Cómo enfrentar la enfermedad - B&H Publishing Group

Cómo enfrentar la enfermedad
por Isabel Trigoso de Britton
A
lgunos piensan que si la persona está cerca de
Dios o consagrada a Dios, no debería sufrir
enfermedades, y ante los padecimientos otros
especulan diciendo que «será porque está lejos
de los caminos del Señor o tiene algún pecado
oculto».
La razón principal para el sufrimiento es que
vivimos en un mundo caído. Sea este provocado
por alguna enfermedad o por cualquier otra
circunstancia, es parte de la vida, especialmente al
ser cristiano ya que nos ayuda a crecer en nuestra
dependencia de Dios y entender que sin Él nada
somos y nada podemos hacer.
Si nos referimos a las enfermedades en
particular, estas han existido desde siempre, aun
en los tiempos bíblicos. El Señor Jesucristo se
compadecía de los enfermos y sanaba a algunos,
pero a otros no. El mismo apóstol Pablo tenía
un «aguijón» en la carne. Ante esta realidad, él
expresó: «tres veces he rogado al Señor, que lo quite
de mí» (2 Cor. 12:8). La respuesta del Señor fue:
«Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona
en la debilidad» (2 Cor. 12:9).
Por varios años he sufrido dos enfermedades
que desgastaron mis fuerzas: Asma bronquial
y artritis reumatoide. La falta de aire en los
pulmones que produce el asma es una sensación
terrible, imposible de describir. Así como también
lo son los dolores en los hombros y las piernas
que ocasiona la artritis, al punto de que no me
permitían caminar ni atender a mis dos hijos
pequeños. Mi familia sufría junto conmigo por
verme en ese estado. El Señor me liberó del asma;
pero no de la artritis, a pesar de las múltiples
operaciones a las que fui sometida.
A través de la Palabra de Dios el consuelo
venía a mi corazón y me deleitaba con las palabras
del Salmo 40:1-2: «Pacientemente esperé a Jehová, y
se inclinó a mí, y oyó mi clamor. Y me hizo sacar del
pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis
pies sobre peña, y enderezó mis pasos». Fue así como
el Señor «puso luego en mi boca cántico nuevo,
alabanza a nuestro Dios» (Sal. 40:3). Cuando
buscamos al Señor en medio de nuestra angustia
y temor, Él nos libra, como lo dice el salmista:
«Busqué a Jehová, y él me oyó, y me libró de todos
mis temores. … Este pobre clamó, y le oyó Jehová, y
lo libró de todas sus angustias» (Sal. 34:4,6).
En una oportunidad recibí una carta de
mi hermana donde ella citaba Jeremías 33:3,6:
«Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas
grandes y ocultas que tú no conoces. … He aquí que
yo les traeré sanidad y medicina; y los curaré, y les
revelaré abundancia de paz y de verdad». Entonces
yo clamé al Señor… Él me respondió y me enseñó
que con esta experiencia en mi vida, yo tendría la
oportunidad de ministrar a otros que estuviesen
pasando por lo mismo y podría identificarme con
las aflicciones de los demás. En esos momentos yo no entendía lo
que el Señor me estaba mostrando, ya que es difícil aceptar que
llevar una vida de dolor y angustia pudiera, en algún momento,
llegar a ser algo positivo. Otro versículo que me citó fue Isaías 53:5:
«Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados;
el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros
curados». Yo sabía que al aceptar a Jesucristo como mi Salvador
y Señor, estaba reconociendo que Él había muerto en la cruz por
mis pecados y me había limpiado, que la sangre derramada por las
heridas que sufrió fue la que me hizo llegar a ser Su hija. En ese
momento de mi vida, en medio del dolor y el sufrimiento, pude
experimentar una sanidad maravillosa: Él me «curó» de la amargura,
la desesperación y la angustia en la que vivía. Continuamente
preguntaba: ¿Por qué yo, Señor? y Dios cambió mi perspectiva a una
nueva pregunta: ¿Para qué, Señor? Pude entender que Dios tenía un
propósito en todo cuanto ocurría en mi vida. Nuevamente escuché
las palabras de mi Padre: «Bástate mi gracia».
¡Qué hermoso es tener un Dios que se preocupa por nosotros! Él
dice que somos Su «especial tesoro» y, por supuesto, he visto muchas
veces mi pregunta contestada en las oportunidades preciosas que
el Señor me ha concedido para ministrar a personas que atraviesan
experiencias dolorosas, de enfermedad y sufrimiento. ¡Dios es fiel,
misericordioso y Su gracia siempre es suficiente!
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