Febrero / marzo 2008 - Primera Revista Latinoamericana de Libros

volumeN 1 nÚMERO 3
febrero/marzo 2008
WWW.revistaprl.COM
PRL
$5,00 EE.UU.
Primera Revista Latinoamericana de Libros
Un inglés pedestre,
sincopado,
juguetón, que no pide
perdón por su nerviosa
inestabilidad sintáctica”.
Ilan Stavans sobre
The Brief Wondrous Life
of Oscar Wao
Érase una vez
dos curiosos impertinentes
Tom Burns Marañón revisa The Invention of Spain
Antonio José Ponte: El lector de tabaquería
Manuel Lucena Giraldo: Editores españoles en México y Argentina
Alejandro Zambra: Levrero vs. la Gran Novela
Pablo Alabarces: ¿Será así Latinoamérica?
José Luis Rénique: ¿“Abimael Guzmán como Luke Skywalker”?
Héctor Abad: A merced de Los Ejércitos
www. revistaprl.com
PRL
Contenido
feb/MAR2008
Libros interesantes de la
University of Wisconsin Press
3
Ilan Stavans
The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, de Junot Díaz
Ilan Stavans
6
Pablo Alabarces
Imágenes de un imperio. Estados Unidos y las formas de representación
de América Latina, de Ricardo D. Salvatore
Looking South. The Evolution of Latin Americanist Scholarship in the
United States, 1850-1975, de Helen Delpar
Eight Conversations
8
Tom Burns Marañón
The Invention of Spain - Anglo-Spanish Cultural Relations, 1770-1870,
de David Howarth
Un viaje de ida y vuelta. La edición española e iberoamericana (19361975), de Antonio Lago Carballo y Nicanor Gómez Villegas (Eds.)
12Manuel Lucena Giraldo
14Antonio José Ponte
El lector de tabaquería: Historia de una tradición cubana, de Araceli
Tinajero
17
Héctor Abad
Los ejércitos, de Evelio Rosero
18
José Luis Rénique
La cuarta espada. La historia de Abimael Guzmán y Sendero Luminoso, de Santiago Roncagliolo
20Alejandro Zambra
La novela luminosa, El discurso vacío, Dejen todo en mis manos, de
Mario Levrero.
23Edmundo Paz Soldán
Comentario
24
Luis Antonio de Villena
Luz de domingo, dirigida por José Luis Garci, sobre una novela de
Ramón Pérez de Ayala
25
Nicasio Urbina
Rubén Darío, Obras Completas, de Julio Ortega ed.
28Odi Gonzales
Dioses y hombres de Huarochirí, traducción de José María Arguedas.
Autores
Héctor Abad es autor de Angosta y El olvido que seremos.
Pablo Alabarces es profesor titular de Cultura Popular
Antonio José Ponte es co-director de la revista En-
cuentro de la Cultura Cubana, que se publica en Madrid. Sus
últimos libros son Un arte de hacer ruinas y otros cuentos y
La fiesta vigilada.
de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de
Buenos Aires. Entre sus libros están Fútbol y Patria e Hinchadas.
José Luis Rénique es profesor de Historia en City Uni-
Tom Burns Marañón es consejero de Eurocofín, una
Ilan Stavans ocupa las cátedras Lewis-Sebring de cultural latina y latinoamericana y Five College-Fortieth Anniversary en Amherst College. Es autor de Spanglish y Love
and Language. Su edición de Spain, Take This Chalice from
Me and Other Poems (Penguin) de César Vallejo, en traducción de Margaret Sayers Peden, aparecerá en abril.
consultoría de comunicación corporativa y financiera
radicada en Madrid. Es colaborador habitual del diario
español El Mundo, y acaba de publicar La monarquía necesaria (Planeta)
Odi Gonzales estudia la tradición oral quechua. Es au-
tor de los poemarios Valle sagrado y La escuela de Cusco.
Manuel Lucena Giraldo es historiador y colaborador
versity of New York. Ha publicado La voluntad encarcelada
y La batalla por Puno.
Nicasio Urbina es autor de La estructura de la novela ni-
caragüense y Miradas críticas sobre Rubén Darío.
del suplemento cultural de ABC. Sus últimos libros son
A los cuatro vientos, las ciudades de la América hispánica y
Ciudades y leyendas, un recorrido por la historia de España a
través de sus relatos urbanos.
Luis Antonio de Villena es, básicamente, poeta. Javier
Marías, del Reino de Redonda, le otorgó en 1999 el título
de Duke of Malmundo.
Edmundo Paz Soldán es autor de El delirio de Turing y
vida privada de los árboles. Enseña literatura en la Universidad Diego Portales.
Palacio quemado
Alejandro Zambra es autor de las novelas Bonsái y La
Correcciones: Roberto Torretti no es profesor de la Universidad de Chile, como indicamos erróneamente en el número de diciembreenero. Es professor emeritus de la Universidad de Puerto Rico, donde ha enseñado por muchos años. Por Kant da la hora, el título de su
artículo de esa edición, debe entenderse: Kant está muy vigente.
Editor: Fernando Gubbins. Editores asociados: Luisa Angrisani, Antonio Espinoza. Corrección: Adriana Camacho. Editor gráfico:
Augusto Nieves. Comercialización y ventas: Arturo Conde. Asistentes de publicidad: Justine Thurman, Claudia Saavedra. Practicantes:
Elsa Cárcamo, Morena Orué. Diseño de PRL: Lacava Design. Foto portada: “Reading the Numbers” de John Phillip. Aberdeen Art
Gallery and Museums collection.
PRL - Primera Revista Latinoamericana de Libros. (ISSN 1937-7290 edición impresa, ISSN 1937-7304, PRLONLINE). Febrero, marzo 2008,
volumen 1, número 3. Una publicación bimestral de Mido Editores Inc., 474 Central Park West, New York, NY 10025, 1(212) 864-4280.
Copyright © 2008. Derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin permiso expreso de Mido Editores.
Neal Sokol
The New York Times
described Ilan Stavans
as “the czar of Latino
literature in the United
States.” But his influential oeuvre doesn’t
address Hispanic culture exclusively. In
Sokol’s thought-provoking interviews Stavans
is caught at the vortex where his Mexican,
Jewish, and American heritages meet.
Cloth $24.95
The Flight of
the Condor
Stories of Violence
and War
from Columbia
Translated and
compiled by
Jennifer Gabrielle
Edwards
“The dead in Colombia refuse to rest
quietly.”—Ilan Stavans
After decades of violence of all kinds, what
remains are the stories. History is revised and
debated, its protagonists bear witness, its
writers ensure that all the suffering has not
been in vain. These stories contain pain and
love, and sometimes even humor, allowing us
to see an utterly vibrant and pulsating country
amidst so much death and loss. THE AMERICAS,
ILAN STAVANS AND IRENE VILAR, SERIES EDITORS
Cloth $65.00 Paper $26.95
The Plays of
Josefina Niggli
Recovered Landmarks of Latino
Literature
Edited by
William Orchard
and Yolanda Padilla
“[This book] completes
the formidable task of
revitalizing the archive
of Mexican American author Josefina Niggli, a
writer whose production defies easy categorization but whose time has arrived.”
—Roberto Tejada, University of California
Cloth $75.00 Paper $29.95
San Juan
Ciudad Soñada
Edgardo
Rodríguez Juliá
Introduction by
Antonio Skarmeta
Todo el paisaje de mi infancia ha desaparecido . . .
Rodríguez Juliá is a lyrical guide to the history,
inhabitants, and culture of his native city of
San Juan, recalling scenes from his childhood
while chronicling the changes in the city.
Though superhighways have replaced the
winding lanes, Rodríguez Juliá evokes the
melancholy sweetness of remembrance as he
leads readers through his Ciudad Soñada, his
city of dreams.THE AMERICAS,
Copublished with Tal Cual Editores, San Juan
Spanish language edition, Paper $24.95
(Also published in an English edition
Cloth $45.00, Paper $19.95)
Other Spanish language titles are available
The University of
Wisconsin Press
at booksellers or
www.wisc.edu/wisconsinpress
feb/MAR2008
www. revistaprl.com
PRL La minoría hispánica
viene hallando su sitio
Ilan Stavans
The Brief Wondrous Life of
Oscar Wao
de Junot Díaz
Riverhead, 340 pp., US$ 24,95
E
n el último congreso internacional de la lengua española,
en marzo del 2007, en la ciudad
costeña de Cartagena de Indias,
la presencia del spanglish fue insignificante. No deja de sorprenderme que, con unos
cuatrocientos millones de hispano-parlantes en el mundo, el tema haya sido censurado. Hubo sesiones sobre el español en Estados Unidos, pero su carácter era más bien
morfológico. El tema del congreso, como
lo anunciaba el material publicitario, era
“Presente y futuro de la lengua española:
Unidad en la diversidad”. ¿En qué otro sitio
del planeta se perfila un futuro más desafiante para el idioma de Cervantes?
De vez en cuando, el director de la Real
Academia Española, Víctor García de
la Concha, en entrevistas periodísticas,
asegura que el spanglish no existe. Lo
mismo hacen algunos otros burócratas
de la institución, entre ellos Humberto
López Morales, secretario general de la
Asociación de Academias de la Lengua
Española. Supongo que ello se debe a su
conocimiento escaso de la realidad hispánica en los Estados Unidos, donde, según la oficina del censo, la minoría tiene
ya unos cuarenta y cinco millones, cifra
que rebasa la población entera de España,
ni qué decir de la de casi todos los países
de América Latina por separado. Otra posibilidad es conceptual. Me refiero a esa
vieja costumbre castiza, que se remonta
a la Inquisición, de no nombrar las cosas
que incomodan. Este encuentro entre el
inglés y el español no debe llamarse spanglish porque el mero acto de nombrarlo
implica reconocer su existencia. Lo que
existe es un menjurje, un cambalache
que Dios mediante desaparecerá en el
momento en que la minoría hispánica en
Estados Unidos aprenda, como es debido,
el idioma de Walt Whitman, sin olvidar,
por supuesto, el de Neruda. Es decir, dicha confusión no es otra cosa es una chapucería que media entre dos coordenadas
léxicas.
Es una posición débil. La comunidad
hispánica en Estados Unidos no es de reciente arribo. Su historia, amplia y diversa, se remonta a mucho antes de la llegada
de los peregrinos a Plymouth Rock en el
siglo XVII. Ha tenido momentos claves
como el Tratado de Guadalupe Hidalgo en
que México, al terminar la Guerra México-Norteamericana, le vendió a Estados
Unidos los territorios que hoy conforman
la región sudoeste del país. Le siguen la
Guerra del 98 y los incidentes en Sleepy
Lagoon y las agitaciones de los Zoot Suits.
¿Cómo es que luego de tantos años el español no ha desaparecido del todo como
vehículo de comunicación? El idish, el polaco, el francés, el alemán y otros idiomas
que usaban inmigrantes de Europa dejaron de existir como modelos viables hace
mucho tiempo. ¿Qué distingue al castellano de todos ellos?
Concuerdo en que el acto de nombrar al
spanglish –los sinónimos que la gente usa
a diario son ingañol, espanglish, espanglés,
espangleis o espanglis– automáticamente
lo legitima. Pero ¿de qué otra manera habría que referirse a esa transacción sintáctica, generalizada de la Florida a California, que se nutre del cambio de códigos,
de la traducción simultánea y de la procreación desmedida de neologismos no
registrados ni en el Diccionario de la Real
Academia ni en el Oxford English Dictionary? En sí el término spanglish surgió por
vez primera vez en los setenta en Nueva
York entre puertorriqueños radicados allí
desde la así llamada “Gran Migración” de
los años cincuenta. Por muchos años se lo
usó de forma despectiva para referirse a
hispanos (el patronímico es, en sí mismo,
un spanglicismo) que estaban perdiendo
su español, pero todavía no hablaban el
inglés perfectamente. Pero en las décadas
recientes el matiz semántico de la palabra
ha ido cambiando. Hoy el hablar spanglish
es motivo de orgullo, al menos entre la
gente de la clase media urbana. No existe un solo spanglish sino muchos: el de
los dominicanos, el de los nuyorriqueños,
los cubanos, los mexicanos, y demás. Entre spanglish-parlantes hay diferencias
de uso de acuerdo con la edad (los jóvenes, por ejemplo, tienen una jerga libre y
porosa), la ubicación geográfica, el nivel
educativo, y el momento de llegada a Estados Unidos.
Sobra decir que la polémica en derredor del spanglish es enconada. Yo mismo he estado en el ojo de la tormenta, lo
que me ha ganado todo tipo de epítetos.
De “insigne destructor del idioma, cuyo
mero nombre hace revolcar a Lebrija y a
Bello en su tumba” a “nefasto promotor
de la cátedra Cheech and Chong”. (Con-
fieso que estos ataques me entretienen).
Para mí, el spanglish es un híbrido lingüístico que anuncia un nuevo mestizaje,
la formación de una manera distinta de
entender la civilización hispánica, y, por
tanto, uno cuyos atributos son verbales y
así mismo raciales, sociales, culturales y
políticos. El spanglish no es un catálogo
de palabras y expresiones mal escritas
sino lo que en alemán se llama un weltanshuung.
Desde la época de los derechos civiles en
los sesenta, antes aun de existir un término para referírsela, se ha venido gestando
una literatura en spanglish que es rica y
multifacética y que incluye poemarios,
novelas, cuentos, ensayos y obras teatrales, así como películas y un sinfín de manifestaciones musicales, de Celia Cruz a
Ciprés Hill y Ricky Martin. Esa literatura
pululaba amenazante en la periferia en la
cultura norteamericana. A la estética callejera del Nuyorrican Poets Café a la que
pertenecen Miguel Algarín, Miguel Piñero y Tato Laviera se le suma la poesía de
Juan Felipe Herrera y la prosopopeya de
Ana Lydia Vega (Pollito Chicken), las transacciones electrónicas de Susana ChávezSilverman (Killer Crónicas), las versiones
espanglizadas de himnos nacionales y
canciones navideñas, y los rituales escénicos de performeros como Guillermo Gómez-Peña y Giannina Braschi. Esta última
es autora, entre otros textos, de “Pelos en
la lengua”, que sirve de manifiesto al movimiento literario que gira en derredor
del spanglish.
Todo este acontecer, repito, lejos del así
llamado mainstream. Pero ese mainstream
despierta ya a la nueva realidad del país,
lo que se nota en la manera como casas
editoriales de prestigio como Knopf, Harper Collins y Viking (parte de The Penguin Group) publican hoy por hoy libros
en spanglish que no requieren glosario.
Esto implica que el lector medio por fin
tiene acceso a estos textos híbridos y de
proveniencia geográfica distinta. Lo del
glosario es fundamental porque antes
todo volumen que incluía términos en
castellano requería una lista interpretativa, ya sea al final o como notas a pie
de página, que los clarificaba al lector no
entendido. Pero ya no. Estas casas editoriales asumen ahora que el público tiene
tal acceso al español que esta lista es innecesaria. O bien, prefieren dejárselo como
tarea al lector. A esta estrategia, en el ámbito editorial, se la llama sink or swimm:
sálvese quien pueda.
La bisagra en esta nueva ola literaria es
el escritor dominicano Junot Díaz. Nacido
en 1968, en Villa Juana, un barrio de Santo Domingo, Díaz inmigró a Nueva Jersey
en 1974. Su debut como escritor se llevó a
cabo en 1996, cuando publicó su colección
de cuentos Drown. (La fallida traducción
al español de Eduardo Lago se titula Negocios). Los relatos entrelazados tienen como
tema central la experiencia migratoria
dominicana. Siguen las aventuras del personaje central, Yunior, cuyo padre –como
el del propio Díaz– abandonó la familia
en la temprana edad del protagonista. El
libro está escrito en un inglés pedestre,
sincopado y juguetón que no pide perdón
por su nerviosa inestabilidad sintáctica.
Un spanglish nuevo, musical, asombroso,
que ni exalta ni ensombrece el castellano
o el inglés y que adquiere vida autónoma,
repleta de orgullo. Drown fue recibido de
manera entusiasta por la crítica y se convirtió en un éxito de ventas.
Díaz recibió un generoso adelanto monetario de la editorial Riverhead (The
Penguin Group). Tardó once años en acabar la novela. El resultado es un libro que
es muchos libros, una caja de resonancia
en la que es posible entrever ecos a mil y
una tradiciones narrativas. En una entrevista en la cadena de televisión pública
PBS que le hice1, Díaz habló de su método
de escritura. Dijo que, casi como Flaubert,
reescribe cada frase una, diez, cincuenta
veces, hasta que se siente conforme con
ella. Habló también de algunos de sus
modelos literarios, a quienes descubrió
mientras cursaba el bachillerato en Rutgers University, la universidad estatal de
Nueva Jersey. Su inspiración vino del poeta Pedro Mir, del novelista Viriato Sención, que escribió la controversial novela
Los que falsificaron la firma de Dios. Pero
el debate intelectual que terminó forjándolo más hondamente fue entre Stanley
Crouch y Toni Morrison, entre Alice Walter e Ismael Reed, autores afroamericanos
(Morrison, obviamente, galardonada con
el Premio Nobel) cuyo lenguaje es igualmente idiosincrático, nutriéndose del
Ebonics (esto es, Black English), el inglés de
los esclavos y el ghetto que no solamente
ha definido la literatura negra en Estados
Unidos, de W.E.B. DuBois al Harlem Re1
Abril 2003, parte del programa de PBS
Conversations with Ilan Stavans. La versión
transcrita aparece en el libro del mismo
nombre (Tucson, Arizona: University of
Arizona Press, 2005: 47-51)
PRL
naissance y de Richard Wright en adelante, y que sirve de vehículo para el rap, el
hip-hop y otros estilos musicales. El mapa
que el propio Díaz establece, incompleto
sin duda, es importante porque no apunta a la literatura hispánica en inglés (los
poetas nuyorriqueños, Oscar Hijuelos,
Sandra Cisneros, et al) sino a la afroamericana. Esa conexión es clave en el nivel
verbal en su primera novela, The Brief
Wondrous Life of Oscar Wao. La pirotecnia
estilística es hipnotizante: si se puede hablar del apogeo del spanglish, es en estas
páginas donde se lleva a cabo.
Pero la novela, a mi gusto, tiene otra raíz
igualmente esencial. Me refiero a Call It
Sleep, el clásico –delinea socialista, aunque marcado por el flujo de conciencia de
James Joyce al final de Ulises– de Henry
Roth, que apareció en 1934 y que, a pesar
de haber tenido buena recepción, fue olvidado hasta que lo reivindicaran Irving
Howe, Alfred Kazin y la generación de los
intelectuales neoyorquinos de los sesenta.
Como la de Díaz, la novela de Roth es una
narración sobre la inmigración, en este
caso la de los judíos al Lower East Side de
Nueva York. El personaje central es David
Scherl, un niño de diez años con un padre
tiránico, una madre abnegada, un vecindario repleto de secretos y pasiones, y una
ciudad, Nueva York, que lo envuelve en su
misticismo. El estilo que usa Roth ha sido
descrito como Yinglish, una mezcla de inglés e idish con resonancias a un tiempo
bíblicas y modernistas.
El protagonista de la novela es Oscar
de León, un muchacho dominicano en
Nueva Jersey, obeso, neurótico y obsesionado con el sexo, un depresivo maestro
sustituto que ama los libros, las tiras cómicas, las novelas de ciencia ficción y los
juegos electrónicos. “Our hero was not
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one of those Dominican cats everybody’s
always going on about –he wasn’t no
home-run hitter or a fly bachatero, not a
playboy with a million hots on his jock”.
Díaz, pues, se aleja del estereotipo norteamericano del beisbolista, el músico
sabroso y el truhán. Su personaje es “(still) a ‘normal’ Dominican boy raised in a
‘typical’ Dominican family, his nascent
pimp-liness was encouraged by blood
and friends alike”. Claro que, como es
de esperar, Oscar ni es típico ni tampoco
normal, simplemente porque no hay personaje novelístico de valor que así lo sea.
Su peculiaridad está en ser lo que uno de
los narradores define, de un solo golpe,
como “a GhettoNerd”. Oscar es víctima
de sus propias ambiciones (intelectuales,
sociales y sexuales) y de ese fukú que lo
rebasa y al final lo fulmina.
Como las de Morrison, la novela está
contada de manera polifónica, en un entramado de voces (incluyendo la de Yunior) que recuentan sus proezas y las de
su familia en la República Dominicana.
En la medida en que avanza la narración
y se traslada de Santo Domingo a Washington Heights, Paterson, New Jersey y
otros sitios, Oscar (apodado Oscar Wao
en un giro espanglizado con ecos a Oscar
Wilde) cede el escenario a otros personajes: su hermana, su padre, su abuelo el
patriarca Abelard Luis Cabral, amigos y
otras figuras aledañas. Y el enfoque no
es exclusivamente contemporáneo; de
hecho, Díaz, en su ambición novelística,
construye un mosaico multitudinario de
quinientos años de historia dominicana.
La novela quiere ser muchas novelas:
novela adolescente, novela condena, novela del dictador, novela épica, novela
posmoderna… Sus referencias, por eso,
tejen una telaraña que igual tiene de
Nabokov, Coetzee y García Márquez. De
Nabokov (Pale Fire) vienen las copiosas
notas a pie de página sobre la historia dominicana, en particular sobre Rafael Leónidas Trujillo, el tirano que sumió el país
en un marasmo insoportable, y destruyó
todo intento de libertad y democracia.
Ese juego de notas hace que la novela sea
de un enciclopedismo que compite con la
Internet pero también la torna irreverente, mordaz, elástica. Dice una nota en la
página 132:
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Márquez (Cien años de soledad) viene el
meollo de la trama, construido a manera de condena: no la del incesto que trae
como consecuencia un bebé con cola de
cerdo, pero lo que en la primera página
de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao se
describe como un fukú americanus, o, simplemente, un fukú:
In my first draft, Samaná was actually Jarabacoa, but then my girl Leonie,
resident expert in all things Domo,
pointed out that there are no beaches
in Jarabacoa. Beautiful beaches but
no rivers. Leonie was also the one who
informed me that the perrito (see first
paragraph of chapter one, “GhettoNerd at the End of the World,” wasn’t
popularized until the late eighties,
early nineties, but that was one detail
I couldn’t change, just liked the image too much. Forgive me, historians
of popular dance, forgive me!
… generally a curse or a doom of
some kind; specifically the Curse and
the Doom of the New World. Also called the fukú of the Admiral because the Admiral was both its midwife
and one of its great European victims; despite “discovering” the New
World the Admiral died miserable
and syphilitic, hearing (dique) divine
voices. In Santo Domingo, the Land
He Loved Best (what Oscar, at the
end, would call the Ground Zero of
the New World), the Admiral’s very
name has become synonymous with
both kinds of fukú, little and large; to
say his name aloud or even to hear it
is to invite calamity on the heads of
you and yours.
En cierto momento, al lector –o lectores–
se le interpela como a un tonto, un negro,
un ‘Níger’ (que no es lo mismo) y un platanero. Dichos términos hacen pensar en la
tradición literaria, también fecundada por
Nabokov (y que viene de Tristram Shandy y,
hacia atrás, del Quijote), en la cual el lector
es quien, en última instancia, es responsable por el entarimado artístico: tú, lector,
dime lo que piensas de Oscar. ¿Qué hago
con él en esta escena?
De Coetzee (Waiting for the Barbarians,
Foe y Disgrace) Díaz extrae el sarcasmo
con que el mundo civilizado resiste las
embestidas de la barbarie. Y de García
Oscar y toda su familia son víctimas de
ese fukú. A Abelard Luis Cabral le toca su
turno en 1946 y a su nieto, Oscar Wao, el
suyo décadas después, cuando regresa a
la República Dominicana en un romance
extramatrimonial y, como resultado, termina como blanco de un crimen.
Sin embargo, la novela de Díaz es, más
que nada, una odisea sobre la migración
y la vida trasnacional que vivimos en la
actualidad. La trama va y viene del Caribe a Estados Unidos y lo mismo hace el
spanglish con que se describe esa odisea.
Es por eso que el texto fundacional, a mi
parecer, es Call It Sleep. También allí el
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individuo es visto como el representante,
primero de una familia, luego de una minoría –en este caso, religiosa– y luego de
una nación. El enfoque de Díaz no es Oscar sino la nación dominicana en su totalidad, dentro y fuera de la isla, en su diáspora norteamericana, donde se inserta en
el acontecer hispánico pero mantiene su
unicidad.
Pero, a pesar de los aplausos de que
ha sido objeto The Brief Wondrous Life of
Oscar Wao, yo lo juzgo un libro desequilibrado. Con frecuencia los abultados
comentarios sobre cultura popular (los
Cuatro Fantásticos, X-Men y El señor de los
anillos), historia (se hace mención de Joaquín Balaguer, Mobutu, François “Papa
Doc” Duvalier y muchos más) y literatura
(a Julia Álvarez le va mal por In the Time of
the Butterflies y a Mario Vargas Llosa mucho peor por La fiesta del chivo), aunque
entretenidos, parecen fuera de sitio. Díaz
desglosa el avatar dominicano, como si su
editora en Riverhead le hubiera pedido
que por favor explicara quién es quién y
por qué –porque la mayor parte del público anglosajón ni siquiera sabe dónde
está la isla. La demás información da la
impresión de ser vomitada. Eso es lo que
ocurre a diario entre los jóvenes estadounidenses, cuyas referencias intelectuales son una masa inconexa que proviene
de la televisión, los videos, Hollywood, la
música (la hermana de Oscar es roquera)
y los deportes (ese último tema Díaz no lo
contempla).
Peor aun es la falta de originalidad de
la trama en sí. De hecho, la acción es casi
irrelevante. Oscar Wao sueña con fornicar
y debido a su gordura y al fukú no lo logra sino al final. El lector se cansa de seguirlo de una intentona a la otra. Se cansa
de verlo acometido por la depresión. Se
cansa de que el personaje sea tan pasivo,
aunque, obviamente, esa es la intención de
Díaz. Tengo la impresión de que su talento
cuaja mejor en el cuento. La concentración
que exige el género le permite enfocarse
en la sicología de un solo personaje en su
contexto.
Pero la hazaña de Junot Díaz es la hazaña del spanglish. Es en el nivel lingüístico
donde su genialidad es ineludible. Sus
dos libros son prueba de la elasticidad del
inglés y del impacto que siguen teniendo
sobre él las recientes olas migratorias. En
Estados Unidos el idioma se enseña en el
aula, se debate en la radio y la televisión, se
cataloga en diccionarios, siempre de manera abierta, flexible, democrática.
En ese sentido, Call It Sleep vuelve a ser
un punto de comparación. Cuando Henry
Roth publicó su novela, la Depresión estaba en su apogeo y no había empezado
la Segunda Guerra Mundial. Los inmigrantes judíos de Polonia, Ucrania, Rusia
y otras partes de la Europa del Este que
habían pasado por Ellis Island y se habían
asentado en la zona sur de Nueva York
abandonaban ya, lenta pero sólidamente,
la clase baja, para obtener una posición
más solvente en la jerarquía económica estadounidense. Esos recién llegados hablaban idish en casa. Sus hijos (la generación
representada por Howe y Kazan) lo enten-
PRL dían, pero en la calle y la escuela se comunicaban en inglés. A través de un proceso
de aculturación, fueron aclimatándose al
metabolismo del país.
Estoy convencido de que la razón por la
que la novela de Roth no tuvo éxito inicialmente es porque todavía no había un público que apreciara su sofisticación. Tres
décadas después, en los sesenta, cuando
Call It Sleep fue redescubierta, el panorama había cambiado. Por entonces los
judíos ya formaban parte del entarimado
social y podían reconocerse y reconocer
a sus ancestros en David Scherl. Lo que
es más, el inglés fluctuante que emplea
Roth confirmaba que sólo en la lengua de
Whitman podía esta migración plasmar
su ansiedad artística.
Lo mismo cabe decir de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao. La aparición de
la novela anuncia una nueva entelequia.
Por fin esa encrucijada de lo anglosajón y
lo hispánico, cuyo mejor vehículo de expresión es el spanglish, ha producido una
obra que, si bien no es del todo satisfactoria, consolida la estética de este mestizaje de manera valiente y desafiante.
De haber aparecido hace veinte o treinta
años, el libro de Díaz habría sido ignorado porque la minoría hispánica apenas
estaba hallando su sitio. Hoy ese sitio es
obvio. La influencia que ejerce dentro
del país y en las naciones en donde se originó la ola migratoria (en este caso, en el
Caribe) es categórica. La novela de Díaz
es, pues, un calidoscopio. Oscar Wao es
un Oscar Wilde ‘espanglizado’ que representa a más de cuarenta y cinco millones de inmigrantes cuyo impacto en
la vida norteamericana es hoy más fuerte
que nunca.
Vuelvo así a lo inicial. A diferencia del
spanglish que usan Ana Lydia Vega, Susana Chávez-Silverman, Juan Felipe Herrera
y los poetas del Nuyorrican Poets Café, el
idioma de Díaz denota un deseo de ser entendido por el mainstream. El vocabulario
está salpicado de términos peculiares y la
sintaxis tiende hacia lo arbitrario. El lector norteamericano promedio sin duda se
sentirá desorientado, pero no tanto como
para abandonar la lectura de jalón. Yo
creo que esa desorientación, por el contrario, lo hará sentirse cómodo, como si
estuviera dando un paseo por la Loisaida
en Nueva York o la Calle Ocho en Miami.
O me equivoco: lo hará sentirse tranquilo
y contento porque el spanglish de Díaz ya
no tiene una dirección geográfica específica. Es de Paterson y Washington Heights
y del Internet y la música y la cultura popular… Es decir, se trata de un spanglish
trasnacional, universal, de todos y para
todos, digan lo que digan el señor Víctor
García de la Concha y la Real Academia
Española.
Ojalá que se le preste atención en el
próximo congreso de la lengua española. Porque al fin de cuentas, lo que Junot
Díaz hace magistralmente es llamar las
cosas por su nombre –en spanglish. Confirma mi impresión de que lo mejor de la
literatura latinoamericana está por venir,
pero no en la América Latina sino en Estados Unidos.
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feb/MAR2008
Así debe ser Latinoamérica
Pablo Alabarces
Imágenes de un imperio.
Estados Unidos y las formas de
representación de América Latina
de Ricardo D. Salvatore
Buenos Aires, Sudamericana, 2006,
191 pp., US$ 24.93
Looking South. The Evolution of
Latin Americanist Scholarship
in the United States, 1850-1975
de Helen Delpar
Tuscaloosa, The University of Alabama Press, 2008, 304 pp., US$ 50
E
n 1943, la factoría de Walt Disney
estrenó un largometraje novedoso, no por la técnica ni por los
personajes: se trataba de la misma animación que lo había hecho famoso
por lo menos desde La bella durmiente, y la
figura que conducía lo que compasivamente llamaremos trama era el Pato Donald, a
esa altura un ícono de la cultura de masas
americana. La novedad consistía en que las
cuatro partes que, entretejidas, construían
el film, transcurrían íntegramente en América Latina. La primera ilustraba una visita
de Donald al Lago Titicaca, en el límite entre Bolivia y Perú, lo que le permitía al pato
exponer la vida de las culturas andinas y de
sus animales típicos (más concretamente:
una llama algo caprichosa). La segunda la
protagonizaba Pedro, un avioncito-correo
humanizado que mostraba los avatares de
la naciente aviación postal en las inmensas
e inclementes tierras sureñas, intentando
volar desde Chile a la Argentina a través de
los Andes. El tercer segmento, “El Gaucho
Goofy”, nos presentaba a Goofy (Tribilín,
por estas tierras, merced a la inventiva de
nuestros traductores) disfrazado de gaucho
argentino, aunque su vestimenta recordaba
demasiado a los cowboys que la iconografía
hollywoodense nos había acostumbrado a
reconocer a primera vista. No en vano, en
las notas que acompañan la información
sobre este film en Wikipedia se afirma que
“Gaucho is the denomination for cowboys in
South America Pampa region”. Finalmente,
en la cuarta y última sección de la película,
Donald descubría a un nuevo personaje,
destinado a reaparecer en más de un film:
un simpático loro-papagayo brasileño, José
Carioca, que le presentaba las maravillas
de Rio de Janeiro –las paisajísticas y las humanas: más precisamente, las femeninas–.
La parte se titulaba “Aquarela do Brasil”, y
llevaba como banda sonora la celebérrima
samba de Ary Barroso.
El film se tituló Saludos amigos, en español en el original inglés. No conforme con
tamaño gesto, se estrenó en Buenos Aires y
Observar, registrar, clasificar.
Rio de Janeiro (en este caso, como Aló amigos) casi simultáneamente, en agosto de
1942, seis meses antes de su estreno estadounidense. Pero la saga de Disney en América Latina no terminó allí: el 21 de diciembre
de 1944 se estrenó en México Los tres caballeros (nuevamente, antes de su estreno en
Estados Unidos, que ocurrió en febrero de
1945, simultáneamente con su lanzamiento
en Brasil). Ahí se reproducía la estructura
episódica, otra vez hilvanada en torno del
Pato Donald (a esa altura, un experto viajero): en este caso, se trataba del festejo del
cumpleaños de Donald, que recibía como
regalo una pantalla sobre la que se comenzaba a proyectar dos cortometrajes, “The
Cold-Blooded Penguin” y “The Flying Gauchito”. En el primero, el pingüino Pablo intentaba escapar de los fríos antárticos sobre
un iceberg, con proa a las playas tropicales
del continente. En el segundo, la precisión
informativa de la producción de Disney hacía agua: un pequeño gauchito escalaba los
Andes (¿algún sobrante de dibujo de la película anterior?) y encontraba un burrito alado, con el que comenzaba a correr carreras
campestres de caballos. Con las alas tapadas
por un oportuno “poncho”, gaucho y burro
eran objeto de las desalmadas burlas de sus
competidores, hasta que en el momento decisivo el animal comenzaba a volar y vencía
fácilmente. El problema es que el gauchito,
según se afirma en el film, era uruguayo, lo
que implicaría que para encontrar al burro
debió recorrer unos 1500 kilómetros, dis-
tancia que separa la pampa uruguaya de los
Andes argentinos…
El resto era más previsible. Aguijoneado
por el éxito de su primera visita brasileña,
Donald es nuevamente conducido por José
Carioca, pero en este caso a Salvador, la maravillosa capital del estado de Bahía (título
del segmento), donde los amigos culminan
bailando samba pero intercalados en la
coreografía y el canto de Aurora Miranda,
a la sazón hermana menor de la celebérrima Carmen Miranda, quien ya desplegaba
los estereotipos brasileños en la cultura de
masas norteamericana –sintetizados por
partes iguales en su físico exuberante y en
su tocado con frutas. Una nota de color, o a
la inversa: en toda la coreografía no aparece
un solo danzarín negro, a pesar de que el
noreste brasileño, y en especial Bahía, es el
foco de la cultura afro-brasileña.
Para finalizar, el film ampliaba sus horizontes incorporando al “representante”
mexicano, Panchito Pistolas, un gallo gritón, algo prepotente, perennemente armado con sus pistolas, pero amante de las
fiestas, los amigos y las mujeres. Es decir,
un típico mexicano, según el universo que
estamos describiendo. La sección, última de
la película y del prolongado viaje de Disney
por el subcontinente, incorpora tanto las
celebraciones navideñas de los niños mexicanos –que reproducen el peregrinar de
María y José en el nacimiento, con lo que
señalan la fuerza del catolicismo en el país–
como las piñatas (Donald debe romper una,
con lo que concluye su cumpleaños). Pero
en el curso del viaje –que Donald, Carioca y
Pistolas hacen en una alfombra mágica, posible tributo al orientalismo dominante–,
se hacen un tiempo para visitar Acapulco,
donde Donald, que ya viene conmocionado por la visión de las bahianas brasileñas,
directamente llega cerca del delirio con la
contemplación de las bañistas latinas.
En suma: con pingüinos, burritos, aviones, montañas inmensas, llamas caprichosas, indígenas cansinos, gauchos uruguayos
o cowboys agauchados, loros brasileños y
gallos mexicanos, carmenaurorasmirandas
con o sin frutas, y muchas mujeres bellas y
sensuales –pero, recordemos: sin un solo
negro o negra–, Disney sintetizaba el continente. Lo exponía, lo caracterizaba, lo representaba. Y en ese movimiento, presuntamente, lo conocía, para que de esa manera lo
conociera su público.
Esta operación Disney tiene, además, una
trama expuesta y otra escamoteada: la primera es que ambos films suceden a un viaje
del propio Walt Disney a Latinoamérica en
agosto de 1941, durante dos meses. La información escamoteada, o más ignota, es
que ese viaje fue organizado por el Departamento de Estado norteamericano, como
parte de la política de Buena Vecindad (Good
Neighbour) imperante en esos años. En su
transcurso, Disney visitó, junto con un completo equipo de dibujantes, fotógrafos y
animadores, Brasil, Uruguay (y de allí nuestro gauchito volador pero geográficamente
ignorante), Argentina y Chile, para luego
regresar por barco desde Valparaíso. Un
documental sobre esta visita acompaña las
ediciones comerciales de Los tres caballeros,
pero también se puede consultar las fuentes
de la propia Walt Disney Family Foundation (que acepta explícitamente el dato del
financiamiento estatal).
No he podido volver a ver ese documental, que conocí hace varios años, justamente
mientras trabajaba sobre estereotipos argentinos y brasileños. Mientras escribo esto, las
imágenes se agolpan en mi memoria: la recepción triunfal, con multitudes reclamando autógrafos, con presidentes y dignatarios
sonriendo a cámaras acompañados por el
creador de Mickey Mouse… Hay un dato que
sobresale, que me resulta inolvidable: en Argentina, Disney se entrevista con Florentino
Molina Campos, por ese entonces el ilustrador gauchesco más popular, a través de sus
colaboraciones en periódicos y especialmente con sus dibujos para los almanaques de la
empresa textil Alpargatas, que lo difundían
por todo el país. Disney comparte reuniones
con Molina Campos, se obsequian dibujos
mutuamente; Disney toma apuntes que uno
puede reconocer en los rasgos excesivos de
los gauchos de “The Flying Gauchito” (especialmente, las narices: las narices de Molina
Campos son inconfundibles), aunque no en
feb/MAR2008
Goofy –como dijimos, un cowboy–. Pero
tampoco puedo olvidar que, aunque en el
documental no existe referencia alguna, ese
viaje de Disney construyó uno de los grandes
mitos de la cultura de masas argentina. Cuenta la leyenda que el viaje incluyó un traslado
a la Patagonia, a la ciudad de Bariloche: más
precisamente, al Bosque de Arrayanes, en la
península de Quetrihué. Allí, los apuntes de
Disney, fascinado por el paisaje boscoso, habrían sentado las bases para los fondos del
film Bambi, de 1942. Colonialmente homenajeado por la cultura local, el bosque presenta hoy día una pequeña cabaña conocida
como la casita de Bambi, afirmando sin lugar
a dudas u objeciones ideológicas que allí estaba la fuente de inspiración del dibujante.
Pero es preciso volver al dato político. El
contexto de la Segunda Guerra Mundial y
la influencia del Eje en las sociedades latinoamericanas habría determinado el viaje,
como forma de obtener simpatías hacia la
cultura norteamericana. Esto aparecía especialmente crucial en la Argentina, donde
las simpatías nazis eran más preocupantes.
Afirma J. B. Kaufman, biógrafo de la Disney
Foundation, que los artistas anteriormente
enviados para estrechar vínculos y publicitar el american way of life vía el influjo de
Hollywood mostraban “insulting manners
and demands”, que granjeaban más antipatías que adhesiones. La elección de Disney
como embajador cultural itinerante era, entonces, perfecta: Walt no se cansa de firmar
autógrafos, sonreír para las fotos y dibujar
incansables Mickeys y Donalds. Disney desplaza, además, por naturaleza, todo asunto político: porque lo que pone en escena
es el mundo de la infancia, por definición
un mundo de toda pureza, a-económico,
asexuado, ajeno a toda conflictividad, como
treinta años después argumentarán Ariel
Dorfman y Armand Mattelart en su célebre
Para leer al Pato Donald, publicado en el contexto del gobierno de Salvador Allende y la
Unión Popular chilena.
De este juego de viajes, representaciones y
estereotipos nos resta una mención: Wikipedia sostiene que el historietista chileno
René Ríos (más conocido como ‘Pepo’) quedó muy molesto con que el avioncito Pedro
fuera el único carácter que su Chile inspirara a Disney: en respuesta, creó su personaje
Condorito, que se transformara con los años
en el personaje más exitoso de la historieta chilena. Así, los estereotipos coloniales,
asexuados y puros de Disney fueron complementados con los estereotipos nacionalistas, sexistas, machistas y conservadores
de la historieta local.
Y todo esto ocurrió antes del golpe de
Pinochet, en 1973, financiado y co-organizado por el Departamento de Estado norteamericano.
Inevitablemente, hablar de imágenes, representaciones y estereotipos implica hablar de conocimiento, de los modos en que
una cultura conoce a otras y se presenta a sí
misma para sí y para la mirada ajena. Y consecuentemente, implica hablar de política,
porque siempre hay dos culturas en juego.
Aun en el solipsismo que siempre se le achaca a la cultura estadounidense hay mucho de
narcisismo, y por consiguiente una orientación hacia el otro, hacia la mirada del otro:
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la cultura estadounidense fabrica imágenes
para verse a sí misma –para regodearse y
celebrarse, o incluso para criticarse–, pero
también para difundir esas imágenes –y
sus relatos– en el resto del planeta. A la vez,
desde muy temprano construye imágenes
y narraciones sobre los otros, inventando
diversas otredades más exóticas, más pintorescas, más cautivantes, más estigmatizadas,
según el caso. No hace falta ir muy lejos ni
rastrear en bibliotecas especializadas: alcanza con recordar las decenas de films con los
que Hollywood ha tapizado el anti-islamismo después del 11 de septiembre de 2001. Y
en este ejemplo queda claro: la relación entre
dos culturas, cuando sus imágenes se ponen
en contacto, no puede ser sino política, porque el contacto implica relaciones de poder
y necesariamente esto politiza –más explícita o más implícitamente– el juego. Entre
dos máquinas de representación, entre dos
arsenales de imágenes, siempre se juega el
poder: una de las dos posee mayor capacidad de imponer sus imágenes, las propias
y las ajenas, como legítimas, y subordinar
las otras. Lo que hace muchos años Edward
Said llamó orientalismo: la invención –en
este caso europea, más que estadounidense,
aunque con su gentil y activa colaboración
especialmente en el siglo XX– de una imagen de Oriente, a través de la construcción
de relatos e iconografía que se transforman
en descriptivas y prescriptivas –así debe ser
Oriente– por efecto del poder colonial de las
potencias imperiales.
Para eso actúa una larga serie de actores: las
fuerzas militares, claro, pero especialmente
los viajeros, los intelectuales, los narradores,
los científicos, los antropólogos. El objetivo
central es la reducción de la enorme complejidad de cualquier cultura a una serie de estereotipos que permitan su “conocimiento”
inmediato, la clasificación en paradigmas
reconocibles y por ende controlables, previsibles. Se ve en el viejo caso de la Crónica
de Indias americana: cuando los españoles
intentaban comprender los templos aztecas,
los llamaban mezquitas. Aunque el estereotipo sea pura reducción de la complejidad
de lo real a ciertos rasgos esquematizadores,
su poder como descriptor de la realidad no
es deleznable: luego, todos los árabes pasan
a ser terroristas, los argentinos, pedantes;
los brasileños, sensuales, y los rusos, borrachos. En ese movimiento que transforma
simplificaciones en verdades asumidas e
indiscutibles, los medios de comunicación
son factores inclaudicables: distantes de la
argumentación sofisticada de la sociología o
la antropología, la cultura de masas construye y reproduce estereotipos con una eficacia
digna de mejor causa, a veces tildándolos de
conocimiento sociológico –para no hablar
de las ocasiones en que el conocimiento académico se estereotipifica: por ejemplo, los
cultural studies vueltos populismo neoconservador.
En esa línea, Ricardo Salvatore acierta
cuando afirma que “tanto los antiguos estudios del imperialismo como su renovación
bajo la forma de estudios de la dependencia
continuaron enraizados en conceptualizaciones esquemáticas, rígidas y limitadas
acerca de lo que constituye la dominación/
hegemonía colonial o neocolonial”. Las ex-
plicaciones de las relaciones entre América
Latina y Estados Unidos se rigen así por
monocausalismos conspirativos, generalmente reducidos a la intervención militar o
al neocolonialismo económico. En la línea
interpretativa sugerida por el orientalismo
de Said, Salvatore intenta en cambio reconstruir la trama de las máquinas representacionales, concepto que toma de Stephen
Greenblatt (Marvellous Possessions, de 1991),
los artefactos que construyeron imágenes
latinoamericanas hasta 1945 en la cultura
norteamericana. Es decir: las máquinas de
producción de estereotipos –antes de la llegada de Disney a Rio de Janeiro.
“Observar, registrar, narrar, fotografiar,
cartografiar, imprimir, clasificar, exhibir
(…)” son las operaciones, en soportes distintos, que Salvatore analiza. Las Ferias Internacionales de finales del siglo XIX, el naciente
periodismo de masas, los cartógrafos, los
viajeros, los entrepeneurs, los constructores
de ferrocarriles, los arqueólogos, los acumuladores de saber y archivistas: todos ellos son
los operadores de una gigantesca empresa de
“conocimiento” que construye, en ese movimiento, la legitimidad para su intervención
–a diferencia del imperio español, basado
únicamente en la expoliación. Salvatore señala con agudeza que esta operación es más
visible en Suramérica, donde la política del
garrote (el Big Stick, la intervención lisa y llana que asolara América Central por lo menos
desde 1898 en la invasión a Cuba) era menos
practicable. Conocer se presenta, en este desarrollo, como la mejor garantía del éxito en la
intervención comercial e ideológica: la venta
del american way of life traducido en bienes,
cultura de masas o credos puritanos.
Pero conocer se reduce a la construcción
de representaciones que, a la vez, pueden
ser variables. Así, desde la pintura que reduce toda Suramérica a primitivismo indígena y repúblicas infantiles en el siglo XIX
al “realismo” del dato económico para las
inversiones de capitales, Salvatore historiza
los modos hegemónicos de representación a
lo largo de un siglo, en relación también con
las tecnologías dominantes: el peso de la fotografía terrestre y la aérea a partir del siglo
XX –el momento de articulación neo-imperial de la máquina representacional, entre
1890 y 1920– es sagazmente analizado.
Salvatore no centra su historia en las disciplinas académicas. La importancia de una
figura como Hiram Bingham, el conductor
de la Expedición Peruana de la University of
Yale entre 1911 y 1915 que descubriera las
ruinas de Machu Picchu, es leída en la serie
completa de las máquinas representacionales y no en cuanto arqueología o antropología. Así, Salvatore deja de lado una posible
articulación de su trabajo –y esto no suene a
reproche: la elección del libro es otra–: la de
entender también la producción académica
de conocimiento científico como operación
orientalista o decididamente neo-imperial.
Es lo que afirma Perry Anderson en La cultura represiva: aunque la academia británica
no había generado ningún saber de totalidad en el siglo XIX, se dio el lujo de inventar
la antropología… para administrar mejor
sus colonias.
Esa es en cambio la elección de Helen Delpar: una historia del conocimiento acadé-
PRL mico estadounidense sobre América Latina.
No la cultura de masas o la fotografía aérea
o los viajes de Charles Lindberg o las excursiones de Disney: lo que ocupa a Delpar son
los departamentos latinoamericanistas, los
LASA (Latin American Studies Association
International Congresses, para el neófito,
de los que ya se han hecho veintisiete), las
políticas de subsidios a la investigación, las
fluctuaciones políticas de los académicos
en relación con las trasformaciones latinoamericanas. En ese sentido, sus objetivos se
cumplen: el trabajo es minucioso, informado, completo, aunque su limitación a 1975
como tope evita las últimas tres décadas y
consecuentemente un período riquísimo
para el campo, el del exilio, la migración
masiva y la latinoamericanización de Estados
Unidos.
Pero mis objeciones son otras. Aunque el
libro de Delpar y el de Salvatore comparten
de manera notable sus preocupaciones generales –ampliamente, las relaciones entre
Estados Unidos y América Latina en una
perspectiva histórica–, las diferencias que
estoy señalando implican que se trata de
textos complementarios y no confluyentes o
polémicos. Ambos libros no dialogan, sino
en el vacío. Las bibliografías son radicalmente otras. Una ausencia en el sistema de citas
de Delpar se revela como crucial, y es la de,
justamente, Said. Faltando este, la misma
noción de orientalismo –que organiza el texto de Salvatore– brilla por su ausencia, y el
conocimiento de América Latina se vuelve,
peligrosa e inocentemente, solamente eso.
Delpar señala con claridad que los estudios
latinoamericanistas son producto de la invención de los Area Studies en las universidades norteamericanas, en relación con avatares políticos que privilegiaron a los países
bálticos y a la vieja URSS durante la Guera
Fría, y a América Latina a partir del triunfo
de la Revolución Cubana de 1959. Pero no
cita –ni utiliza– a Said, que cuestiona el origen y el desarrollo mismo de esos estudios
(ver, por ejemplo, su “Representar al colonizado. Los interlocutores de la antropología”,
de 1989, y reproducido en español en 1996,
donde afirma que en los estudios contemporáneos sobre otras culturas “hay una ausencia casi total de referencias a la intervención
imperialista norteamericana como un factor
que afecta la discusión teórica”).
Conocer encubre, detrás de la inocente
pretensión cognoscitiva, una operación
política. Incluso en el conocimiento académico: es imprescindible una reflexividad
intensa, implacable, para evitar caer en las
autojustificaciones que omitan el dato de
las relaciones de poder involucradas en toda
investigación. Cuando ese conocimiento
implica las relaciones asimétricas y neoimperiales entre Estados Unidos y América
Latina, el analista debe aguzar, a la vez, su
reflexividad y su mirada crítica. Detrás de
Bingham y la invención del Imperio Inca,
está el indigenismo vulgar; detrás de Lindbergh y la fotografía aérea, están la compra
de tierras y la expansión del capitalismo
norteamericano; detrás de Disney, está la
reducción de América Latina a sensualidad,
indigenismo, gauchismo y tropicalismo; a
pedritos, josés cariocas y panchitos pistolas.
Y ésa es la operación política.
PRL
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feb/MAR2008
Borrow, Ford, y la
invención de España
Tom Burns Marañón
The Invention of Spain - AngloSpanish Cultural Relations,
1770-1870
de David Howarth
Manchester, University of Manchester Press, 2007, 256 pp., US$ 85
E
l 6 de enero de 1836, habiendo
cruzado el plácido país de Portugal desde Lisboa montado en
una “triste mula, sin riendas ni
estribos”, George Borrow, agente de la British and Foreign Bible Society, se acercó al
amplio pero poco caudaloso río Guadiana,
a la fronteriza ciudad de Badajoz, enclavada en la lejana orilla, y “a la romántica, a la
caballeresca y vieja España”. Si uno se cree
todo lo que escribió Borrow en su espectacular bestseller The Bible in Spain, su llegada a la agreste tierra hispana debió perturbar a los lugareños. Borrow, que pronto
sería conocido como “don Jorgito el Inglés”
y, más específicamente, como “don Jorgito
el de las biblias”, vadeó el Guadiana subido en su decrépita cabalgadura al grito de
“¡Santiago y cierra España!”. Comenzaron
en aquellos momentos los que llamó “los
años más felices de mi existencia… [en] el
país más espléndido del mundo”. Bienvenidos sean todos a la invención de España por
intrépidos extranjeros del XIX, la mayoría
de ellos ingleses, que fueron conocidos por
los españoles como los ‘Curiosos Impertinentes’. Entre los muchos relatos, o fábulas, de paseos por España en aquel siglo, el
más popular y el único permanentemente
reeditado es el Bible que escribió don Jorgito. El diminutivo, dicho sea de paso, era
irónico o cariñoso, según se mire, puesto
que el agente de la poderosa sociedad victoriana de propagación del protestantismo
en su versión anglicana era una torre de
hombre, y el español medio de la época no
le llegaba al hombro. Como extravagante
escritor de lo que hoy llamamos faction,
muy pocos han estado a su altura.
Borrow se emborracharía de España a
lo largo de los próximos años repartiendo los sagrados textos de la “verdadera
religión” a libreros liberales y desafiando
bandoleros, curas y partidas de apostólicos Carlistas. Compartió el camino con
los arrieros, montado ya, como consumado jinete que era, en un magnífico corcel,
y el rancho con los gitanos, discutiendo
con estos los misteriosos “asuntos de
Egipto” que le interesaban sobremanera.
A mediados de 1838 el gobierno cerró la
librería que había inaugurado en Madrid,
confiscó sus biblias y le detuvo. Puesto
en libertad sin cargos poco después, Borrow volvió a sus andanzas y aventuras:
“montaré mis caballos, que relinchan en
la cuadra, y me iré a recorrer en persona
los pueblos y las llanuras de la polvorienta
España”. Borrow explicó a sus lectores que
los “genuinos españoles” se hallaban en
pueblos apartados y solitarios. En ellos el
viajero encontraría “la gravedad en el porte y la caballeresca disposición de ánimo
que se dan por destruidos por la sátira de
Cervantes; y allí oirá, en la conversación
de cada día, esas expresiones grandiosas
que son objeto de mofa, como exageraciones ridículas, al encontrarlas en los libros
de caballería”.
Los Curiosos Impertinentes fueron la
punta de lanza de una fascinación entre los
ingleses sobre todo, pero también entre los
americanos (véase Washington Irving) y
por supuesto, entre los franceses, cuyo Curioso campeón fue Théophile Gautier, por
lo que ellos mismos llamaron Las Cosas de
España. Su folclórica búsqueda de “genuinos españoles”, y su afán por situarlos en
un escenario conforme con las románticas
ideas preconcebidas que albergaban sobre
España, permiten un riquísimo estudio
sobre el cruce de culturas. David Howarth
se centra en los ingleses que se interesaron
mucho por España a partir de lo que ellos
llamaron The Peninsular War, en la cual
murieron 40000 de sus paisanos luchando
contra los ejércitos de Napoleón; y lo que
los españoles conocen como la Guerra de
Independencia contra los franceses y, también, como el levantamiento del pueblo en
armas contra los gabachos y la creación, a
trancas y barrancas, de una España constitucional.
Howarth, curioso como el que más y documentado como pocos, abarca en su libro
no solamente a los literatos viajeros. Se interesa por cómo los británicos estudiaron
la historia de España justo cuando el Reino Unido comenzaba su irresistible ascenso imperial; por su percepción política de
la lucha hispana entre liberales y la santa
tradición del carlismo a partir del primer
tercio del XIX y el consiguiente debate
que provocó entre progresistas y tories británicos; por el impacto que tuvo España,
a través del Cardenal Nicholas Wiseman,
primer arzobispo de Westminster, nacido
en una familia irlandesa afincada en Sevilla, en el reestablecimiento de la jerarquía
católica en Inglaterra; por la audiencia que
tuvo en Inglaterra antipapista José María
Blanco Crespo, el renegado canónigo de la
catedral de Sevilla que se reinventó como
el protestante Joseph Blanco White; por la
intrigante influencia que tuvo el “puro”
gótico hispano, que emerge con naturalidad del románico, sobre el victorian gothic
tan querido por el High Church del XIX
británico, y por el creciente interés que
despertaron Murillo, Velázquez y –tardíamente– El Greco y Goya en críticos, marchantes, coleccionistas y artistas del Reino
Unido. Este último cruce cultural es particularmente interesante: en algún momento los ingleses cayeron en la cuenta de
que la escuela española no era, de manera
alguna, un sucedáneo de la italiana.
Es un abanico muy amplio el que abre
Howarth, y el hilo central de su narrativa
es el encuentro y, sobre todo, el desencuentro entre dos pueblos y dos sensibilidades.
Los españoles “inventaron” el Nuevo Mundo al “descubrirlo”. Dos siglos después, los
ingleses, nuevos conquistadores y “descubridores” a la vez, “inventarían” una España caída en la decadencia por aquello del
imperial over-stretch. Fue un choque de culturas que dice más, como suele ocurrir, de
los “inventores” que de los supuestamente
“inventados”. Howarth acaba su muy valioso estudio con una lacónica frase que
apruebo sin reservas: “The invention of
Spain was a confirmation of prejudice, never
a broadening of the mind”.
Marcelino Menéndez Pelayo, el docto
políglota, severo autor de Historia de los
heterodoxos y relator de una España que
juzgó como luz de Trento, espada de Roma
y martillo de herejes, consideró a Borrow
un “personaje estrafalario y de pocas letras”. Admitió, sin embargo, que el relato
de don Jorgito era “disparatado y graciosísimo… capaz de producir inextinguible
risa en el más hipocondríaco leyente”. The
Bible in Spain, una esperpéntica mezcla de
historias imaginadas, deseadas y reales, le
ganó a Borrow una fama literaria imperecedera. Publicado en 1843, se agotaron
seis ediciones de mil ejemplares en tres
volúmenes y otra de diez mil ejemplares
en dos volúmenes en el año de aparición.
Dos años después, Richard Ford publicó
con parecido éxito su monumental Handbook for travellers in Spain and readers at
home, fruto de una estancia anterior a la
de Borrow y de un similar recorrido por
las highways y los byeways de España. El
año siguiente publicó una versión abreviada del grueso Handbook bajo el título
de Gathering from Spain, que fue aun más
popular.
Al contrario de Borrow, que fue hijo de
un sargento chusquero, y un autodidacta
que, después de abandonar el hogar familiar de adolescente, llegó a hablar, leer y escribir dieciséis idiomas, incluidos el manchú, el hebreo, el euskera y el caló gitano,
Ford era el perfecto “milord”. Era muy
culto, al haber aprovechado con brillantez
su paso por el colegio de Winchester y la
Universidad de Oxford, rico por familia
y casado con una heredera. Ford instaló
a su familia y a sus criados en un palacete sevillano en 1830 porque los médicos
aconsejaban un clima cálido para mejorar
la salud de su mujer. Él se dedicó a visitar
todos los lugares donde estuvo su héroe el
Duque de Wellington batallando contra
la grande armée napoleónica. Lo hizo a
lomos de una jaca cordobesa y disfrazado
de campesino serrano con zamarra, faja,
manta y sombrero calañés, que es el sombrero de ala vuelta hacia arriba que lucía
el bandolero José María Hinojosa Corbacho, el ‘Tempranillo’, conocido como el rey
de Sierra Morena. En las alforjas de Ford
nunca faltaban blocs para tomar apuntes
y realizar bocetos y aguafuertes. Al igual
que Borrow unos años más tarde, Ford pasaba jornadas enteras con los arrieros, esos
muleros transportistas y trashumantes del
“arre, arre” y con ellos, al anochecer, metió
su cuchara en los pucheros de las posabas
de medio país. Así conoció España palmo
a palmo por puro placer.
Conviene detenerse en estos dos aventureros, auténticos old age travellers ambos, porque la invención de España tiene
nombres y apellidos. Los suyos fueron los
principales. Ford se interesó mucho por el
hecho de que el inclasificable Borrow, a
quien llamaba el ‘Gitano’, había recorrido
sus mismos pasos por sierras y estepas haciendo proselitismo protestante. Decidió
que don Jorgito tenía materia sobrada para
escribir lo que hoy se llama un potboiler y
le presentó a su amigo John Murria, que
sería el editor tanto del Bible como del
Handbook. “Una y otra vez mi consejo es
evitar un prosa refinada… la poesía tiene
que ser completamente evitada”, escribió
Ford a Borrow. “Sé fiel a ti mismo, a lo
que has visto y a la gente con quien te has
entremezclado… danos aventuras… brujería, judíos, callejeos y el interior de las
cárceles españolas –cómo entraste y cómo
saliste”. Borrow siguió al pie de la letra los
consejos del inesperado y refinado mentor
que le había salido al encuentro. Con su
amigo Murray, un pionero de la edición
moderna, Ford se deshizo en elogios sobre
Borrow. The Bible in Spain, le escribió, sería
“una extraña mezcla de gitanos, judaísmo
y aventuras misioneras... Puedes estar se-
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George Borrow Society
“The Tower of the Comares, the Alhambra, Granada” de David Roberts.
National Library of Scotland.
“Chapel of the Nunnery of the Virgin at Carmona” de David Roberts Trustees of the National
Library of Scotland.
“The Early Career of Murillo, 1634” de John Phillip.
Christie’s ImagesLTD.
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guro de que el libro venderá. Borrow te va
a poner huevos de oro”.
Lo que, por su parte, Ford entregó a Murray fue toda una erudita enciclopedia,
escrita con gran fluidez y aderezada con
juicios subjetivos, a veces certeros y a veces
meros prejuicios imbéciles, sobre el país y
el paisanaje español. El Handbook trata de
la historia de España y de su geografía, de
sus costumbres y su refranero popular, de
su arte y su arquitectura, de los motivos de
su secular retraso económico, del nocivo
efecto del clero (Ford, como todo buen tory
británico, tuvo una permanente y aguda
animadversión por la iglesia de Roma), de
la lánguida inutilidad de la aristocracia
y de las clases dirigentes españolas (Ford
despreciaba a sus homónimos hispanos) y
de un sinfín de cuestiones más.
De la misma manera que animaba a Borrow a poner negro sobre blanco, Ford tenía muy claro el libro que escribiría sobre
el país que había “descubierto”. A su vuelta
a Inglaterra, tardó casi una década en completarlo y puso manos a la obra en una torre al estilo mudéjar que mandó construir
en su casa de campo cerca de la ciudad de
Exeter. Ford le puso el nombre de La Madriguera a su torre/estudio y la rodeó de
pinos y cipreses traídos de Andalucía, algunos de los últimos trasladados desde los
jardines del Generalife de Granada que él
conocía muy bien porque pasó una temporada viviendo en la mismísima Alhambra.
Para escribir, Ford se enfundaba en una
chaqueta de piel y lana de merina negra
que utilizaba en sus paseos a caballo por
España. Era el atuendo, y el lugar, idóneo
para recrear un país exótico que había visitado años atrás.
Ford quería introducir el último territorio virgen en Europa a sus acomodados
paisanos que ya tenían el Grand Tour, el
triángulo Alemania, Italia y Francia, muy
visto. “Aquí, ciertamente, encontrará terreno abonado –explicó en su Handbook–,
todo el que quiera en estos tiempos de tan
escasas novedades publicar algo nuevo:
hay paisajes para llenar una docena de
portafolios y asunto para una veintena de
volúmenes en cuarto. ¡Cuántas flores se
marchitan sin figurar en ningún tratado
de botánica! ¡Cuántas rocas se deshacen
sin que se las mencione en la geología!
Cuántos paisajes dignos de ser dibujados,
cuántos osos y ciervos que cazar, cuántas
truchas que pescar y comerse, cuántos valles tienden su pecho deseosos de abrazar
a sus visitantes ocultos, cuántas bellezas
vírgenes desconocidas hasta ahora esperan al feliz miembro del Travellers Club,
que en diez días puede cambiar el aburrimiento eterno de Pall Mall por estos sitios
solitarios”. Ford conocía muy bien a su
público. Se dirigía a los adinerados trotamundos que mataban el tiempo en Travellers, uno de los clubes londinenses de más
solera que se encuentra en la señorial calle
de Pall Mall, paralela al precioso parque
de St. James, y en cuyos salones Julio Verne
situó el comienzo y el final de La vuelta al
mundo en ochenta días.
En el gran lienzo que conjuntamente
crearon, Borrow y Ford escribieron para los
anglosajones la perdurable narrativa de la
romántica y tan “diferente” España: Suyo
fue el canon definitivo para sus paisanos
y los de habla inglesa al igual que el que
perfiló Gautier para los franceses. ¿Perdurable? ¿Canon? Sin duda. Demos un salto
al futuro y reunámonos, un siglo después
del Bible y del Handbook, con Robert Jordan, profesor de estudios hispanos en un
pequeño college americano, convertido en
dinamitero de las Brigadas Internacionales al servicio de la República española, un
Curioso Impertinente convicto y confeso y
el álter ego total de Ernest Hemingway.
En uno de los monólogos interiores de
Jordan que se prodigan en For whom the
bell tolls, nuestro héroe recuerda un libro
que escribió sobre España después de haber viajado por el país “a pie, en vagones
de tercera clase, en autobús, a caballo en
mula y en camionetas” y de haber conocido bien Navarra, Aragón, Galicia y las
dos Castillas. Jordan reflexiona que su
volumen había añadido muy poco a la literatura existente sobre España porque
“ya se habían escrito libros tan buenos por
Borrow, Ford y los demás”. En For whom the
bell tolls, Hemingway escribió el capítulo
central de su propio Bible y de su propio
Handbook. La obra de Hemingway como
Curioso Impertinente comenzó con Fiesta/The Sun also rises y acabó con el póstu-
El Zarco, The Blue-eyed Bandit
Ignacio Manuel Altamirano
Translated by Ronald Christ
ISBN: 978-0-930829-61-2
$17
Lumen Books, 40 Camino Cielo,
Santa Fe, NM 87506;
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“Nineteenth-century Mexico comes alive in this
bridge to understanding the period’s traditional
gender roles, its stark moral divides, its harsh racial
hierarchies. Not to be missed!” –John Charles
Chasteen
mo Dangerous Summer, habiendo pasado
por varios de sus mejores cuentos cortos
que se sitúan en España y por Death in the
Afternoon, su minucioso estudio sobre la
tauromaquia que constituye su credo estético. España es el país del todo o nada, del
grace under pressure, de la violencia, de la
muerte y de la redención y de la resurrección como persona individual, completa
y verdadera. España es el país de las juergas y de la vida; de hombres que son muy
hombres y de mujeres, como Pilar la guerrillera que guía los pasos de Jordan, que
también pueden ser muy hombres, o como
María, la joven que se entrega a sus brazos,
que son muy mujeres. “[Los españoles] son
fantásticos cuando son buenos… No hay
gente como ellos cuando son buenos, pero
cuando son malos, no hay gente peor”, explica Jordan.
Hemingway subraya que lo que atrajo
a Borrow y a Ford en el XIX a España seguiría siendo un potente imán en el XX.
Lo fue, desde luego, en el caso de Gerald
Brenan, un lejano satélite del Bloomsbury
Group que, después de sobrevivir la Gran
Guerra del 14, se refugió en un pequeño
pueblo serrano al sur de Granada porque
era un lugar barato para leer y escribir y
que acabó siendo una referencia ineludible
de la España contemporánea para la imaginación anglosajona. Brenan se trasladó
a Inglaterra durante la Guerra Civil y la II
Guerra Mundial e hizo una corta excusión
a España en 1949 antes de volver definitivamente a esta Patria Chica suya que había
elegido. Al regresar a Londres después de
aquel viaje, habiendo contemplado desde
el avión un país “tan ordenado como una
huerta bien cuidada”, se fijó en “las caras
redondas” de los ingleses “que carecen de
la distinción de ser realmente feas”. Eran
caras “lisas como unas legumbres… plácidas como una vaca… ondeadas por pequeñas preocupaciones”. Brenan volvió al
país de su adolescencia con sus “facultades
condicionadas por España”. Reconoció
que el pueblo inglés tenía algunos dones
admirables: era sensato y tenía sentido de
fair play y de humor. Pero no era un pueblo
“dinámico o bello”.
Brenan bebió hasta saciarse en las fuentes de la curiosa impertinencia. Elevó a
los altares al fiero y franco pueblo español
que se movía, según el estereotipo, entre
el blanco muro de cal y el negro toro de
pena. “Nosotros en Inglaterra –escribió en
unas notas sobre la literatura española que
se encontraron entre sus papeles depositados en la Universidad de Texas–, medimos nuestro egoísmo y nuestro altruismo
según lo requiere la ocasión. Tenemos la
medida apropiada para cada situación y
si carecemos de ella fingimos que la tenemos. La manera de ser natural del español
es la de moverse, en un solo paso, de un
extremo al otro. Cuando nos invade el horror ante la insensibilidad española, ante
la actitud negativa del español y su egoísmo, nos cruzamos con algún acto de generosidad y de auténtica bondad de corazón
que difícilmente existe en ninguna otra
nación”. Se trataba de un pueblo distinto
que se dedicaba a lo suyo en un contexto
determinado. Este era un antiguo mundo,
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y desde luego premoderno, que respondía
a unos valores que el XX había olvidado.
En South from Granada, la memoria de su
tiempo en la Sierra de las Alpujarras en los
años veinte, Brenan cuenta cómo observaba la utilización del trillo que, al igual
que en toda la España rural de la época, no
había cambiado desde tiempos de Isaías,
y del arado, que era el mismo que utilizaron los romanos. Observaba las faenas del
campo al tiempo que leía el Antiguo Testamento y estudiaba a Virgilio, y el poder
ver y tocar los mismos objetos que poblaban sus lecturas le transportaba en una
cápsula del tiempo: “estas supervivencias
arcaicas me daban un placer especial”. A
Brenan se le colmó el vaso de su felicidad
cuando en su pueblo de Yegen, en las Alpujarras, consiguió unas monedas púnicas e ibéricas. Se hizo con ellas cuando fue
a comprar tabaco en el estanco del pueblo
y se las entregaron como moneda de cambio. Más tarde las donó al Ashmoleum
Museum de Oxford. Hombre de letras él,
le parecía perfecto que sus vecinos fuesen analfabetos: “los habitantes de Yegen
sabían todo lo necesario para su prosperidad y felicidad y solo habrían tenido unas
frases pedantescas de haber sabido más”.
Brenan inventaría o no. Lo que sí quiso fue
preservar “su” España en una ancestral tinaja bien empapada de aceite y protegida
del paso del tiempo.
Richard Ford, que como todo inglés culto de su época se conocía los clásicos de
memoria, consideraba España como un
parque temático de estampas y actitudes
de la antigüedad que estaba a salvo de
cualquier desarrollo. Cuando él “descubrió” su España no existía el ferrocarril
que ya había invadido Inglaterra, y Ford
se congratuló de ello. Consideró que la vía
férrea no llegaría, en parte por la accidentada geografía hispana y también porque
sus amigos arrieros, los indómitos señores
de las sierras que transportaban enseres
por los cañones y las altas estepas, se levantarían en armas contra la “locomotora
luterana” que amenazaba con quitarles el
pan. Un siglo después, un personaje muy
distinto a Ford, el sociólogo centroeuropeo Franz Borkenau, que estuvo en España
como agente del Comintern a comienzos
de la Guerra Civil, entendió perfectamente lo que tanto le entusiasmaba al aristócrata inglés.
Amigo de Brenan, que le consideraba
un “romántico nietzcheano” que buscaba
la verdad luchando consigo mismo, Borkenau acabaría siendo un tenaz crítico
de Moscú. En The Spanish cockpit, su testamento sobre el comienzo del fratricidio
español, analizó con lucidez ese imán
irresistible para tanto forastero literato y
aventurero, melancólico y romántico. La
importancia de España, explicó, era que
“la vida todavía no es eficiente; eso quiere decir que no está mecanizada; que la
belleza es todavía más importante para el
español que lo son sus usos prácticos; que
el sentimiento es más importante que la
acción; que el honor es muchas veces más
importante que el éxito; que el amor y la
amistad son más importantes que el trabajo. En una palabra, es el aliciente de una
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civilización cercana a la nuestra que está
muy conectada con el pasado histórico
de Europa pero que no ha participado en
nuestro último desarrollo hacia la mecanización, la adoración de la cantidad y el
uso utilitario de las cosas”.
Esto lo hubiera firmado George Orwell, que tuvo mucho aprecio por Borkenau
y compartió con él una similar travesía
ideológica. En Homage to Catalonia hay, sin
embargo, unos párrafos tan llenos de estereotipos, que pasan por ser purple prose,
pura y dura, digna del más cursi entre los
Curiosos Impertinentes, y su lectura provoca rubor. El caso es que Orwell, cuando
por fin pudo abandonar, como herido de
guerra, las milicias del POUM con las cuales había combatido y tenía el documento
de su licencia absoluta en la mano, explica que sintió por primera vez que estaba
“realmente en España, un país que había
ansiado visitar toda mi vida”. Es entonces
cuando le llega “una especie de rumor
venido de lejos de esa España que existe
en la imaginación de todos”. ¿Cómo era
ese país? Adivínenlo. “Sierras blancas, las
mazmorras de la Inquisición, palacios moros, filas de mulas formando serpentinas a
su paso por los cerros, olivares grisáceos y
limonares, mujeres jóvenes con mantillas
negras, los vinos de Málaga y de Alicante,
catedrales, cardenales, corridas de toros,
serenatas –en resumen, España”.
A cualquier conocedor de la historia y la
cultura de la España moderna y contemporánea no puede menos que sorprenderle, y
acaso indignarle, el sofocante e ignorante
paternalismo de la visión forastera, sobre
todo la inglesa. Algunos, como el potentado Lord Holland, que fue amigo de Gaspar
Jovellanos y apoyó a los discípulos liberales de aquel gran español cuando fueron
exiliados, tenían cierto interés en la modernización de España bajo, eso sí, el benévolo tutelaje británico. Howarth cuenta bien el engagement de Holland con los
ilustrados y progresistas españoles. Pero
a los más, los que escapaban de la revolución industrial y de la vida “mecanizada”
que con tanto acierto explicó Borkenau,
solo les interesaba lo romántico, lo exótico y lo “diferente”. En busca de ello fueron
a España, o la estudiaron. Eso fue lo que
encontraron porque eso fue lo que les interesaba. Y eso fue lo que contaron en sus
discursos, sus libros y sus lienzos. Siempre
se halla lo que con ahínco se persigue.
La otra cara de la moneda es que lo que
no concordaba con los prejuicios preconcebidos de los Curiosos o se ignoraba o se
mandaba a la hoguera. Es el caso del autor
del Handbook. “Ford could not abide Goya,
because he saw him as a dangerous radical”,
apunta Howarth en unos de los múltiples
dardos que lanza con destreza para desinflar la autosatisfacción de tanto hispanista
de biblioteca, de salón y de jaca cordobesa.
A partir de la Guerra de Independencia y
de la expulsión de los gabachos, lucha épica que precedió a la de cualquier otro pueblo europeo invadido por Napoleón y que
Goya retrató para la posteridad, España se
embarcó en la titánica labor, con todas sus
luces y sus sombras, de constituirse en una
nación de hombres y mujeres libres e igua-
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les. A los que solamente se interesaban
por “descubrir” o “inventar” en España
“bellezas vírgenes desconocidas”, esto del
progreso les interesó un comino.
Howarth se ocupa del periodo 1770-1870
y no desarrolla la pervivencia del canon.
Puede que esto lo reserve para un futuro
estudio porque bien lo merece el tema, y
Howarth demuestra talento, sentido del
humor, criterio y conocimiento suficiente
para introducirse en él. De hecho, Ford y
Borrow ocupan solo una pequeña parcela
en este libro porque la ambición de The
Invention of Spain es auscultar el encuentro/desencuentro de culturas en varios
planos con actores que dominan diversas
disciplinas.
Es así que Howarth introduce, con gran
maestría, a los británicos del XIX que estudiaron el arte español y a quienes comenzaron a comprarlo y cómo y por qué
coleccionaban –Murillo sí, Velázquez también, aunque se apreciaba más a Van Dyck,
Ribera quizá, Zurbarán no porque era demasiado católico. En un soberbio último
capitulo titulado Picturing Spain, Howarth
introduce a los artistas británicos que se
inspiraron en España. Unos idealizaron la
decadencia de sus ciudades monumentales
y otros, al recrear escenas costumbristas,
dieron rienda suelta a todos los tópicos del
canon impertinente. Howarth es Reader
in the History of Art en la Universidad de
Edimburgo y, con soltura y sin pedantería
alguna, da buena muestra de sus conocimientos específicos.
Es una lástima que The invention of Spain
esté muy tristemente ilustrada con láminas en blanco y negro. Se ve que The University Manchester Press cuenta con pocos
recursos y, quizá, a Howarth le hubiera
ido mejor la editora de una universidad
de Estados Unidos. A uno se le ocurre que
el autor debería de haber reservado el fascinante y muy poco investigado tema de
coleccionistas y artistas hispanistas, estudiosos y marchantes, que tan claramente
domina, para otro libro. La mejor colección de arte española fuera de España es la
que reunió Archer M. Huntington, ya en el
XX, en Nueva York, para la Hispanic Society of America, y queda fuera de los límites
que Howarth se impuso para este libro.
A la vez, la apertura por Howarth de
varios frentes a la vez –aquí los historiadores, allá los políticos, ahora pasemos al
plano de la religión, y así seguidamente– y
el tratamiento conciso que dedica a cada
uno de ellos, muy al modo de los interdisciplinary y los cultural studies que están tan
en boga, tiene sus desventajas. The invention of Spain es un libro corto para un tema
tan sugerente, rico y vasto. Lo que plantea
Howarth es un “asunto –como sentenció
Ford– para una veintena de volúmenes en
cuarto”. El lector no familiarizado con los
Curiosos puede perderse y el que sí lo está,
ansía más detalle, más desarrollo. Unos y
otros, sin embargo, podrán coincidir en
que esta es una original y oportuna historia que desemboca en un confirmation
of prejudice en lugar, por desgracia, en un
broadening of the mind. Cabe preguntarse si
todo cruce de culturas acaba, inexorablemente, siendo un choque.
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feb/MAR2008
Editores los de entonces
Manuel Lucena Giraldo
Un viaje de ida y vuelta.
La edición española e
iberoamericana (1936-1975)
de Antonio Lago Carballo y Nicanor
Gómez Villegas (Eds.)
Madrid, Ediciones Siruela, 2006,
271 pp., US$ 26.55
C
orría el año del señor de 1524
cuando el humanista Hernán
Pérez de la Oliva señaló en una
“Memoria” dirigida al municipio de Córdoba que por culpa del descubrimiento de América la tierra entera había quedado sumida en la incertidumbre.
Era preciso impulsar la navegación desde
la ciudad andaluza al océano Atlántico
por el río Guadalquivir, “porque antes
ocupábamos el fin del mundo y ahora estamos en el medio, con mudanza de fortuna cual nunca otra se vio”.
Esta identificación del mundo con Europa y de España con su extremo no era caprichosa. Desde los tiempos de los romanos la península ibérica acaba en un cabo
gallego que todavía se llama Finis terrae,
preludio de un océano habitado por serpientes hambrientas y sirenas ninfómanas, con tormentas infernales capaces de
hundir la mejor embarcación.
Mucho más moderno y menos quejoso
que Pérez de la Oliva, el conquistador y
cronista madrileño Gonzalo Fernández de
Oviedo, radicado desde 1536 en la relativamente plácida Santo Domingo como alcaide de su fortaleza, se dedicó en su vejez a
escribir una monumental Historia general
de las Indias, de la que apenas pudo publicar en vida los primeros 19 tomos. Con un
pragmatismo que todavía asombra, pidió
a sus contemporáneos abandonar “estas
discusiones bizantinas y dejar de disputar esta materia de Asia, África y Europa,
pues lejos estamos en las Indias de donde
al presente aquestas cosas hierven”. Semejante pronunciamiento de autonomía
americana no podía complacer a los habitantes del Viejo Mundo, aunque vinieran
de un cronista como Fernández de Oviedo, proclive al providencialismo español y
europeo, hostil a los indígenas y calificado
por su archienemigo fray Bartolomé de las
Casas como “falso”, “hipócrita”, “malvado”
y “mentiroso en cuestiones de gobierno”.
Con todo, la existencia de tan elaborados puntos de vista –una muy temprana
“disputa del Nuevo Mundo”, por evocar
el título de la obra magistral de Antonello Gerbi dedicada a los debates sobre la
naturaleza americana y su supuesta inferioridad entre 1750 y 1900– muestra que
había una comunidad de lectores y escritores en español en ambas orillas del At-
Antonio López Llausás, de Sudamericana.foto: Editorial Edhasa
lántico en fecha inusualmente temprana,
incluso antes de 1550. Se trata de uno de
los problemas fundamentales de la historia intelectual de Occidente, uno de sus
capítulos de más asombrosa creatividad,
también uno de los cargados de más intención política, pues encubre cuestiones
como los criterios de autoridad (el que habita las tierras “por descubrir y por ganar”
no duda en afirmar la suya por encima
de otras), la validez de la experiencia y la
observación directa frente al juicio de los
gigantes de la tradición, o la influencia
de la posición geográfica en la cultural: la
atribución de una “identidad” obligatoria
y un comportamiento individual a una
circunstancia más o menos arbitraria, étnica, sexual o de grupo.
Aquella república indiana de las letras
en trance de fundación planteó estas cuestiones y las resolvió de un modo operativo,
gracias a la circulación de libros e ideas
entre España y América y a la consolidación de un mercado editorial alimentado y
estimulado por intereses complejos. El 12
de julio de 1605 partieron desde Sevilla en
el navío Espíritu Santo 262 ejemplares de
la primera edición del Quijote destinados
a México, cuya lectura pudieron disfrutar
seis meses después los primeros interesados. Tres años más tarde, Mateo Alemán,
autor del Guzmán de Alfarache, se radicó
en la Nueva España para labrar su último
infortunio. En la capital del Virreinato
mexicano, donde fray Juan de Zumárraga
inició en 1539 la labor editorial, hubo en
el siglo XVII más de veinte imprentas y se
publicaron cerca de 2000 títulos.
En el XVIII las cifras se multiplicaron
en una apoteosis libresca. Los navíos de
la ilustración –en afortunada expresión
de Ramón de Basterra– llevaron al Nuevo
Mundo hispano los grandes libros del Siglo de las Luces. Imprentas, autores y libros
formaron una tríada que puso los fundamentos de la opinión pública y de la sociedad civil en España y América, mientras se
formalizaba una república de las letras que
ahora se pretendía distinta, cosmopolita,
flexible y dinámica. Ajena a las pulsiones
barrocas, que habían dado cauce en la centuria anterior de guerra y muerte en Europa y opulencia feliz en América al desarrollo singular de un criollismo triunfante.
L
a historia de la relación editorial
entre España y América ha sido
cualitativa, un reflejo de imágenes de ida y vuelta, con afectos,
aversiones y necesidades compartidas. En
el seno de la sociedad peninsular seiscentista lo habitual había sido el silencio so-
bre América o la difusión fuera de medida
de sus innumerables peligros y corrupciones. “Guárdate del que es indiano”, llegó
a señalar Lope de Vega en una obra. “Que
cuanto de Indias nos viene es bueno, si no
es los hombres”, escribió Tirso de Molina,
que para colmo vivió en Santo Domingo,
en otra. El propio Miguel de Cervantes,
quizás afectado por el rechazo reiterado
a la petición de obtener merced en las Indias, señaló en El celoso extremeño que estas eran “refugio y amparo de los desamparados de España, iglesia de los alzados,
salvoconducto de los homicidas, pala y
cubierta de los jugadores, añagaza general de mujeres libres, engaño común de
muchos y remedio particular de pocos”.
Para compensar, muchos criollos produjeron estereotipos opuestos con una
acidez igual de notable. Si había peninsulares que criticaban la demasiada libertad
de las mujeres en América –les escandalizaba, en particular, que se permitiera a las
señoras principales jugar a las cartas y a
los dados en compañía de otras mujeres y
hasta de hombres–, no dudaron en mofarse de la patética comicidad del chapetón o
gachupín, el peninsular tan ignorante del
Nuevo Mundo que desconocía la grandiosidad de su geografía y confundía Perú
con Guatemala.
Las dos grandes capitales virreinales del
siglo XVII, México y Lima, produjeron los
textos de autoensalzamiento más interesantes y complejos, reflejo de su vocación
de metrópolis criollas, tan ricas y capaces
como las mejores ciudades de Europa. A
punto de cumplir Lima su primer siglo
de fundada, el criollo de Chuquisaca fray
Antonio de la Calancha proclamó con
ardoroso providencialismo: “Y si en sólo
98 años es lo que vemos creciendo tanto
en todo, ¿qué será si Dios la guarda?”. En
1604 Bernardo de Balbuena publicó un
famoso elogio en tercetos de la capital virreinal, “Grandeza Mexicana”: “Es México
en los mundos de Occidente/ una imperial
ciudad de gran distrito/ sitio, concurso y
poblazón de gente”. Durante aquella etapa
los miembros de la república de las letras
americana rivalizaban en ingenio, y lejos
de proyectarse hacia la Corte y las urbes peninsulares, lo hicieron, con todo el sentido,
hacia la antigua Roma o la Jerusalén bíblica. Ya a fines del siglo XVI el sevillano Juan
de la Cueva había distinguido a México por
ser urbe con seis cosas excelentes en belleza, todas con la letra “c”, “casas, calles, caballos, carnes, cabellos y criaturas”. Escritores
posteriores agregaron “caminos, carreras,
calzadas, plazas y vestidos”. Por el contrario, Lima ostentaba según sus panegiristas
cuatro letras “p” prodigiosas en que excedió a México, registradas por El lazarillo de
ciegos caminantes (1773) de Concolorcorvo,
a saber, “pila, puente, pan y peines”.
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feb/MAR2008
Para cuando esta obra fundamental
salió de la imprenta “La robada” en Lima
–y no en Gijón, como pretendió para despistar su último capítulo–, se había hecho costumbre del progresismo europeo
proclamar la inferioridad americana. Las
supuestas evidencias que la probaban,
recogidas por gentes como Cornelius de
Pauw o el conde de Buffon, fueron irrisorias: lo pequeños que eran los pumas en
comparación con los tigres de la India, o
el supuesto desinterés de los nativos por el
sexo y la reproducción, pues con el sudor
producido por la adaptación a un clima
caliente y tropical se les iban las ganas.
Incluso el mismísimo Carlos Marx disparató del todo cuando le encargaron una
biografía del libertador Simón Bolívar
para una enciclopedia y lo más suave que
dijo fue que se trataba de un oligarca tenebroso. Reflejaba con sus juicios basados
en la ignorancia una interminable discusión sostenida durante el siglo XIX a escala atlántica sobre la originalidad de América y la primacía de Europa en lo relativo
a la belleza de las lenguas, las costumbres
y la civilización. Pero es preciso reconocer
que la definición de la nación española en
la Constitución de Cádiz de 1812 como “la
unión de los españoles de ambos hemisferios” había reflejado una realidad cultural, que las turbulencias de la política se
encargaron de liquidar como posibilidad
de convivencia a nivel imperial, federativo
e incluso regional.
De modo que lo ocurrido tras la Independencia fue similar a lo que le había
precedido, en la medida en que lo cultural,
en ambas orillas del Atlántico, tendió a
afirmar los vínculos que las peripecias de
la política parecía desintegrar. Así, cuando de manera vergonzosa España aún no
había establecido relaciones diplomáticas
con algunas repúblicas hispanas debido
a intereses particulares o reclamaciones
pendientes (hasta el rey felón Fernando
VII pretendió lucrarse a cambio de reconocer la emancipación), la Real Academia
de la Lengua había logrado establecer una
potente red de corresponsales en el Nuevo
Mundo. Sobre este sustrato cultural e idiomático del español como lengua atlántica
se articuló no sólo el encuentro –por fin
oficial– de la España regeneracionista y
liberal de Rafael Altamira y José Ortega y
Gasset a principios del siglo XX a través de
viajes a América de carácter inaugural, sino
el desembarco intelectual de los hispanoamericanos como agitadores intelectuales y promotores culturales en la antigua
metrópoli. En Madrid vivieron y tuvieron
destacada influencia el gran Rubén Darío,
el mexicano decisivo Alfonso Reyes, Pablo
Neruda y el magnífico editor y escritor
venezolano Rufino Blanco Fombona. Sin
su trabajo y su actividad el triunfo en España de las vanguardias en los años veinte
y el advenimiento de la llamada “edad de
plata” de la cultura española (cuyos hagiógrafos oficiales, en estos momentos tan
parlantes, olvidan lo mucho que le debió a
América) habría sido imposible.
En aquellos años también surgieron las
primeras industrias culturales españolas
dignas de este nombre, con editoriales de
nombres míticos –Espasa, Calpe o Urgoiti
entre ellos– arrasadas por la brutalidad
de la guerra de 1936 a 1939, terminada,
como señaló Enrique Moradiellos, con la
victoria, pero no con la paz.
H
asta este punto, hemos referido una historia dispersa,
pero conocida. Uno de los
capítulos que quedaban por
relatar –puesto que aún hay supervivientes como el centenario de larga trayectoria en Argentina Francisco Ayala, capaz
de afirmar “todos han muerto, pero yo
estoy aquí todavía y, en vista de eso, puedo dar testimonio de algo que he vivido y
que para ustedes es un recuerdo registrado en las páginas de la historia”– es el de
la continuidad de esta común república
de las letras en América. Esto es, la puesta
en marcha de multitud de empresas editoriales a cargo de exiliados de la diáspora
republicana, que con el paso de los años
no solo configuraron emporios locales e
hicieron de sus países de adopción el centro de la edición en español, sino que exportaron sus libros a España y produjeron
así un indiscutible efecto de modernización política y social, en alianza obvia con
quienes, desilusionados del franquismo,
vivían su particular camino de retorno a
ideales democráticos.
En el volumen Un viaje de ida y vuelta. La
edición española e iberoamericana (19361975), un libro de sueños y dignidades
recuperadas, se evoca esta historia a partir
de los materiales recogidos en un encuentro celebrado en septiembre de 2004 en la
madrileña Casa de América, gracias a la organización de la Sociedad Iberoamericana
de Amigos del Libro y la Edición, y con el
apoyo de la Fundación Carolina. Sus capítulos constituyen en realidad un diálogo
cuando aún es posible, con sus protagonistas vivos, y narra asuntos tan sustanciales
como el traslado de la actividad editorial
española a México o Argentina en plena
Guerra Civil (caso de Espasa-Calpe, razón
por la cual la popular colección Austral,
inaugurada en 1937, lleva ese nombre), las
conexiones de los exiliados con el mundo
de la edición en ambos países, la posterior
implantación en España de editoriales
iberoamericanas en cuyos fundación y
desarrollo habían intervenido exiliados
o, como apéndice, esbozos biográficos de
algunos editores del exilio devenidos en
exitosos empresarios editoriales.
El prólogo, “Una pedagogía secreta de la
libertad”, a cargo de los editores Antonio
Lago Carballo y Nicanor Gómez Villegas,
parte de la metáfora del bucle para describir la historia de los libros producidos
en América por españoles que hacían el
camino de regreso (¿o más bien de ida?)
a España, donde “permitieron al público
lector mantener abiertos los cauces de
comunicación con otras culturas de Occidente. Gracias a los esfuerzos de un grupo
irrepetible de editores, distribuidores y
libreros que lograron introducir aquellos
libros de manera clandestina durante varias décadas –en algunos casos hasta la
normalización democrática– tres generaciones de españoles tuvieron acceso a
una cultura fundamental”. En las páginas
siguientes, la sesión inaugural expresa a
partir de los recuerdos centrados en figuras de ambos lados del Atlántico como
Francisco Pérez González (Santillana),
Antonio López Llausás (Sudamericana),
Gonzalo Losada (Losada), Rafael Olarra
(Espasa), Manuel Aguilar (Aguilar), Bonifacio del Carril (Emecé), Pedro García
(Ateneo), Juan Grijalbo (Grijalbo), Pelayo
Sala, Joaquín Almendros, Manuel Andújar (Alianza), Joaquín Díez Canedo,
Arnaldo Orfila (FCE) o en la España franquista José Manuel Lara o Luis de Caralt,
la existencia de un ecosistema del libro
dotado de un ethos particular, tendente a
generar reglas propias.
Los capítulos posteriores dedicados a la
edición en México y Argentina ratifican
la centralidad de la labor editorial entre
los exiliados españoles, incluso por estrategias políticas, razón esta por la cual
también fundaron librerías. El dedicado
a “La implantación de editoriales iberoamericanas en España” es importante,
porque reconstruye una cronología de
reencuentros y negocios mutuos entre los
que se quedaron porque habían vencido y
los que se fueron porque habían perdido.
Javier Pradera apunta con agudeza que
hacia 1955 el intento liberalizador del
ministro de educación Joaquín Ruiz Giménez facilitó unos primeros contactos,
multiplicados desde 1966, cuando la llamada “ley Fraga”, puesta en vigencia cuando Manuel Fraga Iribarne era ministro de
información y turismo, eliminó la censura previa. Hasta entonces, nos cuenta,
“los editores presentaban los libros para
aprobación a máquina, había que esperar
semanas, meses, o nunca, a que dijesen sí
o no”. El siguiente capítulo, dedicado a
“La edición iberoamericana de libros en
español”, evoca experiencias paralelas en
España, como la del argentino Mario Muchnik, cuyo último episodio de rotundo
éxito es el protagonizado por el también
argentino Ricardo Rodrigo, presidente
del grupo de libreros y revistas RBA.
“
Un viaje de ida y vuelta” deja planteado un buen número de interesantes cuestiones. En primer lugar,
la relativa a la escasa valoración de
la aportación americana a la fundamentación de las industrias editoriales en general y culturales en particular en la España
de hoy, que tanto deben a América. A este
respecto, un espléndido volumen editado
por Joaquín Marco y Jordi Gracia cuyo
título no requiere explicación, La llegada
de los bárbaros. La recepción de la literatura hispanoamericana en España, (19601981), publicado –como no podía ser
menos– por EDHASA, recoge en cuatro
partes la historia verdadera de la modernización de las letras españolas por efecto
y sobreexposición a las “letras en español”
procedentes del otro lado del Atlántico.
La evocación del chato y romo panorama
literario de la España de fines de los años
cincuenta permite al lector de hoy entender el peso decisivo de aquellos autores
latinoamericanos que sí habían leído a
Faulkner: los Cortázar, Gabo, Vargas Llosa
PRL 13
y tantos otros, que entraron con la fuerza ciclónica del boom hispanoamericano
desde comienzos de los años sesenta y
produjeron efectos cataclísmicos.
Entre ellos destaca que su labor ayudó
a reconstituir una república de las letras
fosilizada desde la Guerra Civil en escrituras de antaño y puso en contacto a los
lectores, escritores y críticos españoles
con estilos y fórmulas internacionales,
que no habían llegado debido a la pobreza
material, la censura y el aislamiento intelectual. El segundo efecto fue que crearon
unos públicos y una demanda, abrieron
paso a una industria editorial puesta al
día, con agentes literarios de verdad –
Carmen Ballcells fue la fundadora de esta
moderna saga–, derechos, tiradas masivas, presentaciones y ferias.
Otra reflexión que plantea “Un viaje de
ida y vuelta” tiene que ver con los cambios
en el campo de la industria editorial en
español a largo plazo a causa de la concentración editorial (un fenómeno global) y
la aparición de grandes conglomerados
multimedia. ¿Suponen estas empresas
que poseen editoriales, televisiones, radios y canales de internet el triunfo definitivo de las estrategias de promoción, la
Némesis del autor, su victoria final como
protagonista del narcisismo y la humana
desmesura?
Más allá de la abundante propaganda
antimercado difundida desde algunos
círculos políticos ligados al neopopulismo (encantado de poseer y amordazar
medios de comunicación ante la menor
disensión), la situación actual resulta
contradictoria. La lógica del grupo mediático globalizado apuntaría, según algunos críticos españoles recelosos, hacia
una dudosa “superabundancia” de talentosos escritores latinoamericanos, a un
triunfo del “mundo literario” de premios
y farándulas sobre la auténtica literatura.
Y viceversa, la fuerza de estos grupos en
América a la hora de estructurar gustos y
mercados locales resultaría obvia.
Un sistema de premios nacionales promovidos por los grandes grupos filtra y
determina los autores capaces de saltar
las fronteras. Si logran tener éxito afuera, tienen doble compensación, pues en
España y otros países se les editan libros
antiguos que se presentan como si fueran
novedades.
Por supuesto, estamos hablando de libros y por eso existe un amplio margen
para la sorpresa. Aunque si hemos de creer
al escritor mexicano Alvaro Enrigue, no
tanta como quisiéramos. En Hipotermia
(Anagrama) retrata las torturas del escritor entendidas como una de las bellas artes, con las condiciones y sevicias impuestas por las editoriales. En su relato, el autor
se compromete, por ejemplo, a escribir un
libro cuyos título, capítulos y párrafos por
página han sido prefijados por los estudios de mercado. Durante la promoción, le
programan las apariciones públicas, que
incluyen la celebración con un vino capaz
de convocar más personas que el propio libro. Al mismo tiempo, se promociona un
local de moda. ¿De verdad se trata tan sólo
de una invención literaria?
14 PRL
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feb/MAR2008
Leyendo a Nietzche
a voz en cuello
Antonio José Ponte
El lector de tabaquería: Historia
de una tradición cubana
de Araceli Tinajero
Madrid, Editorial Verbum, 2007,
259 pp., US$ 22.25
N
o existía hasta ahora un libro
dedicado a estudiar la lectura
en voz alta en las fábricas de
tabaco. Por aquí y por allá
se podía encontrar asomos al tema, y un
volumen de Ambrosio Fornet (El libro en
Cuba, Letras Cubanas, La Habana, 1994),
que habría exigido ocuparse de él sustancialmente, quedaba bastante lejos de
conseguirlo. Fornet fallaba por la misma
razón que explica la ausencia de una buena bibliografía al respecto: la escasa imaginación de la crítica literaria cubana.
Para acercarse a la lectura en voz alta dentro de los talleres pareciera imprescindible
entender este fenómeno un tanto novelescamente. Habría que detenerse ante la figura del lector de tabaquería con asombro
parecido al que San Agustín sintiera al descubrir que su maestro, San Ambrosio, leía
sin pronunciar palabra en voz alta. Pues si
resulta extraño que alguien se enfrente al
libro solo para sí mismo, sin soltar sílaba,
no menos raro es que un lector la emprenda
a voz en cuello hasta hacerse oír por toda
una fábrica. Lo más extraño, cualquiera
que sea el caso, estriba en el acto de leer.
El lector de tabaquería constituye una
de las más enigmáticas figuras entre los
seres que leen. Queda cerca del monje entregado a la lectura en un refectorio, del
lector de textos sagrados desde el púlpito,
del maestro en su clase, de la novela que
la familia entera escucha junto al fuego…
Comparable a una criatura de Dickens,
estudiar su figura obliga a adentrarse en
la imaginación literaria del siglo XIX. No
es casual entonces que sus más adelantados tratamientos hayan estado en el teatro
(Anna in the Tropics, de Nilo Cruz) y en la
narrativa (A Wake in Ybor City, de José Iglesias; Las hermanas Agüero, de Cristina García; The Cigar Roller, de Pablo Medina).
Con El lector de tabaquería, Araceli Tinajero se acerca al libro que este tema
reclama. Ninguna obra publicada anteriormente resulta tan exhaustiva, ninguna acopia tantas sorpresas. Su autora ha
conseguido, no sólo un volumen acerca de
la lectura en las fábricas, sino también un
estudio sobre los primeros periódicos lati-
nos publicados en Estados Unidos y sobre
los inicios del periodismo obrero cubano.
La primera lectura de textos dentro de
una tabaquería ocurrió el 21 de diciembre de 1865 en el taller El Fígaro, en La
Habana. Saturnino Martínez, tabaquero,
empleado en la biblioteca pública de la Sociedad Económica de Amigos del País y redactor de un semanario literario dedicado
a los trabajadores del ramo, fue el primero
en hacerlo. La idea parece haber salido de
un comentario que hiciera el poeta y diplomático español Jacinto de Salas y Quiroga, retomado luego por el cubano Nicolás de Azcárate. Araceli Tinajero aventura,
además, otro origen posible: por los años
sesenta del siglo XIX se acostumbraba
a leer textos moralizantes en la cárcel de
La Habana, y los honorarios del lector y la
compra de textos salían del trabajo de los
prisioneros, que consistía principalmente
en la fabricación de cigarros.
Allí donde no reinara el estrépito de las
máquinas era posible practicar la lectura
en voz alta. Ocurrió en las sastrerías británicas, por ejemplo. Pero lo que resulta
excepcional (al menos la autora no aporta
episodios anteriores a esa primera lectura
habanera) es que tal hábito se extendiera,
más allá de los periódicos, a textos literarios, e incluyera poemas, novelas, ensayos
filosóficos.
La Habana de 1865 contaba con más de
quinientas tabaquerías. En ellas laboraban
alrededor de quince mil artesanos. Lo empezado en El Fígaro no tardaría en implantarse en otras fábricas. Uno de los mayores
talleres, Partagás, inauguró sus lecturas con
una ceremonia que mereció ser reseñada en
la prensa. Jaime Partagás, propietario, tuvo
a bien examinar lo que se escucharía en su
negocio: un volumen titulado Las luchas del
siglo, descrito por el semanario La Aurora
como “obra cuyas doctrinas tendían a encaminar los pueblos hacia un fin digno de
nobles aspiraciones de las clases obreras de
todo país civilizado”.
Un mes más tarde, Partagás volvía a interesarse por la lectura de sus empleados,
donaba una tribuna para sentar en ella al
lector. La tribuna fue colocada en el centro
del taller. Jaime Partagás la inauguró con
un discurso contestado por el lector de su
tabaquería. En tan solo un mes, quedaba
instituida una costumbre, una nueva figura encontraba puesto propio dentro de las
fábricas de tabaco. Los propietarios autorizaban la novedad, podían presidir alguna
ceremonia de inauguración, pero no eran
ellos quienes pagaban al lector, sino los
artesanos. Y aquellos que desembolsaban
su dinero pretendían imponer sus gustos,
sus curiosidades.
La lectura devino, de este modo, instrumento pedagógico. No solo por todo
lo que enseñaran los textos, sino por el
sentido corporativo despertado entre los
operarios. Salida de una asamblea, la selección de títulos quedaba expuesta a la
revocación del dueño de la fábrica. Por
afable que este fuera, el asunto exigía negociaciones, era un contrato a discutir,
representaba una buena ocasión para ventilar derechos.
Vista por los dueños de talleres, la cuestión se debió plantear aproximadamente
así: ¿era legítimo que los operarios de un
taller se alzaran como patrón pagándole
a un empleado? Más allá de lo subversivo
de tal o cual obra, se trataba de una incomodidad de principio. Por encima de todo,
planteaba el miedo a la improductividad:
la lectura viciaba las cabezas, entorpecía las
manos de los trabajadores. La prensa conservadora advertía del peligro de la lectura
entre los operarios. El más brillante caricaturista cubano del siglo XIX, Víctor Patricio
Landaluze, fustigó a tabaqueros y lectores,
tachándolos de criminales socialistas.
Lo mismo que tantas historias del leer, la
historia de la lectura en las tabaquerías es
una historia de la censura. A menos de un
año de inauguradas, una circular gubernamental prohibía toda reunión que diese pie
a la lecturas. En defensa de ellas, el semanario La Aurora insistió en sus beneficios
disciplinarios: “El orden y la moralidad que
observan nuestros artesanos en los talleres,
y el entusiasmo por el estudio, ¿no es una
prueba evidente de que progresamos? (…)
Pasad a un taller de doscientos operarios y
os quedareis admirados de observar el mejor orden, vereis que a todos les anima un
mismo deseo, el de cumplir con sus obligaciones (…) El estudio se ha convertido en
hábito entre ellos, hoy abandonan la valla
de gallos por la lectura de un periódico o
de un libro, desprecian la plaza de toros;
hoy es el teatro, la biblioteca pública, y los
centros de buena Sociedad, donde se les ve
concurrir constantemente”.
Las lecturas se pudieron retomar a comienzos de 1868, aunque su restablecimiento duró poco, y volvieron a ser suspendidas por la guerra. Fue necesario esperar
a la terminación de los conflictos para que
el recién fundado Gremio de Obreros del
Ramo de Tabaquerías lograra reanudarlas
en 1880. Entonces el puesto de lector dejó
de ser ocupado por artesanos que se turna-
ban para leer hasta constituirse en empleo.
Un comité compuesto por tabaqueros se
encargó de seleccionar los títulos, fueron
adoptadas pruebas de aspirantes (con votaciones secretas de todos los oyentes) antes
de otorgar la plaza de lector.
Y cuando se inició otra vez la guerra y
cancelaron las lecturas dentro de las fábricas, la prohibición fue respondida con
una amenaza de huelga. Algunos diarios
agitaron el ambiente. Los propietarios de
las fábricas, cuyo último deseo habría sido
propiciar una pelea que menoscabase la
producción, rogaron a las autoridades por
la continuación de las lecturas. Su ruego
fue atendido, aunque se les exigió a los
propietarios que vigilaran al lector de
cada fábrica, cuidando de que este no la
emprendiese con material revolucionario.
Según Araceli Tinajero, los tabaqueros
salidos de Cuba a causa de la guerra pudieron dar origen a la lectura en las fábricas
españolas. Un capítulo rastrea la presencia de esta costumbre en España, examina una novela de ambiente tabacalero de
Emilia Pardo Bazán (La Tribuna), estudia
la descripciones de Mérimée en Carmen,
así como el desmentido de tales descripciones hecho por Havellock Ellis durante
su visita a Sevilla. Sin embargo, la lectura
no resultó demasiado extendida por aquellas fábricas debido a la turbulenta vida
política de la época, lo arriesgado de leer
textos políticos (periódicos y proclamas) y
la transformación de los talleres manuales
en talleres mecanizados, con introducción
de maquinaria ruidosa.
A diferencia del caso español, la emigración hacia Estados Unidos acarrearía
larguísimo influjo. En 1868 arribaron a
Cayo Hueso los primeros tabaqueros cubanos. El lugar contaba con humedad y
temperatura idóneas para la hoja del tabaco, varios propietarios habaneros habían
trasladado allí sus fábricas, y procesaban
materia prima llegada desde Cuba. No tardó en hacerse famoso el tabaco torcido de
Cayo Hueso. Un puerto apenas conocido
en 1868 llegó a convertirse, diecisiete años
después, en uno de los quince puertos más
importantes de Estados Unidos.
A los tabaqueros cubanos y españoles
vino a sumarse gente de otras naciones
americanas, judíos llegados de Bahamas.
La vida de todos ellos, así como la de los
nativos del cayo, comenzó a girar alrededor del tabaco. Lo que no podían hacer en
Cuba lo hacían libremente en el exilio: escuchaban leer. Aquellos que no entendían
el español lo aprendieron con tal de no per-
feb/MAR2008
derse las lecturas. E, igual que ha llegado
hasta nosotros el nombre del primer lector
habanero, conocemos el de quien primero
leyera en una tabaquería estadounidense.
El periodista José Dolores Poyo había huido de Cuba debido a sus simpatías independentistas, y terminó empleado como
lector en la fábrica Príncipe de Gales, propiedad de Vicente Martínez Ibor.
La autora de este libro sugiere que fue en
Cayo Hueso donde el lector de tabaquería
empezó a ser un trabajador especializado (de
oficio maestro o periodista, en la mayoría de
los casos). Los periódicos de Cuba llegaban
allí con retraso. Desde Nueva York arribaban, con retraso también, algunos diarios
redactados en español. Circulaban revistas y
periódicos locales en inglés donde se podían
obtener las últimas noticias. Así que muchas
veces tocaba al lector de tabaquería traducir
a la par que leía. Uno de aquellos lectores,
Juan María Reyes, fundó en 1870 el primer
diario en lengua española de Cayo Hueso:
El Republicano. José Dolores Poyo impulsó la
creación de otros dos periódicos. Comenzó
a publicarse en 1887 el primer diario bilingüe: The Equator: El Ecuador.
Araceli Tinajero rastrea los orígenes del
periodismo latino en Florida, documenta la
fundación de asociaciones artísticas, literarias y de beneficencia por parte de los artesanos, así como la de centros de enseñanza
en los cuales tan importante papel jugara el
lector de tabaquería. Fuera de Cuba, este se
convirtió una figura pública de primer orden: organizaba actividades para el tiempo
libre, contrataba músicos y artistas, fungía
como maestro de ceremonia, recogía fondos para la lucha independentista cubana.
La autora sostiene que el iniciador habanero Saturnino Martínez merecería un volumen biográfico. Lo mismo se podría decir
de varios de los lectores de Cayo Hueso de
los cuales ella nos brinda noticias.
Lo novelesco aparece en muchas páginas
de este volumen. Enterado de que sus novelas eran escuchadas en la fábrica Partagás,
Víctor Hugo escribió a los tabaqueros de
La Habana una carta de agradecimiento.
Aquella carta, leída por el mismo lector que
diera voz a los personajes del autor francés,
tuvo que crear una misteriosa comunicación entre novelista y público. Valiéndose
tal vez de ello, un grupo de trescientas mujeres cubanas exiliadas en Estados Unidos
escribió a Hugo una denuncia del salvajismo español. Abundaban entre las firmantes las tabaqueras y las esposas de tabaqueros. “Ustedes, fugitivas, mártires, viudas,
huérfanas –contestó Hugo desde la isla de
Guernesey–, le piden a un derrotado que las
ayude. Ustedes, desterradas, se dirigen a un
exiliado. Ustedes que ya no tienen un hogar
le han pedido apoyo a un hombre sin patria.
A ustedes no les queda más que su voz y yo
no tengo nada más que la mía”. Y Hugo se
comprometió a denunciar los desmanes españoles cometidos en Cuba, igual que hacía
ante los excesos británicos en Creta.
El lector de tabaquería narra la historia
del español Gonzalo Castañón, director de
un diario habanero, quien desembarcó en
Cayo Hueso en enero de 1870 dispuesto a
retar a duelo al autor de un artículo que lo
insultaba, José María Reyes, lector de taba-
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quería y director del periódico El Republicano. Antes de partir de La Habana, Castañón hizo público su propósito de duelista.
El aviso fue leído en todas las tabaquerías
de Cayo Hueso. Es posible imaginar que el
propio amenazado lo leyera en voz alta.
Los dos directores de periódico tropezaron en algún rincón del Cayo. El español
sacó de su chaqueta el ejemplar doblado
de El Republicano, buscó el artículo de
marras, preguntó si se hallaba ante quien
perpetrara aquellos insultos. Reyes contestó que sí, Castañón le estrujó el periódico
en la cara, lo abofeteó, y quedó acordada
de este modo la necesidad de un duelo.
Fábricas y comercios cerraron de inmediato. La gente comenzó a juntarse para
entretejer comentarios. Un panadero,
Mateo Orozco, prometió que acabaría con
Gonzalo Castañón. Al día siguiente, cuando el periodista español intentaba fugarse
hacia La Habana, Mateo Orozco lo ultimó
a balazos. Pero la violencia desatada no
concluiría allí. Un año más tarde fusilaban
en La Habana a ocho estudiantes universitarios, acusados de profanar la tumba de
Castañón. (Aunque este libro no relaciona
entre sí el asesinato del periodista español
y el fusilamiento de los estudiantes habaneros, una nota de la página 112 equivoca
el número de sentenciados.)
Lo novelesco iba a llegarles a los tabaqueros no sólo en forma de epístola de un famoso escritor o como oferta de duelo. Los
más grandes héroes de la guerra cubana,
Máximo Gómez y Antonio Maceo, visitaron las fábricas de Tampa y Cayo Hueso en
recolección de fondos para volver sobre las
armas. Sus misiones habrían rendido poco
fruto de no haber contado con el auxilio de
varios lectores de tabaquería. Aunque ninguna visita a esos enclaves resultaría más
fecunda que las que hiciera un hombrecito
enclenque y sin ninguna hazaña de guerra.
Poco conocido entre los tabaqueros, José
Martí llegaría a ser leído con pasión en los
talleres de Tampa y Cayo Hueso. La identificación entre él y las colonias de tabaqueros, dada fácilmente por sentada en tantos
acercamientos biográficos, tuvo que ser ganada a pulso, concienzudamente. Araceli
Tinajero fija el instante en que Martí descubrió la lectura en las tabaquerías: el 26 de
noviembre de 1891, en Tampa, en la fábrica
de Vicente Martínez Ibor. Ese descubrimiento, atendido insuficientemente, debió
de ser crucial. Ya que, anterior a la radio y
la televisión y el cinematógrafo, Martí pudo
encontrar en la lectura de taller un medio
ideal para difundir su pensamiento.
La tribuna ocupada por el lector le preparó el camino. Se podría aventurar que, de
no haber contado con un público tan propicio a lo literario, la campaña retórica de
Martí no habría causado el mismo efecto.
Existen cartas suyas en las que pide ayuda
a determinados lectores de tabaquería. (La
autora sospecha, justificadamente, que las
escribió a sabiendas de que iban a ser leídas
en las fábricas). Muchas de sus piezas oratorias tuvieron como primeros destinatarios
a aquellos exiliados, y es posible rastrear en
ellas referencias al oficio de su público, así
como referencias a la lectura en los talleres.
El discurso pronunciado la víspera po-
día ser recogido (muchas veces en versión
íntegra) en los periódicos cubanos de Cayo
Hueso y Tampa. A partir de esa publicación,
sería repetido en voz alta en las tabaquerías.
Y los trabajadores volverían sobre él en sus
hogares, al comentar en familia las lecturas. José Martí pudo beneficiarse así de una
efectiva maquinaria propagandística. Y,
puestos a datar el origen de la adoración
martiana, habría que remitirla a aquellos
tabaqueros afincados en Florida.
Una muy curiosa figura sirve para testimoniar la lectura en los talleres de otras
tierras. La puertorriqueña Luisa Capetillo
(1879-1922) fue periodista, escritora, sufragista, luchadora sindical, anarquista y
lectora de tabaquería en Puerto Rico, Tampa y New York. Defensora del amor libre,
crió a sus hijos sin casarse. Supo manifestar su libertad desde el atuendo: el 24 de
julio de 1915, un agente policial la detuvo
en una calle de La Habana por ir vestida
con camisa, pantalones, corbata, chaqueta y sombrero de ala corta. Al menos uno
de sus escritos (editados por Julio Ramos
en Amor y anarquía: Los escritos de Luisa
Capetillo, Ediciones Huracán, Río Piedras,
Puerto Rico, 1992) permite adjudicarle inclinación hacia el espiritismo. Y una vida
volcada en tantas direcciones parece corresponderse con la variedad de lecturas
de las tabaquerías donde trabajara.
Araceli Tinajero estudia cómo se extendió la lectura a Puerto Rico, México y
República Dominicana (único lugar, fuera
de Cuba, donde aún se practica). El siglo
XX, que trajo la competencia de la radio
y la facilidad del micrófono, devolvió la
lectura a las tabaquerías cubanas. Para el
capítulo último, dedicado al caso de Cuba
desde 1959, la autora alcanzó a entrevistar
a distintos lectores en activo. Pero, pese
a contar con testimonios tan valiosos,
esas páginas finales resultan las menos
apreciables de su libro. Porque, luego de
consignar los cambios impuestos por el
régimen revolucionario, evitan sacar conclusiones al respecto.
Aprendemos que el puesto del lector ha
pasado a quedar lejos de los operarios en
algunos talleres. Que en otros, público y
lector no consiguen verse nunca. Y que en
la mayoría de las fábricas, la tribuna del
lector ha terminado por ser inundada de
símbolos y de propaganda oficial hasta
convertirse en una suerte de tribuna política… Reunidas todas estas novedades,
habría sido provechoso interpretarlas a la
manera de un Elías Canetti, por ejemplo.
(“Sobre las posiciones del hombre: lo que
contienen de poder”, tituló Canetti uno
de los capítulos de Masa y poder). Y habría
sido pertinente echar una ojeada al periodismo leído en las tabaquerías, porque no
de otro modo procedió la autora al ocuparse de épocas anteriores.
Uno de los lectores entrevistados por ella
explica su administración de los escasos
diarios que circulan en Cuba: “Yo leo segmentos, leo dos o tres columnas que no pasen de diez minutos porque con ese tipo de
temas, si uno se pasa de diez minutos cansa,
satura al receptor y como resultado se provoca rechazo”. Un testimonio así reclama,
acto seguido, algún análisis del periodismo
feb/MAR2008
cubano actual. En caso de realizar ese análisis, quedaría claro que nunca antes el lector
de tabaquería anduvo tan necesitado de maniobras. Pues ni siquiera bajo la dominación
colonial fue tan aburrida la prensa cubana,
ni reflejó tan poco la vida del país.
En la Cuba de hoy, el lector de tabaquería
ha dejado de ser pagado por los tabaqueros,
para convertirse (lo mismo que quienes lo
escuchan) en un empleado estatal. Todas
las tabaquerías pertenecen a un mismo
propietario. Sindicatos y administración
vienen a ser lo mismo, por lo que queda excluido cualquier intento de protesta. Y los
diarios y libros a leer salen principalmente
de imprentas y editoriales estatales.
Observa Araceli Tinajero cuánto ha crecido el número de miembros en las comisiones seleccionadoras de lectura de
las tabaquerías. Estas cuentan ahora con
presidente, vicepresidente, representante
sindical, representante administrativo, dos
trabajadores destacados y, por último, el lector. Cabría preguntarse si el crecimiento es
achacable a democratización o a mayor grado de censura. Nada indica este libro acerca
de ello, y es de lamentar que, después de detenerse en cualquier pretensión autoritaria
sobre el acto de leer, la autora no repare en
lo poco libre que esta operación resulta en
Cuba desde hace medio siglo. (Su trabajo
señala, junto a algunas ventajas recientes,
ciertos conflictos que amenazan la pervivencia de la lectura en las tabaquerías: falta de interés entre los jóvenes trabajadores,
preponderancia de la escucha de radio.)
Un estudio como este pasa por reconstruir
las bibliotecas leídas en alta voz. A lo largo
de sus páginas se enumeran autores leídos
entre los tabaqueros: Hugo, Dumas, Pérez
Galdós, Vargas Vila, Marx, Schopenhauer,
Kropotkin, Ibsen, Martí, Cervantes, Zola,
Campoamor, Flammarion, Tolstoi, García
Márquez, Bakunin, Palacio Valdés, Loti,
Dickens, Zamacois, Villaverde, Unamuno,
Carpentier, Gallegos, Verne, Nietzsche…
Títulos, autores y personajes literarios han
pasado a nombrar tabacos y fábricas de
tabaco: Montecristo, Romeo y Julieta, Dante,
Don Quijote, Walter Scott, Sherlock Holmes,
Byron… Dos novelas, Los miserables y El Conde de Montecristo, se mantienen en la preferencia del público desde hace mucho tiempo. (Ambas, historias de prisión inmerecida
y de posteriores venganzas y justicias. Tabacos las dos, tal como se acostumbra calificar
en el lenguaje popular cubano los libros deliciosamente extensos, largos como puros).
El lector de tabaquería estudia una de las
mayores particularidades de la cultura
cubana, si no la mayor. Quien recorra las
páginas de este volumen comprobará que,
establecida la costumbre de escuchar periódicos y libros dentro de los talleres, la
extrañeza de ese hábito puede llegar a provocar los más estrafalarios sucesos. Como
el duelo a tiros seguido por dos tabaqueros
de Tampa a partir de una novela de Émile
Zola, o la huelga de mujeres contra hombres que causara (en otra fábrica tampeña)
el anuncio de que iba a ser leída El cornudo
de Paul de Kock.
Se hace entrar literatura en nuestras vidas, y es difícil adivinar lo que puede ocurrir en consecuencia.
feb/MAR2008
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PRL 17
Cual catástrofe ineluctable
Héctor Abad
Los ejércitos
de Evelio Rosero
Barcelona, Tusquets, 2007, US$ 11.43
L
a primera pregunta que surge al
terminar de leer esta hermosa novela de Evelio Rosero es por qué
su publicación no ha desatado
en Colombia la polémica que un libro tan
desolador provocaría en cualquier otro sitio que tuviera un país tan infame como
escenario. Aventuro dos respuestas. La
primera es que tal vez los colombianos no
quieran releer, en una novela, aquello que
ya están condenados a leer diariamente en
los periódicos. Así de familiares son para
un colombiano los horrores que aquí se
narran, si bien en la novela los hechos se
cuentan con unas herramientas narrativas
muy superiores a las de los diarios.
La segunda explicación diría que tal vez
consista en que aquellos que han reseñado Los Ejércitos lo han hecho de un modo
camorrero, resentido, cargado de encono
personal, como si el Premio Tusquets que
recibió la novela no hubiera respondido a
la buena escritura del libro, y a su devastadora historia, sino al deseo de la reivindicación de un grupo de escritores marginados
por las grandes editoriales comerciales y la
gran prensa, como si contra ellos existiera una conjura del silencio –tal vez pocas
cosas inducen tanto a ignorar a un grupo
de escritores como la gritería perpetua de
“nos ignoran, nos ignoran, nos ignoran”.
Los reseñadores resentidos han presentado
a Rosero –que es persona discreta y apartada de los escándalos publicitarios– como
un general de división cuyos ejércitos vienen a derrotar a un batallón de novelistas
mediocres que se han robado injustamente
la atención de los lectores.
Lo anterior, sin embargo, poco o nada tiene que ver con esta bien lograda novela, y
lo señalo tan solo por si alguien estuviera
interesado en una posible “sociología de la
recepción” de los libros. Más allá el éxito o
del fracaso comercial de Los Ejércitos (una
circunstancia que no le pone ni le quita una
coma a la belleza esta novela), lo que conviene es analizar el libro de Rosero por lo
que es.
Procedo, entonces, a describir y analizar
su contenido, sin caer en la tentación de resumirlo. En escasas doscientas páginas de
narración lacónica y bien equilibrada, Los
ejércitos hace el recuento del ocaso de la
vida de dos maestros de escuela jubilados:
Ismael, un voyerista amargado tanto por el
paso del tiempo como por la violencia rutinaria, y Otilia, una mujer sensata y ya resignada a los rijosos vicios de su marido. Una
de las pocas fallas que se podría lamentar
Evelio Rosero. foto: Panamericana Editorial Ltda.
en la novela es que a sus protagonistas el
narrador no los llama maestros, sino (con
una pedantería inútil) pedagogos. Su situación recuerda mucho a la pareja de El
coronel no tiene quien le escriba, sobre todo
porque en el libro de Rosero, como le ocurría al coronel de García Márquez de hace
medio siglo, los protagonistas siguen esperando inútilmente a que el gobierno les pague las mesadas de jubilación atrasadas.
Otilia e Ismael viven en un pueblo de
Colombia de nombre San José. Muchos
lugares se llaman así en este país suramericano y uno de ellos, San José de Apartadó, es tristemente célebre porque en él sus
pobladores se han declarado “comunidad
de paz” contra todos “los actores del conflicto”, es decir, contra la guerrilla, los paramilitares, y contra las mismas fuerzas
oficiales. Esta resistencia pacífica, al San
José de la realidad, le ha costado algunas
de las peores masacres de la historia del
país, a manos de guerrilleros y sobre todo
de fuerzas estatales o paraestatales. El San
José de la novela, sin embargo, es un nombre genérico de pueblo imaginario. Su situación geográfica es tan indefinida que
podría corresponder a cualquier apartado
pueblo colombiano, así como la Santa María de Onetti podía ser cualquier ciudad
uruguaya. El San José de Rosero, aunque
irremediablemente recuerde a San José de
Apartadó, es un pueblo indefinido.
Sabemos que el país donde se desarrolla
la acción es Colombia porque la capital se
nombra, Bogotá, porque alguien viene de
Buga, porque la hija de los maestros les
pide que se vayan a vivir con ella a Popayán, pero sobre todo porque la guerra que
aquí se narra es la colombiana, una guerra
amorfa, sin buenos ni malos, de escasos
méritos humanos, con una violencia tan
hundida en el salvajismo, que todos los
bandos parecen haber perdido los atributos de la piedad o del heroísmo. Esa sevicia, ese dolor, esa desolación, se parecen
tan sólo a nuestra muerte, no a otras muertes. El hecho de que un pueblo se hunda
paulatinamente en la nada de la muerte,
sin embargo, tiene un modelo literario
mexicano: durante la lectura uno no deja
de pensar, varias veces, en los cuentos de
Rulfo y más aún, en Pedro Páramo.
Los habitantes de San José están tan a
la merced de “los ejércitos”, esos cuerpos
armados genéricos y sin nombre (o con todos los nombres: guerrilla, paramilitares,
narcotraficantes, fuerzas armadas), que da
la impresión de que la violencia fuera un
efecto más de la naturaleza: una catástrofe
ineluctable, debida a la intemperie o a la
confabulación de unos elementos irracionales, igual a la sequía, las inundaciones,
las erupciones volcánicas o los terremotos.
Este es quizás el efecto mejor logrado del
libro, una novela que no reparte culpas y
bendiciones, sino que registra la cara sin
forma y tremenda del conflicto colombiano, una guerra degradada en la que todos
parecen iguales en maldad, en irracionalidad, en falta de compasión. El autor, y esto
lo agradecemos todo el tiempo los lectores, no cae en la desagradable tentación de
las siglas, ni a la graduación de su maldad,
que es el pan cotidiano de nuestros periódicos: AUC, FARC, ARC, ELN, EP… En el
libro no: los uniformes y las armas van y
vienen, vestidos siempre de muerte, y nunca estamos seguros de quiénes son los que
trafican con la existencia. O, mejor dicho,
todos trafican por igual con la muerte.
En las novelas, como suele suceder también
con las personas, es de las virtudes extremadas de donde provienen al mismo tiempo
los defectos. Una persona muy generosa se
vuelve fácilmente manirrota; extremado,
un simpático cae en el vicio de la zalamería.
La gran virtud del libro de Rosero, la descripción de la disolución de un pueblo por
la irracionalidad y el salvajismo de ejércitos
anónimos y desalmados, es también, en últimas, su mayor límite. Es verdad que nuestra violencia parece a veces tan demente que
uno está tentado a definirla como amorfa e
irracional. ¿Pero lo es de verdad? ¿No hay intereses, no hay intención de matar a algunos
con meditado cálculo? Me temo que sí, y que
este cálculo está a la base de todos los ejércitos de nuestro conflicto. En este sentido una
novela que pretende ser realista, se vuelve
por momentos fantástica, inventada, retórica. La violencia no es una catástrofe natural,
sino una decisión voluntaria de personas
que deciden por intereses específicos.
No obstante, la intuición poética de Rosero es valiosa y todos, en algún momento
de la interminable guerra colombiana, hemos sentido que es así: que todo es igual,
que del salvajismo no se libra ninguno de
los bandos. Esta intuición poética tiene
una virtud lírica agradable de leer, como
la nebulosa descripción de una nube. Pero
quizás el novelista, como el meteorólogo,
tenga el deber de hacernos entender y de
hacernos ver que no todas las nubes son
iguales ni todas nos traerán tormentas
idénticas –es cierto que en el conflicto colombiano los observadores parecemos más
bien geólogos, incapaces de predecir los terremotos, que atinados meteorólogos.
La salvedad anterior, sin embargo, es más
moral que literaria, y no es justo juzgar una
novela en estos términos. Si juzgamos Los
ejércitos por sus palabras y por la historia
que se cuenta en ella, tenemos que convenir en que el efecto buscado por la novela
se ha logrado cabalmente: la descripción
de los horrores, nos convence Rosero, es tan
inexplicable y absurda como las catástrofes naturales. Un grupo viene y nos mata,
como llega de un nevado la avalancha que
sepultará un pueblo entero. La muerte
violenta se convierte aquí en el destino ineluctable de la tragedia. En la novela, con
masacres, secuestros, desapariciones, ejecuciones arbitrarias, asistimos al progresivo triunfo de la muerte sobre el erotismo,
es decir, sobre la vida. Lograr este efecto
poético no es poco. Es muchísimo. Criticar
la novela porque consigue convencernos de
lo que buscaba, es criticarla por lo que no
es. Los ejércitos, sin duda, cumple con su cometido. Las novelas no son una explicación,
sino una versión de la realidad, y la versión
de Rosero está perfectamente lograda. Esta
desoladora historia debería ser leída por
muchos más colombianos.
18 PRL
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feb/MAR2008
Sendero: Al margen
de la gran narrativa
José Luis Rénique
La cuarta espada. La historia
de Abimael Guzmán y Sendero
Luminoso
de Santiago Roncagliolo
Editorial Debate, 2007, 288 pp.,
US$ 28.38
E
n diversas entrevistas, Santiago
Roncagliolo ha explicado sus
vínculos con el fenómeno que
le ha servido de tema a sus dos
últimos libros: la insurgencia de Sendero Luminoso, un partido maoísta nacido
en una de las regiones más pobres de los
Andes peruanos, que habría de suscitar lo
que el historiador británico Lewis Taylor
ha llamado “una de las más sangrientas
guerras civiles en la historia contemporánea de América Latina”. A fines de los noventa, a raíz de su labor en una entidad de
protección de derechos humanos habló
con inocentes que cumplían condenas,
torturados y familiares de desaparecidos
y hasta con un senderista que “había asesinado a sangre fría a decenas de personas”.
Varios años pasaría explorando cómo
escribir sobre el horror: Reto difícil para
un narrador, dice, “precisamente porque
el horror comienza donde terminan las
palabras”.
De una película llamada From Hell, basada en un cuento de Alan Moore, vendría
la solución al dilema. A partir de la historia de Jack el Destripador se describía ahí
la historia de la sociedad inglesa de fines
del XIX: “una sociedad enferma, que se
veía como un elegante imperio victoriano
pero se alimentaba de las prostitutas de
los barrios pobres”. A la luz de aquel relato, el Ayacucho de su memoria –“centro de
muchas revoluciones desde Tupac Amaru
(que en realidad tuvo lugar en el Cusco)
hasta la actualidad” y, a la vez, “un lugar
muy religioso, con una vistosa cultura de
la muerte”– aparecía como “el escenario
perfecto para un thriller”. Su novela Abril
Rojo –que le valdría el premio Alfaguara
de novela 2006– sería el producto de ese
proceso. El punto de quiebre, sin duda, de
una carrera esforzada y múltiple –Roncagliolo ha sido autor de literatura infantil y
guionista televisivo– en un medio foráneo
y altamente competitivo como el español.
Este éxito le significaría la oportunidad
de transformar en libro un reportaje sobre Abimael Guzmán publicado por El
País. Su objetivo era desentrañar la “his-
Abimael Guzmán. foto: archivo diario la república, perú
toria humana” del líder senderista con el
propósito de mostrar “cómo se radicaliza
alguien hasta convertirse en terrorista”.
Reto que resolvería fusionando los diversos estilos experimentados a través de su
múltiple carrera de autor. El producto es
esta vez un texto que, a diferencia de Abril
Rojo, presenta un singular reto de caracterización. De hecho, no se llega muy lejos
buscando en las propias declaraciones
del autor la filiación precisa de La Cuarta
Espada. La caracteriza en una entrevista
como una “novela de no-ficción” en el estilo de A Sangre Fría de Truman Capote:
“Todo lo que cuento es real”. “Si todos los
personajes fueran ficticios”, el argumento
seguiría “funcionando igual.”
Es esa flexibilidad, precisamente, la
que le permite transformar una fallida
biografía de Abimael Guzmán en un éxito de librerías. Sin poder entrevistar a
su personaje central o siquiera acceder a
fuentes directas; confrontado, por si fuera
poco, con un personaje que aparece como
un maestro de la disolución del propio yo
en los contornos cuasi-milenaristas de su
causa revolucionaria, el texto se convierte
en la aventura de un joven escritor llamado Santiago Roncagliolo que llega al Perú
con el fin de encontrar la “verdad” de Guzmán; que se propone, por esa vía, darles
“voz a los terroristas” accediendo así a la
versión de la violencia de los ochenta y
noventa “que nos falta escuchar.” Roncagliolo –el personaje– se nos aparece tenaz
y provocador: un aspirante reportero en
busca de un tema vendible que se define
nada menos que, como “un mercenario
de las palabras” y que –dado el interés por
el terrorismo suscitado en España por el
11-M– propone a su editor de El País, “un
vistazo al terror desde una perspectiva
nueva, un tema violento y poco visto en la
prensa, una encarnación del mal”. Recuerda este recurso novelas como Soldados de
Salamina, de Javier Cercas, o La Guerra de
Galio, de Héctor Aguilar Camín. En ambas, más que el pasado mismo, la pugna
por esclarecerlo termina siendo el núcleo
del drama; lo que convierte a un periodis-
ta, en el primer caso, y a un historiador, en
el segundo, en protagonistas centrales.
Un epígrafe de J. M. Coetzee sugiere la
tesis implícita de su investigación: el revolucionario como un “hombre condenado,”
sin lazos que lo unan a nada, que “ha roto
amarras con el orden civil, con la ley y la
moralidad; que no espera “misericordia
alguna”, que si sigue viviendo en sociedad, es sólo con la idea de destruirla. Un
hombre sin contexto, en suma, teleológicamente guiado por sus propios impulsos
tanáticos.
Hijo de exiliados peruanos en México,
Roncagliolo creció con “otros exiliaditos”,
jugando en el colegio a la “guerra popular”, escuchando en casa las “complicadas”
conversaciones de los mayores sobre la revolución por venir, para luego regresar a
un país donde “ya había una revolución en
marcha” que en absoluto se parecía a “las
cosas lindas que nos habían dicho de ella”.
Del periodista inglés Justin Webster
–quien cree que a los siete años la gente
establece los “rasgos esenciales de su personalidad” y después cambia muy poco–
recibe el escritor una sugerencia que habría de seguir al pie de la letra: prestar
particular atención a la niñez del personaje. Titulado “El pequeño comunista,”
efectivamente, el capítulo inicial define la
orientación del libro. Relata ahí cómo fue
que el lento y rígido mundo provinciano
del Perú de los años cuarenta engendra
al hombre que habría de poner su país al
borde del colapso. Una tras otra, una serie
de heridas emocionales –su condición de
hijo ilegítimo, el desdén paterno, una decepción amorosa– producen a esa “encarnación del mal en estado puro” que será
el Guzmán adulto. Si la clave de las conductas adultas puede rastrearse a la niñez,
cree Roncagliolo, lo único que permitiría
vincular al tímido estudiante arequipeño
con el líder de Sendero Luminoso es “su
condición de bastardo”. Acaso un hijo,
una verdadera familia o una vida cotidiana aburrida y feliz, habrían interrumpido
el proceso que llevó al futuro Presidente
Gonzalo –el nom de guerre que adoptaría
el líder subversivo– a obsesionarse por
crear “un grupo humano, un partido, y
luego un mundo que pudiese controlar”
como una manera de amenguar las carencias de su niñez.
De la dimensión ideológica de Sendero
Luminoso a Roncagliolo le interesa no
tanto su contenido –“una vez que uno
consigue penetrar en los textos, resultan
tan claros que se vuelven monótonos”–,
feb/MAR2008
sino la manera como es vivida: que haya
gente capaz de asignarle un valor casi místico a un discurso ideológico, asumiéndolo como una norma de acción sin fisuras
ni matices. “Pertenezco a un mundo en
que eso ya no existe”, dice el cronista, subrayando su distancia generacional de
aquella manera de vivir la ideología que le
recuerda a “la Fuerza de Luke Skywalker,”
el personaje de La guerra de las galaxias. A
la controversia causada por esta metáfora
entre sus críticos peruanos Roncagliolo responde afirmando que, en un libro
destinado a traducirse en doce idiomas se
hacía necesario usar referentes didácticos
simples y directos tomados de la cultura
popular. No sorprende, por ello, que en
su descripción del Guzmán del tiempo
previo a su captura –del cual, por cierto,
no existen datos– se sienta la presencia del
Hitler de La caída, el notable film de Oliver
Hirschbiegel: un hombre acorralado, que
inventa ejércitos, que presenta sus mínimos avances como gloriosos despertares y
que destituye generales porque no hacen
milagros.
Asistida por estos mecanismos –la personalización de la historia y el uso de referentes pop– la historia del conflicto interno –
tema de la segunda parte del libro titulada
“La Guerra”– fluye, descargada de los complicados detalles y de los estériles debates
–“miles de palabras largas y toneladas de
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densa y pastosa ideología”– de los barbudos setenteros de la generación del padre
del cronista. El relato encuentra vitalidad
dramática en la explotación de tópicos
más bien marginales a la “gran narrativa”
de la guerra senderista elaborada por antropólogos o historiadores; la muerte de
Augusta La Torre, por ejemplo, primera
esposa de Guzmán, fallecida en circunstancias jamás esclarecidas. Qué pasó con
Augusta, dice Roncagliolo, es una de las
dos preguntas que quisiera haber hecho al
líder senderista de entrevistarlo; por qué
nunca ha llorado, sería la otra.
Es el último tercio del texto –titulado
“La Cárcel”– el que define el carácter del libro, su esfuerzo por acercar al lector –por
la vía de la sentimentalización– a los detalles de una historia de horror. La relación
del cronista con los senderistas de carne y
hueso es ahí el tema central. En contacto
con ellos, comienza a sentirse el narrador
emocionalmente involucrado con su tema
de investigación. El cínico cronista ‘mercenario’ de las primeras páginas deviene
contrito y autoreflexivo. “Siento –dice–
vergüenza de ser lo que soy”, un “burgués
satisfecho” que está padeciendo un “brote
de radicalización”, que es “como una enfermedad”. Su éxito con Abril Rojo le reporta
por ese entonces una inesperada oportunidad: una invitación a presentar su libro
en cárceles de Lima. Accede finalmente al
lado humano de los senderistas. Se entera
de que Marisa Garrido Lecca –la bailarina
que daba cobertura al escondite de Abimael Guzmán– quería cambiar el mundo
danzando. Conoce la historia de Blanca
Revoredo, la abnegada madre de Elena
Iparraguirre –la segunda pareja del líder y
número dos del partido–, su gran sostén a
través de su cautiverio. Me siento –escribe
a raíz de sus visitas carcelarias– como un
“turista en el infierno” que se pregunta “si
es posible escribir sobre todo esto sin tomar posición”.
Su encuentro con Iparraguirre será, finalmente, lo que más lo acerque a su elusivo personaje central. El diálogo que sostienen se centra en la relación amorosa de
Iparraguirre y Guzmán. Es el pie necesario
para su observación final: habían llegado
a “pensar como un solo cerebro”. Pero la
convicción ideológica que les daba su fuerza era su gran debilidad. No sabían cómo
controlar aquellos impulsos “no previstos
en la ideología”: el amor, el odio, la traición entre los líderes.
Más de dos décadas de “senderología”
anteceden a La cuarta espada. Una vasta
literatura producida por una pléyade de
autores peruanos y extranjeros, científicos sociales y periodistas y, recientemente,
literatos; un esfuerzo colectivo coronado
por el Informe Final de la Comisión de la
Verdad y Reconciliación –nombrada por
PRL 19
el gobierno peruano con el fin de investigar las violaciones de derechos humanos
en el Perú en los años ochenta y noventa– del 2003. Roncagliolo se apoya en esa
literatura, pero no para desarrollarla o
enriquecerla. Su prioridad es la novedad
narrativa, más que el rigor investigativo.
Así, parte del debate suscitado por su libro son las listas de errores factuales de La
Cuarta Espada –bastante gruesos muchas
de ellos– que circulan en revistas y, sobre
todo, blogs nacionales. De hecho, para redondear una perspectiva sobre un libro
concebido como un producto mediático,
hay que prestar atención a esos debates.
Así, entre quienes critica su estilo light o
que acusan a Roncagliolo de “banalizar”
el drama del conflicto, aparece una queja
recurrente: ¿por qué los que “sí saben del
tema” no han escrito una historia igualmente atrayente? Menudean, de otro lado,
las pruebas de la eficacia de su estrategia
narrativa: el eco que tiene su recurso a la
sentimentalización del drama entre quienes, como Roncagliolo, recuerdan las bombas y los apagones como una lejana memoria infantil. Acaso para esa emergente
lectoría, más que el rigor –para citar a un
anónimo blogger– sea digna de celebración su audacia “para hacer de un período
trágico en la vida de la sociedad peruana
un relato que hoy encabeza la lista de los
libros más vendidos del país”.
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20 PRL
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feb/MAR2008
Renunciando a la Gran
Novela Latinoamericana
Alejandro Zambra
La novela luminosa
de Mario Levrero.
Montevideo, 2005, 542 pp.,
US$ 57.30
También de Mario Levrero:
El discurso vacío.Buenos Aires,
Interzona, 2006, 144 pp., US$ 22.40;
Barcelona, Editorial Caballo de Troya,
2007, 176 pp., US$ 23.95
Dejen todo en mis manos. Buenos
Aires, Mondadori, 2007, 121 pp.,
US$ 16.98; Barcelona, Editorial Caballo
de Troya, 2007, 128 pp., US$ 23.95
“
Una novela, actualmente, es cualquier cosa que se ponga entre tapa
y contratapa”, dice el uruguayo Mario Levrero en La novela luminosa,
un libro –se podía esperar– inclasificable:
la narración se aleja de las convenciones,
pero no para impresionar a los estudiantes de teoría literaria, sino para cumplir
con el mandamiento interno de relatar
lo imposible, o al menos para registrar
minuciosamente el fracaso de escribir.
En plenos años ochenta, mientras sus
contemporáneos seguían dando forma a
la gran novela latinoamericana, Levrero
construía una literatura personalísima,
irreductible a los patrones de lectura por
entonces vigentes; una obra escéptica a los
derroteros del boom y reacia, en general, a
toda presión normalizadora.
Publicada en 2005, un año después de
la muerte del autor, La novela luminosa
es una obra extraña desde su origen. Levrero comienza a escribirla en 1984, a los
44 años, en vísperas de una operación a
la vesícula. Debido, justamente, al miedo
que le provoca entrar a pabellón, precipita la novela hasta el séptimo capítulo.
La operación es un éxito, pero la novela,
un fracaso: de vuelta del hospital Levrero
quema dos de los siete capítulos y el libro
queda inconcluso. Pero dieciséis años más
tarde la Fundación Guggenheim aprueba
el proyecto: el autor es becado para dedicarse en plenitud a continuar su obra
maestra. Es agosto del 2000, y el escritor
avanza poco, nada. No consigue regresar:
“La inspiración que necesito para esta
novela no es cualquier inspiración, sino
una inspiración determinada, ligada a sucedidos que yacen en mi memoria y que
debo revivir, forzosamente, para que esta
continuación de la novela sea una verda-
Mario Levrero. Crédito: Taller Literario de Motivacion a la Escritura, Mexico
dera continuación y no un simulacro. No
quiero usar mi oficio. No quiero imitarme
a mí mismo. No quiero retomar la novela ahí donde la dejé hace dieciséis años y
continuarla como si no hubiera pasado
nada. Yo he cambiado”. El fragmento recién citado figura en el “Diario de la beca”,
un archivo que el autor comienza en calidad de estímulo para la escritura, pero
que muy pronto cobra un obligado vuelo
propio. Casi la totalidad de la novela será,
finalmente, el registro de la imposibilidad de escribirla.
En el “Diario de la beca” Levrero enumera sus distracciones, muchas y todas muy
atendibles: jugar innumerables solitarios
en el computador, leer o releer antiguas
novelas policiales, emprender tímidos
paseos en compañía de una mujer que ha
dejado de amarlo o comprar un sillón verdaderamente cómodo. A lo largo de su vida Levrero desempeñó
oficios diversos: fotógrafo, vendedor de
libros, humorista, guionista, redactor de
revistas, director de talleres literarios. La
beca le permite, por primera vez, dedicarse exclusivamente a escribir, pero la luz de
la novela no llega. No llegará. La beca ha
dejado de ser un beneficio; ahora es una
carga que obliga a Levrero a completar
no un formulario más sino la obra final,
la obra, nada menos. “Diario de la beca”
es, a un tiempo, un culposo inventario de
fugas y a la vez un oasis de escritura libre.
Del mismo modo que El discurso vacío
apunta a la difícil plenitud de lo manuscrito, La novela luminosa asume la
bastardía del texto-tecla. El computador
se transforma en uno de los personajes
principales. Levrero anota incluso sus
discusiones con el corrector ortográfico
–que inexplicablemente admite la palabra “coño” pero no la palabra “pene”–, y
sabe lo suficiente de Visual Basic como
para quedarse hasta las nueve de la mañana ideando un programa que le avise
que es hora de tomar el antidepresivo. A
veces escribe a mano simplemente para
castigarse por el abuso del computador;
otras veces acepta su adicción y la disfruta. El momento más feliz del libro es esta
eufórica exclamación: “¡¡¡¡¡¡Arreglé el
Word 2000!!!!!!”. De seguro arreglar el Word 2000 es más
fácil que escribir esa novela que Levrero
escribe pero no escribe. En fin: para escribir la novela luminosa es necesario pasar
por la novela oscura; para hacer literatu-
ra de verdad es preciso recurrir, como él
dice, a la literatura fraudulenta.
La edición uruguaya de La novela luminosa –durante 2008 aparecerá también
en España, bajo el sello Caballo de Troya– suma quinientas y tantas páginas:
las cuatrocientas del “Diario de la beca”
(incorporadas en calidad de gigantesco
prólogo) más las escasas carillas escritas
en 1984 y un notable capítulo-cuento titulado “Primera comunión”, único resultado “real” del año Guggenheim. Figura
además un breve epílogo en el que Levrero manifiesta sus dudas respecto a la
naturaleza del libro: “Me hubiera gustado que el diario de la beca pudiera leerse
como una novela; tenía la vaga esperanza de que todas las líneas argumentales
abiertas tuvieran alguna forma de remate. Desde luego, no fue así, y este libro, en
su conjunto, es una muestra o un museo
de historias inconclusas”. Pero enseguida
–contraviniendo su propia sentencia– el
autor da cuenta de la evolución de algunas de esas líneas, de manera que la pregunta carece de una respuesta válida: ¿Es
La novela luminosa una novela? Sí y no; ya
se sabe que una novela es “cualquier cosa
que se ponga entre tapa y contratapa”,
feb/MAR2008
pero la obra mayor de Levrero tampoco
es, con propiedad, un diario, pues en ella
persisten, en aparente dispersión, algunos acciones o incidentes cuya reaparición
dota el proyecto de una cierta unidad. Si
bien prevalece el carácter inconcluso que
señala Levrero, las líneas argumentales sí
se cierran.
Es un poco lo que apunta Ignacio Echevarría en un ensayo centrado en la dimensión mística de La novela luminosa. Levrero
dedica varios fragmentos a la descripción
del cadáver de una paloma en la azotea
vecina; la recurrencia de esta imagen –la
observación meticulosa del narrador, que
relata las mínimas variaciones que experimenta la escena– va cobrando, con el paso
de los días y de las páginas, un innegable
valor alegórico. El diario de la beca se cierra con una mención al estado actual del
cadáver, cuya permanencia finalmente
equivale, para Echevarría, a la permanencia del Espíritu, “de su huella, incluso ahí
donde parece haber sido aniquilado”. Observar el cadáver es persistir en lo inerte y
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vivificarlo, del mismo modo que escribir
es esperar una iluminación que demora y
nunca llega.
Hay en La novela luminosa salidas de
tono y berrinches que poco a poco conforman, por oposición, una estética: escuchar
a Beethoven es, para Levrero, como escuchar “a un niño tocando el tambor a la
hora de la siesta”, y el Himno a la alegría le
hace pensar “en alemanes haciendo gimnasia, dirigidos por una profesora de cara
caballuna”.
La novela tradicional le provoca similares dolores de cabeza: “No me interesan
los autores que crean laboriosamente sus
novelones de cuatrocientas páginas, con
base en fichas y en una imaginación disciplinada; sólo transmiten una información
vacía, triste, deprimente. Y mentirosa,
bajo ese disfraz de naturalismo. Como el
famoso Flaubert. Puaj”. Mucho más benevolente es su comentario sobre la novela
Valis, de Philip K. Dick: “Es muy agradable
leer estas cosas que, de algún modo, jerarquizan la propia locura”. Pero el desdén
por formas estatuidas de arte no es programático. Levrero no es un vanguardista.
Levrero extraña una unidad a la que ya no
es posible acceder por las vías tradicionales, pero no por ello renuncia a intentar
conseguirla.
El discurso vacío (1996) es también una
obra límite, en la que es visible la ruta que
conducirá a La novela luminosa. La anécdota de El discurso vacío es mínima: ya que no
ha podido cambiar la vida, Levrero intenta
–modestamente– cambiar la letra, por lo
que se dedica a rellenar planas procurando “reformar” su prosa manuscrita. Esta,
como él dice, autoterapia grafológica, no
obedece, en apariencia, a un desafío literario: no pretende concretar el libro sobre
nada que quería Flaubert, ni reivindicar el
método surrealista, sino simplemente indagar en la relación entre letra y personalidad. “Debo permitir que mi yo se agrande por el mágico influjo de la grafología”,
dice, y enseguida precisa su razonamiento: “Letra grande, yo grande. Letra chica,
yo chico. Letra linda, yo lindo”.
PRL
PRL 21
El libro alterna dos tipos de textos: los
ejercicios propiamente dichos y diversos
fragmentos de diario, dos facetas que se
van permeando mutuamente, aunque es
posible observarlas en forma pura, como
en este intento de caligrafía: “B B B B B B
B B B B B B Bien, otra vez había olvidado
la manera de escribir la B. El problema es
que olvido por dónde comenzar a trazarla, y si no me sale espontáneamente, pensándolo no puedo conseguirlo. Hay algún
truco en alguna parte, y no termino de
descubrirlo”. El diario, en tanto, registra
la vida cotidiana con celo microscópico:
“Es indudable que la modalidad de Alicia
la hace mucho más eficaz que yo. A menudo la envidio por esa aparente facilidad
para resolver imposibles. Ahora bien: de
los momentos de mi vida en que yo he
desarrollado similar modalidad y similar
eficacia, he extraído la experiencia de que
esa eficacia práctica tiene un alto precio
espiritual”. Pero no sólo Alicia –Alicia Hoppe, la mujer de Levrero, por entonces– es
blanco de esa implacable mirada analítica:
se publica seis veces al año. Cada edición pasa revista a lo
más estimulante y original de lo recientemente publicado en
literatura, biografía, memoria, historia, política, filosofía, ciencia.
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22 PRL
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de Cien años de soledad
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sobre Empires of the Atlantic World
Germán Carrera Damas
sobre el Bolívar de Lynch
la conducta del perro y los ardides del gato
–un gato que se ha colado en casa, modificando significativamente la realidad
doméstica– motivan brillantes análisis
desmesurados. El propio cuerpo es escrutado con crudeza, aunque por momentos
surge alguna reconciliación con lo físico:
“Me miro en el espejo y veo a alguien que
no me gusta del todo, pero es alguien en
quien puedo confiar”. Otra versión de la
misma idea: “No odiaba a ese cuerpo gordo y deforme porque lo fuera, sino que
mi cuerpo se había transformado precisamente en eso porque yo, desde antes, lo
odiaba”. (Hay un evidente aire a las observaciones de Kafka sobre la fisonomía. Sin
duda la influencia de Kafka es decisiva en
la obra de Levrero).
El discurso vacío y La novela luminosa son
libros importantes que justifican con creces la atención que ahora recibe Levrero.
Pero el reconocimiento llega tarde. Levrero no alcanzó a disfrutar de las cada vez
más frecuentes reediciones de sus libros.
El protagonista de la novela Dejen todo en
mis manos, por el contrario, es un Levrero
verosímil que, a mediados de los años noventa, visita a un editor poco dispuesto a
correr riesgos. El escritor solo quiere unos
dólares para sobrevivir durante unas pocas semanas; el editor –a quien llama Gordo, a pesar de que es flaco– le rechaza la
novela, pero lo mismo le adelanta una pequeña cantidad a cambio de una misión
bastante rara: encontrar al misterioso autor de un manuscrito excelente que llegó a
la editorial en un sobre sin más datos que
el nombre del autor –Juan Pérez– y las señas del pueblo donde presuntamente vive.
Al escritor menor le pagan por encontrar
al escritor genial: suena justo.
Es ésta una novela de repertorio, representativa del lado más convencional de la
literatura de Levrero. El narrador de Dejen todo en mis manos no se llama Levrero,
pero tampoco se llama de otra manera;
por comodidad o por fidelidad al juego,
supongamos que es Levrero, es decir, un
autor por entonces medianamente valorado por la crítica uruguaya pero ampliamente ignorado por los lectores. “Siempre
consideré preferible picar piedras –dice– a
matar el libre acto creativo pensando en el
público”, pero ni siquiera él cree demasiado en esta visión heroica de su trayectoria.
Después de tantos rechazos, ha comenzado a acostumbrarse a los eufemismos:
“Escuché, pues, con resignación, sobre las
actuales dificultades de la industria editorial en nuestro país, como si fuera un
tema novedoso, como si el Gordo lo hubiera descubierto tras profundas meditaciones y encuestas. Como si en nuestro país
existiera una industria editorial. Como si
nuestro país fuera un país”.
El narrador dice haber cambiado los
nombres de personas y de lugares, “para
no lesionar a nadie” (¿a quién podría lesionar una historia como ésta? A nadie.
El lector tarda algunas páginas en asimilar el chiste). Así, el supuesto pueblo del
hipotético Juan Pérez es Penurias, una
pequeña localidad del interior cercana a
Miserias y a Desgracias y a otros lugares
nada auspiciosos. Pronto las pistas se re-
feb/MAR2008
velan insuficientes, sobre todo cuando la
encargada del correo examina la caligrafía del sobre y asegura que se trata de la
letra de una mujer. El narrador piensa que
Juan Pérez es homosexual, o que corresponde al seudónimo de una mujer, de una
mujer lesbiana, tal vez, y enseguida visita
a Juana Pérez, que no es lesbiana sino una
prostituta de la que se enamora instantánea y perdidamente. Lo que sigue es el
fantaseo en torno a una improbable vida
futura junto a Juana Pérez, en tanto se suceden los malentendidos y el lector –que a
esas alturas ya adivina el final– se desespera o se divierte ante la total impericia del
detective tímido.
Dejen todo en mis manos no es, desde luego, una novela policial, sino una parodia
o un homenaje a las novelas policiales, y
también a las novelas menores, como las
que escribió Levrero a lo largo de toda
su vida: voluntariosas, muy personales,
poco propicias para satisfacer el gusto de
la academia o de los lectores. La novela de
Juan Pérez, en cambio, es una gran obra,
de tema nacional y conflictos políticos y
todo eso. A la hora de valorar el manuscrito, el protagonista es generoso: “No
era la novela que yo había escrito, hubiera
escrito o hubiera querido escribir, pero
sin duda Juan Pérez era mejor escritor y
mejor persona que yo”. Son pocos los narradores de entonces que renunciaron,
de antemano, a escribir la gran novela
latinoamericana. En esa renuncia está la
grandeza de Mario Levrero; no es difícil
imaginarlo, ahora, observando con ironía o con prudente satisfacción la antología del tiempo.
El arte es “la inminencia de una revelación que no se produce”; esta célebre definición de Borges viene a cuento cuando
se habla de Levrero. La novela luminosa y
El discurso vacío recrean, por así decirlo,
las aventuras de la inmovilidad. Levrero
espera, con o sin paciencia, una esquiva
iluminación mayor. Escribir es esperar,
llenar una expectativa propia con luz o
con vacío. “Hay cosas que no se pueden
narrar”, dice Levrero, a medio camino entre la resignación y la satisfacción, tras terminar La novela luminosa: “Todo este libro
es el testimonio de un fracaso. El sistema
de crear un entorno para cada hecho luminoso que quería narrar me llevó por caminos más bien oscuros y aun tenebrosos.
Viví en el proceso innumerables catarsis,
recuperé cantidad de fragmentos míos
que se me habían enterrado en el inconsciente, pude llorar algo de lo que habría
debido llorar mucho tiempo antes, y fue
sin duda para mí una experiencia notable.
Leer eso sigue siendo para mí removedor y
aun terapéutico. Pero los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son
accesibles a la literatura o por lo menos a
mi literatura”.
“Escribir entre paréntesis me produce
ansiedad, seguramente por temor a olvidarme de cerrarlos”, anota Levrero en
alguna perdida página de La novela luminosa, una obra extraña y magnífica que se
asemeja, justamente, a un larguísimo paréntesis siempre a punto de cerrarse.
feb/MAR2008
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PRL 23
Borges, Bioy y Cortázar:
avatares de la ciberliteratura
Edmundo Paz Soldán
L
a reflexión sobre la literatura y sus
relaciones con las nuevas tecnologías en América Latina y España
se encuentra en un momento de
inflexión. Después de años de pensar que
la internet no tenía nada que ver con la
literatura, académicos y escritores se han
puesto a indagar en este tema. Pienso en
estas cosas al ver Latin American Cyberculture and Cyberliterature, un libro editado por
Claire Taylor y Thea Pitman que Liverpool
University Press acaba de publicar en Inglaterra (y en el que he contribuido con un
epílogo); el número de enero del 2008 de
la revista Quimera, que trae un dossier dedicado a “Nuevas tecnologías narrativas”, y
la antología Mutantes: Narrativa española
de última generación, publicada a fines del
2007 por la editorial Berenice y editada
por Julio Ortega y Juan Francisco Ferré.
Algunas conclusiones se desprenden de
la lectura del libro de Taylor y Pitman: por
un lado, la comprobación, una vez más, de
que los nuevos medios tecnológicos influyen en la estética, el arte de un período.
Sucedió con la fotografía, con el cine, con
la televisión, y ahora está ocurriendo con
la computadora. Por otro lado, la forma en
que la emergencia de un nuevo medio permite otras lecturas de la tradición. Taylor
y Pitman definen ciberliteratura de manera amplia, como “un campo que incluye
la literatura electrónica –obras literarias
concebidas tradicionalmente, pero en formato electrónico–, y formas específicas
de la literatura en la internet como el hipertexto, los hipermedios y los blogs, así
como la literatura escrita que reflexiona
acerca de la aparición de la cibercultura y
los productos ciberculturales”. Así, los argentinos Borges, Bioy Casares y Cortázar
vendrían a ser considerados como “avatares de la ciberliteratura”.
La revista Quimera, que solía ser un reducto de la tradición y que, gracias al nuevo consejo de dirección se ha convertido
en abanderada de una literatura más a
tono con la sensibilidad contemporánea,
se interesa en explorar cómo, en palabras de Vicente Luis Mora, “los escritores
comienzan a utilizar, en momentos puntuales, elementos tomados directamente
de las nuevas tecnologías, copiando sus
estructuras y reproduciendo elementos
visuales en las obras, que abandonan ya el
paradigma de la Galaxia Gutemberg para
desembocar en el cosmos de la World
Wide Web, configurada como nueva Weltanschauung”. Sorprende cómo la nueva
generación de críticos y escritores españoles utiliza palabras en inglés, algo que
de periódico dan forma al relato “Cero
absoluto”, de Javier Fernández. Mutantes
también incluye un fragmento de Nocilla
Dream, la emblemática novela de Agustín
Fernández Mallo que se ha convertido en
un referente, a tal punto que se habla de
una generación Nocilla.
U
es mucho más común encontrar en escritores latinoamericanos. Laura Borrás, por
ejemplo, menciona la “web-based literature” como nueva forma de literatura, y
el título de una sección de poemas que
reflexionan sobre la tecnología y el consumo, editada por el Dj Eloy Fernández
Porta, es “RealTime”. A propósito de Fernández Porta, su libro Afterpop: La literatura de la implosión mediática, se debe ver
como el punto central de partida para la
reflexión sobre el impacto de las nuevas
tecnologías en la literatura española.
Mutantes es una antología desigual –casi
todas lo son–, con prólogos algo contradictorios: mientras Ferré escribe que “el
panorama español de los últimos veinte
años ha sido… anestésico y anodino”, Ortega dice que “demandan atención los re-
latos de Juan Antonio Masoliver, Cristina
Fernández Cubas, Julio Llamazares, Carmen Riera, Carlos Trías, Soledad Puértolas, Belén Gopegui, Nuria Amat, Manuel
Rivas, Imma Monzó…” (es decir, algunos
de los escritores españoles más destacados de los últimos veinte años). Con todo,
la antología abre una puerta fascinante al
trabajo de los escritores españoles de la
nueva generación. En algunos casos, los
nuevos medios influyen en la forma: Jordi
Carrión, por ejemplo, utiliza la estructura de cómo se accede a la información en
Google para “Búsquedas (para un viaje
futuro a Andalucía)”, un texto más bien
ensayístico. En otros, como en “500% Costa”, de Jordi Costa, en el fondo. A veces el
tema es una exploración futurista, pero
el medio no es tan nuevo: unos recortes
na amiga española me contó
que acababa de leer una nouvelle inédita del escritor mexicano Jorge Volpi en su Blackberry. Sí, una sorpresa para los lectores
acostumbrados a las meganovelas de Volpi: su nuevo trabajo, El jardín devastado, no
necesita ni siquiera del Kindle o el Sony
Reader para ser leído; tiene entre sesenta
y ochenta páginas, lo cual significa que se
puede leer en celulares y portátiles.
Yo la leí en mi MacBook Pro. En El jardín
devastado aparecen temas caros a Volpi,
relacionados con su preocupación política global –en este caso, una mujer que
busca a sus hermanos en plena guerra en
Irak–, pero también hay novedades. Se trata de un Volpi íntimo, en cuyo narrador
no cuesta reconocer ciertos aspectos de
su biografía: el intelectual que deambula
por el mundo, el hombre exitoso capaz de
una feroz autocrítica. Hay un personaje
femenino magnífico (la bipolar Ana). La
prosa también sorprende: desprovista de
retórica, su filoso laconismo convierte
el libro en un jardín nada devastado de
máximas para subrayar.
En el blog de Volpi (www.elboomeran.
com/blog/12/jorge-volpi/) han ido apareciendo capítulos de la novela. En los
primeros posts, Volpi explicó la razón
de ser de su proyecto: “Escribir. Escribir
de nuevo. No otra novela –cualquier novela–, sino una bitácora, una combinación de memoria, ficción, aforismos. Una
aventura que sea, también, una negación.
Un ejercicio de escritura, una forma de
aprender a escribir de nuevo a un año
de haber concluido la trilogía formada
por En busca de Klingsor, El fin de la locura
y No será la Tierra”. No queda claro si los
comentarios de los lectores influirán en
la versión final de la nouvelle. Lo que sí es
cierto es que, gracias al blog y a los nuevos
lectores electrónicos, el escritor tiene más
posibilidades de interactuar con sus lectores, saber sus opiniones, hacerles caso (o
no). Así, a su manera, El jardín devastado
es también ciberliteratura.
Esta nouvelle será publicada en septiembre por Alfaguara. Pero antes saldrá otro
libro de Volpi: uno de ensayos, que publicará la editorial Páginas de Espuma.
24 PRL
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Una vida nueva
en América
Luis Antonio de Villena
Luz de Domingo
de José Luis Garci, sobre una novela
de Ramón Pérez de Ayala.
Sony Pictures, 2007
J
osé Luis Garci (Madrid, 1944) es un director de cine bien conocido en España, al que el mundo intelectual adscribe últimamente a posiciones políticas
próximas a la derecha, como no pocos supuestos “desencantados” de una militancia
“gauchiste” y antifranquista en sus tiempos
primeros. Garci saltó a la fama internacional al ser –en 1982– el primer director español que obtenía un Oscar de Hollywood
a la mejor película de habla no inglesa, por
Volver a empezar”. Una historia sentimental
enraizada en el desarraigo del exilio producido por la Guerra Civil Española.
Con el tiempo (y quizás algo lejos de su
cine primero) Garci se ha vuelto un autor
virtuoso, de buen oficio, un excelente artesano cinematográfico, especializado –ello
no es nada nuevo– en adaptar obras literarias a la gran pantalla. Lo singular de este
último Garci es que, salvo en El abuelo de
1998, basada en la homónima novela de
Benito Pérez Galdós (Galdós sí ha sido un
novelista muy llevado al cine, recordemos
la excelente Tristana de Luis Buñuel), Garci
ha querido adaptar autores un tanto olvidados que el público considera anticuados
o raros al cine: Así, Canción de cuna (1994),
drama del muy olvidado y poco valorado
Gregorio Martínez Sierra (un modernista
tardío, que ello sí, tuvo bastante éxito en su
tiempo), o La herida luminosa (1996), otro
drama del autor catalán Joan de Sagarra.
En este recorrido no exhaustivo, le ha tocado el turno ahora (la película se estrenó
en España en el otoño de 2007) a Luz de Domingo, una de las “novelas poemáticas” de
un autor casi relegado al panteón de los clásicos ilustres y creo que nunca tocado por el
cine, pero ciertamente de muy otra altura
y enjundia intelectuales, Ramón Pérez de
Ayala (Oviedo, 1880 - Madrid, 1962).
Si la película de Garci no tuviese otro
valor que el de recordar al gran público la
obra de un importante novelista y ensayista que se movió entre el modernismo y la
modernidad, ya sería suficiente. Es Luz de
Domingo, de nuevo, una película artesanal,
bien hecha y grata de ver, con pocos riesgos
y un claro alegato político y moral, en la que
el guionista ha debido ir un poco más allá
del texto de Ayala, pues su Luz de Domingo
es una novela corta. La primera aparición
pública en libro de nuestra novelita fue en
Paula Echevarría en Luz de Domingo. foto: Nickel Odeon
el tomo de 1916, Bajo el signo de Artemisa,
en compañía de otras dos novelas poemáticas, Prometeo y La caída de los limones.
Si hemos de hacer caso a la “Pequeña plática apologética y disquisitiva” que Pérez
de Ayala puso a la segunda edición de 1921
(cuando el libro ya había sido traducido al
inglés, precisamente en Estados Unidos,
con un estudio preliminar de Hayward
Keniston, profesor de Cornell), aquella
primera edición pasó casi inadvertida en
España, donde las novelas de Ayala que
siempre tuvieron más éxito son las de su
inicial cuatrilogía autobiográfica que se
abre con Tinieblas en las cumbres (1908)
para concluir en 1913 con Troteras y danzaderas, una novela en clave sobre la vida literaria madrileña de la época. Aunque quizá
la novela que más ruido armara fue la segunda, A. M. D. G. (las iniciales del lema
latino de la Compañía de Jesús), editada en
1910 y subtitulada “La vida en un colegio
de jesuitas”, donde el autor pasa revista a
sus años de internado en un colegio de esa
orden, de lo que resultó una magnífica novela que devino fuertemente anticlerical
y que llegó –en varias ocasiones, según la
época– a ser prohibida.
Luz de Domingo pertenece a ese grupo de
novelas cortas en que (al introducir poemas en el texto, el autor inició su carrera
como poeta) Pérez de Ayala se propone
una escritura más libre, elíptica y nueva,
aunque su tema central sea un claro ataque
al caciquismo, una auténtica pandemia de
la vida rural española en la primera década
del siglo XX y aun más tarde. Garci hace
que el enfrentamiento entre el joven y ho-
nesto funcionario Cástor Cagigal con el cacique del asturiano e inventado pueblo de
Cenciella (la acción transcurre en esa primera década del siglo XX) sea un anticipo
o premonición inevitable de lo que serían
la crueldad y el exilio de la Guerra Civil,
cosa difícilmente augurable por Pérez de
Ayala a la altura de 1915. Aunque Cástor y
su mujer Balbina (que ha sido violada por
los hijos del cacique) decidan emprender
una vida nueva en América, para alejarse
de un mundo corrupto, al que no pertenecen. La “luz de domingo” es la luz tranquila, la luz de la paz, y en la película la América a la que huye la joven pareja es Nueva
York, aunque es más fácil (cuando escribió
la novela) que en la mente de Ayala se tratara de Buenos Aires, donde él mismo vivió
exilado algunos años después de la Guerra
Civil. La lectura de Garci no distorsiona el
libro, en absoluto, sólo le añade una visión
más contemporánea. Ha tenido la suerte de
contar con dos actores con gancho, el joven
Álex González (hoy un actor de moda), que
cumple muy dignamente el papel del probo Cagigal, y el veterano Carlos Larrañaga,
muy propio en su rol de patriarcal, déspota
y vulgar cacique colmado de riqueza.
Pérez de Ayala fue siempre muy anglófilo:
Vivió algún tiempo en Londres durante su
juventud más desahogada y fue más tarde embajador de la República en el Reino
Unido, hasta poco antes de la Guerra Civil.
Además, estaba casado con una norteamericana, Mabel Rick, que le sobrevivió algunos años, lo que pudiera dar un sentido
(que pocos cazarán) al viaje final de los protagonistas de la película a Estados Unidos.
feb/MAR2008
Con todo, el problema –que es extrapolable a bastantes autores de calidad– es
saber qué queda de una literatura tan
cuidada y de un estilo tan culto y alquitarado como el de Ramón Pérez de Ayala en
el cine. Si cine y literatura se han alimentado mutuamente a lo largo ya de más de
un siglo, poseen aún barreras propias casi
insalvables. Básicamente la equiparación
del estilo de autor y director. Que es posible; lo demostró, por ejemplo, Visconti en
Il Gattopardo, película que está a la altura
de la novela de Tomasi di Lampedusa. Pero
los ejemplos de aquiescencia son muy pocos y temo que en ellos no entrará (pese a
su dignidad) Luz de Domingo de José Luis
Garci, sin duda un filme sembrado de buenas intenciones. Pérez de Ayala, que tenía
una muy rigurosa formación clásica, y que
no infrecuentemente une en su decir clasicidad grecolatina, elementos simbolistas
y modernidad, parece un autor poco dado
al cine: otra sencillez y otro lenguaje.
Pero es muy bueno –me parece– que
haya vuelto a bajar de su sitial de clásico
irredento de la lengua Ramón Pérez de
Ayala, autor bien reivindicado en los primeros y pasados años 70, por un aún joven
y más inquieto profesor, Andrés Amorós,
en varias ediciones críticas de sus novelas,
y en un estudio que sigue siendo necesario: “La novela intelectual de Ramón Pérez
de Ayala” (Gredos, Madrid, 1972).
Ayala, que había estado a favor de la República en 1931 con Marañón y Ortega,
terminó dejando que sus hijos se alistaran
en el bando franquista al inicio de la Guerra Civil, mientras él se marchaba a Biarritz
y a París y más tarde a Buenos Aires, como
quedó dicho, hasta su retorno a España –ya
solo escribiría cultos artículos, voluntariamente ajenos a la actualidad– en 1954. La
fama de “bon vivant” perezoso que le acompañó mucho tiempo, proviene sin duda de
su gusto por la charla, mientras fumaba
habanos y bebía coñac, su afamado ingenio y quizás el hecho de que sus últimas y
complementarias novelas, Tigre Juan y El curandero de su honra, aparecieran en 1926. A
partir de ese momento Pérez de Ayala fue
sobre todo intelectual, político y periodista (siempre un gran periodista de cultura y
pensamiento) que pudo llegar a considerarse, pese a su estatuto de clásico del idioma,
íntimamente un fracasado, porque nunca
o casi nunca llegó a vivir en la España culta y liberal que había soñado, y que parece
casi imposible de lograr en el final de Luz de
Domingo: “Y así, confundidas las dos almas
en un aliento, volaron (la pareja que huye)
al país de la Suma Concordia, en donde no
existen Becerriles ni Chorizos (nombres de
los bandos rivales en Cenciella) y brilla eternamente la pura e increada luz dominical”.
Claro que es bien posible que el alejamiento
del público lector actual de Pérez de Ayala
pueda así mismo deberse no a esa preterida fama de “perezoso”, pero sí a los muchos
años (desde 1926) en que pareció alejado,
siendo tan nuevo y tan altísimamente culto, de la literatura de su tiempo último, que
fueron muchos, muchos años… Pero (con
cine además) muy bienvenido sea su retorno porque se trata de un escritor, un prosista, nada pequeño.
feb/MAR2008
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PRL 25
De poeta pobre
a producto de marca
Nicasio Urbina
Rubén Darío. Obras Completas
I. Poesía
Edición de Julio Ortega
Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2007, 1353 pp., US$ 88.39
N
o cabe duda de que la obra de
Rubén Darío es una de las más
importantes de la literatura
en lengua española. Su poderosa influencia a finales del siglo XIX y
principios del XX marcó la universalidad
latinoamericana, puso pie firme en nuestro europeísmo, y le dio amplitud a nuestro americanismo. Aunque es cierto que
Darío ha perdido lectores desde su estelar
actuación en el tablado de la literatura hispanoamericana, a nivel intelectual obra es
cada vez más importante y paradigmática.
A medida que vamos entrando en la posmodernidad, vamos entendiendo mejor
los mecanismos por los cuales llegamos a
la modernidad en América Latina. Su obra
nos ayuda a contestar una de las preguntas
centrales del debate intelectual contemporáneo: ¿De qué manera y por medio de qué
mecanismos se incorporó América Latina
a la modernidad mundial, que a principios del siglo XX se consolidaba en Europa
y los Estados Unidos? Para modernizarse
América Latina tuvo que apropiarse de un
discurso moderno, de un lenguaje, de una
serie de códigos y significaciones. Los objetos de arte, las máquinas, las construcciones, las carreteras, la tecnología, todo
eso tenía que pasar por un proceso de naturalización, de acercamiento, de apropiación. Eso es lo que hace Darío para todo el
mundo de habla española. Sale de Nicaragua en un periplo que lo lleva a América
del Sur, a los Estados Unidos, y finalmente
a Europa, donde asimila los discursos de
la modernidad y se los apropia para América Latina y el mundo hispanohablante.
Galaxia Gutenberg y Club de Lectores
están por lanzar al mercado una nueva
edición de las obras completas de Rubén
Darío, en tres volúmenes, bajo la dirección
de Julio Ortega y el cuidado de Nicanor
Vélez. El primer volumen contiene toda
la poesía de Darío, incluyendo los cuentos
de Azul…, el segundo recoge sus crónicas, y el tercero todos los otros cuentos, la
crítica literaria y prosas varias. He tenido
oportunidad de revisar el primer tomo en
archivo PDF y me ha dado mucho gusto
ver la elegancia de la edición, la calidad de
Rubén Darío. foto: Círculo de Lectores
la tipografía y lo acertado de los criterios
editoriales. El primer volumen empieza
con Azul… y recoge en su primera parte
lo que Ortega llama “la obra mayor”. De
esta forma, en un gesto paradigmático,
el volumen de poesías completas empieza
con los “cuentos en prosa”. Esto, que pareciera contradictorio a simple vista, refleja
la esencia de la revolución Modernista que
a Darío le tocó liderar. El Modernismo
no solamente importa una pasión fundamental por la belleza, sino que impone
una nueva visión de la poesía. Les da una
nueva carta de ciudadanía a la literatura y
a la poesía, poniéndolas en el centro de un
proyecto de vida, con una concepción estética de la realidad. La poesía no está en el
verso, está en el lenguaje, parece decirnos
Darío con su obra. Azul… es un libro más
narrativo que lírico, aún los poemas del
libro “cuentan historias” –pero al hacerlo,
el lenguaje, escogido con certeza y trabajado con elegancia y lirismo, se convierte
en pura poesía. Por esto la búsqueda y los
hallazgos de Darío se extienden a la crónica y al ensayo, porque en cada página que
escribía, independientemente del género
formal, iba guiado por la búsqueda de la
modernidad, de lo novedoso, y de lo bello.
Nada es más importante para Darío que la
búsqueda de la belleza.
La historia de las ediciones de las “Obras
Completas” de Darío tiene ya su abolengo y su discurso propio. En 1917, un año
después de la muerte del poeta, Alberto
Ghiraldo empieza la labor de publicación
de las “Obras completas” de Darío”. Para
1919 Mundo Latino ha publicado 22 volúmenes y Darío entra póstumamente en
la fábrica de productos para el consumo
y la venta masiva. Cuando en 1905 Juan
Ramón Jiménez tiene listo para publicación el manuscrito de Cantos de vida y
esperanza, el mejor libro de Darío, no hay
un solo editor en la península dispuesto
a apostar por él. Quizás el fallo se deba a
la confianza que Darío depositó en Juan
Ramón, poeta talentoso pero joven. Probablemente no era la persona indicada
para negociar el libro mayor del mayor
poeta hispanoamericano. Al morir Darío
la maquinaria editorial entra en función
y Ghiraldo será su mayor albacea. Se gana
la confianza de Francisca Sánchez, compañera de vida del poeta, y se convierte
en el administrador de la fortuna literaria
de Darío. Las ediciones de Mundo Latino
son hechas a la carrera, copiando la edición del libro que se tenía a la mano. Los
volúmenes no tienen un orden específico.
Empiezan con La caravana pasa, Prosas
Profanas ocupa el segundo volumen y
Azul… el cuarto. Cuatro años más tarde,
Ghiraldo con Andrés González Blanco
proyectan otra edición en 22 volúmenes
y acuñan el nombre del poeta como marca de fábrica: Le llaman Biblioteca Rubén
Darío y publican los 22 volúmenes entre 1923 y 1929. Esta vez hay un criterio
cronológico en el orden de publicación,
recogiendo en el primer volumen los Poemas de adolescencia, en el segundo Poemas
de juventud. El volumen trece recoge por
primera vez cartas de Darío bajo el título
Epistolario. El poeta pobre que nació en
Chocoyos se ha convertido en uno de los
primeros productos de marca de América
Latina. Hemos entrado en la modernidad.
Otros escritores latinoamericanos como
José María Vargas Vila habían vendido
más libros que Darío, pero ninguno tenía el prestigio y el caché del poeta nicaragüense. En 1926, a los 10 años de su
muerte, Alberto Ghiraldo y Andrés González Blanco vuelven a vender el proyecto
de las “Obras completas” de Darío, esta
vez al sello de G. Hernández y Galo Sáenz.
En 1932, el mismo Ghiraldo, bajo el sello
editorial Aguilar publica en un volumen
Obras poéticas completas. La edición es deficiente y resulta ser bastante incompleta,
pero ha sido reproducida varias veces. La
reimprime El Ateneo de Buenos Aires, y
para 1949 Aguilar va por la sexta edición,
corregida y aumentada, con prólogo de
Federico Carlos Sainz de Robles. Entre
www. revistaprl.com
26 PRL
1950 y 1953 Afrodisio Aguado publica
en Madrid, lo que hasta ahora había sido
la única verdadera edición de las “obras
completas” de Darío: cinco volúmenes,
octavo menor, papel cebolla, encuadernados en cuero, con casi seis mil páginas.
Con todos los defectos que 50 años de labor crítica le han señalado, el trabajo de
M. Sanmiguel Raimúndez es digno de
encomio y admiración. En 1952 Alfonso
Méndez Plancarte publica bajo el sello
de Aguilar en Madrid su edición de las
Poesías completas, en 1954 son revisadas
por Antonio Oliver Belmás, y para el centenario del nacimiento de Darío en 1967,
se hace una nueva edición de las Poesías
completas. Este volumen es parte de la fiesta continental que se realiza con motivo
del centenario del nacimiento de Darío y
Aguilar le saca buen partido a la edición.
En 1971 Aguilar vuelve a editar las Poesías
completas, ahora en dos volúmenes. Por su
lado, en 1950, Ernesto Mejía Sánchez empieza su trabajo editorial para Fondo de
Cultura Económica, publica los Cuentos
de Rubén Darío. Dos años más tarde edita
Poesías, con un estudio preliminar de Enrique Anderson Imbert, finalmente prepara un tomo para la Biblioteca Ayacucho
de Venezuela, donde restaura algunos de
los poemas que habían sufrido a manos
de los editores y los tipógrafos de Darío.
Esta edición de Julio Ortega ha abandonado la quimera de recoger todo lo
que Darío escribió, o lo que se atribuye a
su pluma, partiendo del principio de que
no todo lo que escribe un autor, por muy
brillante que sea, es digno de comparecer
en sus “Obras completas”. Ortega, lector inteligente y acucioso, reorganiza las
“Obras completas” de Darío relegando al
final su obra primeriza, privilegiando las
grandes creaciones darianas, y dando en
el volumen a cada pieza el lugar que en
realidad merece en la historia de la literatura hispanoamericana. Por supuesto que
todo ordenamiento impone un desorden.
No faltarán los críticos que digan que este
criterio impide ver el desarrollo literario
de Darío, patente en las recopilaciones
anteriores; o que lamenten que un poema
tan importante para la dariolatría nicaragüense como “Del trópico” quede relegado a la página 1039. Pero los argumentos
del editor son de peso y este nuevo orden
establece un criterio cualitativo en la obra
de un autor, redefine lo que debe ser “Obra
completa”; estigmatiza ciertas produccio-
nes como “mundanas” y destaca las obras
que no solo hicieron historia literaria, sino
que fueron ejemplares en la vida y la creación de Rubén Darío.
En Los hijos del limo, Octavio Paz señala
acertadamente que “El modernismo fue
la respuesta al positivismo, la crítica de la
sensibilidad y el corazón –también de los
nervios– al empirismo y el cientismo positivista. En este sentido su función histórica
fue semejante a la de la reacción romántica en el alba del siglo XIX. El modernismo
fue nuestro verdadero romanticismo, y,
como en el caso del simbolismo francés,
su versión no fue una repetición, sino una
metáfora: otro romanticismo” (Barcelona:
Seix Barral, 128). Paz tiene razón: así “El
rey burgués” es un cuento que se inscribe
dentro de la mejor tradición romántica, un
cuento perfecto, escrito en una prosa poética incomparable, lleno de metáforas, de
alusiones inteligentes, de guiños al lector,
y que al incorporar elementos parnasianos
a la prosa española inaugura la gran revolución literaria que fundó el modernismo.
Fue publicado originalmente en el número
1976 de La Época, periódico de Santiago, el
4 de noviembre de 1887. En La Época apareció bajo en título de “Un cuento alegre”,
que luego sirvió de subtítulo al cuento en
todas las ediciones de Azul… “Un cuento
alegre”, es por supuesto un título irónico,
ya que no tiene nada de alegre la imagen
de un poeta muerto de frío en una noche
invernal, mientras le da vuelta al manubrio de una caja de música. El carácter
poético de los cuentos de Darío ha sido señalado y estudiado desde sus inicios. Raimundo Lida, en su “Estudio preliminar” a
los Cuentos de Rubén Darío publicados por
Fondo de Cultura Económica en 1950 dice
al respecto: “Páginas poéticas, pues, por su
intensidad y abundancia de fantasía y por
su alto decoro verbal. Es más. El empuje
lírico llega por veces a moldear la forma
exterior del relato acercándola a los ritmos
reconocibles del verso. Así la prosa de “El
rey burgués” se organiza en paralelismos
y simetrías justamente en aquel punto en
que el protagonista, el poeta, anuncia con
exaltación de visionario el triunfal advenimiento de la poesía:
He acariciado a la gran Naturaleza, y he
buscado, al calor del ideal, el verso que
está en el astro en el fondo del cielo, y el
que está en la perla en lo profundo del
Océano… Porque viene el tiempo de las
grandes revoluciones, con un Mesías todo
“Nocturno de Chile
es la novela de la complicidad
de la literatura, de la cultura
letrada, con el horror
latinoamericano”
Edmundo Paz Soldán sobre Bolaño,
PRL diciembre 2007
luz, todo agitación y potencia, y es preciso
recibir su espíritu con el poema que sea
arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor.
Se puede ver en este breve ejemplo la
cadencia y la musicalidad poética de los
cuentos de Darío, quien en muchos de sus
cuentos escribe en endecasílabos. Lida
llama “versículos” a las unidades básicas
organizativas de algunos cuentos de Darío, pero en realidad son poemas en prosa,
prosemas, verso libre escrito en párrafos.
E
s bien sabido que el asunto de “El
Rey Burgués” es una metáfora de la
situación de Darío en sus tiempos
chilenos. Es fácil asumir que él es
el poeta pobre a quien llevan ante el rey poderoso, de trajes caprichosos y aficionado
a las artes. Pero una lectura biográfica del
cuento, aunque correcta, delimita demasiado el alcance y la significación del mismo. Darío está haciendo mucho más que
denunciar su propia situación personal, y
aun mucho más que presentar el drama de
los artistas en la sociedad en general. Darío está ejemplificando, por medio de esta
metáfora, la situación político-social por
la que está pasando América Latina en el
mundo, está preconizando la estética modernista, y está reflejando la contradicción
de la modernidad. “El rey burgués” es un
cuento sumamente político, es un cuento
que revela la problemática que planteaba
la modernidad de finales del XIX en el
mundo desarrollado. Pero la posición del
poeta frente a la modernidad es problemática. ¿A qué porvenir se refiere Darío?
El porvenir que se perfilaba en su época
era el provenir de la industrialización, de
la máquina, de los descubrimientos. El
porvenir estaba definido en su tiempo por
la máquina de vapor, las fábricas, el telégrafo, las grandes ciudades. Empezaba la
producción masificada de objetos, la línea
de ensamblaje. Sabemos que Darío critica
precisamente ese porvenir, ese progreso
que nos ha dado a la burguesía, a los señores dueños de los palacios llenos de objetos de arte por lujo y nada más. El porvenir que canta el poeta entonces tiene que
ser diferente. Cuando Darío dice: “busco
la raza escogida que debe esperar, con el
himno en la boca y la lira en la mano, la
salida del gran sol” habla de una raza de
artistas, de hombres nuevos, amantes de la
poesía y de la música, seres humanos que
esperan la nueva aurora. Pero a continuación afirma “He abandonado la inspiración de la ciudad malsana, la alcoba llena
de perfume, la musa de carne que llena el
alma de pequeñez y el rostro de polvos de
arroz”. Sin embargo sabemos que la vida
futura de Darío estará precisamente marcada por estas cosas que el poeta condena
en “El rey burgués”. De hecho Santiago es
la primera gran ciudad que Darío ha visto. Pasará luego muchos años en París, en
Madrid, visitará Roma y Nueva York. La
lectura biográfica de este cuento nos presenta ante el problema de que Darío está
criticando la forma de vida que él llevará
por los próximos veintiocho años. Su debilidad por la belleza femenina, por la carne
y el placer, por el lujo, está problematizado
feb/MAR2008
en este cuento de su juventud. “He roto el
arpa adulona de las cuerdas débiles, contra
las copas de Bohemia y las jarras donde espumea el vino que embriaga sin dar fortaleza”. Sabemos que Darío escribió muchos
versos ocasionales, que amigos poderosos
le pedían versos para tal o cual persona,
que muy a su pesar tuvo que adular a señoras y señorones. Sabemos que admiraba
los cristales costosos y finos, sabemos que
sufría de alcoholismo. ¿Cómo interpretar
entonces estas afirmaciones?
El arpa de Darío era de cuerdas fuertes, lo
demuestran sus grandes poemas, su “obra
mayor”, como la llama Ortega, pero el discurso del poeta de “El rey burgués” cuestiona en la juventud de los veintiún años,
facetas de la vida que luego seguirá. A continuación el cuento dice: “He ido a la selva,
donde he quedado vigoroso y ahíto de leche fecunda y licor de nueva vida; y en la ribera del mar áspero, sacudiendo la cabeza
bajo la fuerte y negra tempestad, como un
ángel soberbio, o como un semidiós olímpico, he ensayado el yambo dando al olvido
el madrigal”. Este poeta que ha rechazado
las ciudades se ha nutrido de las savias de la
selva, ha bebido de la gran Naturaleza. Ha
ensayado el verso griego, antiguo y robusto, y ha olvidado el madrigal, verso corto y
débil, muy cultivado en la España del siglo
XIX para cantar trivialidades y bellezas efímeras. Aquí vemos ya la determinación de
Darío por la renovación y el cambio. Quiere
buscar en las fuentes antiguas la fortaleza
y el idilio. No lo satisfacen las formas poéticas de la literatura hispánica que le precede, quiere renovar la forma. Como dice a
continuación: “he buscado al calor del ideal,
el verso que está en el astro en el fondo del
cielo, y el que está en la perla en lo profundo del Océano”.
No hay duda de que el joven Darío tiene
un programa poético que se perfila desde
ahora por medio del discurso del poeta
de “El rey burgués”, y que para lograr su
cometido está dispuesto a subir al cielo y
bajar hasta el fondo del mar. Esos son los
grandes artistas, los que nunca contentos
con lo que está a la mano, remontan el
vuelo, se sumergen en las profundidades
de los infiernos, y buscan en los abismos
los retos más profundos. “¡He querido ser
pujante!” continúa diciendo, “Porque viene el tiempo de las grandes revoluciones,
con un Mesías todo luz, todo agitación y
potencia”. ¿A qué revoluciones se refiere
Darío? Algunos lo han interpretado como
una visión de las revoluciones políticas
que traería el siglo XX, otros han visto
aquí la gran revolución tecnológica que ya
se estaba viviendo y que ha transformado
nuestras vidas hasta lo que vivimos hoy
en día. Dudo mucho que se trate de cualquiera de esas dos. Sospecho más bien que
Darío se refiere a una revolución artística,
a una revolución de la sensibilidad, a una
revolución espiritual quizás. Una revolución que “es preciso recibir […] con el
poema que sea arco triunfal, de estrofas
de acero, de estrofas de oro, de estrofas de
amor”. Un cambio sustancial en el ser humano, un cambio que lo haga más fuerte,
más valioso, más generoso. Hermosos pensamientos de un joven grande y talentoso,
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PRL 27
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propia de la juventud. “Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros lamidos, ni en el excelente señor Ohnet”. El verdadero arte no está en la ornamentación,
está en la esencia. Esta frase ha provocado
mucho debate por la asociación directa
que se hace entre Darío y el mármol, la
piedra fría que tanto figura en sus versos,
y la elegancia de sus líneas. Sin embargo
recuerden aquellos dos versos magníficos
del poema liminar de Cantos de vida y esperanza. “En mi jardín se vio una estatua bella: / se juzgó mármol y era carne viva” (I,
21-22). El arte no está en los envoltorios de
mármol, el arte está desnudo, en llamas y
es de oro; el verdadero arte es opulento y es
fuerte. Ese es el arte que Darío preconiza,
esa es la revolución de la que habla, a ese
progreso es al que se refiere. De cierta forma Darío está anunciando en este cuento
la gran revolución modernista. El poeta de
“El rey burgués” se rebela contra la prostitución de los ritmos, contra los jarabes
poéticos, contra la frase fácil que canta los
lunares de las mujeres bellas. Si hay progreso entonces, es en el arte. ¿Sin embargo, cómo conciliar esto con la admiración
de Darío por los inventos de la Exposición
Universal, por sus gustos cosmopolitas,
por su amor a la belleza y la elegancia, por
su culto al poder y al dinero? Hay sin duda
aquí una contradicción, pero una contradicción que es totalmente humana, totalmente moderna, totalmente entendible.
Ningún espíritu complejo y fuerte está
siempre libre de contradicción.
Se equivocan los que piensan que la obra
de Darío no es política, como se equivocó
Rodó al decir que Darío no era el poeta de
América. La problemática que Darío enfrenta en su literatura es eminentemente
política y eminentemente americana. La
miopía no nos permite ver a veces que el
poeta que habla del éter se refiere en realidad al ser. Darío a menudo hablaba de
princesas y sus lectores inmediatos lo calificaban de superfluo, más no entendían
que al hablar de Sonatina Darío hablaba de
la poesía y del espíritu poético. Sonatina no
es la historia de una princesa, es la historia
del alma poética. Darío habla de Grecia y
de Roma, porque América Latina necesitaba apropiarse de esos discursos fundacionales de la cultura occidental, para poder
pararse al lado de Francia y de Italia. Pocos
críticos han entendido, que el Modernismo
fue un movimiento tanto literario como
político, que Darío no era un escapista: “la
torre de marfil tentó mi anhelo” dice con
sinceridad; pero Darío vivió toda su vida
luchando con las fuerzas políticas de su
tiempo, definiendo su americanismo, ganándose la vida como escritor y como intelectual. Algo que muchos de sus críticos
nunca tuvieron que hacer porque venían de
familias patricias y adineradas. La política
del Modernismo empieza por apropiarse
de los discursos europeos, esa es la forma
de abrirle un espacio a América Latina en
la lucha de poderes de la cultura occidental. Para poder hablar de la pampa, de Macondo o del Tahuantinsuyo, con propiedad
y fuerza, los escritores hispanoamericanos
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tenían que dominar a Homero y a Virgilio,
tenían que navegar el Rhin y el Támesis, tenían que ir hasta la China y el Indostán. He
ahí el gran gesto político del Modernismo,
y en ese gesto hay contradicción. Por eso es
tan complejo y problemático el mensaje del
poeta de “El rey burgués”.
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A
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sta edición de las “Obras completas” de Darío nos debe llenar
de alegría a todos sus lectores.
La prisa que se nos impone por
los plazos editoriales y los compromisos,
la examinación incompleta por tratarse
del primero de tres volúmenes, la visión
virtual de un documento en una cultura
aún libresca como la nuestra –y sobre todo
la de Darío–, no me permite un veredicto
definitivo. No obstante, la “Introducción
general” de Julio Ortega con su exquisita
apreciación de la obra de Rubén Darío, el
“Prólogo” pausado y preclaro de José Emilio Pacheco, el cuidado de los volúmenes
de Galaxia Gutenberg/Club de lectores me
hacen disfrutar desde ahora estos libros.
Pensemos que no hay en este momento acceso a las “Obras completas” de Darío. Los
múltiples planes de su publicación que se
han fraguado han terminado en planes, o
como decía Darío en la “Epístola a la Señora de Lugones”, “forman mis ensueños, mis
vidas y esperanzas”. Ahora tendremos una
edición que pretende “postular la permanente convocación de lo nuevo en la obra
de Darío” una edición que se aparta del
aparato crítico y de las múltiples versiones y
odiosas correcciones a los versos, para ofrecernos una versión “clara, limpia y solvente”
de la obra de Darío. Si el lenguaje de Julio
Ortega en el párrafo final suena a anuncio
comercial es porque lo es. Después de todo,
esta edición responde a un proyecto editorial que en la posmodernidad atiende a un
público lector con suficiente dinero discrecional para comprar grandes obras que el
Club de Lectores mensualmente les ofrece:
grandes obras de la cultura universal que
el usuario piensa que debería conocer aunque no tenga el tiempo ni la disposición
para leerlas. Darío y su obra se insertan en
la cadena de factores que definen la modernidad y la consiguiente posmodernidad en
el mundo. Es uno de los primeros escritores
en ganarse la vida escribiendo para el mayor periódico de su época, sirvió y escribió
para empresas editoriales y publicitarias de
su tiempo, fue un trabajador de la cultura,
amaba los productos manufacturados y
fue al mismo tiempo un marginado y un
dependiente de la sociedad de consumo de
su época. Que su obra se reproduzca y se
mercadee en forma masiva es emblemático
y deseable. Podríamos decir que en cierta
forma Darío es como el Louis Vuitton o el
Christian Dior de la literatura, produciendo piezas de gran calidad, únicas y exclusivas, pero al mismo tiempo inserto en una
cadena de producción masiva de objetos de
arte, víctima de una serie de falsificadores
dispuestos a copiarlo, a reproducirlo, a momificarlo, y a vivir de él cueste lo que cueste. Ahora tendremos por primera vez en 50
años, unas obras completas dignas de un
espíritu moderno, cosmopolita, controvertido y genial como el de Darío.
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“Que vayamos a tener esto en castellano
puede significar el término del aislamiento
entre escritores, lectores, editoriales,
librerías, periódicos y bibliotecas
latinoamericanas, de que hemos padecido
tanto tiempo”.
–Carla Cordua en El Mercurio de Santiago
“Si ya es difícil enterarse de lo que se publica
entre nosotros, lo es muchísimo más aún
enterarse de lo que se edita en los demás
países de la América nuestra. RPL tiene una
tarea tan ardua como valiosa por delante”.
–Abelardo Oquendo en La República de Lima
Para más información visite nuestro sitio web:
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28 PRL
feb/MAR2008
En las escarpadas
y los páramos andinos
Odi Gonzales
Dioses y hombres de Huarochirí
– Narración quechua recogida
por Francisco de Ávila [1598?]
Traducción de José María Arguedas,
edición bilingüe quechua/español,
Fondo Editorial Universidad Antonio Ruiz de Montoya Jesuitas, 2da.
Edición. Lima, Perú, 2007, 287pp.,
US$ 8.53
A
nterior al Popol Vuh, el manuscrito de Huarochirí constituye el
primer documento quechua que
registra los orígenes del mundo
andino: el peregrinaje y las reyertas de los
dioses fundadores en los páramos y litorales
del antiguo Perú, la saga de los héroes civilizadores, la progenie y los rituales de los
purun runa o simples mortales.
Conocida como la ‘Biblia andina’ en
comparación con su ineluctable par de
orden fundacional Popol Vuh , la ‘Biblia de
los maya-quiché’, Dioses y hombres de Huarochirí fue recopilado a fines del siglo XVI
en la provincia de Huarochirí, arquidiócesis de Lima, por el sacerdote cusqueño
Francisco de Ávila junto a un equipo de
colaboradores andinos. Extirpador de idolatrías al fin y al cabo, el jesuita Ávila, más
que enfrascarse en la recopilación misma,
se encargó de sonsacar y escudriñar los resultados obtenidos por sus adoctrinados
ayudantes –entre ellos el mestizo Huacha,
con quien tradujo del original quechua los
ocho primeros capítulos– con la intención
de difundir en España los cultos idolátricos de los antiguos peruanos y justificar su
exterminio. Originalmente se llamó “Tratado y relación de los errores, falsos Dioses
y otras supersticiones y ritos diabólicos en
que vivían antiguamente los indios de las
Provincias de Huaracheri, Mama, y Chaclla
y hoy también viven engañados con gran
perdición de sus almas”. Desde entonces,
el manuscrito permaneció alrededor de
cuatro siglos en la Biblioteca Nacional de
Madrid, apilado probablemente entre la
documentación atribuida a hechicerías y
rituales diabólicos provenientes de las Indias. En 1939 y 1942 aparecen ediciones
parciales –a partir de la traducción de Ávila y Huacha– al alemán y al latín, en Leipzig y Madrid, respectivamente.
Andando el tiempo, el investigador y políglota europeo Gerald Taylor –cuya dicción
quechua es mejor incluso que la de muchos
andinos– publicó su propia versión con un
José María Arguedas. foto: archivo diario la república, perú
minucioso estudio de notable valor filológico1. Con todo, el quechua, como cualquier
otro idioma, guarda resquicios insondables
a los que solo puede acceder alguien que,
como Arguedas, el traductor de esta edición, tuvo al runa simi como lengua materna. Esa es la diferencia entre la versión de Taylor –especialista en dialectología quechua
y lingüística histórica– y la del peruano2.
1
Ritos y tradiciones de Huarochirí. Gerald
Taylor. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, Instituto Francés de Estudios Andinos,
1987.
2
Conocido más como escritor, Arguedas
realizó también una determinante labor
en la antropología, los estudios etnológicos
y la traducción, difundiendo y dilucidando
sus propias experiencias e investigaciones
de campo sobre oralidad quechua, festividades, música, ferias, fiestas religiosas, peregrinaciones, etc. Por lo demás, su trabajo de
antropólogo y traductor nutrió e enriqueció
el literario, al punto que no sólo el título de
su última novela El zorro de arriba el zorro de
abajo sino también su planteamiento formal
provienen de Dioses y hombres de Huarochirí.
Conformado por 31 capítulos y dos suplementos o comentarios atribuidos a colaboradores mestizos, Dioses y hombres de
Huarochirí, a pesar de sus yuxtaposiciones
de orden mítico, aborda estructuralmente
el discurrir de los primeros dioses o huacas: Yanañamca Tutañamca/ “Deidad de
los senderos oscuros, Deidad de la noche”;
los colosales duelos entre Huallallo Carhuincho y Pariacaca por la primacía en el
Universo; el peregrinar de Cuniraya Viracocha, obsesivo caminante que discurre,
siendo poderosa deidad, tras la apariencia
de un mendigo para probar la sensibilidad
de sus adversarios; el ritual de la fecundación: la astucia del dios y la subsiguiente
creación de los mortales; el diluvio; los
percances de Huatyacuri con la disoluta
Chaupiñamca, “la que pecaba con todos los
huacas”; el desenfreno de la diosa Chuquisiso, deidad de la fertilidad; la aparición de
los incas sometidos al mandato de los dioses de Huarochirí; el advenimiento de las
primeras etnias y los ritos de adoración de
estas hacia sus progenitores; entre otros.
En cada uno de los segmentos el torrente
oral –el zumo nutricio del manuscrito– se
desborda en pasajes fastuosos. En otros, se
aviene con la cuota justa de poesía:
Y cuando el hombre cantó acompañándose con el tambor del zorrino,
el mundo entero se movió.
Ensamblado mediante una yuxtaposición de historias que discurren fuera del
espacio y del tiempo lineal, Dioses y hombres es un libro mitológico de cuya urdimbre afloran duelos colosales entre dioses
que lanzan rayos o incendian planicies enteras, porque el fuego llameante es una de
sus atribuciones. Las escarpadas y los páramos andinos son los escenarios donde
una deidad nace de cinco huevos; y en un
atajo del camino, zorros embusteros, cóndores honestos y camélidos parlanchines
dialogan, intercambian información del
mundo de abajo y del mundo de arriba:
Como Pariacaca estaba formado por
cinco hombres, desde cinco direcciones hizo caer torrentes de lluvia; esa
lluvia era amarilla y roja. Después, de
las cinco direcciones empezaron a sa-
feb/MAR2008
lir rayos; pero, desde el amanecer hasta la tarde, Huallallo Carhuincho permaneció vivo, como fuego inmenso
que ardía y alcanzaba hasta el cielo.
El relato de los inicios del mundo no
puede ser más vivo, más verosímil. Es más
vigente que cualquier historia de su género que pueda uno escuchar actualmente
en los Andes:
En tiempos antiguos dicen que el
sol murió. Y, muerto el sol, se hizo
noche durante cinco días. Las piedras,
entonces, se golpeaban entre ellas
mismas, unas contra otras.
Por lo demás, aunque el valor inherente
del documento haya sido ponderado por
un sinfín de estudiosos, lo que señaló Arguedas, en 1966 sigue siendo particularmente puntual:
…el propio testimonio que ofrece
Guaman Poma de Ayala se nos presenta como un inmenso documento
inevitablemente convencional, con todas las limitaciones y riqueza de una
obra inspirada por el amor y el odio, el
credo confuso, la sabiduría un tanto
libresca; Dioses y hombres de Huarochirí es el mensaje casi incontaminado de
la antigüedad, la voz de la antigüedad
transmitida a las generaciones por
boca de hombres comunes que nos
hablan de su vida y de su tiempo.
Arguedas realiza sin duda una proeza al
traducir en el siglo XX un texto quechua
de finales del siglo XVI o inicios del XVII.
Entre las enormes dificultades a que se enfrentó está el hecho de que él no dominaba
absolutamente el quechua dialectal de la
región de Yauyos, Huarochirí, de las alturas de Lima, distinto en muchos aspectos
del quechua apurimeño o quechua del sur
que sí hablaba magníficamente. Por otro
lado, las complicaciones cunden porque el
original quechua no lleva signos de puntuación ni espacios que marquen las pausas, a la manera de un párrafo. Y más aun:
los radicales quechuas están escritos separados, desmembrados de sus sufijos. Esto
genera bastante confusión y extravíos en
el lector en quechua. Para el traductor que,
para enlazarlos, hubo de idear seguimientos guiándose solamente por el contexto
o, en muchos casos, por sus sospechas; que
tuvo que desentrañar el significado de tan
asombrosas como ininteligibles palabras
quechuas que contiene hasta cinco sufijos
seguidos, la labor tiene que haber sido extenuante.
Y en efecto, Arguedas demoró cinco años
en traducir el manuscrito. En el proceso
contó con la valiosa ayuda de acaso el más
calificado estudioso peruano del quechua:
Alfredo Torero. Y también con el apoyo y
las sugerencias de John Murra y Pierre Duviols. Con todo, ahora que es posible cotejar la traducción con la versión original, se
pueden señalar algunas debilidades.
A pesar de que podrían ser referentes
claves que encaminarían al lector, Arguedas opta por no traducir los nombres pro-
PRL 29
pios de las deidades ni de los lugares por
donde estas discurren. Al mantenerlos intactos se evita complicaciones. Si bien en
algunas versiones del Popol Vuh3 se ha hecho esto –y se arrojó algo más de luz sobre
el arcano universo de los maya-quiché–,
en el caso del manuscrito de Huarochirí habría sido riesgoso. ¿Cómo sabemos
que estos nombres (Pariacaca, Huatyacuri, Cavillaca; Huacsa, etc.) fueron transcritos con fidelidad –digamos– auditiva?
Huacha, el mestizo ayudante de Ávila,
es quien transcribe al quechua –usando
la grafía española– la mayor parte de los
testimonios orales recogidos en esta cuenca. O sea, al bilingüismo del mestizo hay
que sumarle su biculturalidad, con todas
las interferencias idiomáticas que ello involucra. Esto es, el oído de Huacha, por su
condición de mestizo evangelizado, percibía dos códigos: el quechua y el español
–Taylor le atribuye el dominio de otras
lenguas regionales–. Y es precisamente
por las interferencias idiomáticas que algunos cronistas españoles –que hablaban
quechua– van a escuchar de una manera
y transcribir de otra una misma palabra
quechua. Es el caso, por ejemplo, del nombre propio del último emperador inca, que
unos registran como “Atahualpa” y otros
como “Atabalipa”. Incluso los cronistas
más doctos escribían como oían. Y esto
mismo ocurre en la portada original del
propio manuscrito, donde se lee “Huaracheri” en vez de Huarochirí.
El respeto y la extrema fidelidad a los
textos originales quechuas fueron siempre
prioridad para el Arguedas traductor. Sin
embargo, a partir del capítulo 10, algunos
nombres propios aparecen modificados
en la versión española. Concretamente, en
las páginas 66-67 la etnia de los Huacsas
–que suelen practicar rituales de canto y
baile sin licor– aparece reiteradamente
–en la versión traducida– como la de los
“Huacasas”:
REVISTA PERUANA DE ARTES Y LETRAS
Dirigen: Mirko Lauer y Abelardo Oquendo
[email protected]
Editorial Ala de cuervo
Libros de Venezuela
chay huacsa ñiscanchiccuna cocacta
huallquispa pichca ponchao taquircancu
Celebraban los huacasas cantando y
bailando durante cinco días.
Y así, en las páginas siguientes los Huacsa4 aparecen como “Huacasa”. Esta modificación, tan desacostumbrada en el autor
de Los ríos profundos, no podríamos atribuirla, desde luego, a una interferencia
idiomática porque el conocimiento fonológico-sintáctico del quechua en Arguedas no tiene discusión. Al parecer, al usar
la palabra “huacasa” –suponemos– lo que
está haciendo es atribuyéndole a “huaca”
3
Por ejemplo, en la traducción de Miguel
Ángel Asturias –que el Nobel guatemalteco hace del francés y no directamente del
maya-quiché (Ed. Losada. Buenos Aires,
1973)– más que por conservar tal cual los
nombres propios nativos, se opta por la
traducción de los mismos: Gran Maestro
de la Noche, Gran Cerdo del Alba, Antigua Ocultadora, etc.
4
‘Huacsa’ significa literalmente: dientes
incisivos salientes. ¿La etnia de los dientes
salientes?
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30 PRL
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un aumentativo, para diferenciarla de
deidades menores y de los simples mortales, miembros de una etnia de la cuenca
de Huarochirí. Sin embargo, más adelante –en la versión en español– aparece un
posible correlato del término “Huacsa”,
cuando se nombra –en quechua– el lugar
“Huasuctambo” que Arguedas registra
en la versión en español como “Huacsatambo”. Sin duda alguna, entre “huacsa”
y “huacsatambo” hay una clara correspondencia:
huacsa: etnia; huacsatambo: lugar, sitio de la etnia;
tambo/tampu: lugar, territorio.
De hecho, si el traductor hubiera mantenido intacto el término “huacsa”, la correspondencia con “huacsatambo” habría sido
irrebatible. De otro modo, no se puede
establecer un correlato entre “huacasa” y
“huacsatambo”.
Otra observación: En el capitulo 8 (página 49 en adelante), Arguedas traduce “ticti”
como potaje, comida; cuando en el contexto de la frase en quechua hay indicios, como
el verbo “upiay” que insinúan más bien que
se está tratando de una bebida. “Upiay” no
es ni siquiera “sorber”, que se podría aplicar
a los potajes, especialmente a las mazamorras o lawas de chuño y maíz:
chaymanta mullontapas cocantapas
tictin cunactapas huallallocta upiachi
musac ñispa apaspa
llevaba tambien mullo [coral] y un
potaje selecto llamado ticti,
“Para que lo tome Huallallo” decía.
Nos parece que “ticti” –en el quechua de
hoy “teqte”– se refiere no a un potaje sino
a una bebida. Y más precisamente a la chicha dulce sin fermentar que se elabora de
maíz o quinua. El hecho de que se trate de
una bebida, no de una comida, lo corrobora por lo demás el verbo “beber” (upiay)
que Arguedas traduce por su sinónimo,
“tomar”. En consecuencia, “ticti” más que
un potaje es una bebida.
Líneas atrás señalamos que el jesuita y
su experto colaborador andino habían
alcanzado a traducir al español los ocho
primeros capítulos del manuscrito quechua, en los que consignaron los nombres
propios de algunas deidades y lugares que,
por más de una razón, han permanecido
intactos y respetados por Arguedas y los
otros traductores. Sin embargo, después
de recurrentes lecturas de la versión original quechua nos asedia una incertidumbre que trataremos de explicar.
En la transcripción de Ávila y Huacha
se lee, por ejemplo, los nombres propios
de las deidades: Yanañamca Tutañamca,
Pariacaca, Chaupiñamca. Estos nombres,
en la versión quechua, llevan implícito un
sufijo gramatical que, no obstante tratarse
de una declinación que solo funciona para
el quechua, nos parece que pasa tal cual a
la versión en español que, naturalmente,
tiene sus propias reglas morfosintácticas.
Yanañamca Tutañamca, Pariacaca,
Chaupiñamca son nombres propios que
–en la versión quechua– llevan la partícu-
la [ca], que es un sufijo funcional que determina el género y va como un artículo
tácito. Por lo tanto, se podría deducir que
los nombres propios en sí son: Tutañam
Yanañam, Pariaca, y Chaupiñam; es decir,
sin el sufijo funcional. Sin embargo, estos
nombres pasan a la versión española con
el sufijo quechua. Para ilustrar el caso,
valga este ejemplo: Si traducimos al quechua la oración Carlos es mi hijo, no podemos mantener el nombre Carlos tal cual;
el quechua le aplicará sus propias declinaciones gramaticales:
Carlosca churiymi / Carlos es mi hijo
En “Carlosca churiymi”, el sufijo [ca] de
Carlosca sirve para enfatizar la idea, el género, y va como artículo tácito cuya declinación sólo funciona en el quechua. Ahora
bien, si quisiéramos traducir esta oración
al español, no iremos a decir: “Carlosca
es mi hijo”. Al español solo ha de pasar el
nombre propio “Carlos”. De esta manera,
así como a Carlos en este ejemplo, a Tutañam se le agregó el sufijo quechua [ca]
Tutañamca, y esto, creo, fue trasladado a
la versión en español.
Con todo lo subyugante que es, la traducción de Arguedas me parece perfectible. “La traducción del texto quechua nos
pareció una tarea superior a nuestras posibilidades. Consideramos que la presente
traducción habrá de ser perfeccionada”,
señala el propio Amauta. Creo que su
excesivo respeto por ceñirse a la versión
original le cohíbe, por momentos, a seguir el contexto y emprender una traducción más libre, menos literal. Esto mismo
ocurre con el poema elegiaco Apu Inca
Atahuallpaman. En el estudio preliminar
de esta edición, Luis Millones y Hiroyasu
Tomoeda son del parecer que ambos textos forman parte de la misma atmósfera.
En Dioses y en Apu Inca subyace la llamada
resonancia interior.
En Apu Inca Atahuallpaman, elegía perteneciente al siglo XVII, recopilada en Pisac,
Calca, Cusco, en las primeras décadas del
siglo XX, Arguedas, no obstante su hermosa traducción, se ciñe tanto al original
y a la disposición espacial de los versos,
que por buscar esta coincidencia, su versión en español termina, a veces, cargada
de un aire más bien retórico. En cambio,
cuando arriesga, trasciende lo literal y deduce del contexto, nos entrega las imágenes más luminosas:
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antropológico ni un propósito académico. La verdadera intención de Ávila y sus
colaboradores conversos era allanar la cosmovisión y el pensamiento prehispánico y
desde allí desbaratar sistemáticamente las
creencias y la fe de los antiguos peruanos,
en un proceso de evangelización hostil.
“En su cargo de extirpador de idolatrías,
Ávila entendía que su misión era la de destruir los ídolos, las antiguas creencias andinas y reemplazarlas por la religión católica”, dice el filósofo jesuita Vicente Santuc
en la introducción a esta edición. Por esta
razón, el propio manuscrito fue configurado con un evidente sesgo cristiano, incluidas interpolaciones y similitudes con
algunos pasajes de la Biblia: el diluvio, el
Génesis, la peregrinación de un dios bajo
la apariencia de un menesteroso que desenmascarará el verdadero temple de algunas deidades andinas: falta de compasión;
arrogancia.
Para finalizar, hay que remarcar que
siempre que uno se refiere a Dioses y hombres de Huarochirí es inevitable establecer
comparaciones con el Popol Vuh. Ambos
documentos, provenientes de la oralidad
prehispánica de Suramérica y Centroamérica, mantienen sorprendentes semejanzas. Redactados “dentro de la ley de Dios,
en el cristianismo” ambos testimonios
fueron recopilados en lenguas nativas,
transcritos con grafía española y traducidos por sacerdotes cristianos. Francisco
Ximénez, de la orden de los dominicos,
fue el artífice del Popol Vuh. Por encima de
las similitudes con algunos pasajes de La
Biblia, destaca el uso de la astucia del héroe para empreñar a una doncella, en uno
de los pasajes más poéticos y análogos de
ambos libros:
Cierto dia [Cavillaca] se puso a tejer
al pie de un árbol de lúcuma. En ese
momento Cuniraya, que era sabio, se
convirtió en pájaro y subió al árbol.
Ya en la rama tomó un fruto, le echó
su germen masculino e hizo caer el
fruto delante de la mujer. Ella, muy
contenta, tragó el germen. Y de ese
modo quedó preñada (Dioses, 15).
Entonces [Ixquic] llegó al pie del árbol. “!Ah, ah! ¿Son esas las frutas
del árbol? ¡Cuán agradables las frutas de ese árbol! ¿Moriré, me perderé
si cojo algunas?”, dijo la joven. Entonces una voz que salió de entre los
frutos
dijo: “¿Qué deseas Ixquic? ¿Las deseas todavía? añadió. “Ese es mi deseo”
dijo la joven. “!Muy bien! extiende
solamente el extremo de tu mano”.
“Sí” dijo la adolescente, alargando
su mano que extendió hacia el árbol.
Entonces uno de los frutos lanzó con
fuerza saliva en la mano extendida
de la joven. “En esa saliva, en esa
baba, te he dado mi posteridad” dijo
la voz5.
Entonces Pariacaca bajó, y con su
manto tapó la bocatoma de la lagunapequeña. La mujer lloró más dolorosamente, viendo que la poquísima agua
desaparecía. Así la encontró Pariacaca, y le preguntó: “Hermana, ¿Por qué
sufres?”. Y ella le contestó: “Mi campo
de maíz muere de sed”.
“No sufras –le dijo Pariacaca–. Yo
haré que venga mucha agua de la laguna que tienen ustedes en la altura,
pero acepta dormir antes conmigo
(Dioses, 41)
La recopilación de los testimonios de
Dioses no tenía, desde luego, un móvil
5
Popol Vuh. Traducción de Emilio Abreu
Gómez. Mexico: FCE, 2003. p. 84.
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