El Sentido de Nuestro Apostolado - Casitas de Oracion

“No te pido que los saques del mundo, sino que los
guardes del mal. Ellos no son del mundo, como tampoco
yo soy del mundo.
Conságralos en la verdad: tu palabra es la verdad. Como
tú me enviaste al mundo, así también los envío yo al
mundo. Por ellos yo me consagro a ti, para que también
ellos sean consagrados en la verdad.”
Jn 17,15-19
El sentido de nuestro Apostolado
Mérida, México, 2005
Índice
CONTENIDO:
Índice............................................................................................. 2
Introducción: ................................................................................ 3
I. El apostolado individual de los fieles católicos ...................... 5
1. La vocación al Apostolado.................................................................................................... 5
2. La misión que se nos ha encomendado:.............................................................................. 6
3. Mensajeros de paz y felicidad .............................................................................................. 7
II. El apostolado asociado de los movimientos laicales ............ 8
4. Una labor más fecunda......................................................................................................... 8
5. Activismo y contemplación ¿Marta o María? ....................................................................... 9
6. Criterios de Eclesialidad para los movimientos laicos........................................................ 10
III. La vocación apostólica en el ANE........................................ 12
7. Gratitud, felicidad y esperanza ........................................................................................... 12
8. El camino marcado por el Señor ........................................................................................ 13
9. La madurez espiritual ......................................................................................................... 17
10. La justicia y el juicio de Dios............................................................................................. 18
11. La Nueva Evangelización ................................................................................................. 20
12. “El nuevo ardor” ................................................................................................................ 21
13. “Los nuevos métodos” ...................................................................................................... 22
14. “Las nuevas expresiones” ................................................................................................ 23
IV. Recomendaciones prácticas para la vida apostólica en el ANE
..................................................................................................... 24
IV. I) NUESTRO CRECIMIENTO ESPIRITUAL: ...................................................................24
15. La conversión personal y el crecimiento espiritual........................................................... 24
16. La identificación de nuestras miserias y la asistencia divina ........................................... 27
17. La vida de oración ............................................................................................................ 27
IV. II) NUESTRA VIDA COMUNITARIA:................................................................................28
18. La vida fraterna en las comunidades del ANE ................................................................. 28
19. Aprender a vivir en comunidad......................................................................................... 29
20. Cada uno es responsable ante Dios de su buen o mal testimonio .................................. 31
21. Sobre los prejuicios y las susceptibilidades ..................................................................... 31
22. El perdón y la confianza ................................................................................................... 32
23. La vida litúrgica................................................................................................................. 33
IV. III) NUESTRA ORGANIZACIÓN:.......................................................................................35
24. Principios generales de organización............................................................................... 35
25. La obediencia, la jerarquía, la autoridad y el “liderazgo” en el ANE ................................ 37
26. Las bases de la conducción en nuestro apostolado ........................................................ 40
27. Las vías jerárquicas en el ANE ........................................................................................ 41
28. El concepto de “empresa” en nuestro Apostolado ........................................................... 42
29. Simpatizantes, participantes y miembros del ANE........................................................... 43
30. Las reuniones de consejo y otras juntas de trabajo ......................................................... 44
31. Resolución de conflictos ................................................................................................... 45
V. Conclusiones.......................................................................... 47
VI. Bibliografía General: ............................................................. 48
2
Introducción:
“¡A cuántos hombres es preciso llevar todavía a la fe!” “Cuántos hombres es preciso reconquistar para la fe
que han perdido, siendo a veces esto más difícil que la primera conversión a la fe... Sin embargo la Iglesia,
consciente de aquel gran don, del don de la Encarnación de Dios, no puede nunca detenerse, no puede
pararse jamás.” (JUAN PABLO II, Homilía del 6 de enero de1979)
Acercar almas a Dios y más aún, “reconquistar hombres para la fe que han perdido”... tal es pues
la sublime naturaleza y la descomunal magnitud de nuestra misión en este Apostolado.
Somos conscientes en primer lugar de que sin la gracia, y sin la ayuda de Dios, jamás podríamos
hacer nada de esto, pero también comprendemos que para asumir ese enorme reto que el Santo
Padre nos presenta, es necesario ir generando las herramientas, los métodos y procedimientos,
pero sobre todo, ir incorporando las actitudes y afinando los criterios básicos, que nos permitan
discernir y actuar, en todo momento, con la mayor eficacia que el Señor nos permita.
Es en ese sentido que el presente texto tiene el propósito de ayudarnos a profundizar algunos
conceptos que, consideramos, son muy importantes para orientar y fortalecer nuestra labor
apostólica, y así producir mayores frutos para la Gloria de Dios.
De todos los documentos que esta Secretaría ha emitido hasta el presente, se extraen claramente
tanto la misión como los rasgos específicos de la espiritualidad y de la labor operativa de nuestro
Apostolado, pero vemos que siempre es menester hacer aclaraciones sobre la marcha...
Cuando estas aclaraciones se hacen frecuentes, resulta necesario ponerlas por escrito, algunas
veces a través de nuestras “comunicaciones oficiales” y otras juntándolas, y sistematizándolas en
un nuevo documento, a fin de que se incorporen a la normativa institucional del ANE y sirvan de
guía permanente para nuestra labor.
Tal es el objetivo de este documento. Sin embargo, sería estéril producir “ríos de tinta” si sólo unos
cuantos leyeran lo que se escribe, o si con ello pretendiéramos prever todas las posibles
situaciones y anticiparnos a la resolución de todos los problemas que en el futuro hayan de
presentarse...
Sabemos que con el ingreso de nuevos miembros a nuestra organización, y con cada nueva
actividad que se planifique, ya sea en el Consejo General, en los nacionales o locales, o en la más
remota casita de oración, siempre habrá nuevas circunstancias, y con ellas nuevos asuntos que
definir, bajo ciertos parámetros, claro, pero también con cierta dosis de discrecionalidad e iniciativa
personal...
En suma, que siempre habrá que pedir la Luz del Espíritu Santo, para poder hacer las cosas bien y
en forma coherente, de modo que contribuyan a dar Gloria a Aquel a Quien nos debemos, por
Quien hemos sido llamados, y a Quien deberemos rendir cuenta de todas nuestras acciones el día
de mañana.
Con todo, las bases están claramente sustentadas en nuestros documentos, y es necesario que
los consultemos con frecuencia, para que estando embebidos de su espíritu, podamos analizar en
perfecta armonía y resolver con prontitud los casos particulares en los que surgieran dudas.
Precisamente a eso quiere contribuir este nuevo texto. En las páginas que siguen, reflexionaremos
acerca de las características de la vida apostólica a la que hemos sido llamados. Hablaremos
sobre la vocación apostólica de todo bautizado, un ministerio que debe realizarse, ya sea en
forma individual o colectiva.
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En el primer capítulo nos referiremos, en términos generales, al apostolado individual de todos los
fieles católicos. En el segundo hablaremos sobre el apostolado asociado de los fieles laicos, en
términos también generales, como una forma de ministerio cada vez más promovida por nuestra
Iglesia. En el tercero centraremos nuestra atención sobre los rasgos específicos que adopta la vida
del apostolado asociado en el ANE. En el cuarto expondremos algunas recomendaciones prácticas
para la vida apostólica en el ANE y finalmente nuestras conclusiones.
Con la esperanza puesta en el Señor de que esta herramienta nos oriente y ayude a crecer en
comunidad, en misericordia y santidad; en comunión de oraciones con todos ustedes, los saludo
con amor fraterno siempre en Cristo y María:
Lic. Francisco Rico Toro Rivas
Secretario General del ANE
Mérida, Yucatán, diciembre de 2004.
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I. El apostolado individual de los fieles católicos
“La misión de la Iglesia tiene como fin la salvación de los hombres, la cual hay que conseguir con la fe en
Cristo y con su gracia. Por tanto, el apostolado de la Iglesia y de todos sus miembros se ordena en primer
lugar a manifestar al mundo con palabras y obras el mensaje en Cristo y a comunicar su gracia” (CONC.
VAT. II, Decreto Apostolicam actuositatem n. 6)
Sin duda, una de las más importantes reformas introducidas por el Concilio Vaticano II en nuestra
Iglesia, es no sólo “la apertura”, sino la insistente invitación a los fieles laicos a participar de la
obra redentora de Jesús.
Es por ello que uno de los decretos emanados de ese concilio expresa textualmente lo siguiente:
“La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra,
para gloria de Dios Padre, sean partícipes de la redención salvadora todos los hombres, y por su
medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo....” (Decreto Apostolicam Actuositatem, n 2,
dado en Roma, el 18 de noviembre de 1965 [El énfasis -subrayado- siempre es nuestro].
De ese breve pero sustancioso párrafo, extraemos una idea muy importante: que todos debemos
participar de la redención salvadora de Jesucristo, no sólo como destinatarios sino también como
“mediadores” de esa redención, en la medida en que hagamos que “todo el mundo” se oriente
hacia Cristo.
1. La vocación al Apostolado
“Todo el esfuerzo del Cuerpo Místico, dirigido a este fin, se llama ‘apostolado’, que ejerce la Iglesia
por todos sus miembros y de diversas maneras; porque la vocación cristiana, por su misma
naturaleza, es también vocación al apostolado.”- Continúa diciendo de inmediato el documento
citado.
Ahora bien, a estas alturas, tenemos en claro que toda vocación supone un llamado, pero ¿en qué
consiste esta vocación específica a la vida de apostolado?
Como sabemos, las Sagradas Escrituras llegaron hasta nosotros mediadas por las lenguas griega
y latina. Por eso, y para comprender mejor de qué estamos hablando, conviene detenernos unos
instantes en el análisis etimológico sobre el origen mismo de la palabra “apostolado”, pues de ese
modo podremos abordar el sentido profundo de esta labor a la que, como bautizados, debemos de
sentirnos llamados todos, pero muy especialmente quienes formamos parte del ANE:
El verbo griego “apostéllo”, era usado frecuentemente para indicar el envío de “embajadas”,
“mensajeros” y “expediciones”. De allí que el adjetivo -luego convertido en sustantivo- "apóstolos”
significase a la vez embajador, mensajero y enviado.
En principio, este vocablo era utilizado con mucha frecuencia para referirse a las expediciones
navales y militares, es por esto que la idea que transmite el término "apóstolos” no sólo está
relacionada con la idea del “envío”, sino también con los conceptos de “aventura”, “posibles
luchas” y “fundaciones”... Digamos que se trata de “un envío riesgoso”, pero que, por lo mismo,
supone una confianza especial en el enviado, de parte de quien le envía.
La traducción latina del vocablo griego “apostéllo” es el verbo “mitto”, que significa “enviar”. De
este modo, el sustantivo correspondiente, “missio”, “missionis”, que traducimos al español como
“misión”, se relaciona directamente con el sustantivo griego “apostolé”.
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Sintetizando los tres párrafos anteriores, podemos decir que misión, envío y apostolado son
sinónimos, como naturalmente, también lo son apóstol, enviado y misionero.
Si nos remitimos en este documento a las raíces etimológicas de las palabras, no es para extender
innecesariamente este texto, sino porque deseamos dejar muy en claro que, desde los orígenes
mismos del término, la labor apostólica está relacionada con una misión, y por lo tanto con un
mandato.
Desde esta perspectiva, la Iglesia nos enseña que todo bautizado es un apóstol, y que como tal se
constituye en el depositario de un mandato, de una misión -que puede aceptar y cumplir o no,
voluntariamente- pero que le ha sido encomendada, y en consecuencia, deberá responder sobre
ella.
Dicho de otro modo, que no estamos aquí simplemente porque lo queremos, sino porque “Alguien”
nos envió, y se supone que nosotros hemos aceptado su encomienda.
Comprendemos además que esa encomienda conlleva riesgos (de “posibles luchas”), pero que
también es edificante (porque supone “fundaciones”... construcción).
2. La misión que se nos ha encomendado:
Al igual que hizo con cada uno de sus doce apóstoles, es Cristo mismo Quien, a través de su
Iglesia, nos llama individualmente, por nuestro nombre, y nos manda... nos asigna la misión de
evangelizar –como hemos repetido ya en reiteradas ocasiones- con la Palabra, con el ejemplo y
con el servicio. De nosotros dependerá el cumplir bien o mal con ese mandato, y el premio o
castigo al que con ello nos hagamos merecedores.
Vemos así que, al hablar de “nuestro apostolado individual”, nos referimos al envío específico que
nos hace Jesús, y a la forma en que le responderemos nosotros, siempre a través de una relación
directa y personal con Él.
No en vano el Decreto Conciliar Apostolicam Actuositatem Nos aclara: “Cristo, enviado por el
Padre, es la fuente y origen de todo apostolado de la Iglesia. Es, por ello, evidente que la
fecundidad del apostolado seglar depende de la unión vital de los seglares con Cristo. Lo afirma el
Señor: El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer
nada (Jn 15, 5)” (CONC. VAT. Il, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 4).
Todo fiel laico debe tener plena consciencia de que el Señor le ha encomendado una tarea
concreta, que debe cumplir sin excusas y sin demoras, y desde el lugar o los lugares mismos en
que Dios le haya colocado en su vida.
El Magisterio de la Iglesia nos aclara que “A este apostolado [el apostolado de los seglares],
siempre y en todas partes provechoso, y en ciertas circunstancias el único apto y posible, están
llamados y obligados todos los laicos, cualquiera que sea su condición, aunque no tengan ocasión
o posibilidad de colaborar en las asociaciones". (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Christi
Fideles Laici, n. 28; Dada en Roma, el 30 de diciembre de 1988. El énfasis es nuestro, para
resaltar que la labor apostólica es obligatoria, pero que puede desempeñarse también de manera
individual, en la medida en que el laico no tiene “ocasión” o posibilidad” de integrarse en un
movimiento apostólico. Queda claro que si tiene la ocasión y la posibilidad, es conveniente que lo
haga.)
El citado documento aclara que la labor apostólica de los laicos constituye “...una irradiación
constante, pues es inseparable de la continua coherencia de la vida personal con la fe; y se
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configura también como una forma de apostolado particularmente incisiva, ya que al compartir
plenamente las condiciones de vida y de trabajo, las dificultades y esperanzas de sus hermanos,
los fieles laicos pueden llegar al corazón de sus vecinos, amigos o colegas, abriéndolo al horizonte
total, al sentido pleno de la existencia humana: la comunión con Dios y entre los hombres.” (Ídem)
3. Mensajeros de paz y felicidad
Aquí llegamos a un punto trascendente: el evangelizador como transmisor de la felicidad, la paz, la
misericordia y el amor de Jesucristo.
El Cardenal Joseph Ratzinger, en una conferencia dictada sobre la Nueva Evangelización, que
citaremos varias veces a través de este documento, ilustra muy bien en qué consiste este deber de
“evangelizar” al que estamos llamados los laicos, planteándolo con las siguientes palabras:
“La vida humana no se realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto
incompleto, todavía por completar y por realizar. La pregunta fundamental de todos los hombres
es: ¿cómo se realiza este ‘llegar a ser hombre’? ¿Cómo se aprende este arte de vivir? ¿Cuál es el
camino de la felicidad?
Evangelizar quiere decir mostrar este camino, enseñar el arte de vivir. Jesús dice al comenzar su
vida pública: ‘Él me ha ungido para llevar las buenas nuevas a los pobres’ (Lc 4, 18); y esto quiere
decir: ‘Yo tengo la respuesta a vuestra pregunta fundamental; os enseño el camino de la vida, el
camino de la felicidad, mejor dicho: Yo soy ese camino’. (Card. Joseph Ratzinger, conferencia
sobre la Nueva Evangelización. Roma, 30 de junio de 2001; publicada por Zenit. El subrayado es
nuestro, para destacar que “enseñar” a Jesucristo no es otra cosa que enseñar el arte de vivir...
Pero... ¿quién puede enseñar lo que no ha aprendido...?).
Por eso, el deber de evangelizar, mandato específico de nuestro “apostolado individual”, significa,
en primera instancia, conocer a Jesús, tener una relación íntima con Él, hacerlo parte de nuestra
propia vida –y a través de Él inundarla de la Paz verdadera-, para luego poder presentárselo a los
demás, y ayudarles a reconocer que Dios, a través de Cristo, es el único camino posible hacia
la felicidad y la plena realización del hombre.
Como veremos más adelante, el fiel laico que libremente opta por pertenecer a una asociación de
fieles, tiene la misma misión de conocer a Jesús profundamente, de vivirlo y de “enseñárselo” a
sus hermanos laicos, pero con una “obligación” adicional, que es la de dar testimonio de
comunión –en el más amplio sentido del término-, no solo con la Iglesia universal, sino
principalmente, y de un modo especial, con sus hermanos en el Apostolado.
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II. El apostolado asociado de los movimientos laicales
“Por aquellos días fue Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios.
Cuando llegó el día, llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles...”
(Lc. 6,12-13)
4. Una labor más fecunda
La Iglesia comprende que la labor apostólica asociada es por lo general mucho más fecunda que
aquella que pueda realizarse en forma individual, a la vez que reconoce, expresamente, que estas
formas asociativas no son el producto de una “concesión” que la autoridad eclesiástica hace a los
fieles laicos, sino que constituyen un legítimo derecho, y más aún, un maravilloso signo de
comunión, que debe poner de manifiesto el carácter verdaderamente “comunitario” de la Iglesia
fundada por Cristo.
El documento de referencia obligatoria al tratar este asunto es la Exhortación Apostólica Christi
Fideles Laici, a la cual nos remitiremos con frecuencia en este capítulo.
Allí se sostiene que “La comunión eclesial, ya presente y operante en la acción personal de cada
uno, encuentra una manifestación específica en el actuar asociado de los fieles laicos; es decir, en
la acción solidaria que ellos llevan a cabo participando responsablemente en la vida y misión de la
Iglesia. (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Christi Fideles Laici, n. 29.).
En seguida se agrega que “La asociación de los fieles siempre ha representado una línea de cierto
modo constante en la historia de la Iglesia (...) Sin embargo, en los tiempos modernos este
fenómeno ha experimentado un singular impulso, y se han visto nacer y difundirse múltiples formas
agregativas: asociaciones, grupos, comunidades, movimientos.
(...) “Estas asociaciones de laicos se presentan a menudo muy diferenciadas unas de otras en
diversos aspectos, como en su configuración externa, en los caminos y métodos educativos y en
los campos operativos. Sin embargo, se puede encontrar una amplia y profunda convergencia en
la finalidad que las anima: la de participar responsablemente en la misión que tiene la Iglesia de
llevar a todos el Evangelio de Cristo como manantial de esperanza para el hombre y de renovación
para la sociedad.” (Ídem).
Vemos así que el rasgo común a todos los movimientos de apostolado laico, debe ser el transmitir
el Evangelio de Cristo, “como manantial de esperanza para el hombre y de renovación para la
sociedad”; sin embargo, muchos de nosotros hemos debido ver, en varias de las ciudades en las
cuales está establecido nuestro Apostolado, una suerte de “esnobismo”, una especie de “moda” y
signo de distinción en este fenómeno de la pertenencia de las personas a tal o cual otro
movimiento de apostolado...
Habremos conocido, tal vez, personas para las cuales, las “actividades apostólicas” –las comillas
se originan en las serias dudas que tenemos a la hora de usar este santo término- son
lamentablemente vistas como una “sana distracción” para las señoras o los jóvenes de cierta
extracción social... como una forma respetable de perder el tiempo...
A nuestro entender, aquellas actividades pueden más bien estar, en el mejor de los casos,
enmarcadas en la siempre bienvenida “actividad filantrópica”, pero no en la verdadera labor
apostólica. En tal sentido, comulgamos con lo que muy sabiamente expresó el gran “Papa de la
comunión frecuente”, San Pío X, al decir que “Sin una vida interior sólida, sin una auténtica unión
con Jesucristo, sin piedad verdadera, no se puede ser apóstol.”
8
En ciertos lugares, por el contrario, se ha dicho que nuestro Apostolado tiene un carácter
“demasiado pietista”. Es obvio que quienes así se expresan, no han leído a Pío X, quien luego de
afirmar lo antedicho, agrega que: “Para restaurar todas las cosas en Cristo, por medio del
apostolado, es menester la gracia divina, y el apóstol no la recibe si no está unido a Cristo. –para
luego concluir categóricamente-: Todos los que participan del apostolado deben, por tanto, poseer
la verdadera piedad” (SAN PIO X, Carta del 1º de enero de 1909).
Vemos claramente entonces que, para todas las formas de apostolado, y para todos los
movimientos de apostolado laico, se impone la necesidad de una vida de conversión permanente,
de oración continua y de atenta vigilancia, en vistas a no desprenderse ni un milímetro de Cristo y
de la sana doctrina de la Iglesia, bajo riesgo de tergiversar y extraviar el sentido mismo de la labor
apostólica, convirtiéndola en una sana, pero simple actividad benéfica y humanista.
Como decía un gran santo de este tiempo, fundador de uno de los más significativos movimientos
de nuestra Iglesia actual: “...Pienso, efectivamente, que corren un serio peligro de descaminarse
aquellos que se lanzan a la acción —¡al activismo!—, y prescinden de la oración, del sacrificio y de
los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la
meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y
con los Ángeles custodios... Todo esto contribuye además, con eficacia insustituible, a que sea tan
amable la jornada del cristiano, porque de su riqueza interior fluyen la dulcedumbre y la felicidad
de Dios, como la miel del panal.” (Mons. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: Amigos de Dios, 1
8).
5. Activismo y contemplación ¿Marta o María?
De este modo abordamos la disyuntiva que normalmente se plantean quienes han tenido un
encuentro personal con el Señor y de verdad quieren servirle... Una paradoja que con frecuencia
se halla en el centro mismo de la vida espiritual, del llamado a la conversión, de la vocación
cristiana... ¿Marta o María?: ¿Contemplar al Señor o servirle?
En rigor, esta disyuntiva está resuelta desde los orígenes del cristianismo, aunque a los hombres
nos cueste, como en todo, encontrar un punto de equilibrio. La vocación apostólica es un llamado
a la contemplación y al servicio, a la meditación y a la obra, a la oración y al trabajo, a la adoración
y al esfuerzo.
“Ora et labora” nos dice el lema de San Benito, planteado hace casi mil quinientos años. Un lema
que establece la perfecta armonía en la que debe vivir, y con la que debe actuar, todo bautizado,
atendiendo equilibradamente las dos cuestiones que jamás deben de estar separadas: la relación
personal y la comunicación permanente con Dios, y el esfuerzo continuo por mejorar las
condiciones materiales, humanas y sociales de nuestros hermanos, ayudándoles en cuanto nos
sea posible a obtener el mayor bienestar, al que todos los hombres tienen derecho.
Sin embargo, el término “equilibrio” al que nos referimos, no significa que ambas cuestiones (la
oración y el trabajo) tengan un mismo estatus o jerarquía. Ya Jesús nos advertía, al hablar con
Marta, la hermana de Lázaro, que con frecuencia “nos preocupamos mucho y nos apuramos por
muchas cosas”, cuando “sólo es necesaria una”-aclarándonos que- María ha escogido la parte
mejor, y nadie se la quitará” (Cfr. Lc 10,38-42).
Más adelante hablaremos específicamente sobre la vida de oración, como la base imprescindible
para la acción en nuestro apostolado. Volvamos ahora al punto que nos ocupa en este capítulo,
que es el tratar de resumir cómo debe ser entendido el apostolado asociado de los fieles laicos, en
términos generales.
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6. Criterios de Eclesialidad para los movimientos laicos
En su Exhortación Apostólica ChristiFideles Laici, Juan Pablo II nos advierte que todo movimiento
apostólico debe ceñirse a ciertos criterios, claros y precisos, que nos permiten discernir y
reconocer a una asociación católica de laicos como tal. Les llama “Criterios de eclesialidad”, y se
refiere a ellos de la siguiente manera:
“Como criterios fundamentales para el discernimiento de todas y cada una de las asociaciones de
fieles laicos en la Iglesia se pueden considerar, unitariamente, los siguientes:
- El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad, y que se manifiesta ‘en los
frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles’, como crecimiento hacia la plenitud de
la vida cristiana y a la perfección en la caridad.
En este sentido, todas las asociaciones de fieles laicos, y cada una de ellas, están llamadas a ser cada vez más- instrumento de santidad en la Iglesia, favoreciendo y alentando "una unidad más
íntima entre la vida práctica y la fe de sus miembros".
- La responsabilidad de confesar la fe católica, acogiendo y proclamando la verdad sobre Cristo,
sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta
auténticamente. Por esta razón, cada asociación de fieles laicos debe ser un lugar en el que se
anuncia y se propone la fe, y en el que se educa para practicarla en todo su contenido.
- El testimonio de una comunión firme y convencida en filial relación con el Papa, centro perpetuo y
visible de unidad en la Iglesia universal, y con el Obispo "principio y fundamento visible de unidad"
en la Iglesia particular, y en la "mutua estima entre todas las formas de apostolado en la Iglesia".
La comunión con el Papa y con el Obispo está llamada a expresarse en la leal disponibilidad para
acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones pastorales. La comunión eclesial exige,
además, el reconocimiento de la legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los fieles
laicos en la Iglesia, y, al mismo tiempo, la disponibilidad a la recíproca colaboración.
- La conformidad y la participación en el "fin apostólico de la Iglesia", que es la evangelización y
santificación de los hombres y la formación cristiana de su conciencia, de modo que consigan
impregnar con el espíritu evangélico las diversas comunidades y ambientes".
Desde este punto de vista, a todas las formas asociadas de fieles laicos, y a cada una de ellas, se
les pide un decidido ímpetu misionero que les lleve a ser, cada vez más, sujetos de una nueva
evangelización.
- El comprometerse en una presencia en la sociedad humana, que, a la luz de la doctrina social de
la Iglesia, se ponga al servicio de la dignidad integral del hombre.
En este sentido, las asociaciones de los fieles laicos deben ser corrientes vivas de participación y
de solidaridad, para crear unas condiciones más justas y fraternas en la sociedad.
Los criterios fundamentales que han sido enumerados, se comprueban en los frutos concretos que
acompañan la vida y las obras de las diversas formas asociadas; como son el renovado gusto por
la oración, la contemplación, la vida litúrgica y sacramental; el estímulo para que florezcan
vocaciones al matrimonio cristiano, al sacerdocio ministerial y a la vida consagrada; la
disponibilidad a participar en los programas y actividades de la Iglesia sea a nivel local, sea a nivel
nacional o internacional; el empeño catequético y la capacidad pedagógica para formar a los
cristianos; el impulsar a una presencia cristiana en los diversos ambientes de la vida social, y el
crear y animar obras caritativas, culturales y espirituales; el espíritu de desprendimiento y de
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pobreza evangélica que lleva a desarrollar una generosa caridad para con todos; la conversión a la
vida cristiana y el retorno a la comunión de los bautizados "alejados". (Op. Cit. n. 30)
Como vemos después de la extensa cita, que consideramos necesario reproducir en toda su
magnitud, queda muy poco por agregar. Tales son los criterios que deben imperar en todo
movimiento apostólico de laicos, y en consecuencia, en cada persona que se decida a participar
activamente en cualquiera de ellos.
Consideramos necesario agregar aquí tres importantes conceptos, vinculados con la pertenencia
de todo laico a una organización de fieles: la humildad ante Dios, la comunión fraterna y la
obediencia. Al abundar sobre las formas que tales cuestiones asumen en el Apostolado de la
Nueva Evangelización, (Capítulos III y IV) seremos más extensos en su tratamiento, por ahora,
sólo copiamos una cita textual del “Papa de la sonrisa”, Juan Pablo I:
“Ante Dios, la postura justa es la de Abrahán cuando decía: ‘¡Soy sólo polvo y ceniza ante ti,
Señor!’. Tenemos que sentirnos pequeños ante Dios. Cuando digo: ‘Señor, creo, no me
avergüenzo de sentirme como un niño ante su madre; a la madre se le cree; yo creo al Señor y
creo lo que Él me ha revelado’.
Y luego, el prójimo... pero el prójimo está a tres niveles: unos están por encima de nosotros, otros
están a nuestro nivel, y otros debajo.
¿Puede aconsejar el Papa la obediencia? Bossuet, que era un gran obispo, escribió: ‘Donde
ninguno manda, todos mandan. Donde todos mandan, no manda nadie ya, sino el caos’.” Se ve
algo parecido a veces también en este mundo. Respetemos, pues, a los que son superiores.
(Orientaciones para ser Buenos, Juan Pablo I)
En relación con la comunión fraterna, uno de los asuntos centrales de la vida de apostolado,
volvemos a la Exhortación Christi Fideles Laici, para recalcar que: “La comunión de los cristianos
entre sí nace de su comunión con Cristo: todos somos sarmientos de la única Vid, que es Cristo. El
Señor Jesús nos indica que esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa
participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por ella Jesús pide:
"Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros,
para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn. 17, 21).” (Op. Cit. n. 18)
Como vemos, esta comunión fraterna es la base del testimonio de vida cristiana, la misma historia
nos revela que el cristianismo creció y se difundió, y llegó hasta nosotros, sólo gracias al
testimonio de auténtico e incomprensible amor recíproco que se manifestaban, y del que daban
permanentes muestras, aquellos “locos” seguidores de un tal Jesús, Nazareno, a quien llamaban
“el Señor”.
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III. La vocación apostólica en el ANE
Hijos amados: hombres, mujeres y jóvenes que han dicho sí a este Apostolado, los bendigo y les muestro Mi
complacencia, especialmente porque obran convencidos de que no son buenos para Mis designios sino a
través de Mi infinita Misericordia. (...) les doy por ley el amor, por Norte Mi Misericordia, unida a la suya, y
por Comunidad a la humanidad. Vean cuidadosamente cómo emplean su esfuerzo, sus posesiones y su
espiritualidad. Confío en ustedes y les doy Mi paz.
(Jesús: CS – 86, 18 de noviembre de 1997)
7. Gratitud, felicidad y esperanza
El reconocimiento de la “gratuidad” de Dios debe de ser una de las bases de nuestra vida
apostólica: Recordar en todo momento que si Cristo nos tiene en sus planes se debe sólo a su
infinito amor y misericordia, nos obligará siempre a esforzarnos por tratar de ser “un poquito más
dignos, cada día”, del inmenso regalo que el Señor nos ha hecho al llamarnos para servirle.
La pertenencia a nuestro Apostolado no brinda a sus miembros mayor ni menor beneficio que la
seguridad de haber encontrado un camino para seguir a Cristo... de haber encontrado a Cristo,
que es en Sí mismo el Camino, la Verdad y la Vida...
Si tal es el gran beneficio, no es posible pertenecer al ANE y ser infeliz, más allá de cualquier
dificultad, contrariedad o mal que nos agobie, pues andando bien por este camino tendremos la
Esperanza de ganar la Vida Eterna.
A diferencia del uso habitual del término “esperanza”, como el deseo fervoroso y la expectativa
optimista de que un acontecimiento ocurra, la esperanza para nosotros es la seguridad de un
suceso cierto, que habrá de cumplirse en el futuro.
Así es como debemos entender nuestra vida eterna al lado del Señor, si en esta vida hacemos lo
que Él nos enseña a través del Evangelio.
Por eso el estudio de la Biblia debe ser para cada uno de nosotros, apóstoles de la nueva
evangelización, un compromiso personal de primer orden con el Señor, al pertenecer a esta Obra
que Él ha suscitado.
Jesús mismo nos advierte: “El estilo de vida que Yo quiero que adquieran está cimentado en las
Sagradas Escrituras y refrendado en Mis Mensajes, desglosada toda cita, toda enseñanza, porque
al hombre de hoy, descreído y doliente a causa de una sociedad violenta [...] debo hablarle con
palabras actualizadas, con ejemplos contemporáneos, puesto que no tiene tiempo ni ganas de leer
la Biblia.” (Jesús: CM – 11, 15 de febrero de 1997)
Pero esto, que ocurre con “el hombre de hoy” que está alejado de Dios, no puede ocurrirnos
también a nosotros... Si como hemos dicho –en tantas oportunidades y casi hasta el cansancio—
“el primer deber del apóstol de la Nueva Evangelización es el de evangelizarse”, no podemos ser
lentos o perezosos a la hora de enriquecernos con el estudio, en general de las Sagradas
Escrituras, y en particular del Santo Evangelio.
No podemos contentarnos con escuchar dos o tres pasajes de la Biblia en la Santa Misa cada día,
y leer uno o dos mensajes de nuestros libros una vez por semana, pues así siempre estaremos
muy lejos de crecer en el Espíritu. Nuestra Esperanza, a la vez causa motora y efecto de nuestra
Fe y de nuestra Caridad, necesita alimentarse de Dios y en Dios, que está vivo también en su
Palabra.
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Los principales frutos espirituales de esa virtud que debemos cultivar, la esperanza, serán sin
duda la paz y su siempre aliada, la paciencia... Está claro que no puede ser impaciente quien esté
seguro de que las promesas de Dios se cumplirán, en la medida en que ahora administremos
correctamente los bienes y talentos que el Señor nos ha dado... Más aún: la impaciencia nos
impediría administrar con juicio esos talentos.
“Sean ustedes, Apóstoles de la Nueva Evangelización, como los que toman parte en el juego de
las cartas y que, mientras esperan la carta buena, se esfuerzan por no derrochar las que ya tienen.
–nos dice el Señor, y agrega luego:- Del gran cúmulo de Mis méritos vendrá ciertamente la buena
carta, pero ustedes sigan su juego sin distraerse, y entonces se evitarán las horrendas caídas del
alma, y les prepararé las sublimes ascensiones del espíritu.” (Jesús: CS - 76, 4 de noviembre de
1997)
El ejemplo que utiliza Jesús aquí no debe llevarnos a pensar que es el azar lo que rige nuestra
vida: las “cartas” son los dones que Dios nos da, son nuestros recursos, materiales, intelectuales,
espirituales... Es todo lo que hemos recibido, lo que recibimos hoy y lo que habremos de recibir
mañana de la Divina Providencia.
Del uso adecuado de “nuestras cartas”, esto es, del aprovechamiento de todos nuestros recursos y
talentos para dar Gloria a Dios, aquí y ahora, obtendremos precisamente esa felicidad a la que
hacemos referencia, y que es la meta de todo hombre en el mundo.
Allí está pues el gran secreto de la vida, que consiste en aceptar gozoso justamente lo que uno
tiene, y tratar de sacar el mayor provecho de ello; sin distraerse, en el “juego de la vida”,
esperando la carta de la fortuna, o lamentándose de no tenerla en la mano, pensando cómo
cambiarían las cosas si ya se la poseyera... En esas lamentaciones y en esa distracción está el
error, la caída y la amargura del hombre y la mujer de hoy.
Si como dice el Cardenal Ratzinger, evangelizar significa “mostrarle al hombre el camino de la
felicidad y enseñarle el arte de vivir”, y si sabemos –como él mismo nos lo aclara- que “este arte no
es objeto de la ciencia, y puede ser comunicado sólo por quien tiene la vida, y que es el Evangelio
en persona” –nuestro Señor Jesucristo- (Cfr. Op. Cit. página 1), comprenderemos entonces hasta
qué punto se hace necesario que nos configuremos con Él, para poder ser portadores de la Buena
Nueva y llamarnos con justicia “evangelizadores”.
El Evangelio que debemos transmitir es una respuesta a la pregunta más trascendente y a la vez
más simple que se hace todo hombre y toda mujer al transitar de la adolescencia a la madurez:
“¿Cómo vivir?” o, dicho de otro modo: “¿Dónde está la clave de la vida, de la felicidad del ser
humano...?; o más sencillo todavía: ¿Qué debo hacer yo para ser feliz?”
De antemano, “conocemos” nosotros la respuesta más sencilla a esta pregunta, aunque no
siempre la tengamos a flor de labios: ¡Amar a Dios sobre todas las cosas, y a nuestro prójimo
como a nosotros mismos!... Pero si no podemos dar esta respuesta espontáneamente es porque
no estamos plenamente convencidos de ello, y aquí radica la diferencia entre “conocer” algo y
realmente “vivirlo”.
8. El camino marcado por el Señor
En el Evangelio según San Mateo, capítulos 5; 6; 7; 24 y 25 está resumida perfectamente la “Regla
de oro” para el buen vivir, la clave para encontrar la felicidad terrena y la vida eterna. De tal modo
que con sólo estudiar 12 páginas de la Biblia, comprenderlas y llevarlas a la práctica cada día,
tendríamos la guía básica necesaria para ser felices aquí, y además, ganarnos la eternidad junto a
Dios.
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Naturalmente que no pretendemos reducir todas las enseñanzas de Jesús y de la Iglesia a estas
breves páginas, pero sí estamos en condiciones de manifestar que constituyen un excelente punto
de partida para profundizar nuestra conversión y avanzar en el camino hacia la felicidad.
Ante todo, es importante reconocer que la felicidad no es la ausencia de problemas, de dolores, de
sufrimientos o de cruces... No es el ideal estado de bienestar material absoluto, en el que no nos
falta nada. La felicidad comienza con la decisión de seguir a Cristo y aceptar todo lo que tenemos,
y todo lo que nos falta, con el mismo amor con que la Bienaventurada -es decir, “la Feliz”- Virgen
María se sometió a la Voluntad Divina.
Hemos mencionado cinco capítulos del Evangelio de Mateo con la esperanza, puesta en el Señor,
de que los lectores de este documento sigan nuestra especial recomendación: los lean, los
analicen, los estudien, hagan carne de ellos y los conviertan en la guía práctica para su vida; pero
aún a riesgo de extender este escrito, queremos resaltar a continuación algunos aspectos
contenidos en ese maravilloso regalo de Dios a la humanidad.
Pedimos a los lectores que nos acompañen en esta reflexión con el espíritu bien dispuesto, luego
de una breve oración, y mejor si es leyendo, en cada caso, el pasaje al que nos referiremos...
Los capítulos 5, 6 y 7 de este Evangelio constituyen el llamado “Sermón del Monte”, que nos dice,
en primera instancia, quiénes entrarán en el Reino del Señor, pero también nos enseña el grado
de perfección al que debemos aspirar, y la necesidad de edificar nuestras vidas en el amor y la
verdad.
Así como Yahvé entregó a Moisés los Diez Mandamientos en el Sinaí, de la misma manera Jesús
nos presenta, en un monte (alguna colina cercana al lago Tiberíades) su nueva y definitiva Ley.
Allí encontramos en primer lugar (Mt 5,1-12) ocho “bienaventuranzas”, ocho actitudes y conductas
que, si las incorporamos, nos harán dignos de ser hijos de Dios y gozar eternamente con Él de la
Gloria de su Reino. Veamos:
1ª Serán bienaventurados los “pobres de espíritu”, es decir los humildes, los que aceptan con amor
todo lo que tienen y con resignación todo lo que les hace falta; los que aprendan a vivir conformes
con sus posesiones y sus carencias... Con austeridad, los que tienen mucho y con paz los que
tienen muy poco.
2ª Serán bienaventurados los “mansos”, es decir los que no se irritan, los que conservan la
paciencia y la dulzura aún frente a las contrariedades... ellos tendrán una heredad en el Reino de
Dios.
3ª “Los que lloran”, o sea, los oprimidos, los afligidos, pero también los que llevan una vida
penitente... mucho más cuando es por propia decisión...
Aquí hacemos un paréntesis, para traer una cita de la Gran Cruzada de la Salvación, en la que
Jesús nos aclara que nuestro Apostolado debe ser un camino de penitencia, y que dice así: “Los
llamo a ustedes, Mis queridos hijos, a un apostolado de especial elección, para que soporten el
martirio espiritual por los pecados de los demás y, para que por medio del sacrificio de sus vidas,
ofrecido con gran corazón, Dios pueda derramar ríos de Misericordia. (Jesús: CS – 25, 21 de julio
de 1997)
4ª Bienaventurados “los que tienen hambre y sed de justicia”, en primera instancia, está claro,
serán felices los que hoy son juzgados injustamente, pero esta bienaventuranza no se refiere sólo
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a los que sufren injusticias o incomprensiones, sino también, y quizás sobre todo, a los que tienen
“hambre” de ser “justos” ante los ojos de Dios, es decir, los que tienen verdadera “sed” de ser
santos y buscan con esfuerzo su propia santificación.
5ª Bienaventurados “los misericordiosos”, quiere decir, los que se compadecen de las miserias,
materiales y espirituales de sus hermanos... No se trata simplemente de ser generosos, sino
caritativos, practicar obras de misericordia material y espiritual, y especialmente, esperar el perdón
de Dios sólo en la medida en que nosotros perdonamos a los que nos ofenden... (Así nos lo
enseñó Jesús en el Padrenuestro). La misericordia está siempre unida al perdón.
6ª Bienaventurados “los que tienen limpio y puro el corazón”, los que actúan sin dobleces, sin
intereses mezquinos, los que son transparentes en todo cuanto hacen; los que no buscan siempre
sacar ventaja a costa de los demás, ni en los negocios, ni en sus relaciones, ni en las
orientaciones o consejos que dan... Los que hacen el bien por el bien mismo y sin esperar
retribuciones.
7ª Bienaventurados “los pacíficos”, los que viven en paz y los que se esfuerzan por transmitir esta
paz a todos los que les rodean, los que promueven siempre la reconciliación allí donde hay
enfrentamientos...
8ª Bienaventurados “los que sufren persecución por causa del bien”, por practicar la virtud, por
predicar el Evangelio, por dar testimonio de auténtica conversión, aunque por ello sean criticados o
llamados “fanáticos”.
Inmediatamente después (Mt 5,13-16), el Señor nos aclara en qué consiste el oficio apostólico: ser
apóstol es ser como “la sal de la tierra”, porque la sal preserva de la corrupción... Los apóstoles
estamos llamados a preservarnos y preservar al mundo del error.
Ser “la luz del mundo”, orientar a nuestros hermanos hacia Jesús, que es el camino de nuestra
Salvación, el camino mismo hacia la Gloria: “Hagan, pues, que brille su luz ante los hombres; que
vean estas buenas obras, y por ello den gloria al Padre de ustedes que está en los cielos.” (Mt
5,16)
Luego Jesús nos muestra, como decíamos párrafos atrás, el grado de perfección que se necesita
para entrar al Reino de los Cielos... Nos habla acerca de lo que enseñaba la Ley de Moisés, pero
va mucho más allá, porque nos revela el verdadero alcance de estos mandamientos (Mt 5,17 y
ss.).
En seis ocasiones Mateo nos resalta, nos enfatiza el sentido de este “perfeccionamiento” de la
Ley, con el recurso de la comparación “Ustedes han escuchado... pero yo les digo...” En todos los
casos, el mensaje es claro: Jesús nos enseña cómo interpretar la Ley Mosaica, mostrándonos que
el camino de conversión está centrado en el amor, es arduo, es radical y requiere de una atenta
vigilancia.
Nos lo dijo inequívocamente el Señor: “No se nace santo, se llega a serlo pero con esfuerzos
seguidos, esfuerzos de voluntad, esfuerzos de sumisión. No se hacen cosas dignas de Mí sin
darme lo mejor de ustedes, es decir el dominio de ustedes mismos.” (Jesús: CS – 50, 26 de agosto
de 1997)
En el capítulo 6 de Mateo, Jesús nos exige la mayor autenticidad en nuestros actos, para que
obremos el bien sólo por amor a Dios, y no hagamos ostentación de ello para obtener el
reconocimiento humano; sólo si actuamos de esa manera, todas nuestras obras de caridad,
material y espiritual, tendrán verdadero valor ante los ojos de Dios.
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Cabe referirnos aquí a la soberbia espiritual, una de las más tradicionales herramientas del
enemigo con la cual –nos advierten los Padres de la Iglesia- suele tentar muy a menudo al alma
que ha iniciado su conversión.
La mejor regla para luchar contra esta tentación es que pensemos siempre en todo lo que nos
queda por crecer en el espíritu, más que en lo poco “o mucho” que hayamos podido avanzar hasta
el momento.
Recordemos siempre que nuestras obras de misericordia, así como nuestros actos de piedad
cristiana, son sólo herramientas para ayudarnos a llegar a la meta, que consiste en hacernos
santos... Si, por el contrario, se constituyen en motivo de orgullo o vanidad –si, por ejemplo,
hacemos algún tipo de alarde porque rezamos más, porque adoramos más...- cuán lejos estarán
de cumplir con su propósito, pues estaremos peor que cuando comenzamos este camino.
En ese mismo capítulo, (Mt 6,9-15) Jesús nos enseña el Padrenuestro, y hacer una reflexión al
respecto podría llevarnos un sinnúmero de páginas, que dejaremos para otra oportunidad, al
margen de este documento. La única recomendación que aquí conviene hacer es que pensemos
siempre en el sentido de cada frase de esta maravillosa oración, que debemos repetir y meditar
renovadamente, al menos diez veces al día.
Más adelante, (Mt 6,20-35) el Señor nos aconseja dar el justo valor a los bienes terrenos y a las
posesiones materiales, que con tanta frecuencia se constituyen en el centro de nuestras vidas... Y
aún sin llegar a este extremo, muchas veces queremos solamente “tomar previsiones” para no vivir
carencias en el futuro... El problema está en que, muy fácilmente, esas previsiones pueden
convertirse en preocupaciones, y quien mucho se pre-ocupa por lo material no se puede ocupar,
como debe, de las cosas de Dios.
Jesús nos dice una vez más que confiemos absolutamente en la Providencia Divina, porque Dios
sabe lo que necesitamos, y por su bondad nos lo dará. Nos dará “lo que necesitamos”, no siempre
lo que deseamos, y hay una gran diferencia entre ambas cosas, que siempre conviene discernir...
Todo puede resumirse diciendo: busquemos primero el Reino y la Justicia de Dios, que Él mismo
se encargará de que nada nos falte. Sin embargo, conviene leer y meditar reiteradas veces cada
frase de este pasaje, pues cada vez que lo hagamos encontraremos algo nuevo.
El capítulo 7 del Evangelio de Mateo nos invita nuevamente a la autenticidad y a la humildad: No
estemos siempre prontos a criticar a los demás, cuando en nosotros tenemos innumerables
defectos que corregir. Podremos engañar a todos, e incluso a nosotros mismos, pero no a Aquel
que conoce hasta el rincón más íntimo de nuestros corazones.
Es cierto que se hace muy necesario que entre nosotros practiquemos la “corrección fraterna”,
pues siempre los demás pueden advertir actitudes, conductas o hábitos que, al tenerlos tan
incorporados en nuestra personalidad, no alcanzamos nosotros a ver...
En todo caso, es más importante que tengamos la disposición para recibir aquellas correcciones
que para hacerlas, y que cuando las hagamos o recibamos seamos humildes y caritativos,
cuidándonos muy bien de no herir a nuestros hermanos y de no resentirnos cuando nos dicen algo
que no nos gusta.
Recordemos que muchas veces el Señor nos habla a través de los demás, particularmente cuando
no tenemos la mirada atenta para extraer el significado de todo lo que nos sucede.
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La corrección fraterna puede ser la herramienta más útil para el crecimiento de nuestras
comunidades, pero si no es cabalmente comprendida, si no se realiza en el marco adecuado,
puede ser más bien contraproducente, constituyéndose en motivo de resentimientos, recelos y
antipatías.
¿Cuál es entonces ese “marco adecuado” para que este recurso sea eficaz instrumento de
santificación? Ante todo, se trata de una cuestión de “actitud”, es decir, de disposición de los
ánimos, tanto de parte de quien realiza la corrección como de quien la recibe: “Todo lo que
ustedes desearían de los demás, háganlo con ellos: ahí está toda la Ley y los Profetas” nos
aconseja sabiamente Jesús. (Mt 7,12)
Por eso, primero analicemos nuestras debilidades y faltas y tratemos de corregirlas, y si vemos
algún defecto en algún hermano, y queremos ayudarlo, hagámoselo notar con amor, pero jamás
pongamos en evidencia sus errores ante los demás, ni estando él presente ni –mucho menos- a
sus espaldas.
9. La madurez espiritual
En Mt 7,13 y ss, Jesús nos advierte que la puerta que conduce a la salvación es estrecha y el
camino difícil, que son los frutos –y no las apariencias- los que nos permitirán siempre reconocer
dónde está el bien; que no basta con predicar, e incluso “hacer milagros” en nombre del Señor, si
de verdad no nos alejamos completamente del mal...
Aquí nos detenemos un instante para explicar algo que no siempre se entiende: Así como Jesús
nos dijo que si tenemos fe podremos obrar los mismos milagros que Él realizó y aún mayores (Cfr.
Jn 14, 12-13) en este pasaje Él mismo nos sugiere que la Fe, sin verdadera conversión, no es
suficiente para salvarse...
En efecto, la Iglesia nos enseña que los Carismas que se reciben del Espíritu Santo –entre ellos
pueden citarse decenas, como los dones de la predicación, la sanación, etcétera- son otorgados
para bien de la Comunidad, pero de ninguna manera acreditan el mérito de quien los posee ni
garantizan su propia salvación. ¡A luchar por ser santos!, no hay otra...
Finalmente, nuestro Redentor nos aclara que el hombre sabio y prudente es aquel que escucha
estas palabras –las pronunciadas en el Sermón de la Montaña- y las pone en práctica, pues
construye su vida sobre cimientos sólidos...
Este punto es muy importante y merece que nos detengamos de nuevo a reflexionar sobre él: Es
muy frecuente que las personas que se sienten “enamoradas” de Cristo -y que por lo general son
las que se deciden a orientar su vida hacia la actividad apostólica-, desarrollen una relación
afectiva muy intensa con el Señor, lo cual, por supuesto, es absolutamente necesario...
Más aún, podemos decir que el enamoramiento de Cristo es el mejor “punto de partida” para la
realización de una actividad apostólica fructífera y fecunda...
Sin embargo, si este enamoramiento se traduce como un simple “encantamiento”, de ninguna
manera puede ser, en sí mismo, suficiente. En efecto, hay otros dos aspectos, otras dos
dimensiones muy importantes de nuestra personalidad, que junto a nuestra dimensión afectiva,
necesariamente participan de la mayoría de nuestros actos: Nos referimos a la razón y a la
voluntad.
Notemos que Jesús nos habla del “hombre sabio y prudente”, con lo cual alude a estas dos
facultades del ser humano... Es sabio el que conoce y sabe (dos facultades claras de la razón), y
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es prudente el que actúa conforme a lo que sabe, es decir, el que ajusta voluntariamente sus
actos a ese saber.
Resaltamos la necesidad de involucrar estas dos facultades del hombre y la mujer (razón y
voluntad) en el mismo centro de la actividad apostólica, más aún, de la vida cristiana, porque
comprendemos que sólo de este modo puede dársele un sustento más sólido y duradero al mismo
proceso de conversión de cada uno.
Sabemos que, por definición, las emociones son menos duraderas, más volátiles y efímeras que
estas otras dos facultades, por lo que, si solamente nos dejáramos llevar por los sentimientos,
ponemos en riesgo la continuidad de un proceso que, todos deseamos, no se interrumpa ni se
revierta: nos referimos a nuestra conversión personal.
Es por ello que se necesita que la razón y la voluntad actúen: Si al “enamoramiento” inicial, que
surge de un primer encuentro personal con Jesús, le sucede la búsqueda consciente y esforzada
de su doctrina, y a partir de allí se desarrolla la voluntad de seguirle, luchando con nuestras
propias miserias cada día, entonces nos haremos verdaderamente “sabios y prudentes” y
estaremos edificando nuestra vida sobre cimientos sólidos.
Consideramos que, por la naturaleza particular de la espiritualidad de nuestro Apostolado, tener en
perspectiva estos asuntos es de gran importancia, pues a lo largo de este tiempo hemos visto que
muchas veces el origen de la inconsistencia, o la falta de perseverancia en la lucha por buscar la
propia santidad, se anida en una concepción puramente romántica e inmadura de la religiosidad y
de la vida espiritual.
De allí deviene la búsqueda permanente de sensaciones, de fenómenos extraordinarios, de signos
visibles o audibles que refuercen o confirmen ese sentimiento, que en rigor no ha alcanzado la
madurez suficiente para ser considerado auténtico amor a Dios. Nadie puede amar de verdad a
quien no conoce, así como nadie puede seguir incondicionalmente a quien no ama.
De aquella espiritualidad/religiosidad inmadura se deriva también la necesidad de buscar nuevas
revelaciones, de configurarse escenarios posibles que nos “confirmen” en el camino que hemos
iniciado, que nos “demuestren” –por ejemplo- la inminencia de la Segunda Venida de Cristo, como
si olvidásemos, o le restásemos importancia al hecho de que, en cualquier momento, a la vuelta de
una esquina, podríamos encontrarnos con la propia y personalísima muerte, que nos pondrá en
situación de enfrentar el juicio individual de nuestros actos ante Dios.
10. La justicia y el juicio de Dios
Volviendo ahora al Evangelio de Mateo, en el capítulo 24 encontramos el llamado “Sermón
Escatológico”. Allí Jesús nos habla precisamente de su Segunda Venida, de las señales que le
precederán y del fin del mundo. El mensaje es claro: habrá señales contundentes, pero nadie sabe
el día ni la hora en que Él volverá, sino sólo nuestro Padre Celestial (Cfr. Mt 25,36).
Nos invita, eso sí, a velar y estar atentos, y a no dejarnos seducir por los falsos profetas, que
vendrán con cantos de sirenas para tratar de engañarnos. Seremos bienaventurados si cuando
vuelva Cristo, esta vez como Juez, nos hallare cumpliendo fielmente con nuestras obligaciones.
Hablar sobre todas estas cuestiones es muy importante, pero siempre con la seriedad que el tema
amerita. Lamentablemente, en nuestra Iglesia encontramos con frecuencia dos extremos muy
marcados: los que no quieren oír hablar siquiera de cuestiones escatológicas (es decir, referidas a
la Segunda Venida de Cristo), y aquellos a quienes el asunto les fascina, al punto que se deleitan
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involucrándose con frecuencia en especulaciones “apocalípticas” del más diverso pelaje y de
dudosa procedencia. Ambas posiciones son igualmente nocivas.
Las especulaciones apocalípticas han generado un fuerte rechazo por parte de la Jerarquía de
nuestra Iglesia, primero porque muchas veces van unidas a una especie de morbo, cuando son
despojadas del sentido esperanzador con el que deben ser interpretadas; segundo porque, a lo
largo de la historia, muchas veces han surgido mercachifles que sólo han predicado sobre profecía
para amedrentar a la gente y procurarse con ello toda suerte de ventajas económicas.
Sin embargo, en la predicación no se puede obviar este asunto, por varias razones: en primera
instancia, porque casi un tercio de la Biblia es de contenido profético; en segundo lugar, porque el
anuncio del Evangelio no puede ser fragmentado: si hablamos de la Misericordia de Dios, no
podemos dejar de hablar de su Justicia.
El Cardenal Ratzinger, refiriéndose a los contenidos de la Nueva Evangelización, en la conferencia
ya citada, nos dice textualmente:
“Quisiera mencionar aquí solamente un aspecto, muchas veces descuidado, de la predicación de
Jesús: El anuncio del Reino de Dios es anuncio del Dios presente, del Dios que nos conoce y nos
escucha; del Dios que entra en la historia para hacer justicia.
Esta predicación es, por lo tanto, anuncio del juicio, anuncio de nuestra responsabilidad. El hombre
no puede hacer o no hacer lo que quiere. Él será juzgado. Él debe dar cuenta de sus actos. Esta
certeza tiene valor para los potentes así como para los simples. Donde ésta sea respetada, están
trazados los límites de todo poder de este mundo. Dios hace justicia y sólo Él puede hacerlo al
final de cuentas. Esto podremos lograrlo mejor, cuanto más estemos en capacidad de vivir bajo los
ojos de Dios y de comunicar al mundo la verdad del juicio.
De esta manera, el artículo de fe del juicio, su fuerza de formación de las conciencias, es un
contenido central del Evangelio y es verdaderamente una buena nueva. Lo es para todos aquellos
que sufren por la injusticia del mundo y buscan la justicia. De este modo se comprende también la
conexión entre el "Reino de Dios" y los ‘pobres’, los que sufren y todos aquellos de los cuales
hablan las bienaventuranzas del discurso de la montaña.
Estos están protegidos por la certeza del juicio, por la certeza de que hay justicia. Este es el
verdadero contenido del artículo sobre el juicio, sobre Dios Juez: hay justicia. Las injusticias del
mundo no son la última palabra de la historia. Hay justicia. Sólo quien no quiere que haya justicia
puede oponerse a esta verdad.
Si tomamos en serio el juicio y la seriedad de la responsabilidad que nos implica, comprenderemos
bien el otro aspecto de este anuncio, es decir, la redención, el hecho que Jesús en la cruz asume
nuestros pecados; que Dios mismo en la pasión del Hijo se hace abogado de nosotros, pecadores,
haciendo así posible la penitencia, dando esperanza al pecador arrepentido, esperanza expresada
de manera maravillosa en las palabras de San Juan: ‘delante de Dios, tranquilizaremos nuestro
corazón, cualquier cosa que éste nos reproche.’
‘Dios es más grande que nuestra conciencia, y todo lo conoce’ (1Jn 3,19 y ss). La bondad de Dios
es infinita, pero no debemos reducir esta bondad a una cosa melindrosa sin verdad. Sólo creyendo
en el justo juicio de Dios, sólo teniendo hambre y sed de justicia (Cfr. Mt 5, 6) abrimos nuestro
corazón y nuestra vida a la misericordia divina.
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[De este modo] Se ve: no es verdad que la fe en la vida eterna hace insignificante la vida terrestre.
Por el contrario: Sólo si la medida de nuestra vida es la eternidad, también esta vida sobre la tierra
es grande y su valor inmenso.
Dios no es el otro concursante de nuestra vida, sino quien garantiza nuestra grandeza. De esta
manera volvemos a nuestro punto de partida: Dios. Si consideramos bien el mensaje cristiano, no
hablamos de muchas cosas. El mensaje cristiano es en realidad muy simple. Hablemos de Dios y
del hombre, y así decimos todo.” (Card. Joseph Ratzinger, conferencia sobre la Nueva
Evangelización. Roma, 30 de junio de 2001; publicada por Zenit. Pág. 8)
Retornando nuevamente al Evangelio según San Mateo, en el capítulo 25 encontramos tres
cuestiones: Jesús refuerza el consejo de que estemos en atenta vigilancia espiritual, a través de la
Parábola de las Vírgenes (Mt 25,1-13). Nos repite la necesidad que tenemos de hacer buen uso y
administrar juiciosamente todos nuestros dones (materiales, espirituales e intelectuales) por medio
de la Parábola de los Talentos (Mt 25,14-30); y para concluir, nos esboza un adelanto sobre lo que
será el Juicio Final (Mt 25, 31 – 40):
Se trata de las “nuevas bienaventuranzas”, las obras por las que seremos juzgados: sintetizando,
podemos decir que seremos considerados “benditos de nuestro Padre”, y por tanto podremos
tomar posesión del Reino de Dios, si en esta tierra nos ocupamos de procurar mejores condiciones
de vida para los más necesitados, y obramos con ellos como si con Cristo mismo lo estuviésemos
haciendo.
La creación de los Ministerios de Servicio de nuestro Apostolado, ha sido y es precisamente el
resultado de un análisis de estas “nuevas bienaventuranzas”. El ANE procura facilitar, a través de
sus ministerios, que cada uno de sus integrantes se haga merecedor de este premio al final de los
tiempos: dando de comer y beber al hambriento, hospedando al forastero, vistiendo al que está
desnudo, visitando al enfermo o al preso, según sea su vocación (Cfr. Mt 25, 34-40. y “Labor
Operativa del ANE”, México, 2003. Págs. 2-5).
11. La Nueva Evangelización
El concepto de “La Nueva Evangelización” surge como un resultado directo de los diagnósticos
que se hacen sobre el estado de nuestra Iglesia, a lo largo del Concilio Vaticano II, aunque la frase
fue pronunciada por primera vez por Juan Pablo II.
Fue en ese Concilio que se vio la necesidad de desarrollar y promover un nuevo impulso
misionero, para llegar a los millones de gentes a las que todavía no se ha llegado con la Buena
Nueva, un nuevo impulso evangelizador, para “inculturar” –es decir, insertar en todos los
ámbitos de la cultura y de las culturas- el mensaje evangélico, y un nuevo impulso catequético,
para transmitir las enseñanzas de la Iglesia a todos los fieles, pero de un modo tal que sean mejor
asimiladas y no solo “memorizadas en forma transitoria”, mientras el católico se prepara para
recibir un Sacramento.
Cuando se nos pregunta en qué consiste el rasgo específico de nuestro apostolado, con
frecuencia nos cuesta explicarlo... A veces nos referimos a la labor de evangelización con “un
nuevo ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones”, y hacemos bien, porque ese es un buen
resumen formulado por el Papa sobre lo que debe entenderse al hablar de la Nueva
Evangelización (Cfr. Juan Pablo II: Discurso a los Obispos del CELAM, Haití, 9 de marzo 1983).
Sin embargo, consideramos que es necesario aclarar con mayor precisión a qué se refiere esa
bonita frase del Santo Padre, basándonos en lo que el mismo Juan Pablo II ha explicado al
respecto:
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En primer lugar, es necesario recordar siempre que, como dijo Su Santidad en aquella ocasión, “La
novedad [es decir, esto de los “nuevos” ardores, métodos y expresiones] no afecta al contenido del
mensaje evangélico, que es inmutable, pues Cristo es ‘el mismo ayer, hoy y siempre’.”
“Por esto, -aclara el Santo Padre- el evangelio ha de ser predicado en plena fidelidad y pureza, tal
como ha sido custodiado y transmitido por la Tradición de la Iglesia.”
Y luego enfatiza: “Evangelizar es anunciar a una persona, que es Cristo. En efecto, no hay
evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el
reino, el misterio de Jesús de Nazareth, Hijo de Dios” (Cfr. Juan Pablo II: “Documento de Santo
Domingo: Carta del Santo Padre a los obispos diocesanos de América Latina”, N 7. Santo
Domingo, 12 de octubre de 1992)
Ahora bien, aclarado el asunto de la “novedad”, analicemos esto del ardor, los métodos y las
expresiones:
12. “El nuevo ardor”
El Papa nos dice que la evangelización será “nueva en su ardor” en la medida en que esté basada
en una fe sólida, en una caridad intensa y en una fidelidad férrea al Evangelio.
De este modo, “el nuevo ardor evangelizador” está referido a la decisión, irreversible e irrevisable
que deberá tomar el agente pastoral (en este caso, el miembro del ANE) de anunciar el Evangelio,
“a tiempo y a destiempo” (Cfr. 2Tim 4,2), dispuesto a que nada le pare y a que nadie le calle,
porque está consciente de que ha sido enviado por el mismo Cristo, a través del bautismo, para
iluminar los corazones y las mentes de los hombres con la Luz de la Verdad.
En efecto, el Santo Padre nos invita a promover “una Nueva Evangelización [...], que despliegue
con mayor vigor –como aquella de los orígenes- a un potencial de santidad, un gran impulso
misionero, una vasta creatividad catequética, una manifestación fecunda de colegialidad y
comunión, un compromiso evangélico para dar dignidad al hombre...” (Cfr. Juan Pablo II, Santo
Domingo, 12 de octubre de 1984).
Recordemos que, precisamente en los orígenes de la primera evangelización, San Pablo
recomendaba a Timoteo este impulso evangelizador, pero lo hacía de una manera tal que
pareciera estar dirigiéndose a cada uno de nosotros, hoy mismo, al decir lo siguiente:
“Yo te conjuro ante Dios y ante Jesucristo, que ha de venir como rey a juzgar a los vivos y a los
muertos: predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, corrige, exhorta con toda
paciencia y con preparación doctrinal. Pues vendrá el tiempo en que los hombres no soportarán la
sana doctrina, sino que, llevados de sus caprichos, buscarán maestros que les halaguen el oído;
se apartarán de la verdad y harán caso de los cuentos. Pero tú estate siempre alerta, soporta con
paciencia los sufrimientos, predica el evangelio, cumple bien con tu trabajo.” (Cfr. 2Tim 4,1-5).
¿No son acaso estas palabras más actuales, más necesarias y más urgentes que nunca antes, en
la historia de la humanidad? ¡Ese es pues “el nuevo ardor” con el que debemos evangelizar!
Finalmente, es de suma importancia reconocer que este “nuevo ardor” procede sólo del Espíritu
Santo, y de allí la necesidad de que todo apóstol de la nueva evangelización invoque con
perseverancia al Santo Espíritu, pues como nos enseña la Iglesia “No habrá nunca evangelización
posible sin la acción del Espíritu Santo...”
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“[...] Las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían
reemplazar la acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no
consigue absolutamente nada sin Él. Sin Él, la dialéctica más convincente es impotente sobre el
espíritu de los hombres. Sin Él, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o
sicológicas se revelan pronto desprovistos de todo valor...
“[...] Ahora bien, si el Espíritu de Dios ocupa un puesto eminente en la vida de la Iglesia, actúa
todavía mucho más en su misión evangelizadora. No es una casualidad que el gran comienzo de
la evangelización tuviera lugar la mañana de Pentecostés, bajo el soplo del Espíritu.
Puede decirse que el Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización: Él es quien
impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de las conciencias hace aceptar y
comprender la Palabra de salvación. Pero se puede decir igualmente que Él es el término de la
evangelización: solamente Él suscita la nueva creación, la humanidad nueva a la que la
evangelización debe conducir, mediante la unidad en la variedad que la misma evangelización
querría provocar en la comunidad cristiana.” (Cfr. Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi N 75)
13. “Los nuevos métodos”
La palabra método se deriva de los vocablos griegos “metá” y “odós”, que unidos significan “ir por
el buen camino”, de modo tal que, en este caso, los nuevos métodos suponen nuevos caminos
para hacer más eficaz la labor evangelizadora.
Habiendo comprendido que es necesario ensayar caminos distintos de los que tradicionalmente ha
venido utilizando la Iglesia, porque se comprende que las cosas han cambiado mucho en el mundo
-particularmente durante los 30 últimos años- se tratará de aprovechar todos los recursos
(humanos, tecnológicos y económicos) disponibles, para difundir con eficacia el Evangelio y sus
valores.
Utilizar nuevos métodos para evangelizar quiere decir encontrar las mejores vías y los mejores
medios de que se pueda disponer, para llegar a los hombres con la Buena Nueva del Evangelio.
Desde esta perspectiva, el documento titulado “Perfil Operativo ANE 2000”, es una herramienta
muy útil para conseguir los objetivos básicos de la evangelización, particularmente en ambientes
con frecuencia hostiles no sólo a recibir la Palabra de Dios sino incluso a permitir la simple
mención de su Santo Nombre (nos referimos a ciertas Universidades, instituciones
gubernamentales y/o no gubernamentales, etcétera).
Asimismo, la estructura orgánica de nuestro Apostolado, sustentada sobre las llamadas “Casitas
de Oración” -entendidas como “pequeñas comunidades eclesiales”- está destinada a penetrar en
diversos estratos del tejido social con el mensaje vivo del Evangelio de un modo acertado, pues
nos permite llegar a aquellos lugares -y en aquellas circunstancias en- que los sacerdotes no
pueden llegar, informando, formando, motivando y alentando al pueblo de Dios para reproducir
el mensaje y los valores evangélicos en ecos infinitos: cada integrante de una casita de oración
deberá ser un activo agente evangelizador.
Análogamente, la estructura funcional –o de ministerios de servicio- de nuestro Apostolado (al
trabajar asistiendo a los más necesitados en diversas instituciones, como reclusorios, hospitales,
asilos, albergues, orfanatos... así como también con la gente de las calles) constituye una trama de
importante diversidad y precisa orientación, para poder llegar, en primera instancia, a los
“destinatarios privilegiados” de la Buena Nueva, es decir: los cansados, los oprimidos, los pobres,
los presos... (Cfr. Mt 11,28 y Lc 4,18).
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También entre los “nuevos métodos” se destaca el uso cada vez mayor de los medios de
comunicación social y las modernas tecnologías, tal como hace nuestro Apostolado, sirviéndose
de estas herramientas que optimizan y vuelven más eficiente el trabajo evangelizador, pues al
trascender el espacio geográfico y ayudarnos a aprovechar mejor el tiempo, nos permiten alcanzar
a más personas con menores costos y esfuerzos.
14. “Las nuevas expresiones”
Sintéticamente, podemos decir que “las nuevas expresiones” no son otra cosa que las renovadas
formas de expresar la única Verdad del Evangelio, y consisten en la adecuación del mensaje
cristiano a la mentalidad del hombre del siglo XXI, a través de la utilización de los códigos más
actuales y más comunes de los que las personas se sirven para comunicarse hoy: el uso de un
lenguaje fresco, de los medios audiovisuales, de Internet, etcétera.
En tal sentido, la Nueva Evangelización supone un esfuerzo permanente en la búsqueda de
medios y lenguajes accesibles y oportunos, para transmitir la misma verdad milenaria que Jesús
transmitía de boca a oído y en los lenguajes de aquella época, encarnado en el centro de la cultura
de aquel pueblo al que vino a salvar.
Bien, aquí concluimos con el tercer capítulo de este documento, en el que hemos pretendido
explicar –hasta donde fue posible sin extendernos demasiado- en qué consiste la vocación
apostólica dentro del ANE: En buscar con tenacidad la propia santidad, con base en el Evangelio,
y en convertirnos en auténticos instrumentos del Señor y de su Iglesia, para promover el Reino,
esforzándonos por servir cada día con más amor a Dios y a nuestros hermanos.
En el capítulo que sigue veremos cómo podemos llevar a la práctica y perfeccionar esta vocación
en nuestra labor apostólica, sirviéndonos de varios ejemplos.
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IV. Recomendaciones prácticas para la vida apostólica en el
ANE
“Hijos Míos, vuelquen sus pensamientos y su amor desinteresado sobre cómo poder salvar a los pecadores,
porque saben muy bien que nada hay tan precioso en el mundo como las almas. ¡Háganse santos para que
puedan ser verdaderamente Mis apóstoles, revestidos de Cristo ante la faz de Mi Padre! Cuando Mi Padre
escoge un alma para darle la gracia de ser uno de los elegidos, la destina a que ya en la tierra sea
semejante a Mí.” (Jesús: CA – 135 22 de enero de 1996)
El ojo atento y el espíritu bien dispuesto podrían extraer ya, de las páginas anteriores, “la norma de
vida” del apóstol de la Nueva Evangelización. Sin embargo, conviene tratar puntualmente ciertos
aspectos concretos, a modo de recomendaciones, sobre aquello en lo que debemos trabajar, a
nivel de actitudes y de conductas –tanto personales como comunitarias- para perfeccionar nuestra
labor, y así servir mejor a Dios Altísimo y a nuestros hermanos.
A estas alturas estará ya bien claro de lo que trata todo esto: Jesús nos manda a ser como Él, y en
la medida en que luchemos –principalmente con nosotros mismos- por configurarnos en Él,
estaremos cumpliendo con nuestra principal obligación.
Para ayudarnos en este fin, es necesario pasar de la observación y descripción sobre los asuntos
más generales -que es lo que hasta aquí hicimos- al análisis de las situaciones particulares,
aunque siempre habrá detalles muy específicos que sólo uno mismo podrá ver, evaluar y luego
cambiar, con la gracia y la ayuda de Dios, nuestro Señor.
Lo importante, decíamos en la introducción de este documento, es que vayamos asimilando las
herramientas, los métodos y procedimientos, incorporando las actitudes y afinando los criterios
básicos, que nos permitan discernir y actuar, en todo momento conforme a lo que Cristo espera de
nosotros.
La consigna que el Señor nos da es clara: volcar todos nuestros pensamientos y sentimientos, de
un modo absolutamente desinteresado, a la tarea de salvar almas (empezando por la propia, claro
está).
Entre los diversos aspectos puntuales que conviene analizar ahora, podemos distinguir, a grandes
rasgos, tres grupos de cuestiones, o tres grandes áreas, sobre las cuales debemos trabajar para
producir mayores frutos de santidad, en nosotros y alrededor nuestro, a saber: nuestro crecimiento
espiritual, nuestra vida comunitaria y nuestra organización. Avancemos por pasos... pero sin
correr:
IV. I) NUESTRO CRECIMIENTO ESPIRITUAL:
15. La conversión personal y el crecimiento espiritual
Nuestra propia conversión es el necesario punto de partida, el instrumento y a la vez el fin último
de nuestra labor apostólica. Veámoslo de esta manera: Si no hubiésemos iniciado ese proceso, no
estaríamos donde estamos; si detuviéramos ese proceso, dejaríamos de dar testimonio o, peor
aún, daríamos un mal testimonio, y así frenaríamos o desvirtuaríamos nuestra labor
evangelizadora; al hacerlo, podríamos perder paulatinamente todas las gracias recibidas hasta el
momento, y con ellas, la esperaza misma de nuestra redención.
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Recordemos siempre lo manifestado por Jesús: “No todo aquel que me dice ¡Señor, Señor!
Entrará en el reino de los cielos...” (Mt 7,21-23)
El proceso de crecimiento espiritual es una ardua tarea que no podemos postergar ni descuidar.
No importa cuán avanzados creamos estar en este camino; sin duda es mucho lo que nos queda
por recorrer... Por eso le pido a cada uno de mis hermanos del ANE que, al leer este documento,
trate de comprender cada una de las palabras que aquí se escribe, y no dé por sentado o por
sabido nada; que no se dedique a “proyectar” las recomendaciones que aquí hacemos para “los
otros”, pues es esa actitud de “yo el superado” la que con más frecuencia nos impide avanzar
hacia nuestra meta final, que es el Cielo...
Si la historia de la humanidad es la historia de la lucha entre el Bien Supremo y el mal, sucede
exactamente lo mismo con nuestra historia personal. Por eso la clave de nuestra felicidad, de
nuestra vida misma está cifrada en la lucha diaria por nuestra conversión.
¿Pero qué es la conversión? Volvemos a citar aquí al Cardenal Ratzinger, quien nos lo explica de
modo claro y casi insuperable:
“La palabra griega usada para "convertirse" significa: volver a pensar: poner en discusión el propio
y el común modo de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida; no juzgar más
simplemente según las opiniones corrientes.
Convertirse significa, por lo tanto, no vivir como viven todos, no hacer como hacen todos, no
sentirse justificados en acciones dudosas, ambiguas, malvadas, por el hecho de que otros hacen
lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar, por lo tanto, el bien, aún
cuando es incómodo; no hacerlo pensando en el juicio de la mayoría de los hombres, sino en el
juicio de Dios. Con otras palabras: buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva.
Todo esto no implica un moralismo. La reducción del cristianismo a la moralidad pierde de vista la
esencia del mensaje de Cristo: el don de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús y,
por lo tanto, con Dios.
Quien se convierte a Cristo no busca crearse una autarquía moral suya, no pretende reconstruir,
con sus propias fuerzas, su propia bondad. ‘Conversión’ (en griego, ‘Metanoia’) significa
justamente lo contrario: salir de la propia suficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia indigencia de los otros- [y la necesidad] del Otro [Jesús, nuestro Señor], de su perdón, de su
amistad.
La vida no convertida es autojustificación (‘yo no soy peor que los demás’); la conversión es la
humildad de confiarse al amor del Otro, amor que se vuelve medida y criterio de mi propia vida.
Aquí debemos tener presente el aspecto social de la conversión. En efecto, la conversión es, ante
todo, un acto muy personal y es personalización. Yo me separo de la fórmula ‘vivir como todos’, no
me siento más justificado por el hecho de que todos hacen cuanto hago yo, y encuentro delante de
Dios mi propio ‘yo’, mi responsabilidad personal...” (Cfr. Op. Cit. Pág. 4)
Jesús nos pide que seamos perfectos (Cfr. Mt 5,48) y aunque sabemos que eso es imposible para
nosotros, nada lo es para Dios.
De nuestra parte, lo único que podemos, y debemos hacer es luchar tenazmente contra todas las
formas de pecado que se anidan en nosotros mismos... es esa lucha lo que Él valora, y a la vez
nos dispensa todas las gracias necesarias; pero si no luchamos, de antemano ya hemos perdido la
batalla.
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Dejar de luchar es aceptar la propia derrota, es renunciar de principio a todas las promesas que
Cristo nos ha hecho; sin exageraciones: dejar de luchar es condenarnos, voluntariamente, para
toda la eternidad.
Es éste el profundo y trascendental significado que tiene la lucha por la conversión personal
permanente. Más aún: podemos decir que nada hay tan trascendental, para cada uno de
nosotros, dado que lo que está en juego es nuestra propia salvación.
Por eso no podemos descuidar este proceso.
Convertirse es crucificarse con Cristo. Es renunciar diariamente al propio yo y aceptar a Cristo
como nuestro Salvador, pero no en el tiempo pasado, hace dos mil años en el Gólgota, sino aquí y
ahora; reconociendo que si no le entrego todo lo que soy para que Él lo transforme, ya estoy
perdido.
De nuevo citamos al Cardenal Ratzinger, que nos dice: “Esta expropiación del propio yo, que se
ofrece a Cristo para la salvación de los hombres, es la condición fundamental para un verdadero
empeño por el Evangelio.
‘Porque he venido en nombre de mi Padre, y vosotros no me recibís. Si algún otro viniera en su
propio nombre, a éste si lo acogeríais’ dice el Señor (Jn, 5, 43). El distintivo del Anticristo es ese
hablar en nombre propio.
El signo del Hijo es su comunión con el Padre. El Hijo nos introduce en la comunión trinitaria, en el
círculo del eterno amor, cuyas personas son ‘relaciones puras’, el acto puro del donarse y del
acogerse.
El diseño trinitario -visible en el Hijo, que no habla a nombre suyo- muestra la forma de vida del
verdadero evangelizador, aún más, evangelización no es simplemente una forma de hablar sino
una forma de vivir: vivir en la escucha y hacerse voz del Padre.
‘Él no viene con un mensaje propio, sino que les dirá lo que escuchó’ dice el Señor sobre el
Espíritu Santo (Jn, 16, 13). Esta forma cristológica y pneumatológica de la evangelización, al
mismo tiempo es una forma eclesiológica: El Señor y el Espíritu Santo construyen la Iglesia, se
comunican en la Iglesia. El anuncio de Cristo, el anuncio del Reino de Dios, supone escuchar su
voz en la voz de la Iglesia. ‘No hablar en el propio nombre’ quiere decir, hablar en la misión de la
Iglesia...” (Ibíd. Pág. 2)
Soy apóstol, y por lo tanto soy misionero de Cristo y de su Iglesia... Y es en virtud de ese
apostolado, a causa de esa encomienda que he recibido y aceptado, que debo convertirme cada
día, para poder así hablar en nombre de ese Cristo y de esa Iglesia que Él ha fundado en Pedro y
ha conservado a través de todos sus sucesores...
La conversión personal es, por eso, la labor más importante y la más urgente de un apóstol, y
porque además, si no la inicio -o no la retomo- hoy ¿quién puede garantizarme que viviré mañana
para hacerlo? ¿Quién puede asegurarme que el demonio no me tenderá alguna otra “trampa” o
seducción mañana, para que yo vuelva a postergarla, y así me sorprenda la muerte...?
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16. La identificación de nuestras miserias y la asistencia divina
La única forma de crecer en el espíritu es reconociendo e identificando, en primer lugar, las cosas
puntuales que debemos transformar, y el único camino para lograrlo es el de los análisis, cada vez
más frecuentes, de conciencia.
La persona que ha iniciado su conversión y desea profundizarla no puede dejar de vigilar sus
actitudes y sus conductas, sus tendencias y sus inclinaciones, ¡pero a la Luz de lo que nos manda
el Evangelio!
Allí radica la diferencia entre este camino y cualquier burda técnica de superación personal: Aquí
están perfectamente establecidos los parámetros, en las Sagradas Escrituras, y, lo que es más
importante todavía: no estamos solos, sino que contamos con la ayuda de nuestra “nueva
amistad”: Jesucristo, nuestro Señor.
¿Cómo podríamos crecer en el espíritu si no es revisando lo que hacemos y comparándolo con lo
que Cristo nos ha enseñado?
Dicho de otro modo: ¿Cómo podríamos estancar nuestro crecimiento espiritual si analizamos cada
día el bien y el mal que hemos hecho, si le pedimos al Señor que nos perdone por todo aquello en
lo que hayamos podido ofenderle a Él o a nuestros hermanos y le suplicamos que nos ayude a
superar aquellas miserias que nos impidieron asemejarnos más a Él?
Si actuamos de ese modo, y creemos en lo que nos dice Cristo a través del Evangelio, no
podemos poner en duda que estaremos avanzando a pasos acelerados hacia nuestra propia
santificación, pues Cristo nos dijo: “Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os
abrirá. Porque todo el que pide recibe, y el que busca encuentra y al que llama se le abre [...]
Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¡cuánto más vuestro
Padre celestial dará cosas buenas a quien se las pida!” (Mt 7,7-11)
17. La vida de oración
Si nuestra vida no está sólidamente sustentada en la oración es porque estamos en el camino
equivocado... O no estamos donde debemos y decimos estar, o estamos donde no debemos y
tratamos –consciente o inconscientemente- de disimularlo...
Como hemos dicho, el camino del apostolado es el camino de la renuncia al mundo y al propio yo.
Hemos renunciado a lo que conocemos por lo que no conocemos bien, y allí está nuestro pequeño
o gran acto de Fe, quizás nuestro único mérito, si es que alguno tenemos...
Si por nuestra Fe seremos salvados, no será porque digamos simplemente “yo creo en Cristo”,
sino porque le seguiremos incondicionalmente.
Pero es imposible seguir a Cristo sin estar en comunión con Él, y a través de Él con el Padre y con
el Espíritu Santo.
Esta comunión será plena sólo en la medida en que renunciemos a nosotros mismos para servir a
los demás, como Él mismo hizo... Pero es absolutamente necesario, es imprescindible reforzar
esta comunión cada día. Jesús mismo nos lo ha enseñado.
Si Jesús, siendo Dios, se retiraba largas horas para estar en oración, ¡cuánto más debiéramos
hacerlo nosotros, débiles presas del pecado, para hallar en Él la fuerza!
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Bien lo recomendaba San Pablo a las comunidades de Éfeso: “...cobrad fuerzas en el poder
soberano del Señor. Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las tentaciones del
diablo. Porque nuestra lucha no es contra gente de carne y hueso, sino contra los principados y
potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal, que
moran en los espacios celestes.” (Ef 6,10-12)
Si no cobramos clara consciencia de quién es y cómo actúa, con nosotros y en nosotros, el
enemigo, si no le detenemos con el poder de la oración, seremos con frecuencia derrotados por él,
e incluso nos pondremos a su servicio. De hecho, sólo en Dios está la misma fuerza que
necesitamos para seguirle como Él nos pide.
Sabemos que la Santa Misa es la forma más perfecta de la oración, porque en ella se realiza
nuevamente el milagro del Sacrificio Eucarístico, y allí nos unimos a Cristo para ofrecer –o renovar
el ofrecimiento de- nuestra vida a Dios Padre. Es por esto que insistimos con frecuencia en la
necesidad de que el apóstol de la nueva evangelización asista, si le es posible, diariamente a
Misa.
Igualmente, reconocemos en el rezo del Santo Rosario una forma privilegiada de acercarnos a
Dios, por intermedio de nuestra amada Madre, la Santísima Virgen María, y es en virtud de ello
que recomendamos también su práctica diaria.
También insistimos en la recomendación de que todos nos unamos a la Iglesia Universal para
ofrecer una alabanza y acción de gracias conjunta a Dios, nuestro Padre, a través del rezo de la
Liturgia de las Horas, que -de acuerdo con lo que nos enseña la Tradición de la Iglesia- santifica el
curso entero del día y la noche. En particular, es importante que no dejemos de rezar
cotidianamente la oración de los Laúdes y Vísperas...
Pero vamos más allá todavía, al pedir a cada uno de nuestros hermanos que procure sostener un
diálogo permanente con el Señor, a lo largo del día, haciéndole partícipe de sus propias obras, de
sus alegrías y sus dificultades... ¡A esa “vida de oración” debemos encaminarnos! vida de oración
que es oración de vida.
De la misma manera que necesitamos de la oración personal para crecer “individualmente” en el
espíritu, necesitaremos de la oración comunitaria para fortalecer nuestros lazos de comunión y así
poder hacer más fructífera en Dios la realización de toda nuestra labor apostólica.
Más adelante desarrollaremos con profundidad este tópico, y nos referiremos de una manera
especial a nuestra vida litúrgica.
IV. II) NUESTRA VIDA COMUNITARIA:
18. La vida fraterna en las comunidades del ANE
En uno de los pasajes más reveladores, y a la vez más conmovedores del Evangelio, Jesús se
dirige al Padre en oración, pidiendo por sus apóstoles, por los de entonces y por todos
nosotros, con estas palabras:
“No ruego sólo por ellos, sino también por los que crean en mí a través de su palabra. Que todos
sean una sola cosa; como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean una sola
cosa en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú
me diste para que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean
perfectos en la unidad, y así el mundo reconozca que tú me has enviado y que los amas a ellos
como me amas a mí.” (Jn 17, 20-23)
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Si analizamos este pasaje bíblico con atención veremos que Jesús no dice solamente “que se
amen”, o “que se quieran”... La frase es “que sean una sola cosa” (repetida dos veces), y luego
lo dice nuevamente: “que sean uno, como nosotros somos uno”.
Más aún, en ese texto tan breve, Nuestro Señor dice dos veces que esa unión es necesaria para
que el mundo crea que Jesús es el Hijo de Dios. Esto es de vital importancia: Jesús nos dice que
el mundo creerá en el Evangelio sólo cuando vea que nosotros somos “uno”...
¿Qué más necesitamos agregar aquí para ayudar a comprender a nuestros hermanos la
fundamental trascendencia de la vida comunitaria en este Apostolado?
La gente no nos cree, no nos va a creer mientras no vea que somos uno...
De nada servirán nuestros planes bien diseñados, nuestras estrategias minuciosamente
elaboradas, nuestros orgullosos reportes de trabajo, nuestros nuevos métodos, ardores y
expresiones...
De nada sirven, ni van a servir todos nuestros esfuerzos por tratar de convencer a los supuestos
“católicos tibios” -¡y menos aún a los no creyentes!- de que Cristo es nuestro Redentor, si no nos
hacemos uno... es decir, si ellos no ven, no sienten y no creen que somos uno...
Pero resulta que para hacérselo creer a ellos, primero tenemos que creérnoslo nosotros.
Lo hemos dicho ya en otras circunstancias y en otros textos: La comunión y el amor recíproco
entre los primeros cristianos fue –sociológicamente hablando- la clave de la supervivencia, del
crecimiento y del triunfo del cristianismo frente a tantos y tan poderosos opositores.
Todos se asombraban al ver la adhesión y el amor fraterno que entre ellos se profesaban, y eso
entusiasmaba a la gente y la invitaba a la conversión... Porque el Espíritu de Dios se manifestaba
a través de esa unión. Porque el Espíritu de Dios es Espíritu de Amor, Espíritu de Unidad.
Sabemos, sin embargo, que la vida no era “una taza de leche” para aquellos primeros cristianos...
queremos decir que no todo era fácil para ellos, que no faltaron las contradicciones internas; basta
con leer el libro de Los Hechos de los Apóstoles, o las Cartas de San Pablo para comprobarlo...
Y es natural que así fuese... es natural que así sea también hoy: cada persona es un mundo, todos
traemos una historia de vida personal, tenemos un sinnúmero de opiniones, aspiraciones,
intereses, valores, creencias... que no necesariamente coincidirán con las de todos nuestros
hermanos...
Cada uno tiene un modo particular de ver las cosas, además de arrastrar no pocos prejuicios,
frustraciones, si se quiere, a veces “traumas”... huellas profundas que han sido dejadas por
experiencias desagradables... En fin: todos tenemos mucho qué curar y qué cambiar... Pero eso
no debe inhabilitarnos para aprender a vivir en comunidad.
19. Aprender a vivir en comunidad
El hombre va aprendiendo a vivir en comunidad en la medida en que su pensamiento se va
volcando progresivamente del “yo” al “nosotros”, cuando va comprendiendo que sus conductas
afectan a los otros, y va asumiendo la responsabilidad que eso significa; cuando poco a poco va
postergando, va sacrificando sus intereses personales en favor de los intereses comunitarios, es
decir, del bienestar común.
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Como decimos, todo esto conlleva un aprendizaje en el que, nuevamente, se involucra la razón y
la voluntad (como en el seguimiento individual de Cristo), y, por supuesto, también hace falta una
atenta vigilancia unida a la oración, dado que es evidente la necesidad de contar con la ayuda y la
gracia del Señor para poder superar el “egocentrismo” característico del hombre y la mujer de
nuestro tiempo.
Pero este esfuerzo es absolutamente necesario, pues como dice Jesús, la unidad es
indispensable para poder evangelizar y producir frutos que contribuyan a la Gloria de Dios.
La pregunta que debiera grabarse en nuestra mente, tanto para regir nuestras relaciones en el
Apostolado, como para trabajar permanentemente en nuestra propia conversión, especialmente
frente a circunstancias difíciles, es “¿Qué haría Jesús en mi lugar?”
Una recomendación muy especial, de algún modo ya formulada páginas atrás, pero sobre la cual
nunca será suficiente insistir, es que procuremos desterrar para siempre de nuestro repertorio de
conductas la maledicencia, es decir, la terrible costumbre de hablar mal de los demás ¡y mucho
más si se trata de nuestros hermanos en el Apostolado!
Cuando uno va a hablar mal de alguien con otras personas, asume la actitud del mismísimo
demonio, pues no peca solo, sino que incita a otros a pecar, busca cómplices, hace partícipes de
su pecado a los otros y peca con ellos.
En primer lugar, es necesario que adquiramos el hábito de, cuando se nos presenta un problema o
diferencia con alguna persona, ir donde esa persona y decírselo directamente, en vez de estar
rumorándolo por allí... buscando quizás “el consejo” de otros, o simplemente tratando de
justificarnos ante ellos, a costa del hermano con quien tenemos el problema.
En segundo lugar, es muy importante comprender que lo que nos afecta, nos hiere, nos incomoda,
nos duele, nos molesta, nos disgusta... en síntesis, lo que podríamos en última instancia
cuestionar, son siempre las actitudes, las palabras o las conductas de las personas, y no las
personas en sí mismas...
Aún si llegáramos a la conclusión extrema de que son “casi todas” las conductas, palabras o
actitudes de esa persona las que nos molestan... Si comprendemos el verdadero sentido de la
fraternidad en Cristo, que proviene de la filiación con nuestro Padre Celestial (puesto que Cristo es
nuestro común hermano como es nuestro común padre el Padre que está en los Cielos), no
pueden de modo alguno ser las personas a las que “detestemos” y a quienes hagamos tanto mal
hablando de ellas...
Más bien hablemos con ellas de lo mal que –a nuestro acertado o quizás erróneo entenderactuaron, de lo que nos hubiera gustado que hicieran o dejasen de hacer, de hablar o de sentir...
Sólo de ese modo aprenderemos a establecer relaciones sanas y constructivas, y así
contribuiremos con la instauración del Reino de Dios.
En tercer lugar, es necesario que aprendamos a recibir críticas, y que estemos siempre dispuestos
a revisar nuestros errores, a la luz de las sugerencias o reclamos directos que nos hagan nuestros
hermanos, pues sólo de ese modo les ayudaremos a evitar que recurran a otros con quejas
cuando tienen algún problema con nosotros.
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20. Cada uno es responsable ante Dios de su buen o mal testimonio
Requiere un tratamiento especial sobre este punto el juicio liviano con el que muchas veces
pecamos al menos tres veces, al constituirnos en jueces sobre el “testimonio”, o peor aún, sobre
“el grado de conversión” de los demás...
Es muy común que en la vida de apostolado critiquemos a alguno de nuestros hermanos porque, a
nuestro entender, “no están dando testimonio de conversión” al hacer, al decir, al dejar de hacer o
al dejar de decir tal o cualquier otra cosa...
¡Por favor, hermanos, seamos serios! ¿Quién nos ha constituido en jueces, en particular sobre
temas tan delicados e íntimos como ese?
El que critica a un hermano en este sentido, hablando con terceros sobre tan personal asunto, está
pecando al menos tres veces:
Primero, peca de soberbia, porque sus comentarios permitirían suponer que él se siente que sí
está convertido y da el testimonio justo de esa conversión, dado que, al hablar, está poniéndose
por encima –en la escalera que nos conduce al Cielo- de aquel a quien critica. Que este asunto es
en sí mismo bastante grave, no cabe duda (sobran los ejemplos en las Sagradas Escrituras).
Segundo, peca de falta de caridad, porque está dañando ante otros la buena imagen de su
hermano...
Finalmente, está pecando de omisión, pues si de verdad cree que su hermano está actuando
incorrectamente, tiene el deber cristiano de hacérselo notar fraternalmente (a él y no a los otros),
para ayudarle a corregirse y a crecer en el Espíritu.
21. Sobre los prejuicios y las susceptibilidades
El término prejuicio surge de la conjunción de dos vocablos: el prefijo “pre”, que quiere decir previo
o anterior, y el término “juicio” que se refiere al “conocimiento” que resulta de un proceso mental
más o menos complejo.
De ese modo, entendemos que un prejuicio es un “juicio previo” que elaboramos sobre algún
objeto o asunto de la realidad antes de conocerlo verdaderamente. Como es lógico, la elaboración
de estos “juicios” está influida por nuestras experiencias anteriores con objetos, situaciones o
personas que, por algún motivo, consideramos similares a las que se nos presentan a la hora de
elaborar estos prejuicios.
Podemos decir que, en principio, los prejuicios son aquellos complejos mecanismos intelectuales
que nos permiten abordar diferentes objetos desconocidos de la realidad de un modo tal que no
nos asusten, no nos sorprendan, no nos tensionen... por su novedad.
Entendidos así, los prejuicios son mecanismos de defensa de la personalidad, que impiden su
desequilibrio permanente frente a cada situación nueva que se le presente. Más aún, sanamente
entendidos, los prejuicios son mecanismos que ayudan a “facilitar” los procesos de conocimiento y
adaptación del ser humano...
Sin embargo a causa de estos prejuicios, muchas veces por costumbre, por pereza o por
extremada cautela -quizás producto de no pocos golpes-, tendemos a “encasillar” a las personas
con rótulos que nosotros mismos les ponemos, y de ese modo nos impedimos conocerlas en
profundidad y así descubrir en ellas lo auténtico, lo propio y específico de su forma de ser. Y, lo
31
que es peor, nos negamos a ver las transformaciones que el Espíritu Santo puede producir en
ellas.
En efecto, es común que, cuando por algún motivo tuvimos un problema con cierta persona,
tengamos la tendencia a esperar que, frente a situaciones más o menos similares, ellas actúen del
mismo modo, con lo cual les negamos la oportunidad de reivindicarse y mejorar. El problema se
hace más complejo todavía porque a veces no sólo actuamos a la defensiva frente a ellas, sino
que incluso nos ponemos en una actitud francamente ofensiva.
Dicho todo de un modo más sencillo: con frecuencia los prejuicios nos llevan a sospechar, esperar
lo malo, descreer, negar el beneficio de la duda e incluso agredir a nuestros hermanos, ante la
más leve -y muchas veces inmotivada- creencia de que nos dañarán.
El modo en que los prejuicios afectan negativamente las relaciones humanas y perjudican la
consolidación de las comunidades, podría ser objeto de un extenso tratado, que por supuesto no
vamos a intentar siquiera producir.
Simplemente quedémonos con un sano consejo: Démosles siempre a nuestros hermanos la
posibilidad de cambiar, de reivindicarse, de sorprendernos favorablemente, de redimirse...
Estemos dispuestos a ver en ellos el Rostro de Cristo y la labor del Espíritu Santo.
De igual manera a la de los prejuicios, las susceptibilidades impiden terriblemente el
fortalecimiento de las comunidades. La susceptibilidad es un defecto, y como tal, debe ser
erradicado... si queremos crecer espiritualmente.
Si eres de las personas que con frecuencia se preguntan “¿qué me habrá querido decir...?”
entonces eres susceptible, y debes cambiar. No hay vuelta.
De nada nos sirve decir “yo soy así, no sé si susceptible... quizás muy sensible, pero así soy...” Lo
mismo podría decir el homicida... De veras, esa es una manera de decir “no se metan conmigo,
porque ya saben con lo que se encontrarán” en un caso el resentimiento, en otro el cuchillo o la
bala, pero qué más da... Al actuar de ese modo estoy poniendo frenos al Espíritu Santo, que nos
quiere unidos: “¡Que sean uno!” -dijo Jesús- Nunca podremos ser uno si nos andamos con esas
majaderías.
Pidámosle pues al Señor en oración que nos libre de los prejuicios y las susceptibilidades, para
poder verdaderamente contribuir a la instauración de Su Reino.
22. El perdón y la confianza
Como seguramente hemos podido constatar, y más adelante veremos, al tratar sobre el manejo de
las situaciones de conflicto en el ANE (Cfr 27), la vida apostólica no está exenta de las ofensas,
unilaterales o recíprocas...
Con frecuencia nuestra condición humana nos juega muy malas pasadas, y muchas veces
lastimamos a nuestros hermanos y/o somos lastimados por ellos, incluso sin que haya un deseo
manifiesto de hacerlo.
Sin embargo, dado el camino que voluntariamente hemos aceptado, no podemos permitirnos que
tales situaciones se agudicen o perduren en el tiempo, socavando nuestras relaciones y
perjudicando el inmenso caudal de trabajo que tenemos por delante.
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En todos estos casos, la autoconsideración es siempre el peor enemigo, capaz de enturbiar
nuestro razonamiento y nuestra voluntad al punto de impedirnos obrar conforme al Plan de Dios.
Pero si nos hemos decidido a seguir a Cristo, no podemos sentarnos o sentar a nuestro “ego” en el
“trono” que sólo a Dios le corresponde. Si Jesús, siendo Dios, recibió tantas ofensas y escarnios,
¿qué nos hace pensar que nosotros debemos librarnos de ellos?
En las biografías de muchos santos veremos el modo en que incluso ellos mismos buscaban la
humillación, como un medio de purificación y santificación para ofrecérselo con amor al Padre.
Muy pocos son los que realmente tienen vocación para el martirio, pero sin llegar tan lejos, vemos
que Jesús nos recomienda amar a los que nos hacen daño: “Si ustedes aman solamente a
quienes los aman, ¿qué mérito tiene? También los cobradores de impuestos lo hacen...” (Mt 5,46).
Nosotros debemos no sólo “amar”, en abstracto, a quienes nos ofenden, sino también perdonarles
de corazón toda ofensa que nos hagan, rezar por ellos y esperar en Dios que Él les dé la
oportunidad y la luz para que puedan rectificar sus errores, así serán ellos dignos de una morada
en los Cielos.
Esto es lo mismo que Jesús nos aconseja, cuando nos habla del perdón a las injurias y nos narra
la Parábola del siervo despiadado: Nos manda a perdonar setenta veces siete, y nos dice que si
nosotros no somos capaces de perdonar de corazón –lo que supone olvidar la ofensa-, tampoco lo
hará nuestro Padre Celestial con nosotros, cuando llegue el momento (Cfr. Mt 18, 21 y ss.)
Decir “perdono pero no olvido” es lo mismo que encasillar a las personas bajo el rótulo de “malas”
y quedar predispuesto a recibir una nueva ofensa de ellas, lo que nos condicionará a recibir
siempre del peor modo todo lo que de ellas provenga.
Perdonar y confiar en que el Señor, con la ayuda de nuestras oraciones, sanará también a
nuestros hermanos en aquellas dolencias del alma que les llevan a obrar de mal modo, a hacer
daño... Eso es lo que debemos hacer como apóstoles de la Nueva Evangelización, y si no nos
sentimos capaces de hacerlo, más vale que renunciemos de principio a la pretensión de ser
miembros de esta obra de Dios. Que el perdón y la confianza sean pues los parámetros de
nuestras relaciones en el Apostolado.
23. La vida litúrgica
Para concluir el segundo segmento de este capítulo, que habla acerca de la vida comunitaria en el
ANE, nos referiremos brevemente a la intensa participación en las actividades litúrgicas que debe
caracterizar a los miembros de nuestro Apostolado.
La vida litúrgica y paralitúrgica de la Iglesia supone la participación conjunta de los fieles en
diversas ceremonias y ritos, por medio de los cuales se realiza el misterio de nuestra Salvación.
Destacamos la frase en negrillas para resaltar la importancia de la vida litúrgica, que además de
ser un signo visible de unidad en Cristo, es el vehículo fundamental de nuestra Redención, pues es
a través de nuestra participación en la Liturgia que obtenemos las gracias necesarias para “ayudar
al Señor” a que nos salve.
Entre estos ritos y ceremonias destacamos, en primera instancia, el Sacrosanto misterio de la
Eucaristía, centro y culmen de la vida cristiana, que como hemos manifestado en diversas
ocasiones, debemos procurar vivir diariamente.
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También se destaca la recepción de los otros Sacramentos, particularmente el de la
Reconciliación; la participación en la Liturgia de la Palabra, las bendiciones y otros Sacramentales,
el Oficio Divino o rezo de la Liturgia de las Horas, las prácticas piadosas aprobadas por la Iglesia,
la contemplación de los tiempos litúrgicos, con los correspondientes ejercicios de piedad a los
cuales éstos nos invitan, etcétera.
Como hemos dicho, son todos estos signos visibles de comunión en torno a Dios, nuestro Señor,
que a la vez que nos dispensan la gracia que hace eficaz nuestra Redención, nos alientan a
unirnos, como Cuerpo Místico de Cristo a Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, en una sola alabanza,
sacrificio y adoración agradable al Padre.
El Magisterio de la Iglesia nos enseña que el fin espiritual de toda comunidad se manifiesta de un
modo especial en las celebraciones litúrgicas, puesto que “...la Liturgia, por cuyo medio ‘se ejerce
la obra de nuestra Redención’, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en
sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el misterio de Cristo y
la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia...” (Constitución Sacrosanctum Concilium, n 2,
Roma, 4 de diciembre de 1963).
La Iglesia nos enseña también que Cristo nos envió no solamente a predicar el Evangelio, sino
además a realizar la obra de la salvación que proclamamos, la misma que se hace efectiva
mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica de la
Iglesia (Cfr. Ídem n 6).
De este modo, si nuestra primera labor es la de evangelizar, la segunda será la de conducir a
nuestros hermanos hacia los sacramentos, y a través de ellos a la plenitud de la Comunión
Cristiana, que se manifiesta en la Liturgia de la Iglesia.
Naturalmente sabemos que la mejor forma de “conducir” a nuestros hermanos, es a través de
nuestro propio ejemplo.
Es por este motivo, entre otros, que se recomienda a todos los hermanos del ANE que participen
conjuntamente en todas las celebraciones de la Santa Misa a las que juntos puedan asistir,
independientemente de su participación en la Eucaristía dominical en el seno de sus Parroquias.
En vistas a este propósito, el ANE recomienda habitualmente a las autoridades de todos los
Centros Locales del ANE, formalmente constituidos y debidamente reconocidos por la Autoridad
Eclesiástica, el gestionar las correspondientes autorizaciones para el establecimiento de Oratorios
o Capillas, en las cuales pueda celebrarse periódicamente la Santa Misa (Previa conversación con
las autoridades internacionales del ANE y en diálogo con los sacerdotes que trabajan como
Asesores Eclesiásticos Locales de nuestro Apostolado).
En este momento se encuentra en proceso de elaboración el “Calendario Litúrgico del ANE”, en el
cual quedarán establecidas todas las celebraciones en las que anualmente se recomienda la
participación conjunta de los miembros del Apostolado de la Nueva Evangelización.
Sin embargo, es menester recomendar en este apartado, la búsqueda de todas aquellas
circunstancias propicias para compartir con los hermanos momentos de oración y vida litúrgica
comunitaria.
Cobra una especial relevancia en este sentido el Rezo de la Liturgia de las Horas u Oficio Divino.
Si bien es cierto que por nuestras diversas circunstancias y disímiles actividades, como laicos, nos
vemos impedidos de reunirnos diariamente en comunidad para realizar esta práctica litúrgica, es
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conveniente que aprovechemos todas las situaciones favorables para hacerlo, como nuestros
Retiros Espirituales, convivencias, etcétera.
Finalmente, recomendamos a todos nuestros hermanos que se promuevan Horas Santas y
Adoraciones Eucarísticas conjuntas. Si los centros locales no disponen aún de capillas u oratorios,
que se solicite a las parroquias amigas la autorización correspondiente para realizarlas, si es
posible, al menos una vez por semana.
Recordamos a nuestros hermanos, a modo de alentarlos a la ejecución de estas nuestras
recomendaciones y pedidos, que desde el 25 de diciembre pasado (2004), en uso de sus
atribuciones como Sumo Pontífice de la Iglesia, el Santo Padre otorgó nuevas indulgencias
plenarias para promover el culto de la Eucaristía y el rezo de la Liturgia de las Horas.
Reproducimos un fragmento del texto, por su brevedad y pertinencia con lo que venimos
señalando:
“1. Se concede la indulgencia plenaria a todos y cada uno de los fieles, con las condiciones
habituales (a saber, confesión sacramental, comunión eucarística y oración por las intenciones del
Sumo Pontífice, con el corazón totalmente desapegado del afecto a cualquier pecado), cada vez
que participen con atención y piedad en una función sagrada o en un ejercicio piadoso realizados
en honor del Santísimo Sacramento, solemnemente expuesto o reservado en el sagrario.
2. Asimismo, se concede, con las condiciones antes recordadas, la indulgencia plenaria a los
sacerdotes, a los miembros de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida
apostólica, y a los demás fieles que por ley tienen que rezar la liturgia de las Horas, así como a
quienes suelen rezar el Oficio divino sólo por devoción, cada vez que, al final de la jornada, recen
con fervor en común o de forma privada Vísperas y Completas ante el Santísimo Sacramento
expuesto a la veneración de los fieles o reservado en el sagrario.” (Cfr. Decreto de la Penitenciaría
Apostólica sobre las indulgencias concedidas en el Año de la Eucaristía, Roma, 25 de diciembre
de 2004.)
IV. III) NUESTRA ORGANIZACIÓN:
24. Principios generales de organización
Creemos necesario iniciar este apartado con una breve explicación de los fundamentos, es decir,
de los motivos por los cuales se ha iniciado un proceso de organización o institucionalización de
este Apostolado, hace algo más de tres años; proceso hacia el cual todo este documento pretende
contribuir.
Queremos aprovechar este espacio para tratar sucintamente ese asunto, básicamente por el
profundo respeto y el verdadero amor que tenemos hacia las personas que ayudaron a fundar este
Apostolado, algunas de las cuales han visto a veces con auténtica preocupación, cuando no con
dolor, los cambios que iban operándose durante esta etapa.
Probablemente hayan pensado que con toda esta “organización”, con todos esos cambios y
normativas, podía llegar a desvirtuarse la esencia misma de la obra, y hasta es posible que en
determinados aspectos, la ejecución de tales ordenamientos les haya dado parcial razón...
También es cierto que muchas veces los temores estuvieron relacionados más bien con la natural
resistencia al cambio y la incertidumbre sobre lo que vendría.
Sin embargo, sería injusto desconocer que nuestro Apostolado ha multiplicado sus frutos en este
tiempo, sin duda por pura gracia de Dios y para mayor Gloria Suya.
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Entremos en tema. El concepto de organización refiere a la vez dos cuestiones, que si bien son
diferentes, están íntimamente vinculadas entre sí, veamos:
En primer lugar, es una forma de concebir a un grupo humano: El término organización comparte
su raíz etimológica con la palabra órgano y organismo. Desde esta perspectiva, se parte de la
concepción de que el grupo es un conjunto a la vez vivo e indivisible de partes, que se
encuentran interrelacionadas de tal forma que, por un lado, no se pueden separar sin alterar
severamente su esencia, y por otro, lo que ocurra a cualquiera de esas partes repercutirá de
alguna manera en las demás...
Esa era exactamente la analogía que usaba San Pablo para referirse a la Iglesia, mucho antes de
que aparecieran –recién hacia el siglo XVIII- las “modernas” concepciones llamadas “organicistas”
en el seno de una incipiente “sociología”.
Ya en el Siglo I, Pablo decía a la comunidad de Corinto: “Así, si un miembro sufre, con él sufren
todos los miembros; si un miembro recibe una atención especial, todos los miembros se alegran.
Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte es miembro de ese cuerpo.”
(Cfr. 1Cor 12,26-27).
Desde entonces comenzó a concebirse a la Iglesia como “el Cuerpo Místico de Cristo”, y si la
Iglesia toda es el Cuerpo, cada parte de ella debe de ser como un órgano, con sus funciones
específicas y su misión bien determinada, según los carismas que otorgue e inspire el Espíritu
Santo.
En segundo lugar, el término organización se refiere al proceso de ordenamiento de las
relaciones entre los diferentes componentes de ese grupo u órgano, precisamente en función de
las actividades que allí se realizan y que dieron origen a la constitución de ese grupo.
Dado que ese “organismo” que es el grupo, cobra vida a partir de la sumatoria de las vidas que lo
componen, y que, como hemos dicho, cada una de esas vidas es “un mundo”, con su particular
forma de ver, de sentir y hacer las cosas, es necesario establecer un principio de orden que evite
el caos, la ineficacia –es decir, el incumplimiento de los fines para los cuales el grupo fue creado- y
consecuentemente el fracaso y la muerte o desaparición del grupo entero.
Ese ordenamiento resulta pues necesario para la supervivencia misma del grupo, y qué mejor que
se lo realice cuanto antes, pero siempre atendiendo a los fines últimos para los cuales el grupo fue
creado.
En el caso concreto del Apostolado de la Nueva Evangelización, ese fin ha quedado
suficientemente explicitado en el documento que se titula “Qué es y qué hace el ANE”, con el cual,
conjuntamente a la revisión y reforma de nuestros Estatutos, se dio inicio al proceso de
organización de esta obra. (Cfr. “Qué es y qué hace el ANE”, Pág. 6: Definición, visión misión y
metas del ANE, Mérida, México, 2002.).
Las personas que colaboran en el proceso de institucionalización y organización de nuestro
Apostolado, de ninguna manera pueden perder de vista que la única razón de ser de este
movimiento es la de ayudar a salvar almas, a Cristo y a la Iglesia, difundiendo el Amor y la
Misericordia de Jesús, predicando con la palabra y el testimonio de vida las verdades del
Evangelio.
En tal sentido, cualquier acción que no esté directamente relacionada con ese fin está equivocada
y fuera de lugar:
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El diseño de planes, la estructuración de ministerios, la organización de eventos, la producción de
videos, de revistas, folletos, programas de radio o TV, la realización de las actividades de
asistencia social o de defensa de la vida... En fin, TODO lo que se viene haciendo en el ANE debe
estar orientado en primera –y no en última- instancia, a la salvación de las almas y la predicación
del Evangelio de Cristo Jesús.
25. La obediencia, la jerarquía, la autoridad y el “liderazgo” en el ANE
Como veníamos diciendo, organización significa “orden”. Por eso uno de los principios básicos de
la organización nos dice que “Hay un lugar para cada cosa y cada cosa debe estar en su lugar”.
Sucede lo mismo con las personas... todas deben tener un lugar y ocuparlo, desempeñando las
funciones propias de ese puesto, según el rango que les corresponda en el orden jerárquico de la
institución.
En el capítulo II de este documento, citábamos a Juan Pablo I, quien a propósito de la obediencia
explicaba que “unos están por encima, otros a nuestro nivel, y otros por debajo...” Tal ha sido
siempre la estructura de la Iglesia, y de cada una de sus instituciones, y esa es una de las razones
de su permanencia en el tiempo, al igual que la de los ejércitos y la de la familia... sin duda las tres
instituciones más antiguas de la humanidad.
Donde no hay jerarquía -nos dice el Papa, parafraseando al obispo Bossuet- reina el caos, y ese
es uno de los grandes problemas por los cuales atraviesa la familia “hipermoderna” hoy.
El sistema de jerarquías de toda organización está directamente relacionado con el poder y la
obediencia, es decir, con la capacidad de tomar decisiones, emitir resoluciones, y hacer que éstas
se cumplan.
Este particular asunto, por ser bastante delicado y complejo, requiere de un tratamiento especial
en este documento. Procuraremos ser claros y concisos:
En toda institución organizada se establecen relaciones de mando y obediencia. Esto es lo que se
conoce como “poder”, es decir, la capacidad que tiene una persona de influir en el comportamiento
de las demás, haciendo que éstas cumplan lo que aquella les dice... En el caso de las
organizaciones, este poder está directamente relacionado con los cargos y las jerarquías, y no con
las personas en particular.
El poder puede asumir diversas formas, desde la “autocracia”, que es la forma más rígida de
autoritarismo, en el cual las personas deben someterse por completo a la voluntad de quien
detenta ese poder, hasta la “influencia”, que es la forma más sutil de incidir en el comportamiento
de los demás, más bien por sugestión que por imposición o temor.
Por las especiales características de nuestra organización, el tipo de relaciones de poder que en
ella se deben cultivar se llama “autoridad”. Esta es la forma ideal que asume el poder cuando
vincula a la vez la facultad de mandar, por parte de quien decide, con el reconocimiento de las
razones y la justicia para obedecer, de parte de quien cumple el mandato.
Sintetizando, podemos decir que existe “autoridad” cuando las personas que obedecen reconocen
la capacidad, la legitimidad y hasta cierto punto la conveniencia de las órdenes que se imparten,
del cargo desde donde emanan o –en última instancia, aunque no es lo recomendable- de la
persona que imparte las órdenes.
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Ahora bien, si analizamos los rasgos particulares de nuestra organización, notaremos que la
autoridad es la única forma de poder posible: En primer lugar, porque se trata de un grupo
constituido por voluntarios, que no tienen ninguna necesidad de pertenecer específicamente a este
Apostolado. En segundo lugar, porque sus fines son puramente espirituales. En tercer lugar,
porque nuestro estilo de vida está basado en la justicia y en la igualdad de los hombres y mujeres,
que es lo que Jesús nos enseñó.
Sin embargo, Jesús nos enseñó también la obediencia, como la forma de conducta a través de la
cual más claramente se practica la virtud de la humildad.
En el quinto capítulo de La Regla, de San Benito, puede leerse lo siguiente: “El primer grado de
humildad es una obediencia sin demora. Esta es la que conviene a aquellos que nada estiman
tanto como a Cristo. Ya sea en razón del santo servicio que han profesado, o por el temor del
infierno, o por la gloria de la vida eterna, en cuanto el superior les manda algo, sin admitir dilación
alguna, lo realizan como si Dios se lo mandara....” (Cfr. La Regla de San Benito, 5, 1-4)
Más adelante nos dice: “...esta misma obediencia será entonces agradable a Dios y dulce a los
hombres, si la orden se ejecuta sin vacilación, sin tardanza, sin tibieza, sin murmuración o sin
negarse a obedecer, porque la obediencia que se rinde a los mayores, a Dios se rinde.” (Ídem
5,14-15).
Es claro que aquí hablamos de reglas para la vida religiosa, y más aún, monástica; sin embargo, la
vida de verdadero apostolado no debiera ser muy distinta. San José María Escrivá de Balaguer,
fundador del movimiento “Opus Dei”, en su texto “El Camino”, decía cosas como ésta: “En los
trabajos de apostolado no hay desobediencia pequeña.” (Op. Cit. Punto 614), o “Por esa tardanza,
por esa pasividad, por esa resistencia tuya para obedecer, ¡cómo se resiente el apostolado y cómo
se goza el enemigo!” (Ídem Punto 616), o también:
“Iniciativas. Tenlas, en tu apostolado, dentro de los términos del mandato que te otorguen. Si se
salen de estos límites o tienes duda, consulta al superior, sin comunicar antes a nadie tus
pensamientos. Nunca olvides que eres solamente ejecutor.” (Ídem. Punto 619).
“Si la obediencia no te da paz, es que eres soberbio.” (Ídem. Punto 620).
“¡Qué lástima que quien hace de cabeza no te dé ejemplo!... Pero, ¿acaso le obedeces por sus
condiciones personales?... ¿O es que el ‘obedite praepositis vestris’ –‘obedeced a vuestros
superiores’-, de San Pablo, lo traduces, para tu comodidad, con una interpolación tuya que venga
a decir ‘siempre que el superior tenga virtudes a mi gusto’?” (Ídem. Punto 621).
La obediencia debe ser pues, una norma de nuestra vida apostólica en el ANE.
Es importante tomar consciencia de que la Iglesia es guiada por el Espíritu Santo, en su totalidad y
en cada una de sus partes, y con la gracia de Dios el Espíritu se manifestará principalmente a
través de nuestros superiores.
Por supuesto, esto no quiere decir que no se cometan errores, pues a veces aparece una dosis de
“factor humano” que lamentablemente se filtra en nuestros actos y decisiones.
Sin embargo, el Señor cuida sus obras, y si Él permite que hoy estén determinadas personas al
frente de tal o cual centro zonal o local, de tal o cual ministerio, de tal o cual casita de oración,
tendrá sus motivos, aunque nosotros no los entendamos –quizás hasta pueda ser para la
purificación de quienes están debajo-. En todo caso, nosotros no somos quiénes para cuestionar
su Santa Voluntad.
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El Magisterio de la Iglesia nos enseña que quien obedece, por ese simple acto de humildad, recibe
abundantes gracias y se hace agradable a los ojos de Dios.
No obstante, nada de lo antedicho significa que en nuestro Apostolado se deba o pueda
desarrollar un sistema autoritario de gestión, en el cual los coordinadores, responsables o
animadores puedan emitir “órdenes” a diestra y siniestra y hacer lo que a ellos les plazca.
Muy por el contrario, Jesús nos dijo que “Al que mucho se le da, mucho se le reclamará; y al que
mucho se le confía, más se le pedirá” (Lc 12,48b).
Por eso el que ha sido elegido para conducir a sus hermanos deberá ser el que más ore, el que
más encomiende su ministerio al Señor, además de constituirse en el servidor de todos...
Repasemos el pasaje del Evangelio en el cual el Señor nos enseña cómo debemos actuar cuando
asumamos responsabilidades de dirigencia:
“Jesús los llamó y les dijo: ‘Ustedes saben que los gobernantes de las naciones actúan como
dictadores y los que ocupan cargos abusan de su autoridad. Pero no será así entre ustedes. Al
contrario, el que de ustedes quiera ser grande, que se haga el servidor de ustedes, y si alguno de
ustedes quiere ser el primero, que se haga el esclavo de todos. Hagan como el Hijo del Hombre,
que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida como rescate para una muchedumbre’.” (Mt
20,25-28). Algo similar, pero con hechos, podemos ver en el pasaje del lavatorio de los pies (Jn
13,3-18).
Muchas veces no será el que quiere o busca ser el primero sobre quien recaigan estas
responsabilidades, pero de igual manera, al ser elegido o designado para conducir una porción de
este rebaño de Dios, deberá hacerse siervo: siervo de Cristo, siervo de su cargo y siervo de cada
uno de sus hermanos.
Con frecuencia hemos escuchado hablar de “liderazgo”, parece ser una de aquellas palabras que
de repente se ponen de moda e invaden todas las esferas del quehacer humano, por ello
introducimos a continuación algunas breves explicaciones al respecto:
El liderazgo siempre debe ser concebido en relación con los procesos. Liderar es conducir y
coordinar un grupo humano hacia la consecución de ciertos objetivos. El “liderazgo” en el vacío es
pura megalomanía, es decir, manía o delirio de grandeza.
En general, líder es aquel que conoce lo que se debe hacer y sabe cómo hacerlo, el que interpreta
las necesidades de la gente y las circunstancias del contexto, y es capaz de aunar y coordinar las
voluntades hacia la consecución de las metas establecidas.
El llamado “liderazgo” apostólico está basado en el servicio, y es muy distinto de cualquier otra
forma de conducción que se conozca, por eso es tan necesaria la vida de contemplación activa, la
relación íntima con Dios, especialmente para quienes tienen la misión de orientar y dirigir a sus
hermanos en el Apostolado.
Jesús nos dijo claramente: “Yo soy la vid y ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo
en él, ese da mucho fruto, pero sin mí no pueden hacer nada.” (Jn 15,5). La conducción sin frutos
es clara evidencia de la falta de unión con Cristo, pues la Palabra no miente:
“Mientras ustedes permanezcan en mí y mis palabras permanezcan en ustedes, pidan lo que
quieran y lo conseguirán. Mi Padre es glorificado cuando ustedes producen abundantes frutos:
entonces pasan a ser discípulos míos.” (Jn 15,7-8)
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26. Las bases de la conducción en nuestro apostolado
Cuatro son las bases sobre las cuales debe fundamentarse la dirección de los grupos en nuestra
institución: el respeto, la comunicación, la motivación y el amor auténtico. Veamos:
El respeto: Es de verdad muy necesario sentir y manifestar un respeto profundo hacia todas y
cada una de las personas que tenemos el deber de guiar, no sólo por el reconocimiento de su
dignidad como hijos de Dios y hermanos nuestros, sino también por la especial valoración que
debiéramos dar al hecho de que se hayan decidido a servir al Señor -pudiendo no hacerlo, como
los varios millones de “católicos” que se conforman con asistir a Misa los domingos-.
Ese sólo motivo, ya es suficiente para respetar de verdad a nuestros hermanos, para cuidarnos
muy bien de tratar a cada persona como se merece: con amabilidad, cortesía, deferencia y
equidad, esto es, dando a cada cual el lugar y el valor que le corresponde.
La comunicación: La comunicación, es decir, el intercambio fluido de informaciones,
conocimientos y opiniones, es como la savia que nutre los tejidos de todo organismo. Si las
personas a las que guiamos no saben hacia dónde vamos, cómo, por qué y para qué nos fijamos
ciertas metas, seguramente no se esforzarán cuanto puedan hacerlo por alcanzarlas.
Sin duda que en toda organización hay distintos niveles de información, y no “todo” lo que se dice
o hace es para que “todos” lo oigan o sepan; pero conservando los límites que impone la
prudencia y la discreción, es necesario siempre compartir con las personas que nos colaboran
toda aquella información que les permita cumplir mejor con sus tareas.
Asimismo, es importante aprender a escuchar a todos, pues casi siempre todos tienen algo bueno
que decir o aportar.
Además de la información útil para el trabajo en esta obra, es importante estrechar –a través de
una buena comunicación- los vínculos con nuestros hermanos, pues sólo así podremos constituir
verdaderas “comunidades cristianas”.
No es casual que las palabras comunidad, comunión y comunicación, tengan una raíz común, en
cuya base se halla el concepto de “compartir”, que es a la vez dar y recibir.
La comunicación es a también la principal herramienta para edificar el tercer pilar sobre el cual
debe basarse nuestra “gestión apostólica”, es decir, la motivación.
La motivación: Motivaremos a nuestros hermanos en la medida en que, primero, podamos
entusiasmarnos con la obra en general y con cada actividad que planifiquemos en particular, y
que luego podamos comunicar, compartir y transmitir ese entusiasmo… No hay mayor ciencia en
ello, y el Espíritu Santo se encarga de hacerlo si nos ofrecemos como dóciles instrumentos suyos.
El amor auténtico: Finalmente, debemos aprender a profesar a nuestros hermanos un amor
auténtico, es decir, un amor verdadero y no demagógico, profundo y no superficial, sencillo y no
aparatoso, sincero y no circunstancial.
No vamos a tratar de enseñar al lector cómo amar, porque de eso también se encarga el Espíritu,
pero sí conviene apuntar algunas cosas al respecto:
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El amor verdadero suele ser el fruto de varios procesos previos. Entre ellos, generalmente está el
reconocimiento de algunos “motivos” para amar, como puede ser la gratitud, el darnos cuenta de lo
bien que nos sentimos cuando estamos juntos, el ir descubriendo poco a poco que tenemos
muchas cosas en común, el valorar particularmente algunos rasgos de las personas con las cuales
frecuentamos, en fin…
En el caso de nuestros hermanos en el Apostolado, hay muchos de esos “motivos” que fácil y
rápidamente nos pueden conducir a amarles de verdad…
Si nuestra fraternidad en Cristo o nuestra común filiación con el Padre se ve como algo “etéreo” e
inasible, si no sentimos ciertamente que aquello sea suficiente para amarlos con el corazón,
pensemos en la gratitud que les debemos por el sólo hecho de ayudarnos a hacer lo que creemos
que es el Bien, por haberse comprometido, ellos también, a construir el Reino de Dios en esta
tierra; por ser nuestros compañeros en este peregrinaje hacia la Vida Eterna; por haber sido
puestos allí por Dios para ayudarnos a alcanzar la Santidad... así sea como medios para nuestra
purificación.
Si quienes tienen la responsabilidad de guiar a nuestros hermanos en el Apostolado, en los
distintos niveles, toman verdadera conciencia de estos cuatro pilares mencionados, y tratan de
edificar sobre ellos su “liderazgo apostólico”, seguramente conseguirán todo el apoyo que
necesiten para glorificar al Señor a través de esta obra.
27. Las vías jerárquicas en el ANE
Dadas las experiencias que hemos cosechado en el transcurso de estos años de vida apostólica,
consideramos que es muy importante dedicar especial atención al tema de las líneas o vías
jerárquicas, puesto que en este tiempo hemos asistido no pocos malentendidos al respecto.
Las vías jerárquicas de una institución señalan el camino a través del cual circulan la información
y la comunicación formal dentro de una organización, y habitualmente se representan en forma
gráfica en los organigramas con una línea que vincula los diferentes cargos, habitualmente
graficados con rectángulos, círculos u óvalos.
Es importante y deseable, que la comunicación formal del Apostolado siga siempre esos cursos,
principalmente para garantizar la eficacia en el flujo de la información.
Sin embargo, eso no quiere decir que no puedan darse comunicaciones informales, aunque sea
sobre aspectos operativos, saltando o “puenteando” determinados niveles o cargos. Más aún, el
hecho de que ello suceda no debe generar celos, protestas o disconformidades.
En todo caso, por el mismo principio de orden, del que venimos hablando en todo este apartado
del documento, y por una cuestión de eficiencia, es importante que -cuando el tenor de tales
comunicaciones suponga mandatos específicos- se comunique luego, a las personas cuya
actividad se vería comprometida, aquello que se ha pedido o solicitado, pero de ninguna manera la
omisión por olvido de tal procedimiento puede ser motivo de resentimientos por parte de las
personas que se sintieron “puenteadas”.
Si bien es cierto que las estructuras jerárquicas están destinadas en cierta forma a servir como un
sistema de “filtro”, especialmente para no sobrecargar de ocupaciones a las personas que se
desempeñan en los cargos más altos, de ninguna manera estos filtros operarán en forma
descendente. Es decir, el superior no debe hallarse impedido de hablar con cualquiera de las
personas que se hallen debajo de él en la estructura jerárquica, pues eso no sucede en ninguna
institución y menos puede esperarse que ocurra en la nuestra...
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Así, por ejemplo, si el Presidente de cualquier organización o compañía desea hablar con el
portero de una de las 800 sucursales de su empresa, no deberá remitirse a su Vicepresidente para
que éste a su vez siga toda la vía jerárquica en forma descendente hasta llegar al empleado en
cuestión. ¡Esa sí sería una absurda pérdida de tiempo para decenas de personas en la
organización!
También sería una pérdida de tiempo terrible para el Presidente, que cualquiera que desee hablar
con él pueda tocarle la puerta de su despacho esperando ser atendido... Allí sí deben funcionar –y
de hecho, funcionan- las vías jerárquicas como un sistema de filtro.
El ejemplo utilizado guarda de exprofeso relación con el siguiente tema, que también requiere de
una especial atención...
28. El concepto de “empresa” en nuestro Apostolado
En muchas circunstancias se ha hablado de la necesidad de que trabajemos como una empresa.
Más aún, Jesús mismo nos lo recomienda, entre otros lugares, en el Evangelio de San Lucas: Nos
dice que seamos astutos y pongamos nuestro mejor empeño en manejar las cosas del Señor,
como ponen su mejor empeño quienes se ocupan de las cosas de este mundo. (Cfr. Lc 16,1-12).
Hacer caso a ese consejo del Señor supone, a nuestro entender, el que trabajemos “como una
empresa”, utilizando ordenada y racionalmente todos los recursos disponibles para lograr los fines
y propósitos que nos hemos fijado: Predicar el Evangelio y ayudar a la salvación de la mayor
cantidad posible de almas.
Precisamente, todo el proceso de organización e institucionalización que se viene realizando en el
ANE, está destinado a ordenar nuestro trabajo, con vistas a hacerlo más eficaz (para que
podamos cumplir con nuestros objetivos institucionales), más eficiente (para que podamos
optimizar el uso de los dones y recursos –humanos, técnicos y económicos- que día a día nos da
la Divina Providencia) y más productivo (para que podamos dar los frutos que nuestro Señor
espera de nosotros, tanto individual como grupalmente).
Sin embargo, en ningún momento podemos perder de vista la naturaleza particular de esta obra /
empresa, su razón de ser, el fin mismo con el que ha sido creada: La santificación de los
hombres y mujeres de nuestra época; de los que se encuentran entre nosotros y de los que
debemos salir a buscar, con todos los recursos que el Señor ponga a nuestro alcance.
Solo a ese fin deben de estar orientados nuestros planes de trabajo, nuestros métodos y
procedimientos, nuestras actividades, nuestras juntas o reuniones, en última instancia, hasta
nuestras conversaciones...
Quien no está absolutamente consciente de esto, y orientado hacia este fin, no puede tomar parte
activa en la toma de decisiones de nuestra organización. Es por ese motivo que se han fijado tres
niveles de participación o “vínculo” con nuestro Apostolado: el de los simpatizantes, los
participantes y los miembros.
Por eso compete sólo a los “miembros” del ANE el formar parte de los consejos locales, zonales y
general de nuestro Apostolado; porque se supone que su “membresía” es el producto de una
etapa previa de maduración en el espíritu, en la Fe y en el conocimiento de esta obra.
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La “administración racional” de todos los recursos que Dios ponga en nuestras manos será
entonces, en primer término, el producto de nuestro compromiso con el Señor y con nuestro
Apostolado.
Sin duda que las buenas intenciones y el empeño no siempre son suficientes para alcanzar los
buenos resultados; hace falta la gracia del Señor y también cierta capacitación técnica. Por eso los
planes de formación, que están elaborándose para los integrantes del ANE, comprenden las más
diversas áreas, a fin de que puedan proveer a nuestros hermanos un crecimiento armónico,
integral, polimodal y práctico.
En el caso específico de la administración de recursos económicos y financieros, la Secretaría de
Hacienda está preparando un sistema administrativo contable, que seguramente contemplará
también un módulo de capacitación para las personas que tengan a su cargo la administración de
recursos financieros en todos los centros locales del ANE, siguiendo su vocación y la invitación de
los responsables de cada localidad.
En todos los casos, y para el desempeño de todos los cargos, es necesario que seamos
absolutamente conscientes de que el Señor nos está confiando una parte en la obra de la
Redención de los hombres, y en esto, no hay responsabilidad “pequeña”.
“El que ha sido digno de confianza en las cosas sin importancia, será digno de confianza también
en las importantes; y el que no ha sido honrado en las cosas mínimas, tampoco será honrado en
las cosas importantes” nos dice el Señor (Lc 16,10).
Ser honrado no significa simplemente “no robar”; ser honrado significa dar el justo valor a lo que
se tiene y lo que se hace, poner todo el esfuerzo que Dios y nuestros hermanos esperan que
pongamos, y un poquito más todavía; ser honrados es rechazar cualquier ventaja que -aún lícita y
correctamente- pudiese brindarnos la posición en la que estamos; es honrar a nuestro Padre a
través de nuestro sacrificio, porque así Él nos honrará premiándonos con la recompensa eterna.
Honremos a Dios llevando juntos este emprendimiento, esta “empresa de salvación” que el Señor
ha puesto en nuestras manos. Asumamos plenamente la responsabilidad que a cada uno
compete, con la misma disposición con la que atendemos nuestras responsabilidades personales,
familiares y laborales, y mayor aún, puesto que lo que aquí tenemos en juego es nuestra vida
eterna.
29. Simpatizantes, participantes y miembros del ANE
Nuestros Estatutos y el Manual de Casitas de Oración establecen tres grados de vinculación o
asociación en el Apostolado de la Nueva Evangelización (Ref.: Fundamentos Doctrinales y
Estatutos del Apostolado de la Nueva Evangelización, Cap. IV, Art. 10, y Manual de Casitas de
Oración del ANE, Cap. 5).
Allí se da clara cuenta de los compromisos espirituales, formales, morales, operativos y de
formación que corresponden a cada uno de los dos niveles superiores (participantes y miembros)
del ANE.
Creemos necesario aclarar aquí que en todos los casos, además de los derechos y obligaciones
correspondientes a cada nivel, se habla de los “compromisos” que se deben asumir, más que de
los “requisitos” para ser considerados en alguno de los tres niveles.
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Aclaramos esto porque, entre una y otra cosa, hay una esencial diferencia: el “compromiso”
supone el serio deseo y la voluntad de hacer las cosas, mientras que el “requisito” está referido
a lo que ya se hizo o ya se está haciendo...
Para hacer más gráfica esta explicación: El miembro del ANE se compromete a (o asume el deber
de), entre otras cosas, estudiar los documentos de la Iglesia (Cfr. Op. Cit 5.4.2.i). Esto no quiere
decir que, para ser miembro del ANE, una persona tenga que estar ya capacitada para dar una
conferencia magistral sobre los documentos del Concilio Vaticano II, aunque es deseable que, con
el tiempo, esté en condiciones de hacerlo... Seguramente no todos lo harán, pero al menos
pondrán su mayor empeño y esfuerzo en leer y comprender las importantes reformas que en el
seno de ese Concilio surgieron para la Iglesia.
De igual modo, puede ocurrir que una persona, familiarizada con nuestro Apostolado, y deseosa
de participar activamente en él, tenga una “x” cantidad de años participando en otro movimiento de
Apostolado, al cual no quiera renunciar... De ninguna manera debe hacerlo, y no por eso se
limitará su condición en el ANE al carácter de simplemente “simpatizante”... No podrá ser
“miembro” del ANE, porque la membresía supone, entre otras cosas, la posibilidad de elegir o ser
electo como autoridad para integrar un consejo; sin embargo, si cumple con todos los requisitos,
podrá perfectamente ser “participante” del ANE, con todos los deberes y derechos que ello
conlleva.
En todos los casos, conviene que los consejos locales revisen todas estas situaciones
exhaustivamente, y evalúen el rango o nivel que corresponde a cada persona vinculada con el
ANE, a fin de poder regular también las actividades en que participará, así como la formación y la
información que recibirá cada persona oportunamente. Si se presentaran dudas, se podrá
consultar a la Secretaría General del ANE, para resolver convenientemente los fenómenos
particulares.
30. Las reuniones de consejo y otras juntas de trabajo
Las reuniones de trabajo, en las diversas instancias y niveles de nuestro Apostolado, deberán
estar bien organizadas, a fin de que todos puedan sacar el mayor provecho de ellas y que de esa
manera sean verdaderamente productivas.
Esto supone la elaboración previa de una agenda u “orden del día”, con todos los temas que habrá
de tratarse, y una estimación del tiempo de duración máximo para la reunión. Se dejará siempre un
margen para la inclusión de uno o dos asuntos que pudiese presentar como sugerencia cualquiera
de los participantes, antes de comenzar formalmente la junta.
La puntualidad en la hora de inicio y finalización de las reuniones es muy importante. Recordemos
siempre que “nuestro” tiempo no es nuestro, sino del Señor: si alguno de los participantes se
demora diez o quince minutos en llegar, y por su culpa los otros deben perder ese tiempo, es como
si el demorado hubiese perdido esos diez o quince minutos, multiplicado por el número de
asistentes a la reunión, y de eso deberá dar cuentas algún día a Dios.
Al inicio de cada junta se hará una invocación al Espíritu Santo, pidiéndole que Él sea la guía de
todo lo que se diga y todo lo que se calle, y de la forma en que se lo haga.
Se evitará por todos los medios la dilación innecesaria en el tratamiento de cada uno de los
asuntos, la sobreabundancia de ejemplos, las anécdotas marginales y todo aquello que no
contribuya directamente a la resolución de lo que se debe tratar y decidir en esa reunión.
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Se buscará siempre el consenso, a través de la deliberación o discusión ordenada de cada uno de
los temas, de manera que, en lo posible, todos queden de acuerdo con lo que se decidió, y así
puedan comprometer su eficaz colaboración en la ejecución de las decisiones.
Al finalizar la reunión, se repasarán todos los acuerdos a los que se haya llegado, procurando
especificar claramente quiénes serán los responsables de ejecutar las decisiones y en cuánto
tiempo deberán hacerlo. Se elaborará siempre un breve documento o acta con dichas resoluciones
y conclusiones, a fin de que luego se les pueda dar el debido seguimiento, para que se cumpla
todo lo que se ha dicho.
En todos los casos, es importante que al concluir las juntas también se ore, agradeciendo al Señor
por las luces dispensadas, y pidiéndole que nos ayude a concretar lo que hemos decidido, que
aleje siempre al enemigo de las almas, para que no siembre la cizaña entre nosotros.
Por último, se evitará caer en el terrible mal del “reunionismo”, es decir, la realización de reuniones
innecesarias, cuyo resultado inmediato es siempre la ineficacia y la pérdida de tiempo, y en el
mediano plazo termina por cansar a todos y alejar a muchos.
31. Resolución de conflictos
Quien está en este Apostolado tiene la firme obligación de trabajar. El trabajo es movimiento y el
movimiento siempre genera fricción, hasta por definición física... Si no hay “roce” es porque no hay
trabajo, y sabemos que el trabajo siempre desgasta...
Como señalamos páginas atrás, es lógico que al tratar de aunar nuestras voluntades en torno a
determinados proyectos, surjan muchas diferencias de criterio, de método, de concepción, pues
cada cual tiene su forma de ver y de hacer las cosas.
De allí la importancia de la oración conjunta al inicio de todas nuestras actividades: Que todos los
equipos de trabajo, los Consejos, los Ministerios... que todos oren juntos, pidiendo al Espíritu
Santo la guía de cada reunión y a la Santísima Virgen que cubra con su maternal manto el recinto.
Si no les invocamos, tengamos por seguro que nuestros humanos puntos de vista tratarán más
tarde o más temprano de imponerse, la armonía brillará por su ausencia y la paz estará
permanentemente amenazada, pues nuestro común enemigo no decae en sus esfuerzos por evitar
el bien y provocar el mal.
Sin embargo, muchas veces hemos visto que, aunque las reuniones se desarrollan y terminan en
paz y concordia, el enemigo no deja de trabajar, y así llega al ataque más tarde, estimulando en
exceso los amores propios, las autoconsideraciones y las autocompasiones; excitando los celos,
recriminando la mansedumbre, reprochando la obediencia, instigando a la venganza: “¿Por qué no
defendiste mejor tu punto de vista?”, “¿Y te vas a quedar conforme con eso?”, “¡Qué bruta...
aceptaste todo lo que te dijeron!” “¡Tienes que darle(s) una lección!” “¡Están equivocados!”...
Si no reconocemos al enemigo en todas esas sugestiones, no sólo habremos perdido el tiempo en
las reuniones, sino que lo volveremos a perder decenas de veces más. ¿De qué sirve llegar a
acuerdos, si después nos pondremos solos a revisar, uno a uno, los términos de lo acordado?
Peor todavía si lo haremos bajo el influjo de nuestras malas pasiones, que son los instrumentos
preferidos del enemigo.
Las cosas debemos hablarlas de frente, hasta agotar todos los temas y despejar todas las dudas.
Si se producen roces, habrá que pulirlos en el lugar... Si nos sentimos ofendidos, habrá que decirlo
en el momento...
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Si los términos en que se plantean o resuelven las cuestiones no nos parecen los adecuados,
deberemos aclararlos, y si finalmente nuestros criterios o puntos de vista son rechazados, ya sea
por la mayoría de los presentes o por las autoridades de mayor jerarquía en la organización,
deberemos poner punto final a la cuestión, encomendándole siempre al Señor que las gestiones
salgan de la mejor manera posible, aunque no se hagan como nosotros sugeríamos.
Si de todas maneras el enemigo nos ataca con sus sugestiones, sembrando en nosotros la
disconformidad, es probable que no hayamos realizado la oración final con la disposición debida,
posiblemente por la ofuscación de las contradicciones... En tal caso, oremos de nuevo
individualmente, pidámosle al Señor que nos dé su paz y repitamos alguna jaculatoria que nos
dispense la gracia de llenarnos del Espíritu de Dios.
Si los conflictos se presentaran fuera del marco de las reuniones, ya sea porque nos enteramos de
algo que se está haciendo y no estamos de acuerdo, nos molesta o perjudica, o porque pensamos
algo nuevo, o por cualquier otro motivo, no dejemos pasar el tiempo, busquemos a la persona o
personas con quienes tenemos las diferencias, invitémosla(s) a hablar, hagamos una oración con
ella(s) y expongamos nuestros puntos de vista, disponiéndonos a escuchar también lo que ella(s)
tengan para decirnos.
Concluyamos también esa reunión con una oración, aunque no hubiésemos aunado criterios y
resuelto el problema. Si es necesario, acudamos juntos a la mediación de otra persona,
preferentemente de rango superior en la organización, pero de ninguna manera le vayamos en
forma separada e individual con los chismes, tratando de sacar ventaja.
Finalmente, acudamos al Señor, en el Santísimo Sacramento, para hacerle siempre partícipe de
nuestras aflicciones, de nuestros problemas y también de nuestras alegrías. Estemos seguros de
que Él nos reconfortará y guiará, quitándonos las tentaciones y alentándonos a seguir siempre
hacia arriba y adelante.
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V. Conclusiones
“...Gracias por dedicar su tiempo libre, su descanso a Mi causa: La Gran Cruzada. Pronto ustedes
verán que todo esfuerzo valía la pena, que Mi amor será difundido y la Infinita Misericordia no se
hará esperar [...] todo minuto dedicado a Mi trabajo, será ampliamente satisfactorio y
recompensado [...] Hijos Míos, trabajen cada día para desterrar la cizaña de sus almas... Yo estoy
con ustedes. Que nada, que nadie destruya esto que voy construyendo en sus vidas, que nada ni
nadie separe lo que Mi Madre y Yo Hemos unido...”
(Jesús: CS-1, 7 de junio de
1997)
Después de todo lo expuesto, llegamos al final de este extenso y polifacético documento, que
emitimos como una guía de conducta para todos los integrantes del Apostolado de la Nueva
Evangelización.
Hemos procurado plasmar aquí las principales normas y criterios, a la luz de los cuales debe
regirse nuestra vida apostólica. Como expresábamos en la Introducción de este documento,
estamos seguros de que, en el curso de nuestro peregrinaje, se presentarán situaciones inéditas y
que, por tanto, no han sido previstas en las páginas anteriores.
De todas maneras, aquí se exponen los criterios básicos de actuación para nuestro trabajo, y
estamos seguros también de que, si se revisa en oración este documento, el Espíritu Santo
inspirará las luces necesarias para abordar las soluciones adecuadas en cada uno de los casos
particulares. Por ese motivo, el estudio de este texto constituye una obligación para todas y cada
una de las personas que ya forman parte de nuestro Apostolado, y deberá también ser estudiado
por las que luego vayan integrándose a nuestras filas.
En primera instancia, deberá ser leído y analizado grupalmente, en todos los Consejos Locales
del ANE. Luego, será responsabilidad de los Consejos Zonales y Locales, principalmente a
través de los ministerios de Formación y Catequesis, y de Casitas de Oración, el promover talleres
de estudio sobre todo lo que aquí se dice.
Se deja abierta la posibilidad de que, si se juzga oportuno, los Consejos Locales constituyan en su
seno comisiones específicas para la difusión y promoción de este documento, ya sea a través de
talleres, retiros, ciclos de charlas, o lo que se considere necesario.
Se sugiere aprovechar las mismas estructuras que se utilicen para difundir este documento para,
posteriormente, promover el estudio de los otros textos que constituyen la base normativa de
nuestro Apostolado, en especial los documentos titulados “Qué es y qué hace el ANE”, “Labor
Operativa del ANE” y nuestro “Manual de Casitas de Oración”.
Como hemos manifestado anteriormente, hay otros documentos en proceso de elaboración,
destinados a tratar asuntos mucho más específicos y puntuales, como el Plan de Formación del
Apóstol de la Nueva Evangelización, el Calendario Litúrgico del ANE y un Manual de
Procedimientos Contables y Administrativos. Esperamos tener a punto dichos documentos antes
de la mitad de este año, con lo cual habríamos avanzado un paso importante más en el proceso de
institucionalización del ANE.
Que Dios Todopoderoso nos bendiga y proteja en todo momento, y que nuestra amada Madre,
María Santísima, interceda siempre por nosotros, guiándonos hacia Jesús, promesa cierta de Vida.
Francisco Rico Toro
Secretario General del ANE
Mérida, Yucatán, 28 de enero de 2005, Santo Tomás de Aquino. AÑO DE LA EUCARISTÍA.
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VI. Bibliografía General:
1. La Santa Biblia, versión Latinoamericana. Ed. Verbo Divino, 107ª edición (revisada en
1995).
2. Catecismo de la Iglesia Católica. Ed. Coeditores Católicos de México, D.F. 2000.
3. Concilio Vaticano II:
a. Constitución Dogmática “Sacrosanctum Concilium”, Sobre la Sagrada Liturgia. S.S.
Pablo VI y Padres Conciliares. Roma, 4 de diciembre de 1963.
b. Constitución Dogmática “Lumen Gentium”, Sobre la Iglesia, Luz de las Naciones.
S.S. Pablo VI y Padres Conciliares. Roma, 21 de noviembre de 1964.
c. Constitución Dogmática “Gaudium et Spes”, Sobre la Iglesia en el mundo actual.
S.S. Pablo VI y Padres Conciliares. Roma, 7 de diciembre de 1965.
d. Decreto “Apostolicam Actusitatum”, Sobre el Apostolado de los laicos. S.S. Pablo VI
y Padre Conciliares. Roma, 18 de noviembre de 1965.
e. Decreto “Ad Gentes”, Sobre la acción misionera de la Iglesia. S.S. Pablo VI y
Padres Conciliares. Roma, 7 de diciembre de 1965.
4. Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, S.S. Pablo VI. Roma, 8 de diciembre de 1975.
5. Exhortación Apostólica Post-Sinodal Christifideles Laici, S.S. Juan Pablo II. Roma, 30 de
diciembre de 1988.
6. Carta Encíclica “Redemptores Missio”, S.S. Juan Pablo II. Roma, 7 de diciembre de 1990.
7. “Documento de Santo Domingo: Carta del Santo Padre a los obispos diocesanos de
América Latina”. S.S. Juan Pablo II, Santo Domingo, 12 de octubre de 1992.
8. Exhortación Apostólica Post-Sinodal “Ecclesia in America”. S.S. Juan Pablo II, México, 22
de enero de 1999.
9. Carta Apostólica “Novo Milennio Ineunte”. S.S. Juan Pablo II. Roma, 6 de enero de 2001.
10. Homilías de S.S., Juan Pablo II. Publicadas por Zenit
11. Card. Joseph Ratzinger, conferencia sobre la Nueva Evangelización. Roma, 30 de junio de
2001; publicada por Zenit.
12. Decreto de la Penitenciaría Apostólica sobre las indulgencias concedidas en el Año de la
Eucaristía. Roma, 25 de diciembre de 2004.
13. Libros de “La Gran Cruzada”. Apostolado de la Nueva Evangelización. (1994 – 2001).
14. Documentos del ANE. Apostolado de la Nueva Evangelización. (1999 – 2004).
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