Toussaint, Mónica, Diplomacia en tiempos de guerra: memorias del embajador Gustavo Iruegas, México, Instituto Mora/La Jornada/cialc-unam, 2013, 540 págs. El libro reseñado se agrega a la lista de obras sobre las memorias de personalidades del servicio exterior mexicano. Afortunadamente para un país donde la desmemoria es la regla y en el que los funcionarios públicos de alto nivel difícilmente dejan un legado escrito sobre sus avatares existenciales, las remembranzas de los diplomáticos mexicanos forman ya un corpus importante en la bibliografía mexicana. Dedicada a este tema la Secretaría de Relaciones Exteriores tiene una colección en la cual Mónica Toussaint —distinguida investigadora del Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora— elaboró un libro sobre las correspondientes al embajador Antonio de Icaza, y las instituciones convocantes de la presente edición también cuentan con antecedentes en este sentido.1 El embajador Gustavo Iruegas Evaristo (1942-2008) nació en el pueblo de Magdalena, Sonora. A principios de la década de los sesenta realizó estudios de periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue becario de El Colegio de México en la carrera de Historia y realizó un diplomado en comercio internacional. Durante sus años estudiantiles vivió bajo la sombra protectora de José Natividad Rosales, influyente periodista de aquellos años e importante colaborador de la revista Siempre! En 1965 Iruegas ingresó a la Secretaría de Relaciones Exteriores vía el departamento de prensa, aunque luego fue adscrito como ayudante del embajador Carlos Peón del Valle y se convirtió en un colaborador cercano de Andrés Rozental, también diplomático. Su experiencia profesional se hizo sobre la marcha, aunque por supuesto ingresó al Servicio Exterior Mexicano por medio de concurso público de oposición; gracias a su diligencia y buen desempeño fue catalogado como un elemento sobresaliente de aquél, en la práctica el único servicio civil de carrera que existe en México. Después de varias adscripciones en el exterior —por ejemplo como miembro de la delegación mexicana de la Organización de los Estados Americanos en Washington, en La Habana, en Buenos Aires y en Brasilia—, trabajó en la campaña electoral de Luis Echeverría; cuando se encontraba en Brasil fue enviado a Ghana, encargo que duró cinco meses. También fue muy socorrido en las numerosas conferencias internacionales que se celebraron en el último tercio del siglo pasado, como la Conferencia Internacional de la Mujer, donde estuvo encargado de la prensa internacional; también organizó la Primera Cumbre Iberoamericana celebrada en Guadalajara en 1992. En sus memorias, el embajador Iruegas destaca su estancia en la región 1 Mónica Toussaint, Antonio de Icaza: la alegría de servir, México, Secretaria de Relaciones Exteriores/Instituto Matías Romero, 2009 (Col. Historia Oral de la Diplomacia Mexicana, vol. 5), 421 págs. centroamericana. Llegó a El Salvador en octubre de 1975, donde residió dos años; allí, en compañía de su esposa Susana Peón, trabajó arduamente a favor de los asilados, los que llegaron a ser bastante numerosos. En septiembre de 1978 llegó a Managua como encargado de negocios, precisamente cuando se daba la insurrección en la capital nicaragüense contra la dictadura somocista. A raíz de estos acontecimientos empezaron a llegar los refugiados a la embajada mexicana a razón de once por día, llegando a tenerse setecientos cincuenta u ochocientas personas en esas condiciones, por lo que desde la capital mexicana se estableció toda una logística para apoyar a la representación con alimentos y vituallas (p. 196). Cuando el canciller Santiago Roel le encomendó la tarea, le dijo: “Vaya usted a Nicaragua a hacer todo lo que pueda por esa gente y su revolución, cuidando las formas, ésas son sus instrucciones”. Y don Gustavo lo tomó al pie de la letra, pues se involucró en hechos que sobrepasaban su misión diplomática, como entrevistarse con los jefes de la resistencia urbana o trasladarse a campamentos guerrilleros para estudiar la situación. En sus palabras, Roel “no me prohibió nada, pero me decía que tuviera cuidado” (p. 191). La cancillería mexicana sostuvo siempre el derecho de asilo como un asunto humanitario, y el embajador Iruegas fue siempre un abanderado en este sentido. Hay un momento en la historia de México en el que la política exterior hace las veces de ideología nacional. Ahí es donde sustituye a esa parte interior que ya no cumplía con tantas cosas que en política exterior sí se sostenían. Digamos que los últimos sectores de la Revolución Mexicana se dieron en la cancillería, en la política exterior estuvo presente la ideología de la revolución (p. 169). La defensa de la soberanía, la autodeterminación y la no intervención eran principios que venían del movimiento de 1910, junto al asilo a todas las personas perseguidas por motivos políticos, fueren de la ideología que fueren. Pero el embajador Iruegas se excedió, pues por mucha simpatía que el gobierno mexicano tuviera por la Revolución Sandinista, su representante en Managua actuaba como un militante más: “Hacíamos mil cosas, movimos armas, dinero, gente. Hubo casos de todo. 1979 era un año de una gran intensidad de la vida política” (pp. 203-204). El 20 de mayo de ese año México rompió relaciones con Nicaragua, por lo que don Gustavo pidió el traslado a El Salvador, donde ya habían empezado los problemas a partir del asesinato de monseñor Óscar Arnulfo Romero, pero no aterrizó allí sino hasta mediados del año entrante. Su esposa y él fueron calificados de comunistas por su conocido apoyo a los sandinistas y por la política exterior mexicana de aquellos tiempos, antidictatorial y progresista. Para variar, nuestro representante volvió a inmiscuirse en la política interna del país donde estaba acreditado. “¿Por qué nos reuníamos con la guerrilla? Porque lo primero era saber. Tú no puedes hacer nada si no sabes qué está y qué no está pasando. Castañeda (don Jorge era el canciller) les tenía simpatía y se reunía en privado, no era algo público, no se sabía, no lo sabía la prensa” (p. 248). Si bien por razones de política interior el gobierno de José 192 Cuadernos Americanos 149 (México, 2014/3), pp. 191-194. López Portillo tomó partido a favor del movimiento sandinista, considero que nuestro representante diplomático exageró en su militancia a favor de una de las facciones en pugna. El embajador Iruegas explica con detalle su decisiva intervención en la declaración realizada por Francia y México que le otorgó legitimidad a la guerrilla salvadoreña del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (fmln), motivo por el que se convirtió en una fuerza política representativa ante la comunidad internacional. Así como la ruptura de relaciones con Nicaragua fue propiciar el aislamiento internacional de Anastasio Somoza, en este caso el objetivo era contrarrestar la estrategia norteamericana de mantener aislados a los guerrilleros e iniciar un procedimiento encaminado a lograr la negociación (p. 254). También hace referencia al nacimiento del Grupo Contadora —organismo que buscaba evitar la injerencia directa de Estados Unidos en la región centroamericana— y a las negociaciones que desembocaron en la firma de los Acuerdos de Paz a principios de los años noventa. En primer lugar, México participó porque le tocaba en lo inmediato, porque se trataba de su zona de responsabilidad internacional. Y también era del interés de México que se agotara ese conflicto. Se mezclaron una proporción de interés y otra de responsabilidad. Si el interés era suficiente o la responsabilidad era suficiente, México iba. Porque México era un país en la región con el tamaño, la fuerza, la presencia y los recursos suficientes como para no desentenderse. Y, al mismo tiempo, México era un país que tenía la necesidad de que se restituyera la paz en la región, porque estábamos en peligro de que nos contaminara la guerra (p. 267). Después de cumplir con otras responsabilidades, en octubre de 1985 el embajador Iruegas y su familia llegaron a Jamaica. Pasados tres años fue nombrado director general del Sistema de las Naciones Unidas, donde estuvo poco tiempo, situación que aprovechó para cursar la maestría en Seguridad Nacional impartida en el Colegio de la Defensa Nacional, estudios que llenaron sus expectativas y lo hicieron entender al sector militar, que tiene una manera de trabajar y analizar diferente al servicio civil. La experiencia le sirvió para constatar que “en el Ejército, la idea de la labor de la cancillería era la de los que sí sabían cómo defenderse en el campo internacional. Ésa era la actitud y el respeto que siempre hubo” (p. 330). Gracias a su iniciativa se denunció el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (tiar), firmado en 1947 en Río de Janeiro, considerado uno de los primeros tratados surgidos a partir de la Guerra Fría, el cual estipulaba la defensa recíproca de los países americanos en caso de un ataque externo, el cual por cierto no fue activado en la Guerra de las Malvinas. Poco tiempo estuvo Iruegas como cónsul en San Diego, pues en febrero de 1994 don Manuel Tello lo nombró titular de la Oficialía Mayor de la cancillería. Por sus antecedentes en Centroamérica fue nombrado negociador oficial en el Cuadernos Americanos 149 (México, 2014/3), pp. 191-194. 193 conflicto de Chiapas, y en agosto de 1996 se fue como embajador a Noruega, donde permaneció por espacio de cuatro años. Se le envió luego a Uruguay, donde duró poco tiempo, pues en diciembre de 2000 fue nombrado subsecretario para América Latina y el Caribe. Debido a diferencias respecto de la política seguida hacia Cuba por el gobierno de Vicente Fox, Iruegas renunció a la Secretaría de Relaciones Exteriores en la primavera de 2003. Lo hizo también a causa de las intrigas, zancadillas y envidias tan presentes en la burocracia nacional y que entorpecen la labor de las personas bien intencionadas. Durante sus últimos años fue docente en la unam y en la Universidad Iberoamericana, así como destacado columnista de La Jornada. En el “gobierno legítimo” de Andrés Manuel López Obrador fungió como el encargado de la política exterior. El libro examinado es la versión fiel de los trabajos y los días de un diplomático patriota, honrado y profesional como lo fue don Gustavo Iruegas, el mejor ejemplo de una existencia dedicada a enaltecer el nombre de México y muestra del alto nivel profesional y humano alcanzado por el personal de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Aunque la lectura es amena y en ocasiones ágil como una novela gracias a su buena redacción y a lo interesante de los temas tratados, es de lamentar el excesivo número de páginas, incluidas las cien fotografías. Una buena criba era necesaria para sacar la paja anecdótica y dejar lo esencial de su labor diplomática y humanitaria. Recordemos que en la era digital la galaxia de Gutenberg tiene cada vez menos adeptos. También es de mencionarse el blindado maniqueísmo que exhibe nuestro personaje, quien nunca se atreve a ejercer la más mínima crítica al gobierno dictatorial de los hermanos Castro, ni a los lamentables resultados que al final tuvo en Centroamérica la insurgencia guerrillera. A menos que se crea que Nicaragua y El Salvador mejoraron en algo su abatida situación de antes de la guerra, o que Cuba de verdad sea el paraíso socialista que nos han vendido durante más de medio siglo. En resumen, se trata de un encomiable trabajo que rescata uno de los mejores aspectos presentados por el México posrevolucionario: el de su diplomacia principista, digna y pragmática a la vez, de cuyo capital humano da muestras el libro reseñado. Felícitas López Portillo T. 194 Cuadernos Americanos 149 (México, 2014/3), pp. 191-194.
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