I. Plaza La ciudad convocada. Hombro con hombro, los edificios. Y el Centro ofreciendo su abrazo angosto a la Romanilla. Hay un trotar de amplitudes en el aire y un murmullo bajo el suelo: momentos precedentes de un mismo espacio sucediendo todavía. El sol sobre los planos del arquitecto y el lenguaje secreto del martillo. El cemento girando en el vórtice naranja de las mezcladoras. Un revuelo de cascos. ¿No parece que la sombra de las palmeras dibuja un asterisco sobre el suelo? Dicen que este lugar estuvo largo tiempo meditando, recluido dentro de sí mismo, como un monje tibetano antes de nacer. El hombre que barre lo anuncia con un aura de polvo iluminado. Aquí está la casa de la palabra, donde caben el órgano barroco y el gozne enmohecido, las cigarras de julio y las mujeres que silban, los bramidos del mar y del ciervo. Rodando plaza abajo, el mundo busca su puerta. El Centro se aclara la garganta. ¿Hacia dónde correrá descalzo el amor por los comienzos? Entramos uno a uno, y en tropel. Y entramos sin saberlo de la mano. II. Vestíbulo Qué grande es la retina de un ojo pequeñito. La luz atraviesa la apertura angular de la fachada y las sombras huyen dejando un rastro de sabandija. Mientras, el interior se transforma: tu imagen proyectada, la imagen de tu memoria proyectada y también los huecos de tu memoria. El negativo como instrumento. Aquí hubo un ejército de albañiles, carpinteros, electricistas, que provenían de Íllora y Bucarest, de Tánger y Pulianas, que viven en Atarfe desde siempre o por un tiempo en la Axarquía, mientras piensan cómo volver a Buenos Aires, donde dicen que aguarda la voz del poeta. Si viniera la policía científica, armada con botes de talco y unos pinceles finísimos, descubriría sus manos impresas sobre la pared igual que una pintura rupestre. Lo saben las limpiadoras que pasan por aquí cada día: la huella del trabajo es imborrable. Imagina que todo edificio perteneciera a quien lo construyó, o que fuera tuyo mientras pasas como quien hojea un libro, o que fuera un poco de nadie. Y ahora mira: hay tres hojas afiladas colgando del techo. III. Teatro En el interior del edificio, lo blanco y lo negro alternan su sistema binario: un lenguaje de huecos y plenitudes. El vestíbulo esconde el agua oscura del teatro y el suelo retiene en su brillo los rostros. ¿Dónde está el tuyo mientras desciendes? Aunque las escaleras parecen un argumento teleológico, resiste en las butacas el reconocimiento de lo mutuo. Cada mirada goza en escena de un instante soberano y la muchedumbre reconciliada sigue sin ser monocéfala. A tu espalda, hay una pared de lamas verticales, que se tumban a los pies de los actores. Viéndolos, se diría que toda representación pone en juego cierta economía de lo íntimo y que las intenciones más furtivas se transparentan, como un móvil vibrando en el bolsillo. Escucha, siempre hay alguien que tose después de una rima o un gerundio anglosajón. ¿No te parece que el deseo tiene algo de enfermedad huérfana? Aquí dentro, a la sombra del teatro, huele a joven soñoliento. IV. Talleres La poesía es una discapacidad omnipotente de la palabra; no sé lo que es. Nadie tiene ni idea de cómo se escribe, pero en los talleres se aprende. ¿Quién dará forma a las aulas móviles del Centro, tan sensibles a los volúmenes del arte colectivo? La creatividad está en el área de trabajo del cerebro. Lo descubrieron en un laboratorio estadounidense, donde a una niña que imaginaba una oveja con cabeza de lobo se le iluminó el córtex prefrontal. La inspiración existe pero es otra cosa: el inconsciente junta desperdicios con una técnica readymade, hasta que un día te los topas y tienes que decidir cuánto doblegas y cuánto acatas. Aunque no pueden explicártelo, en un taller se practica. Cierto pedagogo francés aseguró que un hombre analfabeto podía enseñarle a otro a leer. Quizás disientes, a mí me gusta creerlo. Esta noche he soñado que había ido dos veces a la luna y no quería ir una tercera. Pero era necesario, igual que es necesaria la mayéutica entre aquellos que buscan conocer. La madre de Sócrates era partera. Nunca te mueres en un sueño. V. Sala de exposiciones Los arquitectos han retirado los pilares de la sala, uno por uno, como si fueran palillos chinos: el techo que todo lo sostiene pende ahora sobre nosotros, tal vez porque en otra dimensión alguien le ha dado al pause en su caída. Un día me contaron que, en plena guerra mundial, los niños de Nápoles encendían sus cigarrillos sobre una lenta lengua de lava. Creo en la provocación de su inocencia y en los treinta bombarderos aparcados que sepultó el Vesubio. El avión que destruyó Hiroshima estuvo muchos años aparcado y eso importa. Los museos exponen la intemperie bajo techo. ¿Has visto? Si juntas los banquitos dispersos por la sala, conforman un puzle. ¿Por qué le faltará siempre una pieza al puzle de los pintores? La mirada cabe justo en ese hueco. Afuera hay vendedores ilegales que ofrecen souvenires de la Alhambra con fotos de la Mezquita Azul y que atribuyen a un poeta los versos de otro. El boicot de lo apócrifo es una fuerza lícita que a veces nos rebasa. Al final prefieres mirar: detrás de las cristaleras, los pájaros se caen del cielo y el hombre que barre se los lleva del patio. VI. Oficinas Hay cosas que uno prefiere hacer en soledad y debiera por tanto hacer acompañado: todo aquello que mejora, en general, si te concentras. Las oficinas del edificio son un batir de teclas, con paréntesis de aspidistras y geranios. He visto a más de un poeta corrigiendo, dentro de una cafetería, las rimas internas que sus versos provocaban con la pareja de al lado. No existen las conversaciones paralelas. Dos hombres juegan al ajedrez mientras opina el camarero. A su paso, la boina del técnico de cultura deja un fulgor inaugural. El camarero quiere que muevas la reina porque siempre resulta más fácil jugar con las piezas del otro. ¿No son siempre del otro el dinero y las tumbas? Hay una luna con dos halos que sale por la pantalla de un administrativo y se pone sobre el cuaderno de un gestor. Más allá de los toldos, pueden verse tejados abatidos y cipreses y la tierra removida sobre los hombres que abatieron. No dejes de asomarte a lo que espera. Todo cementerio es zona wifi. VII. Almacén El almacén es pura potencia, los objetos acumulándose en su laberinto, unos sobre otros, conectando de forma imprevista. No puedes conocerlo como una entidad orgánica: cada objeto materializa un detalle exento que niega el orden de lo representado. ¿No tiene este subsuelo naturaleza de alcantarilla? Aunque nunca lo veas, más abajo se mezcla sin jerarquías todo aquello que nos sobra y es posible la paz sin consenso. El edificio prolifera desde el sótano. Tanteando su combinatoria, las sillas sin estrenar se exhiben junto a las desechadas y hay botellas sobre aparatos ignotos. ¿Qué buscarán las mismas cosas en otro sitio? Dicen que este vientre de ballena guarda lámparas y letrinas y dos mangueras locas. Un aljibe balbuce hipnotizado por el flujo del agua reciclable. ¿Sabrá que existe un tiempo más allá de sus tuberías en bucle, que existe siquiera el tiempo? Un escuadrón de extintores custodia el sueño de un niño de espuma. De repente piensas en los fabricantes de objetos destinados a no desempeñar jamás su función: piensas en la producción negativa. Entonces se abre la boca formidable del montacargas y desciende un piano. VIII. Ventanas Resonando en árabe, su belleza se confina más allá de la fachada. ¿Qué deja ver, qué esconde el edificio? Con un rigor erótico, la ciudad se oculta al frente tras un brocado de hierro; miran los vanos hacia los callejones como un hombre con culpa. Me da miedo que me cuentes lo que piensas. Siempre que viene un extranjero, le pido que me enseñe la ciudad, cuánto mejor si desconocida. Mira, abajo cruzan barriles de metal que hacen rodar los repartidores y dos mujeres tienden en una terraza abandonada. Los tiestos vacíos sueñan con jazmines porque el deseo es una fuerza que excede a lo vivo. Qué ruido hace la hierba mientras crece entre las tejas de barro. Si te pones las gafas, verás galaxias extintas sobre los desconchones de los edificios y medias de alambre tras las ventanas. ¿No son acaso las palomas una encarnación aberrante de lo cotidiano? De pared a pared, un cable mece su comba a la espera de nadie, mientras suenan las campanas de una catedral perfecta por inconclusa. Puedes tomar asiento. El polvo tizna los muros del callejón y hay algo hermoso en su descuido. IX. Visitante El hombre que barre ha pasado mucho tiempo solo, vigilando el Centro. Algo le gustará la poesía cuando ha encuadernado las rimas que escribe su madre. Le pregunto si puedo quedarme veinticuatro horas seguidas en el interior del edificio, si puedo acompañar en su tarea a las limpiadoras. Duda, no está en sus manos, definitivamente es imposible. No lo permite la ley, y además no conviene mezclar los oficios. Hay un grado de conocimiento que solo se alcanza ensuciándose, como hay un grado incierto de empatía en la trayectoria de los astros. Es necesario poner a prueba lo que se escribe, ¿o será que exageramos lo inapelable de la experiencia? Todo intento de comprobación debería suceder dentro del poema porque la poesía es ella misma acontecimiento. Una vez leí que la visión prehistórica del mundo dependía de los conceptos de fluidez y permeabilidad. Las categorías hombre, mujer, animal o piedra eran intercambiables, y no había barreras entre este y otros mundos. La poesía es protohistórica y es siempre la circunstancia. Un espacio puede hablar contigo, aceptar tu presencia o rechazarte. Hace unos años se cerraron las Cuevas de Altamira porque el aliento de los visitantes hacía crecer el moho sobre la roca. Este Centro se abre exactamente para tu aliento. X. Biblioteca Si todo se incendiase, si ardiera el mundo con el Centro, la cámara acorazada perduraría y, en su interior, los manuscritos. Imagínate un paisaje ensimismado, ya sin bosques ni ciudades ni criaturas metabólicas: un no-paisaje. Yo me aprendí los versos de quien eludo impresos en papel biblia. Las mismas palabras pueden mudar en otra lengua, ¿qué significarían si no quedara un solo hablante para decirlas?, los libros a expensas del tiempo, alejándose de sus referentes. Un ojo púrpura vigila, con aire trascendente, el poliedro suspendido sobre la biblioteca. Si supiera la ciencia ficción cuánto le queda para alcanzarnos. El futurismo es ese lugar donde se cruzan lo que pensamos, lo que no sabemos que pensamos y la quiromancia. Hoy, que tartamudeo, lo llamo memoria. Dentro del archivo, alguien toca a ritmo de vals el acordeón de los anaqueles. Y el poeta no está aquí, aunque aquí lo celebramos: el poeta está repartido. Como habría que repartir todo aquello que nos funda, la felicidad de los poemas en los cajones y las notas sin partitura, el amor y el pan. I. Square The city summoned. Shoulder to shoulder, the buildings. And the Centre offering its tight embrace to the Romanilla square. There is a rush of amplitudes in the air and a murmuring beneath the ground: earlier moments of the same space happening still. Sunlight on the blueprints and the secret language of the hammer. Cement whirling in the orange vortex of the mixers. A flurry of helmets. Doesn’t the shadow of the palm trees seem to trace an asterisk on the ground? They say this place spent a long time meditating, withdrawn within itself, like a Tibetan monk before he is born. The man with the broom makes the announcement with an aura of illuminated dust. Here is the house of the word, with room for the Baroque organ and the tarnished hinge, the cicadas of July and the whistling women, the bellowing of the sea and the stag. Rolling down the square, the world seeks its door. The Centre clears its throat. Where does our love of beginnings run towards? We enter one by one, and as a crowd. And, without realising, we enter holding hands. II. Hall How big the retina of a tiny eye is. The light crosses the angular opening of the façade and the shadows flee, leaving a trace of some creepy-crawly thing. Meanwhile, the interior is transformed: your projected image, the image of your projected memory and also the gaps in your memory. The negative as an instrument. Here there was an army of bricklayers, carpenters, electricians, who came from Íllora and Bucharest, from Tangier and Pulianas, who have always lived in Atarfe or who lived for a time in the Axarquía, while they wonder how to get back to Buenos Aires, where they say the poet’s voice awaits. A detective coming here, armed with jars of talc and fine brushes, would discover their hands printed on the wall just like a cave painting. The cleaning women who pass through every day all know this: work leaves indelible marks. Imagine that every building belonged to whoever built it, or that it was yours as you walk around like someone leafing through a book, or that it belonged to no one. And now look: there are three sharp blades hanging from the ceiling. III. Theatre Inside the building, white and black alternate their binary system: a language of gaps and plenitudes. The hall hides the dark water of the theatre, and the floor captures faces in its gloss. Where is yours as you go down? Although the stairs look like a teleological argument, acknowledgment of the mutual holds out in the seats. Every gaze enjoys a supreme moment on stage and the reconciled crowd is still not monocephalic. Behind you, a wall of vertical slats, laid at the feet of the actors. Seeing them, you would say that any performance triggers a certain economy of the intimate and that the most furtive intentions become transparent, like a phone vibrating in your pocket. Listen: there’s always someone who coughs after a facile rhyme or a misplaced gerund. Don’t you think desire is rather like orphaned sickness? Here inside, in the shadow of the theatre, it smells of drowsy youth. IV. Workshops Poetry is an omnipotent disability of the word; I don’t know what it is. Nobody has a clue how to write, but things are learned in workshops. Who will shape the Centre’s movable classrooms, so sensitive to the volumes of group art? Creativity lies in the work part of the brain. They discovered this at an American laboratory, where a girl was imagining a sheep with a wolf’s head and her prefrontal lobe lit up. Inspiration exists but it’s something else: the unconscious mind joins bits and pieces together with a ready-made technique, until one day you come across them and you have to decide how far to bend and how much to obey. Although they can’t explain it to you, in a workshop you practise. Some French pedagogue claimed that an illiterate could teach another one to read. You may dissent; I prefer to believe it’s true. Tonight I dreamed that I had been to the Moon twice and I didn’t want to go a third time. But it was necessary, just as the elenctic method is necessary for those who seek knowledge. The mother of Socrates was a midwife. You never die in a dream. V. Exhibition Room The architects have removed the pillars from the room, one by one, like chopsticks: the ceiling that holds everything up now hangs over us, perhaps because in another dimension someone hit pause as it fell. I was once told that, during the War, the children of Naples lit their cigarettes on a slow tongue of lava. I believe in the provocation of their innocence and in the parked thirty bombers that Vesuvius entombed. The plane that destroyed Hiroshima was parked for many years and that matters. Museums display the open air under shelter. Can you see? If you join together the little benches scattered around the room, they form a puzzle. Why do painters’ puzzles always have a piece missing? Our gaze fits that gap exactly. Outside, street vendors hawk souvenirs of the Alhambra with pictures of the Blue Mosque and attribute to one poet the verses of another. A boycott of the apocryphal is a licit force that sometimes overwhelms us. In the end you’d rather watch: behind walls of glass, birds fall from the sky and the man with the broom removes them from the patio. VI. Offices There are some things we’d rather do alone and should therefore do in company: in general, everything that improves if you concentrate. The building’s offices are a beating of keys, bracketed by aspidistras and geraniums. I’ve seen more than one poet, inside a café, editing the internal rhymes his verses have caused with the couple sitting alongside. Parallel conversations do not exist. Two men play chess while the waiter gives his opinion. As he passes, the beret of the man from the culture department leaves an inaugural glow. The waiter wants you to move the queen because it’s always easier to play with other people’s pieces. Don’t money and graves always belong to other people? A moon with two haloes rises over a clerk’s screen and sets on a curator’s workbook. Beyond the awnings we see pulleddown roofs, and cypresses, and the earth piled on top of the men that were pulled down. Never stop leaning towards what awaits. Every cemetery is a Wi-Fi zone. VII. Storeroom The storeroom is pure power, objects building up in its labyrinth, one on top of the other, connecting in unexpected ways. You cannot know it as an organic entity: each object materialises an exempt detail that denies the order of what is represented. Isn’t the nature of this basement like a sewer? Although you may never see it, below us all our leftovers are jumbled with no hierarchy, and peace without consensus is possible. The building proliferates from the basement. Look at these brand-new chairs next to discarded ones, searching for their best combination, and bottles sit on unknown pieces of equipment. What will the same things seek elsewhere? This belly of the whale holds lamps and latrines and two mad hoses, or so they say. A burbling cistern is hypnotised by the flow of recycling water. Can it know that a time exists beyond its loop of pipes, that time even exists? A squadron of fire-extinguishers guards the sleep of a foam child. Suddenly you think about the makers of objects destined never to serve their purpose: you think about negative production. Then the formidable mouth of the goods lift opens and down comes a piano. VIII. Windows Resonating in Arabic, its beauty is confined beyond the façade. What does the building show, what is it hiding? With erotic rigour, the city opposite skulks behind iron brocade; the panes look towards the alleyways like a man feeling guilty. I’m scared you will tell me what you think. Whenever foreigners come by I ask them to show me the city; so much the better if unknown. Look, down there metal casks cross paths, rolled by delivery men, and two women hang out washing on abandoned terraces. Empty flowerpots dream of jasmine because desire is a force that exceeds the living. The grass is so noisy as it grows between the terracotta roof tiles. If you put your glasses on, you’ll see extinct galaxies on the chipped walls of the buildings and wire stockings behind the windows. Aren’t pigeons just an aberrant incarnation of the everyday? A skipping-rope cable, running from wall to wall, rocks, waiting for no one, while the bells of a cathedral, perfect because it is unfinished, toll on. You may take a seat. Dust smudges the walls of the alley and there is something of beauty in their neglect. IX. Visitor The man with the broom has spent a long time alone, watching over the Centre. He must like poetry a bit at least to have bound the rhymes that his mother writes. I ask him whether I can spend a full twenty-four hours inside the building, whether I can accompany the cleaning women while they work. He’s doubtful, it’s out of his hands, it’s absolutely impossible. The law won’t allow it, and anyway mixing jobs is not a good idea. There’s a kind of knowledge that we can only gain by getting dirty, just as there’s some degree of empathy in the trajectory of the stars. It is necessary to put what you write to the test, or do we exaggerate the indisputability of experience? Any attempt to check must occur within the poem because poetry is itself an event. I once read that the prehistoric worldview hinged on the concepts of fluidity and permeability. The categories of man, woman, animal or stone were interchangeable, and there were no barriers between this and other worlds. Poetry is proto-historical, always the circumstance. A space can talk to you, accept your presence or reject you. Some years ago they closed the Altamira caves because the visitors’ breath was causing mould to grow on the rock. This Centre is opening precisely for your breath. X. Library If everything caught fire, if the world burned down with the Centre, the strongroom would endure and, inside it, the manuscripts. Imagine a landscape engrossed in itself, with no forests or cities or metabolic creatures: a non-landscape. I learned the verses of the one whose name I’m eluding printed on Bible paper. The same words can shift in another language — what would they mean if no speakers were left to say them? — books at the expense of time, distancing themselves from their referents. With a transcendent air, a crimson eye watches the polyhedron suspended over the library. If science fiction only knew how far it still has to go to catch up with us. Futurism is that place where what we think, what we don’t know we think and palmistry all meet. Today, stammering, I call it memory. Inside the archive, someone plays a waltz on the accordion of the shelves. And the poet is not here, although here is where he is fêted: the poet is shared among us. Just as everything that founds us should be shared, the happiness of poems in drawers and notes without a score, love and bread.
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