Junio / julio 2008 - Primera Revista Latinoamericana de Libros

volumeN 1 nÚMERO 5
junio/julio 2008
WWW.revistaprl.COM
PRL
$5,00 EE.UU.
Primera Revista Latinoamericana de Libros
Explícame, ¿qué es
el peronismo?
Pablo Alabarces revisa
El peronismo clásico,
de Guillermo Korn, y Perón,
de Horacio González
Roberto González Echevarría:
Cortés narra una acción bélica
Alonso Alegría: Vargas Llosa sorprende
Edgardo Rodríguez Juliá:
Puerto Rico in the American Century
Pedro Ángel Palou: Graham Greene
Manuel Lucena Giraldo:
Rodríguez Rivero está avisado
www. revistaprl.com
PRL
JUN/JUL2008
Contenido
3
Pablo Alabarces
El Peronismo clásico (1945-1955). Descamisados, gorilas y contreras, de Guillermo Korn (comp.)
Perón. Reflejos de una vida, de Horacio González
6
Cristóbal Peña
Salvador Allende. Biografía sentimental, de Eduardo Labarca
8Julián Corvaglia
Hacia la revolución. Viajeros argentinos de izquierda, de Sylvia Saítta (ed.)
12
Tom Burns Marañón
Napoleon’s Cursed War. Popular Resistance in the Spanish Peninsular War, de Ronald Fraser
15
Edgardo Rodríguez Juliá
Puerto Rico in the American Century: A History since 1898, de César J. Ayala y Rafael Bernabe
17
Silvia Grijalba
Las ideas del rock. Genealogía de la música rebelde, de Sergio Pujol
18
Alonso Alegría
Al pie del Támesis, de Mario Vargas Llosa
20
Claudio Iván Remeseira
El esposo divino, de Francisco Goldman, traducción de Laura Emilia Pacheco
21Lina Meruane
Comentario
23
Pedro Ángel Palou
En tierra de nadie, de Graham Greene, traducción de Juan Bonilla
24
Manuel Lucena Giraldo
Comentario
26
Roberto González Echevarría
Rhetorical Conquests. Cortés, Gómara, and Renaissance Imperialism, de Glen Carman
28
Sergio Missana
The Bible: A Biography, de Karen Armstrong
The Gnostic Discoveries: The Impact of the Nag Hammadi Library, de Marvin Meyer
Lost Christianities: The Battles for Scripture and the Faiths We Never Knew, de Bart D. Ehrman
Autores
Pablo Alabarces es profesor de cultura popular en la Universidad de
Buenos Aires. Es autor de Crónicas del aguante e Hinchadas.
Alonso Alegría es dramaturgo y director de escena. Es autor de El cruce
sobre el Niágara. Enseña en la Pontificia Universidad Católica del Perú.
cultural de ABC, en España. Sus últimos libros son A los cuatro vientos, las
ciudades de la América hispánica y Ciudades y leyendas, un recorrido por la
historia de España a través de sus relatos urbanos.
Lina Meruane es autora de las novelas Póstuma, Cercada y, más reciente-
mente, Fruta podrida.
Sergio Missana es autor de La máquina de pensar de Borges y El día de los
Tom Burns Marañón es colaborador habitual del diario español El Mun-
do. Ha publicado hace poco La monarquía necesaria (Planeta).
muertos. Enseña en el programa de la Universidad de Stanford en Santiago
de Chile.
Julián Corvaglia es profesor en la Facultad Latinoamericana de Ciencias
Pedro Ángel Palou es autor de El diván del diablo. Vive en París.
Sociales en Buenos Aires.
Roberto González Echevarría es profesor de literaturas hispánicas y
comparada en Yale. Su Love and the Law in Cervantes lo acaba de publicar
Gredos en traducción.
Silvia Grijalba ha publicado las novelas Alivio rápido y Atrapada en el lim-
bo. Escribe en el diario El Mundo y dirige el festival de Spoken Word Palabra
y Música.
Manuel Lucena Giraldo es historiador y colaborador del suplemento
Cristóbal Peña trabaja en el Centro de Investigación e Información Perio-
dística, CIPER, en Santiago de Chile. Es autor de Cecilia. La vida en llamas y
Los Fusileros.
Claudio Iván Remeseira dirige el Hispanic New York Project de la Uni-
versidad de Columbia.
Edgardo Rodríguez Juliá es profesor jubilado de la Universidad de
Puerto Rico. Es autor de las novelas Sol de medianoche y La renuncia del héroe
Baltasar.
Editor: Fernando Gubbins. Editores asociados: Luisa Angrisani, Carlos Aguirre. Corrección: Walter Palomino Arrascue. Editor gráfico: Augusto Nieves. Administración:
Arturo Conde. Ventas: Mary Zambrano. Webmaster: Emil Díaz. Practicantes: Ingrid Macías, Dahian Herrmann. Diseño de PRL: Lacava Design. Foto portada: Cornell
Capa-Magnum Photos
PRL - Primera Revista Latinoamericana de Libros. (ISSN 1937-7290 edición impresa, ISSN 1937-7304, PRLONLINE). Junio, julio 2008, volumen 1, número 5. Una publicación
bimestral de Mido Editores Inc., 474 Central Park West, New York, NY 10025, 1(212) 864-4280.
Copyright © 2008. Derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin permiso expreso de Mido Editores.
JUN/JUL2008
www. revistaprl.com
PRL Como un cuento de Cortázar,
como el aprismo en estado puro
Pablo Alabarces
El Peronismo clásico (1945-1955).
Descamisados, gorilas y contreras
de Guillermo Korn (comp.)
Buenos Aires, Paradiso, Fundación
Crónica General, 2007, 312pp.,
US$31.50
Perón. Reflejos de una vida
de Horacio González
Buenos Aires, Colihue, 2007,
453pp., US$14.42
E
ste chiste sigue siendo inmejorable, a pesar de sus más de
veinte años. Circulaba entre los
exiliados argentinos en España,
y sus protagonistas eran dos de ellos, que
se encontraban en una fiesta durante los
años de la última dictadura militar. Uno,
llamémoslo X, encuentra a su compañero
Z acompañado de una española bellísima:
una andaluza profunda. Z parece estar
desconsoladamente enamorado. A los pocos días, X y Z vuelven a verse por casualidad; X no resiste la tentación, como buen
hombre, de hacer un comentario elogioso:
“Qué bella mujer que te acompañaba”. Z,
con sonrojos, acepta: “Sí, es bella y maravillosa”. X decide aprovechar la efímera
intimidad construida y repregunta: “¿Estás enamorado?”. “Hasta el tuétano”, responde Z. “¿Te vas a casar?”, más afirma que
pregunta su amigo. “¿Con una española?
De ninguna manera”, sorprende Z, perdiendo todo sonrojamiento. X tambalea:
“Pero eso suena a racismo…”. “No, no es
racismo”, continúa Z. “Las españolas son
maravillosas, mejores incluso que las argentinas. Son más solidarias, magníficas
compañeras, menos histéricas”, concluye.
“¿Entonces?”, pregunta su amigo, ya intrigadísimo. “El problema”, afirma Z con
tono resignado, “es que si te casás, en algún momento, indefectiblemente, te hacen la pregunta fatídica”. “¿Cuál?”. “Oye,
tío”, imita Z, “¿me puedes explicar qué
coño es eso del peronismo?”.
El chiste apunta a dos afirmaciones de
las que debemos partir: la primera remite
a una presunta condición inexplicable del
peronismo, condición que alcanza incluso
a sus informantes nativos –es posible que
nuestros X y Z hayan sido, ellos mismos,
cuadros del peronismo de izquierda (sintagma que parece ser, en sí mismo, un
oxímoron, una contradicción en sus tér-
Perón y Evita en Plaza de Mayo. Foto: Wikimedia Commons
minos)–. La segunda es una ampliación de
la primera: si es inexplicable o misterioso
para sus nativos, sufrientes y pacientes,
involucrados en la experiencia cotidiana de medio siglo de peronismo, lo será
doblemente para los extranjeros, que no
pueden clasificarlo en los esquemas tradicionales de los bipartidismos centrales
(conservadores o liberales, socialistas o
conservadores, conservadores o laboristas,
demócratas o republicanos). Una de las
mejores tradiciones de los lenguajes políticos argentinos es estar munidos de un
arsenal de comparaciones para acrecentar
conversaciones internacionalistas: “es un
varguismo”, se le explica al brasileño; “es
un laborismo periférico”, se sentencia delante de un inglés; “es el aprismo en estado
puro”, se afirma en un bar de Lima; “a pesar
de todo no era fascista”, le explicamos a mi
tío Mario, italiano y fascista… Las mismas
tradiciones –especialmente, narradas por
peronistas– insisten en caracterizar al peronismo como un tercermundismo avant
la lettre, antecesor de Nasser y Nehru; de
allí procede otra anécdota, habitual entre
los jóvenes militantes de mediados de los
ochenta que hablaban de un encuentro de
juventudes políticas en el que la delegación
de Yugoslavia –para el lector desinformado, un viejo país de los Balcanes del que ya
no queda nada– habría cantado un improbable “Tito y Perón/ un solo corazón”. La
historia permitía, para los peronistas, un
anclaje filo-marxista al que el peronismo
de mediados de los ochenta solo podía recurrir en la imaginación calenturienta de
sus cuadros más radicales.
Preciso es reconocerlo, claro: los textos que describen o narran al peronismo
desde una mirada externa suelen ser muy
desacertados. En la cultura de masas, son
francamente desopilantes. Un ejemplo
desternillante es la “Eva Perón” que interpretó Faye Dunaway en 1981; además de la
precisión de las locaciones –Buenos Aires
se filmó en Guadalajara–, el guionista ni
siquiera había visto la Evita de Tim Rice
y Andrew Lloyd Weber –que disimulaba
sus inconsistencias históricas y políticas
detrás de, al menos, una buena historia
dramática–. Una película pésima que sintetizaba al peronismo en una tenebrosa
reunión de Perón con los delegados nazis,
reunión en la que se acordaba una presunta alineación del peronismo y la Argentina
con las fuerzas del Eje; pero, para darle un
tono más ridículo, los nazis le entregaban
a Perón un retrato autografiado de Hitler,
a lo que ese contestaba: “Muchas gracias,
pero… ¿no tienen uno de Mussolini? Soy
un gran admirador del Duce”. Un camino
similar siguen todas las interpretaciones
que vieron en el peronismo una excedencia del Tercer Reich en tierras sudamericanas –especialmente centradas en la
cantidad de oficiales nazis refugiados en
estas costas, cantidad que, sin embargo,
no es mayor que la de los refugiados en los
Estados Unidos–. Ese esquematismo hizo
de la Argentina una suerte de metáfora
del refugio de los criminales, nuevamente
PRL
en la cultura de masas: cuando en Yellow
Submarine, la película animada de The
Beatles, los malvados azules son derrotados por la psicodélica Sargent Pepper’s
Lonely Hearts Club Band, uno de ellos se
pregunta “¿Dónde podremos huir? ¿A la
Argentina?”.
En esas lecturas esquemáticas se apuntan las que catalogan al peronismo como
fascismo subdesarrollado, o que suscriben
la clasificación del peronismo como una
dictadura populista. Para eso, finalmente,
el que proponía la mejor interpretación
del peronismo era mi tío Mario, cuando
repetía a quien quisiera escucharlo: “El
problema es que todos los analfabetos
votan a Perón y a los peronistas”. Esto lo
decía infatigablemente el 30 de octubre de
1983, el día de las elecciones democráticas
que significaron el fin de la dictadura militar argentina; el día en que, por primera
vez en la historia, el peronismo fue derrotado en elecciones libres y sin proscripciones. Mi tío murió unos años después sin
recuperarse de la sorpresa.
H
ay que exceptuar de este cuadro, sin duda, los trabajos del
historiador norteamericano
Daniel James, un agudo intérprete del peronismo: de tal agudeza,
diría, que supera a varios de sus colegas
argentinos. En Resistencia e integración.
El peronismo y la clase trabajadora argentina 1946-1976, su excelente libro de 1990,
James apuntaba con claridad una de las
características definitorias del peronismo:
su capacidad para convertir la experiencia
cotidiana de las clases populares argentinas en doctrina política, sin preocuparse
por transformar esa experiencia, en volverla, por ejemplo, conciencia de clase –la
postulación de Gramsci que el gramscismo peronista siempre desatendió–. Esa
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percepción del peronismo como cotidianeidad politizada –o, mejor, como política cotidianeizada– está en la base de otra
cita magnífica, ahora literaria y más inteligente que la de mi tío Mario. Uno de los
personajes de No habrá más penas ni olvido,
la segunda novela de Osvaldo Soriano, en
medio del desgarramiento y la violencia
de los enfrentamientos entre izquierda y
derecha del peronismo entre 1973-1976,
pronuncia una frase inolvidable: “yo nunca me metí en política… siempre fui peronista”. La frase es retomada, como homenaje –y como comprensión de que hacía
falta un antiperonista como Soriano para
definir tan bien al peronismo– por el director de cine Leonardo Favio, que la pone
en boca de su Gatica, otro texto poderoso
a la hora de entender al peronismo. Primer
apunte: parece que más que en mi tío Mario, al peronismo hay que buscarlo en el
cine y la literatura.
Pero si el peronismo es experiencia
popular reconvertida en doctrina política, otros efectos consecuentes, además
de su cotidianeidad, son su plebeyismo
y su antiintelectualismo. El peronismo
afirma, como buen populismo, que las
percepciones populares son válidas para
la construcción de un cuerpo ideológico,
esto conlleva varias afirmaciones simultáneas: que esas percepciones son positivas,
que no pueden ser sometidas a crítica, que
la experiencia plebeya puede instituirse,
de modo irreverente, en el centro luminoso de una nueva organización social y
cultural; y a la vez, que su crítica o cuestionamiento solo puede ser un oficio intelectual, por lo tanto distanciado de esas
percepciones incontaminadas y legítimas;
en consecuencia, toda práctica intelectual
se vuelve intromisión indeseada en un
universo popular que se piensa como autosuficiente.
“Si ya es difícil enterarse
de lo que se publica entre
nosotros, lo es muchísimo
más aún enterarse de lo que
se edita en los demás países de
la América nuestra. PRL tiene
una tarea tan ardua como
valiosa por delante”.
–Abelardo Oquendo en La República de Lima
Una vez más, lo divertido del peronismo
es que sus positividades y sus peores consecuencias están, al mismo tiempo, en el
mismo lugar. Porque estas afirmaciones
son a la vez democráticas y autoritarias:
expanden el universo de lo legítimo y lo
restringen. El plebeyismo del peronismo
es un gesto democrático, y muy especialmente en su etapa clásica (1945-1955):
porque se vuelve signo irreverente frente
a un lenguaje, una cultura, una organización del espacio burguesa y conservadora
–y la movilización popular fundacional
del 17 de octubre de 1945 lo demuestra
palmariamente, en tanto es, antes que
nada, la violación sistemática de todas las
prohibiciones espaciales: los recorridos de
las masas transgreden los espacios burgueses, con un clímax en las piernas obreras sumergidas en la fuente de Plaza del
Congreso, que se transformarán en uno
de los significantes peronistas por excelencia: “las patas en la fuente”. Frente a la
opresión y explotación desmesuradas que
las clases populares sufrían en la década
anterior, el peronismo es la experiencia
democrática de una revancha: “con Perón,
todos éramos machos”, afirma uno de los
obreros-informantes de James.
A la vez, el antiintelectualismo exasperado lo vuelve intolerante a todo discurso
que pueda marcar disidencia o contraste:
en tanto pura experiencia, no puede someterse a crítica –porque sería negar una
experiencia cotidiana que, para colmo,
revela la sistemática mejora de las condiciones de vida, el aumento del consumo, la
distribución de la riqueza: el peronismo es
un populismo redistributivo, y en tanto tal
redistribuye la riqueza económica, y también los significantes: “es la realidad efectiva/que debemos a Perón”, dice la Marcha
Peronista. A la materialidad imaginaria
de una realidad efectiva, no hay discurso
intelectual que pueda hacerle mella. Y si
existe, debe ser suprimido, porque introduce ruido en la fiesta popular: y porque
Perón, a pesar de todo o justamente con
todo ello, es un militar, un oscuro coronel
providencial educado en el poco democrático ordenamiento de los cuarteles. De allí
el irritante autoritarismo que el primer
peronismo exhibe en sus gestualidades
públicas, un autoritarismo que eriza, antes que nada, las epidermis intelectuales y
las de sus públicos: las clases medias medianamente ilustradas.
Pero, también, ese plebeyismo irreverente y transgresor de las codificaciones
burguesas, esa pulsión democrática del
peronismo es su condición más interesante y la que lo volverá objeto del deseo
toda la década siguiente, capturando el
espacio de la izquierda y de las juventudes
políticas. Y, por ende, también lo convertirá en objeto de la represión de las clases
que no toleran ni siquiera la redistribución simbólica de la riqueza. Ese drama
argentino solo puede concluir cuarenta
años después, en la alianza entre conservadurismo y populismo que construye
el propio peronismo a partir de los años
noventa. Pero eso es historia más reciente.
Durante los sesenta, la frase dominante es
otra cita incomparable, esta vez debida a
JUN/JUL2008
un político, un intelectual peronista –en
tanto tal, infrecuente e irrepetible–: John
William Cooke, que definió al peronismo
como “el hecho maldito del país burgués”.
Carlos Altamirano sostuvo, hace pocos
años, que ese enunciado solo podía repetirse hoy como una broma. Y, sin embargo, ese chiste aún circula: en los recientes
conflictos en la Argentina entre el gobierno peronista y los grupos de productores
agropecuarios que reclamaban una menor carga impositiva, no faltaron grupos
de la izquierda peronista –la persistencia
del oxímoron– que volvieron al latiguillo.
A esta altura, un anacronismo delirante.
E
ntonces, otra resultante de la
condena antiintelectual es las
dificultades de los intelectuales
frente al peronismo: es muy difícil ejercitar la crítica frente a un objeto
que rechaza tan exasperadamente esa
práctica, o que reclama del observador
una adhesión cotidianeizada, sentimental
–el peronismo se siente, reza el slogan con
el que se reclama de los intelectuales una
empatía puramente pasional. Así, durante años –los contemporáneos al primer
peronismo, pero con mucho más énfasis
los siguientes, “nuestros años sesenta”,
para usar el feliz título del libro de Oscar
Terán– los textos sobre el peronismo parecen ordenarse en dos polos excluyentes: el
rechazo exasperado o la adhesión acrítica.
La serie la inaugura Ezequiel Martínez
Estrada en 1955, apenas derrocado Perón
de la presidencia por un golpe de Estado pomposamente titulado “Revolución
Libertadora” –inicio de tantos eufemismos que concluyen en la dictadura de
1976 autodenominándose “Proceso de
Reorganización Nacional”. El ensayista
argentino, aquejado por un extraño mal
dermatológico del que se curó la mañana del derrocamiento de Perón –es decir,
sufría de peronitis–, inició con su ¿Qué es
esto? Catilinaria, una larga lista de textos
que apenas concluye provisoriamente con
el Perón de Horacio González. El carácter
de ese folleto sentaría el tono del debate:
la condena del peronismo no admite réplica ni matiz, dejando lugar apenas para
la extrañeza por las razones de tanto mal
acaecido. Otra marca clave, en la misma
línea, será meses más tarde El otro rostro del peronismo, a su vez respuesta de
Ernesto Sábato a Ayer, hoy y mañana, del
nacionalista católico Mario Amadeo: para
Sábato, que ya demostraba su precariedad
ideológica y analítica, todo el peronismo
se explicaba por el resentimiento –de un
pueblo postergado, de un coronel oscuro,
de una bastarda.
No es este el lugar para analizar todos
ellos: es imposible en este espacio, y además ese trabajo fue hecho, hace unos años,
por Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, que
publicaron sendas antologías de esos materiales con los títulos respectivos de La
batalla de las ideas y Bajo el signo de las masas. Originalmente pensado como un único tomo, la cantidad de material obligó a
dividir el volumen: cada libro se abre con
un minucioso estudio preliminar donde
esos materiales son sometidos a crítica.
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Recientemente, ambos tomos fueron reeditados desplazando el archivo documental a un CD, lo que concentra la lectura en
los ensayos introductorios, pero a la vez
confina los textos originales a un carácter
archivístico. Junto a ellos, es imprescindible entre los hitos analíticos –aquellos textos que se transforman en clásicos por su
perspicacia y su novedad interpretativa–
Estudios sobre los orígenes del peronismo, de
Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero,
de 1971, pero reeditado en 2004.
Por supuesto: los materiales interesantes
son los que se distancian de la lógica desprecio-fascinación, distancia que parece
producirse solo en la trama del tiempo y
las disciplinas de las ciencias sociales y humanas. Todavía en 1983, Los deseos imaginarios del peronismo hablaba más sobre las
carencias teóricas de Juan José Sebreli que
sobre su objeto, incapaz de substraerse a
un antiperonismo furibundo –y culposo,
como buen ex peronista–; casi simultáneamente, Los cuatro peronismos, de Alejandro Horowicz, felizmente reeditado
con cierta frecuencia, permitía ver que la
sociología podía encarar el peronismo en
la fructífera senda abierta por Murmis y
Portantiero. En los últimos años, entre los
libros recomendables también fue reeditado Mañana es San Perón, de Mariano Plotkin –un muy buen análisis de los rituales
festivos del peronismo–, y aún se consigue
Un mundo feliz, de Marcela Gené, un trabajo brillante sobre la iconografía peronista
que derrumba el mito de la representación
nazi-fascista: Gené demuestra la notoria
vinculación de la imaginería peronista
con el New Deal roosveltiano y la Rusia
soviética. Más difícil es hallar, en cambio,
La plaza vacía, un muy interesante trabajo
de Danilo Martucelli y Maristella Svampa
sobre las transformaciones contemporáneas del peronismo: como dijimos, las
que lo encontraron populismo plebeyo e
irreverente y lo devolvieron neoconservadurismo reaccionario. Y, por supuesto, hay
que leer todo lo que publique Juan Carlos
Torre (por ejemplo, La vieja guardia sindical y Perón, de 2006).
L
o que es más escaso es el tipo de
trabajos como los que nos ocupan: aquellos que focalizan el
entramado simbólico del peronismo, los que lo ven como, fundamentalmente, un nudo de discursos, una encrucijada de textos. Entre ellos, los literarios,
o más ampliamente los textos culturales.
Para Horacio González, por ejemplo, el
peronismo es cartas, discursos, órdenes,
proclamas, biografías: entonces, investigarlo es “analizar las fuentes textuales del
peronismo, su modo de uso de la palabra,
la forja de su dicción, el camino por el que
debía pasar la fuerza de sus nombres, la
relación de sus iconos con la peculiaridad
del mito” (49). Tarea harto compleja, en
tanto “Para Perón todo enunciado era reversible. Las formas de lo dicho tenían más
maleabilidad que las sospechadas formas
de El Greco. El arte de Perón –su teoría del
lenguaje nunca esbozada como tal– consistía en la afirmación tratada siempre por
su inversión absoluta potencial” (51).
PRL Hay que reconocer en González esa
perspicacia, producto de su propio entrenamiento en la historia de las ideas: una
cultura (o un fragmento de ella, como el
peronismo) es antes que nada una trama
de voces que deben rastrearse en textualidades variadas, centrales o periféricas, leídas con entrenamientos múltiples –y no
los únicamente semióticos que utilizaran
Eliseo Verón y Silvia Sigal en su fallido Perón o muerte–. Sin embargo, la debilidad
de González está en su barroquismo –una
elección de estilo largamente reconocida
y reconocible en su extensa obra ensayística, pero que tiende a transformarse,
últimamente, en exceso retórico, en una
suerte de regodeo en la propia escritura–;
la lectura, entonces, se vuelve un trabajo
fatigoso a través de los ripios de un texto que busca instituirse a sí mismo como
fundacional.
La compilación de Korn, por su parte,
aunque aquejada de la debilidad de toda
compilación –su fragmentarismo, sus
desniveles–, permite leer nuevas ideas: la
relectura crítica de Borges como antiperonista que hace Jorge Panesi o el análisis de
las revistas Contorno e Imago Mundi a cargo
de Omar Acha –así como la breve revisión
del mapa de revistas culturales que hace el
propio Korn– son mis preferidas. A pesar
de la buena información complementaria
(cronologías, propuestas de lecturas conexas) repuesta por el compilador, le falta una visión de conjunto más informada
por Bourdieu –una lectura del campo intelectual de la época– y llama la atención
la ausencia de referencias más extensas a
la cultura de masas: aunque el volumen se
inscribe en una “historia de la literatura
argentina”, la presencia de un –poco logrado– trabajo de Gustavo Varela sobre el
tango permite señalar esa ausencia como
déficit, y no como exclusión forzada por el
objeto elegido.
Sin embargo, su mayor hallazgo obliga
a regresar a la literatura, incluso a corregirnos en parte. El magnífico análisis de
Carlos Gamerro sobre “Julio Cortázar,
inventor del peronismo” postula a la literatura como el texto por excelencia para
comprender al peronismo. Si, afirmamos,
el peronismo permanece en buena medida en la indecibilidad y en el misterio,
Gamerro afirma que la literatura cortazariana permite, al narrarlo, construirlo:
“Cortázar es el primero en percibir y construir el peronismo como lo otro por antonomasia; su mirada no intenta inscribir
al peronismo en discursos previos, sino
construir un discurso a partir de la irrupción del peronismo como lo refractario a
la comprensión del entendimiento y a la
simbolización del lenguaje. El peronismo
es lo que no puede decirse, por eso en su
versión más memorable, Casa tomada se
manifiesta únicamente como ruidos imprecisos y sordos, ahogados susurros”
(56-57). El peronismo deja así de ser lo
que permite explicar al relato; el relato se
vuelve, por el contrario, esencial para leer
al peronismo, hasta superponerse con él.
Como paráfrasis parece insustituible: el
peronismo sería, al fin y al cabo, nada más
que un cuento de Cortázar.
C
M
Especializados
en el Libro
Peruano
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www.elvirrey.com
Cinco
años
de excelencia editorial
ad_terranova_rll.pdf
5/19/2008
1:32:39 PM
Premiada por su excelencia editorial, Terranova Editores se ha
consolidado como la editorial de mayor crecimiento y proyección
de los últimos años en Puerto Rico. La mejor poesía del país ha
encontrado su casa aquí, en la tierra nueva. Sólo un principio nos
afirma: permanecer en constante modulación.
Y
CM
MY
CY
CMY
K
MARTIN ESPADA
NESTOR RODRIGUEZ
JAVIER AVILA
ELIDIO LA TORRE LAGARES
GUILLERMO REBOLLO GIL
AMIR VALLE
AURORA ARIAS
YOLANDA ARROYO PIZARRO
MOISES AGOSTO ROSARIO
JUAN CARLOS LOPEZ
ISRAEL RUIZ CUMBA
ZOE CORRETJER
MAYRA SANTOS FEBRES
JOSE MARIA LIMA
PRL
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JUN/JUL2008
Para entender mejor
a Allende
Cristóbal Peña
Salvador Allende. Biografía
sentimental
de Eduardo Labarca
Santiago, Catalonia, 2007, 426 pp.,
US$32.00.
P
reviendo lo que se le podía venir
encima, desde una fingida indiferencia a un aluvión de críticas,
el autor advierte muy de entrada
que el sujeto de su biografía sentimental
“no tiene dueño” y que esta “no es ni autorizada ni complaciente, sino veraz”. Sobre
todo necesaria, desliza él mismo, completando el blindaje a su persona: a Salvador
Allende, ex presidente chileno, no es posible entenderlo a cabalidad sin tener en
cuenta esa intrincada trama de mujeres
con que articuló su vida. El verbo parece
exacto: articular. De acuerdo con la lógica
de este libro, en los momentos más críticos el hombre requirió de la ¿compañía?,
¿aprobación?, ¿asistencia? de una mujer
que diera sentido a sus acciones, que las
consagrara. De ahí que Eduardo Labarca,
autor de esta singular biografía, haya decretado que llegó la hora de explicar no
solo cómo funcionaba la mecánica de las
relaciones con las mujeres que lo rodearon y que fueron públicas, varias de ellas
familiares directas, sino también de dar a
conocer quiénes y cómo eran muchas de
esas otras mujeres con las que se vinculó
sentimentalmente, al margen de un matrimonio de toda la vida. La tarea resulta
particularmente sensible.
Para buena parte de la izquierda chilena, que a decir de Roberto Bolaño piensa,
“al menos de la cintura para abajo, exactamente igual que la gente de derecha”, la
figura del ex presidente socialista sigue
siendo sagrada, intocable. No admite trajines en la intimidad del prócer ni menos
del entorno familiar que le sobrevive. Si
un aparecido hubiera escrito un libro de
esta naturaleza, de seguro estaría contra las cuerdas o en la picota, acusado de
miserable, chismoso, pagado por quizás
quién. Pero un aparecido no hubiera podido escribir un libro así. Pocos podrían
haber hecho algo así y salir impunes y
triunfantes en términos literarios. Uno de
esos pocos, que se cuentan con los dedos
de una mano, es el autor del libro.
Hijo de un estrecho colaborador del ex
presidente, Eduardo Labarca (Santiago,
1938) accedió desde pequeño a la intimidad del sujeto biografiado. Fue testigo del
Allende y familia. Tencha lo coge del brazo. Beatriz, primera de la izquierda.
Foto: Editorial Catalonia
modo en que se desenvolvía en su entorno
familiar y en los extramuros del mismo.
Asistió a sus campañas políticas, giras y
actuaciones en el Congreso. Más crecido,
consagrado como periodista del diario
El Siglo y de la industria cinematográfica
Chilefilms, no le perdió paso. Esta trayectoria, que se completa en el exilio con
tareas en radio Moscú y una carrera literaria, sirvió para abrir puertas, desclasificar
antiguas cartas de amor, romper silencios
que de otra forma, como sugiere el autor,
“desaparecerían con el tiempo y la muerte
de los testigos”.
Labarca no se limita a traer a la luz una
gran cantidad de información sensible
sobre las relaciones afectivas de Allende.
Su tarea también es ordenarla, situarla en
contexto, interpretarla para que a fin de
cuentas, a través de esta original mirada,
se comprendan algunas de sus actuaciones
políticas, especialmente las ocurridas du-
rante su conflictivo gobierno que terminó
con el golpe de Estado liderado, en 1973,
por el general Pinochet. De paso, además,
la tarea sirve para cuestionar el mito de
quien decía sentirse “carne de estatua”.
El Chicho Allende, como lo llamarán
desde pequeño, se crió entre mujeres y se
identificó con ellas hasta sus últimos días.
Sin embargo, pronto adoptará conductas
propias de su padre, hombre galante y mujeriego, por quien el hijo siente distancia
y desafecto. “Curiosamente”, interpreta el
autor, “es en la relación de género con las
mujeres que la proximidad entre el hijo
y el padre adquiere significado profundo. En la mente de Chicho ha de haberse
grabado la teatralidad inspirada de don
Salvador frente a las bellas, aunque por
solidaridad con doña Laura considerase
reprobable el espectáculo”.
El punto de vista no es nuevo. En su psicobiografía sobre Allende, centrada en los
primeros años del personaje, la historiadora Diana Veneros sugiere que el líder de
la izquierda chilena se guió permanentemente por una búsqueda de lo femenino,
al punto de ver en las masas los mismos
atributos de debilidad e indefensión de género, compensados por fortaleza interior
y capacidad de resistencia, que había visto
en su madre, en su mama Rosa que lo crió
como a un hijo y en su hermana Laura que
lo consintió y lo siguió hasta las últimas,
literalmente: atormentada por la pérdida
de su hermano, el desastre del gobierno de
la Unidad Popular y un cáncer avanzado,
en 1981 Laura Allende se arrojará desde el
último piso del Hotel Habana Riviera de la
capital cubana.
Hasta la aparición del libro de Labarca,
Salvador Allende no pasaba de ser un picaflor a la chilena, galante y de gustos refinados, con infidelidades contadas. Eso
al menos para el observador promedio.
Ampliamente conocida era la relación que
mantuvo con Miria Contreras, la Payita, su
vecina por años y secretaria a su llegada a
la casa de gobierno en 1970. Más recientemente, a través de una entrevista aparecida
en 2007, Gloria Gaitán, la hija del asesinado
caudillo colombiano Jorge Eliécer Gaitán,
reveló haber sostenido un romance secreto
con el ex mandatario chileno, de quien incluso dijo haber estado embarazada.
Al menos en lo que respecta a la Payita,
esa relación ha sido aceptada como un hecho de la causa y, de cierto modo, aunque
clandestina e impropia, viene a alimentar
el mito del personaje. Pero lo que emerge
ahora, a partir de esta biografía sentimen-
JUN/JUL2008
tal, es distinto. Los amores extramaritales
del Chicho fueron múltiples y persistentes,
muchos de largo aliento, obsesivos, intensos, multinacionales. A ellos dedicó tanto
empeño y pasión como a su carrera política, y por lo mismo, de no ser por una cuota
de fortuna y la complicidad de su círculo
de colaboradores y amigos, en más de una
oportunidad podría haber hipotecado su
lugar en la historia y hasta la seguridad
nacional: obnubilado por la esposa de un
general ecuatoriano, a quien conoce en una
gira presidencial, Allende se las arreglará
para que la mujer acceda a una invitación
secreta –y unipersonal– a Chile.
Oportunidades no faltan. Eterno candidato en campaña, Allende es una figura
pública que, de acuerdo con la definición
del autor, responde a los estereotipos de
una estrella de rock en gira. “El juego es
obvio y transparente. En la mayoría de los
casos el candidato en gira ha de seguir viaje esa tarde o al día siguiente y el tiempo
no sobra. Son relaciones de empatía instantánea. A menudo las cosas no pasan de
una convivencia pasajera en que una mujer se convierte en acompañante del candidato por unas horas: Allende conversa con
ella, se informa de su vida, le cuenta algún
‘secreto’ de campaña, se presenta en su
compañía a alguno de los actos, la invita a
cenar... En otros casos la relación adquiere
más intensidad y va seguida de nuevas ci-
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tas en otros momentos y circunstancias”.
No es de extrañar entonces que en
septiembre de 1970, la misma noche de
su elección presidencial, el líder desvíe
el camino a casa para pasar la noche en
compañía de una joven amante. El electo
presidente faltará a sus obligaciones maritales pero no a las políticas. A la mañana del día siguiente, el presidente electo
se asomará en la puerta de su casa para las
fotos de rigor.
Amor y política son un poco la misma
cosa para Allende. Ambos son artes de un
juego de seducción que el ex presidente,
según describe Labarca, domina con instinto animal:
“Cuando entra en trance de conquista, el
candidato se olvida del mundo. Su cuerpo,
sus movimientos, su mirada se transforman. Salvador Allende adquiere la postura
del gallito que esponja las plumas y marca
territorio. Todo su ser se encrespa. La mirada se le vuelve insinuante, la boca se le tuerce. La prominencia del pecho se acentúa, el
vientre se retrae. Pero al igual que los gestos
del gallo, los movimientos viriles de Salvador tienen algo blando: cierta ondulación
de plumas, un balanceo de alas, de cintura,
cuello, cabeza… Allende, acaramelado, se
halla en pleno coqueteo”.
En este juego de seducción, la esposa del
ex presidente cumple un papel ingrato que
mezcla resignación, cinismo, complicidad
A la mañana siguiente del triunfo electoral. Foto: Editorial Catalonia.
y rencor. Tencha Allende, quien tras el golpe de Estado se consagró como la viuda de
un ex presidente mártir, conoce la situación
y de cierto modo la consiente por motivos
que en el libro no terminan de revelarse. El
autor se basta con describir que el líder político “instala a sus amantes en los comandos, las lleva a las proclamaciones, las saca
de viaje, se pasea orgullosamente con ellas.
Más de una vez, viendo a Salvador alegre
PRL o tarareando una canción, Tencha intuirá
que se ha enamorado de nuevo”.
Ya sea con silencio o abierta aprobación,
la complicidad también se extiende a su
entorno familiar, en especial a su hermana
Laura y a su hija Beatriz, la más política y radical de sus tres hijas, amiga de Fidel Castro
y del Che Guevara, que imitará al padre hasta en la tragedia final. Tres años después de
que el ex presidente se descerraje un tiro en
la cabeza tras resistir en la casa de gobierno la asonada golpista, Beatriz Tati Allende hará lo propio en su exilio en Cuba. En
esa decisión desesperada hay también una
muestra de homenaje y lealtad al padre.
“¿Dónde reside el límite entre la vida
privada y la vida pública de los grandes?”.
Eduardo Labarca formula el interrogante al comienzo de su libro y así, más que
allanar el camino para una trasgresión a
lo impropio, se impone ciertos límites.
El autor se muestra respetuoso del sujeto
biografiado y lo trata con cariño, lo justifica y mima, lo lamenta. En esa mirada hay
también una dosis de amor propio: por su
posición de testigo privilegiado, Labarca
encuentra un lugar y pretexto para ir contando sus propias experiencias a lo largo
del libro. Pero lo importante es que su
biografía sentimental tiene rigor y contribuye, para bien y para mal, a la humanización de un líder al que hasta ahora solo se
le admitían debilidades políticas.
PRL
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JUN/JUL2008
Cuando querer es poder
era el aire del momento
Julián Corvaglia
Hacia la revolución. Viajeros
argentinos de izquierda
de Sylvia Saítta, ed.
Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 2007, 312 pp.,
US$49.00
¿
Qué vieron los intelectuales, periodistas y escritores argentinos
cuando visitaron las revoluciones
socialistas? ¿Cómo marcó el deseo sus miradas?¿Cómo los cambiaron los
viajes? Estas preguntas son el corazón de
Hacia la revolución. Viajeros argentinos de
izquierda, una selección de relatos de 13
viajeros argentinos de izquierda a países
comunistas. Descontando el prólogo de
Sylvia Saítta, quien seleccionó los textos, a
Rusia se le dedican 127 páginas, a China
79 y a Cuba 88.
Muchos viajeros hablan de un cuento de
hadas hecho realidad: el fin del egoísmo
y las diferencias de clases sociales, entre
campo-ciudad, y trabajo manual-intelectual (Varela); la cárcel sin cerrojos y puertas (Oliver y Frontini); el arte al servicio de
los trabajadores y la educación para todos
(Ponce).
Saítta nos recuerda que las revoluciones
prometieron sociedades donde habría
felicidad para todos sus integrantes. Mayormente, los relatos argentinos narran
pueblos contentos (Oliver y Frantini, y
Kordon en China; y Marechal en Cuba).
Solo dos viajeros intentan presentarse
como observadores imparciales, ambos
periodistas: Castelnuovo lo consigue más
que Masetti. Iremos primero a Rusia en
1921, y pasando por China concluiremos
en la Cuba de 1973.
Rusia / URSS
Rodolfo Ghioldi fue dirigente del Partido Comunista Argentino. Viajó a Rusia en
1921 como delegado del III Congreso Internacional Comunista. Estando en Rusia,
interpreta –casi hasta en el aire– signos de
desafíos al mundo explotador y anuncios
del fin de la clase privilegiada y el “inminente advenimiento de una época en la que
solo podrán comer los que produzcan...”.
Da cuenta del papel de las mujeres en la
Conferencia Internacional de Mujeres Comunistas y del optimismo generalizado.
Se emociona al ver el trabajo con amor, y
al compartir un sábado comunista cuando
cargó leñas en un vagón y, por la ayuda de
los delegados internacionales: “Cada pila
En sentido horario, desde esquina superior izquierda: Martínez Estrada, Masetti, Castelnuovo, Marechal. Fotos: Wikimedia Commons y página web biográfica Jorge Ricardo Masetti
trasladada y cargada era un eslabón más
que unía indisolublemente, en su amplio
significado solidario, al proletariado ruso
con el proletariado de todo el mundo”. Al
final, canta en un coro de las más diversas
lenguas, pero igual tono y compás, La Internacional. Para él la uniformidad del himno
comunista, “interpretado en palabras diferentes, era un símbolo de unión de los obreros de los cinco continentes”. Su mirada es
complaciente al extremo, y nos transmite la
emoción con la que vivió su viaje.
Otro enfoque es el de León Rudnitzky,
periodista del diario Crítica. Viajó en
1927 a Rusia, invitado por comerciantes
soviéticos. Empieza relatando revisiones
y complicaciones aduaneras: el paso de la
frontera y la seguridad extrema por el temor a espías. Le inundan las dudas sobre
el país que visita: “¿Era Rusia, en efecto, un
infierno cuyas riendas empuñaba el Terror? ¿Vivía la población bajo un perpetuo
pánico sin saber si, llegada la nueva aurora, estaría cada cabeza en su tronco? ¿O
se trataba de casos aislados, de calumnias
propagadas por los enemigos del régimen,
de ejecuciones justas y necesarias que no
tenían más razón de ser que la salvación
de la patria en peligro?”.
Muestra que Rusia consiguió higienizar
sus ciudades e intenta posicionarse en la
neutralidad: “El error fundamental de
amigos y enemigos de aquel país consiste en la creencia de que en Rusia impera
el socialismo, cuando en realidad no es
así. Allí existe un gobierno socialista que
representa a los obreros y campesinos, el
que por todos los medios posibles trata
de implantar tal régimen”. Después relata importantes logros: mejora de la vida
del obrero, de la educación, de la justicia
social, y liberación de la mujer. A pesar de
esto, sostiene: “Todavía falta mucho para
que el pueblo ruso consiga los objetivos de
la revolución soviética”. Termina convencido de que los bolcheviques son factores de
una “nueva moral superior”.
En cuanto al periodismo en Rusia, Rudnitzky narra que los profesionales están
muy bien remunerados, y el establecimiento de corresponsales en las fábricas y
en los campos.
Claramente el viajero no ve el infierno
tan temido ni el Terror, sino una sociedad
que mejora a paso acelerado.
Elías Castelnuovo, escritor y corresponsal del diario La Nación, también relata
su paso por la frontera rusa en 1931: “En
Lituania se le examinan hasta las medias
a las mujeres. En Polonia se rompe la almohada para indagar si hay contrabando
adentro, y en Letonia se le da vuelta al baúl
sobre el piso, como si se tratase de una bolsa de papas”. Nos comunica la mala fama
que tenían los rusos, ya que en Letonia y
Polonia se contaban historias terroríficas
y recomendaban cientos de precauciones: confiscaciones de lujo en la Aduana,
escaseo de ropa, comida y vivienda. Le
advierten los letones que si no sabía ruso
mejor no fuera a Rusia ya que le harían
ver lo blanco negro y viceversa. Y si sabía
ruso “se le vigilará constantemente. Dondequiera que usted vaya, irá detrás suyo un
GPU o una Cheka...”, luego llamada KGB.
El escritor queda sorprendido por la sabiduría de los rusos: “Yo que me preciaba de
ser algo así como un doctor en revolución
social, no bien entré en contacto con la juventud obrera de la urbe, advertí que era
solamente un doctor en nubes. Cualquier
mocoso de veinte años me basureaba en
la discusión”. Habla de las famosas colas
y le pregunta a un ruso por qué no se suprimen. La respuesta es histórica: la cola
empezó durante la guerra europea. Ya en
1916 había hasta 10 o 20 cuadras. “Vino la
revolución y de golpe la redujo a 5. La Guerra Civil la volvió a estirar. En 1926, sin embargo, se la acortó de nuevo. Tenía 3 cuadras. En 1928, 2. En 1930, 1. Ahora, como
usted ve, no pasa nunca de media. Luego,
en 1933, perderemos para siempre la cola
que tanto les da que hacer a los turistas”.
Sobre el sistema judicial relata que un
juez no podía desempeñar su cargo si no
estaba previamente dos años en una fábrica, y que los jueces son muy accesibles. Vio
a la mujer rusa culta y fina. Castelnuovo
destaca la independencia femenina. Por
supuesto, el lujo ha sido suprimido. En
cambio, existe la superinspección de hogares, labor realizada cien por ciento por
mujeres: “Consiste en ir de casa en casa
JUN/JUL2008
para enterarse de las necesidades higiénicas, económicas y culturales de cada familia con el propósito de elevar el índice de
su vida (...)”.
En un rico diálogo con una pintora, sobre los cambios de costumbre, ella le dice:
“Créame que en Rusia ningún ruso padece de hambre sexual. Quién más, quién
menos, tiene su ración asegurada”. A los
14 años, tanto mujeres como niños son
independientes (porque trabajan), tienen
educación sexual escolar, conocen los métodos anticonceptivos y pueden realizarse
abortos legales”. Y continúa: “El hombre,
antes, falto de mujer, vivía apegado, más
que a la mujer, a la idea de su ausencia. En
cuanto la consiguió ampliamente, se despegó bastante. A menudo, le confieso, hay
que irlo a buscar.... Está tan ocupado con
el plan quinquenal que, por cumplir con
Lenin, llega a olvidarse de cumplir con la
naturaleza...”. Pareciera que no había celos, una especie de amor libre, al estilo de
los hippies. Lo cual explicaría en parte que
“la prostitución en Rusia ha desaparecido
casi por completo (...) Se calcula que podrá
quedar todavía un dos por ciento del total
de prostitutas con que contaba el país en
la época del zarismo”.
Sobre los delitos le comenta la rusa a
Castelnuovo que “el crimen ha mermado
mucho. No abarca, siquiera, en cifras, la
mitad de lo que abarcaba antes. Consulte
las estadísticas”.
El marxista Aníbal Ponce visitó la URSS
en 1935, y fue a visitar al “hombre del futuro”. No es extraño que haya encontrado
justamente lo que fue a buscar y que nos
hable de una sociedad que resolvió sus
problemas, sin desocupación, sin crisis,
con solo un 4 % de propiedad privada sobre
los instrumentos de producción. Donde
“el trabajo ha dejado de ser un tormento”,
y de una maldición que era en el capitalismo, “se ha convertido en el país socialista
en una causa de honor, de valentía y de heroísmo”. Relata los estímulos que existen
a la eficiencia, la productividad y el alto
rendimiento.
Y contrapone la visión occidental a la
realidad rusa: “Pocos días después de escuchar en París a Paul Valéry pronosticar
la muerte de la poesía, y a Lenormand, el
crepúsculo del teatro, me fue dado comprobar en la URSS que no hay una fábrica
sin su círculo de arte; círculo en el que no
solo se comentan y discuten las mejores
producciones, sino en el que se crean también las condiciones más propicias para
que el proletariado extraiga de sus filas a
sus propios escritores”.
Nos expone un exultante optimismo,
que él parece compartir. No tiene la menor
duda de que: “Se impone entonces como
una verdad de evidencia la certidumbre
de que vivimos sobre el filo que separa dos
edades: una, la prehistoria de que hablaba
Engels; otra, la historia que para Rusia ha
comenzado ya. Conmovedor instante de
la vida del mundo en que sabemos por fin
adónde vamos”. Es un cabal ejemplo de la
creencia en el destino manifiesto, en la dirección histórica única e irremediable, en
el porvenir inevitable; él lo llama “el Renacimiento verdadero”.
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Alfredo Varela, escritor y periodista comunista, estuvo en Rusia tres meses, desde
diciembre de 1948 a marzo de 1949. Allí
se conmovió cuando en la Casa de Cultura
de la fábrica de autos “Stalin”, la orquesta
toca un clásico tango. “Perdimos 17 millones de personas en la guerra. Unos 7 millones eran hombres jóvenes”, le contesta
un ruso cuando Varela le pregunta por
qué hay disparidad de sexos (más mujeres, bailan entre ellas). También esa noche,
allí, un poeta, que fue militar durante seis
años, hoy obrero, le pregunta: “¿Cómo están los obreros en su país?, ¿Pueden estudiar, como nosotros?”.
Antes, en las calles Varela exclama: “¡Y
en el extranjero se dice que aquí se mueren
de hambre!”, mientras recorre negocios de
comidas con mucha gente. De Leningrado
destaca sus ciudadanos, con “ ingenio ágil
y brillante, humor, sencilla cordialidad y
su grandiosa arquitectura”.
El capítulo titulado “Una prensa realmente libre” es de lo mejor. Se lee: “La
prensa soviética esquiva cuidadosamente
el sensacionalismo y la frivolidad (...). Al
examinar un diario cualquiera, lo primero que se nota es la ausencia de títulos estrepitosos e incitantes, impresos en
gruesos caracteres. No hay ninguna tendencia a dar las noticias en forma picante
o llamativa (...) Las noticias policiales, que
en Occidente ocupan tanto espacio, no tienen cabida en los diarios de la URSS que,
en casos excepcionales, solo les dedican
algunas líneas”. Sigue su descripción de
los diarios: “La mitad de su espacio está
dedicado a los temas literarios y artísticos,
técnicos y científicos. La mitad, es decir,
lo que en la prensa capitalista ocupan
los avisos comerciales (que en la URSS no
existen)”. Sobre los periodistas, afirma:
“Se introducen por todas partes, indagan,
escrutan, confrontan las informaciones
que reciben con la realidad, asistidos por
la intensa colaboración de los lectores, y
opinan en consecuencia. Ellos sí gozan de
esa verdadera independencia con la que
sueñan muchos periodistas honestos del
mundo viejo”, y temen cometer errores por
la reacción de los lectores. Continúa comparando: “En los países capitalistas los
obreros y campesinos no aparecen nunca
en los diarios, salvo en las crónicas policiales. Se dedican columnas a la boda de un
aristócrata o a los funerales de un millonario, pero no hay cinco líneas para el drama de los desocupados, de los sin casa, de
los niños analfabetos o descalzos”. Cuenta
que los diarios solo tienen cuatro páginas
(normalmente), debido a la escasez en la
producción de papel, y que Pravda mantenía un tiraje de 3 millones (desde 1938).
También nos narra que “es imposible conseguir en los kioscos las dos publicaciones
mencionadas, ya que casi todos sus lectores son abonados”.
Nos habla de la hospitalidad soviética y
al despedirse de la URSS dice que es una
“llameante esperanza” y afirma, personificando al país: “Te envolvieron en sangre,
pero has convertido esa sangre en semilla”.
Sostiene que “el optimismo se aspira en el
aire, porque alienta a millones”, y concluye
conquistado por el país: “Te he visto en in-
PRL vierno, pero vestida de primavera. Porque
en tu tierra se ha instalado la primavera
del hombre”.
China
María Rosa Oliver (escritora) y Roberto Frontini (abogado) visitaron China en
1953, invitados por el Consejo Nacional
Chino por la Paz Mundial. Se sorprenden
de ver calles limpias: “Si en esos barrios
pobres no hay suciedad, ¿dónde la hallaremos?, nos preguntamos recordando cuánto se ha comentado en Occidente la mugre
de los suburbios chinos”.
Resaltan la humildad de la gente, cuando elogiaban sus logros los chinos decían:
“‘Sí, pero de no estar la Unión Soviética a
nuestro lado, no nos hubiera sido posible
hacerlo’, o ‘Sin la ayuda de la Unión Soviética, esto sería irrealizable’, o ‘Esto lo hemos aprendido de nuestros amigos soviéticos’”. Señalan la gran cantidad de clubes
de cultura y recreo (solo en Shanghái 832),
donde los obreros se cultivan y expresan, y
visitan el mayor de ellos.
También mencionan el énfasis en la tecnificación, los inventos de los obreros para
aumentar la producción y productividad, y
los estímulos para ello. Al ver eso, recuerdan la errónea afirmación: “El socialismo
es un sistema que no puede funcionar porque al poner límite a la ganancia individual, mata toda iniciativa”. Y destacan: “La
capacidad extraordinaria de ese pueblo
para entender todo cuanto a mecánica y a
pericia manual se refiere”.
Bien interesante es su relato en el hogarescuela que visitaron, donde la directora
les informa que en la nueva sociedad la
rectitud de carácter se basa en “el amor al
trabajo, a nuestros semejantes, a la ciencia
y a la propiedad pública, y se demuestra en
el dominio de sí mismo, la capacidad de
amistad y de solidaridad, la honestidad y
la cortesía”.
Indican que la gente está feliz: “Luego
fuimos comprobando que la alegría es en
China un estado casi común, en hombres
y mujeres, de cualquier edad y en todo oficio”. Para ellos es “la prueba evidente de
que el pueblo chino gozaba de libertad”.
Registran también la activa participación
de cientos de millones de mujeres.
En la despedida se conmueven enormemente: “Hubiésemos deseado decir repetidas veces la palabra: ¡gracias! Pero, no nos
cuesta confesarlo, llorábamos”.
¿Sabrían nuestros viajeros que en 1950,
las tropas chinas invadieron por fuerza el
Tíbet y obligaron al país a aceptar el mandato chino? Suponemos que no, era una
época con información poco socializada...
El escritor y periodista Bernardo Kordon en 1962 entrevistó a Mao Tse Tung,
y viajó ocho veces a China. Lo más rico
de su relato, que no pretende convencer
sino mostrar, es su experiencia en el comité de vecinos de un barrio pobre de
Shanghái, donde un vecino confesó que
fue anteriormente contrario a la revolución porque “le habían convencido de que
la llegada del ejército rojo significaría la
‘nacionalización’ y el consiguiente reparto de todas las mujeres de Shanghái. Y él,
como todos los chinos, ponía la familia
por encima de todo”.
Recientemente en
PRL
Pablo Alabarces sobre el componente
político del latinoamericanismo académico
norteamericano.
Sergio Ramírez sobre la Venezuela
de Hugo Chávez.
Manuel Lucena Giraldo sobre el viaje de ida y
vuelta de la edición de libros en español.
Vania Markarian sobre las autobiografías
de Régis Debray y María Eugenia Vásquez
Perdomo.
José Luis Rénique sobre La Cuarta Espada.
La historia de Abimael Guzmán y Sendero
Luminoso, de Santiago Roncagliolo.
10 PRL
Luego de afirmar que la revolución logró que el barrio pobre dejara de ser un
infierno, cuenta que en las “calles dominan las sonrisas e impera la limpieza”, y
se pregunta: “¿Es característica china esta
alegría que expresan los rostros que llenan esta callejuela?”. Acertadamente sostienen que para comprender los avances
de la revolución hay que comparar no con
ciudades lejanas sino con la misma ciudad
previamente. Un anciano le dijo que dos
veces la aldea de chozas de paja ardió; que
el cuerpo de bomberos no intervino porque solo tenía la orden de apagar el fuego
en fábricas, comercios importantes y concesiones extranjeras.
Llega la hora de la despedida: “Aún no la
abandono, pero ya la extraño”.
En 1968 hace otro viaje. Desde el avión,
Kordon observa en el techo de un galpón
el letrero “¡Viva el pensamiento del presidente Mao!”. Al bajar los jóvenes le reciben
con el librito rojo de las citas del presidente Mao en versión española y prenden en
su solapa el distintivo maoísta. Asombra
luego el espectáculo popular organizado
por el conjunto artístico del aeropuerto.
El decorado son las banderas rojas y el inmenso retrato de Mao. Pero el líder está
omnipresente ya que, luego de marchas
revolucionarias, sus citas son interpretadas en recitados, cantos y danzas. Al
viajero le llama la atención el número de
jóvenes que actúan, mayormente mujeres,
que dedican amplios gestos de gratitud
hacia el gran retrato de Mao en el marco
de la función. Y se impresiona al encontrar
después, en el avión, a dos de esas mujeres,
azafatas sacudiendo panderetas, enarbolando el libro rojo, cantando, recitando y
bailando; seguidas de un coro de soldados. Nuestro Marco Polo concluye: “Esta
juventud parecía inmensamente feliz en
la China de la revolución cultural”.
Por lo visto, Kordon ignoraba que durante 1967 y 1968 los enfrentamientos
entre maoístas y antimaoístas, así como
entre diferentes facciones de la Guardia
Roja, costaron miles de vidas.
El fuerte del relato del ensayista Carlos
Astrada es su encuentro con el presidente
chino, en 1960. Sorprende, para empezar,
cómo se presenta Mao Tse Tung: “Yo fui
maestro, enseñé a chicos de ocho a doce
años, hasta que me excluyeron del cargo.
No soy militar; pero he hecho veinte años
de la guerra”. Hablaron de doctrina, filosofía y religión china. Cuando Astrada
pregunta a Mao sobre el mayor aporte de
la revolución china a la construcción socialista, este responde: “La creación de las
Comunas Populares”. Astrada recuerda
que Khruschev, presidente de la URSS en
1960, las criticó, y nos dice que tras verlas
se convenció de que son el nervio de la revolución.
Encontramos más adelante una crítica
directa al Partido Comunista de Argentina: vegeta burocráticamente, cumpliendo
directivas de Moscú (la coexistencia pacífica con Estados Unidos) y “silenciando la
imperativa exigencia de apoyar la lucha
por la liberación nacional de los pueblos
sometidos al coloniaje, condición básica
para la paz”.
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JUN/JUL2008
Masetti en Cuba, con Fidel Castro y Che Guevara. Fotos: página web biográfica Jorge Ricardo Masetti.
Sostiene que la idea universal de libertad
y justicia la encarnaba la Unión Soviética.
Y agrega: “Pero esta arrió la bandera que
había izado tan alto, para iniciar una política de capitulación, timorata y vergonzante, ante la agresión imperialista yanqui
contra un pueblo al que llamaba enfáticamente hermano”. En 1960, dice el viajero:
“Pekín es el gran faro de luz (...) el catalizador de todas las esperanzas universales”.
Astrada pareciera saber, aunque nunca
lo menciona, que en 1960 la Unión Soviética retiró la ayuda económica y el consejo
técnico de los soviéticos.
Cuba
Jorge R. Masetti viaja a Cuba como periodista de la radio El Mundo en agosto de
1958. Consigue llegar a Castro y a Guevara
en medio de la Sierra Maestra.
En Buenos Aires, el mismo cónsul cubano le advierte que “siempre creen que los
jóvenes se van a meter a revolucionarios”.
Masetti deduce “que en Cuba era un delito
ser joven”.
Así, le cuenta los motivos de su viaje a
Ernesto Che Guevara: “El deseo de esclarecer, primero que nada, ante mí mismo,
qué clase de revolución era la que se libraba en Cuba desde hacía diecisiete meses;
a quién respondía; cómo era posible que
se mantuviese durante tanto tiempo sin
el apoyo de alguna nación extranjera; por
qué el pueblo de Cuba no terminaba de
derribar a Batista si realmente estaba con
los revolucionarios (...)”. Pocos renglones
más responde algunas de sus preguntas.
Afirma que se dio “cuenta de que no estaba entre un ejército fanatizado capaz de
tolerar cualquier actitud de sus jefes (...)”.
Cuando Masetti le pregunta al Che por
qué está en Cuba, este contesta: “Estoy
aquí, sencillamente, porque considero
que la única forma de liberar a América de
dictadores es derribándolos. Ayudando a
su caída de cualquier forma. Y cuanto más
directa, mejor”.
Cuando indaga qué hay del comunismo
de Fidel Castro, el Che afirma: “Fidel no es
comunista. Si lo fuese, tendría al menos
un poco más de armas. Pero esta revolución es exclusivamente cubana”.
Guevara habla de su paso por Guatemala,
su admiración por Arbenz, y el desembarco del yate Granma, donde solo quedaron
12 de 82 revolucionarios. También de la
valentía de Fidel Castro ese día, ejemplificada cuando frente a la metralla enemiga
se paró y les dijo: “Oigan cómo nos tiran.
Están aterrorizados. Nos temen porque saben que vamos a acabar con ellos”.
El Che se muestra ya, antes de la toma del
poder, orgulloso de los logros de la revolución: “Entregó tierras a los campesinos,
proveyó de un instrumento judicial a sesenta mil almas, enseñó a leer y escribir a
miles de niños y jóvenes”.
Un guerrillero cuenta al periodista la
asombrosa historia de dos hermanos de
quince y dieciséis años, que “un día se le
presentaron al comandante Che en su
campamento y le dijeron que querían incorporarse. Su compatriota les dijo que se
vuelvan a casa, pero lo amenazaron de que
si no se incorporaban, iban a suicidarse.
Querían morir por la patria”.
Masetti también contacta a un auditor
general, quien tras contar que la primera pena de muerte se aplicó a un grupo
de bandoleros que asaltaban y robaban
en nombre del Movimiento 26 de Julio,
se emocionó al ver que “aguardaba en la
puerta un guajiro de unos dieciséis años.
Venía a averiguar cómo había que hacer
para casarse. Había caminado cuatro días
para llegar hasta el juez”. Era parte de la
gente olvidada por el gobierno cubano de
Batista.
Cuando está saliendo de La Habana, el
viajero confiesa: “Creía que una vez fuera
de ella (...), me sentiría alegre, satisfecho.
Pero no era así. Me encontré dentro de mí
con una extraña, indefinible sensación de
que desertaba (...). Ahí quedaba el ejército
de niños hombres que celebraba a gritos
y carcajadas la llegada de un fusil o una
ametralladora (...)”. Y concluye diciendo
que después de su visita al mundo de los
que luchan, “retornaba al mundo de los
que lloran”.
Su viaje a Cuba transformó y enamoró
tanto a Masetti que pocos años después
fue pionero de la guerrilla argentina (en
1963 y 1964 lideró el Ejército Guerrillero
del Pueblo, en el norte de Argentina), cuyo
grupo es infiltrado y derrotado. Pero él, su
cuerpo, desaparece en medio de la selva y
nunca ha sido encontrado. Tenía 34 años.
El ensayista Ezequiel Martínez Estrada
estuvo en Cuba en 1960 y en 1962. Arranca
poniendo en claro que está en Cuba para
servir a la revolución. Su admiración por la
revolución cubana empapa todo su relato.
Al oír al Che se pregunta: “Por qué este cubano tan auténtico, este peregrino no habla
mi lenguaje de hombre que todavía está retenido por cadenas impalpables (...)?” Y se
muestra fascinado por él (lo llama redentor
de pueblos, libertador que dejó patria y familia por su lucha), al punto de manifestar:
“Ojalá pueda yo hacer lo mismo”.
El escritor Leopoldo Marechal estuvo en
Cuba en 1966, formando parte del jurado
del premio de Casa de las Américas. Al llegar a La Habana le aguardan dos jóvenes,
eficientes y plácidos, que para Marechal
confirman el anuncio de la “efebocracia o
gobierno de los jóvenes”.
Da cuenta del calor solidario de la gente
cubana, que en una cena cantó en su honor
el himno peronista. A continuación, un
poeta cubano le aclara que: “En Cuba no
hay ahora ningún hambriento; no hay desnudos ni descalzos; no hay desocupación,
ni despidos, ni embargos; no hay mendigos
ni analfabetos”. Marechal sostiene que en
sus 40 días de viaje, estudios e inquisiciones pudo comprobar que era cierto lo dicho
por él. Cuando le pregunta a un sociólogo si
el sistema cubano es marxismo-leninismo
este contesta: “No creo que Fidel haya leído
ni ochenta páginas de El Capital”.
El viajero argentino termina convencido
de que “el hombre cubano es un ser extrovertido y alegre, con imaginación creadora
y voluntad para los combates necesarios, incapaz de resentimientos, fácil a los olvidos,
propenso al diálogo y a la autocrítica”.
Marechal muestra a un Fidel preocupado por el burocratismo, tanto que en un
discurso informa que se creó la Comisión
Nacional contra el Burocratismo.
A su vez, contrapone lo que se cuenta en
EEUU con la realidad: “Desde Miami, las
emisoras difunden noticias truculentas: el
malecón de La Habana está lleno de fusilados que hieden al sol; faltan alimentos en
la isla; Fidel Castro ha desaparecido misteriosamente. Yo estoy ahora observando
JUN/JUL2008
el malecón lleno de paseantes alegres y de
tranquilos pescadores; todos comen bien
en la isla, y hace unas horas vi a Fidel Castro en una reunión de metalúrgicos”.
Los cubanos le narran al viajero los buenos resultados de la alfabetización, que
iniciada en 1961 redujo el índice de analfabetos a un 3.5 por ciento. También visita
Guantánamo, y en la frontera caliente con
la base estadounidense escucha que los
yanquis mataron a un centinela cubano
solo porque les volvió la espalda.
El periodista Enrique Raab visitó Cuba en
1973 como corresponsal del diario La Opinión. Lo primero que cuenta es que en el malecón encontró un cubano despotricando
contra el gobierno, añorando su época de
jefe de lustrabotas y la Coca-Cola. Recuerda
entonces la revista Reader’s Digest: “¿No dicen afuera que en Cuba, los que critican al
gobierno en las calles son deportados a las
granjas de trabajo obligatorio?”.
Su anécdota más conmovedora quizás
sea la de la visita a la escuela secundaria del campo, donde su director, de 23
años, tras ver que el gobierno estableció
tan poco tiempo para que los argentinos
visitaran su escuela, dijo apenado de pie
junto a la guagua: “¡Lástima, compañeros
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argentinos, que no tengan tiempo para la
discusión! ¿Cómo sabré yo si lo que estoy
haciendo está bien o está mal?”.
Aunque también uno se puede impresionar cuando lee que, en las cartas que escribieron los infantes cubanos para llevarles
a los pequeños argentinos, un niño rogó
“para que algún día, compañerito, se unan
para siempre los ideales de Martí con los
del general San Martín”.
El relato de Raab termina cuando la bailarina Alicia Alonso, famosa antes de la revolución, le dice que es feliz porque cambió
el lujo exterior por el lujo interior. Son solo
algunas pinceladas e imágenes que pueden
erizarnos la piel más que largas páginas de
descripciones grises y descarnadas. La gran
virtud de su relato es que se centra en costumbres, vida cotidiana y prácticas culturales, como el de Castelnuovo.
Entrando en las comparaciones, impactan mucho en Rusia los millones de jóvenes muertos, mientras en Cuba y en China
los jóvenes son y están en el poder.
En el libro tenemos descripciones interesantes del papel de las mujeres y de la
higiene (ambos en Rusia y China), del periodismo ruso (Rudnitzky y Varela), de las
relaciones sexuales en Rusia (con Castel-
nuovo), del arte popular en China y Rusia,
de la educación china, y de la justicia de
los guerrilleros cubanos antes de vencer
al dictador Batista, entre otros. Y tenemos
valiosos testimonios de Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Mao Tse Tung.
Una coincidencia a destacar es el optimismo generalizado que ven tres de los
cinco viajeros a la Unión Soviética, como
si “querer es poder” fuera un lema del aire
del momento.
Otra clara coincidencia, en este caso dos
veces en China (Kordon, y Oliver-Frantini),
una en la Unión Soviética (Varela) y otra en
Cuba (Masetti), es la conmoción al dejar el
país visitante, como si fuera un amigo al
que uno deja y por eso algo se muere en la
propia alma. Otra concordancia de algunos relatos es la contraposición: las versiones que había en Occidente contrastadas
con lo que vieron nuestros viajeros.
¡Cuánta propaganda falsa! Los rusos no
se comían a los niños, incluso los querían...
La principal virtud del libro es la diversidad de miradas y perspectivas: desde matices doctrinarios (comunista ortodoxo),
pasando por ensayísticos y periodísticos.
Su principal defecto es la falta de contextos históricos en cada viaje. Si los viajeros
PRL 11
no los cuentan, quizá hubiera sido bueno
tener una breve reseña de la compiladora.
Por ejemplo, en el caso de Rusia, nada nos
dice Ghioldi de la guerra civil, marco histórico de su viaje, finalizada un año después
de su visita (1922). Ni Rudnitzky sobre la
feroz interna entre Stalin y Trotsky, expulsado del Partido el mismo año de su visita
(1927). Tampoco Castelnuovo, que viajó en
1932, ni Ponce (1935), nombran las grandes
y drásticas purgas del stalinismo (iniciadas
en 1929 y terminadas diez años más tarde).
El libro es grosso modo un despliegue de
promesas incumplidas (nuevos mundos,
‘hombre nuevo’) y esperanzas perdidas.
También es una descripción del intelectual argentino de izquierda, que fue encandilado por las luces revolucionarias.
Difícil juzgar a tanta distancia tantas buenas intenciones, tanta indulgencia, tanto
idealismo y optimismo. A fin de cuentas,
¿qué se sabía del lado oscuro del comunismo, del gulag, de las matanzas, opresiones
y explotaciones?
Sabido es que la revolución es un sueño
eterno. Siempre es interesante ver (en este
libro mediante ojos de viajeros) cómo algunos países quisieron y creyeron saber y
poder llevarlo a cabo.
III Feria
del Libro
en Astoria
VIERNES, 3 de octubre del 2008
de 4:00 pm a 9:00 pm
SABADO, 4 de octubre del 2008
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12 PRL
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JUN/JUL2008
El Dos de Mayo
en la narrativa nacional
Tom Burns Marañón
Napoleon’s Cursed War. Popular
Resistance in the Spanish
Peninsular War
de Ronald Fraser
Londres, Verso, 2008, 588 pp.,
US$54.95
Q
uien controla el presente
controla el pasado y quien
controla el pasado controla
el futuro. Esa fue la reflexión
que George Orwell se trajo en su macuto
de vuelta a Inglaterra después de haber
soportado y sufrido en la Barcelona revolucionaria de 1937 las manipulaciones del
Partido Comunista español y sus controladores soviéticos. La frase queda bien y es
eminentemente citable, pero la táctica descrita no surge con los totalitarios del siglo
XX. A lo largo de la historia la han puesto en práctica un sinfín de líderes, desde
Julio César hasta Napoleón Bonaparte.
Sin embargo, puede que sea España, ese
viejo y complejo país que constantemente
se pregunta por su ser y sus circunstancias, donde el revisionismo histórico haya
echado sus más fructíferas raíces. España carece de lo que se podría llamar una
autobiografía acordada y quizás no fuese
casualidad que Orwell diese ahí con su
fórmula para controlar el futuro.
Por lo pronto puede que la estrategia se
esté ensayando de nuevo en España, concretamente en Madrid, con ocasión del
bicentenario de la gesta del Dos de Mayo
de 1808 en la Puerta del Sol de la capital
española que Goya inmortalizó. La feroz
batalla que se libró aquel día en aquella
céntrica plaza fue el pistoletazo de la insurrección patriótica contra los franceses
que dio paso a la Guerra de Independencia. A pecho descubierto, con navajas y
cuchillos de cocina, los madrileños se enfrentaron a los mamelucos, la caballería
egipcia que escoltaba a Joachim Murat,
cuñado y mariscal de Napoleón, que había
ocupado la ciudad.
Goya retrató aquel hecho del pasado,
y el libreto de una nación que toma conciencia de su ser como sujeto de la historia
lo escribió ese Tolstoy de la novela española que fue Benito Pérez Galdós. En la
correspondiente entrega de los Episodios
nacionales, su recreación y relato del XIX
español, Pérez Galdós nos introduce al
listísimo Gabriel que se encontraba el Dos
de Mayo de 1808 en las cercanías del Pa-
Goya, “La carga de los mamelucos”. En Museo del Prado.
lacio de Oriente de Madrid preocupado
por asuntos amorosos que le traían a mal
vivir. De pronto Gabriel se vio envuelto en
una muchedumbre y se dio de bruces con
su amigo Pacorro Chinitas, que le explicó
que los franceses estaban a punto de llevarse a los Infantes.
Los gabachos, en el argot popular, ya habían trasladado a Bayona, la ciudad cercana a la frontera con España, al rey Carlos
IV y a su primogénito y sucesor Fernando
VII, en quien había abdicado en un vano
intento de tranquilizar una masa crecientemente inquieta por la presencia francesa
en España. Ahora, en una limpieza total
de la familia real española, el poderío napoleónico pretendía llevarse a los jóvenes
príncipes, a los Infantes, y así dejar despejado el trono de España para José Bonaparte, hermano mayor del Emperador.
Gabriel dijo que lo que podría estar ocurriendo en el Palacio de Oriente, sede de
los soberanos españoles, le tenía sin cuidado puesto que lo único que le interesaba
era reunirse con su novia. Su amigo Chinitas entonces le increpó y se sucedió el
siguiente intercambio:
-Tú no eres español
-Sí que lo soy – repuse
-Pues entonces, ¿qué haces aquí como un
marmolillo? ¿No tienes armas? Coge una
piedra y rómpele la cabeza al primer francés que se te ponga por delante.
A
sí ocurrió la carga de los mamelucos en la Puerta del Sol,
cercana al Palacio de Oriente y
unido a él por la calle de Arenal. Y así tuvieron lugar los posteriores
Fusilamientos del Tres de Mayo en el Paseo de la Florida, al oeste del Palacio, que
le inspiraron a Goya su segundo gran lienzo de la gesta. Lo demás es historia y cada
uno, sea Goya o sea Pérez Galdós o sea una
personalidad política de nuestros días, la
cuenta según su parecer.
Escuchen si no –en este caso lean– las
palabras de Esperanza Aguirre, la figura
ahora emblemática del liberal conservadurismo español y presidenta de la Comunidad de Madrid, una de las regiones más
económicamente dinámicas de la Unión
Europea. En su discurso institucional
honrando a los mártires madrileños masa-
crados por la tropa napoleónica hace doscientos años, Aguirre afirmó que “aquellos
héroes sabían muy bien que España era
una nación muy antigua y que compartían cultura y valores con otros españoles”.
Haciendo uso de su particular lectura del
pasado, Aguirre explicó que los patriotas
del Dos de Mayo tenían una agenda política, además de la sentimental, de vivencias
compartidas: “desde el levantamiento, los
sujetos de la soberanía nacional son los
ciudadanos españoles libres e iguales”.
Según este discurso, se va directamente
desde la revuelta popular en el centro neurálgico de Madrid a la no menos espontánea insurrección en el resto de España y de
ahí a la creación de Juntas Patrióticas y a
la reunión, en 1810, de unas Cortes en la
lejana ciudad atlántica de Cádiz, que era
el único lugar a salvo de la tropa francesa
porque la protegía y la aprovisionaba la
marina británica, que era dueña y señora
de aquella costa desde la batalla de Trafalgar en 1805. Estas Cortes proclamaron
una Constitución en 1812 cuyo primer
artículo declaró que “la Nación española
es la reunión de todos los españoles de
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ambos hemisferios”; el segundo que “la
Nación española es libre e independiente,
y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”; y el tercero que “la
Soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a esta exclusivamente el derecho de establecer sus
leyes fundamentales”.
Los faustos conmemorativos del bicentenario en los primeros días de mayo en Madrid han tenido de todo, desde una magnífica muestra de lienzos en el Museo del
Prado bajo el título de “Goya en tiempos
de guerra” hasta una mezcla de exposición
y reality show, “El Dos de Mayo, un pueblo,
una nación”, repleto de artilugios interactivos, que hasta entrado septiembre ocupará los antiguos depósitos de agua de la
ciudad. Las plazas de la capital se han visto
invadidas de nuevo, esta vez por teatros
itinerantes recreando la “gesta” y por conciertos de música de la época. Hay numerosas exposiciones menores, los escaparates de las librerías están repletos de libros
sobre la Guerra de la Independencia, Los
episodios de Pérez Galdós han sido copiosamente relanzados y los diarios y los canales de televisión compiten con ediciones
y programas especiales dedicados a 1808.
Muchos de los eventos y de las iniciativas
se deben al patrocinio de la Comunidad de
Madrid que regenta Esperanza Aguirre.
L
o que hay en todo ello es la programación de una narrativa nacional sobre el soporte de una épica patriótica. El subtexto es que
España, como pueblo, se levantó desde el
primer momento contra la avaricia, la codicia y la enloquecida ambición napoleónica, cosa que no hicieron ni alemanes ni
italianos. Y lo hizo porque, al contrario de
aquellos pueblos, los españoles ya constituían una gran nación y una “muy antigua
nación” al decir de Esperanza Aguirre. La
programación se ha hecho a machamartillo y a conciencia con una visión de futuro.
La pregunta es ¿por qué? La respuesta es
que en España la narrativa nacional unificadora escasea, hoy más que nunca.
No hay que ser Maquiavelo para intuir
que en el discurso recordatorio del bicentenario hay gato político encerrado. La narrativa que hoy elabora el centro derecha
español es que la nación, que hace doscientos años se unió como una piña en torno
a aquellos héroes que Goya retrató, se encuentra hoy en un terreno resbaladizo y se
asoma al abismo de la balcanización. Por
ello es necesario recurrir al Dos de Mayo
para infundir entusiasmos unitarios y patrios. Este “riesgo balcánico”, absurdamente exagerado según algunos, tan real como
la zigzagueante historia de España según
otros, merece una breve explicación.
Lo que más preocupa a los, llamémosles,
“nacionalistas españoles” es que está siendo cuestionada la Constitución de 1978,
promulgada tres años después de la muerte del general Francisco Franco, que representó el consenso político entre todos los
españoles, y fue masivamente aprobada
por ellos en referéndum. La Constitución,
sancionada por el rey Juan Carlos, sustituyó la dictadura de Franco por un régimen
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de libertades y dividió la administración
de España en 17 comunidades autónomas,
de las cuales la de Madrid es hoy la más
pujante en la creación de riqueza. Treinta años después Cataluña y el País Vasco,
comunidades que tienen una fuerte personalidad histórica e idioma propio, se salen
del marco autonómico y propugnan en el
mejor de los casos lo que se ha dado en llamar un “federalismo asimétrico” y, en el
peor de ellos, la secesión.
El nacionalismo catalán se mira en el
modelo Québec, y el vasco en el de Estado Asociado de Puerto Rico. Un nuevo
Estatuto de Autonomía, redactado por el
parlamento de Cataluña y aprobado en referéndum por los catalanes, afirma en su
preámbulo que Cataluña, o Catalunya, es
una nación y que su gobierno, la Generalitat, tendrá una relación bilateral, de igual
a igual, con el gobierno del Estado español. Por su parte el gobierno autónomo
del País Vasco, o Euscadi, dominado desde
su creación a partir de la Constitución de
1978 por el Partido Nacionalista Vasco,
prepara un referéndum abiertamente soberanista que el gobierno central de España ha declarado ilegal.
Los happenings en Madrid celebrando una
insurrección unitaria y, con ello, la creación
de una conciencia nacional de españoles libres e iguales tiene poca resonancia en Cataluña y el País Vasco, donde los partidos
nacionalistas en los gobiernos autónomos
se han esforzado en cada caso por implantar una leyenda nacional propia y distinta a
la de España. En estos nacionalismos periféricos nos encontramos con el mismo impulso de controlar el pasado, contándolo
según una determinada narrativa, para así
asegurar el control del futuro.
No hay el menor interés, por lo tanto, en
contar que la Cataluña de 1808, prendida
la mecha de la insurrección en Madrid,
se levantó contra los franceses al grito de
¡Viva la Nación Española! con mayor bravura si cabe que en cualquier otro lugar de
España. Épico, por ejemplo, fue el sitio de
Gerona, capital de la provincia que ahora
reúne a lo más graneado del nacionalismo
secesionista catalán, donde los gerundenses se dispusieron a coger la piedra que
tenían más a mano para romper el cráneo
del francés más cercano. Tampoco se quiere recordar en el País Vasco que ahí sus
partidas de guerrilleros patrióticos contra
el invasor francés fueron numerosas y notables. En la vecina Navarra, antiguo reino
que forma parte de Euscadi según el ideario del nacionalismo vasco, el campesino
Francisco Espoz y Mina pasó a ser el más
contundente de los generales guerrilleros
a lo largo de la Guerra de Independencia.
Enamorado de la Constitución liberal de
Cádiz y su propuesta de una nación soberana de hombres libres e iguales, Espoz y
Mina tuvo 15,000 hombres a sus órdenes
peleando por España y por su rey. Y a todos ellos les instruyó una eficaz táctica de
emboscada: una sola descarga de mosquetón a corta distancia y avance inmediato
con bayonetas, lanzas, espadas y demás
armas blancas.
Esa España de comienzos del XIX legó
al léxico universal de la política de nues-
tros días la palabra “junta”, la de “liberal”
y también la de “guerrilla”. Esta última suplió a la tropa regular española que fue deficientemente liderada por sus oficiales y
contribuyó muy poco a la lucha del general
Wellesley, futuro duque de Wellington y
comandante en jefe de todo el esfuerzo militar contra el invasor, a lo largo de lo que
los ingleses llaman “The Peninsular War”.
Las partidas de insurgentes, en ocasiones
muy numerosas como las que dirigía Espoz y Mina, fueron infatigables en su hostigamiento de los invasores. En Napoleon’s
Cursed War, Ronald Fraser calcula que
hubo 330 partidas y que en 1811 podría
haber unos 55,000 guerrilleros emboscando a una tropa imperial que llegó a contar
más de 300,000 soldados. ¿Tomaron las
armas porque cayeron en la cuenta de que
los sujetos de la soberanía nacional son los
ciudadanos españoles libres e iguales? O
lo hicieron más bien, tal y como sugiere
Fraser, por defender a sus familias, sus terrenos y sus huertos, sus tradiciones y sus
costumbres, la religión de sus antepasados
y la Corona que Napoleón había destituido para imponer a su hermano mayor, José
Bonaparte, en el trono de España.
Fraser apunta que la línea divisoria que
separa al bandolero y vulgar salteador de
caminos del guerrillero patriota no estuvo
demasiado clara en 1808 y en los años sucesivos. Sin duda tiene razón. El campesino
de turno que mataba a un correo napoleónico y entregaba la correspondencia y el
caballo del gabacho caído a las autoridades
militares españolas o a sus aliados de cuerpo expedicionario inglés, recibía una buena recompensa. Pero patriotas los hubo.
Otro de los jefes guerrilleros fue Juan
Martín, El Empecinado, también hombre
de campo que se convirtió en héroe de la
resistencia y líder militar, irregular claro
está, después de haber matado a un sargento francés que había “molestado” a su
hermana y a su novia. El general José Leopoldo Hugo, padre de Victor Hugo, que
perseguía a esta partida le ofreció por escrito a El Empecinado dinero y honores si
se pasaba a las fuerzas del Imperio y el jefe
guerrillero le contestó, también por escrito
con líneas que son de antología: “Aprecio
como debo la opinión que habéis formado
PRL 13
sobre mí. Yo la tengo muy mala de vos (…)
Tened entendido que si sólo quedara un
soldado mío, aún no se habría concluido la
guerra, porque todos ellos, a imitación de
su jefe, han jurado guerra eterna a Napoleón y a los viles esclavos que le siguen. (…)
Me haréis el favor de evitar toda correspondencia, y os aseguro con este motivo mi la
más perfecta consideración”.
¿Dónde se perdió esa narrativa nacional
de 1808? ¿Es posible recuperarla? O ¿es
que se está inventando, con fines políticos,
llamémoslo, de nation-building, una lineal
historia de patriotismo que fue mucho
más compleja?
P
ara aproximarnos a la tercera
pregunta Napoleon’s Cursed War,
de Ronald Fraser, que lleva el subtítulo de Popular Resistance in the
Spanish Peninsular War, es un libro bienvenido. El británico Fraser es un maestro de la
historia oral y hace dos décadas demostró
su técnica de hilvanar testimonios para contar los hechos según ocurrieron en tiempo
real en Blood of Spain: An Oral History of the
Spanish Civil War. En esta nueva radiografía
y auscultación de un momento convulso de
la historia de España, Fraser evidentemente
no ha podido entrevistar a supervivientes
y someterlos a interrogatorios que rebosan
empatía. Lo que ha hecho es rastrear archivos con erudición, con un entusiasmo encomendable y con un afinado oído que le permite escuchar lo que dice, siente y padece
el pueblo de a pie. Fraser es un experto a la
hora de registrar actas bautismales y de defunciones y tiene el pulso de una población
cuya expectación de vida entre los hombres
en 1808 era de 25.3 años.
La gesta del Dos de Mayo fue popular,
protagonizada por el pueblo, y es Fraser
quien nos documenta que los muertos en
la revuelta de la Puerta del Sol de Madrid
y los fusilados el día siguiente eran, casi
todos, gentes humildes. Contabiliza hasta
treinta oficios entre los heroicos combatientes caídos. Entre ellos habían sastres,
zapateros, aguadores y muchos criados con
distintas responsabilidades. Y constata que
las bajas entre las mujeres, muchas de ellas
costureras “armadas” con tijeras, eran desproporcionadamente altas. La importante
“Insoslayable... Una nota
exquisitamente escrita”.
Página 12 de Buenos Aires, sobre
“Cien años de soledad”, cuarenta años después,
de Roberto González Echevarría en PRL.
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14 PRL
aportación de Fraser a la historiografía, al
relato de los hechos –ya lo demostró en su
libro sobre la Guerra Civil Española– es su
ingente interés por contar la intrahistoria
de los desconocidos. Son estos los que,
una y otra vez, impulsan el desarrollo de
los acontecimientos históricos si bien son
otros, con nombres y apellidos, quienes
acaban secuestrando las anónimas iniciativas de aquellos. Fraser, cual perro sabueso, sigue el rastro de estos desconocidos y
anónimos y acaba ordenándoles por edad,
género, situación familiar y rango social,
y, sobre todo, haciéndoles personas de carne y hueso.
Pero situémonos primero con las dos
preguntas iniciales. ¿Cuándo se perdió la
narrativa nacional que ahora se pretende
reconstruir? ¿O es que nunca hubo tal
y lo que se intenta con el bicentenario es
construir ex novo una historia épica? Sea
lo uno o lo otro, es evidente que siempre es
políticamente necesario y, además, atractivo y útil, certificar el acta fundacional
de una nación de hombres libres e iguales
que, en un momento determinado gracias
a unos hechos concretos, toman conciencia de ser un pueblo soberano con derechos inalienables.
Estados Unidos y Francia ya han celebrado sus bicentenarios y dentro de dos
años las repúblicas latinoamericanas –no
se olvide que la Guerra de Independencia
en España se transforma en las Guerras de
Independencia de España en las antiguas
colonias– comenzarán a celebrar los su-
yos. Sin embargo, España, o mejor dicho
la parte de España liberal conservadora
que abandera la Comunidad de Madrid,
se enfrenta a una celebración compleja. La
historia de España es todo menos una historia lineal y ascendente hacia la libertad
cuyos hitos son por todos aceptados, compartidos y celebrados.
Al contrario de las narrativas nacionales
americanas, la española carece del marco
emancipador que encuadra toda historia y
épica de nation-building. Tampoco el 1808
español marca un antes y un después como
fue el 1789 francés. Cuando el futuro duque de Wellington y su tropa luso-británica –que no la española– por fin expulsan
a la Grande Armée napoleónica y al “Rey
Intruso”, José Bonaparte, de la península
en 1814, lo primero que ocurre es que se
borra de un plumazo todo aquello que
huela a hombres libres e iguales. Fernando VII, el “Rey Deseado”, secuestrado por
Napoleón y por cuya corona sufrió España
los desastres de la guerra a lo largo de seis
interminables años, suprimió la Constitución liberal de Cádiz, acabó con la libertad
de prensa que aquellas Cortes soberanas
habían promulgado en una de sus primeras leyes y, entre otras antigüedades del
ancien regime, restituyó la Inquisición.
Entre las víctimas del rencor absolutista
fernandino estaba el bravo jefe guerrillero
Juan Martín, El Empecinado, que murió
ajusticiado por seguir fiel a la Constitución de 1812. El Empecinado sí se creyó
aquello de “hombres iguales y libres” que
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eran sujetos de la soberanía nacional. Sin
embargo, lo que querían muchos de los
que lucharon a sus órdenes y a las de Espoz
y Mina y de otros grandes jefes liberales de
las partidas patrióticas era una vuelta a la
España de siempre. Lo que querían era el
retorno al mobiliario reconocible anterior
a la brusca irrupción francesa. Para una
gran masa de aquellos patriotas, que se alzaron contra el invasor, para los héroes de
tantos episodios nacionales galdosianos
en Madrid, Gerona, Zaragoza y en tantos
otros lugares, animados como estuvieron en todo momento por párrocos y por
frailes, el retorno al futuro absolutista les
pareció lo correcto y lo deseable. Fernando
VII se ganaría el apelativo del “Rey Felón”
entre los liberales que persiguió con saña,
pero fue recibido con júbilo al grito de
“Vivan las cadenas”.
P
ara algunos la gesta del Dos de
Mayo fue todo menos la piedra
angular sobre la cual se construye un pueblo soberano y una nación libre. Muy al contrario, lo que ocurrió
hace doscientos años fue una quiebra que
dio lugar a dos Españas que se batirían a
lo largo del siglo XIX y que se enfrentaron
con consecuencias catastróficas en la Guerra Civil de 1936-1939.
Según esta interpretación España estuvo
quebrada a lo largo del periodo que va de
1808, año en que la Familia Real parte, sin
demasiado desagrado, a un confortable
confinamiento francés, a 1814 cuando se
marcha el último gabacho y vuelve Fernando VII a la patria que tan despreocupadamente había abandonado. Lo estuvo
de hecho en las mismas Cortes de Cádiz
donde los llamados “serviles” se opusieron
con más tenacidad que éxito a las ideas
progresistas, “revolucionarias” incluso,
que impusieron los liberales al redactar la
Constitución de 1812. Serían los serviles
quienes organizarían las jubilosas recepciones del monarca absolutista.
Ahora bien, puede que la mayor quiebra
de todas fuese la que abrió una gran brecha entre los patriotas, fuesen liberales,
serviles, clérigos o masones, y los llamados “afrancesados”, que fueron quienes
aceptaron el bonapartismo como el modelo político de la modernidad emanado de
la Ilustración y colaboraron gustosamente
con José Bonaparte. Junto con los últimos
franceses expulsados de España en 1814
cruzaron la frontera hacia el exilio unos
15,000 afrancesados, la mayor parte de
ellos miembros de las élites en las grandes
ciudades españolas. Y esta quiebra dura
todavía hoy, al igual que la servil-clerical y
la liberal-laicista. En gran medida la historia de gran parte del XIX y del XX español
es la historia del fracaso liberal.
Frente a las arengas patrióticas y el discurso unificador y nacional de políticos
liberal-conservadores como Esperanza
Aguirre, presidenta de la Comunidad
Autónoma de Madrid, está la defensa que
otros hacen de los afrancesados. Es el caso,
con ocasión también del Bicentenario del
Dos de Mayo, de otra política carismática,
María Teresa Fernández de la Vega, que
ocupa el cargo de vicepresidenta primera
JUN/JUL2008
y portavoz del gobierno socialista de España que lidera José Luis Rodríguez Zapatero. “Las ideas reformistas y avanzadas
que muchos de esos afrancesados compartieron han seguido impulsando a generaciones de españoles que han luchado, que
hemos luchado, por la libertad y el progreso de nuestro país”, explicó Fernández de
la Vega. “Ellos fueron los que por primera
vez defendieron un concepto de gobierno
responsable, que debía ocuparse de que
los ciudadanos accedieran al bienestar, incluso a la felicidad”.
Estas palabras de la vicepresidenta y portavoz del gobierno causaron no poco estupor en algunos círculos –Pedro J. Ramírez,
director del diario El Mundo, se preguntó
por lo que ocurriría si “un portavoz del Elíseo anunciara que a quienes de verdad admiran sus actuales moradores es a Pétain,
Laval, Darlan y demás capitostes del régimen de Vichy”–, pero fueron aceptadas de
buen agrado por otros que desconfían de
narrativas nacionales. La disputa historicista fue en cualquier caso celebrada por
los nacionalismos periféricos de Cataluña
y del País Vasco. Esto era inevitable puesto
que los nacionalistas, celosos de su propio
pasado y la construcción de su propio futuro, cuestionan abiertamente toda narrativa, venga de donde venga, que tenga que
ver con la nación española. Si los políticos
en Madrid no se ponen de acuerdo sobre lo
que significó 1808, pues mucho mejor para
quienes rechazan tanto la Constitución de
1812 y su doctrina de españoles unidos
liberales e iguales como el Estado de Autonomías de la Constitución de todos los
españoles que se promulgó en 1978.
Ronald Fraser no entra en estas disputas.
Su propuesta es otra. Su extenso y documentadísimo trabajo es un admirable estudio de la reacción de un pueblo, de sus
clases populares, ante una invasión foránea y el consiguiente vacío del poder político. ¿Quién los organiza y cómo? ¿Qué les
motiva? ¿Cómo pelean y sobreviven? No
hay respuestas claras ni puede haberlas. La
historia de la resistencia popular en España a Napoleón se escribe en renglones torcidos y se retrata en imágenes confusas.
Queda bien hablar del pueblo en armas,
se hace con frecuencia y hay múltiples
ejemplos de ello a lo largo de la historia
y de la geografía, algunos más válidos
que otros. La España de 1808 es sin duda
una riquísima mina y Fraser extrae piedras preciosas que enriquecen nuestro
entendimiento de quiénes emprenden las
armas. Pero para ellos, para los envueltos en la insurgencia, no son momentos
luminosos. Lo dramático es que, al final,
tanto heroísmo y tantas miserias sirvieron de bien poco. España acabó arruinada, su población diezmada y sometida al
arbitrio del soberano más desagradable
de su historia. En el último grabado de
su serie “Los desastres de la guerra”, Goya
nos muestra un cadáver que sale de su féretro con una hoja en la mano que lleva
escrita la palabra Nada. Puede que a pesar
de tanto empeño, el bicentenario no sea
un óptimo punto de partida. 1808 sería
Napoleon’s Cursed War pero, mucho más,
fue la Guerra maldita de España.
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JUN/JUL2008
PRL 15
Libro lúcido explica
imperialismo bobo
Edgardo Rodríguez Juliá
rante más de treinta años –y a través de
exenciones contributivas bajo el código
de rentas internas federal– Puerto Rico
ha subsidiado a importantes sectores de
la economía norteamericana, en especial
al sector farmacéutico. De plantación cañera, pasamos a ser una especie de enclave
para el lavado legal de dinero corporativo
norteamericano.
Mientras tanto, nuestra economía se
evidencia cada vez más dependiente de
la norteamericana, tanto por los fondos
federales directamente dirigidos al mantenimiento de una sociedad consumista y
un Estado benefactor paternalista, como
por nuestras enormes importaciones y
por el acceso a mercados norteamericanos para nuestra cada vez más exigua manufactura.
Puerto Rico in the American
Century: A History since 1898
de César J. Ayala y Rafael Bernabe
The University of North Carolina
Press, 2007, 448pp., US$ 29.95
H
ace exactamente ciento diez
años, Puerto Rico se convirtió en colonia de los Estados
Unidos de Norteamérica,
como parte del botín de la Guerra Hispanoamericana. En adelante los puertorriqueños, que entonces recién estrenábamos un gobierno autonómico bajo la
metrópoli española, tendríamos que remontar cual Sísifos –según la imagen de
Luis Muñoz Rivera, nuestro primer Comisionado Residente ante el Congreso de los
Estados Unidos– la difícil pendiente de
la ignorancia y la insensibilidad yanqui
ante los súbditos de su nueva “posesión
territorial”.
Puerto Rico in the American Century, de
César J. Ayala y Rafael Bernabe, es la historia de esa dificultosa relación de Puerto Rico con los Estados Unidos. El libro,
publicado en inglés por The University of
North Carolina Press, merece una versión
en español para el público latinoamericano. Si, respecto de Puerto Rico, los norteamericanos han pecado de insensibilidad
imperial y arrogante descuido selectivo,
por parte de buena parte de Latinoamérica no ha faltado la desinformación o la
ventajería ideológica. Ambos, los conciudadanos del Norte y los hermanos del
Caribe, Centro y Sur América, han pecado
de ignorancia. De ahí que este libro tan actualizado sea imprescindible.
P
arte de la complejidad en la relación de Puerto Rico con los Estados Unidos deriva de que estamos ante el caso de una colonia
más o menos clásica dentro del marco de
un imperialismo no colonial, o dicho en
inglés: “a colony of a fundamentally noncolonial imperialism”. Dentro de ese marco, la
colonia es una aberración, una curiosidad
anacrónica del imperialismo yanqui.
Bernabe y Ayala establecen los períodos
de la relación nuestra con los Estados Unidos según las fluctuaciones del capitalismo norteamericano dentro de la economía
mundial. El esquema resulta revelador y
extraordinariamente valioso; bastaría para
justificar la publicación del libro.
D
Luis Muñoz Marín iza por primera vez la bandera puertorriqueña. Foto: Fundación Luis
Muñoz Marín.
A grandes saltos, podríamos resumir:
De un mercado más para una economía
capitalista en expansión, en la adolescencia del imperio, pasamos a ser un valioso
asentamiento estratégico en la política intervencionista norteamericana en el Caribe y Latinoamérica, un bastión o Gibraltar
caribeño. Finalmente, y superado nuestro
papel como bastión naval y colonia cañe-
ra, nos hemos convertido ahora (un pequeño país caribeño de cuatro millones
y pico de habitantes, y detrás de enormes
países como Canadá) en uno de los principales mercados de los Estados Unidos en
América.
Asombra esta íntima ligazón del capitalismo yanqui –casi una interdependencia– con Puerto Rico como mercado. Du-
e particular interés en el libro
es el análisis de las distintas
vertientes del anexionismo
puertorriqueño, desde aquella que concibiera a la democracia norteamericana como una esperanza respecto
de la autocracia española –visión esta de
Rosendo Matienzo Cintrón, quien luego,
desencantado con la arrogancia norteamericana, terminó evolucionando hacia
el independentismo–, hasta las que se
acomodaron, casi como un designio fatal
después del cansancio de las luchas autonomistas bajo España, a la anexión como
un acatamiento inevitable del destino
político puertorriqueño –la otra cara del
llamado “destino manifiesto”.
El tema de la colonia que acata, que consiente o transa –aun desde posturas independentistas–, que se ajusta a los designios
imperiales, es uno de los temas recurrentes
en el debate ideológico puertorriqueño a
partir de comienzos de siglo XX. Algunos
atribuyen esto a la debilidad esencial de la
burguesía nacional de aquel entonces, de
ambición únicamente acomodaticia. Pedro
Albizu Campos –la única voz disidente en
aquella época– criticó, desde su postura
nacionalista, al anexionismo, precisamente por su falta de voluntad para exigir la
incorporación y la estadidad federada mediante una alzada como la del llamado Plan
Tennessee. El anexionismo radical ha sido
una posibilidad apenas vislumbrada en
nuestras luchas políticas. El autonomismo
también se ha amoldado a las transacciones
con el imperio, y de la manera más dramática en el caso de Luis Muñoz Marín.
Muñoz Marín comenzó su carrera política como líder radical formado en las
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16 PRL
corrientes de la izquierda norteamericana de principios del siglo XX. Militó en el
Partido Socialista junto al líder máximo
de esa colectividad, Santiago Iglesias Pantín. En los años treinta militó en el Partido Liberal desde una izquierda identificada con la independencia, que renegaba
de cualquier solución que transara el derecho de Puerto Rico a su independencia
y una transformación social. La evolución
de Muñoz Marín es explicada por Ayala
y Bernabe con gran precisión ideológica. Hacia 1946, aquel personero del New
Deal de Roosevelt en la isla reconsideró
sus derroteros anteriores y concibió el
desarrollo de Puerto Rico –la industrialización y la abolición del monocultivo
cañero– como viable solamente mediante
la inversión norteamericana. Sedujo y secuestró a la izquierda y luego la metió en
cintura con su reformismo colonial, proclamando aquellas famosas sentencias:
“El peor trabajo es el que no se tiene”…
“El máximo líder obrero en Puerto Rico
habita en La Fortaleza”… No fue Fidel
Castro quien comenzó la abolición de la
esclavitud cañera en el Caribe, sino Luis
Muñoz Marín.
Los soldados norteamericanos desembarcaron en Puerto Rico con cepillos de
dientes colocados en las cintas de sus
sombreros. Para un país que salía del
retraso histórico y tecnológico de un
imperio en decadencia como el español,
semejante alarde de preocupación higienista debe haber tenido el tufillo inconfundible de la modernidad. El tema de
la identidad ante la modernidad –otra
obsesión que compartimos los puertorriqueños con el resto de los antillanos,
sobre todo a partir de las crisis de los
años treinta– está cuidadosamente explicada en este libro, en interludios que
revisan el panorama literario, cultural e
ideológico. (Aquí solo debo señalar que
noté la no mención de Puerto Rico Ilustrado, revista o magazine que testimonió la
modernidad de los nuevos tiempos bajo
los Estados Unidos.)
El laberinto político puertorriqueño
nunca dejó de tener repercusiones en el
resto de las Antillas. Una vez en el poder
–fue el primer gobernador electo por los
puertorriqueños en 1948–, Muñoz Marín
quiso legitimarse como líder de aquella
“izquierda democrática” caribeña y centroamericana que tuvo como eje a cuatro
caudillos de gran carisma: Juan Bosch en
Santo Domingo, Rómulo Betancourt en
Venezuela, José Figueres en Costa Rica y
el propio Muñoz Marín en Puerto Rico.
Aquella izquierda latinoamericana en el
exilio que tuvo a Puerto Rico como lugar
de refugio y conspiración, todo ello con
el permiso del Departamento de Estado,
hizo crisis con el golpe de Estado a Jacobo Arbenz en Guatemala y tuvo su último protagonismo con la conspiración
para derrocar a Rafael Leonidas Trujillo
y la crisis dominicana de 1963-65. Ya
hacia 1965 había ocurrido –al menos
en Bosch, luego del golpe de Estado de
1963 y la intervención norteamericana
en Santo Domingo– el previsible abrazo
al fidelismo.
Los frutos de la agresión serían la radicalización; el genio político de Muñoz
Marín fue transformar los tiempos violentos en voluntad reformista, o, parafraseando al poeta y revolucionario Juan
Antonio Corretjer: El Estado Libre Asociado y Muñoz Marín fueron el resultado
del nacionalismo a tiro limpio de Albizu
Campos. La reunión de Che Guevara con
Betancourt y Bosch –convertida en hermosa semblanza del Che por Bosch en su
libro Temas históricos– simboliza un cambio generacional, un paso de batón en el
relevo hacia una conflictiva y también
contradictoria libertad superior. Ahí en
Costa Rica estaban convocados tres de los
dirigentes de aquella izquierda mediatizada; vivían dos de ellos –Betancourt y
Bosch– el exilio y la persecución de sus
respectivas dictaduras. Ese episodio, en
que Puerto Rico aún tenía visos de protagonismo latinoamericano, debe ser motivo de una indagación tan profunda como
la de Puerto Rico in the American Century.
(El historiador puertorriqueño Walter
Bonilla ya comenzó esa indagación con
su libro La revolución de abril y Puerto
Rico.) Ello así para que Latinoamérica
supere simplismos como los de Neruda y
Guillén, aquel en la caricatura de Muñoz
Marín en su Canto general y este último
en su charlatanería de “¿en qué lengua te
hablo, Puerto Rico?”.
H
oy por hoy, Puerto Rico es
una sociedad profundamente
integrada a la norteamericana, no empero su definición
jurídica como “territorio” colonial no
incorporado y su innegable perfil nacional como cultura caribeña y latinoamericana. Cualquier debate ideológico, en
ese sentido, necesariamente tiene que
partir de los siguientes hechos: más de
la mitad de la población que se identifica como puertorriqueña –y que ya supera los ocho millones– vive en los Estados
Unidos continentales. Las apropiaciones
de fondos federales que llegan a la isla, la
productividad y educación superior del
puertorriqueño, viabilizan un nivel de
vida que aún está por encima de la mayoría de las repúblicas latinoamericanas
hermanas de la cuenca caribeña y centroamericana. Con la emigración masiva de
latinoamericanos a los Estados Unidos, el
panorama político ha cambiado. Hoy en
día no es inconcebible un estado hispano;
a pesar de la legislación del English only y
otros alardes del etnocentrismo yanqui,
la principal minoría en los Estados Unidos es hispana. Miami es el uptown de La
Habana lo mismo que Nueva York es el
nuestro. Este síndrome uptown-downtown
ha cambiado radicalmente las posibilidades de la anexión, y la concepción de esta
como una aberración, o catastrófica pesadilla de la historia.
Se ha dicho que es inconcebible la anexión
de un país hispanoamericano con cultura
distinta a la del mainstream norteamericano. Pero veamos que ese mainstream ya
vive asediado por una hispanidad latinoamericana. También se ha invocado el racismo yanqui como supremo impedimento:
Barack Obama evidencia lo mucho que ha
cambiado ese país en cuarenta años.
Mientras tanto, y en una insólita y tardía
humillación colonial, la vida de los puertorriqueños bajo el Estado Libre Asociado
sigue asediada por esa Corte Federal que
mandó a prisión a Pedro Albizu Campos
entre 1937 y 1943. Aníbal Acevedo Vilá,
el actual gobernador de Puerto Rico por
el Partido Popular Democrático, fundado
por Luis Muñoz Marín, ha sido acusado
por un gran jurado federal de diecinueve
violaciones criminales a las leyes electorales, tanto federales como estatales. Es
posible que tenga su día en corte, como
candidato a la gobernación de Puerto
Rico, frente a unas autoridades federales
que resultan cada vez más hostiles. Si el
Gobernador se radicalizará –como lo hubiese querido Juan Bosch– o acatará, una
vez más, los designios imperiales, está
por verse.
Es de notar cómo el anexionismo actual,
con su correspondiente secuela de debates ideológicos, es revisado por Ayala y
Bernabe con una ecuanimidad verdaderamente exótica en nuestra izquierda. Pedro Rosselló, ex gobernador lastrado por
un largo historial de corrupción entre sus
allegados, es hoy por hoy el dirigente más
radical dentro del anexionismo; ha llegado a plantear el caso de Puerto Rico ante
la OEA y ante la Comisión de Derechos Civiles de los Estados Unidos. Ha amenazado con activar el llamado Plan Tennessee,
que consistiría en nombrar senadores y
representantes al Congreso de los Estados
Unidos y acamparlos en las escalinatas del
Capitolio Federal.
Pero semejante bravuconería pienso que
no pasará de ser solo eso. El candidato a
la gobernación por el anexionista Partido
Nuevo Progresista, en las elecciones de noviembre próximo, es un republicano a lo
Bush con formación preppy-yuppie de Yale,
uno de esos puertorriqueños con vocación
yanqui –pitiyanqui– que, de no dar la
sorpresa, volverá a identificar ese anexionismo, siempre creciente en votos desde
1956, con las obediencias ancestrales y
la paciencia histórica. Y, a la postre, está
planteado el dilema señalado por Ayala y
Bernabe: lo bueno para vender la anexión
aquí –la bonanza de los fondos federales y
un populismo que proclama que “la estadidad es para los pobres”– es puro veneno
en el Congreso Federal. Cómo admitir a
la unión federada –que es un club de ricos– a un estado mulato, hispano y que es
más pobre que el más pobre de los estados,
Mississippi.
El gigantismo del gobierno puertorriqueño –dado su largo historial de paternalismo, clientelismo político y tendencia
al Estado benefactor– es otro de los grandes obstáculos para la anexión, ya que, al
pagar impuestos federales, nuestra productividad no alcanzaría para también
pagar las enormes exigencias fiscales del
hipertrofiado gobierno estatal. Buena
parte de la fuerza laboral puertorriqueña
–la que conforma una vigorosa clase media entregada al consumismo– trabaja en
ese gobierno que ha crecido sin control
por más de una generación. Los gobier-
JUN/JUL2008
nos estatales en la unión federada son
minimalistas, el nuestro responde más a
patrones del populismo paternalista latinoamericano.
Cuando se lea esta reseña, Barack Obama y Hillary Clinton ya habrán hecho
campaña primarista en Puerto Rico para
la nominación por el Partido Demócrata.
Sin embargo, estaremos nuevamente en
las contradicciones coloniales: los ciudadanos norteamericanos que vivimos en la
isla no podemos votar por el presidente de
los Estados Unidos. El reverso de esta humillante contradicción es el reembolso de
mil trescientos millones de dólares directamente a esos mismos ciudadanos, para
reactivar la actual economía recesionaria.
Esos pagos son hechos a los ciudadanos
norteamericanos de la isla sin que tengamos la obligación, bajo el estatus de territorio no incorporado, de pagar impuestos
federales. Tales son las veleidades de la
diosa fortuna colonial.
Puerto Rico in the American Century es
un libro valiosísimo tanto para el público
lector académico norteamericano como
para el lector culto latinoamericano. Desde Freedom and Power in the Caribbean, de
Gordon K. Lewis, no leía un libro tan lúcido sobre los designios de un imperialismo que Luis Muñoz Marín caracterizó, en
un momento de supremo cinismo, como
“bobo”. Este libro habla sobre Puerto Rico
pero, a la vez, su interlocución profunda
es con Latinoamérica y el resto del Caribe.
Como el libro de Lewis, está escrito desde
una perspectiva de izquierda, pero su materialismo histórico rebasa, con gran inteligencia, los pietismos y simplismos de la
beatería izquierdizante.
Solo discrepo de esta visión cuando le
prenden vela al altar chavista de la “nueva
izquierda” latinoamericana, o cuando, en
la página 247, caracterizan a la revolución
cubana como carente de dogmatismo. La
caracterización del ex gobernador Rosselló es compleja y nada unidimensional, un
logro extraordinario viniendo de una generación de intelectuales puertorriqueños
que se formó durante años tan contradictorios y conflictivos. En la página 286 señalo un error que afea un libro que, por lo
demás, resulta impecable en la verificación
de sus datos: de 1969 a 1975 no gobernó el
Partido Popular Democrático, gobernó el
Partido Nuevo Progresista de 1968 a 1972
y el Partido Popular Democrático de 1972
a 1976. La carreta de René Marqués no fue
estrenada en 1950 sino por el Teatro Experimental del Ateneo en 1954.
Finalmente, hubiese agradecido la mención de cómo los puertorriqueños hemos
peleado, cual gurkas o cipayos, en todos
los conflictos bélicos en que se han visto
envueltos los Estados Unidos, aun antes de
recibir la ciudadanía estadounidense en
1917. Estos conflictos han sido menores y
mayores, desde Granada hasta Nicaragua,
pasando por Vietnam e Irak. La cantidad de
cadáveres puertorriqueños devueltos siempre ha sido desproporcional respecto de
nuestra población y la del resto de los estados. Ese tributo en sangre solo se justificaría de convertirse Puerto Rico en el Estado
51 de la Unión Norteamericana.
JUN/JUL2008
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Pujol ayuda a
entender el mundo
Silvia Grijalba
Las ideas del rock. Genealogía de Ayudan a que el que no es especialista en el
tema pueda entender mejor a qué se refiere el
la música rebelde
autor, evitan que el libro se haga hermético (se
de Sergio Pujol
Rosario, Editorial Homo Sapiens,
2007, 192 pp., US$10.46
D
ecir de un libro que ayuda a entender el mundo es mucho decir.
Pero este es uno de los pocos casos en los que puede hacerse una
afirmación tan grandilocuente. Las ideas del
rock. Genealogía de la música rebelde de Sergio
Pujol ayuda a comprender la historia de la segunda mitad del siglo XX. Una historia underground, al margen y contracultural, pero que
finalmente es la que compone nuestra actual
vida cotidiana.
Pujol traza un recorrido por la historia del
rock desde sus comienzos, en los años 50, hasta
el final del siglo XX. Aunque los protagonistas
más evidentes de esta historia son la música y
los músicos, el interés de Pujol es mucho la sociología de lo que algunos llaman las “culturas
juveniles” y el momento histórico, social y político en el que se han forjado.
Le son útiles aquí ensayistas como Tricia
Henry y Paul Yonet, y el brillante Greil Marcus
–cegado, según Pujol, en su objetivo de conectar el punk con el situacionismo–. Se trata de
autores que han conseguido que movimientos
contraculturales como el rock se traten como
parte de la cultura con mayúsculas, aunque
parezca un contrasentido.
El libro es valioso. Para los profanos, es
necesario incluso. Para los expertos (los que
vivieron desde dentro alguno de estos movimientos, o los que van ahora a ellos con interés
historiográfico) es muy recomendable.
En la primera parte, que es la más completa y
donde se nota que Pujol se siente más a gusto, el
autor habla de la situación política de Estados
Unidos en los 50, del racismo (que tanto tuvo
que ver con el nacimiento del rock), del espíritu juvenil de esa época. Un recorrido esencial
para entender la revolución musical de aquel
momento, el comienzo del rock and roll. La estructura se repite páginas después, cuando se
trata de hablar del pop y de los Beatles, donde la
situación de la Inglaterra de los 60, del swinging
London y de los hippies es esencial, y vuelve a aparecer cuando se trata del punk o del grunge.
Especialmente interesantes en esa primera
parte resultan las alusiones a la generación
Beat, la antesala contracultural de todo lo que
vendría después. Efectivamente, con Ginsberg, Burroughs y Kerouac se arma la base
de lo que vendría años más tarde y aunque
ellos tuvieron más conexión con los músicos
de jazz, con el tiempo se unirían e influirían
en algunos de los artistas claves del siglo XX,
como Dylan, Patti Smith o Lou Reed.
Un acierto del libro son sus referencias a la
literatura y el cine, continuas y muy acertadas.
nota que el origen del texto era didáctico, unas
clases de “Historia del rock” para estudiantes
universitarios) y, por otra, consigue que seamos
especialmente conscientes de que la cultura del
rock empieza a formar parte de la literatura no
especializada o del cine que no es estrictamente
musical; ha pasado a formar parte de la cultura
de los que forjan nuestra cultura, es decir, de
los cineastas, los periodistas, los novelistas, los
autores de cómic y los guionistas de televisión.
Entre las citas más acertadas podría destacarse la de Cheever, autor de relatos que ayudan a
entender el tedio de la familia media americana de postguerra, y la alusión a Hanif Kureishi
(devoto confeso de los Beatles) y su texto Ocho
brazos para abrazarte, en el que un profesor
se empeña en demostrar que los Beatles no
tocaban en She’s Leaving Home, sino que la
canción la interpretaban unos músicos de estudio contratados por George Martin. Esto le
sirve a Pujol para explicar la revolución que el
pop y los Beatles produjeron en la manera de
entender la composición musical, más cercana
al arte plástico de autores pop como Warhol (o
conceptuales como Duchamp se podría añadir) que a los compositores tradicionales.
Es bueno el detalle en la cobertura de los años
50, 60 y la primera mitad de los 70, esenciales
para entender la historia del rock (geniales sus
comentarios sobre el rock virtuoso y sobre Zappa). Pero después de esos capítulos minuciosos
y brillantes se echa de menos más detalle en los
dedicados a géneros como el punk o el grunge.
En el caso del punk (hay ahí el despiste de llamar a Malcolm McLaren Norman McLaren),
por ejemplo, llama la atención que no se cite a
la ola afterpunk de grupos como Bauhaus, The
Cure o la propia Siouxie (que sí se menciona en
el capítulo del punk, pero sería abanderada de lo
que vendría después). Siguiendo el tono general
del libro, tan atento al entorno social, más atención a los afterpunks, los siniestros o los góticos
hubiera dado un juego perfecto para entender
el rock de principios de los 80 y también el posterior rock industrial, e incluso fenómenos de
masas como Marilyn Manson, por ejemplo.
Continuando con Inglaterra, se echa de menos
alguna referencia al movimiento Madchester
de Happy Mondays y la discoteca Hacienda,
como germen del “verano del amor” y de esa
conexión entre el rock y la música electrónica
que invadiría todo el final del siglo XX.
En cualquier caso esas dos posibles lagunas
no empañan en absoluto la calidad de este libro, en el que también hay que destacar y celebrar el “bonus track”, ese apéndice que ahonda en el estudio de la cultura rock en general,
con una mirada especial hacia Argentina,
certero y acertadísimo además de necesario
por la escasa bibliografía que hay sobre este
tema. Un epílogo que demuestra la brillantez
de este ensayista.
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JUN/JUL2008
Sorpresas caen del cielo
Alonso Alegría
Al pie del Támesis
de Mario Vargas Llosa
Alfaguara, 2008, US$ 13 (aprox.)
P
resenciar una obra de teatro
interesante es pasarla conjeturando qué sucederá, cuáles son
las alternativas, qué camino
argumental seguirá la obra. Si quisiera
aburrirnos soberanamente, el argumento
cumplirá a pie juntillas nuestras más elementales expectativas. Pero si desea sostener nuestra atención durante todo su trayecto –largo o corto– deberá propinarnos
unas cuantas sorpresas muy bien puestas y
de buen tamaño.
¿Cómo se propina una sorpresa? Logrando que el público esté segurísimo de
que la historia va a ir por este lado para
proceder a dirigirlo en otra insospechada dirección. ¿Cualquier sorpresa vale?
Nones. La sorpresa debe ser fuerte pero
al mismo tiempo lógica, vale decir insólita y nunca sospechada pero al mismo
tiempo sutilmente apoyada o respaldada
por antecedentes conocidos. “Ah vaya, eso
no lo había pensado pero claro, ¡cómo no
lo pensé!”. Esto es lo que el público debe
sentir ante cualquier sorpresa dramática o
narrativa. Solo en la vida real las sorpresas
caen del cielo.
Mientras más sorprendente sea la sorpresa, más lógica deberá apoyarla. Si acaso no
tiene lógica, o la tiene falsa o insuficiente,
la sorpresa defrauda. Esto es lo que sucede
con las sorpresas en Al pie del Támesis, la
más reciente obra de Mario Vargas Llosa,
hace poco estrenada en Lima. Sorprenden
mucho pero defraudan igual.
Estamos en una suite del Hotel Savoy de
Londres. Un empresario cincuentón espera inquieto. Toca a la puerta una bella
mujer que se ha presentado por teléfono
como Raquel, hermana de Pirulo, el viejo
amigo de Chispas –así se llama este exitoso empresario. Pirulo no tiene hermanas,
alega Chispas, y además Pirulo al terminar el colegio –hace de eso treinta y cinco
años– se hizo humo. ¿Qué hace aquí esta
desconocida? ¿Quiere sacarle plata? Nos
enteramos de los motivos que tuvo Pirulo
para desaparecerse: una tarde, en las duchas del gimnasio de su club, Chispas le
metió tremendo puñetazo en la cara cuando Pirulo quiso darle un beso en la boca.
Ese puñetazo causó la desesperación de
ambos y la desaparición de Pirulo durante
tantos años.
Al repasar este momento Chispas cae
en cuenta de una inaudita verdad: esta
Raquel es Pirulo. Su viejo amigo ha soportado un total cambio de sexo. Raquel
confiesa su secreto amor de siempre por
Mario Vargas Llosa. Foto: Manuel González Olaechea y Franco.
Chispas mientras Chispas no sabe cómo
reaccionar. Es en este momento cuando la
obra, que venía fascinante, comienza a llenarse de elementos innecesarios.
En el prólogo de la pieza (también hace
poco publicada en Lima) el autor delinea
su trabajoso proceso de escritura. El estímulo que engendró casi inmediatamente
una primera versión fue una anécdota que
le contó Cabrera Infante. Un común conocido de años pasados lo había visitado en
Londres, convertido en mujer. Vargas Llosa nos relata su reacción: “En ese momento supe, con absoluta certeza, que la obra
(…) giraría en torno a un encuentro tan
inesperado como (ese)”. A mí me hubiera
pasado lo mismo. Uno se imagina escu-
chando tal revelación y la mente se llena
de preguntas. Pero hay una, importantísima, que descuella, y que es: ¿para qué
fue ese amigo/a a ver a Cabrera Infante?
Puestos ya en la ficción, ¿para qué viene
Raquel/Pirulo, tantos años después, a darle a su amigo Chispas tal noticia? ¿Cuál es
el propósito? Cuando Chispas le pregunte
esto a Raquel y conozcamos su respuesta
(¿quiero casarme contigo? ¿dame ese beso
y me voy?) hemos de querer saber cómo
reaccionará Chispas y el conflicto central
de la obra quedará planteado, su posible
desarrollo establecido y su aún remoto
final acaso conjeturado. O Chispas le da
ese beso o la manda al cuerno –tomen
partido, amigas y amigos. Vargas Llosa,
sin embargo, no se pregunta nunca para
qué ha venido Raquel. El meollo del tema
queda sin explorar, y sucede lo que tenía
que suceder:
“Ocurrido el encuentro inicial, la gran
sorpresa de Chispas al reconocer en la mujer (…) a su mejor amigo de la infancia, el
desarrollo (de la obra) se volvía estático,
previsible y hasta rígido, e iba languideciendo y marchitándose”.
Luego Vargas Llosa trabaja mucho pero,
ay, acaba inventando soluciones teatrales y
escénicas (no dramáticas) caprichosas que
poco a poco van sacando a la obra de “la
realidad concreta y objetiva y (metiéndola)
cada vez más en la etérea realidad subjetiva de la memoria o, acaso, de la pura fantasía o el sueño”.
Es así como se nos revela lo más grave.
Teníamos ya sabido que aquel puñetazo
no había sido tal, sino más bien una agresión con una pesa gimnástica. Ahora, en
la página 79 de 82, nos enteramos de que
esa agresión no fue solo lacerante: “No
querías matarme, Chispas, te lo concedo”,
dice Raquel. “Estoy segurísima de que
no. (…) Pero da igual, ¿no? Porque bien
muerta que estoy”.
¿Qué cosa? ¿Cómo dijo? ¿Que siempre
ha estado muerta? ¿Es ella un fantasma,
entonces? ¿O acaso una alucinación o
fantasía de Chispas? Debe ser esto último
porque ¿cómo hace Raquel para hablar si
ella es el resultado de un cambio de sexo
que Pirulo muerto no podía hacerse?
Nuestra sorpresa es tremenda y con fuerte sabor a trampa, o a desengaño –acaso
a engaño– porque no tiene antecedentes,
no se inserta dentro de un proceso, no la
sustenta la lógica.
Chispas le contesta a Raquel muerta:
“Son treinta y cinco años, Raquel. ¿No es
bastante?”. A lo que su amiga muerta responde, muy animosa: “Claro que sí, Chispas, cambiemos de tema. No nos pongamos tristes ni trágicos. Busquemos algo
divertido de qué hablar”. Chispas se niega
a seguir conversando, bota a Raquel de su
suite y se pone a hablar solo. Lo interrumpe un urgente toque a la puerta. ¿Quién
es? ¡Es… Pirulo! Sí, amigos, es Pirulo
Saavedra vivito y coleando, sin cambio de
sexo, en terno de hombre, que está entrando a llevarse a Chispas a la reunión que
este abandonó para atender a Raquel. “Si
te digo qué (estaba haciendo aquí) te caerías de espaldas, Pirulo”, le dice Chispas
al salir. La pieza termina y nosotros nos
resignamos a aplaudir desconcertados. A
fuerza de cambios de nivel de realidad,
Vargas Llosa ha cancelado lo que venía
mostrando como cierto para acabar cancelando esto también.
Pero ¿no es acaso legítimo efectuar tales cambios de premisa o nivel? ¿Tales
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transformaciones no han funcionado
bien nunca? Como en el teatro que conozco no se han dado, recojo de la narrativa,
casi al azar, tres ejemplos clásicos de sorprendentes saltos en el nivel de realidad
establecido.
En An Occurrence at Owl Creek Bridge de
Ambrose Bierce a un ahorcado se le rompe
la soga. Él escapa, camina mucho y llega a
su casa. Justo en el momento en que está
abrazando a su esposa la soga termina de
ajustarse alrededor de su cuello: en medio
segundo ha alucinado toda su deseada
salvación. ¿Sorprendente? Por supuesto.
¿Tiene lógica? La tiene porque el cuento,
a partir de la (falsa) salvación, ha narrado
esa escapatoria usando elementos cada vez
más surrealistas, y acabamos apreciando el
salto de realidad como la culminación de
un cambio que ya se venía dando. En Las
ruinas circulares de Borges la idea de que
alguien pueda crear un hombre con solo
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soñarlo es de por sí surrealista, y el salto
de realidad final –es el soñador quien está
siendo soñado– solo viene a redondear el
clima onírico. En La noche boca arriba de
Cortázar hay dos realidades –la del hospital y la de la antigua guerra ritual– que
se van alternando con cada vez mayor
frecuencia hasta que una misma descripción sirve para ambas. Finalmente, que el
antiquísimo guerrero que está por ser sacrificado por los aztecas sea quien sueña
al moderno motociclista a punto de morir,
y no al revés como veníamos suponiendo,
es una revelación tan asombrosa como natural. El arte está en esta paradojal combinación.
Trasladando estas observaciones al escenario de Al pie del Támesis concluimos
que casi toda la pieza podría haber sido
escrita –también montada– con un marcado sesgo onírico que fuera anticipando
la revelación de que Raquel es una fanta-
sía. Y concluimos también que la obra se
pierde en teatralismos fáciles –la pareja
juega al matrimonio y a los amantes–
para contrarrestar los soporíficos efectos
de no haberle hecho a Raquel la crucial
pregunta: ¿A qué has venido, mujer? Hay,
entonces, dos obras por escribirse, ambas
escondidas en esta pieza y ambas mejores, creo yo: en una, toda la acción sucede
en la realidad concreta. El propósito de
Raquel está claro: rehacer con Chispas
su vida. Chispas tendría que reaccionar
ante la posibilidad de recibir ese beso
por parte de esta… pues persona querida o mujer bella que antes fue su amigo.
De esta dialéctica surgiría una fructífera
exploración de la sexualidad humana.
La otra obra posible adquiere un segundo acto –la obra original es breve. Aquí
Chispas le cuenta a Pirulo que ha estado
ensoñando su transformación de sexo
y también su muerte. Probablemente se
PRL
PRL 19
arme el gran lío esclarecedor. Ambas
exploraciones nos hubieran dado sendas
piezas más completas y reveladoras que
Al pie del Támesis. De más está decir que
las dos posibilidades me entusiasman en
la misma medida en que me defrauda la
obra actual.
He tenido siempre la convicción de que
Vargas Llosa llegará a escribir una obra
maestra teatral que ha de equipararse en
calidad y difusión a la mejor de sus novelas. Bienvenido será entonces a un gremio
al que no pertenezco: el de los grandes
dramaturgos de habla hispana. Mientras
tanto, una relectura de la mejor teoría
dramática podría ser útil para que nuestro primer novelista se convenciera internamente de que siguen siendo válidas dos
muy antiguas verdades: que la pregunta
fundamental del drama es “para qué”, y
que toda sorpresa debe ser tan sorprendente como lógica.
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20 PRL
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Nueva narrativa de la
identidad americana
Claudio Iván Remeseira
El esposo divino
de Francisco Goldman. Traducción de
Laura Emilia Pacheco
Madrid, Anagrama, 2008, 702 pp.,
US$35.64
¿
Qué pasaría si leyéramos la historia como leemos un poema de
amor, si el amor fuera la clave
para desentrañar el sentido de los
hechos históricos? La respuesta a este interrogante, planteado en la primera página
de El esposo divino, son las 700 páginas restantes de la novela, un prodigio de notable prosa y barroca arquitectura. La obra,
publicada originalmente por Atlantic
Monthly Press en 2004, acaba de aparecer
en España con el sello editorial de Anagrama y en la impecable traducción de Laura
Emilia Pacheco.
La engañosa cursilería de dicha pregunta desaparece cuando consideramos que
aun el más romanticón de los folletines –y
esta novela no lo es– es el camuflaje verbal
de una pasión más básica, la atracción entre los sexos, fuerza generadora que en su
ciego autocumplimiento arrasa barreras
de clase, color de piel, origen étnico, nacionalidad e idioma.
La premisa implícita de El esposo divino
es que somos primariamente producto del
encuentro carnal entre un hombre y una
mujer, y que esta afirmación de la fisiología del erotismo tiene consecuencias sociales y políticas que definen al individuo
y a la sociedad en la que vive. Al desarrollar esa premisa, el autor (este es quizás su
mérito más notable) construye una nueva narrativa de la identidad americana,
una identidad continental que asume de
una vez por todas las íntimas, múltiples
y conflictivas interconexiones del mundo
anglosajón, hispano e indígena de este hemisferio, la inevitable pluralidad de América: las Américas.
Francisco Goldman está inmejorablemente situado para ejecutar esta tarea.
Hijo de madre guatemalteca y padre norteamericano de origen judío, y nacido en
Boston, Massachussets, el estado yanqui
por antonomasia, Goldman encarna esa
nueva identidad estadounidense, resultado del cruce de varios mundos, que la
irrupción de Barack Obama ha puesto de
manifiesto en la escena política nacional.
Periodista de investigación y colaborador
de Esquire, Harper’s Magazine, The New
Yorker, The New York Times Magazine y The
New York Review of Books, Goldman alcan-
zó temprano reconocimiento profesional
por su cobertura de los conflictos de América Central de los años ochenta. Sus primeras novelas, La larga noche de los pollos
blancos y The Ordinary Seaman, retornan a
esa región. Su libro más reciente, The Art of
Political Murder: Who Killed the Bishop, un
importante expose sobre el asesinato del
obispo y defensor de los derechos humanos Juan Gerardi, generó un enorme debate público en Guatemala.
Las vertiginosas circunstancias de esa
nación en el último tercio del siglo XIX,
cuando el café y los proyectos de construcción de un canal interoceánico colocaron a Centroamérica en el foco de las
intrigas políticas y económicas internacionales, son el trasfondo histórico de
El esposo divino. Su narrador, alter ego de
Goldman, es un historiador local de Wagnum, Massachusetts, que acicateado por
las confidencias de la anciana heredera de
una fábrica de globos de caucho, decide
reconstruir la existencia de sus padres: la
bella María de las Nieves Morán, hija de
padre neoyorquino y madre maya, a quien
las convulsiones políticas de su país obligaron a emigrar a los Estados Unidos, y el
también mestizo, pero oriundo de Nueva
York, Mack Chinchilla, fundador de la fábrica. El tercer protagonista central es José
Martí (1854-1895), cuyo poema La niña de
Guatemala (el poema de amor al que alude
la primera pregunta) proveyó a Goldman
la inspiración inicial. Sin ser una novela
sobre Martí, El esposo divino está construida alrededor de datos cruciales de su vida
y su obra, en especial Escenas norteamericanas, la serie de crónicas que escribió durante sus 15 años de exilio en Nueva York
como corresponsal para varios periódicos
latinoamericanos, y ensayos como Nuestra
América.
El esposo divino es una novela basada en
la historia, pero no es una novela histórica. Es más una recreación de los hechos a
la manera de las óperas del período, que
acomodaban la verdad fáctica a las exigencias dramáticas del argumento. Goldman,
que tardó siete años en escribirla, realizó
una exhaustiva investigación documental, incluyendo la paciente consulta de
periódicos de la época en el añoso archivo nacional de Guatemala (el polvo del
ambiente le produjo una severa infección
pulmonar). El detallismo enciclopédico
con que describe la vida cotidiana en la
Pequeña París centroamericana, como se
conocía entonces a la capital del país, los
viajes en barco o los espacios públicos de
Manhattan, convierten al libro en una
Francisco Goldman. Foto: Jerry Bauer.
crónica del nacimiento de la modernidad,
incluyendo uno de sus aspectos cruciales,
la emancipación de la mujer.
L
a narración comienza durante
los agitados días de la Revolución
Liberal encabezada por Justo Rufino Barrios, El Anticristo, que
como parte de su programa de modernización forzosa ordenó el cierre de los conventos; los acontecimientos desencadenados por esta medida constituyen el motor
de la trama, que a partir de ese momento
se irá ramificando en una selva fractal
de argumentos y temas subsidiarios. Saltos de tiempo y espacio marcan el relato,
obligando al lector a una concentración
inusual para no perder de vista su hilo
conductor: la peripecia de los tres protagonistas principales, y el encuentro final
de los amantes. Comparado con María
de las Nieves y Mack, el personaje de José
Martí es el que menos evoluciona, pero su
verdadera función en la arquitectura de la
novela, como ya mencionamos, es otra.
La obra está poblada por multitud de caracteres secundarios, cada uno de los cuales introduce una nueva historia, extendida a menudo por varias páginas: Paquita
y María Chon, la amiga-competidora y la
sirvienta india, respectivamente, de María
de las Nieves, polos opuestos de la escala
social; el paragüero José Pryzpyz y los hermanos Nahón, judíos emprendedores en
un mundo trágico; El Muchacho Misterioso, posible padre de la hija de la heroína; o
César Romero, latin lover de la época dora-
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da de Hollywood que al final de su carrera alcanzó fama más perdurable como El
Guasón de Batman, y nieto, nada menos,
de Martí, son una breve muestra.
Varios críticos lo comparan con García
Márquez, pero en Goldman no hay realismo mágico. Su única alusión fantástica,
a Sor María de Ágreda, la monja que supuestamente poseía el don de la bilocación
(estar en dos lugares al mismo tiempo), es
un recuento casi periodístico de fuentes
españolas del siglo XVII. Cuando el tema
reaparece en la novela, es más bien como
un relato de fantasmas à la Henry James,
el dibujo ambiguo entre la realidad y la
alucinación de los personajes.
También se ha comparado al autor con
Flaubert, y de los contemporáneos, DeLillo. Una influencia notoria, aunque no
aparente, es Borges: a pesar de su extensión, la novela tiene una estructura de hierro: cada episodio, cada personaje, se replican simétricamente en otros, y la misse
en abŷme de los relatos encastrados finalmente se engloba (la palabra no es fortuita) en un gran círculo narrativo. (Borges
nunca escribió novelas, pero Goldman comenzó su carrera como cuentista.)
Tan importante como su esmero constructivo es su particular uso del idioma.
Como ya es norma entre los escritores latinos de los Estados Unidos, el narrador
de El esposo divino habla como hablan los
hispanos bilingües de este país, incorporando palabras y frases en español al inglés dominante. Este “cambio de códigos”
o code-switching, imposible de reproducir
en la traducción, es el núcleo de lo que los
lingüistas denominan Spanglish, el vernacular de los barrios norteamericanos, que
Goldman eleva al nivel de gran literatura.
Más difícil es determinar si lo que hace
Goldman es literatura latina. ¿Existe una
definición que vaya más allá del origen
étnico de los escritores o de los temas que
tratan? Me inclino a pensar que la urgencia
de una respuesta obedece más a una necesidad política o de marketing que a una exigencia artística. Las diferencias entre autores como Esmeralda Santiago, Piri Thomas
o Miguel Piñero, por ejemplo, y otros como
Oscar Hijuelos, Daniel Alarcón o Junot
Díaz, son tan grandes que desafían la pertinencia de un rótulo común. El esposo divino
es una novela norteamericana, no más latina de lo que las novelas de Philip Roth son
judías o las de Toni Morrison negras.
Goldman ha logrado articular lo que
muchos sospechan, pero pocos han podido decir tan claramente: el hombre nuevo
americano, el verdadero criollo cósmico,
camina por las calles de Nueva York, de
Houston, de Los Ángeles. Fruto del mestizaje acelerado por las migraciones, su
presencia está cambiando el rostro de los
Estados Unidos, obligándolo a reconocer
lo que a causa de la ignorancia y los prejuicios ha permanecido invisible por demasiado tiempo; el efecto de este cambio
para América Latina no tardará en verse.
Se trata de lo que Walt Whitman, un siglo
atrás, llamó el elemento hispano de la nacionalidad norteamericana, que también
tiene su correspondencia en español. Pero
esa es otra novela.
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PRL 21
Escritoras: visibilidad
es el problema
Lina Meruane
E
scribir sobre la presencia de escritoras contemporáneas en la
escena literaria latinoamericana
es un ejercicio incómodo, para el
que siempre parece necesario aportar explicaciones. En el prólogo a Usted está aquí, una
sucinta colección de relatos de cinco mujeres (entre las que me encuentro), el crítico
peruano Julio Ortega preguntaba: “¿Por qué
escritoras?”. Como si dudara de su propio
emprendimiento editorial o tuviera que justificarse ante la sospecha de estar auspiciando un nocivo gueto, Ortega se debatía. Hasta presentaba un argumento en su contra:
“Hemos ya trascendido el feminismo clásico,
reivindicacionista, cuya retórica igualitaria
se volvió impositiva y al final subsidiaria del
sistema que buscaba contestar”.
A continuación el editor legitimaba su
opción en la creciente (o acaso cada vez más
visible) violencia contra las mujeres. Una
violencia que cada día estrella las portadas
de los diarios. Una serie de agresiones asentadas en otra violencia cotidiana, la discursiva. Una situación que, en la visión de Ortega, confirma que el género sigue siendo
un tema álgido en estos tiempos: política,
social y, también, literariamente.
Ortega no está solo cuando diagnostica
la violencia como un síntoma temático
de la escritura actual: coincide con esta
apreciación Guido Tamayo, el editor de
Bogotá 39, quizá la antología más controvertida de los tiempos recientes. Pese a su
reivindicación de la supuesta “diversidad”
estilística y temática de esa antología mixta, el editor colombiano notaba la prevalencia de la agresión privada (no ya la
política) en el conjunto de 39 relatos. “Las
distintas violencias, ahora más sutiles que
ruidosas, siguen clavándose en la piel de
América Latina. No en sus venas abiertas
sino en una circulación cerrada, más soterrada e hipócrita, desastrosamente común
y oficialmente desestimada como lo es la
violencia intrafamiliar”.
A diferencia de Ortega, sin embargo,
Tamayo no se detiene en la presencia femenina al referirse a la violencia que relatan esos cuentos. Elude de tal modo la
cuestión del género que ni siquiera hace
distinciones en el de los autores: habla de
escritores, de narradores, de personajes,
exclusivamente en términos masculinos.
(Nótese el artículo que domina su sinopsis del libro: “Desde la mirada del niño o
el adolescente, el adulto o el anciano, el
homosexual y el moribundo, el viajero y el
oficinista, todos descentrados, discrepantes de los asuntos del mundo…”).
Post-feministas.
Resulta sorprendente que habiendo
autoras en ese libro (10 de los 39) y existiendo muchos relatos narrados por personajes femeninos, todas esas escritoras,
narradoras y protagonistas femeninas
hayan sido discursivamente borradas del
prólogo. Acaso sin proponérselo, Tamayo
ha efectuado con la palabra su propia violencia de género.
Revisemos un momento la ausencia de
escritoras en la escena literaria latinoamericana. Retrocedamos poco más de una
década, a los tiempos en que la escritora
dejaba de ser una figura única o atípica
en cada país y empezaba a multiplicarse
en todo el continente. Veamos: es 1996 y
acaba de aparecer la antología McOndo
con un prólogo incendiario contra esa literatura tropicalista que ya no representaba a los entonces nuevos narradores. La
antología acometía contra el estereotipo
dominante del realismo-mágico con otro
paradigma igualmente estereotipante: el
de un continente de narrativas urbanas,
cosmopolitas, apolíticas y, sobre todo,
post-todo: post-modernas, post-yuppies,
post-comunistas.
Y también, a juzgar por sus argumentos,
post-feministas.
En ese conjunto que se proponía dar
cuenta de una tendencia no existían las
narradoras. No parecía haber ninguna latinoamericana o española que escribiera
cuentos urbanos (post-macondianos) dignos de sumarse a las páginas de la antología. O, por lo menos, sus editores, los escritores chilenos Alberto Fuguet y Sergio
Gómez, nunca las encontraron. “Estamos
conscientes de la ausencia femenina en
el libro. ¿Por qué?”, se preguntó la dupla.
“Quizá esto se deba al desconocimiento de
los editores (¿se referían a ellos mismos?)
y a los pocos libros de narradoras hispanoamericanas que recibimos”.
Como si en los tiempos pre-google las
autoras estuvieran condenadas a no ser
detectadas ni conocidas ni leídas ni recomendadas.
De hecho, esta fue la misma dificultad
que encontraron, el mismo año de la bullada McOndo, los editores colombianos
del volumen de relatos 17 narradoras latinoamericanas. Al apartarse del círculo de
autoras consagradas en los años ochenta
(Lispector, Poniatowska, Peri Rossi, Allende, Ferré, Alegría) los editores verificaron
la enorme dificultad para dar con autoras
noveles: “Nuestra búsqueda demostró que
aunque existen muchas narradoras jóvenes que vienen produciendo una literatura de gran calidad, son poco conocidas por
no haber tenido acceso a los medios de publicación fuera de sus países”. En la antología no había novatas, salvo por la notable
narradora chilena Andrea Maturana, una
escritora de 27 años que había debutado
precozmente con relatos contemporáneos,
urbanos, de mínimos pero poderosos dramas íntimos, en la línea de algunos de los
textos reunidos en McOndo.
Y quizá porque sí había narradoras a la
mano, quizá porque ya en los noventa la
escena literaria comenzaba a estar más
que poblada de autoras que reunían los
requisitos de edad, calidad, temática de
tendencia mcOndiana, sea que Fuguet y
Gómez necesitaron justificar su ejercicio
de abstención. Pero que nadie se equivoque: la aclaración, lejos de ser un mea
culpa, acababa con una afirmación contundente: “Dejamos constancia de que en
ningún momento pensamos en la ley de
las compensaciones solo para no quedar
mal con nadie”.
Muchos coincidirán con esta afirmación.
En literatura no vale la noción abstracta,
exacta, discutiblemente democrática, del
cuoteo. No valen las exigencias editoriales
de incorporar a escritoras (al margen de
la calidad de sus textos) solo para llenar
el cupo de mujeres y “no quedar mal” con
las lectoras. No vale tampoco la corrección
política ni el criterio de diversidad. Vale la
calidad literaria, punto final.
A
sí sentencia el sentido común.
Y es verdaderamente difícil no
encontrarle razón al argumento ideal (pero por lo mismo,
ilusorio) que insiste en la pureza del gusto
literario. Pero la literatura no existe en el
vacío y el criterio del gusto o del valor nunca es neutro ni imparcial.
El “valor literario” que nos parece de
sentido común contiene altas dosis de
capricho y está intervenido por otros intereses. El gusto como valor dentro del
campo literario es, a menudo, mucho
menos gusto personal de el o los editores
que producto de una serie de convenciones, negociaciones y operaciones editoriales que legitiman a las figuras que representan determinadas sensibilidades o
intereses, figuras y obras que legitiman
ciertas temáticas y resguardan ciertas estéticas.
Ya en 1999, el crítico español Eduardo
Becerra daba cuenta de las dificultades
para determinar un criterio que permitiera dar cuenta de la variada producción
literaria de “escritores y escritoras” en español. En el prólogo a Líneas aéreas, acaso la más ambiciosa antología del cuento
latinoamericano contemporáneo editada
a la fecha, Becerra señalaba dos principios
que debían ser usados complementariamente en toda selección. Puesto que el
“criterio de calidad” es “ambiguo, arbitrario y por ello discutible”, este requería ser
completado con el “criterio de representatividad” –una suerte de antídoto contra lo
subjetivo. Para el editor de esta “guía de
la narrativa para el siglo XXI”, la representatividad vendría a compensar con un
criterio objetivo lo puramente personal,
al elegir autores entre aquellos “nombres
(que) despuntan en el contexto narrativo
de sus respectivos países e incluso en el del
conjunto continental”.
El resultado: apenas 14 de los 70 relatos
reunidos en ese grueso volumen resultaron llevar la firma de alguna narradora.
¿Tan pocas podía encontrarse siguiendo
el criterio de la calidad? ¿O fue la falta de
representatividad el problema?
Creo que el problema residía y todavía
reside en este criterio cuantificable de la
representatividad. Representatividad significa visibilidad pública, y esta le ha sido
históricamente esquiva a las escritoras. Las
autoras pueden haberse multiplicado pero
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JUN/JUL2008
el espacio público todavía es un territorio
dominado por los escritores. Ese escaso
acceso a los medios les resta visibilidad y
limita su llegada a los lectores.
Esa falta de visibilidad pública tiende a
entorpecer la lectura no solo de sus obras
sino también de las obras que ellas leen
y podrían recomendar. Esa invisibilidad
tiende a obstaculizar la obtención de becas de creación, a dificultar las invitaciones a encuentros literarios o a ferias, a
diferir el contacto con otros autores y autoras que eventualmente las leerían y hablarían públicamente de sus obras, harían
que sus libros circularan, todo lo cual les
facilitaría la entrada a esas grandes editoriales españolas que siguen siendo casi en
exclusiva las empresas (¿culturales?) con
fuerza para llegar a las librerías de América Latina y por ende a una multitud de
lectores.
El perro que se muerde la cola tiene un
panorama menos arduo.
En la vía hacia renovadoras experiencias literarias siempre ha sido crucial
la figura de un editor que podría calificarse, a riesgo de anacronismos, revolucionario. Ese editor o editora que puede
jactarse de introducir en su catálogo o en
su antología un texto de sensibilidad diferente, un texto raro, un texto que relata
experiencias distintas. Esa editora o editor que tras dedicarse a la ardua tarea de
hurgar debajo de las piedras, y de leer exhaustivamente, aplicando un gusto educado en la verdadera diversidad, se atreve
a pensar en lo literario como emprendimiento cultural. No solo arriesgándose a
lanzar textos inéditos de factura reciente
sino también a rescatar a autores y autoras olvidados o ignoradas. Un editor que
realiza las necesarias “compensaciones”
que Fuguet y Gómez rechazaban en su
manifiesto.
Sin ese esfuerzo revolucionario por
romper la tan cómoda costumbre de incluir siempre lo probado y dejar fuera lo
menos conocido, sin correr esos riesgos
necesarios, la literatura en general y la
latinoamericana en particular no habría
dado pasos hacia ningún lugar, nunca.
Habría quedado atrapada en el hechizo
internacional del realismo mágico del
boom –otra convergencia exclusivamente
masculina.
Si es cierto que toda antología es el reto,
afortunado o infortunado, de visibilizar
escrituras, entonces es preciso anotar
que, aunque parece prematuro, se vienen verificando cambios y nuevas inclusiones: el surgimiento de antologadores
y antologadoras que están colgando en
pantalla, y así multiplicando, los textos
de nuevos y no tan nuevos escritores y escritoras. Sus antologías electrónicas acaso constituyan verdaderos proyectos de
avanzada: son los que están permitiendo
a los lectores iniciar una relación íntima
con voces anteriormente desconocidas.
Esas son las antologías que están llenando los vacíos, permitiendo también que
las obras de las escritoras, las recientes y
las consagradas, no sean simplemente un
reducto en los departamentos de estudios
de género.
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Greene desbanaliza
la experiencia
Pedro Ángel Palou
En tierra de nadie
de Graham Greene. Traducción de
Juan Bonilla.
Barcelona, Seix Barral, 2008,
128pp., US$22.44
E
n ocasiones la infinita necesidad de reciclar autores lleva al
mundo editorial a comportarse
como ave de carroña: desempolva y desentierra cadáveres literarios
que no agregan nada a la obra conocida
de los autores en un mero afán comercial.
El lector devoto se decepciona y quien no
ha fatigado las páginas del autor de marras de cualquier manera no lo lee (sería
interesante que alguna revista encuestara
sobre las grandes obras compradas y nunca leídas en las bibliotecas de las distintas
culturas de nuestra casi ágrafa postmodernidad). No es el caso de la que hoy nos
ocupa; esta hermosa edición de En tierra
de nadie pone en manos del curioso lector
un texto impecable hasta hace poco inédito en inglés del célebre autor británico de
El factor humano.
¿Por qué leer un relato escrito hace medio siglo de un escritor reciclado editorialmente? ¿Para qué sirve la literatura?,
me pregunto hoy con insistencia. Dice
Martin Amis –el novelista inglés autor de
Campos de Londres- en su reciente memoria, Experiencia, que antes cada hombre
llevaba una novela adentro –yo acotaría,
una saga siempre familiar– pero que hoy,
en este mundo locuaz, verborreico, mediático, todo hombre o mujer lleva dentro
una memoria, no una ficción. Esa memoria les parece a quienes se la cuenta –o a
sus posibles lectores– auténtica, ejemplar,
una verídica crisis del corazón. Nada, entonces, puede competir con la experiencia hoy en día, tan incuestionablemente
individual, democrática y liberal. La experiencia es lo único que compartimos en
igualdad, y todos tenemos una noción de
ello. Nos rodean, entonces, casos especiales, vidas contables en una atmósfera de
celebridad universal.
Sin embargo, no se trata ya de los quince
minutos de fama a los que todos tenemos
derecho en la vida, según Andy Warhol,
sino la fama completa de cada instante
de la vida, aunque dicha celebridad solo
exista en nuestras propias mentes. Es la
fama karaoke, la fama del talk show tan
de moda.
Como novelista me interesa particularmente la reflexión precedente. Muchas
veces me han preguntado si lo que he
escrito en un cuento o una novela me ha
ocurrido en verdad. Sin embargo, para
quienes utilizamos la experiencia –o las
inconscientes fusiones de las experiencias– para construir ficciones tal reclamo
de verdad o de realidad nos parece un tanto injusto. Pero hay sentido. El libro más
vendido del último tiempo, Las cenizas de
Ángela de Frank McCourt, hoy transformado en película, lo fue porque narraba
el testimonio no fictivo de un hombre
concreto. Justamente los lectores de hoy
buscan esas historias reales, aunque descubran que son fabricadas para dar la ilusión de realidad –como en los talk shows
a los que ya me referí o en los programas
sensacionalistas tipo Primer impacto o
como cuando productores antiéticos pagan dinero a rateros preordenados para
actuar un asalto callejero.
Los lectores actuales, tal parece, no nos
podemos identificar con un héroe novelístico porque no hay heroísmo ni épica
posibles en nuestros días. Así las cosas
nadie lee novelas con inocencia ni se cree
esa esencial trampa ficcional. Antes se
leía novelas porque nuestro mundo era
ancho y ajeno, insuficiente. Hoy se lee
memorias porque se considera que una
vida, toda vida, es autosuficiente. ¿No
estaremos glorificando la banalidad? La
crudeza ha sustituido a las verdades sutiles, incontrovertibles, y la experiencia
siempre individual, siempre egoísta con
verdad o tintes de verdad –como en Boys
Don’t Cry o Amores perros– ha sustituido
para siempre a la experiencia colectiva,
social. Aquí y así nos tocó vivir.
En ese contexto, sin embargo, es que
una edición como esta tiene sentido. Nos
devuelve la esperanza en esa patria perdida que es la literatura, nos recuerda el
poder de la ficción. En tierra de nadie nos
lleva como solo puede hacerlo un verdadero maestro del revés de la trama –Greene– a un territorio donde nadie le rivaliza: el de la palabra. Poco importa que el
relato se haya escrito como tratamiento
para una película que además nunca se
filmó. Lo único que vale aquí es que estamos ante un gran narrador, uno de los
últimos. Decía Robert Louis Stevenson
que para poder atrapar al lector el escritor debía tenerle una confianza ciega a su
propio narrador. Es el viejo Dichter de la
tradición oral: el que habla por el pueblo.
Eso lo sabe Greene, quien nos toma del
pescuezo en la primera línea y nos lleva,
sin aliento, casi sin respirar, hasta el punto final.
El prólogo –también tomado de la edición inglesa– de David Lodge nos sirve
para situar el manuscrito y la labor de
Greene en el cine, a la que pertenece el relato. ¿Pero qué es lo que tenemos entre las
manos? Fríamente: un tratamiento cinematográfico, esto es un índice detallado
de lo que la película y el guión posterior
pretenden mostrar. ¿Se puede filmar lo
que Greene escribió? Probablemente no,
porque un maestro de la narrativa siempre sobrepasa los límites de lo pretendido: el relato es más sabio que su autor,
porque viene de más lejos (pienso en otro
ejemplo célebre e igualmente poco conocido, el tratamiento de John Steinbeck
para Elia Kazan de Zapata). Y, entonces,
¿cómo leemos En tierra de nadie? Me apresuro: como literatura, simple y llanamente; como un excepcional y sutil relato de
espionaje (el único texto de ficción, por
cierto, escrito por Greene entre El tercer
hombre y El fin de la aventura).
En 1950 Greene visitó la montañas Hatz,
donde estaría ambientada la película y
escribió a su agente, listo para empezar el
relato. Allí aparentemente todos los primeros de mayo se aparecía un espectro.
Greene al principio coqueteó con la idea
de que se apareciese Teresa Neumann, la
mística alemana estigmatizada, motivo
de las peregrinaciones al lugar. Luego,
en su lugar, dejó a la Virgen María, quien
también se aparece a dos niñas en medio
de la ocupación rusa.
¿Por qué escoge Greene este lugar en
particular? El ambiente es perfecto para
una película de espionaje, es obvio. Pero
no vamos por allí. Desde el Fausto de
Goethe el lugar ha quedado asociado con
lo misterioso y lo sobrenatural, el lugar
ideal para que ocurra esa revelación que
para un católico es el amor. Estamos leyendo a un novelista inglés y también,
por qué no, a san Pablo.
A
llí están todos los elementos:
espionaje, tensión británicorusa, catolicismo. Lo único que
faltaba era la historia de amor.
El novelista estaba esos días corroído
por los celos, ya que sospechaba que su
amante Catherine Walston se veía con
un oficial del ejército norteamericano.
La mujer del relato que ama al protago-
nista Richard Brown a primera vista, está
inspirada en su propia amante. Redburn
–un oficial británico– es quien cuenta la
historia y un oficial ruso, Starhov, es el
antagonista de Brown.
Como en todos los triángulos amorosos
de Greene –piénsese en El tercer hombre–,
aquí el protagonista y su propio oponente
ruso cada uno en distintos momentos salvan a la mujer. Este carácter mesiánico del
amor es, sin embargo, lo que le da a la historia su sabor. Y aquí llego al punto que
deseaba comentar, el valor de este texto
rescatado entre los papeles del novelista
inglés, su pertinencia. Me atrevo a decir
que radica en el manejo singular de la
atmósfera. Dice René Girard que el deseo
es mimético por excelencia, esto es que
siempre se desea lo que es deseado por un
tercero. Aquí esta intuición del antropólogo francés es llevada a su paroxismo. Me
atrevería a decir que la filiación mayor de
la historia no es el thriller sino el relato de
amor. ¿A cuál de sus salvadores preferirá
la mujer? Al primero, que para salvarla la
ha capturado, o al segundo, quien probablemente la lleve a la muerte.
Toda la literatura de Greene es de una
penetración psicológica excepcional.
Aquí, en En tierra de nadie, vemos la agudeza de las descripciones, la profundidad de la mirada. Si la película no llegó
a filmarse tenemos estas páginas luminosas sobre el corazón humano que me
recuerdan ese momento de la Justine de
Durrell en donde la protagonista dice:
“Dime quién inventó el corazón humano
y muéstrame dónde lo ahorcaron”.
La protagonista femenina del relato le
contesta a Brown, a la pregunta expresa
sobre qué está pensando: “Me preguntaba si terminaremos donde comenzamos”.
Toda la fuerza del relato está condensada
en esa frase que el lector, cuando lea este
libro, recibirá como una puñalada. Toda la
tensión narrativa, además, en esa escena.
La literatura, por otro lado, está también presente en cada fragmento del relato gracias a Turgéniev a quien Starhov
adora. Graham Greene acostumbraba
leer mientras viajaba. A las montañas
hertz se llevó El Rey Lear de las estepas y
En las vísperas, las dos obras de Turgéniev
que aparecen por todo En tierra de nadie
(incluso el nombre del protagonista ruso
es compartido). Y de allí que el tema principal de la historia sea la confianza (y la
traición a la confianza, por supuesto). En
el inicio de la Guerra Fría hay esta segun-
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24 PRL
da historia política que subyace a todo
el texto amoroso. Tiene razón Ricardo
Piglia cuando afirma que en todo gran
relato hay dos historias: la que se cuenta y
la silenciosa. En Kafka, la que se cuenta es
terrible, la que se calla es banal, como en
La metamorfosis; en Hemingway, la que se
cuenta es banal, la que se calla atroz. ¿En
Greene, un maestro indiscutible? Las dos
historias, finalmente, coinciden: en su
literatura siempre estalla una bomba en
manos del lector. La que se cuenta es cruel
y dura. Un relato de espionaje ambientado en territorio ocupado por los rusos. El
protagonista ha ido allí para recuperar
información privilegiada que su propio
hermano –un espía acribillado– ha dejado encriptada. La otra historia, la que nos
sobrecoge, es un relato sobre la fuerza
destructiva del amor, otra guerra.
Greene nos deja una pregunta central,
¿será posible, habrá alguna manera, la
que sea –filosóficamente, poéticamente,
psicológicamente– de resolver los conflictos éticos, las sensibilidades que luchan
detrás de ellos? Quizá solo nos deje, también, la sensación de un irreconciliable
–pero irrenunciable– sentido de conflicto
entre aquellas personas que se creen moralmente serias y su papel social. Como
J.M. Coetzee –con quien Greene guarda
muchas similitudes– apunta en su ensayo
Emergiendo de la censura: el escritor ocupa
una posición que simultáneamente se encuentra fuera de la política, rivaliza con la
política y domina la política, lo que le hace
correr un riesgo desmedido, producto de
ese orgullo: el riesgo que corre el escritor
como héroe es el de la megalomanía. Es el
terrible invento de Carlyle, creer que el escritor ante su mesa de trabajo es un héroe
(aunque sea solo un héroe que resiste) y en
el caso de un contador de historias no solo
eso, alguien que narra. Y Greene lo hace a
sangre fría, por eso nos hechiza.
La literatura está siempre relacionada
con el territorio de la felicidad, que es la
infancia, dice Greene en su hermosísimo
ensayo La infancia perdida. Pero la tragedia es que ese territorio se nos ha escapado para siempre, solo podemos volver a
él vicariamente. La novela, el cuento, son
vehículos privilegiados para llegar a ese
conocimiento profundo de un territorio
del que nunca quisimos salir.
Dickens decía que Caperucita Roja había sido su primer amor, cuando las experiencias literarias eran experiencias colectivas, sociales, compartidas. Hoy nadie
ama a un personaje de cuento: carece de
la carne de la realidad, de la blanda consistencia de la nada de la que todos estamos hechos según se empeña en hacernos
creer la postmodernidad. Hegel decía que
la oración del hombre moderno era la lectura del periódico por las mañanas. Hoy
el hombre postmoderno reza chateando.
En medio de ese territorio devastado que
es la experiencia la literatura tiene un valor supremo: le otorga densidad, la desbanaliza, la universaliza.
Greene lo sabe y por eso nos atrapa,
para hacernos vivir.
¿Estás dispuesto a correr el riesgo? Sumérgete en sus páginas.
JUN/JUL2008
Cataratas de papel
Manuel Lucena Giraldo
E
l verano de 2006 no fue tan tórrido
como el de 2003, que inauguró en
el imaginario de los europeos lo
que suponía en sus vidas el calentamiento global y exterminó a decenas de miles de jubilados, cuya penosa existencia había
sido olvidada por las instituciones públicas,
obligadas entonces a hacer un recuento de los
vivos a fin de conocer la identidad de los muertos. Sin embargo, para el renombrado crítico
cultural español Manuel Rodríguez Rivero
la canícula de 2006 resultó no menos inolvidable, pues en la madrugada de un día cualquiera de agosto sufrió un terrible accidente
doméstico. Una estantería de su casa madrileña, quizás sobrecargada por el esfuerzo de
soportar varios cientos de volúmenes colocados por su dueño en ángulos improbables e
inverosímiles durante muchos años, colapsó
de madrugada, en riguroso cumplimiento
de la ley de Murphy, en el peor sitio posible,
sobre el computador, produciendo tal trauma
en el mencionado crítico que por primera vez
en cinco años faltó a la cita semanal con sus
lectores del suplemento cultural del periódico Abc. La fantasía agónica de un crítico, la de
fallecer sepultado por los libros pendientes
de lectura, fue cumplida también –esta vez
en forma de simple aviso–, pero los aspectos
crudamente materiales del dramático episodio no resultan desdeñables, si consideramos
la avalancha de libros publicados mes tras
mes y año tras año a la que deben hacer frente, nunca mejor dicho, tan esforzados agentes
culturales (o escritores frustrados, como dijo
un famoso novelista, cuyo nombre he olvidado). Al hilo de esta reflexión tumultuosa,
se ha hecho pública con el retraso de todos
los años la información sobre la producción
editorial española de 2007, elaborada por el
Instituto Nacional de Estadística (INE). El
año pasado (de crisis en el sector, como todos los que se recuerdan) hubo 72,914 títulos
publicados (de ellos 63,397 fueron libros y el
resto folletos, de cinco a 48 páginas), un 10%
más que en 2006 y casi veinte mil más que en
1998, cuando se editaron 55,800 títulos. Fueron primeras ediciones 68,439 y reediciones
4,475 títulos. La tirada media continuó una
tendencia descendente y bajó un preocupante
19.4%: se situó en 3,111 ejemplares. Por eso, la
cifra total de ejemplares editados descendió
un 11.3% y se quedó en “solo” 226.9 millones.
Aunque como señaló John Kenneth Galbraith existen dos tipos de mentiras, las que
lo son por sí mismas y las estadísticas, las
referencias temáticas y cualitativas también
son interesantes, a pesar de que expresadas
“en bruto” (nunca mejor dicho) resulten indiscutibles.
Así, continúa el informe, la literatura ocupó 19,371 títulos, seguida de 14,940 de ciencias sociales, 9,461 de ciencias aplicadas y
8,081 títulos “del ámbito de las artes”. Según
el INE, la edición de libros de texto subió un
7%, mientras que la de libros para niños (no
dedicados a la enseñanza, con un 62% de títulos en formato de folleto) descendió un 2.6%.
En cuanto al número de páginas, el tamaño
más habitual se situó entre las 101 y las 200;
tres de cada 10 títulos en 2007 tuvieron esa
longitud, aunque en las categorías relacionadas con derecho, historia y biografía se situaron entre 301 y 500 páginas. De todo ello se
deduce que literatura, historia y crítica literaria dominaron el panorama editorial, pues
supusieron el 43% del total de ejemplares editados. Las mayores tiradas medias correspondieron a literatura (5,040 ejemplares por título) y filología e idiomas (4,861). Les siguieron
a mucha distancia derecho, administración
pública, previsión y asistencia social, seguros (7.0%), historia y biografía “puras” (5.8%),
artes plásticas y gráficas, fotografía (5.7% ) y
ciencias médicas y sanidad (5.6%).
Los datos editoriales reproducen la vieja
contienda Madrid-Barcelona, polarizada alrededor de los dos grandes grupos editoriales
y mediáticos españoles, Prisa y Planeta, cuyas
cabeceras se radican en ambas ciudades. En
Madrid se produjeron 25,521 títulos (96.7 millones de ejemplares) y en Barcelona 18,570
(81 millones); les siguen Andalucía con 7,000
y Valencia con 3,734. El dato da idea de la
localización regional de la industria, pues
acumulan el 78% del total pese a la existencia
de distintas lenguas oficiales además del español o castellano en su vertiente peninsular,
con el que compiten en algunos casos gracias
a políticas educativas excluyentes, fuertes
subvenciones públicas a las tiradas o la presencia exclusiva en eventos internacionales. El
último de estos episodios fue el de la reciente
Feria del Libro de La Habana, donde el gobierno gallego –representado por una consejera
nacionalista radical– solo invitó escritores en
esa lengua y políticamente afines, ignorando, según lo que es casi una costumbre, a los
autores de esa procedencia que publican en
español. Lo cierto es que el 78.6% de los títulos (82.9% de los ejemplares) se editó en esta
lengua, mientras que en catalán, valenciano y
balear (el ISBN prescinde de discusiones dialectales) se publicó el 10.4%, en gallego el 2.0%
y en euskera un 1.5% del total.
En cuanto a las lenguas extranjeras, el inglés representó el 48.3% de los títulos editados en idioma extranjero (59.6% de las
traducciones), con un incremento del 12.7%
respecto a 2006, y el portugués se situó por
detrás, con el 16.4%.
Semejante avalancha de papel es el producto de unas 1,400 empresas editoriales según
datos del ISBN, que se agrupan en un número
más pequeño y fiable en la Federación de Gremios de Editores, con 776 asociados. Según
sus propios datos, el nivel de concentración es
brutal. Solo treinta empresas, que venden más
de 18 millones de euros anuales, acumulan
el 63% de la facturación del sector. El resto lo
comparten las restantes 746 empresas, de las
cuales 449 facturan menos de 600,000 euros.
Pero este es un negocio peculiar. Pese a las enfermedades que aquejan al ecosistema-libro,
con la existencia de grupos muy poderosos
que conocen y ocupan los mercados, los cos-
tos disuasorios de la producción, los márgenes abusivos de la distribución, la decadencia
o desaparición de las librerías de barrio “de
toda la vida” y la dificultad de la innovación,
el número de las pequeñas editoriales sigue
creciendo. Es más, en su seno se diseñan colecciones y líneas de negocio que acaban por
copiar los grandes grupos cuando se enteran
de que existen lectores dispuestos a arriesgar
y optan por propuestas diferentes. Uno de los
casos más notables es El acantilado, dirigida
por Jaume Vallcorba y premio a la labor editorial en 2002, que ha sacado a la luz autores
“de riesgo” y desconocidos como el húngaro
Imre Hertész, a quien confirieron el premio
Nobel con posterioridad, además de reeditar
clásicos descatalogados como el inigualable
Stefan Zweig –la literatura centroeuropea es
una de sus especialidades– y de promover traducciones rigurosas y actualizadas de títulos
clásicos faltos de revisión. Este fue el caso de la
espléndida Vida de Samuel Johnson, Doctor en
leyes de James Boswell en traducción aparecida el año pasado de Miguel Martínez-Lage.
No hay duda de que se trata de 1,992 páginas
y 53 euros muy justificados, como señaló el
infalible Lytton Strachey: “Sería difícil encontrar una refutación más contundente de las
lecciones de moralidad barata que la biografía de Boswell. Uno de los éxitos más notables
de la historia de la civilización lo logró un
individuo que era un vago, un libidinoso, un
borracho y un esnob. Y tampoco fue uno de
esos éxitos explosivos y repentinos que suelen
ser frecuentes entre los genios jóvenes, como
el florecer de un Rimbaud o un Swinburne.
Fue más bien fruto de largos años de acumulación de energía, fue la expresión suprema
de toda una vida. Boswell triunfó mediante el
esfuerzo de abandonarse a su instinto durante cincuenta años”. A ver quién lo mejora.
Mientras tanto, el presente 2008 envía mensajes contradictorios, en especial por venir
asociado a una crisis económica que ha tomado carta de naturaleza. Según afirman los
expertos, esta puede afectar al mercado del libro de dos maneras: en negativo, al reforzar la
tendencia a que se venda un número de ejemplares limitado y de los mismos títulos, pero
también en positivo, pues un libro sale por
lo general más barato que una colonia o una
corbata y como regalo queda igual de bien (o
mejor). Por otra parte, las inercias del mercado
editorial han hecho coincidir esta primavera
española tres libros de tiradas literalmente
millonarias. Se trata de Un mundo sin fin, del
británico y antiguo reportero de sucesos Ken
Follett (Random House, 30 euros, 1,136 páginas., 1.650 kilos de peso), Harry Potter y las
reliquias de la muerte, el séptimo de la saga de
J. K. Rowling (Salamandra, 22 euros, 42,000
ejemplares vendidos al día en su etapa inicial)
y El juego del ángel, el esperado libro de Carlos
Ruiz Zafón (Planeta, 25 euros, 600 páginas).
Más de una treintena de títulos han alcanzado en los últimos seis meses ventas superiores
a los 50,000 ejemplares. Así que crisis hay para
todos… excepto para algunos.
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20/5/08
07:02
Página 1
JUN/JUL2008
www. revistaprl.com
PRL 25
Iberoamericana Editorial Vervuert
2008
Jáuregui, Carlos A.
CANIBALIA
Canibalismo, calibanismo, antropofagia cultural
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Pr emio
C asa de las
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2005
* Canibalia traza la genealogía múltiple del caníbal y sus permutaciones, que incluyen al caribe, a la mujer caníbal, al Calibán de
Shakespeare, de Fernández Retamar, de Césaire y de Lamming, y
al antropófago de Oswald de Andrade, para marcar el lugar del
otro en el imaginario del colonizador. El estudio expone de qué
modo el caníbal es reapropiado por diversos proyectos indigenistas, vanguardistas, revolucionarios o americanistas como una seña
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nuevo milenio. 280 p. (Estudios latinoamericanos, 49 [Erlanger Lateinamerika-Studien])
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América Latina. 164 p. (Nexos y diferencias.
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la historia. 372 p. (Nexos y diferencias.
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26 PRL
JUN/JUL2008
La retórica del conquistador
Roberto González Echevarría
Rhetorical Conquests.
Cortés, Gómara, and
Renaissance Imperialism
de Glen Carman.
Purdue University Press, 2006,
249pp., US$43.95
C
ortés es una de las personalidades más polémicas del período
colonial; en ciertos momentos
la leyenda negra gira casi enteramente alrededor de su persona. Sus
proyecciones en el pensamiento y la literatura posteriores son tan marcadas como
las de personajes literarios como Don Juan
o Don Quijote o Lazarillo de Tormes, porque Cortés tiene muchas afinidades con
esas figuras. Como hará Don Quijote, Cortés se organiza una campaña caballeresca;
como Don Juan, violenta, seduce y engaña
a quienes lo rodean; y como Lazarillo, escribe epístolas a autoridades superiores (la
más alta de todas en su caso) solicitando
legitimidad y absolución. De hidalgo se
eleva a Marqués del Valle y a héroe nacional –nada menos que la contrapartida de
Lutero. Cortés encarna la moderna voluntad de poder implícita en las transformaciones que experimentan esos personajes
literarios. Su técnica consiste en ejercer la
fuerza sobre otros, ya sean españoles o indios, sin respetar leyes ni costumbres. Por
eso es inevitable que la literatura absorba a
Cortés, ya que Cortés, desde fuera de ésta,
refleja algunas de sus más grandes creaciones. Es debido a todo lo anterior que Cortés
ha sido estudiado tantas veces por críticos
e investigadores literarios como Glen Carman, quien en su estudio, que abre con una
cita del Quijote, está muy consciente de la
dimensión literaria del conquistador.
Carman estudia contrastes retóricos
entre los escritos de Hernán Cortés y los
de su secretario y biógrafo, el humanista
Francisco López de Gómara, en un contexto histórico que abarca todo el proceso de la conquista de México e incluye no
pocos comentarios oportunos sobre otros
cronistas como Pedro Mártir de Anglería,
Gonzalo Fernández de Oviedo y Bernal
Díaz del Castillo. Aunque hay omisiones bibliográficas que citaré, se trata de
un libro concebido según las prácticas
de la crítica académica, atento a lo que
se ha escrito sobre el tema en cuestión, y
con argumentos concebidos en un contexto histórico suficiente. Aunque no es
su intención principal sino parte de su
montaje, Rhetorical Conquests ofrece una
buena síntesis y resumen de la conquista
de México y del desarrollo de la historiografía sobre ésta, desplegando una clara
sucesión de quién leyó a quién, cuándo y
cómo esas genealogías textuales inciden
en la visión de conjunto que tenemos del
acontecimiento. Carman también demuestra un conocimiento cabal para su
propósito de las doctrinas retóricas renacentistas y sus fuentes clásicas, y algo de la
retórica judicial, aunque éste es su punto
más flojo. La tesis principal gira en torno a la relación entre retórica y verdad, y
cómo la concurrencia de las dos se traduce
en poder, o por lo menos en justificación
de las acciones perpetradas por el poder.
En medio de estos razonamientos, y de los
debates suscitados por la conquista entre
Sepúlveda y Las Casas, se encuentra la controvertida figura de Cortés, el conquistador por antonomasia, y el monstruo de la
leyenda negra.
Tal vez por el prurito académico de demostrar que está al día, Carman malgasta
espacio situándose en relación a trabajos
recientes cuyos autores pretenden participar en polémicas políticas actuales librando batallas del siglo XVI, o alardean
de defender principios morales fustigando
a personalidades de la conquista por no
comportarse según normas éticas de hoy,
pero que haciendo un arqueo riguroso no
han producido ni un solo libro digno de
tomarse en serio. Más consecuente y sincero, Carman confiesa que “My own ‘locus
of enunciation,’ by contrast, resides squarely
within the modern/colonial world system” (4).
También tiene la mala costumbre Carman
de glosar los textos que cita, como si el
lector no fuese capaz de entenderlos, y, en
términos de su propia retórica, tiende a reiterar demasiadas veces las ideas principales
de su libro sin llegar a dar una síntesis clara
y convincente de la tesis global de éste. Las
glosas y repeticiones pueden ser deformaciones profesionales de profesor. Otra curiosa falla, menor es cierto, pero que debo
admitir me causó risa, es que Carman se
refiere a los taínos que Cortés llevó consigo
a México como “Cubans,” nacionalidad que
no existía todavía en el siglo XVI.
La tesis de Carman sobre Cortés no es
nueva, pero está expuesta de una forma
minuciosa como no lo había sido antes:
Cortés conquista militar y retóricamente
al ser protagonista y relator de sus acciones, y al concebir la conquista misma en
términos retóricos. Gómara, por su parte, según Carman, amplía este concepto
aduciendo que fue la idea de la conquista
traducida a términos retóricos más que la
convicción de que los españoles esgrimían
una verdad avalada por la religión lo que
triunfó sobre el imperio azteca. Ambos,
propone Carman, podían distanciarse de
su actuación retórica para darle forma a
sus discursos y aumentar su poder, sobre
todo Gómara, quien no sólo toma distan-
cia de su narrativa sino hasta de su héroe,
a quien no ceja en criticar. Gómara escribe como el humanista que fue, con un
concepto de la retórica en que persuasión
y belleza confluyen para fraguar la verdad;
el buen estilo refleja el buen gobierno y
viceversa, y la cabal representación de los
protagonistas, no sólo en sus actividades
bélicas sino sobre todo oratorias, revela su
condición de adalides del bien. Los análisis que avalan estas ideas son convincentes, aunque Carman no sabe establecer la
crucial diferencia entre retórica notarial
y la retórica de la historiografía renacentista, ni parece estar consciente de que los
discursos pronunciados por Cortés y Moctezuma revelan el carácter de éstos en acción, y que es éste el que contiene la verdad
sobre ellos; la retórica era también una
psicología. Aun así, su libro es una valiosa
contribución a los estudios coloniales.
Sorprende que Carman no tome en consideración el excelente libro de Don Paul
Abbott Rhetoric in the New World: Rhetorical Theory in Colonial Spanish America, de
1996. Esta obra, aunque se centra en la
retórica empleada con fines evangelizadores, da un buen panorama de la retórica
renacentista a partir de la publicación por
Poggio Bracciolini de la Institutio oratoria
de Quintiliano, en 1416, y su desarrollo
en España y el Nuevo Mundo a lo largo de
los siglos XVI y XVII. Tiene Abbott muy
buenas páginas dedicadas a fray Luis de
Granada, Bernardino de Sahagún, Diego
Valadés, Bartolomé de las Casas, José de
Acosta y José de Arriaga, y un capítulo menos bueno sobre Garcilaso de la Vega, el
Inca, y Felipe Huaman Poma de Ayala.
Me permito señalar otra laguna. La integración de la retórica notarial que practicó
Cortés con la de la historiografía renacentista, en que se basa Gómara, fue estudiada
por el que suscribe en una serie de trabajos
que, empezando en 1976, desembocan en
Myth and Archive: A Theory of Latin American
Narrative, de 1990, y que Carman no parece
conocer. En breve, la retórica notarial sirve
para fraguar el testimonio según fórmulas
establecidas para relaciones, peticiones,
cartas, memoriales y otros documentos legales que constituyen el trasiego burocrático del imperio; la retórica de inspiración
clásica de la historiografía renacentista reordena todos esos materiales según cánones de persuasión y belleza en que se filtra
todo lo que no sea pertinente al argumento
en cuestión, amén de lo desagradable, y se
hace a los protagonistas pronunciar discursos que ponen de manifiesto su personalidad y aptitud para realizar las acciones
en que se ven implicados. El resultado es
una verdad superior que es una con la política del imperio por su coherencia interna y
estética –el Estado renacentista se concibe
como una obra de arte, como arguye Maquiavelo. Pedro Mártir de Anglería y Hernán Pérez de Oliva son los precursores de
Gómara en esta tendencia historiográfica,
que va a alcanzar su culminación en el Inca
Garcilaso, donde el resultado es de especial
interés porque, como en Bernal Díaz, está
entreverada con la retórica notarial típica
del testigo. En la pareja Cortés-Gómara
tenemos a representantes eximios de cada
una de esas tendencias.
Las Cartas de Cortés son documentos
notariales como los de Colón y Pané, pero
con características especiales que las dotan de un interés literario muy peculiar.
En primer lugar, poseen una continuidad
narrativa –en cada carta y en su conjunto– porque están centradas en un yo que
vive y obra, que se enfrenta a una serie de
circunstancias y reacciona ante ellas para
modificarlas, y que se hace de una identidad narrativa, social y política en el proceso de contar sus peripecias. Segundo, Cortés tiene plena conciencia de la evolución
de su narrativa y alude a ella en una serie
de shifters en que se refiere a lo ya narrado
y a lo que va a narrar. La organización es
rudimentaria; Cortés no enmarca la acción en períodos sintácticos elegantes que
enlazan las acciones, sino por contigüidad
consecutiva, como haciendo una lista o
enumeración, lo cual es típico de la retórica notarial, pero sí demuestran una tosca
voluntad de eslabonamiento.
En el siguiente ejemplo de la tercera carta vemos cómo Cortés abusa del polisíndeton, expresando una temporalidad que
tiene algo de infantil en su expresión, con
sus reiteradas conjunciones (y, y, y), pero
que, como veremos, encierra un significado profundo que está en el fundamento
mismo de la persona de Cortés y de su escritura. También pone de manifiesto las
complejidades estilísticas del testimonio,
y la posibilidad de analizarlo en términos
retóricos. Nebrija define así la figura en
su Gramática: “Polysyntheton es cuando
muchas palabras o cláusulas se aiuntan
por conjunción, como diziendo Pedro, y
Juan, y Antonio, y Martín leen, o Pedro ama
y Juan es amado, y Antonio oie, y Martín
lee, y llama se polysyntheton, que quiere
dezir composición de muchos”. El pasaje
describe una acción bélica a la que Cortés
intenta dar continuidad narrativa, difícil
empeño porque se trata de hechos casi simultáneos, que él enmarca en el período
de un día –“otro día” quiere decir “al día o
a la mañana siguiente”:
Otro día por la mañana llegó el alguacil mayor con los quince de a caballo, y yo tenía de los de Cuyoacán allí
otros veinte y cinco, que eran cuarenta.
Y a diez dellos mandé que luego por la
JUN/JUL2008
mañana saliesen con toda la otra gente, y que ellos y los bergantines fuesen
por la orden pasada a combatir y a derrocar y ganar todo lo que pudiesen,
porque yo, cuando fuese tiempo de
retraerse, iría allá con los otros treinta
de caballo; y que pues sabían que teníamos mucha parte de la cibdad allanada, que cuanto pudiesen siguiesen
de tropel a los enemigos hasta los encerrar en sus fuerzas y calles de agua,
y que allí se detuviesen con ellos hasta que fuese hora de retraer y yo y los
otros treinta de a caballo sin ser vistos
pudiésemos meternos en una celada
en unas casas grandes que estaban cerca de las otras grandes de la plaza. Y los
españoles lo ficieron como yo les avisé,
y a la una hora después de mediodía
tomé el camino para la cibdad con los
treinta de a caballo. Y allegados, dejélos metidos en aquellas casas, y yo
me fui y me sobí en la torre alta, como
solía. Y estando allí, unos españoles
abrieron una sepoltura y hallaron en
ella en cosas de oro más de mil y quinientos castellanos. Y venida ya la hora
de retraer, mandéles que con mucho
concierto se comenzasen de retraer,
y que los de caballo, desque que estuviesen retraídos en la vplaza, ficiesen
que acometían y que no osaban llegar,
y esto se ficiese cuando viesen mucha
copia de gente alrededor de la plaza. Y
en ella los de la celada estaban ya deseando que se llegase la hora, porque
tenían deseo de facello bien y estaban
ya cansados de esperar. Y yo metíme
con ellos, y ya se venían retrayendo por
la plaza los españoles de pie y de caballo y los indios nuestros amigos que
habían entendido ya lo de la celada. Y
los enemigos venían con tantos alaridos, que parescía que conseguían toda
la vitoria del mundo, y los nueve de a
caballo hicieron que arremetían tras
ellos por la plaza adelante, y retraíanse
de golpe, y como hobieron fecho esto
dos veces los enemigos traían tanto
favor que a las ancas de los caballos
les venían dando fasta los meter por
la boca de la calle donde estábamos
en la celada. Y como vimos a los españoles pasar adelante de nosotros y
oímos soltar un tiro de escopeta que
teníamos por señal, conoscimos que
era tiempo de salir, y con el apellido de
“señor Santiago” damos un súbito sobre ellos y vamos por la plaza adelante
alanceando y derrocando y atajando
muchos que por nuestros amigos que
nos seguían eran tomados, de manera
que desta celada se mataron más de
quinientos, todos los más prencipales
y esforzados y valientes hombres. Y
aquella noche tuvieron bien que cenar
nuestros amigos, porque todos los que
mataron tomaron y llevaron hechos
piezas para comer. Fue tanto el espanto y admiración que tomaron en verse
tan de súpito ansí desbaratados que ni
hablaron ni gritaron en toda esa tarde
ni osaron asomar en calle ni en azotea
donde no estuviesen muy a su salvo
y seguros. Y ya que era casi de noche,
PRL 27
que nos retraímos, paresce que los de
la cibdad mandaron a ciertos esclavos
suyos que mirasen si nos retraíamos
o qué hacíamos. Y como se asomaron
por una calle arremetieron diez o doce
de caballo y siguiéronlos de manera
que ninguno se les escapó. (Las cursivas negritas son mías)
Por torpe que parezca y sea, Cortés ha
logrado expresar una progresión temporal que abarca desde la mañana hasta la
noche, pasando por el mediodía.
En el Diário de bitácora de Colón, por
contraste, se resuelve el problema de la
temporalidad porque obedece a una pauta
prescrita, cada día, pero Cortés tiene que
generar sus unidades narrativas. Por tosco que parezca el polisíndeton, lo cierto es
que le da fuerza y vigor al párrafo porque
crea la sensación de acciones acumuladas
pero concatenadas, del fragor de un día de
combate en que los sucesos se amontonan
de manera anonadante pero con sentido
de avance. Es decir, a la inocencia retórica
aparente, hay que reconocer una voluntad
de estilo que supera la regla –esa sensación
de continuidad es la del yo que narra y actúa, que centra la acción y así se afirma en
su ser. La unidad temporal, aunque parezca desordenada, expresa en su movimiento
inexorable a lo largo del día de acción la
recia contextura del yo narrador-actor. A
esto se suma la representación temática
de ese yo en el acto de organizar tanto el
despliegue de la batalla como su representación. Cuando Cortés dice “me subí en la
torre alta”, lo hace para alcanzar y transmitir al lector una visión panorámica –superior literal y figurada– del conjunto de
acciones de las que es protagonista. Debe
notarse, además, cómo se pasa de repente a
un presente histórico –“damos”– que eleva
el discurso al plano de la evocación histórica, al estilo de los grandes historiadores
y oradores. Es como si Cortés ya pudiera
vislumbrar que su texto va a ser leído como
historia, y que va a ser integrado a historias
como las de Gómara. Pero a la vez que juega el papel de integrador del tiempo y del
yo, el polisíndeton simultáneamente es un
agente de disgregación, de fragmentación;
el yo cuya voluntad busca la coalición sigue
disperso en fragmentos sólo unidos por el
tenue hilo de la repetición de “y´s” –por la
contigüidad más que por la continuidad.
Cada instante de tiempo y de ser es como
una chispa aislada que con las otras configura una imagen efímera, la del yo de
Cortés, viva sólo en el momento de enunciación, en la memoria de cada “y” que le
precede, porque en el polisíndeton está
todavía muy presente el espectro de la oralidad. El yo narrador bascula en esa figura
infantil de cruda voluntad de coherencia
pero a la vez de constitutiva fragmentación;
he aquí todo el drama de Cortés contenido
en esa diferencia inherente en la rudeza de
su estilo, es decir, en su carencia de estilo,
que es la que crea la ilusión de su presencia
inmediata. Es precisamente en esa ambigüedad que se aloja el hechizo literario de
sus textos, que perduran a pesar de los notorios defectos del conquistador, humano,
demasiado humano.
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28 PRL
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JUN/JUL2008
El estado de la cuestión
en teología especulativa
Sergio Missana
The Bible: A Biography
de Karen Armstrong
Atlantic Monthly Press, 2007,
302pp., US$21.95
The Gnostic Discoveries: The
Impact of the Nag Hammadi
Library
de Marvin Meyer
Harper Collins, 2005, 239 pp.,
US$21.95
Lost Christianities: The Battles
for Scripture and the Faiths We
Never Knew
de Bart D. Ehrman
Oxford University Press, Paperback
2005, 294pp., US$16.95
“L
os católicos”, escribió Borges, “creen en un mundo
ultraterreno, pero he notado que no se interesan en
él. Conmigo ocurre lo contrario; me interesa y no creo”. Esta dicotomía parece
valer también para el examen histórico de
los textos bíblicos, que suele resultar menos interesante a quienes los consideran
la palabra revelada de Dios y distinguen,
bajo sus numerosos y diversos autores, la
pluma del Espíritu Santo. Es posible ver
en la obra de Karen Armstrong –que incluye biografías notables de Mahoma y del
Buda, y textos abarcadores como A History
of God (1993) y The Great Transformation
(2006)– una feliz prueba de lo contrario.
La reflexión sobre el carácter multiforme
y cambiante del fenómeno religioso no
tiene que contraponerse –excepto para el
fundamentalismo que, como señala en A
History of God, es necesariamente anti histórico– a la creencia.
El apóstol Pablo, el primer autor cristiano, se jactó en su Epístola a los Corintios
I de sus dotes de spin doctor, afirmando
que había llegado a transformarse en
“todo para todos los hombres”. Lo propio
puede decirse de los textos bíblicos, que
han demostrado, a lo largo de los siglos,
una asombrosa plasticidad. Como señaló
Wilfred Cantwell Smith, profesor de literatura comparada de Harvard fallecido
en 2000, la Biblia no es tanto un texto
como una actividad, es un proceso. Sus
páginas han admitido lecturas no solo
variadas, sino incluso contrapuestas. En
Norteamérica, por ejemplo, predicadores
recurrieron a citas de la escritura para
justificar la esclavitud, en tanto que los
esclavos asumieron y redefinieron, a partir de fines del siglo XVII, la tradición bíblica en el spiritual. En The Bible: A Biography (que forma parte de una serie sobre
“Libros que han cambiado al mundo”),
Armstrong esboza una apretada síntesis
histórica de la producción, compilación
y revisión de los textos que componen la
Biblia y de las distintas corrientes exegéticas tanto en la tradición judía como
cristiana.
La narración de Armstrong se centra en
la compasión como la virtud primordial
de todas las religiones. Lo cual comprende a la tradición judeo-cristiana; algunos
de sus exponentes más destacados consideraron a la caridad como un elemento
esencial en la interpretación bíblica: Hilel, Jesús, Pablo, la escuela rabínica del
midrash y Agustín, quien afirmó que “la
escritura no enseña nada excepto caridad”. La aproximación de Armstrong a las
escrituras, conciliatoria, deliberadamente no controversial, basada en un principio de “caridad interpretativa”, no parece
dirigida a predicar entre los conversos ni
del fervor religioso ni del secularismo extremo, sino a tender puentes, exponiendo
con respeto la asombrosa multiplicidad
de lecturas y usos que han admitido los
textos bíblicos.
Aunque a ratos el resumen histórico
abordado en The Bible: A Biography es demasiado sucinto, en general priman las
proverbiales virtudes de su autora: ecuanimidad, erudición, amenidad, fluidez
narrativa, equilibrio entre el detalle y la
visión amplia, conexiones agudas y una
notable capacidad para resumir procesos
complejos sin caer en el simplismo. Por
ejemplo, en su narrativa de la composición
del Pentateuco (los cinco textos iniciales
de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio).
El estrato más antiguo del Pentateuco o
Torá corresponde a dos relatos escritos en
el siglo VIII Antes de la Era Común (AEC)
(contemporáneos de la escritura de los
textos homéricos y, al igual que estos,
originalmente orales): J, compuesto en el
reino sureño de Judea, llamado así porque alude a Dios como Yavéh, y E, originario de Israel, donde se prefería el nombre más formal de Elohim. Ambas sagas
nacionales, que luego se fundirían para
Karen Armstrong. Foto: Jerry Bauer.
formar la base del Pentateuco, reflejan
visiones distintas de Dios: el Yavéh antropomórfico retratado en J contrasta con la
concepción trascendente de Elohim presentada por E. Los relatos se centran en
héroes distintos (Abraham en J, Moisés
en E) y ninguno menciona la ley recibida por Moisés en el Monte Sinaí, relato
fundacional que sería incorporado en el
siglo VII, con posterioridad a la invasión
asiria, el hallazgo de la ley de Moisés en el
Templo de Jerusalén y la composición del
Deuteronomio (D).
Armstrong destaca como un hecho fundamental la destrucción del Templo de
Salomón en Jerusalén (Judea) a manos de
Nabucodonosor, precedida a comienzos
del siglo VI AEC por el exilio de la clase
dominante judía a Babilonia. Este evento
traumático dio origen a un nuevo estrato de escritura, P, que agregó Números y
Levítico, y escribió el primer capítulo del
Génesis (que Armstrong califica como un
“mito de creación no violento”). A partir
de la construcción del Segundo Templo,
bajo el amparo de Ciro, emperador de Persia, y tras el regreso a Jerusalén de los exiliados, la Torá comienza a adquirir el carácter de sagrada escritura, lo que marca
el inicio del judaísmo clásico, preocupado
“no solo de la recepción y preservación de
la revelación, sino de su constante reinterpretación”, donde la exégesis va a buscar
siempre conexiones con el presente y el
futuro, no solo desentrañar el significado
original de los textos.
La autora traza un paralelo entre esa catástrofe fundacional y la destrucción del
Segundo Templo por los romanos en 70
de la Era Común (EC), que iba a resultar
decisiva en la evolución del cristianismo
temprano y desataría también una explosión de creatividad textual. Pablo, el
apóstol ante los gentiles, nunca imaginó
que, en sus epístolas, hacía “escritura”,
puesto que esperaba el regreso de Jesús
durante su propia vida. En esto representaba el zeitgeist apocalíptico que había
imperado entre los judíos desde el siglo II
AEC. Su interpretación de las escrituras
como un preludio del cristianismo tampoco era algo nuevo, según Armstrong,
sino que formaba parte de la tradición
judía de encontrar nuevos sentidos en
textos antiguos.
A mediados del siglo II EC, los veintisiete
libros que iban a integrar el Nuevo Testamento habían sido completados y las epístolas de Pablo eran citadas como escritura.
El canon aún no estaba cerrado, debido a
que no existía una forma única de cristianismo, sino diversas sectas en competencia. Circulaban numerosos evangelios, la
gran mayoría de los cuales se ha perdido.
Los evangelios canónicos, escritos en griego, fueron textos anónimos, atribuidos
más tarde a figuras de la Iglesia temprana.
Los autores eran cristianos judíos que vivían en las ciudades helenizadas del imperio romano. Marcos fue escrito cerca de 70
EC, Mateo y Lucas a fines de los 80, y Juan
a fines de los 90. Para Armstrong, al igual
que el Deuteronomio absorbió “el ethos
de violencia de la dominación asiria”, los
evangelios reflejan la ansiedad y turbulencia del periodo posterior a la destrucción del Segundo Templo. En su afán por
atraer a los gentiles, los evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas), absolvieron
a los romanos y enfatizaron la culpa de los
judíos en la muerte de Jesús. En Mateo, la
multitud judía clama por la ejecución de
Jesús, cuya sangre caerá sobre ellos y sus
hijos, lo que por siglos iba a inspirar en
Europa la “enfermedad incurable” del antisemitismo.
El ensañamiento contra los fariseos desplegado en los evangelios encuentra en
el relato de Armstrong una justificación
política. Aparte de los seguidores de Jesús,
los fariseos iban a emerger de la caída de
JUN/JUL2008
Jerusalén como la secta judía más exitosa
de su tiempo. El centro establecido en Yavnéh, con la aquiescencia del emperador
Vespasiano, inauguró una nueva modalidad de exégesis, la midrash, guiada por un
principio de compasión y que sería la base
del Talmud. Para los rabinos de Yavnéh,
la escritura contenía la suma del conocimiento humano en estado embrionario;
la revelación no se había completado en
el monte Sinaí, sino que era un proceso
continuo actualizado por los exegetas. Se
consideraban discípulos de Hilel, el sabio
fariseo contemporáneo de Jesús que, al
igual que este, predicara una versión de la
Regla de Oro.
L
a muerte de Jesús había sido traumática y vergonzosa para sus seguidores, una fuente de disonancia cognitiva que iba a ser limada
por los evangelios. El apologista Justino
concibió a Jesús como la encarnación del
Logos y postuló que Dios había codificado un mensaje para la humanidad en las
escrituras judías que solo los cristianos
podrían descifrar. Ello se transformaría
en una idea central en la teología de los
Padres de la Iglesia, que concebirían el
“Antiguo Testamento” no como una antología de textos misceláneos, sino como un
solo libro con un mensaje uniforme que
Ireneo llamó “hipótesis”, el argumento
bajo (hypo) la superficie, un libro que reflejaba la economía del cosmos y permitía
un desciframiento alegórico (desarrollado
por Orígenes), cuyos eventos prefiguraban
a Cristo.
Entre las diversas tradiciones interpretativas, Armstrong presta especial atención a la Cábala (“tradición heredada”),
originada a fines del siglo XIII en Castilla,
que considera una reacción contra la penetración del racionalismo escolástico en
la tradición judía y en la que distingue la
influencia de los gnósticos. Los cabalistas adoptaron un método hermenéutico
de prolijo desciframiento de la Torá, a la
que sin embargo consideraban fallida e
incompleta. Se ocuparon del En Sof, esencia profunda e incognoscible de Dios (no
mencionado en la Biblia o el Talmud), a
través de sus diez emanaciones o sefiroth,
que informan y rodean el mundo y la psiquis humana, trazando un mapa del cosmos y representando los pasos de ascenso
místico hacia la divinidad. Aunque comenzó como un movimiento minoritario,
encontró amplia resonancia a partir de su
reformulación en el siglo XVI por Isaac Luria, quien dio forma a un nuevo mito de
creación (más violento que el del Génesis)
basado en el exilio de Dios, asignando a
los judíos un papel central en la redención
del mundo.
Armstrong subraya que el Renacimiento
no solo implicó un redescubrimiento del
paganismo clásico, sino que tuvo también
un fuerte componente bíblico, inspirado
en parte por un entusiasmo en el estudio
de la lengua griega y la lectura de los textos de Pablo en el original. Lutero, en su
creación de un canon cristológico dentro
del canon, se sintió especialmente atraído
por las epístolas paulinas; su interés en
www. revistaprl.com
el Antiguo Testamento estuvo mediado
por el apóstol. Para Armstrong, la mayor
contribución de Lutero habría sido la traducción de la Biblia al alemán, la primera
de una serie de ediciones vernáculas de
crucial importancia política en la época
de la emergencia de los nacionalismos.
Asimismo, destaca el respeto de Calvino
por la ciencia moderna, su visión del mundo natural como parte de la revelación de
Dios (paradójica si se considera la filiación
calvinista del antievolucionismo norteamericano).
Resulta particularmente lúcido el análisis de Armstrong de la emergencia de
movimientos religiosos ultraconservadores como una consecuencia indirecta
o lado oscuro de la modernidad racionalista. Por ejemplo, el surgimiento del
judaísmo hasídico en Polonia durante el
siglo XVIII, movimiento que fue resistido en un principio por el judaísmo ortodoxo. Asimismo, señala que la difusión
de las conclusiones de la Alta Crítica (escuela alemana que aplicó desde fines del
siglo XVIII un método histórico-crítico
de análisis a los textos bíblicos, concluyendo que Moisés no había sido el autor
del Pentateuco ni David de los Salmos,
cuestionando la veracidad histórica de
los eventos descritos en el Antiguo Testamento, etc.) resultó mucho más alarmante para los sectores conservadores que las
ideas de Darwin. El protestantismo “científico”, asociado a la fundación de los institutos de estudio de la Biblia en Estados
Unidos, puede verse como una reacción o
respuesta al “desafío de la modernidad”.
El nuevo fundamentalismo cristiano
propugnó, por primera vez, una interpretación literal de la escritura y adoptó
creencias apocalípticas: en particular, la
teoría del “rapto”, que postulaba que los
fieles serían llevados al cielo y escaparían
de los sufrimientos de los últimos días.
Las yeshivoth, escuelas fundadas en Europa a principios del siglo XIX para el
estudio de la Torá y el Talmud, fueron
el equivalente a los Bible Colleges norteamericanos. El movimiento misnagdim
intentaba oponerse a los Hasidim pero,
a lo largo del siglo XIX, ante la amenaza
del iluminismo reformista judío, ambos
terminaron por unir fuerzas.
Armstrong considera a los fundamentalismos como “bastiones”, entidades defensivas que responden a la modernidad
creando enclaves de fe pura. Lo cual se
habría intensificado ante los hechos traumáticos del siglo pasado. “La interpretación de la Biblia siempre ha sido afectada
por las condiciones históricas. Durante el
siglo XX, judíos y cristianos, y musulmanes, comenzaron a desarrollar ideologías
basadas en las escrituras que habían absorbido la violencia de la modernidad”.
Armstrong destaca que, aunque la Biblia
haya sido usada en el pasado para justificar atrocidades, el énfasis actual de los
fundamentalistas en lo literal significa
una ruptura con la tradición exegética. A
lo largo de la historia, judíos y cristianos
han intentado cultivar una actitud intuitiva, receptiva hacia la Biblia que no forma
parte de la mentalidad actual, cuando es-
PRL 29
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b^idhZg{!ZcZ[ZXid!hjb^c^higVYdedgaVaZn!
“La soñada coherencia de las letras
latinoamericanas se hace revista”.
Caretas de Lima
“Que vayamos a tener esto en
castellano puede significar el
término del aislamiento entre
escritores, lectores, editoriales,
librerías, periódicos y bibliotecas
latinoamericanas, de que hemos
padecido tanto tiempo”.
–Carla Cordua en El Mercurio de Santiago
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30 PRL
peramos respuestas inmediatas a cuestiones complejas.
E
ntre las numerosas sectas en las
que se ramificó el cristianismo
temprano, los gnósticos han
ejercido y siguen ejerciendo una
inagotable fascinación, en gran medida
debido a la económica respuesta que ofrecieron al problema del mal (lo que Borges, ya en 1931, en Una vindicación del falso
Basílides, consideraba un lugar común,
como ahora lo es la referencia obligada a
su banalidad). Para Borges, resulta igualmente cautivante la sugerencia gnóstica
de “nuestra central insignificancia”. Anota: “Admirable idea: el mundo imaginado como un proceso esencialmente fútil,
como un reflejo lateral y perdido de viejos
episodios celestes”.
Durante siglos, hasta el descubrimiento
de la biblioteca de Nag Hammadi, la única
fuente de conocimiento sobre los gnósticos habían sido los heresiólogos (como
Ireneo, Tertuliano o Hipólito de Roma)
que describieron sus ideas para refutarlas.
A fines de 1945, un campesino egipcio
llamado Muhammad Alí desenterró una
vasija de barro en la ladera de la montaña
Jabal al-Tarif, en la ribera del Nilo, cerca
del pueblo de Nag Hammadi, mientras
recolectaba sabakh, un fertilizante natural. En un principio se abstuvo de abrirla,
temiendo que encerrara a un genio maligno. Pero pudo más la codicia. La vasija
contenía trece códices en papiro, que databan del siglo IV EC y contenían más de
cincuenta textos, traducciones cópticas
del griego, en su gran mayoría desconocidos hasta entonces. Alí rasgó parte de
los códices y ofreció compartir el hallazgo
con sus compañeros, pero estos se negaron. De vuelta en su casa en el poblado de
al-Qasr, Alí tiró los códices en un patio reservado a animales. Su madre recogió más
tarde fragmentos de papiro y los usó para
encender el fuego en el horno de barro de
la familia. Muhammad Alí iba a recordar
la fecha del hallazgo porque ocurrió poco
después de un hecho más memorable: él
y sus hermanos habían vengado por esos
días la muerte de su padre, ultimando al
asesino –que dormía a la vera de un camino– y comiéndose su corazón todavía
caliente.
El accidentado hallazgo de la biblioteca
dio paso a una larga saga de mezquinas
disputas políticas y académicas, resuelta
en 1975 cuando se hizo público el contenido de todos los textos.
Se cree que los manuscritos fueron enterrados por monjes de un monasterio
cercano como respuesta a la carta enviada
en 367 EC por Atanasio, obispo de Alejandría, a las iglesias de Egipto, delineando
en términos estrictos los contornos del
canon escritural. La carta de Atanasio es el
primer documento en que constan exactamente los veintisiete textos del Nuevo Testamento que terminarían por imponerse
y que Jerónimo traduciría al latín en la
Vulgata.
En su clásico The Gnostic Gospels (1979),
Elaine Pagels, profesora de Religión de la
Universidad de Princeton, presentó los
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textos y enfatizó aspectos sociales y políticos reflejados en ellos. En particular,
analizó los aspectos del cristianismo ortodoxo que garantizaron su viabilidad institucional. En Beyond Belief (2003), Pagels se
concentra en el texto más importante de la
biblioteca: el Evangelio de Tomás.
Coincidiendo con el sexagésimo aniversario del descubrimiento, Marvin Meyer,
profesor de Estudios Bíblicos y Cristianos
en Chapman University, da cuenta en The
Gnostic Discoveries: The Impact of the Nag
Hammadi Library (2005) de los últimos
avances en el estudio de la biblioteca y
ofrece un breve resumen del contenido de
cada uno de los textos. Meyer los organiza
en cinco grupos: aquellos pertenecientes a
la tradición de Tomás (el hermano mellizo de Jesús), centrados en enseñanzas de
Jesús; los textos gnósticos asociados a la
figura de Seth, incluyendo El Libro Secreto de Juan; los libros adscritos al gnóstico
Valentino o sus discípulos; textos pertenecientes a la tradición hermética; y escritos
gnósticos misceláneos. Meyer concluye
que los hallazgos demuestran que “… la
antigüedad greco-romana, judía y cristiana era un mundo de notable diversidad y
que temas gnósticos y místicos permeaban ese mundo”.
Es en torno a esa extraordinaria diversidad que Bart D. Ehrman, profesor de Estudios Religiosos de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, organiza
Lost Christianities: The Battles for Scripture
and the Faiths We Never Knew (2003). Para
Ehrman, la mayoría de las variantes del
cristianismo temprano permanecen desconocidas, puesto que fueron marginalizadas y sus textos sagrados, prohibidos,
destruidos y olvidados. Solo una corriente
emergió triunfante de los conflictos de
los siglos II y III EC, decidiendo qué libros
canonizar y cuáles considerar heréticos.
Ehrman llama “proto-ortodoxia” a esa
variante que, a partir del siglo IV, terminaría por transformarse en ortodoxia. Los
victoriosos impusieron la doctrina de la
Trinidad, la visión de que Cristo era a un
tiempo plenamente humano y divino,
la jerarquía de la Iglesia y el canon de la
escritura. Motivo central del libro es la
pérdida que resultó de ese proceso y su
impacto externo: Ehrman conjetura que,
si otra forma de cristianismo se hubiera
impuesto, este no hubiera llegado a ser la
religión oficial del Imperio Romano y de
Europa durante la Edad Media, el Renacimiento y la Reforma.
Una de las prácticas que arrojan luz sobre modalidades perdidas de cristianismo es la fiebre de “fraude piadoso” que
irrumpió en el siglo III EC (cuando, como
señala Borges, la teología “era una pasión
popular”), la moda de firmar documentos
a nombre de autoridades apostólicas. Muchos de los textos que terminaron siendo
excluidos del canon (y algunos incluidos)
eran apócrifos. Por ejemplo, el Evangelio
de Pedro, encontrado en Egipto en 1886.
Escrito después de los evangelios canónicos, fue proscrito a comienzos del siglo
III por sus pasajes de carácter docético (el
docetismo, que distinguía a Jesús, la persona de carne y hueso, de Cristo, un ser
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JUN/JUL2008
divino que no podía experimentar dolor
ni la muerte, había sido tempranamente
proscrito como herético por la proto-ortodoxia). Ehrman se refiere a otro texto
apócrifo, los Actos de Tecla, discípula de
Pablo (que gozó de gran popularidad en
áreas del mundo cristiano durante la Edad
Media), para aludir al papel de liderazgo
de mujeres en ciertas manifestaciones de
cristianismo temprano y a la opción por
el ascetismo (y el rechazo al matrimonio)
como una manera de rehusar “las limitaciones de la sociedad patriarcal”.
Ehrman destaca que no existen copias
originales de ninguno de los veintisiete libros del Nuevo Testamento. Las versiones
completas más antiguas de que se dispone
datan del siglo IV. Hallazgos de fragmentos de data anterior, durante los últimos
cien años, dan fe de la falta de prolijidad
de los copistas. Para el autor, el Evangelio
de Tomás, parte de la biblioteca de Nag
Hammadi, sería el “descubrimiento arqueológico cristiano más importante del
siglo XX”. Esta colección de 114 dichos de
Jesús (donde afirma, por ejemplo, que “El
reino del padre se extiende sobre la tierra
y la gente no puede verlo”) sería similar
al evangelio perdido que los estudiosos
llaman Q. Se estima que Mateo y Lucas
usaron a Marcos (65-70 EC) como fuente
para muchas de sus historias. Mateo y Lucas también contienen una serie de dichos
no encontrados en Marcos, que procederían de Q, compuesto en la década de los
50 (contemporáneamente a los textos más
antiguos del Nuevo Testamento, las epístolas de Pablo). Al igual que Q, el Evangelio de Tomás está compuesto enteramente
de enseñanzas de Jesús, sin alusión a su
muerte y resurrección; se refiere a la salvación no en términos de la fe de esa muerte
y resurrección (la visión paulina), sino de
entender las enseñanzas secretas de Jesús:
“Quien encuentre la interpretación de estos dichos no experimentará la muerte”.
Recuérdese el papel decisivo que tuvieron las ideas de Pablo en la conformación
del Nuevo Testamento. Pablo, fariseo de
formación helenista, fue uno de los primeros en considerar la misión de Jesús –a
quien no conoció personalmente– como
el comienzo de una nueva religión, no
como parte de un continuo dentro de la
tradición judía. A partir de su dramática
conversión (había sido opositor fanático a
la “Secta de los Nazarenos”, participando
como testigo en la ejecución del primer
mártir, Esteban, hasta que fue cegado
por una luz y escuchó la voz de Cristo),
para Pablo lo determinante no fueron las
enseñanzas de Jesús sino su muerte y resurrección. Puso énfasis en la fe, no en la
ley, como otros apóstoles. Después de la
destrucción del Tempo en 70 EC, las iglesias fundadas por Pablo fuera de Jerusalén
sobrevivieron. Los evangelios canónicos
son paulinos, empezando por Marcos, el
que contiene menos información sobre el
Jesús histórico. Mateo y Lucas agregaron
datos biográficos sensacionales, creando
una personalidad mítica con paralelos en
leyendas paganas sobre el nacimiento y
vida de dioses y diosas. El Evangelio de Tomás daría una idea de los materiales que
debieron perderse: compuesto en 150 EC,
pertenecería a una tradición de sucesores
del Apóstol Santiago, seguidores de la ley
judía, no a la versión paulina del cristianismo. (Véase la monografía The Marketing of
Christianity: The Evolution of Early Christian
Doctrine, Institute for Cultural Research,
Londres, 2000, y el clásico de William Sargant sobre la conversión súbita: Battle for
the Mind, 1957).
E
hrman prefiere hablar de gnosticismos, ya que los textos de Nag
Hammadi dan cuenta de una
gran diversidad de creencias entre los gnósticos, aunque con elementos
comunes: el mundo en el que estamos
exiliados es producto de una catástrofe
cósmica, solo es posible escapar de la prisión de cuerpo a través del conocimiento,
la gnosis. Observa además, con agudeza,
que los textos recuperados no son descriptivos, sino que presuponen una base de
conocimientos sobre la gnosis de la cual
los lectores contemporáneos carecemos.
Ehrman delinea una interesante conjetura
sobre los antecedentes del gnosticismo en
la tradición profética judía, que explicaba
los sufrimientos del pueblo judío y la falta
de intervención de Dios (Job, Eclesiastés)
a partir del pecado contra Dios, y en las
visiones apocalípticas imperantes desde el
siglo II AEC, que justificaban el mal en el
mundo por la intervención del Demonio
y esperaban una inminente intervención
rectificadora de Dios. El autor destaca que
grupos gnósticos cristianos parecen haber
operado dentro de las iglesias, considerándose una elite espiritual que entendía el
sentido profundo de los ritos, y su opción
por el ascetismo, contrario al testimonio
de heresiólogos que los retrataban como
libertinos.
Respecto a la disputa clave entre Pedro y
Pablo sobre la asimilación de los gentiles
al cristianismo, Ehrman subraya que “no
cabe duda de que durante su ministerio
público, Jesús aceptó, obedeció, interpretó
y enseñó las Escrituras Judías a sus discípulos”. Pablo fue central en proclamar que
la salvación traída por Jesús también abarcaba a los gentiles y que para ella solo era
necesaria la fe en su muerte y resurrección.
Este conflicto habría admitido varios matices de opinión. En los extremos se situaban
dos sectas declaradas heréticas. Por una
parte, los Ebionitas, sostenían que era imprescindible convertirse al judaísmo para
adoptar la nueva religión. No ayudó a promover su causa su visión adopcionista de
Cristo, a quien consideraban elegido por
Dios, no nacido de una virgen ni de carácter divino. Por otra parte, los Marcionitas
(discípulos de Marción, nacido en 100 EC)
fueron antijudíos. Marción desarrolló una
teología basada en la existencia de dos divinidades separadas: el Dios vengativo del
Antiguo Testamento, quien habría creado
el mundo, y el Dios misericordioso de Jesús
y los escritos de Pablo, superior al primero.
La secta gozó de gran éxito en Asia Menor,
por lo que los heresiólogos dedicaron numerosos volúmenes a denigrarlos.
Ehrman marca la originalidad del exclusivismo cristiano, la primera religión que
declara estar en lo correcto de un modo
que implica que las otras están equivocadas, distinguiendo ortodoxia (creencia
correcta) de herejía (creencia errónea).
En la antigüedad, el ritual había sido más
importante que el contenido exacto de las
creencias. La visión clásica de la herejía
(del griego “elección”, la decisión intencional de rechazar la verdad), formulada
por Eusebio, señala que todas las herejías
provienen de una única fuente: Simón
Mago, mencionado en Actos. Los herejes
habrían decidido desviarse de la doctrina
verdadera enseñada por Jesús a los apóstoles. Para la historiografía contemporánea, no es posible hablar de una ortodoxia
cohesionada y opuesta a la herejía en los
primeros siglos de la EC. “Las creencias
que más tarde fueron aceptadas como
ortodoxas o heréticas eran interpretaciones competitivas del cristianismo…”. La
visión proto-ortodoxa era una de muchas,
lo que queda de manifiesto en los primeros textos cristianos sobrevivientes, las
epístolas de Pablo.
La jerarquía de la Iglesia se estructuró en
gran parte a través del argumento de “sucesión apostólica”: los obispos de las principales iglesias trazaban su linaje a través
de sus predecesores hasta los apóstoles;
solo los obispos nombrados por los herederos de Cristo estaban en lo cierto sobre
las verdades de la fe. De forma complementaria, a partir de los siglos II y III, cada
variante cristiana intentó dar autoridad a
sus textos en base a su autoría apostólica.
Para Ehrman, los textos del Nuevo Testamento pueden considerarse apostólicos en
el sentido amplio de contener enseñanzas
aceptables para la proto-ortodoxia, no en
el sentido estricto de haber sido escritos
por apóstoles. Los cuatro Evangelios canónicos fueron atribuidos por autoridades
proto-ortodoxas en el siglo II a apóstoles
(Mateo y Juan) o compañeros cercanos de
estos (Marcos, secretario de Pedro, y Lucas,
compañero de viajes de Pablo). De hecho,
de los trece libros adscritos a Pablo, solo
siete son unánimemente considerados de
su autoría por los estudiosos.
PRL 31
Los veintisiete libros del Nuevo Testamento fueron escritos por una variedad de
autores entre 50 y 120 EC. Solo a partir de
la segunda mitad del siglo II surgió la necesidad de un canon de escritura, debido a
la emergencia de movimientos proféticos
al interior de la proto-ortodoxia (como
el Montanismo) y de fuerzas “heréticas”
antagónicas. El canon fue aceptado, a comienzos del siglo V, por consenso, no por
una proclamación oficial.
Los conflictos internos del cristianismo
durante los siglos II y III, concluye Ehrman,
no fueron solo teológicos sino, ante todo,
políticos. La proto-ortodoxia era la forma
de cristianismo que predominaba en la
Iglesia de Roma, la capital del Imperio. La
comunidad cristiana en Roma, numerosa
y rica, logró establecer, a fines del siglo III,
su dominio sobre los otros cristianismos.
La proto-ortodoxia se transformó en ortodoxia con la conversión de Constantino y
el Concilio de Nicea (325 EC), y la transformación del cristianismo en religión oficial
del Imperio bajo Teodosio. Las creencias,
prácticas e instituciones que estableció
contribuirían de manera decisiva a moldear la civilización occidental.
Doris Lessing anotó (en Prisons We Choose to Live Inside, 1987) que, durante siglos,
“Europa fue dominada por un tirano, la
Iglesia Católica, que prohibió cualquier
otra forma de pensamiento, cortó las influencias externas y no dudó en matar,
extirpar, perseguir, quemar y torturar
en nombre de Dios”, señalando que su
influencia sigue en nosotros, no solo encarnada en los totalitarismos del siglo
XX. Para Paul Feyerabend, la ciencia, que
contribuyó de manera decisiva a erosionar
el monopolio del pensamiento religioso
a partir de los siglos XVII y XVIII, ha pasado a declararse ella misma poseedora
de la verdad absoluta, deviniendo en una
religión que “inhibe la libertad de pensamiento”. En la actualidad, el cristianismo
ya no ejerce el dominio absoluto de antaño. En su interior conviven y discuten
múltiples voces, tal como ocurrió en sus
orígenes.
“Nocturno de Chile
es la novela de la complicidad
de la literatura, de la cultura
letrada, con el horror
latinoamericano”
Edmundo Paz Soldán sobre Bolaño,
PRL diciembre 2007
32 PRL
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Próximamente
Ibsen Martínez sobre Medio siglo de besos
y querellas
Ilan Stavans sobre Heroes, Lovers and
Others – The Story of Latinos in Hollywood
Julián Corvaglia sobre el Diccionario
biográfico de la izquierda argentina
Máximo Badaró sobre Sal en las heridas
– Las Malvinas en la cultura argentina
contemporánea
También:
Gustavo Pérez-Firmat sobre Rafael Rojas
Paul Firbas sobre Rolena Adorno
Mariana Canavese sobre Tulio Halperin Donghi
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The Princeton University Program in Latin American Studies (PLAS) invites applications for research fellowships, to be awarded to outstanding Latin Americanists for a semester or year in residence at Princeton University. Fellowships are open to scholars in all disciplines, with preference given to applicants from Latin America; the terminal degree must have been completed by the application deadline.
Fellows are expected to pursue independent research at Princeton; to teach one undergraduate seminar per semester, conditional upon approval of
a Princeton department and the Dean of the Faculty; and participate in PLAS-related campus events. Fellows enjoy full access to Firestone Library and to a wide range of activities throughout the University. For more information, visit the PLAS website: www.princeton.edu/~plas/.
Fellows will be appointed for one or two semesters during the academic year (fall: September 1, 2009–January 31, 2010;
spring: February 1–June 30, 2010). The Office of the Dean of the Faculty determines stipends on the basis of current academic rank, award duration, and home institutional support; Princeton appointment rank is determined on the basis of seniority and current institutional affiliation. Applicants are asked submit all of the following by the deadline, Monday, September 29, 2008.
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