Untitled - Polska Viva

Título: VALENCIA, VARSOVIA, VLADIVOSTOK
Werner Deichmann Juan
de la ilustración, Daniel del Rosal García
ISBN: 978-83-940609-0-9
Depósito legal:
Capítulo 1
Varsovia
Dos Chevrolets Tahoma negros se alejaban de Varsovia. Se dirigían hacia una concurrida casa en la pequeña ciudad dormitorio
de Pruszków.
En uno de los coches iba un grupo de empresarios españoles. En
el otro, un grupo de polacos, entre los cuales se encontraba Eduardo Nowak, el único que tenía sangre española, el artífice de aquel
encuentro y de la empresa de importación de frutas y verduras que
iban a fundar entre todos.
Eduardo tenía muchos de los rasgos que distinguían a los españoles, un pelo muy oscuro, casi negro, una estatura de un metro
setenta y dos, que le situaba por debajo de la media polaca, y una
contagiosa energía que todos atribuían a su origen latino. En cambio, el cuerpo recio y delgado, como si lo hubiesen esculpido del
tronco de un abeto, era un rasgo que, junto a sus ojos, de un azul
muy pálido, casi metálico, delataba su origen eslavo.
—Y ¿qué crees? —le preguntó uno de sus compañeros—. ¿Quiénes son mejores en la cama, las polacas o las españolas?
Eduardo sonrió, era una pregunta trampa. Si decía que las polacas, no le iban a creer —las españolas tenían fama de ser mucho
más fogosas y apasionadas y, aunque ninguno de ellos había visto
una europea del oeste más que en la televisión, confiaban a pie
firme en el estereotipo—, pero si contestaba que las españolas, iba
a herir el orgullo patriótico y comenzaría una discusión estúpida en
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la que todos los demás le enumerarían las increíbles cualidades de
las autóctonas.
—Las polacas —contestó— son más esbeltas, más altas, de ojos
claros, tienen las piernas largas y bien formadas y siempre están
dispuestas a hacer el amor. Las españolas, en cambio, son más bajitas y voluptuosas y, aunque sus modales son demasiado directos
para nosotros, aprecian mucho la caballerosidad del hombre polaco; en eso superamos mucho a los españoles.
—Pero, bueno, ¿cuáles son las mejores en la cama?
—Hombre, depende —dijo, dándose tiempo para pensar en cómo
salir del paso—. Si es con las luces apagadas, las españolas, pero con
las luces encendidas no hay como las polacas.
El grupo entero estalló en carcajadas. Tardaron un tiempo en
volver a la calma, dada la excitación general.
Eduardo se regocijó en el estupendo efecto de sus habilidades
sociales. Se imaginó sentado en el coche de los españoles diciendo:
«Si es para mirar, las polacas son mejores, pero si es para tocar, no
hay ni punto de comparación con las españolas», y el efecto hubiera
sido el mismo.
Cada uno se iba haciendo una idea de lo que se encontraría
cuando entraran en el local. No todos estaban contentos, ni todos
habían aprobado la idea de celebrar de aquella manera la firma
del último contrato, pero Eduardo ya había hecho aquello antes y
sabía que si las chicas eran tan guapas como le habían prometido,
las reservas morales de los más conservadores se desmoronarían al
verlas desnudas. No había nada que cementara mejor una relación
entre hombres que una buena orgía, y con los españoles, si se quería hacer buenos negocios, primero había que ser buenos amigos.
Dado que ni sus compañeros polacos hablaban español, ni los españoles polaco, y que pocos allí hablaban inglés, lo único que podría
unirles era hacer todos el ridículo juntos correteando desnudos tras
de chicas que se dejarían atrapar a la primera de cambio y compartir litros de vino y vodka.
Tras llegar al aparcamiento, se bajaron los polacos, elegantes y
comedidos, intentando disimular su excitación, mientras observaban
atónitos al bullicioso grupo que bajaba del segundo coche. Los españoles bromeaban y se reían a gritos, se comportaban como niños. El
grupo polaco había descendido de su Chevrolet de forma ordenada,
primero el jefe y después los empleados, mientras que el grupo español pareció lanzarse en tropel hacia las puertas del local..
Como Eduardo esperaba, nada más entrar y ante la vista de
las hermosas muchachas que, ligeras de ropa, paseaban por la sala
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principal, las diferencias culturales desaparecieron por completo.
Eduardo había tenido una abuela española, una vieja republicana huida del régimen franquista que se refugió en los brazos de un
alto funcionario del Partido Comunista de aquel país y que cuidó
de su nieto cuando sus padres murieron, inculcándole el amor a un
país lejano y, para la mayoría de la gente que conocía, exótico.
El amor a España lo compaginó tan bien con los negocios que
cuando empezó a trabajar en la cadena de supermercados comprendió el enorme potencial que tendría poder salvar las barreras
culturales que separaban a ambos países, particularmente en la importación de frutas y verduras. No le cupo duda alguna cuando le
ofrecieron coordinar la creación de la parte polaca de la nueva empresa internacional, de ser el hombre ideal para aquel trabajo.
Con el ánimo encendido por el éxito y la cabeza llena de ideas
para su futuro, entró Eduardo siguiendo a sus compañeros polacos
y encabezando al grupo español.
La estancia contaba con una gran plataforma circular en el centro de la cual un poste metálico ascendía hacia el techo. Alrededor
de la plataforma, que se elevaba a la altura de sus cabezas, un hueco
a modo de foso y una barra de bar acogían a la mayor parte de los
clientes. La sala era muy grande y estaba repleta no de mesas, como
hubiera cabido esperar, sino de camas redondas, de montones de
cojines, de pequeñas mesitas por todas partes, pobladas de copas y
botellas, y de sillas junto a las camas.
Eduardo había explicado a todos que aquel local no disponía de
habitaciones, lo cual era mentira, pero que la belleza y la prestancia erótica de las chicas supliría cualquier molestia, como pudieron
comprobar posteriormente los asistentes.
No tardaron mucho en aparecer las tan esperadas prostitutas,
que comenzaron a pasearse alrededor de la barra y a hablar con
sus potenciales clientes. Para sorpresa de los españoles, había muchas que hablaban su idioma. Las había, de hecho, que hablaban
hasta cinco lenguas, pero no era su nivel cultural lo que más se
esperaba de ellas. No tardaron en desgajarse las primeras parejas
en dirección a las camas. Fue en ese momento cuando descubrieron la utilidad de las sillas. Las chicas, solícitas, desnudaban a los
hombres dejando sobre su respaldo la ropa bien doblada, antes
de quitarse alegremente lo poco que llevaban puesto y de tirarlo
por ahí.
Eduardo contemplaba aquel panorama como si de un director
de orquesta se tratase, pero uno especial, uno que solo se preocupara de organizar la disposición de los músicos y de mover un par
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de veces la batuta, lo suficiente para que todo empezará a suceder
al unísono y evolucionará al mismo ritmo. Después, dejaría ya que
todo sucediera libremente, convencido de que para lo demás se
hacía innecesaria la dirección.
Tan absorto estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta de
que solo él y un hombre maduro sentado a su lado eran los únicos
que faltaban por pasar a revolcarse desnudos por las camas. Este
último era el director de una de las mayores empresas andaluzas exportadoras de fresas. Eduardo lo conocía muy bien. El hombre habló con un profundo acento mientras sostenía en su mano un cuba
libre, indeciso, sin terminar de decantarse por beber o hablar.
—Haces bien en no participar de la orgía. Estas cosas son muy
peligrosas.
—No, hombre, ni hablar, estas chicas solo hacen el amor con
preservativo, y además pasan exámenes médicos cada tres meses.
—Veo que sabes del tema. Entonces no es que no participes por
escrúpulos.
—No, ¡qué va! Debo de conocer la mitad de los burdeles de Varsovia. Mi sangre española, ya sabes.
—Ja, ja, ni falta hace que me lo cuentes. Yo a tu edad era un
fiera, qué te voy a contar, pero ahora, con los achaques.
—Pues, entonces, ¿por qué dices que es peligroso? Parece que tú
también te lo has pasado bien en tus tiempos, ¿no?
—Ah, amigo. He visto a más de uno enamorarse de una puta,
y te diré una cosa: esas chicas se enamoran a veces de los clientes,
pero no son pocas las ocasiones en que tienen tipos peligrosos a los
que rendir cuentas. He visto a más de uno acabar muy mal, no por
las chicas, que por lo general son de lo más inocentes, sino por los
desalmados que las manejan.
A Eduardo le sorprendía esa capacidad tan española de ponerse
trascendental después de beber unas copas de más. Los polacos se
pasan la vida escondiendo sus emociones, como si revelarlas les
hiciese vulnerables, y cuando beben se liberan de ese corsé social,
bailan, hablan a gritos, bromean y se divierten como si esa fuese la
última fiesta de sus vidas. Ningún polaco se pone a filosofar estando
bebido, pero los españoles sí; no todos, desde luego, pero siempre
hay alguno que lo hace y a nadie le parece raro, e incluso es probable que otros que hasta entonces hayan estado bailando y riendo
dejen la diversión y se unan a la tertulia. Pero ¿por qué? ¿Es que hay
algo que les impida hacerlo sobrios?
—Puede que no tenga tus años pero ya estoy bastante curtido. A
mí eso no me pasaría.
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—Dime, ¿alguna vez te ha engañado una mujer? ¿Sabes ya lo que
se siente cuando te ponen los cuernos?
Eduardo tenía veintiocho años y aunque había pasado ya por
muchas relaciones, no podía decir que le hubiesen engañado. Había
salido con chicas que salían a su vez con alguien, pero no se había
sentido engañado. Algunas con las que tuvo historias bastante superficiales le dejaron por otros, pero no se sintió abandonado.
—Creo que no, pero ¿qué tiene eso que ver? He conocido montones de mujeres, dentro y fuera de los burdeles. ¿Cómo no voy a
estar curtido?
El empresario andaluz ya no le escuchaba. Miraba absorto a la
chica que bailaba en la barra. Era alta, delgada, pero con unos preciosos pechos que de ninguna manera podían ser artificiales. Su melena
larga, negra, iba recogida en una coleta que movía al girar como si
tuviese vida propia. Tenía una piel blanquísima, la luz se reflejaba en
ella como en porcelana. Llevaba un tanga tan oscuro como su pelo
y resaltaba la perfecta forma de sus nalgas. A diferencia de las otras
chicas, bailaba sin tacones. Se movía ora con una suavidad tal que parecía estar frenando el mismísimo paso del tiempo, ora con la rapidez
y flexibilidad de una gata. Eduardo también se quedó extasiado. En
un momento le pareció oír a su compañero un «Ya te lo había dicho».
Se giró y le miró. El hombre estaba boquiabierto observándola. No
iba a tardar mucho en gotearle la baba sobre la barra. Entonces se
dio cuenta de que él no podía haberle hablado y de que el tiempo
verbal hacía referencia a algo expresado en un pasado remoto. Volvió
entonces a mirar a la chica, que justo en aquel instante hacía un giro
a una velocidad imposiblemente lenta alrededor de la barra vertical
y descendía en espiral mientras se agarraba con una pierna y la otra,
extendida, terminaba su trayecto mostrándole la planta del pie. La
chica le miró a los ojos y sonrió al tiempo que se soltaba la coleta y
liberaba la melena. Era una sonrisa dulce, que armonizaba maravillosamente con sus facciones ovaladas. Pero eran sus ojos negros lo
que le tenían paralizado.
Una llamarada recorrió sus entrañas. El deseo de poseerla, de
hacer suya a la dueña de aquellos ojos incendiarios, de aquel cuerpo felino, le atenazaba. Entonces volvió a oír la frase, «Ya te lo había
dicho», y supo que estaba atrapado. Si ella se le acercaba, haría todo
lo que le pidiera.
La chica del pelo negro recogió el sujetador que había tirado al
suelo y bajó por una escalerilla hasta el otro extremo de la barra.
Por un momento desapareció de su vista. Sintió como si le hubieran
dejado entrever el paraíso a través de una puerta semiabierta para,
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de pronto, cerrársela en las narices. Pero no tardó mucho en volver
a aparecer.
Eduardo supuso que ella se habría cambiado en alguna sala contigua a la principal, porque llevaba un vestido negro de látex. Vio
como se acercaba desde lejos, esquivando a los sobones que se levantaban de sus camas para pedirle que hiciera el amor con ellos.
Se movía con tal gracia que los hombres no llegaban ni siquiera a
rozarla, los evitaba de tal manera que parecía repelerlos como un
imán repele a otro del mismo signo. Se dirigía hacia él y lo hacía
sin dejar de mirarle ni un solo instante. A medida que se acercaba,
sentía cómo la intensidad del deseo se hacía insoportable. Tenía
también miedo…, miedo a no ser capaz de articular palabra, pero
sobre todo un temor punzante, como el que se siente al poner los
pies en el borde de un precipicio y mirar hacia abajo. Ella estaba
allí, en el fondo, atrayéndole hacia sí con una fuerza cada vez mayor
a medida que se acercaba. Y él iba a caer.
La chica llegó y se sentó a su lado en la barra. Al hacerlo dejó de
mirarle, como si ya no le interesara y pidió un champán. Eduardo
conocía el juego. Estaba conminándole a que la sedujera.
Puede parecer absurdo que una prostituta requiera que la seduzcan en un burdel, pero Eduardo estaba demasiado aturdido como
para planteárselo. Era algo que sabía hacer tan bien como aquellos
que dicen ser capaces de hacer algo hasta con los ojos cerrados.
Incluso cegado por el deseo sabía lo que tenía que hacer.
—Si no te importa, te invito yo —le dijo.
—Ni mucho menos —contestó ella mostrándole aquella deslumbrante sonrisa.
Eduardo llamó al camarero. El hombre sacó rápidamente dos
copas y les sirvió champán.
—Pensaba que eres español. Te he oído hablar con ese señor a
tu lado.
—¿Y entendías lo que decíamos?
—Solo un poco. Yo hablo pequeño español.
Eduardo se rio cariñosamente.
—Encantado te daría clases de perfeccionamiento.
—Seguro que eres buen maestro —le dijo devolviéndole la sonrisa.
Increíblemente, se quedó sin palabras. No se le ocurría qué decirle. De pronto, de todo su repertorio, mil veces ensayado y otras
tantas corregido con la práctica, no podía encontrar ni una sola
frase que no sonase estúpida, artificial, pretenciosa o patética. Su
mirada le tenía clavado. Sentada en el taburete giratorio de cuero
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rojo, había dirigido sus piernas cruzadas hacia él, de manera que
casi podía tocar sus rodillas sin extender las manos, que tenía unidas por las palmas, con los dedos apuntando a sus muslos. ¿Era eso
lo que ella quería que hiciese? Después de todo estaban en un burdel, pero ella había comenzado el juego de la seducción. Si lo hacía,
rompería las reglas, y quizás se acabaría todo.
Fue ella la que encontró la salida a su indecisión. Se inclinó hacia él y le preguntó:
—Antes de venir me dijeron que necesitaban chicas que hablaran algo de español, por eso estoy aquí, pero no nos dijeron a que
os dedicáis. ¿Qué es lo que haces?
—Soy el presidente de una empresa hispano-polaca de importación de frutas y verduras.
Aquello no era cierto, pero sí mucho más sencillo que explicar
su función de mediador entre dos grupos de empresarios de diferentes nacionalidades, e impresionaba más.
—Debes de viajar mucho entonces.
—Sí —dijo sintiéndose un poco más relajado—, pero me encanta
estar a caballo entre dos culturas tan diferentes como la polaca y
la española.
—Te comprendo muy bien. Yo misma estoy a caballo entre Ucrania y Polonia.
—Y un poco España; si no, no habrías estudiado español.
Ella se rio complacida. Al hacerlo, giró levemente, rozándole las
manos con sus rodillas.
—El porqué de que hable español es una historia muy larga.
—¿No podrías hacer un resumen?
—¡Uy!, no, de ninguna manera, y aunque pudiese seguro que te
aburriría, no es para nada interesante.
—Bueno, pues…
—Me encantaría viajar a España. Nunca he estado, pero he oído
hablar de Ibiza, Lloret de Mar, Mallorca.
—Esas son zonas turísticas, no España.
—Pero están en España, ¿no?
—Sí, pero si lo que quieres es tomar el sol, da igual ir a Ibiza que
a Creta o Sicilia. Las playas, los hoteles y los restaurantes son todos
iguales.
—Seguro que tú podrías enseñarme lugares más interesantes, ¿a
que sí?
—No lo dudes.
—¿Porqué no me tocas un poco? No muerdo.
Eduardo puso sus manos sobre sus muslos. La sensación era deli13
ciosa. Ella estaba inclinada hacia él de tal modo que para besarla solo
necesitaba girar un poco su cara. Cuando lo hizo, ella se apartó.
—Nada de besos.
Eduardo se sintió contrariado. Sabía que a las prostitutas no les
gusta que las besen en la boca, pero, en su atolondramiento, se le
había olvidado con quién estaba hablando.
—Perdón —dijo él.
—No, hombre, no te preocupes —dijo con dulzura—. Nada de
besos en público. Vamos a un lugar privado y más tranquilo. Aquí
hay mucho jaleo.
Miró a su alrededor. Siguiendo sus instrucciones, los grupos de
polacos y españoles se mezclaban arrastrados por las chicas, que
jugaban con ellos a compartirse e intercambiarse. Lo que no comprendía, hipnotizado por los pasos de aquellas piernas increíblemente largas y bien proporcionadas, era cómo podía romper ella
la orden que él mismo había dado al gerente de aquel club de que
nadie supiera que había dormitorios tras las cortinas que, oportunamente, se habían colocado disimulando las puertas. Acaso ella
sabía desde el principio quién era él. Quizás se la habían enviado en
agradecimiento. Las dudas se disiparon cuando, a pocos pasos de
la cortina roja, apareció un alto y fornido albino con pinta de hacer
halterofilia a diario y de no haber tenido jamás una brizna de pelo
sobre el cráneo.
—¿Adónde van? —dijo bloqueándoles el paso.
—Está bien. Soy Eduardo Nowak, el organizador de esta fiesta.
Déjenos pasar.
—Un momento.
El gigante acercó su boca a la solapa, dijo algo en ruso y esperó
unos segundos sin dirigirles la mirada ni cambiar de posición.
—De acuerdo, adelante —dijo apartándose de su camino.
Cuando salió de allí, acompañado por sus agotados pero felices
colegas, más que andar fluía.
Durante el camino de vuelta a Varsovia, los recuerdos de las
horas pasadas en compañía de Magdalena Petrova, la veinteañera ucraniana que acababa de estremecer su mundo, hacían que se
mantuviera al margen de los socarrones comentarios de sus colegas.
Estaban tan entregados a sus vivencias que no habían reparado en
que uno de ellos no participaba. Mientras Pawe_ comentaba como
había estado discutiendo con Pablo por una chica, hasta que ella les
hizo notar que se llamaban igual, Eduardo, lejos de todo aquello,
recordaba las caricias de Magdalena. Mientras estallaban las risas al
aclarar Pawe_ que, tras decidir compartirla de forma salomónica, la
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mitad para uno y la mitad para el otro, comenzaron a discutir sobre
qué mitad iba a disfrutar cada uno, Eduardo recordaba la voz suave de Magdalena hablándole al oído, describiéndole lo que sentía
al deslizarse lentamente sobre su cuerpo, sin escuchar los detalles
sobre el sándwich protagonizado por el improvisado trío.
Había conocido a muchas mujeres. Casi todas le habían atraído
por su belleza, pero siempre había habido algo más, o bien una
sensualidad prometedora, o un encanto único, e incluso las hubo
incluso que le fascinaron por su elegancia, porte o inteligencia. Se
enfrascó en todo tipo de relaciones, desde las más turbulentas, que,
aunque agotadoras, siempre le dejaban el agridulce resabio de querer más, hasta la clásica relación prematrimonial que le dejaba con
la sensación de haber aprendido ya demasiado de las mujeres. ¿Qué
hubiera pasado si él también se hubiese entregado? ¿Cómo hubiesen sido aquellas relaciones? Aunque la mayoría de las veces no
había una sola cosa que le atrajera, sino una mezcla de ellas, casi
siempre era el tedio y la rutina lo que le empujaba a distanciarse.
En cualquier caso, nunca había conocido a nadie que reuniera todas las cualidades que él amaba de modo que le hiciera entregarse
como él se había entregado a Magdalena en aquella habitación de
burdel. Le pertenecía desde que la vio bailando, hipnotizándole con
su piel, con sus caderas, con el ondulante movimiento de sus piernas y brazos al girar, y lo esclavizó clavándole aquellos ojos que no
había podido dejar de mirar ni mientras hacía el amor con ella.
Cerraba sus ojos y veía los de ella.
—Ya estamos —dijo el conductor.
—Venga, Eduardo, que te has quedado en Babia —añadió Pawe_
.
—Vaya, estaba pensando en la cena de esta noche.
—Está todo preparado, hombre. Hasta ahora ha salido todo tan
bien que aunque nos sirviesen salmonela pura, a nadie le importaría, y, de todas formas, el contrato ya está firmado.
—Si, es verdad. Bien, ahora descanso un poco y voy para el Sheraton.
—Tráete a tu novia, hombre. A nadie le va a importar si luego te
casas con ella o sales con otra.
—Yo me traigo a mi novia si tú haces lo mismo con tu amante.
¿Qué dices a eso?
—Yo no tengo ninguna amante, pero me da que algunos de
nuestro colegas polacos y más de la mitad de los españoles podrían
seguir tu consejo. Sería, desde luego, una forma sin parangón de
amenizar esas cenas.
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Fueron atravesando los barrios populares de Varsovia que la
especulación inmobiliaria había salpicado con pequeñas islas del
nivel y confort de la clase media alta. Las clases más acomodadas
convivían con los desfavorecidos compartiendo calles, tiendas e
iglesias, pero estableciendo zonas cercadas que impidieran el paso
de sus vecinos pobres, que tendían a envidiarles y a desear tomar
sus pertenencias por la fuerza.
El coche paró ante una verja blanca flanqueada por una valla
metálica y una caseta desde la que unos guardas de seguridad auscultaban el vecindario a través de decenas de pantallas. Eduardo
bajó, les saludó, y ellos abrieron la portezuela lateral de la verja.
Para acercarse al umbral tuvo que atravesar unos metros de
acera de superficie irregular, moteada de cristales tan minúsculos
como el tiempo pasado desde que la botella que los originó se hubiera estrellado contra el suelo.
Al acceder a la zona cercada por las cámaras, muros y vallas,
quedaban atrás los edificios altos y grises de la época comunista
para entrar en un área de orden, armonía y paredes blancas. Las
calles de adoquines de cemento y los charcos ennegrecidos daban
paso a cuidadas sendas de fina gravilla flanqueadas por no menos
cuidados jardines.
Una de aquellas sendas le llevó hasta el portal de su edificio.
Sacó una tarjeta del bolsillo y la acercó a un sensor blanco en forma
de elipse con una luz roja en el centro. El color de la luz cambió
a verde y la puerta se abrió. Dos minutos después entraba en su
casa.
—Hola, cariño —le recibió su novia, acercándose para besarle.
—¿Qué haces aquí? Pensé que hoy te ibas al pueblo con tu familia. ¿Es que no puede uno estar solo de vez en cuando?
Anonadada por la respuesta, como de una bofetada se tratara, le
contestó de forma casi automática:
—Tengo que estudiar. En Varsovia es más fácil.
—Ah, es verdad, perdona. Había olvidado que tu examen de
Derecho Mercantil es la semana que viene.
—Estás muy raro. Nunca hubiera pensado que no te alegrarías
de verme.
—Perdona, de verdad. Es la tensión, el trabajo, todo eso. Sabes
lo importante que es lo que estoy haciendo.
—Lo sé, lo sé. Nada, me voy al pueblo. Te dejaré tranquilo si es
lo que quieres.
—Que no, venga, perdóname. Ha sido por los nervios de estos
días.
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—Entonces, abrázame, por favor.
Vista desde fuera, la escena debía de tener un aspecto lamentable. Eduardo se acercó a su compungida novia, de mala gana abrió
sus brazos y, cuando ella se dejó casi caer entre ellos, puso una cara
de fastidio que bien pudiera haber sido interpretada como asco.
Un observador imparcial hubiera percibido en su rostro una sucesión de emociones absurdamente contradictorias. Tras la náusea,
vino el miedo, después la lástima, la culpabilidad, la resignación y,
finalmente, la determinación. Pero usted, lector, no es un simple
observador. Déjeme conducirle a la mente de Eduardo, a lo que
pensaba en aquellos instantes. Como escritor cuento con la posibilidad de sondear la mente del protagonista, viajar en el tiempo o
detenerlo, si fuera necesario, y así permitirle contemplar la escena
como un espectador privilegiado. Gracias a ello comprenderá bien
por qué tomó después la decisión que tomó. Vamos a dar un pequeño salto atrás en el tiempo, sigamos el hilo del pensamiento de
Eduardo.
—No es a ella a quien quiero abrazar, maldita sea, ojalá se la
tragara la tierra. Es a Magdalena a quien quiero tener entre mis
brazos. Magda la puta. La dulce. Magdalena la apasionada. La que
calma mi deseo con las manos y mi sed de amor con su boca.
Lo dijo sin darse cuenta de lo que significaban aquellas palabras,
pero una vez pensadas comenzaron a retumbar en su cabeza con
fuerza creciente.
—No puedo estar con ella. ¿Qué es lo que me ha hecho esa zorra? No debo volver a verla. Debo de haberme vuelto loco. ¿Cómo
voy a unir mi vida a la de alguien así?
En aquel momento pasaron por su mente una sucesión de imágenes escabrosas de orgías con viejos gordos en yates y chalés de
lujo, chulos recibiendo su paga, drogas, enfermedades, peleas, y
todo mientras entre sus brazos se acurrucaba su novia buscando
cariño y calor.
—¿Qué culpa tiene ella de que yo haya perdido la cabeza por
unos instantes? Mírala, apretándose contra mí como si quisiera sujetarme para que no me escape. ¿Cómo puedo haber sido tan duro
con ella! Pero ¿qué podía hacer yo? ¿No soy un hombre? Hay cosas
a las que uno no puede resistirse. Al final soy como todos. Hasta al
más duro y experimentado lo puede echar abajo una mujer
Eduardo se dio cuenta del error que cometió al creer que se había enamorado de Magdalena Petrova. Comprendió que si no hacía
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algo para evitarlo, caería en sus brazos de nuevo, y, entonces, quién
sabía lo que podía pasar. En ese momento decidió terminar con su
vida de eterno soltero. Mientras su novia le repetía lo mucho que lo
quería, él decidió pedirle que se casara con él. Lo haría en cuanto
volviera de la cena en el Sheraton.
El grupo de polacos y españoles comieron por separado y volvieron al hotel para descansar de los excesos de la mañana. Las mujeres habían sido llevadas convenientemente de compras a la hora
a la que sus maridos estaban de vuelta, con el fin de que pudieran
ducharse y borrar así cualquier rastro de la aventura.
A las siete, Eduardo entraba en la sala de encuentros. La maître
le acompañó hasta la puerta y le cedió el paso. Era una mujer alta,
rubia, de formas un tanto desconcertantes. De cintura para abajo
podía pasar por una modelo: caderas perfectas, muslos suavemente
contorneados y unas gráciles pantorrillas erigidas sobre unos pies
bastante grandes, enfundados en unos prácticos zapatos sin tacón.
Se notaba que andaba mucho. La falda de color lila le llegaba justo
por debajo de las rodillas y era muy ajustada. La chaqueta azul
parecía hecha a medida, ya que su espalda se ensanchaba según se
ascendía con la mirada, hasta que al llegar a la altura de los hombros se convertía irremisiblemente en la de una recia nadadora.
Ciertamente, imponía respeto. Se dirigía a él con seguridad, dejando clara su gran profesionalidad. Le explicó todos los pormenores
de la organización. Consiguió sorprender a Eduardo. Aquel lugar
era dirigido con la precisión de un reloj suizo.
Las paredes, el techo, los muebles de la sala…, todo era blanco.
Había algunas mesillas en las paredes laterales y una gran mesa
central. Las sillas estaban tapizadas de rojo y la sala en su conjunto,
intensamente iluminada por un enorme techo traslúcido de forma
oval. Aquella luz resaltaba el relieve de los enlucidos, de manera
que, más que de escayola, parecían de mármol. Daba tal sensación
de lujo y pulcritud que Eduardo no dudó de que aquello no era más
que pura apariencia.
Como leyendo el pensamiento de Eduardo, la maître le comentó:
—La cena es dentro de una hora. Si quiere, podemos redecorar
la sala. Tardaremos tan solo veinte minutos.
—No, no es necesario. Basta con que bajen un poco la luz.
A ella se le escapó un gesto de disgusto que rápidamente disimuló con una ensayada sonrisa. Con menos luz los enlucidos ya no
parecerían de mármol, Eduardo lo sabía, pero el ambiente sería un
poco más recogido.
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La maître accionó un botón de su mando a distancia, que tenía
guardado en el bolsillo derecho de la chaqueta, y las paredes se oscurecieron. De nuevo la sorpresa. Las lámparas debían estar escondidas
tras el enlucido y el único foco de luz era el panel ovalado del techo,
que finalmente demostró servir para poco más que la mesa central.
—Todo es perfecto, muchas gracias. Creo que la cena será un
éxito.
—Por nuestra parte, puede estar seguro de que todo saldrá como
usted nos ha pedido.
—Estoy muy satisfecho —dijo Eduardo mirando alrededor, como
para corroborar sus palabras—. Antes de terminar, hay un pequeño
favor que quisiera pedirle.
—Dígame, estoy a su servicio.
—He oído que cuentan ustedes con una joyería bastante lujosa.
—Es cierto, se encuentra en la planta baja. Le acompañaré hasta
allí encantado.
—Ya, verá, es que no tengo tiempo para buscar ahora y, como
veo que es usted una mujer de estilo refinado, he pensado que podría ayudarme, si no es demasiada molestia, claro está.
La mujer sonreía, pero se adivinaba en ella un trasfondo de fastidio que se esforzaba por enmascarar.
—No, señor, siempre que esté dentro de mis posibilidades ayudarle lo haré.
«Muy diplomática —pensó Eduardo—, no te atreverás a negarte,
no después de lo que nos estamos dejando en esta cena».
—Pues, verá, me gustaría que eligiera usted un anillo de prometida. Tengo la intención de pedirle a mi novia que se case conmigo
y he pensado que podría hacerlo mañana. Como ve, hoy no tengo
mucho tiempo.
La cara de la mujer comenzaba a reflejar una perplejidad absoluta. Tardó unos segundos en reaccionar, tiempo durante el cual
Eduardo pudo observar como sus facciones volvían a representar el
papel de la perfecta sirviente.
—Imagino que sería mejor si se tomara usted un poco más de
tiempo y buscara la joya que más le gustaría ver en la mano de su
novia.
—Sí, sí, ya lo sé, ya lo sé. Prefiero pedírselo mañana, tengo una
agenda muy apretada. Mire, ella usa anillos del catorce y medio,
encuéntrele uno bonito y ella no notará la diferencia. Le diré que lo
estuve buscando semanas y se lo creerá a pies juntillas.
Sus labios se apretaron definiendo una delgadísima línea roja.
No había manera de que siguiera sonriendo. Eduardo imaginó lo
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que estaría pensando. Se vería a sí misma trayendo no un anillo,
sino una pistola para ejecutarlo.
—Le ayudaré encantada —dijo. Giró sobre sus talones y se fue
de allí como alma que lleva el diablo; eso sí, siempre guardando la
compostura.
A las ocho en punto llegaron los polacos y Francisco Valls, el jefe
del grupo español de empresas, acompañado de Carolina Vidal, su
mujer. A Eduardo le chocaba el parecido entre ambos. Podrían haber sido mellizos. Los dos rondando la cincuentena larga, un poco
entrados en carnes, ella un poco más bajita, en torno al metro sesenta. Tenían unas facciones redondeadas, en discreta armonía con
su sobrepeso, de manera que para nada parecía exceso, sino un tipo
de anatomía perfecto en su clase. Cuando se encontraba con los
dos, la sonrisa de ella parecía invitarle a entrar en aquel universo
apacible que habían creado durante su longevo matrimonio.
Al poco comenzaron a llegar el resto los invitados españoles.
Como director de MarPol, la empresa que conectaría a todos
aquellos productores, almacenistas, intermediarios y vendedores se
sentó en un extremo de la larga mesa rectangular. A su izquierda,
Francisco y su mujer en representación de Mar-Fruits. La empresa
tenía una larga historia. En los años cincuenta su padre, un alto cargo de la Guardia Civil, heredó unos campos de hortalizas y frutales
que transformó en el , por aquel entonces, incipiente negocio de
naranjas. No tardó mucho en dejar el campo a su hijo, y este envió
a su hija a Suiza para establecer allí un negocio de importación
que le permitió comprar su primer almacén; luego, vinieron más
tierras, más almacenes y, por último, Mar-Fruits, que creó uniendo
intereses con varias cooperativas.
Al lado, Carolina, rubia, a todas luces teñida, intentaba establecer contacto, sin mucho éxito, con Antonia, la flaca, profundamente morena y de pelo largo, mujer de José María Ferrer, gordo
opulento y autoritario, tan alto como una montaña. Al reír parecía
como si una tormenta se desatase entre sus fauces. A su lado, Antonia Pedralba resultaba insignificante, pero algo le decía a Carolina
que no era así, tenía demasiada intuición para dejarse engañar por
aquel aspecto de mosquita muerta y su curiosidad le hacía tantear
el terreno, a pesar de la distancia que la mujer de aquel portento
intentaba mantener.
Eduardo los conocía bien, o al menos eso creía. Ambos eran
miembros del Opus. Ella, una antigua numeraria auxiliar, se había
saltado la norma de no dirigir la palabra a los miembros a los que
servían, o bien él, quién sabía, y acabaron casándose. Tenían seis
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hijos, cuatro chicas y dos chicos, cuyas fotos se afanaba él tanto en
mostrar que incluso, por la mañana, después de realizar la proeza
de saciar a tres prostitutas una tras otra, se había sentado con ellas a
comentar las cualidades de cada uno de sus churumbeles, todos evidentemente curtidos por el duro trabajo en el campo y bien robustos gracias a los estupendos guisos que su madre les preparaba.
José María tenía un gran almacén de naranjas en Sueca y un
número muy alto de minifundios repartidos por las comarcas de la
Ribera Alta del Júcar y la Safor. A la manera valenciana, se podía
decir que era un latifundista. Para él, unirse a aquella empresa era
dar un paso más en un camino hacia la eliminación de incómodos
intermediarios, que ya había emprendido cuando se unió al proyecto de Mar-Fruits.
Antonia había pasado toda la mañana pegada a Agnieszka, la
mujer de Pawel, con quien compartía su falta de interés por las
compras. Como a Carolina era algo que le entusiasmaba, se fue
junto con Dorota Majewska, la mujer de Marcin Majewski, y las
dos encontraron rápidamente una forma de comunicarse que se
basaba en señalar objetos, tocarlos al tiempo que gesticulaban
para mostrar su aprobación o rechazo y darse suaves empujones
y tirones para dirigir la atención hacia uno u otro lugar o prenda.
Carolina hubiera deseado sentarse junto a Dorota, pues ambas
se lo habían pasado en grande con todo aquel correteo por los
pasillos del centro comercial, los malentendidos y la sorpresa de
poder comprenderse tan bien sin decir palabra, pero las costumbres mandan y debía comenzar la cena sentada junto a su marido.
No tardaría mucho en volver con su nueva amiga. Tenía casi mas
curiosidad por saber cómo expresarían su opinión sobre la comida
y cómo se hablarían sobre sus familias que la que le producía la
misteriosa actitud de Ana.
Pablo Albelda y Pawe_ se sentaron juntos, a la derecha de Marcin Majewski , junto a Eduardo. Marcin era el encargado de logística y su mejor amigo. Su padre había sido un mandatario del Partido
Comunista, buen amigo de su abuela, que se suicidó poco después
de la llegada de la democracia. El hombre había tenido muchas
cuentas pendientes con gente a la que había perseguido y encarcelado, aparte de una extensa red de contactos con los servicios
secretos rusos, sobre todo con los más tendentes a convertirse en
organizaciones mafiosas. Por aquel entonces había comenzado a ser
investigado y decidió quitarse de en medio.
Pero no dejó a su mujer y a su único hijo sin nada. Muchos de
aquellos siniestros personajes de la era del comunismo que después
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se convirtieron en líderes de importantes empresas, influyentes políticos o capos mafiosos, se acordaron de ellos y les ayudaron a vivir
cómodamente.
Estaba acostumbrado a tratar con lo más selecto y peligroso de
las sociedades polaca y rusa. En un principio, su empresa de transporte había sido una tapadera para actividades de contrabando entre diferentes países del antiguo bloque comunista, tan fructíferas
que le habían permitido crear una de las redes de transporte más
grandes de la Europa central.
Tras la puerta cerrada de la sala, una fila de camareros esperaba
una orden del ayudante de la maître para entrar a servir las bebidas, vino blanco, tinto y vodka. Esta, en la cocina, esperaba a su
vez a que el chef en jefe le confirmara que la comida estaba ya lista.
Cuando lo hubo hecho, la maître ordenó por teléfono a su ayudante
que comenzaran a servir las bebidas. Este recibió la orden a través
de su auricular e inmediatamente abrió la puerta de la sala.
—Venga, adentro —dijo con la voz firme e imperativa de un coronel—. Uno tras otro, en orden, adelante. —Él mismo entró y se
quedó junto a la puerta observándolo todo muy quieto, guardando
un sepulcral silencio.
Como era de esperar, los polacos se decantaron por el vodka y
los españoles por el vino. Había, también, una copa de champán
para cada uno. Cuando todos estaban servidos, Eduardo se levantó
e hizo un brindis por el futuro de la empresa y por el enriquecimiento, hasta lo detestable, de los socios. Habló primero en español, después en polaco y finalmente alzó su copa y se bebió el
champán de un trago.
Cuando hubieron vaciado el contenido de sus copas, el ayudante
del maître salió sigilosamente y ordenó entrar al siguiente grupo de
camareros que esperaban en fila portando la comida.
Eduardo se sentó y observó a ambos lados. Todo estaba saliendo
a la perfección.
Marcin le sonreía mientras Dorota devoraba ansiosamente todo
lo que había en el plato. Era la persona más parecida a él mismo
que conocía, pero a veces le asustaba ver hasta qué punto una relación estable puede minar la independencia de uno. Marcin le buscaba para sus escapadas nocturnas y le usaba como pretexto con su
mujer. Hacía todo lo posible con tal de que ella no se enterara de
qué iban algunos de aquellos viajes de negocios. Necesitaba excusas
para salir con él y, si lo hacían en parejas, se notaba que al cabo de
unas horas estaba deseando volver a casa.
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Para Eduardo estaba claro que ese era su futuro. No había otra
salida. Había querido retrasarlo lo máximo posible, pero cuando
Marcin se casó el año anterior, se quedó como el último soltero del
grupo, y ahora que Dorota estaba de tres meses se daba cuenta de
que si esperaba demasiado corría el riesgo de que sus hijos tuvieran
un padre de la tercera edad.
No le convencía la idea de pasarse la vida escondiéndose de su
mujer, mintiéndole e inventando excusas para mantener una doble
vida. Aneta no sería fácil de engañar porque ya lo conocía muy bien
y solo de imaginarse un futuro así ya se sentía cansado.
La cena iba por buen camino. El hecho de que en la mesa hubiera personas de dos nacionalidades hacía que no se separaran
en grupos de hombres y mujeres y eso permitía dejar de lado los
negocios. Así resultaba también más fácil observar a las parejas que
formaban.
Eduardo se preguntaba si sería posible construir con Aneta una
relación como la que tenían Francisco y Carolina. Ellos se demostraban mutua devoción, sin la pasión de la juventud pero queriéndose tiernamente. Se veía que no podían vivir el uno sin el otro.
Pero la respuesta llegaba tan pronto como se comparaba a sí
mismo con Francisco. Este era una persona tranquila, de firme carácter y educado en el respeto a unos valores tan antiguos como la
tierra de sus campos. Él mismo había sido educado por una mujer
que había dejado de creer en sus propios ideales. Murió siendo él
apenas un adolescente, dejándole solo, en la época más difícil de
su vida. No, él no lo había tenido fácil a la hora de encontrar un
lugar en el mundo, y eso le hacía ser cualquier cosa menos tranquilo; además, los valores de Francisco, aunque correctos, le parecían
impracticables.
Los mismos valores en los que habían sido educados, probablemente, José María y Antonia, pero ¡qué diferencia tan grande! No
era, desde luego, el tipo de pareja que podría formar con Aneta o
con cualquier otra mujer a la que fuera capaz de querer. Chicas nacidas para ser esclavas las había, sin duda. Si se hubiera propuesto
alguna vez encontrar una así, no habría tenido que buscar mucho.
Ser dominado por completo es una manera muy eficaz de deshacerse de todas las responsabilidades; obliga a renunciar, eso sí, a tener
voluntad propia, pero siempre hay quien está dispuesto a hacer el
sacrificio con tal de no tomar una sola decisión en su vida.
Tampoco se veía a sí mismo adorando a una diva como la mujer
de Pawe_, pero, entonces, ¿eran esas todas las opciones? ¿Quedaba
algo más?
23
Estaba Magdalena. La tigresa.
Nada más pensarlo sintió como una oleada de deseo tomaba el
control de su cuerpo. Era casi como si pudiese verla bailando ante
él. De haber estado allí, no habría dudado en arrancarle la ropa y
hacerle el amor encima de la mesa, delante de todo el mundo.
«Otra vez no —pensó—. Ya está volviendo a pasar, he de quitármela de la mente. No es mi futuro, no es lo que quiero. ¡No, no, no!
¡Largo de aquí! ¡Fuera de mi cabeza!».
En aquel momento, el ayudante de la maître salió de las sombras
donde se había refugiado y se inclinó para hablarle, casi al oído.
—Por favor, acompáñeme, tenemos su encargo y quisiéramos
que diera su aprobación.
Llegaba justo a tiempo. El ayudante le había rescatado de sus
propios pensamientos.
La maître en persona lo esperaba. Lo miraba con desprecio, sosteniendo en sus manos el cofrecillo rojo.
—Espero que sea de su agrado —dijo abriéndolo.
—Gracias, es ideal. A mi novia le encantará
Cogió el cofrecillo rojo, miró unos segundos el anillo, lo cerró y
lo introdujo en un bolsillo interior de la americana.
—¿Pagará con tarjeta, o se lo cargo a la cuenta de la cena?
—No, con tarjeta. ¿He de acompañarle a la tienda o prefiere
llevarse la tarjeta?
Daba la impresión de que con cada frase ella aumentara su esfuerzo por contener la indignación.
—No es necesario, dijo mostrándole bruscamente el aparato que
llevaba en la mano.
Era de plástico negro, del tamaño de un libro de bolsillo, tenía
una pantalla digital y una ranura. La maître tomó la tarjeta de la
mano de Eduardo y la pasó por el lector; tras unos segundos, la operación fue aceptada y le devolvió tarjeta, resguardo y anillo.
Volvió a la sala apretando el anillo en su bolsillo. Su pareja quizás no se pareciera nunca a una de las que se sentaban a la mesa en
aquel momento, pero eso ya no le importaba. Tenía un proyecto de
futuro, una empresa en ciernes y una familia que formar. Lograría
todo lo que cualquiera puede desear y sería feliz.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, un sol radiante de
invierno entraba por las ventanas. Se había olvidado de correr las
cortinas y el sol, que apenas se alzaba sobre el horizonte, le deslumbró al abrir los ojos. Miró el reloj que había junto al brazo del sofá,
en la mesita de noche. Eran las diez del sábado. Se dirigió hacia el
cuarto de baño con paso vacilante. La resaca era considerable, pero
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las había tenido peores. «Eso me pasa —pensó—por mezclar vino,
vodka y champaña. En el futuro quedaré con polacos y españoles
por separado».
Su piso tenía apenas cuarenta y tres metros cuadrados. No eran
muchos, pero suficientes para él. Si se casaba con Aneta, debería
comprarse una casa más grande. Solo había una habitación, que
hacía las veces de salón, dormitorio y comedor.
Al entrar en el piso, se recorría un corto pasillo con un armario ropero a la derecha y, junto a él, un pequeño banco de hierro
forjado con un gran espejo encima. Al fondo, una puerta conducía
al cuarto de baño. A uno de los lados, el pasillo se abría a un gran
espacio que constituía la sala principal; al otro se encontraba la cocina, separada del salón por una delgada pared de placa de yeso.
Al fondo del salón, unas enormes puertas de cristal daban al
balcón; por ellas entraba toda la luz del día.
La estancia era muy elegante, moderna y reflejaba la personalidad dinámica de Eduardo. Se la había decorado una de las mejores
agencias de Varsovia y lo habían hecho por un precio astronómico aunque adecuado, teniendo en cuenta el óptimo resultado y la
cantidad de tiempo y esfuerzo que a él le hubiese supuesto buscar
por tiendas y centros comerciales los materiales de construcción,
el equipo de albañiles, los muebles, electrodomésticos y los objetos
de decoración.
Había una mesa redonda con sillas ante la puerta del balcón.
Una televisión de cuarenta y cinco pulgadas y un sistema de alta
fidelidad llenaban la pared adyacente al cuarto de baño. El único
problema era el centro de la sala.
El sofá-cama estaba situado en el centro de la pared izquierda,
sobre la cual colgaba el tríptico de El Bosco El jardín de las delicias.
Cuando plegaba la cama y ponía los grises cojines del sofá encima,
el centro del salón quedaba tan vacío como su corazón.
Mirando el parqué se dio cuenta de que no tenía por qué seguir
así. Se giró y observó el cofrecito rojo que había dejado sobre la
mesilla de noche. Sería mejor guardarlo, así que lo metió en el cajón
de la mesita para dárselo a Aneta cuando volviera.
Se acostó en el sofá y puso una película de una colección de
Wajda que había comprado semanas antes y aún no había tenido
tiempo de empezar a ver.
Una comitiva de alegres y despreocupados aristócratas, vestidos
a la moda polaca del siglo XVIII, avanzaba en trineos arrastrados por
caballos por un paisaje campestre de invierno. Los lujosos carrua25
jes patinaban a velocidad de vértigo por un helado mar blanco.
Riendo y cabalgando desenfrenadamente, un joven cuyas facciones
parecían esculpidas en madera de abedul adelantaba a toda la comitiva.
Mirando aquella escena se quedó dormido. Lo despertó el sonido
del interfono. Alguien le llamaba. Supuso que sería Aneta, que habría
vuelto del pueblo antes de tiempo. Se levantó y cogió el auricular.
—¿Quién es?
—Somos nosotros, Pawe_, Marcin y Pablo, venimos a verte un
rato.
Era absurdo, ¿qué podían querer un sábado al mediodía?
Apretó el botón y esperó. Al cabo de diez larguísimos minutos,
aparecieron en la puerta. Entró primero Marcin. Pawel y Pablo llevaban a hombros una gran alfombra enrollada.
—Queremos agradecerte todo lo que has hecho por crear esta
empresa —dijo Marcin.
—Y sobre todo —añadió Pawel— las dos estupendas fiestas que
nos organizaste.
—Pero si fue idea tuya, Marcin, tú conocías a los rusos del burdel.
—¿Qué más da? Siempre te quejabas de lo vacío que está el centro de tu sala y que no sabías qué hacer para llenarlo, así que te
hemos comprado este regalito.
Con cuidado, lo dejaron delante del sofá.
—Bueno —dijo Pablo—. Tenemos que irnos ya.
—Pero ¿cómo? ¿Así, sin sentaros a tomar algo? No, hombre,
¿cómo os vais a ir tan deprisa?
—Que sí, que sí —insistió Pablo—, que nos están esperando.
—Pero ¿tenéis que iros ya, Marcin?
—Sí, sí, no podemos esperar ni un minuto más. Venga, nos vemos el lunes.
Se fueron todos como una exhalación, dejando aquella alfombra. Eduardo, perplejo, se mantuvo inmóvil.
Cuando, por la ventana, vio como se alejaban de allí en coche,
se volvió hacia aquel rollo de gruesa tela.
Se puso en cuclillas para empujarlo y comenzó a desenrollarlo.
Tras el segundo empujón, para su sorpresa, termino de abrirse sin
ayuda. Cuando la alfombra se terminó de abrir, de su interior surgió, como un pájaro de fuego elevándose desde el suelo, la belleza,
materializada en su forma más pura. La impresión le hizo tambalearse hacia atrás. Dio un par de pasos hasta topar con la pantalla
del televisor y observó, mudo de asombro, como Magdalena Petro26
va se ponía en pie, completamente desnuda, sonriente y envolviéndole con la abismal y candente negrura de su mirada.
La luz entraba a raudales por la ventana. Se le había olvidado
correr las persianas y ya eran las once. Estaba agotado. Desde que
Magdalena apareció en medio de su salón, no habían parado de
hacer el amor más que para comer y para entretenerse inventando
nuevas caricias.
Magdalena le contó su historia. Cómo había crecido en un pueblo de la Ucrania rural cercano a la frontera con Moldavia donde,
tras la caída del comunismo y la privatización de las tierras, no
había trabajo y los hombres se perdían en un mar de vodka hecho
a base de patatas o manzanas robadas mientras las mujeres sacaban
adelante a sus familias trabajando en el campo y limpiando casas
de oligarcas o mafiosos.
Le contó cómo había visto a sus hermanas mayores deshacer sus
cuerpos a base de trabajo duro y un parto detrás de otro. Los niños
crecían mal nutridos y mal criados entre el humo del tabaco, los
vapores del alcohol y la falta de cariño.
Cuando llegó a la adolescencia, más de una prima suya había
partido a Kiev, Odessa o Sevastopol a hacer la carrera. En aquella
época, las veía de vez en cuando por el pueblo, no para visitar a
sus familias, pues nadie les quería, sino para pavonearse por las
calles, para mostrar su desprecio hacia aquellos que las rechazaban,
paseando con sus deslumbrantes joyas, abrigos de pieles, teléfonos
móviles de última generación y zapatos con tacón de estilete.
Eran muchas las compañeras de instituto que se habían decidido a subir a los coches de los chulos —allí los llamaban «alfonsos»—,
que las paseaban por el pueblo cogidas del brazo.
Aquellos chicos de veintitantos años poco se diferenciaban de
los gamberros del pueblo, pero tenían dinero, mucho, y llevaban
pistolas y modernos subfusiles. Era eso lo que a los apáticos chavales les causaba sensación y, para muchos, la forma que veían de
escapar de una vida anodina y labrarse un futuro.
Ella sospechaba que no había tanto de bueno en aquella vida
como decían, que muchos de aquellos chicos que se enrolaban en
redes mafiosas acabarían cosidos a balazos, y no le costaba imaginarse que abrirse de piernas a cualquier desconocido que le pagara
no podía ser un oficio alegre, pero, tras crecerle los pechos y redondeársele las caderas, quedó bien evidente que, enfundado en unos
pantalones vaqueros, aquel culo suyo atraía demasiadas miradas
como para que los chulos la dejaran tranquila. Las putas que los
acompañaban le prometían un futuro de color de rosa entre fiestas,
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yates, champán y caviar, y llegó a creer que aquel futuro era posible. Así fue como finalmente acabó en un burdel de Kiev.
Al principio trabajaba a destajo, diez o doce clientes al día. Llegó
a tener hasta veinte seguidos. Era el precio que debía pagar para,
según le decían, amortizar el gasto que se había hecho en ella, en
transporte, ropa, vivienda, etc. Muchas de las chicas que empezaban no lo soportaban, pero no las dejaban volver a sus pueblos. Nadie sabía qué pasaba con las que decidían dejarlo. Corrían muchos
rumores, ninguno alentador.
La luz de la mañana acariciaba la piel de Magdalena. Eduardo
admiraba el brillo dorado de su espalda, la forma en que sus cabellos caían esparciéndose por sus hombros. Era una mujer que
había sufrido mucho, había pasado por experiencias de una ferocidad inconcebible. Aquello debería haber dejado huella, algo
visible en su porte, en sus rasgos o en su epidermis, y sin embargo
allí estaba, tumbada sobre su estómago, con la cabeza descansando de lado sobre sus brazos cruzados. La viva imagen de un ángel
sin alas.
—Tengo que irme —dijo incorporándose y sentándose en el borde de la cama.
—¿Ya? ¿Tan pronto¿ No son ni las once.
—Ha sido hermoso estar contigo, pero mis jefes se pondrían nerviosos si no vuelvo a la hora prevista.
—Es como si fuesen tus padres. Si no vuelves a las doce, se enfadarán.
Magda rio de buena gana, pero su carcajada perdió rápidamente
fuerza y su sonrisa devino en un rictus sarcástico.
—Se parecen en muy poco a unos padres.
—Lo siento, era una mala broma.
—No pasa nada, de veras, tengo que irme, y no porque tenga
ganas.
—¿Puedo ir a verte?
La pregunta devolvió la sonrisa a su rostro.
—Claro, me encantaría.
—¿Pues diles a tus jefes que me reserven toda la noche? ¿A qué
hora tendrías que comenzar?
—A las ocho, pero te saldrá muy caro.
—Puedo permitírmelo.
En aquel momento se oyó un portazo. Alguien había entrado en
la casa. El pánico se apoderó de él. Solo había otra persona que tuviera llaves del piso, Aneta. El pasillo era muy corto, cortísimo. Ella
se estaría quitando el abrigo y colgándolo dentro del armario. No
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tenía tiempo de vestirse, ni de decirle a Magda que se escondiera.
Solo podía esperar.
—¿Quién ha entrado, Eduardo? —le preguntó en voz bien alta
Magda.
No contestó. Se quedó simplemente paralizado. Desnudo, completamente expuesto, se sentía más vulnerable que nunca.
Aneta irrumpió abriendo la puerta de golpe. Tenía los ojos desorbitados. Temblaba de pie bajo el marco observando a la pareja.
No tenía ni idea de qué decirle. En los segundos en los que ella
se mantuvo inmóvil mirándoles pasmada, se le pasaron mil ideas
por la cabeza, todas ellas absurdas.
Sin decir palabra, cerró de un portazo, cogió su abrigo y dio otro
portazo, con tal fuerza que hizo temblar las paredes.
—¿Vienes esta noche? —preguntó Magda con tono afectado.
—Ehmm, sí, claro.
Magda se metió en el cuarto de baño y se duchó mientras Eduardo pensaba en el cariz que habían tomado las cosas. La chica con
la que debería casarse le acababa de encontrar en la cama con otra,
y la otra, a quien debería olvidar de inmediato, le hacía sentir una
pasión sobrecogedora. De hecho no tenía la menor gana de pedir
perdón a Aneta. Solo deseaba estar con Magdalena, comprenderla,
acariciarla, besarla, sacarla de aquel mundo en el que se había metido para salir de la pobreza, darle todo lo que ella quería y pertenecerse el uno al otro.
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Capítulo 2
Cuando llegó allí, ya no parecía el mismo sitio. Si no hubiese recorrido el mismo camino para llegar, si la casa, el parking frente a
esta…, si todo no hubiese estado tal y como lo recordaba, hubiese
creído que se trataba de un burdel diferente.
Al entrar no vio el mismo espacio abierto. Ya no estaba la barra
circular en el centro, con el poste metálico, ni la plataforma para
desfilar.
No había nada de aquello. Tan solo un pequeño vestíbulo y, en
un lateral, un mastodonte calvo de ojos azules, vestido con traje de
chaqueta, recogiendo dinero de los que entraban y metiéndolo en
una caja metálica, sobre una mesilla.
Eduardo se detuvo ante él y le dijo que deseaba hablar con sus
jefes. El hombre contestó, sin que su cara expresara emoción alguna:
—El jefe no habla con los clientes.
—Quiero hablar de negocios con él.
—Vete de aquí o te reviento a patadas.
—Mira, pertenezco al grupo que vino el otro día. Aunque no sé
lo que ha pasado desde entonces, porque no reconozco este vestíbulo ni el corredor que se ve cuando se abre la puerta.
Un brillo de inteligencia iluminó los ojos del matón. Pareció,
incluso, adquirir algo de vida. Cogió la caja y le indicó que le siguiera.
Atravesaron el corto corredor para encontrarse en una pequeña sala en cuyo centro se encontraba, precisamente, la barra, la
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pasarela y el poste que permanecían grabados a fuego en su memoria.
Miró a su alrededor. Las paredes, oscuras, aniquilaban la poca
luz de la estancia, que surgía de focos dirigidos al poste y a las botellas del bar.
Rodearon la barra y entraron en otro vestíbulo. Este terminaba
en una puerta ante la cual se encontraba otro matón idéntico al
primero.
Hablaron entre ellos en ruso. Eduardo lamentó haberse negado
a estudiar aquel idioma. Todos aprendían ruso cuando Polonia era
un país comunista, pero él siempre copiaba en los exámenes. Solo
en los de ruso, odiaba aquel pueblo, la ideología comunista que sus
padres le habían enseñado a despreciar, muy a pesar de su abuela
y de los esfuerzos de sus profesores. En todas las otras asignaturas
sacaba buenas notas sin dificultad, pero se negaba a estudiar el
idioma de los invasores. Aquellas eran las ideas que sus padres le
inculcaron antes de morir; después su abuela intentó, a veces por
las buenas, otras a palos, que estudiara aquella lengua, y lo consiguió a duras penas.
Ya a solas con el segundo matón, este abrió la puerta tras él e,
indicándole que le siguiera, le guió por una escalera hasta el despacho del jefe.
El hombre era bajito, regordete y entrado en canas. Llevaba una
camisa estilo años setenta abierta, y tanto oro como un cantante de
rap, aunque todos sus rasgos denotaban un origen asiático.
—Así que quieres llevarte a una de mis chicas.
—Siento algo muy especial por una de ellas. La conocí aquí y nos
hemos seguido viendo.
—No me gusta que mis chicas anden por ahí trabajando sin que
yo me entere.
—Sentimos algo muy especial el uno por el otro.
—El amor, en fin, eso pasa de vez en cuando.
—¿Y qué es lo que hace entonces usted?
—Depende, dijo esbozando una sonrisa inquietante. A veces me
limito a preguntar qué chica era y hago que ella misma se encargue
de castigar al imbécil.
Eduardo tragó saliva con dificultad. La cosa podía salir muy diferente a como había planeado. Los pensamientos se agolpaban y
cada uno dibujaba un escenario diferente de lo que podía pasar a
continuación. Entonces fue consciente de su error. Si le hubiese
dicho a Magdalena lo que pensaba hacer, ella le habría podido explicar cómo afrontar la situación. Se había atrevido a demasiado.
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—Otras veces, si creo que el cliente tiene posibilidades de pagar
lo que me cuesta perder a la chica, le hago una oferta.
—Soy todo oídos, entonces.
—Yo también. ¿Cuál es la chica?
—Magdalena Petrova.
Esta vez fue el mafioso el que se quedó mudo. La cara del hombre reflejaba una lucha interna que duró unos minutos eternos.
La abstracción del ruso obligaba a Eduardo a analizar cada gesto
de su rostro con una concentración absoluta. Sin embargo, no era
capaz de inferir nada de los pequeños cambios en la comisura de
sus labios, ni del jugueteo de dedos que había comenzado hacia el
tercer minuto, con una tarjeta de visita que el ruso había encontrado sobre la mesa.
—Cinco mil dólares –dijo.
—Le firmo el cheque ahora mismo.
—Nada de cheques. Mañana me traes el dinero. A Magdalena te
la puedes llevar ya. Mi hombre te acompañará a la sala de espera.
Eduardo sintió tal alivio que apenas se paró a pensar que no
era nada fácil conseguir que un banco le diera aquella suma de
dólares.
—Por cierto, ¿qué ha pasado con el local? Está totalmente cambiado.
—Ah, las paredes las colgamos de rieles en el techo. Tienen un
aspecto tan real que ni acercándose mucho se daría uno cuenta de
que son de cartón. Pero con un ligero golpe de nudillo se destapa
toda la farsa. No sé si te habrás dado cuenta, pero aquí nada es lo
que parece.
Al principio Magdalena saltaba de alegría, le abrazaba, le besaba
por toda la cara, y con aquel humor exultante salieron de allí. Cuando Eduardo le dijo el precio que tenía que pagar por su libertad, la
alegría se desvaneció por completo.
De nuevo en el burdel, la favorita del jefe se tendía con su espalda sobre las piernas del mafioso y se quedaba muy quieta para
que el hombre pudiera esnifar la cocaína que había depositado en
su ombligo.
—¿Por qué has pedido tan poco por ella? Era la que más ganaba
de todas.
—¿Y qué iba a pedir, veinte mil dólares? ¿Cómo los iba a pagar?
—Hubiera encontrado el dinero. Se le veía en la cara que estaba
enamoradísimo.
—Pobre idiota. La verdad es que hace tiempo que quería quitármela de encima, pero no veía cómo. También corría el riesgo de
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que ella se fuera por voluntad propia, y sabes que no tenía derecho
a retenerla.
—Todas queríamos que se fuera. No se llevaba bien con nadie.
Como si fuera quién sabe qué.
—Tiene razones de sobra para sentirse superior y lo sabes. Pero
no te preocupes. Cuando se entere, será como si recibiese esa bofetada que tanto deseabais darle todas.
Eres tan listo, zorro tártaro. Has hecho bien en pedir tan poco.
Eh, la cocaína no la dejes en el ombligo, que yo no llego con la
lengua.
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Capítulo 3
Al principio vivían juntos en su piso de Varsovia.
Los trámites burocráticos para crear la empresa eran lentos y difíciles. Había que deslizar muchos sobres cargados de billetes entre
el papeleo para que el proceso se acelerara.
Mientras tanto aprovechaban el tiempo para estar juntos y decidir dónde mudarse.
Después de unos meses, la pareja se fue a vivir a una casa nueva en Josefów, una zona residencial a las afueras de Varsovia. Era
también la zona escogida para establecer los almacenes de la nueva
empresa.
Magdalena recibía todos los días a su amado con los brazos
abiertos. Si bien no había manera de que cocinara, era muy ordenada y le gustaba ser ama de casa. Era un estilo de vida un poco
anticuado, pero Eduardo estaba en la gloria. Hacía viajes a España
que procuraba que se prolongaran lo menos posible y provechaba
cualquier reunión para encontrarse con varios colaboradores a la
vez y así coger antes el avión de vuelta.
Ambos habían dejado atrás el pasado. Habían cerrado el libro de
sus recuerdos y lo habían echado a la hoguera. De aquel fuego purificador veían elevarse, ensoñadas entre el humo, las aspiraciones
de una nueva vida mejor.
Cuando, pasado el verano, Magdalena anunció su embarazo, la
noticia no le pudo hacer más feliz. En otoño se casaron y Magdalena Petrova pasó a llamarse Magdalena Nowak. Con aquel nombre
podía pasar por una tradicional madre polaca.
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Los meses de espera, los cambios en el cuerpo de Magda y los
mareos por las mañanas surtieron un efecto sedante. Su cuerpo la
estaba preparando para la maternidad y solo su calma apaciguaba
un poco a Eduardo, que estaba tan ilusionado como aterrado y esperanzado. Juntos iban a las librerías del centro de Varsovia buscando buenos manuales o acudían a los cursos que la nueva parroquia
organizaba para padres novatos.
En la primavera siguiente, Sara Nowak ya berreaba día y noche
para que la cogieran en brazos, la limpiaran o le dieran de comer.
La paz, que en un principio parecía que iba a ser eterna, se fue
degradando con los llantos continuos de la niña, los pañales hediondos y las discusiones sobre si la leche de biberón realmente es
tan buena como la de pecho o no. Hacía falta una ayuda en la casa,
la mano de una mujer con experiencia, como solo las abuelas, tan
pesadas y agobiantes pero imprescindibles, pueden aportarla.
Pero ni Eduardo tenía familiares, pues todos habían muerto, ni
Magdalena quería decir nada sobre los suyos.
Es bastante frecuente que una pareja que acaba de tener su primer
hijo discuta sobre la manera de criarlo. Normalmente, las personas
se emparejan con alguien de una educación parecida, con un nivel de
estudios similar e, incluso, de belleza equiparable, pero aun así, una
parte importante de ellas acaban separándose por no entenderse.
En el caso de Magdalena y Eduardo las diferencias eran tales
que, si bien ella lo sabía todo de su pareja, a este no le quedaba otra
que tener fe en lo que ella le decía sobre su vida, que era bien poco
y contado con el mínimo de detalles. Era difícil imaginar qué tipo
de familia campesina podía haber educado a una hija de manera
que tuviera un gusto tan refinado para vestirse, decorar la casa y a
la vez disponer de una cultura tan vasta.
Cuando Eduardo entró en el piso de Magdalena se quedó mudo
de asombro. No había visto nunca una decoración como aquella.
El corto pasillo del corredor que daba a la cocina-salón estaba
presidido no por una percha, como hubiera sido de esperar, o un
armario para la ropa, sino por una oscura cómoda sobre la cual un
enorme samovar de metal pulido, brillante, anunciaba al visitante
que la casa en la que entraba era un pedazo de Rusia.
—No creo que hagas mucho té en él, alcanzó a decir al sobreponerse.
—Ahora, con las teteras eléctricas nadie usa esos armatostes,
aunque he de decir que el té mantenido caliente durante horas por
las brasas sabe mucho mejor.
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El salón era una orgía de formas y colores. A la derecha, en
la pared, un espejo pendía sujeto por un ancho marco de madera
labrada con intrincados arabescos. El marco tenía, en su parte interna, la forma de unas cortinas que cubrían las esquinas superiores
y acentuaban el aspecto de ventana sacada de algún cuento de Las
mil y una noches.
Debajo, un ancho sofá blanco estaba recubierto de cojines a rayas amarillas y negras.
Frente al sofá había una alfombra cuya superficie estaba elaborada a base de una especie de bolas de lana en diferentes tonos
grises. Sobre la alfombra, una mesa de cristal ovalada se sostenía,
como la copa de un chaparro árbol transparente, sobre una intrincada trama de raíces doradas que, día tras día, quedaban esparcidas
por aquel extraño jardín lanoso.
Sobre la mesa, un cenicero de cristal verde propagaba la luz que
desde la ventana de enfrente caía sobre él.
Bajo la ventana, una cómoda dorada estaba flanqueada por dos
sillones de cuero negro con tachuelas del color de la cómoda, y
sobre el mueble, de un enorme jarrón de cerámica rústica salía un
helecho que se expandía hacia arriba y a los lados.
Las esquinas de aquella ventana y la del fondo del salón estaban
cubiertas por cortinas de bordado y, debajo, pegadas a la pared,
otras se recogían a cada lado con un lazo para dejar pasar la luz del
sol, que entraba a raudales.
Las lámparas que pendían del techo eran de estilo rococó, de
cristal, con numerosos colgantes que diseminaban la luz por todo
el salón.
Al fondo, una mesa baja de madera rodeada de sillones puf marrones a rayas.
—Tienes un gusto muy especial —dijo Eduardo.
—Gracias, me gusta sentirme como en casa. En todo caso, el
samovar no es mío.
Era evidente que había puesto mucho dinero en aquel piso. Ya
había oído hablar de las excentricidades del estilo ruso y, cuando
se acostumbró a lo que veía, pudo darse cuenta de que todo lo que
había allí era o hecho a mano o de una calidad altísima.
El dormitorio de Magdalena era parecido, pero lo que le llamó la
atención fue la enorme librería que ocupaba toda una pared.
Lo más habitual en las habitaciones donde entraba era que hubiera solo armarios y cómodas. Únicamente las personas que leen
acumulan libros en el espacio donde duermen; el resto lo hacen en
lugares visibles para impresionar a los huéspedes.
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Los libros eran de autores nada despreciables y que, en la mayoría de los casos, Eduardo solo conocía de oídas. Pushkin, Chejov,
Gogol o filósofos como Wittgenstein u Ortega y Gasset se apretaban
unos contra otros sin dejar ni el más mínimo resquicio.
Una punzada de vergüenza le atenazó el estómago. Jamás había
considerado importante leer algo que no tuviera que ver son su
trabajo o con su futuro profesional. Durante años, su vida se había
reducido a luchar, primero, por sobrevivir y, después, por triunfar.
No había lugar para la literatura, y aún menos para la filosofía, pero
ahora se sentía inferior frente a su amante.
Como leyendo su pensamiento, Magdalena le sacó de su ofuscación.
—No son míos, el antiguo dueño los tenía en el salón. Cuando
redecoré el piso los traje aquí en vez de tirarlos. Los tengo para impresionar a los visitantes.
La respuesta le dejó al mismo tiempo aliviado y desconcertado.
Después de unos meses yendo y viniendo de un piso a otro,
decidieron quedarse en el de Eduardo.
Se casaron cuando la nieve empezaba a derretirse y los primeros
brotes verdes luchaban por devolver la vida a las calles y jardines
de Varsovia. Fue entonces cuando Magdalena Petrova pasó a llamarse Magdalena Nowak.
Magdalena alquiló su piso a una estudiante rusa aplicada e insociable que con seguridad lo dejaría tal y como lo encontró.
Era fácil pensar que sus padres le dieron la mejor educación que
podían, pero también debió aprender mucho de sus contactos como
prostituta de lujo. En cualquier caso, era una duda que iba a tener
que resolver sola, dejando pasar el tiempo.
El caso era que los dos procedían de mundos muy diferentes,
lo que podría haber provocado que sus ideas sobre cómo criar a
Sara entraran en conflcito, pero no fue así. Ninguno de los dos
tenía una idea clara de cómo se debía educar a un hijo. A Eduardo
sus padres lo tuvieron muy joven y su abuela, aunque muy ajetreada con las reuniones y viajes del Partido Comunista, se hizo
cargo de él y trató de cuidarlo como si fuera su hijo, quizás, en
parte, para apaciguar la soledad que sentía desde que muriera su
marido, años atrás, de un ataque cardíaco. Era de imaginar que los
padres de Magdalena, con el trabajo duro del campo por una parte
y el alcohol por otra, tampoco le habrían prestado mucha atención
mientras crecía.
Iban saliendo adelante y, con el tiempo, parecía que Sara empezaba a ser un poco más tranquila. La pareja comenzó, entonces,
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a creer que sus sueños eran indestructibles. Sin embargo, la vida
ideal que llevaban era solo una frágil ilusión.
—¿Has oído hablar de lo del gato de Agnieszka?
—¿Qué Agnieszka? Desde que vivo aquí no hago más que conocer Agnieskas, Monikas, Martas y Olas.
—Nuestra vecina…, hablo del gato de nuestra vecina.
—No, cuando salgo a pasear con Sara están todos trabajando, así
que me encuentro con poca gente.
—Alguna ama de casa habrá, ¿no?
—Pues ya ves, pocas. La mayoría de mujeres con hijos trabajan.
A mí ya me han ofrecido cuidar otros niños aparte de Sara, pero
no me apetece hacerme cargo de extraños. ¿Querías decirme algo
sobre un gato?
—El pobre bicho apareció anoche muerto ante el portal de la
valla. Seguro que lo recuerdas. Era ese gris tan bonito que entraba
a veces en casa.
—Lo recuerdo. Todos los vecinos lo apreciaban. Era muy cariñoso, pero supongo que no hay mal que por bien no venga, ¿verdad?
No tendremos que preocuparnos más por si Sara le tiene alergia a
los gatos.
—Eso no lo sabemos. Podría ser casualidad lo de sus constipados
cuando jugaba con él.
—Podría ser. ¿Cómo te has enterado? ¿Te lo ha dicho ella?
—Me la he encontrado cuando venía, estaba pegando carteles en
los árboles y postes próximos a las zonas más concurridas.
—Me parece que eso es ilegal.
—¿Cómo puedes preocuparte por algo así? Alguien cogió al gato,
le rajó el estómago y lo tiró moribundo al jardín de su ama.
—Es horrible, no sé qué decir. Bueno, sí, otro nombre que oigo
mucho desde que estoy aquí es Magda, de Magdalena. Creo que me
gusta ese diminutivo.
El tiempo parece tener por costumbre recordar a las personas
que no han de creer nunca en la eternidad del bienestar. Y en cuanto se confían, les demuestra su error, con un mazazo que hace trizas
la ilusión.
El sueño de crear un paraíso aislado del resto del mundo terminó con una simple noticia que Eduardo llevó a la casa una tarde,
tras el trabajo.
—Cariño, debemos pensar en la posibilidad de mudarnos de
aquí.
—¿Adónde? Jozefów está muy bien, aunque un poco apartado
de todo.
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—Muy apartado de todo. Para ir a Varsovia tendremos que coger
el coche y tirarnos una hora u hora y media de atasco al ir y otro
tanto para volver. No lo digo por mí, sino por la pobre niña, cuando
vaya al colegio.
—¿ Los colegios de aquí no te gustan?
—Solo hay uno bueno y es religioso. Mi abuela odiaba a los curas, yo no tengo ningún problema con ellos, pero no puedo evitar
sentir cierta aversión hacia ellos.
—Claro, la vieja comunista te metió esas ideas muy dentro de la
cabeza, ¿no?
—Pues sí. Mi padre sí era muy católico y, para la época de las
revueltas estudiantiles, mi madre había comenzado a ir a misa. De
todas formas no tuvieron la oportunidad de quitarme de la cabeza
las ideas de mi abuela.
—Lo sé. Tampoco tendría ningún inconveniente en vivir en la
ciudad.
—También está el problema de la sanidad, el mal tiempo en invierno. Ya sabes lo mala que es la sanidad en Polonia.
—Te recuerdo que soy de Ucrania. Donde yo vivía, la sanidad
era mucho peor que aquí, a menos que tuvieras contactos. Tu seguro de empresa es muy caro, así que la sanidad no es un problema
para nosotros.
—Es mejor en otros sitios.
—Si lo que tratas de decir es que quieres que nos traslademos a
otro país, por mí, mientras hablen inglés, no hay problema.
—¡Cuánto me alegro! De eso va la cosa precisamente, pero ¿también hablas inglés?
—Sí, hacía intercambio: un polvo, dos lecciones.
—¡No hace falta que seas tan grosera!
—Perdona, no quería herirte, ¿puedes ir al grano?
—Me han pedido que deje la dirección de los negocios en Polonia a Pawe_ y me vaya a España a hacerme cargo de las oficinas de
exportación.
La reacción de Magdalena fue muy brusca, como si acabara de
encajar un puñetazo en la mandíbula. Saltó del sillón dónde había
estado recostada y gritó.
—¡No! ¡A España no!
—Pero ¿por qué?, si hablas español.
—No, no, no y no. Nunca. Yo no vuelvo allí.
—Es un país fantástico, si ya has estado, seguro que te encantará
volver.
—¿A qué parte?
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—Valencia.
—Ni hablar. ¿Y por qué no les dices que se busquen a otro para
ese trabajo? Eres el presidente de la empresa, puedes hacerlo.
—Esto es una empresa multinacional y no puedo tomar ninguna
decisión por mí mismo. Si lo mejor para todos es que dirija los negocios desde Valencia, no voy a permitir que todo se eche a perder
porque a ti no te apetezca volver a España. ¡Vamos y punto!
Magdalena se abalanzó sobre Eduardo, le cogió del cuello y
apretó mirándolo con ojos desorbitados, llameantes de furia.
—¿Desde cuándo el presidente de una empresa recibe órdenes?
—No soy el presidente. No hay presidente en una empresa multinacional, con múltiples inversores. Era más fácil decir eso que
intentar explicarte mi trabajo, también más rápido y, ¿por qué no?,
quería impresionarte.
—Y lo conseguiste, dijo apretando con más fuerza, mostrando
sus dientes cerrados, enmarcados por unos labios finísimos, en un
gesto casi animal.
Tras unos segundos le soltó y atravesó a toda prisa el pasillo, se
metió en la habitación de la niña y cerró la puerta dejándole solo
y jadeante.
¿Había intentado matarle?
No, no era posible, pero ¿y si aquella mujer no era quien había
imaginado que era? ¿Y si tras su aspecto de ángel, caído pero ángel,
había algo realmente diabólico, un terror oscuro y atroz esperando
a surgir para hacerle pagar por algo que en su momento fue solo un
inofensivo engaño.
Durante los siguientes meses, la actitud severa y distante de
Magdalena hacía imposible intentar, siquiera, mencionar lo ocurrido.
Cada uno asumió su parte de las gestiones necesarias para emprender la mudanza.
Eduardo fue a visitar a Francisco, quien le enseñó varias casas
que podían alquilar. Todas estaban increíblemente bien de precio,
lo cual, según explicaba, se debía los buenos contactos de su padre,
un antiguo mando de la Guardia Civil.
—Voy a necesitar un poco de tiempo para mudarme. Hay algunos asuntos que debo resolver. El papeleo de Magdalena está
resultando complicado.
—Uff, con la burocracia polaca hemos topado. ¿No lo puedes
arreglar con algún que otro regalito?
—Primero tengo que saber a quién vale la pena agasajar, ya sabes. Prefiero pasar bajo cuerda un sobre abultado a tener pensar
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que puede interesarle a cada funcionario que se haga cargo del papeleo.
—Venga, Eduardo, que nos conocemos. Eso tampoco te costaría
nada. ¿Qué es lo que sucede?
—Tienes razón, los problemas de papeleo son la historia de siempre en este país. Aunque no hubiera corrupción, cualquier trato con
la Administración será siempre engorroso y frustrante. Estoy teniendo algunas dificultades para convencerla. Le gusta vivir en Josefów.
—Hombre, háblale de lo que le espera allí. El buen tiempo, la
cocina mediterránea.
—Todo eso ya se lo he dicho.
—Mira, convéncela como sea, pero date prisa. La empresa no
puede dejar de montarse por un problema personal.
—No te preocupes. Está todo ya prácticamente arreglado.
—Magdalena, también de una forma sorprendente, consiguió
hacerse con la nacionalidad polaca, algo realmente difícil si se tenía
en cuenta la horrenda burocracia del país, que, normalmente, llevaba a unos por un tortuoso camino de años y a otros a abandonar la
idea de conseguir la dichosa ciudadanía.
La severidad fue dejando paso a la altivez y la conformidad. La
niña daba sus primeros pasos y los dos comprendían que, pasara lo
que pasara, ella era la que menos culpa tenía de todo y necesitaba
desesperadamente crecer rodeada de cariño y tranquilidad.
Pocos días antes de la salida, Eduardo había estado lavando al
bebé, le había puesto pañales nuevos y el pijamita, al tiempo que
Magdalena preparaba el biberón.
Se acercó sigilosamente mientras él mecía la cuna, de pie, observando cómo Sara se quedaba dormida.
Abrazándole por la espalda, recostó su cabeza sobre el hombro.
—Hace mucho que no me acaricias, ni me dices nada bonito.
—Lo sé, es por los nervios del viaje.
—Yo creo que no es eso. No me has perdonado por lo que hice
cuando me dijiste que nos íbamos.
—Tu reacción fue muy exagerada. Nunca te había visto tan furiosa.
Magdalena se aferró a él con más fuerza. Empezó a notar el calor
de su cuerpo a través de la camiseta. La niña ya se había dormido y
él se aferraba a la barandilla de la cuna con miedo a moverse por si
al hacerlo rompía la magia del momento, la que obraría el milagro
de decirle a qué había venido aquel ataque de furia.
—Tenía miedo, compréndelo. Hemos creado un pequeño paraíso aquí, lejos de todos, en nuestra casa con jardín, con nuestra pe42
queña. Y vienes un día y me anuncias que todo esto lo hemos de
dejar atrás.
—No tenemos que dejar atrás nuestro paraíso. Lo podemos llevar con nosotros. Nuestra felicidad no depende de vivir en Jozefów,
sino de estar juntos los tres.
—Será difícil que encontremos un lugar donde estar tan solos
como aquí, y más en España.
Ella introdujo las manos por debajo de la camisa y fue subiendo
despacio hacia su pecho, jugueteando con el vello que encontraba
a su paso. Sobre el hombro, Eduardo comenzó a sentir la humedad
de unas lágrimas que se deslizaban hacia el brazo.
También sentía sus pechos acariciándole la espalda. La tentación
de volverse y besarla se hacía insoportable, pero necesitaba saber
más.
—Nunca me has dicho lo que te pasó allí. Creo que ya va siendo
hora de que confíes en mí y me cuentes algunos de tus secretos.
Magdalena aflojó el abrazo, retiró las manos y se alejó.
Él se giró y la vio allí, de pie ante él, con ademán confuso,
como si no supiese qué hacer. Eduardo la observó intentando ver
en algún gesto, algún movimiento de su cuerpo, de sus facciones,
en su mirada, o como fuera, alguna pista de lo que le estaba pasando por la mente. Era inútil. No había en la expresión de su cara
ni rastro de emoción alguna. Parecía un maniquí sin vida, sin alma
que pudiera reflejarse en sus ojos. Ante aquel vacío, sintió un terror idéntico al de semanas atrás, cuando pensó que ella podría
matarle. Había algo en aquel vacío que le atraía como el abismo
cuando uno se acerca al borde. De pronto Magdalena pareció recobrar vida y contestó:
—Algún día, quizás, pero no ahora, no tan pronto, necesitaré
tiempo para decidirme.
Se dio cuenta de que en aquel instante podía perderla. Si le hacía una pregunta más, ella se iría. El paraíso que habían creado era
muy frágil y su existencia dependía de que estuvieran solos en él y
de no hacer preguntas sobre el pasado.
Se le acercó, cogió delicadamente sus mejillas entre las manos
y, despacio, como quien entrega un regalo valioso y frágil, posó un
cálido beso en sus labios.
Hicieron el amor con un deseo furioso. Se resarcieron de todos aquellos meses sin tocarse, se agotaron y descansaron uno en
brazos del otro compartiendo el calor de sus cuerpos, hasta que
el llanto de la niña les devolvió a la realidad. Había que darle de
comer.
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No sabía quién era, en realidad, Magdalena, solo que era feliz
con ella y que si intentaba descubrir su pasado, la felicidad sería
destruida.
Los muebles que deseaban llevarse, la vajilla, los libros, las cosas
de la niña, y todo lo que quisieron que viajara con ellos fue transportado en los camiones de la empresa, que solían volver vacíos de
Polonia. Era de esperar que un fuerte olor a naranjas impregnase la
casa donde iban a vivir, lo cual hacía que la idea de mudarse fuera
algo más llevadera.
Valencia
El día del viaje Magdalena, Magda, como había empezado a llamarla a la manera polaca, estaba sobreexcitada y eufórica, unas veces
apática y otras presa de un frenesí arrollador. Era evidente que algo
le ocurría, pero, dado el pacto tácito de no hacer preguntas, debía
dejarla en paz.
De la misma manera, tampoco Eduardo podía comprender que
en el momento de entregar el pasaporte en el puesto de control del
aeropuerto, en Valencia, Magda se encontraba presa de una euforia
que a duras penas podía disimular.
El guardia civil que comprobó el pasaporte apenas lo observó
unos instantes. Aquella gente sabía cuándo no valía la pena buscar
signos de falsificación. Pero si el hombre la hubiera mirado, en vez
de estar hablando con su compañera, si se hubiera fijado en ella,
aunque fuera fugazmente, se habría quedado perplejo al percibir
que aquella joven madre estaba experimentando sensaciones completamente extrañas para aquel lugar y aquella situación. Habría
reconocido el lenguaje corporal de un ludópata haciendo la apuesta
más excitante de su vida. Sin embargo, se limitó a devolver el documento sin dejar de atender a su compañera.
Ya en la sala de espera, tuvieron que pasar veinte minutos para
que se recuperara de la clara crisis nerviosa a que había estado
sometida. Tras dejarse caer como un saco inerte sobre uno de los
asientos, estuvo un buen rato mirando fijamente hacia la pantalla
de llegadas, sin decir nada. Pasado el tiempo, una sonrisa de alivio
anunció a Eduardo que todo estaba de nuevo en orden.
El taxi los llevó hasta la Gran Vía Marqués del Turia y giró a la
izquierda un par de calles antes de llegar a Cánovas del Castillo.
—¿Y es aquí donde vamos a vivir?
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—No, la Gran Vía es un poco ruidosa, sobre todo más adelante,
en la plaza, por las noches.
—Pero este parque recorre todo el centro de la avenida. Es
tan bonito, y parece tan tranquilo, es perfecto para pasear con la
niña.
—No estaremos lejos. En esta ciudad nada está realmente lejos.
El coche recorrió el tramo que atravesaba el parque y siguió por
una lateral de la Gran Vía.
—¿Es esta calle lateral?
—Es aquí, sí.
Eduardo pagó al taxista y cogió las maletas mientras Magda cargaba a la niña en brazos.
—¿No te gusta? Está cerca de la oficina y es muy céntrica.
—No, no es que no me guste, es que me va a resultar muy difícil
de pronunciar el nombre.
Efectivamente, ni polacos ni ucranianos poseen sonidos con vibraciones tan fuertes como la de la jota o la erre doble, y aquella
calle se llamaba Carrer de Jorge Juan.
—No te preocupes, la palabra «carrer» no es parte del nombre,
significa ‘calle’.
—Lo sé, entiendo el catalán.
Aquella respuesta hizo bullir la mente de Eduardo. Mientras caminaban no paraba de hacerse preguntas: ¿Cuándo había vivido
ella en Cataluña? ¿Qué le podía haber ocurrido allí para tener tantas
reticencias a volver de nuevo? ¿Valdría la pena buscar en Barcelona
rastros de su estancia?
Llegaron ante un gran portal de madera flanqueado por paredes decoradas a modo de columnas. La vista del primer piso era
espectacular, ventanas con pequeños balcones protegidos por rejas
de hierro forjado y columnas en relieve a los lados sosteniendo el
único balcón del tercer piso.
—¿Cómo vamos a entrar? No tienes llaves.
—Llamando.
Eduardo apretó uno de los timbres de la pared que rodeaba al
portal.
—Nos están esperando. Vamos.
Al llegar al piso, Francisco abrió la puerta. En un salón espacioso, sentado ante la ventana y disfrutando del sol, descansaba un
anciano, arrugado como un árbol milenario. Podría haber estado
allí esperándolos desde antes de que existiera el edificio o la calle.
Desde siempre.
—Os presento a mi padre —dijo Francisco.
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Al girarse, el hombre mostró una afabilidad que hizo que ambos
se sintieran como el hijo pródigo que volvía a casa. Sin embargo,
Eduardo, pudo ver, por la agilidad de sus movimientos, que distaba
mucho de estar decrépito. Destilaba una energía descomunal.
Magda se quedó paralizada cuando el viejo la miró. Hubo un
momento, muy corto, como de déjà vu, durante el cual dio la impresión de que se hubieran reconocido. El hombre se levantó como
pudo y, acercándose a ella, se deshizo en cumplidos hacia su belleza
y los encantos de Sara.
Antes de irse, el padre de Francisco se acercó Eduardo y, agarrándole por las solapas, inclinó su cabeza hasta que su boca quedó
a la altura del oído.
—Menuda ficha tu mujer, chico, en buena te has metido.
Después Francisco y su padre se fueron, dejándolos solos en
medio del salón.
—Parecía como si os conocierais —dijo Eduardo.
—He tenido que vérmelas con policías de muchas clases, este es
de una que no me esperaba volver a encontrar.
—Qué buen ojo. No te lo había dicho, pero es un guardia civil
retirado. Tenía un cargo muy alto.
—Sí, eso lo he visto en seguida. Tenía dignidad, pero había algo
más.
—¿A qué te refieres?
—Algo salvaje, felino, como si tuviera garras escondidas bajo sus
viejas uñas, a punto y bien afiladas. ¿Qué es lo que te ha dicho?
—Ah, nada, me ha comentado que eres muy guapa, solo eso. Al
fin y al cabo, es solo un tigre anciano.
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Capítulo 4
La cantidad de trabajo que suponía poner en marcha una empresa
de logística hacía abrumador el esfuerzo.
Casi todos los días Eduardo se levantaba para acudir a una oficina situada apenas a unos metros de su casa, y a pesar de lo cerca
que trabajaba, no volvía hasta la noche.
Las entrevistas de trabajo para personal bilingüe no eran nada
fáciles. La mayoría de los que se presentaban eran estudiantes polacos que tenían visado para trabajar un máximo de veinte horas a
la semana. Muchos de ellos, en realidad, hubieran trabajado por la
mitad que sus compañeros españoles haciendo cuarenta o cincuenta horas, pero no quería problemas con la justicia.
Cuando terminaba de entrevistar a los candidatos, a eso de las
tres, empezaba a reunirse con los dueños de empresas de transporte
o salía a visitar a algún cliente, generalmente el dueño de un almacén, a no menos de treinta kilómetros de Valencia.
Había días que tenía que viajar a Polonia para coordinar, con
Marcin, todo el aparato logístico de la empresa.
Con el paso de los meses, el tipo de trabajo fue cambiando. A
medida que iba completando su plantilla, les enseñaba a trabajar
juntos, solucionar la avalancha de problemas que solía originar el
último sistema informático que habían decidido instalar o calmar a
los transportistas, que a menudo le tachaban de aficionado.
Durante meses, Magdalena fue una ejemplar ama de casa. Seguía cocinando mal, pero era fácil acostumbrarse. Visitaban mucho
los restaurantes de la zona y eran tan conocidos como para no tener
ni que reservar mesa.
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Pero algo se iba estropeando. Aquello no era el paraíso soñado,
aquel mundo íntimo que se suponía iban a crear los tres y Magda
empezó a descomponerse. De alguna manera se enteró de la dirección de una antigua amiga suya. Irina, una espléndida rubia,
esbelta, muy inteligente, a quien le encantaba pasar horas con
Sara. Pero su relación no se limitaba a la casa, sino que continuaba
fuera.
Habían tomado por costumbre irse por las noches después de
cenar, y Eduardo no volvía a ver a su mujer hasta la madrugada.
Preguntarle lo que hacía era inútil. Siempre contestaba que visitaba
a antiguas amigas, y si insistía, se enfurecía, gritaba, la emprendía
a golpes con todo lo que se le ponía por delante y no paraba hasta sentirse completamente desahogada. Al volver se echaba en la
cama y dormía hasta tarde.
En vista de que era imposible doblegarla y que Eduardo no podía quedarse en casa a cuidar de Sara, contrataron a una niñera.
Así estaban las cosas cuando Francisco los invitó a su casa para
lo que se suponía que iba a ser un típico encuentro informal.
La casa era la quintaesencia del clasicismo valenciano. El salón,
sumido en la penumbra, estaba iluminado por un sol que perdía su
fuerza tras atravesar persianas de madera y tupidas cortinas. Los
muebles, de oscura madera de roble, parecían robar la poca luz que
podía dar vida a aquel lugar. Al entrar por la puerta se veía, a la
derecha, un antiguo pero confortable sofá color burdeos, y ante él,
una gran alfombra parda, con motivos geométricos; a la izquierda,
había un mueble alacena de madera con una vidriera que dejaba
ver lo mejor de la vajilla y las copas, probablemente parte del ajuar
de Carolina. Ante la alacena, una gran mesa de roble color café
rodeada de sillas a juego.
El parqué flotante era el único detalle que le recordaba ligeramente a Polonia. Lo que en Valencia era un símbolo de estatus económico, allá se podía encontrar hasta en las casas más pobres.
Se sentaron todos menos Carolina, que se llevó consigo a una
estupefacta Magdalena para ayudarle a traer la comida desde la
cocina.
Francisco escuchó atentamente la relación de los acontecimientos en la empresa y los progresos en la implementación de todo lo
planeado, mientras su padre, encorvado en su silla, con los brazos
apoyados en la mesa, no dejaba de mirar a Eduardo con una intensidad febril.
A esas alturas Magda ya había mejorado ostensiblemente su español, que hablaba casi con total fluidez, contestando a Carolina
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sus interminables preguntas sobre lo que le daba de comer a Sara,
dónde le compraba la ropa, si se ponía enferma con frecuencia…
Cuando terminaron de comer, Carolina volvió a llevarse a una
enfurecida Magda, que no comprendía por qué los hombres no daban ni golpe en aquella casa.
Fue entonces cuando el padre de Francisco hizo su revelación.
—Eduardo —dijo el viejo—, ¿tú te das cuenta de que, con los
años que tengo, participé tanto en la Guerra Civil, como los familiares de tu abuela?
—Claro. Pero mi toda mi familia era comunista y supongo que
usted estaría en el bando de Franco.
—Así fue. Yo provengo de una familia asturiana muy religiosa.
Me crié en el odio a los comunistas, los anarquistas y a todos los
rojos. Sabíamos que todas aquellas ansias de revolución solo podían
traer miseria y dolor. La huelga general demostró que no estábamos
equivocados.
—¿Se refiere los mineros asturianos? Es una vieja historia que
me solía contar mi abuela. Perdí un tío en aquella huelga.
—No fue solo en Asturias, pero nosotros nos llevamos la peor
parte. Aquello marcó la vida de todos los que vivíamos en la cuenca
minera, no solo la de los mineros. Muchos propietarios y sus familiares tuvieron que ver como peligraba todo lo que habían creado
con su ingenio y esfuerzo. Hubo muchos muertos.
—Comprendo que usted y mi abuela estuvieron en bandos diferentes durante la guerra, pero, francamente, todo eso tiene poco
que ver conmigo.
—Quizás tenga que ver más de lo que usted se piensa.
—No veo cómo. Mi abuela pertenece a una generación que vio
nacer movimientos sociales muy violentos, pero que ya han muerto. El comunismo y el fascismo habrán pasado muy pronto a la
historia y no veo por qué tengo que enfrentarme a usted por algo
que ya no le importa a nadie.
—Pero ¿sabes qué es lo que hizo tu abuela tras la guerra?
—Si, ¿cómo no? Tras perder a su padre, a todos sus hermanos,
primos y a cualquier hombre que pudiera defenderla, tras soportar
palizas y detenciones arbitrarias por parte de la Guardia Civil, decidió echarse al monte. Lo hizo por pura desesperación.
—Y por convencimiento.
—Sí. Sin duda. Quería cambiar España y creía que aquellos idealistas podían hacerlo, ayudados por la población hostil al régimen
y por los aliados. Confiaba en que estos no darían por terminada la
guerra hasta acabar con el fascismo.
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—Qué ilusa, ella y sus idealistas desharrapados.
—Ya le he dicho que todo eso es agua pasada. No veo qué interés
puede tener para usted ponerme en su contra. A mí me importa un
bledo todo aquello.
—No estoy intentando enfrentarme a ti.
—Y yo no sabía que ahora nos tuteábamos.
—Tengo casi setenta años más que tú, así que puedo hacerlo.
Eduardo comenzaba a sentirse confundido por la intensidad creciente de unas emociones que no quería que le afectaran. Magda y
Carolina parecían haberse refugiado en la cocina y no querer salir
de allí hasta que aquella conversación terminara, algo que Eduardo
deseaba cada vez más. Estaba buscando en su mente una excusa
para irse de allí cuando el viejo le dejó anonadado:
—Yo conocí a su abuela.
No era posible. Durante las revueltas aquel hombre sería, como
mucho, un cadete de la Guardia Civil y ella debía estar en edad escolar. Quizás estaba entre los guardias que acompañaban al ejército
en la represión. Sin embargo, el tío de su abuela murió lejos del
pueblo, en Oviedo. O quizás fue después, tras la guerra…
—Si se hubiesen conocido, tendrían que haberse matado —le
contestó al viejo.
—Faltó poco.
El viejo esbozaba una media sonrisa que tenía algo de cínica.
El estómago se le enroscó en un nudo apretado. Tenía ante sí al
monstruo del que había oído hablar tantas veces, el ser infame que
la torturó y del que se escapó por los pelos: tuvo que correr a la cocina, arrastrar a Magda, quien se dejó llevar tan sorprendida como
encantada, y salir de la casa como alma que lleva el diablo.
Francisco fue corriendo tras ellos. Consiguió interceptarlos ya
fuera del piso.
—Perdona, Eduardo, mi padre no sabe nada de diplomacia y no
tiene ni idea de cómo abordar temas delicados.
—¿Delicados dices? Ese hombre torturó a mi abuela, asesinó
a sus compañeros y a punto estuvo de hacer lo mismo con ella.
Eso no es un tema delicado, eso es un tema que no debería haber
abordado jamás. Hay cosas que no me interesa remover. Mi pasado
estaba muerto, ¿entiendes?, muerto y enterrado, y ahora viene ese
hombre, tu padre, y le quita toda la tierra que yo le he ido echando
desde que murió mi abuela, y lo exhuma todo sin que yo pueda
hacer nada para pararle, solo salir corriendo de allí para no ver qué
más quiere sacar a la luz.
—Lo siento, hombre, déjalo estar, ya tiene un pie aquí y otro allá
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y le importan un bledo las consecuencias de lo que hace.
—Pues las va a tener, vaya que sí. Vaya si las tendrá. Y no me
vengas diciendo que no sabías nada porque no me creo que todo
esto haya sido casualidad.
—Mira, tranquilízate y cuando se te pase el disgusto ya verás
cómo no tiene tanta importancia.
—Francisco, mi abuela me crió, ¿comprendes? Es cierto que
para ella todo ese cuento del comunismo se acabó cuando mis padres murieron en aquel Syrena 105 sin frenos. Con su muerte todo
su pasado perdió sentido y lo único que le quedaba era yo y nadie
más que yo. Y yo solo la tenía a ella, así que sus heridas me duelen
como si fuesen mías, y ese hombre es el que produjo las peores y
más profundas.
—Ese hombre es mi padre, pero no dirige esta empresa. No tiene
por qué entrometerse más. Puedes olvidar que existe.
—No veo cómo olvidarlo, he soñado con él durante años. Ha
estado presente en mis peores pesadillas, y ahora vienes tú y me lo
pones delante. No entiendo nada, ¿qué tipo de casualidad es esta?
¿Cómo puede haber sucedido algo así?
—Son cosas que pasan. Mira, olvídate del viejo. Tienes razón,
estas cosas hay que enterrarlas y olvidarlas. Eso de lo que él habla
eran otros tiempos, Eduardo. Deja al viejo decrépito y nosotros sigamos con lo nuestro.
—Ya veremos, Francisco, ya veremos. Cuando me calme te diré
lo que decido.
Eduardo y Magda subieron al coche, que arrancó con un chirrido de ruedas, y se dirigieron a casa, donde les esperaban Sara y la
niñera.
Nada más llegar, le contó a su mujer sus intenciones de dejar la
empresa y buscar trabajo en Varsovia. Ella no se lo tomó nada bien.
—¿Qué clase de presidente de empresa eres? Despide a quien no
te apetezca ver, rompe tu contrato con cualquier socio al que no te
guste tener cerca. Si Francisco y su familia te hacen sentir incómodo, búscate otro socio. Para eso eres el que manda, ¿no?
Eduardo, lo había olvidado. Tuvo que hacer un esfuerzo por recordar. Ella bailando alrededor de la barra, acercándosele, sorteando las parejas y grupos de lascivos amantes.
Magdalena acercando los labios a su oreja, rozándole las piernas
con las suyas, el calor de aquel aliento y una pregunta:
—¿A qué te dedicas?
Una respuesta dada para impresionar, la vieja costumbre de
mentir para obtener lo que se desea, lo más pronto posible.
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—Soy el presidente de una empresa multinacional de importación de frutas y verduras
Y ahora, el momento de pagar por la mentira.
—Esta es una empresa en la que el dinero lo pone, sobre todo,
Francisco, así que es él quien manda, y a mí no me interesa ya
trabajar para él.
—Entonces, ¿qué eres tú en todo eso?
—Soy el director de logística y expansión de mercado. Coordino
la cooperación de almacenistas y vendedores polacos con los productores y almacenistas de aquí. Como verás, no me faltan responsabilidades.
—Y cuando estés en el paro, ¿qué responsabilidades tendrás?
¿Cambiarle los pañales a Sara?
—Lo haría encantado.
—Yo no me casé con un don nadie y no quiero tener a un don
nadie por esposo. Tenlo bien claro.
—Venga, no me costaría nada encontrar trabajo. Se pelearían por
tenerme en cualquier empresa.
—Tú te puedes ir si quieres, yo de aquí no me muevo.
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Capítulo 5
Si algo había aprendido Eduardo en sus años de lucha por ascender fue que jamás hay que permitir que los problemas personales
interfieran en el trabajo. Era bien capaz de moverse como un autómata, de dictar órdenes regido por una fría lógica empresarial y no
le hacía ninguna falta sentirse apreciado por sus empleados para
ser efectivo. Pero también sabía que así no se construía un equipo,
no estando él ausente, atormentado por las dudas y el dolor de ver
abiertas de nuevo heridas que ya habían cicatrizado.
La pequeña Sara tenía ya año y medio y corría por toda la casa.
Aquel pequeño ser que al principio solo lloraba, cagaba y comía,
se había ido convirtiendo, con cada palabra nueva que balbuceaba,
con cada sonrisa que le dirigía al volver del trabajo y con cada momento que pasaba abrazada a él, en una parte imprescindible de su
vida. Estaba claro que si se iba, lo tendría que hacer solo, pero si
se quedaba, ¿cómo ignoraría la presencia del monstruo que había
poblado las pesadillas de tres generaciones?
No le quedaba más remedio que hacer de tripas corazón y seguir
adelante con la empresa.
Pasaron los días, resultaba difícil ver a Francisco, hablar con él y
no imaginarse a su padre sentado en la mecedora, ante la ventana,
recordando el pasado, ese pasado del que formaba parte su abuela,
pero tenía que seguir trabajando y tenía que hacerlo bien.
Había tanto que hacer que pronto se olvidó de aquel viejo a
quien odiaba y que le esperaba para contarle secretos que él no quería conocer. También se olvidó de su familia, hasta que se enteró de
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que la niñera había sido despedida. Era imposible sacarle a Magda
la razón. Probablemente, le diría algo sobre sus obligaciones, pues
a la pobre señora se la notaba muy preocupada por la educación de
la pequeña, con una madre que se iba de fiesta noche sí día también
y llegaba casi siempre borracha a las tantas, y un padre que parecía
haberse propuesto volver del trabajo lo más tarde posible.
En su lugar apareció Irina, que se hizo cargo de la niña y le dio
el cariño que su propia madre no sabía o no quería mostrarle.
Con el tiempo Eduardo se acostumbró a ver cada vez menos a
Magda. Al llegar del trabajo, cenaban juntos y ella se iba. Era inútil
preguntarle adónde. Por la mañana, llegaba sigilosamente hacia las
siete, cuando Irina estaba ya haciendo el desayuno para todos. A la
niña le calentaba unas papillas que hacía ella misma, y para Eduardo preparaba el café y unos cruasanes con mermelada o con miel.
Llegó un momento en el que tuvo la impresión de estar casado
con Irina. Volvía a casa encantado de encontrar un hogar cálido y
agradable en el que esperaban Irina y Sara, aunque no su esposa.
Aquella impresión se reforzó cuando comenzó a presentarse por
las noches para acostar a la niña, y quedarse después un rato charlando o viendo la televisión.
Al final ocurrió lo ineludible. Sin planearlo, y sin hacer nada por
evitarlo, acabaron haciendo el amor, en el sofá, mientras la pantalla
de cincuenta y dos pulgadas emitía luces y sombras sobre sus cuerpos entrelazados.
El tiempo pasaba, la extraña vida familiar de Eduardo se estabilizaba con Magda cada vez más ausente e Irina ocupando su lugar
con total naturalidad. El recuerdo del viejo volvía de vez en cuando atizándole con saña, como para recordarle que tenía un grave
asunto por resolver, del cual dependía no solo la visión que tenía de
su pasado familiar, sino la de sí mismo y seguramente también las
decisiones que pudiera tomar en adelante.
Una mañana de otoño, Francisco y Eduardo se dirigían en coche
hacia Burriana para visitar el almacén de Pablo.
—Ha tardado mucho en invitarnos, ¿no?
—Bueno, la temporada de la naranja acaba de empezar. Ya verás
el almacén. La primera vez que lo vi reformado me quedé pasmado, es enorme, y está todo automatizado.
—¿Todo?
—Hay unas veinte operadoras eligiendo las naranjas en mal estado que se le escapan a la máquina, seis conductores de Fenwich
y cuatro operarios del sistema informático que controlan todo el
almacén.
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—Pues sí que dan dinero las naranjas. Creía que solo los japoneses tenían cosas así.
—Los japoneses y los alemanes, que aquí han invertido mucho.
—Ya veo.
—Y no es solo naranja, cada vez hay más frutas como caqui,
mango, aguacate, y otras de invernadero.
—¿Y de ahí es de donde viene el dinero para todo eso?
—No, hombre, no, es de la naranja, el resto es para alargar la
temporada de recolección.
Mientras atravesaban Sagunto se hizo un incómodo silencio.
Eduardo quería preguntar sobre el viejo, pero, al mismo tiempo,
temía hacerlo. Una vez fuera de la ciudad, ya no pudo más.
—No puedo quitarme de la cabeza a tu padre.
—Lo sé. Te he visto aguantándote las ganas de hablar sobre algo
engorroso varias veces. Me preguntaba cuándo ibas a reventar.
—¿Qué es lo que sabes de los tiempos en los que era teniente,
capitán o lo que fuera, cuando terminó la guerra?
—Poco, ese tema siempre lo ha tenido muy para sí. Lo mismo
que sus operativos contra ETA en el País Vasco.
—¿También estuvo en eso?
—Como todos los guardias civiles, y especialmente él. Formó
a muchas de las más implacables compañías. Algunos de sus estudiantes fueron a dar con sus huesos en la cárcel por tomarse la
lucha contra el terrorismo demasiado en serio.
—Los formó porque tenía experiencia con los maquis, supongo.
—Sí, su ascenso por aquellos años fue meteórico. Antes de los
escándalos de torturas en los que se vieron involucrados sus mejores discípulos, lo llamaban el tenientísimo.
—¿Como el generalísimo?
—Eso mismo, pero él mandaba solo en la Guardia Civil, y eso le
bastaba y le sobraba.
—Fue un personaje importante, entonces. Pero no me extraña que sus alumnos más aventajados acabaran en la cárcel. Él
se había formado en una época cruel, amparado por un sistema
político que trataba a sus enemigos con un odio infinito, que lo
justificaba todo. Sus mejores alumnos no estaban hechos para la
democracia.
—Como ya te he dicho, tras la detención de sus pupilos se tuvo
que retirar.
—¿Y qué hizo desde entonces?
—Lo mismo. Todavía lo llaman para que les asesore, así que, ahí
donde lo ves, sigue en activo.
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—Extraoficialmente.
—Pagaría por seguir viviendo en la casa cuartel.
—Aunque ya no tiene ningún grado.
—Cuando entra en un cuartel los guardias se cuadran y o mucho
me equivoco, o eso es lo que le mantiene con vida desde que dejó
el cuerpo.
—Sí, pero ¿qué es lo que te ha contado sobre mi abuela?
—Poco, la verdad, es un hombre que sabe guardar secretos.
—Tampoco se puede decir que tú seas muy hablador, ¿no?
—Eduardo, por lo que yo sé, mi padre atrapó a tu abuela en algún lugar de las montañas entre Teruel y Castellón, días después de
que descarrilaran un tren de mercancías.
—El asalto al tren pagador. Sí, conozco la historia. Ella no participó en aquello, pero fue tan sonado que las montañas se llenaron
de guardias civiles.
—Ese fue el principio de la carrera de mi padre. Tras el asalto,
todos los guardias de la región se echaron al monte por las zonas de
Teruel y Castellón. No sé cómo lo consiguió, porque es una de esas
cosas de las que él no habla, pero tenía información muy detallada
sobre los movimientos de la banda de tu abuela, o batallón si lo
prefieres, que pertenecía a la Agrupación Guerrillera de Levante
y Aragón, la famosa AGLA. Los atrapó a la semana de lo del tren
pagador.
—Y los mató a todos, los torturó hasta no dejarles una gota de
sangre ni fuerzas para gritar. Mi abuela me contó cómo esperaba su
turno para los interrogatorios. Fue una mujer muy fuerte, aguantó
cosas horribles.
—¿Nunca te ha extrañado que soportara tan bien las torturas
y que además tuviera la oportunidad y las fuerzas para huir hasta
Francia?
—La energía la sacaba de su voluntad, que le bastaba y le sobraba.
—Sí, pero ¿no es extraño que solo ella? Hasta donde yo sé es el
único preso que se le ha escapado a mi padre en toda su carrera.
—No me gusta lo que insinúas. ¿Estás diciéndome que tu padre
la dejó irse? ¿Pretendes ahora hacerme creer que mi abuela traicionó a sus compañeros?
—Mucha gente, en aquellos tiempos, se encontró en circunstancias extremas, enfrentados a dilemas terribles. Ni tú ni yo somos
capaces de imaginarnos lo que haríamos en situaciones como aquellas. Yo no estoy juzgando a tu abuela. Simplemente digo que si
tienes la intención de averiguar cómo fue su vida en las montañas
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y qué se vio obligada a hacer para que la dejaran escapar, has de
tener en cuenta que no estás en condiciones de juzgarla.
—Es el colmo, ¿es eso lo que te ha dicho tu padre?
—Eso no me lo diría nunca. Forma parte de sus muchos secretos.
Como ya te he dicho, es un hombre extremadamente reservado.
—Y tú ¿por qué piensas que un hombre que había masacrado
la vida de hombres y mujeres, como mi abuela, por decenas, la
dejaría irse? “Dime todo lo que sabes y ya te puedes ir”. ¿Así? ¿Sin
más?
—Yo sospecho que no se fue sin más.
—Entonces qué.
—No lo sé. Después de la extraña huida de tu abuela, hubo varias operaciones en las que, de forma directa o indirecta, mi padre
participó, como la captura de dirigentes del PCE de Valencia y de
varias agrupaciones maquis. Después de aquellos éxitos, su ascenso
fue imparable.
—Eso que insinúas es un insulto imperdonable. Mi abuela jamás
traicionaría a sus compañeros.
—Vale, perdona. Sé que es un tema muy sensible, pero me has
preguntado qué es lo que pienso y yo no conocí a esa señora. Seguro que tienes razón y se escapó por sus medios, pero es que sin
conocerla a ella y sabiendo lo poco que sé de cómo se las gastaba
mi padre, lo más fácil es pensar lo que te he dicho.
—Si me cuenta algo así, le diré que se trata de una sarta de calumnias, así que ¿para qué voy a ir?
—Él te está esperando. Creo que quiere decírtelo todo. Después
de oírle, podrás juzgar por ti mismo.
Eduardo tenía, cada vez más claro que encontrarse con el viejo
iba a cambiar muchas cosas, demasiadas, sobre lo que él sabía de
su pasado, del pasado de su familia.
Su mundo nunca había sido estable. Primero la muerte de sus
padres, luego la de su abuela, más tarde la caída del comunismo,
que muchos deseaban. Muchos para quienes pronto quedó claro
que el nuevo sistema no era menos despiadado que el anterior. Pero
él supo adaptarse y prosperar mientras otros se limitaban a quejarse por el engaño que suponía el paraíso capitalista y malvivir
maltrabajando hasta caer en la espiral degradante de la adicción al
vodka y al vino barato.
Pero ya era demasiado. Él había salido adelante de todo aquello
y se merecía mucho más de lo que tenía.
La posición económica y social la tenía ya al alcance de la mano.
Lo que le faltaba, sin embargo, era lo que debería ser más fácil de
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conseguir. Necesitaba una vida equilibrada y tranquila con Magda
y para Sara.
Inmerso en aquellas reflexiones volvía a casa, donde le esperaba
una esposa oficial, otra oficiosa y una hija que era lo único real en
su vida. Debía encontrar la manera de poner en orden todo aquello.
Lo del viejo debía esperar.
Le dijo claramente a Francisco que no deseaba volver a hablar
del tema y, el resto del viaje, hasta volver a Valencia, lo hicieron en
silencio.
Al entrar en casa, por la tarde, Magda le recibió con un frío «¿ya
estás aquí?», seco e indiferente. Eduardo se acercó a ella, a pesar de
que el espacio personal entre ambos, ese que marca límites invisibles, había reaparecido hacía casi un mes.
—Magda, nunca había sentido un amor, una pasión tan intensa
por nadie antes de conocerte. He hecho muchas cosas por ti que no
debería haber hecho; yo por ti iría hasta el infierno y volvería solo
para traerte fuego con el que darte calor.
—Eres muy romántico, mi amante español. Supongo que me
quieres aunque pienses que soy tan malvada que solo el fuego del
infierno me puede reconfortar.
—Pues claro. Tú sigues siendo la única mujer de la que me he
enamorado. Bueno, tú y Sara.
La niña andaba ya con soltura y se acercó a su padre sonriente.
Al llegar a él le abrazó la pierna. Eduardo se agachó y la cogió en
brazos.
Por un momento, la ternura iluminó el rostro de Magdalena.
Pero fue apenas un destello.
—No estoy hecha para ser la mujer de un simple empleado.
—¿Qué más te da? No es que seamos precisamente pobres.
—Sí, pero siempre estarás a la sombra de Francisco o de cualquier otro con dinero para invertir en tus negocios.
—Magda, tenemos mucho, ¿qué más quieres?
—Más de lo que tú puedes darme.
—¿Y qué quieres que haga?
—Tu verás, para algo tienes la cabeza.
Madgda se metió en su habitación y volvió a salir maquillada y
con un minúsculo vestido de lentejuelas plateadas.
—Esta noche voy a una fiesta. Irina vendrá para encargarse de
la niña.
—¿En serio?
—Sí, le dejas que duerma en el salón.
Se fue sin decir adiós. Por el balcón pudo ver como se acercaba
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a un todo terreno. Una puerta se abrió y un hombre enorme, muy
parecido a los guardias de seguridad del burdel donde la conoció,
la invitó a entrar.
Cuando Irina llegó, Sara ya dormía. Eduardo, muy bajo de ánimo, le contó todo lo que había hablado con Magda. Ella le escuchó
mientras se desnudaba y, ya sin ropa, se echó sobre él, recostándole
en el sofá, donde le hizo el amor. Eduardo se dejó llevar sin entusiasmo, pero cayendo en una dulce modorra mientras se deslizaba
por la resbalosa pendiente del orgasmo.
59
Capítulo 6
—No te creas que soy tan simple como para no saber qué pasará si
te digo todo lo que sé.
—¿Y qué es lo que sabes tan bien que pasará?
—Te irás por esa puerta insultándome, llamándome de todo, con
el convencimiento de que te he dicho una sarta de mentiras.
—Entonces, ¿para qué me has hecho venir?
—Para decirte con quién tienes que hablar, claro.
Eduardo exhaló un suspiro exasperado. El viejo parecía estar
jugando a ser el crupier de un juego de póquer en el que, sentados
a la mesa, se encontraran él y otros jugadores que solo aparecieran
cada vez que él pusiera una carta boca arriba.
—De acuerdo, ¿con quién tengo que hablar?
—Con Vicente Albelda, el padre de Pablo y María José.
—¿Pablo y María José Albelda, los propietarios del almacén?
—Sí, es un negocio familiar.
—Lo sé, pero ¿qué puede tener su padre que ver con mi abuela?
¿Eran compañeros tuyos del cuerpo?
—Noooo, qué va. De tu abuela. Se echaron al monte juntos, eran
los dos anarquistas.
—No era anarquista. Comunista, mi abuela era comunista.
—Bah, tu abuela era anarco-comunista, como Vicente. Que después decidiera pasarse al comunismo es otra historia, pero mejor
háblalo con él.
—De todas formas, no hay mucha diferencia entre comunista o
anarco-comunista, cualquiera puede evolucionar.
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—¿“Evolucionar” dices? No tienes ni idea. Mira, será mejor que
te des prisa, está todavía más jodido que yo. Las últimas noticias
que tuve de él es que sobrevivió a una neumonía por los pelos.
Anda por ahí con un respirador de esos, arrastrando una botella de
oxígeno. En fin, el señor no permite que uno tome su propia vida,
pero él, siendo ateo como es, la verdad, me parece ridículo que no
se haya descerrajado un balazo en la sien. Pero, claro, para lo que le
espera después de muerto, no me extraña que se aferre a la vida. Yo
solo pido al Señor que no me deje acabar así mis días.
—Es conmovedor.
—Sé que no viene al caso, pero ¿qué tal se adapta tu mujer a la
vida española? No te ofendas si no me acuerdo de cómo se lama,
son los años.
—No me parece que tenga usted demencia senil ni por asomo.
—Ja, ja, ja, es cierto; de todas formas, con los años todo se estropea, créeme. Fíjate que, cuando la vi la primera vez, tuve la sensación de haberme topado ya antes con ella, o con alguien muy
parecido. No tiene sentido, ¿verdad?
—Se adapta bastante bien; demasiado, de hecho. Sale mucho.
Casi no para por casa.
—Mal está la cosa pues; tú con tanto trabajo, tantos viajes, y tu
mujer de fiesta. Y ¿cómo habías dicho que se llamaba?
—Magdalena.
—Tendrá un apellido.
—Claro, Novak.
—¡Venga ya!, ¿el mismo apellido que tú?
—Es mi mujer y en el resto de Europa cuando una mujer se
casa pierde su apellido y toma el del marido. Antes se apellidaba
Petrova.
—Es una buena costumbre. Eso debería servir para recordarles
que le pertenecen al marido, pero, por lo que dices de tu mujer,
parece que se acostumbran muy rápido al nuevo apellido.
Lejos de allí, en el puerto deportivo de Valencia, en un fastuoso
yate, se celebraba una fiesta organizada por Magdalena para la alta
burguesía local.
El sofá y los sillones estaban volcados en un extremo del salón
que ocupaba la mayor parte de la cubierta principal. Sobre una
amplia alfombra de lana, cinco jóvenes tumbadas en círculo sobre
sus espaldas, desnudas, exponían sus vaginas, con las piernas flexionadas y abiertas como si se encontrasen en el ginecólogo, ante un
cuenco cerámico.
—Venga —gritó Fifiolo, animando a las chicas—, a la de tres lan62
záis la pelota. Una, dos y… tres.
Las chicas tensaron sus músculos vaginales y de inmediato salieron disparadas cuatro pelotas de ping pong. Una de las chicas apenas consiguió expulsar la pelota a tan solo un palmo de distancia.
—Ohhhhh, no ha habido suerte, habrá que probar otra vez.
—Ja, ja, ja, ja —gritó uno de los espectadores—, a Paulina la puedo ayudar yo. Si le aprieto el culo así, con las manos, a la de tres la
pelota saldrá directa al cuenco.
—Eso —dijo Fifiolo— sería trampa, Vicente, y aquí se siguen
unas reglas.
—Venga, otra vez, pelotas para dentro.
En un apartado rincón de la sala, comentaban la escena Magdalena y un hombre de mediana edad, atlético y muy bronceado, con
el color de piel uniformemente mate que dejan las lámparas UVA.
—A Paulina no le va a hacer ningún bien este juego. Si no es
capaz de lanzar esa pelota un poco mejor, van a pensar que tiene
la vagina prestada de tanto sexo y no va a haber quien quiera follársela.
—A Paulina no le pasa nada en la vagina —dijo Magdalena—, lo
que sucede es que es una vaga y no le da la gana esforzarse
—Pero, mírala, si está casi llorando.
—Así aprenderá. Todas necesitan aprender. Si hay algo que no
tolero es una chica que se crea demasiado especial para este trabajo. En Moscú las sabíamos poner en su sitio nada más cruzar la
puerta del burdel con sus harapos y sus sueños de pueblerinas.
—Sí, ya he oído algo de vuestros métodos. Aquí te costará un
poco más de tiempo. Vale la pena que trabajen de buen grado. La
verdad, es sorprendente que hayas conseguido un grupo tan exquisito en tan poco tiempo.
—Irina me ha ayudado.
Tras la segunda prueba, Paulina salió llorando, cruzó el grupo de
hombres que felicitaban a la ganadora y se dirigió a Magdalena.
—Ya no puedo más. No valgo para esto.
—Alberto —dijo Magdalena dirigiéndose a su interlocutor—,
¿hay algún lugar donde pueda hablar con ella en privado?
—El camarote de abajo está insonorizado, podéis discutir a gusto.
—Ves, Paulina, yo te seguiré.
La chica desapareció rápidamente bajando las escaleras.
—Alberto…
—¿Sí?
—Préstame tu cinturón, por favor.
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Al cabo de diez minutos, Magdalena volvió sudorosa y agitada.
—Toma, tu cinturón.
—Pero la hebilla…
—Ah, perdona, he perdido un poco la cabeza, te lo limpiaré en
el cuarto de baño.
—No, déjalo. ¿El camarote está bien?
—Sí, ni siquiera se ha defendido, no se lo esperaba.
Alberto miró el metal que brillaba como un rubí. El color era
precioso. Se preguntó si habría alguna manera de pintar la hebilla
para que conservara ese color y ese brillo húmedo.
—Está viva, ¿no?, porque si me montas un lío en el yate, Fifiolo
se pondrá hecho una furia.
—Que sí, solo son un par de moratones y un poco de sangre. Le
he dado una toalla para que no ensucie nada. Cuando se recupere
tiene órdenes de limpiar las salpicaduras con agua y jabón.
—En fin, lo que tu digas, supongo que tendrás que apañártelas
con cuatro, pero cinco es un número más bonito. ¿No podrías convencer a Irina de que volviese?
—Irina ha conseguido de este trabajo todo lo que buscaba. Quería salir de su pueblo y lo hizo, quería ganar mucho dinero y se
compró un apartamento en el centro de Valencia y se pagó los estudios de intérprete. Gracias a ello nunca se convertirá en una puta
vieja, sola y enferma como les pasará a esas de ahí. También quería
disfrutar del sexo, conocer sus propios límites, y ese trabajo le dio
todo eso. Fue la mejor en dar placer a todo tipo de hombres, desde
los más sensibles hasta los más depravados, porque le gustaba hacerlo.
—Sí, a Irina le gustaba su trabajo, lo cual me parece extraordinario, teniendo en cuenta por lo que las hacéis pasar antes de
empezar.
—Esos métodos servían para poner a las chicas en su sitio. Hay
otras formas de convertir a una mujer en una buena puta. Ya sabes
a lo que me refiero. Se ha hecho siempre.
—Sí, enamorándolas. ¿Es así como la captaste?
—Es la única con quien lo hice de esa manera, y no me arrepiento. Tenía una intuición extraordinaria para darme placer como
y cuando me apetecía. Hacerla pasar por lo que al resto hubiera
servido solo para convertirla en una puta hastiada. Esas dan poco
dinero y al final tienes que venderlas a otra red por una miseria.
Lo malo de dar tanta libertad a alguien como ella es que tienes que
dejarlas irse si se cansan de su trabajo.
—Nunca parecía cansarse, por eso no entiendo que lo dejara.
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—Lo hicimos todas, por un tiempo. Ella es la única que no volvió. A esas alturas ya sabía que yo no veía en ella más que una
mercancía de lujo. Creo que quería enamorarse, y con un trabajo
así es difícil tener una pareja estable.
—Vaya, enamorarse, qué romántico. Quién lo hubiera dicho.
Una chica tan sexual. Pues, por lo que yo sé, sigue soltera.
—En Barcelona se acostaba con lo más selecto de la sociedad
catalana y ahora, quieras que no, un simple estudiante, o incluso
un jefe de tienda, no podría darle lo que tenía antes.
—Y tu marido, ¿sabe lo que te llevas entre manos?
—No, no tiene ni idea.
—¿No crees que se enterará tarde o temprano?
—No dará ningún problema. Yo me encargaré de ello.
65
Capítulo 7
Una persiana verde, hecha con tablillas de madera, cubría la estrecha puerta que daba a la calle. Era mediodía y un sol de justicia
hacia imperativo dormir la siesta hasta que pasara lo peor del calor.
Una rostro de mujer asomó por un hueco que se formó en uno de
los lados al empujar la persiana. Sus profundas arrugas se acentuaban con una expresión de desconfianza.
—¿Qué es lo que quiere? No compramos enciclopedias
—Venía a ver a Vicente Albelda. Tengo un asunto personal que
tratar con él.
—Murió hace un mes.
—¡Qué contrariedad! Lo siento mucho. ¿Era usted su mujer?
—Sí, y ahora soy su viuda. Estaba muy enfermo. Yo misma estoy
bastante mal, no creo que tarde mucho en reunirme con él
—No se apresure, tiene usted dos hijos estupendos.
—¿Los conoce?
—Si, permítame que me presente, me llamo Eduardo Novak.
Trabajo con sus hijos en MarPol.
—Vaya, ¿y qué es lo que le trae hasta mi casa? ¿Se trata de algún
problema con mis hijos?
—No, no me trae aquí ningún asunto de la empresa.
¿Se da usted cuenta de qué horas son? Debería estar durmiendo
la siesta. Tiene suerte de que las medicinas que me dan para la tensión me quiten el sueño.
—¿Y no puede cambiarlas?
—Las otras no me quitan las palpitaciones, y usted no sabe lo
malo que es eso. Me quedo sin aliento, me duele el pecho.
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—No sabe cuánto lo siento.
—No se quede ahí joven, pase, pase. Estuve casada con él durante casi medio siglo. Si tenía algún asunto personal que tratar con mi
marido, quizás yo pueda ayudarle.
La mujer empujó la persiana para hacer un hueco por el que
cupiera Eduardo.
La oscuridad en el interior de la casa era casi total, o al menos
eso le pareció en un principio. Al cabo de unos segundos, cuando
se hubo acostumbrado a la penumbra, era capaz de distinguir todos
los muebles del vestíbulo. Avanzó unos metros hasta una mampara
de vidrio translúcido con un hueco a modo de puerta que daba a la
sala de estar.
Se sentó ante una mesa camilla redonda esperando a la mujer,
que le prometió volver en cuanto trajera café y unos pastelillos de
la cocina.
A un lado, se abría el hueco de una puerta. También estaba
cubierta, desde arriba hasta la mitad, por una persiana como la de
fuera. Lo que se veía por la mitad inferior era un suelo de baldosas
de terracota y las hojas de un ficus que colgaba a pocos centímetros
del suelo.
Ante sí, al otro lado de la mesa, una vitrina le mostraba, como
es tradicional en las casas valencianas, las mejores copas y parte de
la vajilla que aquella señora debió coleccionar durante años. Junto
a la vitrina, obviamente, estaba la televisión, sobre una mesilla de
madera con unas patas exquisitamente talladas en roble.
—Habla muy bien el español para ser polaco —dijo la mujer
mientras traía un plato cubierto de mazapanes y trozos de coca en
llanda.
—Me crié con mi abuela, que era española.
—¿Sí? ¿De Valencia?
—No, asturiana.
La mujer ralentizó el paso al oír la respuesta. Mientras entraba
en la cocina respondió:
—Asturiana, y viviendo en Polonia. Debió conocer a alguien de
quien Vicente hablaba mucho.
—¿Alicia Velasco Castañón?
—Esa misma.
—Sí, era mi abuela.
La mujer no contestó. El silencio se prolongó incómodamente
durante unos eternos segundos. El pitido del agua saliendo evaporada por el tapón de la tetera anunció que el café estaba ya listo, pero
la mujer no apagó el fuego.
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Mientras la tetera seguía silbando, la viuda de Vicente Albelda
apareció, temblando, bajo el marco de la puerta.
—Váyase de esta casa, ahora mismo.
—No lo entiendo, su marido y mi abuela fueron compañeros en
la sierra.
—¡Que se vaya le he dicho!
—Señora, he venido para saber quién era mi abuela, le pido solo
unos minutos.
—Su abuela era una traidora, una puta. Qué digo una puta, alguien que vende su cuerpo tiene más dignidad. Era una alimaña.
La mujer empezó a empujarle para que se levantara. Las palabras le dolían a Eduardo como bofetadas. Se le hacía un nudo en el
estómago.
—Señora. Todo lo que sé de mi abuela es lo que ella misma me
contó. Ella me cuidó cuando mis padres murieron. Lo que me dijo
que ocurrió cuando era compañera de su marido puede que no fuera
verdad, pero a esa… alimaña, como usted la llama, le debo mucho.
La mujer se calmó ligeramente. Su instinto maternal le hacía
sentirse identificada con alguien que había perdido a sus hijos y había sabido darle a su nieto el cariño y la seguridad que necesitaba.
—Su abuela, estimado señor Nowak, traicionó a la agrupación
guerrillera de Levante y Aragón. Cayó casi toda la brigada. Mi marido se salvó de milagro, porque estaba en mi casa, cortejándome y
recibiendo provisiones de mis padres, que eran enlaces. Solo Dios
sabe cómo es que ninguno de los detenidos nos delató. Aún recuerdo el miedo que pasamos. Llegamos a alegrarnos cada vez que nos
contaban que se había muerto uno de ellos, y eso que sabíamos
perfectamente de qué manera morían.
—Mi abuela se escapó, al menos eso es lo que me dijo.
—Sí, eso es lo que decían. Créame, joven, aunque les dejaran las
puertas abiertas, aquellos hombres y mujeres no se hubieran podido escapar. El tormento que les daban era tan horroroso… ¿Sabía
usted que su abuela tenía un novio en la guerrilla?
—No, nunca me contó nada.
—Ese debió morir de los primeros, jamás volvimos a oír hablar
de él. ¿Qué clase de persona hay que ser para venderse al enemigo
y tramar con ellos la caída de todos tus compañeros, sabiendo las
bestias tan salvajes que eran, por entonces, los guardia civiles? ¿Tiene usted idea de la clase de torturas por las que les hacían pasar?
—No, mi abuela nunca me contó los detalles.
—Claro, ¿cómo iba a conocerlos? Su abuela echó a sus compañeros, a su novio, al infierno más terrible que puede existir. Uno
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que no les esperaba en la otra vida, como decían los curas, sino en
esta. Y lo peor es que ninguno nos imaginamos que pudiera estar
tramando algo así. Fue una actriz estupenda su abuela. Y una traidora, una alimaña desalmada.
—Tiene idea de alguien que pueda contarme cómo se escapó.
Alguien que trabajara con la Guardia Civil que perseguía a los maquis de la zona.
—Ya le he dicho que su abuela no se escapó. No era posible. Si
su abuela se fue por su propio pie, es porque a ella no le hicieron
lo que a los demás y, se ponga como se ponga, la única manera
de librarse de todo aquello era colaborando en la captura de otros
maquis. Y no me venga con esas de que su abuela era una santa, o
una idealista. Cuando ella estaba en el cuartel, los anarquistas, los
comunistas y los contactos en los pueblos caían como moscas.
—No quiero discutir con usted. No puedo ni imaginarme lo que
fue aquella época, ni las encrucijadas en las que muchos de ustedes,
o mi abuela, se pudieron encontrar. Hasta que sepa todo lo que
ocurrió, no creo que sea capaz de juzgarla, y aun si lo llego a saber
con detalle, puede que siga sin ser capaz.
—Tiene usted razón, joven. Vaya a ver a José María Ferrer, su
socio en la empresa, quizás él sepa algo más.
—¿José María? ¿Qué tiene él que ver en todo esto?
—Si usted supiera, todo esto es muy raro. Primero el hijo de Manolo el del Somatén, y después usted, el nieto de Alicia.
—¿Qué es eso del Somatén?
—Al pobre Vicente le dio un ataque que casi lo dejó tieso cuando
Pepa le dijo con quién iban a trabajar. Anda que si se hubiera enterado de quién iba a ser su jefe.
—¿Por qué?. Tenía algo que ver con la Guardia Civil.
—Y tanto. Los del Somatén eran los voluntarios que les hacían el
trabajo de reconocimiento, un atajo de fachas que, de buena gana,
se colgaban un fusil al hombro y recorrían los montes buscando
guerrilleros. Caza mayor, eso es lo que era para ellos buscar a las
partidas guerrilleras. Eran gente de la zona que conocía bien el terreno. Sin ellos la Guardia Civil nunca hubiera acabado con la guerrilla.
—Y ese Manolo, ¿estaba con los guardias que cogieron al grupo
de mi abuela?
—Estaba, sí. Tenían a tantos para coger que necesitaban refuerzos, así que se les sumó todo el Somatén de la comarca.
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Capítulo 8
—No me puedo creer que tengas una niñera como esa —dijo Marcin.
—¿Qué pasa! ¿No hay niñeras guapas en Varsovia? —contestó
Eduardo.
—Las hay, pero Dorota se empeña en que es necesario que tengan experiencia.
—Pues una de treinta puede haber cuidado ya de algunos niños.
—No, experiencia como madres.
—Vaya, con cuarenta ya cuesta un poco más, pero seguro que
hay más de una de buen ver.
—¿Y como abuelas?
—Ahí ya me lo pones realmente difícil.
—Fíjate que una vez vino una, joven, no muy guapa, aunque
tampoco estaba mal, y empieza a hacerle todo tipo de preguntas:
que si le gustan los niños, que si ha cuidado antes, dónde, cómo se
imagina su vida dentro de cinco años.
—¿Para qué le interesa saber qué quiere hacer dentro de cinco
años?
—Eso mismo me preguntaba yo: “Para entonces ya habremos
apuntado al niño a un parvulario y no nos hará falta la niñera”. Pero
es que no se quedó ahí, siguió haciéndoles preguntas de esas que
hacen en los departamentos de selección de personal.
—¿Para un trabajo de niñera?
—Ya te digo.
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—O sea que no la cogió…, ¿o la chica se escapó de vuestra
casa?
—¡Ja!, la echamos
—¿La echasteis?
—Pues sí, cuando ya se le estaban acabando las preguntas. Resultaba que la chica estudiaba por las tardes en la universidad, un
programa de esos para adultos. Venía de una familia de ocho hermanos de la que era la segunda, y además le encantaba cocinar.
A Dorota se le ocurrió también preguntarle si se había hecho últimamente un examen médico. Ni sé cómo se le pasó por la cabeza,
de verdad; ha trabajado muchos años en recursos humanos y, que
yo sepa, nadie hace preguntas como esa. La chica, cansada ya del
interrogatorio, sin pensárselo, va y contesta que se hace uno cada
tres meses.
—Me dejas a cuadros.
—Así es como nos quedamos nosotros. Y claro, cuando se dio
cuenta de lo que había dicho, se puso nerviosísima. Dime tú en que
trabajo es necesario hacerse exámenes médicos cada tres meses.
—Actriz porno.
—O algo así. En cualquier caso, aparte de eso, solo hubo una
chica de unos diecinueve que entró en casa, y Dorota casi la echó a
patadas porque llevaba uno de esos pantalones ajustados que parecen medias, muy sexy, tenía unas piernas preciosas.
—Creo que Dorota sabe bien lo que hace.
Hacía muy buen tiempo al atardecer en la plaza de Cánovas. Sentados a una de las mesas de un bar de los muchos que por la noche
se abarrotan de estudiantes, daba la impresión de que el tiempo se
hubiera detenido para permitirles disfrutar de la brisa marina que
las avenidas traían hasta allí desde las playas del Mediterráneo.
—Entonces —contestó Marcin—, ¿cómo es que tienes una niñera
tan guapa? Porque es preciosa.
—Es una amiga de Magdalena.
—Tengo ya ganas de verla. No me has dicho por qué no estaba
en casa.
—Eso ya te lo he contado. No la veo casi nunca.
—Eduardo, la empresa va bien, todo está funcionando perfectamente. Los camiones llegan a Varsovia y las naranjas se venden por
toda Polonia como golosinas. Es hora de que dediques un tiempo a
poner en orden tu vida privada.
—Es lo que he estado haciendo, Marcin.
—No, no me refiero a la historia de tu abuela. Eso es el pasado.
Tienes que ocuparte del presente.
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—Francamente, no sé qué hacer. No conozco a esa mujer y no sé
qué es lo que le lleva a abandonar su hogar y a Sara, su hija.
—Entonces será mejor que te ocupes de averiguar otro pasado,
el de Magdalena cuando su apellido era Petrova.
—Si hago eso, se irá. Lo sé. No quiere que nadie indague en su
vida.
—Pues ya es hora de que le lleves la contraria, porque te va a
dejar igual.
—¿Y qué hago, le pego una paliza para me lo cuente todo?
—Anda, no seas exagerado. No te he visto nunca levantarle la
mano a una mujer.
—Ni lo verás, supongo, aunque con Magda nunca se sabe hasta
dónde pueden llegar las cosas.
—La niñera…, la conoce de antes, ¿no? Pues pregúntale a ella.
—Irina, claro. La he tanteado antes para ver si podía sacarle
algo, pero parece que tiene muy claras instrucciones de Magda.
—Tú sabrás. De alguna manera tendrás que empezar. Mantenme informado. Puedo hacer averiguaciones en Varsovia.
—Tú con esos no te metas. A los del burdel ya me los conozco y
son gente muy peligrosa.
73
Capítulo 9
Mijéil esperaba sentado en un banco de aquel insulso parque. El
Ayuntamiento había emprendido la tarea de construir un hermoso
jardín en el viejo cauce del río Turia, pero donde él estaba esperando solo había máquinas excavadoras y árboles. Aquello era un
barrizal seco. A esas horas de la mañana se trataba del enclave ideal
para un encuentro discreto. Su cliente estaba al llegar.
Mijéil Alavidze era un asesino, uno de los mejores, que el régimen comunista de la recién extinguida Unión Soviética había sabido educar.
Su carrera había empezado muchos años atrás. Se podría decir
que, con su nacimiento, en el que su madre murió desangrada, dejó
bien claro cuál era su vocación.
El padre, con desgana, lo alimentó y resguardó durante los primeros años de vida. Su posición de alto funcionario en la administración
local de Vladikavkaz, la capital de Osetia del Norte, debería haberle
proporcionado, al menos, seguridad material, pero no fue así.
En 1964, con apenas diez años, casi toda su familia fue encarcelada por corrupción, y el pequeño Mijéil comenzó una nueva vida
en el orfanato.
Tan salvaje como las montañas que rodeaban Vladikavkaz y tan
duro como la vida bajo el Gobierno del gran hijo de Georgia, Josef
Stalin, transcurría la vida en el orfanato. Los cuidadores, funcionarios, como en teoría lo eran todos bajo el sistema comunista, hacían
la vista gorda a los desmanes de sus pupilos, interesados tan solo
en conservar sus puestos de trabajo, para lo cual bastaba con hacer
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ruido solo cuando el partido lo pedía. Aquellos cuidadores, por lo
general, eran totalmente apáticos, excepto cuando aparecía alguno
nuevo que se daba cuenta de la situación e intentaba cambiar las
cosas. Jamás hubo empleado que intentara convertir aquel sitio en
un verdadero centro educativo sin que sus compañeros despertasen
de su ensueño e invirtiesen toda su malicia y energía en hacer lo
posible por que se fuera o lo echaran.
Pero Mijéil no añoraba su hogar, al contrario. En su casa no había recibido cariño y entre aquellos despojos de la sociedad, pues
así eran tratados aquellos niños —unos por haber llegado al mundo
sin que se les esperara, otros por ser hijos de enemigos del pueblo—
, encontró no solo brutalidad, sino camaradería y amistad. En aquel
lugar abandonado de la mano del Estado, no se podía sobrevivir sin
tener amigos. Ningún niño podía defenderse solo. Hasta los mayores sabían que había límites que no se podían sobrepasar, porque
un grupo grande de aquellos mocosos era capaz de despedazar a un
mayor en minutos.
Entre los muchos negocios ilegales que tenían su sede en el orfanato, estaba la lucrativa venta de vodka, destilado en las bañeras
de un barracón abandonado y promovido por una red de ladrones,
contrabandistas y prostitutas que se formaban y graduaban con
mucho mejores notas que en asignaturas tan irrelevantes como la
de productividad de las nuevas fuerzas de trabajo.
Mijéil Alavidze pronto se especializó en tratar con los alcohólicos, a quienes vendía aquel brebaje, y de ahí pasó a robar cupones
de la compra a los que hacían cola ante las pocas tiendas de la
ciudad. Mijéil creció convencido de que si quería algo, estaba en
todo su derecho de tomárselo por la fuerza a quien quisiera, pues
si a nadie le había preocupado que su vida fuera tan horrible, nadie tenía derecho a pedirle cuentas porque él arrebatara lo que le
apeteciese tener.
Cuando su padre salió de la cárcel cuatro años después y le sacó
de allí, su vida estaba ya completamente encauzada por el camino
del crimen.
No tardó mucho en matarle. A los pocos días de comenzar su
convivencia, un tren de mercancías lo arrolló. Junto a las vías encontraron una botella de vodka ilegal que, a juicio de las autoridades competentes, la víctima había ingerido en buena parte antes
del accidente.
Después de aquello fue reclutado por el KGB. Alguien en la policía pareció comprender que la muerte de su padre no había sido
accidental y, atando cabos, llegó a sospechar quién era, en realidad,
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el culpable de su muerte.. Al faltarle pruebas, decidió informar a
los cuerpos de seguridad y los responsables del reclutamiento de
los agentes decidieron que era un candidato estupendo para llevar
a cabo trabajos sucios.
Se dedicaba a asesinar a personas molestas. Organizaban robos
que terminaban en homicidio, accidentes de coche, caídas mortales
durante excursiones por la montaña y todo tipo de simulacros o escenificaciones que evitaran sospechar o dar a entender, según el caso,
que había una relación entre la muerte y el todopoderoso KGB.
A lo lejos, divisó, caminando por el borde del cauce para no
ensuciarse los zapatos de tacón, a una mujer que avanzaba con la
seguridad de quien pisa un suelo de hormigón.
—Veo que, como siempre, has llegado antes que yo.
—Tomo mis precauciones, ya lo sabes.
—Pensaba que me ibas a decir que lo haces para que no tenga
que esperar. Sería una respuesta más agradable.
—No es que seamos precisamente amigos, Magdalena.
—Es cierto, pero no te reprocho que intentaras matarme, hacías
tu trabajo.
—Y, por una vez, no lo hice bien. Aunque no puedo quejarme.
Gracias a tu organización he vivido muy bien estos años. Me alegro
de verte. No tuve la oportunidad de pedirte disculpas por aquello.
—Olvídalo. Me consta que, desde entonces, has eliminado a
quienes me podían haber llevado a la cárcel.
—Sí, quedan unos pocos, pero esos no van a abrir la boca.
—Lo sé, y quiero contribuir a tu bienestar con otro trabajo más.
—¿Acaso te queda algún enemigo?
—Si me pusiese a pensarlo, creo que me haría vieja escribiendo
la lista.
—Si alguien me vuelve a ofrecer que te elimine, le vuelo la tapa
de los sesos sin dudarlo.
—No se muerde la mano que te da de comer, ¿verdad?
—¿Has traído el fichero?
—Por supuesto, aquí tienes.
Mijéil cogió un sobre marrón y lo metió en el elegante maletín
negro situado a su izquierda, en el banco.
—Hoy mismo empezaré con el seguimiento.
—No hace falta.
—Pues claro que la hace, siempre es necesario.
—No en este caso.
—Magdalena Nowak. Tú no eres quién para enseñarme cómo
hacer bien mi trabajo. Lo voy a hacer a mi manera.
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—Y yo te repito que no. No vas a hacer ningún seguimiento porque de eso ya me encargo yo.
—¿Vas a ofrecerle a otro ese trabajo? Sabes que prefiero encargárselo a uno de los míos.
—No, no se lo voy a encargar a nadie, lo voy a hacer yo misma.
Quiero que elimines a mi marido, y lo harás cuando yo te lo indique.
—No es la primera vez que elimino a una pareja incómoda, ya
sea el esposo o la esposa, pero generalmente se deciden después de
cinco o seis años de convivencia o tras el divorcio. En general, en
esos casos, el cliente quiere evitar cualquier implicación física en
el asesinato.
—Mijéil, tú me conoces, sabes que no me tiembla la mano cuando sujeto un cuchillo o una pistola.
—Sí, te conozco lo suficiente. Mira, yo he trabajado con muchos asesinos profesionales. Algunos disfrutan con lo que hacen.
Para ellos acercarse a la víctima, estudiar sus movimientos y decidir
cómo y cuándo acabar con ella es tan excitante como el cortejo para
un seductor, y matar, una experiencia mucho más intensa que el
mejor de los orgasmos.
—No sé por qué me cuentas eso ahora.
—Porque tú eres uno de ellos. Estoy seguro de que te encantaría
clavarle un cuchillo con tus propias manos. No vas a poder mantenerte alejada de este asunto.
—Sabes que no me gusta perder el tiempo hablando por hablar.
¿Quieres el trabajo, si o no?
—Si me juras que te mantendrás al margen.
—Es estúpido que me acuses de ser una sociópata.
—¿De dónde te has sacado esa palabra? No la había oído antes.
—Es una larga historia. Te recuerdo que cuando te regalé la ballesta, lo primero que hiciste fue salir a dar una vuelta con el coche,
matar a un peatón y volver agradeciéndome que te diera un arma
tan estupenda.
—Necesitaba probarla para saber si podía servirme para el trabajo.
—¿Y…?
—Todavía la tengo, pero no la uso porque hace el mismo ruido
que un rifle al disparar y no se le puede montar una mira telescópica. Mantente al margen, es demasiado peligroso que trabajemos
juntos.
—No lo haré. Te darás cuenta de que ya me cuesta bastante no
hacerlo yo misma.
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—He oído algunas cosas sobre ti y me hago una idea, por eso
prefiero que me lo dejes todo a mí. Además, la policía siempre investiga primero a los cónyuges.
—Por eso te lo encargo a ti, pero no encontrarán nada. ¿Qué es
lo que has oído de mí?
—Historias sobre chicas a quienes convencías para salir de la
Federación Rusa en busca de una mejor vida, a quienes iniciabas
personalmente en su nuevo trabajo.
—¿Y qué tiene eso de extraordinario? La iniciación es un modo
de asegurarse que hacen bien lo que se les pide. Por muy desagradables que sean sus clientes o muchos polvos que echen en un día,
nada será peor que la iniciación. A veces me pasaba de la raya, pero
la organización nunca tuvo problemas con perder alguna chica que
otra; era un riesgo calculado.
—Por lo visto, contigo ese riesgo era tan alto que, de no ser tan
buena captadora, habrías terminado hace tiempo como una de
aquellas desgraciadas.
—Supongo que tienes razón. Me dejaba llevar con frecuencia
por una furia ciega cuando no hacían todo lo que les pedía. Aunque,
tengo que darte la razón: esa sensación, como de tener un fuego frío
que comienza en tus entrañas y sube por la espalda hasta la cabeza,
es una droga muy adictiva. Es muy excitante decidir matar a alguien mientras le estás hablando a la cara y no hacerlo en seguida,
seguirle, planear su muerte, organizar el encuentro final. Se parece
bastante al juego de la seducción, ¿no crees?
—No, para mí es solo trabajo, es lo que mejor hago, lo único que
sé hacer bien de hecho.
—Haré el seguimiento a distancia. No te preocupes. Eduardo
mismo me dirá dónde está y no tendré ni que salir de casa para
tenerlo localizado.
—Hmmmm, es la primera vez, en todos mis años de carrera,
que hago un trabajo así.
—Te pagaré un cincuenta por ciento más de lo habitual.
—Me parece poco para un trabajo en el que no soy yo quien lo
organiza todo. Es muy arriesgado dejarlo en manos de alguien que
desea cometer un crimen pasional.
—No es un crimen pasional. Simplemente ya ha llegado la hora
de que recupere mi apellido de soltera.
—Comprendo. Es más rápido que un divorcio, pero tener a la
policía haciendo preguntas puede ser más engorroso que un proceso de separación de bienes.
—Haz que parezca un atraco. Te llevas a un drogadicto a la es79
cena del crimen, le das una sobredosis para que se quede frito, le
pones el arma en la mano y listo.
—Ya me estás diciendo otra vez cómo tengo que hacer mi trabajo.
—A mí también me gusta controlarlo todo, Mijéil Alavidze, desde el principio hasta el final.
—En ese caso, esperaré tu señal. Mientras tanto, Magdalena Petrova, arréglatelas para que, cuando llegue el momento, se encuentre cerca de este lugar; es muy solitario, un mal sitio para andar a
solas.
80
Capítulo 10
Mucho antes de aquella primera caricia con que meses atrás el dorso de su mano recorría el brazo desnudo de Irina, a la que ella contestó girándose sobre sí misma, abriendo sus labios y entregándole
su lengua en un largo beso, él ya sabía que aquella mujer tenía un
don especial.
Lo había confirmado cada vez que hacían el amor. Su forma de
moverse, tan acompasada a sus deseos, como si supiese lo que él
necesitaba, antes incluso de sentirlo, revelaba que Irina conocía a la
perfección su propio cuerpo y el placer que este era capaz de sentir
y de dar.
Solo alguien que se ha librado de la vergüenza inculcada desde
la infancia hacia lo carnal, y ha aprendido, desde la danza, desde el
deporte, más tarde con el amor y el sexo, que la piel, las manos, la
boca y los dedos son las palabras, como el placer es la voz, con que
comunicamos lo más íntimo, eso que únicamente el cuerpo de otra
persona puede percibir…, solo una persona que concluye su adolescencia sorprendida por ese conocimiento como por una revelación,
es capaz de hacer a su amante sentir el instante del orgasmo como
parte de la eternidad.
Lo supo la primera vez que la vio, sentada al lado de Magdalena
en aquel sofá en el que hicieron el amor después de aquel largo
beso. Cuando, al entrar en el salón, Irina balanceó ligeramente la
cabeza para mirarle, lo hizo lentamente, como si el mismísimo espacio que la rodeaba le acariciara al moverse. Su forma de andar
dejaba claras una agilidad y coordinación propias de alguien que,
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sin esfuerzo, es consciente de cada uno de sus movimientos.
Del mismo modo que había percibido todo aquello en el mismo
momento de conocerla, sabía, por la forma en que ella se dejaba
llevar por las oleadas de placer, que le había estado anhelando. El
mensaje claro de sus caricias era que contaba cada minuto que pasaba sin él. Irina se estaba resarciendo de su ausencia.
Cuando ella se dejó caer a su lado, saciada, pero sin alejarse para
recibir aún el calor de su cuerpo, supo que le haría cualquier cosa
que le pidiera.
—Irina, nunca me has contado cómo conociste a Magda.
—No, a ella no le gusta que se hable de su pasado.
—Ahora me interesa más el tuyo.
—No puedes conocer mi pasado sin que te cuente el suyo. Las
dos vinimos juntas a España.
—Estoy bastante harto de no saber nada de las personas que me
rodean. Francamente, empiezo a pensar que toda mi vida es una
farsa.
—¿Tienes idea de lo que hacía para vivir?
—Me imagino que lo mismo que en Varsovia, sería prostituta.
No me extraña que no quiera comentarlo.
—No, no era eso.
—¿No era prostituta? Me consta que tiene bastante cultura y quizás supiera tocar el piano, pero no creo que trabajara de profesora
en un conservatorio.
Irina se rio, en principio de buena gana, pero la vibración alegre
de su voz se tiñó muy pronto de amargura.
—Eduardo, si te hablo de estas cosas, jamás deberías contárselo
a Magda, y la verdad es que no te imagino capaz de hacer ver como
que no sabes nada. Sobre todo si te cuento ese pasado que ella tanto
ha hecho por esconder. Y si, aun así, consigues aparentar ignorancia, entonces tu vida, de verdad, será una farsa.
—Sabes que nuestro matrimonio está acabado. Si es una farsa,
va a durar menos de un acto. Entonces, ¿era puta o no?
—Solo cuando le apetecía. Magda siempre fue muy viciosa. No,
lo que ella hacía era mucho peor.
—¿Peor? Yo nunca he criticado su antiguo trabajo, pero para que
fuera peor tendría que haber matado a alguien.
—No te voy a contestar a eso. Créeme, lo que hacía te haría verla
de una manera muy diferente.
—¿Qué quieres decir con eso de muy diferente?
—Espera, sin prisas, te lo diré todo. Ella no era una puta como
yo.
82
—¿Tú?
—Sí, yo. Me vine aquí porque ella me ofreció un fabuloso trabajo
con el que me podría pagar mis estudios de traductora e intérprete.
No me decía qué trabajo era, pero yo me lo imaginaba. Otras no, y
esas lo pasaron mucho peor.
—¿Quieres decir que ella…?
—Sí, ella captaba a las chicas. Casi nunca sabían en lo que se
metían. Era muy convincente por ser de la familia que era.
—¿Qué familia?
—La familia Petrov. Una de las más ricas de Vladivostok.
—¿Pero qué dices?, si ella es de un pueblo de Ucrania.
—Ah, esa historia. La conozco muy bien. La que venía de un
pueblo de Ucrania era yo. La historia que te contó era, en realidad,
la mía. Su versión es bastante exagerada. Ni mi familia era muy pobre, ni todos los hombres del pueblo alcohólicos. No nadábamos en
la abundancia, pero se me hacía insoportable no poder salir de allí.
Mis padres tenían planes para mí que yo no compartía. Tengo dos
hermanas casadas, con hijos, y un hermano que trabaja las tierras
de mis padres. Se suponía que me casaría también y formaría una
familia, pero lo que yo quería era estudiar y labrarme un futuro
lejos de allí. Magdalena vino a verme invitada por la organización,
que llevaba tiempo con ganas de captarme. Me impresionó su clase
y sus modales de aristócrata. Seguro que es lo que más te atrajo de
ella, los volvía a todos locos con ese porte y esa superioridad que
emanaba. Aunque parezca mentira, a las chicas también nos volvía
locas, queríamos ser como ella. Pero para eso hay que nacer en la
oligarquía. Yo estaba harta del pueblo. Era buena estudiante, pero
no había manera de salir de allí y aquello me pareció la oportunidad que estaba buscando. Me costó muchos años pagar mi libertad,
y hasta que ella volvió nadie me pidió trabajar de puta, pero tiene
muchos contactos y acabé por verme obligada a hacerlo de nuevo.
—¿Ella te ha hecho acostarte con clientes? ¿En burdeles?
—No, solo con uno. Contigo.
—¿Conmigo?
—Si, pero no te enfades. Por favor.
—¿Cómo que no me enfade? ¿Tú sabes lo que me estás diciendo?
Eduardo comenzó a caminar por la casa cogiéndose de la cabeza, como si quisiera forzar al cráneo a mantener las ideas dentro,
bien ordenadas.
—Lo sé y estoy arriesgando mucho por confesarte la verdad.
Eduardo se paró en seco, bajó las manos y la miró fijamente.
83
—¿Por qué lo haces entonces?
—Porque te quiero. Porque no quiero ser lo que ella me obliga a
ser. Yo tengo un buen trabajo y no me hace falta nada más. También
porque tú eres el hombre que siempre he buscado y porque Magda
nunca sabrá apreciarte por lo que realmente vales, sino solo por lo
que le puedas dar.
—Tú eres solo una puta, como ella, las dos sois iguales.
—Una puta no ama a sus clientes. Cuando me pagaban desaparecían de mi vida, y después de ducharme no quedaba de ellos
nada más que el dinero. Pero yo saqué adelante de aquella manera
mis estudios y también perdí a mi familia. El precio resultó ser
muchísimo más alto de lo que esperaba cuando acepté venir, pero
lo pagué, y si no fuese por Magda, no habría tenido que seguir alquilando mi cuerpo, pero tampoco te habría conocido, por eso no
le guardo rencor
—Irina, esto es todo muy duro para mí. No me malinterpretes,
pero creo que debo quedarme solo, al menos esta noche. No sé qué
pensar, ni qué debo hacer ahora.
—Deja que me quede contigo, sé que me quieres y me necesitas.
—En serio, Irina, necesito pensar; esto ha sido demasiado, tengo
que estar solo.
—De acuerdo, me iré. ¿Quieres que vuelva mañana por la mañana para cuidar a Sara?
—Sí, por favor. A saber en qué estado volverá Magda.
—A las nueve, como antes.
—Una cosa más, Irina.
—Lo que quieras. Todo lo que me pidas.
—Necesito conocer la dirección de su familia.
Irina dio un paso atrás, se apoyó en el respaldo de una silla. Le
temblaban las piernas.
—Si te doy esa dirección, tarde o temprano Magda se enterará, y
entonces estaré acabada.
—Siempre puedes volver a Ucrania.
Irina hizo un gesto que expresaba resignación y fastidio.
—No tengo adónde volver. Mi familia me repudió en cuanto se
enteraron de lo que hacía aquí. Son gente muy conservadora y ni
los antiguos amigos ni la gente del pueblo me perdonarán jamás.
—Vale, pero ¿por qué dices que estarás acabada? Como intérprete puedes trabajar en cualquier sitio, en Kiev, por ejemplo.
—Muerta, Eduardo, muerta. Si se entera estaré muerta, y aquí
aún podría escaparme, pero en Ucrania me encontraría dondequiera que me escondiese.
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—No se enterará. Te lo prometo. Descubra lo que descubra, ella
jamás sabrá que tú me lo has dicho.
—No hay nadie más que conozca ese secreto.
—Les pediré a sus familiares que no le digan que he estado allí.
—No puedo hacerlo. Es demasiado arriesgado. Algo podría salir
mal.
—Está bien. Lo comprendo. Pero necesito que me digas algo.
—¿Sí?
—¿Me quieres?
Irina se echó a sus brazos llorando y se acurrucó entre ellos.
—Claro que te quiero, más de lo que he querido a nadie en mi
vida.
—Entonces dame esa dirección. Necesito conocer la verdad.
—Mañana la tendrás.
Se marchó de casa sin despedirse, sollozando, contando con la
frágil garantía de una promesa para seguir viva, y le iba a dar lo que
pedía con la esperanza de que Eduardo comprendiera que cuando
le decía que lo quería no eran solo palabras.
A la mañana siguiente le entregó en un papel la dirección escrita
en ruso.
Familia Petrov.
Calle Artem Bikeev 225. Vladivostok
No estaba seguro de quererla, al menos no tanto como ella a él,
pero había tenido que mentir para conseguir aquella dirección y lo
había hecho para conocer el secreto mejor guardado de Magdalena.
Si había una manera de aplacar aquella bestia insaciable, de abrazar
aquella alma destructora y hacerla suya, la descubriría allí donde
nació y se crió.
Al día siguiente emprendió un viaje de treinta horas hacia el
confín de Europa, a una ciudad en la que si se tenía la enorme suerte de disfrutar de un día de buen tiempo, desde el puerto podría
entrever la costa de Japón.
85
Capítulo 11
El viejo teniente general de la Guardia Civil miraba, como siempre,
desde la ventana, cómo pasaba la gente, apresurada, intentando
resguardarse de la inesperada lluvia de abril.
Intentaba imaginar qué trabajos tenían o qué tipo de estudios
absorbían su tiempo. Algunos, los que más le gustaba examinar
eran claramente delincuentes; los seguía con la vista y trataba de
imaginar qué tipo de fechorías solían realizar. Si merodeaban lo suficiente por aquella acera, casi podía verlos en su especialidad.
Desde el momento en que vio a Magda, supo que no era trigo
limpio, y por la manera en que temblaba al mirarle, no le quedó
ninguna duda de que ya se las había visto con policías de su calibre. A los de su clase se les reservaba el privilegio y la maldición
de perseguir y dar caza a los peores criminales, a los más crueles y
escurridizos. Desde que se reconocieron mutuamente no dejó de indagar. Debía ser cuidadoso para no tocar heridas que en su pasado
había dejado sin cerrar en algunos departamentos del cuerpo, pero,
finalmente, obtuvo la información que buscaba.
Un joven guardia se acercó por detrás con un fichero.
—Aquí tiene, mi teniente
Era una fórmula que usaban todos los guardias con él, como si
con la jubilación lo hubiesen degradado.
El viejo tomó el fichero, lo abrió y hojeó los cientos de páginas
con fotografías, actas de juicios y partes de detención.
—Esto es mucho peor de lo que me esperaba.
—Mi teniente, se da usted cuenta de que esto hemos de ponerlo
en manos de la Jefatura de Información.
87
—Espérate un poco, cuando vuelva de Rusia les pondré al corriente y veremos lo que hacemos.
—Con mis respetos, mi teniente, esto es un asunto de gran importancia. Si los de la Policía Judicial descubren que hemos mantenido esto en secreto, se nos cae el pelo.
—No te preocupes. Aún hay mucha gente que me debe mucho,
y otros que, si les amenazo con hablar de los entresijos de la lucha
antiterrorista, se echarían a temblar como niñas.
—No lo dudo, mi teniente. Aun así solo le prometo mantenerlo
en secreto cuatro días más. El viernes, sin falta, informo a la Jefatura.
—De todas formas, está aún por ver que la detengan.
—Sí, tras la muerte o desaparición de los testigos clave, los pocos
que pudimos salvar son un testimonio más bien frágil.
—Sí, es una pena que los muertos no hablen.
—Cuántas veces me he lamentado de eso mismo, mi teniente.
El primer avión, el que lo llevó hasta Moscú, era un Boeing
747, pero desde allí viajó en un enorme y destartalado Ilyushin.
La aeronave, a medida que el autobús les acercaba, se revelaba
como una reliquia de los años sesenta, quizás de principios de los
setenta.
Vladivostok
El avión, un Ilyushin de los años setenta, conservaba poco de su antigua gloria. Eduardo estaba aterrado. El compañero de viaje, sentado a su lado, le miraba divertido y, tras sacar de su maletín una
botella de vodka y dos vasos, le invitó a tomárselo con calma.
—¿Primera vez que viaja a Vladivostok?
—Sí, y a Rusia.
—Ahh, ¿es usted yugoslavo?
—No, polaco.
—¿Cuándo aprenderán los polacos a hablar ruso como es debido?
—Nunca fui buen estudiante. Verá, estoy un poco nervioso. Este
avión… ¿es seguro?
El ruso, un hombre bajo y corpulento, de pelo ralo, pegado al
cráneo como si se lo hubiesen pintado, y vestido con un elegante
traje de Armani que le sentaba tan mal como si hubiese sido diseñado para que jamás se lo pusiera alguien con aquel aspecto, se rio
a carcajadas.
88
Cuando se sube en uno de estos, dijo su compañero ruso, y se
ve lo hecho polvo que está, cabe recordar aquello que dicen los
curas.
«Polvo eres y en polvo te convertirás», pensó Eduardo. No era lo
que había deseado oír y su compañero de viaje se dio cuenta al instante. Venga, hombre, tómese un par de tragos conmigo, tenemos
un viaje muy largo por delante.
Por suerte el ruso tan solo llevaba una botella de vodka, probablemente porque no esperaba tener compañía o porque, como pudo
comprobar, muchos la llevaban y pensó que le invitarían cuando
se terminara la suya. Después de tres horas bebiendo, Eduardo se
excusó diciendo que no llevaba dinero encima para comprar otra.
Se echó a dormir la borrachera y ni se enteró del resto del viaje.
Cuando llegaron a Vladivostok, al acercarse a la escalerilla, su
compañero le dijo alegremente:
—Ya no necesitas apresurarte, porque Rusia termina aquí, y desde aquí ya no hay ningún lugar adonde ir. Esta ciudad es el fin del
mundo.
Hacía mucho frío. No estaba preparado para una temperatura
tan baja. Pensaba que, en aquella época del año, estando tan cerca
de Corea y Japón tendría un clima parecido, cálido y húmedo, pero
cuando bajó del avión, con las piernas agarrotadas por el largo viaje, le golpeó un aire gélido.
Tras sacar del maletín su única chaqueta se fue en taxi a buscar
una tienda donde comprar algo de ropa. Al cabo de media hora, iba
cubierto por un fastuoso abrigo de pieles.
Era una ciudad totalmente volcada en su puerto. Las naves comerciales cercanas a la costa tenían un aspecto grandioso; lo demás
eran edificios toscos, construidos al estilo comunista, es decir, a
base de materiales resistentes y sin ninguna querencia por la estética, todos iguales. Todas las calles secundarias estaban o mal asfaltadas o cubiertas de fango.
El taxista le llevaba al hotel. Según él, se trataba de uno de los
mejores de la ciudad. Era bastante hablador. El viaje desde el aeropuerto a la ciudad duró casi una hora.
—Ha venido a visitar nuestra ciudad en un momento poco oportuno.
—¿Por qué? ¿Hace más frío de lo normal?
—Eso es cierto. Se nos viene encima un invierno de los duros,
pero no me refería a eso. Es por la inundación.
—No había oído nada.
—Se dará cuenta a medida que recorramos la ciudad.
89
—¿Ha oído usted hablar de la familia Petrov? —preguntó
—Hay muchos Petrov en Rusia, y Rusia es muy grande.
—Me refiero a los que viven en la calle Artem Bikeev.
—Su ruso es horrible. Oyéndole a usted nadie diría que Puskin,
Chejov o Tolstoi fueron capaces de escribir algo medianamente decente. Podría hablar en inglés si lo prefiere.
—Mi ruso es más que suficiente para hacer lo que he venido a
hacer. Dígame, ¿es típico aquí que los taxistas hablen idiomas?
—Cada vez más.
—¿Habla algún otro idioma?
—Polaco.
Eduardo le puso a prueba continuando en su propio idioma, a
lo que el taxista le correspondió en perfecto polaco. Que a un ruso
le pareciera insultante oír hablar mal en su idioma a un extranjero
no era raro. El Imperio soviético había dejado en herencia muchos
hábitos y puntos de vista que, reconvertidos al capitalismo, eran
bien capaces de llevarles a un colapso mucho más espectacular que
la pérdida de sus preciadas repúblicas. La prepotencia era, seguramente, la peculiaridad que menos daño les podía hacer, por eso
muchos rusos se aferraban a ella como a un derecho propio.
—¿Cómo es que habla mi idioma tan bien?
—Fui profesor de la Universidad Politécnica de Varsovia durante
casi diez años.
—¿La Politécnica, la del centro de Varsovia?
—Sí, la de Electroenergética, en Nowowiejska, muy cerca de la
avenida de la Independencia.
—¿Y qué hace aquí, en el fin del mundo, de taxista?
—“El fin del mundo”, dice. Bah, eso es de cuando el Transiberiano llegaba hasta aquí y Japón no le interesaba a nadie. Desde que
llegó Solidarnosci al poder en Polonia, los rusos estábamos muy
mal vistos. Se puede decir que me invitaron a irme, sin posibilidad
de rechazar la invitación. Por las mañanas trabajo en la Universidad Técnica Estatal de Lejano Oriente, pero ya hace medio año
que dejaron de pagarnos el sueldo, por eso hago horas extras como
taxista.
—Es absurdo que hicieran irse a personas que valen tanto como
usted.
—¿Puedo preguntarle algo sobre su visita a Vladivostok?
—Claro.
—¿Cuál es su relación con la familia Petrov?
—Trabajo para una agencia inmobiliaria y los Petrov quieren
comprar tierras cerca de Varsovia?
90
—Esos cerdos bastardos… Hacen bien. Algún día el pueblo se levantará de nuevo, como lo hizo en octubre del diecisiete, y enviará
a todos esos traidores al patíbulo.
—Veo que no aprecia mucho la democracia.
—¿Qué democracia? Aquí esa palabra es un chiste. Los políticos
son todos miembros de la mafia.
—Usted sabrá. ¿Qué es lo que le han hecho los Petrov?
—Pertenecer a la oligarquía. Ser de esa clase de hombres que
aprovecharon la entrada en el capitalismo para apoderarse, desmantelar y malvender las fábricas que, durante el comunismo, habían dirigido.
—Me temo que no conozco la historia. Las mafias en Polonia
también han aparecido con fuerza, pero, no han llegado a acercarse
tanto al poder.
—Porque había un poder. Aquí lo que ocurrió es que los comunistas se fueron y no había nadie para ocupar su lugar. En tiempos
en los que hay un vacío de poder, son las fuerzas del mal las que antes llegan para ocupar los puestos de responsabilidad. Pero vendrán
hombre duros, despiadados incluso, pero justos que, apoyados por
el pueblo, pondrán en su sitio a los criminales y a los blandengues
borrachos que les apoyan.
—Amén. Si eso significa que Rusia volverá a dar nuevos Gogol,
Dostoievski o Tchaikovsky al mundo, espero que tenga razón.
Llegaron al hotel. Era tarde y el taxista le quitó de la cabeza la
idea de dar un paseo por el puerto, ni por ninguna parte de la ciudad después del anochecer. Eduardo le dio instrucciones de esperarle por la mañana y se acercó a la preciosa fachada de un edificio
que parecía construido a principios de siglo.
El aspecto por fuera era impecable, pero, al entrar, la vista era
sobrecogedora. Muebles desvencijados y sillones que no habían
sido lavados a conciencia en años. El conserje le indicó que no se
hacía responsable de sus efectos personales. Era evidente que entrando en el hotel no dejaba fuera los peligros que le podían acechar
en la ciudad más insegura de la Federación Rusa.
Se echó a dormir con la esperanza de soñar que estaba muy lejos
de allí. En Valencia, con su mujer y su hija, quizás disfrutando de
un agradable día de verano mientras paseaban por el Saler.
Por la mañana, una bruma espectral cubría el puerto. Desde su
ventana, en el octavo piso del hotel, veía como gigantescos buques
de guerra flotaban grises e inmóviles y, entre ellos, pesqueros de
todos los tamaños volvían de su jornada en alta mar, cargados con
la mercancía que luego se repartiría por toda Rusia.
91
Al salir del hotel, bajo aquel cielo plomizo, Yuri, que es como
se llamaba el taxista, le estaba esperando, inmóvil ante el volante
y mirando hacia el final de la calle como si esperase que aparecieran por allí los espíritus de Lenin y el zar Nicolás II cogidos de la
mano.
Yuri le explicó que podía volver al hotel a pie siempre y cuando
lo hiciera por avenidas muy concurridas y durante el día, de modo
que no hubiera chinos, coreanos o japoneses por las calles.
—Pero hay muchos —dijo Eduardo señalando a uno de los muchos grupos de hombres de negocios asiáticos.
—Hágame caso, si ya no los ve por la calle, es mejor que se busque el hotel o la pensión más cercana y se meta dentro, ni intente
llegar hasta aquí.
—Pero ¿por qué los chinos, los coreanos o los japoneses? De todas formas, no sabría distinguirlos.
—Ni falta que le hace. Si no los ve por la calle, busque refugio.
Ellos son los primeros en hacerlo, porque las bandas criminales, y
hay muchas en esta ciudad, buscan a los extranjeros para atracarles
ya que llevan muchísimo más dinero que los locales.
—Y también me dirá que todas esas chicas que se ven por todas
partes con vestidos llamativos y pintadas como prostitutas son, de
hecho, prostitutas, porque si es así, debe ser el trabajo más popular
en esta ciudad.
Yuri suspiró con resignación.
—Es la moda que viene de Moscú. No me extraña que piense
que todas se venden a los marineros. No, no todas las que parecen
putas lo son, ni de lejos, pero Vladivostok es el puerto de entrada
en Rusia por el océano Pacífico. Hay miles de marineros y hombres
de negocios con los bolsillos llenos, buscando diversión, y vaya si
la encuentran. Muchas veces, más de lo que pueden digerir. ¿Sabe
que como extranjero tiene la obligación de hacerse las pruebas del
sida si quiere quedarse más de tres meses?
—¿En serio? ¿Pagadas por el Estado?
—¿Bromea? Si no lleva usted su propias agujas para extraer sangre, es posible que le pinchen con una usada por todos los chinos
que pasan por allí, a los que si los resultados les salen negativos una
vez, lo más probable es que a la próxima no tengan tanta suerte.
Seguro que sabe lo malo que es compartir jeringuillas.
Al cabo de media hora subiendo y bajando colinas, por calles rodeadas de preciosos, aunque polvorientos y deslustrados, edificios
centenarios, el aspecto de las casas empezó a ser mucho más cuidado, e incluso cercano al lujo. Finalmente llegaron a un palacete de
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mármol, con un enorme jardín poblado de estatuas renacentistas,
secos matojos y un bosque de pálidos y esbeltos abedules.
El olor de la hierba pudriéndose en el fango y la música de un
violonchelo proveniente del ala derecha de la mansión le confirmaron que se encontraba ante las posesiones de un viejo oligarca.
Yuri aparcó delante de la verja y le señaló la ubicación del timbre.
Tras llamar, una voz femenina surgió de un tosco interfono para preguntar por la identidad del visitante. Eduardo se anunció sin rodeos
como el marido de Magdalena Petrova. Hubo un largo silencio.
No estaba seguro de que le dejaran entrar. Quizás aquel larguísimo viaje había sido en balde. Si se empeñaba en que le dejaran
pasar, lo más que podía ocurrir era que se interpusiera uno de esos
fornidos guardias de seguridad con los que nunca hay nada que
discutir.
Finalmente, la verja se abrió. Eduardo caminó los quince o veinte metros que le separaban de la puerta del palacete y, justo antes
de llegar, miró atrás.
Yuri se había metido en el coche y esperaba tranquilamente sentado, fumando un cigarrillo.
Era una suerte que el hombre no tuviera nada más que hacer.
Volver a pie por aquellas calles fangosas le hubiese resultado agotador, sucio y frustrante.
De pie, mirando hacia la puerta, que se abriría de un momento
a otro, se preguntaba cómo recibirían a alguien que venía de tan
lejos, vestido con un aparatoso abrigo de pieles, a hablar sobre la
hija que ellos habían repudiado años atrás, su mujer.
Le abrió un hombre de unos cincuenta años, de aspecto atlético, bien cuidado, con una corta melena gris, que le condujo hasta
la sala donde se encontraban los padres y la hermana pequeña de
Magdalena. La pareja tendría unos sesenta y pico años, con bastantes quilos de más y mucho pelo de menos en la cabeza del padre. El
que le trajo hasta allí se fue sigilosamente. La chica era una versión
rubia y adolescente de su mujer.
—Imagino lo que está pensando mientras mira a mi hija —dijo
la madre—. La respuesta es no. No se parecen en nada. Esta nunca
terminará como su hermana —añadió severamente—. Invertimos
mucho en ella… Aunque también lo hicimos con la otra, pero entonces teníamos una vida muy activa y no pudimos cuidar de ellas
como necesitaban. A Marina le damos más cariño. Toca muy bien
el violonchelo. Ha participado ya en varios conciertos.
—No me extraña —dijo Eduardo—. La escuché al acercarme, el
sonido era maravilloso.
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—Era Gabriel Fauré, la elegía para violonchelo y orquesta Opus
24 —se atrevió a añadir la chica.
—Vaya, ya ve, yo sé muy poco de música clásica, ni siquiera conozco la diferencia entre un violonchelo y un violín.
El último comentario lo hizo moviendo las manos con un ligero
aspaviento, reflejando la diferencia de tamaño, para tratar de compensar con humor su ignorancia y el tosco manejo del ruso.
La chica le contestó con una preciosa sonrisa.
—He llegado a oír que es lo mismo, solo que uno se toca de pie
y el otro sentado —añadió la joven.
—Marina —dijo el padre—, por favor, déjanos solos.
Marina se fue sin rechistar, por la misma puerta por la que había
desaparecido el mayordomo.
Empezó a hablar el padre, que se levantó, se acercó a la ventana
y se puso a mirar a través de ella con una solemnidad teatral.
—Antes de la Perestroika, nuestra vida era mucho más cómoda. Se trabajaba ocho horas y, aparte de las reuniones del comité
local del Partido Comunista, uno llegaba a casa y se olvidaba de
sus obligaciones. Cuando llegaron las reformas y el capitalismo,
hubo que ponerse a trabajar duro para conservar lo que teníamos.
Entonces Vladivostok era una ciudad cerrada y muchos de los
cambios que se están produciendo en el resto de la federación,
aquí estaban controlados. ¿Sabe usted lo que significaba vivir en
una ciudad cerrada?
—Claro, en Polonia, para entrar en la zona del puerto de Leba se
necesitaba un salvoconducto, y daba lo mismo ser polaco o no, solo
unos pocos lo recibían, y a los marineros no se les permitía salir de
la ciudad.
—Entonces, teníamos seguridad, se podía andar por las calles
sin miedo. Ahora, la mafia está en todas partes; se diría que incluso
gobierna el país.
—He de felicitarles por lo bien que les ha ido y el poco efecto
que parece haber tenido en ustedes y en sus negocios la corrupción
generalizada y el exceso de trabajo. Nadie diría que han tenido que
ayudar a cargar mercancías en el puerto.
—No sea sarcástico, señor Nowak. El trabajo de organizar y dirigir una empresa puede ser agotador y estoy seguro de que usted
sabe de lo que hablo.
—Siento haberle ofendido. No pretendía ser sarcástico, sino más
bien alabar su esfuerzo.
—No se preocupe. En nuestra posición estamos acostumbrados
a que nos envidien.
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—No lo dudo, pero, dígame, ¿qué hizo Magdalena para que se
rompiera todo contacto entre ustedes?
—Se lo explicaré, pero antes quiero que comprenda una cosa
claramente.
—Le escucho con total atención.
—Nosotros no le conocemos de nada. No sabemos quién es usted ni de dónde viene.
—Ya se lo he dicho. Soy Eduardo Nowak, marido de Magdalena
Nowak, su hija.
—Magdalena Nowak no es hija nuestra —replicó la madre—, y
la que se apellidaba Petrova dejó de serlo hace mucho tiempo.
—Para nosotros sería mejor que nunca hubiera nacido —dijo el
padre, mientras la madre bajaba los ojos como si quisiera enterrar
su vergüenza bajo el parqué—. Era una niña preciosa, aunque desde el principio fue muy difícil, casi incontrolable, pero pensábamos
que se le pasaría al madurar. Por desgracia nos equivocamos.
—Como ya le ha dicho mi marido, tendríamos que haber estado
con ella para dominarla, para enderezarla, pero nuestra prioridad
era sacar a la familia adelante. Por aquella época, Marina empezaba
a ir al colegio.
—Supongo que estará al corriente —siguió el hombre— de lo
complicado que ha sido para muchos adaptarse a los nuevos tiempos. Hicimos todo lo que pudimos para poder vivir con el nivel que
teníamos antes. Seguimos a nuestros camaradas: si no tomábamos
el control de las empresas que yo dirigía durante el comunismo, nos
quedábamos sin nada. Con tanto trabajo, no nos dimos cuenta del
monstruo en el que se estaba convirtiendo nuestra hija.
—Como sabe, he venido para saber quién era Magdalena Petrova antes de conocerla. Han ocurrido muchas cosas desde que nos
conocimos que no puedo comprender si no sé de su pasado, y eso
es algo de lo que ella no habla.
—Algo le habrá dicho, al menos nuestra dirección.
—Eso lo averigüé por mí mismo. De momento no imagino a qué
se puede referir con lo de que su hija se estaba convirtiendo en un
monstruo.
—Su desfachatez era tal —continuó la madre— que comenzó a
salir con los bandidos más peligrosos, los que controlaban el contrabando desde el puerto. No le interesaban los chicos de su edad,
ni de su ambiente. Perdimos totalmente el control. Se nos fue de las
manos, pero aun así pensamos que sería algo de la adolescencia, que
se le pasaría. Y en eso también nos equivocamos. Cuando se quedó
embarazada, con dieciséis años, comprendimos que iba a destruirse.
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—¿Embarazada? No sabía nada. ¿Y el hijo?
—No lo tuvo, por supuesto. Le convencimos de que abortara.
¿Cómo iba a ser madre tan joven? Y, además, a saber quién era el
padre.
—Claro. Les preocupaba su futuro. Me pregunto si ella lo veía
de la misma manera.
—Una niña de dieciséis años —contestó la madre— no es quién
para decidir sobre su futuro. Nosotros tomamos la decisión correcta. La enviamos a una estupenda clínica y le dimos nuestro apoyo
durante el tiempo que necesitó para recuperarse.
—Y entonces —añadió el padre— pareció que todo volvía a la
normalidad. Comenzó a estudiar de nuevo y entró en la Universidad. Hizo el primer año de Filosofía y Letras. Ese año, Boris Yeltsin
rechazó el golpe de Estado con el que se pretendía evitar todo lo
que está ocurriendo ahora.
Eduardo no salía de su asombro. Sabía que su mujer poseía una
inteligencia fuera de lo común, por más que no pareciera demasiado
interesada en usarla ni en demostrar que la tenía, pero que hubiera
empezado a estudiar una carrera como aquella le dejaba sin habla.
Le asustaba darse cuenta de cuánto se había equivocado al imaginar
el pasado de Magda y lo poco que sabía de ella. Lo que había averiguado era más bien aquello que uno no se empeña mucho en ocultar
si no es por pretender ser modesto, aunque en ese caso siempre se
dejan pistas para que los demás se enteren de todo. Magdalena había
guardado lo referente a su vida anterior con tanto celo que lo que
fuera que había hecho de malo tenía que justificar aquel empeño.
Tenía que ser algo terrible. Eduardo tragó saliva y preguntó.
—Pero ¿qué es lo que ella hizo para que ustedes la repudiaran?
—Aquel año —dijo el padre alejándose de la ventana y acercándose a Eduardo, para ponerse frente a él—, la recién adquirida libertad les vino muy bien a los más desalmados para llegar al poder.
Entonces, en Moscú, conoció a lo peor de la ciudad. Se juntó con los
gánsteres y mafiosos del mundo de las drogas y la prostitución.
—¿Cómo lo supieron estando ella tan lejos?
—Al principio no teníamos ni idea —contestó la madre—. Nos
decía que unos compañeros suyos de la facultad habían montado
una agencia turística y ella participaba en el negocio como podía.
Teníamos que haber sospechado algo
—Nunca debimos confiar en ella —dijo el padre—. Mentía con la
misma naturalidad que respiraba.
—Era capaz —añadió la madre— de robarnos, o de faltar a las
clases durante semanas y mostrarse absolutamente consternada
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cuando le mostrábamos las pruebas como si fueran las acusaciones
más injustas que se le pudieran hacer.
—Con el fin del comunismo —siguió el padre— era ya posible
atravesar las fronteras con la Europa occidental, y al abrir la ciudad
de Vladivostok, se nos dijo que había un enorme mercado de trabajo para mujeres esperando a sirvientas, camareras o estudiantes
de idiomas que quisieran pagarse su estancia. No nos extrañaba
que evitaran tratar con hombres. Los jóvenes aquí dan demasiados
problemas, tenemos muchos trabajadores a los que no contrataríamos si no fuese porque hace falta la fuerza o la resistencia física de
un hombre. Y así es como comenzó a viajar a diferentes lugares de
Europa.
—Ganaba mucho dinero —dijo la madre—. Eran nuevos tiempos y no sabíamos nada del capitalismo. Pensamos que quizás era
normal…, hasta que algunos colegas del antiguo KGB comenzaron a
enviarnos información sobre los líos en los que andaba metida.
—Pero ustedes ya no tenían ninguna posibilidad de hacer nada,
¿no?
—Nunca la tuvimos —atajó la madre—. Era una bala perdida
desde que nació. No había castigo o amenaza que le hiciera efecto,
ni dolor ajeno que le afectara. Solo podíamos llorar cuando nos llegaban noticias sobre ella. Sabíamos que encandilaba a chicas guapas y de buena posición para que se fueran a Europa, les vendía el
sueño de que ganarían muchísimo dinero trabajando como prostitutas y acabarían casándose con algún cliente rico.
—Eso al principio —apuntó el padre—. Era muy buena captándolas, aunque ella y sus jefes tuvieron pronto que vérselas con padres ansiosos por recuperar a sus hijas, pero ni ellos mismos, que
las habían llevado hasta esos países, sabían ya dónde paraban, ni si
estaban vivas o no, y si alguien indagaba demasiado o se empeñaba
en llevar el caso fuera de Rusia, lo mataban. Fue entonces cuando
la repudiamos —continuó—, pero no acabó todo ahí, no. Después se
fue a España. Sería el año noventa y tres cuando se marchó a Barcelona, donde estableció un negocio mucho más tenebroso. Se metió
en algo tan cruel y desalmado que prohibimos volver a mencionar
su nombre en nuestra presencia. Hoy hemos roto esa promesa y lo
hacemos por usted, porque pensamos que ha caído en su trampa
como muchas de aquellas ignorantes pueblerinas.
—¿De qué pueblerinas me está hablando?
—De las que ella seducía por toda la Federación Rusa —siguió el
padre—. Las convencía para que la acompañaran a los países donde
supuestamente se estaban abriendo fábricas o donde decía conocer
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a ricos que necesitaban sirvientas, o las vendía el cuento de que era
agente de modelos y tenían mucho futuro en Europa.
—¿Trata de blancas?
—Esas chicas —dijo la madre— no tenían ni idea de dónde se
metían. Eran inocentes, crédulas y habían oído maravillas sobre la
vida que se llevaba en los países adonde ella les prometía ir. Una
vez que llegaban a sus destinos les hacían cosas terribles, las drogaban, golpeaban y obligaban a ejercer la prostitución.
La madre se puso a llorar y el padre, cogiéndola en brazos, le
pidió que le excusara. Eduardo se quedó allí solo, intentando aplacar la tormenta en la que se encontraba sumida su alma. Tenía la
sensación de que el suelo se abría bajo sus pies y el mundo entero
se derrumbaba a su alrededor. Se dejó caer en un sillón y dejó pasar
el tiempo sin la menor idea de qué era mejor, si irse de allí inmediatamente e intentar olvidarlo todo o quedarse y averiguar el resto.
Pero ¿qué más podía haber?
Valencia
Magdalena acababa de levantarse. En el salón, Irina le daba el almuerzo a Sara. Desnuda como estaba, salió de la habitación y se
dirigió al cuarto de baño pasando al lado de su hija, sin decir nada,
como de costumbre por las mañanas. Tenía una resaca tremenda.
Sabía que estaba destruyendo su vida, pero eran tantas las cosas que
habían salido de forma diferente a como esperaba que poco le importaba ya. Se sentía hundida en una especie de ciega desesperación, un
sentimiento hosco que conocía muy bien y que, en momentos clave
de su vida, le había empujado por los derroteros más escabrosos,
siempre a un paso de caer en la locura o de ser aniquilada, pero desafiando a los dos destinos con la habilidad de una equilibrista.
Después de ducharse y comer, se sintió como nueva. Despidió
a Irina hasta la noche, y justo cuando cerraba la puerta tras de sí,
sonó el teléfono.
Sus padres se habían equivocado. Marina siempre se sintió fascinada por su hermana mayor y Magdalena era consciente de que
su hermana era la única que le podía asegurar no estar nunca sola
en el mundo. Cuando se fue de Vladivostok, no fue solo para estudiar en una buena universidad. Sabía muy bien que era cuestión
de tiempo volver a verse sumida en una de aquellas depresiones
de las que solo sabía salir viviendo como un kamikaze sin objetivo.
Alejarse de su hermana fue la mejor manera de protegerla.
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Pero Marina, a pesar del horror que le causaba el abominable
tipo de vida de Magdalena, se sentía atraída hacia ella con el magnetismo que ejerce el fuego sobre una polilla.
La pequeña de las hermanas era tan buena, tan inteligente…
Parecía haber nacido para cumplir con todas las expectativas que
Magdalena había echado por tierra, pero lo que de verdad añoraba,
sin tener el suficiente valor para admitirlo, era la libertad absoluta,
la que solo se puede tener cuando se sabe que para todos sería mejor no existir y, aún más, no haber nacido nunca. A una persona así
ya no le queda nada que perder y, llegada a ese extremo de vileza,
nadie le pide cuentas ni por errores ni por crímenes.
Magdalena representaba muchas cosas que a Marina le hubiera
gustado ser, y esta, a su vez, representaba para su hermana muchas
cosas que Magdalena ya no sería jamás.
A espaldas de sus padres las hermanas siempre encontraron la
manera de mantener el contacto. Por eso no pudo creer que se hubiera casado. La sorprendente aparición de Eduardo, en su casa,
anunciando ser el marido de Magdalena, le causó una gran impresión, al igual que a sus padres.
Pensó que aquel quizás fuera la clase de hombre que su hermana necesitaba. Antes de conocerle creía que al casarse había
sucumbido a la misma vulgar normalidad a la que ella estaba destinada, pero alguien que era capaz de viajar desde tan lejos, apenas
hablando ruso y presentarse, sin más, ante sus padres buscando
respuestas, no pertenecía a la masa informe de hombres y mujeres
que nacen, viven y mueren sin pena ni gloria, manipulados por
los poderosos y llevados de acá para allá, sin oponer resistencia,
por la voluntad de quienes les hacen creer que sus opiniones son
realmente suyas. Ese hombre tomaba las decisiones por instinto,
siguiendo a su corazón o arrastrado por sus ambiciones. Pertenecía,
claramente, a la clase de los que crean las reglas, esas que unos tratan de respetar o hacer cumplir a toda costa y otros vulneran para
sacar provecho de quienes las respetan.
Pero la solidaridad entre hermanas era lo primero. Por eso decidió marcar el número de Valencia y contarle a su hermana la visita
de su marido y todo lo que pudo escuchar, con el oído pegado a la
puerta, de la conversación con sus padres.
Cuando colgó el teléfono se sentía mucho mejor. El sentimiento
hosco de desesperación había desaparecido y, en su lugar, una furia
salvaje la quemaba por dentro como un fuego sobrenatural, como
el ardor frío de un deseo mucho más poderoso que el del sexo. Estaba viva de nuevo.
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Vladivostok
Otra mañana, otro día nublado en el puerto. Los cañones de los
buques de guerra apuntaban hacia un lejano e inmóvil enemigo.
El mar, desde la habitación del hotel, parecía una masa de agua
sucia y fría, incapaz de albergar vida. Si un hombre caía en aquella
ciénaga de agua, gasóleo y residuos industriales, sus músculos quedarían paralizados en cuatro minutos, tras los cuales sus esperanzas
de sobrevivir por sus propios medios serían nulas.
Debía esperar aún tres días para el viaje de vuelta y no había
hecho planes para después de que los encuentros con la familia de
Magda terminaran. Precisamente, tal y como había acabado el del
día anterior, era imposible predecir si iban a querer verle de nuevo
o no. Antes de irse le dio al padre la dirección donde se alojaba,
el teléfono del hotel y la indicación de que contactaran con él si
decidían seguir hablando. Dependía, claro estaba, de que hubiera
alguna posibilidad de que perdonaran a Magda.
Si era capaz de conseguir que la volvieran a aceptar en la familia, también sería posible recuperar definitivamente a su mujer.
Pensó en visitar la ciudad volviendo de cuando en cuando al
hotel para ver si había noticias. En todo caso, no había mucho para
ver, aparte del puerto.
Vladivostok es una pequeña península, casi una isla. La ciudad
alberga unas cuatrocientas mil personas. Debería verse el mar desde cualquier punto, pero a medida que caminaba, colina arriba, colina abajo y de nuevo arriba, se daba cuenta de que siempre había
nuevos edificios sobre colinas aún más altas que las anteriores que
impedían ver otra cosa que no fuera la ciudad.
La mayoría de gente trabajaba en el puerto, y quienes no lo hacían dependían tanto o más que aquellos de él.
La arquitectura estaba dominada por el duro y austero estilo soviético de los alojamientos para los trabajadores y por imponentes
edificios públicos cuya función principal parecía ser hacerle a uno
sentirse insignificante ante el Estado. Tras la desaparición del sistema comunista y el caos que había llevado al poder a aliarse con los
criminales, nadie cuidaba de los edificios, lo cual era evidente por
la suciedad y las grietas en las fachadas, incluso en la emblemática
calle Svetlanskaya.
Había una gran cantidad de hombres de negocios japoneses, coreanos y probablemente chinos caminando por las calles cercanas
al puerto. Era palpable la importancia del comercio con Japón, ya
que la mayoría de las marcas de coches, todoterrenos en su mayo100
ría, eran de esta nacionalidad y, a pesar de conducir por la derecha,
tenían el volante a ese mismo lado.
Volvió un par de veces al hotel, pero en recepción no tenían
ningún recado. Por la tarde decidió ir al Museo Naval. Le había
llamado la atención en un paseo anterior un submarino verde en su
mitad inferior y gris por arriba, como estacionado en un soporte de
cemento, ante una valla de acero.
Después de un rato viendo cañones, descomunales motores diésel y tanques anfibios, volvió a la calle Svetlanskaya y, en su camino
hacia el puerto deportivo, se detuvo en la Plaza Central, en medio
de la cual había una especie de prisma de cemento armado, como
un obelisco recortado, sobre el cual se erguía la estatua negra de
un imponente soldado. El hombre sostenía una bandera hecha con
metal barnizado del mismo color. Rodeando el pedestal, unas escalinatas servían de asiento a un grupo de chicos que parecían esperar
que les sucediera cualquier cosa que les sacara del aburrimiento.
Eduardo se acercó para ver la inscripción tallada en una de las
caras del pedestal ,pero no llegó a leer más que «Monumento en
honor a los luchadores por el poder…». El grupo entero, al verle, se
dirigió hacia él, cortándole el paso y rodeándolo.
Miró a su alrededor en busca de una escapatoria. No habían dejado huecos por los que escabullirse. De lo que si se dio cuenta era
de la total ausencia de asiáticos. No había ni uno en toda la plaza.
Era una mala señal.
El más alto y fornido de los cinco se situó justo delante y le
preguntó:
—¿De dónde eres? No te habíamos visto antes por aquí y no
tienes aspecto de pescador.
—Soy polaco, estoy en Vladivostok por cuestiones de negocios.
—Vaaaya, un hombre de negocios, y con ese abrigo de piel. A mí
me sentaría mejor, ¿no crees?
El chico empezó a tirar de él como si quisiera sacárselo.
—¿Conocéis a la familia Petrov? Es con ellos con quienes tengo
negocios.
—Eh, Stoli, ¿los conoces tú?
—No sé, Smirnoff, es un apellido muy corriente —contestó un
chico bajito, con el pelo cortado al raso, delgado, pero de esos que
parece como si tuvieran manojos de tendones en vez de músculos.
—Viven en la calle Artem Bikeev.
—Ahh, vaya —dijeron Smirnoff y Stoli al unísono, mientras los
otros tres observaban la escena con creciente curiosidad. Esos Petrov.
101
Eduardo tenía la esperanza de que reconocieran los contactos
con la mafia de su mujer, y quién sabía si de la familia entera.
—Exacto. Mañana tenía previsto reunirme con ellos.
—Eh, Stoli, saca la botella, este tipo es un amigo de los Petrov.
—Sí —dijo Stoli abriendo su gabardina y sacando de ella una
botella de Stolichnaya, Zyr—, pásanos unos vasos.
Un gordo grasiento, lleno de tatuajes, abrió una bolsa de viaje
de plástico, de la que sacó unos vasos sucios y los repartió entre
todos.
—¿Sabes? —le dijo Zyr cuando le entregó su vaso—. Mi abuelo
murió luchando contra los polacos.
—Sería contra los alemanes.
—No, antes, en la guerra contra Polonia.
—Quizás fuera culpa del viaje. De Vladivostok a Minsk hay una
distancia como para llegar muerto.
Todos se rieron a mandíbula batiente. Pero no era una risa alegre. Era un estertor de salvajismo, una expresión de alegría violenta. Aquello podía terminar muy mal.
—Eh, Zyr —dijo Smirnoff— debes reconocer que el tipo tiene
sentido del humor. Eso se merece un brindis.
Echaron a andar, parando de vez en cuando para brindar por
cualquier tontería. Cuando se acabó la primera botella, Zyr sacó
otra de su bolsa de viaje y siguieron brindando. No había manera
de quitárselos de encima. Lo único que cabía esperar era poder escapar de aquella compañía cuando estuvieran bien borrachos.
Andaban y andaban, paraban para beber y seguían andando.
Cada vez tenía más claro que ninguno de ellos iba a caer borracho
antes que él.
Apoyándose en Zyr, llegaron al puerto. Allí el grupo se detuvo
al borde del mar.
—Hemos llegado, amigo español —dijo Smirnoff.
Eduardo sintió cómo la adrenalina sustituía al alcohol en su sangre. Los brazos que lo habían ayudado a caminar le habían hecho
sentir como si volase en una nube de vapores etílicos. De repente
esos brazos le sujetaban con fuerza y sentía el vértigo de la caída
vertiginosa hacia una realidad despiadada. Ya sobrio, balbuceó una
pregunta:
—¿Cómo sabéis… —Sin terminar de formularla, Stoli lo agarró de
las solapas del abrigo y, de un formidable empujón, lo lanzó al agua.
—¡Saludos a los peces!
Todo estaba oscuro, el frío lo envolvía en un manto helado, no
tenía ni idea de dónde podía estar la superficie, ni de cuán profundo
102
se encontraba. Solo sabía que en unos minutos perdería el conocimiento y moriría.
103
Capítulo 12
—¿Podrías ir hoy a una fiesta?
—¿Qué tipo de fiesta?
—Ya sabes, una de esas que se montan en el yate de Fifiolo.
—Por favor, me dijiste que no tendría que volver a hacerlo.
—Solo una vez. La última.
—Me dijiste eso mismo de Eduardo. Si me acostaba con él, no
tendría que volver a venderme.
—Claro, claro, pero eso no ha sido precisamente un trabajo duro
para ti, ¿verdad?
—No tienes derecho a hablarme así. Eres tú la que me ha obligado a hacerlo. Cuando cayó la red de Barcelona, me quedé sola y
me fue bastante bien.
—No te hubiese resultado tan fácil si no hubieses conservado a
tus clientes fijos.
—Estaba en mi derecho. Gracias a ellos pude salir del paso y
pagarme lo que quedaba de mis estudios. Cuando volviste yo tenía
un trabajo estable y una vida nueva.
—Ellos eran nuestros clientes, Irina, tuyos y de la organización.
Te quedaba aún una deuda conmigo, y lo sabes.
—He hecho lo que me pediste. Me dijiste que sería libre de vivir
mi vida, que no te debería ya nada.
—Lo sé, lo sé. Cariño, solo una vez más y no volveré a pedirte
nada, por lo menos nada que no te apetezca darme.
Magdalena se acercó a Irina, la acarició en la mejilla y poniéndole la mano detrás de la nuca empujó suave pero firmemente su
105
cabeza para acercársela a los labios. Por primera vez, sin embargo,
encontró resistencia. Irina no quería corresponder al beso.
—Eso ya no te va a servir nunca más.
—¿Tanto te ha gustado lo que Eduardo te ha dado? No me extraña, por algo me casé con él.
—Magda, hubo un tiempo en el que no había nada en el mundo
que me importase aparte de ti. Pero tú me hiciste perder la cabeza,
me ilusionaste y me hiciste dejarlo todo, familia, aspiraciones, estudios, todo, para seguirte y convertirme en algo que nunca había
deseado ser.
—Ya lo he hablado todo con Fifiolo y sabes que no puedo echarme atrás.
—¿No tienes a otra que pueda ir en mi lugar?
—Nadie como tú. Fifiolo y sus amigos son gente de mucho nivel,
y con un perfil así eres la única que puede ir.
—Tú también te ajustarías bien a ese perfil.
—Yo no soy una puta.
Fue como un golpe al estómago. Irina bajó la mirada, humillada
y furiosa. Murmurando entre dientes dijo:
—Vale. La última vez.
—Así será.
Unas horas después, Irina descendía de el mismo todoterreno en
el que Eduardo había visto subir a su mujer y recorría los metros
que le separaban del yate, un lujoso DeFever blanco.
Llevaba un vestido negro de lycra, largo hasta las rodillas, con
los costados surcados por anchas bandas de encaje transparente.
Los bucles de su larga melena parecían jugar sobre la espalda desnuda mientras subía, ante la ávida mirada del chófer, que la seguía
a tan solo unos pasos por la pasarela del yate.
Conocía bien aquella embarcación. Tenía setenta y dos pies de
eslora y en su cubierta cabían holgadamente unas quince personas,
y eso estando ocupada, en su mayor parte, por una enorme sala de
estar con sillones de piel, muebles de caoba y una pantalla para
proyecciones de cine. Sobre el techo de la sala de estar se encontraba el puente de mando y una terraza en la que se había bronceado
ociosamente tras más de una orgía.
Esta vez, sin embargo, no daba la impresión de estar preparándose ninguna fiesta. Reinaba una quietud inusual.
Cuando pisó la cubierta, el chófer la golpeó con fuerza a la altura
de los riñones y cayó al suelo sin aliento.
—No te lo voy a preguntar otra vez —dijo Magdalena, sentada
a horcajadas sobre la maniatada Irina, que apenas podía moverse,
106
con las piernas rotas y atenazada por el dolor que le producían sus
múltiples heridas.
—Está bien. Lo hice porque le quería, eso ya lo sabes. Y también
porque necesitaba librarme de ti. Quería ser libre al fin.
—Eso es lo que más me duele, ¿sabes, cariño? Que te quisieras
librar de mí. Con todo lo que yo he hecho por ti.
—Me has usado, como a las otras. Eso es todo.
—Te he dado mi amor, te he añorado, te libré de los peores trabajos, de las violaciones por las que pasan todas cuando empiezan.
Te di la oportunidad de estudiar y, ¿cómo me lo pagas? Intentando
dejarme, además de pretender llevarte a mi marido y a mi hija. ¿No
te sobra un poco de ambición?
—Sí, lo siento, por favor, perdóname, o mejor mátame ya de una
vez.
—¿Por qué? Todavía me puedes servir de mucho.
—No sé cómo. Con todas las cicatrices que me van a quedar no
habrá quien quiera verme desnuda.
—Pero si te he dejado la cara intacta.
—Me duele todo. Si me dejas vivir, seré un monstruo. Al menos
podrás estar tranquila, tu marido no se acercará a mí. No soportará
ni mirarme.
—Eso es verdad, cariño, pero no por lo que tú crees. Ahora mismo Eduardo está dando de comer a los peces del mar de Japón.
Pero, si te sirve de consuelo, di instrucciones de que lo trataran bien
antes de ahogarlo.
—¡Eres una harpía!, ¡una horrible puerca! Destruyes todo lo que
tocas. Eres lo más odioso que existe sobre la faz de la tierra.
—No te pases, o les ordeno a los chicos que te hagan lo mismo.
—¡Hazlo! Con lo que me has hecho iba a ser igualmente un despojo. Si salgo de aquí, no podré aparecer en ningún lugar sin causar
horror.
—No te quejes, lo de la cara se cura y lo del cuerpo es cuestión
de enfocarlo hacia la clientela adecuada. De todas formas no quiero
que te separes de mí. Serás la niñera de Sara.
—¡Estás loca! ¡No puedes hablar en serio! ¿De verdad te crees
que cuidaría a tu hija para que hagas de ella otra zorra bastarda
como tú?
—¡No me digas que estoy loca!
Magdalena empuñó con fuerza la navaja con la que había estado
jugueteando y se lanzó a asestar tajos sobre aquella tierna carne
mientras gritaba, totalmente ida.
107
Vladivostok
Una cara surcada por innumerables arrugas le miraba sonriente.
Le faltaban la mitad de los dientes, y los que tenía eran casi todos
de oro.
Parecía un anciano centenario, pero algo le decía que, en realidad,
era mucho más joven.
—¿Quién te ha hecho esos dientes tan bonitos?
—¿Estos? —dijo Eduardo señalándose la boca. La abría tanto
como podía no por afán de mostrarlos, sino para poder atrapar un
aire que no parecía querer entrar en sus pulmones.
—Sí, esos.
—Míos.
—¿En serio? ¿Cuántos años tienes?
—Tre… tre… treinta y cu… cuatro.
Estaba aterido de frío, a pesar de estar envuelto en dos mantas.
—No lo diría nunca, pareces un colegial. Yo solo tengo quince
más que tú, pero parezco mucho mayor. Es lo que tiene la vida en
la mar. Desgasta mucho. La humedad se mete hasta los huesos,
el salitre te curte la piel y las horas muertas fumando en un catre
te deshacen los pulmones. Pero, ¿sabes qué?, no la cambiaría por
nada.
—¿Qué hago aquí?
—Te he pescado.
El marinero se rio estentóreamente durante un largo minuto.
Cuando se calmó, Eduardo le preguntó:
—¿Me has sacado tú del agua?
—Sí, con la red. Como a un bacalao del ártico. En la vida me
hubiera tirado a ese frío caldo aceitoso para recogerte.
—Yo tampoco, la verdad.
—Claro, estabas paseando, te resbalaste y te caíste al mar, ¿no?
Mira no eres el primero que intenta suicidarse aquí. La mayoría lo
consiguen. Yo mismo te hubiese dejado morir, pero pensé: “¡Qué
diablos!, mis dos ayudantes están de juerga, y yo aquí solo aburriéndome. Voy a sacar a ese desgraciado para tener a alguien con
quien hablar”.
—No estaba intentando suicidarme. Unos gamberros me obligaron a beber con ellos y me echaron al agua.
—La juventud está cada vez peor. Ven, siéntate aquí.
El marinero desplegó una silla ante la mesita playera que ocupaba el centro de la cubierta. El suelo estaba lleno de cuerdas, redes
plegadas y objetos metálicos pintados con esa gruesa capa de pin108
tura blanca que es lo único que resiste la feroz corrosión del salitre.
Sacó una botella de un líquido amarillento y dos vasitos y lo puso
todo encima de la mesa.
—Creo que ya he bebido demasiado —dijo Eduardo.
—Esto te hará bien, es pigvuvka, te quitará la resaca.
—Mmm, licor de membrillo… Bueno, pero solo un vaso.
—Claro, claro. Empecemos. ¡Nasdrovia!
—¡Nasdrovia!
Eduardo fue durmiéndose poco a poco. Aquella bebida parecía
obrar el milagro de convertir en unas suaves y acogedoras mantas
los harapos que unos minutos antes le habían parecido tan ásperos
y fríos. Mientras la modorra se iba apoderando de él, el marinero
le contó sus aventuras y desventuras con los diferentes capitanes,
grumetes, oficiales y suboficiales con quienes había trabajado por
los siete mares.
El viejo le despertó zarandeándole. Se levantó del camastro donde había estado durmiendo. En el camarote había otros tres como
aquel. Por el redondo ventanuco no se veía luz del día.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro. Dentro de un rato vienen mis ayudantes y tienes
que irte porque zarpamos para alta mar.
Eduardo sacó de su bolsillo la cartera. En ella tenía un fajo de
dólares. Cogió la mitad y se lo acercó.
—Quisiera agradecerle lo que ha hecho por mí.
—Guárdate eso —dijo el marinero, apartando el fajo de un manotazo, muy ofendido.
Desconcertado y con la frustración de no solo no haber podido agradecer al viejo que le salvara la vida, sino, mucho peor, de
haberle hecho sentirse agraviado, caminaba alejándose del barco
cuando vio algo muy inusual pero que le venía como anillo al dedo.
En la planta baja de uno de aquellos edificios que rodeaban el puerto había una tienda, y estaba abierta. Era un comercio de licores.
Entró y preguntó:
—¿Cuál es el mejor vodka que tienen aquí?
—Tenemos Zyr, es buenísimo.
—No, no, no. Ese no, otro.
—¿Seguro? De verdad, es estupendo.
—No lo dudo, pero no quiero ese, me trae malos recuerdos.
—Entonces, Beluga, es de primera, nos queda una caja.
—Pues la compro.
—¿Toda? Es bastante caro.
—Toda.
109
Le costó un poco más de lo que había ofrecido al marinero, pero
pensó que no se ofendería por ello. Cogió la caja, se la cargó al hombro y se dirigió al barco.
Cuando llegó, los dos ayudantes estaban ya recogiendo los cabos
que minutos antes habían desatado de las amarras.
—¡Esperad, esperad! —gritó lanzándose a correr hacia el barco.
El viejo marinero salió de algún lugar bajo la cubierta y saltó a
tierra firme. Allí se encontraron frente a frente.
—De verdad, no pienso dejar que te vayas sin agradecerte lo que
has hecho por mí. Por favor, acepta este regalo.
El hombre cogió la caja, la miró como quien mira un cofre lleno
de doblones de oro y, tras dársela a uno de sus estupefactos ayudantes, abrazó a Eduardo y rompió a llorar.
Le costó mucho deshacerse del viejo. No hacía más que repetir
a gritos cuánto se alegraba de haberle encontrado, que nunca más
dejaría morir a ningún suicida, que en cada trago brindaría por él el
resto de sus días… y muchas más cosas igual de absurdas.
Al llegar al hotel, el encargado de recepción se sorprendió de
verle en aquel estado.
—¿Qué le ha sucedido? ¿Dónde ha dejado su precioso abrigo?
—He tenido una noche algo movida. Quisiera pagar mi cuenta.
¿Tiene idea de la hora a la que abren el aeropuerto?
—Claro, a las cinco y media.
—Bueno, son las cinco, ¿podría llamar a un taxi para las seis?
—Sí, claro, ¿no va a aprovechar su reserva? Le quedan aún dos
días.
—No, me voy.
—Por cierto, el señor Petrov estuvo aquí anoche. Preguntó por
usted.
Para Eduardo no cabía la menor duda. El padre de Magda había
ido al hotel para asegurarse de que sus sicarios habían cumplido la
misión de eliminarle. No iba a perder ni un minuto más en aquella
ciudad. Se largaba en el próximo avión para Varsovia. Tal y como se
habían puesto las cosas, tenía que tomar medidas extremas, y para
ello necesitaba consultar a un viejo amigo.
110
Capítulo 13
Valencia
Magdalena salía del camarote cubierta de sangre. Dos sicarios, uno
entrado en los cuarenta y otro mucho más joven pero de complexión
igualmente atlética, esperaban preguntándose cuál de los dos iba a
servir de relajo a la jefa.
Se quitó la ropa, la hizo un ovillo y se la dio al mayor de los
dos.
—Ve a la cocina y lávalo. No hay jabón, pero si usas lavavajillas
con agua fría, el vestido no se estropeará y de la sangre no quedará
ni rastro.
—Jefa, si se lo lavo, tardará mucho en secarse. ¿No sería mejor
que fuera mi compañero a traerle ropa?
—No, en el servicio hay un secamanos. Bastará con diez minutos
bajo el aire caliente.
—Creo que tardaré más.
—No te preocupes, Iván me mantendrá entretenida.
Magda señaló los pantalones del joven sicario. Una evidente
erección amenazaba con reventar el pantalón.
—¿Qué hacemos con el cuerpo de Irina? —preguntó resignado
el mayor.
—Ya hablaremos de de eso después.
Magdalena se acercó a él, le desabrochó la bragueta, sacó su
miembro y, cogiéndolo con la mano derecha, se llevó al joven al
camarote, como quien lleva a un perro con correa. Tuvieron sexo al
lado del cuerpo todavía convulso y sangrante de Irina.
111
Varsovia
Sentados a ambos lados de una mesa, en la que los restos de la cena
habían sido apartados a un lado para dejar espacio a una botella de
vodka, otra de jarabe de frambuesa y una más de tabasco, Marcin
y Eduardo competían por ver quién se bebía el perro rabioso más
fuerte.
El perro rabioso es una bebida servida en vasitos para chupito
en la que se vierten tres cuartos de vodka; después, con cuidado, se
decanta jugo de frambuesa para que se deposite en el fondo, y, por
último, se dejan caer entre dos y tres gotas de tabasco, que se desplazan lentamente en el vodka hasta reposar como una nubecilla
sanguinolenta sobre el jugo. La mordida se siente en la garganta y
su fuerza depende de cuántas gotas de tabasco se hayan puesto.
Al beberlo uno siente primero en la garganta el ardor típico del
alcohol, después la quemazón del tabasco, y finalmente una dulce
sensación de alivio, que es la que queda cuando el sabor se desvanece y la que hace que se desee repetir.
Cuando llevaban bebida más de media botella y andaban por las
seis gotas de tabasco por chupito, Eduardo se atrevió a decir lo que
le llevaba allí.
—Te he mentido, Marcin, cuando te he dicho que todo va bien.
—Pero si va bien, los transportes están llegando aquí en perfecto
estado, nunca habíamos vendido con tanto margen de beneficio naranjas de tanta calidad. Nos estamos haciendo con el mercado.
—Sabes que es solo cuestión de tiempo que nos salgan competidores. Pero no, no me refiero a los negocios.
—¿Magdalena?
—Sí, Magda. Está perdiendo la cabeza, creo que puede ser peligrosa, para mí y para Sara.
—Joder, Eduardo, si hubiésemos sabido en lo que te estábamos
metiendo cuando te la trajimos enrollada en una alfombra. Mira
que le he dado vueltas a la cabeza.
—¿Qué quieres decir? ¿Sabías qué clase de mujer es Magda?
—Hombre, una puta no es que sea la mujer que uno desearía
para su mejor amigo. Si alguien se mete en ese trabajo, debe importarle mucho más el dinero que el aprecio de su familia. No dudo
que las haya que puedan convertirse en esposas ideales, pero necesitaba averiguar si era posible, si ella, de verdad, era una de esas.
—¿Y qué hiciste? ¿Te fuiste al burdel a preguntar?
—Ni hablar. Me fui a un bar donde se emborrachan a menudo
mis camioneros cuando vuelven de un viaje, y a varios de ellos
112
les hice una oferta que no podrían rechazar. Les propuse ir gratis,
acostarse cada uno con una y hacerles a todas una sola pregunta.
Si sabían algo sobre Magdalena Petrova. Pensaba enviar a tres, pero
me salieron tantos voluntarios que les fui llevando a ritmo de uno
por semana. Hasta nueve llegué a mandar.
—¿Y descubriste algo?
—Que venía de una familia adinerada, de algún lugar de Rusia
cercano a Asia, y que había estado trabajando para una red de trata
de blancas en España como captadora. Por lo visto, algunas de las
chicas habían sido forzadas a ejercer la prostitución, y la policía se
enteró. Se hizo una redada y ella fue de los pocos que se escaparon,
y se refugió en el burdel que conoces, con la intención de volver a
su anterior trabajo en cuanto se calmaran un poco las cosas.
—¿Y no me podías haber dicho eso antes de que me casara con
ella?
—Tenía que asegurarme de que lo que decían era cierto. Para
cuando me enteré de aquello estabas tan encoñado que jamás hubieses querido escucharme sin tener pruebas de lo que decía.
—¿Y las reuniste?
—Me costó mi tiempo, y llegué a tenerlas, pero entonces ella ya
estaba embarazada. No me quedó más remedio que desear que se
confirmara que había cambiado tanto como parecía. Quise seguir
investigando, pero mis colegas rusos me advirtieron que terminaría
muy mal si lo hacía. Dejado de lado el tema de la mafia, me propuse
indagar sobre sus estudios en Moscú y me encontré con esto.
—¿Una carpeta del hospital psiquiátrico universitario?
—Supongo que no te importará que le echase un vistazo. Una compañera de su clase observó extraños comportamientos en Magdalena
y, como simultaneaba la carrera de Filosofía con la de Psicología,
propuso un diagnóstico de trastorno antisocial de la personalidad.
—¿Qué enfermedad es esa?
—Los que la sufren reciben el nombre de psicópatas.
—¿Quieres decir que Magda está loca?
—Los psicólogos que la examinaron no consiguieron ponerse
de acuerdo. Lo tienes todo en el informe. Un tal doctor Alexander
Luria le diagnosticó la enfermedad, pero el director del hospital psiquiátrico, un tipo con mucho renombre a juzgar por el respeto con
el que se le alude en los documentos, el doctor Lev Vygotski, estaba
totalmente en contra.
—¿Intentaste hablar con ellos?
—Vygotski pilló una tuberculosis. Algo muy feo, una cepa resistente a los antibióticos normales. Murió hace un par de años. En
113
cuanto a Luria, no hay manera, el tipo resultó ser una auténtica
lumbrera y no para de viajar. Ya sabes, conferencias, premios, y
todo eso que tanto les gusta a los científicos.
—¿Y la chica, la de las dos carreras?
—Al año y medio desapareció de la residencia universitaria sin
dejar rastro.
—No quiero ni imaginarme lo que le sucedió. Marcin, necesito
tu ayuda.
—Puedes confiar en mí. Haré lo que haga falta.
114
Capítulo 14
Antes de volver a Valencia, llamó por teléfono a casa. Magdalena
apenas pudo contener su sorpresa.
—¿Eres tú?
—Sí, claro, ¿conoces a alguien con mi misma voz?
—No, no, no es eso.
—Estás un poco rara. Ni me dices que te alegras de que te llame,
ni me preguntas cómo me ha ido.
—Has estado sin llamarme tres días. Eres tú quién se ha portado
como un cretino.
—¡Pero Magda!, estaba ocupado con un montón de reuniones y
no tuve tiempo para llamarte.
—Pensaba que no volverías conmigo —dijo Magdalena sollozando—. Creí que te habías cansado de mí.
—Vale, lo siento. Ahora mismo salgo para el aeropuerto y compro el primer billete para Valencia.
Eduardo colgó el teléfono con la molesta sensación que produce
haber tenido que ocultar el viaje a Vladivostok y su intento de asesinato. Era mucho más de lo que matrimonio podía permitirse esconder si pretendía salvaguardar la paz conyugal. Cualquier pareja en
la que uno de los dos tuviera la mitad de secretos que ellos habría
pasado ya por juzgados con una demanda de divorcio.
Magdalena, al otro lado, colgó el teléfono perpleja. ¿Había soñado aquella conversación o su marido había sobrevivido a las frías
aguas del mar de Japón?
115
Al llegar a casa encontró a una Magdalena amable, cariñosa y
seductora. La misma de aquellos meses felices en la casa de Josefów. Cenaron juntos, pasearon por el parque con la niña y después
hicieron el amor. Eduardo se durmió abrumado.
En sus sueños, la contradicción entre lo que había descubierto
sobre Magdalena y lo que conocía de ella como esposo se materializó en horribles pesadillas en las que lo erótico devenía en algo
sucio y obsceno, el amor en una melaza pegajosa y sanguinolenta,
y el odio que había llegado a sentir hacia ella se fundía con un amor
impetuoso, voraz como la lava de un volcán. Ambos sentimientos
se transformaban, mezclándose, en algo nuevo, indefinido e inexplicable, una especie de magma que los arrastraba hacia un abismo de
placer carnal, y todo mientras Sara los observaba cada vez más sola
y más lejana desde la ventana de aquella casa en Jozefów, junto a
su abuela y un José María Ferrer que guardaba la puerta para que
no salieran, armado con un viejo subfusil naranjero.
Al día siguiente se sorprendió de verla dormir junto a él. Cuando ella despertó y se dirigió a la cocina para preparar el desayuno,
se le ocurrió preguntarle qué pasaría con Irina ahora que no tenía
trabajo de niñera.
—¿Irina? Se ha vuelto Ucrania.
—¿Cómo? ¿Así, de pronto?
—Sí, le ofrecieron un trabajo de intérprete, y además echaba de
menos a su familia.
—Pero si me dijo que ya no la querían ni ver.
—¡Pues se ha ido y punto! ¡¿Qué más quieres saber?!
Hubiera querido seguir preguntando, pero la explosión de furia
de Magda le produjo tal escalofrío que le dejó paralizado. Tenía los
ojos desorbitados y en su mirada no había ni rastro de cordura.
El resto del desayuno transcurrió con una normalidad forzosa en
la que cada sonrisa que ella le dirigía le hacía ver con más claridad
la clase de monstruo que en realidad era.
De allí se fue no al trabajo, sino a casa de José María.
La casa estaba fuera de Valencia, en Massanassa, a poco más de
cuatro kilómetros. Encontrar el pueblo no era difícil. Lo más complicado fue llegar hasta el huerto donde se ubicaba la casa.
Los viejos campesinos con los que se encontró por las huertas
cercanas a la de José María apenas balbuceaban español, idioma
que no usaba casi nadie fuera de la ciudad. Eduardo no se había
preocupado hasta entonces de estudiar valenciano. Estuvo casi una
hora dando vueltas por carreteras entre poco y nada asfaltadas hasta llegar a su destino.
116
No era una casa como las de las otras huertas. Se llegaba a través
de un camino lo bastante llano y tan ancho como para no caerse en
los aranceles si se vigilaba un poco. Al cabo de unos cincuenta metros se llegaba a un gran caserón con un enorme portal de madera
en el centro de la planta baja. A un lado de este, otra puerta, minúscula en comparación, mucho más moderna, construida muchos
años después que la casa, daba la impresión de ser la entrada que
se usaba habitualmente.
Aparcó bajo la sombra de un enorme ficus a un lado de la casa,
bajó y llamó al timbre.
Antonia no se mostró sorprendida al verle.
—Pasa, estábamos comiendo, quédate, hay guiso de sobra. Si
como almuerzo te parece demasiado, puedo hacerte un bocadillo.
—No, gracias, no quiero robaros mucho tiempo. Solo vengo a
aclarar una duda y me voy.
—No confiaría yo demasiado en eso. José María no tiene costumbre de dejar la mesa cuando ha empezado a comer.
—Déjalo, mujer —resonó la inconfundible voz de ogro—. Tiene
mucho trabajo y es mejor para todos que no pierda el tiempo con
problemas familiares.
—No sé —dijo Antonia refunfuñando—, ¿desde cuándo los problemas familiares son una tontería? Pase, Eduardo, pase.
—José María se comió el enorme plato de guiso de ternera en
una serie de paletadas de obrero que lanza cemento a una hormigonera con una gigantesca cuchara, se limpió la barbilla con una
servilleta de tela y, tras levantarse de la mesa, lo condujo escaleras
arriba al dormitorio de la pareja.
Casi todos los muebles eran modernos, pero sin personalidad,
blancos o de color crema. El único cuadro que se veía era el retrato
de Escribá de Balaguer frente a la cama. Debía de hacer mucho
tiempo que no hacían el amor en aquella habitación. José María
abrió la puerta corrediza del armario situado al lado del fundador
del Opus Dei y de uno de sus cajones sacó una vieja caja de latón.
Eduardo se preguntaba qué podía albergar una caja de galletas,
con dibujos desgastadísimos que delataban décadas de antigüedad.
—Lo que te voy a enseñar son las fotos que guardaba mi padre
de cuando la guerra y, después, del Somatén. ¿Sabes qué era el
Somatén?
—Sí, me lo han explicado. ¿Están ahí las fotos de mi abuela?
—Y las de tu abuelo, Eduardo, y las de tu abuelo.
—Mi abuelo nunca viajó a España, y menos después de la guerra.
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—Lo que tu abuelo nunca ha hecho es salir de España.
—¿Qué clase de broma me estás gastando?
—Tu verdadero abuelo es este, el que ves en las fotos.
—He de admitir que no me extraña. Mi madre tenía una relación
muy distante con el marido de mi abuela. Ahora resultará que era
su padrastro. ¿Tienes más fotos de ellos?
—Te vas a sorprender, y mucho.
José María abrió la caja y, mientras rebuscaba, fue sacando fotos
y poniéndolas ante él. No eran escenas de guerra, sino de hombres,
sobre todo, y algunas mujeres, todos ellos armados, en campamentos de montaña posando en grupo, aprendiendo a leer, mostrando
sus armas.
—¿Esto qué es?
—Los maquis, ¿es que no lo ve?
Entonces se dio cuenta. Su abuela sonreía a la cámara ante una
libreta de colegio en la que hacía ejercicios de caligrafía junto con
otros y otras camaradas. Estaba tan joven que no la había reconocido.
—¿Por qué están estas fotos aquí?
—¿No reconoce al profesor?
—El hombre, enjuto pero atlético, que corregía los ejercicios de
los aprendices le resultaba vagamente familiar.
—A lo mejor esta foto le refresca la memoria.
En la siguiente foto ese mismo hombre posaba, vestido de uniforme de capitán de la Guardia Civil, junto a un tipo de paisano que
sujetaba una escopeta de caza.
—Este hombre de paisano —dijo José María— era mi padre, y
este otro… —señaló con el índice al guardia civil— ¿quién crees que
era?
—Eduardo se levantó de golpe, echando la silla atrás.
—Un infiltrado. ¡Mi abuelo era un infiltrado de la Guardia Civil!
—Y no uno cualquiera, sino el que le atizó el mayor golpe a la
AGLA.
—Oh, no, no. No puede ser. No es posible. No puede ser cierto.
Eduardo salió corriendo de aquella casa. Subió al coche y quiso
irse de allí, llevarse a su hija y a Irina bien lejos y esconderse en un
lugar donde jamás les encontrara nadie, ni su mujer ni su pasado.
Irina. Tenía todavía que resolver aquel problema antes de hacerse a la idea de qué significaba su descubrimiento.
Carolina le abrió con semblante preocupado. En el fondo de la
sala, el viejo, como siempre, observaba a los transeúntes por la ventana. Había, sin embargo, una diferencia notable. Estaba fumando.
118
—Francisco no está. Búscale en el trabajo.
—No he venido a hablar con tu marido, sino con su padre.
Carolina no sabía si dejarle entrar o pedirle que se fuera. Nadie
le había contado lo que pasaba, pero temía el mal que viene de
tiempos remotos y, cuando parece que ya no puede hacer daño,
vuelve a atacar con la fuerza de un último y portentoso estertor.
—¿De qué? ¿Tiene algo que ver con que haya vuelto a fumar?
—Es un asunto delicado…, y sí, puede ser.
—Déjale pasar, mujer, que si ha venido a verme será porque algo
tiene que decirme, ¿no?
Pasó junto a Carolina, que apenas se apartó y permaneció mirando al lugar que ocupaba Eduardo un momento antes, como si
creyese que, con el poder de su mirada, pudiera devolverlo a ese
mismo sitio.
—He estado en casa de José María.
—Lo sé, me llamó nada más irte. Ahora ya lo sabes todo.
—Mi abuela le odiaba porque, mientras creía que usted era uno
de ellos, fueron amantes. Porque los traicionó y por haber sido la
única superviviente del grupo.
—Es posible, era una mujer de mucho carácter. A tu abuela la
quise tanto como odiaba su ideología y las de sus compañeros, a
quienes no traicioné. Tenía muy claro que eran mis enemigos.
—Y ella tuvo que escuchar sus gritos mientras esperaba su turno, sin que este llegara.
—No podía hacer otra cosa. Yo no participé en las torturas, excepto en el caso de un par de elementos a quienes tenía muchas
ganas y que cantaron todo lo que sabían la primera vez que les
enseñé la picha de toro y unos alicates. Pero no podía permitir que
ella sufriera. No solo por lo que sentía. El amor se cura. Si solo hubiese sido eso, hubiera hecho de tripas corazón y con el tiempo me
hubiese olvidado de ella.
—La tuviste que soltar porque solo así se salvarían ella y el hijo
que llevaba dentro, ¿no es así?
—Eso ya lo supiste cuando José María te enseñó las fotos. Deberíamos hablar de lo que ocurrió después.
—Antes hay algo importante que tengo que solucionar.
—Bueno, ya va siendo hora de que me tutees. Somos familia,
—No me imagino llamándole “abuelo” y que no se moleste por
ello. Estoy de acuerdo en que tenemos muchas cosas de que hablar,
pero este no es el momento.
—Entonces, ¿para qué has venido?
—Señor, necesito su ayuda.
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—Soy muy viejo y, cómo ves, lo único que hago en todo el día es
ver pasar a la gente. No sé cómo quieres que te ayude.
—Usted todavía tiene contactos en la Guardia Civil.
—Solo me queda el respeto que la gente siente hacia mí. Nada
más.
—Si aún puede mover algunos hilos, le agradeceré mucho su
ayuda.
—Haré lo que pueda, pero poco es lo que puedo prometer.
—Ha desaparecido una amiga de mi familia.
—¿Muy joven? Se habrá ido con un novio… ¿O no es tan joven?
—No, no lo es. Era nuestra niñera.
—Las personas mayores a veces tienen derrames cerebrales o les
da un ataque y se quedan tiesos en cualquier sitio. Otras veces les
da por tener manías extrañas y aparecen donde vivían de pequeños
o en cualquier sitio bien lejos.
—Por favor, déjeme que le explique. No era una chiquilla ni una
vieja. La niñera era una amiga ucraniana de mi mujer, de su misma
edad, y estaba ayudándonos una temporada.
—¿Te la endiñaste?
—¿Cómo? Hombre, no sea tan vulgar, ¿cómo puede decir algo
así?
—¿Hiciste el amor con ella?
—Hombre, pues…
—Joder. Te la endiñaste.
El viejo se levantó y comenzó a andar nervioso por la habitación.
Sacó un cigarrillo del paquete de Ducados y un mechero de un cajón y lo encendió. Por un momento, a Eduardo le aturdió lo denso
de aquel aroma, un olor seco y acre que hacía difícil respirar el aire
de aquella habitación.
—¿Quieres negro o prefieres rubio?
—No fumo, gracias.
—No hay de qué. Coge este papel —dijo alargándole un folio en
blanco— y empieza a describirla con nombre, apellidos, aspecto
físico, marcas de nacimiento, tatuajes y todo lo que sepas de ella,
estudios, amistades, lo que se te ocurra.
Eduardo estuvo diez minutos escribiendo.
—Entonces, ¿me ayudará?
—Si es posible, sí. Ahora vete, por favor, tengo algunas llamadas
que hacer.
Al salir se despidió de Carolina, que estaba todavía más traspuesta que cuando llegó.
—¿De qué habéis hablado?
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—Cosas personales, no te lo podría explicar.
—Eduardo…
—¿Sí?
—El viejo no fumaba desde hace veinte años.
—Después de tanto tiempo, volver a empezar tiene que ser como
hacerlo por primera vez. Le debe de haber resultado muy caro el
precio del tabaco, después de tanto tiempo sin comprar.
—No lo ha comprado, lo tenía guardado en un cajón de la mesita, bajo la tele. No tengo ni idea de cómo puede haberse encendido
después de tanto tiempo. Es un hombre con una voluntad de hierro. El médico le diagnosticó cáncer y le prohibieron fumar. De tres
cajetillas, pasó a cero en un día.
—No lo sabía. ¿“Veinte años” dice? Parece muy saludable. Se le
ve un anciano, pero tiene aspecto de ir a vivir todavía veinte más.
—Dios no te oiga —dijo en voz baja—. Al principio tenía el paquete encima de la mesa y se pasaba horas mirándolo. En realidad
nunca le curaron el cáncer, solo se lo estabilizaron. De verdad, llevo
veinte años soñando con darle una sobredosis de esos medicamentos que se toma, pero nunca me he atrevido. El día que estire la pata
me voy a llevar un alegrón.
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Capítulo 15
«Quizás —se decía a sí mismo— Magda había descubierto la relación entre ellos. Quizás Irina misma se lo había dicho. Magda le
quería, estaba enamorada, al menos eso parecía. Una mujer enamorada puede llegar a hacer cosas que no haría nadie en su sano
juicio. Pero ¿y si no estaba en su sano juicio?».
Anduvo vagando sin rumbo por las calles de Valencia. Cuando
llegó la hora de comer, se acordó de que debía ir a la oficina. Tenía
que hacer acto de presencia en la empresa al menos unas horas.
Por la tarde, Magda le llamó por teléfono al trabajo.
—Cariño, te estoy preparando la cena, he decidido hacerte tu
plato favorito.
—¿Sepia a la plancha?
—Sí, eso mismo.
—¡Increíble! Eso sí que no me lo esperaba.
—Exactamente. Ya está todo preparado. Y una ensalada de tomates, endivia y cebolla.
—Te has convertido en una auténtica ama de casa durante mi
ausencia.
—Por un día, Eduardo, no vayas a esperar demasiado de mí.
—Bueno, un día es un día.
Un nudo en el estómago hacía que se moviera por la oficina
como un zombi, sin ganas de hablar con nadie, ni de hacer nada
que no fuera rutinario. Desprovisto casi totalmente de voluntad, caminaba entre los trabajadores, taciturno pensando en cómo actuar
si, realmente, Irina había sido asesinada.
123
A las cinco le llamó el viejo desde el Hospital 9 de Octubre pidiéndole que se presentara allí cuanto antes.
—¿Es Irina?
—No lo sé, francamente, es difícil decirlo. Hemos encontrado
a alguien que podría coincidir con la descripción, pero no está en
condiciones de hablar, se han ensañado con ella.
—¿Está muerta?
—No. Está inconsciente y nos vendría bien que vinieras para
confirmar si se trata de ella o no.
—Ahora mismo estoy allí.
Subió a su Citroën CX Pallas. Descolgó el teléfono móvil, un
NMT-900 instalado en el coche. El aparato era casi tan grande como
el auricular de un teléfono normal, y se unía a la caja por un cable
en espiral blanco. Era un modelo de hacía unos años que iba instalado en el coche cuando lo compró. Los nuevos móviles cabían ya
en un bolsillo del pantalón o chaqueta. Marcó el número de su casa
en el teclado del aparato.
—Magda, tardaré en llegar. Me han llamado del 9 de Octubre
para que vaya a ver a una chica. Está inconsciente y responde a la
descripción de Irina.
—¿Por qué te han llamado a ti?
—Y eso qué más da ahora. Puede ser Irina y está inconsciente.
—Inconsciente. No puede ser.
—No te entiendo. No me has preguntado ni qué le ha pasado, ni
por qué está en el hospital. Parece que solo te extrañe que esté en
el hospital.
—Son los nervios, digo tonterías por no llorar.
Aparcó en la avenida de Tamarindos, casi al lado del hospital. Ya
en el vestíbulo, se encontró con que no lo esperaba nadie. Cuando
preguntó a la celadora que atendía en recepción, esta le indicó que
había un oficial de la Guardia Civil esperándole, le llevó hasta él y
este le condujo por los pasillos de la planta baja hasta un ascensor,
subieron a la cuarta planta y siguieron recorriendo pasillos. Solo se
veía a mujeres y todas parecían muy enfermas. El guardia parecía
conocer muy bien aquel laberinto.
—¿Le molesta si ando deprisa? —le dijo el Guardia Civil.
—No, en absoluto, estoy deseando llegar.
Este lugar me trae muy malos recuerdos. Mi mujer perdió el hijo
que esperábamos por un accidente de tráfico. Al tipo que se saltó
el semáforo lo están dejando fino en prisión. Ya sabe, hay que tener
amigos hasta en el infierno.
Finalmente, el oficial abrió una puerta y entraron en una habi124
tación en la que la única paciente yacía sin consciencia junto a la
ventana.
La cara de Irina estaba inflamada por los golpes. Una mascarilla
cubría su boca y un tubo transparente le suministraba oxígeno por
la nariz. La sábana le cubría el pecho por debajo de las axilas. Un
par de tubos más salían de debajo de las sábanas a la altura de la
cintura. Había cables conectados a sensores en el brazo, la mano,
los dedos… Resultaba imposible reconocerla.
—Si lo dejasen como a ella —dijo el guardia civil antes de irse de
nuevo—, me sentiría culpable.
—Tendría que ver más para saber si es ella —siguió Eduardo,
ignorando al guardia civil.
Lo que usted me pide —dijo el médico que, al pie de la cama,
había estado hablando con el viejo— es improcedente. Solo ante un
familiar se puede mostrar el cuerpo de un paciente.
—Haga lo que le pide, doctor —dijo el viejo—. Este hombre es
su su amante. Tiene más derecho que nadie a ver cómo la han
dejado.
El médico aceptó a regañadientes y abrió la sábana.
No estaba preparado para lo que vio. Eduardo sospechaba, por
el aspecto de la cara, que la habían molido a golpes. El cuerpo que
tenía ante sí no guardaba ni pizca de su esplendor. Los cortes en
sus pechos y en su bajo vientre ofrecían una visión monstruosa, de
una crueldad aberrante. El resto del cuerpo estaba surcado por tajos
poco profundos pero alargados que dejaban muy claro que quien
los había hecho se había tomado su tiempo en la contemplación del
daño que causaba y no había sentido más lástima por el destrozo
que un gamberro de tres al cuarto rayando la carrocería de un Maseratti.
—Todo parece indicar —dijo el médico— que la mantuvieron secuestrada durante días y la estuvieron torturando todo ese tiempo.
Tiene heridas que habían comenzado a cicatrizar y otras recientes.
Hay hombres capaces de hacer cosas así, auténticos psicópatas que
llevan una vida normal y de vez en cuando actúan como los monstruos que en realidad son. Pero este es un caso especial. No parece
que sea un hombre el que ha hecho esto.
—¿Porqué dice eso? —preguntó el sargento de policía que se encontraba allí, alejado del grupo, observándolos a todos desde una
esquina.
—Tiene golpes muy fuertes en los brazos y las piernas, pero son
las marcas más antiguas. Esos fueron realizados por uno o varios
hombres que querían impedir que huyera. Profesionales. El resto
125
de heridas son cortes de navaja. Hechos para causar un daño estético irreparable. Podría tratarse de un amante celoso o despechado,
por la furia empleada, pero no hay rastro alguno de violación ni
agresión sexual. Toda esa crueldad, la naturaleza de las heridas, y
ni rastro de motivación sexual. Es incompresible.
—¿Y si se tratara de una mujer? —preguntó el viejo.
—Sería una muy excepcional —contestó el sargento—. Las mujeres rara vez llegan tan lejos en el sadismo. Una mujer puede convencer a un hombre de hacer algo así, e incluso, si es lo bastante
malvada, disfrutar del espectáculo y hasta participar, pero lo que
dice el doctor es que la que ha hecho esto ha recibido la ayuda de
uno o más hombres para inmovilizar a su víctima. Es ella la que ha
hecho el daño.
—¿Cómo ha llegado viva hasta el hospital? —preguntó Eduardo.
—La encontraron tirada en un vertedero de basura. Los que la
dejaron allí la dieron por muerta, pero le quedaba aún un hilo de
vida —dijo el sargento.
—Todavía no está fuera de peligro —dijo el médico.
Eduardo se acercó lentamente al cuerpo. No quería creer que
fuera ella. No podía ser. Pero a cada paso que daba, su certeza crecía. Era igual de alta. Los mismos pechos, la areola de sus pezones
era inconfundible, tan pálida que casi se confundía con la piel que
la rodeaba. Las caderas, tan anchas como las de Irina. Justo por
encima del muslo, cerca de la ingle izquierda estaba la marca de
nacimiento que conocía tan bien, con forma de estrella de mar.
Las piernas le fallaron, cayó de rodillas ante la camilla. Se quedó
allí mirando los destrozos, sin atreverse a girar la cara y ver sus facciones demacradas. La cabeza de Irina había quedado ligeramente
ladeada, como observando por encima del borde de la cama, mirándole a él, el culpable de que estuviera así, de los suplicios por los
que había pasado.
Él le había pedido que le dijera dónde vivía la familia de Magdalena, él le había prometido que no se enteraría y él le había fallado.
—Tenemos razones, dijo el sargento, para pensar que tu mujer
está involucrada, pero no imaginamos cuál podría ser el motivo
de tanto ensañamiento. Nadie llega tan lejos solo por despecho.
Tampoco cuadra con el trato que reciben los informantes. No se les
destroza el útero a puñaladas.
—Magdalena no tiene nada que ver. Estoy seguro.
—Eso no es una buena idea.
—¿El qué?
126
—Lo que estás haciendo. Defender a tu esposa. Sé muy bien por
qué lo haces, lo he sufrido en mis propias carnes y te digo que estás
cometiendo un grave error.
—No estoy defendiendo a nadie. Quiero que se encuentre al culpable de esto y que lo pague bien caro.
—¿Te das cuenta de lo que estás haciendo? ¡Imbécil!
—Perfectamente, y usted debería saberlo porque amó toda su
vida a quien debería haber odiado, y, si le sirve de consuelo, no
estoy seguro de que la obsesión de mi abuela por usted no fuera de
la misma naturaleza.
—No tienes ni idea de lo que dices. ¡Lárgate de aquí ahora mismo!
—No podrá negarme que en algo nos parecemos.
El viejo echó a Eduardo a empujones de la habitación, ante la
estupefacción del sargento y el médico.
Delante del hospital un par de chavales entraban a la fuerza en
el Citroën.
Mientras los dos delincuentes buscaban bajo el mástil de la dirección los cables de encendido, un hombre alto, enjuto, de pelo
negro, ralo y pegado al cráneo en una burda imitación del estilo
mafioso italiano, observaba de cerca el vestíbulo del hospital. Mijéil
guardaba una pistola bajo su gabardina. Las balas del cargador estaban destinadas a Eduardo Nowak.
Antes de salir del hospital, Eduardo usó uno de los teléfonos
públicos para llamar a casa.
—Magdalena.
—Sí, cariño. Estás preocupado. Tienes una voz muy rara.
—Estoy en el 9 de Octubre.
—¿Cómo está Irina?
—En la UCI. Alguien la ha secuestrado,, torturado, acuchillado
y tirado a un contenedor de basura.
Se hizo un silencio, interrumpido por un sollozo primero y un
grito de desolación después.
—Magda, Magda, tranquilízate, ¿me escuchas?
Un grito lejano le decía que había soltado el auricular y se había
echado en el sofá. No parecía llanto, era más un estertor de furia y
frustración. No sabía si colgar o no. Mientras sujetaba el auricular
como un alelado, Magdalena volvió a cogerlo del otro lado de la
línea.
—Pobre, siempre se metía en líos. ¿Qué ha sucedido?
—La policía no lo sabe. Magdalena, tú me habías dicho que se
fue a Ucrania.
127
—Bueno, eso es lo que yo creía. Como no venía, ¿qué otra cosa
podía pensar? Vuelve a casa, cariño, tienes que estar agotado.
—Estaré allí en media hora.
Cuando Eduardo salía, Mijéil se dirigió a toda prisa al Citroën y,
pasando a su lado, le dio dos golpes al capó.
Era una señal. El que estaba manipulando los cables se afanó
en arrancarlos mientras el otro se llevaba el auricular del anticuado
teléfono móvil.
—¡Joder, kurva mach, mierda! —gritó cuando vio el estado en
que había quedado.
La puerta del coche había quedado abierta, dejando al descubierto el destrozo ocasionado por los bandidos.
—¡Qué escándalo! Y yo que creía que en este país se vivía mejor.
—No sé de dónde es usted, pero si allí no pasan esas cosas, me
voy ahora mismo para allá.
—De Georgia. Me llamo Mijéil.
—Y yo Eduardo. No tiene usted un acento muy americano.
—No de Georgia USA. De Georgia Federación Rusa.
—¡Ajá!, como Stalin.
—Por desgracia, sí.
—¿Qué hago yo ahora con este coche? Tengo que volver a casa y
no puedo dejarlo así.
—Tendrá que llevarlo a un taller.
—No tengo ni idea de dónde puede haber uno.
—Yo le llevaré. Tengo mi coche aquí cerca.
—No, hombre, gracias, llamaré a un taxi.
—¿Y usted cree que el taxista le dirá por dónde hay aquí un
taller? No se preocupe. Le ayudo porque, igual que le ha pasado a
usted, me podría haber pasado a mí. Mire ¿ve aquel Ford Escorpio
Negro?
—Es un bonito coche.
—Entre en él, yo le llevo al taller en diez minutos y ellos le acompañarán hasta aquí con una grúa.
—Si lo dejo, los que han hecho esto podrían volver, hacer un
puente y llevárselo.
—Abra el capó.
—¿Qué? ¿Qué quiere hacer?
—No se preocupe, usted ábralo.
Eduardo hizo lo que el georgiano le dijo, aquél arrancó el cable
conectado a la batería y cerró el capó de nuevo.
—Eso ni siquiera le va a costar dinero, el cable se empalma de
nuevo y arreglado.
128
—Está bien, ahora sí que me puedo ir con usted.
Mijéil estrechó el arma en el bolsillo de su gabardina. Su presa
había caído en la trampa. Ya solo era cuestión de minutos acabar
con él.
En otras circunstancias hubiera buscado el taller él mismo, pero
necesitaba volver a casa cuanto antes. Se subió al asiento del copiloto y cerró la puerta. El coche se puso en marcha y avanzaron hacia
la avenida Manuel de Falla. Al alcanzarla, giraron hacia la izquierda
y bordearon el cauce viejo del río Turia durante un par de minutos.
El georgiano aparcó en una zona arenosa que bordeaba el antiguo
río y sacó la pistola.
—Ahora vamos a caminar un rato.
La proximidad de la muerte estaba comenzando a convertirse
en algo habitual. Aun así, mirando aquel arma sentía como si todo
aquello fuese solo un sueño. Mijéil le devolvió a la realidad con un
grito.
—¡Venga, fuera de mi coche!
—Si es dinero lo que quieres, soy empresario, tengo de sobra.
—Ya, ya. Venga, andando.
Pronto llegaron a la zona más alejada de la civilización. Había
llovido por la noche y el barro de aquel lugar desolado comenzaba
a hacer incómodo andar. Estaba claro que nadie iba a acercarse por
allí. No había nada que ver aparte de hierbajos y lodo. Eduardo
comprendió que el hombre que le había llevado hasta allí pretendía ejecutarlo. De pronto le vinieron a la mente unas palabras que
pronunció el viejo cuando entraron en el ascensor del hospital: «El
mundo en el que Irina se ha visto atrapada es ahora tu mundo. Y
no vas a salir de él como no sea diciéndoselo todo a la policía o con
los pies por delante. Toma esta pistola. Está cargada. Si la tienes que
usar, quítale el seguro, así. Llévala en esta pistolera, debajo del sobaco. Mañana te pasas por el cuartel a por el permiso de armas».
Afortunadamente, con las prisas, no había abrochado el estuche
y había dejado quitado el seguro de la pistola.
Mientras el georgiano buscaba en un bolsillo interior de su chaqueta la navaja con la que iba a apuñalarlo, confiando en que si
Eduardo se movía del sitio lo notaría por el rabillo del ojo, este desenfundó rápidamente y, antes de que pudiera comprender lo que
estaba ocurriendo, le disparó en toda la cara, dejando en su lugar
un gran agujero sangrante.
Al caer al suelo, de su bolsillo salió un teléfono móvil que comenzó a sonar. Eduardo, hipnotizado, no sabía si porque no había
visto todavía uno de aquellos aparatos de cerca o porque la música
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chirriante le recordaba a Bach, se acercó a mirarlo y, al ver lo que
aparecía en la pantalla, aterrorizado, cayó de lado sobre el fango:
era el número de su casa.
En cuanto recuperó la compostura, cogió el teléfono y llamó a
Francisco. Le dijo dónde estaba, lo que le había sucedido y se quedó allí sentado junto al cuerpo de Mijéil.
Al cabo de un tiempo que, tal y como lo percibió Eduardo, tanto
podría haber sido minutos como horas, llegó el mismo sargento del
hospital con otros dos agentes. Se lo llevaron a la comisaría y allí les
explicó todo lo que sabía sobre Magdalena, su pasado, sus razones
para huir de España, lo que su familia le había contado y lo que
supo por Marcin.
Esa misma tarde la arrestaron.
Se la llevaron pataleando mientras juraba vengarse de él. Sus
amenazas incluían todo tipo de aberraciones sádicas, maldiciones y
coacciones emocionales, con la pequeña Sara como principal arma.
El grado de furia llegó al paroxismo cuando la metían entre tres
funcionarios en el furgón policial, con largas parrafadas en ruso
que expulsaba por su boca acompañadas de una espumosa saliva
que acababa rociando a los funcionarios, que tenían que emplearse
a fondo.
—Desde luego, causa impresión tu mujer —dijo el viejo.
—Nunca la había visto así. No lo olvidaré jamás.
—Mejor será que así sea porque no tenemos pruebas de que
contratara al esbirro ruso.
—¿Y el teléfono?
—¿El móvil? Lo dejaste al lado del ruso, ¿no?
—No sé. Estaba muy alterado.
—Pues no lo han encontrado. Parece que alguien se te adelantó
y se lo llevó.
—No puede ser, estuve allí todo el tiempo hasta que llegó el
sargento.
—Mira, Eduardo, no quieras saber más. Suerte tienes de que el
tipo no haya muerto. Así nadie te puede acusar de asesinato.
—¿Cómo que no ha muerto?
—No tiene muy buena cara, pero saldrá de esta.
Eduardo miró al viejo, incrédulo. El tipo al que había disparado
iba a sobrevivir con una horrible deformidad y aún se le ocurría
hacer una broma sobre aquello.
—No me mires así, hombre. He tenido que ver de todo en mi
trabajo. Al final uno se hace inmune.
—A estas alturas poco me importa cómo vaya a vivir ese tipo el
130
resto de su vida. Dígame. Mi abuela nunca traicionó a sus compañeros, ¿verdad?
—No lo hubiese hecho ni arrancándole la piel tira a tira. Pero eso
tú ya lo sabes. La información con la que desmantelamos el AGLA
la conseguí durante los meses que estuve infiltrado entre ellos. Era
una gente idealista, valiente. Su vida era durísima, pero había algo
muy romántico en todo aquel sacrificio.
—¿Me parece detectar admiración en sus palabras?
—Sí, pero eran unos ideales con los que aquellos hombres y mujeres, creyendo que hacían lo mejor para todos, iban a llevarnos al
desastre. Constituían un enemigo formidable y había que pararlos
como fuera.
—Como ya le he dicho, para mí todo eso es agua pasada.
—Te queda enfrentarte a la acusación de homicidio involuntario,
pero aunque no vayas al juzgado y el proceso se haga en rebeldía,
saldrás inocente.
—Sí, ¿eh? Yo tendré que enfrentarme a una acusación por homicidio, pero a él con esa boca tendrán que darle de comer con una
pala.
El viejo abrió los ojos como platos y se rio a carcajadas.
—No te preocupes por el proceso. Con sus antecedentes, es evidente que no tuviste otra salida. Al final todo quedará en defensa
propia ante un robo a mano armada.
—¿Un ladrón que conduce un Ford Scorpio y usa un teléfono
móvil?
—Ese no es tu problema. Lo peor será cuando Magdalena salga
libre.
—Lo tengo todo arreglado. He vendido, por medio de un amigo,
la casa que teníamos a las afueras de Varsovia y me iré a vivir a un
pueblo tranquilo.
—No debería decirte esto, pero puedo conseguirte un pasaporte
falso y de calidad.
Eduardo sacó de su bolsillo un pasaporte y se lo entregó para
que lo examinara.
—Es de primera, ¿cuánto tiempo hace que lo tienes?
La mente de Eduardo voló al pasado, a su encuentro con Marcin.
—No sé qué hacer, está relacionada con gente de la mafia rusa.
Si me busca me encontrará dondequiera que me esconda.
—Sabes que tengo amigos hasta en el infierno. No debes preocuparte. Como sabes, cuando se quedó embarazada ya no me atreví
a decirte nada, pero sí que hice algunos trámites. Tu casa la puedo
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vender ya mismo, el dinero lo ingresaré en una cuenta que abrí a
nombre de Henryk Funk, y en cuanto al trabajo, me firmas estos
poderes y ya está. Tengo un almacén con cámaras frigoríficas y refrigeradoras que necesita un buen director.
—¿Quién es Henryk Funk?
—El que aparece en este pasaporte.
—Soy yo.
—Si quieres usarlo, te recomiendo que te lo lleves. Este otro es
el de tu hija, Sara Funk. ¿Qué te parece el apellido?
—Muy musical. Tanto si llego a necesitarlo como si no, te estoy
muy agradecido. Eres un amigo de verdad.
El viejo le devolvió el pasaporte con expresión de admiración.
—Tendría que saber que es falso de antemano para verle algún
fallo, y aun así no sé si sería capaz.
—No lo sería.
—Señor, no estoy muy seguro de poder llamarle abuelo. Me ha
salvado la vida. Tengo muy en cuenta que estoy en el mundo gracias a usted y por partida doble, pero mi abuela le guardaba un
enorme rencor y eso es algo que me inculcó durante años.
—¿Sabes? Ha pasado tantísimo tiempo, y todavía recuerdo, como
si fuese ayer, la primera vez que la vi.
—Eso es tener buena memoria.
—Yo había conseguido infiltrarme a través de unos enlaces a
los que teníamos amedrentados. En aquella época, a los que pillábamos ayudando a los maquis los deteníamos y les dábamos dos
opciones, o nos ayudaban o les hacíamos de todo para que se pusiesen de nuestro lado. Era un método que tardó muchos años en
empezar a dar sus frutos. Muchos preferían morir; otros, los que se
decantaban por cooperar, eran tan malos actores que los maquis se
daban cuenta en seguida de lo que se cocía. Pero, como ya sabes,
cuando aquel sistema, el único posible, empezó a funcionar, permitió aniquilar a cualquier guerrillero que prefiriese esconderse en el
monte a entregarse o huir a Francia.
»Los enlaces que nos ayudaron se las daban de revolucionarios,
pero estaban en aquello por negocio. Bien caras que les cobraban
las armas y el abastecimiento a los maquis. Representaron bien su
papel cuando me presentaron como a un socialista huyendo de la
Guardia Civil.
»Al entrar en el AGLA, como tenía estudios de bachillerato, me
pusieron de profesor. A tu abuela la conocí, precisamente, como
alumna en aquel campamento de Gúdar, en la sierra de Javalambre, en el que nos acogían a los nuevos durante el periodo de ins132
trucción, y mientras comprobaban nuestras historias, claro. Pero yo
estaba bien cubierto.
»Era una mujer altiva y con muy mal genio. Con aquel orgullo y
unos buenos estudios hubiese podido pasar por marquesa, y así es
como yo la llamaba. A ella le molestaba muchísimo, pero es que me
contestaba de mala manera cuando le corregía.
»Un día, se quedó a solas conmigo después de la clase y comenzó a gritarme por avergonzarla ante todos.
»Ten en cuenta que, si había algo odiado por las izquierdas, sobre todas las cosas, eran la aristocracia y la Iglesia.
»Me insultó, me gritó y, como su actitud me traía sin cuidado,
llegó hasta a lanzarse sobre mí con los dedos en forma de zarpas, y
aún hoy no tengo muy claro si lo que quería era arañarme la cara
o sacarme los ojos.
»Cuando la cogí de las muñecas y la vi llorando de rabia, me di
cuenta de que su dolor no venía de que la humillara ante sus compañeros, sino que se debía a que estaba enamorada de mí. Lo vi clarísimamente, no me preguntes cómo, porque no podría explicártelo.
»Lo sabía. Me quedé pasmado y solo se me ocurrió pedirle perdón. Y no lo estaba haciendo por lo de llamarla marquesa, sino por
ser yo la última persona de la que ella debería enamorarse. Tuve
que sonar ridículo, pidiendo perdón con un aire tan alelado, porque lo cierto es que a ella le convenció. Bajó los brazos, y con los
ojos aún llenos de lágrimas, me sonrió. Me quedé allí sin saber qué
hacer, mirándola, mientras ella me decía tonterías sobre las sílabas
que más le costaba leer y lo difícil de hacer caligrafía escribiendo
sobre tablones de madera torcidos. Entonces aún no lo sabía, pero,
por la noche, sin poder pegar ojo comprendí que solo podría volver
a dormir bien si la tenía a mi lado. En la situación en la que me
encontraba no podía hacer otra cosa.
»Arriesgué mucho dejándola salir, Eduardo, pero lo más doloroso era saber que la única forma de salvarlas a ella y nuestro bebé
era perderlos para siempre.
—Bueno. No sé si mi madre hubiera sido capaz de perdonarle,
pero en lo que a mí respecta creo que sí podré.
—Es una pena que, después de haber hecho tanto para traerte
aquí, tengas que salir huyendo.
—Cuando pase el tiempo y se tranquilicen las cosas, quizás venga a verle y hablemos. Tengo muchas preguntas.
—Me queda poco. El puto cáncer se me va a llevar al otro barrio
antes de año nuevo y no es conveniente que vengas durante los
próximos cuatro o cinco años.
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—Lo siento, sabía lo de su enfermedad, pero no que estuviera
tan mal.
—La enfermedad es lo de menos. Lo peor es la extraña sensación que tengo después de tantos años luchando contra comunistas,
anarquistas, independentistas y cualquier iluminado que quisiera
construir un mundo mejor o experimentar una utopía en un trozo
de España.
—Eso suena realmente intrigante. ¿Adónde quiere ir a parar?
—Después de vivir en la sierra con los maquis y pasar todo tipo
de penalidades junto a ellos, acabé contagiándome de su ilusión por
cambiar el mundo, solo que yo me di cuenta de cuánto nos habíamos equivocado todos. Ninguna utopía, de derechas o de izquierdas, ha dado jamás con la fórmula adecuada. Un mundo mejor solo
se puede conseguir aniquilando todo tipo de idealismo, porque de
este surge el fanatismo, y del fanatismo las peores guerras que la
humanidad ha conocido.
—Bueno, parece que lo ha conseguido. Debe de haber tenido
a mucha gente trabajando bajo sus órdenes, porque idealistas ya
prácticamente no quedan, y cuando aparecen dan más risa que ganas de seguirles.
—No he sido yo solo, Eduardo. Fuimos muchos los que nos dimos cuenta de la enorme tragedia que había caído sobre el mundo
a causa de todas aquellas ideologías, y no todos éramos de derechas ni vivíamos en esta parte del telón de acero. El comunismo
ha desaparecido por esa misma razón y, dentro de poco, cuando los
árabes, a quienes la influencia de nuestra cultura les está trayendo
muchos problemas, decidan traer su terrorismo a nuestras tierras,
verás como la gente dejará de tener miedo a ETA, IRA o cualquier
grupillo que decida usar las armas para hacerse oír. Cuando eso
ocurra, la existencia de esos grupos dejará de tener sentido. Dentro
de poco hasta lo de Yugoslavia se calmará. Bastará con nombrar Sarajevo como la capital de todo el país y los bosnios, que son los más
civilizados de todos, gobernarán con ayuda de los cascos azules.
—Diría que está describiendo una Europa bastante ideal, incluso
con terroristas islámicos.
—Sí, parece que hemos conseguido lo que nos proponíamos, una
Europa sin utopías, sin fanáticos ni gente dispuesta a cualquier cosa
con tal de conseguir un mundo mejor. Una calma extraordinaria
y un poco de ruido de bombas de vez en cuando, para que no nos
durmamos con tanta paz. Pero dime, Eduardo, ¿por qué entonces
tengo la sensación de que, ahora, creer que las utopías son posibles
es cosa del pasado? Todo está así, como muerto. Tengo la sensación
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de que esta falta de esperanza es como una gangrena que va extendiéndose por todo el planeta.
135
Epílogo
Los años pasaron sin sobresaltos. La vida que dejó atrás se convirtió en un recuerdo difuso, que solo de cuando en cuando volvía a
presentarse en sus pesadillas. A veces sufría repentinos y sobrecogedores momentos de pánico en los que temía que todo fuera a
desmoronarse a su alrededor. Algo en su conciencia le decía que
la seguridad de su vida familiar era solo una ilusión, un castillo de
naipes a punto de colapsar.
Se había tomado muchas molestias en ocultar su pasado. Marcin
le había sido de gran ayuda y no había pedido nada a cambio, solo
que gestionara aquel almacén lo mejor que pudiera.
Irina se recuperó de las heridas. Tuvo la suerte de caer en manos
de un excelente equipo de cirujanos plásticos que rehizo sus pechos
llegando a mejorar lo que la naturaleza le había proporcionado con
tanta esquisitez. Muchas de las cicatrices eran irreparables, pero,
aun en traje de baño, su belleza seguía siendo apabullante. El viejo
le proporcionó un pasaporte con la nueva identidad de Elena Funk,
mujer de Hernyk Funk, madre de Sara y se trasladó a Polonia con
su nueva familia.
El trabajo en el almacén era duro. Entraban y salían camiones
casi a todas horas. Muchas veces tenía que quedarse por la noche a
esperar la llegada de algún transporte.
Pero no todo era trabajo. Al poco de llegar, se acostumbró a la
pausada vida del pueblo. Tenían que ir a misa todos los domingos
para evitar habladurías. A Irina no le molestaba, porque su mente,
durante la misa, volaba muy lejos de aquel lugar, a otro tiempo, a
otra vida.
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Las clases de español e inglés, las traducciones para clientes con
quienes su único contacto era por teléfono o internet, la mantenían
unida al mundo por un finísimo hilo que la tecnología desarrollaba
para hacerlo cada vez más sólido, pero, dada la necesidad de permanecer en el anonimato, seguía pareciendo frágil.
Su relación con Eduardo había derivado, casi desde que llegó
al pueblecito, en un juego de dominación sadomasoquista. Ella le
hacía desnudarla, besar sus heridas y pedirle perdón antes de someterle al sexo. No era un sometimiento basado en cuero, látigos
o esposas, como hacen, tan convencionalmente, parejas que creen
descubrir así un mundo prohibido. Ella le humillaba como hombre, como padre y como marido para erigirse, cuando su excitación
sexual alcanzaba el cénit, en una diosa que, como Isis, al tomar el
miembro de Osiris, le hacía cobrar vida. Usaba el placer para reconstruirle, perdonarle y para poseerle en cuerpo y alma.
Pero la posición de Eduardo como director de almacén, el mayor
de la comarca, y su carácter abierto le pusieron en el punto de mira
de las jóvenes del pueblo, quienes no tenían miramientos a la hora
de hacerse seducir, esperando sustituir a Irina, a quien despreciaban por no aparecer nunca en la Iglesia, algo que Eduardo hacía
por una mezcla de melancólica esperanza de recuperar la fe de sus
padres y porque todas las personas influyentes del pueblo se encontraban allí. De esa forma, Eduardo encontró una manera de hacer
su vida con Irina un poco menos siniestra.
Lo más importante era Sara, y por ella soportaba todo aquello.
Por ella y porque Irina nunca iba a ser capaz de desnudarse ante
nadie más que él. No tenía derecho a dejarla.
Pero el tiempo pasó y llegó un momento en que no salir nunca
del pueblo llegó a ser insoportable. Iba del trabajo a casa y de casa
al trabajo. Aparte de las esporádicas salidas de «negocios», llevaba
una vida austera y aburrida. Sara había cumplido los doce años y
Eduardo se preguntaba si podría soportar aquello eternamente.
Se preguntaba también si su aventura con la nueva secretaria,
alumna de su mujer, a quien ella misma recomendó para aquel
trabajo, no sería la brisa que echaría abajo el castillo de naipes de
su existencia.
En su casa, Irina se retorcía de dolor en el sofá del salón. Era
horrible. Deseaba morir con tal de no seguir sufriendo. Apenas media hora antes había estado convencida de tener una vida estable,
casi feliz, pero la amante de Eduardo había decidido confesarle que
se había enamorado de su marido. Fue entonces cuando su cuerpo
devino una tea ardiente, las paredes de la casa se le revelaron como
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el interior de un mausoleo y su mente se convirtió en un avispero
de ideas que le aguijoneaban con furia.
Aquella zorrilla que había pasado medio año estudiando inglés,
según decía, en Londres y que había vuelto con piercings, tatuajes
y un pedante aire de superioridad, había conseguido ser tratada
como una indeseable por todo el pueblo. Solo ella sabía lo poco que
había aprendido en aquellos seis meses. Un día, durante una de las
clases, en secreto, sollozando, le había pedido ayuda para encontrar
un trabajo, e Irina, buena hasta la necedad, le pidió a su marido que
la contratara. Ahora tenía que pagar por su generosidad con una
traición que la destrozaba.
Se aferraba con las manos la barriga. Necesitaba calmar aquel
útero maltrecho, que no le había podido dar lo que más necesitaba.
En su interior los nervios parecían enredarse como fibras de una
cuerda que alguien retorciera con fuerza, haciéndolas restallar en
punzadas que acallaba apretando aquel órgano inútil entre sus crispados dedos. Veía, en su pesadilla, todos los años pasados cuidando
a la hija de quienes destruyeron su vida como si fuese suya. Y a
pesar de todo el amor que les había dado, se iba a quedar sola, sin
nadie en el mundo, abandonada como un trasto viejo.
Las otras infidelidades las había soportado. Había creído que
debía aceptarlo para no perderle. Ahora sabía que ya no la necesitaba para cuidar a su hija, casi una adolescente. Se había convertido en un estorbo. La iba a cambiar por una más joven con
la que divertirse y, quizás, tener más hijos, los que ella no había
podido darle.
No lo podía permitir. Necesitaba golpearle con la fuerza y crueldad necesarias para arruinar sus planes, fueran cuales fueran, y
evitar así que volviera a herir de aquella manera a mujer alguna.
—¡Ya estoy aquí!
Era Sara. Siempre se anunciaba al entrar por la puerta.
—Hola, cariño.
—Hola, mamá.
—Tengo algo que decirte, mi amor. Algo importante.
—¿Qué es?
—Ven a la cocina. Quiero enseñarte algo.
Si algo le importaba a Eduardo era su hija. No había una manera
más intensa de hacerle daño que a través de ella. El sufrimiento
que la angustiaba había alcanzado tal proporción que, a sus ojos,
justificaba cualquier método de venganza.
La niña la siguió confiada hasta la cocina y se sentó a la mesa,
como hacía a diario a la hora de comer.
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Irina, abrió el cajón de los cubiertos y se encontró de frente con
el cuchillo de la carne.
Sara, aburrida de esperar, comenzó a hablar.
—Sabes, Ignacio es el más loco de todos mis compañeros, de
verdad, está como una cabra. ¿Qué crees que me decía? “Sara, tengo una consola de videojuegos, tengo una consola”, y me lo decía
saltando y aplaudiendo a la vez.
El cuchillo brillaba, el mango de madera, suave, parecía estar
pidiendo ser empuñado.
—Y no es solo eso. Es que, cuando lo pienso, me parece mentira:
hace lo mismo desde primero. En todos estos años no ha dejado
de saltar y dar palmadas cuando se pone así. Sara, Sara, tengo una
pelota, tengo una pelota, a que no me la quitas. Eso me decía entonces, y ahora hace lo mismo, pero con la consola.
Pero aquel cajón, que había abierto por error, no era el objetivo
de Irina —el plan era herir a la pequeña, sí, pero sin dejar marcas—,
sino el inmediatamente inferior, el que guardaba las facturas y recibos de los últimos cinco años, un escondite perfecto para cualquier
documento. A nadie, ni siquiera a Sara, se le ocurriría echar siquiera una ojeada a aquello.
Lo abrió y, del fondo, sacó unas fotocopias, las posó sobre la
mesa ante la niña y esperó.
—¿Qué es esto, mamá?
—Yo no soy tu madre.
—Lo sé, pero te llamo así, no me importa que no nos parezcamos. ¿Qué te sucede? ¿Por qué me dices eso?
—Mira los papeles.
Había fotocopias de periódicos, impresiones de páginas de internet y de un pasaporte que Sara no había visto nunca, el de Eduardo
Nowak.
—¿Qué significa esto? ¿Papá tiene un pasaporte falso?
—No, ese es el verdadero, tu padre no se llama Henryk.
—¿Y esta mujer? —dijo señalando una página de periódico.
—Es tu madre.
—Mi madre está muerta.
—Puede que la mujer real de Henryk Funk sí, pero tu padre,
como ves, no es ese hombre, y su pasado es un cuento que nos hemos inventado los dos para huir de una mujer desequilibrada. Sara,
tu madre era muy peligrosa. Como ves, ahora vive muy bien. Está
claro que se ha curado. Si no, no sería ahora una importante mujer
de negocios. La mujer de Eduardo Nowak, tu madre, está bien viva.
¿Ves la fecha de las noticias?
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—No hablo este idioma.
—Es español. Será mejor que vayas aprendiéndolo porque es allí
donde vive.
Sara estaba atónita. Sostenía los papeles con manos temblorosas
sin saber qué pensar. Las lágrimas casi no le dejaban ver lo que allí
se decía. Tan pequeña, tan frágil, con el alma abriéndosele en canal
por una herida que jamás curaría, de aquel tajo surgiría la nueva
Sara, dejando atrás, inservible, la carcasa de la niña que ya nunca
volvería a ser.
—¿Qué tengo que hacer con todo esto?
—Hay una dirección de correo electrónico en la noticia, es la de
su oficina.
—Y yo…, pero… ¿qué puedo decirle?
—Esa mujer es tu madre. Escríbele contándole quién eres, en
qué curso estás, las cosas que te gustan, las que no.
—Mi madre eres tú. Esa mujer no, ella… no sé quién es.
—Es la mujer que te trajo al mundo, tu madre.
—Lo hablaré con papá. Esto no puede ser verdad.
—Si no te pones en contacto ahora mismo con ella, tu padre no
te permitirá que le hables. Él no tiene ninguna razón para volver
a verla, pero tú sí. No te preocupes por el idioma, no necesitas escribirle en español. Escríbele en ruso, creo que te lo he enseñado
muy bien.
—¿No se me ocurre nada que escribir?
—Yo te ayudaré.
—No tengo fuerzas para subir las escaleras. Mamá, ayúdame.
—No soy tu madre. Te he dicho ya tres veces que no me llames
así.
Si la herida que había abierto pudiese sangrar, si las suyas doliesen menos, quizás hubiera parado, a lo mejor habría intentado
evitar lo que estaba a punto de ocurrir. Ni se imaginaba cuántas
personas, ella misma incluida, iban a ver sus vidas truncadas o perdidas por su venganza, pero, aun sospechando que la Magdalena
Petrova a quien ella una vez amó no podía haber dejado de ser un
monstruo, aunque hubiera sabido el horror que estaba a punto de
desencadenar, de igual manera habría subido las escaleras hasta el
estudio. Allí, la niña sollozaba sentada ante el ordenador mientras
Irina le dictaba el correo para su verdadera madre:
Querida mamá, soy tu hija Sara…
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