Columna de Opinion

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El precio de la impunidad
por Guillermo F. Peyrano (*)
No hay que llevar a los hombres por las vías extremas; hay
que valerse de los medios que nos da la naturaleza para
conducirlos. Si examinamos la causa de todos los relajamientos, veremos que proceden siempre de la impunidad, no
de la moderación en los castigos. Secundemos a la naturaleza, que para algo les ha dado a los hombres la vergüenza:
hagamos que la parte más dura de la pena sea la infamia de
sufrirla.
Montesquieu(**)
Elegimos encabezar estas reflexiones con palabras de
Charles de Secondat, Barón de la Brède, quien de acuerdo
al Grand Larousse Enciclopédique nació en La Brède –
cerca de Bordeaux– en 1689 y falleció en París en 1755,
célebre escritor y notorio pensador político francés, proveniente de una familia de magistrados(1).
La elección no ha sido casual. Nuestra sociedad atraviesa momentos sumamente difíciles como consecuencia
de que la impunidad se ha enseñoreado y de que todos los
días se cobra precio con la afectación de los derechos más
esenciales de los ciudadanos.
Quienes viven al margen de la ley perciben, y con poderosas razones, que se les “ha hecho el campo orégano”,
ya que muy difícilmente sus ilícitos accionares serán sancionados.
Han advertido que las leyes parecen ser confeccionadas a la medida de su provecho, y que incluso con esta
ventaja, el irrisorio saldo punitivo que les resta es aplicado con una benignidad carente de todo rigor.
El resultado, ya previsto por el pensador francés hace
aproximadamente tres siglos, es un relajamiento de los
controles que hacen posible la vida en sociedad.
Por si ello no fuera suficiente, ese relajamiento alcanza incluso a la exigencia en el acatamiento de las leyes
–cualquiera sea su tenor o rigorismo–, que por desconocimiento, desidia, corruptela o estulticia de quienes tienen la responsabilidad de hacer cumplirlas, muchas veces
terminan siendo transformadas en meras expresiones de
deseos de quienes legislan.
La sociedad, por su parte, en general se ha resignado a
este estropicio, cuando no, ¿por qué no decirlo?, hasta pareciera propiciarlo, al no enfrentarlo con enérgicas reacciones
de repudio, las que solo se concretan ante casos extremadamente graves y de notoria repercusión mediática.
Incluso hasta la “condena social” que debiera recaer
sobre quienes violan las leyes, sobre quienes se lo permiten o disculpan, y sobre quienes prestan sus servicios
para darles cobertura o ampararlos, muy pocas veces se
concreta con la fuerza y persistencia que mereciera.
La contrapartida de esta suerte de “renuncia” colectiva
a garantizar la efectiva vigencia y aplicación de reglas
imprescindibles para la subsistencia de una sociedad civilizada es catastrófica.
Los ciudadanos honestos –que representan una abrumadora mayoría– se ven obligados a adoptar distintos tipos de recaudos para proteger su persona, su familia y sus
bienes, ya que quienes delinquen se encuentran al amparo
del descontrol y de la impunidad.
Así, quienes cuentan con mayores recursos optan por
vivir en complejos residenciales urbanos o suburbanos
dotados de medidas de seguridad de todo tipo y con personal de vigilancia contratado.
Quienes no pueden solventar los costos que implica
ese tipo de vida aseguran sus viviendas con sistemas de
alarma, enrejados, puertas blindadas, e incluso recurren a
organizarse en grupos de seguridad barrial o vecinal para
brindarse mutua protección.
El libre tránsito en la vía pública se ve restringido en
zonas y horarios en los que las instituciones del Estado no
se encuentran en condiciones de garantizar mínimos estándares de seguridad, no obstante la proliferación de los
sofisticados sistemas de videovigilancia que se extienden
a la mayor parte de los ámbitos públicos.
Las tertulias barriales prácticamente han desaparecido
y los vecinos ingresan y egresan de sus domicilios con
la mayor celeridad posible –sea caminando, sea en vehículos– y controlando si en la calle se encuentran sujetos o automotores sospechosos, procurando así evitar
ser víctimas de las cotidianas “entraderas” y “salideras”
que ocurren a diario en prácticamente todos los escenarios
urbanos.
Muchos negocios han optado por trabajar a “puertas
cerradas” y la contratación de “vigiladores privados” ya
no es patrimonio exclusivo de bancos, financieras y establecimientos de gran movimiento comercial, sino que se
ha vuelto común hasta para edificios de vivienda y pequeños negocios de los más dispares rubros.
La otrora sosegada vida en zonas rurales ha desaparecido y son pocos los que se animan a vivir aislados y sin
posibilidades de contar con sistemas de protección eficaces y de auxilio rápido.
Las familias monitorean la ubicación de sus integrantes con la invalorable ayuda de dispositivos de comunicación móviles (teléfonos, tablets, etc.), y llegan incluso a
emplear códigos de comunicación para hacerse saber sus
estados, procurando así evitar ser víctimas de secuestros
tanto “reales” como “virtuales”.
Así, podríamos seguir enunciando largamente las innumerables “renuncias” que ha traído aparejadas la inseguridad reinante, las que forman parte de una “renuncia”
mucho mayor, que es la de haberlo hecho a “vivir libres”.
Pero las consecuencias de este “relajamiento” de las
reglas que hacen viable a una sociedad civilizada no se
manifiestan solo en problemáticas relacionadas con la seguridad de sus integrantes.
El delito económico sin violencia también los golpea,
sea individual o colectivamente, con defraudaciones, estafas y actos de corrupción –de distinto calibre e importancia– que solo en casos excepcionales terminan siendo
objeto de condena y cuya aplicación efectiva –por otra parte– constituye casi una extravagancia.
Este descorazonador escenario reconoce como una de
las causas principales de sus manifestaciones a la impunidad.
Quienes no respetan las reglas de la vida en sociedad
(violando las normas, aprovechando su benignidad e irrazonabilidad o, incluso, las de quienes deben aplicarlas y
hacerlas cumplir –todo ello sin olvidar aquellos casos extremos de participación o complicidad–) lo hacen porque
poco o nada tienen que temer.
El brazo de la ley solo alcanzará a los muy desventurados, e incluso en ese caso es más previsible una suave
palmada que un severo castigo.
Como resultado se invierten los roles y, en verdad, los
castigados con la pérdida de sus libertades y tranquilidad
son los ciudadanos honestos y no los criminales.
La impunidad de estos últimos solo a ellos beneficia y
su precio lo termina pagando toda la sociedad, que asiste
a un progresivo relajamiento y deterioro de los mecanismos de control social.
De tal suerte, esos mecanismos van perdiendo credibilidad para la mayoría, por lo que resultan como primeras
víctimas los sistemas judiciales, las fuerzas de seguridad y
la ley misma.
Y, cuando la mayoría comienza a dejar de creer en
ellos, la sociedad se puede acercar peligrosamente a la
generación de situaciones y episodios anárquicos.
Los hombres y mujeres de derecho estamos obligados a
poner nuestra “ciencia y conciencia” para evitarlo.
Debemos actuar con esclarecimiento y decisión para
que se recupere la confianza de la ciudadanía en el funcionamiento de las instituciones jurídicas y, fundamentalmente, para que se recobre el respeto de la ley como regla
imprescindible de la vida en comunidad.
Quizás recordar el pensamiento del citado filósofo
francés nos sirva para reflexionar sobre los cambios que
debemos asumir para que sea posible que continuemos
viviendo en una sociedad civilizada.
O, mejor aún, para que podamos volver a ser auténticamente libres.
VOCES: DERECHO - ESTADO NACIONAL - SEGURIDAD
PÚBLICA - LEY - CONSTITUCIÓN NACIONAL
- DELITO - DERECHO PENAL ESPECIAL - DERECHO PROCESAL PENAL - PODER EJECUTIVO - PODER LEGISLATIVO - PODER JUDICIAL
- DERECHOS HUMANOS - FUERZAS ARMADAS Y DE SEGURIDAD - POLÍTICAS SOCIALES
- EDUCACIÓN - GARANTÍAS CONSTITUCIONALES
(*) Director de El Derecho.
(**) Charles-Luis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de
Montesquieu, El espíritu de las leyes, http://bibliotecadigital.tamaulipas.gob.mx/archivos/descargas/31000000630.PDF, pág. 69.
(1) Grand Larousse Enciclopédique, edic. 1963.