CAMINOS QUE NO LLEVAN A ROMA (IX)

Mapas de caminos que no llevan a Roma (IX) de Angel Pontones
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MAPAS DE CAMINOS QUE NO LLEVAN A ROMA (VII)
ÁNGEL PONTONES MORENO
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Mapas de caminos que no llevan a Roma (IX) de Angel Pontones
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PASADO, PRESENTE, FUTURO
Cumple 66 años uno de esos veintiocho de julio en los que al mercurio le da por
silbar calipsos mientras va encaramándose hacia borde de su termómetro. Los cumple
esperando una grúa a la entrada de un desvío de la vía que forma una curva en pendiente
que termina en las cercanías de un enorme cartel expositor de un próximo y sencillo
complejo para la tercera edad. El sudor de las cuatro de la tarde crea una serie de
regueros que se hacen cascada a la altura de las sienes, del mismo modo que la fuga de
agua del radiador va marcando cuesta abajo un doble arroyo sinuoso que no tarda en
juntarse a la altura del triángulo de advertencia ubicado unos 10 metros más abajo. Es
consciente al igual que su auto de la sed que provoca un agua que se pierde, y al haber
dado al seguro un número de salida de autovía erróneo, tiene más tiempo del que
querría para fijarse en los detalles con los que le gratifica el entorno, empezando por el
mismo triángulo anaranjado que le lleva de cabeza a la curiosa ecuación sin X que a los
ocho años le planteaba la santísima trinidad, y a la perdida de fe que trajo consigo
quedarse encerrado toda una tarde en el pequeño cuarto oscuro de la sala de catequesis.
Una línea de rastrojo que termina en un vallado de alambre que da a una calle cortada,
marca el inicio de una urbanización compuesta de adosados de dos y tres alturas, poco o
nada atractivos. El sencillo anuncio de DISPONIBLE que cruza la fachada del primero
de ellos le recuerda el motivo por el cual fue a escogerlo Elisa, cuando él realmente no
figuraba entre los posibles. El quemazo que ha sentido al detener el auto, levantar capó
y rozar el tapón del depósito sin protegerse las manos, le lleva ahora a pensar en las
veces que como delegado sindical puso las manos en el fuego por alguien que le falló.
Del mismo modo, el sonsonete musical del anuncio de crédito fácil que suena por la
emisora local del monovolumen que acaba de rebasarle, le mortifica al ubicarle en el
momento del préstamo que hizo a su primer hijo la última vez que lo vio, hace veintidós
veintiochos de julio. La imagen de su nieta como salvapantalla del teléfono móvil le
cruje en la memoria al asociar el día en que hizo esa foto, pocos meses atrás, con el
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mismo al que a su mujer diagnosticaron una cuenta atrás irreversible. La propia aspirina
con la que juguetean sus dedos, y a la que recurriría si tuviera con que beberla, se ha
ido desmenuzando hasta el punto de perder por el camino la “B” inicial. Todo lo que
queda de ella se resume en el resto: “AYER”.
Hay más autos que escogen este desvío que él no ha elegido para su parada
forzosa. Los más comprensivos se limitan a mirarle con más aprensión que pena.
Algunos, no obstante, ralentizan su marcha en una especie de homenaje morboso y
hasta hay uno o dos que se paran a ofrecerle ayuda. Le preguntan si necesita algo, le
alcanzan un botellín de agua, le señalan a otro adosado en uno de cuyos ventanales un
niño ha dibujado con letras de colorines una sola palabra: “OPORTUNIDADES”. Sin
ser muy consciente de lo que hace sube a ese coche, o al siguiente, haciendo caso omiso
del colega sediento que nunca le había fallado hasta ahora. Se siente como un invitado
inesperado a la página 3 de la sección “salmón” de un diario cualquiera, allí donde
suelen ubicarse los cambios de tendencias bursátiles.
Hace seis meses que subió a aquel auto y sus dedos han ido enredándose poco a
poco en un cabello que no se decide en migrar del rubio al blanco. Los ojos que
contempla carecen de estrías y permanecen abiertos a una enorme esperanza.
Sinceramente no creía volver a sentir algo así por alguien, ni esperaba que sus labios lo
confirmaran cada cuarto de hora. La playa, la cabaña de montaña o el restaurante hindú
donde los dos examinan la misma carta son tres formas de un mismo reseteo vital, una
ilusión que se ha apoderado de su vida sin él saber muy bien cómo ni porque.
Dos años después amanece en su nuevo dormitorio sin recordar el antiguo,
donde ningún rayo de sol hacía acto de presencia antes de las 8 de la tarde. Hace ya
meses que duerme a pierna suelta por las noches, especialmente desde aquel error no
subsanado de cuatro ceros a favor suyo en el cálculo de su pensión. El hijo de su nueva
compañera es un calco perfecto de lo que él habría querido que fuera Carlos.
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Comienza a pensar que habría sido de su vida sin ese radiador gastado ni esa
curva en pendiente…
Y entonces recupera el sentido, ayudado por los últimos compases de
“Guadalajara”, que recorre todo el espacio de una grúa más grande que Ciudad de
México, cuyo conductor (aficionado a las rancheras) ha ido a encontrárselo desvanecido
en el asfalto, feliz, pero al fin y a la postre insolado.
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EL EXPOSITOR DE LA CALLE KAFKA
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Una vez más las prisas y el tamaño habían llevado a un raspado negligente.
Sucedía a menudo, casi nadie se quejaba y los que tenían motivo para hacerlo no les
llegaba para ser escuchados. Se limitaban a hacer acopio de lo que pudiera haberse
salvado y esperaban en esta extraña intemperie a los técnicos que taparan sus penas con
nuevas realidades.
Aquí convivían un niñito rubio de unos cuatro años de edad que parecía ser el
único superviviente del cartel que presentaba la comedia francesa del año; una modelo
estilizada que explicaba porque era un sinsentido no acudir a unos grandes almacenes,
pero cuya sonrisa era incompatible con el hecho de haber perdido el brazo que sostenía
sus compras de temporada; un resto de playa rocosa que tirando de imaginación debía
formar parte de la semana de vacaciones ideal del paquete que ofertaba una agencia de
viajes desconocida, y finalmente un rostro canoso y relajado que examinaba una mesa
invisible mientras buscaba donde colocar en ella una ficha de dominó, y que por
obligación debía parecer satisfecho con su plan de pensiones. El mundo que los
observaba o pasaba de largo no llegaba a ser consciente de una mínima parte de su
enorme desamparo.
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AUGURIO
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El Primer Ciudadano contemplaba con curiosidad la mancha que iba
extendiéndose por el mantel construido a partir de retales de la bandera que durante
muchos años había ondeado en el antiguo edificio del parlamento. Acababa el hombre
de abandonar una fase ”aperturista” que a juicio de sus consejeros le había debilitado, y
necesitaba por tanto reivindicarse. Para ello precisaba diseñar una serie de golpes de
efecto que surgían invariablemente alrededor de
un entrecot poco hecho regado con
cualquier tinto pasable de la zona. En una estas reuniones consigo mismo el zumbido
de un mosquito le había sacado de sus pensamientos y su brazo ensimismado había
derribado en un arco torpe la copa medio llena. Buscando encauzar la pendiente de la
mancha con una servilleta había creado una protuberancia en la misma que poco a poco
le iba mostrando con sorprendente exactitud los contornos de su propio país, sus formas
alargadas e irregulares, como el filo de un hacha de sílex. “Fascinante” pensaba
entonces, en ese punto transitorio entre la sorpresa y la interpretación. La mancha no se
detuvo allí, evidentemente. Rebasó las fronteras de la figura que el Primer Ciudadano
presidía y se extendió en una especie de vientre abultado que cualquiera de sus súbditos
habría reconocido como el vecino estado de Sainderia.
El Primer ciudadano creía firmemente en las señales del destino.
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MORALEJA
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“Y se dirige a la jaula de los leones para demostrarle cuanto se equivoca”. Me
preguntas entonces si termina así el cuento. Yo te digo que no, que los leones admiran
su valor al meterse en la jaula y le dejan quedarse a vivir con ellos. Tú meneas la
cabeza con aire decepcionado y cuando te pregunto el motivo, me planteas si entonces
nadie va a comerse a nadie. Yo sonrío y te pregunto qué es lo que prefieres, que lo
admiren o que se lo coman. Por toda respuesta, tú dibujas con la cola un interrogante.
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