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Las Sombras del Imperio – Ricardo Ramos Rodríguez
EL PRINCIPIO
“[…] una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace
su habitación.” – Miguel de Cervantes Saavedra
Sevilla, año 1569
En el centro de la ciudad, allá donde tiempo atrás el Guadalquivir extendiera su brazo
al pueblo hispalense, y donde se forjó el metal que empuñara Fernando III para el
bautismo cristiano de aquellas tierras, discurre la calle Sierpes, antigua calle Espaderos
por haber dado sitio al hospital y a la hermandad de los fabricantes de semejante arma.
Sin embargo, dice la leyenda que unos doscientos años después de su reconquista,
entrado ya el siglo XV, comenzaron a desaparecer por decenas los niños en la ciudad de
Sevilla, y muy especialmente en las inmediaciones de aquella calle. Muchos fueron
entonces los acusados de su robo: religiosos judíos, bandidos moros, mercaderes turcos…
pero ninguno de ellos pudo ser nunca probado culpable. Así, el tiempo pasaba sin que
nadie pusiera fin al drama, y el eco del misterio no dejaba de atronar en cada preocupado
hogar sevillano.
Mientras todo esto sucedía, Melchor de Quintana y Argüeso, un bachiller en letras
por los estudios de Osuna y por lo demás hombre de tez morena y de estómago grueso
desgastaba sus nudillos en la excavación de un túnel que pudiera al fin sacarle de la Cárcel
Real. En esta había ingresado el caballero tras un fallido levantamiento en armas contra
el Rey orquestado por su señor el Duque de Arcos, quien a la sazón poco había querido
saber del pobre Melchor tras el fracaso de la tentativa.
Así las cosas, quiso en aquel momento la suerte que justo bajo la celda de Melchor de
Quintana y Argüeso cruzara un ramal de las alcantarillas que primero romanos y después
moros habían horadado en el subsuelo de la urbe; y así, siguiendo el laberíntico trazado
de aquellas cloacas putrefactas logró el hombre clavar bandera más allá de los muros del
presidio. No obstante, no cometió entonces el error de pensar que aquella hazaña era
sinónima de haber conquistado su libertad.
De otro modo, dirigió sus pasos aquel mismo día a presencia de Alonso de Cárdenas,
el comendador de León y regidor de la ciudad, un varón elegante y aguerrido al que halló
en puertas de su propio hogar. Cuando el forastero le presentó a aquella autoridad sus
señas y su caso, a punto estuvo este de llamar de inmediato a la guardia para que se
encargara de poner sus huesos de nuevo entre barrotes; pero antes de que pudiera llegar
a hacerlo, Melchor de Quintana y Argüeso le propuso al otro un trato que por fuerza para
ambos habría de ser provechoso: él mostraría al regidor quién era el autor de los robos de
niños, cuyo paradero decía conocer, y a cambio este firmaría para él una carta de indulto
ante escribano.
En estas circunstancias, Alonso de Cárdenas, deseoso de poner fin de una vez por
todas al clamor de la ciudad, tuvo que dar por bueno el acuerdo, y le prometió a Melchor
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de Quintana y Argüeso que le concedería el solicitado indulto si efectivamente le
conducía ante el autor de los crímenes. El regidor organizó rápidamente una comitiva
formada por él mismo, el escribano y dos soldados de guardia, y todos juntos partieron
de inmediato siguiendo el rumbo que el forastero les marcaba, que no les condujo a otro
sitio que a la entrada de la pestilente cloaca que para este había servido antes de
escapatoria. Alonso de Cárdenas tapó entonces su nariz con un pañuelo, el escribano
compuso un gesto de nausea, y después todos se adentraron a un tiempo en aquel
inframundo.
Tras doblar un par de recodos y salvar otros tantos desniveles, los hombres llegaron
al punto que Melchor de Quintana y Argüeso buscaba. Allí, tendida sobre el suelo
embarrado y con una daga clavada entre los ojos yacía muerta una serpiente de seis pasos
de largo y el grosor de un ser humano. A su alrededor, decenas de estelas de pequeños
huesos confirmaban el pesar y el llanto contenido. Melchor relató entonces que se había
encontrado con aquella criatura durante su huida, y que al atacarle esta le había dado
muerte con el cuchillo que siempre portaba escondido entre sus ropas.
Así fue como Melchor de Quintana y Argüeso obtuvo su anhelado indulto y quedó
libre para siempre, y también cómo por orden de Alonso de Cárdenas, el cadáver de la
titánica serpiente acabó siendo expuesto durante días en la calle que cruzaba sobre la
galería en la que fue encontrada. Esta, como era de esperar, era la misma calle Espaderos,
que desde entonces nunca más lo fue, rebautizada por voz popular como “calle de la
Sierpe”.
Pues bien, casi al final de esta calle, rozando ya la plaza de San Francisco, en lo mejor
de Sevilla, junto a las Audiencias superiores e inferiores, un mozo daba lustre el día de
autos a una inscripción sita en la portada de un vasto edificio mientras una pequeña
multitud compuesta por diversas personalidades locales lo contemplaba con aire solemne.
“El ilustrísimo Senado y Pueblo de Sevilla con inspiración de Jesucristo, atendiendo
con gran providencia a la sana quietud de la república, que el atrevimiento de los malos
suele turbar, cuidó de levantar desde los cimientos y magníficamente restaurar y ampliar
a expensas públicas esta cárcel, reynando el Católico, muy alto y muy poderoso Felipe
II, y siendo prudentísimo Asistente de esta ciudad el Ilustrísimo señor don Francisco de
Mendoza, conde de Monteagudo, de que cuidó con sumo estudio y singular fidelidad el
magnífico varón Bartolomé Suárez, Veinticuatro de esta ciudad y su Obrero Mayor en el
año del Señor de 1569. La guarda guarda la paz.”
-
Al fin – susurró entonces Don Francisco Hurtado de Mendoza, el Asistente de la
ciudad, al hombre que tenía justo a su lado.
Y es que alcanzar aquel momento, concluir aquella obra, había supuesto para muchos
de los allí presentes un camino largo, embarrado y no exento de peligros.
La Cárcel Real de Sevilla se había levantado por primera vez en tiempos del
Repartimiento de la ciudad, reinado glorioso de Fernando III “El Santo”, restaurador de
la cristiandad en buena parte del Sur de España; y tras su inauguración había servido
durante un tiempo con dudoso decoro al fin para el que había sido concebida. Sin
embargo, menos de doscientos años después el edificio se había convertido ya en una
ruina del pasado. Entonces Doña Guiomar Manuel, principal señora y filántropa sevillana
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que ya costeara parte de la construcción de la catedral en la que aún hoy reposan sus
restos, decidió impulsar su reconstrucción, abasteciéndola entre otras cosas de agua para
calmar la sed de los reclusos en los ardientes días del verano hispalense.
Aun con ello, a mediados del siguiente siglo la cárcel había vuelto a quedar obsoleta,
y apenas si podía contener a medias las oleadas de presos que a ella eran regularmente
destinados. Así las cosas, no mucho después de ocupar su cargo, en 1560, el Asistente
Don Francisco Chacón había promovido una nueva ampliación del edificio por la que se
le añadirían una crujía de fachada y una nueva portada.
Sin embargo, mientras el mozo terminaba de sacar lustre a la inscripción, Don
Francisco Chacón contemplaba la ceremonia desde un segundo plano, huyendo de todo
protagonismo. Tan solo un par de saludos de cortesía alcanzaron a quebrar entonces el
silencio de sus labios carnosos. Además, a cada rato intercambiaba miradas de desdén
con un grupo de clérigos vestidos con sotana que se encontraban algo más a la izquierda
acompañados por el Caballero del Trébol, un ilustre personaje de la ciudad. Estos a su
vez murmuraban latinajos con rabia y fruncían el ceño observando al antiguo Asistente
de la ciudad.
Aquella hostilidad, por supuesto, tenía su explicación, y es que para poder cumplir
con lo proyectado hacía entonces nueve años había resultado ser necesario demoler dos
parejas de viejas casas colindantes con la cárcel y a saber propiedad de la Santa Madre
Iglesia. De este modo, en su día se había ofrecido a la institución un intercambio de bienes
inmuebles que pudiera compensar el agravio planeado; pero en el trámite de las
interminables negociaciones, cansado de los caprichos de la otra parte, Francisco Chacón
había acabado por ordenar que se iniciara sin previo aviso la demolición de las casas.
Como resultado, poco después las obras estaban ya paralizadas, el Asistente
excomulgado, y la propia ciudad de Sevilla nombrada “cessatio a divinis” el 2 de
diciembre de 1563.
Tendría que ser bajo el mandato del siguiente Asistente, el canoso Don Francisco
Hurtado de Mendoza, cuando se normalizaran de nuevo las relaciones con el estamento
eclesiástico, pudiendo reanudarse la remodelación del edificio allá por los inicios de 1566.
La construcción comenzó entonces bajo la firme dirección del arquitecto Hernán Ruiz II,
quien fallecería escasos tres meses después, siendo sustituido en el cargo por el Maestro
Mayor del Cabildo de la ciudad, el napolitano Benvenuto Tortello, que era el hombre que
en primera fila ocupaba un puesto de honor junto al Asistente Don Francisco Hurtado de
Mendoza.
-
Al fin – suspiró de esta guisa Benvenuto Tortello, caballero de anchos hombros y no
escaso de vello. Entonces el viento portaba consigo el rumor de las campanas de la
catedral, el mozo había terminado ya su faena con la inscripción y el sol proyectaba
la silueta de una imponente fachada contra los espectadores.
Frente a ellos se alzaba la Cárcel Real de Sevilla, un edificio de tres plantas presidido
por una portada de cantería de dintel adovelado de sesenta y cinco pies de alto, enmarcada
con pilastras toscanas. En lo más alto hacían honor a la construcción las armas de la
ciudad, y también tenían sitio los blasones del Conde de Monteagudo y del Marqués de
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Almazán, las armas Reales portadas por dos leones rampantes, las representaciones de la
Justicia, la Fortaleza y la Templanza, y por supuesto la lustrosa inscripción.
La estructura de la cárcel orbitaba en torno a un patio principal al que daba eje una
fuente de mar octogonal de la que manaba el agua de los Caños de Carmona. A este lo
rodeaban los calabozos, de tres pasos de profundidad, y el edificio contaba también con
una capilla, una enfermería, una sala de visitas para los presos y la nueva crujía de fachada
apuntando hacia la calle Sierpes. Existía del mismo modo un sector reservado al encierro
de mujeres, pero la frontera que lo separaba del resto era pocas veces guardada y sí
muchas traspasada.
Cualquier otro día, del otro lado del muro hubiesen brotado las voces de un coro de
gritos de locura y lamento, pero aquel día se guardaba silencio; cualquier otro día, un
torrente fecal hubiese resbalado por las canaletas de piedra desnuda, pero aquel día todo
parecía aceptablemente limpio; y cualquier otro día el olor de la podredumbre hubiese
arañado la piel, pero aquel día el mucho incienso lo tapaba. La ocasión lo merecía.
Y es que como alguien dijo alguna vez, “todas las plagas de Egipto, todas las penas
del infierno se cifran en aquel asqueroso albergue, donde se hallan corrompidos casi
todos los elementos”.
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LAS SOMBRAS DEL IMPERIO
RICARDO RAMOS RODRÍGUEZ
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