26 B i l b ao 2015eko uztaila Desaparecida en 1998, acogió el nacimiento de Jueces para la Democracia y la refundación de la bilbainísima Sociedad El Sitio Aquella notable cafetería llamada Oliver –¿Miguel Bosé, dice usted? –me interpelaba Alonso–. Aquello fue Troya. Yo no sé cómo las chavalitas del Sagrado Corazón se enteraron de que estaba en Oliver, lo cierto es que invadieron el local. Lo besaron, lo estrujaron, quisieron arrancarle trozos de la ropa… El pobre chaval, acojonado, tuvo que esconderse en el servicio, debidamente custodiado por los camareros. Carlos Bacigalupe PARECE que viene de antiguo. Pues, sí señor. Los bancos, de siempre, la han tomado contra los cafés. En septiembre de 1918 lo señalaba en El Liberal el estupendo columnista Teodosio de Mendive, cuando advertía a sus lectores cómo “los bancos de Bilbao conseguirán cerrar todos los cafés”, para añadir después que “los bancos dan la batalla a los cafés porque éstos son los mayores detractores del ahorro”. Puede que el sustrato de su comentario lo encontrara en el cierre del Café García, de la Gran Vía, llevado a cabo en aquellos días para levantar el Banco de Bilbao. Ya en tiempos más recientes, el Banco de Vizcaya acabó con el Lion d’Or y la Caja de Ahorros Vizcaína con el viejo Toledo. Fue en 1970 cuando Pedro Jesús Irureta, Bernabé y Gabriel Unda determinaron alumbrar un establecimiento de hostelería a la altura de los mejores, sin escatimar un solo duro en dotarlo de la mejor y más cara decoración. Nacía así el Oliver –como siempre fue conocido–, quizá a imitación de su homónimo madrileño, más antiguo, donde recalaba toda la farándula noctívaga y hasta gandula de la capital. Aunque el de Bilbao sólo compartió nombre, pues su intención en cuanto al público fue la de procurárselo adinerado, con clase y fama, si es que ello fuera posible. Tuvo siempre un inequívoco toque de distinción. Totalmente vestido de madera sólida y cara, abundado de mármoles en paredes, sus divanes laterales elegantemente dispuestos delante de unas coquetas mesitas dotaban a la estancia de una apreciable y graciosa confortabilidad. Frente a ellos una barra no menos tentadora diligentemente comandada por el encargado, Graciniano Alonso Blanco, cuyo brillante currículo profesional se engrandecía por haber servido en el Drugstore de la antigua Banderas de Vizcaya, hoy Telesforo Aranzadi. Y en eso llegó Bosé Como se dice, pasó a ser una cafetería de lujo en el Bilbao de Colón de Larreátegui, al lado de Albia. A las gentes con posibles se unían en el conjunto de la parroquia cantantes, actores, futbolistas, toreros…,¡ah!, y periodistas, jóvenes periodistas que sedientos de copas y aventuras tocaban puerto en tan acogedor refugio, llegados de Radio Popular, Telenorte –que celebró en Oliver su almuerzo inaugural–, Agencia Efe, Hierro, y La Gaceta del Norte –¡uff!–, cuyas redacciones estaban peligrosamente próximas. –Especialmente los de “la Popu” –me dijo Alonso en su día– ligaban a esgalla, o sea, a porrillo. Las chicas venían en tromba para tomar una copa con ellos. Disculpe que no le dé nombres, Franco tuvo la culpa Los camareros. Casi históricos fueron Javi, Vidal, Antonio, y Domi, este último hoy acreditado fotógrafo freelance, algunas de cuyos trabajos se han publicado en este periódico. Y hablando de cantantes, no fue menor la que armó un cliente, asturiano según él, bien vuelto en vino, cuando desde un extremo de la barra le gritó a Víctor Manuel, acusándolo de haber sido el único cantautor en componerle un tema a Franco –Un gran hombre, de 1966–, consiguiendo que el artista diera la callada por respuesta. El Paisaje con figura. El Oliver comandado desde la barra por Graciniano Alonso “ Un rótulo inolvidable Así era el Miguel Bosé del escándalo que hoy son todos muy conocidos. Peor me fue con otro periodista, ¡Dios le tenga en su gloria!, que me dejó una raya grandísima, después de comer y tomar copas a tumba abierta, el muy jeta. Pero Oliver también se frecuentaba de una fauna tenida por normal. La que comenzaba tomándose el café a primera hora de la mañana y a mediodía, por cuestiones de negocios, despachaba un aperitivo. Martinis, preferentemente. De entre aquellos los había con una clara vocación de apego a la barra, pues, todavía no se sabe có- mo, frecuentaban Oliver a cualquier hora del día, rematando la faena con una consumición de vaso largo cuando la jornada ya pedía su relevo. No era menos recomendable su cocina. Dirigida por Iñaki, a cuyas órdenes laboraba Juan –de generosa romana y delirios por ser cámara de tv–, sus platos pasaban por excelentes, bien servidos como menú del día en las mesas de abajo o formando parte de la carta, obligada si se quería ocupar plaza en la primera planta. Oliver también sirvió de ampa- Refugio de jóvenes periodistas y cantantes de moda, la llegada de Miguel Bosé causó un escándalo mayúsculo por culpa de unas colegialas ro a la intelectualidad de los 70. A la tertulia de la izquierda según se entraba, mesas y sillas dispuestas, acudían los inquietos. Me lo contaba Gregorio San Juan: –Allí cuajó la idea de reflotar la Sociedad El Sitio. Acudíamos con asiduidad Gabriel Moral, Alfonso Carlos Saiz Valdivielso –un huracán–, Ramón Martín Mateo, Eusebio Abásolo, Fernando García de Cortázar, José Ramón Blanco, Luis Aldecoa, Michel Azaola, José Miguel Toledo y algún otro que se me escapa de la memoria. En la primera planta, al tiempo, se reunía Alberto Belloch con un puñado de jueces llegados previa cita desde Madrid, Barcelona, Sevilla y Zaragoza. Así que, inevitablemente, de aquellas asambleas nació Jueces para la Democracia. Oliver, que bien lo sé, mostró su contento por el suceso. Luego, en materia de cantantes, la cafetería se engalanaba un día sí y otro también con alguno muy significado. Verbigracia, con el eurovisivo Micky, un tipo divertido, parlanchín que no lenguarato, cuya afección a los champiñones era más que llamativa. O con Alberto Cortez, exagerado de anatomía y metáfora, que se dejaba querer ante un buen gin-tonic. Y hasta con Patxi Andión, recién visitado el repertorio del bardo Iparraguirre, bajo la tutela de Luis Iriondo. A todos ellos, y desde la discoteca de Radio Popular, los llevaba Félix Linares. Un día llegó Bosé. Acababan de inaugurarse los 80. beodo, patoso e inoportuno, fue expulsado de inmediato. Pero Oliver pasó por ser un lugar calmo y distinguido. A media tarde, señoras de un buen llevar económico se reunían para despachar unas pastas bañadas en te o café, propiamente arrellanadas ellas en los divanes referidos. Los domingos a mediodía tenía lugar en idéntico sitio una tertulia por más que animada, a la que acudían médicos y profesionales de distintas procedencias, donde el radiofónico Luis Hernández Franch, especialista, según él, en ufología, presumía de haber espantado de Radio Bilbao a Juanjo Benítez: “No tuvo el valor de enfrentarse a mis conocimientos en la materia”, alardeaba. Y otra. Mi recuerdo más descarnado de Oliver procede de la noche que sucedió a la ejecución de Puig Antich (2 de marzo de 1974). Junto a Antonio Ribera, investigador de paranormalidades, pude oír una psicofonía de su obtención en la que pretendidamente se podía escuchar el chasquido del cuero que precedía al tornillazo del garrote vil. En agosto de 1998, la Cafetería Oliver perecía ante el acoso insistente de Caja Madrid. Otra vez una entidad bancaria ganaba la partida. Joaquín Sabina lo cantó parecido tiempo adelante con aire de ranchera, en Y nos dieron las diez: “Y en lugar de tu bar/ me encontré una sucursal del Banco Hispanoamericano”.
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