Ritual de diciembre

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Saro Díaz La cueva del erizo
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Apartó de un puntapié la correspondencia bancaria y publicitaria que se
amontonaba tras la puerta, depositó el bolso en el colgador y se deshizo del abrigo y
los zapatos para, ya descalza, meterse en la cocina donde Mariana había dejado el
pavo relleno con ciruelas y nueces listo para ser horneado. Recordó la advertencia de
que debía regarlo de vez en cuando con zumo de pomelo mientras se asaba. Después
de servirse una copa se dispuso a preparar el enjambre de canapés con el que se
proponía sorprender a su familia. Madre, hermana y dos hijos. Tarareando, contenta
después de todo, compuso un buen montón de cuadraditos de pan tierno con salmón
ahumado, caviar y paté. Todo de primera calidad, como merecía la ocasión. Esta vez
no les fallaría. Otros años, entre los viajes que le organizaba su empresa en calidad de
directora de producción y el denso ambiente que se había colado en la casa desde su
divorcio, no había habido ocasión para una Nochebuena perfecta.
Por una vez había accedido a deseos que le resultaba chocante detectar en los
demás: un hermoso acebo de vivero aguardaba en el salón, pertrechado de regalos
para todos, de luces parpadeantes, de cestitas de mimbre combinadas con llamativas
figuras, último esperrido en cuestión de adornos navideños según había comprobado
en una revista para mujeres en la que los reportajes sobre sexualidad satisfecha
servían de mero pretexto a los anuncios de perfumes y cremas. Tanto en el salón
como en la mesa, todo parecía exquisito, como en la dichosa revista. Su propio
atuendo gritaría a los suyos que esta vez no les fallaría, pues no había resistido la
tentación de adquirir para la ocasión un vestido de terciopelo rojo que le permitiría
mostrar unas piernas aún esbeltas a sus cuarenta y demasiados. Sus hijos, ya
adolescentes, se habían ido a vivir con la abuela tras el divorcio, pero ella se ocupaba
de mantenerlos, de otro modo no podrían estudiar ni atender los prolijos gastos de
todo adolescente que se precie. Víctor, su ex, con sus argumentos de eterno artista
incomprendido no aportaba un euro a la educación y sostén de los hijos que tenían en
común. Lo único en común que quedaba entre ellos. Había sido Fátima, su hermana
pequeña, la que se había encargado de ponerla al corriente de que no se comportaba
como una persona de bien rechazando las fiestas navideñas, “evitando que tus hijos
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las disfruten”, le había reprochado. Aunque a decir verdad habían sido sus últimos
análisis médicos los que la habían empujado a organizar todo aquello: horas de
tiendas, un montón de llamadas, listas interminables, pequeñas decisiones que la
minaban porque no estaba acostumbrada a decidir nada al margen de la floreciente
empresa en la que trabajaba. Y además, conociendo lo importante que esto era en los
manuales navideños, había colocado cada figura del árbol con sus propias manos,
rechazando la ayuda de Mariana. Mariana, que a esas alturas estaría en su propio
hogar rodeada de nietos que entraban en la cocina a picotear las golosinas reservadas
al postre. También se había acordado del postre, cómo no, y pese a su dieta inflexible
había cedido a la adquisición de mazapanes, turrón, dulce de yema, almendras
cubiertas de una asquerosidad blanca, cava...
Movió uno de los elegantes candelabros y se separó unos pasos para tomar
perspectiva. La mesa lucía un magnífico aspecto con los cinco cubiertos dispuestos:
su madre, su hermana, Adán, Noemí y ella. Sus hijos, de 20 y 17 años gracias a su
temprano matrimonio roto sin pena ni gloria hacía tres años. Su hija Noemí repetía el
último curso en el instituto y se debatía en la duda sobre si acudir o no a la
universidad. Si no pudiera ir por falta de medios económicos se empeñaría en
estudiar la carrera más larga. Adán lo tenía más claro y se peleaba con las asignaturas
de Aparejadores, aunque ciertos titubeos artísticos sospechosamente imbuidos por la
verborrea paterna la habían aterrado. Por fortuna, la influencia de ella resultó
determinante: pintando muy pocos se ganan la vida, en cambio como aparejador
aseguraría su futuro y luego siempre dispondría de algún tiempo para el arte. A veces
se sentía un tanto culpable. ¿Y si algún día su hijo le imputaba haberle vetado una
existencia apasionada? Pero ya tenían bastante con Víctor. Su ex, más que a esculpir,
dedicaba sus horas a lamentarse por ese colosal número de razones que, según él, le
impedían dedicarse con más intensidad a la escultura, su única actividad conocida.
En la ducha friccionó con afán su cuerpo, como si buscara quitarse de encima
los cargos de conciencia que su hermana había despertado en ella por no organizar
nochebuenas al uso. Se untó de crema hidratante y entonces comenzó la operación
más delicada del día: difuminar las tenues arrugas que ya delataban el límite de sus
sueños. Con la cara desmaquillada y preparada para la nueva máscara, se miró a los
ojos en el espejo. En un burdo libro de autoayuda había leído que amarse a una
misma era el comienzo del fin de todos los problemas y que para eso había que
mirarse a los ojos en el espejo y decir en voz alta “eres estupenda, te quiero”. Pero
sus ojos se empeñaban en traslucir el cansancio de las miles de miradas repartidas a
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lo largo de toda una vida. Miradas suspicaces a aquella madre joven que la reprendía
por llegar tarde a casa; miradas dichosas a un muchacho que la llevaba de la mano
por calles infinitas; miradas sorprendidas a la ventana cuando algún que otro invierno
ofrecía pájaros cantando a una errónea primavera. La mirada firme y cálida que había
dirigido a Víctor cuando, tanto tiempo atrás, le había dicho 'sí quiero' en la iglesia.
Las miradas henchidas de emoción de cuando tuvo a sus hijos en brazos por primera
vez. Miradas furiosas de cuando reprendía a alguien en la oficina. La mirada vacía de
cuando exigió el divorcio, harta ya de tolerar la bohemia improductiva de su marido
mientras ella luchaba a brazo partido por el dinero que pagaba los gastos de todos.
“No te cuesta nada, te encanta el poder, tu puesto en esa empresa, no podrías vivir sin
eso”, le había reprochado Víctor, despechado quizá por su propio fracaso. Y no es que
sus esculturas fueran malas, es que carecía de tesón y constancia hasta para escoger el
material en el que cincelar. Aún así, reconocía que alguna vez había envidiado ese
asomo de éxtasis que iluminaba la figura de su marido cuando se concentraba,
inmerso en el trabajo. Y hasta llegó a contárselo, pero únicamente obtuvo un silencio
displicente y desdeñoso, como si lo hubiesen molestado con tonterías allá en su
olimpo creativo. Uf. La noche se prestaba a la evocación, a medir ausencias. Se
habían amado mucho.
Se puso el vestido, se calzó unos escarpines negros reservados para las
ocasiones relevantes y se abrochó un colgante. El resultado era una mujer de mediana
edad, sofisticada, plena, contenta consigo misma. Como si los libros de autoayuda
hubiesen obrado el milagro. Tras una ojeada al reloj apagó el horno. Si el avión no
traía retraso, estarían a punto de llegar. Se fue al salón con otra copa y, sentándose en
el suelo, frente al rutilante árbol, se propuso disfrutar del inusual panorama
doméstico. Con la sola luz del árbol le pareció que volvía a ser una niña, la niña que
se levantaba de madrugada para contemplar el belén que sus padres le prohibían
tocar. Por entonces creía que aquellas figuras las ponían allí para ella, pero más tarde
supo que el pesebre formaba parte del ritual de diciembre, de los objetos, actos y
palabras destinadas a comunicar a los demás que somos como ellos, que viajamos en
el mismo barco hacia ninguna parte.
Y los regalos. Los regalos ya no le hacían ilusión, como casi nada. De pequeña
había observado los paquetes envueltos en papeles de colores como si sus contenidos
tuvieran el poder de cambiarle la vida. Ahora, solo un buen balance económico la
hacía feliz. Mierda. De vez en cuando le daba por verse a sí misma como la percibía
su ex marido. Pero aquello cambiaría si las sesiones de quimio servían para algo. La
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habían operado apenas hacía un mes sin que nadie lo supiera aparte de su cirujano y
su fiel adjunto en la oficina. Le habían extirpado lo gordo, pero las células seguían
haciendo de las suyas. Ojalá el duro tratamiento acabara también con todo lo demás:
su falta de entusiasmo ante una Nochebuena roja y dorada porque no creía en
imágenes prefabricadas; su fama de mandona ante la familia. Aunque, de no ser así,
¿cómo hubieran sobrevivido?
Prendió las velas y se le ocurrió que nadie le había preguntado qué deseaba ella
para sentirse bien. A lo mejor era porque nunca aparentaba la ansiedad que a veces se
apoderaba de sus noches vacías. O de las mañanas en que se iba de su casa su lío de
turno, esas aventuras cada vez más escasas que aún lograban dibujar un corazón de
semen en la colada de la ropa. Sus hijos la creían rodeada de amigos por el simple
hecho de que acudía a fiestas que en realidad suponían oportunidades inmejorables
para cerrar contratos. Les explicaría todo, ellos debían saber que se encontraba sola y
enferma y que los necesitaba.
Tal vez por las dos copas apuradas con el estómago vacío, le pareció bello,
tremenda, poética, auténticamente bello permanecer allí. Viva. A la débil luz del árbol
de Navidad que había compuesto para su familia. Esperándoles, gozando con la
expectativa. Hacía meses que no hablaba con sus hijos y con su madre
detenidamente. Quizá nunca lo había hecho. Hasta deseaba abrazar a su hermana, la
tonta del clan a la que sin embargo adoraban sus sobrinos. Consciente de que la
emoción que experimentaba no se debía a que la hubiesen ganado las veleidades
navideñas sino a su firme decisión de retomar las relaciones familiares allí donde no
tenían que haberlas dejado, imaginó a Adán, Noemí, su madre y su hermana
recogiendo sus equipajes, siempre facturaban, eran muy poco prácticos. Estarían
nerviosos, charlatanes, risueños, reclamando un taxi que los condujera a casa. A ella
en cambio le gustaba más el silencio. Quizá hubiera un modo de conciliar ambos
modos de ir por la vida.
Se estiró, volvió a consultar la hora y optó por revisar algunas facturas que
habían llegado por correo postal, matando el tiempo que la mataba. Solo entonces
reparó en que con tanto ajetreo no había quitado el modo silencio en que había puesto
su móvil desde la primera reunión de la mañana. Es más, en contra de su costumbre,
entre el jaleo de la oficina y el de ultimar los detalles de su magnífica cena familiar,
ni había mirado el móvil. Así que lo buscó en el bolso que había dejado en la entrada
y vio varios mensajes. Eran de su madre, de su hermana, de sus hijos. Se repetían.
Los había de voz y escritos. Pero ella no los había leído ni oído en todo el día. La
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verdad es que la habían avisado desde hacía horas, no se les podía reprochar nada.
Leyó el último y se rasgó la noche, se agrió el asado, se manchó el vestido. “Otra vez
será, imposible ir. Discúlpanos”.
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