Cuentos Ganadores (VII y VIII Edición)

Premio de Cuento
Policlínica Metropolitana
para Jóvenes Autores
Vii - VIii
( 2013 - 2014)
Prólogo
Héctor Torres
© Policlínica Metropolitana, C.A.
© 2015 Premio de Cuento
Policlínica Metropolitana
para Jóvenes Autores 2013-2014
Coordinación editorial
Samir Kabbabe
Héctor Torres
Edición y Corrección
Rosa Linda Ortega
Diseño de portada
David Morey
Producción gráfica
Books Luthier Group
www.books-luthier.com
Hecho el depósito de ley
Depósito legal: Ifi25220158001532
ISBN: 978-980-7736-01-5
Premio de Cuento
Policlínica Metropolitana
para Jóvenes Autores
Vii - VIii
( 2013 - 2014)
PRÓLOGO
Héctor Torres
E
n el excelente prólogo que hizo para ese hermoso libro de Paul Auster, titulado El cuaderno rojo, el escritor, traductor y periodista español Justo Navarro señaló
que “recordar que las personas son terriblemente frágiles
es una obligación moral”. Es decir, que es tanta la fragilidad de nuestro paso por el mundo, que recordarlo es
rendir un tributo a esa condición. Lo que corresponde a
señalar, de igual manera, que escribir, como una de las
tantas formas de asentar el testimonio de nuestro paso por
la vida, termina por ser un imperativo para con nuestra
efímera condición humana.
Escribir entonces obedece, más que a un impulso
irresistible, a un secreto —aunque fallido— deseo de permanencia. El hombre, que está hecho de tiempo, cuenta
historias también hechas de tiempo para atenuar su efímera estancia por el mundo.
Y ese deseo de arraigo lo lleva a testimoniar no sólo su
paso por la Tierra, sino también por su porción de esta.
Quiere contar las historias de su comarca. El hombre, en
sus hábitos más inocentes, precisa su singularidad. Y si alguna forma literaria cuenta con inconsciente honestidad,
esas singularidades de la tribu constituyen —sin duda—
la ficción. En ella, los autores relatan anécdotas salpicadas de gustos y hábitos, actitudes y naturalezas, formas de
pensamiento y valores, terrores y anhelos. El escritor, para
dar credibilidad a sus historias, las alimenta con la misma
materia con que alimenta su entorno.
Los creadores presentes en este volumen no escapan
a estos mandatos naturales. Escribieron cuentos para dejar constancia de su paso por la vida, en los que atmósferas y situaciones hablaban de nuestra realidad más que
cualquier estudio sociológico. Son los testimonios de
18 jóvenes autores que ofrecieron, en sus ficciones, sus
testimonios de esos duros años que van del 2012 al 2014.
Años que corresponden a los de la salida de escena de un
personaje que copó todos los espacios de la vida pública
nacional, y de una transición que no termina de tomar
forma en medio del caos imperante por unas erráticas
políticas económicas, un país agotado de la pugnacidad
y de una lacerante realidad que vuelve a sus habitantes
sobrevivientes sin rumbo ni certeza acerca de su destino.
En este volumen se registran los textos ganadores y finalistas del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana
para Jóvenes Autores de las ediciones correspondientes a
los años 2013 y 2014, VII y VIII edición, respectivamente.
El jurado encargado de escoger los 18 cuentos que componen esta muestra estuvo conformado por reconocidos
autores, investigadores literarios y académicos, algunos de
8
los cuales se desarrollan en más de una de las áreas señaladas. Los nombres de Rubi Guerra, Gisela Kozak y Fedosy
Santaella presentes en la VII edición; y Ángel Gustavo
Infante, José Pulido y Violeta Rojo en la VIII, demuestran
el énfasis que pone la organización del evento en invitar
a figuras calificadas y conocedoras del acontecer literario
venezolano para cristalizar la muestra de cada año.
Luego de ocho ediciones ininterrumpidas, el Premio
de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores se ha consolidado como uno de los encuentros más
importantes del país al que acuden las plumas (o los teclados, que es el caso) nacientes de nuestra narrativa, las
cuales están conscientes de la creciente relevancia que
adquiere dicho certamen en esa labor de no sólo dar a
conocer las voces nuevas de la narrativa local, sino de
asentar los primeros pasos de muchos nombres que en la
actualidad ya tienen su lugar propio en la extensa geografía de la narrativa venezolana actual.
Este volumen recoge cuentos de Delia Mariana Arismendi, Gabriel Payares y Maikel Ramírez como los ganadores de la VII edición; así como de Tibisay Rodríguez,
Rodolfo A. Rico y Juan Manuel Romero en la VIII edición. A estos nombres se le suman textos de Nora Edén
Mora, Andrea Carolina López, Carlos De Santis, Ricardo
Ramírez Requena y Caín (VII edición); así como de Pedro Varguillas, Isabella Saturno, Víctor Mosqueda Allegri,
Yorman Alirio Vera, Diego Alejandro Martínez, Roberto
Enrique Araque y Rosanna Álvarez Barroeta, participantes de la VIII edición.
Leer este volumen es pasearse por una muestra del
pensamiento y las vicisitudes a las que ha estado enfrentándose la juventud venezolana durante estos difíciles
9
años. Es leer su manera de permanecer, de estar, de ser
parte. Su manera de recordar la fragilidad humana en un
país en el que esta percepción acecha cada instante en
que estos jóvenes respiran, otean horizontes, creen sin
creer. Viven.
Sean bienvenidos.
vI I edición
2013
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Veredicto
N
osotros, Rubi Guerra, Gisela Kozak y Fedosy Santaella, miembros del jurado de la VII edición del Premio
de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores, reunidos en la ciudad de Caracas con el fin de emitir
el veredicto de dicho certamen, hemos decidido de forma
unánime, luego de haber leído todos y cada uno de los
cuentos participantes, conceder:
El primer lugar a “Barricadas”, firmado bajo el seudónimo Babs Johnson, por tratarse de un cuento que narra,
de una manera verosímil y sin caer en lugares comunes
ni abyecciones, una historia profunda, cruda y al mismo
tiempo conmovedora, de uno de esos personajes de la periferia social que suelen ser tratados desde la incomprensión
y la burla, construyendo una visión de mundo, una forma
de estar en la vida, dolorosa, contradictoria, ricamente humana y llena de matices. El texto rebosa de humor negro
y de una sexualidad exuberante, fálica y violenta, que al
mismo tiempo evidencia una tragedia afectiva tremenda.
La prosa cuidada transmite conciencia estética y rigor.
El segundo lugar al cuento “Para Elisa”, firmado bajo
el seudónimo Carlos Andrés Pérez, un texto en el que,
en un fino equilibrio entre lo íntimo y lo histórico; lo
reflexivo y lo narrativo, se construye una historia que se
mueve entre las fronteras de la legalidad, acerca de un
“amor” trágico, en un contexto sociopolítico muy específico, de fuertes conflictos sociales y humanos, pero que
al mismo tiempo conserva vigencia en la actualidad. Es
un texto narrado desde una voz madura, verosímil, con
una cadencia levemente irónica y poética, a pesar de su
violencia explícita.
Y el tercer lugar al cuento “Apocalipsis a la carté”, firmado bajo el seudónimo Max Foster, por su acercamiento
lúdico, escrito con frescura y oficio, sobre el tema de los
zombis como excusa para reflexionar, sin alambicamientos ni pretensiones académicas, en torno a la condición
humana en la contemporaneidad. La cultura del mass
media hace su encuentro con lo literario y lo filosófico
en este bien logrado texto, donde lo narrativo y lo anecdótico son fundamentales en la búsqueda siempre de la
tensión y el suspenso. Es un cuento muy completo en su
conjunto.
Abiertas las plicas, los ganadores resultaron ser, en ese
orden: Delia Arismendi, Gabriel Payares y Maikel Ramírez Álvarez.
De igual manera, hemos decidido otorgar menciones
especiales a los siguientes cuentos (listados sin orden de
preferencia):
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- “Esta Propatria”, de Nora Edén Mora.
- “Decembrina noche caraqueña”,
de Andrea Carolina López.
- “También sobre el alma nieva”, de Carlos De Santis.
- “No somos modernos”, de Ricardo Ramírez R.
- “Friend”, de Caín.
En Caracas, a los 12 días del mes de abril de 2013.
Rubi Guerra Gisela Kozak Rovero
y Fedosy Santaella
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1o
l u g a r
Barricadas
Delia Arismendi
No he hecho otra cosa que ser hasta el límite lo que soy
La víctima
Saul Bellow
D
e por sí ya la vida es jodida, mi gordo, pero si eres
un maricón puteándose en las calles con la mierda
de hombres que te toca a diario, la cosa se pone peor. El
corazón se parte, todos los días el corazón se te parte, te
lo digo yo, mi vida. Los hombres buenos no existen. Sólo
hombres malos que lo menean muy bien, se lo meten a
uno hasta el fondo y después andan presumiendo de ser
machos homofóbicos. Un día estaba descansando en una
plaza, ni siquiera buscando clientes, sino sentado, de lo
más normal, porque uno será muy puto, mi amor, pero
también tiene días para no hacer nada más que sentarse
en una plaza y ver a las palomas cagarse. Hay días de estar
tranquilito, sin nada metido en el culo. Entonces vino
un tipo con unas viandas de comida en las manos, dijo
“vente rapidito antes de llevarle esto a los carajitos hasta
la escuela”. No sé por qué soy tan puto, mi vida, debe-
rían tatuarme en la frente Soy muy puto, porque entré
al carro del tipo, me subí la faldita y sentí esa verga finita como un dedo haciéndome cosquillas en el culo. El
carajo acabó rapidito. Luego nos arreglamos en el carro
como pudimos y le reventé ese culo con mi verga; era
medio divertido porque cada vez que se lo empujaba él
tocaba corneta con la cabeza... hasta que acabó. Me pagó
mi plata y le dije “chao mi amor, no se vaya a enfriar la
comida de los carajitos”. Gritó “mamagüevo”, le contesté
“rico”, y el tipo tú sabes, pisó el acelerador y desapareció.
Voy a una plaza, a un parque o cualquier vaina, de lo más
tranquilo, como una puta en receso, pero no hay manera,
papi, siempre llegan los tipos a pedirte el favor de que se
la mames. Les encanta. ¿Tú has visto, papi? ¿Dime, a ti
te la mama tu mujer? Ja ja ja. Ni siquiera cobro tan caro,
pero pagan bien porque yo sí sé hacerlas. Toda una vida
en esto.
Tenía como trece años cuando se la mamé a un muchacho; en ese tiempo yo también era un muchachito,
ni por aquí me pasaba ponerme tan bello, con estas tetas y este cuerpo. Fue en el liceo, nos escondimos en el
baño mientras todos los muchachos estaban en clases. Le
mentí al profesor. Dije que iba a cagar y no podía aguantarme, así que me dejó ir. Cuando entré al baño, él estaba
esperándome, era de quinto año. Yo era de segundo. Se
bajó los pantalones, sacó su verga y la metió en mi boca,
así nada más. Cuando terminé, me dio plata. Desde ese
momento entendí el don que mi diosito me había dado
y los billetes que podía sacar por eso. El chamo siempre
me trató bien, sin golpes ni ratadas. La última vez que lo
vi ese año, yo estaba en noveno y él a punto de graduarse.
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Fuimos a la parte trasera del liceo, dijo que había pasado
un año muy bueno, pero nadie podía enterarse de nada,
que debíamos dejarlo hasta allí. Una mierda. Me jodió.
Mi primer despecho. Llegué a casa, y encerrado en el
cuarto, puse a todo volumen las canciones que mamá tenía en un cassette viejísimo de boleros. Es muy triste que
te rompan el corazón cuando tienes trece años. Después
me olvidé del chamo. A veces nos vemos en la calle, pero
no nos saludamos nunca. Trabaja en una zapatería, si no
me equivoco, por el centro de la ciudad.
¿Pero sabes quiénes son los más sucios, mi amor? Los
policías. Cuando he tenido que dormir en la calle y se
acerca un policía, de una vez le doy plata para que no me
agarre a coñazo. No es fácil. Una noche, unos policías nos
vieron a la Katy y a mí, dijeron que nos quitáramos la ropa
y nosotros preguntamos por qué, porque nos da la gana,
contestaron, y como ya sabíamos por dónde iban, les hicimos caso. También nos obligaron a modelar. Los tipos
se cagaban de la risa. Con arrechera, los mandé a comer
mucha mierda, entonces uno del grupo me dio unos coñazos mientras otros dos le enterraban a la Katy en el culo
una botella de cerveza que no sé de dónde coño salió. La
pobre Katy empezó a chillar y como fui a ayudarla, me
tiraron al piso y aplastaron los huevos con las botas. Los
muy malditos se llevaron los trapitos que teníamos puestos. Le saqué del culo la botella a la Katy y como pudimos
nos fuimos desnudos hasta el rancho donde vivía. Por eso
digo, son los hombres más sucios. La esposa del policía
del que te quería hablar me contrataba para arreglarle el
pelo y las uñas en su casa. Tú sabes, uno se rebusca y esas
viejas sueltan la plata como si ellas la cagaran. Viven en
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unos ranchos sin agua, papi, donde ves las ratas pasear por
la cocina, las cucarachas, toda esa porquería, pero las putas
esas te dan lo que pidas por estirarles el pelo y pintarles
las uñas. La primera vez que fui a la casa de la mujer del
policía, él abrió la puerta. Me miró así todo raro, el pelo,
las tetas, los zapatos. Tú te diste cuenta de lo reina que
me pongo, con mis zarcillos bien coloridos y esas tetas
afuera, papi, así como buscando cliente. Ese día yo tenía
el pelo rubio her-mo-so, y ahí estaba, toda una gata, con
los huevos bien escondidos. El carajo abrió y dijo de mala
gana que la mujer no estaba, que iba a tardarse una hora
más o menos porque estaba en el banco. Pero lo hubieses
visto, mi amor, con su vozarrón, diciéndome que si quería
entrar a esperarla, que afuera estaba haciendo mucho sol.
Uno se da cuenta de las cosas, mi vida, yo me daba cuenta
de que no dejaba de verme las tetas, y pues dije, ay, éste se
va a resbalar, y entré a la casa. Nos pusimos a hablar. Lo
hubieses visto, con el cuerpote de hombre muy macho,
un tipo de casi dos metros, bien catire, ¡si te lo imaginaras, papi! Imagínate a un hombre tan bello como él abrazándote, con esos brazos, con ese pecho lleno de pelos,
todo un macho. Pues esa verga se le fue pa’arriba cuando
le agarré una rodilla y fui subiendo por los muslos. Dije
qué calor está haciendo y le abrí el cierre, y saqué eso, señor, esa vaina sin nombre, bien cuidada, grandota como
si se fuese a explotar, mi amor, qué cosa tan inmensa; y
me la metí en la boca. Tú sabes cómo se siente eso en la
boca. Se la mamé, de arriba abajo, primero lento, después
rápido. Le miraba los ojos desorbitados, y daba alaridos
con su vozarrón, hasta que acabó en mi boca, tan bello, tú
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sabes cómo se siente uno de poderoso. Se quedó como un
minuto quietico en la silla, reponiéndose. Estuve un rato
de rodillas, sobándole esa verga que parecía un pescado
fuera del agua. Después se levantó, fue al cuarto y regresó
con unos billetes, mi amor, tú sabes que uno también lo
hace por necesidad, ja ja ja. Me dio la plata y me dejó sola
en la sala. Ya luego llegó la mujer y el carajo ni bolas me
paró cuando ella y yo nos metimos al cuarto donde ellos
dormían, porque era el único con aire acondicionado.
Son unos sucios esos tipos. Fue él quien empezó a buscarme. Todos los sábados nos íbamos para un hotel, o en
su mismo carro nos cogíamos, porque llegó un tiempo en
que él también me la metía, esa verga grande, templada, a
punto de reventar en mi culo, entrando y saliendo. No me
daba por jadear sino por reírme, eso eran carcajadas, griticos de alegría más bien, porque te lo digo, nada me pone
más feliz que un tipo casado cogiéndome. Ese año fueron
unas olimpiadas de cogedera. El tipo le decía a la mujer
que tenía que meterse a equis barrio porque había operativos, pero era mentira, pues resulta que preparábamos
citas y nos veíamos en esquinas de mala muerte, de noche,
cuando todo el mundo estaba demasiado borracho para
decirte cualquier cosa, y uno, y dos, y tres, cinco, diez…
veinte mamadas en una noche. Hasta allí todo fue bien,
pero el peo vino cuando me enamoré. Armé mi película.
El policía me trataba malísimo. Yo le dejaba mensajitos
de texto en el celular, cosas como “mi vida, te amo, quiero
chuparte el pipí”, y se arrechaba, varias veces me golpeó
y dijo que dejara de escribirle o me mataba. No le escribí
más, pero empecé a acosarlo en el trabajo. Grave error,
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mi gordo, no se puede hacer eso con un policía. Casi lo
pierdo (como si alguna vez hubiese sido mío), amenazó
con no verme más nunca, con matarme si no dejaba de
acosarlo. Me asusté. De verdad amaba a ese tipo, amaba
su verga y él seguro amaba la mía, aunque no lo dijera
con palabras, tú me entiendes. Imagina cómo sufría cada
vez que iba hasta su casa y la mujer le decía “mi vida”,
“mi amor”, “papi” o cuando lo acariciaba delante de mí.
Pero con todo lo malo que me hacía, no me cansaba de
decirle que lo amaba, y el maldito siempre respondía vainas como “métemelo hasta el fondo, puto” o “así, perra,
que me duela”, ¿sabes?, escucharlo de él era lindo. Escucharlo de otros hombres era asqueroso. ¿Puedes creerlo?
Podían decir exactamente lo mismo, pero sólo en él era
tierno, cuchi, lindo. Estaba en sus manos porque nadie
más me lo hacía como él. Tragaba si él me lo pedía, podía
acabarme en las tetas si él quería. Hubiese matado por él.
Uno se vuelve demasiado estúpido cuando se enamora.
Era casi su sirvienta, o mejor dicho, su esclava, pues
las sirvientas cobran, y yo no le cobraba, sabes por qué:
¡Porque lo amaba! Mierda, el tipo se estaba chuleando
al mejor culo en todo el barrio y ni siquiera dejaba para
comprar condones. Si no hubiese sido por esta boquita y
todos los penes ambulantes del bulevar no sé cómo habría sobrevivido. Con todo eso, quería vivir con él. Lo
imaginaba en mi casa, en mi cuarto, tirado en la cama,
sin camisa, viendo televisión. Yo haciendo comida, limpiando la casa, lavándole la ropa. Soñaba con ser la más
vulgar ama de casa, la más explotada, me habría encantado lavarle los interiores, porque para mí no hay nada
más hermoso que eso. De verdad, te hace sentir dueño
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de ese hombre, nadie más le toca las bolas, se las lame,
se las aprieta suavecito. Me habría encantado lavar los
interiores del policía alguna vez. Es que soy muy soñador.
Cuando estoy en mi casa, que miro pasar las ratas por
la cocina, papi, esas ratas asquerosas que no hay manera
de acabar con ellas, pasan por la cocina, por la mesa del
comedor, sobre los platos, me pongo a pensar que si el
policía viviese conmigo hasta las ratas se verían bien. El
rancho sería una mansión y el tremendo olor a mierda de
todos los días ya ni molestaría. La Katy dice que soy muy
bueno y necesito a alguien bueno, que el mamagüevo ese
no me quería. Pero no era fácil para él quererme, mi vida,
o sea, ya es difícil ser un maricón con tetas, imagina si se
enteran de que eres el tipo que se coge al maricón con
tetas. Ojalá, mira, ojalá algunos de esos golpes hubiesen
sido porque estaba celoso. Ay, cuántas veces le he rogado
a Dios eso. Como soy muy soñador, papi, cuando estoy
triste por cualquier cosa, veo las ratas en la cocina que
pasan y pasan, las veo y tengo ganas de hablarles, de decirles coño, el policía me amaba, los coñazos me los daba
porque estaba celoso de los otros hombres, y las ratas van
dejando pedazos de mierda por ahí como gritando qué
marico tan pendejo.
Pero un día decidí que estaba cansado de botar leche para él como una vaca recién parida. Me estaba quedando con muy poco, mi rey, mendigando amor así como
así. Decidí que tenía que decírselo. Cuando esa noche
nos viésemos en el hotelito de siempre, lo pondría a escoger, o su mujer o yo, así de sencillo. Sí, mi vida, pensaba
que tenía el derecho de exigirle vainas. Me arreglé ese
pelo de lo lindo, llamé a la Katy y le pedí que me acompa-
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ñara a comprar una bata de seda elegantísima que había
visto en una tienda. Gasté veinte mamadas en esa bata,
pero valieron la pena, porque la idea era estar bella. Pues
bien, regresamos con la bata en una bolsa linda que todavía tengo guardada por ahí, dos maricones bien putos
por la calle, te imaginarás las miradas, y nosotros de lo
lindo, con las tetas bien puestas, tambaleándole ese culo
a los mirones, haciendo oídos sordos a las risitas, pues esos
putos que se ríen tanto cuando pasas son quienes te buscan para metértelo, mi amor. Entonces para nosotras, las
cochinadas que escuchamos mientras íbamos de regreso
con la bata de seda, fueron halagos. Cuando llegamos a
casa, la Katy y yo nos pusimos a hablar del amor, de que
lo iba a recibir así, con la bata semiabierta, con las tetas
asomándose y la verga bien parada, porque por supuesto
iba a hacerme unas cuantas pajas antes de que llegara.
Así fue, cuando entró dejó sus corotos sobre la peinadora,
la pistola y la chaqueta. Le grité ¡te amo!, pero nada, el
maldito venía con todo. Me vio la verga así, apuntándole
a diosito que todo lo puede, se bajó los pantalones y puso
el culo para metérsela. Le comencé a dar lenguas y repetí:
“te amo, mi amor, te amo, quiero que dejes a la puta de
tu mujer y vengas a vivir conmigo, ya no tienes que volver
a meterte al barrio a matar a esos asquerosos, a correr el
peligro de que te maten”. El tipo no estaba escuchando
nada. Me gritó “¡puto!” cuando le eché un lechazo en la
espalda. Se levantó de la cama, agarró sus cosas y salió del
cuarto. Qué bolas, ¿no? Al menos a una puta le hubiese
dejado plata, pero a mí ni eso, nada. Por él hubiese sido
capaz de cortarme una bola si me lo pedía. Lo perseguí
gritando que lo amaba. No me había dado cuenta de que
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iba por los pasillos del hotel con la bata abierta, con las
tetas y los huevos al aire. Lo perseguí hasta la entrada.
El maldito se regresó y con la pistola me partió la boca.
Me dio una coñaza tremenda, patadas en la cara y en la
barriga. ¿Tú sabes que los dientes de adelante fue él quien
me los voló?, pues sí, de un puñetazo cuando amenacé
con contarle a la esposa. Te hubieses divertido con ese
espectáculo en el hotel, la gente salió de los cuartos a ver
qué pasaba, y yo le gritaba: “¡Se lo voy a contar a tu mujer!
¡Yo te amo!” (Sí, mi vida, estaba tan loco como para amenazar a un policía). Y yo de rodillas, llorando, con la bata
abierta, y todos en ese hotel con las bolas duras viéndome
la mercancía. Todo eso pasaba en el pasillo frente a la recepción del hotel. El maldito se dio la vuelta y me agarró
del pelo, arrastrándome por el piso, dándome patadas en
la cara, mi vida, y después me dio una patada tan fuerte en
los huevos que me cagué encima, maldita sea, ahí mismo
estaba cagado. Sentí la pistola en la frente. Pensé, sí, hasta
aquí llegó esta belleza llena de mierda, pero la viejita que
atendía la recepción me jaló y me metió detrás del mostrador. De puta quería irme adonde estaba él, entonces la
vieja me metió un coñazo, cerró el puño, apuntó bien y
me dejó tendido en el suelo. Salió y le dijo al desgraciado
ese que se fuera, que no quería problemas. Bueno, más
bien se lo rogó. Pobrecita, medio recuerdo que estaba
temblando. No sé cómo se fue así nada más. No lo vi irse,
pero lo imaginé tambaleándose, con la pistola en la mano
gritando te voy a matar puto maricón.
Esa viejita fue mi salvación. Me cuidó y me llevó al
hospital. Allá dijo que yo era su sobrino, y que me habían
atracado. No le creyeron mucho, pero igual me atendieron.
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¿Los dientes? Una millonada. La viejita dijo que no tenía
dinero para mis dientes y claro, al principio me puse triste,
pues yo antes estaba más flaca y con unos dientes lindos,
derechitos. Después me acostumbré. Los hombres dicen
que les encanta así, sin dientes. Cuando sienten la encía
tocándoles la verga, se vuelven locos. En parte se lo agradezco al desgraciado ese, y ojalá lo tuviese enfrente para
hacerle una buena mamada. Al tipo lo volví a ver. Pasaron
tres meses y regresé a su casa para arreglarle el pelo a la
mujer. Se puso nervioso al verme, pero mi cielo, con esa
coñacera en el hotel me olvidé de las amenazas de contarle a la mujer, normal, fui a hacer mi trabajo, aunque
en el fondo acepté ir porque tenía la esperanza de verlo.
Entonces los escuché discutir en el cuarto. Decía que estaba harto de los maricones en su casa y otro poco de
mierda. Ella regresó, qué pesar, toda avergonzada porque
yo había escuchado la pelea. Está jodido en el trabajo, no
le pares, tú sabes cómo son los hombres. Pues claro que
sé cómo son y lo que les gusta, respondí, y nos echamos
a reír. Le pinté esas mechas más bellas, rojo rojo. A los
meses, cuando ella volvió a llamar porque necesitaba que
la peinara para ir al matrimonio de una prima, dije que
había tenido un accidente y tenía las manos quemadas, ja
ja ja, la pobre se lo creyó, se puso triste. Para esa casa no
volví más, tú sabes, me alejé, y no por miedo, sino porque
me hacía daño, es más, todavía me duele acordarme del
policía. Todavía se me corta la voz, ¿escuchas?
Bueno, eso era lo que te explicaba del amor, papi.
En esta situación es difícil enamorarse. Cuando uno se
enamora lleva mucho coñazo, pero si se enamora de un
policía, mucho más, es como si te lloviera mierda, como
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si estuvieras rodeado de una barricada, pero de mierda. Y
no se puede hacer nada porque el amor no escoge dolientes, ¿verdad? Ay, anota eso también, papi, que me quedó
bello: “El amor no escoge dolientes”.
27
2o
l u g a r
Para Elisa
Gabriel Payares
para José Roberto Duque
La ley nace de los inocentes que agonizan al amanecer
Michel Foucault
E
xtranjero:
La noche es densa, apenas si veo tu cara en los matorrales. Debes tener el ceño fruncido, quién sabe si hasta los
ojos cerrados, protegiéndote de este hervidero de bichos
tropicales, de moscas, zancudos, escarabajos y mariposas,
tantos alrededor que uno los siente pasar rasantes, lamiéndole a toda velocidad el sudor del cuello y de la espalda.
Si no fueran tantos, y si no vinieran tan ciegamente hacia la luz, te juro que encendería los reflectores que trajimos para que pudieras verlo todo. Sólo así podríamos
verla, detallarla completa por última vez. No porque vaya
a olvidarla, no, porque tengo cada minuto de su historia grabado aquí, repitiéndose en la cabeza como en un
VHS. Y de todos modos ya ni se parece a ella misma, sino a
una muñeca sucia y rota, a un maniquí que alguien violó
y después echó con asco a la basura. Ya es imposible que
sepas lo buena que estaba, que te imagines lo que es tener
a aquella mujer abierta y encima. Porque allá de donde
vienes, extranjero, las mujeres no tienen esa canción en
las caderas. Pero no aguanto a los bichos estúpidos estrellándose contra el bombillo, ni queriendo beberle a uno
el agua de los ojos o metérsele por la nariz.
Se llamaba Elisa, extranjero, que era el mismo nombre de su abuela y el segundo nombre de su mamá. Y
siempre fue calladita como las joyas en las tiendas, como
los cuadros de los museos, como esas cosas lindas escondidas con un vidrio. Algo en esa distancia, en ese frío como
de fantasmas, me hace imaginarla aún vivita y coleando,
vestida con el uniforme fucsia que le ponen a las muchachas bonitas en los bancos. Ahí, detrás del vidrio de la
taquilla, atendiendo al público en silencio y sin levantar
la cara del monitor, avergonzada de tener entre manos
tanto dinero prestado. ¿Cuántos hombres pasaban frente
al vidrio cada día, comiéndosela con los ojos y tratando
de sacarle con un piropo una sonrisa? Montones, claro,
pero de todos esos nos interesa uno solo: uno que no tiene
nombre, que andaba en los treinta y tantos y ya no servía
sino para Guardia Nacional, para dar planazos y poner
una cara seria. Tú sabes cómo es: la ve, se acerca, y se
arregla el uniforme como quien no quiere la cosa, porque
aquí todo se consigue vestido de verde y de botas punta
de hierro.
A menos de un metro de ella, este tipo desliza su planilla de depósito por el agujerito en el vidrio, susurrando
un buenos días, mi reina que la hace esconder los ojos
negros en el papel que tiene en las manos. Entonces ella
teclea ruidosamente y sin verlo hasta que de pronto le
dice, con un hilito de voz, que le faltó la firma en el re30
cibo y se lo extiende junto con un bolígrafo negro. Él escribe su nombre lo más legible que puede y le pregunta si
también le hace falta un número de teléfono. A lo mejor
le guiña un ojo después. Ella lo agarra todo, en silencio,
hasta que sus propios dedos le rompen la concentración:
él tarda un segundo de más en liberar el papel, un instante
apenas, suficiente para soltar el recibo sin despertar mayores sospechas, pero también para quitarle una mirada
de sorpresa, quién sabe si hasta una sonrisa. Del modo
que sea, extranjero, aquella mirada es la que lo echa todo
a perder: la deja a ella con un sustico como de hormigas
en la barriga, y a él con el brillo de los ojos negros de Elisa
detrás del vidrio.
Desde ese día empieza este hombre a frecuentar el
mismo banco, aunque le quede muy lejos y esté siempre
repleto de gente. A veces va sin una razón verdadera: insiste en retirar efectivo con la libreta en lugar de usar el
cajero automático, o pide de nuevo y de nuevo los requisitos para una tarjeta de crédito que nunca van a aprobarle.
Elisa lo nota todo de inmediato, y permite en silencio que
nazca entre ellos la complicidad de una rutina. Si llegan
a coincidir sus miradas por mucho rato, ella retoma de
inmediato el tecleo en la computadora, como queriendo
callar sus pensamientos y sumergirse de nuevo en la multitud de nuestros queridos ahorristas. Pero día tras día
juegan ambos el mismo juego, la misma persecución invisible, como las que hacía la tropa en los pueblitos de la
frontera, aterrando a los campesinos con paracos y guerrilleros inventados. Que no se diga que nuestro hombre
se rindió a la primera: tras dos semanas ya había logrado
respuesta a sus buenos días, a poco de un mes obtuvo
un gesto de reconocimiento y casi una mirada frontal, y
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algunos días después se adueñó finalmente de su nombre.
Él nunca había conocido a ninguna otra Elisa. Y no pasó
demasiado tiempo entre aquel día victorioso y la tarde
en que, empalagada por lo que sólo él sabía mirarle, lo
dejara quitarle lentamente la ropa, con el cuidado y la
paciencia con que se desviste a un niño pequeño, como
si doliera cada centímetro de piel que se muestra a la luz
de una habitación de hotel. La tela olía al detergente con
que limpiaban los vidrios del banco, como de tanto reflejarse en ellos todos los días, mientras que Elisa tenía
un olor profundo que nacía en el espacio entre las tetas y
le corría hacia el cuello y hacia abajo, arrastrándose por
la piel morena como una culebra en la hojarasca. Olía
a cerveza quemada, a hectáreas de trigales ardiendo, al
sudor seco de muchas horas de trabajo mezclado con algún perfume, dulce e insoportable, que algún novio le
habría regalado en Navidad. Estar con Elisa era hacerla
acabar sin demasiado esfuerzo, casi por accidente, y verla
después quedarse así como sorprendida, como cruzando
una frontera que ella misma no sospechaba tener. ¿Y a
quién no iba a encantarle verla pálida y silenciosa, con
tanto miedo a lo que le iban a hacer sentir, aunque uno
supiera que aquella no era, ni de lejos, su primera vez
encaramada en un hombre?
Y así siguen viéndose por un tiempo largo, disfrutando
del rato que pasan sus uniformes en el suelo, entremezclados, hasta que ella recoja la chaqueta camuflada y se
la ponga para ir al baño, escabulléndose con un rapidito,
que ya me tengo que ir. Aquellos encuentros cierran con
una despedida lejana de parte de ella, como queriendo
huir y abrazarlo al mismo tiempo, hasta que él la toma
con fuerza de los codos y le da un beso tan largo que la
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acompañe hasta la puerta de su casa. Y aunque ella le explica más o menos en dónde vive, las pocas veces que él
le pregunta, jamás le cuenta nada de su familia, ni lo deja
acompañarla más allá de alguna boca del Metro o alguna
parada de taxis. Esa intriga al principio lo molestaba, pero
ya había aprendido a mirarla siempre desde lejos.
No hay que ser un genio para saber que Elisa tenía
marido, y es que era tan obvio. Nuestras mujeres son así,
extranjero, se matan por tener un hombre en su casa, así
tengan después que aguantarle los cachos y las borracheras, y en eso Elisa no era ninguna excepción. Los encuentros se daban de una manera en extremo cuidadosa: con
ella no podía ser de otra manera y eso estaba bien para él.
Simplemente se aparecía en el banco y ella le decía si el
día era adecuado o no. Si lo era, la recogía en la salida y
se iban de cabeza al hotel; y si no, pues no. Anotaban el
intercambio sobre las líneas y renglones de las planillas
de depósito, que él tomaba de a montones en el estante
y después echaba a la basura al salir. Casi no hablaban,
y de todos modos ninguno era muy ducho en la palabra.
Precisamente por eso le fue imposible prever la ausencia
repentina de Elisa durante casi una semana completa, en
la que ni hubo mensajes, ni recados, ni nada que le explicara a la otra empleada sentada en la taquilla de Elisa.
¿La habrían despedido injustificadamente? ¿La habrían
transferido a la bóveda, a otra agencia de la ciudad? Después de esperar por un par de días, se atrevió finalmente
a depositar un dinero en su propia cuenta, tan sólo para
poder preguntarle a la cajera por el paradero de Elisa; y la
respuesta fue un gesto de resignación, un encogimiento
de hombros: que estaba enferma, que creía que hospitalizada, que volvía en poco tiempo al trabajo. Él asintió,
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sin añadir nada más, y esperó unos cuantos días antes de
volver a pisar aquel banco.
Cuando por fin él volvió a sus andadas, el vidrio pulcro de la taquilla le mostró apenas un remedo de Elisa:
demacrada, escuálida y enrojecida, no supo disimular
el malestar que le produjo verlo a la cabeza de la fila.
Daba la impresión de que de haber podido correr, Elisa
lo habría hecho de inmediato y con todas sus fuerzas; y
así, como por arte de magia, la esfinge se convirtió en
un espantapájaros. Él esperó su turno, impaciente, estrujando el papel entre los puños cerrados como martillos; y
cuando por fin llegó a la ventanilla, después de ceder el
paso para no ir a dar a la de al lado, ella intentaba taparse
los ojos con el cabello. Claro que ni eso, ni las toneladas
de maquillaje que llevaba puesto evitaron que él detallara
su nuevo rostro: una sombra verde en una mejilla se colaba hacia su ojo derecho, donde estallaba en un montón
de ramitas rojas sobre el fondo blanco; su boca pintada,
más roja que de costumbre, casi disimulaba por completo
el bulto hinchado en el labio de arriba, rasgado como si
fuera de tela; y su cabello suelto casi no dejaba ver las
marcas rojas de apretones en el cuello. Aquellas huellas
las conocía de sobra, podían verse a diario en el cuartel, y
en ese sentido no habrían tenido que sorprenderle. Pero
en la cara de Elisa significaban algo completamente diferente. Le recordaron las grietas que un temblor había
dejado en las bases del edificio de su infancia. Aquellas
huellas no eran sólo para ella, sino también para él: un
grafiti en la pared de su casa, un mensaje dejado en el
lugar más visible que existe. Sin quitarle de encima la mirada y sin saber si reclamarle su abandono o si mostrarle
indiferencia o compasión, anotó en su planilla un ¿y a ti
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qué coño te pasó?, que encajó el golpe faltante en aquel
rostro tan magullado. Allá, en el fondo, muy adentro,
Elisa se volvía pedacitos. El nada, no preguntes que ella
garabateó en el apartado blanco de la firma le encendió
una pequeña mecha de rabia: ya se sabía esa respuesta
de memoria. Monto del depósito: Dame el nombre del
cabrón ese pa’ joderlo. Fue culpa mía, respondió ella en
una esquina del documento. No te metas. Pero cómo no
iba a meterse. ¿Se enteró?, escribió él, lleno de angustia
por saber si aquello era todo en el fondo su culpa; pero
ella negó con la cabeza y bajó la mirada. Hoy mismo te
vas conmigo y dejas a ese marico, dijo en voz baja, rompiendo el protocolo, y recibió un Mejor no me busques
más como cierre del trámite bancario, a lo que siguió una
firma, sello, arrancar el papel carbón y devolver la copia
por el hueco en la ventanilla. De inmediato se interpuso
un cartelito azul que ofrecía disculpas por la Caja cerrada, y Elisa desapareció a paso rápido en las entrañas
del banco, dejándolo allí parado, con los puños cerrados
y un grito atragantado en la barriga.
Contra todo pronóstico, porque tenía órdenes claras
de volver aquel mismo día al cuartel, deambuló durante
horas por los alrededores del banco, haciendo tiempo
mientras caía la tarde. Tenía en la boca un sabor metálico, y en el pecho el corazón latiéndole como loco, como
haciéndole la guerra al reloj. No le sorprendía el maltrato
que Elisa aguantaba, ni el miedo que de seguro sentía y
que la hacía reaccionar de aquella manera: los rehenes
nunca se atreven a negociar, aunque en ello se encuentre
su único chance de libertad. Sólo así se explicaba que ella
fuera tan tajante en su deseo de echarlo de su vida. Si lo
hacía por protegerlo, protegerse a sí misma o simplemente
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ya no meterse en más problemas, era algo que él estaba
determinado a averiguar; por eso esperó hasta la hora de
cierre, hasta ver salir al personal del banco y hasta que
Elisa apareció, hasta que allí todo cobró sentido de pronto
al verla subir a una patrulla de la Policía Metropolitana y
saludar con un beso rápido al conductor. Un beso rápido
porque sabía que la espiaban, o porque lo hacía obligada
o porque los labios le dolían demasiado. Fue imposible
ver mucho más que eso, extranjero, aunque sí pudo quedarse con la placa de la patrulla. Con razón, murmuró
mientras la patrulla arrancaba. Elisa sabía que ya estaba
sentenciada.
Una vez traspasada la hora de entrada al cuartel, daba
igual en qué momento de la noche se devolviera, el castigo iba a ser siempre el mismo. Así que caminó, mientras
dejaba morir la tarde, hasta escaparse hacia otros sitios
más familiares. Y es que no puede uno andar por ahí, en
uniforme, metiéndose a la ligera en cualquier puticlub
que se aparezca: no tanto porque el honor sea la divisa,
sino porque se puede salir tiroteado. Por eso siempre hay
un local amigo, en el que ignoran por completo el uniforme y le brindan una copita por la casa, distinguido.
Lo demás, extranjero, lo puedes imaginar sin que te lo
cuente: con la rabia todavía por dentro, se bebe dos o
tres cervezas de botella, mientras mastica, como vidrio
entre las muelas, algo que días después se va a convertir
en determinación; un par de horas después hace lo propio entre los muslos de una puta trigueña y jovencísima
que estará todo el rato llamándolo mi héroe, mi soldado
mientras él se lo mete de espaldas y le tira de las greñas
pintadas de amarillo. Una puta que, por qué no, podría
hacerse llamar también Elisa. Me lo imagino llegando
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esa noche al cuartel, de madrugada, oliendo a colonia
de puta y a jabón de hotel, y sentenciado a la mañana siguiente a nueve días seguidos de arresto. Una sanción que
iba a recibir con alivio. Necesitaba tiempo para pensar.
Pero nueve días no es nada, hay gente que ha estado
allí metida un mes. Cuando por fin salió del calabozo, se
sentía como con concreto bajo la piel. Algo dentro de él
clamaba por justicia, por venganza o por las dos cosas juntas. No era el fogonazo de los celos, de sentir que había
perdido una batalla sin siquiera pelearla lo que le ardía
bajo la lengua y tras la mirada, sino más bien el deseo
de borrarse la cara de Elisa, de amputársela de la memoria, de arrancarse de adentro algo profundo sin saber muy
bien qué. Cuando por fin pisó de nuevo la calle, ya sabía lo que tenía que hacer. Hizo un montón de llamadas
a números de teléfono que nunca antes habría querido
marcar, contactó coroneles y sargentos, pidió ayuda, jaló
bolas, prometió favores sin pensarlo mucho y al precio
que le pusieran. Así, pudo un día convertir el número de
placa de la patrulla en un nombre: Asdrúbal, y en un apellido: Rivero, y después en un teléfono y después en una
dirección de habitación. ¿Qué más que eso necesitaba?
Ah, pero no es fácil matar a un policía en plena calle y
quedar impune, a menos que tengan los suficientes recursos para tapar la huida o silenciar el crimen: o mucho
dinero o amigos muy influyentes, y está de más decir que
nuestro amigo no tenía ninguno. Pero Dios le sonríe a las
venganzas, y la suya comenzó un día en Guarenas.
Nadie entendió a qué se debían las protestas; pero en
pocas horas, lo que había sido un llamado preventivo a
cuartel se convirtió en un despliegue militar, a medida
que los enviados a controlar la turba eran sobrepasados
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por lo que empezaba a llamarse el Sacudón. La Guardia
Nacional hizo un llamado a cuartel, y esperaba todavía
sus instrucciones cuando llegó la noticia de los saqueos
en Caracas. Entonces nos reunieron a todos en el patio
y nos explicaron que la calle estaba prendida y que la
prioridad era garantizar el orden público a como diera
lugar. En pocas palabras, nos estaban soltando la correa.
Y cuando subimos a los transportes, convertidos ya en
máquinas de guerra, había quienes lloraban y había también quienes tenían, debajo de la máscara antigás, una
tremenda e incontenible sonrisa. Cada quien reacciona
distinto al hormigueo en la espalda que da el peso del
equipo antimotines, que es incómodo, pero le hace a uno
sentirse indetenible. Con la voz del sargento confundiéndose con el rugido del camión, se nos anunció el primer
foco de disturbios que íbamos a sofocar: ay, extranjero, era
el mismísimo barrio de Asdrúbal Rivera, el mismísimo barrio de Elisa.
Te imaginarás lo que sintió nuestro amigo en ese momento. Dándose cuenta de que todo jugaba a favor de su
venganza, lamentó no haberse trazado un buen plan durante su semana de arresto. Y es que así sucede la mayoría
de las veces: la velocidad de la vida lo obliga a uno a sacar
todas sus cuentas al momento. La policía estaba también
en la calle, ellos eran el primer cordón de contención
ciudadana; así que el amigo Asdrúbal estaría ocupado,
allá lejos de su casa, y no habría riesgo de toparse frente a
frente con el enemigo. Incluso, si había suerte, la turba lo
lincharía en Guarenas y les solucionaría el problema a él
y a Elisa. Si no, tal vez ella recogería lo más importante
y abandonarían juntos el resto, amparados en el desastre
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como una gran cortina de humo. Mil planes se le ocurrieron en el camino; todo se decidiría sobre la marcha.
La calle, en cambio, era pura improvisación: todo estaba patas arriba, lo de adentro tirado en la calle y lo de
afuera rompía las vitrinas. La gente aprovechaba el desorden para saldar sus cuentas pendientes con la vida: robar, saquear, violar y romperlo todo, como si el mañana
no fuera de nadie. No había tiempo para formaciones ni
disparos de advertencia, ni tampoco muchas ganas de andar con rodeos. En pocos minutos armamos y lanzamos
las primeras lacrimógenas, apuntándole a las salidas para
obligar a la gente a amontonarse. Esa estrategia no falla. Y
ya después no hicieron falta más instrucciones: el gas hacía su trabajo y nosotros el nuestro, arremetiendo contra
lo que se moviera, dentro y fuera de las tiendas, parados y
listos para correr, o arrodillados, intentando respirar con
un pañuelo. Nada importaba, todos probaban el orden
público de nuestras manos con las máscaras antigás haciéndonos ver como lobos enormes, como el cruce entre
un soldado y un dragón. En instantes como ese todo era
sospechoso y no había que pensarlo demasiado para disparar los perdigones al cuello, a la cara o a la parte de adentro de los muslos. Creo que si la gente supiera lo fácil que
resulta causar tanto dolor no saldrían ni siquiera de sus casas. Y entonces fue cuando nos dispersaron, metiéndonos
al barrio por diferentes direcciones y dándole luz verde a
la cacería: vamos a hacer que se acuerden, nojoda, que no
se les olvide más nunca. Allí, mientras quebrábamos las
filas que se habían resistido a la peinilla, persiguiéndolos
prácticamente adentro de sus casas, lo vimos alejarse del
grupo corriendo a toda velocidad, dejando caer el escudo
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antimotines para trepar más rápido los escalones y escabulléndose entre las venas del barrio, pues estaba cerca
de la dirección que ya se sabía de memoria. Nadie intentó
detenerlo. A nadie le importaba. Creo que todos en su
lugar habríamos hecho lo mismo en ese instante.
Ya va, que el relato sigue, extranjero, pues nuestro
amigo dio finalmente con la puerta que tanto buscaba y
con la plana firme en una mano, rebotó los nudillos de
la otra sobre el metal de la puerta cerrada. La máscara le
contenía la respiración, devolviéndole un sabor amargo,
como de bronce, mientras contaba los segundos sin respuesta, dispuesto a tocar la puerta otra vez. Mil cosas podían salir mal en ese momento. Entonces una voz le dio
el ¿quién es?, y poco después una mentada de madre; una
voz masculina con la que no contaban sus planes. Bueno,
en realidad no contaban con nada. Dando un paso atrás,
revisó las señas de la casa y no había lugar a equivocaciones; pero siempre podía haber sido un error de sus informantes. Podía ser que Elisa y su marido se hubieran
mudado hacía tiempo, o que vivieran allí con otros familiares, tíos, primos, hermanos, hijos, cualquier cosa. O a
lo mejor, quién sabe, se trataba del mismísimo Asdrúbal,
allí enconchado con su mujercita mientras el barrio se
prendía en candela. ¿Asdrúbal Rivero?, preguntó entonces, con toda la mala intención. ¿Quién lo busca?, respondió del otro lado la misma voz áspera de antes. Y ahí no
supo ni qué decir, pero no le hizo falta pensar demasiado:
la respuesta perfecta brotó de sus labios sin darse cuenta,
después de tantos años de oírla, decirla y pensarla. ¡Abran
esta vaina, que es la Guardia Nacional! Pasó medio minuto en silencio y entonces volvió a tocar, con más fuerza.
¡Guardia Nacional, abran esta puerta, carajo! Y allí sí es40
cuchó finalmente el traqueteo de la cerradura, mientras
la puerta empezaba a abrirse y gritaban desde adentro
un ¡Ya va, coño! que apenas si tuvo chance de escuchar.
Tenso como un resorte, levantó la plana y preguntó de
nuevo: ¿Asdrúbal Rivero?, y aunque no contestaron, no
había ya lugar para segundas oportunidades. Lo siguiente
ocurrió tan rápido que no hay modo de saber si es este el
orden correcto: mientras la puerta se abría a la mitad, una
puntada de rabia le cruzó al soldado como un rayo entre
las tripas, cuando tiró del metal de la puerta y se tropezó
la mirada submarina de Elisa, de la pendeja de Elisa, a
quien su marido ponía a abrir la puerta cuando pedían
a gritos su nombre y apellido, sin saber si era un disparo
lo que esperaba del otro lado, y aquel pozo de rabia que
le burbujeaba por dentro le subió como una oleada de
vómito a la boca: un chorro de insultos que precedieron
su entrada en la casa –hijueputa cobarde cabrón maricón
de mierda ya vas a ver cómo es la vaina–, como queriendo
sacarse de adentro aquella acidez, y así mismo agarró a
Elisa con fuerza por un brazo y la lanzó hacia la calle sin
decirle una sola palabra, lanzando su peso entero en una
patada contra la puerta, que se incrustó en el cemento y
retumbó en la casa entera como un disparo. Pero ya estaba dentro, y al asomarse hacia un lado lo vio, aplastado
contra un lado de la puerta y bañado en sudor, con el
uniforme azul abierto sobre el pecho peludo, sosteniendo
su revólver en una sola mano temblorosa, la misma con
que le había partido a Elisa la boca y la frente. Allí, cara
a cara, Asdrúbal y él se vieron por primera y última vez,
y fue una mirada tan sincera, tan ya todo está dicho, mamagüevo, que no hizo falta abrir la boca para dejar en
claro lo que iba a pasar, y que duró apenas los segundos
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que tardó el acero de la plana en cortar el aire entre ambos
y morderle a Adrúbal la carne de la cara. Elisa gritó desde
afuera, pero ya no había nadie que la escuchara: el sable
cayó de nuevo, aprovechando el momento de confusión,
sobre el cuello del enemigo derribado y entonces volvió a
caer, sin darle descanso al brazo, una y otra vez como una
máquina, fuera de balance, hasta que tuvo fuego en los
hombros y chispas de sangre en la máscara y los guantes.
Supo al detenerse que había estado gritando, por el ardor
en la garganta y el timbre en los oídos, mientras Asdrúbal
a sus pies luchaba por respirar, entre burbujas de sangre,
como un lagarto escupiendo sus propios jugos por la nariz. Vio que había cinco o seis dientes del policía regados
en el suelo y que los ojos de su rival no eran más que una
gelatina morada. Asdrúbal, el policía, era un monstruo
irreconocible.
Trató de recuperar el aliento, estirándose hacia atrás
para agarrar la escopeta de perdigones en su espalda y dar
el tiro de gracia a la bestia, pero no alcanzó la culata a
tiempo porque un peso enorme lo arrojó de pronto contra el suelo. Fue a dar de bruces al piso, enterrándose la
máscara en las encías y en la nariz, mientras las uñas de
Elisa se le clavaban en el cuello, la única parte del cuerpo
expuesta a aquel repentino ataque a traición. Zafarse de
ella fue engorroso y cruel: tuvo que retorcerse como un
gusano mientras las manos de Elisa le bailaban frenéticas
encima, buscando otro punto débil en la armadura, y con
su propio sudor ardiéndole en la carne viva del cuello,
apoyó su peso y el de ella sobre las rodillas, para poder
incorporarse de un golpe y sujetarla por las muñecas, empujándola hacia atrás con todas sus fuerzas. La sintió aterrizar sobre la espalda, con un sonido seco y delicado, y
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pensó que así era todo con Elisa, como esforzándose por
pasar siempre desapercibida. Cuando al fin logró levantarse, la máscara rodaba por el suelo y un rugido le salía
entre los labios. ¡Soy yo, coño e’ tu madre! y le dio unos
cuantos segundos para que le viera la cara desnuda; pero
no hubo en aquellos ojitos tristes ninguna señal de agradecimiento, cuando por fin se dio cuenta de a quién se
estaba enfrentando. Más bien se le torció la boca en una
mueca horrible y gimió como si le estuvieran arrancando
un pedazo del vientre. Mi héroe, mi soldado. ¿Quién
puede entender, extranjero, los gruesos lagrimones que
dejó escapar allí mismo, echándose hacia atrás como un
animalito huyendo del fuego? ¿Hubiese sido mejor no
saber quién la liberaba, quién le volvía a poner la vida
en sus propias manos después de arrancársela a Asdrúbal
de los zapatos? Esas preguntas se quedaron sin respuesta.
Preguntas que él no le hizo y que ya no tienen ningún
sentido. A lo mejor es esa la razón por la que los héroes
se ocultan con disfraces. A nadie le gusta ver el rostro del
soldado en la batalla.
La frustración de todo aquello la descargó a patadas
en la cabeza de Asdrúbal. No supo cuántas fueron, pero a
los pocos segundos tenía las botas empapadas de sangre. Y
sólo allí se dio la vuelta, de puro cansancio, justo a tiempo
para verla ponerse de pie con el revólver del marido entre las manos. Apenas si lo podía creer: aquella mujercita
sometida, a la que el marido molía a palos cuando quería, era capaz de matar allí mismo a su amante, allí en su
casa y con la puerta abierta, para seguro después ir a explicarle a todo el mundo que tuvo que defender a su marido
como pudo. Y no sería difícil de probar: aún debe tener
pedacitos de piel metidos bajo las uñas. En ese instante
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nuestro amigo entendió que un soldado no debe esperar
nunca la gratitud de nadie, así como tampoco la piedad
del enemigo; porque al final dan tanto miedo como los
monstruos mismos con los que pelean. Y para muestra,
extranjero, un botón: con un solo guantazo en la cara,
le arrebató a Elisa el revólver de las manos y la dejó sangrando por la nariz, sentada de rodillas como dispuesta
a pedir clemencia. Aquella imagen le dio asco, un asco
terrible que le hizo querer limpiarse los guantes con la
tela misma de sus pantalones. No digas un coño, bichita.
Con razón te caían a coñazos. Entonces la agarró de los
cabellos y la arrastró hasta su cuarto, sin fijarse en si lloraba o gritaba o qué. Ya nunca iba a poder confiar en ella
de nuevo.
No me preguntes los detalles de la muerte de Elisa,
extranjero. Prefiero dejarte eso a la imaginación. Lo que
vino después es mucho más simple de contar: algunos
compañeros consiguen la casa bajo un asedio de piedras,
gritos y botellas, con los vecinos reclamando un crimen
que nadie jamás iba a denunciar; el sargento gritándole a
nuestro hombre a la cara que por qué coño había desaparecido en acción, que si estaba loco, que incluso pensaron
que ya estaría muerto. Luego dando la orden de sacar los
cadáveres a la calle y dejar la puerta abierta, para que
tarde o temprano los propios vecinos saquearan lo que
había en la casa. Y nada más: los llamaban en otro lugar
y no había tiempo que perder en aquello. Lo siguiente
fueron nuevas horas de calabozo, mientras el ejército hacía el relevo y metía en cintura al país. Horas que nuestro
amigo pasó mirando sin ver en lo oscuro, y ya más nunca
se ha sabido de él. Todos cuentan una versión diferente.
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Algunos dicen que sigue allí, perdido en sí mismo y en el
calabozo. Otros dicen que quiso darse de baja y no pudo:
debía ya demasiados favores; como un esclavo, hace lo
que le dicen y a cambio lo ascendieron a sargento. Otros
dicen que se volvió loco, que ha intentado varias veces
suicidarse y no lo consigue. Puros cuentos. La verdad no
se va a saber nunca.
Lo único cierto, extranjero, es lo que dejaron los soldados atrás y es hoy trabajo tuyo y mío a la medianoche.
Esto a lo que llaman desde arriba conserjería, porque
limpiamos el desastre que deja la fiesta, y es castigo de
los que tenemos demasiadas cuentas pendientes. Pero ahí
está ella, extranjero, lo que queda de ella y de todo este
relato: una cara más entre la muchedumbre. Elisa, si es
que Elisa alguna vez existió, si es que ese fue algún día
su nombre, hoy forma ya parte de la marea, anónima y
olvidada por todos, excepto por mí.
Cava, extranjero. Cava.
45
3o
l u g a r
Apocalipsis a la carté
Maikel Ramírez Álvarez
It´s the end of the end of the world
as we know it and I feel fine
REM
H
abíamos sobrevivido a la noche aciaga. Atrás dejábamos la carnicería humana que se precipitó sobre
nuestro barrio. Para nuestro profundo pesar, fuimos testigos de cómo, con esa asquerosa ferocidad, nuestros vecinos engullían a nuestras familias, y también cómo estas se
lanzaban a devorar nuestras carnes trémulas, durante la
hora que Conrad, supongo, llamaría La noche de los primeros tiempos. Me avergüenza recordar que fui yo quien
le dio muerte a Irene, mi esposa. Bueno, la verdad es que
me había pedido el divorcio antes de que irrumpieran las
abominaciones esas. Al cabo de unas horas, Irene pasaría
de querer parte de mi salario mensual a querer rellenar su
panza con mi pellejo. Si no hubiese sido por su cara, doctor, descolorida e inerte, como de pescado en refrigerador,
además del hedor a lago de Valencia que se desprendía de
su cuerpo, le aseguro que habría creído que su lengua
enroscada y su dentadas eran una invitación al sexo oral,
usted sabe, una forma de izar la bandera blanca de la paz
después de tanto tiempo de confrontaciones domésticas.
Pocas horas más tarde, recobrábamos fuerzas acostados sobre el césped del centro comercial Maracay Plaza.
Éramos sólo cuatro sobrevivientes: mis vecinos –el barbero Manuel y el hábil comerciante Jesús (o el Maracucho, como le gustaba que le llamaran)–, mi primo
Sergio, joven dedicado a los deportes, la música y los videojuegos, y yo, cursante del octavo semestre de Lengua
y Literatura, obsesionado con la presencia de los perros
en la producción literaria de Occidente, ya que, sostenía
(aún hoy sostengo) que de aparecer perros en la literatura
china lo harían tan pobremente como aparece la comida
en el Banquete de Platón o en las orgías del Satiricón, de
Petronio, en la literatura de esta parte del mundo. No sé
cuánto tiempo había dormido antes de que fuésemos alertados por el grito del Maracucho: “Vergacioooooooooón,
primo”. Vimos entonces que desde las partes norte y sur
de la avenida Bermúdez, así como de la parte oeste de la
avenida Aragua, nuevas jaurías de los muertos insaciables
se dirigían hacia donde nos encontrábamos. El Maracucho nos despertó de nuestra perplejidad al dar la primera
carrera, al tiempo que espetaba su odio intestinal por
aquellas monstruosidades: “¡No joda!, malditos mediomuertos del coño”.
Fue entonces cuando vimos a un hombre que nos llamaba, escopeta en mano. Nos hizo señas que dejaban entender que quería que nos refugiáramos en su casa. Pero
justo cuando nos disponíamos a avanzar el Maracucho,
cuyos instintos estaban mejor a tono con los peligros del
momento, me sujetó el brazo izquierdo: “¡Qué molleja,
primo! Vos no podéis sobrevivir ni unos minutos entre los
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Teletubies. ¿No veis que ese hombre puede ser un zombi
que mutó? ¡Verga! ¿Es que vos no habéis visto Residente
evil? Esa verga que repiten a cada rato por TNT”. Volteé
para buscar confirmación en el rostro de mi primo, quien
con desgano movió la cara en afirmativo. Supe que el Maracucho tenía razón. Recordé tantas películas y me reconocí en el primer muerto de la historia, aquel idiota que
decide hacer el amor entre unos matorrales, sin siquiera
cerciorarse de si hay una mapanare o unos bachacos asesinos cerca, o aquel pendejo que sale de su casa a preguntar
si hay alguien en la oscuridad, cuando es evidente que
una persona prudente no pregunta un carajo, se encierra
en su casa como en un búnker. Mis pensamientos fueron
interrumpidos por la voz de Manuel dirigidas al extraño,
quien aseguró en voz alta que no había nada que temer.
“Este peluquero ya encontró marido”, soltó socarronamente el Maracucho. “Barbero, Maracucho, barbero. Y
déjate de güevonadas”, respondió Manuel malhumorado.
Su nombre era Henrik Stoll, descendiente de europeos que emigraron a Venezuela a pocos días de estallar
la Segunda Guerra Mundial, una semana posterior a la
invasión de Hitler a Polonia, para ser exactos. Cuando terminó el bachillerato en un liceo privado de Maracay, puso
sus documentos en regla y se fue a estudiar Filosofía en
la Universidad Central de Venezuela, en Caracas. Luego
de fundar una revista académica y un círculo de filosofía
en la ciudad capital, ambos con una buena reputación
en aumento, Stoll decidió emprender estudios en ultramar, por lo que escogió Alemania como su destino final.
“Por algo Mefistófeles es alemán. Los españoles tienen a
un loco que confunde molinos de vientos con gigantes
y, para ser franco, daría igual si confundiera muestras de
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excremento con piezas de lego. Los ingleses, para mayor
vergüenza, ni siquiera tienen a un inglés, sino a un príncipe danés más confundido que Alí Babá en la baticueva.
Los franceses. A ver, ¿qué tienen los franceses?, y ni decir
de los italianos. Mefistófeles, permítanme decir, es el personaje de ficción que compendia toda la búsqueda de la
civilización, que no es otra cosa que la humanidad entera:
la eternidad de las ideas”, solía argumentar con orgullo
durante aquellos años. Además, Stoll era un hombre de
complexión fuerte, un duro, un Clint Eastwood al estilo
de Gran Torino. No pude dejar de compararlo con el pequeño Buck de El llamado de la selva, de Jack London.
Por eso, uno podía entender la mirada escrutadora de Stoll
cuando a Manuel le tocó presentarse. Era fácil reconocer
la misma mirada de desprecio de las prostitutas cuando se
han percatado de que hablan con un hombre sin dinero,
un limpio, como decimos nosotros. Manuel tuvo que repetir que ser barbero era muy diferente de ser peluquero,
explicación que a Stoll no pareció importarle mucho, ya
que, a decir verdad, lo apremiante era encontrar los medios para sobrevivir en medio de la hostilidad de los muertos vivos en nuestro nuevo mundo apocalíptico.
¿Cómo desconfiar de un hombre que vivía en una de
las mejores zonas de la ciudad y que demostraba una envidiable erudición? Ah, dígamelo usted, doctor. Recuerdo
que, ante el inminente estado de sitio de las bestias, Stoll
nos condujo a un sótano que había construido el antiguo
dueño de la casa. Usted sabe, un norteamericano de esos
que arrastra sus costumbres adondequiera que va, algo así
como el venezolano que, sea en el país que sea, reserva
un cuarto donde echa sus cachivaches. Aunque austero,
digamos que el lugar ofrecía algunas comodidades. Ha50
bía una nevera de oficina, una pequeña cocina eléctrica
y varias camas cuidadosamente tendidas que serían las
únicas cosas útiles tres semanas después, cuando dejamos
de tener energía eléctrica. También conté la presencia de
muchos libros, sobre todo de filosofía alemana y, pese a
que no había un televisor, de una robusta colección del
cine expresionista alemán acompañada de un afiche de
El testamento del Dr. Mabuse, de Fritz Lang, colocado
en el centro de la pared a la izquierda de la entrada. Pero
lo más sobresaliente era el absoluto silencio que la habitación tenía. Uno podía decir que era como eso que en
literatura llamamos otredad. Sí, ese era un espacio otro.
Difícilmente, alguien podía pensar que sobre nuestras cabezas, a unos pocos metros, el mundo había enloquecido.
Un codazo en el costado me sacó de mis pensamientos:
“¿Vos escuchaste al peluquero? Dice que el cuarto es acogedor. a-C-O-G-E-d-o-r. Este como que ya anda buscando
pelea, primo”, me susurró el Maracucho al oído, lo que
puso a Manuel en guardia: “Maracucho, busca tu muerte
natural”. El Maracucho sólo paró de reír convulsivamente
cuando vimos a mi primo llorar sobre la cama que Stoll le
había asignado. Fue en ese preciso momento cuando caímos en cuenta de todo lo que habíamos perdido tan sólo
unas pocas horas antes. No imaginábamos que lo peor
estaba por venir.
Mes 1 del apocalipsis. El pozo séptico que construimos ha
funcionado muy bien, menos mal, ya que si bien ninguno
de nosotros quiere morir bajo los dientes rabiosos de los
mediomuertos, tampoco quiere hacerlo de una infección.
Hemos acordado que cada uno realizará una de las tareas
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para mantener el lugar en orden. Luego de varias semanas decidimos rotar su realización. Debido a que es el
único que porta un arma, Stoll es el encargado de dar
rondas en el exterior para mantenernos al tanto de lo que
ocurre. El Maracucho no ha parado de mamarle gallo a
Manuel, al punto que Stoll ha tenido que intervenir más
de una vez para decirles que parecen marido y mujer. Mi
primo luce ensimismado. Imagino que para un muchacho de su generación es difícil no tener una computadora
a la mano o algún otro equipo electrónico. El Maracucho
me dice que a mi primo le hacen falta sus páginas porno
on line. “Un pajizo crónico como tu primo sobrevive en
un mundo de zombis, chukys, marcianos o cualquier otra
vaina, pero nosotros, tú y yo, sin totona no somos nada.
Nuestros días están contados, primo”, me dice con honesta aflicción. En cuanto a la comida, nuestro anfitrión
conserva varios kilos de carne que nos permitirán sobrevivir por el período de un mes, calculo yo. Para lograrlo,
necesitamos racionar lo máximo posible. Una noche de
la semana pasada, mientras el cuarto se encontraba en
completo silencio, Stoll comenzó a todo pulmón una de
sus pocas disertaciones, una algo inquietante, por cierto:
“He allí los verdaderos superhombres sobre los que habló
Nietzsche, el filósofo del futuro. Véanlo: ellos han superado el modelo de Estado moderno que heredamos de la
Ilustración, puesto que no dependen de él ni tampoco
obedecen a gobernante alguno, ya sea este un rey, un
presidente o un primer ministro. Cónsono con esto, sus
vidas no se encuentran mediadas por una formación jerárquica. Con respecto a la religión, nada les impone doctrinas morales. Ningún mandamiento anula la plenitud
de su ser. Esos zombis, estimados amigos, se encuentran
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más allá del bien y del mal, tal como nuestro brillante y
lúcido Nietzsche estimó en su magnum opus Also sprach
Zarathustra. Ein Buch für Alle und Keinen”.
A pesar de verse impresionado por la articulación intimidatoria del alemán Stoll, el Maracucho no pudo evitar replicar: “¿Y está bien que se coman a la gente, jefe?.
“Eso es hedonismo puro, en su quintaesencia, Herr Jesús,
un hedonismo que no estábamos preparados a enfrentar.
Representamos para ellos lo que los animales representan para nosotros. Entiendan bien que para ellos somos
seres inferiores. Nuestro tiempo ha terminado, señores.
Recibamos al superhombre”. Sin que lo notara Stoll, el
Maracucho se apuntó la sien con el dedo índice y la hizo
girar en ralentí, gesto que indicaba que nuestro filósofo
había perdido la cordura y que más tarde el Maracucho
me confirmaría de forma oral y especificando idiosincráticamente el grado de intensidad: “Está loco e’ bola,
primo”. Nuestros días felices están por terminar con los
últimos restos de carne que quedan. Hay que salir a buscar provisiones si queremos seguir sobreviviendo. Stoll ha
tomado su escopeta y le ha ordenado al Maracucho que
lo acompañe. Aguardaremos por su llegada.
Mes 2 del apocalipsis. Tenemos provisiones, pero se han
comido al Maracucho. Stoll se encuentra en estado de
shock. Cuenta que, luego de entrar en una carnicería,
una manada de mediomuertos rodeó el local, por eso la
única forma de escapar era por el techo, para luego ir saltando de casa en casa hasta alcanzar la avenida Fuerzas
Aéreas. El asunto es que mientras corría, continuó contando Stoll, el Maracucho cayó en una alcantarilla que
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no tenía tapa por la desidia gubernamental. “Vi cómo
docenas de zombis también caían en el hueco, y luego
oía sus gritos hasta que enmudeció. Eran demasiados,
maldita sea”.
Con la desaprobación de nuestro anfitrión nietzscheano, Manuel, mi primo y yo rezamos por el alma del
Maracucho. Ahora somos menos. Hemos tenido pocas
ganas de hablar. Mi primo arregla, desordena y vuelve
a arreglar la cama, como Penélope cuando desbarataba
su tejido para no perder la cordura por la tardanza de
Odiseo. Manuel ha tomado todos los libros ilustrados e
imagina cómo afeitaría a los hombres que cubren sus páginas. Ingenia, nos lo ha hecho saber, formas novedosas
para cuando el mundo vuelva a la normalidad: “Estaré
al último grito de la moda”. Stoll, en cambio, pasa el
tiempo puliendo su escopeta, pensando en trampas para
zombis y en vociferar con vehemencia “Dios ha muerto”.
Yo he pensado más que nunca en el pequeño Buck, perro
de gran temple, paradigma de la adaptación por la sobrevivencia. Estoy convencido de que yo también atenderé
al llamado de lo salvaje cuando llegue su momento. Probaré ser fiero ante la adversidad, una fiera letal. Hemos
ensayado una velada de chistes picantes, lo que nos ha
hecho echar de menos al Maracucho. Creo que Manuel
ha sido uno de los más afectados, pues en condiciones
como las que estamos, incluso un chalequeo como el del
Maracucho se transforma en un gesto de atención, un cariño disimulado, una forma de paliar lo efímero de la vida
y lo absurdo de la muerte. Han pasado varias semanas y
me temo que nuevas situaciones riesgosas se aproximan.
Se ha terminado la carne, de manera que hay que salir
nuevamente a buscar más. Stoll toma su arma de un zar54
pazo y con su dedo índice señala a Manuel, quien nos
mira con la resignación que debe haber tenido Luis XVI
ante la guillotina.
Mes 3 del apocalipsis. También hemos perdido a Manuel.
Stoll nos ha contado que, una vez habían conseguido la
carne, Manuel se detuvo en una tienda que tenía tijeras
para barberos: “Quiero tomarlas para yo mismo cortar la
carne”. Pero cuando emprendían la huida, Manuel quedó
enredado entre unas cortinas y se clavó las tijeras en la
garganta. El filósofo lo dejó atrás porque no podía cargar
con ambas cosas. “O era él o éramos nosotros”, respondió
con la firmeza del acero. Indignado le dije que podía haberle colocado los pedazos de carne en la garganta para
que no se desangrara, que si hubiese hecho eso, tanto
Manuel como la carne habrían llegado al refugio. “Soy
un modesto pensador posmoderno, no McGyver. ¿Estás
consciente de lo que me estás diciendo?”. Tuve que admitir que Stoll tenía razón, que yo era un insensato. Por
un rato, me acosté rendido, agotado. Pensé en los cuentos
de Quiroga. Pensé en el cuento del escritor uruguayo que
trata sobre el hombre al que se le encaja un machete y
agoniza sobre el follaje. Con esfuerzo recordé que su título era El hombre muerto. Pero sobre todo quise pensar
en el desventurado Yaguai, canino de una mala suerte sin
igual, muerto a manos de su propio dueño. Ya van varias
semanas del infausto día de la muerte de Manuel. Noto
a mi primo más conversador de lo normal. Creo que el
haber perdido a Manuel y al Maracucho nos ha acercado
más. Me cuenta que tenía una novia por Internet, que la
conoció por Facebook, que los muertos apestosos cagaron
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su futuro noviazgo, que sólo habían podido hacer el amor
por Skype. Sin pena, Sergio intimó: “Primo, vi cómo mi
papá se convertía en uno de ellos. Desde hacía meses
veía que saltaba hacia la casa de Betty, la vecina de las
tetas operadas, a montarle cachos a mi mamá. Pero esa
noche fue diferente. Había un ruido como de un coro
de cantantes de trash metal. Cualquiera creería que mi
viejo había ligado Viagra con revientacolchón. Debió pasar entre una hora y una hora y media cuando mi papá
llegó a la casa mordiendo a todos como si fuese el propio
demonio de Tazmania. Era una vaina burda de rápida
como cuando Neo le echa coñazo a los agentes Smiths
en Matrix reloaded. Me salvé de vainita, primo. La sobrevivencia es una vaina burda de arrecha. Yo sé que la
gente hablaba paja de mí, que si por tanto juego me iba a
poner agüevoneado y tal, pero fue gracias a los juegos de
videos sobre zombis que pude dejar la peluca a tiempo”.
Admiré la astucia de mi primo quien, sin ser teórico literario, ponía en práctica las ideas de las ciencias cognitivas
tan en boga. El suyo era un caso como los que Jorge Volpi
explicaba en su ensayo Leer la mente. Es decir, cómo la
ficción constituye una herramienta para la evolución, por
cuanto, cognitivamente, los lectores amplían su marco
de conocimiento y pueden afrontar con solvencia situaciones que nunca habían experimentado. Durante varias
semanas, me he dado a la tarea de decodificar los libros
de filosofía escritos en alemán, pero no he tenido suerte
cuando he comparado mis traducciones con las de Stoll.
Mi primo ha estado recibiendo lecciones de tiro por parte
del filósofo. Siento lástima de que un hombre tan culto
sea arrastrado por el más brutal de los salvajismos. He venido observando cómo se reduce nuestra reserva de co56
mida. No he querido pensar qué ocurrirá cuando llegue
el momento de ir a buscar alimento. Tras unas semanas
más que en la anterior ocasión, dado que somos menos
bocas por alimentar, el día ha arribado. Stoll monta la escopeta sobre su hombro y de inmediato me ofrezco como
voluntario para que mi primo tenga más oportunidades
de sobrevivir. Al fin y al cabo, yo soy responsable por lo
que le pase, ya que es mucho menor que yo. Pero luego
de una acalorada discusión mi primo da un paso adelante.
El argumento de que Sergio tiene más probabilidades de
escapar de un ataque zombi por ser más delgado parece
convencerlo. Stoll ha logrado persuadirlo. Parece que
esta vez no ocurrirá lo mismo que las veces anteriores.
Mes 4 del apocalipsis. Sólo yo soy responsable de la
muerte de Sergio. Debí haberme negado firmemente a
que saliera del refugio. Eso al menos hubiese significado
unas semanas más de vida. No me queda nadie más en
el mundo. Ha muerto mi sangre. He llorado y rezado por
mi primo. No quise saber sobre los detalles de su muerte.
Me bastaba el dolor de la pérdida. Saber no es necesariamente una bendición. Ignorar también puede implicar felicidad. ¿Habrá llegado el momento de mostrar mi
instinto asesino? Vengaré la muerte de mi primo con la
misma furia que Aquiles vengó a Patroclo. Me convertiré
en un perro infernal. Sí, en un cancerbero. Enviaré tantas
almas al averno que Caronte tendrá que comprar un yate.
El tiempo transcurre y no me muevo. No he probado comida en varios días. Stoll practica estrategias de combate.
Me dice que Sócrates participó en las Guerras del Peloponeso. La verdad es que no recordaba que ningún filósofo
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hubiese estado en una confrontación bélica. Lo he visto
releer a Nietzsche. Ha terminado Así habló Zaratustra en
pocos días. Debo reconocer que es un lector voraz, de
inteligencia aguda y un sentido crítico sin par. Parece irónico que este hombre viva rodeado de seres no pensantes.
Ya han pasado algunas semanas desde la muerte de mi
primo. ¿Cuántas exactamente? No lo sé. He perdido la
noción exacta del tiempo. Me siento resteado a aniquilar
zombies. Está escrito en mi destino. Hoy es el día. Debemos buscar más comida, y sólo somos Stoll y yo.
El filósofo es quien primero sube las escaleras. El ruido
de sus pasos me produce un vértigo que logro controlar
con bocanadas de aire. La puerta silba un sonido agudo
que se repite en un eco por toda la casa. No recuerdo que
hubiese tanta resonancia acústica cuando ingresamos
en este refugio. Stoll parece haberse asegurado de tener
completo silencio en su residencia. Caminamos a media
luz por un pasillo con cuadros que cuelgan de cada lado.
Stoll me pide que espere unos segundos mientras inspecciona el salón que lleva a la entrada. Unos segundos después reaparece y me asegura que todo está despejado, que
no hay nada que temer. Me pide que me adelante. Pese
a su confianza, penetro el cuarto temblando. Mis dientes chocan con violencia, con espasmos de miedo. Me
encandila la luz que entra por las ventanas. Una vez que
mis ojos se han acostumbrando a la claridad, noto gente a
través de la ventana. Me acerco y observo perplejo cómo
fuera de la casa la vida transcurre de manera normal. Hay
autobuses llevando a la gente a sus diferentes actividades
cotidianas. Veo transportes repletos de escolares que cantan y aplauden. Veo transeúntes comiéndose un helado,
hablando y besándose. Dudo de mi propia cordura, pero,
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cuando volteo hacia Stoll y lo veo apuntándome con el
arma, lo comprendo todo. El maldito viejo loco había
matado a mis amigos, a mi primo y ahora era mi turno. Es
evidente que lo que ocurre fuera de aquí no es obra de un
día para el otro. Veo la maldita boca de Stoll hacerse agua,
mientras sus ojos rastrean todo mi cuerpo. Luego apunta
su arma hacia mi cabeza para hacer fuego, pero entonces
lo más inesperado sucede. Un infarto logra arrebatarle su
último bocado a Stoll. El viejo ha caído fulminado justo
cuando imaginaba que iba a darse un banquete con mi
carne. Vomité todas las tripas antes de escapar de aquel
infierno.
¿Ve, doctor? A pesar de que la masacre zombi duró
tan solo un mes, el viejo enloquecido, o quizá siguiendo
su extraña interpretación del pensamiento de Nietzsche,
nos mantuvo en el escondite y mató a mis amigos y a mi
primo. En fin, para ir directo al grano, si acudo a usted,
no es sólo para superar el atroz hecho de haber comido
carne humana, cosa de por sí espantosa, sino de haber digerido la deliciosa carne humana. ¿Me entiende, doctor?
Deliciosa carne humana. Por favor, dígame que usted lo
entiende, doctor. ¿En verdad me entiende?
59
menciones especiales
Esta Propatria
Nora Edén Mora
pero la distracción, unos labios sobre otros labios,
el alambre, el pollo y el gorrión, su esposo y ella,
la chimenea tras el canalón, la boca tras la boca,
boca y boca, árboles y senderos,
árboles y camino principal,
demasiado, demasiado, sin ningún orden,
ola tras ola
Witold Gombrowicz
C
La fertilidad de la boca
ada treinta y cuatro minutos cronometrados debería
pasar el autobús que te lleva a Dalston. Nunca he
deseado que llegues a la parada justo después cuando uno
acaba de irse; mucho menos que esté lloviendo y tengas
que arreglártelas para meterte bajo el techito rojo. Llegaste y faltaban catorce minutos. ¡Qué ibas a saber tú de
cuánto faltaba para que llegara el autobús! Al montarte
pensaste que habías esperado, al menos, media hora. Eras
buena calculando. La calle principal estaba llena de barro como si fuese una calle cerca del Ávila después de
llover. Pero aquí no había montaña. Buscaste la grama
de dónde pudiera saliera esa tierra y no encontraste nada.
Te limpiaste los zapatos con el borde de la acera como si
fuera mermelada de guayaba sobre pan andino. No habías
desayunado. Habías estado la noche anterior allí y pensaste que con la luz del día no reconocerías nada. Por las
puertas de los locales llegaste hasta el 10-A. Estaba cerrado
y parecía, en vez de un bar, una casa guardando luto. No
te sorprendió que todo estuviese prácticamente clausurado. Sin embargo, te avergonzaste de no haber pensado
en esa posibilidad una hora antes cuando te imaginaste
entrando al bar y explicando lo que querías. Tocaste el
timbre para no sentir que perdías el viaje, sabías que si
llegaban a abrirte tendrías que estar dispuesta a someterte
a la prueba de la estupidez. Me inquietó tu serenidad al
ver que nadie respondía, después de todo pensabas igual
que yo, ¿quién demonios abriría un bar un domingo en
la mañana con ese palo de agua? Estar ahí era innecesario y al mismo tiempo indispensable. Eras el punto de
unión entre varias acciones, te habías despertado y vestido
sin bañarte, habías caminado hasta la parada, esperado
treinta minutos –o solamente catorce–, viajado en autobús hasta Dalston y llegado hasta la puerta 10-A. No estabas loca al pensar que todo aquello tenía algo de estético.
Ahí estaba la calle para que tú la miraras nuevamente.
Todo muerto. No había manera de comprobar que esa
puerta con ese número y esa letra era la misma que habías
atravesado ayer. El vacío en la calle, la ausencia de cornetas con bajos temblando, la quietud de una cuadra entera
que estuvo bailando a ritmos negros, en calles negras, te
indicaba que era el sitio correcto. No es que dejara de ser
la calle que era anoche, es que en la falta de sí misma
anunciaba su máxima presencia, dormida pero aún allí.
Esa pequeña cuadra pidiendo ser identificada, y tú ya le
habías concedido el placer de llamarla negra. Todos con
62
algo en la cabeza, gorros rastas, afros, dreads, trenzas, alisados o gorras hip hop. Pero tú no eras negra, no lo habías
sido nunca. ¿O sí lo eras? No había nadie que te llamara
hermana, aunque la puerta del baño al que tú entrabas
decía sisters. Te paraste sobre la palabra. Negra y negro,
pesaban tanto que al pronunciarlas la boca vibraba. Negra en tu boca se empezó a hacer más grande. Cuando
decidiste moverte de allí, la palabra ya casi era un tumor.
Sentías que estabas gritando ¡negro!, ¡negra!, ¡negritas!,
¡negritos!, ¡negrotas!, ¡negrototes!, ¡negrototas!, ¡negrotes!
Y otra vez ¡negro!, ¡negra!, ¡negritas! Y así. Tenías la boca
abultada porque se te salía la palabra, se reproducía en
mil pedazos que sólo tenían la opción de salir de tu boca.
Familia de palabras, tu lección favorita en primer grado.
Querías purgarte y celebrar tu palabra favorita, mostrar el
vibrar de los dientes. Tenías una indigestión bucal. Una
boca dentro de tu boca que quería vomitar. Era inútil deshacerse de un vómito imposible, un malestar del intestino que tienes en el paladar. Pensaste que iban a seguir
las bocas nauseabundas que no vomitan, hasta que escuchaste a alguien decir la bendita palabra. Eran tus héroes,
tus hermanos que hablaban de ellos –y de ti–. Decían que
el jazz sólo es posible cuando el que canta se peina sin gelatina. Estabas agradecida ante tanta consideración. Tus
pisadas sucedían intensamente y caminabas cada vez más
rápido. Estabas fuera de la calle que llevaba el adjetivo del
que habías escapado. Tu cara tocaba las gotas con agresividad porque estabas decidida a encontrar lo que habías venido a buscar. Sólo que te estabas alejando. Ibas a lo tuyo
alejándote de ello. ¿Habría una cura para tu gripe estética?
Te detuviste al darte cuenta de que estabas en un lugar en
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el que no habías estado antes. No era una metáfora de tu
estado mental, simplemente estabas en otro lado. Las calles empezaron a tener cada vez menos gente. Observaste
personas vestidas como discípulos de Jesucristo y negocios
que en la parte de afuera tenían platos con ofrendas a santos que no conocías. Vendían panes planos y en las tiendas había avisos de Harina Pan. Era posible que estuvieses
caminado por Propatria. Quizás lo que habías venido a
buscar no era algo buscable y por eso no estaba detrás de
la 10-A. Seguiste porque había algo que te decía ¡sigue!
Un imperativo que no sabías de dónde venía, pero era yo.
Bajo la lluvia había otros territorios: la lluvia y tú, una.
No, la lluvia una; y tú dos. Los treinta-catorce minutos de
espera, y tú dos.
Podría acabar justificándote y decir que es fácil olvidar
la visa cuando llueve, contrabandear embriones cuando
es de día y llevar en alto el nombre del país. Te molestaba
tener todo esto como una plastilina que se te amasa entre
las cejas. Por momentos estabas convencida de que pensabas en una modalidad caótica y ordenada. A veces eras
una mala ciudadana de tu propio espacio. Debías volver
a lo que buscabas, fuese lo que fuese. Entonces cruzaste
la calle para volver por la otra acera. Querías conocer dos
de los cuatro lugares que eran esa calle. Cuatro dimensiones para cuatro sitios: la ida y la vuelta, la acera de aquí
y la acera de allá. Quisiste hacer dos diagramas del sitio,
pero nunca dibujaste nada; los terminé haciendo yo con
tus ideas.
Las gotas ahora te pegaban en la nuca. Estabas en lo
correcto, era un lugar distinto volver por el otro extremo.
Pasarías de nuevo por el 10-A, querías buscar tus flores.
Nombrabas tu misión. Decías que la calle cambiaba cada
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veintiún pasos, me gustaban tus análisis. Eras buena para
calcular. Así son estas ciudades cambiantes, decían los latinoamericanos cosmopolitas. Pero tu tesis era completamente comprobable, si caminabas desde cualquier punto
en cualquier dirección veintiún pasos medianos, cambios en el panorama se empezaban a evidenciar. Como
ejemplo tomaste los platos de ofrendas a santos del Medio
Oriente (paso 1) y el pensamiento acerca del concepto
gusto (paso 1 de la siguiente secuencia). Gusto es otra palabra impronunciable. Se queda tiesa en la garganta cuando
se trata de pasar con agua, como el chicle. Esa palabra ha
patrocinado varias batallas, te decías mientras sentías las
piernas completamente mojadas. Pero el gusto no había
llegado por sí solo al paso 1 de la siguiente secuencia. Habías encontrado ese café que podía ser identificado –por
algún guerrillero del diseño– como algo con gusto. Te
emocionaba saberte objeto de ti misma, quedarte en la
ventana viendo hacia adentro preguntándote en qué clase
de cesta entran –o entramos– los que quieren hacer un
análisis del gusto en el medio de un lugar tan árido como
este. Los muebles de madera reciclada, las alfombras rojas
viejas y el olor a café te volvían a recordar tu visa. Lo estéticamente correcto de la contradicción, lo estéticamente
incorrecto de lo arruinado, lo estéticamente correcto de
las nacionalidades. Era fácil verte entrando y sentándote
empapada en un mueble de gamuza recuperada de hace
sesenta años. Pedir un café como lo harías en un refugio en el páramo merideño. En el páramo es un refugio
del frío, aquí es un refugio ideológico del mal gusto. Te
preguntabas si se trataba de una declaración de límites
o si alguien secretamente seguía tu teoría y creaba una
frontera de los veintiún pasos. Queremos decir que aquí
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hay gusto, esa era la declaración. Una declaración que se
te reveló por ser concreta y anacrónica –si entendemos el
tiempo como los segundos que transcurren en veintiún
pasos o después de la g de gusto–. Con el café caliente en
las manos, nuevamente una palabra empezaba a crecer
en tu boca. Deseaste salir corriendo en contra del tiempo
y nunca haber salido de tu casa. Los problemas estomacales de la boca, esta vez sucedieron en cámara rápida. No
sabías si anticipabas los malestares o si hablabas de ellos
ya en pasado, pero de una manera u otra creíste haberlos
evitado. Mentira. No pudiste huir de los espasmos de la
lengua. La brisa convulsionaba el español o el castellano.
Ca-lle, nun-ca, nun-ca, ca-lle, se movía sola. Querías apartarte de esa multitud de lengua pero estabas cada vez más
en ella. Esta vez no crecía nada dentro de tu orificio bucal, al revés, perdías masa y sobraba espacio, quedaba un
vacío enorme que hacía ecos. Creíste haber escuchado
la resonancia que hacían los murmullos al chocar con tu
paladar y sentiste cómo las paredes de tus cachetes, que
preferiste llamar mofletes, se succionaban hacia adentro.
Y fue moflete lo que te hizo dar cuenta de que el mal era
peor de lo que habías diagnosticado. Habías escuchado
esa palabra en una canción española y la habías leído en
un libro argentino. Ante el fl de mo-fle-te, el vacío interno
se hacía evidente y no sonaba la palabra. Había un hueco
profundo, sin músculo, sin hueso –claro–, sin lengua. Te
la pudiste haber tragado, pero la sensación nunca salió
de la boca, en la garganta no habías sentido un trozo de
carne. Te calmaste y buscaste las pistas de tu propio hoyo.
La palabra gusto y la ausente lengua se asociaron y pudiste sentir las papilas –no todas, sino las que se activan
con lo amargo–. La lengua volvió a ser grande en tu boca,
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como un pez que vuelve al agua luego de haber estado
dando contorsiones en tierra seca.
Quisimos desde aquí contar tu historia con un hilo
más resistente, quizás nylon, pero fue imposible. Fue tu
culpa y no te importaría admitirlo. Volviste hasta la calle negra. 10-A seguía siendo el número que se leía en la
puerta cerrada que volviste a tocar sin que nadie respondiera. ¿Qué harías ahora sin las flores? Flores también
tiene fl. Ahora las querías. Anoche habías puesto las flores en una esquina y cuando llegaste a tu casa, te diste
cuenta de que no te las habías llevado. Recordabas cómo
era la libertad de no tener un ovario estético en la boca.
Tratabas de recordar la forma de los pétalos y llegabas a
la conclusión de que la fecundación de tu lengua había
ocurrido quizás desde la noche anterior. Sentías el peso
moral de no haber usado protección. Era un domingo.
Llovía frente a la puerta de un bar cerrado en la calle
negra. Había una puerta de distancia de las flores que te
habían hecho caminar nauseabunda de palabras. Querías
saber si el vientre bucal sostenía los embriones. ¿Cómo
podrías conseguir una prueba de embarazo? Había que
culpar a las flores y buscar la pastilla de emergencia.
Oración de la primera persona: adiós neologismos
Señor o señora, yo estoy aquí abajo o aquí arriba; permítame tener la oportunidad de ser culpable para disculparme. No he querido dañar este tipo de vida, pero
reconozco mi irresponsabilidad. Pido perdón por no querer aceptar las consecuencias. He recibido órdenes que
supuse divinas pero eran carnales. Me han llevado por lugares con descripciones exageradas que podrían calificarse
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de pornográficas. He caminado por espacios que injustamente he asociado a palabras, y palabras vanamente han
sido pronunciadas en calles propias. He jugado con los
conceptos y no ha quedado más remedio que vomitar oraciones completas. Pido perdón por mi negligencia, por
esparcir mi polen a muchos y no guardarme para crear un
ser no bastardo.
Ofrezco hoy mi mea culpa sin intentar una orgía de
palabras litúrgicas danzando en mi boca. Me desharé de
todo, estoy preparada para ser un eco y no una reproductora
de los símbolos. Sé que escucharán mi clamor arrepentido
y seré perdonada porque quien me puede ver, desde lejos
reconoce en mí, la pureza. Hasta lo más limpio debe tener
una marca que desmanchar para sentirse aún más limpio.
Una cicatriz que le recuerde su naturaleza.
El miércoles o el jueves, definitivamente antes del sábado, la vi llegar agitada. Daba vueltas por la sala buscando un diccionario de inglés-español. Ella sabía que no
teníamos ninguno porque todo lo revisábamos en Internet, pero le dije que si quería el día siguiente se lo sacaba
de la biblioteca que quedaba cerca de la casa. Me miró
como en dos tiempos, primero con ganas de reproche y
luego con ternura, como si ella misma no pudiera decidir
entre una cosa y otra. Tenía al menos tres años diciendo
que quería un diccionario con hojas de papel, pero cada
vez que lo íbamos a comprar, a último momento decía
que no debíamos tener uno porque era un despilfarro de
espacio para nuestra biblioteca. Ese día, no se acordó de
que la última vez, como todas las anteriores, decidió no
comprarlo.
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Con las palabras ella se convertía en una calculadora
con un único botón de restas. Las oraciones y párrafos
que construía eran fibrosos. No había nada extra. Por
eso también el empeño con el espacio, los libros en la
biblioteca debían ser los que ella quería tener, no algo
que se le impusiera con abundantes letras que ella no pudiera soportar. Cuando yo me leía un libro después de
ella, podía sentir esa manía correctora. Con un lápiz de
una mina sumamente pálida, hacía amagos de eliminar
letras, palabras, párrafos y hasta páginas. Ella me decía
que era una cuestión de amor a estas construcciones. Yo
debía entender que la disposición de palabras en forma
ahorrativa era la mejor manera de mostrarles respeto. No
somos iguales. Yo era un despilfarrador de palabras, no sin
ninguna conciencia armónica del lenguaje, sino con una
especie de capricho acaparador. Por eso para mí tener un
diccionario era tener más palabras, yo hubiese estado a
favor de tenerlo, si a ella no la hubiese atacado el pánico
del espacio. Una de las veces, refiriéndose al diccionario, dijo que lo que más le molestaba era que las palabras
se repitiesen en inglés y luego en español. Me explicaba
que no se trataba de que se repitieran los mismos símbolos porque al traducirlas cambiaban, pero que en esencia
guardaban algo que las hacía redundar constitutivamente
como palabras. Yo traté de convencerla de que no era lo
mismo freedom que libertad –quería usar esa palabra para
sentirme más en mi terreno– porque la disposición de las
letras y la palabra en sí es distinta. Pero ella insistía en que
yo estaba olvidando otros elementos de las palabras y sus
significados. Si fuesen palabras distintas, dijo, serían intraducibles y las usaríamos en las dos lenguas como hambre
y starve que pueden convivir juntas por no ser lo mismo.
69
En las mañanas yo me despierto y preparo el café
para mí solo porque a Amalia no le gusta, en cambio sí le
gusta verme cuando me lo tomo. Escuchamos juntos los
siete campanazos de la iglesia que está al lado y siempre
tenemos la misma preocupación ¿Serán las siete al sonar
la primera campana o al sonar la última? Terminamos
pensando que estamos sometidos a horas más cortas que
se cumplen entre el último campanazo de las siete y el
primero de las ocho. Nos preocupan los días que transcurren dentro de los intervalos entre campanazos. Somos iguales. A veces ella hace el desayuno y a veces yo
lo hago. Cuando yo lo hago siempre me provocan arepas con huevo frito. A ella le gusta comerse toda la parte
blanca primero y luego la amarilla. Yo salgo a trabajar
más temprano y la dejo en la casa bañándose. Vuelvo en
la tarde primero que ella. Pongo en remojo los platos del
desayuno y me quito la ropa. Es una rutinaplacentera, si
es que se pueden usar esas dos palabras sin que se cancelen entre sí. Las pequeñas cosas me mantienen vivo. La
sensación de ponerme y quitarme la ropa es perfecta. La
ropa está todo el día rozándome la mayoría de las partes
del cuerpo. Mientras trabajo, me rehúso a acostumbrarme
a la sensación de la ropa y repaso el tacto del pantalón o
la camisa, lo desnaturalizo como si fuese un sensación
nueva cada vez. A veces abro los botones de la camisa
sólo para dejar entrar un aire que cambie mi encuentro
con la ropa. La sensación de las sábanas es algo que me
hace profundamente feliz. Mi propia mano al tocarme la
pierna produce una electricidad que mi alma agradece.
No se me debería confundir con un fetichista, también disfruto el sexo, sólo que lo disfruto más si puedo
pensar en cada movimiento y en cada sensación. Hacer
70
el amor tiene demasiados estímulos al mismo tiempo, entonces lo disfruto, pero no al mismo nivel, pues tienen
distintas naturalezas. Sí, mi rutina es placentera y la de
ella también. Ella tiene su lápiz pálido que cree que nadie ve pero desea que todos lo vean. Su trazo es lo suficientemente tímido para no ser agresivo, pero también es
lo suficientemente fuerte como para notarlo. Han ocurrido cosas nuevas. Luego de esa confusión con el diccionario en nuestra biblioteca, ha estado ansiosa. Hace
dos días me tomó de la mano y me pidió que le contara
con detalles mis deliciosos encuentros con la ropa. Esto
era doloroso para ella porque cuando yo hablaba de placer, sentía el placer y repetía todas las veces posibles las
palabras tacto, ropa o placer. Pero lo hice por mí, ¿cómo
no hablar de la piel tocando la tela? Ella arrugaba la cara
pero quería escuchar más. Por momentos parecía que mi
disfrute se confundía con el suyo. Me dijo que quería oír
una vez más lo que le estaba explicando. Yo había leído
hacía poco la palabra fruición y quise incluirla en mi argumento. Ella lo notó, me dijo que si estaba usando esa
palabra para evitar usar placer o si realmente creía que
esa palabra explicaba mejor lo que yo sentía. Me estaba
pidiendo que no usara sinónimos, ni aproximaciones.
Algo distinto había en su empeño con las palabras, pero
no quise preguntarle.
Ayer estuvimos fuera de casa con unos amigos y la vi
tranquila, hasta que alguien apareció en el bar con una
flores. Ella había estado riéndose de cómo cada zona de
Londres trae una insignia o una identidad. Nos habíamos
ido a la zona del jazz que quedaba a dos cuadras de una
calle principal de árabes y turcos. Nos divertía hablar de
la diversidad prescriptiva. Pero las flores la movieron de
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sí. Me dijo que quería unas flores como esas. Le dije que
el día siguiente le regalaría unas, pero ella las quería en
ese momento. Me reí. Ella hablaba en serio. Conocía su
manera de angustiarse. Yo me tocaba la pierna y sentía la
franela tocando mis tetillas. No se me ocurrió nada mejor
que pedirle las flores a la mujer que las traía. Allí Amalia
me dijo, un poco borracha, que tenía una segunda persona. Yo no entendí o no quise entender. Pedí las flores y
me las regalaron. Se las di a ella y me fui al baño un poco
confundido. Me quité la ropa, toqué mis piernas desnudas
suavemente y luego más fuerte. Sentí el aire del extractor
del baño en mi espalda. Pasó un tiempo que me pareció largo, hasta que alguien tocó la puerta. Salí del baño
sintiéndome más relajado. Volví y le pregunté si quería
hablar algo conmigo. Me miró y me dio gracias por las
flores. Dijo nuevamente que había una segunda persona y
yo no entendía por qué ella tan cuidadosa decía segunda
persona y no tercera. Yo la conocía, no estaba hablando
de alguien, pero igual le pregunté, ¿quién es?, ¿a qué te
refieres? Y decidió ir a poner las flores en una esquina y
salir a quemarse la boca con un cigarro.
Dejó las flores en el local y cuando volvimos a casa
todo estaba quieto. Se despertó temprano el domingo y
se fue un par de horas. Cuando volvió trajo unas flores
en la mano, pero no eran las mismas que yo había visto
la noche anterior. Una enmienda maternal, dijo ella.
Parecía lista para estar lista para algo. La besé y saboreé el hierro de la sangre. La quise revisar y no se dejó.
Comentó que ya todo había pasado y que no había de
qué preocuparse, que la cuidara en su reposo. No quiero
leer nada. Yo quería que me hablara y me mencionara de
nuevo esa segunda persona. La conozco, sé que ha sido
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fecundada para luego arrepentirse. Quiere eliminar el
rastro de sus acciones, diciendo que fue otra voz. No hay
nada que perdonarle, su brote culposo la hace disfrutar.
Caminaremos por Dalston y ella bautizará las calles con
su lápiz débil-fuerte. Mañana tendrá las encías rosadas y
la lengua curada. Le haré el desayuno y le hablaré con
palabras bien escogidas para que me ame y se sienta culpable al corregirme.
73
Decembrina noche caraqueña
Andrea Carolina López
L
a noche para Zaida había sido larga ese diciembre
del 2005, tan larga que había obviado varios días. El
sueño profundo de la embriaguez huía del azul cobalto
del cielo para despertar con la claridad de la luna y las
luces del estadio universitario. La prosperidad del mes
procedía de dos fuentes: la primera, los juegos de béisbol
que le proveían cuantiosas propinas por vigilar los autos
que convertían en un gran estacionamiento a la plaza Las
Tres Gracias. Y la segunda, de las jugosas ganancias que
Estrella, su pareja, un joven transexual de cuerpo fornido,
que podía ser su hijo, le dejaba cada mañana dentro de
un improvisado bolso almohada en el que guardaba su
ropa y enseres.
Estrella también tenía una abultada y diversa clientela ávida de lujuria y destape. Ambas se habían conocido
a fines de los noventa, justo cuando Zaida decidió huir de
la casa de su marido e hijos, y Estrella fue expulsada de la
casa de sus padres por marico. La conexión entre ambas
fue inmediata. A Estrella la deslumbró el cuerpo atlético
de Zaida –excampeona de natación en su juventud–, su
refinado gusto y educación, su carisma, su piel blanca y
los ojos azules que reforzaban su liderazgo en la plaza;
y aunque ahora lucía veinte años mayor que Estrella, el
vínculo afectivo había superado la relación maternal para
convertirse en una relación sólida, madura y honesta,
poco común en el tortuoso mundo de la calle.
Para Zaida, la relación con su pareja era también
especial, pues desde antes de vivir en la plaza había tenido siempre parejas maltratadoras: hombres adictos,
como ella, que la golpeaban o que la obligaban a hacerle
la chupeta a cambio de unas pocas monedas cada vez
más devaluadas. Por otra parte, al frustrarse su deseo de
mudarse a la plaza junto a sus hijos, el afecto materno
abandonado fue reemplazado por el cariño hacia Estrella.
Con ella tenía una relación en la que no sólo compartía
sus vicios, sino también una asociación libre de golpes,
culpas y abusos sexuales.
Juntas disfrutaban el placer de un pequeño radio, de
la ropa que conseguían en la basura y de los arreglos que
Estrella, también estilista, hacía de sus ropas, peinados
y maquillajes, haciéndolos más sofisticados. “¿Y por qué
la gente bota las cosas así?”, decía Zaida cada vez que
encontraba en la basura unos zapatos cheché colé, como
solía llamar a los calzados de marca, o la imitación perfecta de unos lentes oscuros Gucci. “Y es que no todo
es así, marginalidad –proseguía–, porque trabajo estamos
pasando todos. Los que estamos en la calle más que los
que están en un cerro viviendo en un rancho que, por
76
más que sea, tienen lavadora, microondas, cocinita a gas,
televisor de plasma y hasta DVD”.
El lugar predilecto de ambas era un manantial escondido de agua dulce, cercano a las riberas del Guaire.
Mientras nadaban en la intimidad del sitio al que peligrosamente accedían tras bordear por largo tiempo la
autopista, la pareja soñaba con reunir el dinero que les
permitiera hacer un gran festín allí en el manantial. Después se irían a dormir varios días en una habitación del
barrio Hornos de Cal de San Agustín del Sur. La anhelada vacación les permitiría compartir varias noches y
días de placer sin la angustia de que alguien las robara o
maltratara. Conseguirían además estar libres de las ratas,
esas enormes mascotas a las que ya habían puesto nombre
para identificarlas durante las noches en que estas asaltaban la comida que celosamente guardaban. Y es que en
los últimos meses, Estrella, previendo el hambre de las
“mascotas”, acostumbraba dejar junto al dinero un mendrugo de pan que asegurara a su compañera la comida del
día. El gesto era para Zaida, con toda razón, el símbolo
más sublime de su genuino amor. Sin familia y sin amigos
de verdad, ellas habían conseguido labrarse una relación
plena de mutua confianza.
De modo que, a pesar de que se querían mucho, ambas acordaron sacrificar su mutua compañía durante estos
días en favor de gozar plenamente en el manantial. Tras el
chapuzón y la nadada, Zaida se imaginaba sorprendiendo
a Estrella con algún perfume costoso, aunque vencido,
que alguno de sus vecinos de la plaza había desechado
y que ella guardaba. Zaida pensaba en ese oasis imposible del Río Guaire, hurgando el bolso de bienes siempre
cambiantes y maravillosos, rociándole a su pareja lo que
77
ella llamaba el perfume de los encantos, de seducción: la
fragancia suave y limpia de Mousse de Cartier.
Bajo la promesa del logro tantas veces anhelado en
aquellas aguas de fantasía, trascurrían las Navidades. Estrella, a pesar de la extensa demanda de seres libidinosos,
pasaba en algún momento del amanecer a dejar un dinerito y el mendrugo de pan acostumbrado dentro del
bolso- almohada de Zaida, mientras esta dormía profundamente por el trabajo o el barranco –para Zaida era la
misma cosa– de la noche anterior. Y así transcurría cada
noche, vivida por Zaida como una sola noche, en la que
despertaba con las cornetas, la música a todo volumen,
los pitos y los vítores de la fanaticada. Comía su pan, se
alistaba un poco con lo que estaba en su bolso y, dinero
en mano, se metía en “el Hueco”, un pequeño barrio ubicado entre la autopista y el infecto río El Valle, a controlar
la vitamina que le diera la vitalidad necesaria para encarar la ardua faena de los autos. Una vez recibida la vitamina a través del golpe de pipa y estacionados todos los
carros, Zaida repetía el golpe y procedía a levantar todos
los limpiaparabrisas. La estrategia, siempre exitosa, hacía
imposible la escapada inadvertida de los clientes. “Antes
de darse al pire tienen que tomarse su tiempo para bajar
los limpiaparabrisas y ahí ¡zas!, les caigo yo”, comentaba
orgullosa por su sapiencia y vivacidad para el negocio.
Emprendedora, se hacía de un rebusque distinto durante las noches ausentes de béisbol. El más provechoso
consistía en ser gestora de los policías. Los uniformados
montaban sus garitas de “Operación Navidad”. Pero según
Zaida, más que para vigilar el orden público los policías
buscaban matraquear a los transeúntes para costear sus
vicios. A sabiendas de que no podían entrar al “Hueco” a
78
comprar cocaína o una que otra piedra de crack, Zaida se
ofrecía de mediadora. Avispada y rencorosa hacia los uniformados aunque no lo dijera, Zaida compraba una porción para ellos más barata que la que le habían pagado y
antes de entregárselas les robaba un poco de su azuquita.
Otras noches eran molestas. Y es que en esos días, a
la madre de Zaida le entraba una enorme culpa e iba a
verla. Eso sí, sin bajarse de su costoso auto y manteniendo
el vidrio a una altura que impidiera el contacto físico con
su hija. A Zaida le gustaba la comida que su mamá le llevaba y de corazón apreciaba su gesto, pero odiaba el sermón de tono religioso del que siempre había escapado en
su infancia y juventud. Y es que en el fondo Zaida sabía
que, intentando guardar las apariencias de una alta sociedad a la que creían pertenecer, su madre y sus hermanas
se preocupaban más por el qué dirán que por ella. Negada
a ser parte de ese mundo de apellidos, presunciones de
éxito y buenas costumbres, la calle significaba para Zaida
la libertad tantas veces negada en el claustro de las monjas, en la casa de su mamá y en el internado en los Estados Unidos. De este último logró escapar al robarle una
patrulla a un policía con la que atravesó el país norteño
hasta la costa Oeste. Deportada a Caracas, habían querido apresarla en centros de rehabilitación en los que no
creía: “Pa´ rezá, rezo yo aquí en la plaza”, decía. También
la asfixiaba la casa de su marido. Y es que Zaida había
luchado demasiado por su libertad para que a esta altura,
ya con más de dos lustros en la calle, viniera cualquiera a
querer encerrarla. La autonomía de la calle era para ella
algo incluso más preciado que el cuidado de sus hijos.
Y aunque en principio le alegraba que Ronald, su hijo
mayor, fuera a verla a la plaza, el encuentro terminaba
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siempre a los golpes y a los gritos: “No quiere estudiar,
no quiere trabajar y sólo viene a fumarse mi caramelo. Yo
trabajé y sigo trabajando, lo que tengo me lo gano yo, no
como él, que a cuenta de que es mi hijo siempre quiere
quitarme mi piedra”.
Y así, entre el dinero y el pan de Estrella, entre regalos de uno que otro transeúnte piadoso, entre discusiones familiares, negocios con la policía y con fanáticos del
béisbol, pasó la Navidad y llegó el fin de año. Pasadas las
doce campanadas, apareció Estrella. Hermosamente ataviadas con sus respectivos estrenos, ambas compartieron
un abundante coctel de champaña y ron triple filtrado,
rieron hasta el cansancio de lo pendejos que son los policías y de lo infelices que son los militares clientes de
Estrella. La carcajada soltada por Zaida al escuchar a Estrella contar cómo el general Rodríguez suplicaba por llevar una tanga de luciérnaga bien encendida en las nalgas,
fue escuchada por Monchito, un expresidiario que perdió
su casa y su familia en el deslave de Vargas. El indigente
buscaba en el piso y en la basura aquello que calmara su
ansiedad y proporcionara un poco del néctar que hacía
tan feliz a la pareja. En el fondo, a Monchito no sólo le
molestaba el disfrute de ellas, también le daba rabia que
Zaida le hiciera pagar comisiones por dormir en algún
banco de la plaza y sobre todo, que despreciara el cariño
de Ronald. Monchito pensaba siempre para sí, que si a él
le hubiera quedado al menos un hijo vivo, habría luchado
para sacarlo adelante y su destino no habría sido la calle.
Embriagadas hasta la saciedad, con el maquillaje ya
corrido y sus elegantes trajes arrugados, Zaida y Estrella
decidieron que al menos en ese momento, no estaban en
condiciones de partir para el manantial. Además aún no
80
tenían qué llevar para comer. “No importa, la noche es
larga, muy larga, mejor nos vamos mañana que no hay
marcianos”, decía embriagada Zaida mientras veía paranoicamente alrededor, vigilante de que no hubiera nadie
por allí extraño a ese planeta tan suyo que era la plaza. Estrella, entretanto, aspiraba el polvo blanco saboreado con
un largo sorbo del coctel. No lo había terminado cuando
el estruendo de una corneta estremeció su tranquilidad.
Se trataba de un coche oficial parado a escasos metros
de la plaza. Zaida casi no podía ver, las luces altas prendidas y apagadas intermitentemente hacían imposible la
visibilidad. Ante la perturbación del sonido y las luces,
Zaida manoteó negativamente en señal de que el negocio del parkeo estaba cerrado. Pronto, Estrella contuvo su
gesto. Se trataba del general Luciérnaga, como entre risas
lo llamaban ellas, quien, ansioso, buscaba a la “trans” desesperadamente. “Qué fastidio, seguro que su mujer ya se
acostó a dormir”, dijo Estrella apretando sus dientes y agitando su cartera. “Que se joda –replicó Zaida–, ¡arranca,
chico, arranca pa’ otro lado!”. Pero el carro se negaba
a marcharse, allí seguía estacionado con su incómodo
juego de luces y su molesto sonido de corneta.
Ante el impertinente grito de queja de una vecina
en la ventana de un edificio aledaño, Estrella se acercó
al carro. Zaida, mareada, veía cómo Estrella conversaba
con el insaciable uniformado. Tras el intercambio, Estrella se acercó al banco. A Zaida no le gustó que el carro
esperara, pues sabía que Estrella se iría. Una vez que su
compañera le mostró el gordo fajo de billetes que le diera
el general Luciérnaga, Zaida se aplacó. “Nos vemos en
un par de horas, reina, yo traigo el pan de jamón y las
hallacas. Vamos a convertir el manantial en la piscina del
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Tamanaco, ¡no joda!”, le dijo Estrella. “¡Sí va!”, respondió Zaida entre risas, mientras la champaña con triple filtrado se derramaba entre los huecos de los dientes que ya
no tenía. Y tras el beso cariñoso de Estrella en la frente
de Zaida, la última despidió de mano a su compañera
cuando se montó en el carro de vidrios ahumados que
partió rápidamente. Zaida se dio otro golpe de pipa y con
la botella en la mano vio el auto perderse.
Era como la una de la tarde del primer día del 2006.
A pesar de la quietud y el silencio inusual en otros días del
año, Zaida despertó. Encandilada por el sol, se dio cuenta
de que la noche eterna había terminado. Mareada, revisó
los diferentes relojes que llevaba en su famélica muñeca.
Todos estaban parados a una hora distinta, de modo que
no supo qué hora era. Como ya era costumbre, metió su
mano en el bolso-almohada y no encontró dinero, “¡Coño
e’ la madre, ya me tumbaron, nojoda!”, se dijo a sí misma
molesta. Sin embargo, presintió lo peor al percatarse de
que tampoco había hallacas ni el acostumbrado pan.
Temerosa y aún mareada, Zaida se levantó. Se acercó
hasta el estanque de la plaza Las Tres Gracias y se lavó la
cara. No habían transcurrido cinco minutos cuando escuchó que alguien, a lo lejos, la llamaba incansablemente.
Cada vez más cerca de sí, divisó a Monchito quien, atareado, le dijo que habían matado a su hijo. “¿A quién?
–preguntaba Zaida desesperada–, ¿a Ronald o a John?”.
“¡A Ronald!, ¡a Ronald!”, contestaba Monchito consternado. “¿Pero cómo?, ¿cuándo? Ay sí, tremenda nota que
te metiste, ¿no?”. Monchito besaba sus dedos en cruz:
“No, no, te juro que no”. “¿Y tú cómo sabes eso?”, replicó
Zaida. “Porque lo encontraron allá arriba en la autopista,
lo atropelló una gandola en la madrugada que lo dejó
82
como papelito y se lo llevaron pa’ la morgue”. Zaida, desconfiada y preocupada, respiró profundo y giró instrucciones a Monchito: “Coño, cuídame esto aquí que por
ahí debe vení Estrella. ¡Y ojo con una vaina!, que como
sepa que me quieres tumbá te mato, coño e’ tu madre.
¿Oítes?”, gritó Zaida mientras lo señalaba con el dedo y
apuraba el paso hacia la avenida Neverí. Monchito, rencoroso pero contenido, sólo asentía: “Tranquila, catira,
tranquila”.
En el camino, la entrada al “Hueco” la hizo dudar. A
punto de entrar, se registró los bolsillos que no tenía y se
arrepintió. Viviría lo peor así, sin la vitamina del crack,
sin la anestesia que mantenía su cuerpo y el escape de su
mente desde hacía quince años, y aunque los pulmones
la regañaban, subió tan rápido como pudo la empinada
avenida Neverí y llegó a la morgue de Bello Monte.
Enceguecida por la desesperación, Zaida hizo a un
lado a otras madres dolientes. Con apenas algunas palabras logró entrar a las cavas. Una de las gavetas fue abierta
por el forense de turno y entonces Zaida rió mientras su
rostro se llenaba de lágrimas. El forense la miraba con la
indiferencia de quien los trescientos sesenta y cinco días
del año convive con el rostro más genuino de la sórdida
Caracas. “Entonces, ¿lo conoce?”, preguntó el forense
con desdén. Zaida asintió con la cabeza, y con la sonrisa
desdentada y el rostro enrojecido y mojado alcanzó a decir: “Disculpe, es que siento alegría pero también tristeza.
Alegría porque este muerto no es mi hijo, y tristeza porque este es Juan Carlos, o mejor dicho, Estrella”.
83
También sobre el alma nieva
Carlos De Santis A.
E
n Caracas está nevando. La ventana me queda lejos,
un poco más abajo de la cabeza, a la altura de los ojos.
Por más que trato, el brazo no me alcanza para tocar la
nieve; pero por lo menos puedo verla caer, deslizándose
en el aire como suspiros helados.
Es la primera vez que llueve nieve del cielo. Me imagino que tocarla se siente como golpecitos helados, que
de tanto enfriarse acarician la piel susurrando cálidamente. Mientras caen, detienen el tiempo y se acumulan
en montoncitos en el suelo gris de la calle. Eso ven mis
ojos, porque no hay otra cosa más que mirar. Otras veces
se me van las horas mientras imagino el sabor de la nieve
si algún día llegara a probarla. Entonces me quedo callado y mi madre se me queda mirando con los ojos llenos
de atardeceres…
Siempre hemos sido mi madre y yo. Nadie más. Cuando
era pequeño, mientras estaba acostado, acomodado en el
hueco que me hacían sus brazos, me decía que no me
preocupara, que no nos quedaríamos solos toda la vida,
que cuando empezara a nevar sobre Caracas me daría un
hermanito. Eso me lo prometió tomándome las manos y
poniéndoselas cerca de su pecho palpitante, donde resonaba su corazón. Ahora no sabe qué hacer. A papá lo mataron hace mucho tiempo, antes de que yo naciera, y ella
está sola. A papá no lo recuerdo, pero mi madre me dijo
que se parecía a una sombra. Que llegaba a casa tambaleándose muy entrada la noche, cuando los pajaritos del
cielo ya no cantaban. Eso yo no se lo creo. Hay pajaritos
que cantan toda la noche, y si no los hay, entonces soy yo
que me los invento. Pero de todas maneras mi madre me
lo dice.
Ahora está sentada cerca de la ventana viendo caer
del cielo los copos helados. Sus ojos parecen apagados, y
la cara la tiene llena de angustias. Debe estar pensando
mucho en mi hermanito, porque mi madre es de esas personas que siempre cumplen sus promesas. Y cuando digo
siempre, es siempre. Un día me prometió que si no me
callaba la boca, cuando llegáramos a casa me daría golpes con la correa que ella guarda en su cuarto. Y yo no
me callé. Ella cumplió su promesa. Por eso siempre soy
cuidadoso de portarme bien; no vaya a ser que mi madre
recuerde esa promesa que me hizo el día que yo no me
quise callar. Ahora la veo y me emociono porque cuando
venga mi hermanito tendré con quien jugar. Así podré
jugar con él en la nieve… Es que parece que no va a parar. La nieve sigue cayendo como si la llamara la tierra.
Mi madre dice que empezó a nevar el día que mataron
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en una noche a trescientas cincuenta personas en uno
de los cerros de la ciudad. Me dice que sintió como la
tierra clamaba la sangre derramada. Que se escuchaban
los gritos de las ánimas, penando por la muerte de tantas
personas. Me lo dice así, con esas palabras crudas, porque
ella piensa que yo ya estoy grandecito. Igual me da miedo.
Yo no quiero que me maten y tampoco quiero que maten
a mi madre.
Ese día, cuando empezó a hacer el frío que trajo la
nieve, mi madre cerró todas las ventanas, haciendo ruidos
espantosos, porque según ella, se escuchaba el pasar de
la muerte en el aire. Ahí mismo se puso a rezarle a los
santos; ahí mismo junto a la ventana, con el humo de
la muerte todavía saliendo de los cuerpos fallecidos. Le
pidió protección a todos los que conocía y a los que no
conocía para que no les pasara nada. Rezó por cada una
de las personas que habitan la ciudad. Yo no escuché a la
muerte pasar, solamente oí los murmullos de mi madre
revoloteando entre las velas encendidas… Así, desde ese
día, ya lleva horas sin parar de nevar.
Desde aquí arriba, en la ventana, se puede ver cómo
todo perdió el color, volviéndose blanco. Se ve que la
gente que no tiene nada, sufre. Los que viven en la calle, buscan comida en la basura congelada. Ayer vi a un
mendigo lamiendo el hielo que lo separaba de un pedazo
de comida para poder llegar a ella. Pero nunca llegó a
probarla porque cuando se estaba acercando, poco antes
de que su lengua tocara la comida, se desplomó muerto
sobre la nieve. Debe ser que se murió de tanto esperar por
la esperanza…
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Ahora me doy cuenta de que Caracas no está hecha
para la nieve. No hay techos a dos aguas. Aquí los techos
son planos. La nieve se acumula sobre ellos y las casas se
desploman. Eso pasó ayer. Al mediodía el edificio se estremeció como si hubiera temblado. Y cuando nos asomamos
nos dimos cuenta de que allá lejos, en uno de los cerros,
muy cerca de donde habían matado a las trescientas cincuenta personas, las casas de latón no lograron soportar
el peso de la nieve. En el cerro quedó un hueco negro,
anochecido y hecho de dolor.
Mi madre dice que es un castigo la nieve. Ella piensa
que es un castigo de Dios porque mataron a toda esa
gente y la tierra se tragó la sangre que derramaron. Yo no
le creo, pero la escucho. Debe ser que el frío no la deja
pensar y la mente se le trastorna. Tal vez está molesta con
Dios por hacer nevar y tener que cumplir su promesa. Y
ella sigue ahí, en la ventana...
Nunca había visto el viento hecho de color. Cuando
no caía nieve, el viento se sentía en la piel, cálido; pero
jamás se veía. Ahora es blanco, y mientras va volando,
cuando está muy lejos, se vuelve gris. Tal vez la nieve y
el viento sienten, y por eso se ponen grises. Deben sentir
la tristeza del frío que hay en el aire. Tal vez son grises
porque se llenan de pena al ver a la gente muriendo en las
calles congeladas. Eso debe ser.
Pobre madre. Ahora llora mientras saca la mano por
la ventana. Debe ser el frío que la hace llorar, o el viento
de color, o la nieve gris. Tal vez empezó a nevar también
dentro de ella. Tal vez es una cosa que les pasa a los adultos. No lo sé. También sobre el alma nieva…
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Me gustaría preguntarle, ¿por qué lloras madre?, pero
sé que ella no me contestará. Sé que cuando llueve o
nieva dentro de ella es imposible acercarse. Quisiera llorar en su pecho retumbante pero tengo mucho frío. Si lo
hiciera, las lágrimas me saldrían hechas de hielo.
Me tapo los oídos porque no quiero escuchar a mamá
llorando. Ella me ve, me abraza y me calienta el cuerpo
con su pecho cálido y me dice al oído que vaya a la bodega a comprar un poco de café. Que eso nos hará sentir
mejor. No le digo nada y me visto. Me pongo dos camisas
y dos abrigos. Me pongo mis guantes para que las manos
no se me congelen. Mi madre me enrolla su bufanda en
el cuello y me da un beso en la frente. Sus besos son cálidos como cuando no caía nieve.
El pomo de la puerta del edificio está frío. Se me resbala porque está cubierto de hielo. La puerta rechina con
un grito de dolor. También la puerta debe tener frío. En
la calle del frente hay un muerto que se quedó congelado.
Está solo. La piel se le puso azul y se le cae a retazos.
No me gustaría morirme solo. Pero hace demasiado frío
como para pensar en la muerte. Las calles están desiertas.
No se ven carros, ni personas, ni perros. Nada. Solamente
la nieve blanca invadiéndolo todo.
En la bodega le pido a la empleada que me de un
frasco de café. Me lo alcanza. Su mano sin guante tiene
un color azulado. La otra mano la tiene en la boca, soplando bocanadas de aire caliente. ¿Por qué vienes a comprar café con este frío?, vete a tu casa niño. Vete y abrígate,
me dice. ¿Por qué viene usted a trabajar con este frío?, le
pregunto. La vida está cara, me responde. Le creo…
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Mi madre todavía está en la ventana y llora mucho. La
ha cerrado. Me gustaría decirle lo mucho que la quiero,
pero las lágrimas la alejan de mi lado. No me gusta verla
cuando llora.
¿Cuánto te costó?, me pregunta. Todo, le digo. La
vida está cara, dice suspirando. Le creo…
Ya no comemos como antes. Ahora comemos una
sola vez al día. Mi madre dice que así es más sano, que
no comer tanto es bueno para el cuerpo. Le gusta mucho agarrarme las manos y decirme que en el sendero
de las penurias hay siempre una luz al final del camino.
Le creo porque sus ojos son honestos. Ella toma el café
entre sus manos y lo huele. Aspira el aroma como si fuera
su último aliento. Le gusta mucho el olor del café. Dice
que le recuerda al aroma de la tierra húmeda. Al olor que
despiden las casas hechas de tierra de su pueblo. Su mirada me dice que tiene ganas de volver al interior, donde
no debe nevar. Los ojos le titilan como las estrellas que
cubren el cielo. Yo no me preocupo porque estoy con ella
y me protege. Si empezara a nevar dentro de la sala, ella
me protegería con su cuerpo cálido y suave.
El aroma del café caliente vuela en la sala, como mariposas atolondradas. Es cálido, y el vapor que sale de la
cafetera nos sirve para calentarnos las manos. Mi madre
abre la ventana otra vez, la nieve entra y moja la alfombra
de la sala. La abrazo para que me de calor. Ella cierra la
ventana y se agacha para verme a los ojos. Te prometo,
me dice, que cuando deje de nevar te doy un hermanito.
Ahora abrázame y no digas nada. Me quedo callado. Sus
brazos me comprimen el pecho. Yo sé por qué me lo dijo.
90
Allá afuera se siguen escuchando gritos y disparos. Así que
no creo que deje de nevar en mucho tiempo.
Mamá me toma la mano y me promete que todo estará
bien. Le creo. Mi madre es de esas personas que siempre
cumplen sus promesas.
91
No somos modernos
Ricardo Ramírez Requena
A Violeta, Salvador y Gustavo
Zona Rental
D
esde la muerte de Sofía, las cosas con Pedro se pusieron, Aldonza, cuesta arriba. Antes de sus quince años
había tomado un bolso y se había ido, dejando en la casa
un vaho a derrota, a pérdida, semejante a la del boxeador
cuando recoge sus cosas y se marcha para siempre del
gimnasio. Nunca supe manejarlo. Sofía lo suavizaba, lo
ponía mansito. Yo fui incapaz de ese heroísmo.
No soy fuerte, no resuelvo, soy dubitativo. Mi trabajo
no es admirable tampoco. Soy operador del Metro, tengo
veintitrés años siéndolo. Inauguré la Línea 2, allá en el 87
y ahora inauguro la Línea 4. Los jefes confían en mí para
eso. Y me gusta, siento que abro caminos nuevos para los
habitantes de esta ciudad, los que se joden. Pensé, además, que esa labor era digna de admiración por parte de
Pedro, o que podría serlo. Pero nunca fue así. Cuando
estaba pequeño y lo paseaba en la cabina, sufría de un
terror sin fin al adentrarnos en el túnel. No le gustaba, le
tenía pavor. Las pocas veces que lo intenté, en las noches
sufría pesadillas y corría a nuestra cama. Se aferraba a su
madre y me daba la espalda. Entendía que era apenas un
niño pegado a las faldas de su mami, pero con el tiempo
las cosas no cambiaron. Era tanto el pavor que le daba el
Metro, que sólo podía soportarlo de la mano de su madre, y con lágrimas en los ojos. El asma se le complicaba,
además se bombeaba sin parar. Sofía tuvo que inventarse
una ruta en la superficie para llevarlo al colegio, lo que
significaba que debía salir más temprano del barrio. Eso
lo hace sólo una madre. Yo pensé que todo se resumía
en trabajar, ser honesto, estar pendiente de que nada le
faltara, eso. No funcionó, Aldonza.
La nueva línea tiene cuatro estaciones. De ahí empalma con Plaza Venezuela y la gente se va a Coche o
a la Universidad. Faltan estaciones en esta línea, no se
compara con la Línea 1 ni las otras. La siento como un
atajo para llegar a Plaza Venezuela, más nada. Y ya yo voy
perdiendo los tiempos de los retos. El sindicato cada día
se pone más duro, más cerrado. Me he ido desligando.
Tengo mis beneficios, tengo mis años de trabajo y mi jubilación. No quiero más nada: ni problemas con el gobierno, ni bajos asuntos, ni huelgas. Un sindicato es una
mafia legal y llevo años haciéndome el loco ante esa mafia. Supongo que hasta eso me lo recriminaría Pedro: “No
cogiste unos reales, no ascendiste. Más de veinte años en
el túnel. En el hueco negro, oscuro, feo. Escondido como
un topo. Caminando hoyos. Encuevado”.
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Tengo un amigo, Sancho, pero es una amistad complicada. A veces él me entiende las vainas, los caprichos;
a veces no. Desde el primer día en esta nueva línea me ha
entendido definitivamente. Antes le costaba, me ponía en
duda todo lo que le comentaba. Claro, para alguien que
se encarga de golpear a los ladrones detrás de las puertas
grises de las estaciones, de aleccionarlos desde la inauguración del Metro, nada sorprende realmente. Ni siquiera
recoger las manchas de sangre, huesos y excrementos que
dejan los suicidas cuando se lanzan, cosa que empezó a
hacer desde la llegada de la Línea 3. Los humoristas, los
llama. Los jodedores, cuando anda encabronado. Sancho
llegó a finales de los setenta a Venezuela, a trabajar con
los franceses. Era bueno en su labor. Un día no aguantó
más y pidió cambio, después de la inauguración de la
Línea 1, en el año 85, si no recuerdo mal. En España,
a pesar de lo bajo que era (le llevo una cabeza) había
sido boxeador. De eso vivía en sus años mozos. Luego de
fugarse del seminario de curas, se mantuvo en las calles
echándole pichón a punta de coñazos. Y a punta de coñazos llegó a Francia, cruzándola en tiempos de visitar al
santo en Compostela. Se mantenía vendiendo estampitas
y otras cosas en el camino, en especial a los gringos. Con
dólares, pesetas y algunos francos llegó al lado vasco, en
la otra cara de los Pirineos, y se presentaba como “El gran
Panza” en los cuadriláteros. Tenía un jab de izquierda
que dejaba lelo a más de uno y que quebraba todo a su
paso. Un día lo bombearon entre varios en un bar, (lo
aventaban por los aires), se fastidió de arreglarse la nariz
quebrada y se enroló como obrero en una construcción
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de bodegas vinateras. De ahí, bordeando Francia, llegó
a Marsella, a Lyon, y de un solo golpe brincó a París. En
cada avanzada hacía más dinero en mejores construcciones. Ya siendo experto con los años en trabajos bajo tierra, lo encomendaron como buen trabajador en Rotival,
luego se fue con la gente de San Francisco, California, y
con ellos llegó a Caracas. No tuvo problemas en venirse,
nada lo ataba. Nada, hasta que se empató con Teresa y
tuvo una hija. Sancho, Aldonza, es mi amigo, quizás el
único que me queda en la compañía. No suelo hablar
con más nadie. Cuando cuadramos los horarios, almorzamos por su casa en San Agustín o a veces en las noches
nos llegamos por Bellas Artes a tomarnos unas cervezas.
Los ojos grises, opacos de Sancho, me miran entre birra y
birra. Me miran con compasión, con piedad, quizás de lo
poco que le quedó de tiempos del seminario, además de
un ritual de despedida que le hace a los suicidas cuando
recoge sus cuerpos: saca una botella de vino de cocinar,
la esparce por el lugar antes de aplicar el líquido para
limpiar los rieles y dice: “La sangre ahora se purifica con
la carne y se hace una con la tierra, sus metales, sus miserias. Púdrete, cadáver”. Hace la señal de la cruz como lo
hacen los ortodoxos, para llevarle la contraria a la Iglesia
romana y ser más hereje de lo que es, y se tira un peo. Es
una mierda, pero por lo menos considera las almas de
esos malditos. En su dureza piadosa también me dice que
me olvide de mi hijo. “Pedro es un hombre y se marchó,
déjale hacer su vida y sigue con la tuya. Así son las cosas
siempre”. Sancho me escucha mis borracheras, esas en
las que nunca lloro y me da por hablar más pausado de
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lo que hablo. Y le cuento lo que veo dentro de los túneles. Sólo tú y él saben de los espantos. En cada línea lo
que veo cambia. En la Línea 2 se veían indios. Indígenas.
Caribes. Me hacían señales, me gritaban, hacían señales para que me detuviera, golpeaban el vidrio. Al principio, me chorreaba. Pensaba que no duraría en el trabajo.
Luego, cerraba los ojos. Los rostros se veían en los trazos
de luz cuando ya todo el tren estaba dentro del túnel.
Pensé que con el tiempo lo manejaría. Al pasar a la Línea
3 se sumaron rostros de blancos, de gente vestida para una
gran comida, arreglada, cadavérica pero arreglada. Mulatos y negras, sudados, de cuerpos brillantes y miradas
profundas. Veía que increpaban con voces, pero nunca
pude entender del todo qué decían, así me esforzara en
leer sus labios. A esa velocidad, era muy difícil. Una vez
hicieron un congreso de sistemas subterráneos de transportes y, entre copa y copa, un argentino me comentó que
en el subte no era muy distinto, más en las rutas viejas, las
cercanas a Plaza de Mayo. Decía que eran los muertos de
La Boca, pues el subterráneo no llegó nunca hasta allá.
Los mexicanos eran más exagerados: aztecas, el mismo
Moctezuma, conquistadores, los franceses que invadieron hace más de cien años, y hasta los abandonados por
los rescatistas en tiempos del terremoto de no hace mucho. No les creí, el Metro allá no es subterráneo. Pero los
gringos de Nueva York o los mismos franceses de París,
tan serios y tan comemierdas, pelaron los ojos cuando lo
comenté. No dijeron nada, pero sé que sus historias no
serían tan distintas a la mía. Sancho sólo tenía una palabra cuando le contaba esto: superstición. Ateo como era,
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ateo militante además, que se encargaba de dejar volantes
en los asientos de los vagones, decía que eso era simplemente paja. “No es a espectros a lo que hay que tenerle
miedo, es a los vivos, y cómo manchan los rieles cuando
se matan o cómo lloran cuando les destripas las bolas con
alicates”. “¿Tú no crees en nada?”, le increpo. “No, no
creo en nada”, respondía. Y era verdad: tratar con ladrones y suicidas endurece. “Eres duro entre tanta miseria
en la que trabajas”. “No –me decía otra vez–, mámate el
franquismo para que veas lo que endurece. Ustedes en
este país, en donde llevo años viviendo y culeando y trabajando y esperando la muerte sonriente y negra, perdieron el fogueo, la conciencia del dolor, de pasarla mal.
La democracia los volvió un mazacote, los volvió pupú,
gente sin guáramo (una de sus palabras criollas favoritas,
que repetía como un mantra). Se volvieron débiles. Yo
escucho los cuentos de los que no son de acá y lo confirmo. No han llevado palo del bueno desde hace años y
así no se hace el carácter. Tú podrás ver fantasmitas, todos
ven fantasmitas acá, eso no te ha hecho más fuerte”. No
sabía nunca que responderle cuando me atacaba con esas
palabras. Bajaba los hombros. Me despedía con un leve
“hasta mañana”.
Parque Central
Al empezar en la Línea 4, me llené de valor para afrontar lo que venía en el túnel. Nunca entendí por qué no
busqué otro trabajo, preciosa. Las primeras veces, apenas
en el 87, cuando me bajaba más blanco de lo que soy y
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entregaba el turno, me iba a buscar ron a cualquier barra
antes de llegar a casa. Luego, un día, aparecieron unas
pastillas en la sala de reposo, cuando iba a comer. Me
sentaba en el mismo puesto siempre, ahí estaban. Una
nota decía: “Esto quita los fantasmas”. Las engullí. Eran
dos siempre. Supuse que alguien viejo de la empresa, de
los que inauguraron, del sindicato, me dejaba las pastillas.
Los fantasmas no desaparecían en el túnel, sencillamente
no me importaban; como si fueran una forma más de la
luz. Con los años, supongo que el cuerpo se fue acostumbrando, sentía que las pastilla perdían el efecto. Una vez
dejé una nota que decía “más”, y al día siguiente tenía
tres, ¿puedes creerlo? Pero esas también empezaron a perder su efecto. Y ahora, comenzando en esta nueva línea,
apenas aparece una de vez en cuando. Hace dos meses
me dejaron una nota: La crisis, decía. ¿Qué bolas no? Me
jodí, pensé inmediatamente. En esta línea no he visto el
primer espanto, pero sé que en cualquier momento aparecerá. Nunca faltan. No sé si podré soportarlo. Hoy me
tomé un Valium antes de salir de casa, y llevo otro guardado, pues nunca se sabe. Tú me entiendes, Aldonza. Me
toca la hora del mediodía, lo que hace los tiempos más
lentos, más cargados, más muchachitos parando la puerta
para entrar, más gente coleándose sin vergüenza, más
musiquitos, enfermos, personas mayores. Los musiquitos
acomodan el mediodía de algunos y a otros los encabronan. Los hay de todo tipo: guitarrita y temas de moda;
arpa, cuatro y maracas; hiphoperos. La Cindy-sin dientes,
célebre mendiga, se mudó a esta línea a ver cómo le va,
supongo. Sigue siendo la favorita de la fanaticada, suben
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sus videos a YouTube, ella hasta se entusiasma y piensa
en un disco. Los enfermos no tienen fin, o los supuestos
enfermos en muchos casos. Los vendedores son los más
histéricos y gritones. Me fastidian los mediodías, pero por
lo menos me entretienen, hacen que pase el tiempo más
rápido.
Soy un hombre alto y delgado, para que sepas. Tengo
algunas hermanas que nunca se casaron, vagabundas, y
un hermano muerto en un lance con la policía en los
ochenta. Los malandros eran más y lo acribillaron. Vivo,
desde la muerte de Sofía, en una casa de alquiler por
Puente Hierro que comparto con una doña, una hija de
una de mis hermanas y un italiano viejo que trabaja de
barbero. En un anexo vive un curita retirado que fue confesor durante décadas en la parroquia Santa Rosalía de
Palermo. Una vez intenté contarle lo que veía en el túnel, pero no entendía nada de lo que le decía, sólo hacía
silencio y al final, antes de terminar de echarle el cuento,
incluso, me absolvió, me dijo que rezara tres avemarías
y me despidió. Me quedé con todo el frío de los muertos
adentro. No recé los avemarías. Cerca del Nuevo Circo
hay una iglesia evangélica y probé llegar hasta allá. Me
recibieron. Me hicieron unos rezos, cantaron loas al Señor y me pidieron dinero. Me molesté y me fui. Dejé la
cosa de ese tamaño, no era cercano a verme con brujos ni
santeros. Cargaría con mis fantasmas.
No recuerdo si de niño veía aparecidos, Aldonza. La
verdad que no. No sé a ciencia cierta cuándo empecé a ver
cosas. Comencé a beber y a meterme vainas recién salido
del colegio. Hice múltiples oficios. Encontré luego a Sofía
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y nos enamoramos. Fue mi tiempo más feliz. Años después de comenzar en el Metro, Sofía empezó a sentirse
mal y un día fue al médico. Cáncer de pecho. Nos dio en
la madre eso, a Pedro y a mí. En menos de cuatro meses se
puso chiquitica, se la cayó el pelo, Aldonza. No aguantó
mucho la quimio, los médicos decían que no valía la pena
ni siquiera extirparle el pecho. Nada; se nos murió. Pedro
estaba ya grandecito, y entre mi trabajo y otros oficios que
estaba haciendo para terminar de pagar la plata que me
prestaron para el entierro, se me echó a perder: se jubilaba del colegio, se juntó mal, robaba reproductores de
carros, celulares. Un día me lo llevaron unos conocidos
de la policía y me dijeron que lo moliera a palos, que
se me iba a salir por la tangente, que no lo perdonarían
la próxima vez. Nada de lo que hice resultó, mi reina, y
cada vez que levantaba la correa para cuerearlo, no podía dejar de ver al niño que lloriqueaba cuando viajaba
conmigo en el Metro. Nada pude hacer, lo dejé andar, se
alimentaba y dormía en la casa, trataba de hablar con él.
No sirvió de nada. Un domingo ya tenía cuatro días fuera
de casa, y el lunes, al volver de mi turno, no estaban sus
cosas en el cuarto. Lo llamé al celular, le mandé correos,
sin respuesta. No lo vi nunca más.
Nuevo Circo
Ahora Aldonza, a estas horas, las estaciones están más llenas. En esta línea los tiempos de espera son mayores, y
para colmo te anuncian el tiempo de llegada en unas pantallas. Eso ayuda, pero en un subterráneo, no sé para qué.
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Total, ¿a dónde vas a ir? La llegada del tren ocurre relajadamente y suelo esperar un poco más a que se monten
los pasajeros, que se aglomeran como pasa por ejemplo
en Ciudad Universitaria o para ir a Caricuao. Pero ese
día, hace un mes exactamente, las puertas de los vagones tardaron en cerrarse. El primer pensamiento fue la
gente trabando las puertas. Di el anuncio de que debían
dejarlas cerrar para seguir. Aun así, el sistema me daba
la señal de que seguían abiertas. Lo intenté nuevamente
sin lograrlo, chama. Di un segundo llamado diciendo
que si había algún contratiempo, presionaran el botón de
emergencia. Aún nada. Luego de dos intentos más, decidí
salir. Encontré el pasillo de la estación vacío y con un
silencio poco común. A dos metros de haber salido de
la cabina, vi al espectro: mi hijo, vestido extrañamente,
que me miraba cabizbajo. Lo reconocí enseguida a pesar de eso; supe también, por el olor, que estaba muerto.
Permanecimos en silencio, y yo, en mi terror, empecé a
buscar una salida. Estaban cerrados los accesos a las escaleras mecánicas y a las de concreto. Empecé a gritar; le
hice señas a las personas en los vagones, pero me miraban
extrañados, como desconociéndome. Pedro se acercaba
más, estirando el brazo izquierdo. Sentí que la tensión me
bajaba, que me iba haciendo pequeño y el aire desaparecía de mis pulmones. Cuando lo tenía cerca, estando yo
contra un muro, sin poder escaparme, grité con todas mis
fuerzas. Los pasajeros del tren me hacían señas y se reían;
algunos me increpaban, mostraban impaciencia. Al final,
me habló. Me dijo que no me preocupara. Entonces vi
salir del túnel de llegada a la estación a todos los espectros
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que había visto en mi vida: los indios, los españoles, todos
los fantasmas del pasado. Llegaron otros, que por su vestimenta reconocí como trabajadores de subterráneos. Estos
me hablaron y por sus acentos y expresiones noté que eran
americanos, argentinos, franceses. Por último, levanté la
vista hacia Pedro. Me miraba con tristeza. Lo rodeaban.
Intentó dirigirme la palabra nuevamente, pero se lo impidieron. Le pregunté cómo había muerto, por qué no
estaba con su madre, pero fue inútil. Rápidamente se lo
llevaron. Poco a poco fueron partiendo. Estaba helado.
Volví a quedarme solo.
Cuando reaccioné, Sancho estaba a mi lado. Apartaba a la masa de pasajeros de la estación que se aglomeraba alrededor de mí. Sancho me dio dos pastillas y un
poco de agua, y me ayudó a levantarme. De los mendigos,
se escuchaban abucheos y carcajadas. De los enfermos,
lamentos y expresiones solidarias. Luego, alguien entró
en la cabina y, al minuto, el tren continuó su marcha.
No podía moverme cuando la estación quedó casi vacía.
Cerré los ojos; me supe en una camilla y que entre varios
me llevaban.
Teatros
Me fui con Sancho. Nos llegamos por Sabana Grande.
“Alonso, ¿qué te pasó?”, me preguntó. Junto a él estaba
un estudiante, un joven muchacho, aprendiz del oficio
de Sancho. Nuevo en el Metro, debía acompañar a su
superior adonde quiera que este lo llevara y Sancho había
logrado que los paramédicos me dejaran ir. “¿Cómo que
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qué me pasó? Los espectros Sancho, los espectros vinieron
todos a verme hoy”. Me observó con rabia y desconsuelo;
el estudiante no mostraba emociones en su rostro. “También estaba Pedro”, le insistí. “Claro –me respondió– ya
entiendo”. Hubo un largo silencio de repente. Nada se escuchaba. “¿Se habrá tomado sus pastillas?”, me preguntó
el estudiante. Me molestó que se metiera en nuestra conversación y así se lo hice saber. Sancho me tomó por el
brazo, refrenándome. “¿Qué le has dicho de mí?”, le increpé. Volteó a mirar al estudiante (creí ver una expresión
de complicidad), y luego abrió amplios los brazos y dijo:
“Que eres mi mejor amigo”, y me abrazó. En el camino a
casa, pues insistió en acompañarme, me dijo que debería
tomar vacaciones, que él tenía cuadrada una casita por
Los Caracas, Teresa quiere salir, que me fuera con ellos.
Le dije que le avisaba. No lo he hecho hasta ahora. Al llegar a casa, abrí una de las botellas. Bebí casi un cuarto
de ella. Sentí que al fin me relajaba, que todo volvía a la
normalidad, que eso no estaba sucediendo. Eso, el sentir
que los espectros me miraban con los ojos muy abiertos,
es como siento cada día. Luego del segundo gran trago,
supe que ni todo el ron del planeta, ni todas las pastillas,
los sacarían. Comprobé lo que un día me dijiste: viven
entre nosotros.
Días después, pude ver por el cable a la Cindy-sin
dientes dando declaraciones en un programa de entrevistas. Contaba su versión de los hechos. Nada de lo que
decía coincidía con lo que yo pude vivir en carne propia.
Ya verá la Cindy-sin dientes quién es el señor de esta historia. Ya verá Sancho que yo sí tengo pantalones. Ya verán
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mis vecinos cuando aparezca yo, Caballero de la Triste
Figura, en la tele, contando la verdadera historia. Se la
contaré al mundo, Aldonza, se la mostraré al mundo aunque crean ver en mí sólo a un viejo, casi un jubilado, con
problemas en la cabeza.
Tú lo sabes más que nadie, Aldonza. ¿Dónde quedan,
acaso, todos los años que llevamos conversando?
105
Friend
Caín
R
epasaba episodios de su vida. ¿Dónde diablos se torció
el camino? ¿En cuál encrucijada tomó la senda equivocada, aquella que lo llevó hasta un cuarto de tres por
cuatro en aquel pueblo a orillas del mar en un país que no
era el suyo y al que ni siquiera había ido de manera voluntaria? No había mucho que recordar. Nunca tuvo que tomar decisiones trascendentales, un par de riesgos sin éxito
y una deuda económica que no estaba en condiciones de
cancelar, al menos, en ese momento, con dinero. Ahora
tenía tiempo de sobra para pensar y se descubría lleno de
contradicciones: no era ambicioso y trató de hacer dinero
de la nada, de la noche a la mañana; no se consideraba
valiente (tampoco cobarde) y tomó acciones temerarias;
temía a la muerte y apostó su vida (perdió, claro). Pero
ya nada de eso importaba. Miraba las paredes húmedas,
manchadas, casi sin color, ¿amarillas? ¿Beige? ¿Blancas
alguna vez? En algunos lugares la argamasa se había caído
revelando formas y él las miraba (¿qué otra cosa podía
hacer?) tratando de adivinarlas, como quien mira las nubes, y determinó que eran países. Recordaba haber visto
mapas cuando estuvo en la escuela, pergaminos gruesos
con colores y nombres escritos en letras diminutas, pero
no recordaba con claridad las formas. Entonces se dedicó
a rediseñar la geografía, a bautizar con aquellas formas los
nombres de países que recordaba; descubrió así que sabía
más nombres de países que el número de formas que estaban en la pared. Sabía que eso no lo llevaba a ningún lado,
pero debía pensar, usar cualquier artilugio para distraerse,
para no desesperar o enloquecer, quién sabe. Escuchaba
un mosaico de voces en la calle y no entendía una sola
palabra. También el rumor del mar se colaba a través de
aquellos bloques podridos, rasgado constantemente por
el sonido de los motores fuera de borda. Él sabía lo que
era el mar, cómo no saberlo si venía desde una isla no
muy lejana, pero que ahora se le figuraba inalcanzable,
como de otro planeta. ¿Cuáles eran sus posibilidades de
salir con vida de allí? ¿Cuándo se darían cuenta del engaño, de la estafa? En la demora cifraba sus esperanzas.
Quería vivir, pero su vida era un objeto que tenía valor
de cambio y estaba en manos de otros: había una deuda,
un plazo y él, la garantía de pago. Cuando le propusieron
absolverlo de su propia deuda, que era dejarlo vivir (o con
vida para que tratara de vivir) sabía que algo oscuro había
detrás, pero no tenía opciones. Aceptó viajar a Venezuela
sin pedir explicaciones, no estaba en posición de exigirlas.
Hizo una pequeña maleta y se despidió de la madre casi
sin palabras, dijo que demoraría sin saber lo que decía.
La madre lo escuchó sin apartar la mirada de la costura:
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“Bye”, dijo. La miró gorda, con su vestido claro de flores,
sus anteojos gruesos y manos de cayo. Pisó el umbral de
la nostalgia, pero no había vuelta atrás. En el patio de enfrente su único hermano jugaba solo, sentado en el suelo.
Tenía siete años. “Good bye”, dijo al pasar por su lado y
frotó su cabeza. Se devolvió sin estar seguro de lo que hacía y se agachó junto a él: “Be a good boy and study hard”.
El auto estacionado en la calle frente a la casa le hizo
una señal con la bocina y él se apresuró a abordarlo. El
auto se puso en marcha. Quiso mirar hacia atrás pero no
lo hizo. Deseó volver a verlos, volver a esa pequeña casa
que él mismo y su madre ayudaron a construir, y en la que
siempre se sintió seguro, volver a pisar aquel patio donde
se recordó sentado también cuando su mamá era visitada
por alguien y ella misma le pedía que se fuera al patio a
jugar: “Do not come back home until I say so, but do not
leave the yard”.
El auto fue directo al aeropuerto. Al bajarse del vehículo, fue como todos a la parte trasera por su equipaje;
cuando se abrió el compartimiento el chofer le entregó
una maleta que no era la suya y le precisó que “ese era
su equipaje”, también entregó un sobre que contenía
su pasaporte: “En el primer hotel desechas lo que llevas
puesto”. Esperaron allí un par de horas. Los otros hablaban y él sólo abría la boca para responder con monosílabos: Yes. No. Al tomar aquella maleta que no era la suya,
pero a la vez sí lo era, lo asaltó el temor de que esta contuviera drogas y aquello no fuera otra cosa que una trampa.
Rápidamente desestimó que fuera posible: “In Venezuela
we do not take drugs, we bring it from out there”, se dijo
a sí mismo y se llenó de confianza. Ojeó su pasaporte y se
miró en él, era la misma foto que la de su identificación,
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también era su firma. Fue entonces cuando se fijó en el
error: era su foto y firma, pero no su nombre. Comentó al
hombre de confianza de Mr. Wallace el detalle del pasaporte, pero este le explicó que no era un error, que ese era
su nombre y él era su hermano. Pensó que aquella situación no era más que un laberinto, y como todo laberinto
tiene una salida, sólo debía encontrarla. Quería creer eso.
Trataba de convencerse. Sólo conocía al hombre de confianza de Mr. Wallace (con quien él mantenía una cuenta
deudora); al otro sujeto lo veía por primera vez y se preguntó si estaría haciendo aquel viaje en sus mismas condiciones. Pensó que le encargarían matar a alguien, pero
eso reduciría sólo un poco su deuda, a menos que fuera
alguien muy importante, un político o algo así. Who can
be worth so much?, pensó, dando por hecho que mataría
a alguien. Abordaron la avioneta que los llevó a Trinidad
después de cruzar un cielo y mar igual de despejados. En
Puerto España pernoctaron en el Kapok Hotel, en habitaciones individuales. Se quedó dormido tarde, después
de ver televisión y darse un baño. Sintió curiosidad por
el contenido de aquella maleta que el chofer del carro
le había dado. Sólo entonces la abrió y descubrió en ella
ropas nuevas de una calidad superior a las que el usaba,
como la del hombre de confianza de Mr. Wallace. Estaban también unos zapatos nuevos, un reloj costoso y un
perfume en el mismo tono. Era clara la apariencia que
querían darle. Se preguntó cómo habían hecho para saber sus tallas. Le quedaba claro el poder del dinero. En la
televisión parte de una película donde alguien se fugaba
de la cárcel. Pensó en el destino y sus ironías. Él era un
prisionero, un tipo de encarcelado libre y por eso no ha-
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bía posibilidades de escapar. De hacerlo, era seguro que
no vería jamás a su madre ni a su hermanito. Puso mute
al televisor y se impuso dormir. Lo despertaron dos toques
fuertes en la puerta: “It’s time”. Se apresuró a salir. Había
dormido en ropa interior. Vistió una muda de ropa de las
que estaban en la maleta, junto con los zapatos nuevos y
el reloj de lujo, se colocó un poco de perfume, y dejó la
suya propia doblada en una esquina de la cama, como
quien deja una marca en un árbol para indicar que estuvo
allí. En el restaurante del hotel desayunaron rotis de pollo
y se fueron luego a esperar en el lobby mientras desde la
recepción llamaban un taxi. Este llegó con prontitud y
los llevó a un puerto cercano adonde abordarían el ferry
que los llevaría hasta Güiria después de cruzar el golfo.
Percibía un olor que no lograba identificar, ni de dónde
venía, estaba en la atmósfera o en el vaho del mar, no le
quedaba claro, pero estaba allí, como una sombra, ese
olor que si se le prestaba atención se volvía nauseabundo.
Desde Trinidad pudo ver la costa de Venezuela, pensó
que si había oportunidad de salir de aquel laberinto debía
ser volviendo sobre el mismo camino, entonces memorizaba nombres y trataba de dejar migajas de pan, como le
habían leído alguna vez en un cuento. El golfo no era tan
sereno como había imaginado que eran los golfos, siempre creyó que era un lago de aguas muertas, pero él desconocía muchas cosas, nunca quiso estudiar, ¿para qué
si se podía ganar dinero siendo jíbaro o narcotraficante?
Se podía vivir de la droga, del dinero de su comercialización; conocía a alguien y le pidió trabajo, ayudarlo a vender algunos gramos y, gramo a gramo, se fue adentrando
en el círculo donde pasó a ser de pequeño distribuidor a
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mula, asumiendo cada vez mayores riesgos y responsabilidades. Cuando se sintió seguro de hacerlo, después de
conocer el modus operandi y consolidar algunos contactos, reunió todos los dólares que había ganado, que no
eran pocos, pero sí insuficientes para su proyecto. Entonces asumió el riesgo en el que empeñó su vida: pidió una
mercancía a crédito, una cantidad no para ser distribuida
localmente sino para exportar. Canceló sólo una parte y
el negocio que vio con claridad, con facilidad, se tornaría
oscuro y difícil. Pero él no lo sospechaba. Conservó la discreción conveniente, hizo los movimientos estipulados y
cuando sólo restaba camuflar la mercancía en el yate que
la llevaría a Europa fueron asaltados por media docena
de hombres fuertemente armados y el temor que tuvo en
algún momento retornó vuelto pesadilla. Nadie herido,
ni un solo disparo, sólo su mercancía desvanecida como
sombra en la noche junto con aquellos hombres. Hizo esfuerzos inútiles por determinar quiénes fueron los autores
materiales e intelectuales de aquel hecho que cobraba dimensiones funestas para él. Anhelaba conocer el nombre
del Judas, pero no tenía modo de cobrarles, carecía de la
fuerza suficiente y estaba solo en eso. Decidió tener cautela. “Muerto no cobra”, pensó. Con el paso de las semanas se desvanecieron las posibilidades de tener la certeza
de un nombre, por lo menos uno, y la ira fue cediendo su
lugar a la angustia en la espera de aquella llamada inexorable en la que él debía rendir cuentas. Resolvió ofrecerse
para cualquier trabajo, el que fuera, que lo “usaran”, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa y por el tiempo que
fuera necesario para pagar, hasta que se sintieran cobrados. Pero Mr. Wallace tenía muchos hombres dispuestos
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a lo mismo. Temía que fueran a cobrarle a su casa. Sólo
ahora se daba cuenta de que no había protegido a los suyos; temía ser asaltado en su casa y que su familia saliera
lastimada, ¿o acaso ellos serían parte del saldo?
Decidió no esconderse, estar cerca de casa, en las inmediaciones –pero no dentro de ella–, alerta para no ser
sorprendido por la muerte, sino más bien verla de frente;
el temor era latente, permanente en cada auto que cruzaba la calle, en los rostros desconocidos; fue entonces
cuando decidió hacer aquella llamada definitiva. Marcó
el número conteniendo el aliento en cada repique. Habló
sólo él, pidió que se cobraran con su vida, enfatizando
que fuera sólo la vida de él. Era ampliamente conocido
en el barrio, en el que se sabía todo, y si moría de un disparo la gente sabría las razones de aquel hecho y los responsables. Entonces tuvieron paciencia para cobrarle. La
certeza de la muerte se desvanecía, ya no pensaba en ella
a diario, cuando recibió aquella llamada y la proposición
de absolverlo de toda deuda si colaboraba en un trabajo
fuera del país. Estaba listo para lo que fuera sin importar
los riesgos y no vaciló en asentir. Sólo hizo la observación
de que no tenía pasaporte. Ellos resolverían el detalle.
Le pidieron estar atento y no fue sino un par de semanas
después cuando volvieron a llamarlo y le pidieron que se
alistara, que preparara equipaje como para una semana.
Ya mandarían a buscarlo. Al acomodar unas pocas mudas
de ropa en la maleta de mano, lo invadió un temor que
no había sospechado, sintió que aquella ropa no la usaría,
que perfectamente podían matarlo en el extranjero y nadie en el barrio se enteraría. ¿Pero era posible eso, invertir
tanto en su muerte sólo por hacer un “trabajo limpio”?
113
Debía estar preparado, incluso para no volver por la razón que fuera. Así se lo propuso. Con esa determinación
abandonó su casa.
En Güiria los esperaban. El hombre de confianza de
Mr. Wallace lo presentó como su hermano. Hablaban
como viejos conocidos, en español, pero él no entendía
nada. La ciudad no le pareció nada diferente a las de su
propio país, desordenada, sucia, con su perenne aura de
pobreza. Almorzaron cerca del puerto, en un restaurant
como una casa corriente, con unas cinco mesas forradas
con manteles plásticos, dispuestas en un corredor no cómodo. Todos comieron pescado frito con patacones y ensalada verde. El día era caluroso y el restaurant no ofrecía
nada para contrarrestarlo, ni ventiladores. El hombre de
confianza de Mr. Wallace no paraba de hablar. Entonces
todo aquello le pareció un teatro, y se dirigió a ellos en
su propio idioma y les pidió que hablaran de cualquier
cosa, que se despreocuparan, pues no los entenderían,
pero que necesitaba que hablaran. Después de almorzar
abordaron el auto, el hombre de Mr. Wallace adelante y
ellos dos atrás, el aire acondicionado borró la lasitud que
empezaba a acusarlo. El viaje fue de hora y media hacia
otro mar. El paisaje era vegetal del que se disfrutaba con
sobresaltos porque a menudo el carro daba brincos al pasar por los huecos de la carretera. Llegaron a un pueblo
grande y colorido, un tanto más ordenado y limpio que
Güiria. Tendría tiempo de averiguar su nombre. Llegaron
directo a un hotel cerca del mar. Miró a través del cristal
ahumado del carro el alboroto del mercado de pescado
y verduras, y lo impresionaron los botes apilados en la
orilla de la playa como nunca antes los había visto. En
114
el lobby los atendió el encargado con tal entusiasmo que
parecían ser los únicos huéspedes en largo tiempo; él lo
notó y pensó que tal entusiasmo se debía a que era nuevo
en el cargo. El encargado les habló en un inglés aceptable, pero el hombre de confianza de Mr. Wallace insistió
en hablar en su español igual de aceptable. Como en el
hotel anterior, se hospedaron en habitaciones individuales, el hombre que los había recibido en Güiria y los había
llevado hasta aquel hotel en otra costa, de mar más alegre
y hermoso, se despidió amablemente estrechando las manos de todos con igual efusividad y quedó en verlos al día
siguiente en ese mismo hotel, donde sostendrían un almuerzo de negocios y en el que finiquitarían los acuerdos.
Le preguntó al hombre de confianza de Mr. Wallace
si podía salir a caminar por los alrededores. Este le dijo
que sí, pero lo conveniente era permanecer en el hotel
y no correr riesgos que no valieran la pena. Más que dramática le pareció dramatizada aquella observación, que
trataba de apresar una tensión que hasta ahora él no percibía. De no ser por el nerviosismo al que había estado
sometido en los últimos meses, el recorrido desde su casa
hasta aquel hotel en un punto de la geografía venezolana
que él desconocía le hubiera parecido trivial. Optó por
seguir la recomendación que le hicieron, no le habían
ordenado nada, pero su salida del hotel podía ser considerada como un acto de desobediencia. Se encerró en su
cuarto a ver televisión. No encontró nada interesante; estuvo tentado a bañarse en la piscina –sólo tentado–, salió
de su cuarto y se sentó en los alrededores de esta y miró
a siete niños de distintos sexos y edades bañarse mientras
jugaban. Disfrutó aquella contemplación. En la noche
115
aventuró unos pasos fuera del hotel, pensó que si no lo
hacía no conciliaría el sueño. Era temprano aún. Supuso
que la hora que marcaba el reloj era la de su país e ignoraba si existía alguna diferencia horaria. Al salir miró una
muchedumbre que abordaba desordenadamente un bus
en una pequeña estación justo al lado del hotel. Imaginó
un largo viaje, era obvio por el equipaje de los pasajeros
y la disposición que tenían. A escasos metros de la salida
del hotel se le acercó un travesti que había estado oculto
entre las sombras, detrás de unos kioscos colocados debajo de unos almendrones, y le ofreció sexo; él no entendió una sola palabra, pero ¿qué otra cosa podía ofrecerle
aquella voz que le habló desde lo hondo de su figura carnavalesca? Él le dio una media sonrisa y continuó caminando. Cruzando la calle se encontraba una plaza en la
que había pocas personas. Prefirió acercarse al mar. Le
salieron al paso dos muchachos más jóvenes que él; pensó
que lo asaltarían, se detuvo, le hablaron los dos a la vez. “I
don’t understand”, dijo él y los muchachos mal vestidos
y descalzos se voltearon desesperanzados. Se dio vuelta
él también y regresó al hotel. En la recepción estaba el
gerente. Le preguntó cómo se llamaba aquel pueblo y en
qué parte de Venezuela estaba ubicado. “Amigo, usted
está en San Miguel, en la península de Paria, estado Sucre”, dijo el gerente. “Es un bonito lugar”, observó él. Fue
a su habitación y tuvo un sueño placentero.
Para el almuerzo estrenó ropa, pero el hombre de confianza de Mr. Wallace le pidió que usara un par de prendas más que le facilitó sólo para la ocasión: una cadena y
una pulsera de oro. También le dio un guión para seguir
en el que enfatizó algunas cosas. Le quedó claro entonces
116
que no fungiría de asesino a sueldo sino de inversionista
del narcotráfico, algo que ya había hecho antes y en lo
que no le había ido bien. Debía seguir con aquel juego si
quería saldar su deuda.
El hombre del día anterior los esperaba en el restaurant del hotel junto con otro hombre, claramente de un
rango superior dentro de la organización; lo notó por la
deferencia con que lo trataban. Almorzaron mariscos, en
distintas preparaciones. Por la actitud de los hombres notaba que era una conversación difícil; y en el momento
indicado, que él reconoció por las señales que le había
dado el hombre de confianza de Mr. Wallace, intervino.
Antes había respondido a unas preguntas en las que daba
respuestas cortas y que el hombre de Mr. Wallace traducía para precisar algunas cosas. En su intervención dejó
claro que los negocios debían cifrarse en la confianza, y a
veces se debían asumir algunos riesgos, pero que estaban
dispuestos a hacer lo que fuera necesario para que confiaran en ellos. Que en todo caso sus relaciones comerciales no eran nuevas, y que si en algún momento las cosas
no habían salido como hubiesen querido, las dificultades
habían sido sorteadas. El hombre de confianza de Mr.
Wallace ponía en orden y en español su intervención porque el inglés de Miguel, el responsable de aquella operación, era precario. Miguel, quien no había estado el día
anterior, preguntó sin rodeos si estaban dispuestos a dejar
una garantía de pago. Aceptaría la fracción menor a la
convenida inicialmente si dejaban dicha garantía, como
les había propuesto en la conversación anterior. Un negocio de aquella dimensión, como había dicho el amigo,
debía cifrarse en la confianza, y sólo de esa manera él se
117
fiaría en que serían diligentes para pagarle. El hombre de
confianza de Mr. Wallace le hizo la pregunta del guión
y él respondió según lo establecido: “Well, if there is no
alternative…”, dijo sin saber a lo que asentía.
El hombre de confianza de Mr. Wallace, a quien
nunca nombraba y ni siquiera hacía negocios en su nombre –pero que todos en la ciudad de donde venían sabían
que era el jefe de la organización y que no se hacía nada
sin su aprobación–, finiquitó con Miguel los términos del
acuerdo. Miguel redujo a doscientos los kilos de cocaína
(de los doscientos cincuenta previos); debían venir hasta
aguas venezolanas por ellos, abonar trescientos mil dólares en billetes de cincuenta, y, más importante aún, que
“su hermano” se quedara con ellos hasta cancelar el resto
de la mercancía en un plazo no mayor a tres semanas.
El hombre de confianza de Mr. Wallace y “su hermano”
aceptaban el acuerdo sólo si ajustaban el precio del kilo,
en esos términos no podrían cancelar a seis mil dólares
la unidad. Propuso cuatro mil quinientos. Miguel exigió cinco mil por kilo. Todo esto lo hablaban en español
y él no entendía nada. El hombre de confianza de Mr.
Wallace dudó y él sabía que fingía, lo miró esperando que
él tomara la misma actitud, le preguntó qué pensaba, si
estaba de acuerdo en el precio y él dudó, como esperaba
el hombre de confianza de Mr. Wallace, tomó su misma
actitud, y al final estaban de acuerdo, sólo que él no sabía
en qué.
Permanecieron un día más en aquel pueblo. El hombre de confianza de Mr. Wallace y el otro hombre no
salieron del hotel. Todos comían juntos. Hubiera preferido hacerlo solo, pero el hombre de confianza de Mr.
Wallace pagaba todas las cuentas. Llevó poco dinero y lo
118
reservaba para algo especial; el resto lo había dejado en
casa, en efectivo, en un lugar en el que su madre pudiera
encontrarlo con facilidad, pero no a la vista. Sabía que
ella podía estirar hasta un año ese dinero para vivir. Lamentó no haber podido hacer nada más por ellos. Prescindió siempre de toda suntuosidad esperando un momento
que ya nunca llegaría; sabía que no era como los otros,
quienes se jactaban de sus logros materiales acaso porque
no perseguían otra cosa. Él sabía que era diferente a ellos,
sabía que el lujo y la riqueza sin méritos nobles tenían
enemigos, y se cuidó de ello, pero para nada. No tenía
caso el arrepentimiento. No tenía alternativa, debía continuar aquel juego perverso que tendría un final, pero no
decidido por él porque no era quien escribía el cuento o
más bien, la tragedia de su vida, y lo colocaba en el centro
de aquella historia grotesca, pero sin virtudes heroicas que
le permitieran salir con vida del laberinto del Minotauro.
Recordaba esa historia.
El hombre que los recibió en Güiria fue a buscarlos después del desayuno. Los saludó a todos mostrando
cierta alegría, con una simpatía un tanto extraña. ¿Acaso
eran tan dados a los afectos? Esta vez escucharon música
durante el viaje de poco más de una hora hacia el este,
sobre una pequeña sierra húmeda y desde la que se divisaba la costa distante y pequeños pueblos incrustados
en su orilla. Subieron y bajaron por una carretera que se
desmoronaba en el borde de los desfiladeros hasta llegar
a un pueblo cuya arquitectura de casa sobre casa evocaba
las barriadas sudamericanas. En la orilla, el mar era el
mismo mar caribeño, con un azul cálido, su danza de gaviotas y alcatraces, y sus propiedades analgésicas, capaces
de sosegar cualquier dolencia tanto física como del alma.
119
Los autos de lujo, las casas inmensas en relieve sobre el
tapiz común de ladrillos y la opulencia de algunos pueblerinos evidenciaban una transformación acelerada que
dejaba atrás una forma de vida fundamentada en el trabajo duro de mar, en la humildad y fraternidad entre los
coterráneos, donde sólo se vivía con lo necesario. Ahora
otra se erigía sobre la ambición, la desconfianza y el individualismo, pero que los recompensaba con dividendos y
los descubría miserables.
Cada vez que el hombre de confianza de Mr. Wallace
hablaba por teléfono él trataba de descubrir lo que había
detrás de sus palabras, imaginaba la voz que llegaba al
auricular del celular y que él no podía oír. Tampoco era
que el hombre de confianza de Mr. Wallace se cuidara
mucho de ser oído por ellos. No hablaba sino lo necesario, cambiando el nombre de las cosas por si la llamada
era rastreada. Así, dijo que vendrían por doscientas cajas
de camarones y que el vendedor requería un adelanto en
efectivo, les dejó un número telefónico al que debían llamar a las cuatro en punto en el reloj de ellos (él sabía que
se trataba de las coordenadas y la hora en que debían estar
allí), mandó un emisario para verificar que todo se diera
en los términos convenidos y él esperaría con el vendedor
para contar y verificar a satisfacción. Todo se haría ese
mismo día.
Miró pasar el tiempo dentro de un bar a orillas de
la playa, jugando pool sin verdaderas ganas y bebiendo
una que otra cerveza del mismo modo. Desde el malecón
presenció cómo los pescadores echaron al mar un bote de
unos doce metros, pegaron en su popa cinco motores inmensos, abordaron combustible y salieron a probar. Todo
120
estaba en orden. El hombre de confianza de Mr. Wallace
había desaparecido con el otro sujeto que los había acompañado durante todo el viaje y el hombre que los había
llevado hasta aquel pueblo. No había visto a Miguel (ese
nombre sí lo recordaba, pues tuvo un interés particular en
él, claro). Estaba solo. La gente iba y venía de cualquier
lado. Unos pocos botes se echaron a la mar para la verdadera pesca. Un camión de plataforma llegó hasta orillas
de la playa seguido de una camioneta de lujo de la que
bajaron el hombre de confianza de Mr. Wallace y el otro
hombre, y de la que alguien se encargó de bajar armas
largas. Del camión bajaron unos sacos que embarcaron
en el bote de los cinco motores, todo esto a plena luz del
día y bajo la indiferencia de los lugareños. Recordó haber
visto un punto militar en el recorrido desde Güiria hasta
San Miguel, pero sólo ese en los cientos de kilómetros,
del resto ni una sola camisa policial vistiendo siquiera a
un espantapájaros. Entonces nada le sorprendió, excepto
que se viviera con tanta armonía en un lugar donde no
había señales de autoridad del Estado en cientos de kilómetros a la redonda.
Las armas también fueron embarcadas y cuando todo
estuvo listo y bajo la aprobación del hombre de confianza
de Mr. Wallace y el otro hombre, el sujeto que los había acompañado durante todo en viaje abordó también la
embarcación y esta zarpó. Todo volvió al curso de antes.
El atardecer cayó sin remedio para él y vislumbró una
noche insondable, larga. Los hombres volvieron al bar.
Se sentaron apartados, donde la música llegaba con menor volumen, se notaban sonrientes, parecían verdaderos amigos, pero él sabía que no era posible, que sólo se
121
daban confianza en que todo saldría bien. Él volvió a la
mesa de pool. Le permitían jugar más que a otros y no
desaprovechaba el privilegio. Era la única mesa en el bar.
Con el avance de las horas y la oscuridad se llenaba más
el lugar. Sentía muchas miradas sobre sí, miradas curiosas, como quien ve un animal extraño que sólo ha mirado
en libros o en la televisión, pero que ahora se está frente
a frente con él.. Seis horas más tarde la embarcación estuvo de regreso. Supo después que los hombres habían
monitoreado toda la operación desde el rincón de aquel
bar a través de sus teléfonos celulares. Sin inconformidad
alguna se fueron a cenar y a descansar. Fue la última noche que estuvieron juntos. El hombre de confianza de
Mr. Wallace dijo al hombre que los había esperado en
Güiria que debía partir temprano, todo continuaría como
había sido planeado, “su hermano” permanecería con
ellos hasta completar el pago y, Dios mediante, todo estaría resuelto en un máximo de dos semanas. Pero habló en
español y él no entendió nada. Todos se mostraron confiados y satisfechos.
A la mañana siguiente no recordó haber soñado nada.
Pensó que esa noche de sueño profundo se debía al alcohol que había ingerido y que al acostarse le hacía presión
en las sienes. No escuchó ruidos en la casa. Permaneció
acostado. Esperaba sentir la presencia de alguien para levantarse. Los motores fuera de borda roncaban a lo lejos,
se oían más distantes de lo que en realidad estaban. De
la calle llegaban sonidos guturales que él no lograba decodificar. Se sentó en la cama y se acostó varias veces. La
luz del sol proyectada en el cristal ahumado de la ventana teñía las paredes de un violeta claro. Decidió salir
122
cuando no soportaba las ganas de orinar. Ya había estado
en el baño la noche anterior. Se dirigió con sigilo. Al salir
del baño tuvo la impresión de encontrarse solo en aquella casa desconocida. Y estaba en lo cierto. Le sorprendió el hecho de no haber sentido nada, de no escuchar
a los de casa cuando se marchaban. ¿Y con qué objeto
lo habían dejado solo? Se dirigió a la puerta principal y
estaba asegurada con llave. Se asomó por la ventana que
estaba al lado de la puerta. Un muchacho que estaba en
el porche, de su edad más o menos, le hizo una seña con
la mano cuyo significado no precisó. Estaba confundido.
El muchacho abandonó el porche y se perdió en la calle solitaria. Cinco minutos después estaba de regreso. Ya
él no estaba en la ventana. El joven abrió la puerta y lo
llamó por el que le habían dicho era su nombre. Él no lo
entendió por la mala pronunciación, pero supo que con
aquel sonido lo llamaban. Se asomó a la puerta. El joven
le entregó una bolsa de papel que se transparentaba por
el exceso de aceite y un jugo que supo de naranja por
los dibujos en varias de las caras del envase de cartón. Se
dio la vuelta y volvió a pasarle llave a la puerta. Entonces
todo fue claro para él. No había forma de escapar. Podía
hacerlo de la casa pero no de aquel pueblo. Y no se sentía lo suficientemente amenazado como para estudiar la
posibilidad. Estuvo prisionero en la libertad de aquella
casa cinco días, custodiado por el mismo joven; le llevaba
comida tres veces al día. Pero pasó lo que él sabía que sucedería y esperó. El sexto día de cautiverio volvió a la casa
el hombre que los había recibido en Güiria, claramente
enojado, preguntando cosas que él no podía responder
porque no le entendía. La desesperación en el hombre
123
aumentó hasta el punto de gritar, y él sin entender. Le
facilitó un teléfono y él supo así lo que quería, pero no podía complacerlo. Ni siquiera lo tomó. Ese día lo sacaron
de aquella casa y lo llevaron a otra más hermética y lóbrega. Lo metieron a empujones en un cuarto pequeño,
sin ventanas y de puerta metálica, con una cama desnuda
y un baño diminuto. Una verdadera celda. La puerta sólo
se abría cuando le llevaban comida, pero esta cada vez era
más escasa y a deshora. No sabía cuántos días llevaba allí
encerrado, creyó que mucho tiempo, pero no tenía forma
de saberlo.
Un día cualquiera volvió el hombre que los había recibido en Güiria en compañía de otros dos sujetos. Uno
de ellos le habló en su idioma. Él explicó lo que tenía
que explicar, sin saber si le creerían o no, pero no podía
hacer otra cosa. Dijo la verdad. El hombre desesperó al
confirmar la estafa. Sacó su arma y lo apuntó unos segundos. “Friend, friend, friend”, dijo él, oculto detrás de sus
manos extendidas.
124
vIII edición
2014
Veredicto
N
osotros, Ángel Gustavo Infante, José Pulido y Violeta
Rojo, jurado del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores, VIII edición, después de
examinar los 125 cuentos recibidos, decidimos:
Otorgar el Primer lugar a “Blood” (firmada bajo el seudónimo Anthony Patch), por la habilidad demostrada en
el montaje de un relato de sugerente actualidad, donde
los códigos juveniles armonizan con el discurso literario
y conducen al lector a un cierre que le permite armar las
secuencias y reinterpretar las conclusiones.
Otorgar el Segundo lugar a “Para siempre” (presentada a concurso bajo el seudónimo Viernes), por el impecable desarrollo de una historia que, mostrando un humor
muy bien dosificado, cumple las expectativas creadas en
torno a la relación entre Eros y Tánatos.
Otorgar el Tercer lugar a “Palmadas en el hombro”
(concursando con el seudónimo Rubens), por la narrativa
cruel, desoladora, basada en las transformaciones expuestas con total lucidez– experimentadas por un protagonista
que impregna el entorno de fatalidad y cambia el destino
de los personajes.
Abiertas las plicas, los ganadores resultaron ser, en ese
orden: Tibisay Rodríguez, Rodolfo A. Rico y Juan Manuel
Romero.
Además, decidimos otorgar menciones especiales a
los siguientes cuentos (listados en orden alfabético):
- “Ya no seré otra habitante”, de Rosanna Álvarez
Barroeta
En Caracas, a los 23 días de abril de 2014.
José Pulido
Ángel Gustavo Infante
y Violeta Rojo
- “Día de gracia”, de Pedro Varguillas
- “Flor”, de Isabella Saturno
- “La mesa”, de Víctor Mosqueda Allegri
- “La muerte elocuente”, de Yorman Alirio Vera
- “La vida sexual y triste”, de Diego Alejandro
Martínez
- “Una escena al estilo de Steven Seagal”, de Roberto
Enrique Araque
130
131
1o
l u g a r
Blood
Tibisay Rodríguez
1
-¿Q
uieres subir a San Antonio?
–¿Para qué?
–A tomar algo.
–Ok.
Pasaste por mí a la salida de la universidad.
–¿Y hoy de qué hablaron?
–De Foucault.
–¡Qué fino!
–Ah, ¿es que lo has leído?
–No, pero sé que es complicado.
–Ajá…
Buscamos a tu amigo, el divertido; lo sentamos atrás.
–¿Qué tal, chica? ¿Trajiste alguna amiga?
–No.
–Malo, malo, mira que quiero conocerlas a todas.
Iniciamos el viaje, padecimos la autopista.
–¿Puedes poner música?
–Claro, ¿qué quieres escuchar?
–Cualquier cosa que no sea reguetón.
–¿Te gusta Kraftwerk?
–Si no hay otra opción…
Cola infernal, Kraftwerk y mis incontenibles ganas
de orinar aderezaban el paseo. Había vivido escenas parecidas. Recordé una en especial. Mi tendencia a narrar
situaciones penosas me obligaba a contarte ese incidente
análogo de hace un par de años:
Alguien de la Facultad me había invitado al cine y
luego unas cervezas. Fuimos a los chinos, maldita rutina caraqueña a la que no me acostumbraba pero fingía
disfrutar. Él me habló toda la noche de unos tales jammings poéticos que hacían en Bello Monte, en los que la
gente se animaba a leer poesía en público. Qué aburrido,
pensé. Pensé y no lo dije, porque ya sé cómo terminan estos comentarios míos. Intenté interesarme, me reí de sus
chistes malos y simulé asombrarme del análisis de libros
que decía leer. Lo miré bonito, sonreí hasta cuando me
dijo que sus profesores eran “lo máximo” y que Gabriela
Pérez –una jovencísima profesora que yo había bautizado
con el oxímoron de aduladora irreverente– era una de
las personas más eruditas en literatura rusa que existía en
este país. Pidió dos más. Entendí que no hacía falta que
sonriera, él tenía sus planes desde el principio y todo el
juego quedaba de parte mía, mas no estaba segura. Me
parecía lindo, sí, pero su optimismo y prepotencia literarios me desencantaban. Eso y sus maneras de mostrarse:
el “Acompáñame a fumar” como eufemismo de querer
meterme mano, por ejemplo. Decidí que no, que este
pana no iba, a pesar de mi verano. Mencioné el Metro
134
y comenzó la lucha por la despedida. Que si “Tranquila,
llamaré a un taxi”. No, mejor me voy de una. Que si “Tómate otra y te vas más tarde”.
El Metro cerró. Los chinos cerraron. Quedamos a la
deriva de la medianoche y tocó caminar infinitamente
hasta la avenida. Atravesamos aquella plaza moribunda,
nos quedamos un rato ahí, detenidos en un banco. Fue
cuando aparecieron esas malditas ganas de orinar. “Busca
una mata”. No puedo. “No te dé pena conmigo”. No es
por ti, hay gente rara mirándonos. Yo no sentía miedo,
sólo incomodidad, ganas de orinar. Había que moverse.
“Conozco un lugar, nena”. Media vuelta para cambiar
de dirección sin que las circunstancias de desolación y
oscuridad mejoraran; eran, incluso, peores. Debíamos
pasar un puente casi corriendo, entre basura y vómitos;
no diré que eran piedreros. Yo apenas podía deslizar las
piernas por la incontinencia. Llegamos. “¿Ves? Eso era
todo, linda. Debimos haber venido aquí desde el principio, podrás ir al baño sin problemas”.
Un hotel de regular muerte. Oriné. Vi su pecho desnudo e imaginé cómo sería perforar un tórax.
Las comparaciones son odiosas, o así dicen. Las diferencias en cambio... Pero en lugar de contarte esta historia que se disparó en mi memoria mientras buscábamos
un sitio donde pudiera expeler mi ansiedad, pregunté si
faltaba mucho:
–Sí.
–¿Y no podemos hacer una parada? Es que tengo muchas ganas de ir al baño.
–Sí, me pararé en la próxima bomba, tranquila.
Mis amigas dirían que te portaste como un caballero.
–Listo, la bomba es aquí.
135
–¡Ah!, está cerrada.
–Preguntemos en la farmacia, ahí seguro hay un baño.
–Okey.
–Disculpe, señorita, ¿podemos usar el baño?
–No prestamos el baño.
–¡Es que es una emergencia!
–Me vas a disculpar, pero la última vez que prestamos
el baño lo dejaron vuelto mierda.
–Nosotros no somos esas personas. Mira, sabes qué….
–Se los iba a prestar… pero ¡ya no!
Preguntamos a otro empleado, después de advertirme
que te dejara hablar a ti primero.
–Disculpe, señor, ¿será posible que la chica use el baño
de ustedes? Es que se siente mal.
–Claro.
Miraba por la ventana, sin prestar demasiada atención a la conversación que intentaste iniciar mientras manejabas. Llegamos a ese momento en el que, después de
haber consumido las laticas, se crea una conexión más
allá de las palabras, la chispa que desencadena el roce involuntario de pieles. Un movimiento fugaz para cambiar
la velocidad del carro hace que me toques, la mano en la
rodilla que apenas si la sentimos, pero, sí, la sentí.
–¿Sabes? Yo siempre quise ser un dandi: extravagante,
rico, con estilo –me dices.
–¿Ah sí? Pues yo siempre quise ser un cocosette –dije
con maldad.
Llegamos al apartamento y a la cita. Ustedes se fumaron un cigarrillo en el estacionamiento observando la montaña, el bosque, tomando ánimos para subir los ¡once pisos!
–¡Chamo! ¡Yo no sabía que la vaina era así! ¿¡Once
pisos!? –le dices a tu amigo, the funny one.
136
–Sí, es que se fue la luz…
–No, pana, mejor nos quedamos aquí abajo.
–Coño, pero Luis nos está esperando arriba.
–Ja ja, dile que baje él.
–Ese no va a venir…, nos achantamos aquí un rato.
–Eso.
Una falla eléctrica cubrió la ciudad y el edificio de deliciosa oscuridad. Subimos las escaleras con la escasa luz
proporcionada por nuestros celulares. Igual habría fiesta.
–Dale, dale, prende ahí… eso, luz.
–Marico, ya no puedo más… te lo juro… ¡ah! ¡Estoy
sudando!
–Apenas vamos por el tres.
–Ay, pana, como que te falta subir el Waraira un par
de veces en la vida.
Acudí mansamente al rito social. Igual sólo había chicos, y yo, la única mujer, pasé inadvertida frente a la personalidad que lideraba el grupo: la del dueño de la casa y
sus anécdotas viajeras, tema que reinó toda la noche. Que
si Europa por aquí, Europa por allá. Me limité a callar y
sonreír, y a tomar la mano que me ofrecías cada tanto.
El apartamento iluminado por velas era centro de
la complicidad y las risas de tus más íntimos amigos que
esa noche te acompañaban. La narración fue impecable,
historias de viajes y regreso, y por-qué-tuve-que-regresar.
Arrojar el pasaporte al mar Mediterráneo, eso sí es poético, (te) dije. Al tiempo me aparté de las risas, busqué
el balcón. Alcé mi mirada por segunda vez en la noche
hacia la montaña, la neblina, y el caos generado en la
autopista debido a la ausencia de luz. Me quedé absorta,
como tantas veces; ansiosa, respirando intranquilamente.
Así, ausente, lo mío era sentir el frío desde el balcón. En
137
eso andaba, en eso y en escuchar la mezcla de sonidos
naturales y callejeros, pensando en por qué dije tal o cual
cosa y en que ojalá todo entre nosotros –aquello que llaman “lo nuestro”– hubiese comenzado de otra forma;
cuando tus manos en mi cintura y un beso en el cuello
me hicieron despertar súbitamente.
–¿En qué piensas?
–En que tengo que dejar de ser tan puta –me reí, nos
reímos.
–¿Qué haces aquí?
–Nada, mirar. Está caótico afuera, ¿sabes?, la falta de
luz. Es una bonita noche.
–¿No te gustan mis amigos? Lo siento, ellos son así.
–No tienes que disculparte por tus amigos, ni por
nada, estoy bien, en serio.
Te miré fijamente un rato, stare, creo que le dicen los
gringos. Sonreí, pensé en las posibilidades.
2
Ninguno de los dos sabía las señas. Estabas a la hora acordada en la puerta de mi casa, habías impreso un plano
de Google maps, lo estudiamos, nos perdimos. Una clínica sitiada: de un lado bordeada por la universidad más
grande del país; del otro, la inmensa montaña que parecía
perseguirnos desde el primer momento. Llegamos tarde.
En la recepción nos dieron un cuadrito plastificado
con un número. No nos importó el nombre del médico,
no conocíamos a nadie. Lista de espera, cola. Saqué mi libro de patologías para soportar la espera. Fui al baño unas
diez veces, en mis manos quedó impregnado para siempre
el olor a jabón antiséptico. Detallé cada pared, cada cartel
138
que insinuaba la ideología del lugar, uno de ellos llamó mi
atención por estar corroído, eso creí que eran, le habían
borrado la primera frase y sólo se leía: “… es una opción”.
Escuché mi nombre a través de un altavoz y entré
sola a ese consultorio. Tú esperaste afuera, en el carro,
escuchando Kraftwerk, o eso imaginé que escuchabas. Al
regresar, fui a la cabina y después de dos segundos intenté
hablar de Foucault, ilustrarte en el asunto, pero no dejabas de interrogarme.
Yo no dije nada, dejé de hablar de Foucault y respondí
preguntando por tu amigo el chistoso aquel.
Finalmente asomaste: “Ese Foucault tiene unos tratados sobre la violencia, ¿verdad?”.
3
Un día volví a la vía San Antonio, esta vez lo hice caminando y sobria. Sin tener ganas de orinar anhelaba encontrar un baño como el insomne desea el sueño de la
noche. Mis manos… no quería verlas.
Los carros pasaban con una velocidad difícil de calcular y la naturaleza hería mis tobillos, aunque mi dolor era
otro, uno indescriptible. Di con aquella farmacia de luces
de neón que se me hacía tan familiar. Pensé en ti, aunque
el olvido ya empezaba a asomar sus garras con ferocidad,
recordé a tus amigos y la fiesta sin luz. Mi palidez se vio
opacada por un pensamiento: aunque nunca te lo dije,
Scott, siempre pensé que cuando te pones tu chaqueta de
cuero de verdad pareces un dandi.
Entré ansiosa e inconsciente de mi aspecto.
–Estoy sangrando, ¿puedo usar el baño? –dije, o pensé.
Esta vez la recepcionista no me dejó entrar.
139
2o
l u g a r
Para siempre
Rodolfo A. Rico
E
sta es la historia de cómo y por qué maté a mi novia.
Era un día lluvioso. Martes. La noche anterior habíamos discutido. Una vez más. Un día por la forma en que
trataba al gato, otro día por mis interiores sobre la poceta
y cómo no, por sus sostenes dobladitos a la vista de todos
en la repisa. A ella le gustaba dejar la puerta del baño
abierta; a mí, cerrada. Yo soy un tipo pacífico, pero también tengo mis límites. Se lo dije varias veces. Pero ella
seguía y seguía con la cantaleta, ¿cuál cantaleta? La de
siempre: “Que tú no me apoyas, que yo lo hago todo, que
estoy cansada y que no sé si te quiero”. No lo sabe. Luego
de todo este tiempo, cinco años, entre saliendo y viviendo
juntos, ella no sabe. No está segura luego de las risas que
le han provocado mis flores y mis atenciones. Sí, porque
no soy de los que las deja desatendidas. No, yo no. Soy
del tipo atento y comprometido, de los que quiere una
relación seria. Ella no me creía al principio. Pensaba que
sólo me la quería coger. Y yo sí, claro que me la quería
follar, y como me la quería seguir cogiendo le dije lo que
todas esperan: que sí, que me gustas, que eres tremenda
tipa, que disfruto contigo y que sé que tú conmigo. Que
yo soy un tipo serio y hagamos esto en serio. Vivamos juntos. Pero yo no sabía. No tenía claro lo que me esperaba.
En ese momento, sólo pensaba en todo lo que me iba a
ahorrar en hoteles, cines y comidas. Y en coger claro. Pasa
cuando no se decide con la cabeza y cuando se tiene una
visión demasiado romántica de la vida en pareja. Y sí, si se
lo están preguntando claro que la apoyo. Yo también lavo
la ropa, coleteo el piso y lavo el baño. Ah, y cocino. Bien,
muy bien a decir de algunos. Con toques algo orientales,
según dicen algunos amigos entendidos. Pero ella seguía
con su cantaleta: “Que no bajas la tapa de la poceta, que
no organizas la ropa por colores como yo y todo se ve desordenado”. Sí porque el desorden y que es malo según el
feng shui. ¿ Y yo me pregunto es que acaso yo soy oriental?
¿Tengo cara de japonés? ¿Chino? ¿Coreano? La respuesta
es no. Soy moreno. Caribeño. Pero moreno de verdad, no
tostado por el sol. 1,78 de estatura. Y con barriguita de cervecero. Porque me gusta la cerveza, pues. Claro que ella
antes decía que era un cojincito de amor. Y le gustaba.
Le gustaba mucho y se recostaba en mi barriguita. Ya no.
O más bien, últimamente no lo hacía. Pero yo la amo, la
amaba, nos amábamos. Era una locura de amor, sobre
todo mientras andábamos de novios, porque la vida en pareja poco a poco se fue volviendo subyugante, aprensiva,
llena de normas, de cosas que estaba bien hacerlas y otras
que no. Ese tipo de cosas que no aparecen cuando uno
anda de novio agarrado de la manita, besuqueándose en
142
cada esquina. Es que al final ya no nos besábamos. Al menos no como antes. Y algunos besos se habían convertido
en un ritual: beso antes de dormir, beso de despedida,
beso en la cocina. Eran besos más automáticos, menos
húmedos porque “me estás dejando llena de baba”. Pero
no era cualquier baba, era mi baba. La misma que acompañaba a mi lengua cuando se jugaba en su entrepierna.
Allí no le molestaba. Al menos no que yo supiera. No estoy seguro de habérselo preguntado, ahora que lo pienso.
Lo cierto es que todo se fue apagando y me di cuenta de
que era necesario preservarlo. Sí, porque todavía recuerdo
que llegado un momento la convencí de que podíamos y
debíamos tener muchachos. Que aquello era apostar al
futuro, y a que todo era posible. Sí, sí, el que quería tener
muchachos en este caso era yo. Ella nunca estuvo muy
convencida del asunto, pero cuando empezamos a hablar
de los juguetes que les compraríamos y, cómo no, del tipo
de educación que podríamos darles, sabía que ya había
conseguido a la madre de mis hijos. Pero no. Las cosas
fueron cambiando. Llegamos a nuestro punto máximo
de felicidad y a partir de allí todo fue en picada. Las cosas más insulsas se convirtieron en problema. Nunca teníamos tiempo el uno para el otro. Sí, estaba la cosa de
nuestros trabajos, horarios desiguales que no ayudaban
francamente mucho. Pero de verdad, no podía ser que
todos nuestros sueños se estuvieran desvaneciendo a tanta
velocidad. Esto había que pararlo.
Y yo soy un romántico. De los que recita poesía y regala rosas. De los que susurra cosas al oído, escribe cartas
de amor y le pone un sobrenombre cariñoso a la noviecita.
Sí, digo noviecita, pero para que quede claro, me refiero
a la jeva, al culito, a la hembra con la que me empaté
143
y esperaba que fuera la madre de mis hijos. Y yo quería,
claro, que se mantuviera ella así, intacta en el recuerdo.
Pensé en detalle desde el principio las cosas que no
quería: ni hacha, ni sierras, ni sangrero regado. Matarla
de un tiro era una posibilidad. Pero claro, eso pasaba por
involucrar a alguien más. Porque yo no sé disparar nada.
Y por supuesto, era alguien más que podía tratar de dárselas de vivo y después aprovecharse de la información privilegiada tratando de desangrarlo a uno, de chantajearlo.
Y si ese alguien más era un sicario, cualquiera de esos
acostumbrados a dar un mensaje y dejar a las víctimas
tiroteadas, me iba a joder el recuerdo. Y eso, eso sí que no.
Debe haber sido el exceso de libros de crímenes leídos, pero pensé en un veneno. Claro que no podía ser
cualquier veneno. Tenía que ser uno cuyo efecto no provocara una muerte dolorosa, porque al fin y al cabo yo
quería conservarla bien para siempre. Eso descartaba
la estricnina porque provoca fuertes espasmos mientras
mata; la amatoxina porque destruye los riñones y el hígado durante varios días; y el botox, que es medio fácil de
conseguir en centros estéticos, pero que también mata
dolorosamente. Está también el compuesto 1080, que
mata rápido pero con dolor. Ántrax y sarín no están al
alcance de mi mano y tampoco tengo idea de cómo hacer que alguien inhale mercurio, que igual mata, pensé.
Todo esto me dejaba con dos opciones más: el cianuro
y el fugu. El primero era demasiado obvio. Matar a una
amante con cianuro era casi como poner un neón de autoinculpación. Quedaba la tetradoxina, que está presente
en el pez globo, ¿pero dónde conseguía yo uno así, sin
viajar a Japón? No era fácil. Sin embargo, tenía una ven-
144
taja: cuando se trata de comida mi novia no se mide, es
una de esas flacas que come y la comida nunca le llega a
lugar alguno, me dije. Ella es eso que ahora llaman fodie,
una loca por la buena comida. Yo también, pero prefiero
llamarme gourmand.
La describo a ella: hermosa e inteligente. De una belleza imperfecta que la vuelve más atractiva; esa imperfección que la hace poco consciente de su hermosura,
pero sí de su inteligencia. Como casi cualquier mujer,
vive contrariada con su cuerpo. Tiene una opinión sobre
todo, aunque no sepa del tema. Cuando arquea su ceja
derecha puedes adivinar el comentario ácido que vendrá
después. Y sí, los últimos días de nuestra relación todo
eran comentarios ácidos para mí. Y yo no quería que lo
nuestro terminara, sino que quedara para siempre suspendido en el tiempo.
Logré conseguir un sitio web en el que me vendían
peces fugu –sólo expertos en Japón pueden preparar ese
pescado–, pero por supuesto no era cualquier web. Era
una de esas que alguien describió como la Internet profunda. Vendía todo tipo de cosas de las que es mejor no
saber. Se pagaba con moneda virtual encriptada que no
dejaba rastro.
Sorprende reconocer que en nuestra relación los pequeños detalles que en un principio me parecían hasta
simpáticos terminaron siendo exasperantes; ya dije lo de
organizar la ropa por colores, pero también recoger con un
dedo todas las migas de pan que caían en la mesa, el hecho
de que todas las cosas tuvieran que estar en línea recta o
que era imposible echarme en la cama sin que ella terminara arreglando mis pantuflas. Y sí, lo hizo la primera vez
145
que cogimos. En un hotel, claro. Estábamos en la cama.
Habíamos acabado. Conversábamos, cuando de repente
se paró y me dijo: “Disculpa es que no puedo ver esto
así”, y arregló mis dos zapatos. “Que jeva tan loca”, pensé.
Pero me pareció simpático. Ahora lo sé. Fue ahí cuando
me jodí.
Por supuesto, no la iba a convencer de un día para
otro de comer un pez envenenado para acariciar la
muerte. Aunque ya nos habíamos amarrado mutuamente,
nos grabamos videos, los publicamos con nuestros rostros
tapados, acariciamos la idea de un intercambio swinger y
jugábamos a asfixiarnos en la cama. Pero se trataba de que
me dejara prepararlo a mí. Que todo pareciera la muerte
casual de unos sibaritas arriesgados.
De las preparaciones posibles de fugu la que me parecía más atractiva era la de sashimi. Sensual. Cortes superfinos de la carne de pescado. Aparentemente inofensivos,
pero que si no se cortaban adecuadamente, podían contener dosis suficiente de veneno para matar. Y yo, tengo
que decirlo, soy bueno con el cuchillo. Me gusta cortar. Estoy seguro de que mi manejo de los cuchillos es
una de las cosas que a ella le impresionó de mí, en uno
de nuestros primeros encuentros en casa. En la cocina,
que era literalmente su centro de atención, me dediqué
a cortar frente a ella palitos de vegetales para comer con
las cremas que había hecho para la ocasión. Terminamos
preparando ñoquis, yo con un paño blanco en la cintura
detrás de ella, agarrando sus manos, enseñándole cómo
darles forma. Igualito que Sofía Coppola y Andy García
en El Padrino III. Probablemente la mejor actuación de
Coppola en esa película es la de sus manos.
146
Los ñoquis no los terminamos de comer. Tampoco
era mi intención que eso sucediera. Llegado al punto en
que su respiración aceleraba y mis pantalones apretaban,
cogimos.
Ella podía ser muchas cosas, pero no una chica fácil.
De hecho, eso era una de las cosas que me gustaban de
ella. Había que convencerla primero intelectualmente.
Pero esa intelectualidad me obligaba a argumentarle
todo, a estar en un eterno juego de preguntas y respuestas, y claro, de vez en cuando en una cita es algo retador
y que fascina. Pero todos los días, viviendo juntos, terminaba por hartar. Ella decía que sólo lo preguntaba para
complacerme. Para saber mi opinión sobre todo. ¿Quieres comer? ¿Chino o italiano? ¿Pasta o pizza? Toda pregunta medio retórica. Era como vivir en una película de
Woody Allen, pura habladera. Y uno a veces prefiere una
película de acción.
Ya tenía el pescado. Ella estaba de acuerdo en comerlo. Iba a ser nuestro último intento de reconciliación.
Sí, decía amarme y por eso se ponía en mis manos, a pesar de todo. Pero los dos sabíamos de sobra que aquellos
eran nuestros últimos cartuchos. Yo lo sabía más que ella,
claro. Lo haríamos el viernes. Mientras tanto ella preparaba unas crêpes para la cena de esa noche. Se veía linda
así. Cocinando con un babydoll semitransparente y sus
pies sobre unas sandalias que permitían ver sus siempre
cuidados dedos. Afuera llovía.
–¿Amor, te ayudo en algo?
–Si quieres ve fregando.
–Sabes que detesto fregar.
–¿Entonces para qué me preguntas?
147
–Porque te amo.
–Si me amaras, fregarías.
–¿El amor se mide en platos fregados?
–Se mide en esas pequeñas cosas.
–Uuuuum.
–Sí, valen más las cosas que no te gustan.
–Pero yo te quiero.
–Yo en cambio te amo.
–Sabes lo que quiero decir.
–Sé lo que dijiste.
–Está bien, te amo.
–Ya no vale.
–¿Por qué?
–Porque yo lo dije antes.
–La intención es lo que cuenta.
–La intención a tiempo.
–Están bonitos tus pies.
–Gracias, pero... estás cambiando de tema.
–No, es el mismo tema. El del amor.
–Hablabas de mis pies.
–Tus pies son el amor.
–No seas tonto.
Ella sonreía deliciosamente. Empezaba a doblar en
triángulo un crêpe con queso Filadelfia y cascos de guayaba sobre uno de los dos platos blancos que tenía sobre
la mesa. Con un minicucharón bañaba las crêpes con la
reducción de chocolate al 73,5% de cacao, el que nos encantaba.
–Te amo –le dije. No quiero perderte.
Le pasé la mano detrás de la cintura, con la otra sostuve su nuca y, teniéndola en mis brazos, la besé, largo,
148
profundo… Mi mano entonces torció su cuello hasta que
sentí en mi boca su último aliento.
La coloqué en una silla para verla y puse sobre sus
labios un poco de chocolate. Tuve que hacerlo. Supe que
nunca más iba a volver a verla tan feliz. Quería conservar
ese momento, para siempre.
149
3o
l u g a r
Palmadas en el hombro
Juan Manuel Romero
1
O
tra vez los médicos. Una vez más como alfa y omega.
Como disparo y apósito. Como auscultando el pobre
esqueleto de nuestros miedos.
El doctor Tovar se sentó en su gran silla de reina de
belleza y se me quedó viendo. Juntó las puntas de los dedos de ambas manos como si estuviera a punto de hacer
una oración muy delicada. Mentiría si digo que estaba
preparado para escuchar aquel asunto que es para machos. Después de rascarse la sien me soltó con su vocecita
un aproximado al primer capítulo de Breaking bad.
Todavía despierto escuchándolo: “Rubén, querido,
tienes cáncer”.
Tovar es gay.
Mi esposa lo supo a los días. Se enteró de eso y de
otras cosas más. Otras cosas más. Es difícil evitar ser un
eco. Un asco.
Amanda, en las primeras semanas, se deprimió. No
quería ir al trabajo. Extrañamente dejó el café y prendió
menos el televisor por las noches. Pero empezó a preocuparme que, así como dejó el café, asimismo le dio por
beber vodka y tequila. Luego, a la pobre, la atacó el insomnio. Y lloraba en la cama, a veces hasta la mañana.
Así se inició el desvelo mutuo.
Un día hizo maletas. Lo primero que empacó fue la
ropa interior; sólo la nueva. Luego metió algunas blusas
y unas faldas. Dos pantalones y los zapatos. Uno de los
cierres de la maleta no quería hacerle caso. Tuvo que llamarme. Necesité un poco de cebo de vela para solventar
el atasco. La mandé a sentarse sobre la maleta, mientras
yo le aplicaba la doble tracción al cierre.
Listo, le dije. Su respuesta fue verme a los ojos.
Al rato escuché sus pasos; esta vez sonaron distintos.
Y como si quisiera atropellarme, me dijo: toma, córtame
el pelo.
La máquina parecía un control remoto de los viejos.
¡Pero si a mí me gusta tu cabello!, exclamé. A mí no, respondió seca.
No hubo forma. Por primera vez me tocó ser el peluquero de la casa. Menos mal que, para ese momento,
mi pulso –calificado de “preciso” en las prácticas de tiro–
aún no me había abandonado.
Los mechones, oscuros y largos, cayeron al piso desmayados.
Ella, coco pelado, definitivamente era otra. Juro que
sentí pánico. Y eso, para un tipo como yo, en mi condición de jubilado y sereno ante lo bajo, eso del pánico
era un absurdo o el primer roce con la metástasis. Ese
aspecto –pensé– también lo tendría yo, más adelante.
152
Buscó la escoba y la palita. No dejó ninguna hebra.
Abrió con parsimonia la puerta y la reja. Caminó por el
pasillo, como si llevara una ofrenda de pelos hacia el altar de los barberos. El bajante se engulló todo. Al volver,
roció medio pote de aerosol aromatizante. Tal vez para
intentar dejarme en otro ambiente. No lo logró.
Amanda apagó su celular y lo dejó sobre la mesa del
comedor. Luego, salió rodando la maleta. Pasó doble
llave, tanto a la puerta que se quejó de algo, como a la
reja que acusó la despedida. Enseguida, el pasillo se llenó
de pasos hacia el rencor.
Prendí el televisor. Vi, hasta muy cerca de la medianoche, un programa sobre los hospitales venezolanos. Las
explosiones y una densa nube de pólvora decretaron el
año nuevo, forzadamente.
El teléfono sonó varias veces, pero no atendí. Los diálogos nunca han sido mi fuerte.
2
En las primeras horas de la mañana del primero de enero,
salí a caminar. Algunas cornetas trasnochadas todavía berreaban merengues de los ochenta.
La luz es tímida al inicio del año. Mesurada para los
borrachos. Discreta si se tiene una crisis. La mía no dependía de la luz. Y justo el día de la paz mundial, yo no
lograba conciliarme con el mundo. Hasta me dio por pensar que la paz (mundial) es como ese sostén que vi abandonado en medio del estacionamiento, húmedo de rocío,
oloroso a pólvora. Ni más ni menos. Un sostén al que le
pasan por encima algunas hormigas, mientras absorbe el
amanecer.
153
Volví al apartamento con esa imagen hundida en el
cerebro. De pronto, mientras lo volvía a pensar, el sostén
era rosado. ¿La paz era rosada? No, me corregí. La paz es
como una sábana de hotel y cualquier cosa –cualquier semen– la ensucia. Y ¿de qué color palpitante es mi tumor?
Enseguida resuena la voz galena que, en mi caso clínico,
es como la voz de Olga Tañón cantando es mentiroso ese
hombre, es mentiroso, y que termina siendo la de Tovar:
Querido, esas cosas, no palpitan… Cierto. Aunque sé
que esas pelotas –si es que tienen esa forma– no palpitan,
el mío, mi tumor, sí lo hace, con saña, cada vez que el
miedo vuelve a cogerme.
Tovar, me dijo que la metástasis aún estaba lejos…
Vale, le repliqué, ¡la distancia no es lo que me importa!
Lo que me alteraba, para ese entonces, era su acecho. La
palabra metástasis se me volvió un rostro constreñido, a
punto de escupirme un gran esputo en el cuerpo.
Al mediodía de la Paz mundial se me ocurrió ver, en
vivo y en directo, desde Pasadena, California, The rose parade; esa redundancia gélida de imposibles alegrías.
A mi esposa nunca le gustó ver ese desfile, no por la
candidez forzada, sino porque a ella las flores, de sólo verlas, le daban alergia. Una vez, el alergólogo fue directo
con ella: “Tu casa tiene que ser un médano, si quieres vivir”. La aridez o la muerte. Recuerdo que apenas ella escuchó médano, se imaginó la arena y el polvo y, enseguida,
empezó con los estornudos, uno tras otro. No cualquier
imagen es la adecuada.
Desde ese día del alergólogo, los jarrones del apartamento lucieron la limpieza y la soledad. Y digo soledad
por no hablar de aburrimiento. Qué bien hubiera resultado meter en uno de los jarrones el sostén rosado. Un
154
poco de paz hubiésemos tenido en el apartamento. Y tal
vez la alergia habría entrado en calma.
3
Era tres de enero y tocaron a mi puerta. Abrí.
Su esposa murió, dijo el policía. Más atrás estaba mi
cuñada, con cara de zombi por tanto llorar.
Resulta que Amanda se había llevado de mi colección
(¡No joda, y no la vi!) la Walther P38. La pieza invalorable. La misma que utilizaron los nazis hasta la paranoia
(valga la redundancia) para volarles la cabeza a los judíos. Por alguna extraña parentela hebraica de mi esposa
o, simplemente, por ganas de joderme la poca vida que
me quedaba, decidió llevarse encaletada la Walther para
desparramarse el cerebro.
María Auxiliadora, mi cuñada, por razones fortuitas y
un poco cansonas para aclararlas ahora, reconoció a la tipa
de la habitación 36 del HOT (el resto de las letras, EL, estaban quemadas, incluso las del propio nombre del antro).
Como es obvio, intentaron reiteradamente comunicarse conmigo, pero como no contesté, el cuerpo de
investigaciones designó, de manera muy pertinente, al
novio de María Auxiliadora, para que fuese hasta la vivienda de la occisa.
Por su parte, el agente llamó a su novia para que le
diera la dirección y aquella, sin pensarlo mucho, decidió
acompañarlo. La visita traía consigo un par de especulaciones. Una, el esposo que no había dado signos de vida,
¿habría tomado una decisión confusa luego de saber lo
de su esposa?; o dos, Amanda antes de suicidarse, ¿habría
decidido asesinar a su esposo? Pero ni una cosa ni la otra.
155
4
Antes de dispararse, Amanda sumergió su cabeza en un
preparado absurdo.
En un tobo con agua echó un kilo de jabón en polvo
y un rollo de papel toilette desenrollado (la bolsa y el envoltorio fueron encontrados en el cesto del baño; pido disculpas a la policía por revelar este dato invalorable).
El cadáver de mi esposa yacía al lado de la cama, vestía
la ropa interior nueva que había empacado unos días atrás.
Las paredes, aparte de estar salpicadas de sangre y sesos, estaban empastadas del preparado absurdo y, según
arrojaron las investigaciones, el empastado fue antes de
que se detonara en la cabeza, a juzgar también por cómo
estaban embadurnadas las ventanas (otro dato que revelo
para que se vea la calidad de análisis de nuestros efectivos;
con perdón).
La autopsia arrojó un dato extraño –otro, quiero decir–: el estómago de mi esposa estaba lleno de un líquido
rosado; más tarde se supo que aquello era yogurt de fresa.
Yo no lo podía creer, a ella jamás le gustó el yogurt. En
todo caso, lo que quiero que se entienda es lo siguiente:
lo del yogurt, sinceramente, no era cosa de gusto sino de
alergia; y ni hablar lo que le producía el detergente.
¿Todas esas acciones ilógicas, u otras parecidas, las iba
a hacer yo cuando llegara la quimioterapia?
5
ver cómo los del barrio jugaban con bombitas de pintura,
huevos congelados, tánganas y otras cositas inofensivas.
Por aquellos días fue cuando el novio de María Auxiliadora le propinó su primera golpiza. Al parecer, por celos.
El tipo se enteró de que ella me había acompañado
a las primeras sesiones de quimio y, por eso, como todo
digno policía arrecho que se respete, le cayó salvajemente
a rolazos, cachazos, rodillazos y un montón de azos más
que los policías manejan tan vulgarmente bien.
El tipo me vio una vez, cuando volvía de la farmacia. Me dijo, mira viejo marico, te voy a matar. Me parece
muy bien, chamo; y le recalqué el muy. Bueno –respondió
para contradecirse–, yo no mato a enfermos. Entonces, insistí, no le des más palos a la enferma de tu novia. Ella no
está enferma, güevón. ¿No?, y ¿por qué crees que es novia
tuya? El carajo sacó su arma. Apenas sentí el dolor del
cachazo. Abrí los ojos y le vi los pies a la gente a mi alrededor. Alguien me cubrió con una tela o simplemente volví
a desmayarme. Después el sol me daba en la cara y me
llevaban cargado. Luego me metieron en un sitio oscuro
y ahí perdí la visión otra vez.
Al despertar, estaba en el hospital. El mismo de las
quimio. Me encontraba en Urgencias y las enfermeras me
llamaban por mi nombre. Fueron ellas quienes me contaron que al policía se lo habían llevado preso otros iguales
a él. Fue un momento insólito, dijo una. Y debió serlo,
porque una enfermera nunca dice que algo es insólito.
6
La famosa quimio llegó. Con cada vomitada se me iban
varios cc de vida. Todo me daba frío y ya casi no quería
abrir la nevera. Afuera era carnaval. Desde el balcón podía
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Algunas semanas después volví a ver a María Auxiliadora.
No voy a darle largas al asunto. Esa misma noche tuvimos
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sexo. Por fin. Sin embargo, mis erecciones fueron modestas, intuyo que por la quimioterapia; tuve que detenerme
cuando la penetraba analmente para ir a vomitar.
María Auxiliadora fue hasta el baño, desnuda. Allí se
quedó hasta que dejé de abrazar la poceta. Me dio a oler
alcohol. Casi balbuceante, le di las gracias, mientras veía
que sus grandes senos me apuntaban con ternura.
Aunque, si bien es cierto que, encontrarnos había sido
un exceso en medio de la confusión y la violencia, también lo fue que, mientras tuvimos sexo, nos cayeron unas
gotas, espesas, rosadas: el remordimiento.
Y el remordimiento fue tan rosado y espeso que sus
senos me dieron náuseas. Así que sin poder aguantar, me
fui en vómito sobre ella.
Se bañó en silencio y así también se fue de mí.
Antes de marcharse, me señaló con el dedo el sitio
donde había puesto el pote de alcohol. Estaba sobre la
mesa del comedor, justo al lado del celular de mi esposa.
Yo no había modificado nada por respeto a ella.
Sentirme minado por el cáncer hizo que todo perdiera
gracia. Quizá eso justifique lo de los vómitos. Y también
justifique que yo le haya soltado a Amanda, en su momento, esa hilera de culpas, excesos e infidelidades. Yo
le dije, palabras más palabras menos, así: mira, mi amor,
tengo cáncer, además me acuesto con tu hermana; ahora
ódiame, como dice tu escritor favorito.
Recuerdo muy bien que me dio la espalda y se fue a
la despensa. Volvió con un paquete de harina de trigo y
me lo echó encima. Luego, esperó a que yo me levantara
para darme mi respectiva patada por el culo, igual que
una escena de Los tres –en el caso nuestro dos– chiflados.
158
Desde ese día ella y yo quedamos lívidos, igual que
una sábana de hotel. Condenados a que cualquier cosa
nos siguiera manchando.
7
Algunas mañanas iba al supermercado y a la farmacia
a comprar las nimiedades que se podían encontrar: fósforos, cereales, jugos, pastillas (las que fueran). Mi paso
era lento y continuaba sufriendo de mareos. Recordé que
María Auxiliadora –la última vez que la vi– me dijo que
me haría falta un bastón. Yo le dije que con mi arma bastaba. Ella no entendió.
Otro día vi a su novio. Se sonrió cuando me vio la
ceja con los ocho puntos de sutura.
Con voz de trasnochado, el policía me dijo que a un
tipo como él no lo dejaban mucho tiempo encerrado, que
sus amigos lo habían soltado al rato y que el comisario le
había dicho que se agarrara unos días para que resolviera
sus rollos y que, por eso, allí estaba, otra vez. Ajá, le dije.
Después saqué mi Glock de atrás del pantalón.
Le disparé cinco veces. Los dos primeros balazos en
cada una de sus rodillas; luego le incrusté una bala en la
cadera y las dos restantes, cerca del corazón, más bien hacia el hombro. No murió, es obvio. Quien sí había muerto,
me dijeron en la comisaría, era María Auxiliadora, a causa
de otra paliza brutal propinada por unos colegas de su novio –como es fácil especular– a petición de aquel. Según
y que se había enterado del encuentro que había tenido
su novia conmigo y quería acabar, como buen policía,
con este cáncer de la infidelidad…
159
8
Inmediatamente cuando te arruman en una oficina, luego
de casi treinta años subiendo escaleras de barrio echando
plomo, lo que sigue es la jubilación. El insomnio. La suspiradera frente al ventanal. Aquella imagen, en la que te
quitas la correa y se la enrollas en las muñecas a un carajo
que tiene la cara pegada al asfalto hirviente, queda paralizada y flota por ahí, como la jubilación. Flotan rostros
espachurrados en el piso de un centro comercial; mujeres
inconsolables tapándose la cara con las manos; chispas
que salen del cañón; Amanda lanzando al piso mis zapatos pulidos, con rabia.
Pero poco a poco, para uno, las cosas en el Cuerpo de
Policía aminoran. El radio no suena. Te da sueño en la
oficina. Hasta un superior te pesca, pescando. Aguantas
unas semanas más el aire acondicionado. Los movimientos insistentes del ventilador alborotando la tristeza. Uno
se quiere quedar un año más como los grandeligas veteranos, pero eso no pasará. Incluso al bañarse, uno no hace
sino pensar en el sobre arriba del escritorio. Cualquiera
diría que el sobre de la jubilación late. Al abrirlo, otro
es el veneno que suelta. La palabra fin, sin que aparezca
exactamente con esas tres letras, ronda la vida. Y le empiezan a ocurrir vainas raras a uno. A mí, por ejemplo,
me dio cáncer. Incluso le caí a plomazos a otro policía, a
un chamo de esos que están comenzando en el Cuerpo.
Me detuvieron, pero sólo algunas horas. Un tipo como yo
no puede estar por mucho tiempo encerrado. Y menos
porque yo era quien encerraba a los demás. Un policía
jubilado no puede estar preso y punto.
160
El comisario estaba enterado de mi enfermedad. Fue
por él que salí rápido. Cuando me soltaron, me dieron palmadas en el hombro y luego dijeron (aunque no lo puedo
asegurar ahora), “buen trabajo”.
Atravesé a pie la avenida San Martín. Esquivar tanta
mierda, tantas cucarachas, me puso nervioso y triste. Y
más cuando en algún momento se ven hasta gotas de sangre, en hilera, que llevan a un fin aborrecible: un zapato
Adidas que, como un pequeño tobo, contiene sangre hasta
arriba. Dentro del edificio volví a darme cuenta de que el
ascensor seguía dañado. Emprendí mi calvario de dieciocho pisos.
Al rato, giraba los cilindros de la reja y forcejeaba
con la puerta. Adentro, todo estaba quieto. Estrictamente
apagado.
En la oscuridad, tropecé con la mesa del comedor.
Las cosas que están sobre ella (el celular y el pote de alcohol) se balancearon. Más allá, adiviné mi colección de
armas, encerradas tras unas puertas de vidrio, huyendo
del polvo.
Fui presa del insomnio y ya no volvió a dejarme en el
resto de las noches.
Lo único que me faltó fue salir al balcón a ladrarles a
los gatos y a las perras en celo. Ladrar hasta el cansancio.
Ladrar hasta que la metástasis esgarrara y me escupiera la
boca. Pude, incluso, haber pensado en gruñir, pero eso se
lo dejé a la puerta; pude haber pensado en chillidos, pero
eso se lo dejé a la reja. También pude haber pensado en
aullar, pero aquello habría acabado en ceremonia, en una
absurda ceremonia que grita lo obvio.
161
m e n c i o n e s e s p e c i a l e s
Día de gracia
Pedro Varguillas
a Constanza y Santiago
I
ba caminando de la Facultad al café donde solía reunirse con sus amigos de vez en cuando a las seis, siete
y, de forma extraordinaria, ocho de la noche. Ese era un
día fuera de orden. Pensaba en cosas de la universidad, el
último examen de Filosofía, el próximo de Cultura. Repasaba las piernas de la muchacha que se sienta de primera
en la clase de Estudios Comparados. Sintió que iba perdiendo espacio en la acera, como si de repente se hubiese
quedado atrapado entre gente que parecía desandar a la
manera de un carnaval. Una mano lo tomó fuerte por el
hombro, una boca le dijo que se quedara tranquilo, otra
mano le sujetó un brazo, muchos cuerpos le taparon la
vista. Al llegar a la esquina de la calle el semáforo los detuvo, luego hubo una puerta abierta, un asiento, un paseo.
En el automóvil intentó decir más de una vez que no
tenía dinero, que estaban equivocados, que sus padres no
podrían pagar un secuestro. En vano mostró su carnet
estudiantil, en vano les dio su cartera, su estampita de
la Virgen, los cincuenta bolívares del café y la cena. No
hubo pistolas, no hubo gritos, lo sujetaban fuerte y le daban silencio. Dieron vueltas por la ciudad, supo reconocer a María Lionza en mitad de la autopista, vio la punta
del Obelisco de la plaza Altamira, recordó su entrenamiento por la mañana en el Parque del Este. Los hombres eran iguales entre sí, algo inexpresivo en sus rostros
los hacía temibles. No parecían ser eso que las personas
llaman malandros, asaltadores, secuestradores.
El conductor del auto se detuvo frente a una arepera,
preguntó quién comería, le ofrecieron y él se negó a recibir cualquier cosa. Pensaba que el miedo puede ser más
fuerte que el hambre.
La primera hora se sintió como la primera hora. Se
sintió como el horror cuando el aire se hace pesado y un
mareo extraño atraviesa el cuerpo debilitando la visión.
Quiso vomitar y pensar que lo haría le llenaba de asco y le
incrementaba el deseo de sacarlo todo, como si el terror
fuese una cosa que se escupe sobre los pies de quienes
lo infunden. Una hora y sintió, por primera vez en sus
veintiún años, la necesidad de decir una palabra para saber que aún era dueño de su propia vida. Estaba ahí, en
el borde del límite, exactamente donde las cosas pasan,
donde lo humano se hace puramente animal. Era uno,
uno entre millones, pensaba. Sabía que su breve condición de ser único lo convertía en otro, reconocía en su
aislamiento inmediato su soledad inesperada como una
lengua naciendo dentro de él, una lengua para nombrar
lo indecible, lo inaudito, lo inexistente. Eso detrás de los
vidrios del automóvil, eso que la ciudad veía sin la necesidad de abrir los ojos, un reflejo, un rostro en desplaza164
miento que no ha alcanzado la gestualidad necesaria para
decir regálame una rayita de tu pupila.
De pequeño le gustaba subirse a un árbol de mangos
que había en el patio de su casa. Se sentaba sobre las ramas
más gruesas para ver caminar los ciempiés y los gusanos.
Al estirar su brazo para rodearlo de hojas se creía parte de
esa altura, de ese mundo que se levantaba para caer como
fruta dulce y dejar en el piso unas manchas amarillas. Él
veía desde la copa del árbol las manchas y las creía soles
achicharrados en el suelo, soles con vellitos húmedos que
de a poco se iban secando, soles que los pájaros venían
a picotear y en su desconcierto se reventaban los picos
al intentar desprender el fruto del cemento. Al secarse,
cuando su nana barría el patio por las tardes, quedaba
una mancha con la redondez perfecta que sólo tienen los
objetos naturales. Años después, en una clase de biología,
una profesora le diría a todo el salón que la vida estaba
compuesta de células, y para entender la imagen hecha
con palabras complicadas (citoplasma, protoplasma) les
dijo que pensaran en un huevo: la clara y el amarillo. Ahí
estaba la vida, era eso, pensó. Un círculo, una mancha
en el patio, un mango despaturrado por la velocidad y el
peso de las cosas al caer. Un espejismo en los ojos que les
destrozaba el pico a las aves, un hambre incurable que les
tumbaba las plumas y les sesgaba el vuelo. Eso vio cuando
alzó la cara por un instante. Puede que no haya movido
los ojos, quizás el carro hizo un giro que puso al sol en
su cara. Recordó a la mujer, algunos encuentros amorosos en la playa, la postergada pasión que se prolonga en
la distancia, las sombras entre el sonido, las palabras que
una voz reclama para el amor. Susurró “arriba eres un
círculo de vida entre mis manos”, mientras veía su cintura
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a contraluz, mientras estaba acostado con la cabeza hacia
el mar. Quiso estirar sus brazos y alcanzarla como esa vez.
Quería abrazar la única libertad que habría de conocer,
esa levedad que se adquiere al reconocerse en otro como
un par. Estaba descompuesto, aturdido, abrió los ojos de
nuevo. El carro había girado y la sombra de un edificio le
había quitado el sol de la ventana.
Hacia frío. Le temblaban las manos como a los violinistas artrosos. Esos hombres que alguna vez habrían
podido haber hecho sonar la tráquea abierta de alguna
persona con un arco cualquiera. Sentía espasmos cada
vez que alguna imagen le atravesaba el cuerpo. En la adolescencia se había cortado picando cebollas, el contacto
con el metal le hizo pensar en algo parecido a la antigüedad del frío. Esa memoria desgastada que le eriza la piel a
la gente, algún recuerdo mutilado cortando una genealogía donde la imaginación no llega. Solía deprimirse cada
vez que estaba expuesto ante algo que había decidido
nombrar “la condición humana”. Esa levedad opaca de
algunos oficios que tomaba por mercaderes ambulantes
de la tristeza. Le era imposible sostener la mirada sobre
las personas, apenas si lograba mantenerla lo que dura un
suspiro en los labios de los amantes. Era un muchacho de
esos a quienes les guinda un hilo de tristeza en los hombros, como si arrastrasen una condena desde el origen.
Todas las mañanas, al despertar, pensaba en el peso de
las agujas de los relojes. Alguna vez vio salir a unos enanos mecánicos de un reloj gigantesco en una plaza de la
ciudad de sus abuelos. Iban uno atrás de otro sosteniendo
un martillo un poco más grande que su puño cerrado de
niño que no conocía la voz de la ira, llegaban a una campana y la golpeaban con el martillo mientras sonaba una
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música circense que le desataba el terror anudándolo a
las piernas de su padre. El asedio de las horas, pensaba en
las mañanas, cayendo como el agua derramada por descuido de un vaso en el borde de la mesa. Lo perseguían
sobre los relojes, los martillos, el miedo de saberse preso
de un tiempo que jamás sintió suyo, un tiempo al cual
quiso darle nombre de algo que no fuera olvido. Sintió
frío al poner sus manos sobre los antebrazos, como haciendo una silla, como abrazándose por lo corto, y se supo
suspendido sobre su misma mirada sopesándole la leve
brevedad del alma humana.
Tenía veinte años de su vida sobreviviendo. Un domingo subido en un columpio sintió el peso de la gravedad y por primera vez supo que su vida le pertenecía.
Inmediatamente quiso conocer el límite y llegar más alto
que todos los demás niños, quiso ir más alto de sí mismo.
Sus primos que se lanzaban desde del tobogán lo vieron
asombrados y sintieron el temor de quien se enfrenta a la
adrenalina y a la vitalidad de algunos hombres. El mundo
era una bolita de vidrio que él descubría y que podía romper retomando el vuelo. Sintió el grado animal de lo humano, el vértigo en el estómago, la brevedad del sentir
en la caída. El suelo, sintió el suelo y cómo su cuerpo
se quebrada al contacto con la tierra. Su primer vuelo le
dejó una cicatriz en la rodilla derecha y el ardor en la conciencia tras conocer la pureza de los límites. Esa tarde de
domingo se le reveló en la sangre el hambre de estar vivo.
Había sido distraído, de esos muchachos que parecen no tener contacto por entero con su alrededor. En
su ultimo año del liceo más que callado era inoportuno,
tenía esa capacidad de discernir entre ser aceptado por los
demás o ser fiel con él mismo. Algunas veces le hicieron
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bromas crueles, humillaciones sin sentido, estropajos de
la memoria que le afinaron el carácter. Se veía a sí mismo
como un tipo al que era difícil quebrarle el ánimo con
amenazas vagas o manipulaciones.
El auto estaba detenido desde hacía más de una hora,
el conductor y uno de los hombres que estaban a su lado
bajaron. Él recordaba sus años de entrenamiento militar.
Cancha de infiltración y navegación. Tenía dieciséis años,
estuvo en el liceo militar desde los doce y había sido entrenado para creerse un hombre. Vestía un uniforme que
lo hacía pensarse inmune, era todo lo torpe que puede
ser un muchacho probándose a sí mismo. El helicóptero
dejó a su patrulla dos kilómetros afuera de la costa, saltaron al mar a diez metros de altura, uno tras otro. Estaba
cumpliendo su sueño, había aguantado los primeros tres
años del liceo sólo para hacer el curso de supervivencia.
Era su cumbre, era su mas allá, era la convicción necesaria que requiere un hombre para verse la cara en el barro
y decir “yo sí puedo”. Se repetía una y otra vez “el dolor
está en la mente, el dolor está en la mente, el dolor está
en la mente”. El gas lacrimógeno en el cuerpo, el uniforme empapado desde hacía dos días, el asedio con balas
de salva, los mapas errados a propósito, el menguante que
no ayuda. La brújula era su única guía. Se maldijo mil
veces por ser el lector del mapa, se estropeó la mirada de
tanta vanidad por ser el comandante de su patrulla y lucir
como el mejor frente ante sus compañeros. Ahí en medio
de la selva, donde él era los pies de los otros, él que nunca
ganó una pelea, llegaría antes que las otras patrullas, le
darían un diploma, una condecoración para el uniforme.
Saldría más fuerte y se iría del lado de los militares para
siempre. Era todo cuanto quería. Cuando no había más
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latas de comida y el río registrado en el mapa no aparecía, entendió que el miedo es lo que nos mantiene vivos
cuando excedemos nuestros límites, pero su límite no estaba ahí, su límite siempre estuvo en un más allá innombrable, guiándolo por corazonadas, trastabillando como
un ciego al sonido de su bastón.
La puerta del auto se abrió, entró un hombre diferente
a los otros con la actitud de eficiencia que transpiran los
burócratas en su hora de almuerzo. Como quien revisa
un documento, observó al muchacho, le ordenó salir del
carro. Le preguntó el nombre, le preguntó si reconocía
su situación. Se volteó. Caminó hasta una garita, parecía un punto de control para entrar a otro lugar. Aunque
hacía el mayor esfuerzo por intentar imaginar qué vendría luego, no halló respuestas. Comenzó a sentir miedo,
luego pensó que después de la vida sólo puede venir la
muerte y sintió el alivio de los ortodoxos.
Muero por escuchar tu voz que me hace temblar. Quería aprender otro idioma, quería leer y cantar en la voz que
no puede nombrarse por sí misma. Estaba aturdido de vitalidad, apenas terminó el bachillerato logró montarse en
un avión que lo llevaría a cualquier lugar donde pudiese
estar consigo. Se veía a sí mismo a través de una imagen
por venir como si percibiera un aliento desvencijado de la
existencia. De niño, una vez, su madre logró que lo dejaran viajar en la cabina de los pilotos en un vuelo nacional.
Desde entonces, sólo quiso volar aviones. Cada vez que
subía a un avión intentaba reconstruir la memoria de nubes cayendo como cascadas; no acertaba a saber si era un
recuerdo o un sueño de esos que sólo se alcanzan volando,
esos fragmentos de lo etéreo resbalando por las palmas de
la mano como desvistiendo la conciencia. A veces veía las
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cosas al revés, solía encontrarse con frecuencia tras el rastro de una demencia precoz. Hasta que llegó ella y se le
trabó la vida en cinco versos Tú me amaste Silvia. Yo amé
en ti el desafío/ a la sombra que antepone al bosque/ El
desafío al bosque que se antepone al cielo/ Nos amamos
y era allí en el amor donde comenzaría/ esta desaparición
que nos anula. Creyó poseer la esencia de los espectros
en disolución. Antes de volver a verla, a leerla, ya estaba
invadido de “visualidad” pura. Era todo ojos, ojos que miran y palpan las cosas, había ausentado la materialidad
de su cuerpo. Sintió que amaba. Empezó a brillar una
de esas noches de invierno tan lejos de su trópico absoluto, del sol que no descansa. Había una gravedad en el
aire que inclinaba su frente contra el suelo, pensaba que
el frío empuja, encorva. Era un mandato natural de la
ausencia tirar los ojos abajo y caminar despacio sin rastro
sobre la nieve. Ahí estaba ella, cruzaba la calle, tenía los
ojos idos como si estuviera frente al mar en los balcones
de las playas amadas. Se le hizo pura efervescencia, así
se registraba sobre las palabras lo que carece de nombre.
Fue detrás de ella como haciendo una casa blanca desde
su ventana congelada. Una mañana despertó a su lado, se
supo ingrávido, le dolía respirar, quiso medir el ritmo de
sus pestañas cerrándole los ojos. Se le fue la mirada buscando un hilo de luz en la ventana, ella despertó venida
de otro tiempo con la pureza de quienes se entregan sin
pensarlo. Sabía ser leve. Lo miraba caer como el rocío
de enero en la montaña. Si acaso hay peso alguno en el
silencio arrastrado entre las hojas, él había encontrado la
medida para sostenerlo. No podía quedarse colgado de
sí mismo, pero ciertamente alcanzaba a poner su cuerpo
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para ser el suelo donde ella se levantaba. Eran puentes
cruzando vidas.
Le hicieron bajar del auto, no tuvieron la bondad de
vendarle los ojos. Esta vez no pudo evitar el asco, vomitó
todo. Frente a él había tres muchachos con agujeros en
los cachetes y en la frente. Parecían muñecos de plastilina entre el verde y el morado. Estaban como dormidos,
como soñando una pesadilla. Reconoció el gesto de matarife en las miradas de los hombres que lo rodeaban. Le
entregaron un papelito a un uniforme detrás de un escritorio. Eran rigurosos en el orden, todo parecía dispuesto
para funcionar con la eficiencia de las máquinas. Oía palabras jocosas, escuchaba risas, sentía otra vez el frío del
invierno atravesarle los huesos como mil puñales clavándosele en las piernas.
“¿Tú sabes por qué estás aquí?”. Él no sabía dónde
estaba, a esa pregunta le faltaba la certeza que toda respuesta acusa. Ensayaba una forma de contener la nostalgia cada vez que despertaba a su lado. Solía esperar sus
primeras palabras, cada día el mundo se hacía de nuevo,
podía atravesar la luz como si sus manos fueran el prisma
que contrae los colores. Era un resplandor que nacía en
los ojos de ella. Entonces sucedía, movía su cuerpo desperezándose como una supernova estallando de luz. Alcanzaba con los dedos su cadera, ella movía sus labios
para decir buenos días. Él veía palpitar la tierra en sus palabras, tenía la certeza de estar vivo no por coincidir con
ella, sino por ser con ella. Supo reconocer la fragilidad de
lo pleno y tenía miedo de respirar, sentía terror de romper
el tiempo aspirado en cada latir del corazón que llenaba
sus venas de vida. El primer golpe le devolvió su cuerpo
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que ya no le pertenecía: él estaba lejos de ahí. Cada arremetida le devolvía un grado carnívoro de su corporeidad.
Se preguntaba cómo sería tener un espejo para verse en
ese momento, hubiese querido tener un cámara que atestiguara lo que no podían arrancarle, el testimonio de la
pérdida, la persistente paranoia de la vigilia. Eso que no
podían ver detrás de sus ojos entonces blancos. El rigor
del dolor se amasa en el peso de la carne y más allá se
achicharra, se tritura, se cuece. Veía la nieve atravesar la
luz de los faroles, veía brillar las calles cubiertas del más
puro blanco de la medianoche. Sonreía, sus ojos se llenaban de luz, sus cabellos tenían trozos diminutos de aire
hecho granos de hielo, de nubes desterradas del cielo.
Respiraban el aire congelado, entrelazaban sus manos detrás de varias capas de ropa, presentían el cuerpo, se reconocían en la intermitencia que media entre la desnudez
del amor. Brillaban, estaban bañados de luz, atravesaban
las avenidas consumidos por el peso de la gravedad sosteniéndolos sobre el mundo.
En octavo año de bachillerato el primer examen de
Electricidad era soportar por diez segundos un corrientazo de hasta cuarenta voltios, eso era un veinte. El profesor conectaba a un amplificador de corriente un cable
TW14 y le decía a la clase “no teman muchachos, esto no
los va a matar”. La única vez que sintió cosquillas en los
nervios de todos sus dientes fue ese día cuando envalentonado pidió cincuenta voltios. Dime dónde pongo mi
mano para tocar tu voz. Se desesperaba de esperarla cada
noche, daba vueltas como un animal de zoológico en
su jaula. Abría la boca como los leones para espantar las
moscas de sus trozos de carne en el almuerzo. Rodaba sus
ojos sobre los libros como los monos brincan de un lado
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a otro en trampolines que han perdido su balanceo. Escribía notas fragmentadas de memoria instantánea en las
paredes. Intentaba hacerla en el apartamento diminuto.
Caminaba para oír crujir su voz en la madera del piso,
lamía las esquinas donde ella se había posado, buscaba
con obstinación restos de sus cabellos en el baño una semana después de su partida. Su celular sólo daba la hora
en que ella había enviado el último mensaje. Should’ve I
come over, lover? Esa noche la había esperado como ninguna otra. La angustia de no saber de ella lo alejaba de sí,
deambulaba por las calles, lloraba en los trenes a deshoras.
La segunda prueba fue de confianza. El profesor tomando una punta del cable había configurado el amplificador en cien voltios. El primer estudiante tomaba de
la mano al profesor y el último sostenía la otra punta del
cable. Hacían una cadena humana de corriente eléctrica
compartida entre ocho personas. El rol más importante
era el de quien debía desconectarlos halándolos por los
cabellos cuando se enchufaran. Veía las rayas que los
aviones trazaban en el cielo, se recostaba sobre sus piernas frente al agua, sentía rodar el mundo viendo sus cabellos gotear. Fue ahí cuando él tocó las palmas de sus
manos con sus dedos y creyó sostener al mundo sobre sí,
como una hormiga que gira sobre la tierra en su diminuta inmensidad. La miró a sus ojos miopes. Para ella, él
era una mancha; para él, ella era el rastro necesario de
saberse vivo. El primer choque de corriente le hizo pensar que alguien iría a halarlo de los cabellos. La descarga
terminaría pronto. ¿Tú sabes por qué estás aquí? Olía a
pelo chamuscado, a chicharrón sin carne. Sintió asco, no
podía fijar la mirada. Sonrió. Iba de nuevo a la orilla que
está en el lamento.
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Sentía andar su sangre bajo la piel, le rasgaba los músculos, se hacía hojillas dentro de él. Exhalaba un sudor
punzante. Era un instrumento de dolor. La primera vez
que sintió el cuerpo fue después de lo que recordaba como
su primer día en la playa. Él en realidad sólo tenía en la
punta de la oreja la voz de su madre creciéndole como pie
de página de una foto sobre la mesita al lado de su cama.
Solían amarse. Creyeron ser tan felices que podían torcer
los mandatos de sus estirpes y hacer nacer una especie extinta, una nacida sólo para amar. Eran los fósiles más antiguos de un tiempo remoto cuando los hombres calzaban
con sus picos los colmillos de las estrellas. No eran fanáticos de ninguna secta, no estaban movidos por el espíritu
de los tiempos. Se abandonaban al vaivén de la marea.
Pulsaban el ritmo del mundo levantando con sus manos
el peso de una casa junto al mar. Tendrá que ser de piedra
porque hay sal en la ola, le leía ella arrastrando arena por
las arcadas de las puertas, haciendo crujir sus cabellos entre las uñas de sus dedos. Crecían como la espuma en la
orilla de las playas. Invirtieron el tiempo de los hombres:
desaparecer era su único legado. Resplandecían hasta la
efervescencia del susurro en la resaca golpeando la sal del
mar sobre sed de la tierra. Tenían la voluntad abismada
de las bromelias para amarse a cielo abierto cruzando el
mundo en las caderas, escalando espaldas descalzados,
crecían sobre sí mismos sin el misterio de lo que vendría.
Entonces llegó él. Le gustaba pasar horas bajo el sol,
aunque, entendieron muy rápido que no era algo voluntario. Él sólo hacía lo que ellos le habían enseñado. Esa
noche durmieron con la canción de su lloro y creyeron
ser mecidos por la piel quemada de su hijo. Algo les ardió adentro, se supieron chicos y carentes entre las cosas.
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Algo arde en la sangre cuando el grito de la herencia reclama auxilio. Untaron con cremas su cuerpo. Le dieron
ritmo a su llanto, escribían la memoria en la voz de un
gemido. Apretaba sus dientes contra el trapo empapado
de gasolina que le llenaba la boca. Media hora más tarde,
la lengua se libró del peso que la aprisionaba, era sonoridad pura. Era el gesto más limpio del sufrimiento. El grito
fue su signo de vida.
Siempre estuvo demasiado consciente de estar a la
deriva. Dado al llanto fácil de las cosas solía perder la mirada entre sus pensamientos. Tenía la cabeza preñada de
imágenes. Se parchaba los ojos con la memoria de sus
sentidos. Amaba la imaginación de las ventanas. Detrás
de una ventana empieza el mundo, solía decirle su padre
frente al mar. Hacían castillos de arena, cubrían sus cuerpos, salaban la memoria grano a grano. Quiso sembrarle
el mar en los ojos porque era ahí donde los hombres terminaban, quería mostrarle la inutilidad humana de crecer
hacia dentro, de ser interioridad pura. Al mar las gentes
entran flotando, con miedo, son obligados a sentir su
prescindible materialidad en el mundo. Por ello, cuando
los marineros pisan tierra tienen el embriagado sabor de
la conquista en los labios. Las personas no podían retener
su propio cuerpo, eran la sustitución de una imagen, un
nombre que los quebraba, un gesto que los hacía padecer,
un trazo que construye su historia. El mar, en cambio, era
materialidad en potencia. No podía ser bebido, era demasiado pesado, nunca está quieto, no tiene bordes, acaba
donde empieza una nueva forma de existencia. No hay
imagen que lo suplante, no hay ausencia que lo traiga a
mano. Se va al mar para creer en la marea, no en el mar.
Es entre las olas que lo mueven donde se asiste a su golpe.
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Una vez quiso ser atravesado por el agua marina, necesitaba tenerla dentro de sí, como un rasgo para componerse. No hubo cicatriz, no hubo marca, no hubo sangre
entre la piel abierta. No hubo manera de meter al mar en
su cuerpo, supo entonces, su peso sostenido sobre la imagen del mundo, sobre la imagen de palabras rasgando el
cuerpo de las cosas. Resignado a la ausencia de un cuerpo
se aferró como un náufrago a las aberturas, a las hendijas,
a lo chico que cruje como espiando un escape posible.
¿Tú sabes por qué estás aquí?
Vamos a ver si te da por recordar. Forzaron sus párpados para mantener sus ojos abiertos, los rociaron de cloro.
Ese olor siempre le hizo recordar el sol. La vista no se
puede quemar como se queman las pieles. A la mirada le
entra el fogonazo y resplandece más allá de las cosas, atraviesa la luz y devuelve su trasparencia, el grado más pleno
del color. Había un aire de piscinas en el olor del cloro,
de adolescencia con amigos en el borde del agua, de muchachita linda que mira coqueta sosteniendo una bolsa
de Pepitos. Estaba ahí jugando al muchacho grande, había subido hasta el trampolín de cinco metros, sostenía
con firmeza que para ser hombre –o tener el reflejo de lo
que es un hombre– había que excederse a sí mismo. Él
tenía los límites de donde su cuerpo estaba, se construía
a diario como un mapa se extiende sobre la tierra, tenía
la voluntad de quienes salen a la guerra, tenía su vida tomada por las manos. Sabía que su cuerpo delgado, quizás
demasiado delgado, no llamaba la atención. Pero no es un
cuerpo lo que el cuerpo hace, no es un músculo lo que se
ve. Es lo que ese cuerpo hace, es lo que de ese cuerpo sale
y es visto por los ojos de los otros. Saltó sin pensarlo como
se entregan los amantes al roce de los cuerpos, esperaba
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el golpe del agua que no es sino una caricia. Era una bala.
Era el giro de un tormento rompiendo la voluntad de los
errantes. Tocó fondo, su pie registró la hazaña, la pulsión
natural del éxtasis sostenida en el instante. Salió a flote,
ahí estaba ella. Sus amigos no aplaudieron, no lo felicitaron, nadie dijo nada. Tuvieron miedo de él, de su secreta
voluntad para quebrar las cosas, de su misteriosa valentía
para hacerse nombrar en la mudez del asombro.
Sentía arder las raíces de sus cabellos, reconoció su
cuerpo como un armazón de nervios que jamás había
sentido. Su cuerpo le hablaba, se hacía inmenso como
una lengua que arrastra la furia. Creyó poder sentir el movimiento de su estómago, la tensión de los isquiotibiales
contraídos, el último chorro de orine corriéndole en la
uretra, contracciones del intestino delgado camino del
recto, la sangre corriendo por el ano. Unos dedos forzaron sus párpados y le dejaron abiertos los ojos. Revisaba la
habitación. Había más de un cuerpo, acaso nunca logró
ver sus rostros. ¿Cómo pueden ser los hombres? Brazos,
piernas, manos, ojos, agujeros. Quería ver en la abertura
de un cuerpo, en esos rasgos que hacen de alguien un
nombre, un gesto. El resto necesario de un movimiento
para hacerse su imagen en la memoria. Le faltaba la vista,
sabía de sus ojos por el trazo de dolor buscando la utilidad
del sentido en el instrumento material que descompone la
transparencia física del mundo. Tenía ojos, ciertamente,
ojos que no tocarían más cosas. Le había entrado el fogonazo, su mediodía más próximo. Entró en la casa de sus
padres, quiso tocar sus paredes como la piel de un archivo
que el tiempo ha guardado en las arcas que registran el
desamparo de los hombres. Había en su materia misma la
intención de desaparecer frente al mar. Se vio a sí mismo
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adolescente frente a sus padres como el registro del amor.
Pasó sus manos sobre su cuerpo y halló, en la resistencia
de oponerse al paso del tiempo, el monumento más hermoso de la humanidad. Saberse breve y querer explorar
la vida en esa temporalidad de luz que nos registra fue el
estallido de su plenitud. Quería ser y ser en su tiempo,
ser con las cosas, ser con las palabras. Hacer imágenes.
Perderse en el trazo que intenta componer una memoria.
Dentro de sí con el fulgor del repique de un bongó,
como si palmearan su estómago buscando hacer salir un
sonido, le creció el ruido, sintió recuperar sus fuerzas. Se
creyó limpio cuando resbalaban por sus labios las cuatro
palabras: ¿Qué necesitan de mí? Esa tarde ella corría a
su apartamento buscándolo como un designio, con esa
bondad agradecida de quienes han creído en los milagros,
queriendo encender velas frente a las estampitas de los
santos. Faltaba algo. Esa lentitud desgastada en sorber
café sobre los labios, el inicio de una sonrisa interrumpida, faltaba espacio para componer el rito descansado de
los amantes. Nunca comprendió su salto alucinado hacia
la vida, sus fe rendida a las causas creadas sólo para ser
perdidas, la voluntad de dejarse todo hasta caminar sobre
sus pasos con el temblor del estremecimiento. Estaba en
sus ojos, en las rayas de su iris, entre sus colores, estaba y
se veía a sí mismo nacerle en el cuerpo como un llanto.
Se veía rodar por su rostro. Desesperado, sin el alivio que
da la pena, quiso gritar. Se preguntaba, una y otra vez,
cómo suena un grito. Se acercó a ella hasta esa distancia
donde los cuerpos huelen, respiró profundo y mordió sus
hombros, quería romper su carne, quería verla sangrar,
quería hacerla sonar, sonar como un grito. Quería sentirla
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mordiéndole la oreja tan solo una vez en su vida. Sucedió, soy toda oídos.
Solía aterrarse ante la soledad de los orgasmos. Ese
peso sostenido de los cuerpos atados sobre el giro del
mundo, como el círculo de la cuerda donde los suicidas
cierran sus vidas. Tenía miedo de quedarse suspendido
meciendo su pies sin alcanzar suelo. Era así, tanta soledad acortada entre gemidos exhalados, tanto aire expulsado de las bocas como espirales de ira incendiando el
frío. Cada tramo de presencia en otro cuerpo reclamaba
una vida diminuta estallada hasta las pupilas. Algo de bailes trasnochados en las aceras había en ese pendular sobre
la piel, esa otra piel donde las manos no alcanzan a rozar
el vértigo sobre las que se sostienen. Faltaba detenerse en
medio del vuelo, hacer la excepción que permite a los
órganos ceder al desconsuelo de su funcionalidad, trocar
palabras que tocaran las cosas como una brocha pintando
las paredes sostenidas en el pudor del amor. Sentía terror
del silencio porque no es exterior al lenguaje. Cedía al pánico de perder el alfabeto, se veía a sí mismo transpirando
letras de figuras descompuestas, caligramas en el espacio,
caracteres en las sábanas. Había cruzado la materialidad,
era sonoridad pura. Un gesto apenas. No había de recomponer la sintaxis de sus pensamientos. Sabía que de los
orgasmos queda el residuo de la existencia en estado de
potencia. Presentía la muerte palpitándole entre las piernas. Apenas si pudo sostener la respiración, lo que dura
un breve y vertiginoso relámpago extendido en el aire.
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Flor
Isabella Saturno
I
A
brí los ojos y sentí la boca seca. En verdad, pastosa.
Tenía el paladar viscoso y la comisura derecha de los
labios llena de saliva seca. El ardor en la garganta sólo
podía indicar que había fumado demasiado. Padecía de
un curioso delay entre mi sistema nervioso y mis miembros… Pensé en Lindsay Lohan, en Amy Winehouse, en
Robert Downey Jr. El primer impulso de joven educada
en catolicismo y con la intención de, a pesar de todo, no
empeorar las cosas, hubiera sido correr al lavamanos, cepillarse los dientes, usar el enjuague bucal. Irse. Pero yo
no consideré el buen aliento ni la huida: le di vuelta a
su cuerpo desnudo y dormido, y le clavé la lengua en la
boca. Sin sorpresa, ella me correspondió. Apenas se sentía
el sabor a ron y mi saliva cobró su densidad habitual al
cabo de tres besos.
–Flor, ¿qué te pasa?
–Nada –respondí descruzando las piernas.
Últimamente, en la mesa, cuando me abstraigo entre
los recuerdos de cómo cogimos, papá me mira orgulloso
porque piensa que estoy en una posición intelectual, elucubrando sobre un tema importante: la legalización de la
marihuana en Uruguay, los efectos de la posmodernidad,
Snowden… Pero la verdad es que estoy oliéndome los dedos con los que la penetré toda la noche. El índice y el
medio. Apenas se dilata, uso el anular también. El meñique es para la penetración anal, a veces el pulgar. Otras
veces ni lo pienso.
–Flor, ¿cómo está tu amigo Andrés?
–Pues bien –respondí.
–Invítalo a cenar.
Confieso que no sé diferenciar entre el amor y el
deseo. Hace unos días le declaraba mi fidelidad eterna
mientras ella lamía, de arriba abajo, un dildo de color
morado que colgaba entre mis piernas. Sé que tengo los
síntomas de cualquier enamorada: me sudan las manos,
siento un hueco en el estómago antes de verla y, si no me
escribe, camino de un lado a otro… ¿Es tan grave como
el caso Bridget Jones? No. Todo puede ser un espejismo
producido por el rombo que se le forma, cuando se para
de la cama, debajo y al centro de las nalgas, o por su clítoris rosado que brilla en la oscuridad o incluso por sus
pezones equidistantes, tan bien puestos como los bloques
de las pirámides de Egipto.
–Flor, te va a entrar una mosca en la boca.
–Que entre –dije.
182
II
Mi hermana Cecilia lo sabe, lo supo desde el primer momento en el que yo decidí no jugar más con la Barbie y
me convertí en el novio de todas sus amigas por ser el
Ken. Ken las invitaba a subir a su carro convertible, las
llevaba a cenar en un restaurante lujoso, les echaba protector en la playa y todas gritaban al verlo llegar en sus
espléndidas bermudas de surfista. Cecilia, al principio, se
sintió invadida por la manera en que sus amigas me buscaban. Celosa. Papá siempre la calmaba diciéndole que
no se preocupara, que las dos éramos hermosas e inteligentes y merecedoras de muchas amistades. Pero él no
tenía idea de nada. En secreto, y siempre que mi hermana
organizaba una pijamada o una tea party, yo me besaba
con todas sus amigas. Nos encontrábamos en el cuarto
de la lavadora, donde se desvestía la señora que limpia.
Jugábamos a que estábamos en una telenovela y ellas se
turnaban el papel de Daniela Alvarado. Hacían fila. Cecilia nunca dijo nada. Cecilia siempre se callaba. Cecilia
siempre me protegía. Me limpiaba las rodillas. Me obligaba a sentarme erguida. Hoy sé hacerme las trenzas por
ella, e invito a Andrés a la casa cada vez que me lo recomienda, para evitar sospechas. Desde hace unos meses
mi hermana encubre mis salidas por las noches y me abre
la puerta en las madrugadas. De vez en cuando me pide
que le cuente sobre lo que hice y yo le cuento. Le digo
que me monté en el Lada color rojo de ella y, mientras
cruzábamos la ciudad, hablábamos sobre la lengua de
Miley Cyrus y compartíamos el cigarro, porque sólo nos
183
quedaba uno. Que su casa es pequeña y tiene un olor
a mantel guardado. Que vemos páginas de Tumblr con
gifs que reproducen a tipas cogiéndose entre sí. Que tiene
un gato que dejamos afuera mientras tiramos. Ahí Cecilia me hace un gesto de porfavorpara y yo no le cuento
más, cambio de tema. Entonces hablamos de lo que ella
quiera: el mantenimiento del jardín, la seguridad de la
casa o sobre el cuerpo de la nueva novia de papá.
Finjo interés, después de todo es lo mínimo que puedo
hacer. Me besé con todas sus amigas, y ellas, hace mucho
tiempo, dejaron de venir a visitarla.
III
Mi casa es un laberinto que, por las tardes, prefiero no
cruzar. Invento cualquier excusa para tener la mínima interacción posible con cualquier ser vivo que no sea ella.
El celular vibra sin parar con sus mensajes, todos con la
misma carga de ansiedad. Esta noche te voy a coger tan
duro que quedarás inválida, me dice. Esta noche te haré
un oral tan intenso que te volará los sesos, respondo. Se
ríe. Me manda una foto de su culo. Quiero masturbarme
pero pienso en ahorrar energía para más tarde. Ella me
ha enseñado a mantener el deseo como un bajo continuo.
He pasado un mes entero descubriendo dónde queda su/
mi clítoris, en qué posición se siente más su penetración,
dónde tengo que morderla para que acabe… En cada salida con ella pienso que no regresaré a ver, otra vez, el
techo de este cuarto. Olvidaré mis clases particulares de
francés, dejaré atrás a los tutores, los desayunos, el piano,
a papá. Papá y sus habanos y sus chocolates y sus trenes y
sus vasos marcados con sus iniciales y sus novias pregun184
tándome por mis novios. Cuando la espero en la caseta
de vigilancia, Eugenio me pregunta si yo no sé cómo están las cosas afuera, que no debería salir tan tarde y yo le
ruego que por favor no le diga nada a nadie. El Lada se
estaciona, pero ella no baja la ventana. La veo meter el
cloche, poner el carro en neutro y me imagino cómo los
músculos de sus muslos se contraen en esa acción. Me excito, es inevitable. Al montarme, apenas nos saludamos:
sabemos esperar. A cien metros, en el mismo lugar, bajo
el mismo edificio y frente a aquel árbol, nos engullimos
a besos. Huele a pino, a esencia de vainilla, a Playa Medina, a coco, a silla de montar, a paraíso, a camisa recién
planchada, a flauta de madera por dentro y siento cómo
el lado derecho de mi cerebro se derrite mientras me
lame los labios. Me invita una cerveza que lleva en una
bolsa, la destapo. Destapo otra para ella y, mientras vamos
colina abajo, le pongo la mano en la rodilla. Veo cómo
mira por el retrovisor y sé que, a pesar de que me ha dicho
que no le teme a nada, se está cuidando las espaldas. Le
aprieto el muslo para que voltee hacia mí. Sonreírle de
medio lado es el principio para que se moje.
IV
Olvidé que era su cumpleaños. Al entrar a su apartamento,
había muchísima gente. No puedo decir que no me intimidé. Sus amigas eran como nosotras, las veía besándose
en los muebles, en los baños y cerrando las puertas de
los cuartos. Ella me ofreció un ron y, agarrándola por la
hebilla del pantalón, le pedí perdón por mi torpeza. Me
prometió un castigo que me haría recordar, por el resto de
mi vida, el día que ella había nacido.
185
Repetí mi nombre unas sesenta y dos veces. Dije que
estudiaba Derecho. Vi un tatuaje que estaba en un latín mal escrito y me reí. Hablamos sobre política. Cantamos canciones de la última campaña presidencial. Les
dije quién era mi papá. Les repetí quién era mi papá tras
el asombro. Luego nos burlamos de él. De su programa
de televisión y de sus fotos en los banners en las páginas
de noticias. Me sentí feliz al verla reír estruendosamente.
El tequila, el ron, la sangría, las cervezas, la guarapita, el
cocoanís, el vino de cocina, el licor de naranja para las
tortas y el ponche crema que estaba guardado para la Navidad fueron desapareciendo durante la noche. Yo nunca
he penetrado a nadie por el ano. Bebía y la miraba. Yo
nunca he tirado en un sitio público. Bebía y la miraba. Yo
nunca he estado en un trío. No bebí. Ella bebió. No pude
evitar poner una cara extraña. No eran celos lo que sentía,
no. Era una especie de envidia. Hasta ese entonces yo
sólo había estado con ella, sólo había lamido su clítoris,
sólo había mordido sus pezones, y en un segundo imaginé todas las tetas que ella había visto y tocado, y todos
los culos que penetró. Sucedían en mi cabeza, una tras
otra, las posiciones en las que se había cogido a pelirrojas,
negras, tukis, aeromozas, señoras…
–Flor… Vente. Vamos al cuarto –me interrumpió extendiéndome la mano.
que, poco a poco, una a una, me iba cogiendo. En la
popa veía millones de tetas, como si usara un caleidoscopio. Tenía certeza sólo de mi nombre, pero era un islote
que dejábamos atrás. Me iba desdibujando. Mi mano no
era mi mano, era la mano de todas. Cuando mi cabeza
estaba entre unas piernas, los muslos me apretaban tanto
los oídos que los gemidos de las demás se escuchaban a lo
lejos, como si hubiese caído al agua. Las posiciones que
sólo había visto en las porno se materializaban. No había
razones para contar las veces en que llegaba y hacía que
otra llegara. El capitán, Cecilia, no estaba, y tus amigas
me rogaban que les halara el pelo mientras las penetraba
con tres dedos. Hermana, yo sé que le dirás a papá que no
llegaré a casa y que sabrás inventarle una excusa sobre mi
repentina desaparición en el desayuno. Dirás que salí a
trotar temprano en la mañana. Que me fui a estudiar Penal con Andrés. Que preferí ver el amanecer en la azotea
de la casa. Tú sabrás idear cualquier excusa para que papá
siga armando sus trencitos en el cuarto de atrás y para que
tú puedas sentir que llevas las riendas de la casa, que controlas los detalles y que ninguna Barbie es mejor que tú.
¡Cecilia! Voy a llegar de nuevo y esta vez me lanzaré por
el estribor y me hundiré para siempre en un eterno fluido.
V
Su cama matrimonial es un barco, un navío en el que
cupieron, esa noche, otras seis como ella. Al principio no
sabía dónde empezaban y terminaban los distintos cuerpos, pero fui entendiendo el ritmo de los culos a medida
186
187
La mesa
Víctor Mosqueda Allegri
I
S
u casa había desaparecido rodeada por la niebla. Para
caminar por el piso de abajo era necesario introducir las
piernas en esa bruma fría casi hasta las rodillas. Dos ventanas del piso superior habían quedado abiertas y la niebla
se fue depositando escaleras abajo durante toda la noche.
Emily corretea por los pasillos de la casa, espantando
nubes sedimentadas entre carcajadas, ignorando la densa
frialdad que carcome a su madre, al igual que a las paredes. María Elisa ve correr a su hija en cámara lenta y sus
risas le llegan como un eco fatuo obligándola a detestarla
por instantes.
Le pide que deje de correr justo un segundo antes
de que Emily se tropiece con la punta de una mesa de
noche, escondida entre la niebla. La madre parece no escuchar el llanto de su hija, que al arrodillarse por el dolor
desaparece por completo en la bruma. Por el contrario,
se dirige hacia la ventana del recibidor y a sus oídos sólo
llega un ruido lento de olas sobre un fondo sordo. Camina
erguida, con el cuello recto y los ojos vacíos, como un soldado que ha perdido la cordura a la mitad de una guerra
y trata de atraer una bala directo al centro de su cerebro.
Desde la ventana no puede ver siquiera la acera frente
a su propia casa. No puede ver siquiera un arbusto sembrado a dos metros de donde sus ojos reposan. Su mente
está viajando a escenarios tan fríos y a velocidades tan
lentas como las del paisaje que contempla. Emily la hala
por el pantalón devolviéndola a la realidad, apenas lo suficiente para volver a escuchar su eco aletargado mientras
le cuenta de su herida con la mesa de noche.
María Elisa camina hasta la cocina para buscar el botiquín de los primeros auxilios sin estar realmente consciente de ello. Sólo puede concentrarse en el profundo
deseo de que toda esa niebla esconda su casa de tal forma
que los hombres del camión de la mudanza no logren encontrarla ni esa mañana, ni nunca. Por eso no se ha atrevido a abrir ninguna puerta. Por el temor de que el calor
circule y disipe parte de aquella nube que los mantiene
invisibles, protegidos de abandonar ese espacio.
Emily grita por el ardor del Merthiolate. Pudo haber
elegido agua oxigenada, pero una voluntad ciega guió sus
manos hacia el frasco rojo. Emily empieza a llorar bajo,
como avergonzada de su falta de valentía, luchando por
calmarse, secándose las lágrimas con las manos. María
Elisa aprieta más fuerte el algodón sobre la herida y Emily
vuelve a gritar. La madre se siente extrañamente complacida y, al notarlo, siente también miedo. Le quita el algodón y le pide que se vaya. No han pasado dos minutos
cuando Emily ya está corriendo entre la bruma y María
190
Elisa está perdida de nuevo en un limbo errático, como el
movimiento de la niebla. Retrocede los eventos y le llega
todo como una iluminación floja.
No ha terminado de salir de su casa, no ha movido las
cajas y las maletas al camión de mudanzas, y ya su conducta se está transformando. Le viene como una reverberación aguda la imagen donde aprieta adrede el algodón
contra la pierna herida de su hija, y le invade el espanto.
No quiere que esas reacciones se le vuelvan naturales, ni
a ella ni a la niña. Pero un ruido apagado le dice a María
Elisa que Emily ha vuelto a tropezarse, esta vez con una
de las cajas, y no ha terminado de comprender la situación cuando ha llegado a su lado y le ha asestado dos
correazos, que no puede saber siquiera en qué partes del
cuerpo de su hija han atinado. Tampoco sabe dónde ha
conseguido la correa.
Emily sube corriendo hasta su cuarto. A María Elisa
le queda la niebla para ella sola. Se agacha, hundiéndose
en ella, hasta quedar acostada en el piso. Últimamente se
ha convertido en el único lugar en el que puede descansar. Anhela dormirse y amanecer en un mundo diferente,
donde pudiese quedarse inmóvil por la eternidad, tan solo
viendo las nubes.
Dos semanas atrás había recibido una llamada de su
madre. María Clara siempre había sido una mujer parsimoniosa, de un humor acuoso y grueso, pero esa mañana
le habló rápido, pues sabía que María Elisa podía colgarle
en cualquier momento. Le aseguró que le quedaban no
más de seis semanas de vida, y le pidió que se mudara con
ella, para compartir sus últimos días.
María Elisa sabía que su madre era hipocondríaca y
que sentía la necesidad continua de predecir su muerte,
191
que nunca llegaba. También sabía que el verdadero propósito detrás de esa petición era tenerla en casa el tiempo
suficiente para legarle aquella maldita mesa que María
Elisa había jurado no volver a mirar. Así que la ignoró y
colgó el teléfono.
Tres días después le llegó una carta donde su madre
le repetía el mensaje. La quemó hasta su última fibra.
Esa noche bajó la niebla a su casa por primera vez desde
que el invierno había empezado. A la mañana siguiente
Emily correteó entre los pasillos llenos de nubes bajas y
se fue a la escuela. María Elisa aprovechó la ausencia de
Emily para acostarse en el piso, quedándose dormida casi
al momento de apoyar la cabeza sobre el suelo. Al despertar, media hora más tarde, llamó a su madre por primera
vez en más de cinco años y le confirmó que se mudaría
con ella al final de la siguiente semana.
Cuando se levantó del suelo y subió a su habitación, el
calor le fue regresando de a poco al cuerpo, y ya no se sintió tan segura de lo que había hecho. En la tarde, cuando
el sol había disipado hasta el último rastro de la niebla,
pensó que había tomado la peor decisión de su vida.
Ahora, acostada de nuevo en el suelo, aun con todo el
frío invadiéndole el cuerpo, no puede dejar de pensar que
esa mudanza terminará de destruir el vínculo entre ella y
Emily, y acabará con sus vidas.
María Elisa se acaricia el vientre, rogando poder salir de
casa de su madre, poder regresar a su propia casa, antes
de que su nuevo hijo nazca. Aún faltan un par de semanas para sumar siete meses de embarazo, pero le aterra
la idea de un parto prematuro. No puede permitir que
192
María Clara le vea al menos una sola vez la cara. Su hijo
nunca la conocerá. Nunca permitirá que su madre le augure una muerte temprana. Al menos no una vez que estuviese vivo.
Emily baja las escaleras con los ojos hinchados por
haber llorado. Camina hasta la cocina, entra en los cuartos y no encuentra a su madre. Cree que se ha mudado
sin ella y comienza a llorar. María Elisa se despierta, pero
no está inmóvil viendo las nubes como había deseado.
Le cuesta volver a vigilia, aunque ha dormido menos de
cinco minutos. Cuando al fin entiende que lo que escucha es a su hija llorando, se levanta del suelo y su cuerpo
emerge de la bruma.
Se acerca a Emily, la abraza y le pide disculpas. Le
promete que no volverá a pasar que la trate con desprecio,
que no volverá a sentir rechazo por ella, que su vínculo
no va a separarse, que no dejará que el hastío y la culpa
llene la relación de las dos. Emily no entiende nada de
lo que su mamá dice, salvo que le pide disculpas. Le devuelve el abrazo, confundida, y le promete que ahora sí se
portará bien. Entonces es María Elisa quien no entiende
la promesa de su hija. Vuelven a abrazarse y el abrazo se
les hace polvo cuando suena la corneta del camión de
mudanzas, que ha encontrado la dirección de su casa, y
está parado enfrente.
Los faros antiniebla y las luces altas se introducen
por el estacionamiento, entran por la ventana de la casa y
transparentan la bruma. Se ven un par de cajas, un bolso,
una maleta y un triciclo. El resto del equipaje permanece
oculto entre la niebla. No hay más de 30 kilos entre cajas
y maletas, y María Elisa se pregunta qué absurda idea la
llevó a contratar un servicio de mudanzas para tan pocas
193
cosas, en vez de pagar un taxi o algún autobús con servicio
de encomiendas. De pronto, incluso, le parece que lleva
demasiado para un encuentro que espera sea lo más fugaz
posible. No se trata de que cuente con que la muerte de
su madre llegará en el plazo acordado o antes de él. Entiende perfectamente que toda esa idea no es más que el
producto de otro de sus delirios. Pero no se siente capaz
de esperar un tiempo mayor al que ya se ha propuesto,
y de no morir su madre igual estará fuera de esa casa en
menos de un mes. De no haber contratado aquel servicio,
habría encontrado una excusa mejor para no moverse de
casa ese día y probablemente ningún otro. Cierra los ojos,
lamentando el giro de sus decisiones, siempre dirigidas
por una fuerza interna de la que rara vez sentía tener dominio. La corneta vuelve a sonar y María Elisa aprieta los
ojos con más fuerza.
II
Menos de diez años han pasado desde la última vez que
María Elisa pisó la casa de su madre, y tiene la impresión de que toda la humedad del mundo ha ido a caer a
sus pisos de madera. Las tablas parecen paletas de helado
ensalivadas y mordidas, hasta el punto de haber quedado
como masas blandas y elásticas. Han dejado de crujir bajo
los pies y, al caminar sobre ellas, los zapatos resbalan sobre el moho acumulado. El papel tapiz de las paredes ha
perdido su diseño y ahora parece un maquillaje corrido
tras años de llanto débil pero sin consuelo, justo como se
imagina ella que ha sido el llanto de su madre durante
todos esos años de abandono autoinfligido. Justo como lo
fue el suyo durante todo el tiempo que vivió allí.
194
A diferencia de la casa de María Elisa, aquí el calor es
sofocante y todo parece siempre estar a punto de bullir,
y en la piel descubierta se siente un vapor húmedo y caliente que se mezcla con el sudor y se pega como grasa,
volviendo los días lentos y pesados.
Sin María Elisa trabajando todo el día para mantener
la casa viva, como antaño, y con su madre cada vez más
desorientada y desolada, aquel lugar se estaba cayendo a
pedazos. Ya no le extrañaba que su madre hablara de una
muerte próxima. Si no era María Clara la que moría, sería
la casa la que exhalaría su último aliento en cualquier
instante, dejando al que estuviera adentro aplastado por
una tonelada de basura podrida.
Cierra los ojos desde el umbral de la puerta y casi
puede ver a su mamá acostada encima de la mesa, abrazándola como si fuera los hijos que perdió, el esposo que
perdió, la vida que perdió, noche tras noche, envuelta en
un sopor que no le permite pasar más de dos horas despierta ni más de una dormida. María Elisa intenta jurarse
a sí misma que una vez muera su madre, incendiará la
mesa hasta sus cimientos. Es un juramento que ha empezado mil veces desde niña, pero siempre le ha faltado la
convicción para completarlo.
María Elisa finalmente cruza el umbral, con Emily tomada fuertemente de la mano. Su madre apenas las había
mirado al llegar y se había largado, con su paso lento, al
piso superior, evadiendo sus preguntas sobre la gestión de
la mudanza. María Elisa atraviesa el corto pasillo del recibidor, entra a la cocina y sale al comedor por la segunda
puerta. Allí se encuentra frente a frente con la mesa, intacta, como un sueño mórbido que regresa cada noche,
en medio de una casa que se doblega por la humedad y el
195
calor. Los miedos de María Elisa permanecen intactos, y
Emily, que siente el sudor y el temblor de las manos de su
madre, sube la mirada para encontrarse con sus ojos, y al
verlos rojos y húmedos, también teme.
III
Las primeras dos semanas las pasa limpiando la casa y
tratando de rescatarla de la humedad. No es una tarea
sencilla y ello le permite evitar lo más posible a María
Clara. Aunque también descuida a Emily, que se la pasa,
igual que su abuela, la mitad del día durmiendo, la otra
tratando de vencer el calor y el aburrimiento en una casa
donde correr no es una opción, y donde imaginar mundos mejores tampoco resulta posible.
La televisión no funciona muy bien y de cualquier
forma no tiene los canales que Emily suele mirar. La radio funciona perfectamente, pero es algo que la niña no
puede siquiera sospechar, pues aquella permanece guardada en un armario dentro del cuarto de María Clara,
quien tiene al menos unos tres años sin encenderla. Los
juguetes que se ha traído desde su casa han absorbido la
humedad en menos de una semana y ya Emily no siente
demasiadas ganas de utilizarlos. Por la mudanza han
dejado a medias el año escolar y María Elisa decide no
inscribirla en colegio alguno, para no sentir tentación de
quedarse más tiempo del que sea estrictamente necesario.
Después de dos semanas de trabajar en su limpieza y
reparación, la casa luce un poco más presentable y el olor
a humedad se ha disipado en buena medida. La madera
del piso sigue peligrosamente blanda, pero María Elisa
ha reforzado al menos los lugares más riesgosos. El calor,
196
sin embargo, sigue igual de fuerte y la humedad, ya lejos
de las paredes, se pega con más presteza a la piel. María Elisa debe bañarse al menos unas tres veces al día, y
aun así se acuesta sintiendo que su cuerpo es pega sólida.
Emily ha empezado a sentirse más en ambiente y ahora
se le ve dando trotes ligeros por la casa y jugando a atrapar
mariposas en el jardín. Todo, en aquel lugar, luce menos
deprimente que a su llegada. Pero el reparar y limpiar la
casa, el tener a Emily contenta un tercio del día, lo único
que consigue es volver más evidente el estado de abandono de María Clara.
Podía pasar hasta cuatro días con el mismo vestido,
acumulando sudores y malos olores sobre un cuerpo tan
delgado y pobre de fuerzas que ahora María Elisa empezaba a creer que su madre realmente tenía la muerte
cerca. Su rostro lucía demacrado y sus ojos miraban fatigada y lentamente las cosas, como si ya no quisieran volver
a mirar más nada jamás. María Elisa le servía la comida
tres veces al día, y tres veces al día apenas la probaba. Casi
no habían hablado desde que llegaron y eso extrañaba a
María Elisa.
Ella esperaba que su madre intentara venderle todos
sus delirios no bien hubiera puesto la primera maleta sobre su piso mohoso, pero la verdad es que María Clara
apenas las había saludado al llegar. Parecía haber olvidado
que su hija venía a vivir con ella y que traía consigo a su
única nieta, a quien no había conocido, y que en su vientre llevaba al que sería su nieto, a quien probablemente
no conocería, si sus cálculos sobre lo que le quedaba de
vida eran correctos. Cuando el camión de la mudanza
se había marchado de la casa y María Elisa terminado
de arreglar sus cajas y maletas en la que antes fuera su
197
habitación, fue al cuarto de su madre esperando encontrarla en disposición para convencerla de cualquier cosa.
No la encontró y bajó las escaleras, sólo para descubrirla
durmiendo encima de la mesa, con un pie y un brazo
sobre ella y los otros colgando en el piso. A lo largo de los
siguientes días María Clara llegó a dormir sobre su propia
cama apenas un puñado de veces. El resto del tiempo se
le veía sobre la mesa, primero orando y luego completamente dormida con los labios pegados a la madera y los
músculos tensos en un intento de no soltarla.
Llevan dos semanas en aquel lugar y Emily ha tenido
el tiempo suficiente de observar a su abuela. Esa noche
le pregunta a su madre por qué la abuela nunca le dirige
la palabra y en cambio siempre habla con la mesa hasta
quedarse dormida. Por qué nunca la besa a ella, pero sí
a la mesa. Por qué no la dejan usar la mesa para dibujar,
por qué nadie come sobre la mesa, por qué la abuela llora
sobre la mesa todo el día y luego camina triste y callada
por la casa.
María Elisa siente el temor subirle a la garganta, tal
como si de nuevo fuera una niña. Se atraganta en un intento de improvisar justificaciones falsas para la abuela.
No logra decir nada coherente y se muerde la lengua para
no decir lo que sucede en realidad. Piensa en el daño que
le haría a Emily saber sobre el linaje de mujeres obsesionadas con aquella mesa que le corría por la sangre.
Cientos de mujeres habían custodiado aquella mesa
si María Clara decía la verdad. Cientos de mujeres se habían legado entre sí aquella mesa a través de una línea
estrictamente matriarcal, porque todos los hombres que
acompañaban a esas mujeres tenían como destino inevitable la muerte, que debía ser, por demás, trágica y dolo198
rosa. Era parte de la maldición de aquella mesa, aunque
usar esa palabra se considerase herético para cualquiera
de ellas. Todas las mujeres sabían que el legado de aquella
mesa era una bendición, muy a pesar de las muertes que
la rodeaban.
La razón era sencilla. La primera mujer que tuvo
en su poder aquella mesa había sido María, la madre de
Cristo, pues precisamente había sido Jesucristo quien había tallado el olmo gris de donde la mesa salió. María
Elisa había escuchado esa historia un centenar de veces
y todavía no sabía qué pensar sobre ella. Nunca conoció
a su padre, pues murió poco antes de que ella naciera
y nunca conoció a ninguno de sus tres hermanos, pues
todos murieron también muchos años antes de su nacimiento. Cuatro hombres de su pasada familia habían
muerto de forma atroz por factores que ella siempre quiso
pensar fortuitos, por factores que ella siempre se negó a
creer que tenían que ver con ese pedazo viejo de madera.
Pero ahora también su esposo estaba muerto y ella llevaba
en su vientre a un varón, y la acosaban las ideas de que el
embrujo de la mesa fuera real, y no pudiera verlo crecer
sano y feliz, o cuando menos enfermo y triste.
En medio de esas reminiscencias, de esas dudas y
augurios, María Elisa rompe a llorar, muy suavemente,
conteniendo la respiración, abriendo de más los ojos, la
sonrisa, para fingir que nada pasa, tratando de ocultar de
los ojos de Emily el terror que la congela. Su hija, sin
embargo, entiende que no es buena idea preguntar por
la abuela o por aquella mesa, y deja a su madre sola, para
que llore sin sentir vergüenza. Se va a correr al pasillo que
lleva al recibidor, uno de los pocos espacios que todavía
no parecen estar a un mal paso de derrumbarse.
199
El corazón de María Elisa, en cambio, está absolutamente derrumbado. Con los ojos llenos de lágrimas, y sin
darse demasiada cuenta, toma una de las sillas de la mesa,
se sienta y empieza a orar.
IV
Esa noche, María Elisa sueña que es una niña nuevamente y que su padre, del que no guarda ningún recuerdo,
aún está vivo. El hombre que debía de ser su padre luce
idéntico a Jesucristo y María Elisa lo ve tallando un olmo
gruesísimo para hacer una mesa. La niebla cubre toda la
casa y un frío inusitado se siente en las paredes, cuyo papel tapiz ha vuelto a mostrar su diseño original.
María Elisa le pregunta a su padre si todas las historias
que su mamá le ha contado sobre aquella mesa son ciertas. Su padre se quita la franela, llena de aserrín y sudor,
y en su pecho se ven veinte agujeros de bala. Metiendo el
dedo en uno de ellos le pregunta si a ella le parece que
eso luce como un simple cuento o como algo real. María
Elisa no puede evitar llorar. Se lanza al piso boca abajo
para ocultarse en la niebla y en el fondo escucha a su padre y a su madre discutir. El sonido le llega como un hilo
desgastado y tiene que poner todo su empeño en descifrar
los susurros.
María Clara le reclama a su padre no tener fe suficiente para la encomienda que le fue puesta. El hombre
se queja diciendo que a él le ha tocado la parte más difícil.
Seguir viviendo en esa familia, a sabiendas de que le esperaba una muerte dolorosa, era una muestra de su absoluta
entrega, pero creía que ya tenían demasiado con dos hijos
varones muertos como para intentar concebir otro.
200
María Clara le recuerda que no pueden parar hasta
no tener una mujer. El mensaje es claro. Cada mujer legará la mesa a su primera hija, hasta que alguna de ellas
dé a luz al varón donde el alma de Cristo volverá a nacer
para la salvación de la humanidad. Mientras no nazca un
varón lo suficientemente puro, todos los hombres que rodeen esa mesa deben morir, dolorosamente, como Cristo.
Si no intentan tener un nuevo hijo, si no se aseguran de
tener una niña, la cadena se romperá y el mundo estaría
condenado.
El padre le grita, desesperado, que no pretende arriesgarse a que ella vuelva a quedar embarazada de un varón
y ver cómo muere a los pocos años. Le muestra sus heridas
de bala y le pregunta si eso es lo que quiere para sus hijos.
María Clara vuelve a recriminarle su falta de fe, y María
Elisa no lo soporta más. Se levanta del suelo exigiéndoles
a ambos que se callen, para encontrarse en el medio de
su propia casa, sin ninguno de sus padres presentes. Al
fondo, en dirección a la cocina, ve al feto, su futuro hijo,
clavado en una cruz, con la cabeza coronada de espinas.
María Elisa se despierta atragantada con su propia saliva.
Tarda más de un minuto en darse cuenta de que se ha
quedado dormida sobre la mesa.
Va a la cocina con el corazón acelerado para buscar
algo con qué secar la saliva que ha dejado caer sobre la
tabla de la mesa. Piensa en lo que le haría su madre si
sabe que la ha ensuciado y empieza a temblar. Su cuerpo
sigue hundido a medias en el sopor y de pronto recuerda
lo que ha soñado.
Se toca el vientre y encuentra a su bebé todavía allí,
descansando tranquilamente. De pronto se siente estúpida. Nada la obliga a limpiar aquella mesa. Ya no es una
201
niña y no tiene por qué seguir las órdenes de su mamá,
ni mucho menos creer sus historias. Cuando salió de esa
casa, casi diez años atrás, lo hizo con la convicción de
borrar todas sus antiguas creencias.
Roberto, su esposo, había aparecido allí una tarde.
María Elisa estaba cerca de sus treinta años y ya había perdido toda esperanza de formar una pareja, y se resignaba
a morir sin salir de aquel lugar. Roberto era ingeniero,
pero los fines de semana caminaba junto a sus hermanos
mormones, tocando puerta por puerta, en búsqueda de
algún alma con ánimos de escuchar su mensaje. María
Elisa estaba tan urgida de creer en cualquier cosa diferente que no opuso la menor resistencia. Tras dos años de
una relación tensa por el control que María Clara todavía
ejercía sobre su hija, María Elisa y Roberto se casan y se
van a vivir juntos a un estado diferente. Dos años después
conciben a Emily, y a poco más de seis años de su nacimiento, conciben al bebé que ahora María Elisa lleva en
su vientre. Cuatro meses más tarde Roberto muere calcinado por una fuga de vapor de una caldera que reparaba.
María Elisa decide, en ese momento, que no creerá nada
nunca más.
Ahora, de pie frente a los estantes de la cocina, con la
mano sobre el vientre, siente un soplo de esperanza y recuerda su convicción. No le importa si su saliva destruye
aquella mesa. Tampoco le importa si la hace sobrevivir
cuatro siglos más. No necesita destruir algo en lo que no
cree. Tampoco necesita protegerlo. Se siente estúpida por
la ansiedad que ha mostrado todos esos días. Se siente
estúpida por haber orado esa noche, después de tanto
tiempo sin hacerlo. Se siente estúpida por las pesadillas
que le propina su cerebro. Pero sabe que no es más que el
202
efecto de una mala administración emocional, y no va a
permitir que eso la continúe dominando.
Sube a su habitación y encuentra a Emily dormida en
su cama. Se agacha para cambiarla a la de ella, pero se detiene y prefiere acostarse a su lado. No tarda en quedarse
dormida y el resto de la noche termina sin soñar en nada.
Se levanta convencida de que todo estará mejor.
V
María Elisa había olvidado por completo que tres días
atrás tenía una cita programada con su obstetra para el
seguimiento de su embarazo. Es la primera mañana que
se despierta con un humor sanguíneo y ello le permite
olvidarse por un momento del moho, la madera del piso y
el grado de deterioro de su madre. En ese estado flotante
de tranquilidad recuerda la cita y llama para disculparse
y reprogramar otra. La doctora le dice que ese mismo día
puede atenderla si llega a mediados de tarde.
Llegar a su clínica, a la ciudad donde María Elisa ha
vivido los últimos años, toma unas tres horas, de modo
que acepta. No bien ha colgado la llamada con la doctora, se comunica con una línea de taxis para que vengan
por ella al mediodía.
Emily está jugando con una muñeca algo llena de humedad cuando llega su madre para informarle del viaje
que tendrán ese día. La niña se niega. No quiere ir y María Elisa no puede entender por qué, pues desde que llegaron a ese sitio Emily no ha hecho más que preguntarle
cuándo regresan a casa. María Elisa le recalca que no es
algo opcional y Emily vuelve a negarse, ahora con más
intensidad, y sube corriendo a su cuarto. María Elisa va
203
detrás de ella y se encuentra con su madre en el pasillo
que da a las habitaciones.
María Clara le dice que puede cuidar de su nieta
mientras ella va a la clínica. María Elisa se ríe y le recuerda que desde su llegada ni siquiera ha mirado a
Emily. Le asegura que no la dejará a su cargo y abre la
puerta del cuarto donde ha entrado la niña, pero ahora
se ha desconcentrado. Tiene la mente dividida entre la
confusión de por qué su hija se niega a viajar con ella y la
indignación de que su madre le ofrezca ayuda después de
dos semanas sin intercambiar más que las palabras necesarias. Emily ha escuchado la conversación y le pide a su
madre quedarse con su abuela.
El resto de confusión de María Elisa se torna también
en indignación y siente que su hija la traiciona al pedirle
algo como eso. Sin reflexionar un solo segundo, toma su
cartera, sale del cuarto, baja las escaleras, sale de la casa y
camina dos cuadras hasta encontrarse con un taxi, al que
le da la dirección de la clínica. Toma camino, más de dos
horas antes de lo planificado, a la ciudad de donde no
debió salir.
El viaje se hace rápido y María Elisa llega a la hora
del almuerzo. Come algo en el cafetín, pero ahora que
está en ese lugar no puede dejar de pensar en su casa,
que ha estado vacía las últimas semanas. Sabe que todavía
cuenta con cuatro horas antes de que sea el momento de
su consulta, así que decide ir a casa. Si pasa antes por un
supermercado, allí podría cocinar algo más nutritivo que
lo que ha encontrado en el cafetín. También podría descansar un poco y regresar a tiempo a la clínica.
Una vez que llega a casa, siente el frío acumulado
y, aunque no hay rastros de niebla en ninguna parte, se
204
acuesta en el piso para relajarse e inmediatamente se
queda dormida. Cuando despierta, llueve a cántaros y
todo está oscuro. Mira su reloj y nota que han pasado dos
horas desde la medianoche. El primer pensamiento que
le cruza por la mente es Emily y teme por lo que le puede
haber pasado estando al cuidado de su madre. Se le hace
un nudo en el estómago y toma el teléfono para llamar
un taxi, que diez minutos más tarde está parado frente a
la puerta de su casa. Llega a donde su mamá cuando ya el
día está empezando a aclarar.
Tiene la boca seca, el hambre la retuerce y todas esas
sensaciones vienen a unirse a un terror de encontrar a su
hija muerta por inanición o desangrada por alguna estaca
de madera del piso clavada en su abdomen. Cruza el pasillo del recibidor, entra en la cocina por la primera puerta
y sale por la segunda para quedar de frente al comedor.
Allí encuentra a su hija, dormida sobre la mesa, y a su
madre dormida sobre una silla junto a ella. María Elisa
empieza a respirar muy agitada y siente un grito atorado
en el cuello, que no logra sacar.
Se acerca a María Clara y la bate fuertemente por los
hombros sin decir palabra alguna. Su madre se despierta
sobresaltada y María Elisa le señala a su hija dormida sobre la mesa, mientras le hace ademanes recriminatorios.
No quiere despertar a su hija, pero sabe que si intenta
confrontar a su madre terminará gritando en algún momento. En silencio, le da la espalda a su mamá y empieza
a cargar a Emily para llevarla a su cama. Cuando por fin
logra levantarla por completo, Emily abre los ojos. Se
aprieta con fuerza a los hombros de su mamá, dispuesta
a dormirse de nuevo, cuando termina de notar que es
su madre quien la lleva en brazos, y va volviendo poco
205
a poco a la conciencia. Al despertarse, mira a los lados y
sus ojos se tropiezan con los de su abuela y luego con la
mesa. Apenas la mira, Emily empieza a llorar desconsoladamente y su pecho se contrae y dilata rápidamente,
mientras respira sin control y señala asustada la mesa,
como si la viera incendiarse.
María Elisa trata de consolarla al tiempo que la interroga, pero Emily no puede pronunciar nada inteligible ahora que el llanto ha arreciado. María Clara mira a
su hija y a su nieta con el ceño fruncido y le confiesa a
María Elisa, en pocas palabras, que el llanto de Emily se
debe a que, en su ausencia, ella le contó toda la verdad
sobre la mesa. Le había dicho que su padre, su abuelos,
sus tíos habían muerto por el designio de la mesa, de la
misma forma que el hermano que su madre llevaba en
el vientre lo haría. No escatimó en detalles y cuando el
temor de Emily se manifestó en forma de llanto, María
Clara no encontró otra manera de calmarla que enseñándole a orar sobre la mesa. Después de más de una hora
de llanto Emily se había quedado dormida acostada sobre
ella hasta el momento en que su madre la levantó de allí.
María Clara se afirma a sí misma que ha hecho lo
correcto y que lo volvería a hacer de ser necesario. María
Elisa siente ganas de obligarla a masticar la mesa, pero en
ese momento el llanto de su hija ocupa la mayor parte de
su atención. Se lleva a Emily al piso superior y allí trata de
calmarla sin demasiado éxito. Lo último que se le ocurre
es decirle que aquella mesa no las lastimará, porque ese
mismo día la volverían trizas.
María Elisa deja a Emily cambiándose de ropa en su
cuarto y baja para encontrar a su madre orando sobre la
mesa. Con la voz baja, pero con ademanes de grito, la
206
insulta y le jura que en ese mismo momento saldrá con
Emily a una ferretería para comprar un hacha o cualquier
cosa con la que puedan volver pedazos aquella mesa y
así acabar con su maldición de una vez por todas. María
Clara le ruega que se detenga, que piense bien las cosas,
pero María Elisa está decidida. Una vez su hija se ha vestido, sale con ella a la calle. La certeza de que destruirán
la mesa juntas la tiene en tensa calma, pero Emily no deja
de preguntarle, cada cinco minutos, alguna nueva cosa
sobre el maleficio de aquella mesa. María Elisa le jura
que una vez la destruyan, su hermano vivirá para siempre
y ella no deberá temer nada.
Dos horas más tarde regresan a la casa con un serrucho, una segueta, un hacha, keroseno, encendedores,
dispuestas a tomar el asunto en sus manos. Al cruzar la
segunda puerta de la cocina encuentran a María Clara
muerta sobre la mesa.
VI
Es la noche después del entierro y la última que pasarán
María Elisa y Emily en ese lugar. Ya tienen sus cajas y
maletas recogidas para regresar a su hogar y a la mañana
siguiente sólo les queda esperar el camión de la mudanza.
María Elisa deberá volver un par de veces más a aquel
lugar para gestionar todos los trámites sucesorales y vender la casa de su mamá. Una vez cumpla con todos los
procedimientos, podrá olvidarse para siempre de ese sitio.
Espera tener la voluntad para deshacerse de la mesa antes
de que llegue ese último día. Pero no se engaña. Probablemente termine contratando a alguien para destruirla,
o la regale a cualquier incauto.
207
Han sido agotadores los últimos días y Emily los ha
sobrellevado con una inusitada madurez. María Elisa la
lleva a su habitación y la deja sobre su cama. Cuando ve
que se ha dormido, baja al comedor.
Se sienta en una de las sillas y trata de rehacer los
eventos de los últimos días. No deja de pensar que su madre ha muerto a voluntad para llenarla de culpa y hacerle
más dura su tarea de acabar con el legado de sus delirios.
Pero sabe que no es posible detener el cuerpo a voluntad
y entonces siente que no aprovechó esos últimos días para
propiciar una reconciliación. Ahora ella es mucho más
madura emocional e intelectualmente de lo que era antes
de irse a vivir con Roberto. Pudo haber usado esos años
de aprendizaje para convencer a su madre de abandonar
sus ideas, por lo menos antes de morir, pero no lo intentó
siquiera.
Todos los caminos la llevan a la culpabilidad. Se le
aguan los ojos, pero María Elisa los enjuga antes de que
puedan derramarse. No quiere llorar más pensando en
su madre y no quiere continuar con los mismos círculos
viciosos ahora que ha muerto.
Entra al lavandero y saca de allí el hacha que había
comprado días atrás. Se dirige con convicción a la mesa,
dispuesta a sacarla para siempre de su vida. Ya frente a
ella levanta el hacha lo más que puede y la deja caer sobre la tabla en un solo y certero golpe, que suena como
un disparo ahogado por la distancia. Le sobreviene una
fuerte taquicardia al ver el hacha clavada sobre la mesa
y se siente en medio de un sueño. Cientos de recuerdos
pasan frente a sus ojos y no puede contenerlos ni entenderlos. Cae arrodillada al piso, llorando y, desde allí, trata
de sacar el hacha de la madera.
208
Se levanta y pasa la mano sobre la herida en la mesa,
como si la acariciara. Se acuesta de medio lado sobre la
mesa, y con los ojos nublados por las lágrimas empieza a
golpearse el vientre con todas sus fuerzas, una y otra vez,
una y otra vez. A medio camino de las escaleras, Emily,
enfundada en sus piyamas, la mira sin poder moverse.
209
La muerte elocuente
Yorman Alirio Vera
H
ace algún tiempo, a propósito de una película de
Adrianne Binoche, mi amigo Alberto me contó una
historia que a mí me pareció increíble: según él, en un
pueblo de Estados Unidos –en un pueblo de Illinois,
creo–, todas las noches, al proyectar la película Una
muerte elocuente, de Adrianne Binoche, alguien moría.
–Pero eso no es todo –dijo Alberto, ya más misterioso–:
hace dos noches esa película se estrenó aquí, en esta ciudad, y cada noche ha habido por lo menos un muerto en
la sala.
Alberto es mi amigo: es blanco, delgadito y bastante
silencioso; es un amigo normal, como cualquiera, amén
de ser un gran entusiasta de todo lo que se pueda relacionar con la muerte, lo cual es, a la larga, la única cosa
en que sobresale y tal vez lo que más nos une: desde su
colección de clásicos del cine B hasta su pinacoteca de
cadáveres, o ese libro de Raymond Moody, Vida después
de la vida, que llevaba a cualquier parte hasta que se puso
amarillo y mohoso, y hubo que botarlo, y desde luego ese
mal hábito de caminar por las tardes en el cementerio
municipal, hábito que yo, muy a mi pesar, le he heredado
y no puedo quitarme, todo lo que recuerdo de él es la insistencia, acaso prematura, con el tema de la muerte.
Por supuesto, al principio no le presté mayor atención.
Pero conociéndolo supuse que sus fuentes eran lo suficientemente confiables, y movidos un poco por la curiosidad nos dirigimos al cine Pirineos para ver qué pasaba.
De camino al cine –fuimos a pie; yo llevaba entre los
labios un palillo de chupeta y él un cigarrillo, y la brisa
nocturna acariciaba nuestro cabello–, me fue refiriendo
más detalles al respecto: para empezar, este no era un hecho fortuito, sino que en cada proyección, al llegar a la
escena en que Adrianne Binoche se dirige por el pasillo
hacia la habitación de su marido al cual, por supuesto, va
a matar, se producía la misteriosa muerte en la sala.
Entre adolescentes impúdicos y colinas más o menos
disimuladas llegamos al cine, y tras 20 minutos de espera
pudimos entrar en la sala. En general, la película no difería mucho de sus otros éxitos de taquilla: ella, una mujer frágil pero interesante, delgada de mejillas y enjuta de
costillas, era poseída por un hombre de pasado trágico;
este hombre, por supuesto, no la amaba, pero veía en
ella una especie de válvula contra los afanes de la vejez
y la mediocridad. Aproximadamente a la mitad del film,
Adrianne Binoche comienza a hacerse preguntas que versan más o menos sobre el futuro, sobre su propio futuro
quiero decir, y ahí es cuando nos damos cuenta –ella y
nosotros– de que el hombre no es el indicado, y ella, tan
atrapada como está en la historia, busca salir dándole aire
212
a su propia vida –aunque no me guste esta expresión-, a
través de la muerte de su marido.
Al entrar, aunque Alberto y yo estábamos más o menos advertidos sobre lo que nos esperaba, nos ubicamos
en la mitad de la sala para poder apreciar todo mejor. En
el minuto cuarenta, cuando ocurre la escena ya referida,
y justo en el momento en que Adrianne Binoche recorre el pasillo hacia la habitación de su marido, un grito
retumbó en la sala, y nos quedamos por un segundo buscando con la mirada, con los ojos y hasta con las manos el
lugar de donde venía. Entonces la cinta del celuloide se
detuvo, y tras unos quince segundos de total oscuridad las
luces se encendieron y, junto a nosotros, a unos escasos
seis puestos, veíamos el cadáver de una muchacha con el
rostro marcado por una mueca de horror. La muchacha
era muy blanca, y recuerdo ahora que era muy bella, debía de tener alrededor de veinte años; a sus pies su compañero –¿su novio?– luchaba por revivirla dándole ligeros
golpes en las mejillas.
Si bien el hecho nos distrajo –Alberto y yo nos miramos varias veces, y nuestros ojos iban de la pareja a la
pantalla en gris, y de la pantalla hacia el resto del público,
y así…–, a los dos minutos volvieron a apagar las luces de
la sala y la función prosiguió hasta el final sin mayores
contratiempos, aunque el llanto del muchacho, que aún
no lograba revivir a su compañera –no lo logró–, resultó
una fuerte distracción y nunca pude entender muy bien
si Adrianne Binoche había matado a su marido, o si sólo
se trataba de un mal sueño que tuvo producto del exceso
de narcóticos y antidepresivos –cabe la posibilidad de que
hubiese consumido algún alucinógeno, aunque esto no
se explica, más bien se infiere–. Tampoco recuerdo muy
213
bien qué pasó con el cadáver de la muchacha; creo que
esperaron a desocupar la sala para sacarla en una camilla.
Para no dejar cabos sueltos, y porque apenas era lunes y la luna se nos pintaba pura y hermosa, y la semana
larga y agotadora, resolvimos regresar al cine la noche
siguiente. La muerte de la muchacha, pese a lo que se
pueda esperar, no despertó mayor interés: el diario más
importante de la ciudad –en realidad, el único más o menos leído–, sólo le dedicó tres párrafos y un titular mediocre: “Tercer cadáver en el Pirineos durante Una muerte
elocuente”. A mí todo el asunto de los cadáveres me recordaba a esos viejos cuentos de Raymond Carver que lo
dejan a uno con un nudo en la garganta, un nudo flojo
que se va estrechando a medida que se repasan y repasan,
y se lo comenté a Alberto quien asintió, e inmersos en
esas consideraciones nos metimos entre empujones y pellizcos a la sala cuando ya las luces habían sido apagadas.
Aquella noche la víctima fue un cajero de banco, un
joven cajero de banco, un triste aspirante a burócrata que
quizá fue esa noche más atraído por las extrañas muertes
que por la filmografía de Binoche. Para rematar, había
llevado a su novia convenciéndola de que sería interesante presenciar una muerte tan escabrosa. Murió tras
un grito leve, casi un quejido, y por suerte su novia tenía
la particularidad –alegre particularidad– de llorar como
hacia dentro, todo lo cual nos dejó concentrarnos en la
película, y esta vez pude entender que Adrianne Binoche mata a su marido pero que este, hasta el final de la
historia, continúa apareciendo en pantalla a través de sus
recuerdos, aunque ahora no estoy muy seguro de esto último. Todo el asunto se empezaba a poner bastante lacrimoso y confuso en mi cabeza.
214
Con el cajero de banco ya eran cuatro las muertes:
todos jóvenes y en circunstancias tan iguales que no vale
la pena narrarlas. Tras la muerte del cajero, la prensa dejó
de publicar más noticias sobre los sucesos del Pirineos –o
los sucesos de Una muerte elocuente, si lo prefieren–, y
en su lugar comenzaron a aparecer publicidades enfermizas de perfumes, de detergentes, de zapatos; de celulares
pre y pospago, de cantinas, supermercados y licores… Y
las muertes se siguieron prolongando día tras día sin que
el asunto pasara de algunos comentarios indignados en
las calles o en la radio, o de los recortes de periódico con
la noticia de los primeros muertos que el gerente del cine
había mandado a colocar a la entrada de la sala a modo
de advertencia.
Hasta este punto la historia, con algunas salvedades,
es una simple tragedia de pueblo. La situación no habría
cambiado de no haber sido porque a los quince días de
haberse estrenado la película, es decir, más de treinta
muertes después –Alberto y yo asistimos a todas las funciones y habíamos visto a todos los muertos–, la víctima
fue el sobrino del alcalde de la ciudad. El muchacho,
un valenciano morenito que debía de tener unos veinte
o veintidós años, murió con los ojos cerrados y el ceño
fruncido, apretando contra su pecho la caja de las cotufas.
Yo ya me lo había conseguido en algún bar o en alguna
plaza, pero salvo un evidente gusto por la cerveza Pilsen
y por las pelirrojas –que es tan general como decir, “gusto
a no sentir dolor” o “aversión al holocausto”–, no teníamos lazos en común, y su muerte me dejó tan indiferente
como la del cajero, o la del padre de familia que trabajaba
medio turno en la Cantv, y que fue la muerte nueve o la
diecinueve –todas tan iguales, todas tan insignificantes–.
215
Esa noche, sin embargo, hubo un gran alboroto, y
vino la Guardia y se llevó a un estudiante de Letras porque comenzó a cantar arengas contra el sistema judicial,
contra el sistema de seguridad, contra el sistema educativo –plagios, al decir verdad, de frases de Bob Dylan y
Jaime Garzón–, y algunos ya estaban amenazando con
quemar el cine si no se saldaba la deuda con la juventud
sancristobalense, cuando el alcalde en persona llegó al
cine, y a través de un megáfono y media docena de micrófonos anunció la clausura definitiva del Pirineos.
Pero “definitiva” es una palabra maleable, débil por
demás, de esas que algún filólogo diría que representan
una realidad bastante abstracta, lo cual hizo que nadie
pensara mal del alcalde cuando una semana después el
cine reabría sus puertas. Reabría sus puertas sin mayores
modificaciones: aún danzaba en el cielo raso el horrible
olor apretujado de las cotufas, los mismos carteles pálidos de viejas funciones –muchas ni siquiera se habían estrenado allí–. Una muerte elocuente aún se proyectaba,
pero había sido eliminada de su función de las 4:30 y de
las 7:00, y ahora sólo se proyectaba, dándole al asunto un
aire clandestino, a las 9:30.
El alboroto del alcalde no había surtido mayor efecto:
salvo unos cuantos curiosos a los que consiguió ahuyentar, la misma clientela fanática y morbosa –Alberto, yo
y algunos desocupados más– seguía asistiendo. El cine,
además, cayó en su letargo de siempre. Las caras de los
empleados, en su ir y venir de todos los días, eran cada vez
más borrosas, y uno aprovechaba los silencios de la proyección, los descuidos, para salir al bar El Chiclote por
cervezas, por ron, por hamburguesas, por cigarrillos de
tabaco y marihuana –estos últimos se los comprábamos a
216
un empleado de mantenimiento en el baño del bar, media hora antes de iniciar la película–, que se encendían
en mitad de la proyección sin que nadie protestara. El
cine era, por entonces y hasta siempre, nuestro hogar, y
supimos acomodarnos en él, matando las horas muertas
a la espera de una nueva muerte, a ver a quién sacarían
ahora de la función.
Ahora no estoy muy seguro de si el marido de Adrianne
Binoche muere, o si sólo muere en un sueño y reaparece
en otro. Tampoco sé si su personaje es real, o si sólo es una
invención de la mente atolondrada de su marido –que, para
fines prácticos, no sería su marido– por haber matado a sus
hijos –a sus hipotéticos hijos, en todo caso–. La confusión,
si es que hay tal, no es casual: una noche regresando del
bar, donde habíamos tenido una pelea con un supuesto
policía –Alberto decía que sí, que sí era policía, mientras
yo sostenía que todo lo contrario, aunque para el caso da
lo mismo– a causa de una quemadura de cigarrillo en su
pantalón, de la cual me acusaba con insultos. Yo había
entrado a la sala dando pasos tan largos y furiosos que se
me cayó un cigarrillo en mitad del pasillo. Mientras yo lo
buscaba en una actitud que recuerda al llamado de apareamiento de ciertos primates o marsupiales, Alberto proseguía a ocupar su asiento en nuestro lugar de siempre.
Cuando uno ve una película ininterrumpidamente alrededor de cuarenta veces, tiende a retener algunos detalles
y a borrar otros, o al revés, logra conseguir incongruencias
entre una función y otra. Es así, pues, que al levantar mis
ojos hacia la pantalla advertí un detalle que hasta entonces no había notado: en la escena de la muerte –los gritos
apenas me inmutaban ahora–, cuando Adrianne Binoche
camina por el pasillo, sus anulares en ambas manos se
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borraban. A un observador poco avisado esto le parecerá
un detalle intrascendente, pero bien visto era una evidencia de la naturaleza irreal de la escena: si no hay dedo
no hay anillo, y si no hay anillo no está casada –según es
tradición–, y tal vez ella no exista o su marido no exista,
y la escena no sea más que un producto onírico. Todo un
universo de posibilidades se abrió en mi cabeza. Todo un
caleidoscopio de pistas dejadas para mí por alguien –el
director, Adrianne Binoche, algún pésimo director de fotografía…–, para que yo adivinara su sentido oculto.
Al salir, de camino al bar, le conté todo esto a Alberto
quien –ceño fruncido, manos en los bolsillos, cigarrillo a
medio encender, mirada al suelo, pateando la misma lata
de cerveza durante casi tres cuadras, volteando la vista apenas para cruzar la calle– no se mostró muy convencido:
–¿Y si fuera –dijo– un error de proyección? O más
bien un error en sus lentes, porque eso de que se le borran
los dedos no me lo creo del todo.
Decidí que Alberto tenía razón; luego decidí que tal
vez yo tenía razón, pero en todo caso eso no demostraba
nada, ni sobre el sentido de la película, ni sobre el porqué de las muertes –aunque este asunto cada vez me importaba menos–; luego decidí que ninguno tenía razón, y
que la única manera de saber si lo que vi era cierto o no
era viendo la película de nuevo, aunque en el fondo ya no
tenía muchas ganas de volver. Esa noche soñé que moría,
y al despertar me di cuenta de que, para ser honestos, lo
que pasaba era que comenzaba a sentir miedo.
Así que no sé por qué volvimos, pero volvimos.
Esa tarde yo había estado dándole más y más vueltas al asunto, y a la ciudad también: caminé toda la Ca-
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rabobo hasta llegar al tanque de guerra; torcí hacia Barrio
Obrero, torcí mis pasos, torcí las muertes en mi cabeza,
y recorrí tres veces la misma manzana para marearme un
poco, hasta que comenzó a hacerse de noche. A las 6:30
me metí a un bar –un bar llamado El jarrón de Baviera–,
y desde ahí llamé a Alberto: quedé con él en conseguirnos a las 8:30 en El Chiclote, frente al cine, y comencé
a pedir cervezas para mí y para una muchacha morenita
que se me unió al poco rato de haber entrado. La muchacha, según recuerdo, era de Colombia, malagueña, y
solo estaba de paso por la ciudad, y estuvimos hablando
y jugando con la vieja rockola. “Pon Caminito, pon Piel
canela, pon…”, hasta que se me hizo la hora del cine.
–Bueno, preciosa, aquí nos separamos, me voy al cine.
Se rió muy fuerte –al principio no supe si por la cerveza o por lo que dije–, y tras recuperarse, dijo:
–O sea que vos ya no vuelves. Bueno, chau muñeco,
fue un placer.
Pero como vio mi cara, mi triste cara de susto, o de
niño, o de bobo, me consoló:
–Bueno, yo lo digo por eso de que cada noche alguien
se muere en ese cine… Pero igual, no hay que ser tan
pesimistas: quién dice que entre tanta gente justo a vos te
va a tocar.
Hasta entonces no había considerado mi muerte
como una posibilidad, al menos no como una posibilidad próxima, tangible. No me resultó muy difícil hacer
el cálculo: a mayor gente, menor probabilidad –probabilidad matemática, al menos– de morir en la sala. Poco a
poco la niebla se fue haciendo menos espesa en mi cabeza,
y pude recordar que a partir de la muerte del sobrino del
219
alcalde la sala estaba cada vez más vacía, y que de los asiduos de antes sólo quedábamos Alberto y yo. ¡Mi muerte
como una probabilidad aritmética de primaria, y yo sin
notarlo!
Salí del bar a la calle y me quedé un rato parado en
la acera, atontado todavía un poco por las cervezas y por
la música estridente de la rockola. Me froté un poco los
ojos para desembarazarme de todo aquello y en un momento volví la vista adentro: la muchacha, que hacía un
rato se reía conmigo ahora se reía con otro: “Y después
se reirá con otro, y luego otro y así…”, pensé. Mi muerte
podría ocurrir esta misma noche y ella reiría, con este
o con otro; pensé: “Tanta muerte me está volviendo un
sentimental”. Pero yo ya no estaba en eso: mis pasos, mis
pies habían comenzado a alejarme de todo aquello, lo
cual fue un gran alivio, y comencé a caminar, cada vez
más lejos de la risa y de la música, hasta que me encontré
en un punto lo suficientemente alejado para comenzar a
pensar, a tomar una determinación: “¿Y si no voy? Después de todo, ¿qué sino el ocio me obliga a meterme en
esa sala inmunda cada noche? Como experiencia estuvo
bien. Ni Alberto ni nadie me obligan. Ya soy grande”, me
dije, y repitiéndome esto una, dos, tres, cuatro veces en
mi cabeza, recorrí las seis cuadras que me separaban de
El Chiclote, frente al cine, y me senté a esperar a Alberto,
aún sin ninguna determinación en la cabeza.
De lo que pasó entonces retengo detalles, pero pocos
y muy confusos: recuerdo un fuerte temblor que corría
desde mis rodillas hasta una parte interna de mi cuello
de donde deduzco que nacen todos mis nervios; sudor en
manos y pies; el escote de una mujer o de una niña muy
220
alta; después una bruma y después me recuerdo entrando
al cine con Alberto. Finalmente una puerta cerrándose
tras de mí y a mí mismo, rodeado de sombras, buscando
un asiento. Entonces comenzó la película:
En la primera escena dos niños juegan sentados sobre la grama en un jardín, mientras su madre los observa
desde una ventana, en una cocina. El día es gris. Después
entra un hombre, esposo y padre: surge entre este y su
esposa una conversación amarga, más no violenta, que
poco a poco se va apagando. Cae la noche. El lecho nupcial es, a todas luces, un martirio. Días iguales se suceden,
y la neblina, de páramo o bosque, los mimetiza. Crece el
rencor, al menos en Binoche. Todo el tiempo el terror fue
creciendo en mí, y no podía evitar que mis ojos se fijaran de tanto en tanto en el letrero luminoso de “SALIDA”.
Según mis cálculos, debíamos de estar ya en el minuto
treinta y siete o treinta y ocho. Experimenté otra laguna,
de la cual sólo retengo otra bruma, y al abrir los ojos, Alberto estaba apretando mi garganta. Demoré un poco en
reaccionar. Soy lento, soy torpe; no soy bueno peleando y
los nervios que tenía no me dejaban pensar con claridad
–lo que es otra manera de decir que soy un miedoso–.
Cuando recuperé un poco el control –los dedos de
las manos se me habían puesto morados ya–, comencé a
patear a Alberto en las pantorrillas, en los pies, en el estómago hasta que comencé a dominarlo. Debíamos de estar
en el minuto treinta y nueve. Por un instante, casi me reí
pensando en mi miedo de hacía un minuto, cuando me
sentí atacado; ahora era una pelea, éramos dos hombres
peleando. Recurrí a la vieja estrategia de cansar a mi oponente, dejándolo que me diera unos cuantos golpes, hasta
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que por fin lo sentí dudar y le di un puñetazo en la cara
que le hizo saltar la sangre. Entonces me puse de pie,
tomé mi abrigo, y comencé a caminar hacia la entrada.
Adrianne Binoche ya estaba en el pasillo, y comenzaba a
caminar.
La vida sexual y triste
Diego Alejandro Martínez
Cuando me llaman hombre soy un caballo negro
por la nostalgia.
Juan Sánchez Peláez
C
uando yo tenía ocho o nueve años mis padres decidieron cambiarme de colegio. Nunca hablamos del
asunto, ellos simplemente tomaron la decisión y luego
me la anunciaron sentados a la mesa. La verdad es que estaban cansados de lidiar con los maltratos a los que me sometían los niños del salón. Entonces me inscribieron en
un colegio americano, un colegio pequeño y muy costoso
en donde estudiaban los niños de las familias más forradas
de la urbanización. Pero las cosas no cambiaron. Cuando
aquellos muchachos descubrieron que yo no sabía defenderme comenzaron de nuevo los ataques. Un día me encerraban en la jaula del perro, un parapeto de cabillas en
una esquina del patio, y luego se ponían a escupirme o a
aguijonearme con una vara. Un día pescaban mi bolso y
lo metían en el retrete del baño común, dañándome todos los útiles escolares, o agarraban el bolso y lo arrojaban
por un barranco, o a mí junto con el bolso. Esas cosas.
222
Mi padre estaba furioso. Yo ponía todo el cuidado del
mundo en ocultar las magulladuras que me quedaban de
aquellos encuentros, pero luego mi padre o mi madre las
descubrían y entonces empezaba una serie interminable
de interrogatorios que me dejaban hecho polvo. Creo que
para mi padre lo más vergonzoso de todo era mi tamaño,
es decir, que yo era de lejos el más alto de la clase. El viejo
pasó domingos enteros enseñándome a tirar puñetazos.
Ambos nos cuadrábamos en el jardín y comenzábamos a
ensayar golpes, hasta que de pronto mi padre me agarraba
por sorpresa y me soltaba un verdadero carajazo y yo caía
redondo en el pasto, sin entender del todo lo que acababa
de suceder. Pero no lloraba, con mi padre nunca lloraba.
Con mis amigos sí lloraba, como una niña, como una marica, si se quiere, pero con mi padre no. Me levantaba
del suelo sujetándome la mandíbula mientras él me arengaba, me decía: “¿Verdad que te dolió el coñazo? Pero
ya pasó todo, ¿no? El dolor ya pasó, ¿no es cierto?”. En
efecto, el dolor ya había pasado. No había sido más que
el susto. “Bueno –seguía mi padre–, eso es todo lo que
pueden hacerte si te golpean: darte un buen susto. Un
sustito. Pero la sangre, los golpes, toda esa vaina pasa, y
pasa rápido”. Así era el viejo. Él había sido un muchacho
pobre, uno de esos muchachos que aprenden a defender
cada centímetro de tierra a los coñazos. Yo había nacido
en una familia próspera, me había educado en buenos
colegios, amaba a mi madre por encima de todas las cosas
y pensaba que nunca podría llegar a ser el hijo que él esperaba. No era bueno en ningún deporte –el viejo había
sido un gran beisbolista–, no sabía defenderme ni tampoco tenía amigos con los que mi padre pudiera verme
tonificando mi masculinidad porque yo era su vástago.
224
Un día a la directora del colegio se le ocurrió organizar un concurso de pintura. Recuerdo que esa tarde llegué contento a casa. Tomé mi block de dibujo, me fui
hasta el jardín y me puse a retratar un seto de flores rojizas que mi madre regaba todas las noches, unas flores que
ella llamaba camarones y que yo siempre había visto con
curiosidad y con sospecha. Dibujé los tallos y en la punta
de los tallos dibujé unos cuerpecitos encarnados, como
camaroncitos saltando fuera de la superficie del mar, y
alrededor algunos pétalos blancos erizados, como gotas
hermosas de espuma, y me senté en el porche a esperar
que mi padre llegara del trabajo. Estaba ansioso. Cuando
llegó tomó el dibujo y me lo devolvió casi en el acto, sin
decir una palabra. Yo me encerré en el baño, rompí el dibujo y me puse a llorar. Luego salí, como si nada, atravesé
la sala con toda la seriedad del mundo volví a tomar el
block de dibujo que descansaba en uno de los cojines del
porche, me encerré en mi habitación y pasé gran parte de
esa noche dibujando una playa, luego coloqué algunos
chicos tomando el sol y jugando al fútbol en la arena,
y me dibujé a mí mismo metiendo un soberbio gol de
pierna derecha. Me dieron una medalla de oro, pero ya
no puedo recordar si mi padre me felicitó o no, aunque la
medalla estuvo sujeta durante años al cuadro con mi foto
que él había hecho colgar en su oficina. Pero lo que sí recuerdo fue su cara la primera vez que me sancionaron en
el colegio por entrarme a golpes –la primera y la última–.
La directora había llamado a mi madre por teléfono y le
había dicho que su hijo, que el retoño de mamá le había
arrancado la tetilla a un compañero de un mordisco. Al
niño lo habían tenido que trasladar a la clínica. La verdad
era que varios de esos muchachos, después de hostigarme
225
un largo rato, me habían aprisionado contra las rejas de
la cancha de fútbol y yo había comenzado a asfixiarme,
había perdido el control y había terminado mordiendo a
uno de ellos. El muchacho se había puesto a llorar y a pegar gritos hasta que llegó una de las profesoras que estaba
de guardia en el patio y nos tomó del brazo a mi compañero y a mí y nos arrastró hasta la dirección. Cuando
llegué a casa en el vehículo del transporte escolar, quien
salió a recibirme no fue mi madre sino la señora Rosa.
Mi madre se había quedado en la cocina. Tenía los ojos
húmedos pero no me dijo nada. Yo seguí a mi habitación; me sentía avergonzado. Pero conforme fue pasando
la tarde mi vergüenza y las lágrimas de mi madre fueron
transformándose poco a poco en algo muy parecido a una
fiesta: apenas llegó mi padre los tres nos montamos en el
auto, me llevaron a un Mc Donald’s. Sin embargo, aún
quedaba un asunto por resolver. Además de la sanción
disciplinaria también estaba la factura con los gastos que
el padre del niño me había entregado después de que él y
su hijo regresaron de la clínica. Mi madre habló con mi
padre y yo le enseñé el papel que tenía guardado en uno
de los bolsillos de la chaqueta. Mi padre tomó el papel y
lo miró. Luego me preguntó, «¿y qué tamaño tenía ese
niño?». La verdad, el muchacho era casi de mi tamaño.
«¿Y quién empezó?». La verdad, eran ellos los que habían empezado. «¿Y quién es el papá del muchacho?».
Mi madre señaló la factura. En una esquina estaba engrapada una tarjeta de presentación. Mi padre la leyó un
momento, un segundo, y luego me la entregó. «Dígale a
ese señor –me dijo, con un acento de barrio pobre que
sólo remarcaba cuando estaba molesto– que si quiere que
venga a casa, que yo le arranco una teta a él también».
226
En el colegio no volvieron a molestarme. Pasaba los
recreos dibujando y hablando con algunas niñas del salón. Me llevaba muy bien con las niñas. Me sentía cómodo. La agresividad de los varones me ponía los nervios
de punta, pero con las niñas era distinto. Me hice muy
amigo de una de ellas. Se llamaba Violeta. A veces el
papá de Violeta nos llevaba al cine. El señor Gonzalo era
cinéfilo. Pasé muchos fines de semana en su casa viendo
películas y comiendo helados. A veces el viejo nos llevaba los sábados a las funciones de medianoche. Ese era
nuestro pequeño secreto, nuestra travesura. De salida del
cine discutíamos acerca de la película que acabábamos
de ver. Él nos escuchaba, nos obligaba a pensar, nos daba
cuerda. A veces era Violeta quien se quedaba en casa los
fines de semana y mi madre nos llevaba los sábados o los
domingos al club y pasábamos el día en traje de baño corriendo de un lado a otro y comiendo papas fritas en una
barra que daba directamente a la piscina. Y uno de esos
días en que estábamos comiendo papas fritas o corriendo
de un lado a otro en traje de baño, mi madre recibió una
llamada del Interior. Era un agente de tránsito. Mi padre
acababa de fallecer en un accidente automovilístico.
De los meses que siguieron a la muerte de mi padre
conservo muy pocos recuerdos. En la casa llevamos el luto
discretamente y la vida siguió su curso, como quien dice.
Luego mi tía se mudó con nosotros –mi tía Melisa, que en
verdad era mi prima, pero que yo llamaba cariñosamente
tía desde pequeño–. Ella nos hizo mucha compañía y
ayudó a mamá con todas las cosas de la casa, pero sobre
todo me ayudó y me acompañó a mí. Mi tía acababa de
terminar sus estudios universitarios, yo la admiraba y me
desvivía por llamar su atención. Mi tía me escuchaba, me
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alentaba a dibujar, me estimulaba. Los días de semana yo
esperaba ansioso a que ella llegara del trabajo, y cuando
llegaba me metía en su cuarto y le contaba mis cosas,
escudriñaba en sus gavetas y la llenaba de dibujos que
hacía durante el día, dibujos que ella pegaba en el espejo
de su cómoda o que guardaba en una repisa del clóset.
También habíamos comenzado a forrar las paredes de mi
habitación con esos mismos dibujos y con fotografías que
recortábamos de periódicos y revistas, y habíamos llenado
mi ventana con germinadores donde retoñaban papas,
garbanzos, frijoles…Yo me sentía el niño más feliz del
mundo, sobre todo por las noches, que era cuando nos
reuníamos en la sala a ver la telenovela de las nueve. Ahí
estaba mi madre, estaba mi tía, estaba la señora Rosa, a
veces también estaba Violeta, y en medio de todas esas
mujeres estaba yo, porque había nacido para estar entre
mujeres, porque yo sabía que ese era mi destino.
Con la muerte de mi padre mamá se refugió cada
vez más en su familia, en sus hermanas. Por la casa desfilaban tías y primas los siete días de la semana. La familia
de mi madre era un auténtico matriarcado –o un auténtico patriarcado con vacantes significativas–, y pasados
algunos años, mi madre comenzó a preocuparse por mi
sexualidad. Hacía falta un hombre en la casa, pues en
la familia de mi madre había muy pocos hombres. Mi
abuela había tenido seis niñas y un varón, quien se había
marchado de la casa en una motocicleta antes de cumplir
los quince años. También mis tías habían tenido niñas,
salvo por un primo que vivía en España y otro que vivía en
Estados Unidos. Además, casi todas estaban divorciadas.
Cuando la familia se reunía a celebrar un cumpleaños yo
tenía que bailar con todas mis primas y con todas mi tías
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y siempre terminaba agotado. Pero la atención y el amor
que me profesaban me pagaban con creces esas jornadas
maratónicas.
Cuando cumplí quince años las preocupaciones de
mi madre alcanzaron su momento más crítico. Vivía hablándome de actrices, de lo linda que era tal o cual amiga
del colegio, de nietos, esas cosas. Nunca hablábamos directamente de eso, pero eso estaba en el aire, eso estaba
en las comidas, eso estaba con nosotros cuando ambos
nos acostábamos en su cama y pasábamos largas horas
conversando de cualquier tontería. Yo también sentía un
poco de miedo, visto que no me gustaban las niñas. Pero
la verdad es que tampoco me gustaban los niños. Entonces mi madre, siguiendo los consejos de alguna amiga
avisada, decidió avanzar filas. Empezó por prohibirme
que durmiera en su cama y yo no tuve más remedio que
exiliarme en mi habitación durante las noches. Luego comenzó a dejarme bajo la cama revistas pornográficas que
yo hojeaba primero y luego guardaba en alguna gaveta.
Después se empeñó en que hiciera deportes por ver si
me juntaba con muchachos de mi sexo, y así fue que
terminé inscrito en el equipo de tenis del club. Pero con
la raqueta yo daba asco. El profesor me tuvo paciencia las
primeras semanas y luego me puso a recoger pelotas indefinidamente. Además, mi madre había comenzado a comprarme la ropa ella misma, sin invitarme. Nada de pasear
por las tiendas conmigo de la mano, como hacíamos antes,
y yo pasé de vestirme como un niño a vestirme como un
anciano púber de la noche a la mañana, lo que acentuaba
mi ridículo frente a los muchachos del club y frente a los
muchachos del colegio. Usaba zapatos de vestir que me
quedaban grandes y usaba camisas con cuello y botones
229
que mi madre compraba en las mismas tiendas que solía
visitar mi padre, pero yo me armaba de valor y salía a la calle con esos atuendos y no decía absolutamente nada, porque sufría por mi madre e intentaba llevarle la corriente, y
también porque muy en el fondo sabía que mi vida había
cambiado para siempre y me esforzaba en ser un muchacho valiente porque yo era el vástago de mi padre.
Para colmo de males, ese mismo año mi tía se marchó
del país y Violeta se ennovió con un muchacho de su
edificio, un catire bravucón al que mi proximidad parecía
producirle una fuerte alergia en el brazo derecho. Entonces comencé a sentirme realmente solo y desgraciado. En
el club intenté estrechar lazos con algunos muchachos
del equipo de tenis, pero eso también fue un desastre.
Yo era el mariquito, el bicho raro. Recuerdo que el primer día que logré invitar a un par de compañeros del
equipo a casa se lo conté a mi madre en un arrebato de
triunfalismo. Mi madre preparó todo para recibir a los
muchachos ese fin de semana, y un día antes llegó a la
casa con pósters de mujeres en bikini y se puso a hacer
comentarios artísticos acerca de las modelos. Yo no tuve
fuerzas para negarme. Despegué todos mis dibujos de las
paredes los guardé en un baúl y comencé a colocar los
pósters, uno por uno, e intenté sentirme cómodo en mi
nueva habitación de camionero. Pero los pósters tampoco
ayudaron. Una vez terminada la bienvenida y los saludos
de rigor, yo volvía a sentirme perdido. Y la misma situación se repitió una y otra vez. Yo intentaba patear balones
con ellos, intentaba no reírme demasiado para que no se
me saliera la mariquera, pero nada parecía funcionar. Los
chicos pronto se aburrían y ya no había manera de volverlos a invitar a casa. Entonces mi madre, en un último
230
esfuerzo maternal, entró en contacto con mi tío Aroldo,
que en ese momento estaba viviendo en Puerto la Cruz,
a unas cinco horas en auto desde Caracas, y mi tío Aroldo
comenzó a venir seguido a la capital y las cosas se complicaron un poco más.
La primera vez que vi a mi tío Aroldo pensé que me estaban gastando una broma. Es decir, mi madre y mis tías
eran mujeres hermosas y elegantes, pero mi tío parecía sacado de una película de terror. Tenía la cara surcada por
canales horizontales, como si el viento de la carretera hubiese erosionado durante años ese rostro duro y quemado
por el sol. Mi tío Aroldo hacía el viaje desde Puerto La
Cruz a Caracas en motocicleta, créase o no, porque adoraba las motocicletas. Yo me mostré receloso al principio,
pero él era una buena persona y además muy gracioso, de
manera que al final terminé encariñándome con el tío.
Con él me bebí la primera cerveza, fui por primera
y última vez a un juego de béisbol y a un puticlub. Ahí
me emborraché y vomité sobre las piernas de una stripper, pero mi tío parecía no contrariarse con nada, sólo se
reía y me dejaba hacer. A veces me contaba anécdotas
de su juventud, de cómo se había escapado de su casa
en una motocicleta robada y había dado vueltas por todo
el país, primero en la motocicleta y después, cuando la
motocicleta ya no dio para más, a pie y haciendo dedo.
En Puerto La Cruz conoció a mi tía, se casó y tuvo tres
hijas, todas niñas. Pero casado o no, mi tío Aroldo seguía
siendo un completo vagabundo. Los viernes cerraba la
compañía, apagaba su teléfono celular y se largaba con
su motocicleta o con la camioneta de la empresa y se
231
ponía a dar vueltas por los pueblos cercanos o a corretear
a las secretarias de los almacenes vecinos, una decena de
mujeres que siempre esperaban apiñadas en la parada del
autobús. El viejo las acosaba durante semanas, meses, y
luego un día las montaba en la camioneta con la excusa
de darles un aventón y entonces las paseaba, las hacía
reír. A veces las convencía y paraban en una licorería,
se compraban una botella de sidra barata y se largaban
a un hotel o a un mirador. A veces no las convencía y
se resignaba a llevarlas hasta su casa, y ya en la puerta
de la casa el viejo avanzaba resueltamente y, si la mujer
seguía resistiéndose, si se ponía dura, el viejo iba y se sacaba el muñeco –el muñeco, es decir, la trompeta–. Así
de simple y con ese mismo rostro de concreto surcado por
canales horizontales. Yo no sabía si debía reírme o salir
corriendo a llamar a mi madre o a la policía, pero mi tío
seguía: “Escúchame con atención, sobrino, escúchame
bien: una mujer puede rechazarte, por muchas ganas que
te tenga, puede rechazarte y bajarse del auto y subir a
sus aposentos –aposentos–, y luego acostarse a dormir y
tener un sueño tranquilo, pero después de haber visto al
muñeco, una mujer puede bajarse del auto sola, puede
subir a sus aposentos sola y puede acostarse sola, pero no
dormirá tranquila, no. Escúchame bien, que yo sé lo que
te digo”.
Por extraño que parezca, los fines de semana que
pasé junto a mi tío me ayudaron mucho. Digamos que
me envalentonaron. Una tarde, cansado de recoger las
pelotas que los otros chicos arrojaban contra las rejas de
la cancha de tenis, me paré frente al profesor y le dije claramente que yo no estaba dispuesto a seguir haciendo de
recogepelotas, que yo lo que quería era jugar al tenis. El
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profesor se quedó de una pieza. Yo también me quedé de
una pieza, pero enseguida me mandaron por mi raqueta
y me pusieron a recibir pelotazos al otro lado de la red. Al
principio aquello me pareció una humillación aún peor
que la recogedera de pelotas, pero no me eché para atrás.
Yo me paraba allí, en mitad de la cancha, y me ponía a
lidiar con todas esas pelotas que me enviaban, algunas
con verdadera saña, y si me alcanzaban el rostro o las partes íntimas yo me hacía el desentendido y seguía con la
raqueta de un lado al otro. La misma rutina se repitió durante varias semanas y ya comenzaba a sentirme cómodo
con la raqueta, cuando accidentalmente metí una pierna
en una alcantarilla mientras perseguía una de esas pelotas
envenenadas y algo se quebró dentro de mí. Permanecí
todo ese tiempo en el suelo, hundido en el dolor pero
dispuesto a no llorar, mientras los otros muchachos me
miraban impávidos y el profesor se acercaba y me examinaba como diciendo, viste carajito, te lo dije. Pero yo no
solté ni una sola lágrima. Luego llegó el médico del club
y me trasladaron a la clínica. Había tenido fractura de
tibia y peroné. Una fractura de torniquete, había dicho el
traumatólogo, y cuando llegó mi madre decidieron dormirme y someterme a una operación. Desperté casi dos
días después, con un yeso enorme en mi pierna izquierda
y varios clavos de titanio en el interior.
A los pocos días me trasladé con mi madre a casa en
una silla de ruedas que ella había alquilado en un supermercado de salud. Al principio mamá había amagado con
hacer de todo aquello un drama, pero luego se compuso
e intentó evitar que se le notara la preocupación. Mientras me administraba los medicamentos que paliaban mis
dolores, me decía que yo era todo un hombre y que esas
233
cosas le pasaban a los hombres. Nada de tratamientos
especiales, nada de dosis adicionales. Mi madre decidió
ajustarse a las prescripciones del médico, y a los tres días
volvió a cerrar la puerta de su cuarto a la hora de dormir.
En un arranque de debilidad llegó a traerme un block
de dibujo y una caja de colores, pero yo también estaba
dispuesto a llevar la comedia hasta el final y guardé el
block y los colores en una gaveta y no los saqué durante
los cinco meses que duró mi rehabilitación. Sólo una vez
los saqué, fue con Margarita, y no me arrepiento.
Margarita era una amiga de mi madre. Ella era un
poco más joven y un poco más achispada que mi madre, pero ambas se conocían desde hacía tiempo y se
llevaban muy bien. A veces Margarita se pasaba por la
casa y, como yo dejaba siempre la puerta de mi habitación abierta cuando venían las visitas, por ver si alguien
se acercaba y atenuaba un poco mi soledad de lisiado,
se metía en el cuarto y pasábamos charlando un buen
rato. Con el tiempo, las visitas a la casa se incrementaron
considerablemente y Margarita pasó a ocupar el espacio
que habían dejado todas las mujeres que yo amaba. Yo
me sentía muy bien con Margarita, pero ella me inquietaba. Al principio fue sólo eso, una cierta inquietud, una
como fiebre de verla y de hablar con ella y de saber más
de ella, hasta que una noche en la que mi madre había
organizado una cena en casa con varias de sus amigas,
Margarita entró a la habitación con unas copas de más.
La verdad es que estaba borracha. Cerró la puerta tras de
sí y se puso a revisar los discos que se apilaban en mi biblioteca. Eligió uno, lo colocó en el reproductor y luego
se sentó en una orilla de la cama. “Tu mamá dice que
ya no pintas”, me dijo. Yo volví los ojos hacia la gaveta
234
donde tenía guardados los papeles y los colores, pero no
dije nada. Margarita tomó un trago de la copa que traía
en la mano y luego agregó, así como si nada: “¿Sabías
que yo tengo un seno más grande que el otro?”, se echó a
reír y derramó un poco de vino en la colcha de la cama.
Luego me pidió que la pintara desnuda de la cintura para
arriba. Dejó la copa sobre el escritorio, se desabotonó la
camisa y se palpó los senos con ambas manos. Yo estaba
tan impresionado que no pude darme cuenta de que estaba teniendo una erección, una verdadera y tremenda
erección; fue Margarita la que se dio cuenta, se echó a
reír de nuevo y me preguntó si quería que ella me tocara.
La verdad es que no puedo recordar qué fue lo que le
dije, pero un rato después Margarita estaba succionándome allí abajo de tal manera que sentí que se me iban
a salir las tripas, mi Dios, y luego pensé que podía tocar
los cabellos de Margarita y se los toqué, le pasé una mano
por los cabellos y pensé que era la mujer más hermosa
del mundo, y otra vez me puse a llorar como una marica,
antes, durante y después de mi primer orgasmo. Pero ella
no pareció turbarse. Al contrario, tomó una punta de la
sábana, me enjugó el rostro y luego se acostó a mi lado,
me abrazó y me quedé dormido. En el sueño me encontré a mi tío Aroldo frente al portón de la casa, pero él tenía
más o menos mi edad y fumaba un cigarrillo apoyado en
su motocicleta. Arriba se veían las ventanas del cuarto de
mi madre con sus interiores crema, y también se veían las
ventanas de mi cuarto. Afuera había comenzado a llover
y yo me apresuré y me puse a buscar la puerta de entrada,
pero me fue imposible. Entonces tomé algunas piedras
que conseguí en el hombrillo de la calle y me acerqué
adonde estaba mi tío. “Tenemos que avisarles para que
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vengan a buscarnos”, le dije, pero pareció no escucharme.
Sólo me fijó con sus ojillos de cóquer spaniel y pude ver,
por primera vez pude ver toda la tristeza y todo el cansancio que se escondían detrás de aquella mirada. “Ya se
me hizo como tarde”, me dijo de pronto y luego arrojó
su cigarrillo, encendió la moto y arrancó con un ruido de
los mil demonios que terminó por despertarme, y cuando
desperté me di cuenta de que tenía otra erección, pero
Margarita ya no estaba allí.
Las semanas que siguieron fueron sin duda las semanas más intensas de mi vida. Margarita venía casi a diario,
sobre todo cuando no estaba mi madre, y hacíamos el
amor como dos exasperados, ella encima de mí y yo en la
silla de ruedas, con la pierna enyesada al aire. Perdí casi
cinco kilos y se me pobló de golpe la barba. Mi madre
estaba al tanto de lo que sucedía, pero nunca dijo nada.
Margarita se reía. “Tu mamá piensa que no te gustan las
niñas”, me decía. Y mi mamá tenía razón: yo acababa de
descubrir que me gustaban las mujeres, las mujeres como
Margarita.
Ella me enseñó todo lo que sabía, pero mis favoritas
siempre fueron las felaciones. A veces ella me preguntaba si quería correrme en su boca y yo le decía que sí,
¿qué otra cosa podía decirle? Un día, después de una de
esas felaciones, se me ocurrió preguntarle a qué sabía eso.
Margarita regresó del baño con una servilleta en la mano
y me dijo, así como si nada, que eso sabía a desodorante.
“Es decir, no sabe a desodorante pero sabe áspero como
el desodorante”, me dijo. Yo debí de haber abierto la boca
como un imberbe porque se echó enseguida a reír como
una condenada. Margarita siempre reía. Pero un día ella
se enamoró y comenzó a reírse cada vez menos. Se ena236
moró como una loca, como una desquiciada. Se escapaba del trabajo con excusas de todo tipo y se aparecía
de improviso en la pantalla del intercomunicador como
un alma en pena. Comenzó a ahuyentar a Violeta y a la
mismísima terapeuta. Cuando finalmente me quitaron el
yeso la situación se había vuelto insostenible. Yo comencé
a tratarla mal. Margarita me asfixiaba. Mi madre se daba
cuenta, pero a esas alturas mi madre ya no podía hacer
nada. Entonces Margarita intentó alejarse. Se deprimió.
Se enfermó. Cuando volví a verla estaba devastada. Hablamos un rato en el porche de la casa y luego se marchó.
Ambos sabíamos que era para siempre, pero yo no estaba
triste. De hecho, me sentía muy bien, tocado como estaba
por ese exceso de confianza, por ese sentimiento de autosuficiencia que manaba de cada una de mis glándulas
sudoríparas.
Yo había vuelto a mis clases de tenis y luego de los
cursos me pavoneaba sudoroso y en pantaloncillos alrededor de la piscina. Las niñas me aburrían. Las mujeres me
ponían cachondo. Así tuve mis primeros encuentros en
el club. En los baños del gimnasio, detrás de la canchas
de tenis, en los matorrales que daban al parque infantil,
pero entonces llegaba mi tío a la capital y se instalaba
en casa y yo veía cómo mis seis tías y mis ocho primas se
atropellaban por ser las primeras en llegar a verlo, mientras él se acomodaba en el sillón de la sala y pasaba la
tarde contando viejas historias que todos celebrábamos
hasta que de pronto se levantaba y nos anunciaba solemnemente: “Es hora de que mi sobrino y yo tengamos una
conversación de hombre a hombre”, y ambos nos montábamos en su motocicleta y nos íbamos a comer helados a
Altamira, y ya sentados frente al Obelisco, que se erguía
237
en medio de la plaza como una poronga fantástica, mi tío
se ponía a contarme de sus conquistas, y en sus historias
desfilaban mujeres de todas las edades y de todas las condiciones sociales. Entonces yo revisaba mi lista mental de
las mujeres con las que había estado y me daba cuenta de
que todas eran mujeres de la urbanización. Mujeres casadas, mujeres casadas recién paridas, mujeres a dos pasos
de la vejez definitiva, pero todas eran mujeres adineradas.
¿A qué sabía una mujer de barrio pobre? Eso vine a descubrirlo un tiempo después, cuando conocí a Dalia, la
peluquera, y con eso espero terminar la historia de mis
primeros amores chungos.
A Dalia la conocí en casa de Violeta. Dalia era peluquera a domicilio. Violeta la contactó por teléfono mientras preparábamos entre ambos el vestido que se pondría
para la boda de uno de sus tíos. Cuando sonó el intercomunicador fui yo quien bajó a buscar a la muchacha,
que resultó ser una catira preciosa y pechugona. Ya en la
entrada del edificio, Dalia se había mostrado sorprendida.
El lujo, o eso que en el edificio de Violeta se parecía al
lujo, la impresionó. Yo también le gusté. Estuvo esas dos
horas peleando con el cabello de Violeta y haciéndome
ojitos a través del espejo de la cómoda. Lo que no podía
sospechar aquella peluquera era que ya para ese momento
yo reunía una considerable experiencia con mujeres de
su estatura, y además iba blindado con todo tipo de cuestionarios y artículos que sacaba de revistas del corazón y
de suplementos dominicales. Apenas nos quedamos solos
yo decidí atacar con mis mejores piezas y nos pusimos a
discutir sobre algunas de las telenovelas que estaban pasando en ese momento, historias que yo conocía al dedillo y que utilizaba como trampolín para hablar del amor
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y de otras cosas. La reacción de Dalia fue la misma que
habían tenido mis amantes anteriores. Primero sonrisas,
luego sorpresa, luego misterio, luego una mirada torva
y oscura llena de debilidad y de esperanza. Le pedí la
tarjeta y le prometí que la llevaría a tomar un café en algún sitio bonito. “¿Y quién conducirá?”, me preguntó y se
echó a reír. “De eso me encargo yo”, le dije con mis casi
diecisiete años, y me guardé la tarjeta en el saco que mi
madre acababa de regalarme.
Al principio las cosas con Dalia no fueron sencillas,
sobre todo porque a ella le gustaba jugar con los hombres. Pero yo no era un hombre, yo era un niño disfrazado de anciano púber y eso terminó despistándola, de
manera que pasado algún tiempo comenzamos a vernos
dos y hasta tres veces por semana. Yo salía de mi casa en
dirección al club o con la excusa de ir a pasar el fin de
semana en casa de Teresa, y ya en la avenida tomaba un
taxi y me largaba a recoger a Dalia en las residencias de
sus clientas de turno y ambos nos íbamos a comer postres
exóticos en cafecitos elegantes y periféricos, y pasábamos
las tardes hablando de nuestras telenovelas favoritas, de
todas esas cosas que la mayoría de la gente se saltaba y que
Dalia y yo coleccionábamos como trofeos incuestionables
de la más pura sabiduría, hasta que comenzaba a caer la
noche y ambos terminábamos en la habitación de algún
hotel. Entonces yo volvía a mover mis piezas, todo ese repertorio de caricias y de cochinadas que había aprendido
sistemáticamente con mis amantes anteriores. Esa experiencia se repitió veinte, treinta, ciento cincuenta veces en
moteles de carretera y en otros mataderos. Generalmente,
buscábamos habitaciones equipadas con televisores para
no perdernos la telenovela de las nueve, y allí follábamos
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y veíamos los episodios, y volvíamos a follar y aquello era
lo más parecido al paraíso, hasta que mi madre comenzó
con las sospechas y se puso a rastrear los pagos con la
tarjeta de crédito y descubrió todo, absolutamente todo.
Un día Dalia se apareció en el liceo y se puso a llorar
delante de Violeta y de otras amigas que estaban conmigo
en ese momento. Mi madre había dado con su teléfono,
la había citado y le había armado un escándalo en una
pollera cerca de su casa. Al menos eso era lo que contaba
Dalia, pero la verdad es que ella siempre hablaba empalagosamente, como si en vez de referir su vida estuviese
refiriendo una telenovela. El chico rico con la chica pobre; el chico joven con la mujer experimentada; la villana
de la telenovela –mi madre– que se oponía al amor de los
protagonistas –Dalia y yo–. Así era Dalia.
Me tocó tranquilizarla. “Tranquilízate –le dije–, tranquilízate y vete a tu casa que yo te llamo”. Pero Dalia no
quería irse. Entonces me hizo prometerle que nos veríamos ese mismo día. “Está bien”, le dije, y la acompañé
hasta la parada del autobús. La verdad es que yo intentaba
ser un hombre, pensar como un hombre. ¿Pero qué es lo
que hace un hombre en esos casos? Cuando llegué a la
casa vi que mi madre se había marchado y entonces tomé
la decisión: me escaparía con Dalia. Sí, me escaparía con
Dalia. Ambos nos escaparíamos o lo que sea. Entré en mi
habitación, guardé algo de ropa en un bolso, le dejé una
nota a mi madre sobre la cama y me largué, pensando que
quizá sería para siempre. Llamé a Dalia desde la calle.
Necesitaba que me explicara cómo demonios se llegaba
a su barrio, porque ella nunca me había dejado acompañarla hasta su casa. Es decir, con Dalia yo había conocido
lugares tórridos, pero jamás me había acercado al barrio
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donde ella vivía. Me dio las indicaciones y después de
casi una hora de tráfico llegué al lugar en una buseta.
Era la misma pollera donde hacía algunas horas mi madre se había puesto a amenazarla, una pollera que estaba
a unas cuadras de un mercado espantoso que ostentaba
el nombre de un cacique o de un degenerado. Dalia estaba sentada en una de las mesas de plástico y tenía los
ojos rojos de tanto llorar. Cuando me vio se levantó de la
mesa, fue directo a abrazarme, me tomó del brazo y comenzamos a subir una cuesta que serpenteaba en medio
de un sagrado desorden de ranchos, de bloques, casas sin
revestimiento y mendigos y borrachos en las esquinas. La
verdad es que me sentía como un peluche en medio de
un decorado de la crónica roja local. Cuando finalmente
llegamos a la pensión en donde vivía Dalia saqué el teléfono celular de mi bolsillo. La señora Rosa había alertado
a mi madre y ésta se había puesto a llamarme y me había
dejado varios mensajes en el contestador. Tenía mensajes
de la directora del colegio, mensajes de Violeta, incluso
tenía un mensaje de mi tía Melisa desde su teléfono celular europeo, pero yo apagué el aparato y subí con Dalia
hasta su habitación a través de unas escaleras exteriores.
De hecho, aquello no era una habitación, aquello era una
lata con dos orificios recortados en la chapa, uno para la
ventana y otro para la puerta, y la puerta era una tabla
con un pedazo de cable atado a un extremo que hacía
las veces de pestillo. Dalia se apresuró a tomar mi bolso,
lo colocó sobre una sillita y luego me cubrió de besos y
abrazos, y aquel día hicimos el amor como nunca antes,
y como nunca después, y cuando terminamos nos quedamos mirándonos en silencio una hora, dos horas, hasta que
yo comencé a tener otra erección, pero Dalia se levantó
241
de la cama y me preguntó si tenía sed. Entonces se colocó algo encima y salió al pasillo, y yo me puse a pensar
en todos mis compañeros de clase, en todos los niños bien
de mi colegio quienes jamás habían cruzado los límites del
Este de Caracas y que nunca habían estado con una mujer de verdad, y mucho menos con una peluquera. Luego
me levanté del catre, desnudo como estaba, y caminé hacia
aquella ventana, hacia aquel agujero recortado en la lata,
me asomé y me quedé un rato contemplando ese paisaje
increíble. Todo, todo el barrio se derramaba a mis pies. Un
laberinto de bloques y de lata, de escaleras de concreto, de
pasillos de barro, de techos de zinc con piedras encima y
antenas hechas con ganchos de ropa, y cables con junturas
que escapaban de las tomas públicas y perros que aullaban
en medio del caos de la tarde. Me asomé a todo eso y me
sentí un caballo.
242
Una escena al estilo
de Steven Seagal
Roberto Enrique Araque
H
ay rumbas y reuniones. Las primeras son inolvidables y las otras pasan inadvertidas. En las reuniones
no llega la policía; nadie se caga u orina en la sala ni
encuentran a alguien cogiendo en un rinconcito oscuro;
nadie le agarra una teta a la madre del anfitrión, menos
le soban las nalgas a la novia del fisicoculturista o militar
del lugar; nadie vomita sobre los senos de la chica más
buenota de la fiesta ni los vecinos van a pedir que bajen
el volumen de la música. Siempre se habla de las rumbas
donde encontraron a un tipo mamándole las tetas a una
tipa embarazada y lactante. Entonces la rumba ya tiene
un nombre: la rumba del mamateta. O la rumba aquella
donde un borracho cagó sobre el mueble importado, además recién comprado, de la anfitriona. En cualquier caso
siempre es evocado con cierta sorna y un aire de nostalgia adolescente. De allí que en algunas conversaciones se
puede escuchar:
–¿Te acuerdas del día aquel que fuimos a tal sitio y
nos encontramos a fulanito de tal, el primo segundo del
que se orinó en la sala?
–Ah sí, qué vaina más loca. Ese carajo estaba feo. ¿Y
qué pasó con él?
Pues ese tipo de comentarios son comunes entre quienes fueron a la rumba, en algunos casos mientras pasan
“el ratón” en un café, panadería o arepera. Al referirse a
las reuniones dicen que estuvo bien, todo tranquilo. Pero
nada más. No hay risas ni anécdotas ni nada. Las reuniones son magníficas cuando quieres invitar a tu jefe o a
los padres de tu novia. Tienen un aspecto más formal y
se organizan con un fin específico, buscar un aumento
salarial o un ascenso, mejorar las relaciones con el suegro o conocer a los vecinos. Las conversaciones giran en
torno al trabajo, la economía, la política (hablar paja del
gobierno) y otras necedades. En cambio, las rumbas no se
planifican y sus objetivos son beber, beber y beber hasta
la muerte, aunque también se pueden cuadrar culitos.
Allí se destapan todas las vainas locas de la gente; algunos
botan la segunda, la mejor amiga de alguien se resbala,
descubren uno que otro cacho de un fulano o fulana, y la
que todos tenían por santita hace alguna burrada con dos
tipos en el baño. Todos se enteran porque alguien suelta
la lengua y, con la aparición de los teléfonos inteligentes,
se difunde lo que haya o no haya sucedido en menos de lo
que canta un gallo. Entonces llega el momento en que todos saben la noticia y al mismo tiempo nadie está al tanto
de nada, y lo más bravo es la cara de pendejos que ponen
cuando algún hablador de paja repite lo que ya sabían.
Porque en la actualidad lo que en épocas anteriores pudiesen haber sido rumores infundados ahora tienen prue244
bas contundentes con alta calidad de imagen y sonido,
entonces el hablador de paja ya no tiene la función de
informante sino de certificador. No obstante, con todo lo
malo que pudiese suceder y los chismes, en las rumbas se
goza. A veces hay peleas, pero no pasan a mayores; gritos
a garganta seca de jevas histéricas –siempre nombran al
novio o al marido como si estuvieran cayendo por un barranco–, botellas rotas, algo de sangre y corredera por todos lados. Eso sí, bastante adrenalina y, en raras ocasiones,
la presencia de algún policía trasnochado. Sin embargo,
todo se soluciona casi de inmediato porque están entre
amigos. Posteriormente, evocan los hechos en esas conversaciones recurrentes de jóvenes cuarentones, quedan
como memorias de adolescentes o de tiempos felices que
no volverán. Con frecuencia exageran los hechos para
darle un aire rebelde y juvenil, como si quisieran hacer
ver que ellos vivieron su juventud intensamente y no la
desperdiciaron en horas de pornografía o con programas
repetidos de televisión. Pero eso es normal en cada generación –supongo–.
En todas esas rumbas alguien debe meter la pata para
que sea inolvidable, y siempre hay uno dispuesto. Ese es
el tipo que nadie invita, pero que nunca falta. Siempre
es el amigo de fulano de tal que sí fue invitado y conoce
a los anfitriones, pero se le ocurrió la gran idea de traer
al amigo de un amigo o al primo segundo que vive en
otro estado, pero llegó a pasar unas vacaciones con la familia. Este ser tiene sus segundos de fama. Aunque rara
vez repite sus cagadas y, después de unos días, pasa al olvido para la mayoría de los asistentes. Sin embargo, queda
como un vergatario entre sus panas; el tipo que todos admiran porque manoseó, en contra de su voluntad, a la
245
buenota del lugar o que se cogió a la novia del cumpleañero en el baño. Adquiere la denominación de “rata peluda o mierda”. Porque entre los jóvenes mientras mayor
sea la cagada al emborracharse mayor estatus tendrá en
el grupo. Si el personaje fue visto besándose en el baño
con la novia del cumpleañero se le dice: “¡Tú eres una
rata peluda –o mierda–, te estabas cogiendo a la novia del
pana en el baño!”. Pero el comentario no se hace en tono
de reproche, sino con un aire de admiración y de chiste,
hasta de envidia. El aludido lo niega, pero lo hace de manera tan conscientemente inepta que todos admiten “el
crimen” –independientemente de si es cierto o no–. Ese
recuerdo queda guardado y siempre sale a relucir en las
reuniones posteriores, cuando se ha superado esa época
que quisieran volver a vivir. Es común escuchar: “En la
universidad eras una mierda con patas –o rata peluda–.
Todo el mundo la pasaba tranquilo y el niño en el baño
metido con la novia del pendejo aquel haciendo no sé
qué cosas”.
Lo cierto es que a todos nos toca madurar, dejar esa
vida y sentar cabeza. Ya sea porque el cuerpo no aguanta
tantas noches de insomnio y ron, o se quiere establecer
una relación de pareja con niños y un perro callejero adoptado para sentir, o decirse, que son personas de buen corazón –lo que llamo sometimiento del lobo estepario–. No
importa la causa, llega un momento en que este ser para
y cede el trono a otro borracho con el hígado en mejores
condiciones. Eso no sucedió con mi hermano Martín.
Charlatán, parlanchín y mentiroso. Esas son las tres
palabras que lo describirían. Él era uno de esos tipos que
no servían para media verga, pero todos lo recuerdan con
una sonrisa en el rostro. En un mundo gris, él aparecía
246
fulgurante con su camisa ochentera, sus zapatos de goma,
el pantalón roto y su risa estruendosa. Era muy popular y
todos los que lo conocieron tenían alguna anécdota de él.
Asimismo, era un fiestero empedernido y cuentero como
ninguno. Uno de sus mejores amigos decía que era más
falso que un billete de cuero, pero podías comprar un carro con ese billete y te alcanzaba para el almuerzo. Le
mentía hasta al cura en el confesionario para no tener que
rezar mucho, también tenía mala bebida. Tomaba hasta
que el cuerpo no aguantaba, incluso cuando yacía inconsciente parecía pedir más ron. Sin embargo, con todo y
su actitud de idiota, siempre lo invitaban a cumpleaños,
bautizos, bodas y más. Hasta su novia, a pesar de que él le
montó los cuernos con todo lo que se le atravesó, sonríe
cuando lo recuerda. Ella estudiaba Medicina, sus padres
eran dueños de una clínica y resultaba hermosa desde
todos los ángulos. No sé qué encontró en mi hermano.
Siempre que podía le preguntaba qué le veía. A veces no
respondía y sonreía, otras decía: “No sé. Me pregunto lo
mismo cada vez que lo veo con ese cortetodo raro”. Todos lo querían a su manera, era lo que llamamos un caso
aparte; algo así como el coño de madre que nos quita los
reales, pero nos cae bien y lo perdonamos cuando vuelve.
O como el cachorrito que después de cagar toda la alfombra te mira con los ojos bien pelados y meneando la colita.
Martín no era mal tipo, sólo tenía la manía de emborracharse como nadie y hacer toda clase de locuras
cuando le daba la gana. Debe ser por eso que ella lo quería más que nadie, le perdonaba todas sus indiscreciones
porque sabía que en el fondo del pozo había un tesoro.
Sus locuras no eran muchas ni muy graves, pero olvidaba algunas menudencias cuando bebía, como que no
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debía agarrarle el culo a la prometida del hermano de
su novia el día de su boda. Recuerdo que él felicitó a su
cuñado porque su reciente esposa tenía un culo durito y
paradito. Lo primero que pensé fue que el tipo le daría un
coñazo y tendría que llevarlo a urgencias, pero el novio
sólo reía.
En la última rumba a la que fuimos todo estaba
tranquilo. Nadie se había sobrepasado, uno que otro altercado, pero sin consecuencias graves. Le tenía el ojo
puesto para que no hiciera una de las suyas. Había prometido cambiar, pronto cumpliría treinta y tres años. Estaba
preocupado. Ese día me confesó que Cristo a los treinta
y tres años había resucitado muertos, caminado sobre el
mar, convertido el agua en vino, y él sólo había fumado
hierba y se había cogido a una estudiante de Medicina.
Nada bueno había hecho en su vida porque hasta el perrito callejero que adoptó se murió de diarrea a los tres
días. También dijo que quería casarse con su novia, pero
primero debía reventar todos los culos que se le atravesaran. No deseaba ser como esos cincuentones que, después
de treinta años de matrimonio, se divorcian y se van a
vivir con una quinceañera que le monta los cuernos y los
chulea como es debido. Esa noche bebíamos ron barato con Coca Cola,
luego conversamos acerca de películas y otras pendejadas con unos amigos que llegaron tarde a la reunión. A
eso de las 3:30 a.m él empezó a hablar sin parar –como
de costumbre–. Habló acerca de las películas que le gustaban. Se refirió a una con Jean Claude Van Dame que
le “partía el culo” y la había visto treinta y tres veces. En
ella el tipo malo, en pleno combate a muerte, le echa un
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polvito blanco en los ojos a Van Dame y queda ciego.
Entonces este recuerda su entrenamiento hiperarrecho
en un país oriental con un maestro japonés, o chino. Allí
le enseñaron a pelear con los ojos vendados y a utilizar
sus otros sentidos para determinar la posición de su adversario. Con el sonido que produce el viento al rozar la
piel de su oponente Jean Claude pudo prever sus movimientos y derrotarlo. Claro, mi hermano lo contó con su
peculiar estilo que a todos nos encantaba; gritos, movimientos inventados de karate e imitación a la perfección
del rostro de Jean Claude al momento de aplicar el golpe
fulminante a su contrincante –con todo y grito y mirada
de ciego–. Uno de nuestros amigos era muy gordo, entonces mi hermano le levantó la franela e hizo su imitación
del golpe en cámara lenta –a petición del público–, nadie
paraba de reír mientras el gordo caía; hubo un tipo que
carcajeaba dando tumbos en el suelo. Mi hermano en sus
movimientos casi rompe un jarrón, pero decir “casi” no
es lo mismo que decir “lo rompió” y, en su momento, fue
un alivio porque según el dueño era un jarrón chino de
la dinastía Wuang o Ming, o lo que sea, pero muy caro.
Él no le paró al comentario. Siguió hablando, dijo que le
gustaban las películas ochentonas y recordó las de Steven
Seagal. A él le encantaba esa vaina que realizaba el actor,
aunque nunca fue a un dojo ni practicó ningún deporte.
Decía que se veía tan elegante la forma en que le pateaba
el culo a los malos, no paraba de decir que “eso era matar
con estilo”. Era admirador del actor, mas no le gustaba
que no usara las piernas, él decía que si Steven hubiese
usado patadas voladoras en todas sus películas sería más
famoso que Chuck Norris o Bruce Lee. Fue allí cuando
249
vi en sus ojos esa mirada loca. Supe que haría una de
las suyas, como cuando se bajó el pantalón y se cagó en
plena sala porque no se aguantaba. Pude preverlo, pero
no reaccioné.
Continuó conversando; dijo que, a pesar de que en
las películas de Steven no había patadas voladoras, nunca
faltaban dos cosas: fracturas y lanzar a alguien por una
ventana. Entonces corrió como loco por la sala. Empezó
a imitar movimientos de Seagal y todos reíamos. Inmediatamente se lanzó por la ventana.
Él era un tipo al que se le olvidaba todo cuando tomaba. A veces me preguntaba qué había hecho la noche
anterior; después, cuando uno le contaba, se halaba los
cabellos y decía que no bebería nunca más. Al rato reía y
decía: “Qué vaina más loca. ¿En verdad hice eso?”. Preguntaba cualquier necedad y volvía a ser el mismo de
antes porque nunca se daba mala vida por las cosas que
hacía o decía borracho, y tampoco bueno y sano. Su lema
era: “Cuando un problema tiene solución, soluciónalo.
Cuando no la tiene, no te des mala vida y tómate un par
de birras”.
A mi madre le molestaban de él dos cosas: esa manera
de pensar tan “viva la pepa” y sus “travesuras”, pero él la
contentaba con un cocosette y una de sus serenatas con la
guitarra de doce cuerdas que le compró mi papá cuando
tenía 13 años. Era como un niño grande. Con ella siempre
fue cariñoso, una que otra vez falta de respeto; a veces,
cuando la veía ocupada, le agarraba las nalgas y decía:
“Ese culo está sabroso” o “rico, lo que se goza el viejo”.
Mi madre le lanzaba lo primero que encontraba con su
respectiva mentada de madre, pero él reía y corría. Un
día se detuvo y le respondió: “¡Pero tú eres mi madre!”.
250
Ella entendió la vaina, paró unos instantes y como que
asomó una sonrisa, pero al segundo reaccionó y le lanzó
un pote; lo peló de vaina. En otra oportunidad le dio en
todo el coco, él fingió desmayarse y ella palideció hasta
que él se incorporó de un brinco. Era demasiado payaso,
nadie podía arrecharse con él por más de diez minutos.
Mi papá había perdido toda esperanza de hacerlo madurar. No siempre fue así. Cuando estaba en la academia
militar él era su orgullo, no dejaba de hablar de lo bueno
que era Martín. Decía que daría un golpe para tumbar
al gobierno o que llegaría a general porque era muy disciplinado. No obstante, el día que le informaron que se
había dado de baja, no dijo ni pío. Martín, con el tiempo,
se disculpó con el viejo y este entendió que sus sueños
no tenían que cumplirlos Martín ni yo. Una vez dijo: “Si
no se puede, no se puede”. El viejo le tenía paciencia,
siempre lo acompañaba cuando necesitaba reparar el carro o en esos negocios de empresario emergente –todos
resultaron ser grandes fracasos–. Ellos tenían muchas cosas en común; eran fanáticos acérrimos de los Leones del
Caracas, les gustaba la mecánica y bebían de la misma
forma. Nunca llegué a beber ron con mi padre porque le
tenía mucho respeto, en cambio Martín una vez lo llevó
rascado a la casa. Sólo lo tiró en el sofá de la sala y se fue a
continuar con su rumba. A pesar de que mi padre le aconsejaba con tanto esmero y cariño, él no cambiaba; era débil ante la bebida y no se hacía responsable por nada, eso
era triste porque era una persona muy inteligente y culta.
Lo de él y la bebida era anormal, tragaba caña como
si fuese el fin del mundo. No le importaba nada. Mientras bebía era común que preguntara dónde estaba o en
casa de quién, la mayoría no le paraba y lo tomaba por
251
jodedera, se veía demasiado gracioso. Era tan mentiroso
y mamador de gallo que nadie sabía si hablaba en serio
o estaba jodiendo. Esa noche hizo lo mismo, todos reían;
incluso cuando se lanzó por la ventana, por segundos, se
escucharon risotadas. Reventó el vidrio y salió volando
como en las películas ochentosas de Steven Seagal. Pero,
como ya he mencionado varias veces, Martín olvidaba
todo cuando bebía; no recordó que estábamos en un
penthouse.
Ya no seré otra habitante
Rosanna Álvarez Barroeta
Lo que perdí en la enfermedad,
¿fue pérdida?
O fue esa ganancia etérea
que se obtiene al medir la tumba
para después medir el sol.
Emily Dickinson
“M
i vida está detenida al margen de su vida apagada”, me viene constantemente el relato de
Díaz Solís, pero esta vez no era Ophidia, esta vez era ella
quien estaba hablando inglés después de haber recobrado
la conciencia. Nadie sabía cómo, cuándo ni dónde había
pasado. Se había despedido de todos desde hacía mucho
tiempo, eran más de tres años desde la tragedia. Pero ella
no recordaba nada, parecía como si el cauce de las cosas se hubiese acelerado, y el tiempo se repetía como la
última vez que estuvo sentada en la mesa de la cocina
bebiendo una taza de café, fumando cigarrillos y sacando
las cuentas de los gastos semanales en una servilleta, que
sería archivada luego en el cuaderno contable de los servicios domésticos. Así estaba, aparentando ser normal y los
médicos tras ella tratando de hacer los múltiples diagnósticos posibles. Ya no recuerdo bien cuál fue el primero,
pero su vida ha sido una patología perpetua. Desde que
252
nació, sufrió un hundimiento en el lado parietal derecho
a través de un fórceps que le aplicaron porque la madre
no pudo dilatar lo suficiente al momento de dar a luz. La
veo cada vez más aferrada, cuando orgánicamente se está
desintegrando. No siente la realidad porque desde hace
un tiempo el umbral del dolor ha cesado. Nos conoce a
ratos y sigue con su carácter de siempre, manipuladora,
queriendo a todos a su disposición.
Era fin de semana y a mí me tocaba visitarla, llegar
hasta aquel lugar que tanto repudiaba. La rutina nos había obligado a tomar una decisión, esa que mejoraría las
cosas para todos porque nadie quería seguir viéndola así.
Entró a un centro de cuidado, sí, ese sitio donde hay especialistas que se dedican a los demás. Hace unos meses había mejorado, yo se lo conté a él, que me escuchaba. Ella
había hecho una regresión. “¿Cómo?”, me preguntaba él.
“No vas a entenderlo todavía, déjame explicarte”, le decía. Un comportamiento que necesitaba modificarse. La
convivencia se hacía cada vez más difícil en la casa. Este
es el preámbulo para darla a conocer, y vuelvo a pensar
en la serpiente estúpida que tanto me gustó la primera
vez que leí ese cuento. Lo que pasa es que esa historia
trata de la venganza y yo no quisiera pensar que te voy a
hablar de eso.
Ella volvió enseguida, como si de un lugar distinto la estuvieran llamando. Tenía una enfermedad incurable, inoperable e incluso indescifrable porque cuando estaba en
cama, en estado inerte, de un momento a otro salía por
sí misma.
254
La conocí cuando tenía cuatro años. “¿Dónde?”, me
preguntaba él. Tal vez cuando comencé a tener uso de
conciencia o cuando yo tomaba lecciones de lectura. Se
llamaba Martha, pero ella era maestra de un colegio que
quedaba en la avenida Bolívar de Valencia, por donde
estaba el gimnasio Nautilus. “¿Pero el Nautilus no es el
submarino de Julio Verne?”. “Qué sé yo, ahorita no estoy
para ese viaje”, respondí.
Yo vivía en un lugar a doce horas de mi casa, pues había tomado la decisión de irme a estudiar. Todo iba muy
bien hasta que el proceso de adaptación pegó y pegó, y
finalmente pude desarrollar una coraza. Ahí fue donde te
conocí, ¿recuerdas? Fue después de cumplir los 20. Era
bastante tímida, pero eso nunca fue barrera para socializar. Menos contigo. Tú estabas empeñado en buscarme
todos los días, en hacerme perder el tiempo y reunirte con
Oscar. “Pero no te quejes, Oscar vendría a ser primo tuyo,
bien amigos que se hicieron”, me dijo.
Primo y primer romance de una de las que vendría a
formar parte de mi grupo de amigas de la Facultad. Todo
eso fue espontáneo, ¿recuerdas? Hasta tú y yo jugamos póquer y te gané con un par de 10. Esa es mi jugada favorita.
Yo creo que esa enfermedad la jodió. Ella todavía tiene
recuerdos, pero la enfermedad la lleva consigo y la hace
dormir muchos días seguidos. Pero eso te lo cuento sólo a
ti. Justo ahora que acabo de leer un informe. La respuesta
era la que yo esperaba, sin embargo, de que es fuerte, lo
es. Yo le dije al médico que ella no quería irse, que todavía no esperaba la muerte, y que yo sería la única persona
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que iba a saber el momento en el que ella quisiera partir
(una idea que yo me había inventado). A mí también me
tildaban de estar desfasada. No creían lo que yo sabía, y
aunque había seguido algunos pasos de su vida no era
suficiente para saberlo todo, como mi familia creía. En
su profesión fue dedicada, se entregó a la búsqueda del
ser, a los principios de la filosofía como parte del hombre,
pero la academia se perdió entre tantas veces que se había
quedado dormida.
Todo se le ha olvidado. A veces pienso que sólo es
un juego, uno de esos que hacen en el sitio en el que
está internada, donde los mandan a jugar el mundo al revés. Algo así como la visión que tenemos frente al espejo,
como las cosas alucinantes que pensaba Carroll. Pero ella
lo hace por su trastorno mental, ¿entiendes? Esos pensamientos siguen allí en su subconsciente, sólo que ella
se ha creado otra figura de sí misma. Aunque no puedo
negar que el deterioro cognitivo es notable: algunas veces
pierde la coherencia y cae en esos discursos incomprensibles, delirantes, figurándose en un contexto ajeno, donde
ella, todos, tú, yo, somos unos ases hablando sin remedio.
No la culpo a ella ni a nadie de ser quién es. Trato de
entenderla aunque esto sea un lenguaje confuso, porque
sé que la enfermedad la ha ido transformando. Es como
tener otro yo, ser dos personas distintas, pero aun así ella
sigue siendo mi pilar, como la protectora de todos mis
vacíos. Unos dicen que la obsesión le quitó toda la estabilidad física y la llevó a una ciudad oscura; están quienes
afirman que no tiene nada, que es sólo la expansión de
su imaginación. No sé qué pensar, hasta ahora vivía abstraída, y eso hacía que yo circundara en el posible porqué
de aquello, con mesura porque no quería que la gente lo
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notara. Traté de buscar las pistas muchas veces, pero me
duplicaba la edad y yo no podía saberlo todo. Una vez
me llevó a una fuente de soda, el Atrium de Valencia,
que quedaba en el centro comercial donde le entregaban el vale de caja mensual por su sueldo de profesora.
Ese día dijo que me había dedicado una parte de su vida,
que después de mi nacimiento quiso firmar la carta de
jubilación, indudablemente un acto de proeza y entrega.
Yo humildemente le agradezco todo lo que me ha dado,
por eso quiero ayudarla y no me gustaría desilusionarla.
Sin embargo, ella ha creado la ruptura en nuestra familia.
–¿Por qué? –Ya te dije que esto no es la vendetta.
Esta es la historia. La familia poco a poco se fue esfumando y la casa empezó a cobrar un aspecto sombrío, yo
incluso empecé a sentir una sensación de silencio rara.
Pero en la casa no éramos muchos, así que me resigné.
Tampoco sé por qué razón ella nunca ha participado en
los momentos especiales de nosotros, muchas veces creí
que no le importaban y que había un momento preciso en
el que se hacía pasar por delirante. Y ahora que recuerdo
esos momentos la adicción se interpone y es la única cura
y celebración. La cura que había sido el presagio desde
que le dio la primera convulsión a los once años de edad.
Esta ha sido la excusa perfecta para olvidar todos nuestros
cumpleaños. En los momentos cumbres, esos que dicen
marcar historia personal, ella se ha enfermado. Tenemos
que postergar todo y salir corriendo literalmente. Resulta
que en ese momento yo dejo pasar una servilleta amuñuñada de impotencia y de infelicidad. Nos ha tocado
conformarnos, nos ha tocado vivir y pensar en un futuro
donde no sé qué color ni planes formarle. Más de 15 hospitalizaciones en estos últimos años. –¿A raíz de qué? La
mayoría no se cree la enfermedad y es que esa patología
es congénita en mi familia. Yo por lo menos he salido
recientemente de una, y mis amigos y los demás me reclaman, no me creen, sólo me dicen que salga del hueco.
Si fuese realmente tan inútil no existirían los psiquiatras,
quienes intervienen en tus emociones. Pero de este tema
no quiero hablarte ahora. Es lamentable vivir con una
persona que te contamina sin deseo, además te arrastra,
–¿Así como la serpiente? –Sí, así como la serpiente que
tiene tu profesora de latín tatuada en el seno. Esos trastornos ocasionan sufrimiento del bueno, déjame decirte.
¿Sabes qué pienso? Que hay personas que creen que la
locura no existe porque no la conocen, y aunque tú y yo
tampoco la conozcamos siempre nos hemos preguntado
de dónde proviene. La mayoría sabe que hay algo más
allá de la cordura; después de todo, cada persona tiene
algún signo oculto. Pero ahora, haciendo este recuento,
puedo decir que alguna vez me he figurado en una posible demencia, pero me ocurre sólo cuando estoy frente
al espejo. –¿Y eso? –Me pasa porque cuando me veo no
me reconozco. Acá viene el problema, lo que es ella y lo
que soy yo. Ella está enferma y yo todavía no sé qué es lo
que tengo. A veces me siento como si también tuviese
lo mismo, pero suelo hacer largas siestas para evitar esos
pensamientos. Trato de buscar ayuda en esos momentos
de desasosiego y angustia, y algunas veces los síntomas
vuelven una y otra vez. –Ah, yo pensaba que eso se reducía a tu manía de adelgazar. –No siempre, a veces va más
fuerte. Pero, espera, ¿me estás viendo gorda de nuevo? Es
que he aumentado 5 kilos. –Para nada, 5 kilos te hacen ver
mejor desnuda, eso no es nada. –¿Estás seguro? –Seguro.
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No se trata de caer en un pánico cotidiano, el que nos rodea en las ciudades inseguras donde vivimos, es el pánico
somático. Ese que nos empieza a subir luego de tener un
pensamiento negativo o de recibir una noticia inesperada.
Cosas semejantes, adversas, esas que viven los psicóticos
destinados y los no psicóticos predestinados. Esas conductas que me tocó vivir con ella en el hospital de sanación
mental que queda en la ciudad de Mérida, el San Juan de
Dios, donde hay dos edificios gigantes (uno de esos para
críticos), y ella se quedaba en el cafetín que estaba justo
en el medio. Entonces, era de pensar, ¿por qué se quedaba
en el medio si ella misma sabía que su lugar era uno de
los dos? Y ahí se ponía a hablar, tenía una cuenta abierta
para comprar lo que quisiera y como los que la acompañaban no tenían una igual, le pedían que les brindaran
algo, así fuese un ponqué o un pan con mantequilla de
maní artesanal. Los enfermos que la acompañaban hablaban con ella y se sentían reconfortados ante su discurso.
Su retórica de más de veinticinco años de docencia en el
área de Filosofía siempre había prevalecido. A los demás
les gustaba su dominio por la explicación detallada de lo
que hablaba. Ahí conoció a Eljuri. –¿Quién es ese? –Uno
que llegó ahí por pasarse de gotas. –¿Y qué papel juega
ese? –Ninguno. No todos quieren vengarse.
Ella, cuando despegaba, se veía como si algún peso la
invadiera, pues la caída era voraz. Hay algo extraño de esa
vez que estuvo en el hospital, había una enfermera que era
de los pueblos del sur de Mérida y creyente de leyendas y
sahumerio. La mujer le dijo que sentía una energía distinta
cuando se le acercaba, y que era bueno que se diera cuenta
para que saliera rápido de aquello. –¿Me estás jodiendo?
259
–No, yo con esas cosas no juego. Tampoco quiero creer en
oráculos. Yo escuchaba escéptica, pero igual me erizaba.
Todavía recuerdo cuando ella decía que había que creer
de vez en cuando en los espíritus. En cambio, yo siempre
he tenido una compulsión errónea de persignarme para
creer que eso me salva.
Quiero irme, dije en ese momento que la volví a ver,
sentada en una mecedora de mimbre, botando sus pastillas porque el párkinson la dominaba. Mi sensación al
estar a su lado era desconcertante. Me provocaba salir corriendo, pero era fin de semana y me prometí a mí misma
que iría. Me senté y empecé a hablarle, vi sus manos moviéndose, vi las mías que son iguales a las de ella, pero
sin párkinson. Vi su piel y la comparé con la mía, pero
ella estaba deteriorada, hurgué entre sus facciones grandes, sus ojos que todavía hablaban, y de repente me sentí
tan parecida físicamente... Pero ¿quién es ella? ¿Acaso es
mi madre? No lo es, pero lo intentó. No me dio la vida,
pero me crió. Me dio la mayor protección, me ayudó a
construir y deshacer conversaciones, hicimos dibujos y
rayamos libretas. Jugábamos ludo hasta aburrirnos y hablábamos del árbol genealógico de la familia, como alternativa de distracción.
Esta es su segunda parte de la historia donde ella es
alguien, pero no se configura del todo. A veces me da
una impotencia tremenda, le hablo desde cualquier lugar
donde estoy y le pregunto: ¿Adónde te has ido? ¿Por qué las
cosas han ocurrido de esa forma? Ya la casa está cerrada,
la cocina ha acabado. Nadie come a la hora exacta, el horario cambió y de esa forma ella empieza a deteriorarse,
sin reloj, sin hora, sin días. Yo, mientras, me quedo en la
espera de volver a la fuente de soda donde ella me llevaba
260
todos los meses a desayunar. A veces la única forma de
encontrarla es a través de una humareda de recuerdos,
algunos me estremecen, otros me llevan a pensar en la felicidad. Me estoy despidiendo de los vínculos que todavía
nos unen. No sé qué pensar de su padecimiento. Tengo
más de diez años dándome cuenta de la dependencia y
adicciones que tiene a los fármacos. Hace menos de cinco
años la tuvieron recluida en Caracas. Yo quisiera contarle
a los demás qué es realmente lo que tiene, sin tabú, sin
prejuicio, sin recelo, pero no todas las personas están dispuestas a entenderlo. Hay otra historia paralela. Está la
mía, que se está convirtiendo en espejo de esa consecuencia, porque las patologías agarran su cauce y envuelven a
los demás. De una manera ineludible fue parte de mí; si
ella no hubiese existido yo no estaría aquí, viéndola desde
esta silla, tratando de enumerar cosas. No se puede decir
tampoco que no vivió, sí vivió, y sigue todavía. Pero ya su
vida ha caído en el pasado porque el presente es discontinuo, no tiene el mismo sentido que puede tener otro.
¿Cuál habrá sido el detonante? Me queda la dicha de haberla conocido en otras fases. Ahora su memoria está escondida y polvorienta ante todo lo que sabía. No recuerda
casi nada –no reconoce a todas las personas–, no se trata
de un alzheimer, es más parecido a una demencia senil.
Se le olvidan las cosas, se acuesta en una cama en un estado catatónico, se retuerce ante los medicamentos y yo
tengo que contar todo esto antes de que la examinen, antes de que el médico pregunte qué ven las personas que están a su alrededor. Me gustaría no ver todo lo que ocurre,
pero así fue desde siempre en el lugar donde habitábamos.
Y ahora somos dos quienes están a su lado. Los otros no
pensaron en que ella seguía allí, no tan parecida a lo que
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era antes, pero se podía ver. Su materia pierde sustancia,
igual que sus brazos derraman sangre por su fragilidad capilar, pero sus ojos están intactos. ¿Hasta cuándo? Llegó
la hora de dejar esto así e irme a otro lugar. Por eso estoy
aquí, diciendo todo lo que me pasa, lo que me concierne,
lo que ella me dejó y me enseñó, porque ya lo hizo, ya
dejó este mundo.
Todavía recuerdo aquella frase donde decía “Ya no
seré otra habitante”, y es que los linderos se ampliaron en
exceso. Dicen que lo más parecido a la muerte es la cercanía a la redención, no hay de otra. Hay que redimirse ante
lo que viene y cambiar el sentido. “La muerte es una bella dama que llega sin avisar”, algo así decía Kierkegaard.
Yo no he pensado mucho en la muerte, trato de evitarla
y caigo en los círculos repetitivos de querer dormir. El
conocimiento está revertido, explico, la veo sentada, hablando y creo que se le voltearon las frases. Esas que siempre buscaban un porqué. A pesar de sus desconexiones,
ella trata de atarse un poco más a nosotros para hacernos
sentir culpables de lo que significa estar allí, pero nadie
quiere que ella esté así. Hay muchas cosas qué pensar en
cuanto a eso. Ella se dibuja ciertamente hostil ante su enfermedad y las personas que la rodean no le creen porque
nadie dijo que fuera fácil. Se transforma tantas veces…, la
última vez que la visité la enfermera me preguntó. ¿Qué
podía pensar? Me tocó agachar la cabeza y entregar un
pastillero lleno.
Después de todo sigo acá, contando cómo es ella,
cómo deben tratarla. Ese día hablé con la persona encargada de recibirla, quien iba a cuidarla todos los días
porque los que estaban cercanos se habían ido. Una vez
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la casa se cerró y la habitación se inundó, parece que el
suero que había quedado se tragó la cama y disolvió las
sábanas. La última vez que alguien entró encontró un
pozo y la mancha de haberse secado un agua, varios saltamontes nacieron de lo que había quedado. No se sentía
el calor de que alguien había estado allí, las fotografías
desaparecieron. Por un momento me avergoncé de lo que
estaba viviendo, la ansiedad de salir de ese lugar en el que
me encontraba, una prisión, no saber qué hacer mientras
la veía. Un reflejo de una herencia, una familia, una imagen que he construido. Pero salí y la dejé. Ha sido más
difícil para mí porque ella ya me dejó desde hace tiempo,
en cambio, he sido yo quien acaba de cerrar este capítulo porque se trata de mí, ella no puede pensar en esta
situación. Quizás yo siga con mi tratamiento de olvido o
recuerdos. Los que queden van a permanecer mientras
yo me siento en cualquier lugar aireado a encontrarlos.
Todo ha cambiando y esta ciudad se percibe más escasa,
se esconde. Vivir en esta ciudad es diferente.
Su inefable respiración puede contarse cada minuto.
Nadie quiere ser parte de ella. El cementerio está abierto,
las flores están esperando, los vasos de agua están llenos
y las señoras que han estado a su lado sólo esperan la llamada para atender a la gente que llegue a visitarla. La
que piensa soy yo –en que me estoy mudando antes de
tiempo–, ya no puedo percibir su aliento. Tengo que soltar el espejo, dejar el reflejo lejos de lo que me pertenece.
Ahora regreso a lo que yo era, a lo que éramos, ¿recuerdas?, dos que nos queríamos, dos que daban todo por los
secretos, esos que no se han resuelto del todo porque no
sabemos el origen, pero nos enorgullecíamos de perder
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el tiempo. Se saben pocas cosas de soslayo, aun cuando
cada quien maneja su propia verdad. Han pasado ciertos
años y el área se expande un poco más y sigue su propio
eje, yo no quiero seguir pensando en eso. Yo me fui de
su vida, ella de la mía, allá se queda víctima de lo que le
sucedió. No caben los prejuicios, sólo abarca una imagen
general, una forma de lo que fue. Nunca se terminará de
decir quién fue realmente y si está aquí ahorita o no, o
si soy yo misma. Estará para quienes la hagan presente,
de otra manera no habrá presencia sino soledad. Las intuiciones han desaparecido, ya no quiero seguir dejando
hipótesis, y ¿conclusiones? Ya no. No se puede llegar a
lo finito cuando lo infinito permanece o cuando existe
la ambigüedad, nos conformamos muchas veces de dos:
dos frases, dos versos, dos extremidades, y la ¿locura? Otro
tema inentendible para muchos y cotidiano para otros, se
llama locura a lo fuera de lo común. Una proposición
superpuesta de dos.
Ese día me levanté de la silla donde estaba siguiendo
esa conversación absurda, esa que la mujer no entendió
y se aburrió de tantos detalles. Ahora me encuentro aquí,
hablándote, pidiéndote que vengas (que venga ella) porque quería contártelo primero, buscar un diálogo con alguien pero nadie apareció porque ella está quedándose
dormida, aunque no del todo. Las dos estamos, las dos
padecemos, y esto tiene que cerrarse, pues ya no será lo
mismo. –¿Qué quieres que haga? –Nada, tenemos que irnos. –¿Sigues pensando en ella? –­ En Ophidia no. Pienso
en la pérdida.
Por fin logré dar con la despedida.
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ÍNDICE
Prólogo...........................................................................7
Héctor Torres
VII Edición - 2013
Veredicto........................................................................13
Barricadas......................................................................17
Delia Arismendi
Para Elisa.......................................................................41
Gabriel Payares
Apocalipsis a la carté.................................................... 47
Maikel Ramírez Álvarez
Esta Propatria............................................................... 61
Nora Edén Mora
Decembrina noche caraqueña.................................... 75
Andrea Carolina López
También sobre el alma nieva...............................................85
Carlos De Santis A.
No somos modernos..................................................... 93
Ricardo Ramírez Requena
La vida sexual y triste..................................................223
Diego Alejandro Martínez
Friend .........................................................................107
Caín
Una escena al estilo Steven Seagal.............................243
Roberto Enrique Araque
VIIi Edición - 2014
Veredicto......................................................................129
Blood........................................................................... 133
Tibisay Rodríguez
Para siempre................................................................ 141
Rodolfo A. Rico
Palmadas en el hombro............................................... 151
Juan Manuel Romero
Días de gracia...............................................................................163
Pedro Varguillas
Flor ........................................................................... 181
Isabella Saturno
La mesa.......................................................................189
Víctor Mosqueda Allegri
La muerte elocuente....................................................211
Yorman Alirio Vera
Ya no seré otra habitante.............................................253
Rossana Álvarez Barroeta