La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares

Julio Luengo Soto – Concha Pascual Arribas
LA INVEROSÍMIL HISTORIA
DE ZÓTIMO DE SILESIA
Y OTROS RELATOS DISPARES
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
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métodos, sin el permiso previo o por escrito de los titulares del copyright.
Título original: La inverosímil historia de Zótimo de Silesia
y otros relatos dispares
Autores: Julio Luengo Soto - Concha Pascual Arribas
Ilustraciones y cubierta: Concha Pascual Arribas
Edición: Julio Luengo Soto
Diseño de la colección: Bigornia
Primera edición: septiembre de 2010
Segunda edición: mayo de 2014
© 2010, Luengo Soto - Pascual Arribas
Reservados todos los derechos
ISBN: 978-84-614-2127-5
Depósito legal: M2925418-3
Impreso por Reproconsulting, S.L.
Calle Marqués de Lema, 13, Madrid
Impreso en España – Printed in Spain
http://www.bigornia.es
DEDICATORIA
Este libro está dedicado a todos aquellos que lo hicieron posible; es decir, a
cuatro personas: el que lo escribió, yo mismo; la que lo escribió, lo diseñó, y
se encargó de todo el proceso editorial, mi mujer; nuestro hijo, que lo criticó
y logró darle la vuelta a la filosofía de Parménides; y, por supuesto,
al padrino de esta obra, Óscar, mi cuñado y amigo, sin cuyo talento e
inspiración, este proyecto hubiera sido pasto de las aguas del Leteo, o, como
poco, devorado por la pereza y la ruina, sin omitir el hecho afortunado de
que fue él, y sólo él, a quien se le ocurrió el sonoro y castellanísimo nombre
de Bigornia.
Dicho queda.
Julio Luengo
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
INTRODUCCIÓN
Laude te alienus et non os tuum (Que te alaben los extraños y
no los tuyos). Máxima necesaria para cualquier empresa que el hombre
emprenda, ya sea literaria, como es el caso que nos ocupa y pre-ocupa,
desocupado lector, ya metafísica, como construir todo un sistema filosófico
para interpretar esta desalentadora y machacona crisis. Apelamos, pues, a
vuestro sano juicio para leer estas páginas que tan generosamente tenéis
entre manos (el plural se me antoja un deseo más que un hecho; me
refiero, claro está, a “vuestro” y a “manos”, no a “páginas”. El lenguaje tiene
estas cosas traviesas y anárquicas). Ya que estamos, apelamos asimismo a
su gentil consideración y respeto por esta obrilla de la que hacen gala para
otros menesteres intelectuales.
La editorial Bigornia nace como nacen los cielos despejados
después de generosa tormenta o criaturas albinas después de un millón de
blancos retoños... por pura ley de probabilidad. Me explico: en teniendo
días acumulados de ocio (omnium malorum origo otium, la ociosidad es
el mayor de todos lo males posibles), tantos como la inercia del desempleo
forzoso permite, días en que el resentimiento y la autocompasión
impulsan la desidia, es lógico pensar que durante uno de esos dias irae, la
vaga idea de que uno puede forzarse su propio destino cruzara por una de
las mentes brillantes de este matrimonio (a la sazón y en ella lo son éstos
que firman la autoría de este libro); la otra mente andaba merodeando
por los entresijos de la justicia apocalíptica y la venganza humana.
Por fortuna, la brillante sedujo a la combativa pero idiotizada, y surge
Bigornia con la entereza de un yunque y la inconsutilidad de una sábana
mortuoria. La entereza era virtud femenina (a pesar de su raíz masculina)
y la inconsutilidad, tejido masculino (a pesar de su raíz divina) con que
estaban hechos los sueños de quien esto escribe. Una coyunda que hace a
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Bigornia una editorial resistente a golpes, infortunios y demás formas de
la adversidad. Estar al yunque, que se dice.
La locura manifiesta de nuestros tiempos hace posible (y
probable) que dos en uno que son matrimonio (peregrino binomio)
se lancen, un pelín a la desesperada como en las terapias de choque,
a la denodada tarea de sacar al tragaldabas mercado libre un libro
con hechuras de editorial, y una editorial con hechuras de libro (hasta
que alguien lo remedie y sean, al menos, dos, que es par y no primo).
Cuando esto se comunicó a los nuestros (los tuyos del principio de esta
descalabrada introducción), los nuestros estallaron en un disarmónico
júbilo. Entusiasmo contagioso como una religión que obligó a los
autores de tamaño despropósito a concluir este proyecto incluido en la
categoría de presagio o, cuando menos, de prodigio.
Bigornia es, pues, un prodigio, y como tal se comporta en las
páginas que vas a leer, mi semejante, mi hermano (lo de hipócrita lector
me aconsejaron que lo excluyera de la secuencia literaria del maldito
Baudelaire, por ser de natural sensible y pejiguera el mentado lector).
Lean de corrido, sin vergüenza ni arrepentimiento, tal y como
harían -y hacen- con las últimas crónicas periodísticas que nos hablan
de lo bien que lo estamos haciendo entre todos para una vida más alta y
merecida.
Y recuerden que el diccionario es una muy útil herramienta
(de ferro, como la bigornia que nos da nombre y condición) que nos
dice, por ejemplo, que crisis es “cambio brusco en el curso de una
enfermedad, ya sea para mejorarse, ya para agravarse el paciente” (como
ven, es importante comprobar que consta de dos polos, la mejora y el
agravio). También nos habla ese belarmino mamotreto que es el DRAE
que crisis es “mutación importante en el desarrollo de otros procesos,
ya de orden físico, ya históricos o espirituales” (no dice nada de que
esta mutación sea catastrófica o pesarosa). No contentos con lo definido,
tenemos además que crisis es “juicio que se hace de algo después de
haberlo examinado cuidadosamente” (este adverbio es trascendental y el
verbo al que acompaña y complementa nos aclara que hay que examinar
con cuidado y celo algo para establecer un juicio; no al revés, como
vemos a diario hacen nuestros conspicuos representantes políticos). Y,
finalmente, Dios mediante o a Dios gracias, como prefieran, crisis es una
“situación en que se encuentra un ministerio desde el momento en que
uno o varios de sus individuos han presentado la dimisión de sus cargos,
hasta aquel en que se nombran las personas que han de sustituirlos”.
Esto último más nos parece milagro o portento, dada la poca frecuencia
y las menos ganas con que nuestros ministros dimiten. Por cierto,
aconsejo, si se me permite la digresión, y ya que este libro será devorado
por alumnos y discípulos varios, ponderar entre las raíces latinas de
minister y magister, y nos haremos una idea de por qué aquéllos ofician
de corifeos y éstos, apenas cantan a coro. VALE.
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LA INVEROSÍMIL HISTORIA
DE ZÓTIMO DE SILESIA
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DE ZÓTIMO DE SILESIA
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LA INVEROSÍMIL HISTORIA DE ZÓTIMO DE SILESIA
N
ACÍ en Vadallolid, más probe que un pastor de
crabras, pero copo a copo fui haciéndome un sitio en la aldea gracias a un don que recibí de la
Naturareza: me endentía con cualquier aminal, blablaba
su idioma sin dicifultad y todos, sin expepción, confiaban
en mí, sin tajupos ni zaranjadas. Abama a los aminales y
ellos me abaman a mí. Ésta es mi hisrotia y voy a contarla,
porque me la da la naga, estoy viejo y candaso, y me trae al
piaro el que ridán.
Así empiezan las pocas páginas que dejó escritas
Zótimo de Silesia. Conservaré la forma de escribir (y de
hablar) de este gran hombre, por respeto a su memoria y,
sobre todo, porque así se harán una idea de lo que tuvo que
lidiar en vida con sus taras y gozar con sus gracias; taras y
gracias, ambas naturales, que nadie le empujó ni enseñóle.
Sean magnánimos, ríanse, si así lo desean, pero
comprendan que para Zótimo de Silesia, todo fue un calvario con sus semejantes, y una arcadia con los que en nada
se nos parecen (si exceptuamos el marrano y el mono, y, si
me apuran, la rata). Cuando hayan acabado su lectura, se les
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
hará un nudo en la garganta y convertirán a este personaje
en un héroe de leyenda para contárselo a sus vástagos y
pueda continuar así la tradición de boca en boca, de hombre
a hombre. Vaya, pues, y sea, la inverosímil historia de Zótimo de Silesia.
Voy a contar loso una parte de mi etixencia, porque
las otras las he oldivado o es mejor no redorcarlas. Fue ennorto a 1979, combata yo unos 16 años, casi doto el pueblo
me mallaba Zote, por avrebriar, y también por lama chele.
Desde enzontes hasta ahora, que soy ya aniazo, me rerité a
los bosques, loso y sin dana más que un ruzón con algo de
codima que me dio mi alueba Gertru, un cullicho de monte,
que me dio mi dapre y una requilia falimiar con la igamen
de san Zótimo (opisbo y mártir), protector de antusguiados
y tadaros; amén de grálimas chumas de mi damre y una
exñatra soca que me dio mi hernamo (que nació mornal)
y llevo 40 años intendanto saber qué ñoco es y no me ha
serdivo rapa dana.
Marmeche con la cazeba achagada y con el barro
entre las nierpas, malcidiendo el día en que nive a tese dojido mundo con esta dojida rata, oblidángome a alemarje
de los míos y a frusir las lurbas e intulsos de los medás.
Perdido y tuermo de diemo, entoncré una tugra grena y
malotienle, de oso ajeño. Quemede allí dordimo y soñando con blablar moco un buen crisniato, de codirro y con
la sadiburía del hotesno Sótraques (ése que dijo que loso
basía que no basía dana). Duanco desterpé, enmutecido y
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia
con un frío de conojes, me moquí lo que mi drame me dio
para moquer y me supe a canimar para hacerme una idea
de dónde esbata y construir cerca mi vuena y úquina saca.
Darté loso unos días: un árbol emorne (creo que era un
casñato por sus ravas garlas y sódilas), me busí a la certera (3ª, me se dan jemor los múneros) marra y allí, con
marrajes, rabo y tierra húdema, llatos, muplas de párajo y
queñepos guirrajos de río, hímece una escepie de cañaba,
rapa endenternos, un zocho hudilme, repo serugo y, brose doto, mío y loso mío. Las chones eran penolas y garlas
y muy osrucas, no obstante, me fui acosbuntrando y, tras
unos semes, insuclo me gusbata... doto sicenlio o, moco
chumo, el ulular de los húbos y medás amiñalas de la chone. Por las namañas, iba al rialuecho a cespar y me se bada
bien la cespa, así que moquía naso y dotos los días, gocía
tamplas y hierjabos (roremo, valanda, motillo y esas socas
rapa larde basor a los sigos), trufas y frutas, frutas y trufas
(no me se condunfan), rara vez tesas y esrápagos (gesún
tenrodapa, brose doto, en privarema y oñoto). El tesro del
día lo pabasa yelendo dos libros que me relagó el sadercote
del bueplo, La Blibia y un dinicioario itusladro con chumas
lapabras que aprendí de meromia, aunque no me aduyaron
chumo con la naufa donde dedicí vivir. A lo que voy, que
tengo carataras en los ojos y arsotris en las namos.
Un día, hacía lacor, chumo lacor, un oso emorne se
frobata la esdalpa tronca el contro de mi árbol. Me tembablan las rollidas y me casñateaban los tiendes, el oso me
rimó y me blabló en su imioda, y, soca cusiora, endentí lo
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
que me jido. Y el oso me jido en su imioda: “Yo que tú haría
lo mismo que yo, es para combatir a los piojos y demás parásitos, que son muy tenaces y molestos. No tengas miedo,
tengo la andorga llena de salmones y miel. Anda, bájate del
árbol y ven conmigo”.
¡Drame de Siod! Por fin podía conumimarque con
mis no mesejantes, mis no hernamos de granse, con lo
aminales de Siod, criarrutas sin zarón ni conciencia (hay
tierzas lapabras que gido sin condunfirme, moco los monobílasos y las que nieten las mismas cononsantes, y padinlómodros de dos bísalas). Jabé del árbol y aponcañé a mi
vueno agimo, el oso, y encepamos a blabar en su imioda de
lo yuso que es el piento (el micla, rieco cedir), de lo hersomo que es el hozironte... en fin, de la diva misma. Repo,
demejos blabar al oso que vella en sus neges la sadiburía
tival, minelaria y suaquidiniva”.
“Sígueme, hermano hombre que a duras penas hablas como los furtivos que por desgracia conozco, y muy
bien por cierto, que voy a mostrarte la Vida tal y como fue
concebida sin vosotros. Y te harás uno de los nuestros y
hablarás nuestro idioma animal y ya no volverás a sentirte como un guiñapo. Mantén los ojos bien abiertos, que lo
que vas a contemplar es único y, por lo que veo, no podrás
contárselo a nadie, porque menuda disfunción lingüística
tienes, condenado.”
Y con estas últimas palabras escritas al buen tun tun,
Zótimo no dejóse ver en décadas entre los suyos, los humanos,
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia
convivió con los animales a los que cuidaba o protegía, si la
ocasión así lo propiciaba, conversaba con ellos de cientos
de hechos acaecidos en tiempos remotos y disfrutó de una
vida plena sin verbos ni adjetivos ni sustantivos ni gaitas.
Al hacerse mayor decidió contar en unas breves líneas lo
que ustedes han tenido oportunidad de ¿leer?; bajó por el
río que da al pueblo que le vio nacer y luego burlarse de él
como del asno, diole estas páginas (sacadas de un tronco
de abedul en finas láminas) al cura (que era nuevo, joven e
inexperto. Soy yo, sin ir más lejos) y aquí me ven siguiendo
con la sagrada tradición sacerdotal de cumplir una promesa.
Dicho y hecho queda. Gocen y aprendan, si acaso lo
logran, que yo tuve para mí, al leer lo escrito por Zótimo,
que la condición humana tiene más de condición que de
humana, y, dicho sea de paso, me retiré a un monasterio de
La Alberca (orden carmelita) donde renové mis votos para
dejarme iluminar por esa luz interior y sin ocaso que creo
firmemente vio el tal Zótimo de Silesia. Sean ustedes bendecidos y perdonados.
Mi nombre poco importa para esta historia, pero
como no carezco de cierta vanidad y soberbia mundanas,
firmaré este relato como Frey Metodio (fui militar y me licencié con deshonor el día de san Cirilo y Valentín, de ahí
mi nombre de guerra, es decir, de paz soberana). Amén.
Nota : Si alguien necesitara de traductor, haga un esfuerzo y comprobará cuán ennoblecido queda el espíritu.
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OTROS RELATOS DISPARES
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PARTE I
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HOMENAJE AL ÁRBOL DEL BORRACHO
A
SÍ como el cordobés Séneca nos enseña que las
cosas cuando llegan al alma, las palabras salen
solas, así la vida se recorre a tientas, tocando las
mañanas, oliendo la nocturna... sintiendo el horizonte (me
disculparán que esta frase no la traslade al latín, que se las
trae, la muy sentencia, entre otras razones porque mi latín
sólo lo hablo con plantas y flores, y no siempre y con el
mismo acento. Depende más de la planta).
Una de esas cosas a las que el sabio (y yo, qué caramba) se refería, es un árbol muy peculiar (su nombre culto
es Chorisia y pertenece a la familia –¡qué gran institución!–
de las bombáceas. Es conocido vulgarmente, según tribu,
por diversos y cariñosos apelativos. Desde el que da título a
esta entrada, palo borracho –por su característica forma de
botella– toborochi, yuchán, algodonero, palo botella, palo
barrigudo, samohú, samuhú, ñandubay o painero [intenten
decirlo todo de corrido y ya verán qué cara se les queda]...
y aunque crece más bien en los bosques cálidos y húmedos
de las regiones tropicales y subtropicales de América Cen-
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tral y del Sur, del que yo escribo y recuerdo (escrivivo) se
encuentra en Valencia, y, aquel día en que nos conocimos,
el borracho era yo y el árbol, él. Esto debe quedar claro. Por
tanto, que quede claro.
Nuestro vínculo nació fresco, como la mañana levantina, natural y espontáneo, y debido a la esbornia de
muy padre señor mío que llevaba en los adentros, en un
principio creí que había dejado embarazado al tronco de
tan abombado que estaba, y de sus púas, pensé que saldría
criatura amorfa y ya marginada. Comprendan que durante toda aquella noche, mezclé vino (merlot de crianza de
Utiel, Requena, que a primeras horas y a primeras copas,
suelo tener clase, licores varios –orujos, blancos y de hierbas–, para mejor digerir el conejo a la cazadora que me metí
en la andorga, y, para terminar, aunque nunca lo hiciera del
todo, caldos escoceses de pura malta –a 10€ copazo, según
marca... según marca del whisky, no el tabernero, que todo
hay que explicarlo, carajo). Así que imaginen en qué estado entablé conversación con ejemplar arbóreo tan soberbio
como sobrio.
No habré de explicar de qué charlamos, pues a mí
se me entendía mal y el árbol, aturdido como estaba ante
la escena humana y a su natural costumbre de apartar a extraños con sus endiablados clavos, sólo pudo pronunciar,
en antiguo verbo, una exclamación de sus robustas ramas...
algo parecido a “o se aleja de mí, borracho inmundo, o llamo inmediatamente a la policía”. Aunque procuré mantener
Homenaje al árbol del borracho
el tipo (el de duro), me desanimé cuando comprobé que se
había dado la vuelta para no escucharme más, en actitud de
estudiante herido en su orgullo o castigado, según se mire.
Desde entonces no bebo ni gota de alcohol, ni falta
que hace (más tarde leí en alguna parte que el palo borracho no necesita apenas agua para soportar su recio porte y
que crece ágil y sano si no hay viento que lo entorpezca).
Yo mismo me hice sobrio y amigo de aquél que supo tratar
como es debido a despojos y piltrafas callejeras con ganas
de incordiar el bien merecido descanso de los seres vivos.
Siempre que puedo, vuelvo a visitar a mi ilustre compañero
de jarana, a quien puse de nombre, Jacinto, por ser éste impronunciable cuando estoy bebido más de lo debido (prueben, si no; o mejor, no), procuro no abrazarle muy fuerte
(véase foto superior izquierda) y le digo unas palabritas a
modo de salve (quien pueda) o ditirambo:
Aquí yace tu hermano de sangre en el vulgar nombre,
cuya alma es como tus hirientes púas, y se derrama cálida
sobre la hojarasca.
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EL PERIPATÉTICO SANTIAGO
P
OR qué no te vas a hacer puñetas, hijo mío? –le dijo el
padre al ser descubierto en uno de sus quehaceres cotidianos–, ¿por qué no te vas de una vez a hacer puñetas?
Desde ese instante hasta ahora en que dedico mi
tiempo a escribir sus memorias, Santiago se convirtió en el
reconocido peripatético de su barrio. No cejó en su empeño
de salir de paseo hasta que un terrible y traicionero golpe le
dejó horizontal de por vida.
No vayan a pensar (eso sería mucho pedir) que
era casadero, que se dice, pues contaba la edad de quince
años y había que verle en sus primeros recorridos estirado
y delgado como era, barbilampiño aún, ojos de comadreja
asustada, un andar como de péndulo, y el paso, en verdad,
sinfónico, que ninguno era el mismo.
Santiago era ya solitario desde muy infante; no gustaba de juegos generosos donde la compañía hace más llevadera la inocencia. Era muy dado a los libros, al principio
los que traían ilustraciones varias, letra gorda y grande (se
imaginaba Santiago al autor de aquellas letras, una especie
de Prometeo de manos gruesas y torpes, consumido por la
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
soledad y la incomprensión), y esos finales con moralina y
guinda. Pero, luego, muy pronto, empezó con aquellos volúmenes –obras completas– que su madre aún conservaba tras
la guerra entre primos (su madre nunca decía hermanos). Y
ese fue el principio de su extraña soledad (como siempre
suponemos que ha de ser la soledad, sobre todo si no es
nuestra). Dicho de otra forma, se dio cuenta de la imbecilidad del derredor y se refugió en los inteligentes sueños y
visiones de la literatura.
Los profundos monólogos luchaban por salir en forma de voz, y aunque Santiago se resistió por aquello del pudor y las vergüenzas, lo cierto es que, finalmente, cedió. No
podía encerrar sus palabras en el silencio de sus tripas, deambulando de aquí para allá, sin quedarse en ningún sitio. Necesitaba darles vida, y qué mejor forma que dándoles a conocer
la vida. Como el mito de la caverna, lenguaje y pensamiento de la mano hacia un universo: Santiago. Recorriéndose
mutuamente, conociéndose en sus más íntimos escondrijos,
robándose besos y caricias y guantazos y costalazos hasta
alcanzar el éxtasis que era el ser dentro del ser Santiago.
A medida que el joven Santiago se acostumbró a su
voz y a sus pasos, y vio que eran buenos, perdió el sentido
del tiempo y de la distancia y entraba en una dimensión más
capaz, más ... –¿cómo diría?–, más trágica. Ya no lograba
reconocer su yo; en verdad, ya no era él, sino un halo ambulante de sí mismo.
Pasaban los años como el tren por la estación de
“No hay parada” o “No se admiten viajeros”, y Santiago,
El peripatético Santiago
cada vez más arruinado y numantino, apenas si se daba
cuenta de que había crecido y que nada de fuera le era ajeno. Asumió las dudas, las quejas y los miedos de los mayores, los desvelos y memorias y deseos de los ancianos, los
sueños y mentiras, el mar y el tiempo de los jóvenes. Todo
cuanto era, estaba en él. Como Whitman, a quien ya había
hojeado, se sentía muchedumbre. Todo el caótico universo
se reencontraba en él como si fuera el aleph borgiano de
la vida. Y aunque no era consciente de ese sentimiento ni
de la emoción incompartida, Santiago, cada mañana, con la
alborada, se redescubría y se agitaba como la luz golpeada
por el viento o como la mies, vaya por Dios.
Cumplía así la veintena moza e insegura y los padres de Santiago comenzaron a interrogarse por la muy
probable holgazanería de su retoño, que Santiago llamaba
dedicación. “Ni paseos ni gaitas, si hubiera querido tener
un plato en la familia ya me habría encargado yo de sacarle
lustre. Pero, releches, que este Santi tuyo me trae de cabeza,
mujer”. Y la madre: “Hijo mío, algo, algo, por poco que sea,
tienes que ser. Ese vagabundeo, ese olvido de ir al colegio,
de hacer amigos, no es ni puede ser sano. Hijo mío, ven
conmigo y escúchame, te lo suplico”. Y el padre, “Que se
vaya a hacer puñetas de una vez, por Dios”.
No era fácil para Santiago mantenerse fuerte y seguro en aquellos fragorosos combates, muy al contrario, le
reducían a una miseria dolorosa y se debatía en mil dudas
sobre todo aquello en lo que había pensado; más aún, vivido; y aún más, andado.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Si no estudio, instruido y guiado por esos mentores
de tómbola, como quien dice, no lograré un trabajo con el
que mantenerme y mantener tranquilos a mis padres. Si no
consigo un trabajo, de nada me habrán servido tantos estudios, paseos y reflexiones. Pero si trabajo y/o estudio ya no
podré dedicarme a mi trabajo y estudio y paseos diarios.
Y tras un largo silencio, silencio andarín, dejando
atrás una alameda de plátanos de sombra [Es lo que tiene el
lenguaje, que, en ocasiones, crea estas extrordinarias confusiones], continuaba silogizando:
Tarde o temprano habré de rendir cuenta a mis padres. Especialmente a mi padre que está que trina, sin contar
con la úlcera que le tiene paquituerto. Mi madre es otro cantar,
aunque también trina y empieza a creer que crió un imbécil.
Eso por un lado –y se sentaba sobre un mojón de
la cuneta–. Ahora queda la comunidad, la utilidad, el bien
público... valores todos ellos que por muy enfermos o caducos, están dados de alta y permanecen en el subconsciente
colectivo de esta caterva de acémilas [Era muy dado, como
puede comprobarse, a utilizar las dos últimas palabras
aprendidas en el diccionario y meterlas en cualquier frase
sin miedo y sin gloria]. La sociedad me enterraría vivo en
cualquier sitio, si pudiera, que puede. La sociedad me señalaría con el dedo, pese a que nos enseña que no es cívico,
como un quiste, un virus... Asociaciones varias se reunirán
ante mí como un símbolo, una excusa rebajada para sus
mezquinos intereses. Finalmente me negarían mi sustento:
El peripatético Santiago
andar y pensar. ¡No puede ser! Todavía ha de haber otra
alternativa. El hombre no puede ser tan cretino y falto de
imaginación. ¡Yo no puedo ser hombre!
Y así, con esta aplastante lógica autosuficiente, alcanzaba algún promontorio, miraba en sostenido silencio el
horizonte generoso y se daba la vuelta, rumbo al origen de
sus males y bienes, obsequio de la naturaleza de la que tanto
renegaba: su casa, repasando lo pensado, que es otro pensar; silencios como estribillos, y nuevas dudas que le asaltaban como moscas cojoneras alrededor del sudor capilar, y
que por poco acaban con su provervial descanso. Silencios.
Y dale.
–Dile a tu hijo del alma que venga ahora mismo –
mandó el padre.
–¿Querrás decir nuestro? –se atrevió la esposa y
madre.
–Diría nuestro, pero sin lo del alma. Cuando es del
alma es tu hijo. Y vale ya de tonterías, mujer –sepultó el padre con sentencia y juicio, decidido y tenaz, atormentado y
poniéndose al cuidado de san Erasmo, auxiliador y abogado
del bajo vientre y el estómago.
Santiago nació ese día de pie por cesárea. Se fue
hasta donde el padre que, como era habitual en él cuando
quería decir algo importante, estaba sentado [el padre, se entiende; otro de los juegos a los que no tiene acostumbrados
el sujeto y los predicados, vaya por Dios] en su mecedora
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
de palo rosa y año de maricastaña. El ceño fruncido como
de pataleta, cruzados los brazos (yo diría más bien trenzados) y las piernas estiradas y meciéndose rítmicamente, al
compás de su enojo. Santiago se quedó enfrente, de pie,
en silencio, mirando fijamente un cuadro de una gitana de
sonrisa egipcia. Dies Irae. Miserere Nobis.
–Atiende bien, Santi, hijo, escucha, y sin interrumpirme, sin moverte siquiera, porque estoy que me subo por
las paredes. Tu madre y yo, tu padre, tu padre, ¿eh?, están
cansados. Hartos. Están preocupados por tu no hacer nada.
No tienes amigos; necesarios, Santi, necesarios, aunque
sólo sea por los favores. No tienes trabajo, ni lo buscas, ni
lo pretendes. No tienes dinero... Ya sé, ya sé que no lo pides,
pero cuestas lo que un capricho tonto. Dejaste los estudios
por olvido, coño, que no fue por vagancia o ineptitud u obligación mayor, coño. Yo ya no lo aguanto más. No hablas,
no dices nada. Sólo andas. Te tomaste muy en serio lo de
caminante no hay camino, coño.
En otras palabras, ¿qué vas a hacer? Parece una paradoja, claro, porque tú piensas, no haces. Pero, contesta,
Santi, te lo suplico, coño– aunque parezca increíble, el padre lograba controlar su iracundia merced a los habituales
tacos de taberna y sobremesa de mus y julepe. Sin ellos,
es probable que la desesperación hubiera arruinado aquel
discurso serio y mayestático, aunque también de modestia
[Véase en Gramática, estos dos estilos de plural y se entenderá mejor la forma en que el padre procuraba mantenerse
sobrio sin perder la soberbia].
El peripatético Santiago
Santiago se temía la filípica, pero no imaginó la pregunta ni de lejos. Como lejos está la pregunta, el autor cree
conveniente escribirla de nuevo: “¿Qué vas a hacer, Santi?”
Tan absorto estaba en su andurriar que no se preocupó de lo
que haría y aún menos que sus padres dejaran de hacer lo
que hasta la fecha venían haciendo o habían venido haciendo, que es lo mismo, pero no es igual.
–Padre, me tengo por buen hijo, a pesar de todo.
Y de cuanto has dicho nada voy a añadir. Y no creas que
me deja impasible. Me preocupa, y mucho. Me hago cargo,
estoy desconcentrado, quiero decir, desconcertado... cuando uno, mientras es joven, se dedica a serlo de cualquier
forma, poco o nada le inquieta el mundo adulto (y todavía
piensa que de mundo tiene nada y de adulto los ensayos). A
mí me ha ocurrido lo que a la burra de Buridán y estoy en
tal encrucijada como si fuera un suicida. No me mires como
si fuera un estúpido porque tú mismo lo pareces (el pasagonzalo se venía venir). Sólo que ha pasado el tiempo sin
que yo fuera con él y me encuentro con que todo el mundo,
sin haberme dicho nada durante años, tiene algo que decirme. Así pues, no sé lo que haré. Solo te diré que lo pensaré
muy detenidamente (pero sin detener el paso) y una vez lo
tenga claro, te lo haré saber.
Santiago se reverenció a sí mismo. No solía dar
muestras de presuntuosidad, pero se asombró de sus palabras, dichas con la solemnidad de un rey o de un reo, según
quien escuche.
Sonaron como dos planchas de metal cayendo al
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
suelo. El padre no pudo contenerse. Luego, una mano atrás,
el cuerpo encorvado hacia delante, la otra escondiéndose
en la rebeca a la altura del duodeno, como un Napoleón de
juguete, se dirigió a su hijo con voz algo vacilante pero una
mirada de las que se lanzan: “Hijo mío, vete a hacer puñetas. Y en esta casa ni se te ocurra hacerlas”.
Santiago, con la experiencia de quien ha recibido
dos magníficas leches, pensó que la imbecilidad era un reino y él una especie de isla flotante que aparecía y desaparecía según qué vientos.
La madre, aunque no de acuerdo del todo con su
marido, apoyó su decisión, hizo de tripas corazón y volvió
el rostro hacia no sé qué mancha de polvo. No es difícil
imaginarse a Santiago recogiendo cuanto pudo de su habitación, maldiciendo las contiguas y recitando aquello de
¡oh, mísero de mí, ay infelice! / Apurar cielos pretendo, /
Ya que me tratáis así... etc.
–No lo entiendo. De veras –se decía con el maletón
a cuestas (lo de andando, creo que ya sobra)–. Mis padres,
confiados en no se qué oportunidades me han negado la
única que podría salvarme. Me decía a mí mismo que la
paciencia es una virtud pesada, pero caray, por eso mismo
es una virtud.
Pero ¿es que no existe más vida que la que los que
nos preceden creen y viven? ¿Me he pegado la vida padre,
que se dice? ¿No es posible desertar de la realidad dada,
El peripatético Santiago
invitando a una realidad nueva, no importa de dónde y aunque luego se convencionalice? He de sufrir. En eso estamos. Pero de ahí a que tenga que renunciar a lo aprendido
y vivido, ¡nunca! ¡Basta!
Llovió mucho. ¡Qué tromba, madre mía! Y tenía
que llover precisamente cuando Santiago salió de casa. La
verdad es que llovía que era de esconderse, pero Santiago
apenas si se daba cuenta de que estaba empapado; andaba y
andaba, y anduvo, sin rumbo, los goterones sobre el chambergo aquel que lo filtraba todo, hasta las cagarrutias de los
pájaros. ¿Dónde voy yo, el andariego, dónde establezco mi
parada? Y, ¡helos ahí!, unos arcos como de puente pero
que no lo eran, y fuese hasta allí a descansar. Durmió plácidamente como quien ya sabe lo que le espera. La duda
es lo que duele, lo que corroe y corrompe la conciencia y
la memoria. Santiago había resuelto, si es que con eso se
resuelve, dormir como los justos: bien. Del despertar ya hablaremos.
El sol estaba como cardenal en concilio, y aunque
helada, la mañana invitaba a despertarse con el carbonero y
el herrerillo y el mirlo y el verderón.
Santiago con el rostro mudo y el cuerpo de butaca
coja, miró donde pudo y no vio, qué iba a ver, más que luz,
tan quieta que dolía. De poco sirve que me entienda y menos aún que entienda a los demás. Mi juventud estima más
el sueño que la vigilia, si es que no son una misma cosa.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Creo que voy a soñar en mi muerte.
Ya la mañana entrante, salió de su madriguera una
rata de cloaca deseosa de no sé qué alimento; primero espió, luego siguió los pasos, lentos y algo torpes, casi rengos
de Santiago que no se daba cuenta ya de nada.
–¿Qué llevas en el saco, amigo?
–Llevo el alma a cuestas y un poco de deseo.
–¿Qué dices, revientarenas? ¡Abre el saco o te saco
el alma que llevas!
Y Santiago se abrió el alma con no poca ayuda del
ratero y permaneció inmóvil durante unos instantes. Su
alma tenía sangre, vaya por Dios, y se derramó. Luego...
bueno, después sólo se vio una sombra que corría como las
que lleva el diablo. Quién sabe si era el alma andante de
Santiago.
EL ARREPÍO DE FACUNDO
D
EFÍNESE arrepío, según el Diccionario de Palabrejos y Estrambóticos, como “arrebato o arte de
pasar de un estado de calma encomiable a otro de
basilisco como alma que se lleva el diablo. Hay veces que
se vuelve y otras que no. Vaya por Dios”.
Facundo era de natural quedo tirando a bobalicón,
con esa mirada tan característica de los que se han pasado horas librando una ardua batalla por dar con la palabra
adecuada para cada momento. Barba de tres días y medio,
hirsuta y republicana (a tres bandas y colores). Las manos
como de “por tu madre, no me des un guantazo, que me
reviras pa’ dentro”, patizambo y con un andar de estornino despistado. Hablar, hablaba poco y cuando lo hacía, lo
hacía para pedir... un café, confesión al padre Eustaquio,
prestado y, de vez en cuando, cuando la ocasión era propicia (todos los martes, Dios mediante), una manuela a la
prima Obdulia (todo queda en casa), que era menesterosa
y muy limpia. Teníase por cierto que Facundo, a la edad
de trece años, fue mordido por una gineta (animal dócil
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
donde los haya, tímido y curioso, pero en absoluto regañado a la manera de los cimarrones); al volver a casa, el padre,
que respondía al apodo de Barrabar (hagan un esfuerzo y
comprenderán por qué), le mejoró la autoestima al pobre
infante con un soberbio remoquete y unas palabras ininteligibles para la especie humana (recuerden los globos del
gran Ibáñez en las viñetas de Mortadelo y Filemón, y se
harán una idea de lo que le dijo). La mordida del vivérrido
dejó a Facundo aturdido unos días (también ayudó el hostiazo del tierno Barrabar) y, desde entonces, ya recuperado
del susto, el punzante dolor y la sacudida en el adolescente
orgullo, Facundo nunca fue el mismo y empezó a parecerse
al personajillo descrito líneas más arriba. No respondía a
pregunta alguna, a no ser que fuera sobre nombres de cirros (todos inventados, por cierto) de los que era un maestro
(mejor, el maestro, que no hay nadie que supiera tanto de
estas cosas de nubes, ni siquiera la nefeleyeretis del pueblo,
la anciana Elvira). Llamaba a la nube en forma de coma,
“virga” y a la rayada turbulenta y acristalada, “albedo”. Tenía, además, por costumbre, a la manera de Diógenes de
Laercio, recolectar cachivaches de variado jaez: cabellos de
personas alcanzadas por un rayo (muy frecuente por estos
vientos), cortezas de árboles muertos, cadáveres de bichos
(en especial de hormigas y procesionarias) y hasta -ya hay
que ser raro, coño- aguas residuales que guardaba en botes
para hacer mejunjes de alquimista y luego bebía con denodado estoicismo todas las mañanas antes de emprender sus
rocambolescas caminatas.
El arrepío de Facundo
Todo esto viene a cuento del arrepío que da título a
este recordatorio. Como los años transcurrían sin permiso y
a toda leche, Facundo fue perdiendo las maneras (que eran
pocas, para qué engañarnos), sin darse apenas cuenta y sin
importarle una higa, llegando a un punto que ni los perros
ni gatos se le acercaban (el olor corporal era muy suyo, de
hecho, no se conocía otro igual). Una tarde, harto de culos
de vino que la parroquia le dejaba por misericordia de borrachos (no olvidemos el brebaje matinal del que hablaba
antes), se produjo el hecho insólito, el susodicho arrepío,
sin previo aviso, sin presunta razón, sin habeas corpus y,
ya puestos, sin motivo. Facundo se estiró casi un palmo, se
alisó el poco pelo que le quedaba con la saliva (como hacía
su madre cuando niño para adecentarle el aspecto), se arremangó, mostrando las escarpias en los antebrazos, cogió
carrerilla y le hizo un hijo a la prima Obdulia en menos que
canta un gallo. Satisfecho y con la conciencia de un cuco, se
tiró para el monte y no se le volvió a ver hasta pasados dos
lustros, como dos soles. Bajóse hasta la casa de la tenida
prima, le espetó dos besos en los carrillos, preguntó por su
vástago, le vio y reconocióle. Derramó dos parcas lágrimas
y se lo llevó de paseo, para desconcierto de toda la villa,
orgulloso, viril, incluso amenazante, y ya desde la plaza
Mayor se dirigió a propios y extraños con estas propias y
extrañas palabras:
“Soy Facundo, el del arrepío, y vengo a pediros que
cuidéis de este mi retoño (el niño, al que Obdulia había bautizado con el nombre de Renato, estaba casi ido, con un
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
acojono de no te menees) y le mostréis el debido respeto
que a mí me negasteis. Como me entere (y me enteraré) de
que no cumplís con esto que os reclamo, me bajo otra vez
del monte y me lío a tiros, empezando por usted, padre, y
terminando con el otro padre, el Eustaquio. Por la bendita
gineta que me mordió, lo juro.”
Y fuese, ya sin arrepío, temeroso de Dios, con las
manos atrás, cruzadas, mirando al cielo carnavalesco, desvergonzado y suelto como quien cambia su destino.
VA DE NUDOS
D
EJEN por un momento lo que estaban haciendo.
¡No! Quiero decir que me presten atención: piensen o, mejor, recuerden aquella vez en que dejaron
unas cadenitas (de ésas del cuello) en una gaveta del escritorio o en un cajón o, mismamente, donde se suelen guardar
estos abalorios, en un cofrecillo o joyero al uso. Pasadas
unas horas, puede incluso que minutos, las cadenas salen
anudadas de tal forma que necesitas llamar a un cerrajero o
a un geómetra para lograr devolverlas a su estado natural,
bello y útil. Quien dice cadenas, dice cordones, cables, bramantes, sogas, hilos...
Son los nudos, amigos míos, pequeños diablillos,
locos de atar que campan por sus respetos a la menor oportunidad que se les brinda (descuido o exceso de confianza
del incauto “desencadenador”). Los hay marineros, hechos
con soltura, gracia y esmero y arte, que algunos son como
ponerlos en clave matemática (de hecho es un término que
se usa habitualmente en esta ignara e ignota ciencia, incluso
hay una teoría de suyo), con nombres muy guasones algunos, como el nudo de la abuelita, otros étnicos y con algo
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
de mala leche (nudo cabeza de turco), los hay corredizos, de
empalme, el calabrote (que es palabra quevediana) de gaza
(fijos y que no deslizan, no como los que se lían en aquella zona maldita de Israel -otrora palestina–y que tan malas
noticias traen y llevan, con sus muros de lamentaciones y
muerte, sangre y fatalidad), el puño de mono, que hay que
verlo para creerlo; están también los de corbata (y no me hagan bromas, que las conozco todas)... Yo prefiero el Windsor (me lo enseñó el padre al cumplir los dieciocho, éste y
aquel otro nudo que utilizaba para las bolsas desechables
para que ocuparan menos en la basura de todos los días),
pero los hay de fantasía o de lazo, como el Eduardo VII,
el doble, el cruzado clásico o el Ascot de Seda... Otros los
hacen los montañeros o montaraces andadores de cumbres,
y, para no quedarse cortos, los médicos practican los nudos
quirúrgicos con intención de sanar, los pescadores para sus
artes y nasas, los pastores para su oficio trashumante... Y
los escritores (escrivividores como yo) se hacen la picha un
nudo hasta que logran decir lo que venían a decir.
En fin, y disculpen, será por nudos. Toda una historia repleta de nudos (el gordiano sin ir más lejos, de hecho,
está lejísimos) y nudillos (pero éstos son otra cosa y sangran al ser usados), menudos y menudillos, haberlos haylos,
des-nudos (algunos dignos de versos, otros, mejor beber de
las aguas del Leteo que ayudan a olvidar). Y, por último,
qué me dicen del cordón umbilical (origen y vínculo, alimento o trasto de traseras de ciertas clínicas al uso y abuso)
Va de nudos
que en algunos fetos se les anuda e intrinca, haciendo más
difícil el alumbramiento.
Nudos, benditos nudos, algunos antropólogos creen
que son antes del hombre, pues la naturaleza, sabia, al fin,
como suele decirse, ya los formaba con lianas y ramajes, y
el pelo del animal (el que lo tuviere) se enredaba en nudos...
¡cómo no dedicarle 200 líneas! [Y todavía no he mentado
el porqué del título de mi entrada. Y no es que tenga que
dar explicación alguna, que si alguna explicación os debo,
lectores bienamados y biempensantes, no es otra de por qué
no han suprimido mi obra todavía quienes se encargan de
ello (los temibles administradores, funcionarios de la Red
de Escritores o Afines, la REA, con quienes tengo un litigio
inmortal)].
Déjenme que me recupere unos instantes con mi
querida esposa, que sabe cómo reconducir mi cerebro dedálico y mi ícara verborrea.
Ya de vuelta (de todo), mejorado el dominio de sí,
me dirijo, de nuevo, con el ánimo de ser breve (como Pipino, ese rey franco con nombre de hortaliza mal escrita y
peor pronunciada... franco tenía que ser) y dar pábulo a una
noticia que recorre los círculos de poder, los fácticos y los
de hecho y, al fin, aclarar el misterio que rondaba las casas
de todo bicho viviente y por vivir y que durante milenios
ha permanecido oscuro cual brebaje de alquimista, siendo
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
sólo unos pocos los elegidos para estudiar tan tremendo fenómeno, descubrir sus causas (las primeras y las últimas) y,
sobre todo, sus consecuencias o, por mejor decir, sus fines.
Átense los machos, los señores; las señoras, las hembras,
y los indefinidos o ambiguos, apriétense el cinturón que se
avecina tormenta (y tormentos).
De aquellos nudos de los que hablé en la parte primera, nos queda un regusto a gremio, a judería antigua de
orfebres y comerciantes, de puertos y ensenadas, y de líos
que se deshacen, como se deshacen las margaritas, las jaras
pringosas y las amapolas. De éstos que me preocupan (y al
intentar desatarlos, me ocupan y me envenenan) son los nudos con vida propia, los autónomos hijosputa que incordian
al más templado y prudente. No hay tu tía... una vez hechos
(a sí mismos) puede uno estudiar leyes físicas, cuánticas e
ingenieras que no dará con el cabo resuelto. Este enigma
que ha traído de cabeza a tantos sabios y eruditos inútiles
(me incluyo, por inútil), perdidos y ensimismados, acabaron riéndose de los lazos de pajaritas, y los nudos de los
troncos viejos y de las velocidades de la naves sobre la mar
gruesa... Este enigma, insisto, ha sido, por fin, aclarado;
más bien declarado.
Dios hizo acto de presencia en un mitin de Izquierda
Unida (con Llamazares llorando por las esquinas, como debe
ser, y Carrillo –de invitado, que conste– arrodillado ante tamaño engaño), apartó a empellones a los parroquianos y se
Va de nudos
subió (Él solito) al entarimado de los elocuentes oradores de
la izquierda más temeraria y pronunció lo que sigue:
Yo hago nudos imposibles, jodidos y a mala hostia,
en mis ratos libres y porque me tenéis hasta los mismísimos
atributos divinos. Y no me toquéis donde ya sabéis, porque
a poco que sigáis haciendo el imbécil (y ya son siglos, so
gilipollas) [Es curiosa esta palabra, porque no tiene singular, aunque se refiera a un solo individuo, lo que da una
idea de los muchos que son y han sido y, ay, serán con toda
seguridad], empiezo con los engranajes de las máquinas y,
entonces, sí que no salís cuerdos ni con nudos ni sin ellos.
Ah, se me olvidaba, la eternidad sigue en pie. Así que no os
despistéis, mamarrachos desagradecidos”.
Luego fuese por donde vino, a la francesa, y mirando de reojo (o fue un guiño, nunca se sabrá) a una comunista de muy buen ver que le dio la espalda por carca y
retrógrado.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
LA FILOSOFÍA DE ESPARZANO Y EL HALLAZGO DE
SU HIJO ANDROCLES
H
UBO un día un filósofo de la escuela del Losismo, nacida al albur de la inteligencia emocional y
artificial muy en boga en los confusos y erráticos
años de Melquíades llamado el Mediano, mientras trabajaba en sus cosas (nunca se ha sabido muy bien qué cosas
son esas de los filósofos... ¿son actos, potencias, esencias,
substancias, accidentes, causas estas cosas de los filósofos?), con libros por todas partes y en todas las posturas,
cerrados y abiertos, encuadernados en piel de cordero o a
pelo, en lenguas muertas que evocaban y en lenguas tan
vivas que gritaban; cierto olor impregnaba la estancia del
hombre allí sentado en su mecedora de ideas y venideas
varias, y no era grato al advenedizo ni siquiera al loro que
convivía con el filósofo. Se llamaba Anfitrión, el loro, que
el filósofo respondía al nombre de Demócrito Esparzano,
y eso, si respondía, y no era sordo sino ensimismado, que
es bien distinto, Dios lo sabe, y se entretenía con el ruido
de la hoja que cae en el otoño durante horas, cuando ya
era hojarasca, y así seguía mirando el árbol, la rama, el
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
tronco, y, sobre todo, la hoja, bendita hoja que Esparzano
miraba y remiraba.
Decía (que ya iba siendo hora) que hubo un día un
filósofo...
–¡Esparzano! Se puede saber qué diantres haces que
no vienes a comer, que tengo la mesa puesta desde hace una
hora y tengo al chiquillo mordiéndose las uñas!– chillaba
la mujer desde la cocina, a cinco metros de la biblioteca
sagrada del filósofo.
–Ya voy, mujer, no te impacientes, que las prisas nos
aprietan y arrinconan, y de los nervios sólo se pueden sacar
dolores y de los dolores... –la interrupción era necesaria,
pues la escena que sigue, con la esposa como un basilisco,
no es para lectores sensibles.
Esparzano obedeció, abstine et sustine (“abstente y
soporta”, eran su lema y emblema; véase el diccionario para
asimilar los encuentros y desencuentros entre palabras) y
ocupó su sitio a la mesa de todos los días (los de la mesa y
el sitio, pues que yo sepa nada ha cambiado desde que trabé
amistad con el filósofo) y comió las verduras con patatas
que con tanto amor y dedicación habíale preparado su casi
siempre serena y encantadora mujer, Eloísa (esta vez, sin
almendro que valga, pues no era árbol sino fogón lo que
tenía encima).
Demócrito, queda dicho, era singularmente despistado, y a su mujer Eloísa eso, aunque pueda parecer extraño, le encantaba, pues, según ella se le ponía (al filósofo,
La filosofía de Esparzano y el hallazgo de su hijo Androcles
que todo hay que explicarlo) un rostro iluminado y grácil, casi infantil y a duras penas no se abalanzaba sobre su
esposo para propinarle besos y carantoñas y una invitación
al lecho... pero se dominaba, porque de sobra sabía que Esparzano era muy suyo cuando estaba filosofando.
–Es mi trabajo, mujer. Observar, contemplar, meditar y repasar. Y, finalmente, pensar y razonarlo todo. Y así
una y otra vez hasta que lo escribo. Sólo entonces, Eloísa
amada, repito, sólo entonces, me entregaré a los placeres de
la divina Venus.
–Tienes razón, pichurrín (Demócrito se ablandaba
enseguida, y Eloísa, por supuesto, lo sabía y se aprovechaba), tú trabaja que yo seguiré con la casa y el crío, pero
recuerda que siempre que regresas de la alcoba, tu trabajo
se vigoriza. Sólo te lo digo, porque, a veces, olvidas muchas
cosas que son importantes, querido Demo.
Y con estas palabras, Esparzano quedaba atrapado
en los amables brazos de su mujer, ausentándose por largo
rato de su menester cotidiano. Volvía, tal y como afirmaba
y sabía de sobra Eloísa, hercúleo y pagado de sí, firme
y resolutivo... se encerraba una vez más en su universo
privado, al lado de la cocina, a mano izquierda, y escribía
sin parar. De cuando en cuando, una miradita al hermoso
y recio roble de su huerto, otra al verderón que cantaba
entre sus ramas y, ya puestos, al impecable horizonte que
le inspiraba.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Fue en uno de estos días, tan claros y sin color
definido, días Moby Dick, decía Espartano para sus adentros, cuando entró, por primera vez, el hijo de Demócrito y
Eloísa. Androcles, que así se llamaba el zagal, algo tórpido
como su padre, y guapo y sonrojado como la madre, había
roto el pacto familiar: profanar el templo del conocimiento
de Esparzano. Sorprendido, algo enfadado, pero sin llegar a
la cólera, ni siquiera al estupor, Demócrito decidió sonreír
al muchacho e invitarle a entrar aún más y que conociera
sus secretos. El niño, había que verlo para describirlo bien,
estaba que no cabía en sí de gozo (aquella estancia privada
de su padre, con aquellas reglas tan severas... qué guardaría), se acercó al papaíto y le abrazó. Esparzano, que no
creía en los rigores de la educación estricta ni estoica, le subió en brazos y jugueteó un rato con él, haciéndoles bromas
y caricias. Cuando creyó llegado el momento de recordarle
a Androcles que debía seguir trabajando, se lo hizo saber al
chico, permitiéndole quedarse con él en la biblioteca, procurando no molestar demasiado (a saber qué es demasiado
para un muchacho y qué para un filósofo).
–Anda, Andro, coge esas revistas viejas de ahí de la
mesilla, y échales un vistazo. En algunas, no todas, la verdad, es una lástima (ya he dicho que se alargaba mucho y le
costaba arrancar), hay algún que otro artículo interesante,
aunque, definitivamente, no descubro en ellas nada serio
como para tomarlo en ídem y consideración, pero, bueno,
hijo, puede que a ti te diviertan.
La filosofía de Esparzano y el hallazgo de su hijo Androcles
El chaval, ya de suyo honesto a pesar de su juventud, le dijo al padre después de unos diez minutos de reloj,
muy serio (el chico, no el padre):
–Papaíto, me aburro–. Demócrito empezaba a ponerse nervioso. Se levantó, dio algunas vueltas por la habitación, observó, contempló, meditó y repasó y, finalmente,
pensó. En otras palabras, se le ocurrió una idea para que
su hijo, Androcles, estuviera entretenido, al menos, hasta la
cena, para que él pudiera continuar su mamotrético trabajo:
cogió tijeras y pegamento que había en la gaveta de su escritorio, arrancó una página de una de las viejas revistas donde
estaba dibujado un mapa del mundo, la cortó en muchos pedacitos, y, a manera de puzzle, emplazó al chico a recomponer la figura original. Al cabo de media hora, Androcles le
entregó el mapamundi reconstruido a Esparzano, que, sorprendido por la habilidad de su hijo, que no había estudiado
geografía todavía en la escuela, le dijo a bocajarro:
–Pero ¿cómo caray has logrado hacerlo tan deprisa,
si no sabes dónde está ni la Catay ni la Ockahoma; por no
saber, todavía no sabes dónde queda la granja de tu abuelo?–. El muchacho, tranquilo y sobrio como un cachorro
junto a su madre, le respondió:
–Papaíto, yo no sabía cómo era el mundo, ni falta
que me hace, pero cuando sacaste el mapa de la revista para
recortarlo, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre, a quien sí conozco, y falta que me hace. Así que di la
vuelta a los pedazos y comencé a recomponer al hombre.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Cuando logré unir todos los recortes, di la vuelta a la hoja,
y vi que había arreglado el mundo.
Demócrito Esparzano, entre lágrimas, agarró a su
hijo, se lo llevó donde estaba su madre, se lo contó todo tal
y como había sucedido y todos empezaron a reír. La risa
como catarsis e instrumento del alma para soportar el peso
y el incordio del otro. Contumaz convivencia, que se dice,
cuando se dice, claro.
Aquella noche, embriagadora como pocas, hubo
movimiento en la alcoba, y, desde hacía mucho tiempo,
hubo risas y sonrisas compartidas, sugerentes y con idioma
propio (este final no es improvisado. El autor pertenece a
la generación que vio en familia La casa de la Pradera y
Falcon Crest)
Esparzano no volvió más a su trabajo de metafísico
huraño. Después de la lección que su hijo le había dado sin
querer (la voluntad es un ejercicio de buena intención y escasa o desigual fortuna, y la fortuna es una prosaica manera
de decir que es bastante probable que no nos salgamos con
la nuestra, o con la suya), decidió irse a la granja de su padre (que sí sabía dónde quedaba) y trabajar la tierra con sus
manos suaves y delicadas de filósofo ensimismado, de la
escuela del Losismo, durante los confusos y erráticos años
de Melquíades llamado el Mediano.
LA VERDADERA RESURRECCIÓN DEL AVE FÉNIX
H
ACE miles de años, una criatura fea de narices
–y otras partes que se omiten con la esperanza de
cambiar el rumbo de las palabrotas de una vez por
todas– tenía la también fea costumbre de resurgir de sus cenizas, convertirse en un gusano y crecer hasta hacerse una
y otra vez el ave que conocemos como Fénix. Pues bien,
hasta aquí, y muy resumida, la historia mil veces contada de
este travieso pajarraco que ha servido a filósofos, escritores,
e, incluso, periodistas e intelectuales a dedo, políticos de
medio pelo y amos de casa, para elaborar sus finísimos discursos, hirientes algunos, dadivosos otros, los más, inútiles
y un mucho arrogantes.
El caso que me trae a estas páginas es la aparición
de Metrodoro de Chío, personaje que afirma ser el Ave Fénix, en su trillonésima resurrección. Nacido a orillas del
Helesponto, cerca de la ciudad desaparecida de Dardanos,
muy pronto destacó como desplumador de pollos, insólita y
temprana habilidad que le valió el sobrenombre del Polluelo y un ascenso en la jerarquía social, haciéndose valer en el
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
duro oficio de juntapiedras (arte remoto y ya arruinado que
consistía en reunir rocas de todo tamaño, forma y condición
y colocarlas en diferentes lugares para despistar a los futuros arqueólogos y antropólogos y especialistas en geología
–hubiera escrito “geólogos”, pero hubiera sido frase muy
cacofónica, y yo soy más de retruécano).
En una de éstas, Metrodoro arrancó con sus propias
manos (en aquellos tiempos, las extremidades de los hombres se ajustaban más a las tallas de las cosas que los rodeaban) dos farallones del Egeo, solitarios, que se miraban
de reojo y con malas costras, y los colocó juntos (de ahí
el nombre del oficio antes mencionado) en forma de abrazo fraterno sobre una eminencia que llamaron Dardanelos
(tristemente conocida, siglos más tarde, por ser motivo de
disputa entre muy variados pueblos). Aquello fue el non
plus ultra y el sursum corda de la excelencia y nombraron a
Metrodoro caballero ejemplar de Chío (isla de las costas de
Turquía, llamada también Quíos, y donde dicen nació Homero y el matemático Hipócrates, aunque se nos da un ardite en estos momentos quién y dónde...), honor que en lugar
de gloria le trajo a Metrodoro angustia y ociosidad a partes
más o menos iguales. Sin nada que hacer (cobraba estipendio de las arcas de la isla que ahora llevaba en su segundo
nombre), vivía en rica choza, frente a un lago del color de
las llamas de una hoguera a medianoche, sin mujer ni hijos
que le sostuvieran en la vejez (aunque bien mirado, por entonces, sólo frisaba la treintena), y sin más vecinos que una
atolondrada alondra buscando a la desesperada hembra para
La verdadera resurrección del Ave Fénix
la coyunda y posterior nidada, un perro flaco que llegó un
día y no quiso irse (a pesar de que Metrodoro no le daba de
comer, ni le acariciaba, por no hacer, ni le tiraba piedrecillas
para que el tontolahaba cánido se las trajera meneando la
cola pulgosa) y una carpa que vivía en el lago, que brillaba
como una amatista y saltaba y brincaba y hacía cabriolas
para que Metrodoro aplaudiera y sonriera al menos.
Poco más tenía Metrodoro de Chíos en aquella su
decente y olvidada existencia, hasta que harto y algo imprudente, metióse en el lago hasta la rabadilla (hacía un frío de
pelotas), gritó dos palabras ininteligibles (luego, un paisano
reveló que tales palabras fueron: “¡La madre que parió a
este elemento llamado líquido vital!”. Como puede verse
eran más de dos palabras, pero el narrador insistió en que
todo cuanto dijo era verdad y nada más que la verdad y
a ver quién osaba contrariarle) y hundióse hasta el fondo
(unos dos metros, pulgada más pulgada menos) y no se le
volvió a ver hasta el momento en que llegóse hasta nosotros
(humildes mortales del siglo XXI) con cara de pocos amigos (ninguno, para qué engañarnos) y la asombrosa declaración de que era el Fénix, el mismo que viste y calza, en su
trillonésima resurrección, añadiendo a los allí concurridos
en fiel asamblea:
Estoy harto de que se hable de mí como si no existiera, como si sólo fuera un ave de la mitología helena y
de Troya, una puñetera y aburrida metáfora de los hombres que caen y se levantan (boxeadores, algún que otro
futbolista metido en farlopas, políticos corruptos que piden
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
perdón y remontan el vuelo dando conferencias en prestigiosas universidades cobrando una pasta gansa, periodistas borrachos que reciben premios por escribir un libro de
memorias, etc.), que si me prendo fuego y sin rechistar, que
luego me incinero a mí mismo cuando me da la gana, como
si preparara un conejo a la parrilla y se me olvidara darle
vueltas, y, ya puestos, resurjo un par de días después con
una sonrisa de ala a ala, bendiciendo la mañanita (trillonésima mañanita de los cojones) que me vio (re)nacer. Vamos,
coño, que no somos niños. Que estamos ya a siglos vista
de aquellas mentes estrechas que se inventaban un dios si
estornudaban o si no hacían de vientre en una semana.
La muchedumbre empezaba a agitarse como se agitan las banderolas en las ferias o las temblorosas orejas del
cervatillo.
Soy Metrodoro de Chíos, en buena hora me ahogué
en el lago aquel. Por alguna extraña razón que no comprendo, el verdadero Fénix yacía en el fondo arenoso, medio alelado en forma de gusano (como bien dice la leyenda), muerto de miedo porque veía pasar peces del tamaño
de un ruibarbo y con hambre de días, no lograba resurgir
de sus cenizas, pues el agua es un elemento muy particular
(es decir, lleno de partículas) que no permite que el fuego
se expanda y mucho menos que se hagan cenizas en su cosedad... así que el Fénix se quedó en gusano durante siglos
y yo, quedéme allí, medio muerto medio vivo, con un hastío
de mil pares de Francia en horas bajas, hasta que decidió
La verdadera resurrección del Ave Fénix
darme sus poderes metiéndose en mi cuerpo incorrupto. Tuvieron que pasar más de cinco mil años para que el apestoso lago se secara (y eso, porque unos constructores inmobiliarios lo drenaron para construir adosados de tres plantas
con bodeguilla) y yo resurgiera por trillonésima vez en esta
que veis mi agilipollada figura. El jodido gusano que fue el
Fénix verdadero debe andar por el hígado comiéndose mis
escasas células hepáticas, los médicos hablan de cirrosis,
yo soy más directo y hablo del hijoputa fenicio, que por
vago y cobarde no quiere resurgir de nuevo de sus cenizas,
y me tiene en ascuas no sé por cuánto tiempo. Dicho queda.
Y que no me entere yo de que algún imbécil intelectual de
esos que hoy abundan, con cuatro textos clásicos mal leídos y una pedantería emética, menciona al Ave Fénix sin
pagarme derechos de copyright, que me voy hasta la SGAE,
hablo con un tal Ramoncín (que ya le vale al tío ponerse ese
nombre) y os pongo una demanda a la antigua usanza (o
me pagáis la deuda, u os corto los redaños).”
Así habló el renacido o resurrecto o resurgido Ave
Fénix, por otro nombre ya conocido como Metrodoro de
Chíos, ante los estupefactos mortales que le escuchaban,
que no sabían si lapidar a aquel demente salido de madre
cuerda o llamar a la Embajada de Grecia por ver si podía
hacer algo por aquella ruina portentosa.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
EL CORAJUDO Y LEVANTISCO ORSON TELL
U
NA clara mañana en que andaba yo entretenido
con algunas hierbas del jardín, clasificándolas
según Linneo (esto es, a mi antojo y en manojo),
pasó como una exhalación un hombrecillo que no levantaba
del suelo ni 5 pies (salvo los dos que le servían de armadura
para andar, ya saben), resollaba como un caballo después
de una galopada exhibicionista, y hablaba como si fuera a
perder el don de la palabra en cualquier momento.
Yo, que de por sí soy despistadillo y algo acojonado
por un quítame allá esas pajas (cobarde, que suena y dice mejor), me encogí de hombros, me pegué la barbilla aperillada
al pecho en señal de sumisión, como sé que hacen algunos
animales vecinos míos cuando viene el guarda ciudadano, y
esperé a que pasara aquella tormenta humana, verborreica y
colérica como pocas veces había visto (mi madre, en un par
de ocasiones y a la desesperada). Y pasó. Vaya si pasó. De
repente, lo que antes no había sido sino un torrente de ira y angustia, todo mezclado, como la memoria y el deseo de Elliot,
de indignación y orgullo pisoteado, ahora era un devenir.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Y ustedes se preguntarán qué es un devenir en este
contexto. Pues yo se lo explicaré encantado, que para eso
estamos en este oficio sin maestro ni maestría. Aquel señor
bajito y malhumorado, por nombre Orson, de apellido Tell,
se calmó. Como lo hace una madre jabalí cuando contempla
a sus jabatos lejos del peligro, o como he visto que acostumbran algunos bebés cuando la madre mamífera les da su
calostro. [Sí, lo sé, amigo Carioco, hace tiempo que tenía
que haber llegado donde me propuse, pero... ¿y si lo que me
propuse fuera esto que lees?]. Vuelvo a decirlo, por si se lo
han perdido (me los imagino yendo al servicio, como sé que
hacen cuando ven la televisión y ponen anuncios): Orson
Tell se calmó y lo hizo de súbito, que de cúbito no podía por
una lesión antigua y penosa.
Hasta aquí mi encontronazo con este personaje tan
real como el tordo que acabo de ver pasar por el tejado de
mi casa. Han de tener en cuenta, mis bienamados lectores,
que ciertas crisis no se resuelven nunca, así lo quieran estadistas o promotores inmobiliarios. [Consúltese el diccionario para estos términos, ya en desuso]
Ya sereno, Orson Tell se presentó como tal, procurando explicarme los últimos acontecimientos de su vida
que le habían llevado al extremo de convertir su existencia
en un hatajo de nervios, confusión y cólera.
Yo, mi estimado y noble señor, era antes sobrio y
muy dado a la meditación tempranera. Madrugador y poco
El corajudo y levantisco Orson Tell
amigo de palabras, me entregaba con denuedo y tenacidad
a las labores propias de mi gremio, a saber, podador de
olivos. Íbame hasta el agro donde crecían silvestres estos
árboles mágicos y retorcidos, de fruto sabroso y líquido inmortal. Pertenecían todos ellos (si es que se puede poseer
la belleza y la verdad, por no hablar de la unidad) al maese
Junípero Ortigaz, a quien usted tendrá el honor que no el
gusto de conocer por sus muy variadas empresas y díscolos
negocios. Durante toda la jornada, que duraba no menos
de diez horas, pasábame cortando aquí unas ramas imposibles (que por mí tengo lo hacían de noche y a mala uva, o,
en este caso, a mala oliva), allí deshaciendo nidos de mitos
o de carboneros, echábale agua por donde no había sombra y antiparásitos donde los rayos del sol no se alojaban
ni queriendo. Cuidaba y protegía los olivos como hijos que
nunca tuve ni quiero. Y ya le digo, una mañana, serían las
siete de la tarde, un rayo enojado colóse por mis entrañas,
dejándome patitieso y atolondrado durante horas (esta vez
serían las siete de verdad). Al despertar tenía un regustillo a aceite en la boca, las manos brutas entumecidas, y
los hombros cargados como si hubiera llevado el peso del
mundo como Atlas. Cuando me incorporé, noté que las valentías y bravuconadas se me hacían hueco donde antes no
había sino miedo y temblor. Las palabras salían de mi boca
sin permiso y en avalancha, como con prisa; mi mirada,
antaño medio dulce medio discreta, era ahora una órbita
celeste de centenares de estrellas disparatadas. Mi pelo,
ralo por costumbre y modo, estaba alborotado y todo en mí,
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
en fin, había adquirido el aspecto de uno de los olivos que
yo mimaba, pero en hombre, con todo lo que ello conlleva.
Desde entonces hasta ahora, no vivo en mí, se me
desatan los demonios por cualquier litigio de andar por
casa... que si me ha crecido una mala hierba en el jardín
de atrás, que si el día despierta gris y plomizo, que si el
Junípero de marras paga mal y tarde, que si aquella mujer
grita demasiado, que si usted se pone en medio... le lanzo
dos hostias. Por mis muelas, que le rompo el costado por
cuatro sitios si me sigue mirando de ese modo, malnacido,
cabrón...
Afortunadamente para mí y el resto, el devenir del
que hablaba antes volvió y Orson Tell se serenaba hasta
nueva orden.
Aquel mal rayo le parta de un Júpiter aburrido y
ocioso, le trajo sinsabores a Orson Tell y, como si de una
metamorfosis se tratara, hizo de este pobre hombre, antes
un bendito a ratos libres, hoy un diablo enfurecido a jornada
más o menos completa, según qué vientos y decires.
Vi unas cuantas veces más a Orson Tell. Supe que
le despidieron, después de un ERE (Expediente de Regulación de Empleo, otra forma de decir a la manera burocrática que la empresa va de culo y tú eres una ventosidad
variable que ha de ser expulsada para favorecer el desahogo y vacío del vientre) que orquestó el maese Ortigaz con
maña y saña, y ahora Orson se dedica a podar pinsapos que
El corajudo y levantisco Orson Tell
se venden a granel. Ora está como el lagarto al sol, ora se
envalentona con una sombra como un gato cuando juega
con una hormiga. Ora calla, ora grita como un poseso. Ya
tumbado mirando al cielo ingrato, ya corriendo como Usain
Bolt. Horas amargas le quedan a este corajudo y levantisco
Orson Tell, que Dios en su infinita misericordia, le acoja
en su seno, que no creo yo que se atreva Orson a decirle
ni pío a quien olivos hermosos y centenarios y a hombres
creó, amén de que tengo entendido de los guantazos divinos
son muy dignos de ver y muy dolorosos de probar. FIAT y
VALE.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
CONFESIÓN DE UN ASESINO VERBORREICO
A
UNQUE nací noble de espíritu y pertenezco
al rancio linaje de los cobardes y asustadizos,
al hacerme hombre me volví transgresor, violento y tremendamente hábil en el oficio del matar y
no dejar huella.
Mi nombre es Leroy Byron Leclerq, de la provincia
de Segovia. Pese a que os suene a vil extranjero, me crié
entre la larga sombra proyectada del acueducto y los rumorosos riachuelos bajo el Alcázar. Me llamaron así con tan
rimbombante bautizo por ser mi padre oriundo de Nueva
Orleans, y mi madre de un pueblecito muy castellano de
cuyo nombre no puedo acordarme (a día de hoy, me he retirado aquí; de ahí mi discreción). Llegó mi padre de mismo
nombre a ciudad tan antigua y española por la vía docente,
recalando en el Colegio de los Maristas, como profesor de
inglés y francés (el español también lo hablaba por haber
sido el estado de Lousiana territorio español en tiempos ya
pretéritos y dilectos), huyendo, según creo, del escándalo
que provocaron sus relaciones con una joven estudiante de
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
color (de azabache, para ser exactos). Conoció a mi santa
madre en uno de los viajes escolares, siendo ésta muy joven,
hermosa y de prietas nalgas, mientras ordeñaba a una cabra.
Fue amor a primera leche y desde entonces siguen juntos en
feliz matrimonio, aunque con horrible descendencia.
Hasta aquí lo que vienen a ser mis raíces y, como
pueden comprobar o imaginar, nada tienen de raro o terrible.
Mi infancia transcurrió grata y traviesa, tímida y libre, entre
libros en tres idiomas, música de varia lección, historias de
viajes y lugares lejanos, y la ternura, sin ser yo consentido e
imbécil, de mis padres, que ahora reniegan de mi existencia
dada mi vocación de asesino en serie.
Fue una tarde de agosto, amarillos los campos y el
cielo entrado en años, con un silencio agotador y violentos
horizontes sobre el castañar del señor Celestino. Acababa
de estrenar los 15 años y estaba jugueteando con Busy, mi
perra terrier, poniéndole nombres a los pájaros y a los árboles, costumbre que habría de conservar hasta hoy en que
escribo estas memorias culpatorias y sin enmienda. Ni un
alma testigo en derredor. Una infame turba -como en el viejo poema- de imágenes que presagiaban sangre. Un golpe
certero de una piedra sañuda, un grito ahogado por el viento
crepuscular, una risa salvaje en el interior de mi empequeñecida sombra y Celestino cayó como caen las ramas cansadas
y secas. Busy ladró a la noche, violácea y encubridora. Ese
ladrido me perseguiría el resto de mi vida. No la sangre derramada, no el miedo ni la vesania. Desde entonces, y cada
cierto tiempo, mato.
Confesión de un asasino verborreico
Las emociones que entonces sentí se quedaron grabadas en mi cabeza, así como las imágenes de aquel brutal
e impune asesinato, que desfilaban elegantes y hermosas
como los primeros besos y escarceos se quedan en la memoria de los jóvenes sanos y despreocupados. No sería yo
uno de ellos, vaya por Dios, nutrido como estaba de estos
impulsos ciegos, y de los barruntos que les seguían, desembocando en pocos años en ordenado y eficaz método a la
manera en que los filósofos construyen su intrincado mundo de ideas y síntesis.
No hubo ansia de matar después de aquello hasta que
la hubo. Adolescente raro pero dentro de lo normal, iba al
colegio, estudiaba y prestaba atención, aplicado y tenaz, me
juntaba con algunos compañeros destinados a fracasar en
cuanto se les ocurriera tener éxito en algo, leía cuanto caía
en mis manos y apenas tenía contacto con el mundo adulto
si no era por vía literaria. Ya digo, raro pero normal, con esas
rarezas que hacen decir (sin que nadie les obligue a ello) a
las abuelas cosas del estilo de “¡mira que es guapo el condenado!” o ¡qué encanto de muchacho... igualito que el padre
cuando llegó!”. Nada que hacer: cuando frases como éstas y
otras que callo se pronuncian, actúan como bálsamo para el
resto de ancianitas a la umbrosa entrada de la casa de alguna
de ellas donde se reúnen día sí y al otro también, eternizando
el tiempo que les queda. Si a la frase de marras añadimos el
beso y la carantoña en la mejilla (rosácea de tan besada y
carantoñeada), el repaso casi militar de lo que llevaba puesto y las risitas entre escasos dientes, comprenderán que la
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
siguiente víctima de mis atroces pensares y decidires fuera
una de las venerables longevas de tan oligarca comité.
Rápido y sin preámbulos. Como al pobre Celestino,
la vieja Ciriaca, a la sazón abuela de mi amigo Cristóbal
con quien jugaba al ajedrez, cayó en mis manos tormentosas como caen los racimos de la parra, por su propio peso.
Aprovechando que el mundo de los objetos inútiles es amplio, especialmente en ciertos rincones de las casas donde
se acumulan sin ton ni son, agarré un pebetero de metal con
filigrana mora y acabado en punta, y se lo clavé en el ojo
izquierdo (haciendo honor y honra a su santo patrón), produciendo tal hemorragia en el globo ocular que más parecía
reojo que mirada.
Quedé satisfecho con la escena y con el posterior
escenario del crimen, como suele decirse ahora, sobre todo
con el toque romántico de dejar el pebetero -arma homicida-en el ojo incriminado (o discriminado o recriminado) y
pintar con la sangre chorreada la silueta del cadáver, facilitando así la labor forense. No sentí lo mismo que con Celestino (quizá por ser el primero o por la forma en que se gestó
el asesinato), pero el alivio psicológico y un enorme sentimiento de poder y control, como el de un capitán de barco
que gobierna desde el puente, hicieron que comprendiera
que aquello no iba a terminar así como así, y que mi lista de
víctimas iría en razón directa a la naturaleza incordiante y
contaminada del hombre.
Dadas las circunstancias, acordes al esquema orteguiano, seguí siendo yo mismo con alguna salvedad
Confesión de un asasino verborreico
biológica (crecimiento del vello en partes inverosímiles y
lampiño donde hubiera deseado pelo asaz, voz más grave
y un pelín en falsete como imitando a alguien, hechuras de
hombre, según expresión paterna, y un interés salido de la
nada por el sexo opuesto, que más bien era el sexo de la
de enfrente, de nombre Bárbara... deshaciéndose en sílabas
atragantadas por el delirio y el gemido bronco de macho
en celo). Entré a la mayoría de edad por la puerta grande
como el matador triunfante una tarde de toros. Y no eran ni
las cinco de la tarde.
Bárbara era menuda pero de pechos majestuosos,
labios carnosos y encarnados, y un mirar entre lascivo y
monjil que daban ganas de llevársela al monte e involucionar. Afortunadamente -para ella- este tipo de ganas logré dominarlas, más por miedo y torpeza que por virtud, y,
aunque con cierta pena, lo cierto es que mis fantasías con
Bárbara se alimentaron con prismáticos de largo alcance y
un amor propio condenado por la tradición judeocristiana.
De quilla a perilla conocía el armazón de que estaba
hecho el cuerpo de Bárbara. ¡Y vaya armazón! ¡Cómo iba
creciendo y desarrollándose ante mi inquisidora vigilancia
y custodia y celo! A punto de estallar el pañol donde se
guardaba su tesoro más preciado y de quemar su santa pólvora con Rodrigo, un chico suertudo y anodino, mi ardor y
sospecha me obligaron a urdir un plan de ataque (en defensa de mi amor) que de otro modo no se me hubiera pasado
por las mientes, de tan melifluo y cordial que aparecía ante
los demás, sobre todo si los demás eran Bárbara.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Como vivía tan cerca de la casa de mis padres, no
me fue difícil vigilar las costumbres de Bárbara, y, de esta
forma, elegir el momento más adecuado entre los miles de
momentos de un horario adolescente, para asestar mi golpe
definitivo con el que pensaba acabar con las ilusiones eróticas del atlético Rodrigo y dar rienda suelta a mis deseos.
Al principio, mi objetivo era Rodrigo. Aquel cuerpo
generoso en músculos, su sonrisa estudiada y la manera en
que tocaba el pelo de Bárbara eran motivos más que suficientes para quitar de en medio a tan olímpico escollo. Pero
luego empecé a echar la culpa de todo aquel embrollo a la
pécora Bárbara. La falta de decoro y pudor cuando besaba a
Rodrigo, la coquetería descarada y fraudulenta, los comentarios procaces con sus amiguitas... Sería mía o de nadie (¿o
se dirá “de ninguno”?)
Y, finalmente, decidí que dos mejor que uno. Les acorralaría en un calvero del bosque cercano donde solían holgar
después de clase, y, aprovechando su concentración en cuitas amorosas, y valiéndome de un palo terminado en punta,
que cualquier civilización llamaría “lanza”, les atravasería
en vertical sus cuerpos en horizontal. Y eso fue tal que refiero. Hermoso espectáculo: el amor de dos espetado por el
odio de uno. Legítima ley que regía mi locura.
Ya en casa, mis padres me preguntaron sobre unas
manchas de sangre, salpicadura delatora (como el corazón
de Poe), que tenía mi camisa. De paso, también me preguntaron sobre la extraña mirada de mis ojos enrojecidos
por la victoria. Ante ambas preguntas, me contenté con ese
Confesión de un asasino verborreico
silencio en escorzo tan adolescente en dirección a mi habitación. Me cambié de ropa, se la di a mi madre y reuní a mis
progenitores para dar cuenta de los hechos arriba relatados.
¡Qué serenidad y dominio de mí! Con discreción y
cautela en los detalles escabrosos, fui construyendo mi confesión. No me sería dado contemplar dos rostros tan mudados por el dolor y la vergüenza hasta que ingresé en el
frenopático provincial en que vi no dos sino varios en toda
su gloria insana.
Atiborrado de pastillas multicolores y la memoria
transida de culpa e ignorancia, pasé mis días en aquel endiablado lugar. Hice algunos amigos, elegidos por disposición de ánimo, entre la desanimada feligresía de orates allí
congregada. Casi todos estaban más para allá (que no se
sabe muy bien dónde está eso) que para acá (que es donde
yo estaba). Largos paseos por el patio corredor, claustro de
sombras patéticas con forma humana echando humo como
chimeneas móviles, y charlas de ventorro hacían que las menesterosas horas fueran menos faltas y más capaces. La atenta y fusil mirada de los guardianes evitaba malentendidos.
Poco a poco me fui acostumbrando a aquella vida
sin mácula. Cuando creyó oportuno, el doctor Ezequiel
Marcial comenzó la terapia. Hombre sagaz, de unos cincuenta años, pálido el rostro de aborrecidas noches de gritos
insomnes, y voz cálida y acogedora, fue adentrándose en mi
peculiar mundo de violencia.
–Joven Leclerq, aunque está usted como un cencerro, lo cierto es que no es por las razones que usted cree. Su
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
fantasía de sangre, a la manera en que a veces tiene el amor
de crear y recrear hechos y situaciones con el objeto amado,
no es más que eso, fantasía. Nada de lo que usted cree que
ocurrió, ocurrió. No hubo víctima alguna, salvo su cordura.
Es usted tal que don Quijote, a quien tanto admira, pero en
lugar de caballero de triste figura, molinos de viento agigantados y dulcineas candorosas, usted, señor Leclerq, ha
creado su particular universo de muertes. Sustituya Amadises de Gaula por Dexter o serial killers y comprenderá por
qué su mente enferma y enfermiza recorrió esos valles de
sombra. Creo que lo mejor, dadas las circunstancias y su
especial trastorno, es que escriba usted todas esas ficciones
y, con suerte, usted mismo, señor Leclerq, se dará cuenta
de que son eso, ficciones y sólo ficciones. Ea, buenos días.
Estuve a punto de abalanzarme sobre aquel bendito loquero y abrirle la cabeza con aquel mamotreto donde
apuntaba las pautas, las dosis y evoluciones de los pacientes, pero me contuve, no tanto por voluntad como por debilidad física y mental. Aguardaría hasta encontrar la ocasión
propicia y ya vería el sabio éste de marras de qué era capaz
en mi estado puro. Él, y si me apuran, cuantos con su
condición aburrida y nefasta, se pongan en mi camino de
venganza. Nemo me impune lacessit.
Contrito pero decidido, pasé el resto del día en mi
celda y en mi penitencia, entregado al dulce ensueño de vivir una vez más en las crueles y retorcidas travesuras de mis
manos encadenadas.
DON COMPRENDO Y DON COMPRENDIQUE
M
I nombre es Felipe Neri de Agostini, natural de
Innsbruck, capital, como todos ustedes debieran
saber, del Tirol austríaco (con tilde en la “i”, que
si no sería austriaco, que es otra cosa menos importante). De
adolescente me trasladé, aunque sería mejor decir que me trasladaron (y por la fuerza, para que conste) al condado de Zadar,
en Croacia. Si me preguntan por qué, diré que mi padre era
diplomático degradado (antes había estado en Madrid –de ahí
mi castellano fluido, elegante y armonioso–, más tarde en Lisboa –de ahí mi vertiginosa saudade sin cura– luego en Roma
–de ahí mi nombre italianizado, y también porque mis padres
son italianos, vaya por Dios–, finalmente en el Tirol –de ahí, ya
para terminar de joder, mi tendencia a hacer gorgoritos delante
de chicas más hermosas que mi secreto deseo de poseerlas–);
su comportamiento políticamente incorrecto (bebía más de la
cuenta, de hecho, a pesar de ser romano, decían de él que tragaba como un tudesco); la manía de ver ofensas en cada ajena
y pecaminosa mirada a su esposa, mi madre, en cada palabra,
siempre lasciva y ajena, dedicada a mi madre, su esposa; su
costumbre, casi tradición mañanera de saludar al sol desde el
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balcón de la casa, en pelota picada (y digo bien, pues tenía
sólo un testículo... el otro se lo dejó en una guerra balcánica
que he olvidado)... y todo ello, en el marco de las relaciones
internacionales (más internacionales que relaciones) donde mi
querido padre se movía como pez en un acuario; es decir, por
un lado era su hábitat natural, el agua, pero en modo alguno,
por otro, en agua tan estancada, estrecha y a la vista de todos.
Ya con los años, perdoné a mi padre todos sus desmanes, sus celos y prontos, y sus mudanzas, que eran mías,
pues yo mismo me mudaba, pero no sin haberme dejado un
regustillo por los secretos, las exageraciones y ese trato tan
exquisito y tan falso entre mis semejantes.
Luego de visitar el bello y singular monasterio benedictino donde solía retirarse el santo a quien debo mi nombre, situado en Monte Cassino (Roma), comprendí que mi
vocación no era la del sacerdocio, ni la de misionero, monje
ni teólogo... por no tener no tenía ni fe o la que tenía era más
aprendida que sentida, y, por supuesto, más heredada que
merecida o ganada. ¿Por qué fui a aquel silencioso templo
sobre la sangrienta colina elevado?, se preguntarán los más
avezados lectores de esta mi historia. Pues, mi respuesta ha
de ser lo más sincera y honesta posible: fui porque mi padre, que en paz repose, insistía en que siguiera sus pasos (no
sabía él qué dimensión adquirían estas palabras en oídos
ajenos) en la carrera diplomática, y yo ni de lejos ni loco
quería pasarme el resto de mis días acompañado de tantas
ínfulas, idiomas y manuales de comportamiento estirado
y ridículo, por no decir trasnochado y a la vista de todos
Don Comprendo y don Comprendique
(como el pez en la pecera de antes). Así que inventé mi
fe y mi vocación de ministro de Dios, siguiendo los pasos
(sin saber la dimensión que adquirían estas palabras en una
verdadera llamada divina) del hombre santo a quien debo
mi nombre. Ingresé en el colegio sacerdotal romano de San
Juan de Letrán para cursar estudios de teología al tiempo
que preparaba mi futura ordenación sacerdotal. Mi padre,
durante los cinco años que duró aquella lamentable mentira,
se limitaba a aceptar (todo muy correcto como corresponde
a todo un señor diplomático y más desde Croacia) el hecho
de que su hijo, único hijo reconocido, dedicara su vida a
Dios, con quien cuyas relaciones lejos de ser diplomáticas
habían pasado a ser de mutua indiferencia (como un país
reconocido internacionalmente pero del que nadie se ocupa,
porque se sospecha volverá a mandarlo todo al carajo, y no
señalo ninguno para que ídem no se sienta señalado).
Acabados mis estudios, comprendí que aquello no
iba a ninguna parte y decidí retirarme al venerable monasterio a pensar detenidamente en mis secretos motivos y mis
todavía oscuros fines.
Nada de lo que comprendí en aquellos días tan tranquilos me sirvió luego para llevar una vida honorable y acorde a
mis principios que eran finales, es decir metas; de hecho, salí
tan confundido y miserable como entré, si cabe más podrido
que una granada en mayo o mi padre por la noche en un discurso de bienvenida del presidente de Corea del Norte (los que
sepan, entenderán; los que no, que se abstengan).
Como cabía esperar de tamaña arrogancia, mis días
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
de misticismo barato y ramplón, terminaron como termina
una frase mal construida, a trancas y barrancas, o como el
graznido de un borracho en mitad de la noche sobria, en
cruento y fétido silencio.
Con mi acervo teológico por mochila, unos dineros
abandonados por misericordia paterna en mi faltriquera y
unas audaces ganas de alejarme de mí mismo, al menos el
que había sido (fingido ser) hasta ahora, cogí el primer tren
que había con destino a París, cuna del existencialismo filosófico, al que me había aficionado más por eliminación
que por convicción. También elegí la ciudad luminosa por
ser fiel retrato en mi eufórica memoria de lo que un hombre
de arte (es decir, artificioso) debe ser: bohemio, dandy o
vendedor. Y en este orden. Por último, París fue mi destino
por ser, o mejor, por no ser o no haber sido lugar de destino
de mi padre.
Cuando llegué, el aguacero del poeta cayó sobre mí
un día que quisiera olvidar. Lo hizo con furia, como avisándome de que el trato francés iba a ser eso, muy
francés, y que mis remilgadas maneras de hijo de diplomático y de niño bien iban a ser respondidas con la firmeza y
entereza tan propias del alma parisina. O sea, que las iba a
pasar putas (he preferido este término a “canutas” por conocer de primera mano la vida de aquéllas y no saber muy
bien cómo es la de éstas). Y las pasé, vaya si las pasé. Sin
honor y sin gloria.
Mi francés en falsete, cantado y teatral y tan poco
natural como el del actor de mediados de siglo XX, Sacha
Don Comprendo y don Comprendique
Guitry, seducía a las jóvenes estudiantes, pero muy poco al
género resistente y gabacho de los hombres, que tan pronto
querían acusarme de seducción como de sedición. En estos
casos, lamentablemente frecuentes, se hacía necesaria la inmediata y muy suya despedida. En pocos meses comprendí
que la relación con franceses (más tarde, habría de incluir
otras nacionalidades... demostración coherente de que hay
ciertas fronteras que sólo existen porque sí y de que la condición humana sobrecoge y apabulla) tendría que ser distante y apurada, para correr más y mejor y con ventaja y
holgura, que sé de algunos de esta pecaminosa y libertina y
libertaria ciudad que gustan de apalizar a extranjeros como
en una piñata humana (o inhumana, según se mire o se golpee).
Por fortuna, las mujeres se acercaban con dulzura
y expectantes, mezcla de apasionadas lujurias e íntimas reflexiones, lo que me permitió durante varios años cultivar
no sólo su amistad y ciertos privilegios, sino también gozar
de favores más caudalosos y propios de la supervivencia.
En otras palabras, que para eso las hay, fui un mantenido,
prostituto y vago a partes más o menos iguales hasta que
comprendí que tarde o temprano habría de doblar el espinazo antes de que algún celoso marido o prometido, un vengador de honras o matón a sueldo me doblara otros miembros.
Soy guapo y elegante, atlético y dotado. Ya en el
seminario fui objeto de tentaciones contra natura, absteniéndome de facilitar la condenación de aquellos pobres y
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
castos y futuros predicadores y, de paso, de la mía (y algún
que otro confesor de frágil fe y aún más liviana enmienda)... pero eso ya pasó y comprendí que, otra vez, vaya por
Dios, la naturaleza humana es desequilibrada e inconstante,
incluso entre seres entregados y contumaces que se rebelan
contra la tiranía de la tibieza.
París fue una fiesta, de hecho, en mi caso, fue una
orgía desatada, promiscua e infértil que duró lo que dura un
regalo feo y disarmónico de un amigo torpe en una casa.
Uno lo conserva por respeto o por miedo, o ambos, hasta
que una mudanza lo pierde adrede o por descuido. Me refiero al regalo, no al amigo (¡caramba con el castellano! ¡Qué
intrincado es! El tirolés es menos equívoco).
De vivir de las mujeres pasé a vivir a secas y a duras
penas. Una feroz psoriasis (sarna en griego), heredada de
mi madre, arruinó mi fresca belleza, y, con ella, la lozanía
y la desvergüenza, amén de los ahorros que nunca lo fueron
y los socorros femeninos, que sin dejar de ser auxilios pasaron a ser pedidos a gritos, tal era ahora mi volcánica cara
y escocido torso y rascadas extremidades. De Felipe Neri
de Agostini, apodado el Hermoso, me convertí en el nuevo
Quasimodo... Quasi para los pocos que se apiadaban de mi
justo castigo. No fue Notre Dame, la dolorosa catedral que
me acogió, sino mi muy olvidado padre (ya viudo y medio
ciego), convertido en pródigo templo de perdón y piedad.
Enterado de mi situación por un conservado amigo rumano de la embajada en París, recorrió los muchos kilómetros
que separaban la dalmática Zadar de la lúbrica y republicana
Don Comprendo y don Comprendique
ciudad vital donde yo desesperaba. Me miró (con esa mirada cansada de los viejos, pero también de los que están perdiendo la vista) y me soltó en su italiano recuperado como
una pavesa que arde sin oficio: “Verrà la morte e avrá tui
ochhi”.
Yo comprendí que nada habría de faltarme en los
todavía feroces brazos de mi padre y entre ellos me quedé muchos años hasta su muerte en que decidí ingresar en
aquel monasterio de mi vana y envanecida juventud, al que
se retiraba el santo al que debo mi nombre, Monte Cassino,
y dedicar mis días, ya escasos, a la oración y a escuchar más
que a comprender, y a hacer antes que merodear, y a dejarme llevar por el rostro de Dios antes que por este rostro
mío desfigurado que con el tiempo y mucho silencio formó
parte del recoleto paisaje de aquellas benitas cumbres. Mi
nombre entre los monjes fue y sigue siendo, sin perjuicio ni
orgullo, fray Comprendo.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
EL HOMBRE QUE REÍA EN SUEÑOS
S
ÓLO aquellos que sonríen después de toda una
vida, han comprendido el sencillo misterio de
ésta y sonríen, precisamente, porque se llevan a
la tumba a aquél. [Se necesitará un topógrafo para estas
frases, dada la distancia habida entre el objeto directo
innombrado y el objeto al que nombran; para esta misma
frase, habrá de buscarse a un hermeneuta.]
Hubo un hombre, en mis recuerdos soñado, que,
en sueños solía reírse... quizá de sí mismo y de lo ya vivido, o quizá de lo que viviría una vez despertara. Nunca se
sabrá; pues, ¿quién, entre vosotros, humildes lectores, ha
logrado reconstruir con la despejada mente del amanecer
el extraordinario y misterioso puzzle que el subconsciente crea y recrea para deleite de los traviesos soñadores
de hombres? [¡Vaya preguntita me he marcado, con dos
pares! ¡Qué tendrá mi retorcida inteligencia -o qué no
tendrá, dirán algunos amigos de lo ajeno- que no se conforma con una oración principal y otra subordinada! Mañana será otro día. Mañana escribiré despacio. Me temo
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
que no hay tu tía, que de este monje se espera siempre el
destajo.]
Hubo un hombre, decía, que se reía en sueños como
quien lo hace en la vigilia. Tenemos noticia y constancia de
tal y asombroso hecho por la esposa, que aún vive, Dios le
guarde la memoria y al finado esposo en su gloria. Doña Antonia, de natural encogido y tímido, se soltaba cuando hablaba de su difunto, a quien amaba por encima y por debajo,
incluso de lado, si preciso fuera, y lo hacía con claridad y
desparpajo, no omitiendo detalles íntimos que ruborizarían
a jenízaros y derviches después de monástica instrucción.
El matrimonio Estébanez, la ya mentada Antonia y
el sonriente soñador Isidro, duró lo que dura media centuria, bodas doradas celebradas por todo lo alto en el bajo
de la parroquia que los vio contraer nupcias y estómago,
aunque no con el mismo sacerdote, que al primero se lo
llevó la porfiria. El segundo, don Indalecio, joven paulino
de 73 años, a punto del retiro obligado, dijo al concluir la
ceremonia: “¡Vaya par de tortolitos estos Estébanez! Si por
mí fuera, los casaría todos los días. A mí me da que la luna
de miel les ha durado hasta hoy. La ciencia es que avanza
una barbaridad”.
No hubo tiempo para preguntarle al párroco el gozoso significado de sus últimas palabras (las de la frase que
pronunció, caramba, que el Indalecio de nuestra historia
aún habría de durarnos un lustro, pero ya de eminente emérito, con destino al monasterio carmelita de las Batuecas, y
eso que era paulino).
El hombre que reía en sueños
A esos cincuenta años hay que añadirles dos más,
los que permaneció vigilante y durmiente, según uno se levante o se acueste, el Isidro de nuestra historia. Cincuenta
y dos años sin hijos, aunque también sin apenas dineros,
ni parientes conocidos, ni viajes (salvo uno al pueblo de
la mujer, Antonia, por motivos de herencia que no heredó,
hace ya tanto que el pueblo tiene otro nombre), poco más de
medio siglo en el mundo, juntos y también algo revueltos,
para qué mentir, dedicados a nutrir sus vidas con el amor y
devoción de inexpertos enamorados, paseando de la mano
por los castañares y robledales de Zarzalejos (pueblo de España, en la raya íbera, bañado por el Tajo y una luz atlántica que para sí quisieran los brumosos y tristes pueblos del
norte), practicando carantoñas y caricias y risas que luego
perfeccionarían en la intimidad del hogar.
Isidro era fraguador, herrero de vocación desde que
vio de niño el cuadro velazqueño de Vulcano y sus muchachos, sudorosos y hercúleos, atizando con el silencioso
martillo el sin queja yunque ni lágrima.
A los 12 años entró de aprendiz a la herrería de don
Eufrosio, que lo trató como lo que era, un ganapán atento y
dispuesto. Depuró la técnica hasta el punto de hacer cerrajes con filigrana, siendo muy celebradas años más tarde, las
verjas con motivos florales y las cancelas jónicas.
Cuando contaba la edad de 19 años, chaparro pero
elegante, ceremonioso y algo pisaverde, yendo de camino
a la misa de 12, topóse con la joven y hermosa Antoñita,
acompañada de su hermana mayor, bastante mayor para
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
ser hermana -decían las malas y descaradas lenguas-, bella
también aunque fría. Al pasar junto a aquella pareja de hermanas, elevó una sonrisa a los cielos como quien eleva una
plegaria, de hecho fue plegaria aquella sonrisa pues pedía
con todas sus fuerzas que la tierna Antonia le devolviera la
plegaria, quiero decir la sonrisa. Como así fue, y una brisa
de mediodía tumbó la desdicha y la desgana, y la desidia...
hasta la homilia de quien fuera ministro de aquella iglesia,
el de la porfiria, se hizo grata y dulce y todo el pueblo, menos uno (siempre hay uno en el pueblo que lleva la contraria) celebró aquel día, que terminó entrada la noche, con
una espontánea romería a la ermita de la Virgen de Loreto,
tan improvisada que a nadie se le ocurrió llevar comida ni
pertrechos para la campestre campaña, por no llevar no llevaron al menos uno, que quedóse en el pueblo, solo y regañado como el perro atado y sin comer. No importó, que ya
hubo quien se encargó de pescar del caudaloso río, decenas
de tencas, y otro y alguno más, recogió frutas y níscalos
tardíos, y el agua no habría de faltar, pues corría saludable
y nemorosa a raudales. ¡Qué fiesta aquella sin fiesta alguna que celebrar! ¡Qué dichoso domingo romero en que el
arrogante herrero Isidro y la preciosa Antonia se conocieron
para nunca más separarse!
No tenía ni idea de por qué se reía el condenado
feliz de mi Isidro, y tampoco sabía cómo podía contarlo
llegado el momento de descubrirlo como quien destapa una
verdad o un secreto: ¿Quién podría desentrañar el misterio
sino Antonia, su amante esposa, la que dormía al lado del
El hombre que reía en sueños
bello y despreocupado durmiente? Ante tantas dudas, suelo
abstenerme, como proponían los sabios de la antigüedad.
Hablé con mi mujer sobre el asunto, y como ocurre
en las mejores familias (doy por hecho que en todas, incluso las que han dejado de serlo), acabé más desorientado y
perplejo, con cara de mirahorizontes y pensando muy seriamente incumplir mi promesa. Sin embargo, dotado como
estoy de la tenacidad de un topo construyendo su madriguera (topera, a quien interese) a pesar de su ceguera [¡menuda cacofonía!], que también me es propia, le seguí dando
vueltas como el burro tras la zanahoria (me he levantado
esópico, ¡vaya por Dios!), hasta que hallé la solución, no
sin la inestimable ayuda de la imaginación ajena...
Un librito en el que andaba enfrascado y que hablaba, sin venir a cuento, y por la cuenta que me trae, de
un hombre moribundo que reía a carcajadas al tiempo que
se torcía de dolor ante la mirada atónita de familiares, un
médico ebrio, un enfermero arisco y un sacerdote sin fe.
Fue éste quien le espetó, como quien atraviesa una sardina:
“¿De qué se ríe usted, buen hombre? ¿No sería mejor que
encomendara su alma al Hacedor ante la halitosa cercanía
de la muerte?” Y el moribundo contestó entre esputos de
sangre y muecas de sufrimiento: “No puedo dejar de recordar cuando, de pequeño, le conté una mentira a mi padre
que ha durado hasta hoy.
Le dije, inocente entonces, ahora ya no, que el cuchillo de monte del tío Venancio lo había robado un chiquillo de las cercanías. Mi padre, ante mi sincera declaración,
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
rompió relaciones con su hermano por acusarme de forma
infundada. Desde entonces, una mentira como aquella se
hizo presa en mi carácter y no dejé de hacerlo, de mentir, se
entiende, durante toda mi vida, y las consecuencias de mis
mentiras fueron siempre tan terribles como las de mi padre y su hermano Venancio (no volvieron hablar, ni siquiera
cuando éste falleció, aunque si falleció de qué coño iban
a hablar...). Tuve éxito en la vida (como todos los éxitos,
insuficientes, raros y relativos), pero aquella mentirijilla
para salvar el pellejo me persigue hasta este mi lecho de
muerte, y no puedo parar de reír ante la escrutadora mirada de Venancio que está allí sentado, desafiante, esperando
mi estertor”. Y continuó riendo hasta que la palmó, presa
de su risa, tal vez su miedo, su culpa y su arrepentimiento. De Venancio no se supo”. [Para lectores perdidos y un
punto hasta los mismísimos, la historia de este ejemplar y
moribundo mentiroso es aparte y nada tienen que ver con
aquella otra del matrimonio Estébanez y que es la que me
interesa contar. Dicho queda.]
¿Qué tal andamos después de haber soportado el
paso de los días con sus largas y contumaces horas, esperando la llegada de este emperifollado orestes, mesías de
media nueva? En mi carnes he vivido la levedad del ser y la
inexorable incontinencia de la nada, o lo que es lo mismo,
he levitado por entre nubes de pereza, y depositado, luego,
como en un dibujo animado, mis ideas más puras e inconsistentes sobre la pétrea yacija a donde vamos. Entiéndanme bien, si pueden, necios míos, escrivivir no es un acto,
El hombre que reía en sueños
es, si me apuran, una potencia... una oportunidad, no una
alternativa. De ahí que siempre nos parezca que un escritor
o zuelo haya de escribir para vivir, en lugar de pensar que
para escribir tiene que vivir, de resultas que escrivivir no
tiene parangón ni condición y así nos va, con los pertrechos a todas partes y a ninguna, coronando cumbres que
ya fueron conquistadas y olvidados como se olvida uno de
recoger la basura que deja tras de sí.
[¡Y toda esta parrafada para decir, al final y al fin,
que he perdido el hilo de mi historia y que retomarlo me
está costando un sufrimiento impropio por imbécil! Quédense con mis excusas que yo no sé qué hacer con ellas.
¡Adelante!]
Tras la muerte de Isidro, doña Antonia no volvió a
ser la que era, andariega y parlanchina, recia y agotadora.
Ahora se pasaba las horas recordando en silencio los vívidos años de convivencia y lucha, de superar juntos, siempre, la ausencia de hijos, con un amor más pleno y dedicado, de búsqueda interior en el otro, para mejorar su estima
o, simplemente, para aliviar la pena o refluir en la dicha.
Antonia revivía en armonía otoñal las gozosas primaveras
y los duros inviernos que pasó junto a su amado. Fue ahora
que amó más que nunca y desde el hondo misterio concedido como gracia las lozanas tonterías de su Isidro para
hacerla reír, sus incansables intentos de sorprenderla por las
mañanas con el antiguo vigor de un joven de cuarenta años,
los desayunos en el lecho de previo amor, la música traída
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
de la capital, escuchada como dos niños atentos disfrutan
de la melodía de ríos y ruiseñores en el bosque de sueños y
aventuras. “Isidro mío, mi Isidro, te amo y te añoro, pero te
completo desde mi vida con la que a ti ya te falta. Hazme
un hueco en tu alma todavía latente, como siempre hacías
cuando íbamos a vivaquear a la noche mágica mirando estrellas y lunas, tú contando historias que nunca ocurrieron
ni ocurrirían, yo mirando tus ojos brillar como dos luciérnagas ahítas de su luz... Hazme un hueco, amor de mi vida, en
tu muerte, que no es lo mismo que en tu sin vida”. Luego,
recostada en la mecedora que le hiciera su marido hace ya
tanto, de palo rosa, barnizada con cariño, inmortal materia
de vivos balanceos, se adormecía y, vive Dios, reía como
reía su Isidro, aunque no a carcajada limpia, sino más bien
con los acordes propios del vuelo de una alondra, tierna risa
de quien se prepara para un largo viaje sabiendo el rumbo,
el camino y el (con) sentido destino. Antonia también moría, vaga y cadenciosamente, en brazos de su risa, siempre
sonrisa, meciéndose en sueños, soñando en mecidos y anhelados besos que ya venían
La ceremonia del adiós tuvo lugar en la parroquia
de todos los días, con el cura de hogaño, don Indalecio, repleta la iglesia de la feligresía fiel y la otra no tanto. La enterraron junto a los restos de su amado esposo, en un ferviente
silencio que reinó durante dos días, a excepción del tenaz
ebrio Timoteo, que enamorado de la vida que no vivió, bebía sin vacilación y a tragos largos, lúcidos y ruidosos para
no vivir la vida que vivía, viviendo, finalmente, la vida que
El hombre que reía en sueños
tuvo y que tenía [disculpen la digresión, es un personaje
que ando preparando para un cuentecillo]. La despedida de
Antonia se vivió (¡vaya por Dios, cómo viven mis criaturas!) como una pérdida simbólica de lo que años más tarde
le ocurriría al pueblo todo y a sus sacrificados moradores,
convirtiéndose éstos en polvo y aquél en ruinas. Pero antes de que todo esto pasara, el sacerdote, leal ministro de
su fe y condición, había recibido en confesión a Antonia
(que ya veía rondar la muerte por su casa, como rondan los
novios a la salida de misa, cercanos, arrogantes y sobradillos). Durante al menos dos meses guardó celosamente el
secreto que todos ustedes, mis huraños y ariscos lectores
desean conocer: Antonia, amén de unos cuantos defectillos
de fábrica y errores enmendados más por cansancio que por
templanza, alguna que otra deuda como la del gallo de Esculapio, le contó al vicario por qué su Isidro reía sin oficio
cuando dormía. Al morir Isidro, además del vacío dejado
por su ausencia, había sembrado en Antonia un fértil fluir
en sueños. Y en sueños hablaba con su Isidro, y en sueños
éste le contaba historias como hacía en vida y, por fin, le
desveló por qué acostumbraba a reír sin ton ni son en las
frescas madrugadas, sin lograr acordarse de por qué lo hacía o, simplemente, que lo hacía. Una vez muerto, gozando
de buena salud espiritual, comprendió porque recordó , y
recordó porque él mismo era ahora todo consciencia:
Mi hermosa Antonia, qué fácil es ahora reconstruir
sin miedo ese puente que tendemos a lo desconocido. Otros
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
habrán descubierto, boquiabiertos, la grandeza del amor
de los otros, la miseria del suyo, o el fuera de toda duda de
Dios... otros habrán vuelto a su infancia para recomponer
la que no le dejaron vivir, pero yo, yo sólo podía pensar en
los sueños en los que me desternillaba de risa, contagiándose la mañana, la tal mañana, qué olor a heno y a mejorana, tú y cuantos me acompañaron, hasta el perro Dylan
(por Thomas) correteaba feliz por los empinados peñascos,
con la lengua fuera y mirándome, con el rabo como un péndulo travieso. ¿A qué no sabes de qué me reía todos esos
años? Pues te veía a ti, en la mortal mecedora soñando
mi risa, riéndote como yo, aunque más serena y limpia. Y
me reía porque sabía que nos reencontraríamos en la otra
vida. Qué más quieres, vida mía, mi Antonia querida... te
espero al alba y hacia la luz.
Cuando Antonia se lo contó en el acto final de reconciliación al cura, lo hizo entre lágrimas de alegría, porque comprendió de dónde nacía no sólo la risa de su marido, también su fuerza cada mañana y su amor de todos los
días.
Don Indalecio, menos contrito y taciturno que de
costumbre, fuese de misiones con la fe tamborileando en
los nerviosos y nervudos dedos, encontrando la muerte en
las fauces de un león hambriento y sin contemplaciones,
por despistado y sordo, rezando como estaba a la milenaria
sombra de un fresno congoleño, no sin antes haber contado
no una, sino mil veces, como las noches de Sherezade, la
El hombre que reía en sueños
dulce (lo sé, a veces, edulcorada) historia del hombre que se
reía en sueños y de su esposa, origen y fin de tanta espera,
tantas palabras y desvelos tantos que este escrivividor se va
a la siesta a descojonarse un rato. Ustedes sean felices.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
EL MELANCOHÓLICO DE ZAFRALEJOS
E
L día estaba como carnavalesco, todo colores y ni
dios que lo reconociese. Eran las tantas de la tarde y
las calles de Zafralejos como azoradas. Al decir de
uno que miraba por la ventana de ¡vaya usted a saber qué
casa!, sólo a un gazapo le dio por ver qué era el monte.
El tan gazapín era por nombre Raimundo Olivo, natural del pueblo susodicho y que a pesar del nombre no conocía más lindes que la cerca de la finca “Los Pichones” de
Facundo Rincón, el Pancista, no se sabe muy bien de veras
por qué. Eso sí, pudiente era. De rey del universo a cacique
de una esquina. ¡Qué cosas tiene el capricho!
El Oliva, los zafralejensese no gastaban mucho en
ingenio, tenía lo que se dice tener veinte años cuando conoció mujer y de ahí sus males, según cuentan. El trajín
con la Benedicta, puta no sindicada que se ganaba la vida
chupándosela a don Facundo, empezó en el almiar detrás
del monasterio de Los Hermanos Castrenses del Costado
de Dios (ya son ganas de facilitar la labor del cronista, caray); y terminó –Raimundo tenía una verga viajera– en un
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
claro de monte detrás de un chaparro canijo, siendo testigo
el pastor Benito, el Dalecabras.
Aquello le dejó a Raimundo más seco que una pasa
y tal que arrugado el semblante, sin levantar cabeza en
semanas. nos decían, que los males propios de la Bene, y
otros, los más sensatos, que un lagarto curioso se le metió
por donde no suelen, en agujero ajeno. Sea lo que fuere, o
fuese lo que sea, el caso es que el Oliva anduvo luego como
un Ulises volviendo a casa, de un lado a otro y más tieso
que... bueno, ya basta.
El Oliva ya no fue el que era, aunque nadie sabía
muy bien qué fue, y todos los maitines se largaba al pueblo
de al lado, en el valle Quebrantahuesos a trabajar la cantera.
a la tarde regresaba como si le hubieran inflado a hostias y
con la cabeza gacha y así se llegaba hasta la taberna “Los
Amadeos” –que eran dos, padre e hijo– donde se estaba
hasta que el buche se le cerraba y lo que metiera luego se le
salía por el mismo. En otras palabras, que para eso las hay,
se cogía una cogorza de muy padre y señor mío (o nuestro,
para no faltar). Así durante cinco años, durante los cuales
se le quedó la cara como de orzuelo gigante, el andar de
bisbita herida y un conjunto, así de melancólico y borracho
que no es para descrito.
Zafralejos, que no era de muchos (el último censado
que hacía el 53 no iba a durar ni semanas que se lo llevó el
garrotillo. Las malas lenguas dicen que el garrote de Atanasio, un mala bestia y resentido que no perdonaba haber nacido contrahecho), decía que ya se decía por lo bajini (esto
El melancohólico de Zafralejos
significa en lenguaje rural, “para que todo quisque lo sepa”
o “en bocaza de todos”) lo que andábale ocurriendo al Oliva:
–No, si este Oliva, tal que el padre, el muy gañán,
que le gustaba un rato largo el licor y se lo llevó uno de belladona y matalaúva, que también fue mala sangre y mala la
uva la de la que se lo sirvió
–¿Por qué dice usted “la que se lo sirvió”? ¿Acaso
insinúa que fue mi Felisinda, que en paz descanse?
–Yo digo lo que me dijeron y que así no se mata a
un hombre por poco que lo sea–. Esto los señores del pueblo, los del mus de “Los Asmodeos” o “Los Amadeos”, que
vienen a ser lo mismo y los mismos, porque las señoras, sus
señoras y las sobrinas, sus sobrinas de la plaza eran menos
comparativas e iban directamente al trauma, por ver si la
sangre de Raimundo era roja como el vino de misa o más
tirando a ambarino, como los orines concentrados o el vino
blanco de garrafón.
–El Raimundo ese lo que es es un holgazán y un zurriburri y un borracho. La pareja tenía que patearle las costillas y con un zurriagazo aquí y otro allá, ya verían cómo
aprendía el Oliva, ya verían.
Yo, que no es labor mía el opinar y que no frecuento ni el mus ni la plaza –entre otras cosas, porque no vivo
en Zafralejos– digo que bueno que cada cual a su acebuche y que a la vuelta lo venden tinto, malo y peleón, pero
tinto. La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
El Raimundo ya ni veía; de vez en cuando hacía la
rondalla a la Benedicta cantándole no sé qué de “Ríndete,
Bene, ríndete, a esta danzarina...” Y tras polvo y medio se
quedaba roncando entre las enormes tetas de la piadosa y
puta Bene, que maternal ella (acostumbrada como estaba a
tanto durmiente y duermemástil) se echaba un piquito hasta
que la voz de don Facundo, el Pancista, se oía abajo el balcón: “Venga, chata mía, que hoy hay faena”.
A la Bene le gustaba su trabajo de a sueldo con don
Facundo que pagaba mes tras mes aunque no hubiera felación (este término se lo debo al cura don Jaime, que según
me dijo, venía del latín felar, es decir, “helar”, y de cuya
palabra yo no dudo ni nadie –de ésta del latín y de la del
cura, que había que ver a don Jaime de pie mirándote como
un sanagustín la frente–). Pero cuando no se trataba de don
Facundo, la verdad, prefería la Benedicta el polvo de gallo
que en aquellos tiempos y tal como estaba el pueblo de cincuentones, era cada vez más difícil y había que esperar a
algún quinto con permiso.
La Bene se encoñó con el Oliva. No es que
sintiera pena, que eso era mucho sentir, más bien era esa
ternura de colipoterra hacia el tipo deshecho y tirado que
era Raimundo. El oficio de puta amén de antiguo es oficio
de tolerancia y perdón, alivio y piedad, que, además, trae
estos incovenientes, como los que les trajo a Benedicta enamorarse de Raimundo.
Raimundo Olivo, el Oliva, ya tenía la curda sin beber gota y acostumbrado como estaba a dar el golpe en la
El melancohólico de Zafralejos
cantera, aguantó más de lo que se esperaba y temía (porque
en un pueblo se nace con paciencia y hasta que uno se muere, que también se muere uno con paciencia, sobre toda la
de los demás).
Aunque llegó un día en que ya no dio ni golpe y así
pasó al malvivir de los culos de botellas, frascas y vasos que
mezclaba al buen tuntún. La gente es que ya puesta a tener
al centenario, al pordiosero, el cura de prácticamente toda
la vida y pecadillos, y al tonto del pueblo, comprende que
el borracho es pintoresco y que, vaya, mientras dure, habrá
que darle candela, aunque la tenga en la mano. Piedad villana, que se llama y dice. Lo que siga es de plañideras.
La verdad es que esto ni es crónica ni es na de na. Yo
me propuse, según me pagan, alargar el cuento de Raimundo, el Oliva, hacer una especie de hagiografía –porque hay
que ser un santo para soportar lo que el pobre soportó– pero
no hay tu tía.
Los últimos cinco años que le dio el Baco, se los
pasaba de mañana en mañana en los canchales bocarriba,
cayéndosele la babilla por los flancos que servía de abrevadero a las moscas de verano; y ya de crepúsculo, entre
trastazo y trastazo y mientras alcanzaba la taberna “Los
Amadeos”, el Raimundo se las traía y se las deseaba para
mantenerse en vertical, que todo él era ángulo.
Qué veía o pensaba o rumiaba el Oliva, no lo sabía
ni el sol y aunque lo supiera quién es el bizarro ícaro que
se lo pregunta. Así no hay forma de cronicar y no hay épica
que valga. Entre la chochez del pueblo, yo mismo, que no
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
salgo de pobre, y la chicha de estos tiempos de cigarra, no
sale quijote de vientre vecino, y a mí que me pagan por hoja
y según qué alcalde...
El día estaba como carnavalesco, todo pintarrajeado
y ni dios que lo reconociera. Eran las tantas de una tarde
sin voz, como si un azor hiciera visitas, azorado, que se
dice; sólo un conejo joven y tierno con una mixomatosis de
conejo, se las pegaba de chaparro en chaparro como ciego,
hasta que más harto que un Job en ramadán, la diñó en un
descampado.
Según cuentan los de Zafralejos, poco dados en contar, el Benito, el Dalecabras, al parecer testigo de al menos
dos hechos de Raimundo, el Oliva, vio salir de agujero ajeno un lagarto ocelado, que se comen y salen sabrosos, con
una tranca memorable. Y como de memoria se trata, y yo
estoy a sueldo, como los asesinos, aquí la traigo, entre desganadas y moribundas palabras.
PARTE II
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
SAN GIMIGNANO, EL MUSEO DE LA TORTURA
Y LA PIAZZA DUOMO
C
ONOCÍ a Roberto y a Giovina hace casi un año en
Roma; compartimos un curso de Literatura Europea Contemporánea, y a la salida de clase, tertulias
y algo parecido a una amistad, hasta que volví a Madrid.
Nunca más he vuelto a saber nada de ellos. Todo aquello de
“te escribimos, ya hablamos...”, quedó en nada. Al principio me dolió su despreocupación, pero con el tiempo me fui
olvidando, hasta esta mañana, mientras hojeaba el periódico, en que vi el anuncio de la presentación de un libro de
poemas de Roberto Losada Gabanelli en la Mansión de la
Cultura de la Villa de Madrid. Y, como siempre, mi imaginación hizo de las suyas. Me imaginé a Giovina en el centro de
una mesa alargada, subida a la tarima de una sala de actos repleta de personalidades del mundo de la cultura, dirigiéndose
a todos para hablar de “su Roberto” con palabras del estilo
de: Puro de corazón, poeta, naturista y filósofo, un hombre
que con su pluma honra todos los géneros y que perdurará
en la mente de aquellos para los que la lectura es un verdadero placer. Roberto es un hombre que está acostumbrado
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
a escuchar sus virtudes y sus vicios de boca de los demás, y
siempre sabe sacar lo mejor y lo peor de sí mismo, como si la
vida fuera un combate entre el bien y el mal.
Desde luego era todo menos aburrido (el discurso y
Roberto). Volví a mi realidad, y dejé de pensar en aquella
mujer que una vez consideré amiga. Posiblemente no volvería a saber de ella, aunque ahora tenía la oportunidad de
asistir a aquella presentación; Roberto estaría allí seguro, y
por qué no, Giovina también, si es que seguían juntos. En
mi ánimo no cabía el reproche, pero sí la curiosidad.
Al día siguiente, Giovina me envió un correo
electrónico:
Querida amiga, siento haber estado desaparecida
en combate tanto tiempo, espero que me perdones y que
acudas a la presentación del libro de Roberto, en Madrid.
Será el próximo día 3 en la Mansión de la Cultura. Tengo
muchas ganas de hablar contigo, te envío un ‘doc.’ para
ponerte al día de lo que ha sido mi vida desde que te marchaste de Roma. Este documento es un intento de desahogo
de ese período de mi vida en el que se me complicó la existencia e intenté aliviarme con un puñado de letras en un
papel. El simple hecho de escribir sobre Roberto y mi hija
me ayudó, y pude comprenderlos mejor y ayudarlos.
Hasta pronto, todo mi cariño,
Giovina
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
Después de imprimir las páginas del documento que
me adjuntaba (odio leer en la pantalla del ordenador), me dispuse a leer a puerta cerrada en el despacho, la historia de la que
fue una buena amiga y compañera durante mi año en Roma.
En el hospital ya no quedaban más que puertas
cerradas, detrás de las cuales enfermos y acompañantes
guardaban silencio, ese cruel silencio de la noche que desgarraba el aire, y mientras, los enfermos esperaban pacientemente. La esperanza era todo lo que quedaba en aquellas
habitaciones tan impersonales y frías. Una de las enfermeras pasó para comprobar el estado de Roberto y cambiar el
suero que se había agotado; apenas le miró, era uno más,
parte de su trabajo.
Durante toda su vida, hasta que me conoció, Roberto había rechazado un centinela, y daba rienda suelta
a esos queridos vicios que hacían que olvidara todos los
tormentos acumulados en su interior; se sentía tan pleno
que no podía, no quería o no sabía controlarse; su desbordante imaginación creaba todos esos personajes tan ricos,
tan llenos de vida y que tanto gustaban, y creaba poesía,
cada palabra, cada línea… esos hermosos versos que nunca publicó, a pesar de ser su vocación la de poeta. La vida
le regaló éxitos y le situó en un lugar privilegiado del que
alardeaba con ingenio y sarcasmo, y de su tan admirada
extravagancia, pero cuando me conoció cambió su vida por
mí, dejó su egoísmo en un baúl del que había tirado la llave, y ahora estaba solo, postrado en una cama de hospital.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Todo se fue al traste, y se había quedado con su soledad tan amada entonces y tan odiada ahora. Decía que la
virtud y los vicios que necesitan ser guardados siempre, no
son dignos de tener custodia, así que estaba solo sin nadie
que le guardara, precisamente ahora que deseaba más que
nada en el mundo mi presencia.
Dos semanas atrás estaba en su querido San Gimignano, ese precioso pueblo toscano en el que había pasado
los últimos meses, y donde habíamos vivido nuestra historia de amor. Se trasladó conmigo a San Gimignano, quería
conocer el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo donde
se desarrollaba la historia de los personajes de su última
novela basada en la historia de mi familia. Pasó once meses en mi casa, pero una semana antes de ser hospitalizado estaba alojado en el hotel La Collegiata, un antiguo
convento franciscano del siglo XVI. Desde su habitación
situada en el antiguo claustro, se divisaban los campos de
la región vinícola de Chianti. Él, que había amado tanto
la naturaleza, ahora no sentía nada al contemplar aquel
maravilloso paisaje. Hacía días que no dormía, malcomía
y no tenía ningún apego por su vida. Hasta que, por fin, una
noche cayó desplomado después de cenar, mientras tomaba
una copa de un Vernaccia de San Gimignano mezclada con
barbitúricos.
A pesar de no tener más que 38 años había tenido
una vida tan intensa, tan vivida, que estaba seguro de poder controlar cualquier situación, pero los acontecimientos
de los últimos días le superaron; no quería seguir viviendo,
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
ya no se gustaba, y lo peor de todo es que yo ya no le quería, se lo había dejado claro, no confiaba en él y no podía
estar con una persona en la que no confiaba. Nunca antes
se había enamorado, estaba convencido de que en su vida
nunca existiría un gran amor, apenas unos cuantos amoríos
sin consecuencias que le dejaban indiferente e insatisfecho.
Hasta que me conoció. ¡Por fin había alguien que le importaba más que él mismo!
Roberto no conoció a sus padres, no tenía hermanos y sus parientes nunca fueron más que personas conocidas, y en algunos casos ni siquiera reconocidas; sus amigos tenían su propia vida alejada de la suya, aunque estaba
cómodo con esta situación porque en el pasado le acaparaban y lograban agobiarle hasta el extremo de desear no
haber tenido trato con ellos. Cuando le conocí le conté la
historia de mi familia y le fascinó, por eso nos trasladamos
a mi pueblo. Quería empaparse de las personas que vivían
allí, y de las que vivieron; de sus calles, de sus costumbres... quería escribir su gran novela, y allí vivimos una
gran historia de amor truncada hace sólo unas semanas
cuando decidí abandonarle. Él me lo había dado todo, era
la primera vez que se entregaba en cuerpo y alma, pero mis
sospechas fueron devastadoras.
Todo empezó y acabó en pocos días, cuando mi hija
Liuva decidió tomar cartas en una partida amañada. Liuva tiene veinte años y está estudiando en Roma, pasaba
los fines de semana y las vacaciones en casa con nosotros.
Liuva me adora; desde que su padre murió hace 12 años
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
hemos estado muy unidas, y hasta ahora no había conocido
a ningún otro hombre en mi vida. Roberto conoció a Liuva
cuando llevábamos conviviendo un mes y ella apareció en
casa para pasar el fin de semana. Roberto estaba muy nervioso, yo le había hablado constantemente de ella, y quería
gustarle.
Después de ese fin de semana, lo primero que hizo
Liuva fue investigar a Roberto, pues no se fiaba de él; y lo
que descubrió no le gustó nada: su fama de mujeriego, sus
vicios con el juego y el alcohol, en realidad no encontró
nada sobre Roberto Losada Gabanelli que la ofreciera seguridad y tranquilidad.
Meses después y con toda la información que tenía,
decidió poner a prueba a Roberto. No quería que su madre
cometiera “el gran error de su vida”. Desde ese momento empezó a llamar por teléfono a diario, venía casi todos
los fines de semana y, más adelante, durante las vacaciones.
Todo formaba parte del plan de Liuva. Roberto, ajeno a todo,
pensó que había sido bien aceptado, y que a Liuva le parecía
muy bien que su madre hubiera encontrado un hombre que
la amaba y con el que quería pasar el resto de su vida.
Hace tres semanas Liuva apareció sin avisar en
casa, le acompañaba un amigo de la Universidad. Roberto se sorprendió al verla, ya que no era fin de semana, ni
festivo, ni vacaciones, y, sobre todo, no había avisado. La
recibió con cortesía, pensando que Giovina se alegraría al
verla volver del trabajo. Al cabo de una hora, el amigo de
Liuva se marchó y Luiva le dijo a Roberto que estaba can-
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
sada del viaje y que iba a darse una ducha para relajarse.
Roberto siguió leyendo en su sofá frente a la ventana del
salón, algo nervioso pues quería hablar con Liuva cuando
saliera de la ducha sobre sus planes de pasar el resto de su
vida con su madre y que esperaba que ella se sintiera tan
feliz como ellos. A los diez minutos, Liuva salió del baño
con una simple toalla y empezó a coquetear con Roberto, a seducirle. A pesar de su experiencia con las mujeres,
Roberto se vio atrapado, no sabía cómo apartar a la muchacha sin ofenderla, y sólo cuando intentó besarle en la
boca, la apartó. Liuva se hizo la ofendida, le dijo que era
un falso y que se había pasado el tiempo adulándola, lo
bonita e inteligente que era, y otras frases del estilo, reprochándole su actitud hipócrita. Roberto no daba crédito a
lo que estaba oyendo. Intentó aclararle que él sólo había
querido ser amable, y que en ningún momento pensó en
ella más que como en una hija, a lo que Liuva le contestó
que parecía sentirse muy cómodo adulando a las mujeres,
seduciéndolas y le contó todo lo que había averiguado de
su vida anterior, y que, desde luego, no iba a permitir que
su madre siguiera con él.
Roberto pensó que era mejor olvidar lo que había
ocurrido entre ellos, y que con el tiempo Liuva comprendería que él amaba a Giovina y que no tenía ninguna intención de hacerla sufrir; así que salió de la casa y se fue a
buscar a Giovina al trabajo, decidido a no contarle nada
de lo sucedido con Liuva, y esperaba que Liuva tampoco lo
hiciera. Pero aquella decisión sería un tremendo error.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Al volver con Giovina a casa, Liuva les estaba esperando sentada en el sofá acompañada por su amigo de la
Universidad; saludó a su madre y le pidió que la acompañara a la habitación, pues quería hablar con ella a solas. Una
media hora después, Giovina volvió al salón, estaba desencajada y le pidió a Roberto que se marchara de aquella casa,
y desde luego que no se pusiera en contacto con ella jamás.
Roberto intentó abrir la boca para darle su versión de los
hechos, pero Giovina le arrojó unas fotos a la cara en las que
se veía a Liuva abrazada a él. Ahora estaba claro, el amiguito
de Liuva había tomado aquellas fotos unas horas antes cuando Luiva se le arrojó al cuello vestida con una simple toalla
de baño. Impotente y cansado de malentendidos y trampas,
Roberto salió de la casa y se alojó en un hotel del pueblo.
Esperaba convencer a Giovina de que su hija le había tendido una trampa. De momento, y dada su situación, no podía
hacer nada más; lo mejor era esperar.
Dejó pasar unos días y cuando pensó que Liuva
ya se habría ido, se acercó hasta la casa de Giovina, pero
había desaparecido sin dejar dirección alguna. Roberto la
buscó en Roma sin éxito, y en el pueblo, todo el mundo hablaba del sinvergüenza que había seducido a la madre y a
la hija. Tuvo que aguantar las caras de desprecio de todos
aquellos pueblerinos, hasta aquella noche que decidió acabar con su vida.
Le trasladaron a un hospital de Roma donde pasó
los momentos más perdidos de su vida, inconsciente y sedado . Despertó del infierno en el que había vivido y su
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
vida comenzó realmente: esa oportunidad que tanto había
buscado estaba delante de sus ojos, aunque él no lo supiera
todavía. Los últimos días desde que lo localicé en aquel
hospital, no me separé de su lado, tenía mis manos entre
las suyas cuando despertó y mis ojos le dijeron todo lo que
necesitaba oír.
Por la noche recibí otro correo de Giovina, casi un
año sin saber nada de ella, y ahora dos en el mismo día.
Me he decidido a escribirte otra carta para contarte
todo lo que sucedió después del ingreso de Roberto en el
hospital de Roma. Creo que es justo que conozcas el resto
de la historia.
Después de salir de San Gimignano, me marché con
Liuva a la finca de mis padres en Nápoles; mi hija y yo nos
habíamos distanciado y no hablábamos el mismo idioma. Yo
no podía creer lo que Luiva me había contado de Roberto,
pero lo más extraño era lo poco que le importaba a ella mi
preocupación, no quería hablar del tema e insistía en que lo
olvidara y que yo no necesitaba complicarme la vida, que
estaba mejor así. Pasamos unos días apenas sin hablarnos,
más que lo estrictamente necesario; mi cara debía de ser
como una especie de homenaje a la desesperación, no tenía
apetito ni ánimo para nada. Liuva, temiendo por mi salud,
comprendió su error y se sinceró conmigo. Me dijo que si no
la quería volver a hablar que lo comprendía... ¡como si una
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
madre no lo perdonara todo! Estaba dispuesta a ser ella la
que encontrara a Roberto como fuera y le haría volver.
Dos días después volvimos a San Gimignano, sin
noticias de Roberto; no sabíamos dónde poder localizarle,
ni siquiera se nos ocurrió que pudiera seguir en el pueblo.
Nuestra idea era meter algo de ropa en un par de maletas
y coger un avión para España, concretamente a Barcelona,
creyendo que Roberto se habría ido a su casa. Una vez llegamos a la Ciudad Condal (este nombre debiera ser ya desterrado, porque no hay más conde que el que se esconde, y
de su dignidad, ni hablamos. Propongo “Ciudad General”
o “Ciudad Mayoral” ) y encontramos la que fuera la casa
de Roberto, nadie allí sabía nada de Roberto desde hacía
algún tiempo. Estábamos perdidas. Pasados dos días, se
nos ocurrió llamar a la residencia universitaria de mi hija,
y nos dijeron que Roberto había ido a buscarnos allí y que
no pudieron ponerse en contacto con nosotras porque nuestros móviles no respondían (recordé que en la finca de mis
padres no había cobertura). Regresamos a Roma de inmediato y preguntamos en todos los hoteles, pero Roberto no
estaba hospedado en ninguno; entonces mi hija me dijo que
quizá debíamos preguntar en los hoteles del pueblo y fue
cuando nos enteramos de todo lo sucedido. Nos trasladamos al hospital de Roma donde estaba ingresado.
Cuando entré a la habitación de aquel hospital, sólo
podía pensar en la manera en que podía ayudar a Roberto para que se recuperara, y permanecí a su lado rezando
como nunca lo había hecho en toda mi vida, pidiendo esa
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
tan ansiada segunda oportunidad para los dos, comprendí
que mi vida sin él no tenía sentido.
La muerte de Roberto hubiera sido inútil. Mi hija
y yo éramos responsables de que sus ilusiones se hubieran
desvanecido, y de que hubiera caído en un pozo sin fondo
por la desconfianza de Liuva, y por mi falta de fe en él. La
miseria se apoderó de su alma, y la cobardía penetró en su
ser como un aguijón envenenado. Había perdido su amor
por la vida... hasta que me vio al pie de su cama.
Al día siguiente envié un correo a Giovina en el que
la aseguré que estaría en la presentación del libro de Roberto, y la alegría que sentía por haberles recuperado a ambos.
Llevaba días sin poder salir de casa por culpa de la
maldita alergia; como todas las primaveras, mi cara se hincha como un globo, los ojos se enrojecen y soy un cromo, si
añadimos que no paro de estornudar, el cuadro es completo.
Ya me encontraba mejor, pero no tenía ánimos ni energía
para nada y precisamente hoy llegaban Giovina y Roberto a Madrid, y le había prometido a Giovina que estaría
en la presentación del libro de Roberto y que después nos
reuniríamos para comer y hablar de todo. A las nueve de
la mañana salí de casa con los antiestamínicos en el bolso
y me dirigí al hotel donde se celebraría el acontecimiento
literario en honor de Roberto. Me suelen aburrir muchísimo
este tipo de citas culturales, así que me senté en la última
fila de asientos del salón.
Cuando terminó la presentación, llevada a cabo por
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
uno de los escritores afamados de nuestro panorama literario, amigo de la infancia de Roberto, y que nada tuvo que
ver con la que Giovina hubiera hecho, llamé a su móvil y
quedé con ella en una cafetería próxima a hotel. Esperé casi
una hora hasta que aparecieron; estaban eufóricos, ya que
el libro de Roberto estaba teniendo una buena acogida tanto
en Italia como en España y ya habían publicado una segunda edición en apenas un mes desde su publicación. Su saludo fue muy cariñoso y tuvieron la deferencia de no referirse
a mi lamentable estado físico (la alergia seguía haciendo
de las suyas). Hablamos sobre todo de la ajetreada vida de
Roberto que dijo que bien podría escribirse una novela de
misterio, pero no se cómo desvió la conversación hacia su
libro y empezó a hablarnos de su devoción por la literatura
y los muchos libros de poesía y novelas que pensaba publicar con las ganancias del reciente. Me recordó aquello de
vender la vaca antes de obtener las ganancias del cántaro de
leche que terminó derramada. Cuando Roberto se levantó
para ir al baño, Giovina cambió de actitud, se puso seria y
me dijo:
–No puedo hablar delante de él porque desviaría la
conversación como ha hecho antes; a pesar de que sabe que
estás al tanto de todo, aún no ha asumido su intento de suicidio, o más bien es como si no hubiera pasado, nunca habla
de ello, y cuando quiero abordar el tema, corta por lo sano
y no me escucha. Estoy muy preocupada, ahora sólo habla
del éxito de su libro, actúa como un gran divo como habrás
podido observar. Tengo miedo a una recaída.
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
En la cara de Giovina se reflejaba cansancio y preocupación; desapareció la euforia fingida de su llegada, y me
mostró su verdadero rostro. Me sentí fuera de lugar, pues
no la conocía mucho, pero tenía lazos lo suficientemente
consistentes con aquella mujer como para compartir mucho
más de lo que compartiría con mis amigas de siempre.
Se iban a quedar dos días en Madrid, Roberto tenía
que ir a dos programas de televisión para promocionar su
libro y Giovina me pidió que les acompañara para poder
hablar conmigo con más calma mientras él estaba grabando
los programas.
Al día siguiente me reuní con Giovina en los estudios de televisión. No nos quedamos para ver la grabación
de la entrevista, dejamos a Roberto y nos fuimos a dar una
vuelta para poder hablar tranquilamente. Caminamos una
media hora y nos sentamos en uno de los bancos del parque.
Giovina empezó a contarme lo sucedido desde que salieron
de la clínica de Roma; yo escuchaba sin interrumpirla, porque me di cuenta de que necesitaba desahogarse. Me contó
que cuando salieron de la clínica, Roberto estaba tan feliz
que no dejaba pasar un solo minuto del día sin dedicarse a
cualquier actividad, y luego continuó:
–No te puedes imaginar querida, no parábamos;
lo curioso es que yo quería complacerle en todo, me sentía culpable y responsable de todo lo que le había pasado;
mi sentimiento de culpa me ha llevado a cometer muchos
errores, el primero fue no recordarle nunca su debilidad,
nunca hablé con él de aquella mala decisión, de su falta de
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
paciencia, de su desesperación, sólo hablábamos de la falta
de confianza de mi hija. La hace responsable de todo. Yo no
digo que no fuera así, pero él es un hombre maduro y Liuva
una chiquilla que me adora y actuó mal aconsejada– Giovina procuraba aclarar aquellos sentimientos contradictorios
al decirlos en voz en alta y al compartirlos conmigo–. Me
digo a mí misma: tiempo al tiempo, todo se andará... pero
creo que tengo que empezar a poner límites si quiero seguir
adelante. Ya no se toma la medicación, y es muy fácil que
se le crucen los cables y se meta entre pecho y espalda otra
vez un tubo de barbitúricos. ¡Maldita bipolaridad!
No sabía qué decir, no tenía ni idea del carácter de
Roberto, ni sabía de su enfermedad hasta que ella la mencionó. Permanecí callada, asintiendo y escuchándola. Giovina siguió con el hilo de aquella historia que había decidido compartir conmigo, sin saber todavía muy bien por qué:
–Los días que pasé con mis padres en la finca, hablé
mucho con mi madre... Es la mejor persona de mundo y
siempre intuye lo que me pasa, me vuelvo transparente en
su presencia. Me dijo que me notaba inquieta, sin control,
viviendo una vida sin tregua y que nuestra vida necesita
momentos de serenidad, un interior acorde con nuestros
sentimientos porque los sinsabores llegan de fuera, con imprevistos que no podemos controlar, y que, al menos, hemos de intentar buscar nuestra paz interior para poder ser
felices. Me recordó que yo no tenía esa paz interior, y que
por eso, lo primero que tenía que hacer era centrarme. No le
conté lo que había pasado con Liuva, y cuando nos fuimos
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
insistió en que debía encontrar equilibrio en mi vida, que el
amor ha de ser profundo y lo suficientemente sólido como
para aguantar los ataques de fuera y los de dentro. Me lo
dijo de tal forma que, sin haberla contado nada de lo que
realmente me preocupaba, parecía saberlo todo. Quedé en
regresar muy pronto con Roberto para que lo conocieran,
pero, la verdad es que no he vuelto porque no quiero que
conozcan al Roberto obsesionado con el éxito, hablando
sólo de sí mismo y de su obra, y que únicamente provoca
una fría admiración y cierta animadversión en los que no le
conocen bien. Desde la publicación de sus poemas, es incapaz de mantener una conversación en la que su obra literaria no sea la protagonista, siempre la dirige hacia el mismo
punto, hasta que termina aburriendo. Ha cambiado mucho.
Mañana es nuestro aniversario, un año juntos. Estoy segura
de que ni se acuerda. No me malinterpretes, estoy segura
de que está enamorado de mí, pero creo que está más enamorado del éxito y de la gloria. Disculpa que te cuente mis
penas, después de tenerte abandonada durante tanto tiempo,
sólo me preocupo de mí, ni siquiera te he preguntado por tu
familia. de hecho, no te he preguntado nada. De veras que
lo siento...
Aconsejé a Giovina lo mejor que pude, quité importancia a nuestro distanciamiento, y le recomendé que, antes
de seguir con la gira de promoción, Roberto debería ponerse
en manos de un psiquiatra. Después de un intento de suicidio,
sólo un especialista le ayudaría a superarlo para no recaer.
Bloquear algo tan serio podría tener graves consecuencias.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Vi que Roberto se acercaba a nosotras, y le hice una
seña a Giovina para que cambiara el rumbo de la conversación. Giovina lo hizo de forma tan natural que me sorprendió:
–Mañana hemos decidido irnos a Barcelona, tenemos intención de quedarnos una temporada por allí. ¿Por
qué no te vienes unos días con nosotros?
Después de que Giovina terminara de hablarme de
su más que inminente viaje, Roberto llegó a nuestra mesa:
–Bueno, chicas, ¿qué tal lo habéis pasado sin mí?
–Estábamos recordando cuando nos conocimos el
año pasado, cuando María estuvo con uno de sus hijos y se
metieron sin pretenderlo en las revueltas de Vía Augusta, la
carrera que nos dimos hasta hallarnos lejos de todo. Yo te
había conocido sólo dos días antes, era nuestra primera cita,
¿lo recuerdas? –contestó Giovina todavía algo confusa.
–Sí, fue emocionante –acto seguido, se volvió hacia
mí–. María, tenemos que irnos, aún nos queda mucho por
hacer. Me ha dado gusto volverte a ver –dejó dinero en la
bandeja para pagar la cuenta y se levantó.
Giovina un poco contrariada se disculpó y me dijo
que ya me llamaría, que me pensara lo de ir a Barcelona
con ellos, que ella tendría mucho tiempo libre para visitar la
ciudad, ya que Roberto se iba a encerrar en casa para terminar su novela. En realidad era una invitación de súplica para
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
que no la dejara sola en aquella situación. Recogí el guante
y acepté su invitación.
Le pedí a Mª Elena que fuera todos los días a casa
para limpiar y dejar hecha la cena para mi marido y mis
hijos. Me despedí de ella, preparé la maleta y dejé todo a
punto. Ya tenía el billete de avión para la mañana siguiente.
Mª Elena lleva más de 20 años trabajando en casa, al principio venía todos los días para ayudarme con los niños y con
la casa, pero desde que se hicieron mayores, sólo viene dos
días por semana. Tengo plena confianza en ella, lo sabe y no
puso ningún pero.
Al llegar a Barcelona, Giovina me estaba esperando
en el aeropuerto. Nos saludamos y cogimos un taxi para su
casa. Para la casa de Roberto, según decía ella. La casa de
Roberto era un ático de unos 150 metros cuadrados con sólo
dos dormitorios, dos baños, una pequeña cocina y un despacho; el resto, un amplio salón con terraza; dos de las paredes
del salón eran estanterías repletas de libros perfectamente
ordenados. Me llamó la atención no ver un solo marco con
fotografías familiares en ninguna de las estancias de la casa,
sólo había un gran cuadro colgado en el despacho con un
retrato de Roberto de niño. Giovina me explicó que la autora era la madre de Roberto, que era pintora.
La casa había pertenecido a sus abuelos y al morir pasó a pertenecerle a él. Estaba situada en el centro de
la ciudad, con maravillosas vistas, todo un lujo para un
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
hombre con un oficio sin beneficios hasta ahora. Más tarde,
Giovina averiguó que hacía unos años tenía unas cuantas
posesiones familiares heredadas de las que no quedaban
más que aquella casa y el 50% de una librería en la ciudad.
Después de un año juntos era ahora cuando Giovina
empezaba a conocer al auténtico Roberto, ése que se encerraba en su despacho preso de un mar de dudas y de una
autocompasión que rozaba la tontería, por falsa e injusta.
Nos sentamos en la terraza y Giovina me puso al
día de sus hallazgos sobre la vida de Roberto en Barcelona:
había crecido entre algodones, criado por su abuela desde
que sus padres murieron en un accidente de tráfico cuando
tenía sólo seis años. Era el niño bonito, que suele decirse; su
abuela, viuda desde hacía mucho, se volcó en el nieto procurando que tuviera lo mejor, aunque lo mejor en muchas
ocasiones fuera cuantos caprichos se le antojaran. –Fue un
niño conflictivo y un joven descontento, no puedo decir que
sea un hombre porque nunca ha llegado a serlo. Jamás tuvo
problemas económicos y desde muy joven pudo dedicarse a
sus aficiones: conocer el mundo y la lectura. Se pasaba horas y días enteros entre libros. Empezó a escribir pequeños
relatos macabros que nunca vieron la luz; su abuela mantenía la idea de que tenía una mente privilegiada y que había
nacido con un gran don y un gran destino. Un verdadero
escritor.
La abuela de Roberto murió hace cuatro años, y desde entonces hasta que le conocí, su vida fue un verdadero
despilfarro, y no volvió a escribir hasta que me conoció. Lo
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
más duro que tuvo que soportar fue no tener las camisas
planchadas y ordenadas a tiempo por la criada de su casa.
Estoy cansada de tanta tontería, mi vida no ha sido
fácil: a los 18 años trabajaba y estudiaba en la Universidad al mismo tiempo. Así que, como comprenderás, no he
tenido el suficiente para hacerme preguntas trascendentales sobre la vida o sobre su sentido, ni siquiera he podido
saber si había desarrollado mis capacidades artísticas o si
tenía alguna. Hace dos años, cuando Liuva se fue a Roma
a estudiar a la Universidad, empecé a tener tiempo para mí
y fue muy poco, porque enseguida conocí a Roberto, con
lo que quedó zanjado lo de ¿qué quiero? o ¿qué me gustaría?.... y cosas así. Quiero estar segura del camino que he
escogido, porque tendré que andarlo sola, mis padres son
muy mayores y mi hija pronto tendrá su propia vida, así
que dependo de mí, sólo de mí. No te ofendas, pero los
amigos vienen y van, y además, cada uno tiene su propia
vida, su familia, otros amigos y suficientes miserias como
para tener la decencia de no abrumarles con mis problemas
como estoy haciendo ahora contigo. Con esto quiero decir
que tengo que estar segura del amor de Roberto y de su
estabilidad. Me juego mucho, me juego años de no poder
ver a mis padres y a mi hija, amén de amigos y conocidos,
si me traslado a Barcelona como quiere Roberto; y me temo
que la soledad me asfixie. No tengo trabajo ni conozco a nadie, aunque ahora con internet es fácil estar en contacto con
todo el mundo. No sé si será suficiente. Estaría dispuesta si
Roberto pasara más tiempo conmigo, pero hasta ahora se
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
pasa los días ensimismado encerrado en ese despacho, y lo
peor es que me necesita en todo momento, no le gusta que
cuando se toma un respiro yo no esté en casa, me dice que
como no conozco a nadie no comprende qué hago fuera de
casa. Esta mañana he visitado una academia que necesitaba
una profesora nativa de italiano y ni siquiera se lo he dicho,
voy a esperar a que me llamen para tomar una decisión al
respecto.
Nos habíamos sentado en la terraza con un café cada
una y yo aún no había abierto la boca. Giovina se estaba
despachando a gusto, tenía unas ganas enormes de desahogarse.
Después del café, Giovina me propuso dar una vuelta por la ciudad. Oímos que se abría la puerta y unos pasos
se dirigieron hacia nosotras, entonces volví la cabeza y vi
a Roberto. Tenía el aspecto de un bohemio venido a más,
llevaba unos vaqueros y una camisa azul celeste, el pelo
peinado hacia atrás recogido en una coleta y barba de varios
días. Se acercó para saludarnos y nos dijo que tenía que
volver a salir para solucionar un tema económico.
Los últimos cuatro años desde que murió su abuela
era el abogado de la familia el que se ocupaba de todo, no
había hecho una sola declaración de renta personalmente,
a excepción del año de la muerte de su abuela con todo
aquello de la herencia, después se limitó a firmar lo que su
abogado le decía. El año pasado no tuvo ingresos, gastó lo
que le quedaba en la única cuenta que aún tenía abierta. No
se había preguntado de dónde procedían aquellos ingresos,
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
sólo los gastaba. El abogado le explicó que la fortuna familiar se había agotado hacía más de un año y que gracias a
la librería familiar que perteneció a su abuela en un 50%, y
que ahora era suya en la misma proporción había seguido
teniendo ingresos y que gracias a eso, no había pasado apuros económicos. El otro propietario de la librería se había
cansado de que no se ocupara de nada y quería comprarle su
parte.
Se había deshecho de casi todo el patrimonio familiar heredado, lo que le había permitido vivir muy bien hasta ahora, y a pesar de que el libro estaba teniendo una buena
acogida, no era suficiente, porque dependería de las ventas.
Así que la noticia de que aún conservaba la librería alegró y
tranquilizó al sonriente Roberto: seguiría teniendo ingresos
y no tendría que preocuparse por el dinero, nunca lo había
hecho y no sabría cómo hacerlo.
Quería consultar con Giovina lo de la venta de su
50% para quitarse de problemas y obtener un beneficio rápido que era a lo que estaba acostumbrado. Había cambiado
de idea respecto a lo de quedarse en Barcelona, nada le retenía en aquella ciudad, vendería también su casa y volverían
a Italia, Giovina recuperaría su trabajo y él seguiría escribiendo sin tener que preocuparse de asuntos tan absurdos
como Hacienda. Él era un artista, ¡no podía perder tiempo
con problemas tan mundanos como hacía el resto de mortales!
Roberto se marchó y nos dejó otra vez solas. Giovina, entonces, se vino abajo y estalló en lágrimas. Y entre
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
lágrimas, me fue contando lo que realmente la tenía tan inquieta y desesperada. –Ya no es el Roberto divertido y enamorado, le molesta cualquier cosa que no sea él mismo o sobre sí mismo.
Nunca ha tenido preocupaciones y no sabe afrontar la vida.
¿Te has dado cuenta? –se dirigió a mí, aunque sin tiempo
para que pudiera contestarle–. Quiere seguir con la vida regalada y disoluta, sin el más mínimo altercado que cambie
la dirección o el sentido de su vida. Ya ves cómo reaccionó en San Gimignano cuando tuvo un contratiempo. Estoy
muy asustada, no sé qué hacer para que tenga un poco de
responsabilidad, ni siquiera sabe qué es eso. Aunque vendiera la librería y la casa después de pagar deudas e impuestos y al ritmo que vive con sus viajes y sus caprichos,
el dinero no duraría más de tres o cuatro años, y yo no puedo volver a mi trabajo. me despedí de él cuando me fui a
buscar a Roberto a Roma. Tengo algunos ahorros pero son
para que Liuva acabe la Universidad, y la casa de San Gimignano me gustaría conservarla para mi hija. He intentado
hacerle comprender que debemos hacer planes de futuro y
empezar a tener ahorros. No podemos seguir despilfarrando
como hasta ahora.
Hizo una pausa, que a mí me vino de perlas para
respirar y para que mis oídos descansaran, y continuó: –Hay algo que no te he contado y que es lo que más
preocupada me tiene. Roberto consumía cocaína habitualmente. El último año había logrado dejarlo, pero al volver
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
aquí creo que ha recaído, aunque él no me haya dicho nada.
Por eso ha cambiado de idea y quiere que nos marchemos.
Me temo que ha venido a pagar antiguas deudas y por eso
quiere vender su parte de la librería e incluso esta casa –
aquel relato de las andanzas y desventuras de mi amiga y
Roberto, empezaba a inquietarme y no sabía cómo decírselo a Giovina. De hecho, todavía no me había dejado soltar
prenda.
Ya habían pasado más de 10 horas y Roberto no había regresado. Giovina empezó a mostrarse intranquila. Nos
arropaba el manto de la noche en aquella terraza, y la calidez de la brisa nos envolvía, pero aquella sensación de paz
que yo había sentido al principio del día en aquella misma
terraza, se vio empañada por el rostro tenso y pensativo de
mi amiga.
Después de unos minutos sin que apenas mediáramos palabra, decidimos buscar a Roberto. Teníamos una
ligera idea de dónde podía estar (y digo “teníamos” porque
a aquellas alturas de la historia, no se me escapaba detalle).
Los bares que solía frecuentar cuando vivía en Barcelona
seguían siendo los mismos ahora. Giovina sabía de ellos
por los cíclicos ataques de sinceridad de Roberto, de “cruel
sinceridad”, como decía ella, porque Roberto describía con
minuciosidad sus pasadas noches locas con amaneceres imprevistos y en lugares desconocidos, casi siempre al lado
de alguna mujer con rostro anónimo. Ella no quería saber
nada de aquel turbio pasado del hombre al que amaba, sólo
quería al Roberto que había conocido y al que adoraba, con
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
el que quería compartir su vida, ahora hecha añicos desde
que volvieran a España.
La transformación de Roberto había descolocado a
Giovina, se sentía cada vez más impotente y no sabía cómo
enfrentarse a este dilema en forma de encrucijada: seguir
con él o dejarle para siempre.
Nos metimos en una de esas calles que dormían de
día y despertaban de noche. El bullicio de las aceras nos
daba una idea de cómo sería el interior de los locales. Uno
por uno fuimos recorriendo todos los garitos sin encontrar a
Roberto; los ojos de Giovina no lograban ocultar la creciente preocupación cada vez que salíamos de un nuevo antro
sin resultado, hasta que llegaron a ser impenetrables, los
ojos, no los antros: su mirada era cada vez más fría a medida que transcurría la noche y la fila de bares de copas se iba
consumiendo, como se consumen las copas en ellos.
Siempre me fascinaron los ojos de Giovina, siempre
chispeantes y alegres, era capaz de animar la más aburrida
de las veladas con una sola mirada, pero esta noche se habían vuelto inexpresivos, fijos y distantes.
A las dos de la madrugada nos dimos por vencidas y
volvimos a casa, ella derrotada y yo, insomne, pues no estaba
acostumbrada a aquel ritmo de calamidades y cambios.
Por la mañana, Giovina entró en el despacho de Roberto para recoger unos papeles y se lo encontró tendido en
el sofá, con la misma ropa con que le había despedido el día
anterior. Recordó que no habíamos mirado en el despacho,
ni siquiera pensamos en esa posibilidad, de tan nerviosa y
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
confundida que estaba Giovina cuando llegamos a casa.
Ahora estaba malhumorada y estaba presionando a Roberto
para que se levantara, tarea casi imposible porque ni se movía.
Más de media hora después, con paciencia bíblica,
Giovina logró despertar a Roberto. Tenía una enorme resaca, la típica después de una noche de varias (muchas) copas
y puede que algo más. Nos saludó con un simple movimiento de cabeza y se metió en el baño. Giovina me pidió
que saliera a darme una vuelta por la ciudad porque necesitaba estar a solas con Roberto para aclarar la situación. No
estaba dispuesta a seguir viviendo con un hombre en el que
no podía confiar, ni en esta ciudad ni en ningún otro lugar.
Dejé que transcurrieran un par de horas antes de regresar. Cuando entré en la casa Giovina y Roberto estaban
sentados en la terraza con caras de preocupación, me pidieron que me sentara con ellos, tenían que hablar conmigo.
Roberto parecía consternado; fue él quien se dirigió a mí y
me contó que el año pasado, cuando salió de Barcelona, había dejado enormes deudas que le estaban reclamando y las
personas a las que debía dinero no eran precisamente “bellas personas”; su deuda había subido considerablemente
durante este tiempo con los intereses. La pasada noche intentó calmar sus ánimos revueltos con alcohol y anestesiar
su miedo y les pidió un tiempo para saldar las deudas, pero
no estaban dispuestos a dárselo. Giovina no tenía suficiente dinero, por eso acudían a mí. Me quedé helada... ¿me
están pidiendo dinero? No podía creerlo, tanto ella como
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
él estaban serenos (y sobrios) y sabían bien lo que decían.
No podía fiarme, de todas formas, tampoco podía prestarles
nada porque no tenía un euro, y así se lo hice saber.
La actitud y el discurso de Giovina cambiaron. Me
preguntó qué clase de amiga era, me dijo que ella era la
que me había invitado a pasar unos días con ellos, y cosas
de este jaez. Le molestó mi desconfianza, aunque en ningún momento hizo alusión a la noche anterior, como si no
hubiera ocurrido nada. Pero ¿qué clase de broma era todo
aquello? Ningún reproche a Roberto y todos a mí, que lo
único que hice fue intentar ayudarla. Había algo que no
encajaba en toda aquella rocambolesca historia de drogas,
deudas y enfermizas traiciones. Empecé a sospechar que no
me había contado la verdad y que había mucho más detrás
de aquella actitud hostil y ridícula.
De tanto vivir fingiendo o de tanto fingir viviendo,
Giovina se había olvidado de ser ella misma, sus recuerdos
eran cada vez más difusos y erráticos, apenas se conocía ni
se reconocía. Se echó a llorar y se marchó al dormitorio,
donde se encerró para salir después de un largo rato, más
dispuesta y enérgica: había tomado la decisión que llevaba
tiempo pensando de irse de Barcelona, especialmente después de que mi respuesta no fuera la esperada ni deseada,
y de darse cuenta de la encerrona emocional en la que ella
misma había caído. Lo haría sola, esta vez no acudiría a nadie, ni a sus padres ni a su hija, ni a amigos; tenía que estar
sola para pensar. Roberto la había arrastrado a una vida sin
sentido cada vez más vacía de valores, la había empujado a
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
un mundo desgraciado e ingrato, hacia un abismo cada vez
más profundo.
Giovina, aprovechando que Roberto terminaba de
recuperarse de su cogorza egoísta e infantil en su despacho,
me puso al tanto de su decisión y me leyó la carta que había
estado escribiendo para Roberto:
Adiós, mi amor, necesitas un tiempo para solucionar tus problemas, yo nada puedo hacer, has de ser tú solo
el que se centre para que podamos tener un futuro juntos.
Noches como las de ayer sólo agravan la situación, porque
no confías en mí lo suficiente como para que esté a tu lado,
creo que es el momento de dar una callada ausente por respuesta. Ya no tengo miedo por ti, tu ego está por las nubes
y te acompañará allá donde quiera que vayas. Estaba convencida de que nuestro amor superaría cualquier barrera,
pero para que eso suceda, hemos de ser los dos los que queramos saltar, y en estos momentos sólo yo estoy dispuesta a
dar ese salto. Ayer comprendí que por este amor soy capaz
de enemistarme con personas que sólo intentaban ayudarme, como María, mi familia y el resto del mundo, que sería
capaz de cualquier decisión desesperada para no perderte,
pero también comprendí que no quiero autodestruirme más
de lo que ya estoy haciendo a tu lado, he de recomponerme
para poder ayudarte desde la razón y la serenidad.
Te amo,
Giovina
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Salimos de la casa dejando a Roberto durmiendo
la mona.
Estábamos en el rellano de la escalera a punto de
cerrar la puerta cuando aparecieron dos hombres armados
detrás de nosotras y nos obligaron a entrar de nuevo en la
casa. Mientras uno de ellos nos mantenía sentadas en el
sofá del salón, el otro registraba la casa. A los pocos minutos apareció con Roberto y le hizo sentarse a nuestro lado.
El más alto de aquellos dos matones, mirando a Roberto
con ojos amenazadores, le dijo: –Anoche te escapaste, poetilla. Eso no estuvo bien,
ya hemos perdido mucho tiempo y nuestro jefe está más
que harto de tantas tonterías; será mejor que nos acompañes al notario para hacer el traspaso de las escrituras de tu
casa y de la librería. Nos están esperando. Tus amigas se
quedarán aquí con mi amigo hasta que regresemos. No te
preocupes, cuando acabemos, no te molestaremos más.
Las deudas de Roberto estaban a punto de ser saldadas y nosotras éramos la garantía. Roberto nos tranquilizó.
Parecía transformado. El que sus errores e infantilismo hubieran puesto en peligro a la mujer que amaba (y a mí, más
por extensión y porque estaba allí), le hizo comprender que
había llegado el momento de crecer, de encarar los problemas que él mismo se creaba en torno de sí, y de solucionarlos como los hombres suelen solucionar estas situaciones,
un poco a destiempo o a última hora. Nos dijo que el pasado
le estaba cobrando sus abusos y vicios, pero que había tenido suerte, porque Giovina aún estaba allí.
San Gimignano, el Museo de la Tortura y la Piazza Duomo
El destino quiso que fuéramos testigos de cómo
un hombre empezaba a reconocerse a sí mismo, sus actos
y consecuencias. Hasta ahora Roberto no había sido responsable de su vida disoluta y egoísta, su conciencia cloroformizada estaba despertando del efecto del anestésico,
deseaba ser un hombre recto sin actos reprobables, la vida
le estaba dando otra gran oportunidad de vivir al lado de
la mujer que amaba y que sabía le amaba, tenía además
el aliciente del éxito profesional, comprendió que no podía
cometer más errores, estaba, al fin, dispuesto a zanjar su
pasado y seguir adelante. Nos dijo que cuando volviera nos
contaría todo.
Las horas pasaban lentamente (de hecho, el tiempo
goza y sufre del antojo y el ánimo de quienes creen poseerlo). Nos trasladamos a la cocina para preparar un café.
Nuestro fiel custodio era amable, repetía que sólo teníamos
que esperar a que volvieran y todo acabaría, que el hecho de
que hubiéramos visto su cara no suponía ningún problema,
porque sería mejor que la policía no llegara a saber nada
de todo aquello por los muchos chanchullos de Roberto.
Estaba seguro de nuestra discreción y de que después de
solucionar el problema, desapareceríamos de Barcelona.
No le faltaba razón a nuestro carcelero, de hecho, en
cuanto llegó Roberto, llamamos a una empresa de transportes y alquilamos un guardamuebles para dejar las cosas de
la casa, y salimos de allí sin volver la vista atrás.
Esa noche Giovina rompió la carta que le había
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
escrito a Roberto, nos registramos en un hotel e intentamos,
cada uno a su manera y en su cuarto, dormir, si es que se
puede llamar dormir a dar más vueltas que un giróvago y a
tener pesadillas que se mordían la cola, apretadas y empellándose unas a otras. No era para menos.
A la mañana siguiente pensaba despedirme de la
pareja e irme directamente al aeropuerto con el objeto de
regresar a Madrid, de donde nunca debí salir. Pero llamaron a mi habitación, eran Giovina y Roberto, querían hablar
conmigo; las enormes ojeras en sus rostros y sus caras de
cansancio delataban una noche de insomnio. Me dijeron
que volvían a Italia pero no a San Gimignano; de momento
se quedarían en Roma, un amigo de Giovina les dejaba una
casa que tenía vacía. Su situación era crítica, sin apenas recursos económicos y sin trabajo, contaban únicamente con
los posibles ingresos de la venta del libro de Roberto y la
casa de Giovina.
Me despedí de Giovina y de Roberto, con la sensación de que la estupidez no tiene límites, salvo el que
nos procura el escaso sentido común. El mío me decía que
volviera con mi familia a Madrid, recuperara el control de
mi vida y que si alguna que dice llamarse amiga, como un
fantasma del pasado, se presentara de improviso reclamando tiempo por recuperar, dinero por pedir o sentimientos
por compartir, la mandaría como se mandan a los chicos a
hacer recados o al mismísimo diablo a hacer puñetas .
UNA VIEJA GRABADORA
N
O recordaba cuánto tiempo había pasado desde
que mi hermano había movido algún músculo voluntariamente. En realidad no quería recordarlo,
pero lo sabía con exactitud, fue después de aquel año de trabajo codo con codo, y después de la publicación de nuestra
primera novela. Yo estaba exultante, por fin habían publicado nuestra obra, reservada hasta entonces al propio ego,
donde vulnerábamos todas las reglas del exhibicionismo de
la escritura. Y, a pesar de creerle dotado de esa inteligencia superior, con ciertas dosis de vanidad y pedantería tan
propias de la juventud, mi querido hermano no lo superó y
cayó en una profunda depresión.
Quizá nunca debimos publicarla. Las críticas fueron
feroces. Todos aquellos necios que se proclamaban críticos
literarios le habían hundido en un pozo sin fondo. Fue entonces cuando realmente me sentí agraviada por todas las
formas posibles de la necedad, aunque siempre pensé que
la necedad era una forma legítima de la razón. Pese a que el
tiempo calló la boca a todos esos fatuos con la publicación
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
de la séptima edición, mi hermano nunca se recuperó; había puesto su espíritu, su ternura, su inteligencia y su vida
en aquel libro. No pude comprenderlo hasta después de su
publicación; para mí sólo eran historias vividas en el seno
de la familia, transcritas para que otros las disfrutaran, pero
él expuso su alma al público y se la destrozaron. Ciertos
seres libres, inquietos pero frágiles como crías de bestia entre bestias, no logran adquirir las destrezas necesarias para
convertirse en una de ellas y sobrevivir como ellas.
Hace ya dos años que soy su cuenta historias, su lectora. A veces me hago la ilusión de que me está oyendo, sobre todo si, en el libro que estoy leyendo, aparece alguno de
sus personajes arquetipos que tanto le gustaban… (¡Maldita
enfermedad!). Y, esta mañana, por fin, una melodía le había
despertado de su letargo; la escuchamos desde el interior
del apartamento, la ventana estaba abierta y un luminoso
día alegraba la habitación, yo leía y escenificaba El ruido y
la furia de William Faulkner, sé que adoraba a Benjy, para
quien el mundo, su mundo, se basa más en percepciones
que en personas y objetos, decía mi hermano que era un
personaje con una sensibilidad extrema y extraordinaria, no
un idiota presa de sus prejuicios y preceptos.
Normalmente sólo oíamos ruidos de vasos, botellas
y el murmullo de las conversaciones de la terraza que está
debajo, una algarada divertida, casi teatral que hacía que
los instantes no se eternizaran... y se olvidaran; pero todo
estaba en silencio cuando empezó a sonar la melodía más
conmovedora que he escuchado en mi vida, me di cuenta
Una vieja grabadora
de su casi imperceptible movimiento, porque mi hermano
cerró los ojos y permaneció callado de una manera distinta
a la habitual, como si se moviera al compás de aquella música, su vida también estaba llena de percepciones como las
de Benjy, las suyas.
Dejé el libro sobre la mesa y observé su reacción;
permaneció así hasta que terminó aquella melodía interpretada al piano. Pasaron unos minutos y no volvimos a escuchar nada parecido; de nuevo nos acompañaban la batería
de ruidos de siempre.
Al sentir la felicidad a la que le había transportado aquella deliciosa música, bajé al local para averiguar el
nombre de aquella pieza y de su intérprete, pero la pianista
(pues era ella) se había marchado y los camareros no sabían
quién era.
No estaba dispuesta a abandonar mi búsqueda.
¿Por qué no me daban más información?, ¿sería verdad
que no tenían ni idea de quién era aquella mujer, ni de la
melodía que interpretó al piano? Uno de los camareros
me dijo que era una clienta, que al ver el piano, se acercó
y empezó a tocar. Averigüé su nombre, Sara, y que es rubia, joven y posiblemente de uno de los países de Europa
del Este.
Lo único cierto era que el sonido de aquel piano embrujó a mi hermano aquella mañana de verano; los
compases de aquella canción consiguieron más que todos
los médicos y psicólogos: unos minutos de gozo y dicha
tan ansiados en los últimos años, y yo estaba decidida a
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
conseguir que la escuchara de nuevo, aunque tuviera que ir
al fin del mundo para lograrlo.
Después de comer, decidí leer el periódico antes de
mi acostumbrada media hora de siesta. ¡Y allí estaba! Entrevista a Sara Svoboda. La pianista checa está de visita en
nuestro país en un viaje privado... Me levanté de un salto y empecé a investigar en Internet. ¡Allí estaba!, delante
de mis ojos: Sara Svoboda, 22 años. Su carrera empezó a
los siete años interpretando a Haydn, Mozart y Beethoven.
Desde hace tres años interpreta sus propias composiciones.
En octubre saldrá a la venta el primer recopilatorio de sus
28 temas...
Faltaban dos meses todavía. Dos meses era demasiado tiempo; no podía esperar tanto. Seguí investigando y
descubrí que al día siguiente actuaba en Londres. No podía
perder tiempo.
Cuando llegué al Auditorio Nacional de Música
de Londres, no quedaban entradas, no sabía qué hacer, y
entonces, al darme la vuelta, me di de bruces con ella, y
para mi sorpresa me escuchó. Entramos juntas, y entre bastidores inmortalicé aquella canción con una vieja grabadora
propiedad de Sara.
FUGA A MADEIRA
E
L sol se estaba poniendo, y no me había encontrado
con nadie en el camino que cruza la carretera, por el
que me adentré. Tomé el de la derecha por eso del
“todo derecho” que dicen todos aquellos a quienes se les
pregunta por una dirección cuando se está perdido. A un par
de kilómetros vi un pueblecito y el mar: ¡Salvada!
Cuando llegue al pueblo llamaré por teléfono y vendrán a buscarme, estoy sin dinero, sin documentación, sin
nada, espero que confíen en mí y me permitan hacer esa llamada, pero cuanto más me acercaba, me daba cuenta de que
en realidad no era un pueblo, eran cuatro casas de campo
que parecían deshabitadas, nadie en las calles y ni una sola
luz en las casas, y ya era casi de noche.
Llamé a todas las puertas, grité, me desesperé, pero
nada, no hubo tu tía. Ya había acabado el verano, y aquellas casas estaban vacías, seguro que tendrían algún tipo de
alarma conectada. Si rompía un cristal de alguna de ellas,
aparecería la policía. No había verjas en las ventanas; las
personas que vivían allí debían de ser las únicas que se
acercaban a aquel lugar y, por lo que se veía, no iban mucho
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
o lo hacían por poco tiempo. Calculé que estaría a unos diez
kilómetros de la carretera por el tiempo que había tardado
en llegar en coche desde Funchal.
En una de las casas había una placa que decía: “Aquí
vivió Diego Colón y Moniz Perestrello, administrador colonial, hijo y sucesor de Cristóbal Colón y de su esposa Felipa
Moniz, noble portuguesa hija del capitán donatario de la
Isla de Porto Santo”.
Como reclamo inmobiliario, no está mal: “Nos hemos comprado una casa en la que vivió el hijo de Cristóbal Colón”... a pesar de no estar construida en Porto Santo,
donde nació Diego Colón, ¿qué más da?, al fin y al cabo es
Madeira.
Muy bien, pues con su permiso, don Diego Colón
Moniz y Perestrello, voy a romper un cristal de tu casa.
Quité los trozos de cristal que habían quedado enganchados y entré por la ventana; ya en el interior tropecé con
todo cuanto había a mi alrededor, la luz estaba desconectada; deambulé a ciegas por la casa hasta encontrar la puerta
principal de salida a la calle, y en uno de los laterales palpé
lo que debía ser un contador de electricidad y lo conecté.
Me giré y encendí la luz de la entrada, buscaba un teléfono
desesperadamente, ya que las alarmas no habían sonado, o
al menos yo no había oído nada, puede que fueran silenciosas, conectadas con la policía o con alguna empresa de seguridad; avancé por el pasillo de entrada hasta la habitación
que sí estaba iluminada, descorrí las cortinas, era la ventana
por la que me había colado en la casa. Miré a mi alrededor,
Fuga a Madeira
era uno de los dormitorios. Encima de una de las mesitas
de noche había un teléfono, lo descolgué con intención de
hacer una llamada pero estaba sin línea.
En la cocina había latas de conserva, comprobé la
fecha de caducidad y me abrí un par de ellas, una de bonito
y otra de espárragos. Después de comer, el cansancio se
apoderó de mí.
La luz de la mañana me despertó, durante la noche
no había pasado nada, nadie se acercó hasta la casa. No se
oía ningún ruido. El agua estaba fría, aún así me daría una
ducha rápida, limpiaría los cristales rotos e intentaría dejar
la casa como la encontré.
Salí de la casa del mismo modo que había entrado,
por la ventana. Ya en la calle comprobé que estaba sola en
aquel lugar. Me disponía a irme cuando vi un coche de policía acercándose. Eran de la patrulla de carreteras.
– Buenos días.
– Buenos días agentes estoy perdida desde ayer por
la tarde y he pasado la noche en esta casa no es mía me colé
por una de las ventanas y... –no paraba de hablar, sin comas ni puntos como el último capítulo del Ulises de Joyce,
aunque no por las mismas razones que Molly Bloom. Yo
estaba muy nerviosa y no sabía si me estaban entendiendo.
–Señora, por favor, tranquilícese, la entendemos
perfectamente. Ahora debe acompañarnos –me dijeron solícitos y educados los dos guardias, al tiempo que me conducían a la comisaría para prestar declaración... más tranquila
y coherente de lo que había hecho hasta ahora.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Me pidieron que esperara. Estaba sentada en el pasillo de la comisaría, al lado de un hombre con la cara desencajada que miraba constantemente a ambos lados esperando
a que alguien se le acercara. Daba la impresión de que estaba esperando noticias.
–Hola, me llamo Carlos Gómez de Diego, soy español, de Santander, ¿es usted española? –hacía tiempo que
no veía a nadie tan nervioso.
–Sí, soy de Madrid, mi nombre es Isabel – lo de los
apellidos me pareció dar demasiada información a un desconocido.
–Estoy perdido, me han robado todo lo que tenía, y
me han dejado con lo puesto –esbocé una sonrisa. Me resultaba familiar aquel tipo.
–Se ha convertido en costumbre, lo de dejarte con lo
puesto. Yo estoy en su misma situación.
–No lo creo, yo he sido testigo de un crimen, y ahora soy sospechoso –pensé que no sería mala idea olvidarme
por un momento de mis problemas, así que le animé para
que me contara su historia, y así lograr lo que otros ya hicieron con la infabilidad de una mosca: pasar el rato para
volver al mismo sitio.
–Llegué ayer por la mañana, quería pasar unos días
tranquilos y descansar un poco. Me registré en el hotel y me
fui a dar una vuelta por la isla, quería comer en un restaurante que me habían recomendado y después volver al hotel
para una buena siesta. Todo se torció, y ahora esa mujer está
Fuga a Madeira
muerta. No la conocía, me paró en plena calle y me pidió
ayuda, ya estaba herida, y murió a mis pies.
Y yo que pensaba que tenía problemas, a mí sólo me
habían robado el coche y el resto de mis pertenencias.
Al final de la tarde, y gracias a las nuevas tecnologías, lograron confirmar mi identidad y me acompañaron
al aeropuerto. Antes de salir de la comisaría pregunté por
Carlos, me dijeron que se había ido a su hotel, que el verdadero asesino de aquella pobre mujer se había entregado. Se
trataba de su novio, “una mujer más, víctima de la violencia
doméstica”, dijo uno de los policías, como quien dice: no
ha sido más que eso.
Mi huida en solitario había acabado. Por fin tomé
la decisión que tenía que haber tomado hace años. Estaba
claro: el destino quiso ponerme allí. Me enfrentaría a él. No
acabaría como aquella mujer.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
NI AGRADECIDO, NI PAGADO
M
E he puesto de acuerdo con mis tres amigas de
hace años en reunirnos una o dos veces todos los
meses para poner verde a todo lo que se mueve
y a lo que no, y por descontado, a los hombres, pero, sobre
todo, para no olvidarnos unas de las otras ahora que la casa,
el marido y los niños nos han acaparado, y sin quererlo, nos
hemos convertido en lo que llaman mujeres desocupadas,
amas de casa fuera del mundo laboral, y casi parásitos sociales para algunos, menos mal que siempre nos quedará
el eterno agradecimiento de nuestros hijos bien criados y
alimentados, a diferencia de los hijos de las parejas incorporadas al mundo laboral que reconocen a sus padres por
la foto del salón. A veces siento remordimientos por disponer de estas escapadas, rozando lo indecoroso, ni todos sus
avances sociales del siglo XXI hacen que desaparezcan de
mi mente esos pensamientos rancios, y ese es uno de los
motivos por los que propuse nuestras reuniones, necesito
avanzar y valorar mi trabajo; salgo de allí con fuerzas renovadas para afrontar las siguientes semanas hasta la próxima
reunión. En nuestro grupo siempre hay anécdotas nuevas
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
que nos contamos con todo lujo de detalles. Hoy me ha tocado el turno a mí y a la conversación telefónica que tuve
con mi madre.
–Me gustaría que escucharais la conversación que
tuve ayer con mi madre –las dije, acostumbrada como estaba a dar un titular llamativo para captar la atención de mis
ruidosas amigas que no paraban de cuchichear y hablar por
los codos–. Después de saludarla cortésmente la dije (sí,
soy laísta, vaya por Dios, que no es nada malo ni serio ni
aberrante, y no tengo mucha intención de corregir esta costumbre castellana):
«Mamá, ¿sabes?, las cocinas más limpias son las de
las casas de las mujeres sin trabajo remunerado. He llegado
a esta conclusión después de estar más de tres horas limpiando la mía, y lo peor, es que aún me quedan al menos
otras tres horas más. La grasa, lo peor es la grasa que queda
detrás de los sitios que nadie ve, pero como tú sabes que
están ahí, pones más esmero en su limpieza. Es como un
vicio más, la cocina puede estar sucia durante meses, pero
cuando la limpias tiene que quedar impecable. Me pregunto
si no tendrán la culpa tantos anuncios de Don Limpio, espero que sea eso, porque lo del gen que tienen las mujeres
me resulta insultante. La he contado la paliza que tenía en
el cuerpo, después de la limpieza a fondo de la cocina y no
creas que me ha consolado, ni me ha dicho que descanse y
no me dé matogazos, o que contrate a alguien, ¡no!, sólo se
la ha ocurrido decirme: Es algo que hay que hacer, y nadie
Ni agradecido, ni pagado
mejor que una, y ahora que tienes tiempo podías aprovechar y dar un repaso a toda la casa, siempre hace falta. Así
que he descubierto que más que Don Limpio o los genes, la
culpa es de las madres.»
Me tomé un respiro, porque estaba un pelín acelerada, enfadada y algo resentida, y tampoco quería dar la impresión de que había sido una discusión, porque no lo fue en
absoluto. Y la cara de mis amigas había que verla... estaban
casi indignadas, tanto como yo al hablarles de la filosofía de
mi madre.
–Porque es mi madre, pero qué narices es eso de
aprovecha, yo más bien diría desaprovecha. Pero no contenta con lo que acababa de decirme, ha seguido: Así no
necesitas gimnasio, no hay mejor ejercicio para los brazos
y las piernas que una buena limpieza en casa.
–Ya estaba harta de los comentarios de mi madre,
y me estaba empezando a arrepentir de haberla llamado,
porque no creáis, que no acaba ahí la cosa, se me ocurre
decirla: «Entonces, habrá que informar a algunos hombres
que van al gimnasio para ponerse en forma, que no se gasten el dinero tontamente, porque además tampoco tendrían
que pagar a una chica de la limpieza, doble ahorro, ¿no te
parece?, sobre todo los que viven solos, ¿no crees?»
–Ahí se la he tirado... por mi hermano, ¿sabéis? Está
divorciado y vive solo, y claro, tiene una señora que le limpia la casa, se ocupa de la plancha, la comida y todo lo demás, y, por supuesto, a mi madre la parece que es lo propio,
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
pero en mi caso nunca la pareció bien. Y me contesta: Los
hombres, los hombres... ¡Mira tu padre! Después de que
limpia lo que él y sólo él cree que tiene que limpiar, hay que
ir detrás limpiando lo que no ha limpiado. Trabajo doble.
¡Quita, quita! Es mejor que no se pongan. Los únicos hombres que deben entrar en una cocina son los cocineros.
Mis amigas habían estado asintiendo todo el tiempo
que duró mi monólogo, sintiéndose identificadas con todo
lo que había dicho, entonces una de ellas sentenció:
–Porque esta mierda de trabajo, ya sabéis, ni agradecido, ni pagado.
El trabajo doméstico, tan luchado por las mujeres de
todo el mundo (ahora también por algunos hombres, que no
hacen legión, qué le vamos a hacer) seguía siendo ingrato,
pese a todas las filosofías maternas.
Cuando nos despedimos, brindamos por nuestros
hijos y los hijos de nuestros hijos, y por una nueva filosofía
materna.
EL MISTERIO DEL AUTOBÚS
S
E sentó en uno de los asientos individuales de delante del autobús (se podría escribir todo un tratado de
psicología sobre la personalidad de quienes se colocan delante en un autobus, o en los pupitres de clase, en
las conferencias, conciertos, o, mismamente, los que hacen
vangüardia en un combate, aunque no tengan nada que ver
los unos con los otros, salvo que van primero que nadie).
Estaba triste y exhausta, un poco ida y de vuelta de todo.
Eran las diez de la noche, a esas horas apenas viaja nadie,
sólo había otras tres personas y el conductor.
Un hombre se puso a su lado, se dirigió a ella en
tono amable y cordial, de esos tonos que apenas dicen nada
de quien lo utiliza y deja muy poco que decir a quien lo
atiende:
–Disculpe, ¿le importaría dejarme pasar, por favor?
Se quedó atónita. El autobús estaba casi vacío, sólo
había otras dos personas esperando al lado de la puerta de
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
salida para apearse en la siguiente parada. Ella le miró desconcertada (de esas miradas que no dicen nada de quien las
tiene y deja muy poco que mirar a quien las recibe.
–¿Me está vacilando? –el hombre le devolvió la
mirada tranquilo, y obstinado volvió a preguntarla, con la
misma amabilidad y cordialidad de antes, confirmando que
si una vez funciona, la siguiente también.
–¿Le importaría a usted dejarme pasar, por favor?
Ella no daba crédito. Estaba al lado de uno de los
mayores tarados con los que se había topado en su vida... y
será por tarados.
Pensó: Me levantaré y me iré a otro asiento, no tengo ganas de tonterías, y a la vez que pensaba esto, se levantó de su asiento (comunión significativa de pensamiento y
obra, haciendo mutis y a la francesa); y dirigió su mirada
de nuevo hacia él, pero vio al hombre sentado en uno de los
asientos dobles y el de su lado estaba vacío, era el mismo
asiento que había ocupado ella ¿Cómo era posible? Hace
unos segundos sólo había un asiento individual, y lo mejor
de todo es que, según recorría el pasillo, se topaba con hombres, mujeres, incluso niños, el autobús estaba repleto, a
excepción del asiento de al lado de aquel hombre, y lo más
sorprendente de todo es que era de día y brillaba el sol.
Dos paradas después, sin comprender qué es lo que
El misterio del autobús
había pasado con aquella noche que desapareció en unos
segundos, ni la procedencia de los pasajeros de aquel autobús, se dirigió a la puerta de la salida. Cuando pisó la calle,
su tristeza había desaparecido y, en su lugar, una sonrisa de
par en par iluminó su rostro.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
LA VIDA SECRETA DE DOBLE A
N
OS dirigimos a las afueras de la ciudad a una zona
que no conocía. Mi compañera estacionó el coche
en la entrada de un edificio que parecía abandonado. Abrió la puerta principal del edificio y pasamos al
interior. En el fondo de pasillo, al lado de una de las puertas
vi a un individuo alto, de unos treinta años, llevaba un traje
azul oscuro y tenía aspecto de hombre de negocios.
“¿Andrés Álvarez? ¡Qué pequeño es el mundo!”,
me dije, mientras le observaba. Tenía ante mí al seductor
Andrés; así le llamábamos en la Universidad: primero te
conquistaba con la mirada, y cuando recibía respuesta, se
acercaba y te envolvía con su palabrería y con su especial
don de gentes. Un conquistador nato, no te podías fiar de
él más allá del momento en el que le tenías al lado. Le
había visto actuar muchas veces. Acostumbrado a salirse
con la suya, era un adulador bien entrenado en la vida que
siempre se aprovechaba de la ingenuidad de los demás y
no dudaba en sacar provecho de cualquier situación: un
auténtico vividor.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
A mí nunca me interesó más que como personaje
curioso, y después del primer año, ni siquiera eso, pero él
nunca perdió su interés por mí, no comprendía que no cayera rendida a sus pies y no dejó de insistir hasta el último año
de carrera.
Habían pasado muchos años desde que le perdí la
pista. Lo último que supe de él es que era un alto cargo del
Ayuntamiento.
– Hola, Ada. ¡Cuánto tiempo sin saber nada de ti!.–
Esto sí que no me lo esperaba– me dijo nada más reconocerme en el pasillo.
Entramos a uno de los pisos, el interior estaba amueblado, limpio y, desde luego, habitable. No tenía nada que
ver con aquel exterior tan feo e irritante a la vista y al resto
de sentidos. Mi compañera estaba cada vez más incómoda,
no sabía qué hacer. Enseguida me di cuenta de que la voz
cantante la llevaba Andrés.
–¡Increíble! No me puedo creer que seas tú. Precisamente tú, la culpable de todo. Mi antigua compañera de
Universidad. Siempre fuiste una listilla. Nunca pude hacerme contigo.
–No sabía que querías hacerte conmigo, Andrés –le
respondí, todavía insegura y distante, pero procurando no
caer en su trampa.
–Claro que sí, y no era el único. Tú siempre manteniendo las distancias, apenas sí reparabas en ninguno de
nosotros, pobres infelices. Qué curiosa es la vida. Ahora
estoy de nuevo en tus manos, hermosa rubia.
La visa secreta de Doble A
No había perdido facultades: irónico y adulador,
hiriente y servil, Andrés seguía utilizando las mismas armas que hace años, sólo que ahora mi vida dependía de este
canalla, sin honor y seguramente un asesino. Ya no servía
que mirase a otro lado o que le ignorara como hacía antes.
Tendría que enfrentarme a él y disimular mi miedo.
–Así que eres el jefe del cotarro, un auténtico traficante y asesino.
–¡Je, je, je! No eres consciente de tu situación, ¿verdad? Pues bien, te pondré al corriente: Hace meses que estoy con esta operación que, por desgracia, se torció de mala
manera. ¿Culpa mía? Sí, señor; me rodeé de ineptos, y ya
ves, al final me he quedado solo, y lo único que quiero es
acabar con esto de una vez. Mañana tengo un compromiso
importante con un joyero al que le prometí los diamantes;
éste, a su vez, tiene sus propios compromisos... y así, sucesivamente. ¿Comprendes lo que quiero decir? Por tanto, no
puede pasar de hoy que me des lo que es mío –me clavó la
mirada, penetrante y estudiada, fija y amenazadora, lo suficiente como para que perdiera mi también estudiada compostura, a pesar de lo cual pude articular palabra y decirle:
–Suponiendo que tenga los diamantes o que sepa
dónde están, ¿por qué tendría que dártelos? Se me ocurre
que sería como firmar mi sentencia de muerte –y miré a mi
compañera, que temblaba como manos de anciano–... nuestra sentencia de muerte.
Me dije: “En situaciones como ésta has de pensar
en El puente colgante de Bosha, invisible para Zu Wang,
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
el arquitecto que lo diseñó. Fue la idea que se cruzó por mi
mente en ese momento: tienes que soñarlo para poder cruzarlo. Necesitaba esa noche para soñarlo, necesitaba ganar
tiempo. Lo primero que tenía que hacer era salir de allí.
–Andrés, supongo que ha llegado el momento de
hacer un trato. Comprende que quiera salir de todo esto indemne.
–Dime dónde están los diamantes y hablaremos.
–De acuerdo, pero antes me gustaría saber qué voy
a sacar yo de todo esto, compréndelo, me he arriesgado más
que nadie en esta operación, y creo que no lo he hecho mal,
nadie sospecha de mí.
Andrés sacó la mano del bolsillo de su chaqueta,
empuñaba una pistola, y, sin mediar palabra, disparó a mi
compañera.
–Adiós al último eslabón de la cadena. Espero que
tú seas más lista y no me engañes o terminarás igual que
ella, y es algo que no deseo en absoluto. Dame los diamantes –saqué la bolsita y se los entregué sin dudarlo un instante. Estaba muerta de miedo después de ver la frialdad con
que quitó la vida a mi pobre compañera–. Cuando termine
esta operación, desapareceré y nadie volverá a saber nada
de mí, y tú, querida, podrás seguir con tu vida, eso sí, con
la boquita bien cerrada. Pronto lo olvidarás todo, será como
un mal sueño. Sabes, rubia, siempre te admiré, y por eso, te
dejaré vivir; no sólo me gustabas, te respetaba. En una ocasión me di cuenta de que estabas pasando una mala racha
e intenté ayudarte, rebusqué entre tus cosas para descubrir
La visa secreta de Doble A
cómo podía hacerlo, fue entonces cuando descubrí tus poemas. Había uno que me produjo una gran tristeza, porque
se notaba que estabas sufriendo y sólo pensaba en hallar el
motivo de tu desesperación y así poder ayudarte. Arranqué
la hoja de tu cuaderno y me la llevé conmigo, y aún la conservo. El poema lo titulaste Mujer, ¿Lo recuerdas?:
Si me pongo a pensar, me duele,
Si no pienso, también.
Mi propia existencia me duele.
Con el alma hecha trizas, me desespero…
Y me calmo.
No sé vivir; sólo sobrevivo.
Cuando disfruto, siempre caigo
Me sale cara la vida.
Nada es gratis.
Las deudas del pasado me acorralan.
Mis acciones me persiguen y me acosan.
El miedo me atenaza, me amordaza.
La inseguridad hace mella en mí…
Y mis decisiones, escasas.
Cuando me empujan, me sobrecojo,
Cuando me ayudan, se cobran.
La cobardía me tiraniza
El malestar, diario;
Mis deseos, sencillos e inútiles;
Mis intenciones, inmaduras.
Todo lo comparto, y todo lo pido.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
No hablo, no digo,
No vivo, no siento, no percibo.
Acercaos.
Aquí, aquí: mirad,
Una autómata.
Pero no...,
Aún no, el dolor sigue ahí
Sí, aún siento.
En ese momento, cuando Andrés me recitó aquel
poema que escribí hacía tanto tiempo, me pareció imposible
que hubiera sido yo su autora. Ni siquiera lo recordaba, y
él se lo sabía de memoria. Repasé aquella mala época de mi
vida, pero también que siempre me crecía en las adversidades. Era una de mis pocas virtudes.
La calle estaba desierta, estaba amaneciendo, no sabía cómo había llegado hasta allí, y de la noche anterior,
sólo pude recordar que eran las diez de la noche, llovía y
paseaba con Andrés después de salir de aquel extraño edificio, y que sentí el pinchazo de una aguja en mi cuello.
¿Dónde habíamos estado? ¿Por qué estaba sentada en aquel
banco? ¿Dónde estaba Andrés?
Me levanté y miré hacia arriba en donde se podía
leer en la placa de la pared “calle San Bernardo”. Apenas
pasaban coches. Calculé que serían las seis de la mañana.
Divisé la boca de metro de Noviciado. Tenía mi bolso colgado en bandolera, lo abrí y tenía todo allí dentro; todo,
menos la bolsa de los diamantes que había entregado a
La visa secreta de Doble A
Andrés. Me topé con un papel que no identificaba entre mis
cosas. Era una carta de puño y letra de Andrés, a juzgar por
la firma:
Querida Ada, en el mundo hay muchas clases de
hombres: yo soy de la peor; podría decirse que soy un
grandísimo ‘hijoputa’; lo de grandísimo es para sentirme
aún más orgulloso de serlo. ‘Hijoputa’ a secas suena más
vulgar, pero aún puedo ser coherente con mis sentimientos
y albergar un mínimo de integridad. Éste es mi único acto
honesto en años. No hagas que me arrepienta. No habrá
ninguna represalia por mi parte. Tengo lo que quiero.
Ahora no soy Andrés Álvarez. Como habrás supuesto, para el mundo estoy muerto y enterrado; mi nuevo nombre nunca lo sabrás, así que no te molestes en dar muchas
explicaciones sobre lo que pasó ayer.
Me hubiese gustado que las cosas entre nosotros hubieran sido diferentes, pero, bueno, ya sabes: lo que pudo
ser y no fue, que nunca sea. Soy consciente de que no hay
sitio en tu vida para mí. Nunca me hubiese conformado con
ser un mero espectador, y, por supuesto, menos aún, eso de
ser amigos. Espero no tener que volver a verte, no quiero
complicarte la vida ni prescindir de ti. Adiós, preciosa Ada.
Andrés
Si voy a la Policía, no me creerán. La carta de Andrés, en realidad, no dice nada de nada sobre mi compañera, ni sobre sus actividades, más bien parece la carta de un
hombre que se despide. Ha sido muy cuidadoso diciendo
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
las cosas, sobre todo en lo de “prescindir de ti”; hubiera
sido más fácil si hubiese puesto, “no quiero asesinarte”, por
ejemplo.
La calle empezaba a cobrar vida. Paré el primer taxi
que pasó y me fui a casa. Todo estaba en calma. Reinaba el
silencio.
Alcancé la noche como quien cubre una etapa
o corona una cumbre, y no pude conciliar el sueño, a pesar
de lo exhausta que estaba por todo lo ocurrido. Me pasé la
noche escudriñando mi pasado por ver si encontraba algo
que explicara por qué me había metido en aquel lío con
tremendo desenlace. La idea de la muerte me invadió, de
mi muerte, claro. El argumento de la obra de mi vida se
complicaba y no conocía el final, sólo podía seguir leyendo.
Tenía en mis manos el álbum de fotos que mi madre
me regaló al cumplir los dieciséis años. Las imágenes me
transportaron a un pasado alegre y despreocupado. Fui una
niña a la que no le faltó de nada; mis padres me regalaron
una infancia sin traumas ni trastornos, mis deseos se cumplían al instante, no tenía quebraderos de cabeza, destacaba
en el colegio, con mis amigas y en mi familia sin el más
mínimo esfuerzo. Con el paso de las páginas, pasaba también mi niñez y me adentraba en la adolescencia y en las
pre-ocupaciones; a partir de los doce años, mi vida cambió.
¡Tenía obligaciones! Hasta entonces, nunca sospeché que
tendría obligaciones, que tendría que sentarme delante de
La visa secreta de Doble A
un libro y asimilar todo cuanto leía, que tenía que estudiar
por obligación para conseguir aprobar unos exámenes que
se me atragantaban, y mucho menos que la lectura se me hiciera cuesta arriba; yo quería seguir leyendo para meterme
en otros mundos, dejar volar mi imaginación, quería seguir
jugando en la calle, ver películas con mis hermanos encerrados en aquella habitación que era tan nuestra, imitando
a los actores y montándonos nuestra propia película. No
comprendía por qué tenía que renunciar a todo y ponerme
delante de un mamotreto que no me gustaba, era incapaz
de concentrarme pensando en aquel futuro del que todo el
mundo me hablaba y que no alcanzaba a ver; odiaba la tan
trillada frase de “tienes que labrarte un futuro”. Mi madre
no logró que tuviese interés, y quizá por eso me internaron
en aquel odioso colegio donde todo eran normas y preceptos; arrancaron mi infancia de cuajo y sin anestesia, y empecé a saborear la amargura de las lágrimas en silencio.
Incluso ahora me resultaba doloroso ver aquellas
fotografías a partir de la página titulada “Adita a los doce
años”, porque a partir de esa página sólo había fotos de vacaciones familiares, como si el resto del año me lo hubieran
robado reduciéndolo al verano. Mi vida entonces se bifurcó: la del colegio y la de mi familia, dos formas de vivir... y
dos formas de pensar.
Necesitaba recuperarme y volver a ser yo misma
con mi mundo interior, poder disfrutarme, y desplegar la
coraza que me aislaba de los malos. Pensaba que, en cualquier momento, me quitarían de en medio, las palabras de
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Andrés no me aliviaron y no me fiaba de aquel truhán, yo
era pieza clave en todo aquel lío de los diamantes.
Tenía que ir a la Policía, antes de que Andrés anulara la posibilidad de que llegara a esa edad en la que no
tienes que dar explicaciones a nadie, como decía don Julio.
Otra vez vinieron a mi mente momentos de mi infancia, esta vez en casa de don Julio, un maestro jubilado
que vivía en una preciosa casa a las afueras del pueblo y al
que visitaba todos los días cuando era una niña para saborear aquellas deliciosas galletas que preparaba su mujer y
para escuchar sus historias, algunas reales y otras inventadas; yo me quedaba en silencio sentada a su lado en el jardín
de la parte de atrás de la casa, a veces nos cubría la noche
sin darnos cuenta y yo volvía a casa cuando todos estaban
sentados a la mesa para la cena; mi madre me miraba y sonreía, nunca me riñó por aquello, sólo decía “Cuentacuentos,
ilústranos mientras cenamos”, y yo me sentía importante, la
protagonista de la noche, así que no sólo contaba las historias nuevas de don Julio, también las escenificaba. Después
de recoger la mesa, me permitían subirme a ella para poner
punto final a la historia de aquella noche, y luego salíamos
a la puerta de la calle, mis hermanos y yo, y nos reuníamos
con los otros chicos del barrio. Algunas noches les contaba
las historias de don Julio y otras mis propias historias. Me
aficioné a inventar cuentos, sobre todo, de terror para mantener vivo su interés. Los chicos son siempre muy impresionables.
La visa secreta de Doble A
Recordé que don Julio me decía: “Niña, si algún día
la situación te sobrepasa cuenta hasta 10 y actúa”, y aquella misma noche en que apenas pude dormir dominada por
miedos y peligros irracionales, conté hasta 11 y llegué a la
firme conclusión de que Doble A, que ya no se llamaba Andrés Álvarez, era asunto zanjado. Y me quedé plácidamente
dormida.
Aquella decisión de pasar página fue la mejor de
todas las que he tenido que tomar a lo largo de mi vida.
Los días que siguieron al asesinato de mi compañera esperé y desesperé, pero nada, no me habían vinculado con
aquel robo. El colmo de mi frialdad fue seguir trabajando
en la joyería hasta que acabó el verano y aprobé la oposición. Desde entonces fui una funcionaria más, profesora
en un colegio público. Andrés desapareció de la ciudad y
seguramente del país. Ahora, quince años después, aquella
historia más que una ‘historia vivida’ parecía una ‘historia
inventada’. Una historia de tantas para escenificar encima
de la mesa de la casa de mis padres como hacía cuando era
pequeña.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
ARE YOU LONESOME TONIGHT?
(¿ESTÁS SOLA ESTA NOCHE?)
T
ODAS las historias encierran ese algo mágico que
las hace especiales, no sólo por la historia en sí, sino
también por las circunstancias de sus personajes.
Esta es la historia de una etapa del Camino de Santiago que
cambia el rumbo de los protagonistas en el último tramo.
Para ella era la tercera vez que hacía el Camino, una
promesa hecha en silencio, y para él era la primera vez.
Unos días compartiendo la belleza de la naturaleza, viviendo los sabores y sinsabores, caminando a la par, con los pies
hinchados por las ampollas o por esa rodilla que se niega a
recorrer el camino sin dolor. Todo superable en la próxima
parada. Siempre rodeados de nuevos pueblos y nuevas gentes, y en cada uno de los tramos de la etapa, satisfacción y
felicidad, algo nuevo para contar y recordar.
Era el último día de aquella etapa del Camino, ya
habían pasado por: Astorga, Murias de Rechivaldo, Santa
Catalina de Somoza, El Ganso, Rabanal del Camino, Foncebadón, Cruz del Ferro, Manjarín, El Acebo, Riego de
Ambrós, Molinaseca, Ponferrada, Columbrianos, Fuentes
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Nuevas, Camponaraya, Cacabelos, Pieros, Villafranca del
Bierzo, Pereje, Trabadelo, La Portela, Vega de Valcarce,
Ruitelán y Las Herrerías.
Salían de León y entraban en Galicia, la ruta de este
último tramo del Camino estaba salpicada por brezos, retamas, y centenarios bosques de hayas y robles, y cargada
de leyendas, milagros, magia y esoterismo. Estaban entusiasmados por su inminente llegada al final de la etapa, un
último esfuerzo y completarían su camino. Decidieron ir por
el sendero de tierra y piedra suelta, con pendientes pronunciadas, y fue en una de esas pendientes del Camino de Las
Herrerías a La Faba, cuando apareció el maldito fantasma de
la impotencia, el peor de todos, ese que imposibilita al ser
humano, que le hace dependiente de los demás, ese que todo
lo cambia y que convierte al hombre en un ser a merced,
porque el miedo y el dolor todo lo anulan; ese dolor intenso
que hace que desaparezca el resto del mundo, ese maldito
dolor que se intensifica y no desaparece nunca, acentuado
por el miedo a lo desconocido, a un futuro incierto.
Todo a su alrededor se movía y ella no podía moverse, ni siquiera ponerse en pie, no podía pensar, decía tonterías, o más bien no sabía ni lo que decía, era un guiñapo en
manos de alguien que había decidido que su camino terminaba aquí, que no podría continuar a pesar de estar al final
de la etapa, la habían arrebatado la felicidad de caminar un
poco más, sólo un poco más.
Apenas habían transcurrido 24 horas, dos de aquellas las había pasado en el coche de la Guardia Civil que la
Are you lonesome tonight? (¿Estás sola esta noche?)
había trasladado por aquellos estrechos caminos de piedra
hasta la ambulancia, y ésta hasta el centro de salud más
cercano para que, después de un penoso reconocimiento,
decidieran trasladarla al hospital.
Había sido el día más largo de su vida y la noche
más penosa tirada en una camilla de hospital en un pasillo
frente a los lavabos, con el suero y los calmantes que iban
entrando en su cuerpo gota a gota. Esa noche pensó en la
buena y la mala suerte, en las circunstancias que nos favorecen y en las que nos entorpecen, en su hijo, en su familia
y en sus amigos, y recordó aquel teléfono móvil tan útil, y a
aquellos peregrinos que se paraban a preguntar y a ayudar,
aquel chico con barba que le cogía las manos y decía que le
mirase y se olvidara del dolor; y aquel otro de la imposición
de manos... esas maravillosas personas que intentaron que
ese maldito dolor se atenuara o desapareciera. Lo peor fue
la inseguridad, el miedo, no saber qué la estaba pasando, si
acabaría sus días tirada en aquel camino de piedras. No recordaba las caras de aquellos peregrinos, porque miraba sin
ver, pensó en sus amigos y compañeros del Camino que se
quedaron allí, que renunciaron a seguir su camino para estar
a su lado, pero, sobre todo, pensó en él, que no se había movido de su lado, pensó en el terror de sus ojos al sospechar
que a ella le había dado un infarto y que podría perderla.
Desde el momento en que le dijeron que la vida de
su mujer no corría peligro, pero que tendría que pasar una
noche en el hospital y no podría quedarse con ella, recordó
que tenía canciones de Elvis grabadas en el walkman. La
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
noche sería menos solitaria para ella con aquella música,
y también era la manera que tenía de decirle que estarían
juntos, los compases de aquella música harían el milagro,
y sabía que la magia de su amor por ella se plasmaba en
aquella música, y que esa magia no podría romperla ningún
fantasma; ya hubo otros fantasmas en el pasado, y podrían
aparecer otros en el futuro, pero nunca lograrían que desapareciera esa magia.
“Cuando hay dolor, no hay humor”, decía ella encogida en un rincón sobre la cama del hospital, sin poder moverse, pero las circunstancias se atropellaban; en su mente
aparecían imágenes absurdas sin por ello dejar de ser reales, imágenes en círculo alrededor de su cabeza, situaciones
burlescas y burlonas.
Escuchó una y otra vez, Are you lonesome tonight?,
aquella balada del Rey, con su voz mágica y rota por el alcohol y las drogas, y quizá el desamor, pero que invitaba al
amor y a romper con la soledad, llenar los vacíos del alma
con la presencia ardorosa del ser amado:
Are you lonesome tonight,
Do you miss me tonight?
Are you sorry we drifted apart?
Does your memory stray to a brighter sunny day,
When I kissed you and called you sweetheart?
Do the chairs in your parlor seem empty and bare?
Do you gaze at your doorstep and picture me there?
Are you lonesome tonight? (¿Estás sola esta noche?)
¿Estás sola esta noche?,
¿No me echas de menos?
¿Lamentas que estemos tan separados?
¿Acaso no recuerdas aquel día tan luminoso
en que te besé y te llamé dulce corazón?
¿No están vacías y desnudas las sillas de tu casa?
¿No miras fijamente la entrada y me imaginas allí?...
[Traducción libre del autor]
El cansancio, los calmantes, la melodía armoniosa
de las cadencias en la voz de Elvis, y Morfeo, batiendo sus
alas rápida y silenciosamente como las de un colibrí, y la
transportaron al mundo de los sueños, permitiéndole como
a cualquier mortal huir por un momento de las maquinaciones de los dioses.
A la mañana siguiente, con el sol de frente, y el
cuerpo dolorido aunque anestesiado, viajaron a Madrid con
su hermana y su cuñado, ya como peregrinos incompletos
sobre cuatro ruedas, esperando una mejor ocasión para culminar aquella etapa. El dolor y el miedo dejaron paso a la
esperanza. Hizo suyas las palabras de Vasili Grossman en
su novela Vida y destino: “En ningún lugar del mundo hay
más esperanza que en el gueto, ¿es posible que todos nosotros seamos sentenciados a muerte, que estemos a punto de
ser ejecutados?, los peluqueros, los sastres, los médicos...
todos siguen trabajando, ¡qué riqueza de esperanza! y la
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
fuente de esperanza era sólo una: el instinto de vida, sin
lógica alguna, resistiéndose al terrible hecho de que van a
perecer sin dejar rastro”.
Recostada en el asiento del coche, se apoderó de
ella el cansancio de la noche anterior mientras recitaba para
sus adentros el poema que la daba fuerza en sus peores momentos:
Cascotes cascados,
Piedras demolidas,
Torres destruídas,
Torres olvidadas,
Polvo,
Polvo que se llevó el viento.
Y ahora, ahora es tiempo de:
Éstos nuevos vientos con nuevos polvos,
Distintos, arraigados
Antes ajenos, ya propios.
Polvos que se han amalgamado,
Que se han levantado, soberbios, seguros.
Nuevos vientos, nuevos tiempos,
Ya presentes,
Acertados,
Contruidos con convicción,
Con certeza de presente y de futuro.
Torres inquebrantables.
Are you lonesome tonight? (¿Estás sola esta noche?)
Y como una promesa de futuro, decidió esperar,
porque es necesario esperar, aunque la esperanza haya de
verse siempre frustrada, pues la esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean, son
menos horribles que su extinción. Es mejor viajar lleno de
esperanza que llegar.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
EL PASADO, PRAETERITUS EST
D
ESDE que volví de Londres no era la misma,
mi carácter había cambiado, me alteraba por
cualquier cosa que se salía de la tan acostumbrada rutina. Mi familia y mis amigos lo sabían. Cuando intentaban sonsacarme, sólo obtenían la callada por respuesta, ni siquiera mi marido lograba entrar en mi
mundo, sellado desde el mismo día de mi vuelta.
Había estado una semana con una familia judía,
amigos de mis padres, en una preciosa casa en el norte de
Londres, recopilaba datos para mi próximo libro, Los herederos del desastre, un estudio sociológico sobre los descendientes de una niña judía, que estuvo en un campo de
concentración nazi con su madre y que ahora vivía con su
hija, su yerno y su nieto, en Londres. Salomón, el amigo de
mis padres, me había puesto al corriente de esta historia,
pero la familia de la niña judía no estaba en la ciudad en ese
momento.
–Tenías que habernos avisado de tu visita.
–No os preocupéis, volveré en breve. De momento,
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
creo que con los datos que me habéis aportado tengo más
que suficiente. Muchas gracias por todo. Hasta pronto.
Conocí a Lucía en el viaje de regreso a Madrid. Me
sentí atraída por aquella bella y ya anciana mujer desde el
principio. La suerte quiso que ocupáramos asientos contiguos en el avión. Al principio, apenas un saludo cortés por
parte de ambas y el silencio, ese silencio tan común entre
seres humanos y que, a veces, conduce a la barbarie; pero,
por fortuna una vez más, pasados unos minutos, Lucía se
dirigió a mí (en inglés, con extraordinario acento culto de
la City):
–¿Conoce usted bien Madrid? Mi primer marido
vive en la calle Santa Engracia –me pareció un poco extraño que una mujer de unos ochenta años, con el pelo blanco
y aspecto de dama de las mesas de la Cruz Roja hablara de
un primer marido que iba a visitar–. Mi primer marido es
español; lo conocí en Alemania cuando era una adolescente, y después lo volví a ver años después, unos meses antes
de nuestra boda. Entonces yo tenía 19 años. Perdóneme...
ni siquiera nos hemos presentado. Mi nombre es Lucía –yo
seguía tan sorprendida que no articulé palabra –. No podía
ser, la niña judía que buscaba también se llamaba Lucía,
y tendría más o menos la edad de mi compañera de viaje.
Contesté con un simple: soy Amanda. De momento no dije
nada más, y dejé que aquella elegante señora me siguiera
contando intimidades de su largo y ancho pasado.
–Se muere, por eso he decidido venir a España a
El pasado, praeteritus est
despedirme de él, es la última oportunidad que tenemos.
Necesito unas cuantas aclaraciones para poder irme en paz,
también yo tengo que contarle algunas cosas que ignora, y
que debe saber. El paso de los años hace que las personas
reflexionen sobre su vida, ¿sabe usted, querida?
Aquella desconocida (mucho más conocida de lo
que podría imaginar) me estaba contando su vida, y curiosamente, no me sentí molesta o contrariada como solía
cuando algún inoportuno se dirigía a mí sin más, ni siquiera
antes de sospechar quién podría ser; al contrario, me interesaba su historia, pero no era el mismo interés que tenía
cuando fui a Londres para conseguir datos para el libro, se
había convertido en algo personal, pensé que aquella mujer
de mirada limpia buscaba un confidente... y lo había encontrado, yo sabía escuchar. Al menos, en aquel momento y
con aquella mujer.
Después de una pausa, necesaria para ordenar sus
pensamientos, Lucía continuó con su historia:
–La voy a contar algo que no he contado nunca a
nadie, pero necesito una opinión objetiva para mi propia
tranquilidad. ¿Le importa a usted, querida Amanda? –Yo
me había distraído un momento cuando una de las azafatas
pasó con el carrito imposible de bebidas y tentempiés, dirigí
mi mirada hacia ella y le pedí disculpas por mi descuido,
no quería que pensara que no estaba interesada. Era la persona más interesante que había conocido en muchos años.
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
La animé para que siguiera. Mi interés era cada vez mayor,
quería hacerla muchas preguntas, pero tuve paciencia y esperé a que ella hiciera una nueva pausa para poder hacerlas.
La pausa se hizo esperar:
–Mi primer marido, José, era uno de los voluntarios
que estuvieron en la guerra en Alemania para luchar contra
los nazis. Unos días antes de que asaltaran nuestra casa y
nos enviaran al campo de concentración, aparecieron dos
españoles en la tienda que había debajo de mi casa, uno
de ellos era José; tenía un aspecto terrible, su ropa estaba rota, descuartizada, llena de sangre, y entró cojeando en
la tienda; no sabía hablar alemán. Yo me quedé mirando,
observando, sólo miraba, observaba y permanecía en otro
plano, pendiente de lo que pudiera ocurrir, con un miedo
atroz, realmente llevaba tiempo aterrorizada, sospechando
de todo y de todos. Tenía una barra de pan, que acababa
de comprar, pegada a mi cuerpo, asiéndola para que nadie
me la robara, no podría conseguir nada más hasta el día
siguiente. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba siendo observada por uno de los muchachos españoles,
me estaba mirando con mucha atención como si hubiese
entendido todo lo que yo estaba pensando para mis adentros. El tendero de mi barrio no acertaba a comprender lo
que intentaban decirle aquellos jóvenes pese a los muchos
gestos que hacían; mi español no era muy bueno, sabía palabras sueltas, algunas frases y poco más. Aprendí español
de Ana María, la cocinera de casa, que llevaba ya dos años
con mi familia. El día en que ésta había llegado a Alemania,
El pasado, praeteritus est
cuando mi padre la acogió, venía huyendo de la guerra civil
de España, dejando a su marido Ángel y a sus hijos, Ana
María, que tenía 9 años, y José, que tenía 17, en Madrid.
Las últimas noticias que Ana María había recibido de España eran desalentadoras, yo la oía pasear por su
cuarto durante horas antes de acostarse, pero lo único que
sabíamos de ella es que era de un pueblo de Segovia y que
trabajaba de maestra en Madrid. Después nos enteramos de
que su marido había estado en el bando republicano durante
aquella absurda guerra entre hermanos.
Uno de tantos días que paseaba arriba y abajo en su
cuarto pensando la forma de volver a Madrid, había recibido
una carta de su hijo Ángel, la informaba que su padre había
muerto, su hermana se había ido al pueblo con sus abuelos
y él pensaba presentarse voluntario para combatir en Alemania. No podía pasar otra vez por lo mismo, o mucho peor; se
trataba de su pequeño, a quien suponía estudiando. Ella enviaba dinero todos los meses para que no les faltara de nada
a sus niños, su marido no conseguía trabajo y no podía hacer
ninguna aportación económica. Pese a todo, lo estaban pasando mejor que muchas familias gracias a sus giros mensuales. Ahora todo había cambiado... no podía permitirse perder
también a un hijo, no pudo despedirse de su marido y tampoco sabía qué había pasado, su hijo sólo le decía en la carta,
“Papá ha muerto”. Le vio por última vez en las Navidades de
1938 y ya habían pasado más de dos años.
Yo conocía toda la historia porque me la había contado tres días antes Ana María, antes de despedirse de mi
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
familia. Volvía a España con un pasaporte alemán que había conseguido por unos amigos españoles de su pueblo (el
mundo es un pañuelo), simpatizantes del régimen, a los que
no soportaba, pero ¡las circunstancias, mandan!
Ana María no resultaba sospechosa: una mujer de
40 años, delgada, rubia y de ojos claros bien podía pasar
por alemana, lo malo sería si tenía que contestar a alguna
pregunta, pues su alemán era más bien escaso.
Mientras pensaba lo que me había contado Ana María, recordé la fotografía que había visto en su mesita de
noche, sin duda era el mismo chico aunque mayor; tendría
unos 18 o 19 años, y el de la fotografía sería más o menos
como yo.
Lucía miró a una Amanda embelesada y cada vez
más convencida de que aquel relato era el que ella quería
contar en su libro; sonrió y continuó con su historia de la
tienda, de cuando conoció a José.
–Yo no podía apartar la vista de José, y antes de
que se dirigiera a mí, le abordé. “¿Tú eres José, el hijo de
Ana María?”. Como ya la he dicho mi español no era muy
bueno, así que le hice la pregunta de nuevo; él miró a ambos
lados y me preguntó, “Y tú, ¿quién eres?”, entonces con
una sonrisa, le dije: “Soy Lucía Luvick y voy a cumplir 13
años el 7 de abril”. No sé por qué le dije aquello, supongo
que porque mi aspecto era de niña pequeña y quería que me
viese como adulta. José sonrió y me dijo: “Muy bien, Lucía
de casi 13 años, ¿por qué sabes quién soy?” “Soy amiga de
El pasado, praeteritus est
tu madre, ella ya no está aquí”, le respondí segura de mí
misma y algo coqueta.
La sonrisa de José desapareció. Se puso tenso y
agresivo, sujetándome por los brazos, me zarandeó y me
preguntó, “¿Qué ha pasado? ¿Dónde está mi madre? ¿Está
bien?”, y un montón de preguntas más, con miedo y terror
en su mirada. Yo, sin embargo, no sentí miedo, ningún miedo, ni siquiera cuando empezaron a dolerme los brazos por
la fuerza con la que me estaba sujetando, pero le grité para
que me soltara y le dije, “¡No, no, no!, está bien. Se ha ido a
España hace tres días”. Entonces él me soltó, su cara empezó a cambiar de color y se cayó al suelo desvanecido, como
si hubiese reunido todas sus fuerzas para poder llegar hasta
allí, y ahora que lo había conseguido, le abandonaran.
Así conocí a mi marido. Esa fue la primera vez que
le vi. No volví a saber de él hasta 1946, en México.
Yo no había interrumpido en ningún momento a Lucía; cada vez estaba más fascinada con la historia de aquella
mujer. Fue en ese momento cuando Lucía hizo una pausa y
se quedó pensativa, cuando por primera vez le pregunté:
–¿Méjico?
– Sí, Méjico –contestó Lucía–, o por fin Méjico. Allí
empecé realmente a vivir; los cinco años que transcurrieron
desde que conocí a José, sólo sobreviví. Mi vida de adolescente truncada por esos malditos nazis.
Dejé que transcurrieran unos minutos. Lucía estaba
en otro mundo, en su mundo, en su pasado, en esos años que
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
había querido borrar de su memoria, pero que volvían, con
dolor, con muchísimo dolor a juzgar por su expresión. ¿Y si
ya no me contaba más? ¿Qué habría pasado después de que
José desapareciera de la tienda con su compañero? ¿Qué le
pasó a ella? ¿Cómo fue a parar a un campo de concentración
con su madre? Las preguntas se agolpaban en mi mente y
sólo quedaba una hora para llegar a Madrid; la curiosidad
hizo que me mostrara un poco impertinente, pero había sido
Lucía quien comenzó a relatar su historia, ahora no podía
quedarse sin acabarla, no podía quedarme sin saber, tenía que
saber qué pasó, así que llamé la atención de Lucía.
–¿Qué pasó cuando salió de la tienda? –Lucía la
miró de nuevo, sosegada y sonriente, y retomó la historia
donde la había dejado.
–Al salir de la tienda subí a mi casa, tenía el pulso
acelerado y subía los escalones de dos en dos, tropecé un
par de veces. Mi madre estaba en la cocina, ya no teníamos
cocinera, bueno, en realidad, ya no había nadie en casa más
que mi madre y lo que quedaba de mi padre después del
último interrogatorio. Se pasaba el tiempo en el salón, sentado mirando al infinito hasta el día de nuestra detención y
su asesinato; -ese día estaba mejor, interpretababa al violín
la primavera de las cuatro estaciones de Vivaldi, ese día me
sentí afortunada pensando yo era como el propio Vivaldi
cuando escuchaba a su padre, su maestro, el violinista Giovanni Battista-; al oirme mi padre se giró y me vio entrar
atropelladamente, yo gritaba “¡Mamá!, ¡papá!, he conocido
El pasado, praeteritus est
al hijo de Ana María, estaba abajo en la tienda, es guapísimo”. Aquello lo dije sin pensar, fruto de mi excitación; mi
padre me sonrió. Usted no puede imaginarse la felicidad
de aquel instante, mi padre no sonreía desde hacía mucho
tiempo. Mi madre salió de la cocina al oírme gritar, y sonrió
también; mi madre tenía la sonrisa más bonita del mundo,
¿sabe?... Desde ese día no volvió a sonreír hasta que llegamos a México años después. Mi madre se acercó a mí y me
dijo: “¿Dónde está?, ¿le has dicho que suba a casa?”. Pero
yo no le había dicho nada; es más, le había dejado sentado
en el suelo de la tienda y me había marchado. Dejé a mi
madre con la palabra en la boca y salí de mi casa bajando
las escaleras a tal velocidad que no creo que tardara más de
dos minutos en estar de nuevo en la tienda.
Ya no estaba en la tienda. Me recriminé mi torpeza.
Salí de allí y recorrí todas las calles del barrio hasta los límites que me permitían, pero no los encontré. En el camino de
vuelta hacia mi casa pensé que nunca volvería a ver a José,
recordando su cara y sus gestos, una sonrisa apareció en mi
cara, nunca me había gustado ningún chico, me parecía una
tontería, sólo me interesaban los libros, en ellos me perdía
cuando quería huir de la realidad, pero en ese momento sólo
pensaba en la cara de José.
El 3 de agosto de 1940, apenas quedaban judíos en
Alemania, supongo que no tengo que decirte por qué, mi
madre había logrado que nuestro escondite, nuestra casa,
pese a los numerosos registros de las horribles SS, resultara segura, pero unos días después, nuestro pequeño refugio
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
fue descubierto, mi madre y yo arrestadas y conducidas a
un campo de concentración, y mi padre... mi padre fue asesinado allí mismo, en nuestra casa.
En este punto, Lucía se quedó callada, tomó aire y
me dijo:
–Querida, me va a permitir que no le cuente nada
más de ese trágico momento ni del campo de concentración, no quiero volver a revivir esos malditos años, lo que
sí te contaré es el día en el que fuimos liberadas– aunque
no me satisfizo nada aquella laguna en su relato, lo cierto es
que la historia de amor de Lucía con aquel español me tenía
atrapada y seducida. Lucía continuó:
–En el campo, no teníamos apenas noticias del exterior, a veces se colaba alguna noticia de alguien que había
oído algo, pero nada concreto; vivíamos sin esperanzas, o
con muy pocas. Aquella mañana sólo se quedaron dos guardias delante del barracón y no nos hicieron salir al patio
como de costumbre; tampoco nos dieron la bazofia de siempre, sólo nos daban comida dos veces al día, por la mañana
y por la noche; nadie se movía, la mayoría de las mujeres
porque apenas se podían poner en pie. Mi madre se acerco a
mí –dos lágrimas brotaron de los ojos de Lucía, conmocionada por los recuerdos vividos, y Amanda estuvo a punto
de acompañarla en aquel reguero de emociones–, la cara de
mi madre era la de una persona muy mayor y apenas tenía
37 años, mi aspecto era algo mejor que el suyo, supongo
que tenía más fortaleza por mi edad, o quizá que sus penas
habían sido demasiadas, yo ignoraba muchas de ellas, y la
El pasado, praeteritus est
cantidad de veces que se expuso para que yo no padeciera.
Estábamos abrazadas cuando llegaron soldados
americanos gritando y pidiendo que no nos moviésemos,
un médico iba a ir una por una para comprobar nuestro estado. Ni alegría, ni pena; ya no sentíamos nada, esos soldados podrían haber llegado en silencio y arrastrándose como
serpientes al acecho que hubiese dado lo mismo, lo que
allí se encontraron fueron los deshechos, los restos de lo
que un día fueron mujeres y niñas sanas y felices. Apenas
quedábamos unas cien de las tres mil que éramos en aquellos barracones cuando llegamos. No recuerdo mucho de
nuestro traslado al hospital, ni del uniforme de los soldados.
Mi memoria es selectiva ¿sabe usted, querida Amanda?, es
algo que aprendes con los años, hay cosas que es bueno que
permanezcan en el olvido si quieres seguir viviendo, y yo
fui de las afortunadas. ¡Logré sobrevivir!
Lucía se incorporó para abrocharse el cinturón, el
avión iba a aterrizar. No iba a permitir que la historia quedase a medias, así que me ofrecí a acompañarla en el taxi
desde el aeropuerto.
–Permítame que la acompañe, no tengo nada que
hacer –. Pero Lucía se volvió hacia mí y mirándome a los
ojos me dijo:
–Hay cosas que tengo que hacer sola.
–Está bien, lo comprendo, pero podríamos quedar
para tomar un café un día de éstos, antes de que regrese a
Londres, ¿le parece bien?
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
–De acuerdo, pero de momento no voy a regresar a
Londres, me quedaré en Madrid al lado de José, uno de los
dos hombres de mi vida, el otro murió hace un año.
Después de despedirme de Lucía, regresé a mi casa
y cada día llamaba al teléfono que me había dado Lucía
con la esperanza de poder hablar con ella. Ya habían pasado
cinco días desde que volví de Londres y aún no lo había
logrado, tampoco sabía la dirección, sólo que era la calle
Santa Engracia. Un día me recorrí la calle desde Alonso
Martínez hasta Cuatro Caminos, mirando a todo el mundo,
las personas que entraban y salían de los portales y las que
paseaban o salían y entraban en el metro, con la esperanza
de volver a verla. Era la primera vez que me sentía tan intrigada por alguien, sentía que ya formaba parte de la historia
de aquella ya no tan desconocida anciana del avión, y necesitaba contarle que era precisamente ella a la que fui a ver a
Londres para conocer su historia.
Era una espiral sin fin. El tiempo transcurría sin pasión, casi desganado. Raúl, mi marido, empezaba a tener
la impresión de estar viviendo con una mujer distinta, descubriendo nuevos gestos y actitudes. Notaba mi cansancio
en la mirada como preludio de cualquier conversación y le
invadía el temor. Estoy profundamente enamorada de mi
marido, lo supe desde el primer beso que le di y que a él le
pilló desprevenido, desde el segundo que él había buscado,
y todos los demás que se escribieron en mi corazón como
el nombre del poeta inglés sobre el agua. Llevamos cuatro
El pasado, praeteritus est
años compartiendo nuestra vida y superando obstáculos, y
teniendo presente en todo momento la imagen de nuestros
cuerpos desnudos, enlazados. Mi pasión caló profundamente en él, se empapa de mis caricias, y no era algo a lo que
pueda ni quiera renunciar, pues tengo el convencimiento de
que es el hombre de mi vida, de mi pasado, mi presente y de
mi futuro, por eso aborrezco sentirle, cada vez más, fuera
de mis pensamientos, ahora sólo pienso en Lucía, convertida en una obsesión.
Era domingo por la mañana, la mezcla de las distintas músicas de los vecinos se colaba por la ventana del
dormitorio formando un batiburrillo de melodías desconcertadas; estaba tan acostumbrada que ya no distinguía, ni
escuchaba, era como un eco lejano, un zumbido en los oídos, ruido, sólo ruido de la ciudad.
Estaba a punto de vestirme para salir a la calle a
buscar el periódico cuando sonó el teléfono; si Raúl estaba
en casa era el que atendía el aparato, pero esta vez salté del
sofá y fui a descolgar el auricular.
–¿Diga?
–¿Amanda?
–Sí, soy yo.
–Hola, soy Lucía, perdona por no haberte llamado
antes (me gustó que me tuteara), pero se me complicaron
las cosas, aunque no me olvidé de ti en ningún momento.
¿Qué tal si continuamos con nuestra conversación?
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
Se me aceleró el pulso y no pude controlar el entusiasmo, apenas responder, balbuceé algo así como “de
acuerdo, claro, cómo no”, y después de unos segundos, colgé el teléfono y salí de casa sin despedirme siquiera de mi
marido, turbado ante aquella extraña situación.
Lo primero que tenía que hacer era contarle a Lucía
que el motivo de mi visita a Londres era localizarla y hablar
con ella. Salomón me confirmó por teléfono que efectivamente Lucía estaba en Madrid, y por los datos que le conté,
no había duda de que se trataba de ella.
Cuando llegué a la cafetería, estaba vacía, a excepción de un camarero detrás de la barra. Lucía no había llegado. Me quedé mirando la calle un momento esperando
que apareciera; tenía el corazón en un puño, al cabo de unos
minutos decidí sentarme en una de las mesas que estaban
más alejadas de la puerta. Después de tres cañas y una eternidad esperando (otra vez el tiempo jugando a ser humano),
apareció Lucía. La cafetería estaba llena de gente.
–Hola Lucía, me alegro de verte –había decidido
también tutearla, a pesar de que ciertas personas como Lucía, de edad provecta, me imponían un respeto y un tratamiento distintos–, estoy en aquella mesa del fondo, aunque
no sé si podremos hablar tranquilamente; cuando llegué, la
cafetería estaba vacía –al tiempo que salían esas palabras
de mi boca, me di cuenta de que no quería que sonaran a
reproche por la tardanza de Lucía y me apresuré a añadir–,
si quieres nos vamos a otro sitio más tranquilo, conozco una
El pasado, praeteritus est
tasca que a estas horas nos permitirá hablar con calma y en
silencio.
Lucía me tranquilizó con un gesto amable y nos
sentamos a la mesa que había elegido.
–He estado ejerciendo de anfitriona en casa de José
hasta que ha llegado su enfermera, de ahí mi retraso.
–¿José es tu primer marido, no?
–Sí, sólo estuvimos casados 14 meses; estuve muy
enamorada de él desde el primer día que le vi en 1940 en
aquella tienda, perdí su pista durante años y lo volví a encontrar en México, ¿recuerdas?
–Sí. ¿Se casó entonces con el hijo de su cocinera?
¿Es el mismo José? –las preguntas se me atropellaban y se
empujaban unas a otras. Lucía se percató enseguida de mi
nerviosismo y me tranquilizó como solía.
–Sí, tranquila, querida Amanda, te contaré el resto
de la historia:
Mi madre y yo nos trasladamos a Ciudad de México
en 1946, a casa de un hermano de Ana María, la madre de
José. que tenía una tienda de comestibles, y que se trasladó
a México en 1939 cuando fusilaron a su mujer que era del
bando republicano. En 1942 conoció a María, una mejicana, se enamoraron y se casaron, le iban bien las cosas, y
cuando se enteró de nuestra desdicha por nuestra Ana María, que fue la única que se interesó por nosotras después de
la guerra, se puso en contacto con nosotras y nos rescató.
Cuando llegué a México, no conocía a nadie, mis
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
estudios se habían interrumpido y tan alejados en la memoria que apenas recordaba nada, mi madre quiso que los
acabara e ingresara en la Escuela de Magisterio, pero antes
tenía que apuntarme a un curso intensivo y superar un examen de acceso; mi gran problema era el idioma, mi español
era muy pobre todavía, así que me pasé unos seis meses
intensos de estudio sin apenas salir de casa más que para
ayudar en la tienda de vez en cuando.
Estaba acabando el año de 1946 y todo el mundo
se había lanzado a comprar productos navideños; la alegría
inundaba las calles, la guerra quedaba atrás, todos hacíamos
un gran esfuerzo para no recordar el pasado y mirar al futuro.
El 21 de diciembre entró una pareja en la tienda, yo
estaba sola, mi tía María había salido a llevar un pedido;
entonces oí:
–Buenos días –no puedo explicarte lo que sentí, reconocí su voz al instante, no me atrevía a darme la vuelta en
el mostrador de la tienda; al momento, oí otra vez:
–Buenos días –entonces sí me di la vuelta y le vi. Era
José. Habían pasado seis años, pero él estaba igual que el día
que entró en aquella otra tienda de Alemania, y le contesté,
pensando que me reconocería:
–Buenos días –pero no fue así, no se acordaba de mí,
su cara de indiferencia me lo dijo al instante, así que me recompuse de la ingrata impresión y pregunté:
–¿Qué desean? –la mujer se volvió, vi que estaba embarazada de al menos siete meses, le agarró de la cintura y dijo:
–Cariño, no compres demasiados dulces, no me
El pasado, praeteritus est
convienen, estoy gordísima –el acento de ella era alemán
aunque hablaba español perfectamente; tendría unos 20
años más o menos, rubia de ojos claros y muy bonita. Él la
miraba embelesado mientras ponía una mano en su barriga
y le dijo:
–De acuerdo, querida, no te preocupes –entonces se
volvió hacia mí, me guiñó un ojo, y me dijo:
- La encantan los dulces, y como ves está guapísima, no es cierto que esté gorda, ¿verdad?, y me pidió un
kilo de polvorones y un montón de dulces navideños.
Por supuesto no contesté a aquel “¿verdad?”. Gracias a que en ese momento entró mi tía en la tienda, porque
me había quedado paralizada.
–Buenos días, señores Soto.
–Buenos días, doña María.
¡Les conocía! Mi tía María conocía a José y a la
mujer que lo acompañaba.
–¿Haciendo compras navideñas? –se dirigió mi tía a
José.
–Pues sí, estaba haciendo el pedido a su dependienta.
–No es mi dependienta, es mi sobrina Lucía; es alemana como su mujer, la recuperamos junto a su madre a través de
la madre de usted que siguió en contacto con mi cuñada.
–¡La chiquilla del pan! –por fin me había reconocido, o más bien, recordaba quién era–. Dios mío, no pareces
la misma, eres toda una mujercita.
No sé que me molestó más, si el termino “mujercita” o descubrir que no había pensado en mí en todos estos
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
años, que sólo fui “la chiquilla del pan”, ¡y yo que no le
había sacado de mi mente! Fue mi único consuelo en los
días terribles que tuve que pasar en aquel infierno, así que
me sobrepuse como pude, recuperé parte de mi entereza y
arrogancia juveniles y, disimulando como pude, le pregunté
a mi tía:
–¿Quién es?
–Es el hijo de Ana María, ¿te acuerdas de ella,
verdad?
–Ana María, claro –pero ¿por qué mi madre no me
había contado nada?, ¿por qué no me dijo que seguían en
contacto y que gracias a ella estábamos allí?–. ¿Qué tal está
su madre? –pregunté sin demasiada convicción, aunque sinceramente interesada en saber qué había sido de Ana María.
–Muy bien, gracias. Me alegra verte.
–Bueno, Lucía, puedes irte, ya me ocupo yo de estos señores –y con esas palabras de mi tía, salí de la tienda
en una nube. No se me borraba la cara de José, bueno, en
realidad nunca se me había borrado, siempre albergué la
esperanza de encontrarle y de que él sintiera lo mismo que
yo. Ahora que le había encontrado, estaba casado, estaba
enamorado de otra mujer, y a punto de ser padre; mi mundo
se derrumbó y sin darme cuenta, las lágrimas brotaron...
otra parte de mi pasado que tenía que borrar.
Yo estaba tan callada y absorta en el relato de Lucía
que cuando ésta miró al camarero que estaba plantado delante de nosotras, me apresuré a pedir.
El pasado, praeteritus est
–Dos cafés, por favor.
–¿Con leche? –¿por qué siempre ofrecerán el café
con leche, si uno, el cliente, pide café a secas, sin complemento, leches?
–No, solos –contesté, recordando que en el avión
Lucía se pidió café sin leche. Me volví hacia Lucía y dejé
de prestar la poca atención que había brindado al camarero.
–Sigue, por favor. ¿Cuándo le volviste a ver?
–Unos meses después, también en la tienda de mis
tíos, esta vez llegó solo y me saludó.
–Hola, Lucía –recordaba mi nombre–, ¿qué tal estás? –decidí hacerme la interesante.
–Hola, ¿qué tal, señor Soto?
–Llámame José, por favor, al fin y al cabo somos
casi de la familia.
–Hola, José, ¿qué tal tu mujer?
–Murió en el parto –en aquel momento, yo también
me quería morir, no sabía qué decir, y José estaba sufriendo,
sólo atiné a decir:
–Lo siento, lo lamento de veras, José.
–Sí, gracias; desde su muerte, hace dos meses, su
madre se ocupa de mi hijo Frank, como ya sabes mi madre
está en España, y a mí se me hace un mundo en estas circunstancias
A partir de aquel día, empezamos a salir con regularidad. José estaba perdido, muy triste y la solución fue
casarse conmigo para que ejerciera de madre de su hijo y
paliar su soledad; así que a los pocos meses nos casamos,
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
el 8 de octubre de 1947, y me encontré con un niño de
ocho meses en mis brazos y un marido que nunca estuvo
enamorado de mí, lo supe después, bueno, en realidad lo
había sabido siempre, pero la esperanza de que eso cambiara y mi gran amor por él, me mantenían esperanzada.
Siempre había sido un hombre honrado, pero en aquella
situación, su dolor no sólo le hizo daño a él... no se portó
bien conmigo.
Han pasado sesenta años sin ninguna explicación.
Me localizó a través de la embajada alemana y me llamó
hace un mes más o menos, y por eso he venido a Madrid. Se
muere, le queda muy poco, nuestra hija Ana María (se llama
así por la madre de José), y nuestro nieto Fernando quieren
conocerle, vendrán mañana.
No me quedaban claros algunos aspectos de aquella
historia de amores y desamores, tan propia de la condición
humana, por otra parte. En mi mente un tanto angustiada
por acontecimientos imprevistos y descontrolados, quería
ver en la historia de Lucía un poco de mí misma y mis deseos insatisfechos... quería un final feliz.
–Pero ¿por qué te separaste de José?
–Yo no me separé de él, se fue; un día se levantó y
me dijo que había dejado a Frank con su abuela (la madre
de su primera mujer, la que falleció) y que iba a buscarle
porque se marchaban a España. Allí tenía el resto de su familia, su madre no se encontraba bien y quería volver a su
pueblo de Segovia, allí estaban los hermanos y los padres
El pasado, praeteritus est
de su madre, y no quería que los bisabuelos murieran sin
poder conocer a Frank; había decidido llevarse a su hijo,
en ningún momento me incluyó en sus planes. Ese día, 22
de diciembre de 1949, fue la última vez que le vi. Y ese fue
otro golpe más de los que tuve que soportar en la vida, y
aunque yo no lo sabía aún, un pedazo de José se quedaba
conmigo, estaba embarazada de dos semanas. Mi hija nació
el 8 de octubre de 1950, justo un año después de nuestra
boda, tiene 60 años, y la próxima semana yo cumplo 83 .
–¿Nunca le contaste a tu hija nada de su padre?
–Nunca, le dije que había muerto antes de nacer ella.
El dolor del abandono y el resentimiento me hicieron mentirle. Cinco años después de que se fuera José, me trasladé con mi madre a Londres, conseguí trabajo gracias a la
Escuela de Magisterio, impartiendo clases de alemán y de
español en un colegio del norte de Londres; los cinco años
de reclusión posterior a la partida de José los aproveché para
sacarme el título y para aprender inglés. En Londres conocí
a mi segundo marido, le llamo así aunque nunca me casé con
él, ya que nunca me divorcié de José. He sido muy feliz a
su lado, ha sido el verdadero padre de mi hija y el verdadero
abuelo de mi nieto hasta que murió el año pasado.
Lo más curioso es que Frank (el hijo de José) los ve
como una amenaza, porque legalmente mi hija podría reclamar su parte de la herencia si José fallece. He intentado
aclararle las ideas y le he contado mis intenciones, que sólo
quiero que José sepa de la existencia de su hija. No quiero
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
ninguna herencia, ni nuestra hija tampoco, pero que sí le
gustaría conocer a su padre biológico antes de que él muera.
La vida de Lucía cada vez se ponía más interesante;
mi propia vida parece insulsa, todo tan esquematizado, con
un marido previsible sin un solo movimiento que se salga
de lo establecido. Posiblemente pasaré los próximos 20, 30
o 40 años a su lado sin grandes emociones, porque ni siquiera es detallista, nunca espero ningún tipo de sorpresa
por su parte, me esfuerzo en darle emoción a mi vida pero
es inútil, Raúl es rígido, metódico e inaccesible, de un hermetismo desesperante.
Permanecimos calladas, sumidas en nuestros propios pensamientos durante unos minutos, hasta que Lucía
rompió el silencio para hacerme una propuesta: quería que
la acompañara a la caja de ahorros que había cerca de la
casa de José. La falta de experiencia con sus dineros en los
últimos diez años, desde que su nieto se ocupaba de ellos
cuando se licenció en Economía, la obligaron a pedirme
ayuda; no era muy buena en estas lides y menos aún con los
términos en español, talones bancarios, cuentas y todo lo
relacionado con transacciones, sólo disponía del dinero que
su nieto le administraba por petición suya.
Yo la seguí por las calles sin saber con certeza si Lucía sabría llegar al banco. Al doblar la esquina de una calle,
Lucía me preguntó sí quería conocer a José, estábamos en
el portal de su casa. Subimos al segundo piso y llamamos
a la puerta, nos abrió un señor de unos sesenta años que se
El pasado, praeteritus est
dirigió a nosotras de forma poco menos que grosera y desafiante:
–¿Qué desean? –yo no sabía por qué aquel extraño
se dirigía de esa manera tan impertinente a Lucía, pero decidí esperar a ver qué ocurría... tal era la expectación que
me despertaba aquella vida tan ajena a la mía, siempre esperaba que ocurriera algo insospechado e imprevisto, dados
los cambios bruscos que había experimentado siempre la
anciana mujer a lo largo de toda su vida.
–¿Disculpe?, ¿le conozco? –siempre elegante y cortés, sin perder la compostura ni la altivez de su edad, el
hombre se plantó frente a ella y le respondió:
–Usted, a mí no, pero yo sospecho quién es usted, la
enfermera me ha puesto al día de lo ocurrido esta mañana
cuando usted se presentó aquí como la mujer de mi padre.
Bueno, en realidad no es del todo cierto que no me conozca; me conoció de niño; es más, creo que fue una especie
de madre allá en México, y digo creo, porque no recuerdo
nada de aquel tiempo, aunque lo que me han contado es
qué parte ocupaba usted entonces en la vida de mi padre, a
pesar de que él seguía enamorado de mi madre, y para su
información no se acordó nunca de usted, debe haber sido
el miedo a la muerte lo que ha hecho que la llame a usted en
el último momento. Lo siento, pero lo mejor es que se vaya
por donde ha venido.
La sorpresa y la incredulidad se reflejaban en su
rostro de Lucía, aunque algo conmocionada, logró sobreponerse y dejó que los recuerdos de aquel que fue un niño
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
en las tierras calientes de México fluyeran con ternura, pues
ternura era lo que sentía a esas alturas de su vida por todo
lo que había vivido y sido con José, su primer gran amor,
sus primeros y tímidos pasos en el largo camino hacia la felicidad, luego torcido por el dolor y la decepción. Una vida
entera.
–¿Frank? ¿Eres Frank, el hijo de José? ¡Qué alegría
después de tanto tiempo comprobar que estás bien! ¡Dios
santo, qué bendición! –no obstante la indudable sinceridad
de Lucía al mostrar júbilo ante este reencuentro, a Frank le
dejó frío, siguió dejando claro su enfado y su inseguridad,
por no hablar del distanciamiento emocional como si temiera que Lucía se abalanzara sobre él y empezara a besarle y
le siguiera tratando como el niño que fue y que la anciana
conoció.
–Déjese de tonterías, señora. No me interesa su estado
de ánimo, ni nada de su vida, tengo suficiente con mis propios
problemas, no necesito que aparezca nadie de un pasado remoto de la vida de mi padre para complicármela más.
–Tu padre quiere verme, sabe que se acerca el final
de su vida.
–Mi padre no está en condiciones de hablar ni con
usted, ni con nadie, lleva inconsciente ocho días y el médico nos ha dicho que no cree que se recupere. Dicho esto, Frank se dio media vuelta y desapareció
dando un portazo, ante la mirada incrédula de la pobre Lucía, y la mía, incapaz de comprender por qué el miedo tiene
tanto poder.
El pasado, praeteritus est
Acompañé a Lucía hasta el hotel. No intercambiamos palabra por deseo explícito de ella; sólo al despedirse,
me dio las gracias por mi compañía y paciencia y quedó en
llamarme para solucionar lo del banco, porque en esos momentos no sabía qué iba a hacer y qué decisión debía tomar
dadas las circunstancias.
Ya había pasado una semana y no había vuelto a
tener noticias de Lucía. Me acerqué a su hotel y el director
me comunicó que aquella misma noche del día en el que me
despedí de ella, tuvo un ataque cardíaco y la trasladaron al
hospital, donde murió dos días después. Su hija y su nieto
habían llegado a Madrid y se ocuparon de todo. Desde allí,
y sin comprender la dirección que tomaban mis pasos, me
dirigí a la casa de José, la portera me dijo que la casa estaba
vacía desde que murió el señor. José había muerto la misma
noche que Lucía sufrió el ataque cardíaco.
Lucía comprendió que ya era muy tarde para todo,
y el destino quiso que no sobreviviera al único hombre que
había amado.
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TRONOS, QUERUBINES Y SERAFINES
I
BA camino del hospital, pensando en el DESTINO, no
como final de etapa, sino como fuerza desconocida que
obra sobre los hombres y los sucesos. Me hacía preguntas sin respuestas tales como “¿se forja uno su propio destino?” o “¿éste te pisa y repisa o te salva y resalva cuando le
da la real gana?”
Y de repente recordé a aquella preciosa chica. Me
encontraba delante del mismo hospital en el que Angélica
me había contado su historia. Entonces dudé de su salud
mental, y de la mía, y dudé si realmente había existido.
Nadie nos vio hablando, y mi estado emocional aquel año
era bastante lamentable por motivos que ahora no vienen
al caso. Me pregunto si no existirán seres predestinados,
creados, no se sabe dónde, y no se sabe cuándo.
Angélica estaba destinada a proteger, ya que, según
ella, era un Ángel, y ahora puedo dar fe de que en realidad
lo era, en esta realidad o en otra, no por su hermosura, candor o inocencia, que también, sino porque era un mensajero
La inverosímil historia de Zótimo de Silesia y otros relatos dispares
y acompañante divino. Me acompañó y me dejó un mensaje
sin palabras, directo al alma.
Tenía quince años cuando la conocí; la altura y complexión perfectas, y la cara angelical. Me contó que era un
Serafín, pero que sólo llevaba un año en tal condición; antes
había sido un Querubín, y antes un Trono. Si he de atenerme a la jerarquía de los ángeles, diré que Angélica había
conseguido el más alto rango.
La convirtieron en un Ángel del primer Coro Celestial desde niña, cuando apenas contaba con tres años de
edad; su tutor, para no abusar de su cargo, le había otorgado
el de Trono del Coro Celestial (Trono: ángeles que están
muy por encima de toda deficiencia terrena). La niña aparecía de repente en los escenarios más insólitos, para proteger
a quien la necesitara. La primera vez que se hizo público su
“don” fue con seis años: apareció en el patio del colegio y
salvó a un niño de precipitarse al vacío, cuando, y a pesar
de tener un pie en el aire, hizo que retrocediera hasta un lugar seguro. Sólo una frase suya, y el destino de aquel alma
infante cambió.
Después del milagro del niño, fue considerada un Ángel
por todos, no sólo por su tutor, y la ascendió a Querubín
(Querubín: guardianes de la gloria de Dios con plenitud de
conocimiento y rebosantes de sabiduría; su inteligencia les
permite conocer a Dios). Fue Querubín hasta cumplidos los
catorce años que fue ascendida a Serafín (Serafín: espíritus bienaventurados que rodean el trono de Dios y están en
constante alabanza).
Tronos, Querubines y Serafines
No fueron muchos los milagros que me contó, el
que más llamó mi atención fue el que la había ocurrido un
año antes:
Estaban acabando las clases en el colegio y todos
los alumnos preparaban la fiesta de fin de curso, Angélica
formaba parte de la compañía de teatro. El salón de actos
estaba patas arriba, el grupo de Angélica estaba ensayando una de las obras de Goethe, Fausto, y el personaje de
Angélica era Mefistófeles (el que no vio la luz de Dios).
De repente, en pleno ensayo, en el momento en que Fausto
decide entregar su alma al diablo a cambio de alcanzar la
cumbre de la sabiduría, ser rejuvenecido y obtener el amor
de una bella doncella (Margarita), Mefistófeles (Angélica)
se desplomó en el escenario. A los pocos segundos, todos
los que estaban en el salón de actos la estaban rodeando,
nadie reaccionó, ni a nadie se le ocurrió tocarla, ni llamar
a un médico, ni hicieron ninguna de las cosas coherentes
que deberían haber hecho. Así transcurrieron los siguientes cinco minutos, todos paralizados alrededor de Angélica,
hasta que la niña Angélica abrió los ojos y, completamente
recuperada, les dijo: “Lo siento, pero no puedo representar
esta obra, y menos aún este personaje, porque si lo hago, no
vendrá nadie a ver la función”. Se incorporó y miró hacia
el salón de butacas, los demás miraron también, o más bien
se quedaron estáticos (¿o será extáticos?) mientras miraban,
no podían moverse ni cerrar la boca. ¡Habían desaparecido
todas las butacas! El salón estaba completamente vacío.
Después de los últimos acontecimientos, su tutor la
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elevó a la jerarquía de los serafines, considerados el orden
mayor de la jerarquía celestial. Son los ángeles del amor, de
la luz y del fuego, los que rodean el trono de Dios.
Un año después, Angélica estaba sentada conmigo
en la sala de espera del hospital contándome su historia. Me
dijo que su destino estaba trazado, y que nada ni nadie lo
cambiaría. Después de escucharla, me levanté para ver el
tablón de anuncios y cuando volví ya no estaba, como tampoco estaba mi angustia, había dado paso a una sensación
de paz que no recordaba haber sentido hasta entonces.
.
No había vuelto a pensar en ella ni en su historia
hasta ahora. El DESTINO me había guiado al mismo hospital, aunque por razones totalmente distintas.
LA PUERTA DEL TALLER DE MI PADRE
L
A vida tiene muchas puertas abiertas y sólo una
muy pequeña cerrada; si intentas salir por esa puerta siempre estarás encerrado y no podrás disfrutar
del mundo que hay detrás. Tapia esa puerta con ladrillos de
indiferencia y disfruta de lo bueno de salir por las demás.
Reconcíliate con la vida en su plenitud, disfruta y sé feliz,
harás felices a los demás y tendrás logros que cosechar, porque si no, abonarás en terreno baldío y la insatisfacción se
apoderará de ti. Hablando de puertas, y esta vez sin metáforas, os contaré una pequeña anécdota de la que formé parte
hace unos cuantos años en un pequeño pueblo, el mío.
Era un principio del tercer día de las fiestas de agosto, el amanecer andaba suelto y a sus anchas, cuando todos
estaban por los suelos, agotados y esperando un nuevo y
acaso último numerito de los que aún quedaban en pie. A
nadie le preocupaba el trabajo del otro, ni siquiera si tenía
trabajo, como tampoco en qué lugar de la escala social estaba cada uno o cada otro, sólo querían olvidar por unos días
las insatisfacciones y quebraderos de cabeza diarios, y, por
tanto, también los enemigos declarados, bien por política
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o por tradición, enemigos que estaban sentados juntos, o
tirados juntos. Unos y otros se enganchaban cantando lo
primero que les venía a la cabeza, y si no recordaban ninguna canción tarareaban cualquier cosa hasta el primer bar
para pedirse unos cubatas o unas cañas. En este trance nos
encontrábamos todos los que quedábamos, los que cerrábamos el pueblo, como decía mi madre, cuando aparecieron
unos cuantos chicos con una puerta de madera, la colocaron
en el suelo, y mientras dos la sujetaban por ambos lados,
otro la abría para dejar pasar al del otro lado, así sin más. Ni
que decir tiene que semejante hecho delante de la puerta del
bar donde estábamos, esperando la hora de los encierros,
hizo que nos levantáramos y nos uniéramos a la cola que
se había formado para pasar por delante de la puerta; sólo
podías pasar si eras de los que cierran el pueblo, en caso
contrario, o pagabas o te tenías que retirar. Semejante tontería de ebrios cierrapueblos hizo que nos mondáramos de
risa hasta llegar a las lágrimas y que, por la mañana después
de los encierros y del almuerzo, cuando por fin aparecíamos
por casa para dar señales de vida, lo primero que hicimos
fue contar en casa lo de la madrugada anterior.
Amigos míos, alguien debió decirme algo aquella
mañana, darme un consejito como por ejemplo: “Mira el
taller de tu padre antes de entrar en casa, y, sobre todo, comprueba si aún tiene la puerta”.