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NEGOCIOS SON NEGOCIOS
DANIEL MUCHNIK
NEGOCIOS SON NEGOCIOS
Los empresarios que financiaron
el ascenso de Hitler al poder
Muchnik, Daniel
Negocios son negocios. - 1a ed. - Buenos Aires : Edhasa, 2007.
192 p. ; 22,5x15,5 cm. (Ensayo histórico)
ISBN 978-987-628-008-2
1. Negocios. I. Título
CDD 650
Índice
Introducción ..........................................................................
Diseño de cubierta: Juan Balaguer
Primera edición: noviembre de 2007
© Daniel Muchnik, 2007
© Edhasa, 2007
Córdoba 744 2º C, Buenos Aires
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Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona
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ISBN: 978-987-628-008-2
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de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía
y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante
alquiler o préstamo público.
Impreso por Cosmos Offset S.R.L.
Impreso en Argentina
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Capítulo 1. Argentina ................................................................ 15
Capítulo 2. Weimar.................................................................... 45
Capítulo 3. Ascenso.................................................................... 57
Capítulo 4. Europa .................................................................... 109
Capítulo 5. Poder ...................................................................... 155
Capítulo 6. Exterminio .............................................................. 177
Bibliografía ................................................................................ 187
Para Norma E. Levy, con amor.
Para Eliana de Arrascaeta y Andrés Reggiani,
historiadores y maestros.
Para mi hijo Pablo, quien, culminando
sus estudios de posgrado en Alemania, me brindó ayuda.
Para Alejandro Garvie, amigo.
En recuerdo de los que padecieron sistemas
de opresión, injusticia y muerte.
Introducción
Mil novecientos veinticuatro. Hitler está preso en la celda número 7
de la fortaleza de Landsberg, humillado tras el fracasado intento de
golpe de Estado de noviembre de 1923. Al principio se siente traicionado, deprimido, cansado. Su alarde de voluntad y las visitas de
algunos camaradas, poco a poco le devuelven la autoestima. Tiene
35 años. Tiene tiempo. Sabe que ha cometido un error que no va a
repetir. Viene a verlo su chofer, Maurice, a quien le dicta. Cuando
está solo escribe en un cuaderno, o con dos dedos, a máquina. Si viene Rudolf Hess, su inseparable secretario, discute con él y también
le dicta. Está preparando el primer tomo de Mein Kampf, escribe: La
gente no morirá por sus negocios sino por sus ideales.
La máxima expresa claramente la primacía de lo político sobre
lo económico en el pensamiento de Hitler. Explica su preocupación
por establecer un ideario político, por limitado que sea –antisemitismo, anticomunismo, antisocialismo, grandeza de Alemania, espacio
vital, pureza de raza y poco más–, y descubre por qué el NSDAP era
reacio a explicitar algo que pudiera llamarse pensamiento económico nazi. Además, si una sociedad debe construirse sobre la idealización de una raza, reconocer la importancia de los procesos económicos implicaría al mismo tiempo reconocer la base material de la
comunidad, lo que para peor se acercaría peligrosamente a la cosmovisión marxista. Por eso la concepción política se mantendrá firme,
en todo caso se ahondará hasta desbarrancarse en la Segunda Guerra,
mientras los discursos y proyectos en materia económica serán siem-
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pre sinuosos, contradictorios, adecuados al interlocutor, al momento político, a los impulsos del Führer, en un arco que abarca desde
el anticapitalismo militante de los primeros tiempos, hasta la implantación inmoral de un modelo económico progresivamente concentrado y monopólico en sociedad con los grandes capitales alemanes, de Europa occidental y de los Estados Unidos.
El síndrome de la derrota, los costos de la Primera Guerra, los
períodos hiperinflacionarios, la crisis mundial de 1930, la frustración popular, la manipulación demagógica de estos factores por parte de la formidable máquina de propaganda nazi, fueron demasiado
para el perplejo gobierno socialista de la flamante República de
Weimar, distraído además en disputas internas y con los comunistas.
La suma facilita la explicación del ascenso popular de Hitler en
Alemania, pero no el más que relativo y ascendente consenso internacional sobre su figura, que sólo se comprende por el terror rojo,
tan cercano y floreciente, al que Hitler prometió primero detener y
luego aniquilar. Las fisuras de la república socialista tampoco explican con qué medios económicos el nazismo construyó su poder.
Los empresarios alemanes que lo financiaron ¿lo hicieron para
derrocar al gobierno democrático que les imponía políticas sociales
y los obligaba a convivir con las demandas obreras?; ¿lo utilizaron
para frenar el peligro comunista?; ¿se sirvieron del Estado totalitario
para sortear la crisis económica? ¿Dónde se produjo el error de cálculo que convirtió al Hitler portavoz de sus intereses en el Führer
que los sojuzgó? ¿Intentaron despegarse cuando ya era tarde, o aprovecharon los beneficios?; ¿fueron víctimas o socios del horror?
Las multinacionales norteamericanas y británicas que lo abastecieron de servicios, bienes y crédito hasta el último día de la guerra
¿también se equivocaron?¿Lo sostuvieron por principios ideológicos
o por mera renta económica? La construcción de posguerra del fenómeno Hitler como encarnación del mal irrumpiendo de la nada
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en la historia, ¿fue una forma de evadir responsabilidades y complicidades, de ocultarse bajo la coraza del exterminio nazi?
Existen al menos tres posiciones teóricas para analizar las relaciones entre el nazismo y los intereses económicos particulares o sectoriales: la explicación marxista clásica sostiene que Hitler fue un
simple agente de la gran empresa al rescate del Estado burgués y, si
se quiere, por la explotación hasta el exterminio de mano de obra esclava, la quintaesencia del capitalismo. La posición revisionista, sostenida por Henry Ashby Turner Jr., dice que no hay evidencias para
acusar a los grandes empresarios alemanes de financiar a Hitler en su
ascenso a la cancillería. Según su análisis, la gran empresa alemana
apoyaba alternativas autoritarias, al estilo de la derecha clásica. La
teoría revisionista está puesta en entredicho por David Abraham,
quien concluye que, más allá de la evidencia ausente o existente, las
acciones resultantes favorecieron a los sectores económicos más conservadores, aquellos a los que convenía un mercado protegido y cerrado a la competencia, y quienes propugnaban el silenciamiento de
un movimiento obrero poderoso y desafiante.
La tercera posición, el contrarrevisionismo, trata de demostrar,
con ensayistas como James Pool, que los contactos entre los capitales alemanes y los nazis eran extensos, aunque sin la fuerza de la acusación marxista.
En un punto intermedio entre la posición contrarrevisionista y
la de Abraham, el presente ensayo se propone responder a los interrogantes abiertos sobre la oscura relación entre el pragmático economicismo del régimen nazi y los no menos pragmáticos dueños del
capital.
Capítulo 1
Argentina
El judaísmo es tan indeleble como el color de la piel de uno. No
es una religión, es una raza.
Hugo Wast
Aquel destemplado y gris 10 de abril de 1938, diez mil miembros de
la Landesgruppe consiguieron que el recinto del Luna Park, a fuerza
de esvásticas, consignas y estandartes, se asemejara a una de las tantas celebraciones oficiales en el Sportpalast de Berlín. Asistieron, como agrupaciones principales, la juventud Hitlerista, los Veteranos
del Frente y las disciplinadas SA vernáculas. La Alianza de la
Juventud Nacionalista, fascista y criolla, con sus impecables camisas
grises, acompañaba.
Habrán avanzado, tal vez, por Corrientes, flamante y ensanchada. Se podía ver al fondo, desde hacía dos años, la silueta del Obelisco, dura y gris también, como todo en aquellos años.
Gracias al informe reservado del vicecónsul norteamericano W.
F. Busser, quien asistió seguramente de incógnito, se conocen algunos detalles del acto. Los discursos estuvieron a cargo de Eric Otto
Meynen, encargado de negocios alemán interino y nazi por conveniencia, y del empresario Staudt. El doctor Ott, orador émulo de
Hitler, le dio el tono a la jornada. Los discursos –dice Busser–, emotivos e hipnóticos, transfiguraban las caras desorientadas y solemnes de
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una audiencia sin un destello de inteligencia. Aclamaron hasta el delirio al Duce, a Hitler y al eje Roma-Berlín. El conjunto entero ofrecía
buen material de estudio para un psiquiatra. De cuello grueso y cabeza
cuadrada con barrigas prominentes... pero solemnes, tenían que haber
sido en su mayoría mozos de bar o empleados mal pagos. Y sigue: Era el
grupo más triste que jamás haya visto. Sus andrajosos sombreros tiroleses y medallas de hojalata sólo subrayaban el patetismo.1
El propio Edmund Freiherr von Thermann,2 pieza clave en el
avance de los intereses nazis en el país, habló años más tarde del esnobismo de los asistentes y del oportunismo de algunos empresarios
amigos, ninguno de los cuales tenía un cabal convencimiento de lo
que significaba ser nazi.
Aquella vez las puertas del Luna Park no se abrieron para una de
sus famosas veladas boxísticas de los sábados. De hecho, los enfrentamientos ocurrieron fuera y se multiplicaron por cientos. La FUA
–Federación Universitaria Argentina– había organizado un acto en
respuesta a la convocatoria nazi a pocas cuadras, en la Plaza San
Martín. Al final, los manifestantes se encontraron. El saldo fue la
muerte, por excesos en la represión policial, de dos ancianos ajenos
absolutamente a los dos actos.
A pesar de la ironía y la reticencia del vicecónsul Busser y de las
quejas de Thermann, lo cierto es que diez mil personas reunidas para vivar al Führer y al Duce es mucha gente, teniendo en cuenta además que, en su apogeo, la Landesgruppe argentino, los nazis criollos,
y a pesar de conformar en cantidad de miembros el cuarto partido
nacionalsocialista fuera de Alemania –detrás de Brasil, Holanda y
Austria–, tenía apenas 2.110 militantes activos.
Lo que puede leerse, lo que se intentará desentrañar detrás del
número de asistentes al acto, es un gran esfuerzo de organización,
apoyo nacional, un entramado de negocios cruzados, y un creciente
flujo monetario desde y hacia Alemania.
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Durante la República de Weimar –1918-1933– la incansable prédica nacionalista, antisemita y anticomunista conformó un núcleo de
principios que, vinculados con intereses económicos, llevaron finalmente a Adolf Hitler al poder. Del mismo modo, los defensores del
privilegio, el totalitarismo y la xenofobia en la Argentina se hicieron
escuchar durante la larga sucesión de gobiernos radicales –Yrigoyen,
Alvear; de nuevo Yrigoyen, entre 1916 y 1930–, propiciando el golpe de Estado que finalmente perpetraría el general Uriburu el 6 de
septiembre de 1930.
Así como los nacionalistas alemanes mitificaron la pureza racial
del Volk –el pueblo– para contrastarla con el pretendido internacionalismo del capitalismo –judío– y del comunismo, en nuestras costas los dueños de la Argentina agrícola-ganadera, o mejor, sus portavoces, eligieron mitificar la Pampa y el gaucho, el mismo que
habían despreciado en el siglo XIX, como reservorios de las mejores tradiciones y de la pureza criollas. Se planteó así, en el plano
simbólico, una puja que en términos materiales era política y económica. Los excluidos eran, claro está, los que formaban la base popular y democrática que había logrado el voto universal y secreto en
1912 y que llevaría a la presidencia a Hipólito Yrigoyen. Era una
nueva sociedad, de criollos y de inmigrantes nacionalizados, con su
socialismo y su anarquismo importados de Europa, con sus incipientes organizaciones obreras, con sus crecientes reclamos políticos y sociales.
Leopoldo Lugones fue sin dudas el máximo exponente y portavoz de los intereses de la clase dominante. Publicó en 1916 El payador, una recopilación de conferencias de años anteriores dedicadas a
exaltar las virtudes étnicas del gaucho errante y cantor. En el prólo-
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go, escrito el año de la asunción de Yrigoyen, Lugones interpela a los
otros, a aquellos a quien el texto no incluye. A la ralea mayoritaria,
[...] la plebe ultramarina que [...] nos armaba escándalo en el zaguán,
a sus cómplices mulatos y sus sectarios mestizos, a la triste chusma de la
ciudad, cuya libertad consiste en elegir sus propios amos, diferentes e inferiores al gaucho viril, sin amo en su pampa y al propio Lugones, un
escritor a quien nunca habían tentado las lujurias del sufragio universal.3 Desde entonces, y hasta escribir de puño y letra la proclama que
leería Uriburu tras el golpe, la prédica de Lugones no cejaría.
Los intereses económicos alemanes no eran por entonces relevantes
en la Argentina, excepto en el sector de la energía eléctrica. La AEG
y la Siemens-Suckert habían comenzado sus inversiones a principios
de siglo y rivalizaban con las empresas británicas. En el mercado
mundial competían con la norteamericana Standard Electric. En
1911 el ferrocarril Central ya contaba con ramales electrificados. Los
primeros de Sudamérica. Los coches, los insumos y la tecnología utilizados eran de origen alemán. Por eso el primer subterráneo, construido por la compañía Anglo-Argentina en 1913, y los tranvías eléctricos conformaban también un mercado codiciado por la AEG –y
por la Standard Electric–.
La ciudad de Buenos Aires, que contaba con un millón y medio
de habitantes, estaba extendiéndose hacia el suburbio y necesitaba
mejorar su infraestructura. La expansión del servicio eléctrico domiciliario y público concitaron el interés de la Compañía Alemana
Transatlántica de Electricidad, pero el alumbrado público a alcohol
y querosene dio paso definitivamente al eléctrico cuando la CHADE –Compañía Hispano Argentina de Electricidad– construyó la
usina de Puerto Nuevo.
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Aquellos años de la primera contienda mundial significaron el
derrumbe de la industria de capital alemán en el mundo a manos de
las empresas que estaban bajo control de los países aliados. Además,
durante ese período y el siguiente, de reconstrucción, el reflujo de
inversiones de capital internacional redundó en enormes beneficios
para la Argentina: se produjo por un lado un importante incremento en las exportaciones de productos primarios4 –los únicos que la
Argentina podía exportar–, y por otro comenzó a operarse un proceso de sustitución de importaciones de bienes que los países beligerantes dejaban de abastecer, con el consiguiente desarrollo de una incipiente industria nacional.5
El incremento del ingreso de divisas y el crecimiento del mercado interno generaron demandas salariales y de mejoras en las
condiciones de trabajo que el gobierno radical no pudo o no supo
satisfacer. Diferencias en el propio partido y sobre todo la oposición en el Congreso frenaron sistemáticamente los proyectos obreros enviados por el Ejecutivo. La falta de respuestas se tradujo en
huelgas y levantamientos populares salvajemente reprimidos, episodios conocidos para siempre como La semana trágica –1919– y
La Patagonia trágica –1920–.
La política exterior de Yrigoyen respecto del conflicto mundial
estuvo signada por la neutralidad, a pesar de las presiones aliadas y
de los grupos de intereses nacionales pro británicos o pro norteamericanos.6 Más aún, cuando se creó en 1920 la Liga de las Naciones, Yrigoyen propuso la inclusión de los países vencidos. Como la
moción fue rechazada, la Argentina se retiró de la Liga.
Tal vez esta autonomía relativa de un país dependiente haya favorecido las rápidas aunque limitadas inversiones alemanas a poco
de finalizar la guerra. Desde 1919, capitales privados alemanes vinculados a la industria química, como Schering, Merck o Bayer, se radicaron en el país y al poco tiempo dominaban la actividad del sec-
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tor. Eran evidentes dos cosas: que el proceso de industrialización argentino podía contar con los capitales alemanes, y que los alemanes
veían redituable esta posibilidad.7
Marcelo T. de Alvear asumió la presidencia en 1922, plena época de reconstrucción mundial, esto es, de crecimiento local, y la
abandonó en 1928, antes de la gran crisis del 30. Fue un período
política y económicamente tranquilo, al menos en la superficie: la
clase obrera se va abriendo paso y se organiza, Buenos Aires se embellece y la clase media crece al ritmo del comercio, los servicios y
las profesiones. La Universidad reformada en 1918 comienza a recibir a los hijos de los inmigrantes. Las moderadas vanguardias locales producen y discuten, y la derecha reaccionaria, cada vez más
asustada, complota, pero necesita justificarse. De nuevo habla Lugones: Jerarquía, disciplina y mando, son las condiciones fundamentales del orden social, que no puede así subsistir sin privilegios individuales [...] La especie humana divídese en una mayoría de individuos
nacidos para el deber, y un grupo de otros que poseen la capacidad nativa de darse su propia ley según les agrada [...] los que saben conducirse y conducir por instinto, es decir por determinación de las tendencias acertadas de la especie.8
Importa aquí agregar que el repertorio del discurso nacionalista se va enriqueciendo. El darwinismo xenófobo de Lugones9 vira hacia posiciones abiertamente antisemitas: la revista Criterio,
órgano de difusión del pensamiento clerical, editó un facsímil de
los Protocolos de los sabios de Sión10 y El plan judío contra el mundo, y Gustavo Martínez Zuviría, escritor ultracatólico de folletines
extremadamente famosos que predican una religión ramplona e
insípida, más conocido como Hugo Wast, publicó El kahal de oro,
un panegírico del antisemitismo.11 Allí sostiene que el judaísmo es
tan indeleble como el color de la piel de uno. No es una religión, es
una raza.
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Las elecciones de 1928, como era predecible, volvió a ganarlas la
UCR. En realidad volvió a ganarlas Yrigoyen, quien asumió en diciembre, con sus setenta y seis años a cuestas y enfermo.
Alvear era aceptable. En el fondo nunca había dejado de ser un
patricio, un hijo de la aristocracia, un bon vivant. En cambio, una
nueva presidencia de Yrigoyen era peligrosa a pesar de que el viejo
presidente nunca había modificado, ni modificaría esencialmente, el
modelo económico ni los privilegios de clase. Pero el apoyo de y a
los obreros, su propio origen, su impredecibilidad, sobre todo ahora
que estaba viejo, eran un peligro. Para colmo, al año de gobierno tuvo que sufrir, como el resto del mundo, pero peor, el impacto de la
crisis del 30.
El crack de Wall Street desnudó las fisuras del modelo agroexportador argentino en el deterioro de los términos de intercambio:
las cotizaciones de los productos primarios se redujeron a la mitad al
tiempo que los bienes industriales que la Argentina importaba se
mantuvieron estables. Además, se fugó el 60% de los capitales, el comercio internacional se contrajo un 40% y se cerraron todos los créditos externos. Era el fin de un modelo, impuesto a los gobiernos democráticos, es cierto, como lo es también que no pudieron o no
supieron transformarlo. Los dueños del poder económico decidieron que era el fin de una época: La Hora de la Espada había llegado.
Hay que decir que el golpe de 1930 fue recibido con un enorme
apoyo de la opinión pública, y propiciado por una feroz campaña de
desprestigio del gobierno radical presidida por el diario Crítica, el
más popular de la época.
Década infame la del 30, signada por los negociados, el fraude,
la represión y el achicamiento que derivó del pacto Roca-Runciman.