre. Con Elena ese día nos metimos en nuestra pieza y nos quedamos quietas y silenciosas para escuchar. Cuando mi padre comenzó a insultarla, mi madre habló y habló a todo volumen para hacerlo callar. O para que nosotras no escucháramos. En todas las peleas anteriores mi madre luego nos hacía un resumen: su padre está enfermo de los celos. Y sí, los celos lo tenían mal. No era desconocido para nosotras que papá se veía muy viejo comparado con mi madre. Yo suponía, entonces, que era inevitable que la celara. Pero ese último día la trató de sucia y vagabunda; y más tarde, cuando estábamos en el comedor, Elena y yo llorando sentadas en el sofá, él despidiéndose de nosotras tratando de explicar lo inexplicable, se refirió a mi madre con sarcasmo y la llamó varias veces en su tono burlón de siempre: Princesa Lady Di. Y en eso algo de razón tenía, supuse entonces. Mi madre en los últimos años había bajado de peso y se preocupaba mucho más de la ropa que se compraba, del maquillaje y esas cosas. Sí, la Princesa Lady Di. La cara de mi padre se esfumó y mi madre me abrazó de súbito en la sala de espera del hospital y me levantó de la silla. Detrás de ella, 20 C U E N TO K I LÓ M E T RO S / U N V I A J E D E L E CT U RA 11952 - Cuentos Kilometros int.indd 20 29-10-2015 9:41:38 Carlos sonreía. Mi madre dijo que Elena estaba bien, que hacía una hora le habían suturado una herida en una pierna, nada grave, que en la ficha decía una caída, y que los médicos habían autorizado su traslado a la clínica para que le tomaran unas radiografías, ya que en el hospital estaban con mucha demora y la pareja con la que andaba la paciente estaba dispuesta a pagar. Comencé a sonreír muy lento. La voz de mi padre seguía en mi cabeza: «La Princesa Lady Di». Agradecí a Dios porque Elena no iba a morir. Estaba contenta, pero necesitaba sacudirme el cuerpo. Al parecer me había entumecido con tanto rezo. Salimos de la sala de urgencia, mi madre iba colgada del brazo de su príncipe y con el otro brazo me llevaba de la cintura y me arrastró hasta el auto. Yo apenas sentia el suelo bajo mis pies. Carlos miró su reloj pulsera y dijo que eran las cinco de la tarde. Cuando el auto salió del recinto me fijé de nuevo en la pintura descascarillada del letrero que decía Hospital Municipal. De verdad era engañador, de lejos parecía un letrero recién pintado. Con los años supe que solo dos kilómetros separaban el Hospital Municipal de la clínica privada. ¿En cuánto tiempo se puede recorrer esa distancia por una avenida sin mucho tráfico? ¿Diez minutos? Pero de todos los trayectos de ese día de abril, ese fue el viaje más largo. Mi madre iba en el asiento del copiloto hablando hasta por los codos. Y sí, mi padre tenía razón, la princesa a veces hablaba más de la cuenta y sonreía con mucha alharaca. Iba haciendo planes de paseos, de cosas que haríamos todos juntos, de vacaciones no sé dónde, tomándose a ratos el pelo suelto en un moño y acomodándose su blusa entallada, contándonos las películas horrorosas que había imaginado y cómo la posibilidad de la muerte le había hecho un clic en la cabeza. A ratos se daba vuelta en su asiento y me miraba. Yo iba atrás silenciosa como una oruga, enrollada sobre mí, en un viaje privado, íntimo, atando pequeños cabos de los últimos años, desarmando algunos nudos, recordando los gritos de mi padre y viendo por primera vez a mis catorce años a la mujer que era mi madre como nunca antes la había visto. En un momento Carlos me miró por el espejo retrovisor y dijo algo, pero yo hice un desprecio y miré por la ventanilla. Solo necesitaba ver y abrazar a Elena para no sentirme sola. También para que me acompañara en esos viajes en auto, en avión y en bus que mi madre comenzó a planificar esa luminosa tarde de abril. Muchos viajes y paseos que por cierto hicimos con mi hermana en los años siguientes, junto a una Lady Di cada vez más delgada y a un sinnúmero de príncipes distintos. Mi p r i m e r 11952 - Cuentos Kilometros int.indd 21 viaje co n L a d y Di 21 29-10-2015 9:41:38
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