CONTRAPORTADA AÑO 5 / NÚMERO 270/ DOMINGO 06 DE DICIEMBRE DE 2015 Antonin Artaud, la lucidez del amor Julio Borromé Más allá de la poesía Sobre el pueblo, de Chagall GUSTAVO PEREIRA Mencionaba el científico soviético Alexandr Gorbovski que en la URSS fueron hallados unos huevos de eurosario —animal mesozoico que existió hace setenta millones de años— en cuyas cáscaras había, supuestamente dibujados por mano inteligente, algunos triángulos. ¿Qué o quién pudo haberlos trazado? ¿Qué significaban esos signos extraños, estampados cuando todavía la presencia del hombre era sólo una posibilidad? Cuenta Diógenes Laercio que los antiguos egipcios habían anotado trescientos setenta y tres eclipses solares y ochocientos treinta y dos eclipses lunares: ello significaba por lo menos diez mil años de observaciones celestes. Pero los egipcios no tenían, como tampoco tuvieron los mayas que trazaron el año terrestre y el venusino con una precisión casi absoluta, instrumento óptico alguno que la ciencia haya descubierto. En el libro Vishnu Purana, de las más remota literatura sánscrita, ya se afirmaba que el nuestro era tan sólo uno de los mil millones de mundos poblados del universo, y en el Mahabharata, que data de tres mil años, se menciona una terrible arma casi idéntica a la bomba atómica. Copérnico, autor de la teoría heliocéntrica del universo, escribió, en la introducción a su obra, que él no había hecho más que seguir las enseñanzas de los antiguos. Independientemente de las burdas patrañas tejidas alrededor de estos y otros sucesos al parecer inexplicables, ¿en cuántos de ellos participó una humanidad de la que acaso apenas tengamos borrosas pisadas? Nadie lo sabe, pero quienes se asombran ante los prodigios de las antiguas civilizaciones —casualmente pertenecientes al llamado Tercer Mundo—, ¿por qué dudan de la presencia humana que los hizo posibles? Cuestiones de eurocentrismo tal vez. O de superchería. Hace años, en 1969, fue hallado en los Montes Urales en la URSS, mientras se excavaba una veta de carbón, un objeto cilíndrico de hierro que sin duda debía tener millones de años. De haber caído en otras manos, quién sabe qué género de hipótesis se habrían formulado, pero al ser llevado el extraño artefacto a la Universidad Lomonosov pudo determinarse, con la ayuda de una sierra de diamante, que no era más que una rama de un árbol petrificada, transformada en hierro por la acción de raras bacterias. El más allá permitió y permite a los hombres soñar e inventar sus dioses, y éstas son también formas de manifestarse la poesía. Un texto maya del siglo XVI, el «Khalay de la conquista», nos dice: Toda luna, todo año, todo día, todo viento, camina y pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud, como llega a su poder y a su trono. Medido estaba el tiempo en que alabaran la magnificencia de Los Tres. Medido estaba el tiempo en que pudieran encontrar el bien del Sol. Medido estaba el tiempo en que miraran sobre ellos la reja de las estrellas, de donde, velando por ellos, los contemplaban los dioses, los dioses que están aprisionados en las estrellas. ¡Los dioses aprisionados en las estrellas! En su hacer infinito, el universo ha propiciado asombro en los hombres porque su materia inagotable permitió, en la afluencia de sus vastas contradicciones, la génesis del mundo espiritual. Allí la poesía ocupa lugar no desdeñable: el del hechizo, cresta resplandeciente de lo insólito y lo insondable. Si detrás del misterio de los dioses, supuestos en las estrellas, se halló y se halla la imaginación humana en trance de veneración, en las propias estrellas la poesía encontró substrato para convertir a través de la palabra en dioses a los hombres, pues los hizo creadores. El verso de Vicente Huidobro (el poeta es un pequeño dios), del cual algunas mentes simples se burlaron, es para tenerlo en este doble sentido de irreverencia y de prodigio, porque todo acto creador es reto (o complemento) de lo establecido. Si fuese cierto que otros seres inteligentes moran en distintas galaxias del espacio interestelar, en ellos, por eso, debe estar también la poesía. 2 LETRAS CCS / CIUDAD CCS / DOMINGO 06 DE DICIEMBRE DE 2015 Clarice Lispector o la travesía de la infelicidad LêDO IVO TRADUCCIÓN DE CARLOS DE NÓBREGA I. Fue Maceió, mi tierra natal, el primer suelo brasileño pisado por la niña ucraniana que habría de llamarse Clarice Lispector. En la capital alagoana transcurrieron las operaciones iniciales de fijación y asentamiento, en suelo extranjero, de una pequeña y modesta familia de inmigrantes que, en largo y tal vez patético viaje de fuga, puede al fin respirar el aire de seguridad y esperanza en una ciudad nordestina en breve convertida en simple etapa de una trayectoria más extensa. Pero la mesa de la mañana que nace está siempre tapizada de pequeños misterios. En Maceió, en las calles que olían a azúcar y marejada, y que declinaban hacia el mar de navíos anclados, la niña ucraniana fue tocada para siempre por el que habría de ser el emblema de su destino: la luminosidad solar. Después de días y meses iniciales de nieve y bruma, y de cielos cerrados y sombríos, ella conoció el sol, el bochorno, y el viento del mar. La alagoanidad inicial de Clarice Lispector siempre fue escondida por sus biógrafos e intérpretes, que se limitan, a veces, y condescendientemente, a una brevísima mención. De cierto la consideran irrelevante. Pero un pasaje, en la historia subterránea de los espíritus, tiene a veces la importancia de una larga permanencia. Recuérdese que la Macabéa de A la hora de la estrella es una alagoana que emigra al Sur y, trasplantada, encuentra la desilusión y la muerte. Clarice Lispector no era Clarice Lispector. En la operación trasplantadora ella perdió todo lo que traía: la patria, la lengua y el nombre. Una patria nueva se abrió a sus pasos y a su imaginación. Una lengua nueva pasó a sustituir la lengua perdida. Y un nombre nuevo sustituyó el nombre verdadero, perdido para siempre, y para siempre escondido. Clarice Lispector: el nombre nuevo ocultaba, u ocultaba a medias, su condición de judía. Con su etimología de claridad y espectro luminoso, parece haber nacido, como una flor, del propio suelo alagoano, o de las dunas ondulantes junto al mar. Era un nombre de luz y de esplendor —y, por toda la vida, ella, Clarice Lispector, habría de portarlo como si él fuera un radiante pseudónimo. Los críticos e historiadores literarios, con su erudición predatoria y su vida libresca, tienen el hábito de atravesar la infancia de los creadores literarios con la cautela y la desenvoltura de quien salta un charco de agua. Sólo se sienten seguros, y confortados, delante de las mayorías físicas o culturales. Y fue así que muchos abrirán la primera página de Cerca del corazón salvaje: como si la estrella literaria correspondiera a una aparición biológica. Pero nosotros, los creadores literarios —los poetas, novelistas y dramaturgos—, sabemos que nuestra historia verdadera habita el hoyo negro de una infancia de soles cruzados y constelaciones. Es en ese estuario oculto donde guardamos nuestros sueños y secretos. En el caso de Clarice Lispector, la luminosidad radical no se ciñó al nombre nuevo y misterioso, a su nombre casi sin patria, pseudónimo y escondrijo de sí misma, patria silábica de un escondimiento perpetuo. Esa claridad, esa luminosidad se convirtió en lenguaje y baña su obra entera; una obra que es una continua fulguración verbal y sintáctica, una ofuscadora centella regente. Esa dicción traslúcida recorre toda su obra, desde las novelas, como Cerca del corazón salvaje, La lámpara y La manzana en lo oscuro, hasta los cuentos, desde las crónicas a los reportajes. Se diría que ella, brasileña naturalizada, naturalizó una lengua, convirtiéndola en un instrumento personal y desligado de cualquier tradición egregia: un idioma solar, alagoanamente solar, destinado a narrar las tribulaciones de pequeñas criaturas rodeadas de sí mismas y desguarnecidas para efectuar el trayecto en dirección a los otros; una prosa de diurnidad abierta de par en par, aun cuando ella habla de la noche y relata la oscuridad; una prosa de fulguración y hechizo; una prosa ambigua, clareada siempre por una au- DOMINGO 06 D DICIEMBRE DE 2015 / CIUDAD CCS / LETRAS CCS reola poética simultáneamente concreta —y espesa en su concreción— y evanescente. Y, en muchos casos, una prosa que osa dispensar el enredo y la motivación, para imperar, en un aislamiento radioso, en la página en blanco. Clara Clarice —al recordarla ahora, es como si un pájaro diese pequeños vuelos en el cielo azul de Maceió, como una señal durable de su breve y misteriosa alagoanidad. Un pájaro: las erres de su dicción parecían tener algo del grito gutural de las gaviotas. «La belleza es una promesa de felicidad» —pájaro herido, Clarice Lispector desmintió, en su vida, ese aforismo de Stendhal. Desde nuestro primer encuentro, en 1944, cuando ella surgió delante de mí como una aparición deslumbrante, yo entendía que, con su belleza, que tenía algo de aristocrático, en contraste con la extrema humildad de sus orígenes, ella debería crear su obra lejos del corazón salvaje de la vida, en un lugar que le permitiese ser y respirar sin los contagios y colisiones de ayuntamientos o promiscuidades hirvientes. El camino de su felicidad reclamaba el distanciamiento y el viaje. La niña extranjera, hecha mujer, precisaba de otros suelos extranjeros para afirmar su natividad espiritual Su casamiento con un diplomático me pareció un acierto del destino, inclusive porque sus primeros pasos, en el escenario editorial, anticipaban obstáculos y resistencias. Por iniciativa de su gran amigo Lúcio Cardoso, los originales de Cerca del corazón salvaje fueron remitidos a Álvaro Lins, refiriendo a una edición por la prestigiosa Editora José Olympio. El más poderoso crítico de la época desaconsejó su publicación. Otro crítico influyente, el judío austríaco naturalizado brasileño Otto Maria Carpeaux, también leyó los originales de Clarice, en una especie de recurso a una nueva instancia literaria, y su juicio fue el mismo de su preclaro colega. Ambos aconsejaban a la joven novelista recogerse en su concha y volver más tarde, queriendo. Sin condiciones de estrenar por una editora merecida, Clarice Lispector fue obligada a aceptar la propuesta de una editora de parca resonancia cultural —la Editora La Noche— la cual accedió a publicar el libro teniendo en cuenta su antigua condición de redactora del periódico La Noche, de la misma organización estatal. Nada le fue pagado. Ella se limitó a recibir cien ejemplares, para distribuirlos entre los amigos, parientes, críticos literarios y periodistas. El título de la novela le fue dado por Lúcio Cardoso —y el epígrafe de James Joyce, que ella desconocía en ese entonces, llevó a muchos críticos de la época a trompetear su filiación con el autor de Ulises. A mi ver, los modelos son Katherine Mansfield, Rosamond Lehmann, Clemence Dane y, claro, Virginia Woolf, con las cuales ella mantiene nítidas afinidades. II. La influencia de Katherine Mansfield sobre Clarice Lispector fue seminal: corresponde a una afinidad profunda, tanto estilística como psicológica y moral. Consumida en el momento en que ella descubría en sí misma el don de la creación y la capacidad de lidiar con un mundo imaginario, no marcó apenas su instante inicial de escritora, como sí la acompañó la vida entera. En ambas hay una especie de identidad de la mirada: una mirada deslumbrada e inmediata para percibir las cosas menudas o casi imperceptibles, el subterráneo trajinar de la vida cotidiana, y captar el secreto de los paisajes y el misterio engastado en las criaturas aparentemente banales —una mirada de quien está viendo las cosas por primera vez y consigna ese descubrimiento en un estilo poético repartido entre la concreción y la evanescencia. En la biblioteca de Clarice Lispector figuraba Felicidad, o Bliss de Katherine Mansfield traducido por Érico Veríssimo, con señales de asidua lectura. Y, cuando en Nápoles, en 1944, ella manifestó a Lúcio Cardoso, en una carta, su encantamiento ante una selección de la correspondencia de Katherine Mansfield traducida al italiano. Y no nos olvidemos de que, en la misma época, Rosamond Lehmann y Clemence Dane eran altamente apreciadas y leídas en los medios culturales brasileños, especialmente en el círculo de Lúcio Cardoso, en el que se desenvolvía Clarice Lispector. La consagración crítica advenida luego de su estreno permitió que su segundo libro fuese aceptado por Agir, una nueva editorial que surgía bajo la dirección literaria de otro crítico famoso, Tristâo de Athayde (Alceu Amoroso Lima). La venta decepcionante la llevó a procurar un nuevo editor para su tercera novela, La ciudad sitiada. En esa época yo trabajaba precisamente en Editora La Noche, entonces dirigida por Adonias Filho, y me tocó recibir los originales (Clarice estaba entonces en Roma) y cuidar de la publicación. El surgimiento de la Editora del Autor, de Rubem Braga y Fernando Sabino, amplió la presencia de Clarice Lispector en el escenario cultural. Pero luego vinieron nuevos días de respuestas negativas y dificultades. Durante cierto tiempo, cuando nadie quería editarla, el poeta Álvaro Pacheco la acogió en su editora, Artenova. Autora de pequeño público, de textos —novelas, cuentos, crónicas— que se distinguían por su aire requintado, y a veces por lo enigmático que sólo podía ser vencido o atravesado por el camino de la atención desbordada, Clarice Lispector enfrentó, la vida entera, el desafío de las emigraciones editoriales, transitando desde las pequeñas editoriales a las más prestigiosas y aparejadas, para ampliar su presencia en el mercado. En su caso específico de escritora to the happy few, la muerte fue su gran y definitivo editor. Desaparecida, ella fue, finalmente, descubierta y redescubierta, en una iluminación que traspuso las fronteras aborígenes. En París o Nueva York, acostumbro encontrar traducciones de Clarice Lispector, y se me vienen al recuerdo aquellos tiempos en que nadie, prácticamente, quería publicarla, o lo hacía en un gesto de largada generosidad. Separada del marido diplomático, Clarice Lispector regresó a vivir en Rio y, en un ejercicio de sobrevivencia y afirmación literaria, retornó a la antigua profesión de periodista. A las decepciones editoriales, se acrecentaron las humillaciones periodísticas. A cambio de magras remuneraciones, esparcía sus textos en varios periódicos y revistas. Por cierto tiempo, fue cronista del Jornal do Brasil, que la despidió sumaria e implacablemente, bajo el alegato de que sus crónicas no tenían lectores. En la redacción de Marichete, vi, una vez, uno de sus trabajos (ella entrevistaba personalidades y celebridades locales) ser rechazado por el director Justino Martins, el cual, para estimularla a ser más productiva y competente, la aconsejó actualizar su agenda sexual. Y Clarice, víctima reciente de un accidente doméstico, le arguyó, con su voz gutural de gaviota en el bochorno, y en una humildad que correspondía a una penosa rendición a la miseria de la vida: «No puedo transar con nadie, Justino. Tengo todo el cuerpo quemado». La otrora bella y deslumbrante Clarice Lispector atravesaba su infierno astral. Descendería de su pedestal de princesa de nuestras letras para ser una simple y necesitada pasante en un mundo cruel e impío y palco de ironías y humillaciones. Vestida en ropas provistas por su travesía en el mundo diplomático y que le conferían un aire desacostumbrado y extranjero, fuera de estación, Clarice Lispector vivía el proceso de su propia destrucción e infelicidad. En su tumba, en el cementerio judío de Caju, en la zona portuaria de Río de Janeiro, la lápida menciona apenas el nombre y el año de su muerte. (Con su belleza, que era una stendhaliana promesa de felicidad, ella escondía la edad, y un biógrafo llegó a matricularla en la Facultad Nacional de Derecho a los 14 años). Fue su último viaje de emigrante. Ahora, mudada en polvo y gloria, ella está, al mismo tiempo, cerca y lejos del corazón salvaje de la vida. (De O vento do mar, 2011, Editora Contracapa, Rio de Janeiro). 3 La Librería Mediática Marialcira Matute Sumisión, Insumisión Sumisión. «Sólo la literatura puede proporcionar esa sensación de contacto con otra mente humana», dice François, el huraño, machista y cínico protagonista de Sumisión, novela del francés Michel Houellebecq (Anagrama, 2015). La anécdota lamentablemente coincidente con el episodio de Charlie Hebdo en París, y más adelante en el año con los tiroteos en el distrito 11 de París, son razones por las que muchos, erróneamente, no han entendido a Sumisión como una obra de ficción y un libro que trata de la soledad. Esa soledad humana que tratamos de paliar con el arte, con el amor, con la búsqueda de un ideal o con las creencias religiosas y que es insondable. En ciertos pasajes de la novela percibo un aleteo a Camus y El extranjero. Hay referencias a lugares, autores y personajes que existen, pero ubicados en el contexto hipotético de una Francia de 2022, casi en situación de guerra civil. Como dijo su autor en una entrevista al escritor argentino Gonzalo Garcés para Babelia, en abril de este año: «en Sumisión no hay verdaderos creyentes, ni cristianos ni musulmanes. Incluso para Ben Abbes (el Musulmán que en la novela resulta elegido como Presidente de Francia en 2022) se trata de una opción política». Houllebecq no es creyente: «Tiendo a creer cuando voy a misa; pero apenas salgo, se me pasa». Es una obra impecablemente escrita, pero he sentido que estaba inacabada, que el autor se había aburrido de escribirla. Son sólo 234 páginas, pero quizás esa haya sido la intención de Houellebecq. Para él, la vida en Francia se ha deteriorado. Y también para el protagonista de Sumisión: «Esa Europa que era la cumbre de la civilización humana se ha suicidado». Y esto no parece ser ficción, a la vista de los acontecimientos de este año. Insumisión. A nadie hace feliz el protocolo, afirma sabiamente un poeta insumiso, Gustavo Pereira. Y así, sin protocolos innecesarios, sin ser sumisos a las pesadas normas protocolares que en las entregas de premios son de uso, el equipo de Casa del Artista entregó los Premios Nacionales de Cultura 2012-2014 en la Sala Juana Sujo. El discurso central ofrecido por Lisett Torres, presidenta de la Casa del Artista, fue una una poesía que sintetizó décadas de trabajo de los ganadores, tratando de responder a una pregunta: «¿Vale la pena vivir por el arte?» Ese discurso merece no sólo ser publicado, merece convertirse en video, en pieza teatral, fue una pieza oratoria impecable realizada por quien no es sumisa a las convenciones. Fue como los de quien se hizo merecedor del galardón póstumo como Maestro Creador en esta ocasión especial: Hugo Chávez. Agradezco el honor, en esta entrega, de haber sido invitada como Maestra de Ceremonia en la Casa del Artista, que propicia la libertad de saltarse todos los protocolos. Vivan los Premios Nacionales de Cultura y felicitaciones a cada uno de los ganadores. 4 LETRAS CCS / CIUDAD CCS / DOMINGO 06 DE DICIEMBRE DE 2015 Antonin Artaud, la lucidez del amor Cartas a Génica Athanasiou JULIO BORROMÉ Celebraré una boda negra… A.A. Para Kelly L. I. Antonin Artaud nace en Marsella en 1896 y muere en 1948 en una clínica de Ivry. Su vida fue corta, sin embargo, su obra consta de 13 volúmenes. En esas páginas leemos poesía, ensayo, teatro, caligrafías, dibujos, cartas y crítica de cine. De ahí que la aparición de sus escritos, que se difundieron por toda Europa, constituya el acontecimiento para la valoración de su pensamiento y del contexto político, ideológico, social y cultural de principios y mediados del siglo XX. En estas notas procuro no abarcar la forma oscura de los escritos de Artaud, ni el proceso de su pensamiento a lo largo de una existencia sufriente y llamada a resignificar la existencia frente a Dios, contra los poderes de la medicina, sus métodos de control y secamiento mental. La obra y la vida de Artaud encarnan la expresión de un discurso antipsiquíatrico y el revés de una victoria del espíritu que cumplidamente espera la destrucción de los «Iniciados», y del sistema médico de la psiquiatría tradicional, que Artaud identificara con los enfermeros y médicos que trataron e interpretaron —su lucidez, su vacío corporal y su fuera de mundo— con electroshocks, succiones, corrientes eléctricas, inyecciones, drogas y técnicas ortopédicas de control del cuerpo, tal como las rastreara en el campo médico del siglo XVII y XVIII, otro excluido y perseguido de la sociedad, Michel Foucault. Artaud es un maníaco, un destructor, un obsesivo, un visionario, un chamán, un espeleólogo del ser humano. El pensamiento de Artaud es de un alumbramiento abstracto y satánico que derrumba las apariencias del mundo, la ciencia, la literatura y la filosofía. Artaud es un liberador de lo divino asociado a las potencias de lo siniestro. De momento mi interés está centrado en el motivo del amor, aspecto de su obra poco valorado por los críticos. No obstante, señalemos los ensayos de Julia Kristeva: «El sujeto en proceso», y Jacques Derrida: «La palabra soplada», y el debate que sostuvieran los escritores Philippe Sollers, Denis Roche, Bernard Lamarche-Vadel, Georges Kutukdjian, entre otros, alrededor de la obra de Artaud y de las repercusiones teóricas de su pensamiento en el campo de la medicina, la política, la sociología, la literatura, la poesía y las teorías psicoanalíticas. El Coloquio tuvo lugar del 29 de junio al 9 de julio en el Centro Internacional de Cerisly-la Salle. II. Para animar las reflexiones de Artaud sobre el amor, me valgo de las cartas que el autor de Los Tarahumara dedicara a Génica Athanasiou, su «Ángel querido». Para mí es suficiente dar un resignificado a dicha correspondencia desde el primer momento en que Artaud padece constantemente los conflictos amorosos, adquiere conciencia de sí mismo y del testimonio ausente de un cuerpo que sufre los embates del «Mal», de «Satán», y de los «Dioses» que castigan su implacable lucidez. Artaud es un estado-mental-lúcido en medio de una sociedad alienada que encubre su disfuncionalidad asesinando a espíritus disconformes. He leído un centenar de cartas que escribiera Antonin Artaud a Génica Athanasiou. Las redactó a inicios del año 1923 hasta finales de los años cuarenta, con períodos de interrupción a causa de dolencias del cuerpo y del espíritu, entre discusiones con directores de teatro, cine y profetas del surrealismo, representaciones teatrales, filmaciones, problemas económicos, viajes de Marsella a París, de París a Italia, a ciudades europeas que reclamaran una temporada en escena o el rodaje de una película. Las cartas contienen además de los requerimientos y solicitudes de un enamorado, un conjunto de enmiendas, adiciones, tachaduras, letras sobre letras, dibujos, breves notas a los márgenes y postdatas. Las cartas a Génica son el testimonio de un escritor cuya fecundidad, voluptuosidad y optimismo desesperado se respiran, como insinuaciones capciosas, entre la brisa del oscuro resplandor de su pensamiento o entre el espíritu letárgico de la subconsciencia. En las cartas es posible conocer el proceso desintegrativo-Artaud, o mejor, sus modos de expresar el mundo interior y los fantasmas que lo habitan en donde vemos flotar pesadamente su cerebro congelado y liberado por los sueños opiáceos. Lo propio en la correspondencia ha de entenderse del amor cuando sobre él proyecta la vida, es decir, que solo existe con relación a Génica. Artaud es un enamorado que sufre la ausencia de su «dulce rumana». Génica es el ideal perfecto del amor. Es su trance y su correspondencia. Es obra del amor aquella que deja en pos de sí estremecimiento interior en todo lo que posee esa realidad intangible que se designa como necesaria a las almas afines. Entre Artaud y Génica se presentan figuraciones existentes en sí y reconocibles en sí, que se van uniendo paulatinamente de la matriz común desde donde mana una presencia absoluta, a pesar de la enfermedad que petrifica, divide, engulle y entierra el alma del poeta. Artaud es un mortificado que ama, aun a costa del dolor que le producen sus estados nerviosos y la eternidad del infierno. «[…] bien sabes que te amo como no amaré nunca más. Es- Director Freddy Ñáñez Coordinadora Karibay Velásquez. Letras CCS es el suplemento literario del diario Ciudad CCS y se distribuye de forma gratuita | correo-e: [email protected] | Twitter: @LetrasCcs tás demasiado mezclada a mi ser como para no serme ahora más preciosa que ese ser». Artaud elige a Génica porque elige su alma, la comunidad y la confianza que le genera estar libre del estrangulamiento de la vida. Existe una necesidad de la presencia de ambos: una identidad que solo puede consolidarse si los dos aceptan las alegrías y las cuitas, las vibraciones y las compensaciones. Cuando el amor es sentido como pensamiento, Artaud experimenta a Génica en el hechizo de la embriaguez y de la atracción de dos almas confidentes que lo quieren todo con la misma fuerza con que se ama o se odia: «El amor es la transfusión, por medio del pensamiento, de las formas, de los gustos, de las rabias, de los odios». En la existencia de Artaud, el remedio saludable para el desecamiento moral y la soledad, no es predicar la resignación frente al aplastamiento inmenso de Dios o de la sociedad, sino extirpar los lugares comunes y hacer del amor una actitud y una comunión. Cuando Artaud encuentra a Génica en el teatro, en el café o en el departamento adivinamos que se va a entender con un alma profundísima. El comprenderlo y amarlo todo en su «Querido ángel», se reduce a buscar un espejo en donde contemplar el alma total: consciente amor. Artaud escribe una carta en setiembre de 1927 en la que comunica a Génica lo que ella significa en su vida. El que una vez ha tocado el alma del otro sabe ya del fuego de esta o de aquella forma de belleza. Lo que importa en Artaud y Génica es la pulsión libidinal, el desentrañar el enigma del amor para después cifrarlo entre el dinamismo absoluto y la quietud eterna. El amor que siente Artaud por Génica triunfa sobre la mentira sentimental, y aspira a convertirse en negación, si esta afirma la comunión de dos almas que rozan las cuerdas del espíritu. «Comportarse, tener actitudes de espíritu idénticas, una cierta cualidad de vibración, un reconocimiento de instinto a instinto, eso es el amor. […] Uno necesita, y necesita afiebradamente esa especie de confidente hecho del mismo paño que uno mismo, de las mismas crepitaciones […] Eres la única a quien me gustaría confiar mis problemas, mis alegrías, mis esperanzas, mis penas». Ciudad CCS es un periódico gratuito editado por la Fundación para la Comunicación Popular CCS de la Alcaldía de Caracas | Plaza Bolívar, Edificio Gradillas 1, Piso 1, Caracas | Teléfono 0212-8607149 correo-e: [email protected] | Depósito legal: pp200901dc1363
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